La Araucana

Alonso de Ercilla


Poesía, poema épico



Prólogo del autor

Si pensara que el trabajo que he puesto en esta obra me había de quitar tan poco el miedo de publicarla, sé cierto de mí que no tuviera ánimo para llevarla al cabo. Pero considerando ser la historia verdadera y de cosas de guerra, á las cuales hay tantos aficionados, me he resuelto en imprimirla, ayudando á ello las importunaciones de muchos testigos que en lo de más dello se hallaron, y el agravio que algunos españoles recibirían quedando sus hazañas en perpetuo silencio, faltando quien las escriba; no por ser ellas pequeñas, pero porque la tierra es tan remota y apartada y la postrera que los españoles han pisado por la parte del Perú, que no se puede tener della casi noticia, y por el mal aparejo y poco tiempo que para escribir hay con la ocupación de la guerra, que no da lugar á ello; así el que pude hurtar le gasté en este libro, el cual, porque fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos; y por esto, y por la humildad con que va la obra, como criada en tan pobres pañales, acompañándola el celo y la intención con que se hizo, espero que será parte para poder sufrir quien la leyere las faltas que lleva. Y si á alguno le pareciere que me muestro algo inclinado á la parte de los araucanos, tratando sus cosas y valentías más extendidamente de lo que para bárbaros se requiere; si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tan gran constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles. Y, cierto, es cosa de admiración, que no poseyendo los araucanos más de veinte leguas de término, sin tener en todo él pueblo formado, ni muro, ni casa fuerte para su reparo, ni armas, á lo menos defensivas, que la prolija guerra y españoles las han gastado y consumido, y en tierra no áspera, rodeada de tres pueblos españoles y dos plazas fuertes en medio della, con puro valor y porfiada determinación hayan redimido y sustentado su libertad, derramando en sacrificio della tanta sangre así suya como de españoles, que con verdad se puede decir haber pocos lugares que no estén della teñidos y poblados de huesos; no faltando á los muertos quien les suceda en llevar su opinión adelante; pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural rabia que los mueve y el valor que dellos heredaron, acelerando el curso de los años, antes de tiempo tomando las armas, se ofrecen al rigor de la guerra; y es tanta la falta de gente por la mucha que ha muerto en esta demanda, que, para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, vienen también las mujeres á la guerra, y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo á la muerte. Todo esto he querido traer para prueba y en abono del valor destas gentes, digno de mayor loor del que yo le podré dar con mis versos. Y pues, como dije arriba, hay ahora en España cantidad de personas que se hallaron en muchas cosas de las que aquí escribo, á ellas remito la defensa de mi obra en esta parte, y á los que la leyeren se la encomiendo.

Declaración de algunas cosas de esta obra

Porque hay en este libro algunas cosas y vocablos que por ser de indios no se dejan bien entender, me pareció declararlas aquí para que fácilmente se entiendan.

Angol.—Se llama el valle donde los españoles poblaron una ciudad, y le pusieron nombre Los Confines de Angol.

Apó.—Señor ó capitán absoluto de los otros.

Arauco (el Estado de).—Es una provincia pequeña de veinte leguas de largo y siete de ancho, poco más ó menos, la cual ha sido la más belicosa de todas las Indias; y por esto es llamado el Estado indómito. Llámanse los indios dél, araucanos, tomando el nombre de la provincia.

Arcabuco.—Espesura grande de árboles altos y boscaje.

Bohío.—Es una casa pajiza de grande de sola una pieza sin alto.

Cacique.—Quiere decir señor de vasallos, que tiene gente á su cargo. Los caciques toman el nombre de los valles de donde son señores, y de la misma manera los hijos ó sucesores que suceden en ellos: declárase esto porque los que mueren en la guerra se oirán después nombrar en otra batalla; entiéndase que son los hijos ó sucesores de los muertos.

Caupolicán.—Fué hijo de Leocán, y Lautaro hijo de Pillán. Declaro esto, porque como son capitanes señalados, de los cuales la historia hace muchas veces mención, por no poner tantas veces sus nombres, me aprovecho de los de sus padres.

Cautén.—Es un valle hermosísimo y fértil, donde los españoles fundaron la más próspera ciudad que ha habido en aquellas partes, la cual tenía trescientos mil indios casados de servicio; llamáronla la Imperial porque cuando entraron los españoles en aquella provincia hallaron sobre todas las puertas y tejados águilas imperiales de dos cabezas hechas de palo, á manera de timbre de armas, que, cierto, es extraña cosa y de notar, pues jamás en aquella tierra se ha visto ave con dos cabezas.

Coquimbo.—Es el primer valle de Chile donde pobló el capitán Valdivia un pueblo que le llamó La Serena, por ser él natural de la Serena: tiene un muy buen puerto de mar, y llámase también el pueblo Coquimbo, tomando el nombre del valle.

Chaquiras.—Son unas cuentas muy menudas á manera de aljófar, que las hallan por las marinas, y cuanto más menudas, son más preciadas; labran y adornan con ellas sus llautos, y las mujeres sus binchos, que son como una cinta angosta que les ciñe la cabeza por la frente á manera de bicos, ó ciertas puntillas de oro que se ponían en los birretes de terciopelo con que antiguamente se cubría la cabeza; andan siempre en cabello, y suelto por los hombros y espalda.

Chile.—Es una provincia grande que contiene en sí otras muchas provincias; nómbrase, Chile por un valle principal llamado así; fué sujeto al Inga rey del Perú, de donde le traían cada año gran suma de oro, por lo cual los españoles tuvieron noticia deste valle; y cuando entraron en la tierra, como iban en demanda del valle de Chile, llamaron Chile á toda la provincia hasta el Estrecho de Magallanes.

Eponamón.—Es nombre que dan al demonio, por el cual, juran cuando quieren obligarse infaliblemente á cumplir lo que prometen.

Llauto.—Es un trocho ó rodete redondo, ancho de dos dedos, que ponen en la frente y les ciñe la cabeza; son labrados de oro y chaquira, con muchas piedras y dijes en ellos, en los cuales asientan las plumas ó penachos, de que ellos son muy amigos; no los traen en la guerra, porque entonces usan celadas.

Mapochó.—Es un hermoso valle donde los españoles poblaron la ciudad de Santiago, y llámase asimismo el pueblo Mapochó.

Mita.—Es la carga ó tributo que trae el indio tributario.

Mitayo.—Es el indio que la lleva ó trae.

Palla.—Es lo que llamamos nosotros señora, pero entre ellos no alcanza este nombre sino á la noble de linaje y señora de muchos vasallos y hacienda.

Penco.—Es un valle muy pequeño y no llano, pero porque es puerto de mar poblaron en él los españoles una ciudad, la cual llamaron la Concepción.

Puelches.—Se llaman los indios serranos, los cuales son fortísimos y ligeros, aunque de menos entendimiento que los otros.

Valdivia.—Es un pueblo bueno y provechoso: tiene un puerto de mar por un rio arriba, tan seguro, que varan las naos en tierra, y está fundado no muy lejos de un gran lago, al cual y á la ciudad llamó Valdivia de su nombre. Entiéndese que cuando se fundaron estos pueblos era Valdivia capitán general de los españoles, y á él se atribuye la gloria del descubrimiento y población de Chile.

Villa—Rica.—Es otro pueblo que fundaron los españoles á la ribera de un lago pequeño, cerca de dos volcanes, que lanzan á tiempos tanto fuego y tan alto que acontece llover en el pueblo ceniza.

Yanaconas.—Son indios mozos amigos que sirven á los españoles; andan en su traje, y algunos muy bien tratados, que se precian mucho de policia en su vestido: pelean á las veces en favor de sus amos, y algunos animosamente, en especial cuando los españoles dejan los caballos y pelean á pie, porque en las retiradas los suelen dejar en las manos de los enemigos, que los matan cruelísimamente.

Primera parte

Dedicatoria de la primera parte

Sacra Católica Real Majestad:


Como en los primeros años de mi niñez yo comenzase á servir á Vuestra Majestad, que fué cuando pasó la primera vez á Flandes; siempre con la edad cresció en mí aquella inclinación y deseo de servir que en todas las partes por donde anduve después acá, que han sido muchas y diversas, he mostrado, que siendo paje de V. M. en Inglaterra, después de muchos años que mi padre, criado de V. M. y de su Consejo, era muerto, y asimismo mi madre, guarda mayor de las damas de la emperatriz Doña María; viéndome huérfano de padres y tan mozo, llegando á la sazón la nueva de la rebellión de Francisco Hernández en el Perú, con la voluntad que siempre tuve de servir á V. M., y con su licencia y gracia me dispuse á tan largo camino, y así pasé en aquel reino, donde me hallé en todo lo que escribo, que el Visorrey hizo para el allanamiento de la tierra. Y estimando en poco el trabajo de aquella jornada, con la cobdicia que de servir á V. M. tenía, sabiendo que los naturales de Chile estaban alterados contra la Corona Real, determiné de pasar en aquellas provincias, y llegado á ellas, visto las cosas notables y guerras del Estado de Arauco, haciendo en ellas lo que mis flacas fuerzas pudieron, paresciéndome que aún no cumplía con lo que deseaba, quise también el pobre talento que Dios me dió gastarle en algo que pudiese servirá Vuesa Majestad, porque no me quedase cosa por ofrecerle. Y así, entre las mismas armas, en el poco tiempo que dieron lugar á ello, escrebí este libro, el cual Vuestra Majestad reciba debajo de su amparo, que es lo que le ha de valer.

Cuya sacra católica real persona de Vuestra Majestad Nuestro Señor guarde con acrescentamiento de mayores reinos y señoríos,como los criados de Vuestra Majestad deseamos.


En Madrid, á dos de Marzo de mil y quinientos y sesenta y nueve.—S. C. R. M.—Criado de Vuestra Majestad que sus reales manos besa.


D. Alonso de Ercilla.

Canto I

El cual declara el asiento y descripción de la Provincia de Chile y Estado de Arauco, con las costumbres y modos de guerra que los naturales tienen; y asimismo trata en suma la entrada y conquista que los españoles hicieron hasta que Arauco se comenzó á rebelar.


No las damas, amor, no gentilezas
De caballeros canto enamorados,
Ni las muestras, regalos y ternezas
De amorosos afectos y cuidados:
Mas el valor, los hechos, las proezas
De aquellos españoles esforzados,
Que á la cerviz de Arauco no domada,
Pusieron duro yugo por la espada.


Cosas diré también harto notables
De gente que á ningún rey obedecen,
Temerarias empresas memorables
Que celebrarse con razón merecen;
Raras industrias, términos loables
Que más los españoles engrandecen;
Pues no es el vencedor más estimado
De aquello en que el vencido es reputado.


Suplícoos, gran Felipe, que mirada
Esta labor, de vos sea recebida,
Que, de todo favor necesitada
Queda con darse á vos favorecida:
Es relación sin corromper sacada
De la verdad, cortada á su medida;
No desprecieis el dón, aunque tan pobre,
Para que autoridad mi verso cobre.


Quiero á señor tan alto dedicarlo,
Porque este atrevimiento lo sostenga,
Tomando esta manera de ilustrarlo,
Para que quien lo viere en más lo tenga:
Y si esto no bastare á no tacharlo,
Á lo menos confuso se detenga.
Pensando que, pues va á vos dirigido,
Que debe de llevar algo escondido.


Y haberme en vuestra casa yo criado
Que crédito me da por otra parte,
Hará mi torpe estilo delicado
Y lo que va sin orden lleno de arte:
Así, de tantas cosas animado,
La pluma entregaré al furor de Marte;
Dad orejas, señor, á lo que digo,
Que soy de parte dello buen testigo.


Chile, fértil provincia, y señalada
En la región Antártica famosa,
De remotas naciones respetada
Por fuerte, principal y poderosa;
La gente que produce es tan granada,
Tan soberbia, gallarda y belicosa,
Que no ha sido por rey jamás regida
Ni á extranjero dominio sometida.


Es Chile norte sur de gran longura,
Costa del nuevo mar, del Sur llamado,
Tendrá del leste á oeste de angostura
Cien millas por lo más ancho tomado;
Bajo del polo Antártico en altura
De veinte y siete grados prolongado,
Hasta do el mar Océano y Chileno
Mezclan sus aguas por angosto seno.


Y estos dos anchos mares, que pretenden,
Pasando de sus términos, juntarse,
Baten las rocas y sus olas tienden,
Mas esles impedido el allegarse;
Por esta parte al fin la tierra hienden
Y pueden por aquí comunicarse.
Magallanes, señor, fué el primer hombre
Que, abriendo este camino, le dió nombre.


Por falta de piloto, ó encubierta
Causa, quizá importante y no sabida,
Esta secreta senda descubierta
Quedó para nosotros escondida;
Ora sea yerro de la altura cierta,
Ora que alguna isleta removida
Del tempestuoso mar y viento airado,
Encallando en la boca, la ha cerrado.


Digo que norte sur corre la tierra
Y baña la del oeste la marina;
A la banda de leste va una sierra
Que el mismo rumbo mil leguas camina:
En medio es donde el punto de la guerra
Por uso y ejercicio más se afina:
Venus y Amón aquí no alcanzan parte;
Sólo domina el iracundo Marte.


Pues en este distrito demarcado,
Por donde su grandeza es manifiesta,
Está á treinta y seis grados el Estado
Que tanta sangre ajena y propia cuesta:
Este es el fiero pueblo no domado
Que tuvo á Chile en tal estrecho puesta,
Y aquel que por valor y pura guerra
Hace en torno temblar toda la tierra.


Es Arauco, que basta, el cual sujeto
Lo más deste gran término tenía,
Con tanta fama, crédito y conceto,
Que del un polo al otro se extendía;
Y puso al español en tal aprieto,
Cual presto se verá en la carta mía:
Veinte leguas contienen sus mojones;
Poséenla diez y seis fuertes varones.


De diez y seis caciques y señores
Es el soberbio estado poseído,
En militar estudio los mejores
Que de bárbaras madres han nacido:
Reparo de su patria y defensores,
Ninguno en el gobierno preferido;
Otros caciques hay, mas por valientes
Son éstos en mandar los preeminentes.


Sólo al señor de imposición le viene
Servicio personal de sus vasallos,
Y en cualquiera ocasión cuando conviene
Puede por fuerza al débito apremiallos:
Pero así obligación el señor tiene
En las cosas de guerra dotrinallos,
Con tal uso, cuidado y diciplina,
Que son maestros después desta dotrina.


En lo que usan los niños, en teniendo
Habilidad y fuerza provechosa,
Es que un trecho seguido han de ir corriendo
Por una áspera cuesta pedregosa,
Y al puesto y fin del curso revolviendo,
Le dan al vencedor alguna cosa:
Vienen á ser tan sueltos y alentados,
Que alcanzan por aliento los venados.


Y desde la niñez al ejercicio
Los apremian por fuerza y los incitan,
Y en el bélico estudio y duro oficio,
Entrando en más edad, los ejercitan;
Si alguno de flaqueza da un indicio,
Del uso militar lo inhabilitan,
Y el que sale en las armas señalado
Conforme á su valor le dan el grado.


Los cargos de la guerra y preeminencia
No son por flacos medios proveídos,
Ni van por calidad, ni por herencia,
Ni por hacienda y ser mejor nacidos;
Mas la virtud del brazo y la excelencia,
Esta hace los hombres preferidos;
Esta ilustra, habilita, perfecciona
Y quilata el valor de la persona.


Los que están á la guerra dedicados
No son á otros servicios constreñidos,
Del trabajo y labranza reservados
Y de la gente baja mantenidos;
Pero son por las leyes obligados
Destar á punto de armas proveídos,
Y á saber diestramente gobernallas
En las lícitas guerras y batallas.


Las armas dellos más ejercitadas
Son picas, alabardas y lanzones,
Con otras puntas largas enhastadas
De la fación y forma de punzones;
Hachas, martillos, mazas barreadas,
Dardos, sargentas, flechas y bastones,
Lazos de fuertes mimbres y bejucos,
Tiros arrojadizos y trabucos.


Algunas destas armas han tomado
De los cristianos nuevamente ahora,
Que el contino ejercicio y el cuidado
Enseña y aprovecha cada hora,
Y otras, según los tiempos, inventado;
Que es la necesidad grande inventora,
Y el trabajo solícito en las cosas
Maestro de invenciones ingeniosas.


Tienen fuertes y dobles coseletes,
Arma común á todos los soldados,
Y otros á la manera de sayetes
Que son, aunque modernos, más usados:
Grebas, brazales, golas, capacetes
De diversas hechuras encajados,
Hechos de piel curtida y duro cuero,
Que no basta ofenderle el fino acero.


Cada soldado una arma solamente
Ha de aprender y en ella ejercitarse,
Y es aquella á que más naturalmente
En la niñez mostrare aficionarse;
Desta sola procura diestramente
Saberse aprovechar, y no empacharse
En jugar de la pica el que es flechero,
Ni de la maza y flechas el piquero.


Hacen su campo, y muéstranse en formados
Escuadrones distintos muy enteros,
Cada hila de más de cien soldados,
Entre una pica y otra los flecheros,
Que de lejos ofenden desmandados
Bajo la protección de los piqueros,
Que van hombro con hombro, como digo,
Hasta medir á pica al enemigo.


