I
Para aquel mocoso de Juanito, el hijo del carpintero, llegar á «ser hombre» era su gran ambición infantil.
Como de la vida no sabía palabra, consideraba las acciones de su padre como las más dulces gollerías que pudieran apetecerse.
Indudablemente cuando él, Juanito, tuviera los bigotes de su padre, tendría mujer é hijos, fumaría, sería contertulio de las tabernas del distrito, se emborracharía los sábados, andaría á moquetes con la familia, y en los días de gran repique, toros, meriendas, cafés, teatros, ¡juerga!, ¡mucha juerga!
Porque el mocito no iba á andar siempre con pantalones abiertos en aquella parte más blanda del individuo, ni el asistir á la escuela había de durar toda la vida. Medrados estábamos con la bicoca de á diario los señores de la palmeta calentaran las orejas por si uno sabe, mejor dicho, no sabe las lecciones del Catecismo, de la Gramática ó de la Aritmética.
¡La aritmética! ¡Dios soberano! ¿Pero quién sería el que inventó ese rompecabezas? ¿Quien sería ese Sr. Pitágoras, autor de la tabla de multiplicar?.
Y Juanito Fernández al llegar á estas consideraciones echábase á la nuca la gorrilla de seda y rascábase sin pulcritud alguna los pelufres que desmayadamente le caían sobre el rostro moreno y falto de agua.
¡Y si lo de estudiar fuera sólo en la escuela!.. ¡Santo y muy bueno!.. En su casa era el mayor martirio… A todas horas la madre gritándole:
—¡Juanito, á estudiar!.. ¡A estudiar, Juanito! ¡Juanito, que me vas á salir un burro!..
Y privado con tales apremios de salir á la calle á jugar al peón ó á los soldados… ¡Hombre! Una tiranía insoportable.
—¡Cuando yo sea padre!..
II
¡Los quince años!
La edad más hermosa de la vida: no se es ya niño y aún se conserva la candidez: no se es aún hombre y ya se anhela tener novia: se desea sorprender el misterio que alegre retoza en derredor de los quince años: secreto que brilla en los ojos, palpita en los labios y conmueve el corazón á la vista de una mujer hermosa: todas os seducen y á ninguna os atrevéis á dirigiros: es más, si cualquiera os mira se os enciende el rostro.
Juan Fernández no iba ya al colegio: estaba de aprendiz en la carpintería de su padre; y si malo lo de aprender la aritmética, peor era lo de pasarse la vida en cuclillas, cerca del calderete de la cola, dale que te le darás con el palito.
Podía tolerarse esto si no tuviera siempre á la vista al autor de sus días y de su aprendizaje… Porque á estar solo, Juanito podía echar algún que otro pitillo, como hacía el otro aprendiz, el cual, con el mayor descaro, pedía al maestro la petaca y… ¡venga humo!… y charlar de novias y aventuras y cuernos colorados y traer al concurso con la boca abierta, celebrándole siempre las ocurrencias y picardigüelas… Hasta el maestro se reía como un bobo y exclamaba:
—¡El demonio es este chico!
Juan melancólicamente suspiraba cada vez que sentía el aguijón de deseos aun no bien definidos.
—¡Cuándo seré hombre y tendré novia!
III
¡Era hombre!
¡Tenía novia!
Considerábase feliz con poder lucirse delante de su madre echando humo por las narices, y más feliz aún con salir de casa por la noche mascullando el último mendrugo, postre de la no muy suculenta cena, é irse á hablar con la novia, una madrileñita corsetera, muy mona, muy chula, muy chata y muy… sin vergüenza.
Y paseando despacito, muy despacito por esta calle y la otra y la de más allá, transcurría la hora de amor como un soplo, en plática íntima, con dejos de romántica, con salsa picante, ligerezas de manos, candideces de novicios y fantasías de nabab.
Y después á casa, llena de humo amoroso la cabeza.
Y al día siguiente vuelta á repetir lo del día anterior.
El sueño de oro para Juan era el de ahorrar unos cuantos duros, no muchos, porque los pobres compran la felicidad muy barata, y casarse con aquella madrileñita que le tenía sorbido completamente el seso, y vengan hijos y trabajar mucho y ser rico y feliz, ¡felicísimo!
