La Fantasma de Valencia

Alonso de Castillo Solórzano


Cuento


Mal cumpliera con mis obligaciones, hermoso y discreto auditorio, si antes de empeñarse en el discurso de mi novela, no siguiera el estilo de mi antecesora, sacando alguna moralidad della, porque con lo deleitable se mezcle lo provechoso, y más nos importa para nuestra reformación. Mi novela advierte a los enamorados cuán ilícita cosa es gozar sus ocasiones por medios que sean en daño del prójimo; cuánto debemos honrar a los difuntos, y últimamente para los padres y mayores que tienen familia, cuánta vigilancia deben tener en sus casas, mayormente si tienen hijas mozas, cuya guarda es dificultosa si dellas mismas no nace el recato, y para dar principio a mi discurso, pasa así:

Valencia, noble ciudad, metrópoli de aquel antiguo reino de quien él toma su denominación, ilustrada del invicto y magnánimo rey don Jaime, su conquistador, con tan suntuosos templos, insignes edificios, nobles y generosas familias de caballeros, cuyos ascendientes mostraron en su conquista su animoso esfuerzo y el valor de su generosa sangre. De uno de los apellidos más nobles desta ciudad, que pienso callar, era don Diego, caballero generoso y señor de un rico mayorazgo. Era viudo de una noble y discreta señora, en quien tuvo un hijo que en la edad de dieciocho años hacía grandes ventajas a su padre en el sosiego, en la prudencia y el tener muchos más amigos que él, porque don Diego, después que le faltó su esposa, pasado el primer año de su viudez, trató de divertirse con mujeres y juegos, con grande distraimiento, de manera que en dádivas y pérdidas que hizo consumió todos los bienes libres suyos y del dote de su esposa y empeñó su mayorazgo, cargándole de censos impuestos con facultades: cosa que deben bien mirar a quien le toca el darlas, pues no se habían de conceder menos que con causa muy legítima, pues viene a ser en notable daño y menoscabo de los mayorazgos y raras veces se restaura lo que una se empeña por este camino, viniendo sus herederos a quedar con más obligaciones que hacienda. Así sucedió por don Juan, hijo de este pródigo y perdido caballero, pues en medio de sus divertimientos perdió el padre la vida en una breve enfermedad, dejándole pobre, sin tener con qué pagar las muchas deudas que debía a diferentes personas, así del juego como de empréstitos.

Hizo pues el entierro a su difunto padre con más pompa que alcanzaba su posibilidad, y pareciéndole que la existencia en la ciudad le acrecentaba obligaciones y gastos sin haber con qué sustentar uno y otro, determinó retirarse a una pequeña aldea donde tenía alguna hacienda de su mayorazgo y estarse en ella hasta desempeñarse. Hízolo así, dejando las casas de sus padres cerradas, sin persona que las habitase, si bien dejó en ellas el aderezo necesario en un aposento para cuando determinase venir a la ciudad y lo demás del menaje de casa se lo llevó a la aldea.

Quince días habría que don Juan estaba allí retirado, cuando una noche a poco más de las diez horas de ella, se oyó en la casa deste caballero un portentoso ruido de cadenas que andaba desde el terrado hasta los aposentos del cuarto principal; y cuando cesaba el temeroso rumor, le alternaban con unos gemidos tan dolorosos y tristes que causaban grande pavor a quien los oía. Alborotó a todo el barrio esta notable novedad, dilatándose por toda aquella ciudad de modo que no se decía en ella otra cosa sino que la ánima de don Diego andaba penando en sus mismas casas, atribuyéndole este tormento a la poca satisfacción que dio en vida y dejó en muerte a sus acreedores.

No paró en sólo oír el espantoso ruido mucha gente, así de sus barrios como de los remotos dellos, sino que algunas noches claras vieron asomar por las ventanas de la casa una prodigiosa visión, tan disforme y espantable que algunas personas estuvieron muy al cabo de sus vidas con el espanto que recibieron en verla, sin atreverse nadie a saber qué pudiera ser aquella fea y abominable figura cercada de cadenas y con tanta aflicción. Con esto don Juan se estaba en la aldea, corrido y avergonzado de que estuviese tan dilatado por la ciudad que era el alma de su difunto padre la que alborotaba sus barrios, dando horror y espanto a los vecinos dellos; y aunque se le ofrecían cosas a que acudir a Valencia de sus negocios, las dejaba perder por no posar fuera de sus casas ni oír lo que decían en ofensa de su padre sus acreedores.

Bien se pasaría un mes que continuamente todas las noches a una misma hora no faltó de oírse este temeroso rumor, viéndose algunas veces la temerosa visión, cuando un hermano del difunto don Diego vino de Zaragoza a un pleito sobre cierta herencia a Valencia; y antes de entrar en ella quiso verse con don Juan, su sobrino, en la aldea donde estaba, por pedirle las llaves de sus casas para habitarlas el tiempo que hubiese de durar el pleito. Avisóle don Juan del inconveniente que había para no se las dar, dándole por extenso cuenta de lo que pasaba. Era don Rodrigo hombre de ánimo y de experiencia, y había seguido la milicia un tiempo hasta llegar a ser capitán en Flandes; y aunque le admiró lo que su sobrino le decía, diole grandísimo deseo de averiguar lo que fuese; y así, aunque fue resistido de su sobrino para no intentar aquella temeridad, no fue posible acabarlo con él, creciéndole el deseo al paso que su resistencia. Diéronle las llaves, y con dos criados suyos y una ama se entró en las casas de su hermano, cosa que todos reprobaron por ser grande el peligro a que se ponía.