Si el escuadrón primero que acomete
Por fuerza viene á ser desbaratado,
Tan presto á socorrerle otro se mete,
Que casi no da tiempo á ser notado;
Si aquél se desbarata, otro arremete
Y estando ya el primero reformado,
Moverse de su término no puede
Hasta ver lo que al otro le sucede.


De pantanos procuran guarnecerse
Por el daño y temor de los caballos,
Donde suelen á veces acogerse
Si viene á suceder desbaratallos;
Allí pueden seguros rehacerse,
Ofenden sin que puedan enojallos;
Que el falso sitio y gran inconveniente
Impide la llegada á nuestra gente.


Del escuadrón se van adelantando
Los bárbaros que son sobresalientes;
Soberbios cielo y tierra despreciando,
Ganosos de extremarse por valientes;
Las picas por los cuentos arrastrando,
Poniéndose en posturas diferentes,
Diciendo: «Si hay valiente algún cristiano,
Salga luego adelante mano á mano»


Hasta treinta ó cuarenta en compañía,
Ambiciosos de crédito y loores,
Vienen con grande y bizarría
Al son de presurosos atambores:
Las armas matizadas á porfía
Con varias y finísimas colores,
De poblados penachos adornados,
Saltando acá y allá por todos lados.


Hacen fuerzas ó fuertes cuando entienden
Ser el lugar y sitio en su provecho,
Ó si ocupar un término pretenden,
Ó por algún aprieto y grande estrecho,
De do más á su salvo se defienden
Y salen de rebato á caso hecho,
Recogiéndose á tiempo al sitio fuerte
Que su forma y hechura es desta suerte.


Señalado el lugar, hecha la traza,
De poderosos árboles labrados,
Cercan una cuadrada y ancha plaza
En valientes estacas afirmados,
Que á los de fuera impide y embaraza
La entrada y combatir, porque, guardados
Del muro los de dentro, fácilmente
De mucha se defiende poca gente.


Solían antiguamente de tablones
Hacer dentro del fuerte otro apartado,
Puestos de trecho á trecho unos troncones,
En los cuales el muro iba fijado
Con cuatro levantados torreones
Á caballero del primer cercado,
De pequeñas troneras lleno el muro,
Para jugar sin miedo y más seguro.


En torno desta plaza poco trecho
Cercan de espesos hoyos por de fuera:
Cual es largo, cual ancho, cual estrecho:
Y así van sin faltar desta manera,
Para el incauto mozo que, de hecho,
Apresura el caballo en la carrera
Tras el astuto bárbaro engañoso
Que le mete en el cerco peligroso.


También suelen hacer hoyos mayores
Con estacas agudas en el suelo,
Cubiertos de carrizo, yerba y flores,
Porque puedan picar más sin recelo:
Allí los indiscretos corredores,
Teniendo sólo por remedio el cielo,
Se sumen dentro y quedan enterrados
En las agudas puntas estacados.


De consejo y acuerdo una manera
Tienen de tiempo antiguo acostumbrada;
Que es hacer un convite y borrachera
Cuando sucede cosa señalada:
Y así cualquier señor que la primera
Nueva del tal suceso le es llegada,
Despacha con presteza embajadores
A todos los caciques y señores.


Haciéndoles saber como se ofrece
Necesidad y tiempo de juntarse,
Pues á todos les toca y pertenece
Que es bien con brevedad comunicarse:
Según el caso, así se lo encarece,
Y el daño que se sigue en dilatarse;
Lo cual, visto que á todos les conviene,
Ninguno venir puede que no viene.


Juntos, pues, los caciques del senado,
Propóneles el caso nuevamente;
El cual por ellos visto y ponderado,
Se trata del remedio conveniente;
Y resueltos en uno, y decretado
Si alguno de opinión es diferente,
No puede, en cuanto al débito, eximirse,
Que allí la mayor voz ha de seguirse.


Después que cosa en contra no se halla,
Se va el nuevo decreto declarando
Por la gente común y de canalla
Que alguna novedad está aguardando:
Si viene á averiguarse por batalla,
Con gran rumor lo van manifestando
De trompas y atambores altamente,
Porque á noticia venga de la gente.


Tienen un plazo puesto y señalado
Para se ver sobre ello y remirarse,
Tres días se han de haber ratificado
En la difinición sin retratarse,
Y el franco y libre término pasado
Es de ley imposible revocarse,
Y así como á forzoso acaecimiento
Se disponen al nuevo movimiento.


Hácese este concilio en un gracioso
Asiento de mil florestas escogido,
Donde se muestra el campo más hermoso
De infinidad de flores guarnecido;
Allí de un viento fresco y amoroso
Los árboles se mueven con ruïdo,
Cruzando muchas veces por el prado
Un claro arroyo limpio y sosegado,


Do una fresca y altísima alameda
Por orden y artificio tienen puesta
En torno de la plaza, y ancha rueda,
Capaz de cualquier junta y grande fiesta,
Que convida á descanso y al Sol veda
La entrada y paso en la enojosa siesta:
Allí se oye la dulce melodía
Del canto de las aves y armonía.


Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta
Aquel que fué del cielo derribado,
Que como á poderoso y gran profeta
Es siempre en sus cantares celebrado:
Invocan su furor con falsa seta
Y á todos sus negocios es llamado,
Teniendo cuanto dice por seguro
Del próspero suceso ó mal futuro,


Y cuando quieren dar una batalla,
Con él lo comunican en su rito:
Si no responde bien, dejan de dalla,
Aunque más les insista el apetito;
Caso grave y negocio no se halla
Do no sea convocado este maldito;
Llámanle Eponamón, y, comúnmente,
Dan este nombre á alguno si es valiente.


Usan el falso oficio de hechiceros,
Ciencia á que naturalmente se inclinan,
En señales mirando y en agüeros,
Por las cuales sus cosas determinan:
Veneran á los necios agoreros
Que los casos futuros adivinan:
El agüero acrecienta su osadía,
Y les infunde miedo y cobardía.


Algunos destos son predicadores,
Tenidos en sagrada reverencia:
Que sólo se mantienen de loores
Y guardan vida estrecha y abstinencia:
Estos son los que ponen en errores
Al liviano común con su elocuencia,
Teniendo por tan cierta su locura
Como nos la Evangélica Escritura.


Y estos que guardan orden algo estrecha
No tienen ley, ni Dios, ni que hay pecados;
Mas sólo aquel vivir les aprovecha
De ser por sabios hombres reputados;
Pero la espada, lanza, el arco y flecha
Tienen por mejor ciencia otros soldados,
Diciendo que el agüero alegre ó triste
En la fuerza y el ánimo consiste.


En fin, el hado y clima desta tierra,
Si su estrella y pronósticos se miran,
Es contienda, furor, discordia, guerra,
Y á sólo esto los ánimos aspiran:
Todo su bien y mal aquí se encierra;
Son hombres que de súbito se aíran,
De condicion feroces, impacientes,
Amigos de domar extrañas gentes.


Son de gestos robustos, desbarbados,
Bien formados los cuerpos y crecidos;
Espaldas grandes, pechos levantados,
Recios miembros, de niervos bien fornidos;
Ágiles, desenvueltos, alentados,
Animosos, valientes, atrevidos,
Duros en el trabajo, y sufridores
De fríos mortales, hambres y calores.


No ha habido rey jamás que sujetase
Esta soberbia gente libertada,
Ni extranjera nación que se jatase
De haber dado en sus términos pisada;
Ni comarcana tierra que se osase
Mover en contra y levantar espada:
Siempre fué exenta, indómita, temida,
De leyes libre y de cerviz erguida.


El potente rey Inga, aventajado
En todas las antárticas regiones.
Fué un señor en extremo aficionado
Á ver y conquistar nuevas naciones;
Y por la gran noticia del Estado,
Á Chile despachó sus Orejones,
Mas la parlera fama desta gente
La sangre les templó y ánimo ardiente.


Pero los nobles Ingas valerosos
Los despoblados ásperos rompieron,
Y en Chile algunos pueblos belicosos
Por fuerza á servidumbre los trujeron:
Á do leyes y edictos trabajosos
Con dura mano armada introdujeron,
Haciéndolos con fueros disolutos
Pagar grandes subsidios y tributos.


Dado asiento en la tierra y reformado
El campo con ejército pujante,
En demanda del reino deseado
Movieron sus escuadras adelante:
No hubieron muchas millas caminado,
Cuando entendieron que era semejante
El valor á la fama que, alcanzada,
Tenía el pueblo araucano por la espada.


Los Promaucaes de Maule, que supieron
El vano intento de los Ingas vanos,
Al paso y duro encuentro les salieron,
No menos en buen orden que lozanos;
Y las cosas de suerte sucedieron
Que, llegando estas gentes á las manos,
Murieron infinitos Orejones,
Perdiendo el campo y todos los pendones.


Los indios Promaucaes es una gente
Que está cien millas antes del Estado:
Brava, soberbia, próspera y valiente,
Que bien los españoles la han probado;
Pero con cuanto digo, es diferente
De la fiera nación, que, cotejado
El valor de las armas y excelencia,
Es grande la ventaja y diferencia.


Los Ingas, que la fuerza conocían
Que en la provincia indómita se encierra,
Y cuán poco á los brazos ganarían
Llegada al cabo la empezada guerra;
Visto el errado intento que traían,
Desamparando la ganada tierra,
Volvieron á los pueblos que dejaron,
Donde por algún tiempo reposaron.


Pues don Diego de Almagro, adelantado,
Que en otras mil conquistas se había visto,
Por sabio en todas ellas reputado,
Animoso, valiente, franco y quisto,
Á Chile caminó determinado
De extender y ensanchar la fe de Cristo;
Pero en llegando al fin deste camino,
Dar en breve la vuelta le convino.


Á sólo el de Valdivia esta vitoria
Con justa y gran razón le fué otorgada,
Y es bien que se celebre su memoria,
Pues pudo adelantar tanto su espada;
Este alcanzó en Arauco aquella gloria,
Que de nadie hasta allí fuera alcanzada,
La altiva gente al grave yugo trujo
Y en opresión la libertad redujo.


Con una espada y capa solamente,
Ayudado de industria que tenía,
Hizo con brevedad de buena gente
Una lucida y gruesa compañía;
Y con designio y ánimo valiente
Toma de Chile la derecha vía,
Resuelto en acabar desta salida
La demanda difícil ó la vida.


Vióse en el largo y áspero camino
Por hambre, sed y frío en gran estrecho;
Pero con la constancia que convino,
Puso al trabajo el animoso pecho.
Y el diestro hado y próspero destino
En Chile le metieron, á despecho
De cuantos estorbarlo procuraron,
Que en su daño las armas levantaron.


Tuvo á la entrada con aquellas gentes
Batallas y recuentros peligrosos,
En tiempos y lugares diferentes,
Que estuvieron los fines bien dudosos;
Pero, al cabo, por fuerza los valientes
Españoles, con brazos valerosos,
Siguiendo el hado y con rigor la guerra,
Ocuparon gran parte de la tierra.


No sin gran riesgo y pérdidas de vidas.
Asediados seis años sostuvieron,
Y de incultas raíces desabridas
Los trabajados cuerpos mantuvieron,
Do las bárbaras armas oprimidas
Á la española devoción trujeron,
Por ánimo constante y raras pruebas,
Criando en los trabajos fuerzas nuevas.


Después entró Valdivia conquistando
Con esfuerzo y espada rigurosa,
Los Promaucaes por fuerza sujetando,
Curios, Cauquenes, gente belicosa,
Y el Maule y raudo Itata atravesando,
Llegó al Andaliën, do la famosa
Ciudad fundó de muros levantada,
Felice en poco tiempo y desdichada.


Una batalla tuvo aquí sangrienta
Donde á punto llegó de ser perdido;
Pero Dios le acorrió en aquella afrenta,
Que en todas las demás le había acorrido;
Otros dello darán más larga cuenta,
Que les está este cargo cometido;
Allí fué preso el bárbaro Ainavillo,
Honor de los Pencones y caudillo.


De allí llegó al famoso Biobío,
El cual divide á Penco del Estado,
Que del Nibequetén, copioso río,
Y de otros viene al mar acompañado,
De donde con presteza y nuevo brío,
En orden buena y escuadrón formado,
Pasó de Andalicán la áspera sierra,
Pisando la araucana y fértil tierra.


No quiero detenerme más en esto,
Pues que no es mi intención dar pesadumbre;
Y así pienso pasar por todo presto
Huyendo de importunos la costumbre;
Digo con tal intento y presupuesto,
Que antes que los de Arauco á servidumbre
Viniesen, fueron tantas las batallas,
Que dejo de prolijas de contallas.


Ayudó mucho el inorante engaño
De ver en animales corregidos
Hombres que por milagro y caso extraño,
De la región celeste eran venidos:
Y del súbito estruendo y grave daño
De los tiros de pólvora sentidos,
Como á inmortales dioses los temían,
Que con ardientes rayos combatían.


Los españoles hechos hazañosos
El error confirmaban de inmortales,
Afirmando los más supersticiosos
Por los presentes los futuros males:
Y así tibios, suspensos y dudosos,
Viendo de su opresión claras señales,
Debajo de hermandad y fe jurada
Dió Arauco la obediencia jamás dada.


Dejando allí el seguro suficiente,
Adelante los nuestros caminaron;
Pero todas las tierras llanamente,
Viendo Arauco sujeta, se entregaron,
Y reduciendo á su opinión gran gente,
Siete ciudades prósperas fundaron:
Coquimbo, Penco, Angol y Santiago,
La Imperial, Villa-Rica y la del Lago.


El felice suceso, la vitoria,
La fama y posesiones que adquirían,
Los trujo á tal soberbia y vanagloria,
Que en mil leguas diez hombres no cabían,
Sin pasarles jamás por la memoria
Que en siete pies de tierra al fin habían
De venir á caber sus hinchazones,
Su gloria vana y vanas pretensiones.


Crecían los intereses y malicia
A costa del sudor y daño ajeno,
Y la hambrienta y mísera codicia
Con libertad paciendo iba sin freno:
La ley, derecho, el fuero y la justicia
Era lo que Valdivia había por bueno,
Remiso en gravees culpas y piadoso
Y en los casos livianos riguroso.


Así el ingrato pueblo castellano
En mal y estimación iba creciendo,
Y siguiendo el soberbio intento vano
Tras su fortuna próspera corriendo;
Pero el Padre del cielo soberano
Atajó este camino, permitiendo
Que aquel á quien él mismo puso el yugo
Fuese el cuchillo y áspero verdugo.


El Estado araucano, acostumbrado
A dar leyes, mandar y ser temido,
Viéndose de su trono derribado
Y de mortales hombres oprimido,
De adquirir libertad determinado,
Reprobando el subsidio padecido,
Acude al ejercicio de la espada,
Ya por la paz ociosa desusada.


Dieron señal primero y nuevo tiento,
(Por ver con qué rigor se tomaría)
En dos soldados nuestros, que á tormento
Mataron sin razón y causa un día;
Disimulóse aquel atrevimiento,
Y con esto crecióles la osadía;
No aguardando á más tiempo abiertamente
Comienzan á llamar y juntar gente.


Principio fué del daño no pensado
El no tomar Valdivia presta enmienda
Con ejemplar castigo del Estado;
Pero nadie castiga en su hacienda:
El pueblo sin temor desvergonzado,
Con nueva libertad, rompe la rienda
Del homenaje hecho y la promesa,
Como el segundo canto aquí lo expresa.

Canto II

Pónese la discordia que entre los caciques de Arauco hubo sobre la elección del capitán general, y el medio que se tomó por el consejo del cacique Colocolo, con la entrada que por engaño los bárbaros hicieron en la casa fuerte de Tucapel, y la batalla que con los españoles tuvieron.


Muchos hay en el mundo que han llegado
A la engañosa alteza desta vida,
Que Fortuna los ha siempre ayudado
Y dádoles la mano á la subida,
Para después de haberlos levantado,
Derribarlos con mísera caída,
Cuando es mayor el golpe y sentimiento
Y menos el pensar que hay mudamiento.


No entienden con la próspera bonanza
Quel contento es principio de tristeza,
Ni miran en la súbita mudanza
Del consumidor tiempo y su presteza:
Mas con altiva y vana confianza,
Quieren que en su fortuna haya firmeza;
La cual, de su aspereza no olvidada,
Revuelve con la vuelta acostumbrada.


Con un revés de todo se desquita,
Que no quiere que nadie se le atreva,
Y mucho más que da siempre les quita,
No perdonando cosa vieja y nueva;
De crédito y de honor los necesita,
Que en el fin de la vida está la prueba,
Por el cual han de ser todos juzgados,
Aunque lleven principios acertados.


Del bien perdido, al cabo, ¿qué nos queda
Sino pena, dolor y pesadumbre?
Pensar que en él fortuna ha de estar queda,
Antes dejara el Sol de darnos lumbre,
Que no es su condición fijar la rueda,
Y es malo de mudar vieja costumbre.
El más seguro bien de la Fortuna
Es no haberla tenido vez alguna.


Esto verse podrá por esta historia,
Ejemplo dello aquí puede sacarse,
Que no bastó riqueza, honor y gloria,
Con todo el bien que puede desearse,
Á llevar adelante la vitoria;
Que el claro cielo al fin vino á turbarse,
Mudando la Fortuna en triste estado
El curso y orden próspera del Hado.