IV
La patria vino á cortar el hilo en donde se ensartaban tantas ilusiones.
Arrancó á Juan Fernández del hogar paterno, le separó de los brazos de su amada y se lo llevó lejos, muy lejos, á luchar por la integridad del territorio español.
Al pronto, aquello le hizo á Juan honda mella; pero una vez en filas,
vivió en su ánimo un gran deseo de luchar como luchan los héroes.
¡Quién sabe si llegaría á hacer una carrera en las armas! ¡Y entonces sí que realizaría por la posta su sueño dorado: el casarse con la mujer de sus amores.
Realizó la campaña portándose como un bravo.
Le dieron la licencia, y nada más.
Juan Fernández voló á sus lares: la familia le recibió con grandes muestras de júbilo, y en son de burla le contaron una gran tristeza.
La novia de Juan se había casado con el maestro de su obrador.
Juan juró vengarse de tamaña felonía y matar á la infame; lloró como un chiquillo, y se creyó el más desdichado de los hombres al ver caído el edificio de su felicidad.
* * *
A los veintitantos años no hay dolor que no se calme ni esperanza que no renazca.
El mozo pensó unir su suerte á la de otra mujer más digna que aquella primera que tan falsamente hubo de portarse con él.
Y cata á Juan Fernández casado, con hijos, manejando la garlopa, permitiéndose los lujos de fumar, leer la prensa, charlar de política, visitar la taberna, formar parte del comité republicano del distrito y lucirse y tener zambra y holgorio los días de solemnidad: todo cuanto constituía su anhelo en los días de su infancia.
Ahora tenía otros deseos.
El que su chiquitín llegase á hombre y fuera el amparo y el orgullo
de su vejez, ya que su padre en vida no pasaba ni probablemente pasaría de ser un oficial de carpintero: uno de tantos: partícula de la gran hiedra
humana siempre adherida al muro de la pobreza.
V
El hijo de Juan Fernández, dicho sea sin ánimo de agraviarle, no demostró ser un talento ni mucho menos: parecíase física y moralmente á su padre: fué á la escuela, y todas las notas que conquistó en ella no pasaron de «regular,» nunca fué «sobresaliente.»
Pero Juan Fernández creía — ¡disculpable vanidad de padre! — que su hijo era un genio.
Esta creencia fué desvanecida cuando le preguntó: —¿Y tú qué quieres ser en el mundo?
—Lo que usted, padre, replicó el chico con aire de gran satisfacción.
Al escuchar esto Juan, se vio á sí mismo en el salto retrospectivo que dio su imaginación: exactamente igual: un aprendiz de carpintero, que barría el taller, amontonaba las virutas y en cuclillas meneaba la cola, que despedía un vaho no muy agradable.
Y no obstante la decepción sufrida, Juan Fernández todavía esperaba.
¿El qué?
Que su hijo siguiera el mismo camino que él había seguido en su juventud..,
¡El nieto!.. ¿Quién sabe?…
VI
El hijo no defraudó estas esperanzas de su padre.
Juan Fernández hoy día es un viejecito muy simpático, que juguetea con su nieto, un avispado mocoso que sin respeto á las canosas barbas de su abuelo, le pide con acento autoritario:
—Abelito haz el boiquito de Belén, pa que yo monte!
Y el abuelo, cayéndosele la baba de puro gozo, ejecuta el mandato y se come á besos á la criatura.
Y piensa en cosas estupendas que le hacen murmurar:
—¡Si este muñeco fuera andando el tiempo un grande hombre!..
* * *
Cuando alguien, sorprendido de ver siempre retratada la felicidad
en el rostro de Juan Fernández, le pregunta cómo diablos se las arregla
para estar constantemente alegre, el abuelo replica con misterio:
—Es que toda mi vida he tenido una gran riqueza.
—¿Riqueza?
—Sí, la única que poseemos los pobres; la ilusión.
Publicado originalmente en La ilustración Artística el 18 de noviembre de 1895.