Vida Fantástica

Alejandro Larrubiera


Novela



Al Excmo. Sr. D. Antonio Royo Villanova

Ilustre orador y publicista, paladín de la cultura patria y hombre que cautiva todas las voluntades con su alta intelectualidad y nobleza de alma.


En testimonio de cariño, gratitud y admiración, su amigo


Alejandro Larrubiera

Al lector

El ilustre novelista y maestro querido y admirado, Jacinto Octavio Picón, afirma que la picara vanidad forma el fondo de todo literato, puesto que sin ser algo vanidoso a nadie se le ocurre que lo que ha imaginado en la soledad de su gabinete pueda servir de entretenimiento al prójimo.

Ojalá que esta pueril vanidad innata en todos los que escriben obras de imaginación, y aun en los que no las escriben, merezca de tu parte una bondadosa disculpa, si logro mis anhelos de proporcionarte algún esparcimiento con el libro ofrecido a tu curiosidad.

Vida fantástica es el título que, después de desechar otros muchos, hallé como el más apropiado a esta novela.

Pero bueno será declarar, para que nadie se llame a engaño, que en esta narración novelesca no ha de encontrarse lo que acaso el rótulo haga suponer de estupendo y maravilloso, pues si bien toca realmente en tales extremos por lo inconcebible, la vida del protagonista, éste, después de todo, se produce en ella como lo que es, como un pobrecito hombre que hace su rota por el mundo a la manera trivial de la inmensa mayoría de los mortales.

Y esto que a primera vista resulta un tanto paradójico no puede ser explicado ahora, porque si lo fuera quebrantaríase inoportunamente el interés que intenté despertar en las siguientes páginas. ¡Y sea yo tan venturoso, amigo lector, que cautive tu atención desde la primera hasta la última!

No he de poner punto final sin antes advertirte que en un semanario madrileño, de grata recordación, publiqué hace años un cuento titulado “El hombre que vivió dos veces, en el que sintetizaba el pensamiento que con toda amplitud se desarrolla en la presente novela, debiendo considerarse el citado trabajo, reducido a los límites impuestos a esta clase de producciones, como un esbozo de Vida fantástica.

Que su lectura te sea agradable y cumplido quedará el afán que puse en complacerte.

“Vale.”


Madrid, Febrero 1917.

I

Aunque friso ya con los años en que se empieza a ser viejo—sesenta cumplidos—me conservo sano y ágil de cuerpo y de espíritu, y mi vida, que es la de conserje de una sociedad artístico-literaria, la paso, loado sea Dios, en una encantadora placidez.

Soy solterón, no tengo familia, contados pero excelentes amigos, no me remuerde la conciencia de haber cometido ninguna fechuría que pueda conturbarla; jamás me entristeció el medro ajeno ni procuré gran cosa por el mío propio, con lo cual dicho se está que ni padecí envidia ni ambición, pasiones que entristecen y atormentan; no me domina ningún vicio vergonzoso ni vergonzante, salvo el de fumar, si esto de entretenerse en “hacer humo, es vicio, que yo lo declaro el más inocente de los pasatiempos.

En mis años mozos tuve una loca afición a las faldas y corrí aventurillas sin lamentables consecuencias; mariposeé siempre pero no anidé nunca por sentir un santo horror al lío “formal”. No me he casado porque o no supe buscar o no tuve la fortuna de encontrar la mujer que deseaba compartiera mi vida.

Hogaño siguen gustándome las mujeres, todas, sin excepción, porque, ¿cuál de ellas no posee una gracia, un gesto, un detalle, algo, en fin, que no nos cautive?... Claro es que ya sólo me contento con admirarlas como se admira una obra de arte. Lo otro, ser un viejo verde, lo juzgo ridículo e insensato.

Nada hay en mi pretérito ni en mi presente que pueda turbar esta paz intima que gozo, el mayor bien que nos es dable gozar en el mundo. Sin duda por esto mi genio es de pasta flora, según opinan los que me conocen.


* * *


Hoy he amanecido con un humor de mil diablos, y eso que la noche la he pasado como todas durmiendo a sueño suelto.

No me explico esta insólita “torcedura”, de mi carácter, e indudablemente lo mismo le ocurre a la señá Solé, una vieja andaluza, madre de uno de mis subordinados, y encargada de mi asistencia.

Al traerme el desayuno la he recibido con un bufido, que no es manera muy galante de corresponder a la salutación de una dama que, por añadidura, nos sirve cosas de yantar.

El desayuno le he encontrado detestable; el chocolate aguado, el pan duro, rancia la manteca.

Señá Solé no ha podido menos de refunfuñar a tiempo de salir de la conserjería.

—Pero, ¿qué repajolera yerba habrá pisao hoy este bendito don Lucas?

Para ahuyentar el maleficio de la repajolera hierba, me abismo en la lectura de la prensa matinal y lo que leo me aburre espantosamente.

¡Demontres! ¿qué es lo que a mí me pasa hoy?—me pregunto con inquietud, porque siempre encuentro una grata distracción en la lectura de los periódicos.

Abandono la conserjería y entro en los do minios de mi jurisdicción, donde hacen la limpieza cotidiana los mozos de servicio.

Y sin venir a cuento, regaño al que empuña la escoba por levantar polvo, al del plumero porque lo maneja en tiempo de jota sobre los muebles, y al del paño por el mimo que emplea en limpiar los espejos. No me replican pero me miran sorprendidos y protestando de lo injusto de la reprensión.

No queriendo ver a nadie me meto en la biblioteca, a tales horas el lugar más solitario y agradable de la casa; me siento en un butacón, al lado de la chimenea, en la que arde un buen fuego.

No estoy sentado ni un minuto. El chisporrotear de la leña exacerba mis nervios. Me acerco a uno de los balcones: los cristales están cubiertos de escarcha y “lloran” El cielo muéstrase nuboso, amenazando nieve.

Esta melancolía invernal se adueña hoy intensamente de mi espíritu, me oprime el pecho y hace que me asalten imaginaciones lúgubres, ajenas a mi índole, pues nunca jamás me he sentido Jeremías.

Por un instante me creo atacado de la incomprensible enfermedad de que tanto hablan los intelectuales de la casa: la neurastenia.

¡Yo, neurástico!

Y para demostrarme a mí propio la absurdidad de la suposición, tecleo en el cristal tarareando una canción en boga... Se me antoja ridículo lo que hago y ceso en el canto y en el acompañamiento.

Paso el pañuelo por el cristal y miro a la calle con esa forzada atención que ponemos siempre que tratamos de alejar el pensamiento de alguna idea penosa.

Los transeúntes, gente humilde en su inmensa mayoría, que va a ganarse el pan cuotidiano a talleres, fábricas y oficinas, caminan presurosos, arrebujadas las hembras en el mantón o en la toquilla y los hombres subido el cuello del gabán o liado hasta los ojos el tapabocas o la bufanda.

Con su carasterística pesadez y lentitud desfilan unas cuantas carretas de bueyes con cargas enormes de leña, y con velocidad, que hace mayor el contraste, “autos”, y carruajes de lujo. Pasan unos volquetes con la ripia de un derribo... después, algo que me produce un estremecimiento... Un coche de los dedicados al servicio fúnebre, de aspecto sórdido, que rueda produciendo un soniquete como si arrastrara pedazos de hierro: el cochero es un viejo sucio, antipático, cuya negra y raída librea está constelada de manchones, y despeluzado el parduzco sombrerón de copa con la cocarda partida por la mitad; el caballejo no desentona del conjunto: escuálido, cansino, camina a tropezones.

Y toda esta desagradable máquina se utiliza para transportar una caja de pino forrada de negra bayeta, orlada de cinta amarilla... El que va dentro de la caja ¿quién fué?—me pregunto neciamente—¿qué papel hizo en el mundo?... ¿qué ilusiones tuvo? ¿qué carillos? ¿qué desventuras?...

Y sigo sin perder de vista el carro fúnebre que calle abajo va alejándose, alejándose camino del lugar de la quietud eterna, del eterno silencio... Nadie sigue a esta pobre caja, ninguna mano amiga arrojará sobre ella un piadoso puñado de tierra...

Semejante reflexión hace que se desborde la tristura que desde que me levanté de la cama me tiene convertido en un sauce... Se me nublan los ojos de lágrimas, y suspiro como una señorita romántica, recordando la ritma del poeta de mis mocedades:


¡Dios mió, qué solos
se quedan los muertos!


Felizmente los tales no se enteran de la soledad en que los dejan los vivos, como le ha ocurrido a ese infeliz que acaba de pasar, y me ocurrirá a mí, desde luego.

¡Demontres!, al pensar en esto, descarga el nublado de mi aflicción y dos lagrimones resbalan por mis mejillas.

Y lo que me pasará después de muerto hace que rememore lo que me ha pasado desde que tengo uso de razón.

Es deliciosa la oportunidad, y como me he colocado las gafas negras del pesimismo, por vez primera en mis doce lustros, se me ocurre lamentar lo baldío de mi tránsito por la tierra, siendo siempre un pobre diablo.

“Quien a los suyos se parece, honra merece,—dice el adagio y yo la merezco cumplidamente, porque mi abuelo paterno se conformó con ser guarda jurado de una dehesa de Extremadura, y el materno con cuidar de un pegujal que heredó de sus antepasados en tierra de Ávila; mi padre, que tenía algunos estudios, realizó todos sus ideales casándose con mi madre y siendo copista de música. El pobrecillo muchas veces cortó una nota para tomar un puñado de bicarbonato... Padecía del estómago horriblemente, que nunca hay felicidad completa... Murió joven, dejándonos a mi madre y a mi por todo caudal una porción de papel pautado.

Me vi, pues, en la necesidad apremiante de dar de mano los estudios del bachillerato y buscarme la vida y atender a la de mi madre... Entré de amanuense en una notaría, donde permanecí más de veinte anos, hasta que el de la fe pública signó y firmó por última vez.

Al encontrarme en la calle sin empleo y solo—pues mi bendita madre ya pudría tierra—sentí la indecisión, el anonadamiento de los que de pronto vénse a merced de lo desconocido y no saben qué rumbo seguir.

Indudablemente hay una providencia para los que, como á mi me pasa, no sabemos brujuleárnoslas, ni tenemos carácter para andar en solicitaciones, y esta providencia hizo que a los pocos días de vagar en busca de empleo, lo hallara de conserje en esta Abeja, sociedad artístico-literaria, una de las más prestigiosas, entre sus similares, de la villa del oso.

Tal en síntesis mi vida trivial y prosaica.

Malhumorado como estoy me entra, la buena hora mangas verdes!, una torturadora aprensión por no haber sido algo más de lo que soy, por no haber tenido fuerza de voluntad—palanca irresistible a todos los obstáculos—para realizar los sanos propósitos que en mis anos mozos me asaltaron de seguir una carrera universitaria y a su amparo dar rumbo más brillante a mi existencia, ya que nunca experimenté la desaforada ambición de inmortalizar de alguna manera mi vulgar apellido de Gutiérrez.

Si mi natural no fuera como es, tal vez habría metido algo de ruido en el mundo. ¿No lo meten muchos ciudadanos que son como las nueces que cuanto más vanas más suenan?

Ya que no por las dotes de una inteligencia excepcional que desgraciadamente no poseo, quizá si hubiera sido osado, habilidoso y desaprensivo, habría llegado a convertirme en personaje... o rico al menos, que esto lo puede ser todo el que se lo proponga, siempre y cuando que para conseguir sus miras no se pare en barras y a todas las consideraciones que hacen escarabajear la conciencia sobreponga su egoísmo, y caiga el que caiga...

Pero acabaré en lo que soy; conserje.

Es mi sino.

¡Ay, si las cosas se hicieran dos veces!...


Interrumpe estas tardías e inútiles meditaciones don Heliodoro, el bibliotecario de la Abeja.

Su presencia ha hecho que recobrara el ánimo, porque al lado de este hombre delgaducho, pequeñín, risueño, de un encantador optimismo, no es posible permanecer melancólico ni malhumorado.

Don Heliodoro es solterón como yo, y desde que supo leer no ha hecho otra cosa sino hojear libros y libros hasta el extremo de que jamás le falta uno en la mano.

Me saluda como de costumbre, con cordial efusión, y aun cuando viene temblando de frío, me dice con admirable ingenuidad:

—¿Ha visto usted qué buen día hace?

Me sonrío y replico algo irónicamente:

—Un poquito de frío, ¿verdad?

—¡Quiá! Demasiado caluroso para la estación.

El bibliógrafo cuelga en la percha gabán, sombrero y bufanda, y toma asiento en el sillón, al lado de la chimenea, tendiendo hacia el fuego pies y manos.

Me ha hablado, de lo que habla siempre, de los libros.

Le escucho complacido y admirado, porque este hombrecito es lo que se llama un pozo de ciencia, discurre, al revés que muchos que se precian de sabios, con una amenidad, serenidad de juicio y benevolencia encantadoras.

Luego que se ha reposado y ha entrado en reacción, pues venía aterido, se levanta y dice al sentarse a su mesa, llena de papeles y libracos, su frase sacramental:

—Laboremos.

—Laboremos—repito, disponiéndome a salir de la biblioteca.

—Oiga usted, Gutiérrez, antes que se me olvide, hoy tenemos sesión famosa... Se reúnen los psicólogos.

—O “abejorros”,—replico—que, como siempre, charlarán de lo divino y de lo humano.

Don Heliodoro se ríe como un santo varón, mientras que murmura:

—Pero, ¡qué gracioso es este Gutiérrez!...

II

“La Abeja Hispana, nuestra amada sociedad, realiza constantemente, brillantemente, su enaltecedora misión de servir de antorcha en el camino que ha de recorrer la juventud intelectual de nuestra Patria, sumida en las sombras del oscurantismo y de la barbarie”, según declara en todos sus discursos nuestro excelentísimo señor presidente, que no es literato, ni artista, a Dios gracias: es sólo un tío de campanillas en la política, y, por lo tanto, con indubitada capacidad para presidir esta y otras Abejas por el estilo.

En el “Spoliarium”, un saloncito tapizado de rojo y del que cuelgan pinturas modernistas con Evas alfeñicadas, larguiruchas, y Adanes esqueléticos y tristones, se reúnen los terribles “abejorros”, como yo designo a los literatos y artistas en agraz, jovencitos melenudos, escuálidos, con cara de acelga, sin asomo de bigote y que fuman en pipa, y los cuales jovencitos dicen cosas estupendas que me azoran e indignan, poniendo en tensión mis nervios; que, al fin y a la postre, yo, pobrecito de mi, vine al mundo cuando era pasmoso viajar por ferrocarril, y hogaño, esta generación intenta volar como los pájaros; el contraste no puede resultar más tremendo.

Todo lo niegan estos señoritos: sus lenguas son piquetas demoledoras de lo tradicional y respetable; a creer lo que ellos afirman, en nuestro planeta no se crían más que “congrios, “besugos, y “percebes” No hay reputación en la que no hinquen el diente ni obra del humano ingenio a la que no le pongan un sambenito, si sus autores son de los consagrados.

Eso si, al primer advenedizo que escribe o pinta, esculpe o “musiquea, de un modo extravagante le declaran “genio, y según los “abejorros, nadie ha realizado obra tan portentosa como la de estos descubridores de Mediterráneos artísticos y literarios, que en fuerza de querer dar la nota original o la “sensación,—como dicen—caen míseramente en lo arcaico e incomprensible, atropellando la estética e insultando al sentido común.

Yo que estoy en el secreto del por qué de estas credenciales de “genio, me sonrío de bonísima gana, ¡qué demonio! Los “abejorros, como cada quisque tienen su poquito de vanidad, aun cuando declamen contra el vulgo ignaro y el burgués “philistin, y repitan, en todos los tonos y en todos los periódicos donde les dejan meter baza, que más denigra que enaltece el aplauso de las muchedumbres, y debe despreciarse ya que el nivel intelectual de las masas es igual al de una portera o un guardia urbano, sonríanse ustedes también conmigo de tales afirmaciones: beben los vientos por alcanzar el aplauso público, la popularidad, que les conozca y admire la gente, porque aparte de la satisfacción íntima e inefable que esto ocasiona se traduce en algo menos metafísico: en ganar dinero y proporcionarse cuanto el dinero proporciona, que es casi todo lo que se puede apetecer en el mundo.

Para el loable intento de romper el anónimo adoptan el rancio sistema de llevar la contraria en todas las cosas, “aindamáis, hijo, en constituirse en sociedad de bombos mutuos...

Y unos “abejorros, a otros se bombean incesantemente, escandalosamente. Cualquiera de ellos publica no más que un pliego de aleluyas, pues cátate el “homenaje, banquete, discurso, fotografías, “et sic de cœteris”

Naturalmente el “abejorro, que tiene algo metido en la cabeza llega adonde se propone, y acaba por volar como las águilas. Pero, ¡cuántos continúan toda la vida volando como abejorros!

Muchas, muchísimas veces, un servidor de ustedes, que como español de pura cepa cree en Dios, en su Patria y en otras cosas por el estilo, ha estado a punto de ponerle las narices como la maza de un bombo a uno de estos insoportables caballeretes, modernistas, vanidosos y descreídos, que tildan de cursis los más nobles afectos y creencias. ¡Ellos sí que son unos cursis que padecen indigestión de intelectualismo!

Pero una visión nefanda, la del puchero, el gran tirano de los pobres de espíritu y de bolsillo, volando desde la conserjería a la calle, ha refrenado el fiero impulso de mi indignación. ¡Señor, lo que tiene uno que ver, oir y aguantar para comer un mal cocido y dormir bajo techado!...


* * *


Han celebrado sesión los psicólogos de que me habló esta mañana el bibliotecario.

Para convencerme a mí propio de la desaparición de la murria con que amanecí y de que había vuelto a la normalidad, he asistido a la polémica de los “abejorros”

Han vociferado hasta enronquecer. ¡Qué gritos! ¡Qué manoteos! Y todo para afirmar que el “homo sapiens, es un animal de costumbre que si viviera cien vidas, en todas y en cada una repetiría las mismas necedades, sin que le sirviese para nada la experiencia adquirida en existencias pretéritas.

Bueno; yo, hubiera metido mi cucharada para impugnar la tesis que se discutía... pero mi misión, que es privativa de sabios y de conserjes, es la de ver, oir y callar.

Tales y tantos disparates oí en boca de aquellos pollitos que al romper el cascarón y poner el pie en el mundo se las daban de Mentores y Catones, que cuando me retiré a la conserjería se me iba la cabeza.

Al meterme entre sábanas me enredé en un largo soliloquio—que sabido es que los viejos y los locos parlan a solas—, refutando la sofística proposición de los melenudos de La Abeja. Me quedé dormido repitiendo la frase que continuamente enjaretamos si el rumbo del vivir no se ajusta a nuestros deseos:

¡Si se volviera a nacer!...

III

Un servidor de ustedes había muerto lo más natural y vulgarmente que puede morir un pobre diablo de conserje solterón, sin familia ni perrito que le ladre. Aun cuando en la “hora fatal, se me ocurrieron frases filosóficas dignas de ser perpetuadas como aquellas de los grandes hombres que en el mundo han sido, no dije esta boca es mía. Cerré los ojos para no ver la cara de circunstancias que ponían los que me rodeaban: la señá Solé, su hijo y una comadre de la vecindad. Como buen cristiano, me encomendé a la Divina Misericordia, y refunfuñando: “¡Ahí te quedas, mundo amargo!, lancé un suspiro y...

Sucedióme algo extraordinario, increíble, que supongo no le haya sucedido a mortal ninguno en tan fiero lance, digno de ser descrito por la genial y fantástica pluma de Hoffmann, Edgardo Poe o Gautier.

Fue el caso, señores míos, que yo, aunque me había muerto, no me había muerto, galimatías que procuraré poner en claro, lisa y llanamente, sin meterme en camisa de once varas ni cansar, a los que tengan la comodidad de leerme, con metafísicas que pretendieran justificar lo injustificable, que, al fin, al fin, no es un sabio el que habla, sino un humilde conserje, sin meollo para semejantes elucidaciones.

Sin duda la Suprema Voluntad dispuso que mi espíritu hiciese una nueva jornada en este valle de lágrimas. Y el viejo conserje, quedóse rígido, frió y amarillento en su modesta cama de la conserjería, y su psiquis, al fin mariposa, en vez de remontarse a lo alto, voló rauda por las calles matritenses, aposentándose en el cuerpo de un recién nacido.

Mi espíritu de sesentón daba vida a un rorro. En el latir de un segundo, mi cuerpo rugoso y cansado—que pronto pudriría—, veíale trocado por el tierno y delicado de un mamoncillo.

Tal fué mi “avatar”, transmigración, metempsicosis, o como se llame tan peregrino cambio de domicilio del alma.

Al asomarme de nuevo a la vida, con los ojos enturbiados por el llanto, y ver la escena que ofrecía la alcoba de la parturiente, mi segunda mamá, comprobé, “motu proprio, que el comienzo de la humana existencia es ridículo, como afirma Voltaire en no sé dónde, y admiré la profundidad de pensamiento de nuestro sutilísimo Lorenzo Gracián, cuando dice que “presagio común de miserias es el llorar al nacer. Que aunque el más dichoso cae de pies, triste posesión toma y el clarín con que este hombre rey entra en el mundo, no es otro que su llanto: señal que su reinado todo ha de ser de penas”

Me lavaron, me fajaron, me besó con amor de madre la que debía serlo para mí, y el médico, un señor de luengas y plateadas barbas, rechoncho y con gafas de oro, dijo, resoplando, no sé si de cansancio o de satisfacción:

—¡La enhorabuena, generala! ¡Un hermoso niño!

Estuve por replicarle, si hubiese podido hablar: “¡Adulador!, porque yo me veía en la luna de un ropero, en un estado de fealdad lamentable, tan coloradote, tan chatito, parecía, no una “pepona, de feria, sino un “pepón”

Una joven, verdadera flor de los campos por su agreste y fragante hermosura, el ama, me cogió en brazos y me llevó a un lujoso gabinete, donde hállabase sentado en un sillón un caballero de edad provecta, de grave y entonado porte, cuyos ojos vivos y penetrantes fijáronse interrogadores en el grupo que formábamos el tocólogo, yo y mi ama: aquel señor era el general, mi “nuevo” padre. De pie y a su lado había un buen mozo que lucía el vistoso uniforme de húsares y el cordón de ayudante de órdenes de un príncipe de la milicia.

—¡La enhorabuena, general!... ¡Una hermosa criatura!—exclamó el galeno frotándose las manos.

—¿Chico?—preguntó papá no sin algo de emoción.

—Chico—afirmó el galeno.

—¡Más vale así!

Acercóseme el guapo mozo, y contemplándome dijo entusiasmado al parecer:

—¡Una alhaja, mi general!... ¡Qué niño tan hermosote!

El general no se dignó darme un beso; la verdad, me molestó aquella indiferencia, y maliciosamente sospeché que en mi flamante hogar representábase una de tantas comedias como traza Cupido y que podría titularse a!o clásico: “Amor requiere lozanía, o el viejo, la dama y el galán”.

IV

Desde el primer momento de mi preternatural existencia noté con terrible inquietud la dualidad espantosa entablada entre mi espíritu y mi cuerpo: soy un “bebé, de sesenta y pico de años, algo incomprensible y fenomenal. Mi físico se halla supeditado a todas las leyes fisiológicas, y en él, como en una cárcel, encuéntrase aherrojada mi inteligencia de hombre corrido que sabe dónde le aprieta el zapato.

Y nadie puede imaginarse, por lo peregrino del caso, las rabietas y disgustos que me proporciona representar el papelito que la Providencia se ha servido repartirme en mi segunda aparición en este mundo.

Lógicamente todos suponen que soy un mamoncillo y no se recatan de mí para nada, ofreciéndoseme tales como son por dentro, sin la máscara hipócrita que impone el trato con el prójimo.

¡Dios mío! Aun cuando por mi anterior y dilatada existencia nada puede cogerme de nuevas, experimento un gran sobresalto y repugnancia al ver tan al desnudo la mundanal farsa...

¡Cuánto chismorreo en la cocina y en el estrado! ¡Qué de quitarse el pellejo los unos a los otros! ¡Cuánta ingratitud! ¡Qué falta de caridad y qué sobra de egoísmo en todo y en todos! ¡Cuántas misierucas, en fin!

Bendigamos a la Eterna sabiduría que ha dispuesto que a nuestra entrada en la vida no nos demos cuenta de nada, y podamos llegar a la edad juvenil tranquilos y confiados, creyéndonos en el mejor de los mundos, porque el hada de la ilusión nos acompaña.

Bendígala yo muy señaladamente por la gran merced de depararme un hogar como en el que me hallo. Porque, ya que tan inconcebible metempsicosis se realizó en un humildísimo conserje, ¿no habría sido cruel ironía del hado, que en vez de tener un padre general, una madre tan guapa y tan bondadosa, gozando una vida a cubierto de necesidades y de preocupaciones, en una posición social envidiable, hubiese dado con un papá deshollinador, pongamos por caso, y por añadidura borracho, camorrista y holgazán, que la emprendiera a vergajazos con la familia?...

¡Horripilante!


* * *


Mi papel de “bebé,—y reanudo la presente historia—es de un cómico subido, casi grotesco, que a veces me arranca lágrimas de desesperación.

Siento hambre, supongamos, y quiero decírselo a mi nodriza (que sólo se acuerda de que lo es cuando me desgañito). Bueno; pues aun cuando me parezca muy ridículo e impropio de mi seriedad espiritual, tengo que poner en acción, si no quiero morirme de hambre, el proverbio “El que no llora no mama” A veces no es el hambre lo que me hace llorar, es que siento algún retortijón de vientre o que me han fajado de tal manera que no puedo moverme. Pues ya es sabido: la señora ama, tras muchos refunfuños, acude al remedio supremo de mecerme cantándome la Nana, y como advierta al cabo de una hora de repetir su monorritma canción que no me aduermo, empieza a agitar el sonajero a dos centímetros de mis narices, entonando coplas de la tierruca. ¡Para sonajeros y coplitas tengo yo el humor! Protestaría de verme enfundado, como una momia egipcia, y a mis horas acudiría a lugar adecuado para permitirme ciertos inevitables desahogos fisiológicos, y, sin embargo, como no puedo hablar ni valerme de mis remos, perfumo, lo más bellacamente posible, la envoltura que me oprime. Lo cual, dicho sea sin eufemismos, es una cochinada que no sólo escandaliza mi nariz, sino que me avergüenza y humilla de modo indecible. Advertida de mi fechuría por su trascendencia, acude prestamente la montañesona, y tras refunfuños y repetir a cada paso que soy un marranuco, ¡y tan marranuco!, me muda de bragas y echa sahumerios, con lo cual vuelvo a recobrar la tranquilidad, no sin que me sonría irónicamente al discurrir que todo un rey de la creación se vea sujeto a tan groseros como imprescindibles menesteres.