Aquélla y otras dos noches después que llegó se estuvo quieto sin oír ningún rumor de cadenas ni otra cosa, admirándose todos así de la novedad como de su ánimo, estando a la mira de lo que le sucediese. Don Rodrigo estaba contentísimo desto, juzgando por burlería cuanto le habían dicho y afirmaba toda la ciudad; mas no le duró mucho este gusto, porque a la cuarta noche que vivía la casa, al tiempo que se comenzaba a desnudar para irse a acostar, por la parte del terrado se comenzó el estruendo de cadenas con el mayor exceso de rumor y gemidos que hasta allí se había sentido. Apenas lo oyó don Rodrigo, cuando tomando con grande ánimo su espada y una acerada rodela, hizo que un criado suyo encendiese una hacha, y haciéndole a su pesar ir delante alumbrándole, subiendo los dos por una angosta escalera que iba al terrado. No bien había llegado el paje a pisar el último escalón, cuando de un fuerte ramalazo de cadena que le tiraron bajó rodando por la escalera, perdida la hacha de la mano, y ganada en la cabeza una grande descalabradura de que se le iba cantidad de sangre. Detúvole en medio de la escalera don Rodrigo, y bajándole a su aposento encargó a la ama que le hiciese llamar quien le curase, y sin detenerse un punto, embrazando la fuerte rodela, tomando con la mano la hacha y en la derecha la espada, subió con grande ánimo otra vez la escalera, llevando gran deseo de saber qué fuese aquella prodigiosa visión que había maltratado a su criado. Llegado pues al sitio donde le sucedió el fracaso bien cubierto de su rodela, comenzó a sufrir ramalazos de cadenas en ella, haciéndole unas veces perder los escalones que iba subiendo y otras arrodillar en ellos, cosa que le tuvo por un rato afligido y confuso; mas, cobrando nuevo aliento, de dos saltos ganó la escalera y se vio en el terrado cara a cara con la visión, cuya monstruosa presencia le admiró de suerte que, por un breve espacio, le tuvo en grandísima suspensión. Era, pues, de la estatura de un hombre alto, y de rostro feísimo y espantable; tenía vestida una túnica blanca que le arrastraba más de una vara por el suelo, y todo el cuerpo cercado de cadenas que asimismo le arrastraban, y en la mano derecha un grueso ramal de lana con que causaba el daño que habéis oído. Parado estuvo don Rodrigo, ocupada la vista en el espantoso espectáculo que tenía presente, y la fantasma hacía lo mismo; mas al tiempo que vio que don Rodrigo se movía contra ella le volvió las espaldas, poniéndose en huida por el terrado adelante. Esto dio ánimo a don Rodrigo para irla siguiendo, y al querer saltar la fantasma un bajo tabique que dividía aquel terrado del vecino a él, tropezando en sus cadenas, cayó en el suelo con grande rumor, dando aliento a don Rodrigo para ir sobre ella. Mas levantándose de su caída con presteza, y hallándole junto a sí con ánimo de ofenderla, se abrazó con él sin darle lugar a que pudiese gobernar la espada, y desta suerte anduvieron luchando un grande rato, hasta que la fantasma vino a caer en el suelo, y don Rodrigo sobre ella, el cual sacando la daga de la cinta, al tiempo que iba a dar con ella a la monstruosa visión, oyó que le decía con voz atenuada:

—Valiente caballero, reportaos, y no uséis de vuestro rigor, que podrá ser pesaros después de ejecutado; yo quiero deciros quién soy, y la ocasión que me ha obligado a venir aquí en la forma que veis.

Levantóse con esto don Rodrigo, más admirado de lo que oía, dando lugar a que la fantasma hiciese lo mismo; la cual, en viéndose en pie se quitó de encima de la cabeza una máscara de encaje, que era el disforme y feo rostro que habéis oído con espantosas tracciones y erizado cabello, dejando descubierto el natural de un hombre de veintiséis años, de agradable aspecto, hermoso rostro y bien compuesta barba. En mayor admiración dejó a don Rodrigo esto segundo que las que antes había tenido en haberle visto y oído hablar, y atento, le escuchó estas razones:

—Señor don Rodrigo, que ya sé os llamáis así, no me negaréis que el amor, a quien pongo por disculpa de este yerro, es tan poderoso en sus efectos con todos estados de gentes, que por él han hecho mil transformaciones, animando a emprenderlas a los cobardes y dando nuevo aliento para las más arduas a los animosos, y de conocerle bien los antiguos poetas nació el fingirnos los metamorfosos que los dioses hicieron por gozar de algunas ninfas que amaron, ya en cisnes, ya en toros, ya en otras diversas formas. Según esto, no se os hará novedad, y más si en algún tiempo habéis tenido amor, que este poderoso rapaz haya triunfado de mí, cautivado mi libertad y sujetado mi albedrío, hasta obligarme, por vencer dificultades del encerramiento de la casa de doña Vicenta, vecina nuestra, cuya hermosa hija adoro, al disfraz en que me veis. Este amor se originó en Madrid, y porque la relación que acerca de esto os he de hacer es algo larga, os suplico, aliviándome primero del peso de estas cadenas, me deis licencia para que en vuestro cuarto os entere de todo.

Cada instante iba don Rodrigo aumentando admiraciones, presumiendo era todo lo que veía aventura de las fingidas en los antiguos libros de caballería; y así en tanto que el caballero fantasma se quitaba las cadenas y túnica, le dijo:

—Mucho siento, caballero, que vuestra pretensión se solicite por tan extraños medios como éste, que si bien a vuestro propósito deben de convenir, a la opinión y fama de mi difunto hermano no le han estado bien; pues con vuestra estratagema ha perdido mucho su lustre esta casa, y su heredero las ocasiones de venir a esta ciudad desde la aldea en que está, la composición de los pleitos que le dejó su padre, y tuviéramosle muy malo los dos si el breve discurso que ha hecho después que os he visto ser fingida visión, no hubiera pensado la satisfacción que habéis de dar a toda esta ciudad, y porque lo sepáis os ruego que en mi cuarto me digáis desde su principio la causa que os obligó a este capricho tan extraordinario.

Con esto se bajaron al cuarto principal de don Rodrigo donde sentados en dos sillas, el enamorado caballero comenzó su discurso desta suerte:

—En Sevilla, antiquísima y noble ciudad de España, cabeza de la Andalucía y erario de los riquísimos tributos que nos ofrecen las Indias Occidentales, nací hijo segundo de Perafán de Rivera, caballero muy conocido por su antigua y generosa sangre, donde por hallarme con la poca hacienda de unos alimentos bien debidos y mal pagados que mi mayor hermano (ya dueño del mayorazgo de mi padre) me daba, determiné dejar mi patria y seguir la milicia, sirviendo a mi Rey hasta merecer el puesto que he tenido, camino por donde tantos por sus animosas hazañas y particulares servicios han venido a valer y ser estimados de sus reyes, ascendiendo de humildes principios a eminentes lugares. Bien pudiera pasar en Sevilla entre los muchos amigos que tenía como otros caballeros que con menos hacienda que yo pasan jugando y haciendo travesuras causadas del ocio, por quien, tal vez contra su gusto, vienen a dejar la patria con vergonzoso nombre y opinión; mas llevado del valor de mi sangre, del impulso de mi edad y del deseo de ganar fama, dejé a Sevilla por Flandes, escogiendo aquel país por ser el que en más ocasiones se ofrecen con los enemigos de las Islas. Allí asistí, no perdiendo de hallarme en ninguna facción, tres años, dándome bien a conocer por mis obras y por mi nobleza al ejército, siendo estimado de todos y en particular de un capitán que desde que asenté plaza en su compañía me tuvo siempre por primer camarada, hasta que me dio su bandera por muerte del alférez della. Aquí procuré lucir más en otras apretadas ocasiones que se ofrecieron con el enemigo, saliendo de todas de suerte que era en todo el ejército muy conocido por mi resolución.

Pasáronse cuatro años ocupado en este oficio, y al cabo deste tiempo se ofreció enviar Su Alteza de la serenísima Infanta unos despachos de grande importancia a España para que en el Consejo de Estado se viesen, y por orden del Marqués de Espínola se me encomendó el traerlos; diome una ayuda de costa su Alteza y cartas para Su Majestad para que me favoreciese en mis pretensiones, con que partí por la posta de Flandes y en breve tiempo me puse en Madrid, yendo a apearme a los barrios de la Merced, a la posada de un primo mío Veinticuatro de Sevilla, que tocándole la suerte de las Cortes asistía por procurador dellas, en nombre de su ciudad, todo el tiempo que durasen. Éste me recibió con mucho gusto y con él mismo me hospedó en su cuarto. Comencé a tratar de mi despacho y después de mis pretensiones deseando que Su Majestad me hiciese capitán en la primera leva. Mas en uno y en otro se pasaron algunos días sin que se resolviesen a despacharme ni hacerme merced, dilatándose más que yo quisiera, pues todo el tiempo que gastaba en estarme en la Corte me parecía hasta volver a Flandes.