La gente nuestra ingrata se hallaba
En la prosperidad que arriba cuento,
Y en otro mayor bien, que me olvidaba,
Hallado en pocas casas, que es contento;
De tal manera en él se descuidaba
(Cierta señal de triste acaecimiento)
Que en una hora perdió el honor y estado
Que en mil años de afán había ganado.


Por dioses, como dije, eran tenidos
De los indios los nuestros; pero olieron
Que de mujer y hombre eran nacidos,
Y todas sus flaquezas entendieron:
Viéndolos á miserias sometidos
El error inorante conocieron,
Ardiendo en viva rabia avergonzados
Por verse de mortales conquistados.


No queriendo á más plazo diferirlo,
Entrellos comenzó luego á tratarse
Que, para en breve tiempo concluirlo
Y dar el modo y orden de vengarse,
Se junten á consulta á difinirlo,
Do venga la sentencia á pronunciarse
Dura, ejemplar, cruel, irrevocable,
Horrenda á todo el mundo y espantable.


Iban ya los caciques ocupando
Los campos con la gente que marchaba,
Y no fué menester general bando,
Que el deseo de la guerra los llamaba
Sin promesas ni pagas, deseando
El esperado tiempo, que tardaba
Para el decreto y áspero castigo
Con muerte y destruición del enemigo.


De algunos que en la junta se hallaron
Es bien que haya memoria de sus nombres,
Que, siendo incultos bárbaros ganaron
Con no poca razón claros renombres;
Pues en tan breve término alcanzaron
Grandes vitorias de notables hombres,
Que dellas darán fe los que vivieren
Y los muertos allá donde estuvieren.


Tucapel se llamaba aquel primero
Que al plazo señalado había venido;
Este fué de cristianos carnicero,
Siempre en su enemistad endurecido:
Tiene tres mil vasallos el guerrero,
De todos como rey obedecido.
Ongol luego llegó, mozo valiente;
Gobierna cuatro mil, lucida gente.


Cayocupil, cacique bullicioso,
No fué el postrero que dejó su tierra,
Que allí llegó el tercero, deseoso
De hacer á todo el mundo él solo guerra;
Tres mil vasallos tiene este famoso
Usados tras las fieras en la sierra,
Millarapué, aunque viejo, el cuarto vino,
Que cinco mil gobierna de contino.


Paicabí se juntó aquel mismo día:
Tres mil diestros soldados señorea.
No lejos, Lemolemo dél venía,
Que tiene seis mil hombres de pelea.
Mareguano, Gualemo y Lebopía
Se dan prisa á llegar, porque se vea
Que quieren ser en todo los primeros;
Gobiernan estos tres mil guerreros.


No se tardó en venir, pues, Elicura,
Que al tiempo y plazo puesto había llegado,
De gran cuerpo, robusto en la hechura,
Por uno de los fuertes reputado:
Dice que ser sujeto es gran locura
Quien seis mil hombres tiene á su mandado.
Luego llegó el anciano Colocolo,
Otros tantos y más rige éste solo.


Tras éste á la consulta Ongolmo viene,
Que cuatro mil guerreros gobernaba.
Purén en arribar no se detiene,
Seis mil súbditos éste administraba.
Pasados de seis mil Lincoya tiene,
Que bravo y orgulloso ya llegaba,
Diestro, gallardo, fiero en el semblante,
De proporción y altura de gigante.


Peteguelén, cacique señalado,
Que el gran valle de Arauco le obedece
Por natural señor, y así el Estado
Este nombre tomó, según parece,
Como Venecia, pueblo libertado,
Que en todo aquel gobierno más florece,
Tomando el nombre dél la Señoría:
Así guarda el Estado el nombre hoy día.


Este no se halló personalmente
Por estar impedido de cristianos;
Pero de seis mil hombres que él, valiente,
Gobierna, naturales araucanos,
Acudió, desmandada, alguna gente
Á ver si es menester mandar las manos.
Caupolicán el fuerte no venía,
Que toda Pilmaiquén le obedecía.


Tomé y Andalicán también vinieron,
Que eran del araucano regimiento,
Y otros muchos caciques acudieron,
Que por no ser prolijo no los cuento.
Todos con leda faz se recibieron,
Mostrando en verse juntos gran contento;
Después de razonar en su venida
Se comenzó la espléndida comida.


Al tiempo que el beber furioso andaba
Y mal de las tinajas el partido,
De palabra en palabra se llegaba
Á encenderse entre todos gran ruïdo;
La razón uno de otro no escuchaba,
Sabida la ocasión do había nacido;
Vino sobre cual era el más valiente
Y digno del gobierno de la gente.


Así creció el furor, que derribando
Las mesas, de manjares ocupadas,
Aguijan á las armas, desgajando
Las ramas al depósito obligadas,
Y dellas se aperciben, no cesando
Palabras peligrosas y pesadas,
Que atizaban la cólera encendida
Con el calor del vino y la comida.


El audaz Tucapel claro decía
Que el cargo del mandar le pertenece,
Pues todo el universo conocía
Que, si va por valor, que lo merece:
«Ninguno se me iguala en valentía;
De mostrarlo estoy presto, si se ofrece,
(Añade el jactancioso) á quien quisiere,
Y á aquel que esta razón contradijere…»


Sin dejarle acabar, dijo Elicura:
«Á mí es dado el gobierno desta danza,
Y el simple que intentare otra locura
Ha de probar el hierro de mi lanza.»
Ongolmo, que el primero ser procura,
Dice: «Yo no he perdido la esperanza
En tanto que este brazo sustentare,
Y con él, la ferrada gobernare.»


De cólera Lincoya y rabia insano,
Responde: «Tratar deso es devaneo,
Que ser señor del mundo es en mi mano,
Si en ella libre este bastón poseo.»
«Ninguno, dice Angol, será tan vano,
Que ponga en igualárseme el deseo;
Pues es más el temor que pasaría
Que la gloria que el hecho le daría».


Cayocupil, furioso y arrogante,
La maza esgrime, haciéndose á lo largo,
Diciendo: «Yo veré quién es bastante
Á dar de lo que ha dicho más descargo;
Haceos los pretensores adelante,
Veremos de cual dellos es el cargo;
Que de probar aquí luego me ofrezco,
Que más que todos juntos lo merezco.»


«Alto, sús, que yo acoto el desafío,
(Responde Lemolemo), y tengo en nada
Poner á nueva prueba lo que es mío,
Que más quiero librarlo por la espada;
Mostraré ser verdad lo que porfío
Á dos, á cuatro, á seis en la estacada,
Y si todos quistión quereis conmigo,
Os haré manifiesto lo que digo.»


Purén, que estaba aparte, habiendo oído
La plática enconosa y rumor grande,
Diciendo, en medio dellos se ha metido,
Que nadie en su presencia se desmande;
¿Y quién á imaginar es atrevido
Que donde está Purén más otro mande?
La grita y el furor se multiplica,
Quién esgrime la maza, y quién la pica.


Tomé y otros caciques se metieron
En medio destos bárbaros de presto,
Y con dificultad los despartieron,
Que no hicieron poco en hacer esto;
De herirse lugar aún no tuvieron,
Y en voz airada, ya el temor pospuesto,
Colocolo, el cacique más anciano,
Á razonar así tomó la mano:


«Caciques, del estado defensores,
Codicia de mandar no me convida,
Á pesarme de veros pretensores
De cosa que á mí tanto era debida,
Porque, según mi edad, ya veis, señores,
Que estoy al otro mundo de partida;
Mas el amor que siempre os he mostrado
Á bien aconsejaros me ha incitado.


«¿Por qué cargos honrosos pretendemos
Y ser en opinión grande tenidos,
Pues que negar al mundo no podemos
Haber sido sujetos y vencidos?
Y en esto averiguarnos no queremos,
Estando aún de españoles oprimidos;
Mejor fuera esa furia ejecutalla
Contra el fiero enemigo en la batalla.


«¿Qué furor es el vuestro ¡oh araucanos!,
Que á perdición os lleva sin sentillo?
Contra vuestras entrañas teneis manos,
Y no contra el tirano en resistillo?
¿Teniendo tan á golpe á los cristianos,
Volveis contra vosotros el cuchillo?
Si gana de morir os ha movido,
No sea en tan bajo estado y abatido.


«Volved las armas y ánimo furioso
A los pechos de aquellos que os han puesto
En dura sujeción con afrentoso
Partido á todo el mundo manifiesto:
Lanzad de vos el yugo vergonzoso;
Mostrad vuestro valor y fuerza en esto:
No derrameis la sangre del Estado
Que para redemirnos ha quedado.


«No me pesa de ver la lozanía
De vuestro corazón, antes me esfuerza:
Mas temo que esta vuestra valentía,
Por mal gobierno el buen camino tuerza:
Que, vuelta entre nosotros la porfía,
Degolláis vuestra patria con su fuerza:
Cortad, pues, si ha de ser desa manera,
Esta vieja garganta la primera:


«Que esta flaca persona, atormentada
De golpes de fortuna, no procura
Sino el agudo filo de una espada,
Pues no la acaba tanta desventura:
Aquella vida es bien afortunada,
Que la temprana muerte la asegura;
Pero, á nuestro bien público atendiendo,
Quiero decir en esto lo que entiendo.


«Pares sois en valor y fortaleza;
El cielo os igualó en el nacimiento;
De linaje, de estado y de riqueza
Hizo á todos igual repartimiento;
Y en singular por ánimo y grandeza
Podeis tener del mundo el regimiento:
Que este gracioso don, no agradecido,
Nos ha al presente término traído.


«En la virtud de vuestro brazo espero
Que puede en breve tiempo remediarse,
Mas ha de haber un capitán primero
Que todos por él quieran gobernarse:
Este será quien más un gran madero
Sustentare en el hombro sin pararse;
Y pues que sois iguales en la suerte,
Procure cada cual de ser más fuerte.»


Ningún hombre dejó de estar atento
Oyendo del anciano las razones,
Y puesto ya silencio al parlamento,
Hubo entre ellos diversas opiniones:
Al fin, de general consentimiento,
Siguiendo las mejores intenciones,
Por todos los caciques acordado
Lo propuesto del viejo fué acetado.


Podría de alguno ser aquí una cosa
Que parece sin término notada,
Y es que en una provincia poderosa,
En la milicia tanto ejercitada,
De leyes y ordenanzas abundosa,
No hubiese una cabeza señalada
Á quien tocase el mando y regimiento,
Sin allegar á tanto rompimiento.


Respondo á esto, que nunca sin caudillo
La tierra estuvo electo del senado:
Que, como dije, en Penco el Ainavillo
Fué por nuestra nación desbaratado;
Y viniendo de paz, en un castillo
Se dice, aunque no es cierto, que un bocado
Le dieron de veneno en la comida,
Donde acabó su cargo con la vida.


Pues el madero súbito traído
(No me atrevo á decir lo que pesaba),
Que era un macizo líbano fornido,
Que con dificultad se rodeaba:
Paicabí le aferró menos sufrido,
Y en los valientes hombros le afirmaba;
Seis horas lo sostuvo aquel membrudo,
Pero llegar á siete jamás pudo.


Cayocupil al tronco aguija presto,
De ser el más valiente confiado,
Y encima de los altos hombros puesto,
Lo deja á las cinco horas de cansado.
Gualemo lo probó, joven dispuesto,
Mas no pasó de allí: y esto acabado,
Angol el grueso leño tomó luego:
Duró seis horas largas en el juego.


Purén tras él lo trujo medio día,
Y el esforzado Ongolmo más de medio;
Y cuatro horas y media Lebopía,
Que de sufrirlo más no hubo remedio;
Lemolemo siete horas le traía,
El cual jamás en todo este comedio
Dejó de andar acá y allá saltando,
Hasta que ya el vigor le fué faltando.


Elicura á la prueba se previene,
Y en sustentar el líbano trabaja;
A nueve horas dejarle le conviene,
Que no pudiera más si fuera paja.
Tucapelo catorce lo sostiene,
Encareciendo todos la ventaja;
Pero en esto Lincoya, apercebido,
Mudé en un gran silencio aquel ruïdo.


De los hombros el manto derribando
Las terribles espaldas descubría,
Y el duro y grave leño levantando
Sobre el fornido asiento lo ponía;
Corre ligero aquí y allí, mostrando
Que poco aquella carga le impedía;
Era de Sol á Sol el día pasado,
Y el peso sustentaba aún no cansado.


Venía aprisa la noche, aborrecida
Por la ausencia del Sol; pero Diana
Les daba claridad con su salida,
Mostrándose á tal tiempo más lozana;
Lincoya con la carga no convida,
Aunque ya despuntaba la mañana,
Hasta que llegó el Sol al medio cielo,
Que dió con ella entonces en el suelo.


No se vió allí persona en tanta gente
Que no quedase atónita de espanto,
Creyendo no haber hombre tan potente
Que la pesada carga sufra tanto:
La ventaja le daban, juntamente
Con el gobierno, mando, y todo cuanto
A digno general era debido,
Hasta allí justamente merecido.


Ufano andaba el bárbaro y contento
De haberse más que todos señalado,
Cuando Caupolicán á aquel asiento
Sin gente á la ligera, había llegado:
Tenía un ojo sin luz de nacimiento,
Como un fino granate colorado;
Pero lo que en la vista le faltaba
En la fuerza y esfuerzo le sobraba.


Era este noble mozo de alto hecho,
Varón de autoridad, grave y severo,
Amigo de guardar todo derecho,
Áspero, riguroso y justiciero,
De cuerpo grande y relevado pecho,
Hábil, diestro, fortísimo y ligero,
Sabio, astuto, sagaz, determinado,
Y en casos de repente reportado.


Fué con alegre muestra recebido,
Aunque no sé si todos se alegraron:
El caso en esta suma referido
Por su término y puntos le contaron:
Viendo que Apolo ya se había escondido
En el profundo mar, determinaron
Que la prueba de aquel se dilatase
Hasta que la esperada luz llegase.


Pasábase la noche en gran porfía
Que causó esta venida entre la gente;
Cuál se atiene á Lincoya, y cual decía
Que es el Caupolicano más valiente:
Apuestas en favor y contra había,
Otros, sin apostar, dudosamente,
Hacia el oriente vueltos aguardaban
Si los febeos caballos asomaban.


Ya la rosada Aurora comenzaba
Las nubes á bordar de mil labores,
Y á la usada labranza despertaba
La miserable gente y labradores:
Y á los marchitos campos restauraba
La frescura perdida y sus colores,
Aclarando aquel valle la luz nueva,
Cuando Caupolicán viene á la prueba.


Con un desdén y muestra confiada,
Asiendo del troncón duro y nudoso,
Como si fuera vara delicada,
Se le pone en el hombro poderoso:
La gente enmudeció, maravillada
De ver el fuerte cuerpo tan nervoso:
La color á Lincoya se le muda,
Poniendo en su vitoria mucha duda.


El bárbaro sagaz de espacio andaba,
Y á toda prisa entraba el claro día:
El Sol las largas sombras acortaba,
Mas él nunca descrece en su porfía:
Al ocaso la luz se retiraba,
Ni por esto flaqueza en él había:
Las estrellas se muestran claramente.
Y no muestra cansancio aquel valiente.


Salió la clara Luna á ver la fiesta
Del tenebroso albergue húmido y frío.
Desocupando el campo y la floresta
De un negro velo lóbrego y sombrío:
Caupolicán no afloja de su apuesta,
Antes con mayor fuerza y mayor brío
Se mueve y representa de manera
Como si peso alguno no trujera.


Por entre dos altísimos ejidos
La esposa de Titón ya parecía,
Los dorados cabellos esparcidos,
Que de la fresca helada sacudía,
Con que á los mustios prados florecidos
Con el húmido humor reverdecía,
Y quedaba engastado así en las flores
Cual perlas entre piedras de colores.


El carro de Faetón sale corriendo
Del mar por el camino acostumbrado,
Sus sombras van los montes recogiendo
De la vista del Sol; y el esforzado
Varón, el grave peso sosteniendo,
Acá y allá se mueve no cansado;
Aunque otra vez la negra sombra espesa
Tornaba á parecer corriendo apriesa.


La Luna su salida provechosa
Por un espacio largo dilataba:
Al fin, turbia, encendida y perezosa,
De rostro y luz escasa se mostraba:
Paróse al medio curso más hermosa
A ver la extraña prueba en qué paraba;
Y viéndola en el punto y ser primero,
Se derribó en el ártico hemisfero;


Y el bárbaro en el hombro la gran viga,
Sin muestra de mudanza y pesadumbre,
Venciendo con esfuerzo la fatiga,
Y creciendo la fuerza por costumbre.
Apolo en seguimiento de su amiga,
Tendido había los rayos de su lumbre:
Y el hijo de Leocán, en el semblante,
Más firme que al principio y más constante.


Era salido el Sol cuando el inorme
Peso de las espaldas despedía,
Y un salto dió en lanzándole disforme,
Mostrando que aún más ánimo tenía:
El circunstante pueblo, en voz conforme,
Pronunció la sentencia, y le decía:
«Sobre tan firmes hombros descargamos
El peso y grave carga que tomamos».


El nuevo juego y pleito difinido,
Con las más cerimonias que supieron,
Por sumo capitán fué recibido
Y á su gobernación se sometieron;
Creció en reputación, fué tan temido
Y en opinión tan grande le tuvieron,
Que ausentes muchas leguas dél temblaban,
Y casi como á rey le respetaban.