A ratos me quedo embelesado contemplando a la que me amamanta, y como es una realísima hembra, de ojos parlanchines y labios rojos, con cutis de azucena, que huele a manzana, se me ocurre decirle una de esas barbaridades admirativas que tanto gustan de oir las zafias lugareñas... ¿Con qué lengua se lo digo, si la mía aun no sabe modular siquiera “papa”, “mama”, y “tata”, que es lo primerito que dice un ciudadano que usa sonajero?...

Menos mal que cuando me veo en sus brazos procuro desquitarme de mi forzado silencio besuqueándola de firme, y siempre la montañesa dice asombrada, dándome un beso y apartando su cara de la mía:

—¡Demonio de crío, y qué cariñosuco que sale!...

En mi anterior existencia ningún cajista se tomó el liviano trabajo de componer mi nombre, lo cual arguye que no fui escritor, político, cómico, torero ni danzante, ni la Actualidad, diosa del periodismo, jamás lo puso en candelero.

Ahora ya es otro el cantar...

Los periódicos, a propósito de mi bautizo, hablaron del “robusto y hermoso infante hijo del bizarro general” Celebremos el optimismo de nuestra amabilísima Prensa, que no concibe que los recién nacidos de gente ilustre, o “bien, como se dice ahora en galiparla, sean feúchos o entecos. Fué acontecimiento notable en la vida del gran mundo... madrileño Sus amables cronistas adornaron mi personilla con los adjetivos y flores de ritual en parecidos casos, satisfaciendo la vanidad de mis papás y la mía, que estas dulces mentiras siempre resultan agradables, porque, aquí, en secreto, soy feíto de veras.

La aristocracia del talento, de las armas, de la sangre y del dinero, según el consabido clisé, tuvieron digna representación en la magna solemnidad religiosa de mi entrada en el seno de la Iglesia.

Papá, de gran uniforme, dirigíame miradas afectuosas, y sonreíase con íntima satisfacción cuando le decían, señalándome: “Es su vivo retrato, general”

Hubo un espléndido “gaudeamus, o si lo prefieren ustedes en inglés, por ser más comprensible, un “lunch”

Se me iban los ojos tras las bandejas repletas de golosinas. ¡De qué buena gana las hincaría el diente... si tuviese dientes! A nadie se le ha ocurrido obsequiarme con un emparedado, ni con un dulce, ¡con lo que me gustan a mí las yemas de coco!... Lo que sí he recibido han sido muchos, muchísimos besos. Dios se lo pague a las muchachas guapas que han puesto en mi cara los encendidos claveles de su boca. No muy cortés ni infantilmente por cierto, he rehuido parecidas demostraciones afectuosas de caballeros y damas vetustas.

Y a propósito: la infinita Sabiduría hace que los crios de veras—no yo misero de mí—sólo experimenten vaga molestia, por lo que en realidad es un martirio, puesto que no hay quien al ver a un niño de mantillas no se crea en la imprescindible obligación, especialmente las mujeres, de importunarle convirtiéndose en ametralladora de besos, haciéndole fiestas y visajes, zarandeándole, fingiendo sonrisa adecuada, y apuntándole con el índice en el ombligo, decirle tontamente: “¡Ajito al nene!”, sin que se olvide a cada paso llamarle “¡Rico!, “¡Monín!, “¡Precioso!, “¡Encanto!, “¡Cielo!, aun cuando, como a mí me sucede, tenga la cara como un cangrejo cocido.

V

Señores, ¡qué gran sainete es la vida!

Se me ocurre tan vulgarísima reflexión al recordar los diálogos y gestos que he visto y oído, desde los brazos de la nodriza, al selecto concurso que me rodeaba, bien ajeno, naturalmente, de que los entendiera el héroe de la fiesta.

Ha habido frases y miraditas maliciosas—cuando no brutalmente sarcásticas—a propósito del hecho tan sencillo de que el general, a sus años, sea mi padre. ¡Ah, si el “bebé, hubiera podido hablar!...

Los convidados han llegado a encontrarme, ¡oh, portento de las imaginaciones suspicaces!, un parecido con el gallardo ayudante de órdenes de papá, y han comentado entre sonrisitas y frases de venenosa intención las miradas inocentes que se cruzaban entre mamá y el oficialete que, dicho sea entre paréntesis, parecía con su uniforme el dios Apolo vestido de húsar.

Otros señoritos y otras damiselas han murmurado del “lunch”, encontrándole vulgar y sórdido, mal servido y con un “champagne, detestable, sin perjuicio de darse hartazgo de cuanto arrebañaban.

Pero todo esto es nada comparado con la emoción que me ha producido ver entre los invitados al excelentísimo señor presidente de La Abeja Hispana, seguido de García, un pobre diablo al que en mis tiempos de conserje hube de colocar de ordenanza en la susodicha Abeja.

De retorno de la iglesia, subíamos la escalera de casa y le oí decir: “El imbécil de Gutiérrez” Como este imbécil era yo, puse mi atención en el diálogo que sostenía con uno de los asistentes de papá, conocido suyo.

Hablaba de mi muerte y de las esperanzas que abrigaba de sustituirme en la conserjería: “Lo mejor que ha podido hacer ese viejo chocho—decíale confidencialmente a su interlocutor ha sido morirse, porque no he visto tío más gruñón ni más...” (Aquí un adjetivo impublicable.)

Me quedé frío dentro de mis panales al escuchar el cariñoso responso de gratitud que me dedicaba mi protegido.

VI

Sería el cuento de nunca acabar si me entretuviera en referir mi historia de mamoncillo, en la que recuerdo con terror pánico el momento crítico de echar el primer diente.

Claro es que a su tiempo rompí a hablar, pero no con la seductora torpeza de un nene, que hace interminables sus monosílabos, balbuciendo pa-pa-pa-pa, ma-ma-ma-ma, cha-cha-cha-cha, sino que con asombro inaudito de mis señores padres y de cuantos me rodeaban, una mañanita, al entrar en el comedor donde desayunaban, les saludé como hijo bien educado: “Buenos días, papás, ¿cómo están ustedes? ¿Han pasado buena noche?. No supieron qué decirme, miráronse todos azorados, mamá dió un grito: se le había caído de la taza a la falda, por efecto de la emoción, el ardiente soconusco que se disponía a sorber; papá me miró asustado y metió el dedo, en vez de la cucharilla, en el vaso de agua donde se deshacía un azucarillo. Perales, el asistente y mozo de comedor, quedóse como un Ciutti en la cena del Tenorio. Y yo, señores, olvidándome de mi papel, solté una carcajada que no califico de homérica, porque no me gustan las exageraciones.

Y también produje en los míos una sorpresa terrible el día en que de buenas a primeras eché a andar, sin titubeos, sin darme talegadas, sino con la soltura y firmeza de quien sabe lo que se hace.

Naturalmente, tan extraordinarias habilidades fueron la comidilla de cuantos concurrían a casa. “¡Qué precocidad de niño, general, ó “¡Qué hijo tan admirable generala!.

Y los dos agradecían con forzada sonrisa el encomio.

Les preocupaba tener un hijo tan excepcional.

Un don Olegario Martinete, catedrático de Medicina, que en sus verdes años corrió la tuna con el general, después de ver como yo andaba y parloteaba, se quitó las gafas de oro, y dijo solemnemente: “Chico, siento decirte que tu nene es un fenómeno en toda la acepción de la palabra. Estas insólitas demostraciones me desconciertan, porque nunca jamás, en los muchos años de vida que tengo, y en lo muchísimo que he leído he encontrado nada semejante. No le pierdas ni un minuto de vista, porque todo esto se sale de lo natural. Y no me da buena espina.”

¡Oh, el circunspecto catedrático no suponía, ¡cómo había de suponérselo!, que lo fenomenal del caso era referirse, como él se refería, a un contemporáneo suyo!...

Cierta tarde, el ama de cría, la arriscada montañesa frescota y colorada como una de las manzanas que se crían en los pomares de la tierruca, volvió a casa de paseo conmigo y con las narices hechas una lástima.

Al preguntarle mamá la causa de tan deplorable alteración nasal, la montañesa hipó:

—El niño que me ha dado un puñetazo y me ha dicho unas cosas, que si en vez de decírmelas un angeluco de Dios como él es, me las dice una persona mayor, vamos, que se acuerda de mí pa sin finito!...

—Pero, ¿qué le has dicho al ama, di? di, ¿qué le has hecho?—me interrogó la generala un si es no es enfadada.

—Perdona, mamá, y no te incomodes—tartamudeé dirigiendo a la montañesa una mirada furibunda—¡ha sido jugando!

Y en esto paró el lance, que no traté de agriar por las consideraciones siguientes:

No querer producir en mis allegados la estupefacción.

No causar perjuicio al prójimo.

Y ser enemigo en absoluto de ejercer el antipático papel de delator, propio de seres ruines.

Porque es el caso que ya estaba yo hasta el coquetón gorro de encajes de oir al ama, ora en la cocina con los otros criados, ora en el paseo con sus paisanas y compañeras murmurar de los señores y criticar, reales o inventados, sus defectos—que todos somos pecadores—con la exageración y grosería adecuadas a estos maliciosos censores de quien les da el pan cotidiano. Y en la tarde de autos, la montañesona se fué de la lengua y habló de papá y mamá en términos tales, que yo, indignadísimo, aprovechando las escasas fuerzas físicas que iba adquiriendo, la dije:

—Es usted una mala mujer, y lo prueba su ingratitud al hablar como habla de los que se portan con usted mejor de lo que usted se merece.

Y, ¡zas!; la propiné en plenas narices un soberbio puñetazo.

Dios me lo perdone.

Para evitar el escollo de la pesadez, callo otras aventuras, tan extraordinarias como inverisímiles, y me presento al curioso lector—loada sea su curiosidad—lo más dignamente posible que pueda ofrecerse un héroe que da sus primeros pasos sin necesidad de pollera.

VII

Lo que mi malicia de viejo sospechó al ver la indiferencia con que mi nuevo papá acogía mi aparición fué venturosamente una de tantas sospechas sin fundamento como forja la suspicacia...

El esposo de la señora generala, según supe por los criados, gacetillas maldicientes del hogar, fué en su tiempo tan buen mozo como el capitancito de húsares, su actual ayudante de órdenes; malas lenguas, que nunca faltan, afirman que a papá, en otro tiempo, se le rifaban las señoras y señoritas más encopetadas, y que a todas las dejó con un palmo de narices por “su” generala, hermosa criolla que no se casó con un hombre, sino con su uniforme.

El marido era discreto y supo disimular la horrible enfermedad de celos que torturaban los últimos días de su existencia. La criolla quiso encumbrar al ayudante, y aun cuando el general gruñía enfurecido cada vez que su gentil esposa solicitaba su apoyo para el capitancete, otorgábaselo, poniendo en juego su influencia, que era mucha. ¿Qué no conseguirán unos labios femeninos y ardorosos que saben posarse mimosones y oportunos en los de un viejo?...

Hizo rápida y brillantísima carrera el ayudante. Cesó en su ayudantía al cesar de latir el cansado corazón de su jefe, que murió repentinamente, que es la muerte más dulce y deseada. Los que estaban en el secreto de la “debilidad” de la generala supusieron que ésta cambiaría las tocas de la viudez por nuevas galas nupciales. Erraron en sus calendarios de medio a medio. La hermosa criolla no era mujer que se conformase con perder el generalato: al verse libre del marido rompió las cadenas amorosas que la unían al ya coronel de húsares, y sintiendo la nostalgia del sol americano, tornó a su país natal convertida en excelentísima señora, “item con una viudedad nada despreciable.

Quien, andando los años, había de ser mi segundo papá, mariposeó locamente en el jardín de los amores fáciles, hasta que se encontró ridículo en su papel de “mariposón” Y acabó como acaban todos estos don Juanes, casándose con mujer joven y guapa, que, en romance, es buscar tres pies al gato o caer en la ratonera. Menos mal, que no remató la suerte a lo clásico, esto es, casándose con su ama de llaves.

Seguro que papá pensó, después de casado, que había cometido una insigne majadería, entrándole el hormiguillo que les entra a todos estos terribles burladores del amor. Creyó ver en el lindo mozo, su ayudante, reproducido su pretérito.

Y eso que mamá no le pedía nunca mercedes para el de húsares, mostrándose con él poco comunicativa. Bien es verdad que la buena señora era de carácter reservado y melancólico. Respecto de la melancolía de mamá, los criados viejos de la casa contaban una historia romántica.

Mamá era una pobre muchacha de la clase media, la infeliz clase sacrificada por todos: los de arriba y los de abajo. Bueno, pues como decía, mamá, a quien se le inundaban de lágrimas los ojos al leer a Espronceda, Becquer y Campoamor, se enamoró de un tal Alfredo que vivía en la vecindad, y no muy holgadamente, con su paga de chupatintas de un Ministerio.

Dióle la vena por ser un trovador a quien la camilla, el juego de la lotería de cartones y el brasero familiar inspiraban su musa tragicursi. Y no levanto con semejante apreciación ningún falso testimonio, porque el otro día, mamá, a solas en su gabinete, teniéndome en brazos, sacó de lo más recóndito de su “secreter, un periódico cuidadosamente doblado, amarillento por el tiempo, y púsose a leer, deleitándose en la lectura, una interminable elegía “A Filis ingrata” (Seguramente mamá era esta Filis.) Declaro que no pasé de la primera estrofa.

El amanuense, sin duda, escribió tal lamento poético cuando el papá de su Filis, capitán de caballería, retirado, le dió un expresivo toque de atención, al enterarse de que un compañero del arma a quien la suerte encumbró al más alto puesto de la milicia bebía los vientos por su hija. Y cátate que lloró “sin consuelo, la dama, trinó desesperada y ripiosamente el galán contra la ingratitud de su dulce enemiga, y el general, casándose, logró su trasnochado antojo, y aseguró en lo presente y en lo futuro el bienestar de la que por arcano del destino había de ser mamá del autor de esta peregrina historia.

Piensa el ladrón... Y papá, a la sordina, sentíase Otelo furibundo y antojábansele los dedos huéspedes, sin haberse percatado, como yo me percaté a los contados días de mi existencia de rorro, que mamá era en todo y por todo diferente de la criolla; habíase casado con el general como podría haberse casado con un tendero de comestibles; a la pobrecilla romántica que amó al amor en el poetastro, ¿qué podían importarle todos los demás hombres? Por obedecer el mandato paterno se sacrificó resignada... ¡Y cuántas veces, a solas, vi llorar a la infeliz con esa dulcedumbre con que lloran las almas que recuerdan el bien perdido y hacen su ruta por la vida desilusionadas, henchidas de la tristeza conmovedora de los ciegos errabundos.

Su inquebrantable rectitud haría que nunca se descarriara en el camino matrimonial.

Consoladora afirmación que, al fin, según observo, ha acabado por desvanecer las tinieblas que ensombrecían el espíritu receloso, como el de todos los viejos calaveras, de mi señor papá. Ha contribuido a esto el parecido asombroso que todos me hallan con el general.

VIII

A medida que mis músculos se desarrollan y mi lengua adquiere mayor soltura, es más tremenda la dualidad entre lo que soy y lo que represento.

Me asusta pensar en que la experiencia que adquirí en mi otra vida haga de mí un Salomón con babero. Ser un niño prodigio como lo fué Mozart, dando conciertos a los seis años, es asombroso; pero ser un “bebé prodigio, es inconcebible, ridículo y azorante. Supongamos que papá, que aunque anduvo siempre entre la pólvora no fué precisamente el que la inventó, dice, recordando los tiempos heroicos de la Hélade, que Epaminondas se coronó de gloria en las Termópilas, y yo advierto, de buenas a primeras, con mi vocecita infantil: “Leonidas, papá, Leonidas. Epaminondas es el de Mantinea”. Es para que el general, la generala y todos los que me escuchen se caigan redondos y me miren ya siempre, entre recelosos y asombrados, como se mira lo que es inaudito e inexplicable.

Como yo estoy en el secreto, me ciño prudentemente a mi cómodo papel de rorro y procuro representarle lo más aniñadamente posible.

Muchas veces el chiquillo tiene que violentarse para no descubrir al viejo: a cada paso y a cada momento el espíritu mío traduciría en palabras lo que siente o piensa... Me acuerdo de lo que soy, y a todo me chupo el dedo, para estar más en carácter.


* * *


Desde el momento que me vi en mantillas, me dije:

“Luquitas, se me antoja que te vas a aburrir espantosamente en esta nueva peregrinación por el mundo.

Y, con efecto, cuando estaba en pañales pasé las de Caín, y ahora que el asistente de papá se ha convertido en mi “niñera, por haberse ido a la tierruca la agreste beldad que me dió la lactancia, me aburro más lastimosamente aún, porque en mi época de mamoncillo, por lo menos, podía recrearme en la muda contemplación de la gentil ama, que siempre es regocijo de los ojos y del espíritu la belleza, pero, con Perales...

Gracias a que el pobre sabe donde me aprieta el zapato, según afirma muy orondo, y no me trata como a una criaturita, sino como a un camarada.

Cuando salimos de paseo, este Perales, alma cándida si las hay, se sienta conmigo en cualquier banco del Retiro o de la Moncloa y pega la hebra, contándome cosas de su familia y de la tierra. Su pío es que le den el cañuto para realizar su más grande ilusión: casarse con la navarrica, su novia, a la que dejó hecha un mar de lágrimas esperando su vuelta y el cumplimiento de la promesa de matrimonio que le hizo cierta tardecita, en la solitaria iglesia, al pie de la virgen del Carmen, patrona del pueblo.

Y como Perales es de Navarra, palabra suya vale la del rey.

—En cuanto tome la licencia—me declara con voz trémula de emoción—me caso, hombre, con mi Maruja, que me quiere como a las niñas de sus ojos, y yo a ella como a mi vieja, más no, que el cariño no puede ser más grande... Y a cuidar de los cuatro terrones de tierra que tenemos y a vivir como Dios manda, ¿qué te parece, hombre?

—Que es lo que debes hacer, si quieres ser feliz—afirmo con la gravedad de un catedrático de Metafísica.

Lo único que Perales lamenta es que el logro de sus ansias le obligue a separarse de sus amos y del señorito: los tres, con su vieja y la novia, son sus más caros afectos. Y es sincero al expresar tal sentimiento, que no cabe doblez en las palabras del simpático mozo.

Sus interminables paliques me entretienen hasta el punto de olvidarme de mi papel de niño en pernetas.

A Perales le gusta oirme hablar, pues para él soy yo la listeza andando y parloteo mejor que los hombres barbados.

A veces, corta súbitamente nuestra cháchara el paso de alguna criadita pizpereta y guapetona—que “haylas, en el ramo de domésticas.

Nos la quedamos mirando como quienes saben apreciar lo que es bueno.

—¡Qué! ¿Te gusta esa moza, eh?—le pregunto.

—Sí, hombre, cosa rica... pero vale más mi Maruja.

Y dice esto con la firme persuasión del que tiene encendida el alma en un puro afecto.

Así es que Perales no es como la inmensa mayoría de sus compañeros de la milicia, perseguidores terribles de las doncellas de labor y de las cocinerotas, de éstas señaladamente, que son rumbonas de suyo y se constituyen en providencia del “sorchis, que las camela, compartiendo con él las sisas y tratándole a cuerpo de rey.

Una que otra vez, porque no tiene gana de charlar o porque se encuentra con algún paisano amigo o compañero, Perales me insta a que vaya a jugar con los niños.

Y por complacerle, me pongo a jugar al corro cantando:


Mambrú se fué a la guerra,
viva el amor.
no sé cuándo vendrá,
viva la rosa
en su rosal.


O


A Atocha va una niña,
carabí,
A Atocha va una niña,
carabí,
carabí, urí, urá.


Claro está que verme dando vueltas cogido de las manos de un Luisín o Luisina con babero, o de una niñera o aya antipática, me parece una gran tontería, pero qué remedio me queda sino conformarme filosóficamente con lo que las circunstancias me imponen.


* * *


Aun cuando siempre estoy muy sobre aviso, hay momentos en los que se me va el santo al cielo.

Cierta mañana di de manos a boca en la Puerta del Sol con la vieja andaluza que me cuidaba en la conserjería: iba la mujer un tanto ensimismada, sin duda pensando en sus asuntos.

—¡Vaya usted con Dios, señá Solé!—exclamé con la alegría y efusión del que al cabo de mucho tiempo se encuentra con una persona de su intimidad.

La vieja, al oirse llamar, miró sorprendida en derredor, y al ver sólo a Perales y a mí, como no nos conocía, quedósenos mirando con el ceño del que se cree juguete de una burla, y siguió su camino refunfuñando:

—¡Vaya un mal “ange,!...

—Pero, ¿conoces tú a esa vieja?—preguntó azorado mi acompañante.

Y yo, no menos azorado, pero, riendo para disimular, repliqué bellacamente:

—¡Qué he de conocerla, hombre!

Por fortuna Perales no peca de perspicaz ni de quisquilloso, así es que el episodio paró en nada, como hubo de parar, andando los días, otra de mis impetuosidades.

Vi avanzar en dirección contraria a la mia a un tal Bienvenido, ordenanza de La Abeja, el único que en la época de conserje me sacaba de mis casillas por lo sucio y descuidado en su indumentaria.

Venía, pues, con el uniforme cubierto de una capa de polvo, negruzcos el cuello y los puños de la camisa, deslustradas y con barro las botas, falta de botones la levita, arrugada la gorra y caída a la nuca, dejando asomar los pelufres que le cubrían la frente: ofreciendo todo ello un conjunto chabacano e innoble.

Una de las contadas cosas que me crispan los nervios es ver una facha parecida, así es que llevado de la indignación exclamé, sintiéndome conserje:

—¡Póngase usted bien la gorra y no sea tan adán, señor Bienvenido!...

Y, naturalmente, el adán, al oirme se detuvo, y estupefacto, tras gruñir: “¿Quién será este crío que me conoce?, se encaró con Perales:

—Dígale usted a su ama que eduque mejor al niño y le enseñe a no meterse en lo que no le importa.

Con cuya réplica nos dejó pegados a la pared; y luego que le vimos doblar la esquina, Perales creyó necesario echarme una filípica por mi intemperancia.

Le escuché mohíno, pues al hacer lo que hice imité a aquel buen hombre del cuento que se murió de pena al saber que al vecino le habían sacado corto el chaleco.


* * *


En casa, mi aburrimiento llega al colmo: no sé cómo ni en qué entretener mi forzada ociosidad. La compañía de papá y mamá me azara; la de los amigos que vienen de visita me encocora con el chaparrón de besos y la repetición de frases hechas que se creen en la obligación de dedicarme, y la de los criados me pone de mal humor con sus bromas groseras y su chismorreo de cocina.

Así, pues, me paso la mayor parte del tiempo sentado en cualquier rincón y meditabundo como un faquir, pidiéndole al cielo abrevie los días de mi existencia, que se me hacen largos e irresistibles a más no poder.

Al general y a la generala les sorprende e inquieta verme tan callado y seriecito, y como lo paliducho de mi semblante y lo esmirriado de mi personilla me dan aspecto enfermizo, suponen que estoy malo, y con cariñosa solicitud me preguntan qué es lo que me duele, me hacen sacar la lengua, me toman el pulso y concluyen por llamar al doctor. El doctor me receta jaropes y reconstituyentes y mucho aire, mucho sol y mucho campo, y yo continúo, a pesar de cumplir forzosamente la prescripción facultativa, melancólico y aburrido.

Para que me distraiga, papá me trae a día rio juguetes que son un encanto por lo vistosos, la perfección con que están hechos y lo ingenioso de su mecanismo: locomotoras que corren por los rieles, automóviles que andan, aeroplanos que vuelan como los auténticos, cinematógrafos, pianillos, cajas de música...

Me interesan lo que tardo en enterarme de su funcionamiento, y, hastiado, los arrincono, no sin reflexionar irónicamente que, cuando yo fui chico de veras, me habrían vuelto loco de alegría y de entusiasmo.

Verdad es que por los años de Mari Castaña, a que se remonta mi niñez, no existían juguetes de esta índole, y los escasos que había, caballos de cartón, soldados de madera, muñecos rellenos de serrín, pelotas de vaqueta, aros, carricoches, etc., costaban un ojo de la cara.

No obstante, entonces, con una cuerda y un palo jugaba yo lo indecible, y el tiempo se me pasaba en un soplo.

Y cuando en la mañanita del día de Reyes encontraba dentro de los zapatos alguno que otro modestísimo juguete, los únicos que recibía en todo el año, experimentaba una emoción y un gozo inefables...

Y ahora...


* * *


Los viejos son enemigos de novedades, y descontada la maravillosa de mi “avatar”, las que necesariamente producen el tiempo y el cambio de costumbres, me son enojosas.

Reconozco, verbigracia, que mi pueblo, mi Madrid adorado y adorable, se engrandece, se transforma y moderniza, tomando visos de una gran capital, y a pesar de esto me gustaba más el Madrid de mis tiempos, y cada cosa que en él desaparece o cambia me apesadumbra y desconcierta.

Y si esto me sucede con las cosas, ¿qué no será con la gente que me rodea?

Si, realmente no es muy agradable vivir dos veces, ya que en la repetición nos consideramos fuera de nuestro centro, en un ambiente ingrato, aislados, solos, con la añoranza de lo pretérito y una íntima y sorda rebeldía contra lo presente.

Todos los que me rodean me parecen ajenos a mí, divorciados de cuanto yo siento y pienso... ¡Las veces que me habré mordido los labios hasta hacerme sangre al oir a muchos de los que tienen a gala mostrarse como espíritus fuertes hablar despectivamente de nuestras tradiciones, de nuestros héroes, santos, artistas y escritores que esclarecieron por modo perdurable esta tierra nuestra!


“¡Tierra de amor, tesoro de memorias!
Grande, opulenta y vencedora un día,
sembrada de recuerdos y de historias”


como admirablemente dijo el inmortal Zorrilla.

IX

¿Puede darse nada más dolorosamente cómico que un Romeo de mis trazas, ni nada más soberanamente ridículo que un Otelo con chichonera?...

Estoy enamorado y celoso, que son dos fieros males. Ella, la ella inmortal, eje en la vida del hombre, es Clotilde, una joven preciosa, parienta de la generala, y que nos visita casi a diario.

No es una belleza sorprendente; lo más hermoso que ofrece su rostro pálido, que ilumina una sonrisa de apacible resignación, son sus ojos y su boca: sus ojos—claros y serenos, como los del madrigal cetinesco—saben mirar, o al menos a mí se me antoja que miran, como ningunos otros de mujer: son miradas de luz que surgen de un alma angelical, tierna, amo rosa, capaz de todos!os sacrificios y abnegaciones; estas miradas penetran en lo más hondo del ser que miran, y se adueñan de la propia voluntad, y ponen no sé qué de dulce calma y embeleso. Su boca, chiquitita, que parece formada de dos pétalos de rosa, cuando besa, produce en la epidermis un suave calor que se difunde por todo el organismo con sensación inenarrable de inquietud y anhelo, de bienestar y de desfallecimiento. En verdad os digo que esta boca y estos ojos me trastornan, conmoviéndome.

