¿Quién Dijo Miedo?

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

A cualquiera hora el bueno de D. Olegario diría con el poeta:


«Frescas viuditas, cándidas doncellas,
al veneno de amor busco tríaca;
ya más no quiero ser Perico entre-ellas:
a la que guste ofrezco mi casaca.»


¡Un demonio se casaba él! ¿Qué se había de casar?... No olvidaba el solterón tan fácilmente aquel proverbio de la Biblia que dice:

«El hombre no es malo, sino por un reflejo de la maldad de la mujer.»

Pues si uno, viviendo alejado, siente el reflejo, ¿qué no será coyundándose para in aeternum?... Y entre veinticinco mil y una razones en contra de la institución matrimonial, la de que si al principio el lazo de Himeneo parece cintita rosada con olorcillo á incienso, más tarde —y cuenta que esto ocurre casi siempre— se transforma en circulo de hierro que oprime sin piedad, y acaba por estrangular todas las ilusiones.

Y basándose en la nota egoísta, inherente á todos los miembros de la familia humana, es un solemne bobalías el que pudiendo estar bien quisto con su independencia individual, se las da de puritano y se declara marido, sinónimo de esclavo.

Y todo por ser el dueño absoluto y legal (¿?) de una ciudadana, que al fin y á la postre, y así se lo digan frailes descalzos, no cree que el hombre ha hecho una heroicidad casándose.

En una palabra, apoyándose en un terceto del más satírico de nuestros escritores:


«A los hombres que están desesperados
Cásalos en lugar de darles sogas;
Morirán poco menos que ahorcados»


D. Olegario creía de buena fe que el matrimonio es el oidium de la vida y que las mujeres siempre serán veletas con faldas... Y de ahí no pasaba. Si alguien le encarecía las ventajas que reporta el más simpático de los Sacramentos.

—Pero, hombre, ¿cree V. que la vida del soltero no las tiene? —replicaba.— Y muchas... No es tan triste ni aburrida como se supone, ¡quiá!... Duerme uno en su cama, á sus anchas; se despierta sin ruidos; come aquí ó acullá, donde pilla; puede divertirse como bien le parezca y hacer lo que se le antoje, sin traer á relación los santos deberes del matrimonio (como Vdes dicen). No se le pasa a uno por las mientes el recuerdo del pan nuestro de los niños propios, ni las obligaciones del pater familias. ¡Zarandajas estas que hacen que la mayoría de los prójimos se encuentren poco menos que in puribus dándose de calabazadas! Objetan muchos que las miras del solterón obedecen á apreciaciones altamente egoístas... ¿Y cree usted que las de los casados no tienen sus miajitas de interesadas?... Claro que sí, y á fe que no estaba muy en sus trece el filósofo que, declamando contra el estado de doncellez, decía que sus adeptos ofenden á Dios, á su patria y a la Naturaleza.

II

Las noches de invierno son a más de frías, tristes.

No es de extrañar que don Olegario, al llegar á su casa, satisfecho de haber charlado de lo lindo en el café Oriental, su circulo de recreo y cátedra nocturna, echase un suspiro, y al calarse el gorro de dormir, y meterse después en la cama, luego que un benéfico calorcillo se difundía por su cuerpo, viniera en ganas de fantasear delicias conyugales, más sabrosas en noches en las que en el arroyo se pasea junto con los serenos la traidora pulmonía, hija para nosotros los madrileños de ese puerto de Guadarrama, siempre cubierto con su manto de nieve.

Y, ya á oscuras la habitación, y el cigarro agonizante. D. Olegario daba la última chupetada, y allá sobre el estuco de la pared reflejábase el puntito de lumbre, agrandándose... A pique de hundirse en el pesado mar del sueño, D. Olegario escuchaba pisadas en el tramo de la escalera, después abrir despacito la puerta del cuarto de en frente.

