I
No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.
El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.
Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.
Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.
Por gozar del espectáculo de la calleja, no sería; por charlar con el novio ó con alguna amiguita de la vecindad, tampoco; ni en los balcones ni en la calle veíase alma viviente; para respirar el aire puro, no era probable, porque harto sabría la joven que en aquel pozo sería pretender un imposible. Y de sobra preocupado con estas naderías, condolíame de la existencia de aquella hermosa flor humana que se abría al sol de una juventud que, por azares de la suerte, esplendía en cárcel tenebrosa, porque seguramente á su vivienda no llegarían los vivificadores rayos de oro del padre de la luz.
—Vida melancólica —reflexioné.— ¡Y como la de esta pobre niña, cuántas se consumen míseramente en estas colmenas de casa de vecindad situadas en calles de ínfimo orden, umbrías y entristecedoras! En su inmensa mayoría es gente víctima de la dignidad de clase, clase media, desventurada, que por sostener con relativo decoro su pobreza come poco y mal, se acuesta en las primeras horas de la noche por ahorrarse el gasto de luz y no tiene otros goces ni otras expansiones que las que se proporciona en las tertulias caseras, en donde se juega á la lotería, se «hace» música, se critica y se entablan noviazgos; ó bien yendo al teatro, de higos á brevas, ó algún domingo que otro al campo, á merendar una tortilla de escabeche.
II
Al entrar en la calleja solitaria sorprendí de nuevo, asomada al balcón, á la niña del lunar, y en uno de los portales fronterizos á un joven, buen mozo, pergeñado con un traje que delataba á un pobrecito amanuense.
Los novios, al verme, hicieron alto en su telegrafía.
Ella fingió como que afianzaba la caña de un rosal. Él retorcióse, impaciente, el fino y sedoso bigotillo que sombreaba su rostro simpático y aniñado.
—Ecco il problema! —me dije. Y seguí mi camino, pidiéndole á la complaciente madre del Amor que atase para siempre, con las más dulces y rosadas cadenas, aquel idilio entablado en la melancólica y silenciosa calleja.
III
Más de dos lustros llevaba ausente de la villa matritense, y á mi regreso hube de pasar una de estas tardecitas por la ignorada calle. Y ni más ni menos que como un héroe de folletín, lancé un ¡oh! de imponderable asombro al encontrarme, al cabo de diez años, con la niña del lunar asomada al balcón, y á su novio, el buen mozo, metido en uno de los portales fronterizos.
Y ambos novios, ¡aun seguían telegrafiándose!...
Había un tercer personaje que fisgaba el idilio desde un piso bajo.
Una vieja escuálida y amarillenta pegaba su nariz, corva como una hoz, al cristal de una vidriera.
En sus ojillos y en su boca desportillada había un no sé qué de irónico que hacía daño.
Aquella estantigua debía de ser una solterona.
Seguramente, al contemplar á los enamorados, rememoraba los lejanos días de su juventud.
También ella tuvo un novio garrido, un buen muchacho con quien entabló, tal vez en la misma calleja de ahora, esos inacabables diálogos de amor, que son, en la vida de estas almas humildes, como el rocío en los campos, como la luz en las mazmorras, como el fuego en los ventisqueros.
Y de todos aquellos diálogos, no quedó más que el recuerdo amargo de esperanzas irrealizables.
En aquellos ojillos que se iluminaron con la pasión, y en aquellos labios, un día rojos y frescos como el fruto de la granada, que conjugaron trémulos el verbo amar, y que supieron, ¿por qué no?, que un beso puede incendiar la sangre, puso el tiempo el frío de la desilusión y del desencanto.
Y de ahí la mirada y la mueca de sutil ironía al presenciar en lo presente escenas pretéritas.
* * *
En realidad, la diosa del Amor había atendido mi ruego un poco despiadadamente.
—En todos estos noviazgos interminables —pensé, alejándome conmovido— un puñado de pesetas es el obstáculo, á veces insuperable, que priva de la ensoñada felicidad á dos vidas llenas de juventud y de pasión, que acaban por marchitarse y languidecer en un perpetuo anhelo: el de constituir un hogar.
Como esta niña de mi historia, ¡cuántas de la clase media consumen su lozanía año tras año, asomadas al balcón telegrafiando al novio!
Y muchas, á pesar de su constancia amorosa, se quedan para vestir imágenes.