Soy un enamorado imposible que jamás podrá confiar a la mujer amada su pasión, para no caer en lo ridículo, que sí caería, y de la manera más bochornosa e inconcebible, si fuera tan sandio que, arrojando el sonajero y llevándome la mano al corazón—que es como se declaran en escena los galanes—, la dijese lo más románticamente posible:

—¡Te amo!...

Y no obstante, una voz grave, solemne, me advierte desde lo íntimo de mi alma que si lograra ser marido de esta nena podría considerarme el más venturoso de los hombres, porque Clotilde es un ejemplar viviente de aquella Perfecta casada que creó la sabia pluma del Fraile poeta.

Reúne todos los encantos físicos y todas las bellezas morales... El que por misterio inconcebible es un crío de sesenta y pico de años gime y llora al tener ante sí la mayor ventura que puede apetecer el varón sensato, y considerar que nunca jamá” ha de alcanzarla...

Mamá, al oir mi débil lloriqueo se alarma: hace que saque la lengua y después de examinarla poniendo ceño, murmura preocupada: “¿Qué tendrá este niño?....

Como cosa vergonzosa e inaudita disimulo esta pasión que, por ser de viejo, es terrible y avasalladora, y rabio neciamente de celos.

Papá chocheaba al suponer que su garrido ayudante de órdenes seguía la pecaminosa senda que él siguió en sus mocedades con la criolla... ¡Quiá!... De quien está enamorado el oficialete es de Clotilde. No hay más que observar la cara de bobo que pone y las miradas que le dedica. ¡Cuántas veces, Señor, al sorprender una de estas miraditas, he sentido un ansia loca de tirarle a la cabeza el sonajero!

Felizmente para mí, Clotilde no corresponde a tan clarividentes señales de pasión. Tal vez se sienta conmovida, tal vez halagada, tal vez aceptase, trémula de felicidad, el noviazgo que no es saco de paja el galán, justo es reconocerlo. Pero a ambos les separa un Rubicón que no atravesará seguramente el César este en agraz: el de la pobreza.

Arturo, se llama así el de húsares, como cualquier vulgar héroe de novela romántica, es un espíritu muy de su tiempo, sobrado razonable para sacrificar su porvenir en aras del amor. ¡Si Clotilde no fuese, como es, una pobrecita muchacha que ocupa posición tan mediocre!...

Clotilde, que también posee espíritu razonador, que se hace cargo de su insignificancia, no da pábulo, seguramente, a las locas esperanzas de matrimoniar con el lindo capitancete. ¡Si se tratara de un modestísimo empleado u hortera, del empaque y hechuras del de húsares!... Clotilde es una de tantas señoritas de la clase media que, desde la niñez, han aprendido cuán áspera es la existencia para quienes, por razón de su abolengo y de su educación, vénse obligados a mantener el decoro de una clase privilegiada, sin medios para sostenerlo: sórdido y abnegado vivir en que se lucha a diario por el céntimo.

X

Clotilde no se resignó a desempeñar el triste papel de señorita de medio pelo. Resuelta y enérgica al enterarse de que se encontraba sola en el mundo, por cuanto su señor padre está desde sus más floridos años en el limbo, el más adecuado lugar de los tontos e ilusos, aprendió el oficio de modista de sombreros, y gracias a su trabajo vivían decorosamente.

El tal papá, don Leonardo Ponce de León y Vizcarrado, de noble y rancia alcurnia, pero más pobre que las ratas, dió en la flor de pasarse los días en turbio, y las noches en claro, estudiando la prehistoria, y aun cuando, realmente, llegó a dominar tan difícil y nebulosa parte de la Arqueología, no logró ni logrará nunca, que es lo más lamentable, realizar su sueño dorado de verse académico de la Historia y hacer su nombre tan famoso como el de Lubbock o Cartet.

Los que conocen sus estudios y descubrimientos le proclaman sabio, sin perjuicio de reírse de sus chifladuras. Don Leonardo jamás hizo otra cosa que hojear libros, examinar fósiles y piedras en los Museos y hacer exploraciones en los terrenos que supone pobló el hombre primitivo: en viajes y librotes gastó su ruin peculio.

Se casó con una prima suya, “porque sí”, porque la familia concertó la boda. Hubo en su matrimonio a Clotilde, se quedó viudo, la hija se hizo mujer, y don Leonardo, enteramente abstraído en sus científicas lucubraciones, apenas si se dió cuenta de tan trascendentales acontecimientos”

Cinco lustros lleva entregado a la composición de su magna obra Iberia prehistórica, y nada que no se relacione con la misma distrae su pensamiento.

Hombre excepcional, tipo delicioso, es este singular iluso que sólo vive para su ciencia, sin enterarse de que, gracias a su hija, tal vez logre dar cima a su arduo empello, porque si no habríase muerto de hambre sobre sus libracos, víctima de su abstracción y de su inutilidad para la práctica del vivir.

Es un niño grande que sonríe a Clotilde—su nenita del alma—, como la llama, en los momentos en que le sirve la comida, le arregla el cuarto, o le pone la corbata.

Los días en que retorna de sus excursiones a los altos de San Isidro, o al Cerro de los Angeles—ignotos archivos de prehistoria en la Mantua carpetana—, manifiéstase hosco e impertinente si salió chasqueado en sus pesquisas; en cambio, cualquier hallazgo, por insignificante que sea, pónele jubiloso y locuaz, hace castillos en el aire y acaba siempre por afirmar a Clotilde con candorosa convicción que es un hecho su entrada en la Academia... ¡Se lo ha asegurado Bermúdez!... Bermúdez, uno de los porteros de la docta Corporación, y con el cual sostiene don Leonardo interminables paliques en la portería para ir tomándole el pulso al asunto de la candidatura.

Esto de pretender entrar en una Academia haciendo la tertulia a los porteros, pone de relieve la paradisíaca candidez de don Leonardo y su carencia absoluta del sentido de la realidad. Bien es cierto que al arqueólogo le repugna solicitar lo que él estima justa y debida compensación a su ciencia. ¡Bienaventurado don Leonardo!... No se vió jamás a un espejo y no pudo advertir que con su cara escuálida, rasurada al rape, propia de escribiente de un Juzgado, su “chaquet, viejo y lustroso como el hule, y por añadidura lo encogido y pazguato de su genio, no se sienta mortal ninguno en un sillón académico... Si don Leonardo luciese calva espléndida, barbas apostólicas, abdomen bien combado, levita impecable y chistera deslumbrante; si pusiera en el gesto un poco de altivez, hablara sentenciosa y chinescamente, esto es, por monosílabos, y frecuentara el trato de alguno que otro “inmortal, acaso, acaso lograra su empeño.

Así las cosas, Clotilde afánase en su labor modistil y pone todo su empeño en rodear al sabio de plácido bienestar, sin que jamás su rostro tenga un gesto de reproche, ni su boca una frase de queja o de cansancio, ocultándole piadosamente la lucha, el sacrificio a que se ve sometida a diario en la edad de las floridas ilusiones, para agenciar el pan suyo y el de aquel niño grande que la dió el ser.

Al pensar en la vida de abnegación de la pobre nena, el sexagenario exclama, con rabioso despecho, contemplando su infantil envoltura:

—¡Si yo tuviese veinte años!...

XI

La otra noche, de sobremesa, mientras que yo encaramado en una silla alta de niño hacía como que me entretenía en contemplar los monos del Heraldo ¡y estaba leyendo la pintoresca descripción de un crimen “sensacional”! oí que mamá le decía a papá en voz baja:

—No sé si a ti te ocurrirá lo que a mí me ocurre Pepe, pero Pepito me tiene preocupada desde hace mucho tiempo.

—¿Está enfermo?, preguntó el general con cariñosa solicitud, porque yo nada he notado.

—No, no se trata de eso gracias a Dios, aunque se cría muy endeblucho... Es otra cosa, es que nuestro hijo no es un niño como los demás, como lo son todos los niños... ¿No te has fijado en que no corre, ni grita, ni salta ni es revoltoso, y que se está las horas bobas quietecito, como ensimismado?...

—Sí, cierto—afirmó el general—y también he advertido que no es curioso ni preguntón, como lo son todos los chicos... parece que lo sabe todo, que nada le coge de nuevas...

—No mira como lo que es, como una criatura, sino como una persona mayor, y dice cosas que no las diría un viejo... Fíjate, ahora mismo parece que está leyendo de veras el periódico.

Al oir esto debió encendérseme la cara, y azorado, dejé caer al suelo la hoja.

—¡Qué va a leer de veras, mujer!—protestó papá con forzada sonrisa—Y tras una pausa:—El caso es que no te falta razón en lo que dices... ¡Es demasiado inteligente, demasiado precoz!...

—Y eso precisamente es lo que me inquieta, porque ya sabes que, por desgracia, los niños muy precoces suelen malograrse.

—Bah, tranquilízate, Concha, el nuestro será una excepción.

—La Virgen lo haga... No soy yo únicamente la que lo ha advertido ahora... Casi todos los que vienen a casa. A los criados les da miedo el pituso; los mira de un modo tan extraño y les dice unas cosas tan impropias de su edad, que los deja turulatos... “Es de lo que no se ha visto—me cuentan asombrados—, es un niño como no habrá dos en el mundo... ¡Sabe más que Merlín!...” ¡Te repito que me trae inquieta el que Pepito sea como es!

—Y a mí también. Preferiría que fuera uno de tantos, del montón, no un niño prodigio... un mocoso que no levanta un palmo del suelo y me da miedo... (aquí bajó más la voz papá, pero yo que tengo el oído muy fino pude cazar lo que decía) miedo de hablar ciertas cosas en su presencia.

No prosiguió el dialoguito, afortunadamente para mí que estaba en ascuas; el general recogió el Heraldo, se caló las gafas y se enfrascó en su lectura; mamá se puso a hacer una labor de “crochet, y yo bonitamente hice mutis.

Para lo sucesivo, me prometí ser lo más cauto posible, tanto en el mirar como en el hablar...

¡Ah, pero el infierno está empedrado de buenas intenciones!

Un día caí, mísero de mí, en la red que me tendió astutamente Perales, el asistente de papá.

Y todo por un exceso de necia confianza, por imaginarme que mi aparente infantilismo sancionaba toda clase de fechorías.

Apenas rompí a andar traté de satisfacer uno de los más torturadores deseos que sentí desde el preciso instante en que di mi primer vagido en mi nueva existencia. ¡Fumarme un cigarrito!

Los que sean fumadores de veras, los que fuman por placer, no por presunción, los "viciosos, del tabaco, en fin, comprenderán el martirio de pasarse dos años viendo echar humo a los demás sin poder dar una chupada. ¡Horroroso!

Bien, pues sin andarme en chiquitas, astuto como un zorrito hambriento, logré escamotearle a mi señor papá uno de los espléndidos “carunchos, que guardaba en el cajón de su mesa de despacho.

Y como en los buenos tiempos de mi primitiva infancia, no encontré sitio más recóndito y libre de sorpresas, para saborear el exquisito cigarro, que aquel que hoy se llama a la inglesa “watercloset”.

Ya se comprende que no es este el lugar más adecuado para gozar de delicias de ninguna clase, pero, ¿en qué otro rincón de la casa más reservado se metía a hacer humo un caballerete de dos años como yo?...

¡Día inolvidable! ¡Uno de los más hermosos de mis dos vidas!

Naturalmente, repetí la faena una vez, tres veces, muchas veces, que el placer nos ciega, amado Floripondio...

Y cuando más cerrados tenía yo los ojos, más hubo de abrirlos el general al ver que por arte de birlibirloque sus “carunchos”, sin ser cuerpos gaseosos, se “volatilizaban”

Y fieramente, tronando como un Júpiter asmático, achacó la “volatilización, ¿a quién sino a Perales, su asistente, el único que podía realizar tal milagro de química?

Perales, con lágrimas en los ojos, al sentirse tan injustamente acusado juró por su madre que no había birlado nunca jamás “caruncho, alguno a su excelencia... ¡Librárale Dios!

—Pues si tú no, ¿quién?—preguntó concisa y gravemente el amo.

—¡No lo sé, señor, no lo sé!—balbució sollozando el infeliz—¡se lo juro!...

—En mi despacho no entra nadie más que tú—prosiguió implacable don Pepe.

—Y María, la doncella...—tartamudeó el asistente—que entra a hacer la limpieza.

—Bueno, pero hay que suponer—advirtió irónico el señor—que María la doncella no fuma.

—Pero tiene un novio mú pinturero que es matarife y que siempre está con el chicote en la boca—arguyó Perales refregándose los ojos.

—Pase por esta vez—terminó el general, a quien la observación pareció hacer mella—, pero si se repite ¡ya sabes! ¡al cuartel! ¡y bien recomendado!...

Con tanta prudencia por su parte, como desesperación por la mia, mi señor papá echó la llave al depósito de los habanos.

Y yo, señores, ¡lo que puede el vicio!, no encontré arte mejor para no verme privado de fumar que el de recoger, hecho un colillero, las puntas que el general tiraba.

Perales, que como buen navarro era terco en sus propósitos, y justísimos los que tenia de vindicarse ante su amo, andaba de continuo a la husma del escamoteador.

Y un día, a tiempo que en el lugar anteriormente indicado me encontraba yo en mis glorías, lanzando al aire densas bocanadas de humo, cátate que de improviso se abrió la puerta y me sorprendieron con el puro en la boca mi señora mamá, el maldecido Perales, la doncella y la cocinera.

¿Quién pintaría acertadamente el susto morrocotudo que me proporcionaron y quién la estupefacción, de los que me contemplaban?

Hubo un murmullo como el que se produce ante una cosa estupenda, sobrenatural.

—¡Fumando, Dios mío, fumando!—clamó mamá, que se sentó casi desmayada en un taburete.

—¡Y puro!

—¡A los dos años!

—¡Si este no es un niño como los demás!...

Temía yo que el nublado descargara algún azotazo o mojicón sobre mi diminuta persona. Pero papá sólo me dirigió unas cuantas frases en las que más que una reprensión hacia mi travesura, había no se qué de medroso asombro. Mamá repetía, en tanto: ¡Jesús, qué hijo mío! ¡Jesús!

Y así terminó esta aventura, que produjo la admiración de cuantos la supieron.

Durante mucho tiempo me vi negro para poder dar una chupada...

XII

Seguramente, ¡oh, Dioses!, Paris no empleó en soplarle la mujer al bueno de Menelao, la persistencia gatuna que yo en birlarle nuevamente a papá sus ricos habanos, que los tenía debajo de siete llaves.

Al pensar en la gresca que en casa iba a armarse, si los hados me eran propicios en mi pecaminoso intento, decía ¡arda Troya! cosa que es posible dijera también el raptor de la bellísima Helena.

La casualidad hizo que un buen día papá se olvidara de cerrar el cajón de la mesa escritorio, sin duda preocupado con una orden que acababa de recibir para que se presentase en la Capitanía general.

Aprovechando su ausencia, entré a saco en la caja de“carunchos”,me guardé unos cuantos en el bolsillo y no satisfecho con el botín, dime a rebuscar entre los papeles por si daba con algún nuevo escondrijo, encontrándome con un legajo sujeto con una cinta de seda color rosa. ¡Cartitas de amor tenemos, mi general!—pensé—, y llevado de una curiosidad porteril, que es la más acuciosa, miré receloso en torno mío, me apoderé del legajito, desaté la cinta y hallé unas cuantas misivas escritas hacía poco tiempo y, al parecer, por la mano de una cocinera, un mechón de pelo rubio envuelto en papel de seda y el retrato de una real moza, aunque de aspecto vulgar y cursimente ataviada. Al pie de la fotografía leíase: A mi nene, Niní.

La dedicatoria me hizo soltar una carcajada. El rapazuelo, con la malicia de un viejo, reflexionó acerca de la necedad que el nene, un nene sexagenario, cometía al guardar aquellas cartas, aquel pelo y aquel retrato, pruebas irrefutables de un ridículo y senil amorío.

¡Pero, papá de mi alma! ¿A tus años, casado con una mujer tan bonita y tan buena como mamá, haciendo el cadete un general? ¿No comprendes que con tus canas y tu alta representación es una imbecilidad cualquier trapicheo erótico, y más imbecilidad aún el atesorar “documentos, que acreditan falta de meollo, y un adulterio si se toma la cosa por donde quema?

No seria prudente que lo hiciera un mozo falto de experiencia, ¡pero, tú!... Permíteme que te diga que estás en palotes en la escuela de la vida. Hay que saber nadar y guardar la ropa, amiguito.

Prometiéndome pasar un buen rato con lo que Niní pudiese contar a su nene, me engolfé en la lectura de las misivas, redactadas en un estilo ramplón, con muchas faltas de ortografía. Sobre poco más o menos, Niní venia a decir en todas lo mismo: que adoraba a su nene y que necesitaba dinero.

Embebecido, no advertí que alguien había entrado en el despacho y avanzaba sigilosamente hacia el sillón donde yo estaba.

Cuando me di cuenta ya era tarde.

Una mano me arrebató la carta que leía y una voz exclamó:

—Pero, ¿qué haces, Pepito?

Con mortal azoramiento volví la cabeza y como es de rigor en estas escenas lancé un grito de sorpresa indecible.

Tenia delante de mi a doña Concha, mi mamá.

Un generoso impulso hizo que yo tratase de recobrar la carta y gritara:

—¡No la leas!

—¿Qué dices, niño?—preguntó mamá mirándome con ojos que reflejaban indescriptible estupor.

Comprendí que no podía luchar con la fatalidad, que yo era un arrapiezo que “debía ignorar” lo que significaba aquel plieguecillo escrito, e hipando de mentirijillas, como si me hubieran arrebatado un juguete, salí más que a paso de la estancia y fui a refugiarme en mi cuarto, sintiendo un gran remordimiento de conciencia y temblando al imaginar la escena que en mi hogar iba a desarrollarse.


No hubo escena. Mamá supo perdonar con incomparable grandeza de alma el agravio, y callárselo como mujer prudente, enemiga de dar un escándalo que, sobre no remediar lo hecho, pondría en ridículo al jefe de la familia y en evidencia a la esposa y al hijo.

Mamá sólo advirtió al general cuando volvió a casa:

—Oye, Pepe, ten cuidado siempre que te marches de cerrar bien la mesa de tu despacho.

Dijo esto con el acento más natural del mundo.

—¿Por qué?—preguntó un si es no es azorado don Pepe.

—Porque ya sabes lo que es el niño, que todo lo revuelve y puede, sin querer, romperte algún papel que tengas en mucha estima—estas palabras fueron dichas con tan sutil ironía que sólo yo que estaba en el secreto hube de advertirlo—. Ya ves, si hoy no entro yo a tiempo en el despacho, Dios sabe la ensalada que con tus papeles habría hecho Pepito.

—¡Pepito!... Pero, ¡si dejé cerrado!...—exclamó papá con manifiesta inquietud.

—Se te figura, porque cuando entré ya tenía metidas las manos en uno de los cajones. Le di un cachete y cerré. Ya lo sabes... ¡Con un hijo como el nuestro, toda precaución es poca! (Aquí volvió a ser irónica la voz.)

—¡Sí, es de la piel del demonio nuestro hijo!—asintió un tanto colérico el general.

Aquí terminó el incidente, y yo bendije a la Providencia por haberme dado una mamá tan discreta.

XIII

El viejo ríe irónico y rememora con fruición esta segunda existencia en la que ha extremado las muchacherías y botaratadas tan en su punto en la edad infantil.

En fa escuela y en la enseñanza he advertido enormes diferencias con las de mi época de párvulo: ya no es un lugar insalubre, de mísero aspecto, con bancos y mesas mugrientas; ya no se estilan las plumas de ave ni los tinteros de plomo que yo todavía alcancé, ni el maestro es un dómine ayuno de ciencia y de urbanidad, con cara de hambre, mal oliente y mal trajeado, que tenia por axioma incontestable en su magisterio el de que “la letra con sangre entra, y repartía pródigamente tortas, capones y palmetazos entre sus discípulos, despertando su emulación con la consabida cabeza de burro que producía la hilaridad de toda la escuela y abochornaba penosamente al “agraciado” Ya no hay en clase la greguería que antaño; bien es verdad que no sé si sera aprensión mía, pero los crios de ahora son más seriecitos, menos bulliciosos que los de mi tiempo.

Indudablemente la Pedagogía ha dado un prodigioso avance que tiende a que el niño se aficione a ir a la escuela, que el local de ésta sea higiénico, amplio, alegre, lleno de sol, ofreciéndose como un museo entretenido de múltiples cosas que despierten la curiosidad del educando entrándole antes por los ojos corporales que por los de la inteligencia: convertir la escuela en un casino infantil y que los profesores sean los camaradas predilectos de los discípulos.

Pero, divago lastimosamente y dejo correr la pluma más de lo razonable; volvamos a nuestra historia.

La decisión de papá de que fuera al colegio no podía ser más lógica.

Y, sin embargo, tuve que violentarme para no soltar una carcajada al oir que me decía:

—Pepito, desde mañana irás a la escuela.

—Como quieras, papá—asentí hipócritamente. Porque en conciencia debí protestar: ¿Y para qué voy a ir a aprender las primeras letras si de puro sabidas las tengo ya casi olvidadas?... Voy a perder un tiempo precioso, y tú te vas a gastar los cuartos tontamente.

Pero, callé, siguiendo la conducta prudencial que me propuse seguir en todos los momentos desde que asomé por segunda vez las narices a este mundo.

A nadie, ni a mis padres, debía declararles mi otra existencia...

Sobre que no darían crédito a una manifestación tan pasmosa, supondrían, dentro de lo racional, que tenía reblandecidos los sesos cuando tan peregrinas historias discurría. Y si trataba de comprobar mi aserto y me ponía a leer de corrido y a escribir, ¡había hecho un pan como unas tortas! Se horrorizarían de mi sabiduría extemporánea, maravillosa, y tendrían hacia mí los recelos que inspira un fenómeno incomprensible.

En uno y en otro caso, me supusieran loco o fenómeno, era hombre al agua, mejor dicho, niño al agua.

Para hacer más amable mi estancia en este mundo, que el filósofo hubo de calificar de mesón, debía de ser un farsante... como lo son casi todos los mortales cuando de su propio interés se trata.

Y en la escuela representé la comedia divinamente.

Fingía no saber palotada de nada y me moría de risa cada vez que don Rafael, el maestro, un santo varón, me daba una cariñosa palmadita en la cara, diciéndome:

—Pepito, es usted el mejor alumno que tengo. Es inconcebible la facilidad con que todo lo aprende.

—¡Ah, bondadosísimo don Rafael, si usted hubiera sabido el “quid, de mi asombrosa facilidad!

Para estar a tono con mis compañeros, yo era el que más y mejor diableaba, el gallito en clase, el marimandón de la grey infantina. Y al salir de la escuela muchas veces a ciencia y paciencia del pobre Perales que venia a buscarme, me liaba a puñetazo limpio con cualquier camarada en quien yo encontraba un rival que me disputaba la hegemonía. Y jugaba al marro y a la taba y a las cajas de cerillas y al toro, en fin, a cuanto juegan los muchachuelos.

Acordándome de mis no muy lejanos tiempos de hombre formal, en los que al niño que eternamente vive en nosotros le entraban irresistibles deseos de brincar, correr y gritar como en la infancia, me he desquitado a mi sabor dando gritos como un salvaje y saltos y cabriolas como un titiritero de feria o como un corderillo triscador.

A ratos, recordaba repentinamente quien yo era, y al verme conmigo mismo en ridículo, he refrenado mis muchachadas... ¡Malditos prejuicios que ahogan en flor las más inocentes alegrías del hombre!...

XIV

En la Universidad, cursando el bachillerato, he sido un estudiante modelo en lo de hacer birria a clase por los motivos más fútiles: he perdido el tiempo... y las pesetillas en los billares y en las chirlatas establecidas en los aledaños del templo de Minerva. He corrido aventuras amorosas y “juergas” en verbenas y “kermesses”, en los merenderos de la “Bombi”, Amaniel, Cuatro Caminos y Ventas, con modistillas, y a ratos, con alegres y desapoderadas ninfas, tan liberales de lo suyo como de lo ajeno, y por ser tan pródigas, quedáronse las infelices sin pizca de vergüenza, derrochándola con chulos y hampones que, sobre explotarlas, las escarnecen brutalmente.

Así pues, mi conducta, que no se recomienda por lo ejemplar, se ha ajustado a la de la inmensa mayoría de los estudiantes; sin embargo, como sé por mi pretérita existencia que en la lucha actual por la vida, “struggle for life”, que dijo Darwin, triunfa quien mayor suma de conocimientos se proporciona, me he aplicado a aprender algo de lo muchísimo que ignoraba, por lo que vengo a resultar, sin sospecharlo, “rara avis” entre mis compañeros, mereciendo el elogio de los catedráticos, los cuales me vaticinan un porvenir brillante, excepcional: seré todo lo que me proponga ser.

¿Y qué seré yo, Dios mío?

Juro a ustedes que esta pregunta me la he hecho muchas veces antes de que a papá se le ocurriese decirme que podía elegir la carrera más conforme a mis aptitudes y aficiones... ¡Y siempre me ha sumido en honda perplejidad, recordando que cuando yo era conserje experimenté la pesadumbre de ocupar en el mundo un puesto tan insignificante! “¡Si yo hubiera tenido un título universitario!,—suspiraba con la vaga melancolía de los desesperanzados.

Al pronto pensé en seguir la carrera eclesiástica, que ofrece a los humildes vida apacible e ignorada, ejerciendo su santo ministerio en alguna aldea, y a los que pretenden con loable anhelo ser algo más que curas de misa y olla, la Iglesia los encumbra si encuentra en ellos aquella virtud y aquella sapiencia requeridas para figurar en la vanguardia del ejército de Cristo...

Y creyendo tener algo de meollo, ¿quién no cree tenerlo?, imaginaba que podía llegar a regentar una diócesis, ¿qué menos?... Pero reflexioné, cuerdamente, que no puede ser buen padre de almas un misero pecador de sobra inclinado a otras paternidades.

¿Militar?

Honrosísima profesión la de las armas y la más propicia al hijo de un ilustre soldado... si yo me reconociese con aquella energía del espíritu y aquel entusiasmo guerrero sin los cuales no se es nada en la milicia: a lo sumo acabaría de capitán en algún rincón provinciano.

¿Ingeniero? ¿Arquitecto?

¡Qué lucidas y lucrativas carreras!... Elegiría una de éstas si no hubiese que estudiar matemáticas. ¡Las odio con toda el alma! Los quebraderos de cabeza que me han proporcionado en el bachillerato, los binomios, ecuaciones, extracción de raíces, logaritmos... ¡Primero me dedico a tocar un pandero y hacer bailar a un oso por las calles, que volver a abrir el Algebra o la Trigonometría!

A otra cosa.

¿La Medicina? Carezco de la abnegación necesaria para ser médico y seguramente perdería mi ecuanimidad al ver tan a lo vivo las lacerias a que está sujeto este maravilloso mecanismo humano del que nos manifestamos tan complacidos... hasta que sufre la menor alteración.