—D. Quintín —refunfuñaba el solterón á solas con la almohada— ¡ya tengo música!... Pero ¡qué felices son algunos y qué desgraciado yo en venir á meterme en la boca del lobo! Yo, el apóstol de la soltería, tengo que sufrir, mal que me pese, la vecindad de unos recién casados. Y, á juzgar por lo que veo y escucho, entienden a maravilla y aun sobradamente sus obligaciones... A mí me crispan los nervios esos habítantes de la luna de miel... La culpa la tiene la avaricia de los arquitectos y maestros de obras, que construyen casas que, como en esta, los patios son tan angostos, que á poco esfuerzo, si usted se asoma, mete las narices en la habitación del vecino, y los tabiques son otros tantos telones acústicos que le transmiten a uno las conversaciones del prójimo... No, si yo... ¡Atiza!... ¡Ya empieza la sinfonía!... Bien, hombre, bien... Mañana digo á Pacomia que traslade los bártulos... Esto es subversivo... Estoy tentado de dar unos golpecitos en la pared; pero... sería confesarles mi envidia... Seamos filósofos; subamos el embozo de las sábanas, y que Morfeo sea con nosotros... Pero, hombre, ese don Quintín, ¿será oficial de Artillería?...

III

D. Olegario, en aquella para él pesada mañana, estaba de un humor infernal... Había recibido una esquelita muy perfumada de un íntimo amigo suyo, tan recalcitrante como él... Y, ¡si parece cuento! el heterodoxo en cuestiones matrimoniales, se convertía en ortodoxo, y, según su misiva, inscribía con gusto su nombre en el gran libro de entradas de la cofradía de San Marcos ó de San Lucas (que en esto no estaba muy seguro). «¡Habráse visto chiflado! —barboteó el solterón.— ¡Casarse!... Y lo que más me irrita es el consejo: «Busca, Olegarito —así, con diminutivo— una buena «paloma», cásate y verás, verás cómo me das las gracias. Ya es hora de que vayas á carenarte en el astillero del matrimonio...» ¡Un tiro! ¡Un cuerno, hombre!...

«….¡Casarme!... Antes, para mi entierro, venga el cura, que para desposarme…»

Esto decía D. Olegario en tanto preparaba las navajas de afeitar y colgaba el espejo en la ventana del cuarto de aseo, que venía á estar vis á vis de la del comedor de los vecinos... Ya era tarde; lo menos las doce... Enjabonó su rugosa faz y se dispuso á despoblarla de los hilillos plateados que contrastaban notablemente con el cutis cetrino de su poseedor. De pronto cesó en la tarea, y dando una tremenda patada en el suelo, dijo á intervalos, como hombre muy agitado:

—¡En mis barbas!... Ellos de seguro que no me han visto, que si no... ¡Asi se pasan la vida!... ¡Donosa vida!... Primero empiezan con Paquita arriba y Quintinito abajo; prepara la señora el mantel, lo extiende, pone los chirimbolos de comer, trae el almuerzo... Supongo que no tienen criada... Al primer plato, menos mal; están marido y mujer sentaditos y formales, al segundo plato, las sillas casi se besan; al tercero, ya se parecen los señores á los enamorados que pintan en las novelas, cuando el amor se sube á la cabeza; á los postres, grandes risotadas, muchos minutos, y al café. ¡Santa Lucía nos valga! Entra el capítulo de los retozos y los arrullos... La marejada crece, crece, y salen del comedor muy agarrados del brazo. Estas son las observaciones que vengo haciendo, sin querer, desde que alquilaron el cuarto... ¡Válate Dios! ¿Estarán siempre así?...

Nadie pudo averiguar la idea que aquel día le pasó á D. Olegario por las mientes; pero es el caso que el pelo y bigote del caballero sufrieron transformación radicalísima; que anduvo por esas calles haciendo el Tenorio, pisando recio y dirigiendo miradas propias de estudiante á las modistillas y señoritas que hallaba al paso...

Luego, en el café, habló largo y tendido acerca de... las ventajas del matrimonio; y cuando iba á acostarse, no gruñó, como era su costumbre, de los vecinos, sino que, mirándose en la luna del armario ropero, dijo:

—Ya no tengo envidia de ese D. Quintín, ni se me alargarán los dientes con escenas como las que todas las mañanas presencio... Ya he puesto cerco á la plaza, y aun cuando no soy ningún pollo... ¿quién dijo miedo?


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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