Fuele fuerza al Veinticuatro, mi primo, partirse a Sevilla a disponer que el cabildo de aquella ciudad concediese ciertas cosas que importaban al servicio de Su Majestad, y para darle cuenta dellas le fue dada licencia para partirse. Despidióse de mí, dejándome en su mismo cuarto con la ama que le servía, y él se llevó todos sus criados a Sevilla. En este tiempo fui conociendo amigos que me llevaban a divertir a varias partes, como a la Comedia, al Prado y casas de algunas mujeres. En la que más asistíamos desde prima noche hasta las once, era la de una dama llamada doña Estefanía, mujer de muchas gracias, hermosa, discreta, bizarra; cantaba con superior destreza y bailaba con grande desenfado; cayóme en gracia las que vi en doña Estefanía, y para gozar más a solas della le rogué afectuosamente que se fuese una noche a mi posada a cenar conmigo. No fue difícil de alcanzarlo, que como hubiese interés de por medio hacía estas visitas todas las veces que se le ofrecían; y así, en llegando la noche, se entró en una silla y fue a mi posada a donde más desenvueltamente que en la suya mostró sus habilidades sin hallarse presente más que uno de los criados que tenía (el más antiguo, que desde que salí de mi patria nunca faltó a servirme).

Era el cuarto donde posaba bajo, y a la alcoba en que dormía hacía correspondencia una escalerilla falsa que se comunicaba con el cuarto principal de arriba y estaba condenada por estar los cuartos divididos. Por allí estuvieron los de arriba oyendo cuanto me pasó con Estefanía, la cual por ser tarde se despidió de mí y se fue acompañada de mis criados a su posada; aquella noche no quise salir de casa, antes me acosté luego.

Las nueve de la mañana serían cuando, sintiéndome despierto, en la puerta que iba al cuarto alto sentí hacer ruido para que pusiese los ojos en aquella parte; volví la cabeza y vi que por un resquicio de la puerta sacaban un papel. Advertí en ello con más cuidado, y dije en alta voz que si era para mí le dejasen caer. Hiciéronlo así y levantándome de la cama vi que era un billete cerrado, el cual abrí leyendo estas razones de que me acuerdo muy bien: «Aunque vuestra edad y profesión os disculpen, cualquiera impulso de la mocedad no admite su disculpa la casa en que vivía, pues aunque en cuarto separado del principal della, debiérades considerar quién vive en él para absteneros de traer mujeres sospechosas al vuestro. Con esta condición se le dio a vuestro deudo y la guardó con mucha puntualidad, si no os dejó la advertencia con la sustitución por olvidársele, sírvaos este papel della, consolándoos con que de vuestra flaqueza ha sido testigo sola una criada desta casa, y ella os sirve en escribiros éste, deseosa de vuestra enmienda, para que no déis lugar con otro divertimiento a que os escriban más ásperamente. El cielo os guarde.»

En gracia me cayó la bachillería del papel con las amonestaciones en orden a mi reformación, sospechando de su buena nota, que no era de criada como él decía, y algo me corrí (aunque soldado) de que tuviese testigos de mi flaqueza, porque de mi natural soy recatado. Diome pues el papel deseo de saber quién vivía más en aquella casa porque, por mayor, sabía que era dueño della una señora viuda anciana, rica y principal proponiendo informarme dello, porque tras la puertecilla sentí todavía rumor de gente, dije algo recio:

—Estimo el aviso y confío en el silencio. Yo responderé al papel mañana a estas horas.

Con esto pedí de vestir, y ese día, después de comer, hice llamar a un escudero que servía a la referida viuda, llamado Oquendo, sujeto entretenido con los dos reales y medio de ración y quitación, estipendio ordinario de la escudería común; a éste hice que con algunos relieves de la mesa le regalasen, y después le pregunté quién más que su señora vivía en aquella casa en su compañía; él me dijo que con ella estaba una señora sobrina suya que había traído de Valencia llamada doña Luisa para que estuviese con ella, y hacerla después de sus días heredera de una gruesa hacienda, que sería de más de 50.000 ducados; que en su servicio estaban cuatro criadas mozas, dos ancianas dueñas y dos esclavas, él, un capellán, un paje y un cochero. Ponderóme con grandes exageraciones la hermosura de doña Luisa y cuán pretendida era de muchos para casamiento. No quise saber más, y despidiendo al escudero le dije que en cuanto se le ofreciese haber menester acudiese a mí, que con mucho gusto le favorecería. Fuese el anciano escudero agradecido de mi ofrecimiento y yo me quedé pensando en si sería doña Luisa el dueño del papel o alguna criada suya. Porque de ser ella, como sospechaba, estábame bien su correspondencia, y propuse de continuarla hasta granjearle la voluntad. Al fin me determiné a responder al papel aquella noche, y el día siguiente a la misma hora que recibí el otro, sentí rumor de gente a la puertecilla, y levantándome de la cama les dije:

—Préciome mucho de ser puntual en lo que prometo; y así desde anoche tenía escrito ese; holgáreme de que se reciba allá mejor que la causa por quien se ha escrito.

Metíle por el resquicio de la puerta y con esto me volví a la cama. De lo que escribí en el papel, como en otros que tengo en la memoria, os haré relación si no os cansáis. Las razones deste en respuesta del suyo fueron éstas: «Quien tan bien sabe responder, estoy cierto sabrá callar mi flaqueza, que no ha sido muy grande respecto de lo que la edad y profesión pide; que si la una solicita impulsos, la otra se olvida de recatos. Quedo advertido de reportarme en lo primero y prevenirme en lo segundo, contento de que tan cuerdo testigo sepa con prudencia avisar inadvertencias y prevenir decoros a su dueño. Deseo conocer a quien tanto debo para celebrar más la estima que yo hago de su discreción; si esto merecen mis deseos será darles mal pago dejarles en confusión, cuando prometen a mis ojos mayor empleo que el de criada tan curiosa como prevenida, a quien guarde el cielo.»

De haberme visto doña Luisa desde unas celosías que caían al patio se me había inclinado algo, y como por el recato con que la tenía su tía era imposible darme a entender, con la ocasión de ver a Estefanía en mi cuarto casi celosa, si así se puede decir, me escribió aquel papel con nombre de criada suya; esto supe después de su boca en correspondencia más continua y asentada como adelante veréis. Al fin recibió este papel deseando pasar adelante con el engaño de que era la criada la que me escribía, preveniendo al escudero que si yo le preguntase quién había en compañía de su tía, me dijese que solamente criadas; así se lo prometió Oquendo callando lo que conmigo le había pasado, al cual, para tenerle de mi parte, le hacía regalar con particular cuidado.