¿Sería artista? ¿Pintor, escultor, músico? “¡Vade retro!. Me falta el “quid divinum,” lo más esencial en el Arte.

¿Entonces?... Y tras muchas cavilaciones y sopesar el pro y el contra, me decidí por la carrera que sirve para todo en España: la de Derecho.

Resulta pintiparada para mis excepcionales condiciones, y es la que con menos gasto de fósforo—del que anda escaso mi cerebro—me brinda con un porvenir más brillante. Con el título de doctor en leyes y un poquito que papá ayude tengo abiertos todos los caminos para alcanzar una de las muchas brevas reservadas a los paniaguados de los próceres de la política.

Con ambición y osadía y su miaja de mala intención, concluiría por ser uno de los figurones de la política, uno de tantos excelentísimos don Fulano de Tal y Tal que gozan de un prestigio admirable, sin que nadie pueda explicarse la causa, respetabilísimos varones, cascabeles de oro que suenan mucho e intervienen de continuo en la marcha de lo que en mi época se denominaba la nave del Estado... ¡Honores, influencia, sinecuras a porrillo! ¡y a vivir, Pepito! ¿No era esto lo más razonable, lo más práctico que podía discurrir un zorro viejo como un servidor de ustedes?

Papá, que estaba encariñado con que su unigénito reverdeciera sus laureles en las Armas, puso ceño al saber mi decisión y tronó indignado.

—¡Parece mentira que seas hijo mío y te conformes con ser un leguleyo más! ¡Te morirás de hambre, Pepe, te lo aseguro!

Me encogí de hombros al oir tan desolador pronóstico, inspirado por el rabioso despecho de verse contrariado en sus más caras esperanzas.

XV

Largas vigilias he dedicado a reflexionar, lo más metafísicamente posible, acerca de la dualidad que existe entre mi yo corpóreo y mi yo psíquico.

En realidad, la experiencia recogida en lo pretérito no me sirve en lo presente para nada; si acaso, para ponerme en dolorosa evidencia.

En mí no deben germinar las hermosas flores de ilusión que en la juventud embellecen el ignorado camino del vivir. Y, no obstante, mis ojos se alegran, y mi corazón palpita emocionado, al mentir amores a una de estas modistillas encantadoras, de las que podría ser. ¡horror de los horrores!, su bisabuelo. Se me figura—aprensión de viejo—que son mucho más guapas y seductoras que las de mi época. Como mi espíritu es el mismo de antaño, incapaz de cometer una felonía, no soy ningún terrible burlador de doncellas, antes por el contrario, pongo en mis idilios, nada más que idilios, una ternura paternal. Equivocación lamentabilísima en la que incurro á pesar de dármelas de hombre experimentado, porque ¡oh, incauto Gerineldo!, gusta la mujer de ser conquistada, importándole un comino las artes, buenas ó malas que para rendirla emplee su amador, y aun cuando luego llore las consecuencias y reniegue de su candidez, siempre sentirá mayor entusiasmo por un don Juan que por un San Luis Gonzaga. Y se comprende, porque si se agrega a lo que ha siglos dijo Cristóbal del Castillejo:


Los pasatiempos de amor
no han menester teología.


lo de Campoamor,


...el amor es una sal divina
que produce una sed inextinguible.


los homilías vienen a ser la carabina de Ambrosio para apagar la inestinguible sed amorosa... Con lluvia de besos ha de apagarse, o no entiendo palabra de Ovidio.

Y dicho sea aquí en secreto, preferible es que una buena moza, llorando de despecho diga de un hombre: “Es un pillo de siete suelas, que me engañó como a una tonta, que no sonriéndose desdeñosamente: “Es un pedazo de pan el pobrecito, pero bobo del todo”

Justifica un tanto mi “equivocación”, el que guardo en el relicario de mi pecho la imagen de Clotilde.

Y a propósito...

Cumpliéronse, lógica y fatalmente, mis presunciones. El de húsares—hoy coronel—no dió el paso decisivo para adueñarse de Clotilde. Siguió luciendo su arrogante figura y su vistoso uniforme, continuó con miradas melancólicas y suspiritos a la hija del arqueólogo, la cual continuó, a su vez, fingiendo indiferencia, segura de que en la breve historia de su vida aquel amador sólo dejaría un recuerdo romántico sentimental.

¿Debióse a esto el que Clotilde cesara de visitar a la generala?

Mamá y papá no pusieron gran empeño en retener a su lado a la modista, ni menos aún al chiflado de don Leonardo. Ya sabéis: parientes pobres y trastos viejos... En cuanto al capitán, me consta que paseó unas cuantas veces la calle de Clotilde, con lo cual ésta acaso gozó horas de risueñas esperanzas, y gozáronlas también muchas doncellitas de la vecindad imaginando que el garrido húsar las dedicaba sus paseos y miraditas. Como la dama vivía en un sotabanco, el galán miró muchas veces al cielo... No asomó a él la estrella que guía a los enamorados, ni a la ventana la flor pretendida, y el capitán cesó en sus rondas, y otra mujer y otros amores borraron el recuerdo de Clotilde.

Yo también, al ir a la escuela, paseé como el de húsares la calle, y miré a lo alto, y si atisbaba la encantadora silueta, me alejaba, repitiendo con Bécquer:


Hoy la tierra y los cielos me sonríen..


Una tarde no pude resistir la tentación y subí los ciento y pico de escalones que conducían al paraíso de mis ensueños. Tembloroso y emocionado, tiré del clásico cordón de una campanilla. Salió a abrir Clotilde, la cual, ante mi inesperada aparición, quedóse sorprendida.

—¿Tú aquí, Pepín?...

—Sí, yo—balbuceé—. ¡Tenia tantos deseos de verte!...

—Dios te lo pague... Pasa, hijito, pasa...

Pasé a una habitación aguardillada. Por una gran ventana que se abría al tejado veíase un pedazo de cielo azul, diáfano, risueño: un hermoso gato blanco, tumbado perezosamente en el alféizar, en el que había tiestos de rosas y de albahaca, seguía atento el revolar de un moscón rubio.

El cuarto era mezquino y el ajuar pobrísimo: lo único de algún valor era la máquina de coser. Clotilde se sentó en una sillita baja, e invitándome a que ocupase otra próxima, reanudó su labor, empleando las azucenas de sus manos aristocráticas en adornar un sombrero.

Pregunté por don Leonardo, y señalándome una puertecilla entreabierta, me dijo:

—Como siempre, hijito, como siempre, el pobre, a vueltas con sus libros. ¿Quieres verle?...

—No, no; podría distraerle: sólo vengo a verte a ti.

Y la miré con ansia loca, reprimiendo un impulso irresistible de besar los claveles de sus labios y calmar la sed de amor que me abrasaba.

Renegué de verme vestido a la marinera, las pantorrillas al aire, con el Fleury y la Gramática en la mano.

—¿Saben tus papás que has venido?...

Al oír tal pregunta, sentí alguna confusión.

—No, no se lo he dicho—declaré lealmente.

—Ni se lo digas; se disgustarían.

—¿Por qué?... ¿Qué mal hay en que yo te vea?... ¿No eres de la familia?... ¿No...

—Sí, tontín, sí—me interrumpió, sonriéndose con amargura—; pero no se lo digas. Eres aún muy niño para entender ciertas cosas. Y eso que tú no eres un niño como los demás...

—Pues, ¿qué soy?—la interrumpí inconscientemente.

—Demasiado listo, hijito.

—¿Y a ti no te gusta que yo sea así?—pregunté desconcertado.

—Mucho, me encanta.

—Pues dame un beso.

—¿Por qué no?

Y Clotilde, bien ajena de la malicia del viejo que se valía de su figura infantil para realizar uno de sus más locos anhelos, posó ingenuamente sus labios en mi rostro.

Sentí una conmoción extraña, un insólito ardor en mi cuerpo, y tartamudeé:

—Gracias, nenita.

—La verdad es—prosiguió Clotilde reanudando el tema del diálogo—que papá y yo hemos abusado bastante de la bondad de tus papás...

—No, no es por eso—protesté con imprudente vehemencia—. Comprendo lo que te ocurre... No vas a casa porque...

Y me callé en seco; el viejo iba a cometer una indiscreción.

—¿Por qué, Pepín?—insistió mimosa Clotilde.

—No... pomada... figuraciones mías...—balbuceé—que tú y mamá os habréis enfadado por alguna tontería... ¿verdad?...

—Sí... eso es...

Continuó el palique, y hablamos de cosas baladíes, de niñerías. El rubio moscón zumbaba en el vano de la ventana y el gato seguía indolentemente tumbado en el alféizar sin quitarle ojo; en la habitación inmediata oíase el volver rápido de las hojas de un libro y el toser bronco de don Leonardo.

Clotilde hubo de hacerme, fingiendo indiferencia, la pregunta que yo esperaba oir desde mi aparición en el sotabanco.

—¿Y el capitán?...

—¿El capitán?—repliqué despectivo y molesto—Tan fantasioso como siempre..

Clotilde dió un suspiro y puso sus ojos en el pedazo de cielo que descubría la ventana.

A partir de este momento, el diálogo decayó sensiblemente: la modista seguía atendiéndome por monosílabos: su pensamiento como el mío cabalgaba en la negra mariposa de la desesperanza.

Hice punto final a la entrevista levantándome bruscamente del asiento.

—¿Te vas ya?...

—Sí; tu tienes mucho que hacer.

—No importa; si es por eso... quédate, hablaremos.

—No, no... otro día... Se me hace tarde para ir al colegio...

—Entonces...

Valiéndome de mi prerrogativa infantil, tendí mis brazos a la amada y volví a besar su boca con fruición de amante.

Fué el último beso que di a Clotilde.

Como si en aquella caricia robada hubiese bebido un mareante licor, bajé borracho la escalera y salí a la calle.

Salí rumiando mi desventura, con los puños apretados y dirigiendo una angustiosa mirada al cielo. Y aunque éste mostrábase diáfano lo vi nuboso. Sin duda mis pupilas estaban cubiertas de lágrimas. Y de tal guisa, en el colmo de la desesperación me atreví, ¡pobre bicharraco!, a increpar a la omnímoda Voluntad por la disonancia eterna entre lo que ambicionamos y lo que recibimos, entre lo que forjó la ilusión y lo que nos devuelve la realidad. En nuestro anhelo levantamos palacios de maravilla y nos encontramos después con chozas miserables.

Cosa de risa, señores, que un hombre como yo sintiera tales idealismos y llorase como un párvulo al considerar perdida para siempre la mejor ventura que pudo soñar en sus días, unos pocos en verdad. ¿Qué habría imaginado Clotilde, si yo, en mis aparentes ocho años, me declaro a ella con toda la fogosidad de un hombre apasionado?...

Por lo menos, que mi precocidad tocaba ya en locura manifiesta. Y si me callaba, que era lo más cuerdo y lo que hice, tenía que esperar doce, catorce, quince años, para poder declararme, sin que me creyera un chiflado. Esto, suponiendo que en tan largo plazo no nos hubiera embarcado a mí o a ella o a los dos el viejo Caronte en su fatídica barca, y la dama permaneciese soltera y sin compromiso ninguno... Y para entonces, y en el supuesto de que accediese a mi pretensión, ¿cómo estaría la pobrecilla con sus cuarenta y pico de Octubres que no de Abriles?... ¡Siempre en ridículo!...


* * *


Hay una deidad, a ratos cómica y a ratos trágica—según las circunstancias—, que interviene de continuo en la vida de los mortales: la Casualidad.

Papá y mamá se enteraron de mi escapatoria a casa de Clotilde. Claro es que por boca de algún soplón, el sempiterno parlanchín o parlanchina, que con tal de charlar, cuenta lo suyo y lo ajeno aun cuando nada le importe a él lo de los demás ni a los demás lo de él.

Me amonestó el general, retorciéndose los blancos mostachos:

—Espero no repetirás la visita a gente tan desagradecida y orgullosa como el chiflado de don Leonardo y la tontaina de su niña...

—Papá, yo suponía...—repliqué con hipócrita compunción.

—Tú no debes suponer nada—terminó de decir el general, que era hombre de pocas palabras.

Al oir esto experimenté una tristeza infinita y un vehemente deseo de protestar de tan ruin proceder con el infeliz sabio y su hija, tan buena, tan abnegada.

Sollozando, renegué del maldito dinero, que origina tales injusticias y miseriucas.

¡Señor, si yo tuviese veinte años!...

XVI

La Intrusa, la implacable liquidadora de la deuda que todos contraemos al nacer, ha saldado la del general.

Papá ha muerto.

Honda y dolorosísima impresión ha causado en mamá la pérdida del compañero hacia el que sentíase atraída más bien por un tierno afecto de gratitud que por un profundo apasionamiento.

Su pena se ha manifestado del modo con que las almas exquisitas manifiestan sus pesares más íntimos y desgarradores: en un llanto silencioso, interminable...

Yo hubiera querido unir sus lágrimas a las mías, pero los ojos han permanecido enjutos... Más que la muerte del general me ha conmovido la aflicción de su viuda.

A mí mismo me reprocho esta sequedad de sentimiento, esta irritante ecuanimidad que desde que adventiciamente volví a la vida hace que en los casos más tristes e impresionantes permanezca frío, impasible, produciendo dolo roso asombro en los que me rodean.

¡Cuántas veces deudos y amigos me han reprochado esta insensibilidad, acusándome de ser flemático como un inglés y de tener el corazón de piedra.

De piedra no, pero si de corcho, puesto que a los viejos indudablemente se les acorcha el corazón.

En la juventud, en la edad viril nuestra emotividad es grande y recia... Mas al rodar de los años la continuada sucesión de las desdichas propias y de las ajenas acaba por gastarla y entorpecerla, fatigando al fin los ojos del espíritu.

Por eso los ancianos, ante una desgracia que les hiere en lo más vivo de sus afectos, no sufren felizmente como los que aun no han llegado a la senectud.

¡Bendita sea la Providencia que misericordiosamente acuerda tal don a los pobres viejos!

Comparo la impresión que me ha producido la muerte del ilustre general con la que me produjo la del humilde copista de música.

¡Qué dolor! ¡Qué aflicción! ¡Cuántas lágrimas y sollozos al ver apagados para siempre los ojos del que me dió el ser y su sangre y su alma, de mi verdadero padre, en fin!...


* * *


La Prensa ha publicado extensas necrologías relatando las hazañas del “bravo general.. Han reproducido su retrato, y le han hecho espléndidos “funerales, los periódicos del partido político a que pertenecía.

El entierro—como era de esperar—ha resultado una imponente manifestación de duelo: SS. MM. dignáronse enviar un representante; el Gobierno, la plana mayor de la milicia, aristócratas, representaciones de los Cuerpos Colegisladores, políticos y sinnúmero de amigos, constituyen el lucido cortejo; la Guardia municipal montada ocupa la calle, y las tropas formadas tributan al ilustre finado honores de capitán general muerto con mando en plaza.

La gente, el conjunto pintoresco, ruidoso, inquieto, de miles y miles de ciudadanos que concurre siempre a estos espectáculos, invade las aceras, se estruja en ellas, charla, ríe, comenta, murmura, dándosele lo mismo que se trate del entierro de un general que de la boda de un príncipe o de una cabalgata o procesión. El caso es curiosear y pasar el rato.

Fueron de los primeros en acudir a darnos el pésame don Leonardo y su hija. Esta vestida de luto, y el arqueólogo embutido en una levita y con una chistera muy a tono con un sabio de la Prehistoria.

¡Qué honda emoción la mía al volver a ver a Clotilde!

Hablan transcurrido algunos años desde nuestra última entrevista, y el tiempo, que nada perdona, marchitó la lozanía de la gentil criatura. ¡Ay!, sus ojos claros, serenos, como los del madrigal, amortiguaron su brillo acaso por las muchas lágrimas que vertieron: su cutis aparecía ajado con un color de marfil antiguo: entreverábanse algunas canas en sus blondos cabellos, y la linea escultural perdió su grácil contorno.

Confieso, no sin rubor, que tuve la cobardía de no acercarme a saludar a aquella mujer, la única por la que he sentido un puro e intenso amor.


En el terrible momento de sacar el cadáver de la casa, rodearon a mamá unas cuantas señoras vestidas de negro.

Yo, inquieto y nervioso, iba de un lado para otro: desde el salón convertido en capilla ardiente al descansillo de la escalera. Resultaba imposible dar un paso por el vestíbulo entre aquel hacinamiento de señorones de levita que ponían en alto el incómodo sombrero de copa para que no se despeluzara o lo abollase el prójimo, y de militares luciendo vistosos uniformes: había un zumbido de colmena. Dedicaban al difunto, a la viuda y a mi las frases de rúbrica comentando sin emoción ni sentimiento la pérdida del ilustre soldado.

Cada cual procuraba arrimarse al amigo o conocido para charlar a media voz de sus asuntos y de los ajenos; unos señores de la Academia hablaban de que la próxima sesión sería “movidita” y borrascosa; unos compañeros de papá, encorvados por la pesadumbre de los años y la del uniforme sobre el que refulgían áureas condecoraciones, preguntábanse, preocupadísimos, si se correría o se dejaría de correr la escala con la muerte del general. (¡Gran Dios, y el que más y el que menos era ya un vejestorio al borde de la "tumba fría,!) Otros señores discutían el mérito de una comedia estrenada la noche precedente; algunos citábanse para después del entierro; quienes lamentábanse de sus propias dolencias, quienes referían intimidades de su vida privada; estotros comentaban con entusiasmo la turgencia de formas de una “estrella, de “varietés”, y no faltaban los que acuden a los entierros de las personas de viso sólo por verse citados en los periódicos..

Y el pobrecito general, metido en una caja cubierta de flores y de coronas, y un servidor de ustedes, que presenció tantas veces parecidas escenas, pensando filosóficamente en lo que los espíritus superiores “llamamos”, con Hegel, las impurezas de la realidad.


A ruegos de la generala y de los íntimos de la familia desistí de mis propósitos de ir al cementerio y me resigné a acompañar a mamá y a aquellas señoras tan graves y entonadas, que se abanicaban de prisa y permanecían silenciosas, suspirando doloridas a ratos y a ratos cuchicheaban frases triviales de consuelo. Alguna que otra dama, acometida de somnolencia, quedábase transpuesta, cruzándose sonrisitas burlonas entre las que lo advertían; otras, más circunspectas, ocultaban con el abanico un fenomenal bostezo de fastidio, de cansancio.

XVII

Mamá y yo nos quedamos solos.

¡Y tan solos! De la espléndida muchedumbre de amigos sólo dos o tres continuaron visitándonos... A muertos y a idos... Y más justificada la ausencia si se advierte que hubimos do reducirnos a vivir en una decorosa medianía, ya que papá sólo nos dejó la pensión de su empleo.

El único que testimonió la sinceridad del afecto que nos tenía, fué Perales, el asistente del general, y “niñero, mío.

Desde que recibió la absoluta vivía, “ni envidioso ni envidiado, en su pueblo natal, dedicado a la labranza. Al saber la triste nueva tomó el tren, llegando a tiempo de acompañar el cadáver de su amo a la última morada. En el supremo momento en que las descargas de ordenanza anunciaron el final de la fúnebre ceremonia, fue el único acaso que vertió lágrimas de pena al despedir para siempre a su jefe. De vuelta del cementerio, Perales nos hizo una visita y, sencillamente, lealmente, como se expresan los sentimientos que nacen del alma, se nos ofreció el pobre para todo cuanto su “insignificancia, pudiera servirnos. Mamá, conmovida, estrechó con gratitud la mano del fiel servidor, y yo le di un abrazo muy fuerte.

Perales se despidió de nosotros refregándose airadamente los ojos turbios de lágrimas. ¡Le parecía debilidad censurable que un hombretón de su porte, y navarro por añadidura, llorase igual que las mujeres!

De tarde en tarde nos escribe misivas con muchas faltas de ortografía, eso sí, pero con sobra de corazón; nos da noticias de su mujer y de sus hijos y del estado de su hacienda. Y en todas las cartas dedica un recuerdo a su “inolbidable amo qen pas descanse.” A alguna de estas cartas acompaña el presente de una cesta de huevos puestos por sus gallinas “qe más frescos no los come el rei”, o un cesto con frutas cogidas en su huerta. Y en todas las cartas insiste en invitarnos a pasar una temporada a su lado: “La casa es pobre pero la boluntaz mu grande señoritos y con güena boluntaz to pué remediarse”

¡Verdad es, Perales amigo!


* * *


Nos mudamos de casa; mamá despidió a la servidumbre, excepto a una criada vieja llamada María Cruz.

La buena señora desde la muerte de su marido acentuó la melancolía de su carácter, retirándose de la dorada sociedad en la que hubo de figurar brillantemente. Extremó conmigo las demostraciones de cariño maternal, y como por mi sensatez, impropia de mis años mozos, resultaba su mentor, confiábame sus planes para lo porvenir.

Pasado el novenario, me creí en la ineludible obligación de pagar su visita de pésame al arqueólogo y su hija.

Y cuál no sería mi sorpresa, dolorosa por cierto, al oir decir a la portera que hacía ya años que los señores por quienes preguntaba no vivían ya en la casa, ignorando las señas de su domicilio.

XVIII

¡Los veinte años!

Me miro al espejo y me veo corporalmente joven, robusto y gallardo: no digamos que soy un Adonis ni que podría servir de modelo a los artistas para un Antínoo: declaro modestamente que soy feo, aunque no tanto que asuste.

Hijo de un general, con el título de doctor en leyes—el título universitario que fué mi pesadilla en tiempos remotos—y más principalmente con la experiencia que recogí en dieciséis lustros, podía, sin causar el asombro público ni que me tuvieran por fenómeno incalificable, puesto que ya era un mozallón, gozar de la existencia como mortal alguno ha podido gozarla. Precisa y fatalmente todos los humanos cuando son dueños del inapreciable tesoro que el refranero llama madre de la sabiduría, se encuentran ya tan viejos y caducos que sólo les es dado gastar el tesoro con los demás, no consigo mismos.

¡Ah, yo era un ser excepcional, único en el mundo!

Podía poner en práctica la frase que tanto repiten sabios y necios ricos y pobres, cuando no concuerdan las realidades de su vida con las esperanzas que ésta les hizo concebir:

—¡Si se volviera a nacer!

Todo lo veía, ¡ay, incauto de mí!, a pedir de boca y con mayor ilusión tal vez que en mi primitiva juventud.

¿No era yo una especie de Fausto, aunque sin la sabiduría del portentoso amador de Margarita ni la ominosa intervención del amigo Mefistófeles?...

Fatuamente me declaraba a mí propio catedrático en mundología, nuevo Catón, o lo que es lo mismo, hombre grandemente experimentado: competiría en prudencia con Mentor y en astucia con Ulises... Sin gran esfuerzo conseguiría por la voluntad propia la perfectibilidad señalada por Nietzsche.

El amor, la amistad, la abnegación... ¡Já! ¡já! ¡já!

Estaba exento de hacer las mil tonterías que por ignorancia cometen los mortales.

Al principio, ¡necia vanidad!,dándomelas de avisado en todo y de no tener para mi secretos el corazón humano, caí en la más atormentadora de las manías: la de dudar hasta de mi propia sombra, estado terrible que acibara la existencia del que lo padece, preparándole a morir de un derrame bilioso.

Aun de las cosas más inocentes, y de meridiana claridad, sentíame receloso y hostil.

Naturalísimo es que al salir de casa le dé a uno el portero los buenos días o las buenas noches, ¿verdad? Bien, pues yo gruñía como el gitano: “¡La tuya!, y experimentaba una rabia sorda hacia aquel hombre que disfrazaba su pensamiento de modo tan hipócrita y miserable: sus saludos debía traducirlos: “¡Así revientes, imbécil!.

Aquel pobre diablo, al verme a mí, el señorito del principal, comparaba seguramente su “perra suerte, con la mía tan venturosa y cómoda, al parecer. “Él, un albañil, con mujer, suegra y cuatro hijos, venía de la obra, de exponerse a dar un salto mortal desde el andamio, y, rendido de fatiga, no podía permitirse el lujo de solazarse; la imperiosa necesidad le obligaba a limpiar la escalera, a fregar el portal o a cualquiera otra faena tan ruda como enojosa. Era preciso que ayudase a la parienta, que harto tenía la infeliz con cuidar de los cuatro crios y cuidarse del histérico, que un día sí y otro también poníala a la muerte. La suegra estaba paralitica y dedicábase únicamente a rezar y a gruñir en el chiscón de la portería. Los chicos eran de la piel del diablo y comían como sabañones. Ruin yantar de patatas, lentejas ó judías, con poco aceite, y después de cerrar el portal acostábase el pater familias en un camastro que había en el zaquizamí que servía de alcoba.

Un hombre en estas condiciones ¿puede desear sinceramente “buenos días, a un señorito como yo?...

Lógica, señor, lógica.

Y así, por lo demás, todo: iba al café, y en la solicitud del mozo hallaba un servilismo que me crispaba los nervios. “No es por mí—refunfuñaba—por lo que te muestras tan atento, sino por los cochinos diez céntimos que esperas recibir de propina. ¡La jeta que pondrías si no te la diese!,

Las demostraciones de afecto de los conocidos—yo negaba tener amigos—hacían que me preguntara: ¿Qué irá a pedirme este ciudadano?...

¡Oh, la amistad!—declamaba a lo filósofo—, afecto divino en lo humano, un alma en dos cuerpos, según la definición aristotélica, virtud la más preciada en el hombre, deidad adorada entre los griegos y los romanos. Representábanla estos últimos joven y hermosa, vestida de blanco, el pecho descubierto, coronada de mirto y flor de granado, cuyo encendido color jamás se pierde ni altera, visible el corazón, en el que se leía: “De cerca como de lejos”

Y asaltaban mi memoria los nombres de Pílades y Orestes, Cástor y Pólux, Niso y Euríalo, que se inmortalizaron por ser espejos de la amistad, toda abnegación y sacrificio.

Porque la amistad engendra el dolor. Si amas al amigo, ¿no compartirás con él sus infortunios? Y si puedes poner remedio a su pena, sacrificándote, ¿no te sacrificarás?...

Pero, ¡ay! que el humano egoísmo convierte en la mayoría de los casos la amistad en palabra hueca, como lo atestigua el hecho de que en el transcurso de los siglos sólo se citan como ejemplo hasta una media docena de parejas de amigos.

Y no obstante, son innumerables los que al referirse a un cualquiera, al que sólo conocen superficialmente, dicen: “¿Quién? ¿Fulano? ¡Intimo amigo mió!. Estos tales, o son unos majaderos vanidosos que creen que todo el monte es orégano, o ignoran que aquel que tiene un amigo de veras es el ser más envidiable del mundo.

Repito que en todos los actos del prójimo creía sorprender la causa egoísta que los motivaba. Ver la vida a través de las gafas del pesimismo, es tormento irresistible.