Es cosa en que mil gentes han parado,
Y están en duda muchos hoy en día,
Pareciéndoles que esto que he contado
Es alguna fición y poesía:
Pues en razón no cabe, que un senado,
De tan gran diciplina y pulicía,
Pusiese una elección de tanto peso
En la robusta fuerza y no en el seso.


Sabed que fué artificio, fué prudencia
Del sabio Colocolo, que miraba
La dañosa discordia y diferencia
Y el gran peligro en que su patria andaba:
Conociendo el valor y suficiencia
De este Caupolicán que ausente estaba,
Varón en cuerpo y fuerzas extremado,
De rara industria y ánimo dotado.


Así propuso astuta y sabiamente,
Para que la eleción se dilatase,
La prueba, al parecer, impertinente,
En que Caupolicán se señalase;
Y en esta dilación secretamente
Dándole aviso, á la eleción llegase,
Trayendo así el negocio por rodeo
A conseguir su fin y buen deseo.


Celebraba con pompa allí el senado
De la justa eleción la fiesta honrosa;
Y el nuevo capitán, ya con cuidado
De dar principio á alguna grande cosa,
Manda á Palta, sargento, que, callado,
De la gente más presta y animosa
Ochenta diestros hombres aperciba,
Y á su cargo apartados los reciba.


Fueron pues escogidos los ochenta
De más esfuerzo y menos conocidos:
Entre ellos dos soldados de gran cuenta,
Por quien fuesen mandados y regidos;
Hombres diestros, usados en afrenta,
A cualquiera peligro apercebidos:
El uno se llamaba Cayeguano,
El otro Alcatipay de Talcaguano.


Tres castillos los nuestros ocupados
Tenían para el seguro de la tierra,
De fuertes y anchos muros fabricados,
Con foso que los ciñe en torno y cierra;
Guarnecidos de pláticas soldados,
Usados al trabajo de la guerra:
Caballos, bastimento, artillería,
Que en espesas troneras asistía.


Estaba el uno cerca del asiento
Adonde era la fiesta celebrada;
Y el araucano ejército contento,
Mostrando no tener al mundo en nada,
Que con discurso vano y movimiento
Quería llevarlo todo á pura espada:
Pero Caupolicán más cuerdamente,
Trataba del remedio conveniente.


Había entre ellos algunas opiniones
De cercar el castillo más vecino;
Otros, que con formados escuadrones
Á Penco enderezasen el camino:
Dadas de cada parte sus razones,
Caupolicán en nada desto vino;
Antes al pabellón se retiraba
Y á los ochenta bárbaros llamaba.


Para entrar el castillo fácilmente
Les da industria y manera disfrazada,
Con expresa instrución, que plaza y gente
Metan á fuego y á rigor de espada;
Porque él luego tras ellos, diligente,
Ocupará los pasos y la entrada:
Después de haberlos bien amonestado
Pusieron en efeto lo tratado.


Era en aquella plaza y edificio
La entrada á los de Arauco defendida,
Salvo los necesarios al servicio
De la gente española, estatuïda
Á la defensa della y ejercicio
De la fiera Belona enbravecida;
Y así los cautos bárbaros soldados,
De feno, yerba y leña iban cargados.


Sordos á las demandas y preguntas,
Siguen su intento y el camino usado,
Las cargas en hilera y orden juntas,
Habiendo entre los haces sepultado
Astas fornidas de ferradas puntas;
Y así contra el castillo, descuidado
Del encubierto engaño, caminaban,
Y en los vedados límites entraban.


El puente, muro y puerta atravesando,
Miserables, los gestos afligidos,
Algunos de cansados cojeando,
Mostrándose marchitos y encogidos;
Pero dentro las cargas desatando,
Arrebatan las armas atrevidos,
Con amenaza orgullo y confianza
De la esperada y súbita venganza.


Los fuertes españoles salteados,
Viendo la airada muerte tan vecina,
Corren presto á las armas, alterados
De la extraña cautela repentina:
Y, á vencer ó morir determinados.
Cuál con celada, cuál con coracina,
Salen á resistir la furia insana
De la brava y audaz gente araucana.


Asáltanse con ímpetu furioso,
Suenan los hierros de una y de otra parte:
Allí muestra su fuerza el sanguinoso
Y más que nunca embravecido Marte:
De vencer cada uno deseoso,
Buscaba nuevo modo, industria y arte,
De encaminar el golpe de la espada
Por do diese á la muerte franca entrada.


La saña y el coraje se renueva
Con la sangre que saca el hierro duro:
Ya la española gente á la india lleva
A dar de las espaldas en el muro;
Ya el infiel escuadrón con fuerza nueva
Cobra el perdido campo mal seguro,
Que estaba de los golpes esforzados
Cubierto de armas, y ellos desarmados.


Viéndose en tanto estrecho los cristianos,
De temor y vergüenza constreñidos,
Las espadas aprietan en las manos,
En ira envueltos y en furor metidos,
Cargan sobre los fieros araucanos
Por el ímpetu nuevo enflaquecidos;
Entran en ellos, hieren y derriban,
Y á muchos de cuidado y vida privan.


Siempre los españoles mejoraban,
Haciendo fiero estrago y tan sangriento
En los osados indios, que pagaban
El poco seso y mucho atrevimiento;
Casi defensa en ellos no hallaban:
Pierden la plaza y cobran escarmiento:
Al fin, de tal manera los trataron
Que fuera de los muros los lanzaron.


Apenas Cayeguán y Talcaguano
Salían, cuando con paso apresurado
Asomó el escuadrón caupolicano,
Teniendo el hecho ya por acabado;
Mas viendo el esperado efeto vano,
Y el puente del castillo levantado,
Pone cerco sobre él, con juramento
De no dejarle piedra en el cimiento.


Sintiendo un español mozo que había
Demasiado temor en nuestra gente,
Más de temeridad que de osadía,
Cala sin miedo y sin ayuda el puente;
Y puesto en medio de él, alto decía:
«Salga adelante, salga el más valiente;
Uno por uno á treinta desafío,
Y á mil no negaré este cuerpo mío.»


No tan presto las fieras acudieron
Al bramar de la res desamparada,
Que de lejos sin orden conocieron
Del pueblo y moradores apartada,
Como los araucanos cuando oyeron
Del valiente español la voz osada,
Partiendo más de ciento presurosos,
Del lance y cierta presa codiciosos.


No porque tantos vengan temor tiene
El gallardo español, ni esto le espanta,
Antes al escuadrón que espeso viene
Por mejor recebirle, se adelanta;
El curso enfrena, el ímpetu detiene
De los fieros contrarios, que con tanta
Furia se arroja entre ellos sin recelo,
Que rodaron algunos por el suelo.


De dos golpes á dos tendió por tierra,
La espada revolviendo á todos lados:
Aquí esparce una junta, y allí cierra
Adonde vee los más amontonados.
Igual andaba la desigual guerra
Cuando los españoles bien armados,
Abriendo con presteza un gran postigo
Salen á la defensa del amigo.


Acuden los contrarios de otra parte
Y en medio de aquel campo y ancho llano
Al ejercicio del sangriento Marte
Viene el bando español y el araucano:
La primera batalla se desparte,
Que era de ciento á un solo castellano,
Vuelven el crudo hierro no teñido
Contra los que del fuerte habían salido.


Arrójanse con furia, no dudando
En las agudas armas por juntarse,
Y con las duras puntas van tentando
Las partes por do más pueden dañarse:
Cual los cíclopes suelen martillando
En las vulcanas yunques fatigarse,
Así martillan, baten y cercenan,
Y las cavernas cóncavas atruenan.


Andaba la vitoria así igualmente;
Mas gran ventaja y diferencia había
En el número y copia de la gente,
Aunque el valor de España lo suplía:
Pero el soberbio bárbaro impaciente,
Viendo que un nuestro á ciento resistía,
Con diabólica furia y movimiento
Arranca á los cristianos del asiento.


Los españoles, sin poder sufrillo,
Dejan el campo, y de tropel corriendo,
Se lanzan por las puertas del castillo
Al bárbaro la entrada resistiendo;
Levan el puente, calan el rastrillo,
Reparos y defensas preveeniendo,
Suben tiros y fuegos á lo alto,
Temiendo el enemigo y fiero asalto.


Pero viendo ser todo perdimiento
Y aprovecharles poco ó casi nada,
De voto y de común consentimiento;
Su clara destrucción considerada,
Acuerdan de dejar el fuerte asiento;
Y así en la escura noche deseada,
Cuando se muestra el mundo más quiëto
La partida pusieron en efeto.


Á punto estaban y á caballo cuando
Abren las puertas, derribando el puente,
Y á los prestos caballos aguijando
El escuadrón embisten de la frente;
Rompen por él, hiriendo y tropellando,
Y sin hombre perder dichosamente
Arriban á Purén, plaza segura,
Cubiertos de la noche y sombra escura.


Mientras esto en Arauco sucedía,
En el pueblo de Penco más vecino,
Que á la sazón en Chile florecía,
Fértil de ricas minas de oro fino,
El capitán Valdivia residía;
Donde la nueva por el aire vino,
Que afirmaba con término asignado
La alteración y junta del Estado.


El común, siempre amigo de ruïdo,
La libertad y guerra deseando,
Por su parte alterado y removido,
Se va con este son desentonando;
Al servicio no acude prometido,
Sacudiendo la carga y levantando
La soberbia cerviz desvergonzada,
Negando la obediencia á Carlos dada.


Valdivia, perezoso y negligente,
Incrédulo, remiso y descuidado,
Hizo en la Concepción copia de gente,
Más que en ella en su dicha confiado;
El cual, si fuera un poco diligente
Hallaba en pié el castillo arruïnado,
Con soldados, con arenas, municiones,
Seis piezas de campaña y dos cañones.


Tenía con la Imperial concierto hecho
Que alguna gente armada le enviase,
La cual á Tucapel fuese derecho,
Donde con él á tiempo se juntase:
Resoluto en hacer allí de hecho
Un ejemplar castigo, que sonase
En todos los confines de la tierra
Porque jamás moviesen otra guerra.


Pero dejó el camino provechoso,
Y, descuidado dél, torció la vía,
Metiéndose por otro, codicioso,
Que era donde una mina de oro había:
Y de ver el tributo y don hermoso
Que de sus ricas venas ofrecía,
Paró de la codicia embarazado,
Cortando el hilo próspero del hado.


A partir (como dije antes) llegaba
Al concierto en el tiempo prometido:
Mas el metal goloso que sacaba
Le tuvo á tal sazón embebecido;
Después salió de allí, y se apresuraba,
Cuando fuera mejor no haber salido.
Quiero dar fin al canto, porque pueda
Decir de la codicia lo que queda.

Canto III

Valdivia con pocos españoles y algunos indios amigos camina á la casa de Tucapel para hacer el castigo. Mátanle los araucanos los corredores en el camino en un paso estrecho y danle después la batalla, en la cual fué muerto él y toda su gente por el gran esfuerzo y valentía de Lautaro.


¡Oh incurable mal! ¡Oh gran fatiga
Con tanta diligencia alimentada,
Vicio común y pegajosa liga,
Voluntad sin razón desenfrenada.
Del provecho y bien público enemiga;
Sedienta bestia, hidrópica, hinchada,
Principio y fin de todos nuestros males.
¡Oh insaciable codicia de mortales!


No en el pomposo estado á los señores
Contentos en el alto asiento vemos,
Ni á pobrecillos bajos labradores
Libres desta dolencia conocemos:
Ni el deseo y ambición de ser mayores
Que tenga fin y límites sabemos:
El fausto, la riqueza y el estado
Hincha, pero no harta, al más templado.


Á Valdivia mirad, de pobre infante
Si era poco el estado que tenía,
Cincuenta mil vasallos que delante
Le ofrecen doce marcos de oro al día:
Esto y aún mucho más no era bastante,
Y así la hambre allí lo detenía;
Codicia fué ocasión de tanta guerra
Y perdición total de aquesta tierra.


Esta fué quien halló los apartados
Indios de las antárticas regiones;
Por ésta eran sin orden trabajados
Con dura imposición y vejaciones:
Pero rotas las cinchas, de apretados,
Buscaron modo y nuevas invenciones
De libertad, con áspera venganza,
Levantando el trabajo la esperanza.


Cuán cierto es, cómo claro conocemos,
Que al doliente en salud consejos damos,
Y aprovecharnos dellos no sabemos,
Pero de predicarles nos preciamos
Cuando en la sosegada paz nos vemos.
¡Qué bien la dura guerra platicamos!
¡Qué bien damos consejos y razones
Lejos de los peligros y ocasiones!


¡Cómo de los que yerran abominan
Los que están libres en seguro puerto!
¡Qué bien de allí las cosas encaminan
Y dan en todo un medio y buen concierto!
¡Con qué facilidad se determinan
Visto el suceso y daño descubierto!
Dios sabe aquel que la derecha vía.
Metido en la ocasión, acertaría.


Valdivia iba siguiendo su jornada.
Y el duro disponer del hado duro.
No con la furia y prisa acostumbrada,
Présago y con temor del mal futuro:
Sospechoso de bárbara emboscada.
Por hacer el camino más seguro,
Echó algunos delante para prueba.
Pero jamás volvieron con la nueva.


Viendo los nuestros ya que al plazo puesto
Los tardos corredores no volvían,
Unos juzgan el daño manifiesto,
Otros impedimentos les ponían:
Hubo consejo y parecer sobre esto:
Al cabo en caminar se resolvían.
Ofreciéndose todos á una suerte.
Á un mismo caso y á una misma muerte.


Aunque el temor allí tras esto vino,
En sus valientes brazos se atrevieron.
Y á su próspera suerte y buen destino
El dudoso suceso cometieron:
No dos leguas andadas del camino,
Las amigas cabezas conocieron.
De los sangrientos cuerpos apartadas,
Y en empinados troncos levantadas.


No el horrendo espectáculo presente
Causó en los firmes ánimos mudanza;
Antes con ira y cólera impaciente
Se encienden más, sedientos de venganza:
Y de rabia incitados nuevamente
Maldicen y murmuran la tardanza:
Sólo Valdivia calla y teme el punto;
Pero rompió el silencio y pena junto,


Diciendo: «¡Oh compañeros, do se encierra
Todo esfuerzo, valor y entendimiento:
Ya veis la desvergüenza de la tierra,
Que en nuestro daño da bandera al viento:
Veis quebrada la fe, rota la guerra,
Los pactos van del todo en rompimiento:
Siento la áspera trompa en el oído,
Y veo un fuego diabólico encendido.


«Bien conoceis la fuerza del Estado,
Con tanto daño nuestro autorizada:
Mirad lo que Fortuna os ha ayudado
Guiando con su mano vuestra espada;
El trabajo y la sangre que ha costado,
Que della está la tierra alimentada:
Y pues tenemos tiempo y aparejo,
Será bueno tomar nuevo consejo.


«Quien éstos son tendreis en la memoria,
Pues hay tanta razón de conocellos,
Que si dellos no hubiésemos vitoria
Y en campo no pudiésemos vencellos,
Será tal su arrogancia y vanagloria,
Que el mundo no podrá después con ellos;
Dudoso estoy, no sé no sé qué haga
Que á nuestro honor y causa satisfaga.»


La poca edad y menos experiencia
De los mozos livianos que allí había,
Descubrió con la usada inadvertencia
Á tal tiempo no su necia valentía,
Diciendo: «¡Oh capitán! danos licencia,
Que solos diez, sin otra compañía
El bando asolaremos araucano
Y haremos el camino y paso llano!


«Lo que jamás hicimos en estrecho.
No es bien por nuestro honor que lo hagamos,
Pues es cierto, que cuanto habemos hecho,
Volviendo atrás un paso, lo manchamos:
Mostremos al peligro osado pecho.
Que en él está la gloria que buscamos».
Valdivia, de la réplica sentido,
Enmudeció de rabia y de corrido.


¡Oh Valdivia, varón acreditado!
¡Cuánto la verde plática sentiste!
No solías tú temer como soldado,
Mas de buen capitán ahora temiste:
Vas á precisa muerte condenado
Que como diestro y sabio, lo entendiste;
Pero quieres perder antes la vida,
Que sea en tí una flaqueza conocida.


En esto á caso llega un indio amigo.
Y á sus pies, en voz alta, arrodillado,
Le dice: «¡Oh capitán, mira que digo
Que no pases el término vedado:
Veinte mil conjurados, yo testigo,
En Tucapel te esperan, protestado
De pasar sin temor la muerte honrosa
Antes que vivir vida vergonzosa!»


Alguna turbación dió de repente
Lo que el amigo bárbaro propuso:
Discurre un miedo helado por la gente;
La triste muerte en medio se les puso:
Pero el gobernador, osadamente,
Que también hasta allí estaba confuso,
Les dice: «Caballeros, ¿qué dudamos?
¿Sin ver los enemigos nos turbamos?».


Al caballo con ánimo hiriendo,
Sin más les persuadir, rompe la vía;
De los miembros el miedo sacudiendo,
Le sigue la esforzada compañía;
Y en breve espacio, el valle descubriendo
De Tucapel, bien lejos parecía
El muro, antes vistoso levantado,
Por los anchos cimientos asolado.


Valdivia aquí paró, y dijo: «¡Oh constante
Española nación de confianza!
Por tierra está el castillo tan pujante,
Que en él sólo estribaba mi esperanza:
El pérfido enemigo veis delante;
Ya os amenaza la contraria lanza:
En esto más no tengo que avisaros,
Pues sólo el pelear puede salvaros».