Sucedió pues que por unos días di en acudir a la casa de un caballero mozo donde se jugaba ordinariamente, y jugué en ella largo, con lo cual me quedé a comer fuera de la posada cosa de ocho días continuos a dormir dos o tres noches en casa de un deudo mío que vivía cerca del garito, y la vez que venía a mi posada era muy tarde. Esto fue el tiempo que duró estar mi pretensión en calma, trayéndome el juego algo inquieto por haber perdido a él cantidad de dinero. Esto notó mucho doña Luisa (según me dijo después), que todas las noches tenía especial cuidado de bajar a la puertecilla a ver si estaba acostado, y como viese que faltaba de casa a las horas acostumbradas, hizo que Oquendo preguntase a mis criados la causa, y dellos lo supo; mas como la hermosa dama ya estaba inclinada a favorecerme dio en sospechar que no era juego el que me inquietaba sino algún empleo amoroso, culpándose a sí de no haberse declarado conmigo en sus papeles antes que me hubiera empeñado en otra afición. Con esta sospecha se determinó a escribir otro papel, y aguardando a la hora que solía despertar, me le mostró por el resquicio de la puertecilla, levantándome por él, y en él leí las siguientes razones: «No culpa sino agradecimiento debéis, señor don Gonzalo (que éste es mi nombre) darme en escribiros este papel, manifestándoos por él cuanto os desean en vuestro cuarto más asistente que hasta aquí habéis estado, pues su fresca estancia y los deseos de quien gusta veros en él con el sosiego que antes, os manifiestan con queja el agravio que les hacéis favoreciéndoles tan poco, si ya no causa vuestro olvido algún nuevo cuidado en empleo de vuestro gusto, que le juzgo será muy digno de vuestros merecimientos, pues os obliga a hacer faltas algunas noches de vuestra cama, sin las que hacéis de día a vuestra mesa, que unas y otras os debe de merecer la causa por quien se hacen, que deseo gocéis muy largos años, suplicándoos me perdonéis este atrevimiento que ya ha sido con deseo de daros este parabién, que yo sé quién se lleva los pésames dél».

Suspenso y confuso quedé, no sabiendo quién pudiese ser el dueño de aquellos papeles; por una parte me parecía que para ser criada era demasiado el cuidado y curiosidad que tenía en saber los días que había comido fuera de casa y las noches que había faltado de mi cama, pues quien esto notaba no le faltaba amor, siéndolo también el haberme reprendido en el primero papel de haber traído a mi cuarto a Estefanía, arguyendo desto alguna sospecha de celos. Por otra parte me persuadía a que me debía de haber inclinado alguna criada, pues, a ser doña Luisa, no me manifestara tan declaradamente (con sospechas de nuevo empleo) el sentimiento de mis ausencias. En esta duda estaba cuando el criado de quién más me fiaba me entró a decir que se le había olvidado de darme cuenta de que Oquendo, por mandado de doña Luisa, se había informado de lo que era la causa de no haber acudido aquellos días a casa a comer y faltando algunas noches, y que le había encargado su señora que no supiese nadie que ella hacía esta averiguación. Holguéme mucho de saber esto por salir de la duda en que estaba y por parecerme que con esto se habría camino para el intento que tenía de servir y pretender a doña Luisa hasta merecerla por esposa si tanta aventura alcanzaba. Con esto pedí luego recado de escribir, diciéndolo en alta voz, por si me oían desde la puertecilla para que aguardasen la respuesta, y habiéndome traído, me pareció que el escribir libre en aquella ocasión era lo que más importaba para descubrir más tierra. Acabé pues de escribir y di el papel por el resquicio de la puerta sintiendo que dentro había persona que le recibía; y era así, que la criada de doña Luisa le recibió y se lo llevó a su señora, y aunque os canse habéis de perdonarme, que también os lo he de referir por ser el último, que decía así: «No pensé, encubierta señora, que el rigor de vuestras reprensiones pasaba de los límites de esta casa, pues fuera della me juzgué libre de nota, y seguro de asechanzas; pero no me ha valido la ausencia que estos días he hecho della para dejar de ser juzgado con nuevo empleo en vuestra sospecha; yo me holgara que mi desvelo fuera más por ganancia de favores que por pérdida de dineros. De lo postrero no me queda otro consuelo para adelante sino saber que tengo ya tutor que me gobierne y ayo que me corrija. Pero como siempre las órdenes por escrito en este caso sean menos guardadas que las que se dan a boca, con vuestra buena licencia remito al que me las deis y yo las oiga, aunque sea por esta puerta, si ya el escrupuloso recato no vedara lo que tan lícitamente pide aquel que siempre desea conocer el verdadero dueño destos papeles para servirle y darle satisfacción de que tiene la voluntad, si bien está deseoso de desmentir pésames con ella.»

Sumamente me confesó después doña Luisa, que se había holgado con este papel, viendo por él que satisfacía sus sospechas y aseguraba sus recelos; y así quiso favorecerme hablándome por la puerta, tercera de los papeles, si bien todavía con el engaño de que era la fingida criada, aunque con advertencia de no durar mucho en el engaño por temor de que no me cansase y desistiese de la comunicación para acudir a otra, que esto no fue más de averiguar por unos días si tenía libre la voluntad.

En esto se pasaron quince días gozando deste entretenimiento, que para mí lo era grandísimo; porque en doña Luisa conocí un agudo entendimiento, tanta gracia y donaire que me tenía muy prendado. Un día que yo estaba acabándome de vestir algo tarde para salir a misa, por ser día de fiesta, entró a darme los buenos días Oquendo con muchas sumisiones. Holguéme en verle y mandé luego que le diesen de almorzar:

—No puedo recibir lo que vuesa merced me hace, dijo el anciano escudero, porque llevo este papel de mi señora doña Luisa para una señora amiga suya, en que la avisa que esta tarde va con su tía y criada a la Casa de Campo a holgarse, y la suplica se vaya en su compañía para tener la tarde más entretenida.

—Mucho me huelgo desto, le dije yo, y esta es la ocasión, señor Oquendo, en que se han de conocer los amigos, haciéndome un placer.

—¿En qué podré servir a vuesa merced —dijo Oquendo— que aunque sea dificultoso no aventure mi vida en ello, si es menester?

—Agradezco esa voluntad —le dije— pero los efectos della quiero ver en que haga lo que le rogaré. Yo buscaré un amigo con quien ir a esta recreación y procuraremos que sea mucho antes que esas señoras vayan, para tener lugar de escondernos entre aquellos cenadores que están cerca de la fuente del Engaño, a donde procurará llevar a aquellas señoras mozas; que su tía de mi señora doña Luisa es cierto que su ancianidad no le dará lugar a seguirlas sino a estar en algún fresco sitio pasando sus cuentas, segura de que no habrá nadie en el jardín, y así podré yo besar las manos a mi señora doña Luisa, cumpliéndose los grandes deseos que tengo de verla.