Reaccioné, gracias a la lectura de un cuento escrito por un autor muy allegado mió. He aquí en síntesis el cuento:

En un rincón de la Hélade había, en los tiempos heroicos, un hombre tan equitativo en administrar justicia entre sus conciudadanos, que Minerva, en premio a su rectitud, rogóle designara el don que quería recibir de los dioses. Pidió que, para ser justo en todo, le diesen el poder de penetrar en lo más recóndito del pensamiento ajeno. Fuéle concedido el don, ¡y qué no vería el hombre, que, al poco tiempo, emprendió el viaje al Olimpo, y rogó a los dioses, como la mayor ventura que podían concederle, que hicieran desaparecer de sus ojos aquel torturador poder suyo de asomarse a la conciencia de sus semejantes!

Sometí mi voluntad a verlo todo, tal como se me ofrecía, sin inquietadoras presunciones, que, tal vez, fueran realidades: para la tranquilidad propia es prudente envolver seres y cosas en el pudoroso velo del convencionalismo, palabra que vale por todo un tratado filosófico de mundología.

Admiremos la flor, aspiremos su perfume y finjamos ignorar que tiene espinas. Seamos como los espectadores teatrales; ¿y qué otra cosa que un teatro es el mundo?... Gocemos con el espectáculo, sin amargarnos el goce de la ilusión, pensando que las decoraciones son el conjunto de tremendos brochazos sobre una tela grosera, ni que los reyes y princesas, o lo que aparenten ser los que intervienen en la fábula, son unos histriones pintarrajeados que se cubren con pelucas, lucen joyas de similor, y fingen rasos lo que casi siempre son percalinas.

Un viejo debe ser, ante todo, benévolo: sus ojos experimentados han de poner misericordiosa disculpa en donde, los que no le igualan en edad, ponen acre reprobación; él sabe cosas del vivir: pasó por lances espinosos; en la piedra de toque del tiempo aquilató la pureza de los afectos, y su cerebro y su corazón son archivo de las miserias y de las pesadumbres que le acarreó su aprendizaje en el tráfago mundanal. Hay un adagio que hermana a los viejos con los niños.

Justifiquémosle.

¿A qué aderezar este guisote de la existencia con recelos y malicias?

¡Seamos bondadosos y, aunque conozcamos que nos engallan, finjamos ignorarlo, si queremos vivir en paz y en gracia de Dios!

XIX

Aun cuando el cuerpo es mozo, el espíritu es de sobra caduco para competir con la gente joven que, impelida de una noble ambición, lucha por conquistar las posiciones más elevadas y brillantes. ¡Ay, debo conformarme con vivir en la“aurea mediocritas... elogiada por el poeta!

Con la muerte de papá cayéronseme los palos del sombrajo y no veía lo porvenir tan de color de rosa como en vida del general, que ya es sabido que muerto el perro...

Como Dios me dió a entender recogí mi titulo de doctor en leyes, y por consejo de mamá, que es la candidez andando, puse a prueba las antiguas y valiosas relaciones de casa, pretendiendo un destino.

Visité a no sé cuántos personajes de los más conspicuos en las armas y en la política y, to dos, como si de antemano se hubieran puesto de acuerdo, me decían, sobre poco más o menos: “Basta que sea usted hijo del inolvidable Pepe, uno de mis mejores amigos, para que haga en su obsequio todo lo que pueda, que no será mucho, porque ya sabe usted que hoy día las cosas están muy mal... Sin embargo, como tengo verdaderos deseos de complacerle por ser usted hijo de quien es, hágame el favor de dejarme una notita ¡y ya veremos, pollo, ya veremos!.

Dejaba la notita y pasaban días y días y yo no veía nada, es decir, sí veía que el prócer habíase olvidado completamente del hijo de mi padre.

Con recomendaciones e influencias en un país como el nuestro donde impera el favoritismo y el compadrazgo en todos los órdenes sociales, un caballerete de mi traza, con un flamante título académico, puede resolver el arduo problema de la vida con la comodidad y el desenfado con que lo resuelven los que conocen la aguja de marear, los “vivos” Esto es: con el menor trabajo posible conseguir el mayor dinero posible.

¡Y Cristo con todos!

Pero como nadie me tendía una mano protectora decidí buscármelas a salga lo que saliere, y, como buen español, puse todas mis esperanzasen la casualidad.

Reconociéndome sin los ardorosos entusiasmos de la juventud no me tentó la loca vanidad de ser en el foro una lumbrera, ni por lanzarme a la política, campo abierto para lograr sustanciosos medros personales.

“Está ya duro el alcacer para zampoñas, querido Pepe”, me dije. Harías un triste papel en el retablo político. No sabes discursear, ni tienes ductilidad de carácter para plegarte a las circunstancias y convertirte en satélite y corifeo de cualquier santón jefe de partido o de partidillo. Si tu buena fortuna te llevara a ocupar el escaño parlamentario serias uno de los muchos borregos del si y no que se aburren como ostras. ¡Y, vamos, ya tienes bastantes añitos encima para que te satisfaga el hacer de comparsa!... Si te reconocieras con arrestos para ser un gran político, resultaría tonto que no pretendieses un acta de diputado... Pero, no, déjate de quimeras y piensa en algo más positivo y a tu alcance.

Mira, Pepito, lo mejor es que te busques un empleo inamovible, que figures en el escalafón de algún ministerio... Confórmate con ser uno de los cien mil tornillos en la complicada maquinaria de la administración pública. Tú ignoras, claro está, lo quieta y apaciblemente que transcurre el tiempo para estos bienaventurados burócratas.

No hay padre ni madre que quiera tanto a sus hijos como el Estado a sus servidores.

¿No conociste en tu pretérita existencia a Barcenilla, jefe de Negociado en no sé cual Ministerio?

Y bien, Barcenilla, el arquetipo de los señores del expedienteo y del balduque, ¿no fué siempre el más venturoso mortal que trataste? ¿No te causó envidia su ecuanimidad de hombre encantado de haber nacido y de ser covachuelista? ¿No le oiste decir a este Pangloss de la burocracia que no hay nada mejor ni más entretenido que una oficina ministerial, ni vida más cómoda ni descansada que la de un oficinista?...

¿Dónde leía Barcenilla La Correspondencia de España, su periódico favorito? ¿Dónde discutía de todo lo humano y lo divino? ¿En qué parte construía jaulas para los canarios? ¿En cuál sitio las capillitas de marquetería que rifaba entre los colegas?... En la oficina.

Y en ella sentíase otro hombre: era alguien que disponía de un timbre para llamar a los ordenanzas y pedirles un vaso de agua u otro servicio cualquiera, podía echárselas de jefe y mandar a los del Negociado: “Bermúdez, ponga en limpio esa minuta”; “García, saque copia de este oficio.; “González, prepáreme el estado de débitos”. Y esto halagaba su vanidad.

Mírate, pues, en el espejo de Barcenilla y no titubees ni un solo momento en ser empleado, que es algo mejor que haber sido conserje de La Abeja.

Si fueras tan joven de espíritu como de cuerpo, te aconsejaría que guardases en lo más hondo de un baúl el título de doctor en leyes, y si tenías agallas te metieras a torero, y si no, a cómico: son los dos únicos oficios que en nuestra España pueden hacer la maravilla de transformar de la noche a la mañana en ídolo popular y en millonario a un pelagatos, aunque no sepa ni persignarse.

Sí, ya lo sé... No sirves para vestirte el traje de luces ni los que a los autores se les antoje hacer vestir a sus personajes... Pues, entonces, hijo, ¡oficinista! ¡Es tu sino!

Tal me habló la voz íntima que siempre habla en nosotros en los momentos decisivos de nuestra existencia.

Y atendiéndola, aproveché la oportunidad de que salieran a concurso veinte plazas en la Administración pública, para las que se requería el título de abogado, y presenté mi solicitud.

Trescientos y pico éramos los concursantes, y yo, que me reconozco en todo un vencejo, no águila, no osé en esta Zamora de mi porvenir luchar con quince: en vez de romperme la cabeza estudiando, rompí la suela de los zapatos en busca de una recomendación “de veras, y si bien no me lucí gran cosa en el examen, pues me aturullé bellacamente, saqué una de las placitas, asegurándome con esto lo más importante que ha de asegurar quien no es rico por su casa: el miserable puchero.

¡Y que me entren moscas!

XX

¡Qué descansada vida!...

No “la del que huye el mundanal ruido”, según el excelso fraile poeta, sino la del que logra entrar “de plantilla” en uno de los paraísos que pródigamente creó el Estado para servicio suyo.

Señores, en mi otra existencia hice grandemente el primo al no brujuleármelas para meter la cabeza en uno de estos oasis oficinescos.

Me acuerdo de Barcenilla, y yo, que siempre le tuve por un mísero chupatintas, de los que en mis tiempos donosamente caricaturizaron a pluma y a lápiz Carlos Frontaura, Eduardo del Palacio, Luis Taboada, el malogrado Mecachis, y otros escritores y dibujantes de perdurable recordación, rectifico mi juicio con aquella punzadora inquietud que se apodera de quien reconoce haber levantado un falso testimonio al prójimo... ¡No, Barcenilla fué un perínclito ciudadano, un sabio estupendo, un portentoso mundólogo, un admirable conocedor de su país, y fué lo que hay que ser en España—salvo torero—empleado del Gobierno.

Vivió—que ya al pobre le cantaron el Kirieleisón, hace unos cuantos años—como puede vivir un ratón en despensa bien abastecida y sin temor a ningún gato, porque no hubo ministro que se atreviera a meterse con Barcenilla, debido a que la mujer de éste sirvió de doncella, antes de casarse, claro es, a una duquesa de las del antiguo régimen que todos los sábados sentaba a su mesa al presidente del Consejo de Ministros, fuera la que fuese la situación imperante. Y la aristócrata protegía con maternal solicitud al marido de su ex doncella...

Pero vuelvo a lo mío, que los viejos no podemos remediar este feo vicio de charlar de lo pretérito más de la cuenta.

Estoy como el pez en el agua.

Las horas de oficina son de nueve de la mañana a dos de la tarde, pero, por algo vivimos en la tierra del “No importa, y en Madrid, donde la gente que se estima en algo, no madruga, así es que ya son bien corridas las diez cuando asoman las narices los empleados más puntuales y fieles cumplidores del deber. Y como el jefe de la sección no las asoma hasta las once u once y media, con que vaya minutos antes de las once estoy al cabo y horro de inquietudes. Y no es cosa que en cuanto un ciudadano se siente al pupitre requiera la pluma y se ponga a emborronar papel... Necesita reposarse algo del paseo que dió de casa al Ministerio, enterarse de la cosa pública, y para esto hay que leer algún diario de la mañana. Y quién, leyéndole, no pone un comentario a los hechos más culminantes, y despotrica con los compañeros y echa un cigarrillo, y toma un vasito de café—esta costumbre típica sólo la mantienen los antiguos; los modernos, en su mayoría, la consideran reñida con la “estética, digámoslo así, del cargo; no obstante, hay quien se lleva el almuerzo y lo engulle con la tapa del pupitre alzada para ocultarse de los demás.

Total, que ya es cerca de medio día cuando unos por no aburrirse, otros porque les escara bajea la conciencia, los más porque les es forzoso despachar lo que les está encomendado, los menos, “motu proprio, se ponen a trabajar como fieras hasta la una de la tarde. En el entretanto, algún que otro oficinista, a pretexto de ir al archivo o a un negociado a tomar unos datos, hace mutis por toda la jornada...

¡Una delicia, querido don Hermógenes! Porque ya que se falte a la puntualidad a la entrada, debería compensarse a la salida, pero, ¿quién se marcha a las dos para ir a comer el cocido? ¿Y la familia? ¿Y los chiquitines?...

¿No es esto Jauja? ¿No merece que entonemos perpetuas y fervorosas alabanzas al Estado, nuestro bienhechor, nuestro padre, que nos permite cumplir con el mandato divino “ganarás el pan con el sudor de tu frente, sin que por las nuestras corra jamás en el sentido bíblico del precepto? Y aun hay ingratos que trinan contra su “maldito destino” y llaman cárcel a lo que es plácido circulo de recreo, y se quejan de la tiranía del jefe, de las exigencias del director del ramo y de la desconsideración del ministro que les obliga a trabajar de higos a brevas, en un caso apurado.

¿Pues qué dirían estos tales si prestaran sus servicios en una oficina particular, donde, según referencias de un amigo mío, llevan la cuenta hasta del tiempo que se malgasta en encender un cigarro?...

¡Dios mío! ¿Por qué no me enteraría yo en mi otra existencia de que había en el mundo tales prebendas?


* * *


Más vale caer en gracia que ser gracioso, y yo, en buena hora lo diga, vengo a ser el benjamín del negociado: desde el jefe hasta el ordenanza todos me encuentran muy simpático y hasta ingenioso, y he conseguido que digan de mí que “tengo cosas, y el hombre de quien dicen: “¡Cosas de Fulano!”, puede hacer cuanto le plazca y ponerse el mundo por montera.

No abuso de la prerrogativa: lo único que hago es sonreirme irónico cuando algún compañero de los que peinan canas se cree autorizado por éstas a darme consejos, y gravemente me sermonea:

“Amigo Pepito, es usted muy joven, un niño casi, que no sabe nada del mundo, y me atrevo a aconsejarle, porque le quiero bien, y porque no en balde tengo ya muchos más años que usted. ¡Como que podría usted ser mi hijo.... Y aquí el consejo dicho con aquel aire de suficiencia que en casos semejantes emplean los viejos.

Escucho con atención hipócrita y acabo por halagar la vanidad de mi interlocutor, mostrándome convencido con sus razonamientos y admirado de su perspicacia de hombre ducho.

Otra me queda en el cuerpo, pero no es cosa de replicar:

“Pero, amigo mío, usted cree estar hablando con un pollo acabado de salir del cascarón y soy un gallo con los espolones más retorcidos que los suyos. Fundándose en las apariencias, usted supone que yo podría ser su hijo, cuando, en realidad, yo podría ser su abuelo”

“¿Risum teneatis?,

Y por lo mismo dejo correr la bola, riéndome como loco del inimaginable contrasentido de mi existencia.


* * *


Bien dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y con la que gozábamos en la oficina di en el de emborronar cuartillas a destajo.

Uno de los primeros frutos de mi ingenio, que no trataré de menguado, porque si mal está que uno propio se alabe no está mejor que se desacredite, fué el que copio a continuación:


Abecé del hombre prudente.


Ser absolutamente sincero consigo propio.

No perder nunca la ecuanimidad.

No debemos preocuparnos de lo que pasó ayer ni de lo que podrá pasar mañana; sólo lo de hoy nos pertenece.

No desear que las cosas sean de otro modo que son.

El que menos ambiciona es el más feliz.

No juzgar nunca los actos del prójimo.

No discutir la opinión ajena ni mezclarse en los asuntos de los demás.

No confiar a nadie los propios pensamientos, ni incurrir en la candidez de contar nuestras penas o nuestras alegrías; quien más, quien menos, vive encerrado en la torre de marfil de su egoísmo, y salvo a las personas de nuestra mayor intimidad, al resto de los mortales les tiene completamente sin cuidado lo que nos sucede.

No enamorarse. El enamorado es un iluso de su propia ventura que cambia entusiasmado la encantadora libertad por las cadenas de rosa, según los poetas, pero realmente de acero, forjadas por el amor.

No contraer deudas ni prestar un céntimo.

No aceptar invitaciones.

No apasionarse de las mujeres ni por el juego ni la bebida.

No caer en la necedad de encolerizarse sin motivo, hablar sin provecho, cambiar por capricho, preguntar sin objeto, fiarse de un extraño y no distinguir los amigos de los enemigos.

Algunas de estas máximas fueron inspiradas en otras de Epicteto, San Jerónimo y en los proverbios árabes.

Para la seguridad personal y “pecuniaria” aconsejaba:

No subir jamás en automóvil ni en aeroplano; no embarcarse, no acudir a los médicos (en esto me sentía quevedesco), no tener criados, no dormir sin una pistola “browning, al alcance de la mano, no meterse en apreturas, no asistir á regocijos ni fiestas callejeras, no tener en casa un cuarto, no llevar en los bolsillos más que calderilla, etcétera, que resulta ya harto prolija la enumeración.

XXI

Por vez primera en mi vida he visto amanecer en el lóbrego, húmedo y antipático lugar de una Comisaría o prevención—como se decía en mi tiempo—, acompañado de apreciabilísimos “randas, “curdas, y “golfos, y no menos apreciabilisimas mozas del partido.

Como las características, al “volver en sí, me he preguntado al despertar y enterarme del sitio en que me hallo, y de la gente que me rodea:

¡Dios mío!, ¿dónde estoy?

Truécanse las rosadas vislumbres de la aurora en tristona claridad al penetrar por los polvorientos cristales de una ventana enrejada que abre a un patinucho. A esta luz mortecina ofrecen los rostros un tinte cadavérico y los afeites con que las pobres mujeres del arroyo embadurnaron sus caras, hacen que éstas se asemejen á las de los muñecos del pim pam pum.

Con la estupefacción del que no se explica lo que le ocurre, miro a los demás y me miro a mi propio: enciéndenseme las mejillas de vergüenza al advertir dónde y cómo me veo: vestido de etiqueta, desgarrado uno de los faldones del frac, desabrochada, rugosa y con manchones de vinazo la que fué nivea, brillante y planchada pechera.

Felizmente, no se ha hecho esperar mucho el alma caritativa que ha venido a sacarme de la tribulación en que me encuentro.

Mi libertador, un tal Alonso, compañero de oficina, me ha llevado en un “simón, a casa.

La vieja criada que ha salido a abrirme se ha persignado atónita, preguntándome:

—Pero, ¿de dónde viene usted, señorito?... ¡Jesús, qué cara de difunto!... ¿Qué le ha pasado?...

—Nada, María Cruz, nada... ¡Cosas de la edad! ¿Y mamá?

—Aun no se ha levantado.

—Bueno, pues hazme el favor de no decirle nada... ¿entiendes?... Me voy a acostar... Estoy muerto de sueño y de cansancio...


* * *


¡Oh, el vino!...

Cuenta una leyenda árabe que cuando Noé—el primer mortal que gustó el zumo de la vid y el primero que cultivó una viña—plantó ésta, el diablo, frotándose las manos de gusto, aprovechó un descuido del venerable patriarca y regó la viña con sangre de pavo real.

Empezaban a cubrirse de hoja las vides, y cierta noche en la que los luceros no destellaban sus diamantinos fulgores en lo infinito ni la luna enviaba su argentado beso a la tierra, tornó el diablo al incipiente viñedo y entretúvose en regar las hojas con sangre de mono.

Pasaron los días: en una de esas ardorosas tardes estivales en las que las cigarras, borrachas de júbilo, dirigen su estridente cántico al padre sol, dióse otra vueltecita por la viña su majestad diabólica y sobre los racimos que empezaban a formarse vertió sangre de león.

Noé, que estaba bien ajeno de estas visitas infernales, disponíase a recoger el fruto de su viña, encanto de sus ojos y de cuantos la contemplaban, por la hermosura y esplendidez de los racimos, que parecían de oro.

Pero antes de que entraran los vendimiadores, entró otra vez furtivamente el ángel malo... Y riéndose, como el que calcula los efectos de una gran diablura que se le ha ocurrido—y, naturalmente, a nadie se le ocurren más estupendas que al diablo—, púsose a regar los racimos con sangre de cerdo.

No volvió a aparecer nunca más el Maldito por la viña del padre Noé, ni por la de ningún otro mortal; pero, las consecuencias de sus riegos perdurarán por los siglos de los siglos, como en la leyenda se afirma, ya que todo bebedor siente al primer vaso de vino, que su sangre circula más rápida y ardorosamente, le anima insólita vivacidad y enrojécesele el rostro, con lo que viene a asemejarse al pavo real: continúa bebiendo, y los vapores del alcohol, subiéndosele a la cabeza, le ponen alegre y saltarín y hace muecas lo mismo que el mono: prosigue con las libaciones hasta tocar en los límites de la embriaguez, y por la cosa más baladí se enfurece como un león... Ebrio del todo, acaba por caer desplomado y quedarse dormido como un cerdo.


* * *


Por el qué dirán, frase con la que procuramos justificar las extravagancias que cometemos por un mal entendido amor propio, accedí a correr una juerguecita e ir al baile de más caras de la Zarzuela, con varios amigotes de la oficina que me instaron a que los acompañase en el bureo.

Y éste dió principio con una espléndida cena en un colmado, y continuó con una sesión de flamenco, regalándonos la vista y el oído la voluptuosidad del baile y la maestría en tañer la guitarra de una hembra juncal y de su adjunto, o hermano a lo que dijeron, y el tío de más mala sombra que puede imaginarse.

Con lo copioso de la comida y de las libaciones, perdimos la circunspección, y ya pareciéndonos al pavo real, según la leyenda árabe, dimos nosotros, y con nosotros la bailaora y el patoso del hermanito, en la Zarzuela.

Y aunque estaba ya calamocano, al verme en tal lugar experimenté una emoción “sui generis”, que me hizo permanecer meditabundo y silencioso largo rato.

Rememoraba mi lejana juventud y con melancólica contrariedad contemplaba la flamante y lujosa sala, tan extraña a mis ojos de la primitiva... ¡No, esta no era “mi” Zarzuela, donde pasé noches deleitosas escuchando a los insignes maestros creadores y mantenedores del género lírico genuinamente español, Barbieri, Oudrid, Gaztarabide, Arrieta, Caballero, Chapí!...

Tampoco el baile ni la concurrencia semejábanse a los de mi mocedad... ¿Y cómo habían de semejarse si en mis recuerdos me remontaba a la época en que estaban en todo su apogeo los bailes de Capellanes y de Paul?, época en que los petimetres lucíamos "chaquets, que se abrochaban con un solo botón y con los faldones muy largos, pantalones anchos, descansando sobre el empeine de la bota, sombrero altísimo de copa, ¡un espanto de sombrero, la verdad!, el ala con un reborde que se llamaba “dorsé,; y damas y damiselas usaban miriñaque, botas a la imperial, y el “sígueme pollo”, o lazo hecho en la nuca con una cinta de color. Imperaba el cancán y estaba en boga la habanera.

“¡O tempora, o mores!, y perdonen emplee la exclamación ciceroniana.

Indudablemente lo veo todo con ojos de viejo; así, pues, no es de extrañar que el baile a que asistía me pareciera frío, incoloro, torpe remedo de los de mi juventud; aquéllos sí que eran alegres, divertidos, reinaba el buen humor y se corrían galantes aventuras con mascaritas hechiceras cuyos atavíos ofrecían variedad ingeniosa y gusto excelente; hoy todas las máscaras, hombres y mujeres, se disfrazan con el clásico dominó o el traje de “bebé”.

De pronto quebróse el hilo de estas remembranzas, y con gran sorpresa de mis compañeros de juerga solté una carcajada tan estruendosa que todos volviéronse ojos para ver lo que la motivaba... Y como no observaran cosa alguna de particular en todo el espacio que abarcaba la vista, me preguntaron:

—Pero, ¿de qué te ríes? ¿Qué te ocurre?

—Nada, nada...—murmuré un si es no es azorado.

Porque, ¿cómo explicar la causa de mi hilaridad, nacida de la súbita e irónica reflexión que me hice de que en todo el baile sólo había una máscara auténtica, yo mismo, aun cuando mi traje fuera vulgar y corriente de un pollo vestido de etiqueta? ¿Quién, al verme, podría ni remotamente sospechar que yo era un ochentón?...


* * *


El néctar de oro de las viñas jerezanas púsonos inquietos, locuaces y gesticuladores; estábamos a la altura del mono.

Con varios de los compañeros di una vuelta por la sala, y sintiéndome un tanto peneque, retorné al palco donde aun permanecían dos camaradas, viejos camanduleros, dedicados a la amable tarea de galantear a la bailaora, que los escuchaba poniendo una risa desconcertante a la salacidad de sus requiebros.

Hervíame la sangre y sentía en todo el cuerpo un calor excesivo, acuciándome el ansia de discursear.

Sin andarme en chiquitas, me despojé del frac y del chaleco, y hubiera seguido adelante si no me atajan los amigos que celebraban la ocurrencia riéndose a todo trapo.

En mangas de camisa, dirigí en voz potente desde el antepecho del palco una homilía contra el baile, trayendo a colación—reminiscencia de viejo—los famosos versos del no menos famoso padre Claret:


“Jóvenes que estáis bailando,
al infierno vais saltando”


Fué recibido el extravagante discurso con risas y frases chungonas; un grupo de señoritos, al pie del palco, agitaba los pañuelos pidiendo a coro que me dieran la “oreja,; los que ocupaban las localidades inmediatas me aplaudían frenéticamente, y algunos guasones vinieron a felicitarme regalándome con sendas copas de “champagne, jerez y manzanilla, que fué como echar más leña al fuego; acabé por perder del todo el juicio, y de la grotesca semejanza con el mono pasé a la fiera del león, siguiendo las metamorfosis anotadas en la leyenda oriental.


* * *


El que se embriaga truécase en un ser inconsciente y risible.

Así yo, tras de ponerme extraordinariamente en ridículo y servir de irrisión al maleante concurso, cometí sinnúmero de majaderías.

Alonso, mi compañero de juerga y mi hombre bueno de la Comisaría, mientras me acompañaba en el coche a mi domicilio, me relató mi odisea, que hube de escuchar confuso y avergonzado.

Lo que me azoró terriblemente en la pintoresca narración de Alonso fué saber que yo tenía “mal vino,; estuve impertinente, grosero y agresivo, sacando a plaza la fiera que todos llevamos escondida.

¡Cielos!—clamé a lo clásico—; yo, el hombre malva, dulce y blando como la mantequilla de Soria, lo que se dice un alma de Dios, armando gresca, liándome a bofetadas con el prójimo, convertido en un salvaje!..

Cuando la “melopea, que por modo tan lírico nombran la borrachera los catedráticos del Portillo de Gil Imón, llegó a su grado máximo, no se me ocurrió cosa más oportuna que la de ponerme a requebrar a!a bailaora, con gran disgusto del pasmarote de su hermano, indignación de los viejos galanteadores y azoramiento de todos los circunstantes.

Con la característica tozudez del borracho quise ir más allá de lo que las circunstancias y el decoro consentían, y traté de comprobar si la admirable morbidez que a la vista ofrecía el juncal cuerpo de la gitana tenía una solución de continuidad en aquellos lugares, tanto más incitadores cuanto más ocultos...

La “gachí, sigue contando mi hombre bueno—dió un grito, y arrebatándosele el rostro de rabia y de vergüenza, me rechazó de su lado violentamente, dedicándome una frase gitana, que e buen Alonso no entendió, pero que por el acento, el ademán y lo furioso de la mirada, debía de ser una de esas atrocidades indecibles.

El tocaor, que estaba ya en punto de caramelo, quiso vengar el ultraje que suponía acababa yo de inferir a la familia en la persona de su hermana, y con los puños cerrados trató de arremeter contra mi.