Estaba, como digo, así hablando,
Que aún no acababa bien estas razones,
Cuando por todas partes rodeando
Los iban con espesos escuadrones,
Las astas de anchos hierros blandeando,
Gritando: «¡Engañadores y ladrones!
Las tierras dejareis hoy con la vida,
Pagándonos la deuda tan debida.»


Viendo Valdivia serle ya forzoso
Que la fuerza y fortuna se probase,
Mandó que al escuadrón menos copioso
Y más vecino, á fin que no cerrase,
Saliese Bobadilla, el cual furioso,
Sin que Valdivia más le amonestase,
Con poca gente y con esfuerzo grande,
Asalta el escuadrón de Mareande.


La piquería del bárbaro calada
A los pocos soldados atendía;
Pero al tiempo del golpe levantada.
Abriendo un gran portillo, se desvía;
Dales sin resistir franca la entrada,
Y en medio el escuadrón los recogía,
Las hileras abiertas se cerraron,
Y dentro á los cristianos sepultaron.


Como el caimán hambriento, cuando siente
El escuadrón de peces, que cortando
Viene con gran bullicio la corriente,
El agua clara en torno alborotando:
Que, abriendo la gran boca cautamente,
Recoge allí el pescado, y apretando
Las cóncavas quijadas lo deshace,
Y al insaciable vientre satisface.


Pues de aquella manera recogido
Fué el pequeño escuadrón del homicida,
Y en un espacio breve consumido,
Sin escapar cristiano con la vida.
Ya el araucano ejército movido
Por la ronca trompeta obedecida,
Con gran estruendo y pasos ordenados,
Cerraba sin temor por todos lados.


La escuadra de Mareande, encarnizada,
Tendía el paso con más atrevimiento;
Viéndola así Valdivia adelantada,
No escarmentado, manda á su sargento,
Que, escogiendo la gente más granada,
Dé sobre ella con recio movimiento;
Pero diez españoles solamente
Pusieron á la muerte osada frente.


Contra el escuadrón bárbaro importuno
Ir se dejan sin miedo á rienda floja,
Y en el encuentro de los diez, ninguno
Dejó allí de sacar la lanza roja:
Desocupó la silla sólo uno,
Que con la basca y última congoja,
De la rabiosa muerte el pecho abierto,
Sobre la llaga en tierra cayó muerto.


Y los nueve después también cayeron
Haciendo tales hechos señalados,
Que digna y justamente merecieron
Ser de la eterna fama levantados:
Hechos pedazos todos diez murieron,
Quedando de su muerte antes vengados:
En esto la española trompa oída,
Dió la postrer señal de arremetida.


Salen los españoles de tal suerte,
Los dientes y las lanzas apretando,
Que de cuatro escuadrones, al más fuerte
Le van un largo trecho retirando:
Hieren, dañan, tropellan, dan la muerte;
Piernas, brazos, cabezas cercenando;
Los bárbaros, por esto, no se admiran,
Antes cobran el campo y los retiran.


Sobre la vida y muerte se contiende,
Perdone Dios á aquel que allí cayere,
Del un bando y del otro así se ofende,
Que de ambas partes mucha gente muere;
Bien se estima la plaza se defiende,
Volver un paso atrás ninguno quiere,
Cubre la roja sangre todo el prado,
Tornándole de verde colorado.


Del rigor de las armas homicidas
Los templados arneses reteñían,
Y las vivas entrañas escondidas
Con carniceros golpes descubrían:
Cabezas de los cuerpos divididas,
Que aún el vital espíritu tenían.
Por el sangriento campo iban rodando,
Vueltos los ojos ya paladeando.


El enemigo hierro riguroso
Todo en color de sangre lo convierte;
Siempre el acometer es más furioso;
Pero ya el combatir es menos fuerte:
Ninguno allí pretende otro reposo
Que el último reposo de la muerte;
El más medroso atiende con cuidado
Á sólo procurar morir vengado.


La rabia de la muerte y fin presente
Crió en los nuestros fuerza tan extraña,
Que con deshonra y daño de la gente
Pierden los araucanos la campaña:
Al fin dan las espaldas claramente,
Suenan voces: ¡Vitoria! ¡España! ¡España!»
Mas el incontrastable y duro hado
Dió un extraño principio á lo ordenado.


Un hijo de un cacique conocido,
Que á Valdivia de paje le servía,
Acariciado dél y favorido,
En su servicio á la sazón venía;
Del amor de su patria conmovido,
Viendo que á más andar se retraía.
Comienza á grandes voces á animarla,
Y con tales razones á incitarla:


«¡Oh ciega gente, del temor guiada!
¿A do volvéis los temerosos pechos?
Que la faena en mil años alcanzada
Aquí perece y todos vuestros hechos:
La fuerza pierden hoy, jamás violada,
Vuestras leyes, los fueros y derechos:
De señores, de libres, de temidos,
Quedais siervos, sujetos y abatidos.


«Manchais la clara estirpe y decendencia,
Y engerís en el tronco generoso
Una incurable plaga, una dolencia,
Un deshonor perpetuo, ignominioso;
Mirad de los contrarios la impotencia,
La falta del aliento,y el fogoso
Latir de los caballos, las ijadas
Llenas de sangre y de sudor bañadas.


«No os desnudeis del hábito y costumbre
Que de nuestros agüelos mantenemos,
Ni el araucano nombre de la cumbre
Á estado tan infame derribemos:
Huid el grave yugo y servidumbre;
Al duro hierro osado pecho demos;
¿Porqué mostrais espaldas esforzadas
Que son de los peligros reservadas?


«Fijad esto que digo en la memoria
Que el ciego y torpe miedo os va turbando;
Dejad de vos al mundo eterna historia,
Vuestra sujeta patria libertando:
Volved, no rehuseis tan gran vitoria.
Que os está el hado próspero llamando:
A lo menos firmad el pié ligero.
Á ver cómo en defensa vuestra muero».


En esto una nervosa y gruesa lanza
Contra Valdivia, su señor, blandía:
Dando de sí gran muestra y esperanza.
Por más los persuadir, arremetía;
Y entre el hierro español así se lanza,
Como con gran calor en agua fría
Se arroja el ciervo en el caliente estío
Para templar el Sol con algún frío.


De sólo el primer bote uno atraviesa,
Otro apunta por medio del costado,
Y aunque la dura lanza era muy gruesa,
Salió el hierro sangriento al otro lado;
Salta, vuelve, revuelve con gran priesa,
Y barrenando el muslo á otro soldado.
En él la fuerte pica fué rompida,
Quedando un grueso trozo en la herida.


Rota la dañosa asta, luego afierra
Del suelo una pesada y dura maza;
Mata, hiere, destronca y echa á tierra.
Haciendo en breve espacio larga plaza:
En él se resumió toda la guerra,
Cesa el alcance y dan en él la caza;
Mas él, aquí y allí, va tan liviano,
Que hieren por herirle el aire vano.


¿De quién prueba se oyó tan espantosa,
Ni en antigua escritura se ha leído,
Que estando de la parte vitoriosa
Se pase á la contraria del vencido?
Y que sólo valor, y no otra cosa,
De un bárbaro mochacho haya podido
Arrebatar por fuerza á los cristianos
Una tan gran vitoria de las manos?


No los dos Publios Decios que las vidas
Sacrificaron por la patria amada,
Ni Curcio, Horacio, Scévola y Leonidas
Dieron muestra de sí tan señalada;
Ni aquellos que en las guerras más reñidas
Alcanzaron gran fama por la espada,
Furio, Marcelo, Fulvio, Cincinato,
Marco Sergio, Filón, Sceva y Dentato.


Decidme: estos famosos, ¿qué hicieron
Que al hecho deste bárbaro igual fuese?
¿Qué empresa, qué batalla acometieron
Qué á lo menos en duda no estuviese?
¿Á qué riesgo y peligro se pusieron
Que la sed del reinar no los moviese;
Y de intereses grandes insistidos
Que á los tímidos hacen atrevidos?


Muchos emprenden hechos hazañosos
Y se ofrecen con ánimo á la muerte,
De fama y vanagloria codiciosos,
Que no saben sufrir un golpe fuerte;
Mostrándose constantes y animosos
Hasta que veen ya declinar su suerte
Faltándoles valor y esfuerzo á una,
Roto el crédito frágil de fortuna.


Este el decreto y la fatal sentencia,
En contra de su patria declarada,
Turbó y redujo á nueva diferencia
Y al fin bastó á que fuese revocada:
Hizo á Fortuna y Hados resistencia,
Forzó su voluntad determinada,
Y contrastó el furor del vitorioso,
Sacando vencedor al temeroso.


Estaba el suelo de armas ocupado
Y el desigual combate más revuelto,
Cuando Caupolicano, reportado,
A las amigas voces había vuelto;
También habían sus gentes reparado,
Con vergonzoso ardor en ira envuelto,
De ver que un solo mozo resistía
Á lo que tanta gente no podía.


Cual suele acontecer á los de honrosos
Ánimos, de repente inadvertidos,
Ó cuando en los lugares sospechosos
Piensan otros que van desconocidos,
Que en pendencias y encuentros peligrosos
Huyen; pero si ven que conocidos
Fueron de quien los sigue, avergonzados,
Vuelven furiosos, del honor forzados:


Así los araucanos, revolviendo
Contra los vencedores arremeten,
Y las rendidas armas esgrimiendo,
A voces de morir todos prometen;
Treme y gime la tierra del horrendo
Furor con que ambas partes se acometen,
Derramando con rabia y fuerza brava
Aquella poca sangre que quedaba.


Diego Oro allí derriba á Painaguala,
Que de una punta le atraviesa el pecho:
Pero Caupolicano le señala,
Dejándole gozar poco del hecho;
Al sesgo la ferrada maza cala,
Aunque el furioso golpe fué al derecho:
Pues quedó por de dentro la celada
De los bullentes sesos rociada.


Tras éste, otro tendió desfigurado,
Tanto que nunca más fué conocido,
Que la armada cabeza y todo el lado
Donde el golpe alcanzó quedó molido;
Valdivia con Ongolmo se ha topado,
Y hanse el uno y el otro acometido;
Hiere Valdivia á Ongolmo en una mano,
Haciendo el araucano el golpe en vano.


Pasó recio Valdivia, y va furioso,
Que con Ongolmo más no se detiene,
Y adonde Leucotón, mozo animoso,
Estaba en una gran pendencia, viene:
Que contra Juan de Lamas y Reinoso
Solo su parte y opinión mantiene:
El cual con su destreza y mucho seso
La guerra sustentaba en igual peso.


Partióse esta batalla, porque, cuando
Valdivia llegó adonde combatía
Parte acudió del araucano bando.
Que en su ayuda y defensa se metía:
Fuese el daño y destrozo renovando;
De un cabo y de otro gente concurría:
Sube el alto rumor á las estrellas,
Sacando de los hierros mil centellas.


Gran rato anduvo en término dudoso
La confusa vitoria de esta guerra,
Lleno el aire de estruendo sonoroso,
Roja de sangre y húmida la tierra:
Quién busca y sólo quiere un fin honroso,
Quién á los brazos con el otro cierra,
Y por darle más presto cruda muerte
Tienta con el puñal lo menos fuerte.


A Juan de Gudïel no le fué sano
El tenerse en la lucha por maestro,
Porque sin tiempo y con esfuerzo vano
Cerró con Guaticol, no menos diestro;
Y en aquella sazón Purén, su hermano,
Que estaba cerca de él, en el siniestro
Lado le abrió con daga una herida,
Por do la muerte entró y salió la vida.


Andrés de Villarroel, ya enflaquecido
Por la falta de sangre derramada,
Andaba entre los bárbaros metido
Procurando la muerte más honrada;
También Juan de las Peñas, mal herido,
Rompiendo por la espesa gente armada,
Se puso junto dél; y así la suerte
Los hizo á un tiempo iguales en la muerte.


Era la diferencia incomparable
Del número infïel al bautizado:
Es él un escuadrón innumerable,
El otro hasta sesenta numerado:
Ya la incierta Fortuna variable,
Que dudosa hasta entonces había estado,
Aprobó la maldad, y dió por justa
La causa y opinión hasta allí injusta.


Dos mil amigos bárbaros soldados,
Que el bando de Valdivia sustentaban,
En el flechar del arco ejercitados,
El sangriento destrozo acrecentaban
Derramando más sangre, y, esforzados,
En la muerte también acompañaban
A la española gente, no vencida
En cuanto sustentar pudo la vida.


Cuando de aqueste y cuando de aquel canto
Mostraba el buen Valdivia esfuerzo y arte,
Haciendo por la espada todo cuanto
Pudiera hacer el poderoso Marte:
No basta á reparar él solo tanto,
Que falta de los suyos la más parte;
Los otros, aunque veen su fin tan cierto,
Ningún medio pretenden ni concierto.


De dos en dos, de tres en tres cayendo,
Iba la desangrada y poca gente,
Siempre el ímpetu bárbaro creciendo
Con el ya declarado fin presente;
Fuese el número flaco resumiendo
En catorce soldados solamente,
Que constantes rendir no se quisieron
Hasta que al crudo hierro se rindieron.


Sólo quedó Valdivia, acompañado
De un clérigo, que á caso allí venía,
Y viendo así su campo destrozado,
El mal remedio y poca compañía,
Dijo: «Pues pelear es excusado,
Procuremos vivir por otra vía».
Pica en esto el caballo, y á toda prisa,
Tras él corriendo el clérigo de misa.


Cual suelen escapar de los monteros
Dos grandes jabalís fieros, cerdosos,
Seguidos de solícitos rastreros
De la campestre sangre codiciosos:
Y salen en su alcance los ligeros
Lebreles irlandeses generosos,
Con no menor codicia y pies livianos
Arrancan tras los míseros cristianos.


Y tanta ifinidad de tiros lanzan
Que espesa y recia lluvia dellos hubo;
En fin, á poco trecho los alcanzan,
Que un paso cenagoso los detiene:
Los bárbaros sobre ellos se abalanzan:
Por valiente el postrero no se detiene:
Murió el clérigo luego, y, maltratado,
Trujeron á Valdivia ante el senado.


Caupolicán gozoso en verle vivo
Y en el estado y término presente,
Con voz de vencedor y gesto altivo
Le amenaza y pregunta juntamente.
Valdivia, como mísero cautivo.
Responde y pide, humilde y obediente
Que no le dé la muerte, y que le jura
Dejar libre la tierra, en paz segura.


Cuentan que estuvo de tomar, movido
Del contrito Valdivia, aquel consejo;
Mas un pariente suyo, empedernido,
Á quien él respetaba por ser viejo,
Le dice: «¿Por dar crédito á un rendido,
Quieres perder el tiempo y aparejo?»
Y apuntando á Valdivia en el cerebro,
Descarga un gran bastón de duro enebro.


Como el furioso toro, que apremiado
Con fuerte amarra al palo, está bramando
De la tímida gente rodeado,
Que con admiración le está mirando;
Y el diestro carnicero ejercitado,
El grave y duro mazo levantando,
Recio al cogote cóncavo deciende,
Y muerto estremeciéndose le tiende:


Así el determinado viejo cano
Que á Valdivia escuchaba con mal ceño,
Ayudándose de una y otra mano.
En alto levantó el ferrado leño;
No hizo el crudo viejo golpe en vano,
Que á Valdivia entregó al eterno sueño,
Y, en el suelo, con súbita caïda,
Estremeciendo el cuerpo, dió la vida.


Llamábase este bárbaro Leocato,
Y el gran Caupolicán dello enojado,
Quiso emendar el libre desacato.
Pero fué del ejército rogado:
Salió el viejo de aquello al fin barato.
Y el destrozo del todo fué acabado:
Que no escapó cristiano desta prueba
Para poder llevar la triste nueva.


Dos bárbaros quedaron con la vida
Solos de los tres mil: que, como vieron
La gente nuestra rota y de vencida,
En un jaral espeso se escondieron:
De allí vieron el fin de la reñida
Guerra y, puestos en salvo lo dijeron.
Que como las estrellas se mostraron,
Sin ser de nadie vistos se escaparon.


La escura noche en esto se subía
Á más andar á la mitad del cielo,
Y con la alas lóbregas cubría
El orbe y redondez del ancho suelo,
Cuando la vencedora compañía,
Arrimadas las armas sin recelo.
Danzas en anchos cercos ordenaban,
Donde la gran vitoria celebraban.


Fué la nueva en un punto discurriendo
Por todo el araucano regimiento,
Y antes que el Sol se fuese descubriendo,
El campo se cubrió de bastimento:
Gran multitud de gente concurriendo.
Se forma un general ayuntamiento
De mozos, viejos, niños y mujeres,
Partícipes en todos los placeres.


Cuando la luz las aves anunciaban
Y alegres sus cantares repetían,
Un sitio de altos árboles cercaban
Que una espaciosa plaza contenían:
Y en ellos las cabezas empalaban
Que de españoles cuerpos dividían:
Los troncos, de su rama despojados.
Eran de los despojos adornados.


Y dentro de aquel círculo y asiento,
Cercado de una amena y gran floresta,
En memoria y honor del vencimiento,
Celebran de beber la alegre fiesta:
El vino así aumentó el atrevimiento,
Que España en gran peligro estaba puesta;
Pues que promete el mínimo soldado
De no dejar cimiento levantado.