Holgóse mucho Oquendo con la traza que le daba, y ofreció servirme en cuanto pudiese de su parte, como en la experiencia lo vería; yo le prometí asimismo que se lo sabría agradecer, y por entonces le di un doblón, con que partió contento a dar el papel de su señora el cual le rogué me mostrase para ver qué letra hacía:

—Eso como de molde —dijo Oquendo— no hay vizcaíno que la iguale.

Cotejé la letra del sobreescrito con la de los papeles que tenía en la faltriquera y vi ser la misma, con que quedé el más contento hombre del mundo. Fuime luego a oír misa al Monasterio de la Merced, donde me topé con aquel caballero mi deudo en cuya casa dormí aquellas noches que falté de mi posada. Éste se llamaba don Diego, mozo por casa y señor de un mayorazgo de seis mil ducados de renta. Concerté con él que en su coche fuésemos los dos a la Casa de Campo temprano, dándole cuenta de cómo pensaba hablar allí a doña Luisa, que ya don Diego sabría lo que pasaba hasta allí de los papeles por habérselo comunicado. Luego que hubimos oído misa, me llevó a comer a su casa y, acabada la comida, pusieron el coche, en el cual nos fuimos haciendo al cochero que guiase por el atajo del Colegio de doña María de Aragón para pasar por el celebrado Manzanares, por ser el tiempo que está más tratable de todo el año, con no poca mengua de su caudal. Con esto llegamos al ameno sitio donde, siéndonos abierta la puerta, nos retiramos luego a la estancia en que yo había concertado estar con Oquendo, no poco alborozado aguardando a verme con quien deseaba elegir por único dueño de mi libertad.

Dos horas después que nosotros llegamos, llegaron doña Felipa (que así se llamaba la tía de doña Luisa), su sobrina y la dama convidada, con tres o cuatro criadas y Oquendo, que venía siguiendo el coche. Llamaron a la puerta del real jardín, y entrando dentro quisieron luego comenzar a esparcirse y entretenerse por él aquellas damas, pidiendo licencia a la anciana señora; ella se la dio advirtiéndolas que se guardasen del sol y, en tanto, se quedó rezando en una fresca estancia cerca de la entrada. Las damas, que no deseaban otra cosa que verse libres de la sujeción de la ancianidad, tomándose las manos doña Luisa y doña Andrea, su amiga, comenzaron a ir viendo aquellos compuestos cuadros y a cortar flores, haciendo olorosos y compuestos ramilletes dellas, gustando mucho de ver las hermosas y artificiales fuentes. Con esto llegaron a la del Engaño, donde estábamos escondidos entre sus enrejados, y no fuimos poco dichosos en que al tiempo que llegaron las dos amigas se les quedasen atrás las criadas que las venían siguiendo, divertidas en coger flores para hacer también ramilletes. No quise aguardar a más dilaciones por estar del todo ya rendido a la hermosura de doña Luisa, a quien había estado notando con gran cuidado desde el principio de la calle que guiaba la fuente, hasta que llegaron al puesto donde estábamos; y aquí salvo la objeción que me pueden poner si alguien notare cómo me pude enamorar de doña Luisa más que de su amiga no la habiendo visto, a lo cual respondo que por las señas que Oquendo, su escudero, me había dado de su hermoso rostro y color de pelo, puse los ojos en ella más que en su amiga, a quien aventajaba como lo hace el sol a las nocturnas estrellas.

No le quedó menos aficionado don Diego a doña Andrea que yo a su amiga, porque después de doña Luisa había pocas en la Corte que fuesen más hermosas que ella. Al fin, al emparejar con el sitio donde estábamos, les salimos al encuentro y con nuestra vista se asustaron las damas, de modo que quisieron volverse por donde habían venido. Yo, en esto, me adelanté a detener a doña Luisa diciéndola algo turbado (efecto que causó en mí su hermosa presencia) unas razones equivalentes a éstas:

—Muy a costa vuestra, hermosas señoras, hemos solicitado vuestra graciosa vista en parte donde la seguridad que teníades de que gozábamos desta amena estancia sin testigos hace más culpable nuestro delito alterándola, pues ha sido género de cautela (si no remedio de emboscada) el impensado asalto que con él os hemos dado, ocasionando vuestro susto; merezca perdón nuestro atrevimiento cuando le disculpa la causa que nos obligó a emprenderle, que ya por las exteriores muestras con que manifestáis vuestro disgusto estamos bien castigados dél.

Interiormente me dijo después doña Luisa que se había holgado de vernos, mas por la amiga quiso disimular, mostrándonos como ella el rostro desabrido; y tomando la mano me respondió así:

—Bien pudiérades, señor don Gonzalo, con menos costosa traza que ésta manifestar la merced que nos significáis hacer en desear tanto vernos, pues la vecindad que dentro de una casa tenemos y el conocimiento que tenéis con mi tía excusaba la sospecha que en este lugar causáis a los que os han visto, pues de haberos ocultado entre esas verdes murtas deste ameno jardín con ese caballero que no conozco podrán nuestras criadas inferir mayor comunicación entre los dos; lo encarecido agradezco por mi parte y sé que lo mismo hará por la suya la señora doña Andrea, mi amiga, perdonándoos como a las dos nos hagáis merced de iros deste jardín dando lugar a que gocemos dél esta tarde sin sobresalto ni peligro un día que en todo el año salimos a gozar del campo; pues es cierto que a acertar a veros mi tía tendríamos aguada nuestra holgura porque es muy sospechosa y lo sería más por conoceros.

—Aunque me sacrifico en obedeceros —dije yo— quisiera ejecutarlo, y también sé que lo haría el señor don Diego, mi primo, a no ser en esta ocasión más pública la salida que la estada en este oculto lugar, pues os aseguro que, si no es un jardinero, nadie sabe que estamos aquí escondidos, que aun el coche en que venimos está desotra parte del río. El intentar salir ahora ha de ser más a costa vuestra, por estar vuestra tía tan cerca de la puerta que es imposible pasar sin que se nos vea. No en todos tiempos ofrece la ocasión su copete como en ésta; merezcan por mi parte los deseos que de veros he tenido que no se malogren con vuestro enojo, dando lugar que en esta soledad sea yo favorecido de vos.

Esto último le pude decir a mi dama sin que su amiga lo pudiese oír, por haber don Diego comenzado plática con ella sobre la misma queja de haber entrado allí. Doña Luisa, más afable que se me había mostrado antes, me dijo:

—Basta, señor don Gonzalo, que vuestros vecinos os debemos menos que los extraños; pues el poco caso que hacéis dellos lo vienen a notar hasta los criados de casa, atreviéndose a decíroslo.

—A las ocupaciones de mi pretensión —dije yo— debo muy poco, pues han sido causa del tiempo que he perdido en serviros, que debo sentir lo que la vida me durare, siendo de mi natural corto para no atreverme con el lugar que permite la cortesía a conocer el bien que dentro de vuestra casa tenía. Mas desto ya la memoria es mi verdugo pues me castiga rigurosamente todas las veces que con ella me acuerdo de haber perdido tanto bien; y así, no es mucho que criadas vuestras reprendan mis inadvertencias y me adviertan de mis ignorancias; aunque uno y otro recibo bien con lo dorado de la buena nota de unos papeles, como el enfermo las provechosas píldoras para la salud.