Afortunadamente pusiéronse de por medio los amigos y la bailaora calmó a su iracundo y fraternal defensor, jurándole por su maresita que yo no había hecho ninguna “esaborición”, únicamente darla un pisotón terrible.

A rastras sacáronme los compañeros del palco, y ya en la sala volví a quitarme el frac, que recogió Alonso, y con gran regocijo de los concurrentes me puse a dar cabriolas como un “clown” sobre la roja alfombra cubierta de “confetti...

Empezó a tocar la orquesta, y yo, cada vez más enloquecido, metíame por entre las parejas, repartiendo abrazos a las máscaras y papirotazos a sus acompañantes, valiéndome, como es de suponer, mi brutal franqueza un chaparrón de denuestos y unos cuantos empujones nada cariñosos.

Acercóseme el bastonero para decirme que cesara de dar escándalo o se vería obligado a expulsarme... Yo repliqué a su cortés admonición con palabrotas de grosería incalificable en quien se precia de señorito.

Los compañeros, teniéndome ya como cosa perdida, me abandonaron a mi suerte, salvo Alonso, que trató de disuadir al bastonero de sus propósitos.

Agotada la paciencia de éste, me asió del brazo... y dominando todos los ruidos resonó la bofetada que, injusta y felonamente, hube de propinarle.

Se arremolinó el alegre y vistoso concurso en torno nuestro, acudió un guardia de seguridad, y yo al verle y verme en mangas de camisa, me eché en sus brazos, y—¡me estremezco al pensarlo!—besándole con la efusión con que besaría a un hermano, le dije, provocando la risa de cuantos presenciaban esta escena de sainete que le quería como a un padre, pidiéndole por Dios y por el cariño que le tenía—sabido es que los borrachos se sienten súbita y estupendamente afectuosos—prendiera al ladrón que me había robado el frac y le señalaba al infeliz bastonero.

El guardia, un gran filósofo con casco—como lo son casi todos los guardias—me siguió la corriente; ordenó a Alonso que me pusiera el frac, y asegurándome que para prender al ladrón era preciso que yo también le acompañara, accedí a cuanto quiso. Cogiéndome él de un brazo y Alonso del otro, ya de madrugada, me llevaron como una masa inerte a la Comisaría del distrito, donde di fin a la última etapa, señalada a los bebedores en la leyenda, quedándome dormido como un cerdo...

¡Señor!, ¿y soy yo quien ha escrito el Abece del hombre prudente?

XXII

No hay mortal ninguno desprovisto absolutamente de vanidad, pues los mismos filósofos, aun en aquellos libros que intitulan del desprecio de la gloria, ponen en la portada su nombre, según observa Cicerón en su magna defensa de Licinio.

Y yo, incauto de mi, al oir celebrar mi ingenio creí realmente que lo tenia, y envaneciéndome en secreto de poseer don tan exquisito, di en la flor, mejor dicho en la locura con mis ochenta años espirituales, de emborronar cuartillas.

Escribí invita Minerva versos, pecado venial si damos fe al adagio “de poetas, músicos y locos todos tenemos un poco... o a aquel otro valenciano de que cada español al nacer trae, a falta del pan consabido, una lira debajo del brazo.

No contento con poner en ridículo a Polimnia, la emprendí con Talía.

Apolo no me lo tenga en cuenta.

Quiere decirse que escribí dramas, deplorando sinceramente que mi musa calzase alto coturno y no agitara el alegre tirso, que más socorrido es para los autores en los tiempos presentes, y seguramente en los que corrieron, hacer reir al espectador (con lo que se practica una grande obra de misericordia) que no entristecerle el ánimo, por demás amargado en el cotidiano vivir.

Siguiendo otro orden de ideas, muy prosaicas—como cuanto se relaciona con el bolsillo, pero al cual, desde el sublime poeta al vulgarísimo zapatero remendón, todos, someten su trabajo—, dan mucho menos dinero en el teatro las lágrimas que las risas.

Y después de intentar escribir una obra a la manera de García Álvarez, el más regocijante de nuestros autores cómicos contemporáneos, desistí del empeño... ¡Pues así que no se necesita gracia e ingenio para hacer reir a carcajadas al respetable público!...

Traté de emular en la pintura de tipos y cuadros populares madrileños al saladísimo poeta, admirable sainetero y gato ilustre Antonio Casero, ¡y magras!, que diría alguno de sus personajes: no daba pie con bola. El género es más difícil de lo que parece, por algo pueden contarse, por los dedos de la mano, y sobran dedos, los que en él han sobresalido.

Con verdadera fruición leí las obras de Carlos Arniches, uno de los más celebrados mantenedores del actual teatro cómico, y leyendo las obras de este maestro hube de apreciar las condiciones excepcionales de gracia, travesura, conocimiento de la escena y del público que son precisas para triunfar en lo que muchos llaman despectivamente “género chico...

Por suponer a tontas y a locas que el escribir obritas semejantes era coser y cantar, perdí lastimosamente el tiempo borrajeando cuartillas, hasta que quedé convencido de que me faltaba sal en la mollera para hacer chistes e idear situaciones cómicas.

Y me arriesgué a seguir otros derroteros, sin reparar en que nunca como ahora nuestra dramática se ha encontrado tan floreciente, pujante y esclarecida con la labor de sus insignes cultivadores: Benavente, Galdós, los Quinteros, Dicenta, Linares Rivas, Martínez Sierra, Oliver, Marquina, Villaespesa...

Así, pues, si mal hice en escribir versitos y dramas, peor fué que sintiéndome tan osado como cualquier melenudo de La Abeja me arrojara a todos los peligros y publicase coplas en periodiquines de esos que, afortunadamente para los que los redactan, no lee nadie, y me metiese como gallina en corral ajeno en los muchos que Talía tiene abiertos en la invicta villa del oso y del madroño.

Con los papeles en el bolsillo seguí el calvario que siguen los autores en agraz, menos faltos de meollo que este vejestorio aparentemente juvenil, y perdí horas y horas en los saloncillos haciendo la corte a empresarios, autores y actores, aguantando impertinencias, convirtiéndome en turibulario de todos estos señores y muy señaladamente de los cómicos, que sólo son benévolos con los innominados como yo cuando el incienso de la adulación los envuelve.

¡Y cuántas amarguras, qué de locas esperanzas a veces, y, a veces, qué abrumadoras desilusiones las que recogí en mi humillante peregrinación!...

Sufría desaires a porrillo—que es lo único que cosechan los pretendientes de mi laya—, y cuantos más recibía, claro está, más me emberrenchinaba, y en la soledad de mi gabinete discurría razonablemente:

—Pero ven acá, mentecato. ¿Hasta tal punto has perdido la sindéresis que no adviertes lo ridículo de tus anhelos al meterte con más años que la Cuesta de la Vega en estos fregados teatrales?... ¿Qué móvil te guía?... Vanidad de hacer famoso tu nombre. Y puede que lo consigas a la manera de aquel Pascual y Torres, inolvidable “dramaturgo, malagueño que, en su obra magna, la la mar!, decía, por boca de la protagonista:


“Desde el balcón distingo
que es domingo.
¡La paseante reunión,
mano a la labor, a la labor!”


¿Qué necesidad tienes de trinar sin ser ruiseñor, hacer antesalas, aguantar sofiones y ponerte en evidencia en tertulias de teatrillos y de periodiquines?... ¿O crees tú que por haber estudiado la Retórica y saber aconsonantar “mundo, con “profundo, eres ya un genio de la Poesía?...

¡Cosa de risa el prurito que te ha entrado de sentarte en el Parnaso! Sólo se sientan los que al nacer reciben en su frente el beso divino que contados mortales reciben: el de la Inspiración. Estos son los amados de las nueve hermanas, los únicos que en la fuente Castalia pueden aplacar la sed de Ideal y de Belleza que los abrasa. No tú, pobrecito hombre, que con beber en un botijo te basta para aplacar tu sed de poetastro. Si en tu verdadera juventud, cuando florece la fantasía del poeta, no se te ocurrió escribir un solo verso, ¿se te antoja manejar el plectro a tus ochenta abriles?

Continúa, continúa arrellanándote en tu poltrona de la oficina, revisando expedientes, que es lo que aconseja la discreción, y no te rompas más los cascos, que no es el oficio este de poeta como el del herrero u otro oficio mecánico cualquiera, en donde la práctica da la maestría: nunca pasarás de ser un aprendiz detestable.

A pesar de discurrir tan cuerdamente, volvía a las andadas; los viejos somos tozudos, y no nos damos a partido tan fácilmente.

Yo estrenaba un drama, ¡ya lo creo que lo estrenaba!, y veríamos si es tan fiero el león como le pintan.

XXIII

Los sucesos son como las cerezas que se sacan de una banasta: de la primera que se coge salen enredadas una porción. Mis afanes de autor anónimo lleváronme a cometer sinnúmero de torpezas, entre las cuales recuerdo aun con espanto la más transcendental de todas: mis amoríos con la primera actriz del teatrillo en que logré “colocar” mi drama.

Lo que no me aventuré a hacer en la auténtica primavera de mi vida, por un santo temor a los amores de teatro, lo hice en mi pseuda juventud, cerrando los ojos a todo lo razonable y liándome la manta a la cabeza, para satisfacer lo que en realidad sólo era un capricho senil.

¿En qué avispero me metía?...

Era un encanto la nena: ojos negros, rasgados, llenos de luz, boca provocativa de esas que ríen siempre y siempre parecen estar pidiendo un beso: cutis alabastrino, suavemente rosado, esbelta la figura, gracioso el conjunto, el aire picaresco peculiar de las madrileñas, ¡lo que se dice una monada de chiquilla!

Valga esto de atenuante a mi proceder, y olvidemos el Abecé del hombre prudente, para no acentuar lo ridículo de mi conducta.

Además, debo declarar que siempre me han entusiasmado las hembras guapas, ¿y qué otra cosa puede producir en el hombre mayor entusiasmo?... Me precio de haber sido galante desde que vine al mundo por vez primera, y he tenido como cada quisque mis aventurillas amorosas, alguna de las cuales me proporcionó morrocotudos disgustos... Y, sin embargo, pasado el berrinche, volvía a las andadas.

Pero, continuemos:

Cuanto más se desconoce una cosa, tanto más enciende nuestra ansia y acrecienta nuestra ilusión. De estos amoríos de teatro estaba en palotes: únicamente sabía lo que de oídas sabe todo el mundo: que son los más endemoniados en que puede enredarse cualquiera.

Emilia—llamábase Emilia la “estrella, del teatrillo de mis locas esperanzas—no se me mostró esquiva: sin titubeos accedió gentilmente a mi cariñosa solicitud, lo que hizo que yo, receloso, me sumiera en un “mar de confusiones”. Porque aun cuando todos los nacidos nos olvidamos frecuentemente del “Nosce te ipsum”, no llegué a presumir neciamente que la hermosa chiquilla se hubiera enamorado de mi tipo, ni se rindiese a mi gracia y gallardía, y menos aún a mi bolsillo, harto ruin para comprar amores por muy baratos que se me ofrecieran. Acaso tuve la suerte de sorprenderla en ese cuarto de hora tonto que tienen las mujeres, o tal vez me facilitó el camino ser autor de la casa y confiar, por tanto, en algún medro en su carrera artística, si el dios Éxito mostrábaseme propicio.

Recibí el “anhelado sí”—como dicen los epistolarios amorosos—una tardecita en la que aprovechando un descanso en los ensayos me declaré, trémulo y azorado como un colegial, a la bella farandulera...

Me escuchó atentamente, fijando en mis ojos los suyos mareantes, y, riéndose, acabó por decirme:

—Si viene usted con buen fin...

Y como advirtiera el gesto de desolación que puse al oir la cursilería que en parecidas circunstancias emplean las madamitas, agregó muy quedito, envolviéndome en una mirada de esas capaces de revolucionar al más sesudo varón:

—Pero, ¡qué bobo es usted, hombre! ¡Aun no se ha enterado de que le tengo la mar de simpatías!...

Y aquí cortó el diálogo la voz del traspunte, que gritó casi a nuestros oídos:

—¡Prevenida, Mili!

—¡Ah! Pero, ¿ha empezado el ensayo?

—Ya hace rato.

—Hijo, pues, ¡como si estuviera en el limbo!... ¡No me había enterado!

No en el limbo, en la gloria me creía yo transportado en aquel momento, sin percatarme de que acababa de perder mi personalidad, trocándola en la del “fulano, de la señorita Mili.

Pensé únicamente en que iba a ser el dueño de una “estrella, la primera figura de la compañía y la única que atraía al público; mimada y adulada, por consiguiente, del empresario y autores del mísero corral de comedias.

Yo, “¡vanitas, vanitatum!”uno de tantos Pepitos, un don Nadie, ¡amo y señor de aquella lindísima criatura, toda nervios y caprichos, a diario ensalzada en los periódicos que la ponían en los cuernos de la luna, ¡que ya es poner alto, aunque sea en metáfora!

Y más vanidoso que un pavo real, creía haber conquistado, nuevo Jason, el vellocino, y miraba por encima del hombro a cuantos me rodeaban.

Para que todo saliese a pedir de boca en esta calaverada de viejo verde, la familia de la hechicera Mili no veía con malos ojos mi galanteo.

¡Y qué familia!

Un papá, sastre cuando Dios quería, ahora sin dar una puntada “por mor de la ruma, que le cogía todo el lado derecho—según afirmaba él—y por “holgazanitis, incurable, a creer a sus deudos. El hombre, cuando no estaba en casa haciendo solitarios para matar el tiempo, lo mataba en la taberna jugando al mús y “soplándose, unas “tazas, de morapio. La mamá, toda una señora mamá, a la que las lenguas viperinas de los faranduleros llamaban indistintamente La fiera corrupia y doña Tormenta, y el hermanito, un zanguango pinturero y chulapón, punto fuerte en la Bombilla, que de todo se acordaba menos de trabajar, viviendo en juerga perpetua.

Tal la apreciable familia de Mili y ésta la única que en ella trabajaba manteniendo a los sinvergüenzas del padre y del hermano.

Y yo hecho un doctrino entre esta gentecilla procurando conquistarme sus simpatías. La mamá aceptaba con sonrisa de tigre satisfecho las cenas que a la salida del teatrillo me permitía los lujos de ofrecerles a ella y a su hija, y casi siempre a algún gorrón de la compañía que se nos arrimaba, fingiéndome una de esas efusivas amistades de cómico, especialmente un tal Berruguete; me tuteaba y halagaba mi vanidad de autorcillo, proclamándome, a la hora de yantar, un dramaturgo que iba a quitar muchos moños. Y para adularme más, entre bocado y bocado, declaraba besugos, ostras, congrios o percebes a los más ilustres comediógrafos.

Dice un refrán—perdonad si “sanchopanceo”—que no se pescan truchas a bragas enjutas. Y no es tan de rositas como me figuré ser el fulano de una “estrella”

Aparte lo de soportar a la familia y aguantar sus impertinencias y las de la dama y los sablazos, que en prueba de cariñosa confianza me daban el sastrecillo y su vástago, encontrábame siempre en ridículo y sirviendo de blanco a la chusma de entre bastidores mucho más insoportable en estos “corralillos, donde todo se vuelve críticas, chismes y enredos. ¡Qué gente, señor, la de Talía, y qué modo de vivir el suyo en perpetua comedia!... Aun en los actos más solemnes de su vida privada descubren la oreja.

Mili, la encantadora Mili, era terrible en lo de atentar a mi ruin bolsa: que hoy unos zapatos, que mañana un vestido para el estreno; que unos dijes, que un... ¡demonio!, y coche para ir al ensayo y la susodicha cena al acabar la función; a todas horas un chorreo irresistible.

Para no hacer un papel desairado, sin advertir que peor no podría hacerlo, anduve en tratos con los Matatías que caritativamente prestan sobre sueldos del Estado, al seis por ciento mensual. El mío veíase ya muy comprometido en aquel teje maneje de los usureros.

De tal modo llegó a hechizarme Mili, y a tal punto mi chifladura, que por complacerla hubiera vendido mi alma al diablo como cualquier protagonista de una leyenda medioeval.

Mi ídolo era como los gatos, que cuando tratan de conseguir alguna cosa muéstranse cariñosotes y zalameros y bufan y sacan las uñas si no la consiguen. Mimosona y apasionada en los momentos en que pretendía asaltar mi bolsillo, acolgajábaseme del cuello, y diciéndome gachonamente que “su Pepito” era el mejor y el más simpático de los hombres, obtenía de mí cuanto se le antojaba.

En cierta ocasión hube de negarme tartamudeando y con la cara como una amapola a comprarle un abrigo de pieles del que se había encaprichado, abrigo que, aun cuando las pieles fueran de humildísimos mininos, costaría sus quinientas pesetillas; para mí una cantidad fabulosa. ¡Cielos santos, qué gesto puso la nena, qué indignación la suya, qué rociada de palabrotas!... Yo era un tal y un cual, yo no merecía ser querido como ella me quería; yo era un tío camastrón insoportable, un roñoso, un “viva la Virgen” E hipaba fingiéndose desconsoladísima.

¿Y la mamá, doña Tormenta, la fiera corrupia?... Rabiosa, puesta en jarras, y con vocabulario de verdulera en bronca, me insultó llamándome cosas feas no registradas en los diccionarios y que encienden la sangre.

Matusalén, servidor, hecho un bragazas, arrepentido de su negativa, acabó por implorar misericordia y prometer el oro y el moro. ¡Oh, el carácter de los hombres!

XXIV

Me he dado una vueltecita por La Abeja Hispana, y la primera sorpresa que he recibido me la ha proporcionado García, el ingrato García, que ocupa el puesto de conserje, en que di fin a mi primera existencia.

Está hecho una birria, calvo, arrugado como una pasa: su cuerpo se encorva ridícula y exageradamente.

Le recordé cosas pretéritas que sólo él y yo conocemos. Azoradísimo, estupefacto, con ojos de susto y tartamudeando, replicó:

—Pero, ¿cómo es posible que me hable usted de lo que me habla?... No había más que una persona que supiera esos detalles, un compañero mío que murió antes de que usted naciese.

Enigmáticamente le advertí:

—Todo se sabe, amiguito.

—Vamos—musitó mi hombre turbado—, nunca he creído en brujerías, pero lo que es ahora...

—Tampoco debe usted creer en esas paparruchas. Sería altamente cómico que el conserje de una docta sociedad como ésta fuera supersticioso como los gitanos o las comadres de los barrios bajos.

—El caso es...

Titubeó un instante y volvió a preguntarme:

—¿Quién es usted?...

Le di mi tarjeta, la leyó afanosamente y guardándosela en el bolsillo, prosiguió:

—No tengo el gusto de conocerle y, la verdad, su apellido nada me recuerda.

Puse término al diálogo, afirmando sentenciosamente que la ingratitud es el pecado más repugnante en que puede incurrir el hombre; y saqué a colación la escena de mi bautizo.

Le he dado un mal rato a este agradador de Segismundos.


* * *


En menos de cinco lustros ¡qué transformaciones se han operado en esta sociedad! Con tristeza infinita echo de ver la desaparición de todos mis compañeros y la de la mayoría de los socios de mi época de conserje.

La Intrusa ha realizado su trágica labor de un modo terrible, y en este repaso macabro siento que se me acentúa la melancolía.

Reflexiono que prolongar la vida más allá de los límites naturales es padecer la triste condena de permanecer solitario, sin los afectos de la amistad, porque no en la vejez, sino en la infancia y en la juventud se crean las amistades.

De los muchos a quienes llamé amigos sólo sobreviven dos o tres... Alguna vez que otra me los encuentro, y al verlos experimento tanta alegría como pesadumbre al advertir lo atropellados que están los pobrecillos... Andan encorvados, arrastrando los pies, guiándose más de un bastón que de los ojos, calvos, perláticos, gotosos...

Paso a su lado e ignoran que el mozalbete que los contempla ha compartido su cariño de un modo cordial durante muchos años... Ganas me dan de abrazarlos, de decirles quién soy yo, aun a trueque de que me tomaran por un escapado de Leganés...

La reflexión sofrena los impulsos afectuosos y los dejo marchar pensando dolorosamente que acaso no vuelva a verlos nunca...

También son grandes las novedades que encuentro en los socios que yo dejé jovencitos, melenudos y maldicientes.


“Quien ayer fué Zutanillo,
hoy el don Fulano arrastra.”


Muchos de estos “abejorros, lucen una calva imponente y un abdomen escandaloso en el que se delinea con toda amplitud la “curva de la felicidad.. Su aspecto es el de hombres bien quistos de la suerte, que los ha trocado en personajes..

Sonríen benévolos o protestan iracundos, según el genio, al oir a su vez a la nueva generación de señoritos locuaces que, como ellos antaño, fuman en pipa, beben ajenjo, no se peinan ni se lavan, dánselas de escépticos y abominan de la tradición y de los viejos... ¡Pobres viejos tan desdeñados de la juventud! ¡Como si en el caminar de la vida mediase una eternidad entre la riente aurora y el melancólico atardecer!...

—¡Cosas de chicos!—refunfuñan los antiguos “abejorros..—Exaltación de la sangre moza. Yo también fui demagogo como éstos, revolucionario rabioso, metí ruido en esta casa y en otras semejantes, lancé diatribas contra todo lo estatuido y sancionado... hasta que me enteré felizmente que debía mudar de bisiesto y dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Contemporizando con todo el mundo he conseguido ser senador, académico, personaje, echar panza, fumar ricos habanos, tener automóvil... ¡Oh, juventud, tan hermosamente sincera como impulsiva!...

XXV

Yo no sé cómo ni por quién; lo cierto es que la generala se ha enterado de mis amoríos farandulescos.

La infeliz señora, tan bondadosa, tan desconocedora del mundo, que toma por artículo de fe que los escenarios son antros de perdición, y los comediantes primos, o cosa así, del demonio, ha recriminado mi conducta, calificándola de “aleve” ¡Yo, el hijo de un general, entregado a cómicos y usureros!...

La escena ha sido deplorable, bochornosa; mamá ha llorado de pena y de vergüenza al verme en semejante camino de perdición. Sus labios han modulado, al término de la filípica, una disculpa maternal: “Eres tan joven, hijo mío, que ignoras, claro está, los peligros a que te expones”

No he podido reprimir un gestecillo impertinente. ¿Yo joven? ¿Yo ignorante de la vida?... Para tranquilizar a mamá he prometido, hipócrita, huir de la “comiquería”


* * *


Locura manifiesta es esta pasión adventicia por una niña. Lo sé, y no obstante, de día en día, estoy más “colado, con Mili... y con los usureros.

La bancarrota es inminente: apenas si cobro la cuarta parte de mi sueldo: lo prudencial sería romper con la damisela, y hacer un auto de fe con mis lucubraciones dramáticas; pero, no soy un héroe, y me dejo arrastrar por la corriente.

Un cándido optimismo me induce a confiar en el buen éxito de mi obrilla, que ya está en ensayo, confianza forjadora de grandes ilusiones para lo porvenir, que no hay autorcillo en agraz que no imite a la lechera de la fábula.

Como me veo con el agua al cuello, he aceptado a cierra ojos ser redactor de La Voz de Iberia, diario de la mañana, uno de tantos periódicos anodinos que nadie lee ni nadie sabe siquiera que se publican.

No sé por qué se me había metido en la cabeza que uno de los caminos más rápidos de hacer fortuna era la de escribir en los periódicos... Yo había oído campanas... ¡Cuántos conspicuos personajes fueron periodistas y a serlo debieron su encumbramiento! Ignoraba que la gran mayoría de los “chicos de la Prensa, pasan una vida trabajosa, obscura... ¡Y feliz al que le sorprende la Pálida con la pluma en la mano y no en la cama de un asilo o de un hospital!...

A un “abejorro, Lucio Minglanilla, crítico de la susodicha Voz, debo mi entrada en el periodismo. Y estoy como chico con zapatos nuevos porque he realizado uno de mis más férvidos deseos en mi anterior existencia, aunque no del modo brillante que yo habría querido, pues ni el periodiquito es de los que pueden servir de plataforma ni envidiable el cargo de “reporter, ¡un demonio!

Hecho un azacán me paso las noches en claro yendo al Juzgado de guardia, al Gobierno civil, y cuando hay crimen, fuego, motín o cualquiera otra malaventura, ya se sabe, Pepito en el lugar del suceso, olfateando noticias, metiéndose donde no le llaman, importunando a las autoridades y a quien se le ponga a tiro en su indiscreta curiosidad, convertido en sabueso, tras la pista de algo o de alguien.

Y, ¡señores!, completarla información escrita con la gráfica es lo que me pone nervioso y me despeluzna. Eso de ir en la amable compañía del hombre del objetivo a sacar fotografías del sitio de la catástrofe o del crimen, repetir la faena en la Casa de Socorro o en el Depósito judicial con el interfecto a la vista, ¡vamos!, me confunde y anonada poniéndoseme la carne de gallina sólo en pensarlo.

Pero tal como están los tiempos y tal como estoy yo, no son de despreciar las cien pesetillas mensuales que me vale este aperreado oficio de informador de desdichas o encargado de la “Crónica negra”, que, según opina “ex cathedra”, don Desiderio, mi respetable director, acrece la popularidad de los periódicos, porque el público siente cada día mayor afición a estas narraciones sangrientas. Y hay que satisfacer la insaciable curiosidad del “monstruo” Don Desiderio aun emplea estos rancios tópicos.

“Y si no, advierta usted, Pepito, cómo se vende más La Voz, cuando hay crimen misterioso, (no llega a una mano de ejemplares el aumento). Y concluye don Desiderio suspirando: “Seria para nosotros una felicidad que hubiera crímenes “sensacionales, con más frecuencia”

Yo protestaría de que estas informaciones en las que se descubren las más vergonzosas lacerias sociales, la podre humana, con un verismo repugnante, son perjudicialísimas en grado sumo, despiertan curiosidades malsanas, fomentan la criminalidad, pero me callo como un muerto por temor a que don Desiderio me diga que vivo en la luna, como le dice a Minglanilla.

¡Este Minglanilla! Es un tipo sainetesco: alto, enjuto, escuálido, con barbas ralas descuidadísimas, el rostro de rabino melancólico, renegando continuamente de su cochina suerte, del cochino mundo, de los cochinos hombres y de las cochinas mujeres.

Le conocí hace cinco lustros en La Abeja: era uno de los mozalbetes que más alborotaban el cotarro: el volar de una mosca era motivo suficiente para que discurseara de firme, y viniera o no a cuento, sacara a relucir su “programa redentor”: ni Rey ni Roque; ni autoridad, ni familia; todo de todos; nadie mandaba ni nadie obedecía; cada quisque podía hacer lo que se le antojase, sin que para nada hubiera establecida una sanción. ¡El caos! Y gravemente afirmaba: “El retraso en realizar estos hermosos ideales que convertirían la tierra en un paraíso inimaginable es debido a que aun no se han puesto de acuerdo unas cuantas docenas de hombres con la precisa fuerza de voluntad para acabar con la irritante farsa que hace siglos venimos representando; la voluntad es todo en la vida... ¡Ah, si vosotros tuvierais una voluntad tan firme como la mía—declamaba—reunidos, seríamos el punto de apoyo que pedía Arquímedes para levantar el inundo”

Y ved, ¡oh, ironía de las cosas!, en lo que ha venido a parar este hombre de portentosa voluntad: en crítico de una Voz que nadie oye, en vivir dando “palos, a autores y cómicos, para mal aderezar la puchera de su hogar.

