Un Viaje en Diligencia

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

«¡Calumnia!» —murmaraban mis labios con acento trémulo, mientras que aquella otra voz del alma preguntaba con mortal amargura: «¿Será verdad?»

Julia, mi primer amor, me había traicionado miserablemente, según aseguraba el odioso anónimo.

¡No, mil veces no!—protestaba.

En tan angustioso momento, recordé aquellos otros felicísimos de pasión. Ante mí veía á Julia, lo mismo que en la aldea, ruborosa y amante, diciéndome á media voz —como se revelan siempre los grandes secretos del alma—; «¡Ningún otro hombre que tú será mi dueño!» Y al decirme esto, estrechaba nerviosamente entre sus manos las mías, como para dar mayor fuerza á su protesta. Y como si esto aun no bastara, sus ojos, en los que yo bebía anheloso toda una vida de idealísimo goce, clavábanse en los míos, serenos, como ciclos jamás empañados por la nube del engaño.

¡Y tales ojos y tales cielos eran mentira!

II

Al anochecer de aquel día en que tan rudo golpe sufrió mi credulidad amorosa, me encontré instalado en el interior de una diligencia: que en mis mocedades aun era el ferrocarril una nebulosa.

Seis eran los compañeros de viaje: un señor cura; un viejo que tenía trazas de comisionista de comercio, una jamona andaluza de no mal ver, un niño como de catorce años, que debía de ser su hijo, y una parejita de novios, á juzgar por el dulce mosconeo con que se arrullaban en uno de los rincones del vehículo.

Dispuso la casualidad que mi asiento correspondiera al más próximo de los que ocupaba la susodicha pareja: el hombre, un señor como de cuarenta años, de rostro simpático, no pudo reprimir un gesto de disgusto; en cuanto á la señora, ignoro la cara que pondría, porque la ocultaba una espesa toquilla.

Púsose en marcha el armatoste, rodando al trote largo de su tiro por la siempre polvorienta carretera de Aragón; á la hora escasa de viaje, el señor Cura, que había permanecido entregado á la piadosa tarea de leer en un desencuadernado breviario, cerró éste, guardándoselo en el bolsillo de la sotana á la par que lucía en la diestra mano un pañuelo de hierbas, no tan grande como una sábana. Aplicóselo á las narices con tan recia acometividad, que produjo idéntico ruido al de una matraca. Volvió azorado la vista el novio; sonrióse picarescamente la señora andaluza; gritó su nene; lanzó una interjección no muy católica el comisionista, y yo di un salto, viniendo á quebrárseme con la sacudida nerviosa el hilo de malos pensamientos y maquiavélicos planes que in mente iba forjando.

El ruidoso sonar del pater rompió la obligada circunspección que se establece entre personas desconocidas en los comienzos de un viaje: púsose á charlar el tonsurado con el comisionista, guiñóme los ojos la andaluza como si pretendiese con tal exordio demostrarme que no era cosa tan fuera de propósito el contemplar su ajamonado porte, el niño quedóse dormido y la pareja amorosa continuó en su dulce mosconeo.

Hasta aquí nada de particular ofrecía el viaje, á no ser los continuados trompicones que los baches del camino obligaban á dar á la diligencia y de rechazo á los viajeros, que parecíamos muñecos de goma por el ridículo vaivén que traíamos en nuestros asientos.

III

Un discreto codazo que me propinó mi más inmediato vecino de coche volvió á sacarme de mi abstracción.

—Perdone usted mi atrevimiento —me dijo con exquisita cortesía—, pero es el caso que me hallo en un aprieto mayúsculo...

—Si puedo á usted serle útil... —indiqué.

—Se me ha olvidado el tabaco, y...

—¡Comprendido! —le interrumpí ofreciéndole mi petaca, que el hombre aceptó con ostensibles muestras de regocijo.

—¡Mil gracias!... Usted no sabe la inquietud que paso cada vez que me ocurre uno de estos percances. ¡Soy hombre al agua si no fumo!... ¡No sé vivir!...

En virtud de nuestro carácter nacional, de sobra expansivo, uno y otro nos engolfamos en animada charla, y después de agotar temas tan socorridos como el de la meteorología y el de la «cosa pública», echándole la culpa al gobierno —dejaríamos de ser españoles— de cuantas calamidades ocurrían en este «desdichado» país, vinimos á parar en un punto que ahondó aun más de lo que estaba la herida que á tal viaje me traía; para un espíritu lacerado, la felicidad ajena es un cáustico.

—¡Vaya si era feliz el señor don Claudio Arenillas! —que así dijo llamarse mi interlocutor.

Haría una semana, día más ó menos, que había realizado su mayor ventura: la de casarse.