—El caso es —dijo doña Luisa— que no hay que culpar a las pretensiones sino al buen empleo que nos dicen que tenéis, que él obliga a no divertiros y disculpa cualquier mal pago de voluntad que hayáis dado.

—Los cortos merecimientos míos —dije yo— que a poco trato se conocen, obligan a que nadie me favorezca con empeño de voluntad, y así, en cuanto a tener empleo, puedo asegurar, hasta que llegue al puesto en que estoy, donde vuestra presencia no me ha dejado libertad, y no esperaba menos que este dichoso suceso, pues tan dispuesto me traían a tenerle los deseos de vuestra hermosa vista. Esto os puedo decir del empleo que ha hecho mi alma, eligiéndoos desde hoy por dueño suyo, con que no tendrá lugar el divertimiento ni fuerza la pretensión para que deje con firme fe de amaros y con puntual asistencia de serviros.

—Algo de eso —dijo doña Luisa— me obligará a creer la cortesía en más tiempo de comunicación, mas no me ajusto a daros crédito con el poco que ha me vistes.

—En eso —dije yo— conoceréis cuán poderoso es el amor, pues aún en menos inclina las voluntades y sujeta los albedríos; y no juzguéis que ha sido tan poco como pensáis, que desde que vuestra criada me escribió el último papel, de que ya tendréis noticia, no he sido señor de mi libertad.

—¿Pues cómo —dijo doña Luisa, no dándose por entendida— estáis aficionado sin verla? Huélgome mucho, que será para pagarle la voluntad que os tiene, que os aseguro que es tanta que no me atreveré a decirla que os he visto esta tarde aquí porque sé cuánto lo ha de sentir.

—Dejemos rebozo, dueño mío —le dije yo—, que no me ha costado tan poco cuidado saberlo que no haya averiguado mi diligencia, ser vos quien desea traerme confuso con el fingimiento de vuestra criada, pues viendo a Oquendo con el papel que llevaba a vuestra amiga y sabiendo dél que era vuestro, con la letra del sobreescrito cotejé la de los papeles, y conocí ser toda una.

—Es ansí —dijo doña Luisa— que mi criada le sobreescribió.

—¡Oh cuán poco os debo —le repliqué—, pues tan recatada negáis lo que yo tengo sabido por no me favorecer confesándolo!

En esto sintieron que venían las criadas hacia donde estaban al tiempo que doña Luisa iba a responder, y solamente me pudo decir:

—Señor don Gonzalo, agradezco la curiosidad y póngola en cuenta de obligación; la perseverancia facilita dudas y la firmeza quita sospechas.

Con esto, haciendo una cortesía, se despidió de nosotros llamando a doña Andrea, a quien había estado entreteniendo don Diego, que no iba menos aficionado della que yo de doña Luisa. Los dos volvimos a la misma parte en que habíamos estado donde conferimos lo que nos había pasado con las damas, estando yo contentísimo de la última razón con que se despidió de mí doña Luisa, proponiendo no desistir de servirla hasta obligarla con mis finezas a que me favoreciese. Doña Luisa, con su amiga, se fueron a donde estaba su tía, y llevándola de allí a ver el jardín en el más fresco cenador hicieron que les trujesen la merienda, de la cual hizo dos platos doña Luisa, y con achaque de que se los enviaba a los jardineros, se los dio a Oquendo, habiéndole antes advertido lo que había de hacer. Él fingió que los llevaba por cumplir con la anciana doña Felipa y se fue donde estábamos diciéndonos como su señora nos enviaba aquel regalo, y pedía que luego nos fuésemos porque no nos viese su tía y las demás criadas. Los dos estimamos el regalo, y procuramos obedecerla luego, saliéndonos del jardín a pie hasta el río, y haciendo que el coche pasase de la otra parte nos fuimos en él por el campo hasta que anocheció, tratando de lo que debíamos hacer en aquella pretensión. Esa noche no quise salir de casa; antes retirado tomé recado de escribir y, siendo favorecido de las musas, quise celebrar la salida de mi dama al campo esotro día que había de madrugar a hacer ejercicio, con un soneto que os tengo que decir, suplicándoos perdonéis estas cansadas y prolijas disgresiones:


Manzanares suspende tus raudales
que caminan por calles de laureles,
sirvan sus esmeraldas de doseles
al trono en que te asientas de cristales.

A ver el campo ameno alegre sales,
dejando de tu estancia los canceles
cuando ostenta por puerta de claveles
el alba hermosa perlas orientales.

Turbada entre celajes carmesíes,
y en folio de cambiantes tornasoles
encubrió perlas y ocultó rubíes.

Destierra sus lucidos arreboles
Lisarda, que entre rosas y alhelíes
sale a eclipsar el Sol con sus dos soles.


Este soneto le di el siguiente día por la puertecilla a una criada que de parte de su señora venía a saber cómo había pasado la noche.

Al fin llegó a términos la correspondencia que nos comunicamos muy a menudo por la puertecilla, donde, con el trato, vino a crecer el amor de tal suerte que ya no esperaba más que la venida del Veinticuatro, mi primo, para que él fuese por cuyo medio se tratase de nuestro casamiento con su tía de doña Luisa.

En este tiempo se ofreció enviar al Consejo de Estado la resolución de los despachos que yo había traído a Flandes, cometiéndome el que los llevase, haciéndome merced de una compañía de caballos que había vacado por muerte de su capitán. Bien perdonaba, en el estado en que tenía mis cosas, las honras que Su Majestad me hacía, más hube de obedecer y aceptar. Di parte desto a doña Luisa, que lo sintió tiernamente, juzgándose por olvidada de mí; yo le prometí que asistiría en Flandes hasta la venida de mi pariente el Veinticuatro, que había de ser dentro de tres meses, y que luego que se me avisase della pediría licencia para venirme a España a efectuar el casamiento. Lo que más sentía doña Luisa era ver que esto había de ser con beneplácito de su tía forzosamente, cuya hacienda había de heredar, porque a casarse secretamente sin su gusto podía quitársela y mandarla a quien quisiese, y por esto no nos habíamos dado las manos. Al fin se hubo de conformar con lo que yo disponía, y así partí de Madrid dentro de dos días que recibí los despachos y los parabienes de la merced que Su Majestad me hizo. Lo que pasamos los dos a la despedida (por la puerta que se abría a mi cuarto, que se abrió entonces), y cuántas lágrimas le costó a doña Luisa, sería alargar más mi discurso queréroslo contar por extenso, y así se deja a vuestro buen juicio su encarecimiento, que si habéis amado firmemente podréis saber cuánto se puede sentir. Despedíme al fin de mi hermoso dueño, haciéndoseme el corazón pedazos, dejando ordenado que por la vía de don Diego, mi pariente, nos escribiésemos cada correo, y poniéndome en la posta, salí al amanecer de Madrid, llegando a Bruselas en breve tiempo, donde fui recibido con general gusto de todos mis amigos holgándose de mis acrecentamientos. Di los papeles a su alteza que me honró mucho.