No, no me extraña que Minglanilla esté amarillento y melancólico y reniegue hasta de su sombra.

Lo que me admira es su pertinacia en afirmar que su voluntad es tan poderosa que todo cuanto se propone realizar lo realiza...

Y a renglón seguido, con ironía amarga y entristecedora, se contradice sinceramente: “Hay que comer... “primum vivere... etcétera. El cochino estómago es nuestro amo y señor, nuestro déspota, nuestro verdugo, el que nos obliga a claudicar a cada paso, a vender como Esaú, por un plato de lentejas, lo más íntimo y valioso de nosotros mismos: el pensamiento...

¿Por qué soy yo lo que soy, un Aristarco de a perro chico, y que quiera que no quiera he de sentarme a diario en una butaca a presenciar, harto frecuentemente, alguna tontería escénica? ¿Y por qué he de juzgar la labor ajena no como yo debía juzgarla según mi leal saber y entender, sino como quieren las circustancias, las conveniencias, las redes, en fin, en que todos nos hallamos metidos y apresados?

Y si protesto, ya lo sé, nuestro director, que es el que paga, me dice que vivo en la luna... ¡Ojalá! No en la luna, que, como satélite de la tierra, ha de ser en todo un vil remedo de lo de aquí abajo; en el limbo quisiera yo estar. A lo menos en el limbo ni se siente ni se padece.

¡Ay, nadie sabe, nadie, la envidia terrible que experimento siempre que paso delante de una tienda de ultramarinos! Si todo el fósforo que he gastado en escribir cuartillas como un galeote de la pluma, lo hubiera puesto en vender garbanzos, aceite, judías, a estas horas estaría gordo, colorado, satisfecho de haber nacido, con unos cuantos miles de duros en el bolsillo, con un estómago de buitre, y no me vería como me veo desmirriado, dispéptico, sin un cuarto, lleno de bilis y de preocupaciones...

¡Si las cosas se hicieran dos veces, amigo Pepito! Usted, que es casi un niño, mírese en este espejo, rompa la pluma, huya del periodismo que a tantos seduce y a tantos pierde, y métase en negocios; sea comerciante, dediquese a cosas prácticas, que más vale que le llamen Sancho Panza que no Quijote... Y los Sanchos son los que mejor entienden la vida, los que, en realidad, la viven; los Quijotes se mueren ahitos de ideal, sin haber gozado de nada, pisando abrojos, dándose de encontronazos con la realidad, bostezando de hambre...”

¡Oh, justamente amargado Minglanilla. Hablas “ex corde” y tu lamentación me azora!

Oyéndote, creo que en esta extraordinaria existencia que gozo—y en la que tan felices me las prometo—estoy cometiendo mayores tonterías que en mi vida anterior.

XXVI

En nombre de La Voz debo asistir esta tarde a la recepción de un “inmortal..

Nuestro don Lucio Minglanilla, encargado de las informaciones académicas, se retiró ano che de un estreno con una tremenda fluxión de boca.

Compañerismo obliga, y, refunfuñando, como el que hace una cosa a regañadientes, me he puesto de tiros largos y me he dirigido a la Academia.

No supongas, lector, que mis refunfuños los motiva la índole del encargo: ni me desagradan estas solemnidades ni las tildo, como los “abejorros,—y muchos que no son “abejorros,—de latas o tabarras. No en balde he sido conserje de un centro artístico literario y sé apreciar los grandes beneficios que las Academias reportan a la cultura nacional.

Otra es la causa del enojo: verme privado de dedicar la tarde a Mili, como se la dedico todos los días de fiesta.

Digo, pues—y aquí ya habla el “reporter,—, que me dirigí a la docta casa, la cual, como es de rúbrica en estas festividades, tiene colgados los balcones, undulando en el central la bandera patria.

El salón de actos ofrece un conjunto admirable por lo selecto de la concurrencia, predominando damas ilustres y encantadoras damitas, que dan una nota de gracia y alegría al austero templo de Minerva.

Como he llegado con algún retraso, he de acomodarme en uno de los pocos asientos desocupados de la última fila, detrás de dos señoras tocadas con sombreros descomunales que apenas si me dejan ver el estrado, donde se hallan unos respetabilísimos varones sentados a una mesa monumental, guarnecida de terciopelo color carmesí: un señor, el recipiendario, lee su discurso en voz tan apagada, que sólo percibo el murmurio.

Por los amplios balcones del salón penetra la luz fría de una tarde invernal, en la que el padre sol se oculta tras cenicientas nubes: la tibia claridad acentúa la palidez de los rostros, los afeites de las damas, y la pátina de las antiguas pinturas de gran valor artístico que cuelgan de las paredes vestidas de rojo damasco.

El novel académico, un tanto azorado, continúa leyendo en voz débil páginas y páginas.

Su oración es la de un hombre de ciencia que se ha olvidado de dos cosas esencialísimas en este linaje de discursos que han de ser escuchados por un público indocto en su inmensa mayoría: la amenidad y la brevedad.

Al paso que avanza en la lectura, el concurso, aunque finge prestar la cortés atención debida, experimenta una inquietud y desasosiego que va en aumento, porque ni entiende ni le interesa lo que oye; las mujeres, las que más pronto y con más facilidad se aburren en estas ceremonias, tratan heroicamente de reprimir un bostezo de cansancio, de anonadamiento; los jóvenes buscan una suprema distracción en contemplar a las encantadoras muchachas que tienen a la vista. Sólo los señores del estrado, que parecen estatuas por su inmovilidad, siguen atenta y gravemente el martilleo del recitado, y a veces inclinan la cabeza como asintiendo. De tiempo en tiempo alguien del público rompe el silencio para exclamar: “Muy bien, muy bien” “¡Admirable!, Deben de ser sabios, amigos o vanidosos, nunca faltan, que se vanaglorian de hacer creer a los demás que dominan el griego... y no conocen la alfa.

Hay un momento en el cual la entonada asamblea siéntese invadida de un sopor irresistible con aquel discurso lato y lata, y no es juego de vocablos, así Dios me salve: los más nerviosos se revuelven en el asiento como si estuvieran en un potro o les picara un tábano: se tose, se carraspea, se arrastran los pies; el malestar de la concurrencia es harto visible; en todas las caras se refleja la languidez del cansancio y todos los labios parecen moverse como si preguntaran: “Pero, ¿cuándo acabará este buen señor? ¿Cuándo llegará al “He dicho?.

Todo llega en este mundo. El recipiendario pronuncia la consabida frase, y en la sala resuena ensordecedor el estallido de los aplausos acompañado del murmullo de múltiples voces que musitan con gozo indecible: “¡Por fin! ¡Gracias a Dios!,

Aun resuena el palmoteo y aun continúa el “inmortal, manifestando su gratitud al auditorio con profundas reverencias, cuando dominando todos los ruidos se oye una voz como un grito de rabia que parece protestar... ¿De qué?... No llegan las palabras hasta donde me hallo.

La inopinada interrupción produce gran revuelo en el estrado y en la sala: levántanse súbitamente los graves y circunspectos señores de la presidencia; el recipiendario, pálido como la cera, trémulo de indignación, acciona como si a su vez también protestara; corren de un lado para otro los porteros, se azora el público; todos, sin saber la causa, instintivamente, nos ponemos en pie: las señoras, impresionadas, medrosas, preguntan con ansiedad: “¿Qué ocurre? ¿Hay fuego?, “¡Por Dios!, ¿qué pasa?, Alguna sensitiva se desmaya. Unos caballeros se suben sobre los asientos y gritan, tendiendo los brazos como si iniciaran algún “pianissimo,: “Calma, señores, calma, no hay que alarmarse. No ocurre nada, absolutamente nada”

Me acuerdo de que soy periodista y abriéndome paso a fuerza de ruegos y de empujones, llego al estrado, que ofrece, a la sazón, una animadísima y pintoresca escena: la mayoría de los académicos rodean al nuevo colega que sigue aún lívido y trémulo, con los lentes de oro en la punta de la nariz, protestando desolado, apretrujando nerviosamente las hojas impresas de su discurso; otro grupo se apelotona en torno de dos figuras a las que no veo la cara; una de ellas vocifera, la otra suplica; los porteros, metiéndose entre los concurrentes, tratan de apaciguar los ánimos.

Me encaro con un señor panzudo, cuya cara está encendida como ascua y que entre resoplido y resoplido refunfuña con indignación que le ahoga, alzando los brazos al cielo:

—¡Esto es vergonzoso, intolerable! ¡Debiera saberse a quién se invita a estos actos!...

—Pero, ¿qué es? ¿Qué ha ocurrido?

—¡Ah! ¿Pero usted no se ha enterado?... ¡Un loco que protesta son suyos los descubrimientos hechos por Corneja!... ¡Y no hay derecho, señor, a amargar con una estupidez semejante la legitima satisfacción que hoy recibe! ¡Se trata de una gloria nacional!... ¿No lo cree usted así?

—Indiscutiblemente, caballero, ¿quién lo duda?—replicó con humildad; por eso lo ocurrido, aunque lamentable, no tiene ninguna importancia.

El señor gordo me contempla estupefacto:

—¿Que no tiene ninguna importancia? ¿Y el disgusto que ha recibido Corneja? ¡Horrible! ¡Horrible!—exclama poniendo los ojos en blanco.

—¡Horrible!—asiento con timidez.

Me asomo al corrillo que rodea al “loco” Dos servidores de la Academia tienen cogido de los brazos a un pobre viejo estrafalariamente vestido con una levita que recuerda la época de Prim, y materialmente le llevan arrastrando hacia una de las puertas de salida.

Me fijo en aquel desventurado que protesta con voz ya ronca y lacrimosa de lo que llama una “atroz injusticia”, y me quedo mudo de sorpresa y de emoción al reconocer a don Leonardo y en la acompañante a su hija Clotilde.

XXVII

Me doy a conocer a los malaventurados cuando atraviesan el vestíbulo.

Clotilde, tan sorprendida como azorada, exclama:

—¿Pero, eres tú?...—se interrumpe, para rectificar—¿Es usted, Pepe?

—Sí, Pepe—afirmo sonriéndome y estrechando cordialmente la mano diminuta que tiembla de emoción entre las mías—. ¿Tan desconocido me encuentra usted?

—¡Muchísimo!

—Sí, ya hace tiempo, años, que no nos vemos... En cambio, usted continúa como siempre.... tan encantadora.

Clotilde que ya sólo conserva el encanto de su sonrisa, sonríe melancólicamente.

—Gracias por su galantería.

Don Leonardo nos escucha impasible sin manifestar curiosidad ni sorpresa. Es preciso que su hija le advierta quién soy yo, para que el arqueólogo murmure con esa vaguedad del que no se da cuenta de lo que le dicen:

—¡Ah, sí... sí... Pepito!

Como deseo substraer lo más rápidamente posible a mis interlocutores de la hostil curiosidad que los sigue en su azarosa huida, pregunto señalando la escalera:

—¿Vamos?

—¡Vamos!—afirma Clotilde que ha comprendido mi intención.

Al salir a la calle obligo a mis acompañantes a tomar un coche que los lleve a su casa.

—Iremos a pie—insistía la hija.

—Sí, a pie—afirmaba como un eco el padre.

—Pero, ¿por qué?

—¡Como no tenemos costumbre!... indicó Clotilde ruborizándose.

Comprendo la causa de aquel rubor, y, por fin, los decido a que suban al carruaje, haciéndoles observar que don Leonardo no puede ir descubierto por las calles: el rancio sombrero de copa se le ha escabullido.


* * *


El “simón”, se pone en marcha, y mientras Clotilde y yo charlamos a media voz, el buen viejo, acurrucado en uno de los ángulos, se queda adormecido.

Clotilde fija en aquel niño grande una mirada de infinita ternura, y con acento que suena a lágrimas me dice muy bajito, como si se confesara:

—¡No puede usted figurarse Pepe, el rato tan horrible que acabo de pasar!... ¡Qué bochorno!... Y por más que le decía a papá, tirándole de la levita... “¡Cállese por Dios, por la Virgen!, no me hacía caso; excitado, descompuesto como nunca le he visto, como no creí que podría ponerse, alzaba más la voz y protestaba que los descubrimientos a que se refería el nuevo académico los había hecho él antes. No sé por qué, Pepe, pero hoy no quería yo venir a esta fiesta ni que viniera papá... Me daba el corazón que nos iba a ocurrir algo... Inventaba pretextos para disuadirle... que andamos muy mal de ropa, que estaba muy lejos la Academia, que haría mucho calor en la sala... no sé cuántas cosas más... Papá, que es como los niños, puso la cara tan triste al oirme, que concluí por ceder a sus deseos... ¡Y ya ha visto usted lo que nos ha pasado!...

Procuro tranquilizar a mi interlocutora cuyos ojos empañan las lágrimas, y hasta me aventuro a disculpar al infeliz viejo que duerme como un bienaventurado.

—¡Pobre papá!—continúa Clotilde—de poco tiempo a esta parte su estado me tiene muy alarmada. Ya no es el que era antes, el que ha sido siempre: un bendito, todo bondad y mansedumbre; ya no hace caso de lo que fué siempre el amor de su vida, la arqueología; se ha vuelto irascible e intratable: pasa horas y horas entretenido en leer y releer lo que él llama su obra monumental, la que tantos trabajos le ha costado escribir, sin que nadie le haya hecho caso nunca... Bueno, pues después de leer se pone a decir cosas sin sentido; la contrariedad más insignificante le exaspera y ha dado en la manía de creer que está rodeado de enemigos envidiosos de su fama, que se valen de lo que él ha escrito para encumbrarse... ¿Comprende usted, Pepe, el martirio de papá, el mió propio?... ¿El por qué recelaba venir a!a Academia?...

—¡Pobre Clotilde!—exclamo conmovido, fijos los ojos en los de esta mártir de la piedad filial, y encamino el diálogo a los buenos tiempos de mi niñez y la recuerdo nuestra última entrevista, cierta tarde en que iba yo a la escuela. ¡Ah! tampoco Clotilde la ha olvidado, y me cuenta que ya no existe el único testigo que hubo en ella: Tití, el hermoso gato blanco que en el alféizar de la ventana seguía atentamente el revolar de un moscón rubio...

Continuamos nuestra charla en tono íntimo, confidencial: al escuchar a mi interlocutora, confirmo apesadumbrado lo que sospechaba de su existencia humilde, obscura, de día en día más angustiosa, porque el trabajo escasea y cuesta más el vivir. A medida que el tiempo transcurre es mayor la desesperanza que hiela las contadas y modestas flores de ilusión, el único tesoro que posee Clotilde, que poseen tantas y tantas mujeres abnegadas para las cuales el camino de su existencia es un calvario que recorren digna, silenciosa, resignadamente, llevando una pesada cruz...

Clotilde ha preguntado por mamá; incidentalmente, con estudiada indiferencia, que desmentía un súbito temblorcillo en la voz, ha recordado a aquel capitán de húsares, “tan simpático”, que fué ayudante de papá.

—¿Sabe usted lo que ha sido de él?...—interroga—¿Les visita?...

—No; no nos visita—he dicho fríamente—. Desde la muerte de papá no hemos vuelto a verle.

—Se casarla...

—Tal vez...

Sigue una pausa dolorosa: afortunadamente, hemos llegado al término del viaje: el “simón, se detiene delante de una casa de vecindad de mísero aspecto, en una de esas callejas de los barrios bajos, angostas, mal olientes, ruidosas, sin luz, sin aire...

Clotilde despierta al arqueólogo que, refregándose los ojos, pregunta con cándido asombro:

—Pero, ¿hemos llegado ya?...

El padre y la hija me dan las gracias efusivamente y me instan a que suba a su nido a descansar; pretexto una ocupación urgente, lo que produce una penosa contrariedad a Clotilde.

—¿No se olvidará usted,Pepe, de nosotros?... ¿Vendrá a vernos?...—me pregunta con entonación de súplica cariñosa, estrechando mi mano.

—¿Olvidarme?... ¿Es posible que piense usted eso, Clotilde?... ¡Vendré averíos, vendré pronto, muy pronto!


* * *


El carruaje me lleva al teatrillo donde me aguarda Mili. Mientras rueda con desesperante lentitud el armatoste donde voy metido, pienso en Clotilde.

Una vaga zozobra no exenta de melancolía invade mi espíritu.

Me reprocho la indiferencia, la frialdad con que he permanecido al lado de la que cuando amaneció para mí una nueva vida cautivó mi alma como jamás mujer alguna hubo de cautivarla. La suprema felicidad compendiábala en ser amado de Clotilde... Y como la consecución de esto era una quimera por la situación inimaginable en que me veía colocado, ¡cuánta tortura, qué desesperación tan honda, qué celos tan horribles padeció el malaventurado “bebé” en aquella pasión sublime con relación al espíritu, estupendamente ridícula con su figura corporal!

Y ahora, en el transcurso de los años, hecho ya hombre el niño, no siente en presencia de la que consideró como el hada de su felicidad emoción ninguna... Sólo el desencanto de ver que el cutis perdió su tersura, los ojos su brillo, que el oro de los cabellos empieza a trocarse en plata; la flor, ayer en toda su lozanía, hoy marchita...

Sin embargo, la esencia de esta mujer, el alma, continúa inalterable; mejor dicho, más embellecida, más purificada aún con el continuado sacrificio, con la voluntaria renunciación a los goces y alegrías que pudo haber tenido.

Y a mí propio me dirijo este amargo reproche:

“Pepito, a pesar de la peregrina repetición de tu existencia, eres lo mismo que todos los hombres: te dejas llevar de las apariencias: te enamoraste de Clotilde por de fuera, no por de dentro: te atrajo la belleza corporal, no la del alma: si ésta únicamente te atrajera, ahora, que ya no puedes temer a lo ridículo, podrías realizar tu sueño de felicidad... ¡y ofrecérsela a la infeliz!... Pero no: olvidándote de que eres un octogenario, en la apariencia un mozalbete, apartas los ojos desencantado, y la sola idea de que pudieras entablar un idilio ¡con una vieja!... te hace sonreír como si pensaras en algo muy cómico, casi grotesco. ¡Vaya, vaya, ni que estuvieras loco de remate!...

Concluye, pues, de echar con tu egoísmo la última paletada a esa muerta ilusión, la mas pura y hermosa que has tenido, y reniega de la lentitud con que el mortecino jaco que tira de la caja en que vas encerrado, acorta la distancia que te separa de la encantadora farandulera...

La cual, ciertamente, no deleitará, de modo inefable, tu espíritu, pero, en cambio, ¡es tan hermosa!, ¡tan hechicera!, ¡tan niña!...

¡Por Dios, cochero! ¡Alegra ese caballo un poquito, a ver si anda más de prisa!...

XXVIII

¡Por fin! ¡Voy a estrenar!

Felicísimo tú, lector, si, como presumo, eres de los que van únicamente al teatro a ver la función desde tu asiento y jamás te entró la malsana curiosidad de conocer la vida de entre bastidores, frecuentando escenarios, saloncillos y camarines.

Y doblada tu envidiable ventura si no te tentó el diablo con la gloria escénica, sirena para la mayoría de los incautos que por ella se sienten atraídos. Créelo: no vale el bollo los coscorrones que cuesta alcanzarlo, si se alcanza.

Ahora, en el momento en que va a empezar el ensayo general, “con todo”, de mi drama, experimento una de las mayores inquietudes de mi vida, como si hubiera cometido una acción vituperable.

La tarde es triste, llueve y el agua golpeando los cristales de la claraboya resuena en mis oídos melancólicamente. En el patio, casi a obscuras, unos cuantos espectadores hállanse desperdigados por las butacas: es gente de la casa. Cesa el murmullo de los diálogos al alzarse el telón y empieza la obra.

Como no es en la Princesa donde ensayo, sino en un teatrillo, alumbran la escena, como en tiempos de Lope, dos velas sostenidas en candeleros de azófar, a uno y otro lado de la concha. Menguada es la claridad que esparcen y sus parpadeos acentúan la lobreguez del escenario: la decoración apenas si se columbra y los actores se me antojan fantasmas parlantes.

No sé qué impresión tan extraña aduéñase de mí al escuchar en boca ajena el diálogo de los seres que creó mi fantasía: no me suena como mío ni me parece que tengo nada que ver con aquel puñado de cómicos que se mueven y hablan sometidos a mi voluntad.

¡Las esperanzas, los desalientos, la zozobra, la ansiedad, las energías que derrocha el autor que cree, ¡pobrecito!, que el mundo está pendiente de su estreno!

Repitamos una vez más las palabras del Eclesiastés: “Vanitas, vanitatum et omnia varitas”

El ensayo general ha sido un desastre: los intérpretes no daban pie con bola; a tropezones, equivocándose, rígidos como muñecos de palo, sin ponerse en situación ni comprender el carácter del personaje que encarnan, recitaron sus papeles con desconcertadora canturía.

Emilia, ¡oh, la más triste de todas mis desilusiones!, ha estado nerviosa, torpe en el papel de la protagonista, el de mayor lucimiento en la obra, huelga afirmarlo. No ha tenido ni un acento apasionado, ni un gesto, ni un rasgo de verdadera actriz; de mala gana, como si mascullara una letanía y quisiera salir del paso cuanto antes, repetía lo que le apuntaba casi a gritos el hombre de la concha.

Atribuyo lo que hace Mili a algo superior a su voluntad: un exceso de preocupación al tratarse de la obra de “su” Pepe, es causa de que la “estrella”, trabaje peor que la más adocenada racionista.

Anonadado preveo una catástrofe y reniego “in mente”, de la hora menguada en que cometí la insigne tontería de escribir para el teatro.

El cómico más malo de la compañía, Regúlez, el inevitable Regúlez, que hace siempre de traidor en las obras, se acerca donde estoy mustio y cariacontecido, y sonriente, gozoso, frotándose las manos, exclama con su voz bronca, hueca, de barba de tres pesetas:

—¡Esto va como una seda, don José, como una seda!... ¡Tendremos un exitazo!...

Creo que se burla de mi, e iracundo replico:

—Pero, ¿no ve usted cómo lo hacen?

Regúlez, imperturbable, sentencia campanudamente:

—¡De perlas! Precisamente las obras más aplaudidas son las peor ensayadas.

Termina el ensayo y observo que los señores de la farándula desfilan con olímpico desdén sin decirme palabra, cejijuntos y airados, como si les hubiera inferido mortal ofensa.

Mili se me acerca y sólo murmura con tono displicente:

—¡Hasta luego!

—Pero, ¿no quieres que te acompañe?

—¡No! ¡Adiós!

—Escucha, mujer, no te vayas así... ¡Oye!... ¿Qué te ha parecido esto?

—¿Esto?... ¡Pssss!

Emilia pone un gestecillo, que yo traduzco: “¡Valiente majadería!.”

Se va, y estúpidamente la sigo con la vista. Dentro de mí parece que acaban de descargar un mazazo.

¡También ella!...

Me encuentro solo en el patio envuelto en tinieblas; la lluvia continúa su tocata sobre los cristales de la claraboya. Los carpinteros y tramoyistas preparan el decorado para las funciones de la noche.

Maquinalmente encamino mis pasos hacia la puerta de salida, y al promedio del pasillo de butacas surge ante mí un bulto que me dice a boca de jarro:

—¡Habrá usté visto, pollo, que “eso”, es imposible! ¡Un cataclismo!

Quien tal dice es don Fulgencio, el empresario, y “eso, mi obra”.

—¿Cree usted?...—tartamudeo azorado.

—¡Que esta noche nos tiran patatas!—afirma áspera y brutalmente el autócrata de este mísero corral de comedias.

—¿Patatas?—repito como un imbécil, temblándome las piernas.

—¡O cebollas!... ¡Cualsiquier “tubérculo”!...

—Pero, ¡por Dios, don Fulgencio!—clamo entre confuso e indignado—Al leerle la obra me dijo usted que era una “preciosidaz”, así con zeda, y en los ensayos aseguraba usted que iba a tener “la mar de éxito”, y ahora sale usted con que va a ser un cataclismo... ¿En qué quedamos?...

—En que nos tiran patatas, pollo, insiste groseramente—. Pero, en fin, pase lo que pase, no es cosa ya de quitarla del cartel... Tengo vendido todo el teatro... Vamos al toro, es decir, al estreno, pero “cóstele”, amiguito, por lo que pueda tronar, que va sólo esta noche... ¡esta noche y nada más! ¿Se entera usted bien?... y no me venga luego con monsergas y reclamaciones con las otras dos representaciones forzosas si pasa a medias... ¡Ni las doy ni las pago!...

Voy a replicarle, a protestar, a decirle unas cuantas atrocidades; pero, don Fulgencio, aprovechándose de mi estupefacción hace un rápido “mutis”

Salgo del teatrillo, amargamente desesperanzado, y sumido en muy lúgubres reflexiones discurro a la ventura por las calles, como un funámbulo, tropezando con los transeúntes, mirando a cada instante al reloj. Esta noche he sabido lo que dura un minuto. ¡Una eternidad!...

XXIX

En verdad te digo, lector benévolo—y tu benevolencia es indiscutible, puesto que prosigues en la lectura de esta deshilvanada historia—, que en mis dieciséis lustros de vida jamás me sentí tan azorado como esta noche.

Por el agujero del telón miro a la sala y siento el primer escalofrío al ver al consabido “monstruo”, que aguarda impaciente y ruidoso el estreno. En realidad no he visto más que una neblina en la que se destacaban cientos y cientos de óvalos amarillentos: las caras de los espectadores.

“¡Fuera de escena!,—ha gritado el traspunte—Y cuantos había en ella se han refugiado entre bastidores, siguiéndoles yo maquinalmente.

“¡Arriba el telón!” Y al subir éste con su característico ruido de tela rápidamente arrollada, también a mí se me subía algo a la garganta produciéndome súbito ahogo.

Un sobresalto, una emoción “sui generis”, me dominan. Me parece ridículo tal azoramiento y procuro no perder, lo que en ningún caso debe perderse, la ecuanimidad. “¡Alea jacta est!”, me digo parodiando a César, aunque el lance carezca de la grandiosidad de aquel otro histórico de perdurables consecuencias.


¿Y cómo expresar, si no es con puntos suspensivos, aquella otra suspensión del ánimo ante el deplorable éxito de mi obra?

La silba ha sido fenomenal, ¿a qué andarse con paños calientes ni con eufemismos?... Como si a todos los señores del concurso les hubiese ofendido alevosa y groseramente, todos a una han protestado de manera airada, según el temperamento de cada cual, por no decir su cultura, y quién ha silbado como si llamara a su perro, quién ha pateado rabiosamente, quién ha hecho el burro, quién el gallo, quién ha pedido ¡la cabeza del autor! Es decir, la mía, y yo, que al caer el telón entre el terrible griterío, sentí que con él se derrumbaba miserablemente el castillo de todas mis ilusiones, tembloroso, acongojado, pedía a la divina Misericordia el milagro de que a mis pies se abriera un escotillón.