Y encerrado en una diligencia gozaba su luna de miel, paseándose de un extremo á otro de España en la dulce compañía de la mujercita de sus amores.

—Amigo mío —me dijo adoptando un tono confidencial que revelaba la íntima satisfacción de su alma—, ó yo soy un bolonio ó nada sé de lo que es la vida, pero dudo que haya cosa mejor que la de casarse con una mujer como la mía, tan buena, tan cariñosa, que no ve más que lo que yo veo, ni piensa más que en lo que pienso... Ella y yo formamos una sola entidad repartida entre unas faldas y unos pantalones.

Tal era el entusiasmo con que pintaba su ventura, que no pude por menos de replicar ahogando un suspiro:

—¡Esa es una vida envidiable!...

—Sí que lo es, amigo mío; pero arrieritos somos y...

—Sí somos —afirmé con el tono elegiaco de todo amante despechado que se las da de escéptico—; pero, yo jamás me encontraré con usted en ese venturoso camino de la dicha conyugal.

—¡A ver, joven, á ver eso!... ¿Por qué no se ha de encontrar usted?... ¿Quién diablos se lo impide?...

Contar á otro, que parece mostrarnos algún interés, la pena que nos martiriza, es seguramente un gran consuelo; y así, en voz baja conté al señor Arenillas el motivo de mi viaje, ocultándole por exceso de prudencia, el nombre de la «ingrata».

Escuchóme atento; más de una vez gruñó un «ya, ya» significativo como en confirmación de mis palabras, y en el primer alto que hice en mi discurso, replicó:

—¡Eso nos ha pasado á todos!... ¡á mi mismo, aunque le parezca extraño!... Y ya ve usted si soy feliz...

Y adoptando un tono sentencioso, continuó:

—El primer amor casi siempre se malogra, y es gran ventaja que así ocurra, pues en lo sucesivo ya no se cae tan fácilmente en el garlito... Nuestra primera novia peca de voluble, así como nosotros de incautos... Pero, dígame usted, y perdone esta oficiosidad mía: ¿á qué va usted en busca de la «infiel»?...

—No lo sé yo mismo; pero á nada bueno.

—Esperaba esa confesión, amiguito... Dispénseme usted, si continuo con mis oficiosidades, que me las dicta una irresistible simpatía hacia usted, ¿qué adelantará con ver á esa señora, ni qué satisfacción ha de recibir la conciencia de usted con recriminarla aquello mismo que ya la suya le habrá recriminado con harta severidad?... Medite usted un momento en la situación en que se encuentra y acabará usted por darme las gracias... No se deje usted llevar de la impresión momentánea, achaque propio de la juventud, que no medita ni prevé las consecuencias... En realidad, usted ha sufrido un desengaño, que —no lo niego— siempre deja honda mella... Pero ¡no debe usted tomar venganza de lo que no la tiene en buena lógica, puesto que el cariño debe ser hijo de la voluntad, espontáneo!... ¿Que se ha casado con otro hombre?...

—¿Y le parece á usted poco tal felonía? —le interrumpí airado.

—¡Nada! —me replicó don Claudio sin inmutarse—. Ese hombre habrá impresionado mejor que usted á la niña. Busque usted el desquite de tal felonía, como usted dice, con otra mujer!... ¡Y quién sabe si le pasará á usted lo propio y recordará con fruición esta charla nuestra!

La lógica del señor Arenillas me obligó á quedar indeciso: fluctuaba mi razón entre seguir los primeros impulsos de mi venganza ó aquellos razonamientos de mi improvisado mentor.

A este punto llegábamos en el diálogo, cuando hizo alto la diligencia, y el zagal, abriendo la portezuela, nos dijo:

—¡A cenar, señores!...

Echamos pie á tierra y penetramos en el interior de un mesón castellano: el huésped nos condujo á la cocina, en donde teníamos ya preparada la cena.

Los dos velones de Lucena que había sobre la mesa, amén del gran fuego que ardía en el llar, iluminaban el improvisado comedor.

Don Claudio, dando el brazo á su señora, entró en la cocina detrás de mí, y asiéndome por un brazo, me dijo:

—¡Eh!... ¡Soy de lo más distraído!... ¡Voy á presentarle á mi señora!...

Al oír esto, me volví rápidamente para saludar á la mujer á quien tanta ventura debía mi compañero de viaje.

Y al verla quedéme suspenso, atónito, estupefacto: sin vista y sin habla. Era Julia, la mujer que tan villanamente me había engañado.

Jamás pudo averiguar el señor don Claudio Arenillas el motivo de mi estupefacción, porque desde aquella memorable noche, ni él ni yo hemos vuelto á encontrarnos...


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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