Un mes sería pasado que yo había partido de Madrid cuando su madre de doña Luisa escribió desde esta ciudad a su hermana que un caballero rico de aquí, llamado don Jorge, pedía a su hija en casamiento, y por ser cosa que le convenía le daba parte dello para que determinase lo que fuese servida, y con este aviso le envió el memorial de la hacienda que el caballero tenía y razón de su edad, partes y calidad. Parecióle bien a doña Felipa, y dándole cuenta desto a su sobrina quiso que se tratase luego, a que no pudo replicar por no ir contra su gusto, pues hacer otra cosa era perderla el respeto. Cuántas veces maldijo su corta dicha, culpándose en no me haber hecho anticipar a pedírsela a su tía aunque no viniera el Veinticuatro. Al fin doña Felipa, mostrando gusto de dar a mi dueño empleo, solicitó con su hermana que tratase desto luego, ofreciendo con su sobrina una buena parte de hacienda y la demás para después de sus días. Doña Luisa con esto se desesperaba, y no comía ni dormía sintiéndolo con grandes veras. Dio cuenta dello a don Diego por un papel, y ofreciéndose haber correo dentro de dos días para Flandes, me escribió dándome cuenta de todo.

Mientras anduvieron en los conciertos del nuevo casamiento doña Felipa cayó mala de una grave enfermedad de que murió, dejando en su testamento por hija heredera y sucesora en todos sus bienes a su sobrina. Sabida en esta ciudad por doña Vicenta la muerte de su hermana, partióse a Madrid en compañía de un hijo suyo a quien vos conoceréis bien; llegaron en breve tiempo a la Corte donde fueron recibidos de doña Luisa con mezcla de llanto por su recién muerta tía y alegría de su deseada vista. Compusieron las cosas de su hacienda en pocos días, y dejando en ella administrador volviéronse a esta ciudad, trayendo consigo su madre a doña Luisa que vino la mujer más desconsolada del mundo, sabiendo que luego que allí llegase se había de desposar con don Jorge. En esta sazón recibí a un tiempo en Flandes tres cartas, una de Sevilla y dos de Madrid, y dejando las que menos me importaban, abrí la de mi dueño que decía estas razones, que por costarme muchos sentimientos las tengo bien en la memoria: «Nunca de mi corta dicha me prometí menos que lo que a costa mía padezco, pues desde que os fuisteis llevándome el alma, fue anuncio mi pena y profunda melancolía del daño que lloro y no puedo remediar. A mi tía le han propuesto un casamiento para mí de un caballero de Valencia, rico y noble. Su calidad y demás partes le han satisfecho de manera que ha escrito que traten luego dello; las lágrimas que me cuesta no encarezco, que si bien me queréis podéis considerarlo; avísoos de esto por si os determináredes (no olvidado de lo que me debéis) a venir aquí y sacarme de esta casa con pretexto de ser mi esposo; hallaréis en mí la voluntad que siempre y mayores deseos de ser vuestra que de heredar la hacienda de mi tía sin vuestra compañía.»

Con esta carta venía otra de don Diego más recién escrita, porque habiéndose ido el correo ordinario sin poderla llevar, cuando se ofreció otro extraordinario ya doña Felipa era muerta y doña Luisa ausente de Madrid, trayéndola su madre y hermano a esta ciudad; de todo esto me daba don Diego aviso largamente. Lo que sentí leer las dos cartas, de mi dama y amigo, no es para referir en sucinta relación; sólo diré que me faltó poco para que el vital aliento no me desamparase. Quejábame de mi corta suerte y sentía sumamente las honras que Su Majestad me había hecho pues en la presente ocasión no podía dejar el puesto que tenía por acudir a lo que mi dama me mandaba. Con esto estaba desesperado y, queriendo hacer con la cólera pedazos la carta que me quedaba en las manos venida de Sevilla, por ruegos de un criado mío la hube de leer contra mi voluntad; era de un criado antiguo de mi hermano, y contenía unas razones equivalentes a éstas: «En la fiesta pasada de San Juan, que se hizo en esta ciudad por los caballeros que había en ella una encamisada, cayendo el caballo de don Antonio, mi señor, con él, se le rompieron las piernas y está tan de peligro que dicen los médicos no vivirá ocho días. Ha deseado mucho en este aprieto su vista de vuesa merced, y mándame le avise deste desgraciado suceso para que pida licencia y se venga luego por la posta para que si su vida se dilata más del término breve que le dan los médicos, sea su consuelo, y después de ella herede el mayorazgo de su casa.»

En otro sujeto menos enamorado que el mío templara la pena que tenía la próxima herencia que esperaba del mayorazgo de mi padre; mas en mí fue doble el sentimiento, porque quería mucho a mi hermano y me pesaba tiernamente del suceso, y no tuve en estas aflicciones otro consuelo sino el ver que me darían luego licencia para partirme en mostrando aquella carta a don Luis de Velasco, Conde de Salazar, General de la Caballería. «Hícelo así y al punto me la dio muy contento de que me viniese herencia, que deseaba mucho mis aumentos. Partí luego por la parte de Flandes no camino de Sevilla sino desta ciudad, que era a la parte que más me llevaban mis deseos, haciéndome cuenta que si mi hermano estaba tan de peligro como me escribían cuando llegase a Sevilla ya sería muerto y el mayorazgo no se me podía disputar; con esto caminé con toda la diligencia que pude y en breve tiempo llegué aquí y quise luego informarme de las casas de doña Vicenta, y dijéronme eran en esta calle, y sin descansar un punto vine a ella al tiempo que anochecía, y con las señas que me dieron acerté con la casa, a tan buen tiempo que salía Oquendo por la puerta della; llaméle, y el buen viejo fue tanto lo que se holgó de verme y los abrazos que me dio que no me daba lugar a que le preguntase por mi dueño. Cesó el abrazarme y díjome como su señora habría veinte días que había llegado indispuesta con el poco gusto que salió de Madrid, y creciendo cada instante su pena estaba enferma de unas recias calenturas, por lo cual se habían dilatado las bodas, y porque ya era traición no avisarla de su venida dijo que le perdonase que al punto se lo iba a decir. Dejóme con esto y partió a decir a doña Luisa mi llegada, volviéndome luego a decir que mi ama se había holgado con ella mucho enviándome con el escudero la bienvenida y avisándome del estado de su salud y cuán presto esperaba mejoría con saber que estuviese en Valencia. Yo me holgué mucho con el recado, y procuré saber de Oquendo qué modo habría para que nos viésemos.

—Eso dificulta mucho —me dijo el escudero— porque el recogimiento de la casa es grande y el desvelo con que la cela don Jaime, mi señor y su hermano mayor. Misa se dice en casa, y cuando tal vez se sale fuera es en el coche y corridas las cortinas dél, de modo que no siento remedio, por ahora, para que veáis a mi señora. Sólo queda el consuelo de escribiros por mi orden, por eso decidme vuestra posada, que deseo saberla por lo que se ofreciese.