E iba a abandonar la caja de bastidores, en donde me veía solo como se ven los derrotados, cuando oí detrás de un “rompimiento”, una voz harto conocida: la de Mili que hablaba con Regúlez, el inevitable Regúlez.

Presté atención al diálogo:

—¡Eh!, ¿qué tal?—decía zumbonamente el barba.

—¡No me hables! ¡Esta ya me la tenia yo tragada!—contestó la “estrella, con acre retintín.

—¡Y yo, hijita, y yo, no has sido tú sola!—asintió Regúlez—Con otro estrenito como este nos plantan el puchero en la calle.

Lo que escucho me produce la indecisión que sigue a todo aquello que por lo impensado o repugnante nos anonada... El cáliz rebosa amargura, y vacilando, como ebrio, me encamino al saloncillo, no sin que antes de entrar tropiece con doña Tormenta, la cual, me dedica una mirada furibunda y un gruñido de los más elocuentes.

A mi entrada en el saloncillo enmudecen los circunstantes y componen el rostro para recibirme como se recibe en parecidos momentos al autor fracasado: mis compañeros, mis “hermanos”, en Talía, ¡buena hermandad te dé Apolo!, fíngense apesadumbrados. “¡A otra!”, “¡No hay que desmayar!”, “¡El público es imbécil!”, “¡Los morenos traían mal vino!”, “¡Quién había de pensar que una obra tan bien escrita!.... las frases obligadas que se deslizan con fríos apretones de manos y gestos melancólicos en estos funerales artísticos.

Uno de los de la casa, cuya obra había desaparecido del cartel para dar entrada á mi estreno, tendiéndome las manos protesta con cara de viernes:

—¡Lo que lo siento, chico! ¡Como cosa mía!...

¿Qué has de sentirlo hipócrita?...—reflexiono—¡Poquito que te alegras!...

Dirijo una mirada en busca de algún amigo de “fuera del teatro”, que tenga la misericordia de reconfortar con palabras de sincero afecto mi decaído espíritu... Y no veo a ninguno de los compañeros de oficina ni a los de La Voz, a quienes he enviado billetes.

“Esto”, como decía antes Mili, debías tenértela tragada, pobrecito hombre. Resultas tan inexperto como si tuvieras sólo los veinte años que aparentas... ¿No sabes que lo humano es huir en todas las cosas de la vida, del caído, del vencido, del fracasado?....

E interrumpe mi reflexión, Minglanilla, el critico de La Voz: está más pálido que de costumbre, amarillean más sus ojos: debe tener toda la bilis revuelta. Me coge del brazo y me arrastra a un rincón para decirme, de buenas a primeras:

—Si no fuera usted compañero mío, en el cochino periódico que nos da de comer, le diría en letras de molde lo que le voy a decir ahora de palabra: que no sirve usted para autor dramático, Pepito... Lo que ha estrenado usted—y perdone una franqueza brutal que no se estila porque la sinceridad sólo la empleamos los que vivimos en la luna—, lo que ha estrenado, repito, es una tontería escénica de las mas grandes que he visto ¡y he visto algunas!... Únicamente puede disculparse con la inexperiencia natural en sus años mozos. Se advierte la candorosidad del que no conoce la vida... Los personajes son muñecos de trapo que ni interesan, ni emocionan, ni entretienen. Sin uno de estos tres requisitos no hay obra que no se vaya al foso... Porque siento hacia usted una afectuosa simpatía me permito no dorarle la pildora ni engañarle, diciéndole que es un genio incomprendido ni repetirle los tan sobados versitos: “El vulgo es necio...” etc. No olvide lo que le he aconsejado muchas veces... Deje la pluma y métase en negocios, en algo práctico... ¡poner una tienda de ultramarinos es realizar el más hermoso ideal que podemos soñar en esta cochina vida!...

Y ha terminado dándome un fuerte apretón de manos, ¡el único realmente efusivo que he recibido en toda la noche!

Don Fulgencio, que acechaba la ocasión, se me ha acercado con la cara fosca y ha mosconeado con mal reprimida rabia:

—¿No se lo decía yo a usted, pollo, esta tarde?... ¡Que nos iban a tirar patatas!... Pues, “¡velay!”, ¡Si tengo yo para esto un ojo “clínico,!”...

Le interrumpo para protestar indignado:

—¿Pues por qué teniendo usted ese ojo “clínico”, tan admirable ha estrenado usted mi obra?...

—Ta, ta, ta, amiguito, porque las obras de teatro son como los melones, que no se sabe lo que son hasta que se calan.

Siento impulsos locos de arremeter a puñadas con don Fulgencio y con todos los que me rodean.

Afortunadamente me doy cuenta de lo violento de mi situación, y salgo del saloncillo en un estado de ánimo indecible.

Ya a la puerta del teatro me detengo unos instantes: el aire fresco de la noche orea mis sienes y mis pensamientos... hasta el punto de hallar una misericordiosa disculpa a lo dicho por Mili...

No titubeo más y vuelvo a entrar en el lugar de la "catástrofe”.... ¡Necesito tanto oir una voz amiga!...

XXX

El angosto pasillo al que da el cuarto de Mili hállase solitario y la ruin bombilla que pende del techo esparce débil claridad.

La mayor parte de los faranduleros han abandonado ya el teatro, así es que casi todos los camarines permanecen cerrados y a obscuras.

En el de mi adorada hay luz.

Me sorprende verle cerrado; tal vez Mili esté en escena.

Me dispongo a ir en su busca pero me detiene el susurro de un diálogo.

Bellacamente pego el oído a la puerta sin reflexionar que el que escucha su mal oye... Y oigo, latiéndome muy de prisa el corazón, la voz de Mili dulce y acariciadora, y la más recia de un hombre. El diálogo, del que no percibo más que un bisbiseo, se corta con grandes risotadas y vuelve a reanudarse en tono más alto.

Y llegan hasta mí estas palabras que me dejan patidifuso, mayormente al reconocer en quien las pronuncia a un tal Félix Arias, compañero mío en La Voz, y al que hace pocas noches tuve la debilidad de presentar a Mili.

—Vamos, ¿te convences ya de lo que tiene ese imbécil de Pepito en la cabeza?...

—Sí, hijo, sí, ¡serrín!—contesta riéndose mi dulce amor—¡Hace un rato largo que lo sabía!...

—¡Mándale ya a freir espárragos!

—¡Ni que decir tiene!

—¡Choca! Te traes pupila.

El dialoguito con sabor chulesco me deja aterrado e inmóvil... sin saber si es mas grande la rabia o la pena que siento al oir tales cosas en boca de la mujer adorada y en la del que yo suponía un amigo leal.

Hay un momento de pausa, y aunque reconozco que estoy en ridículo de una manera espantosa, continúo escuchando como una comadre.

Suena susurrante la voz de Arias que parece expresar una súplica. Mili replica mimosa y quedamente:

—¡Hombre!, aún no. Hay que dejar pasar el novenario... ¡qué menos!

Nuevas risotadas a mi costa, porque el “difunto”, de tal novenario, soy yo... Después un murmullo... y juraría que el chasquido de un beso...

—¡Por Dios, Félix, a ver si entra mamá!—exclama Mili.

No es mamá, soy yo el que entra...

Mi violenta e inesperada aparición deja mudos de asombro a la dama y al galán, a los que encuentro en pie, uno al lado del otro. Mili con el rostro encendido como la grana, temblorosos los labios, sin atreverse a mirarme; Arias, azoradísimo, procura reponerse y adopta un estúpido aire de arrogancia.

Ciego de ira barboteo unas palabrotas y caigo fieramente sobre mi rival, al que apostrofo ni más ni menos que a un “traidor”, de melodrama:

—¡Eres un miserable! ¡Un mal amigo!—y continúo silbando la frase—Yo tendré serrín en la mollera, pero no en las manos para estrangular a un canalla.

Mili da un grito de espanto. Arias palidece terriblemente, y comprendiendo que no es muy airoso permanecer mudo ante la dama, gruñe:

—¡El canalla lo será usted!

Y extiende el brazo hacia mí tan a punto que comprueba con sus propias narices que no son de estopa mis manos.

La escena ha tenido la duración de un relámpago y la lucha un rapidísimo desenlace con la entrada en el cuarto de Regúlez y de otro farandulero que se han interpuesto entre Arias y yo.

Mi rival, con la presencia de los apaciguadores, se ha enardecido como un gallo de pelea. Mili sigue gritando, y a todo esto suena una voz apocalíptica: la de doña Tormenta, que ruge señalándome:

—¡Que lleven a la cárcel a ese tío indecente!

Don Félix, que no es precisamente el Montemar de Espronceda, se limpia con el pañuelo el rostro ensangrentado y dice con altivez, viendo que los cómicos me arrastran hacia el pasillo:

—¡Recibirá usted noticias mías!

—¡Las espero!—le replico arrogantemente.

XXXI

¡Qué noche, válgame el cielo!—podría repetir con el eremita de El puñal del godo.

Inconscientemente, abstraído en mi pesadumbre, rumiando la catástrofe de mis ilusiones, eché a andar por las calles de la muy noble y heroica villa a tales horas y en parecida noche tristes y solitarias, y no digo silenciosas porque en ellas ponía un “trémolo”, medroso el cierzo del Guadarrama.

Y sin saber cómo me hallé a la puerta de casa, y una silueta surgió a mi lado: la de Pepe el sereno.

—Buenas noches, señorito—saludó.

Y mientras requería la llave de entre las que llevaba en el cinto de cuero, añadió:

—¡Que sea enhorabuena!

—¿Enhorabuena? ¿Por qué, hombre?...—le repliqué sorprendido.

—¡Vaya!... ¡El señorito siempre tan jocoso!... ¿Por qué ha de ser? Por lo del estreno. Habrá sido un éxito de los gordos, como si lo viera...

—¡Ah, si!—afirmé con desmayado acento, no queriendo por vanidoso prurito confesar mi derrota.

—¡Habrá gustado una barbaridad!—insistió el del chuzo—No, si ya me dije yo al saber que usté estrenaba: ¿Obra de don Pepito?... Pues ¡un alboroto!, porque don Pepito, y no lo digo porque esté usté delante, tiene la mar de talento...

—No tanto, hombre, no tanto—murmuré irónico.

—¿Y qué, y usté perdone la curiosidad, es cosa de risa lo que ha estrenado?

—No, al contrario... de las otras.

—¡Ah, vamos, sí, de esas que hacen llorar!... ¡Un drama!

—Eso es; ¡un drama!

Repitiendo gracias a las inmerecidas felicitaciones del sereno, entré en mi cuarto donde me esperaba otra sorpresa, la única grata y conmovedora que recibí en esta noche azarosa.

Mamá me aguardaba.

Al verme entrar levantóse rápidamente de la butaca y vino a mi encuentro tendiéndome los brazos y preguntándome con inefable anhelo:

—¿Bien, verdad?... ¿Ha gustado?

No me atreví a poner un velo de tristeza a la mirada radiante de esperanza que sobre mí se posaba, y murmuré:

—Sí... un éxito regular...

—¡Bendito sea Dios! ¡Qué larga se me ha hecho la noche! ¡Si supieras, hijo mío, con qué ansia te esperaba!... Ven que te dé un beso de enhorabuena... ¡Pobrecillo! ¡el rato tan malo que habrás pasado!...

—¡Muy malo!—tartamudeé sintiendo que la emoción anudaba mi garganta.


* * *


¡Al fin solo en mi cuarto!

Estoy rendido, quebrantado, y a plomo, como masa inerte, me dejo caer en el diván.

Cierro los ojos, cual si cerrándolos reconcentrara mejor mi pensamiento, y se me representa la odisea de aquel día infausto... Aun resuenan en mis oídos las falaces palabras animadoras de Regúlez, las groseras del empresario, aquel tío bárbaro que por su dinero se cree con autoridad y suficiencia para juzgar las obras de los pobrecillos autores; la despedida desdeñosa de Mili al acabar el ensayo... El estreno... ¡Virgen mia de la Paloma!... ¡Qué silbidos, qué protestas tan iracundas las de los espectadores!... ¡Cómo recibieron mi engendro! ¡Cómo huían de mí después del fracaso los cómicos, los amigos!... La charla sorprendida entre Mili y Regúlez, que tan al desnudo me mostró la farsa en la que yo hacía inconscientemente de arlequín; la acogida depresiva en el saloncillo; lo que fría y brutalmente hubo de decirme Minglanilla, el critico de La Voz; lo que escuché a la puerta del cuarto de Mili; la violenta escena con Arias... Y, por último, las enhorabuenas del sereno... de mamá.

Y de la angustiadora jornada en la que el autor novel padeció tan terriblemente en su amor propio y el hombre en el amor que puso en una mujer, borráronse de la mente, como por ensalmo, todas las escenas, todos los detalles; sólo permanecieron fijos, adueñándose del espíritu, dos recuerdos: el del lance con Arias y el del beso maternal que acababa de recibir.

El primero sintetizaba una de las mayores injurias que al hombre pueden inferirle; el segundo, el bálsamo que cura las lacerias del alma, que los besos de la madre siempre tienen la virtud mágica de poner paz y consuelo en el espíritu conturbado de los hijos.

Y así en el mió, antes agitado, borrascoso como mar sacudido por la tormenta, ahora tranquilo, apacible, esclarecido por la serena luz de la razón.

XXXII

Empleando la fría lógica con la que llegamos a juzgar nuestras propias acciones como ajenas, deduje que después de lo ocurrido con Arias, era inevitable una reparación en el terreno, donde los caballeros vengan sus ofensas según el Código del honor vigente desde los siglos que llamamos bárbaros.

Y aun cuando yo me daba ya por satisfecho con haber recriminado su canallada al amigo desleal en el momento de conocer el agravio, e impelido de la ira hube de desbaratarle las narices, imponíase, dados los prejuicios sociales, satisfacer al “galeoto”, de la opinión pública, que exige, en episodios de esta índole, un epilogo: el duelo.

Y púsoseme la carne de gallina.

Porque es evidente que en un desafío se arriesga uno a perder la pelleja o a hacérsela perder al adversario, y aun en el resultado más favorable de quedar uno en pie, es horrible pensar que a sangre fría se ha matado a un hombre... Y no vale argüir que, éste, si la suerte le hubiera sido propicia, nos habría matado... El muerto pesará constantemente sobre nuestro espíritu con lúgubre pesadumbre... ¡Espantoso!

Por fortuna, no todos los duelos acaban tan dramáticamente; la mayoría, puede afirmarse, tienen un desenlace plácido como el de las comedias del antiguo régimen, a gusto de todos: se cruzan los aceros, o se disparan las pistolas sin consecuencias sensibles para el físico de los contendientes, algún rasguño o chamuscazo sin importancia: el honor queda a salvo, los enemigos se reconcilian en el terreno, el acta consabida, y “pax Christi”.

Los viejos somos recelosos y nada optimistas: tuve imaginaciones aterradoras hasta el punto de decidirme a no aceptar el desafío pasara lo que pasara. Mas pronto caí en la cuenta de que tan cómodo arreglo vendría a amargarme para siempre la existencia, ya que me colocaba ante la sociedad en una posición harto desairada, expuesto a la maledicencia y al desprecio de todo el mundo. En resumen, el remedio era peor que la enfermedad.

Puesto que las cosas son como son, no como queremos que sean, aceptémoslas... ¡Hay que batirse! Expiaré las majaderías enormes que a los ochenta años estoy haciendo, por mi falta de seso en no ajustar mis actos a la dualidad entre mi cuerpo y mi espíritu... ¿Quién me mete a mí a enamorar damitas de entre bastidores y fiarme de un amigo de cuatro días?...

Al campo, don Nuño, es decir, don Félix, voy, y que la deidad que proteje a los mentecatos me saque con bien de este lance, ya que para mi desventura voy a él a salga lo que saliere, sin haber cogido jamás... ni un sable ni una pistola.

Mi rival—lo sé por habérselo oído decir en cierta ocasión que discurríamos acerca del duelo—tampoco sabe manejar las armas... Y al recordarlo siento que se me erizan los cabellos, porque según los “prácticos, no hay adversario más temible que el que nunca ha empuñado una espada o disparado un tiro.

Y podría darse la fatalidad—tan complaciente ahora conmigo—de que al primer disparo o a la primera arremetida me enviase al otro mundo.

Suspiré anheloso de vivir, que nunca ansiamos más la vida que cuando la vemos en peligro de perderla. A decir verdad la mía, en lo que pudiéramos llamar “segunda edición”, no se me ofreció tan amable como yo la imaginaba en el primer capítulo, esto es, cuando hecho un mamoncillo me veía en brazos de la montañesona.

Dualidad extraña, incomprensible, impera en todos mis actos, en mi propia voluntad; enciérrase en un cuerpo joven un espíritu viejo: lo que el uno desea el otro lo aborrece; una perpetua contradicción les separa. El cuerpo mozo se burla del vejestorio del espíritu. Aquél, todo fogosidad, brío; estotro, parsimonia, frialdad.

Yo—supongamos que dice el primero—siento el hervor propio de la juventud; quiero gozar de la vida como corresponde a la energía de mis músculos, al ardor de la sangre que corre por mis venas. Y el segundo refunfuña: “Eres como los chicos mal educados que en nada reparan con tal de satisfacer sus antojos. Modera tus ímpetus, y no me vengas con energías ni ardores. Yo, tu guía, tu mentor obligado, no te autorizo para que me pongas en ridículo dándotelas de doncel gallardo y calavera....

Siempre lo mismo, sin ponerse jamás de acuerdo.

Ya veis que no es para envidiar el que yo sea el único mortal que ha realizado el deseo en tantas circunstancias expresado por la mayoría de los nacidos: vivir dos veces.

¿Y para qué volver a la vida y repetir las mismas necedades de la anterior?

¡Oh, si en esta renovación preternatural el espíritu renaciese sin memoria de lo pretérito, con toda la candidez, pureza y lozanía con que surgió en los primitivos días!...

Mas desvarío: si mi espíritu hubiera retrocedido hasta ese punto al animar a un nuevo cuerpo, el ser consciente de mi primera aparición en este valle de lágrimas no existiría, y, por lo tanto, no habría nacido dos veces.

Perdona lector estas enrevesadas metafísicas que tal vez taches de perogrulladas.

Lo cierto es que ahora, amenazado de abandonar este cochino mundo—según Minglanilla le adjetiva—, echo una rápida ojeada a lo que fui antes de tornar a convertirme en rorro y lo que soy desde entonces.

Y debo reconocer, ¡ay!, lo que seguramente, lector, habrás deducido del curso de esta historia, que su protagonista, tu humilde servidor, es un pobrecito hombre, uno de tantos en la innumerabilidad de seres vulgares que constituyen las tres cuartas partes de los humanos.

Tal afirmación me produce enorme desaliento y honda amargura, que al fin y al cabo es declararme ayuno de aquella elevación intelectual, de aquella fuerza de voluntad precisas para destacarse del común de las gentes.

No seré nada en esta segunda vida ni en cien otras que tuviera.

Homero, César, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Newton, Beethoven y otros perínclitos varones que llegaron de la inmortalidad al alto asiento, no han vivido dos veces; les bastó una sola para realizar la obra genial y perdurable.

En mi primer tránsito por este valle de lágrimas, ¿qué fui?... Conserje de La Abeja... ¿Y ahora?... Oficinista... Porque lo otro, lo de poeta y autor dramático no ha pasado de ser una tentativa desdichada nacida de una vanidad estúpida, como elocuentemente acaba de demostrármelo el público.

¡Zapatero a tus zapatos! Y yo es cosa probada que a la conserjería o al pupitre de una oficina he de atenerme para siempre.

Por loco tildaríais al que en una terrible batalla se lanzase a pelear con la cana de una escoba. Así yo, y conmigo innumerables ilusos que empuñando por toda arma la caña de la fantasía, queremos triunfar en la lucha por la existencia, creyéndonos poseedores del “mens divinior”, que ha de trocar en gloriosas realidades nuestros ensueños.

De ahí que sea aterrador el número de fracasados en todos los órdenes de la humana inteligencia y su vivir mísero y dolorido... ¿Y cómo no ha de serlo al ver que otros, impulsados de un mismo ideal, logran el triunfo resonante de la popularidad, mientras que ellos, los fracasados, sienten que cada vez se hunden más en la sombra, en el olvido? Y mayor tormento aun presenciar la entrada clamorosa de los elegidos en el templo de la Fama en tanto que ellos, sus eternos pordioseros, gastan su vida deambulando, tristes y murmuradores, por el pórtico, tendidas las manos suplicantes hacia la deidad que los rechaza de continuo esquiva e implacable.

No; no os burléis de los pobres ilusos que os hablan de sus obras admirables, de sus inventos maravillosos, de sus planes estupendos que les han de proporcionar gloria y riqueza: acoged sus quimeras con íntima conmiseración y ofrendarles el consuelo de una esperanza...

Os lo ruega un fracasado excepcional, que ha vivido dos veces sin conseguir en ninguna de ellas salir de la vulgaridad ambiente. Y no se diga que las circunstancias ni la suerte son las que hacen a los hombres: esto es un convencionalismo que convierten en dogma los derrotados: vuela el que tiene alas, triunfan, en suma, los que deben triunfar.

Mas a un lado disquisiciones que tal vez resulten empalagosas.

Una ironía acerba exalta los recuerdos de la segunda jornada de mi vida... ¿De qué me ha servido reaparecer en el mundo con sesenta años de experiencia?... Para estar peor que antes y continuar dejándome arrastrar de todo cuanto al hombre produce dolor y zozobra; para cometer las mismas o mayores tonterías que cuando no existía diferencia alguna de tiempo entre el cuerpo y el espíritu.

La experiencia ¿de qué vale si nuestros ojos no saben ver la realidad de las cosas, ni nuestra razón aplicar el remedio oportuno?... No por ser viejo, sino por ser prudente se adquiere la sabiduría en el vivir...

XXXIII

Morfeo piadosamente cerró mis ojos... y el alborotado espíritu vagó por el mundo de la quimera, del ensueño.

Soñé que me encontraba en el campo del honor, frente a frente de mi adversario... Los dos en mangas de camisa y empuñando una espada.

Yo, ¿a qué negarlo?, temblaba como un perro chino. La mañanita era de las más crudas del invierno, y como en la noche precedente, continuaba el cierzo del Guadarrama soplando sobre la noble y heroica villa... Además del frío, contribuía a mi temblor nada bizarro en tales circunstancias, el miedo, un miedo insuperable que me ponía la carne de gallina... ¡Ay, por muy majaderamente que se viva, es uno agradecido con su cuerpo y no es cosa de gusto exponerle a que le agujereen, le pinchen o le hagan polvo!...

Mi rival también temblaba y su rostro ofrecía la amarillez del membrillo... como el mío, seguramente.

Por la negra honrilla procuré hacer, como vulgarmente se dice, de tripas corazón.

Y antes de que el juez de campo diera la palmada consabida que había de resonar fatídicamente en mis oídos, como me sonaron al “gorigori” los buenos días de los padrinos, miré recelosamente alrededor mío.

En el sitio adecuado hallábanse los padrinos y el médico, todos vestidos de negro, graves, circunspectos, paliduchas las caras por el madrugón: estos señores me miraban como diciéndome: “¡En la que te has metido, compadre!".

A prudente distancia, el imprescindible corrillo de curiosos, muchos de los cuales pasáronse la noche en vela para no perder el espectáculo sensacional de ver cómo le agujerean la piel al prójimo; unos cuantos periodistas que iban “de oficio”, para referir parabólicamente el lance según el clisé de rúbrica: “Nuestros queridos compañeros en la prensa don Fulano de Tal y don Menganito de Cual, examinando unas espadas...”. etc.: entre los “plumíferos”, columbré a mis camaradas de La Voz, mudos y solemnes; el director más en director que nunca, Minglanilla con la catadura más biliosa que de ordinario.

Inmediato a los chicos de la prensa, otro grupo que me conmovió de modo indescriptible: en primera fila, mis Matatías: semejaban difuntos por sus semblantes y leíase en sus miradas esta súplica: “Señor, haz que salga ileso ese imbécil que se le ocurre jugarse la vida sin acordarse del dinero que nos debe,: detrás de los usureros, los cómicos del corral de todas mis malandanzas, el empresario y ¡oh, Mili, Mili, qué cruel dolor experimenté al verte tan hermosa, tan fragante, tan risueña y despreocupada, parloteando con doña Tormenta, tu señora madre, como si en vez de asistir al desafío de dos hombres que provocó tu veleidad y coquetería, asistieras a una riña de gallos!

Arrimados a los de la farándula, y sin quitarme ojo, curiosicos y asombradizos los oficinistas, mis compañeros de negociado.

Cerca del grupo principal había otros espectadores... Al verlos, mi corazón aceleró sus latidos y tuve que hacer un esfuerzo para no dejar caer la espada... El genera!, la generala, mis “segundos”, padres... Mamá, la pobrecita, llevábase el pañuelo a los ojos; el rostro de papá reflejaba emoción mezclada con algo de orgullosa complacencia. Impasibles como estatuas, el ayudante del general y capitancete seductor, con su vistoso uniforme de húsar; García, el ingrato García, mi substituto en La Abeja... Conmovidos y azorados, don Leonardo luciendo su levita flamante en tiempos de Prim; Clotilde, la abnegada y sin ventura, a quien la luz fría de la mañanita acentuaba despiadadamente la marchitez de sus encantos; Palomares, el bueno de Palomares, que ponía un gesto como si tratara de sorberse las lágrimas... Y, en último término, formando un pelotón del que partían cuchicheos y risotadas, los “abejorros”, los señoritos melenudos de La Abeja. Seguramente que todos y cada uno de ellos me juzgaba un perfecto idiota y se reía al contemplarme en mangas de camisa, blandiendo heroicamente una espada, para vengar... ¿qué?...

Sonó la palmada fatídica, y...


—¡Voy!—digo desperezándome.

Manuel, el sereno, sigue aporreando con el regatón del chuzo el cierre metálico.

Refregándome los ojos, dirijo una «lirada de terror a cuanto me rodea.

Y con asombro inaudito advierto que me hallo acostado en mi cama de la conserjería.

Continúo bajo el influjo de una atroz e inacabable pesadilla, que me hace ver, medio dormido aún, el “spoliarium”, tal como se encontraba el día antes al atardecer, lleno de “abejorros”, que discutían a gritos.

Y clara y distintamente resuenan en mis oídos las palabras de uno de los melenudos, afirmando sentenciosamente:

“El “homo sapiens” es un animal de costumbre que si viviera cien vidas, en todas y en cada una repetiría las mismas necedades, sin que le sirviese para nada la experiencia adquirida en existencias pretéritas.”


Publicado el 27 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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