Era allí la opinión generalmente
Que sin tardar, doblando las jornadas,
Partíese un grueso número de gente
A dar en las ciudades descuidadas,
Que tomadas de salto y de repente,
Serían con sólo el miedo arruïnadas,
Y la patria en su honor restitüida
No dejando cristiano con la vida.


Y dado orden bastante y esto hecho,
Para acabar de ejecutar su saña,
Con gran poder y ejército de hecho,
Querían pasar la vuelta de la España,
Pensándola en poner en tanto estrecho.
Por fuerza de armas, puestos en campaña,
Que fuesen cultivadas las iberas
Tierras de las naciones extranjeras.


El hijo de Leocano bien entiende
El vano intento, y quiere desvïarlo,
Que como diestro y sabio, otro pretende,
Y por mejor camino enderezarlo;
El tiempo espera y la sazón atiende
Que estén mejor dispuestos á tratarlo:
La fiesta era acabada y borrachera,
Cuando á todos los habla en tal manera:


«Menos que vos, señores, no pretendo
La dulce libertad tan estimada,
Ni que sea nuestra patria yo defiendo
En el sublime trono restaurada;
Mas hase de atender á que, pudiendo
Ganar, no se aventure á perder nada;
Y así, con este celo y fin, procuro
No poner en peligro lo seguro.


«Tomad con discreción los pareceres
Que van á la razón más arrimados,
Pues cobrar vuestros hijos y mujeres
Está en ir los principios acertados,
Vuestra fama, el honor, tierra y haberes
Á punto están de ser recuperados,
Que el tiempo, que es el padre del consejo,
En las manos nos pone el aparejo.


«Á Valdivia y los suyos habeis muerto,
Y una importante plaza destruido;
Venir á la venganza será cierto
Luego que en las ciudades sea sabido;
Demos al enemigo el paso abierto,
Esto asegura más nuestro partido;
Vengan, vengan con furia, á rienda suelta,
Que difícil será después la vuelta.


«La vitoria tenemos en las manos,
Y pasos en la tierra mil seguros
De ciénegas, lagunas y pantanos,
Espesos montes, ásperos y duros;
Mejor pelean aquí los araucanos;
Españoles, mejor dentro, de sus muros:
Cualquier hombre, en su casa acometido,
Es más sabio, más fuerte y atrevido.


«Esto os vengo á decir, porque se entienda
Cuanto con más seguro acertaremos,
Para poder tomar la justa emienda.
Que en sitios escogidos esperemos,
Donde no habrá en el mundo quien defienda
La razón y derecho que tenemos;
Cuando temor tuviesen de buscarnos,
A sus casas iremos á alojarnos».


Con atención de todos escuchada
Fué la oración que el general hacía,
Siendo de los más dellos aprobada
Por ver que á su remedio convenía;
La gente ya del todo sosegada,
Caupolicán al joven se volvía
Por quien fué la vitoria, ya perdida,
Con milagrosa prueba conseguida.


Por darle más favor le tenía asido
Con la siniestra de la diestra mano,
Diciéndole: «¡Oh varón, que has extendido
El claro nombre y límite araucano!,
Por tí ha sido el Estado redimido.
Tú lo sacaste del poder tirano,
A tí solo se debe esta vitoria,
Digna de premio y de inmortal memoria.


«Y, señores, pues es tan manifiesto
(Esto dijo volviéndose al senado)
El punto en que Lautaro nos ha puesto,
(Que así el valiente mozo era llamado),
Yo, por remuneralle en algo desto,
Con vuestra autoridad que me habeis dado,
Por paga, aunque á tal deuda insuficiente,
Le hago capitán y mi teniente.


«Con la gente de guerra que escogiere,
Pues que ya de sus obras sois testigos,
En el sitio que más le pareciere
Se ponga á recebir los enemigos,
Adonde, hasta que vengan, los espere;
Porque yo, con la resta y mis amigos,
Ocuparé la entrada de Elicura,
Aguardando la misma coyuntura».


Del grato mozo el cargo fué acetado
Con el favor que el general le daba;
Aprobólo el común aficionado;
Si á alguno le pesó, no lo mostraba;
Y por el orden y uso acostumbrado,
El gran Caupolicán le trasquilaba,
Dejándole el copete en trenza largo,
Insignia verdadera de aquel cargo.


Fué Lautaro industrioso, sabio, presto,
De gran consejo, término y cordura,
Manso de condición y hermoso gesto,
Ni grande ni pequeño de estatura;
El ánimo en las cosas grandes puesto,
De fuerte trabazón y compostura,
Duros los miembros, recios y nerviosos,
Anchas espaldas, pechos espaciosos.


Por él las fiestas fueron alargadas,
Ejercitando siempre nuevos juegos
De saltos, luchas, pruebas nunca usadas,
Danzas de noche en torno de los fuegos:
Había precios y joyas señaladas,
Que nunca los troyanos ni los griegos,
Cuando los juegos más continuaron,
Tan ricas y estimadas las sacaron.


Llegó á Caupolicá, estando en esto
Un bárbaro turbado, sin aliento,
Perdida la color, mudado el gesto,
Cubierto de sudor y polvoriento,
Diciéndole: «Señor, socorre presto,
Tu campo es roto y cierto el perdimiento,
Que la gente que estaba en la emboscada
Es muerta la más della y destrozada.


«Por tierra de Elicura son bajados
Catorce valentísimos guerreros,
De corazas finísimas armados,
Sobre caballos prestos y ligeros;
Por estos solos son desbaratados
Dos escuadrones tuyos de piqueros,
Y visto el grande estrago, al improviso,
Partí corriendo á darte dello aviso».


Caupolicán, con muestra no alterada,
Hizo que del temor se asegurase,
Diciendo que tan poca gente armada
Al cabo era imposible que escapase;
Y, con la diligencia acostumbrada
Mandó al nuevo teniente que guiase
Con la más presta gente por la vía.
Que luego con el resto le seguía.


Lautaro, en lo aceptar no perezoso,
Escogiendo una escuadra suficiente,
Marcha con toda priesa, codicioso
De ganar opinión entre la gente.
Mas de Marte el estruendo sonoroso
Me llama, que me tardo injustamente:
De los catorce es tiempo que se trate,
Y del sangriento y áspero combate.


Extiéndase su fama y sea notoria,
Pues que tanto su espada resplandece,
Y dellos se eternice la memoria
Si valor en las armas lo merece:
Testimonio dará dello la Historia:
Pero acabar el canto me parece,
Que á decir tan gran cosa no me atrevo,
Si no es con nuevo aliento y canto nuevo.

Canto IV

Vienen catorce españoles por concierto á juntarse con Valdivia en la fuerza de Tucapel: hallan los indios en una emboscada, con los cuales tuvieron un porfiado recuentro; llega Lautaro con gente de refresco; mueren siete españoles y todos los amigos que llevaban; escápanse los otros por una gran ventura.


¡Cuán buena es la justicia y qué importante!
Por ella son mil males atajados,
Que si el rebelde Arauco está pujante,
Con todos sus vecinos alterados,
Y pasa su furor tan adelante,
Fué por no ser á tiempo castigados:
La llaga que al principio no se cura.
Requiere al fin más áspera la cura.


Que no es virtud, mas vicio y negligencia,
Cuando de un daño otro mayor se espera,
El no curar con hierro la dolencia,
Si del mal lo requiere la manera;
Mas no con tal rigor que la clemencia
Pierda su fuerza y la virtud entera;
Clemente es y piadoso el que sin miedo,
Por escapar el brazo corta el dedo.


No quiero yo decir que á cada paso
Traiga el hierro en la mano la justicia,
Sino según la gravedad del caso
Y la importancia y fin de la malicia,
Pues vemos claro en el presente paso
Que al cabo, corrompida de avaricia,
Dió á la maldad lugar que se arraigase
Y en los ánimos más se apoderase.


Mas no se ha de entender, como el liviano
Que se entrega al primero movimiento,
Que por ser justiciero es inhumano
Y por alcanzar crédito es sangriento;
Y como aquel que con injusta mano,
Sin término, sin causa y fundamento.
Por sólo liviandad y vanagloria,
Quiere dejar de su maldad memoria.


No faltará materia y coyuntura
Para mostrar la pluma aquí curiosa;
Mas no quiero meterme en tal hondura,
Que es cosa no importante y peligrosa;
El tiempo lo dirá, y no mi escritura,
Que quizá la tendrán por sospechosa;
Sólo diré que es opinión de sabios
Que adonde falta el rey, sobran agravios.


Pero á nuestro propósito tornando,
Dejaré de tratar de sinrazones,
Que es trabajar en vano, derramando
Al viento en el desierto las razones:
De los nuestros diré, que peleando
Estaban con los fieros escuadrones,
Ganando fama y prez, honor y gloria,
Haciendo cosas dignas de memoria.


Fué hecho tan notable que requiere
Mucha atención, y autorizada pluma,
Y así digo que aquel que lo leyere,
En que fué de los grandes se resuma:
Diré cuanto en mi estilo yo pudiere,
Aunque todo será una breve suma;
Y los nombres también de los soldados
Que con razón merecen ser loados.


Almagro, Cortés, Córdoba, Nereda,
Morán, Gonzalo Hernández, Maldonado,
Peñalosa, Vergara, Castañeda,
Diego García, Herrero el arriscado,
Pero Niño, Escalona y otro queda
Con el cual es el número acabado:
Don Leonardo Manrique es el postrero,
Igual en el valor siempre al primero.


Estos catorce son los que venían
Á verse con Valdivia en el concierto,
Que del pueblo Imperial partido habían
Sin saber que Valdivia fuese muerto;
Por la alta cuesta de Purén subían,
Y en el más alto asiento y descubierto
Los caminos de ramas veen sembrados,
Señal de paga y junta de soldados.


Conocen que la tierra está alterada,
Y que de gentes hacen llamamiento;
No torcieron por esto la jornada,
Ni les mudó el temor el firme intento;
La fresca y nueva aurora colorada
Daba con su venida gran contento,
Y las sombras del Sol se retraían
Cuando el Licúreo valle descubrían.


Aquí estaban los indios emboscados
Esperando á los nuestros si viniesen,
Por cogerlos sin orden descuidados
Antes que del peligro se advirtiesen,
De un bosque á mano hecho rodeados,
Para que más cubiertos estuviesen,
Hasta que, inadvertidos del engaño,
Pudiesen á su salvo hacer el daño.


Los catorce españoles abajaban
Por un repecho, al valle enderezando,
Donde ocultos los bárbaros estaban,
Cubiertos de los ramos aguardando;
Los nuestros con el bosque aún no igualaban,
Cuando los indios, súbito sonando
Bárbaras trompas, roncos tamborinos,
Los pasos ocuparon y caminos.


En cazador no entró tanta alegría,
Cuando más sin pensar la liebre echada
De súbito por medio de la vía
Salta dentre los pies alborotada,
Cuanto causó la muestra y vocería
Del vecino escuadrón de la emboscada
A nuestros españoles, que al instante
Arrojan los caballos adelante.


En un punto los bárbaros formaron
De puntas de diamante una muralla;
Pero los españoles no pararon
Hasta de parte á parte atravesalla:
Hombres, picas y mazas tropellaron,
Revuelven por dar fin á la batalla,
Con más valor y esfuerzo que esperanza,
Vista de los contrarios la pujanza.


De tres dos escuadrones desviados
El paso les cerraron y huïda;
Viéndose así de bárbaros cercados,
Piensan abrir por ellos la salida;
Otra vez arremeten apiñados,
Y aunque una escuadra dellos fué rompida,
Volvieron á su puesto recogidos,
Quedando desta vuelta mal heridos.


Dos veces embistieron desta suerte,
Las cerradas escuadras tropellando;
Mas viéndose cercanos á la muerte,
Prosiguen su derrota, enderezando
Al desolado sitio y casa fuerte,
A diestro y á siniestro derribando,
Que los indios entrellos van mezclados
Hiriéndolos también por todos lados.


Estréchase el camino de Elicura
Por la pequeña falda de una sierra:
La causa y la razón desta angostura
Es un lago que el valle abajo cierra;
Para los nuestros esto fué ventura,
Pues siguen su jornada haciendo guerra,
Que solo un español que atrás venía
La bárbara arrogancia resistía.


Ellos que iban así por una espesa
Mata, al calar de un áspero collado,
Veen un indio salir á toda priesa,
El vestido y el rostro demudado,
El cual en el camino se atraviesa,
Y del seno sacó un papel cerrado
Que Juan Gómez de Almagro, el propio día,
Dando aviso á Valdivia, escrito había.


El mismo mensajero veen lloroso,
Que de ellos adelante había partido:
De Valdivia el suceso lastimoso
Les dijo, y lo demás acontecido,
Y que el castillo el bárbaro furioso
Le había por los cimientos destruido.
Viendo el remedio y presupuesto vano,
Tomaron á la diestra un sitio llano.


Era el sitio de lomas rodeado,
Aunque por esta senda y paso abierto,
De Leste, Norte y Oeste, está abrigado,
Y el Sur le hiere casi en descubierto,
Por do seguido va el camino usado,
De los ligeros bárbaros cubierto
En espaciosa hila prolongada,
Sedientos de la sangre baptizada.


Tras los nuestros los bárbaros saliendo,
En el llano asimismo repararon,
Y la gente esparcida recogiendo
Dos gruesos escuadrones reformaron:
Los catorce españoles, conociendo
Que era mejor romper, se aparejaron,
Mueven los escuadrones concertados,
Por el fuerte Lincoya gobernados.


Con flautas, cuernos, roncos instrumentos,
Alto estruendo, alaridos desdeñosos,
Salen los fieros bárbaros sangrientos
Contra los españoles valerosos,
Que convertir esperan en lamentos
Los arrogantes gritos orgullosos;
Tanto el esfuerzo y ánimo les crece,
Que poca gente en contra les parece.


Aunque allí un español desfigurado,
Que yo no digo aquí cual dellos era,
Dijo, viendo tan poca gente al lado:
«¡Oh, si nuestro escuadrón de ciento fuera!»
Pero Gonzalo Hernández, animado,
Vuelto al cielo, responde: «A Dios pluguiera
Fuéramos solos doce, y dos faltaran,
Que doce de la Fama nos llamaran».


Los caballos en esto apercibiendo,
Firmes y recogidos en las sillas,
Sueltan las riendas, y los pies batiendo,
Parten contra las bárbaras cuadrillas;
Las poderosas lanzas requiriendo,
Afiladas en sangre las cuchillas,
Llamando en alta voz á Dios del cielo,
Hacen gemir y retemblar el suelo.


Calan de fuerte fresno como vigas
Los bárbaros las picas al momento,
De la suerte que suelen las espigas
Derribarse al furor del recio viento:
No bastaron las armas enemigas
Al ímpetu español y movimiento,
Que los nuestros rompieron por un lado
Dejando el escuadrón aportillado.


Á un tiempo los caballos volteando,
Lejos las rotas lanzas arrojadas,
Vuelven al enemigo y fiero bando
En alto ya desnudas las espadas;
Otra vez arremeten, no bastando
Infinidad de puntas enastadas
Puestas en contra de la airada gente,
A que no se mezclasen igualmente.


Los unos, que no saben ser vencidos,
Los otros á vencer acostumbrados,
Son causa que se aumenten los heridos
Y que bajen los brazos más pesados;
De llamas los arneses encendidos,
Con gran fuerza y presteza golpeados,
Formaban un rumor, que el alto cielo
Del todo parecía venir al suelo.


El buen Gonzalo Hernández, presumiendo
Imitar al de Córdoba famoso,
Iba por el ejército rompiendo
No menos diestro y fuerte que animoso;
Peñalosa y Vergara, conociendo
Que vencer ó morir era forzoso,
Hacen de sus personas arriscadas
De esfuerzo y fuerza pruebas señaladas.


El valiente soldado de Escalona,
La rigurosa espada ejercitando,
Aventura y señala su persona
Mil bárbaros valientes señalando;
Don Leonardo Manrique no perdona
Los golpes que recibe; antes doblando
Los suyos con gran priesa y mayor ira,
Los castiga, maltrata y los retira.


Otro, pues, que de Córdoba se llama,
Mozo de grande esfuerzo y valentía,
Tanta sangre araucana allí derrama,
Que hizo más de cien viudas aquel día:
Por una que venganza al cielo clama,
Saltan todas las otras de alegría;
Que al fin son las mujeres variables,
Amigas de mudanzas y mudables.


Cortés y Pero Niño por un lado,
Hacen un fiero estrago y cruda guerra:
Morán, Gómez de Almagro y Maldonado
Siembran de cuerpos bárbaros la tierra;
El Herrero, como hombre acostumbrado
Y diestro en golpear, mata y atierra;
Pues Nereda también, queda maestro,
Hiere, derriba á diestro y á siniestro.


Como si fueran á morir desnudos,
Las rabiosas espadas así cortan,
Con tanta fuerza bajan golpes crudos
Que poco fuertes armas les importan:
Lo que sufrir no pueden los escudos,
Los insensibles cuerpos lo comportan;
En furor encendidos, de tal suerte,
Que no sienten los golpes ni aún la muerte.


Antes de rabia y cólera abrasados,
Con poderosos golpes los martillan,
Y de muchos con fuerza redoblados
Los cargados caballos arrodillan;
Abollan los arneses relevados,
Abren, desclavan, rompen, deshebillan,
Ruedan las rotas piezas y celadas,
Y el aire atruena el son de las espadas.