Mucho sentí la demasiada reclusión de la casa de doña Vicenta; pero fiaba de su amor que daría traza conveniente para podernos ver, pues donde hay voluntad todo se facilita; procuré saber si en su calle habría alguna posada cerca de su casa donde pudiese estar, que pues no era conocido en esta ciudad de más que Oquendo y las criadas que vinieron con ella de Madrid podría muy bien salir en público sin darme a conocer a nadie. Hice aquella noche la diligencia de buscar casa, y hallé ésta que está pared en medio de la vuestra y tan cerca de la de mi dama, pues si no es vuestra posada no hay otra cosa que las divida; traté de alquilarla esotro día, y asimismo ropa y aderezo, que hallé con facilidad, para su adorno. Y con esto aguardé a ver cómo se disponían las cosas algo celoso de ver el cuidado con que don Jorge, novio que esperaba ser de doña Luisa, le paseaba la calle y servía.

En todo este tiempo no fue posible vernos a solas, solamente gozaba de su vista en la ventana, ya convalecida de su enfermedad. Sucedió pues ofrecérsele a don Jaime, hermano de mi dama, una forzosa jornada a Barcelona, con cuya ausencia, pensando tener más ocasión de verme con mi dueño, entonces tuve menos porque fue notable el rigor con que la recataba su madre sin dejarla poner a la ventana y aún a Oquendo no permitía salir las veces que antes, que para traerme los papeles de su señora y llevar los míos había de usar mil estratagemas. Con esto estaba el hombre más impaciente del mundo y no menos mi dueño. Viéndome pues sin remedio de conseguir lo que tanto deseaba, y que el casamiento de don Jorge sólo se dilataba hasta venir don Jaime, hermano de mi dama, desvelado con esta pena maquiné esta invención, valiéndome de la casa de vuestro hermano que había poco que era muerto y su hijo estaba ausente. Y buscando quien secretamente me hiciese aquel vestido y adornos que vísteis, vestido dél comencé a hacer el espantable rumor que habéis oído, con fin de que alborotándose los de la casa de mi dama me diesen lugar a que por los convecinos terrados pasase a ella; esto sabía ya doña Luisa, la cual, todas las noches, en oyendo el ruido se fingía desmayada en su estrado, al tiempo que su madre y criadas se entraban en un oratorio temerosas de lo que oían, y se cerraban por dentro mientras duraba el estruendo; yo entonces abriendo con una llave maestra la puerta del terrado y, con ella, otras dos, bajaba hasta la pieza del estrado donde mi dama me esperaba y estaba con ella media hora cada noche. En las que me he valido de esta invención he alcanzado el fruto tan merecido de mis esperanzas, habiendo primero dado a doña Luisa palabra de ser su esposo, a quien tenía ya medio convencida para salirse conmigo una noche y que yo la llevase a Sevilla a pesar de su hermano y deudos, pues ya era señora de la hacienda que le mandó su tía.

Esta es la relación de mis amores y la causa de la invención que habéis visto, si bien contra la opinión de vuestro hermano. Caballero sois y a vos se os descubre otro que lo es, fiado de vuestro valor y prudencia, que me perdonaréis en primer lugar este atrevimiento que contra la reputación del difunto emprendí, y en segundo, me haréis merced de tomar a vuestro cargo este negocio, hablando a su madre de doña Luisa, hermano y deudos para que vengan en nuestro casamiento y con su beneplácito se haga, pues ya no puede ser menos; y en cuanto a la satisfacción que decís tengo de dar, mirad vos cómo queréis que sea, que como no perjudique a mi honor haré cuanto me mandáredes.

Mucho se holgó don Rodrigo de oír a don Gonzalo el largo discurso de su vida y amores con aquella dama vecina suya a quien conoció cuando era niña y de quien ahora oía tantas alabanzas de hermosura y discreción, que ellas disculpaban con él a don Gonzalo de lo que había hecho, y para responder a lo que el enamorado caballero le había dicho al fin de relación lo habló desta suerte:

—Mucho siento, señor don Gonzalo, que os halláredes en esta ciudad tan falto de amigos y conocimiento que no pudiéredes por medio dél alguno tratar de vuestro empleo sin obligaros a una invención en ofensa de la reputación de un difunto, cosa tan dilatada en la ciudad que para persuadir a lo contrario a un vulgo son menester muchos esfuerzos y autoridades; a mí me incumbe por deshacer esta mala fama, tomar muy a mi cuenta el tratar de vuestro casamiento, con promesa y palabra que me habéis de dar como caballero, que luego que se efectúe habéis de publicar haber sido el autor de esta invención para que restaure mi hermano lo que ha perdido.

Así se lo prometió don Gonzalo con pleito homenaje que hizo en sus manos. Con esto, despidiéndose don Gonzalo se pasó por el terrado a su posada, dejando a don Rodrigo cuidadoso de tratar esotro día aquel negocio pareciéndole que tendría más breve efecto dándole de esto parte al Virrey, y así lo hizo el día siguiente, dejándole admirado el caso y con deseo de conocer a don Gonzalo, y tomó muy a su cargo el efectuar el casamiento, puesto que era con tanto gusto de los dos, venciendo su autoridad las dificultades que hubiese en ello.

En esta ocasión llegaron de Castilla el Veinticuatro y don Diego, deudos de don Gonzalo, que habiéndose muerto en Sevilla su hermano y esperándole unos días que llegase de Flandes, escribieron otra vez volviéndole a llamar, y como les avisasen que era partido a España, luego dio el Veinticuatro que estaría en Madrid, que ya sabía sus amores, a donde partió de Sevilla, habiendo dado fin a sus negocios; y como no le hallase en la Corte, viéndose con don Diego, le dijo que tenía por cierto que estaría en Valencia, y así se determinaron los dos a ir allá, y andando informándose de la casa de su madre de doña Luisa se toparon con Oquendo (que era el Norte de los descaminados) y él los llevó a la posada de don Gonzalo, con quien se holgaron sumamente, y él con mayor extremo en verlos en aquella ciudad. Dioles brevemente cuenta del estado de sus cosas riendo mucho el capricho de la extraña invención de la fantasma.

Otro día hablaron los tres a don Rodrigo y él los llevó a estar con el Virrey que les honró mucho por conocer al Veinticuatro. Díjoles cómo el casamiento estaba concluso aunque algo lo había resistido doña Vicenta por haber dado la palabra a don Jorge; más que habiéndole dicho que había de ser de cualquiera manera, y que esto era con mucho gusto de doña Luisa, se resolvió a hacerlo, dejándolo en sus manos, para que a su gusto lo dispusiese todo. Llegó de Barcelona don Jaime, y con su venida se celebraron las bodas, siendo los Virreyes padrinos dellas y alegrándolas mucho los caballeros de aquella ciudad con máscaras y fiestas; sólo don Jorge quejoso de doña Vicenta y su hijo por haberle faltado la palabra. Don Gonzalo y su esposa vivieron contentos, dándoles el cielo hijos que les heredasen, declarando don Gonzalo a todos haber sido el autor de la invención de la fantasma que tanto había alborotado a Valencia, con que al difunto le restituyó el vulgo de su fama.


Publicado el 5 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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