Lincoya, combatiendo y derribando,
Anima con hervor los escuadrones,
Contra su fuerza y maza no bastando
De crestas altas fuertes morriones;
Cortés, un golpe suyo reparando,
La cabeza inclinó entre los arzones,
Llevándole el caballo medio muerto,
Suelto el freno, corriendo á campo abierto.


Con el cuello inclinado, adormecido,
Acá y allá el caballo le traía;
Pero, tornando luego en su sentido,
Vergonzoso las riendas recogía;
Vuelve á buscar aquel que le ha herido,
Y al punto que miró le conocía,
Que al mayor araucano que allí andaba
De los hombros arriba le llevaba.


Conócelo también en la braveza
Que mostraba, animando allí su gente,
Y en la facilidad y ligereza
Con que esgrime la maza diestramente;
Como el suelto lebrel, por la maleza
Se arroja al jabalí fiero y valiente,
Así asalta Cortés al araucano,
La adarga al pecho, el duro hierro en mano.


Al través le hirió por un costado,
No le valiendo el coselete duro:
Mas de aquella manera le ha mudado
Que mudara un peñasco ó fuerte muro:
Pasa recio el caballo espoleado,
Y Cortés de Lincoya ya seguro,
Por medio de la espesa escuadra hiende,
Y al un lado y al otro muchos extiende.


Almagro cuerpo á cuerpo combatía
Con el joven Guacón, soldado fuerte;
Pero presto la lid se decidía.
Que poco se mostró neutral la suerte:
De un golpe Almagro al bárbaro hería;
Por donde una ancha puerta abrió á la muerte:
Sale de ella de sangre roja un río,
Y ocupa el desangrado cuerpo el frío.


Airado Castañeda en la batalla,
Mata, tropella, daña, hiere, ofende;
Acaso á Narpo á la derecha halla
Y allí la rigurosa espada tiende;
No le valió el jubón de fina malla,
Ni un peto de dos cueros le defiende,
Que la furiosa punta no calase
Y el cuerpo del espíritu privase.


La gente una con otra se embravece.
Crece el hervor, coraje y la revuelta,
Y el río de la corriente sangre crece,
Bárbara y española toda envuelta:
Del grueso aliento el aire se escurece,
Alguna infernal furia andaba suelta,
Que por llevar á tantos en un día,
Diabólico furor les infundía.


Tanto el tesón entre ellos ha durado,
Que espanta cómo alzar pueden los brazos;
Estaban por el uno y otro lado
De amontonados cuerpos los ribazos;
El Sol había en su curso declinado.
Cuando ya sin vigor, hechos pedazos,
De manera igualmente enflaquecían,
Que moverse adelante no podían.


Como el aliento y fuerza van faltando
A dos valientes toros animosos,
Cuando en la fiera lucha porfiando
Se muestran igualmente poderosos,
Que se van poco á poco retirando,
Rostro á rostro con pasos perezosos,
Cubiertos de un humor y espeso aliento,
Y esparcen con los pies la arena al viento;


Los dos puestos así se retiraron,
Sin sangre y sin vigor, desalentados,
Que jamás las espaldas se mostraron,
Mas siempre frente á frente careados;
Ambos á un mismo tiempo repararon,
A un punto hicieron alto, y desviados
Los unos de los otros tanto estaban,
Que aún un tiro de flecha no distaban.


Mirábanse del uno y otro bando
En el sitio y contrario alojamiento,
Cubiertos de agua y sangre y jadeando,
Que no pueden hartarse del aliento:
Los fatigados miembros regalando,
El pecho y boca abierta al fresco viento,
Que con templados soplos respiraba,
Mitigando del Sol la fuerza brava.


Y desde allí con lenguas injuriosas,
A falta de las manos, se ofendían,
Diciéndose palabras afrentosas
La muerte con rigor se prometían:
Y á vueltas de esto, flechas peligrosas
Los enemigos arcos despedían.
Que aunque el aliento y fuerza les faltaba
El rabioso rencor las arrojaba.


Yo no sé de cual brazo descansado
Una flecha con ímpetu saliendo,
A manera de rayo arrebatado,
El aire con rumor iba rompiendo,
Tocó en soslayo á Córdoba en un lado,
Y la furiosa punta no prendiendo,
Torció á Morán el curso, y, encarnada,
Por el ojo derecho abrió la entrada.


El buen Morán, con mano cruda y fuerte,
Sacó la flecha y ojo en ella asido;
Gonzalo al duro paso de la muerte
Le apercibe y esfuerza condolido;
Pero Morán gritó: «No estoy de suerte
Que me sienta de esfuerzo enflaquecido;
Que solo, así herido, soy bastante
A vencer cuantos veis que están delante».


Pica el caballo temerariamente,
Que galopar no puede de cansado,
Contra todo aquel número de gente
Que en escuadrón estaba reformado;
Pero Gonzalo Hernández, diligente,
Se le puso delante acelerado,
Que ya Lincoya al paso le salía
Y al puesto, aunque por fuerza, lo volvía.


Con grande alarde, estruendo y movimiento,
Sobre la cumbre de una verde loma,
Tendidas las banderas por el viento,
Lautaro con la presta gente asoma:
Como cuando de lejos el hambriento
León, viendo la presa, placer toma,
Y mira acá y allá, feroz rugiendo,
El vedijoso cuello sacudiendo.


Lautaro así veloz por un repecho
Bajaba, enderezando á los de España,
Pensando él solo dar fin á aquel hecho,
Si no le desamparan la campaña.
Delante de su gente va gran trecho,
Digna es de celebrarse tal hazaña,
Solos catorce esperan, hechos piezas,
Rotos los brazos, piernas y cabezas.


Cuatro mil sobrevienen vitoriosos,
Apiñados los nuestros los esperan,
No de ver tanta gente temerosos,
Porque aún morir con más honor quisieran;
Los fieros enemigos orgullosos
En alta voz gritaban: «¡Mueran! ¡Mueran!»
Y el lincoyano ejército animado,
También acometió por otro lado.


Lanzaron los caballos los cristianos,
Batiendo bien de espacio el hueco suelo,
Contra los descansados araucanos,
Que fieros amenazan tierra y cielo;
Vienen con tardos pies á prestas manos,
Y del primer encuentro, hecho un hielo,
Pero Niño tocó la blanca arena,
Bañándola de sangre, en larga vena.


Atravesóle el cuerpo la herida,
Aunque en atribuirla hay desconcierto:
Unos dicen que Angol fué el homicida,
Otros que Leocotón, y esto es más cierto;
Cualquier dellos que fué, de gran caída
Pero Niño quedó en el campo muerto,
Con un trozo de pica atravesado,
Donde fué del tropel despedazado.


También el de Manrique, volteando
A los pies de Lautaro muerto vino;
Rompen los otros doce, enderezando
Por las espesas armas al camino;
Pero Ongolmo, los pies apresurando,
De un golpe derribó fuera de tino
A Nereda, que en guerra era experto;
Cortés, de muy herido, cayó muerto.


Tras él al suelo fué Diego García,
De una llaga mortal abierto el pecho;
De otro golpe Escalona se tendía,
Que Tucapel le acierta por derecho;
Los demás españoles en la vía
(Considere quien ya se vió en estrecho)
Con cuánta priesa baten las ijadas
De los lasos caballos desangradas.


El fiero Tucapel haciendo guerra,
A todos con audacia los asalta.
Y en viendo que estos dos baten la tierra,
Gallardo por encima dellos salta;
Topa á Almagro y con él ligero cierra,
En los pies levantado y la maza alta,
Que sobre él derribándola venía
Con toda la pujanza que tenía.


Ó fué mal tiento, ó furia que llevaba,
Ó que el Sumo Señor quiso librallo,
Que el tiro á la cabeza señalaba
Y á dar vino en las ancas del caballo,
Con tanta fuerza el golpe le cargaba
Que Almagro más no pudo meneallo,
Quedando derrengado de manera
Que si fuera de masa ó blanda cera.


Almagro con presteza por un lado,
Viendo el caballo cojo, se derriba,
Ora fué su ventura y diestro hado,
Ora siniestro del que tras él iba;
El cual era el valiente Maldonado
Que, envuelto en sangre y polvo, al punto arriba,
Que el golpe segundaba Tucapelo,
Y por poco con él diera en el suelo.


Con el ginete estribo en el derecho
Lado al bárbaro encuentra de pasada,
Y cuanto cinco pasos ó más trecho
Lo lleva hacia delante por la estrada:
Brama el bárbaro: ardiendo de despecho,
Vívora no se vió más enconada,
Ni pisado escorpión vuelve tan presto
Como el indio volvió el airado gesto.


Muda el intento, muda la sentencia
Que contra Juan de Almagro dado había,
Y la furiosa maza é impaciencia
Al triste Maldonado revolvía;
Cala un golpe con toda su potencia,
Mas el presto caballo se desvía;
Tucapel, de furioso, el tiro yerra
Y el ferrado troncón metió por tierra.


No escapó Maldonado de la muerte,
Que al punto llega el bravo Lemolemo
Con un largo bastón nudoso y fuerte,
A manera de corvo y grueso remo;
Y un golpe le señala de tal suerte,
Que no le erró el ferrado y duro extremo,
Ni celada prestó de estofa llena,
Que los sesos saltaron por la arena.


En esto una gran nube tenebrosa,
El aire y cielo súbito turbando,
Con una escuridad triste y medrosa,
Del Sol la luz escasa fué ocupando:
Salta Aquilón, con furia procelosa
Los árboles y plantas inclinando,
Envuelto en raras gotas de agua gruesas
Que luego descargaron más espesas.


Como el diestro atambor, que apercibiendo
Al duro asalto y fiera batería,
Va con los tardos golpes previniendo
La presta y animosa compañía;
Pero el punto y señal última oyendo,
Suena la horrenda y áspera armonía,
Así el negro ñublado turbulento
Lanza un diluvio súbito y violento.


En escura tiniebla el cielo vuelto
La furiosa tormenta se esforzaba,
Agua, piedras y rayos, todo envuelto
En espesos relámpagos lanzaba;
El araucano ejército revuelto
Por acá y por allá se derramaba;
Crece la tempestad horrenda, tanto,
Que á los más esforzados puso espanto.


De Juan Gómez la próspera ventura
Hizo que al punto el cielo se cerrase,
Y la tiniebla de la noche escura
Gran rato en su favor se anticipase;
Turbado se metió en una espesura
Hasta tanto que el ímpetu pasase
De aquella gente bárbara furiosa,
De la española sangre codiciosa.


Cuando vió en su violencia el torbellino
Y que él podía salir más encubierto,
El bosque deja y toma su camino
Que el temor se le muestra bien abierto;
Cayendo y levantando al cabo vino,
De sangre, lodo y de sudor cubierto,
Junto donde los nuestros esperaban
Si las furiosas aguas aplacaban.


Estaban del camino desviados,
Y uno de los caballos relinchando,
El español, con pasos sosegados,
Al alegre rumor se fué acercando;
Llegó adonde los seis amedrentados
Con baja voz estaban dél tratando,
Y en aquella sazón se les presenta,
Dándoles del suceso entera cuenta.


Con espanto fué luego conocido
Que entre ellos ya por muerto se tenía,
Y cada uno de lástima movido
A morir en su ayuda se ofrecía;
Mas él, como animoso y entendido,
Viendo que aprovechar no le podía,
Dice: «De mí, señores, nadie cure,
La vida el que pudiere la asegure».


Esto no dijo bien, cuando esforzado
Por el bosque tomó una senda incierta,
Y aquella más usada deja á un lado.
De gente y pueblos bárbaros cubierta;
Otro trance mayor le está guardado,
Pero, pues hay de Chile historia cierta,
Allí lo podrá ver el que quisiere,
Si gana de saberlo le viniere.


El coronista Estrella escribe al justo
De Chile y del Pirú en latín la historia,
Con tanta erudición, que será justo
Que dure eternamente su memoria,
Y la vida de Carlos Quinto Augusto,
Y en versos los encomios y la gloria
De varones ilustres en milicia,
Gobernación, en letras y justicia.


Vuelvo á los seis guerreros, que sintiendo
La desgracia de Almagro, lo mostraban;
Pero ayudalle en ella no pudiendo,
A la Imperial ciudad enderezaban:
La tempestad furiosa iba creciendo,
Relámpagos y truenos no cesaban,
Hasta que salió el Sol y el claro día
La plaza de Purén les descubría.


Era un castillo, el cual con poca gente
Le había Juan Gómez antes sustentado,
Hallándose una noche de repente
De multitud de bárbaros cercado:
Repelidos al fin gallardamente,
Fué por su industria el cerco levantado;
No escribo esta batalla, aunque famosa,
Por no tardarme tanto en cada cosa.


Allí los seis guerreros arribados
Fueron con tierna muestra recebidos
De los caros amigos, admirados
De verlos á tal término traídos,
Míseros, afligidos, demudados,
Flacos, roncos, deshechos, consumidos,
Corriendo sangre y lodo, sin celadas,
Las armas con las carnes destrozadas.


Casi veinticuatro horas sustentaron
Las armas defendiendo su partido,
Que nunca en este tiempo descansaron,
Haciendo lo que habeis, señor, oído:
Un rato en el castillo reposaron,
Del cual la noche atrás habían salido,
No con poco temor de los de casa
Y más cuando supieron lo que pasa.


La sangre les cuajó un temor helado,
Gran turbación les puso á todos, cuando
El caso de Valdivia desastrado
Les fueron por sus términos narrando:
Y así viendo el castillo mal parado,
De consejo común, considerando
La pujanza que el bárbaro traía,
Le dejaron desierto el mismo día.


Hacia Cautén tomaron la jornada,
Llevando á Almagro acaso de camino,
Que por venir la noche tan cerrada,
Libre salió del campo lautarino;
La fuerza fué por tierra derribada,
Que luego el enemigo pueblo vino
Talando municiones y comidas
Que en el castillo estaban recogidas.


Dieron vuelta los bárbaros gozosos
Hacia donde su ejército venía,
Retumbando en los montes cavernosos
El alegre rumor y vocería,
Y por aquellos prados espaciosos,
Con la vitoria y gozo de aquel día,
Tales cantos y juegos inventaban
Que el cansancio con ellos engañaban.


Juntos, el general con grave muestra
Los habla y los recibe alegremente,
Y asiendo blandamente de la diestra
Al valiente Lautaro, su teniente,
Una escuadra le entrega de maestra,
Escogida, gallarda y buena gente,
En armas y trabajo ejercitada
Para cualquier empresa y gran jornada.


A Lautaro dejemos, pues, en esto,
Que mucho su proceso me detiene,
Forzoso á tratar del volveré presto,
Que llegar hasta Penco me conviene,
Pues hace tanto á nuestro presupuesto
Decir cómo á la guerra se previene,
Que sangrienta y mortal se aparejaba,
Y el justo sentimiento que mostraba.


Ya la Fama, ligera embajadora
De tristes nuevas y de grandes males.
A Penco atormentaba de hora en hora.
Esforzando su voz ruines señales,
Cuando llegan los indios á deshora.
Los dos que ya conté que en los jarales,
Viendo á Valdivia roto, se escondieron.
Y éstos el triste caso refirieron.


Por mensajeros ciertos entendiendo.
El duro y desdichado acaecimiento.
Viejos, mujeres, niños concurriendo,
Se forma un triste y general lamento:
El cielo con aguda voz rompiendo,
Hinchen de tristes lástimas el viento:
Nuevas viudas, huérfanas, doncellas:
Era una dolorosa cosa vellas.


Los blancos rostros, más que flores bellos.
Eran de crudos puños ofendidos.
Y manojos dorados de cabellos
Andaban por los suelos esparcidos:
Vieran pechos de nieve y tersos cuellos
De sangre y vivas lágrimas teñidos,
Y rotos por mil partes y arrojados
Ricos vestidos, joyas y tocados.


No con menor estruendo los varones
De la edad más robusta juntamente
Daban de su dolor demonstraciones,
Pero con otro modo diferente:
Suenan las armas, suenan municiones,
Suena el nuevo aparato de la gente,
Y la ronca trompeta del gran Marte
A guerra incita ya por toda parte.


Unas botas espadas afilaban,
Otros petos mohosos enlucían,
Otros las viejas cotas remallaban,
Hierros otros en astas inferían,
Cañones reforzados apuntaban,
Al viento las banderas descogían,
Y en alardosa muestra los soldados
Iban por todas partes ocupados.


Caudillo era y cabeza de la gente
Francisco Villagrán, varón tenido
Por sabio en la milicia y suficiente,
Con suma diligencia prevenido;
De Pedro de Valdivia fué teniente,
Después de su persona obedecido;
Sentido del suceso y caso fuerte
Brama por la venganza de su muerte.


Las mujeres de nuevos alaridos
Hieren el alto cóncavo del cielo,
Viendo al peligro puestos los maridos
Y ellas en tal trabajo y desconsuelo:
Con lagrimosos ojos y gemidos,
Echadas de rodillas por el suelo,
Les ponen los hijuelos por delante;
Pero cosa á moverlos no es bastante.


Ya de lo necesario aparejados,
En demanda del bárbaro salían,
De arneses lucidísimos armados,
Que vistosos de lejos parecían;
Las mujeres, por torres y tejados,
Con fijos ojos tiernos los seguían,
Y, echándoles de allí mil bendiciones,
Vuelven á Dios el ruego y peticiones.


Del tropel se despiden ciudadano,
Que del pueblo saliera á acompañallos,
Y en busca del ejército araucano
Pican á toda priesa los caballos:
Dejan á la siniestra á Mareguano,
Y á la diestra de Talca á los vasallos,
Hijo de Talcaguano, que su tierra
La ciñe casi en torno el amar y sierra.


De los seguros límites pasando,
Pisan de Andalicán la enjuta arena,
Y el espacioso llano atravesando,
Suben las lomas, y el rumor no suena;
Y al pié del cerro andálico llegando,
Sin entender lo que Lautaro ordena,
Sólo el miedo de entrar por el estado
Les mitigó el furor demasiado.


Un paso peligroso, agrio y estrecho,
De la banda del Norte está á la entrada
Por un monte asperísimo y derecho,
La cumbre hasta los cielos levantada;
Está tras éste un llano poco trecho,
Y luego otra menor cuesta tajada,
Que divide el distrito andalicano
Del fértil valle y límite araucano.


Esta cuesta Lautaro había elegido
Para dar la batalla, y por concierto
Tenía todo su ejército tendido
En lo más alto della y descubierto;
Viendo que á pie en lo llano es mal partido
Seguir á los caballos campo abierto,
El alto y primer cerro deja esento,
Pensando allí alcanzarlos por aliento.


Porque se tome bien del sitio el tino,
Quiero aquí figurarle por entero.
La subida no es mala del camino,
Mas todo es lo demás despeñadero;
Tiene al poniente al bravo mar vecino,
Que bate al pie de un gran derrumbadero,
Y en la cumbre y más alto de la cuesta
Se allana cuanto un tiro de ballesta.


Estaba el alto cerro coronado
Del poderoso ejército enemigo,
Y el camino al entrar desocupado,
Sin defensa ni estorbo, como digo;
Pasando el primer monte, había llegado
Al pié deste segundo el bando amigo;
Pero aquí Villagrán confuso estuvo,
Que el peligroso trance le detuvo.


Como el romano César, que, dudoso,
El pié en el Rubicón fijó á la entrada,
Pensando allí de nuevo el peligroso
Hecho que acometía y gran jornada,
Al fin soltó las riendas animoso;
Diciendo: «¡Sus! la suerte ya es echada!...»
Así nuestro español rompió el camino,
Dando libre la rienda á su destino.


Apenas el primer paso había dado,
Cuando luego, tras él osadamente,
Por el fragoso monte levantado,
Alegre comenzó á subir la gente.
Lautaro sin moverse, arrinconado,
Franca les da la entrada llanamente;
Diez mil hombres gobierna, gente usada
En el duro ejercicio de la espada.


Tenía su campo en torno de la cuesta
Y mandado que nadie se moviese
Un paso á comenzar la dura fiesta
Hasta que el son de arremeter se oyese;
Con una irremisible pena puesta
Para aquel que del término saliese,
Que estaban así quedos y callados,
Cual si fueran en mármoles mudados.


Pues la española gente, deseando
Ejercitar la vencedora diestra,
Se va á los enemigos acercando
Por la banda del bárbaro siniestra.
Lautaro, al puesto término llegando,
Presenta la batalla en bella muestra,
Con gran rumor de bárbaras trompetas,
Atambores, bocinas y cornetas.


Paréceme, señor, que será justo
Dar fin al largo canto en este paso,
Porque el deseo del otro mueva el gusto,
Y porque de cantar me siento laso;
Suplicoos que el tardar no os dé disgusto,
Pareciéndoos que voy tan paso á paso,
Que aún de gentes agravio una gran suma,
Atento á no llevar prolija pluma.

Canto V

Contiénese la reñida batalla que entre los españoles y los araucanos hubo en la cuesta de Andalicán, donde por la astucia de Lautaro y el demasiado trabajo de los españoles, fueron los nuestros desbaratados, y muertos más de la mitad dellos, juntamente con tres mil indios amigos.


Siempre el benigno Dios, por su clemencia,
Nos dilata el castigo merecido,
Hasta ver sin enmienda la insolencia
Y el corazón rebelde endurecido;
Y es tanta la dañosa inadvertencia,
Que, aunque vemos el término cumplido
Y ejemplo del castigo en el vecino,
No queremos dejar el mal camino.


Dígolo, porque viene muy contenta
Nuestra gente española á las espadas,
Que en el fin de Valdivia no escarmienta,
Ni mira haber seguido sus pisadas;
Presto la vereis dar estrecha cuenta
De las culpas presentes y pasadas,
Que el verdugo Lautaro ardiendo en saña,
Se muestra con su gente en la campaña.


Villagrán con la suya á punto puesto,
En el estrecho llano se detiene;
Plantando seis cañones en buen puesto,
Ordena aquí y allí lo que conviene;
Estuvo sin moverse un rato en esto
Por ver el orden que Lautaro tiene,
Que ocupaba su gente tanto trecho,
Que mitigó el ardor de más de un pecho.


De muchos fué esta guerra deseada,
Pero sabe ora Dios sus intenciones;
Viendo toda la cuesta rodeada
De gente en concertados escuadrones:
La sangre, del temor ya resfriada
Con presteza acudió á los corazones,
Los miembros, del calor desamparados
Fueron luego de esfuerzo reformados.


Con nuevo encendimiento están bramando
Porque la trompa del partir no suena,
Tanto el trance y batalla deseando,
Que cualquiera tardanza les da pena:
De la otra parte el araucano bando,
Sujeto á lo que su caudillo ordena,
Rabiaba por cerrar; mas la obediencia
Le pone duro freno y resistencia.


Como el feroz caballo que, impaciente,
Cuando el competidor ve ya cercano,
Bufa, relincha y, con soberbia frente.
Hiere la tierra de una y otra mano,
Así el bárbaro ejército obediente,
Viendo tan cerca el campo castellano,
Gime por ver el juego comenzado;
Mas no pasa del término asignado.


Desta manera, pues, la cosa estaba,
Ganosos de ambas partes por juntarse;
Pero ya Villagrán consideraba
Que era dalles más ánimo el tardarse:
Tres bandas de jinetes apartaba
De aquellos codiciosos de probarse,
Que á la seña, sin más amonestallos
Ponen las piernas recio á los caballos.


El campo con ligeros pies batiendo,
Salen con gran tropel y movimiento;
Rauco se estremeció del son horrendo
Y la mar hizo extraño sentimiento;
Los corregidos bárbaros, temiendo
De Lautaro el expreso mandamiento,
Aunque por los herir se deshacían,
El paso hacia delante no movían.


Con el concierto y orden que en Castilla
Juegan las cañas en solene fiesta,
Que parte y desembraza una cuadrilla
Revolviendo la darga al pecho puesta,
Así los nuestros, firmes en la silla,
Llegan hasta el remate de la cuesta
Y vuelven casi en cerco á retirarse
Por no poder romper sin despeñarse.


Toman al retirar la vuelta larga,
Y desta suerte muchas vueltas prueban:
Pero todas las veces una carga
De flecha, dardo y piedra espesa llevan:
A algunos vale allí la buena adarga:
Las celadas y grebas bien aprueban,
Que no pueden venir al corto hierro
Por ser peinado en torno el alto cerro.


Firme estaba Lautaro sin mudarse
Y cercada de gente la montaña;
Algunos que pretenden señalarse
Salen con su licencia á la campaña:
Quieren uno por uno ejercitarse
De la pica y bastón con los de España,
Ó dos á dos, ó tres á tres soldados,
A la franca eleción de los llamados.


Usando de mudanzas y ademanes,
Vienen con muestra airosa y contoneo,
Más bizarros que bravos alemanes,
Haciendo aquí y allí gentil paseo;
Como los diestros y ágiles galanes
En público ejercicio del torneo,
Así llegan gallardos á juntarse
Y con las duras puntas á tentarse.


Quien piensa de la pica ser maestro
Sale á probar la fuerza y el destino,
Tentando el lado diestro y el siniestro,
Buscando lo mejor con sabio tino;
Cuál acomete, vanle y hurta presto,
Hallando para entrar franco el camino;
Cuál hace el golpe vano, y cual tan cierto
Que da con su enemigo en tierra muerto.


Otros, destas posturas no se curan
Ni paran en el aire y gentileza,
Que el golpe sea mortal sólo procuran
Y en el cuerpo y los pies llevar firmeza;
Con ánimo arrojado se aventuran
Llevados de la cólera y braveza;
Esta á veces los golpes hace vanos,
Y ellos venir más juntos á las manos.


Pero por más veloz en la corrida
El mozo Curiomán se señalaba,
Que con gallarda muestra y atrevida
Larga carrera sin temor tomaba:
Y blandiendo una lanza muy fornida
En medio de la furia la arrojaba,
Que nunca de ballesta al torno armada
Jara con tal presteza fué enviada.


Había siete españoles ya heridos,
Mas nadie se atraviesa á la venganza,
Que era el valiente bárbaro temido
Por su esfuerzo, destreza y gran pujanza:
En esto Villagrán, algo corrido.
Viéndole despedir la octava lanza,
Dijo con voz airada: «¿No hay alguno
Que castigue este bárbaro importuno?».


Diciendo esto miraba á Diego Cano,
El cual de osado crédito tenía,
Que, una asta gruesa en la derecha mano
Su rabicán preciado apercebía,
Y al tiempo cuando el bárbaro lozano
Con fuerza extrema el brazo sacudía,
En la silla los muslos enclavados
Hiere al caballo á un tiempo entrambos lados.


Con menudo tropel y gran ruïdo
Sale el presto caballo desenvuelto
Hacia el gallardo bárbaro atrevido,
Que en esto las espaldas había vuelto;
Pero el fuerte español, embebecido
En que no se le fuese, el freno suelto,
Bate al caballo á priesa los talones
Hasta los enemigos escuadrones.


No el araucano y fiero ayuntamiento
Con las espesas picas derribadas,
Ni el presuroso y recio movimiento
De mazas y de bárbaras espadas,
Pudieron resistir al duro intento,
Del airado español, que las pisadas
Del ligero araucano iba siguiendo,
La espesa turba y multitud rompiendo.


Donde á pesar de tantos y á despecho
Con grande esfuerzo y valerosa mano,
Rompe por ellos, y la lanza el pecho
De aquel que dilató su muerte en vano:
Y glorioso del bravo y alto hecho
Al caballo picó á la diestra mano,
Abriendo con esfuerzo y diestro tino
Por medio de las armas el camino.


Luego se arroja el escuadrón ginete
Al araucano ejército llamando,
Que á esperarle parece que acomete
Y váse luego al borde retirando;
Una, cuatro y diez veces arremete,
Poco el arremeter aprovechando,
Que en aquella sazón ninguna espada
Había de sangre bárbara manchada.


Los cansados caballos trabajaban,
Mas poco del trabajo se aprovecha,
Que los nuestros en vano les picaban
Heridos y hostigados de la flecha;
Las bravezas de algunos aplacaban
Viéndose en aquel punto y cuenta estrecha,
Ellos lasos, los otros descansados,
Los pasos y caminos ya cerrados.


La presta y temerosa artillería
A toda furia y priesa disparaba,
Y así en el escuadrón indio batía,
Que cuanto topa enhiesto lo allanaba;
De fuego y humo el cerro se cubría,
El aire cerca y lejos retumbaba,
Parece con estruendo abrirse el suelo
Y respirar un nuevo Mongibelo.


Visto Lautaro serle conveniente
Quitar y deshacer aquel ñublado
Que lanzaba los rayos en su gente
Y había gran parte della destrozado,
Al escuadrón que á Leucotón valiente
Por su valor le estaba encomendado,
Le manda arremeter con furia presta,
Y en alta voz diciendo le amonesta:


«¡Oh fieles compañeros vitoriosos
A quien fortuna llama á tales hechos!
Ya es tiempo que los brazos valerosos
Nuestras causas aprueben y derechos;
¡Sús!, ¡sús!, calad las lanzas animosos,
¡Rompan los hierros los contrarios pechos
Y por ellos abrid roja corriente
Sin respetar á amigo ni á pariente.


«A las piezas guiad, que si ganadas
Por vuestro esfuerzo son, con tal vitoria
Célebres quedarán vuestras espadas,
Y eterna al mundo dellas la memoria:
El campo seguirá vuestras pisadas,
Siendo vos los autores desta gloria».
Y con esto la gente envanecida,
Hizo la temeraria arremetida.


Por infame se tiene allí el postrero,
Que es la cosa que entre ellos más se nota;
El más medroso quiere ser primero
Al probar si la lanza lleva bota;
No espanta ver morir al compañero,
Ni llevar quince ó veinte una pelota,
Volando por los aires hechos piezas,
Ni el ver quedar los cuerpos sin cabezas.


No los perturba y pone allí embarazo,
Ni punto los detiene el temor ciego;
Antes si el tiro á alguno lleva el brazo,
Con el otro la espada esgrime luego:
Llegan sin reparar hasta el ribazo
Donde estaba la máquina del fuego;
Viéranse allí las balas escupidas
Por la bárbara furia detenidas.


Los demás arremeten luego en rueda
Y de tiros la tierra y Sol cubrían,
Pluma no basta, lengua no hay que pueda
Figurar el furor con que venían;
De voces, fuego, humo y polvareda
No se entienden allí, ni conocían;
Mas poco aprovechó este impedimento,
Que ciegos se juntaban por el tiento.


Tardaron poco espacio en concertarse,
Las enemigas haces ya mezcladas;
Lo que allí se vió más para notarse
Era el presto batir de las espadas;
Procuran ambas partes señalarse,
Y así vieran cabezas y celada
En cantidad y número partidas
Y piernas de sus troncos divididas.


Unos por defender la artillería,
Con tal ímpetu y furia acometida;
Otros por dar remate á su porfía,
Traban una batalla bien reñida;
Para un solo español cincuenta había:
La ventaja era fuera de medida;
Mas cada cual por sí tanto trabaja,
Que iguala con valor á la ventaja.


No quieren que atrás vuelva el estandarte
De Carlos Quinto Máximo glorioso;
Mas que, á pesar del contrapuesto Marte,
Vaya siempre adelante vitorioso,
El cual, terrible y fiero, á cada parte
Envuelto en ira y polvo sanguinoso,
Daba nuevo vigor á las espadas,
De tanto combatir aún no cansadas.


Renuévase el furor y la braveza,
Según es el herir apresurado,
Con aquel mismo esfuerzo y entereza
Que si entonces lo hubieran comenzado;
Las muertes, el rigor y la crueza,
Esto no puede ser significado,
Que la espesa y menuda yerba verde
En sangre convertida, el color pierde.


Villagrán la batalla en peso tiene,
Que no pierde una mínima su puesto;
De todo lo importante se previene;
Aquí va, y allí acude, y vuelve presto;
Hace de capitán lo que conviene
Con osada experiencia, y fuera desto,
Como usado soldado y buen guerrero,
Se arroja á los peligros el primero.


Andando envuelto en sangre á Torbo mira
Que en los cristianos hace gran matanza,
Lleva el caballo, y él, llevado de ira,
Requiere en la derecha bien la lanza,
En los estribos firme al pecho tira;
Mas la codicia y sobra de pujanza
Desatentó la presurosa mano,
Haciendo antes de tiempo el golpe en vano.


Hiende el caballo desapoderado
Por la canalla bárbara enemiga,
Revuelve á Torbo el español airado
Y en bajo el brazo la jineta abriga;
Pásale un fuerte peto tresdoblado
Y el jubón de algodón, y en la barriga
Le abrió una gran herida, por do al punto
Vertió de sangre un lago y la alma junto.


Saca entera la lanza, y derribando
El brazo atrás, con ira la arrojaba;
Vuela la furiosa asta rechinando
Del ímpetu y pujanza que llevaba,
Y á Corpillán, que estaba descansando,
Por entre el brazo y cuerpo le pasaba,
Y al suelo penetró sin dañar nada,
Quedando media braza en él fijada.


Y luego Villagrán, la espada fuera,
Por medio de la hueste va á gran priesa,
Haciendo con rigor ancha carrera
Adonde va la turba más espesa;
No menos Pedro de Olmos de Aguilera
En todos los peligros se atraviesa,
Habiendo él solo muerto por su mano
A Guancho, Canio, Pillo y Titaguano.


Hernando y Juan, entrambos de Alvarado,
Daban de su valor notoria muestra,
Y el viejo gran ginete Maldonado
Voltea el caballo allí con mano diestra,
Ejercitando con valor usado
La espada, que en herir era maestra,
Aunque la débil fuerza envejecida
Hace pequeño el golpe y la herida.


Diego Cano, á dos manos, sin escudo,
No deja lanza enhiesta ni armadura,
Que todo por rigor de filo agudo
Hecho pedazos viene á la llanura;
Pues Peña, aunque de lengua tartamudo,
Se revuelve con tal desenvoltura,
Cual Cesio entre las armas de Pompeo,
Ó en Troya el fiero hijo de Peleo.


Por otra parte, el español Reinoso,
De ponzoñosa rabia estimulado,
Con la espada sangrienta va furioso
Hiriendo por el uno y otro lado;
Mata de un golpe á Palta y, riguroso,
La punta enderezó contra el costado
Del fuerte Ron, y así acertó la vena,
Que la espada de sangre sacó llena.


Bernal, Pedro de Aguayo, Castañeda,
Ruiz, Gonzalo Hernández y Pantoja
Tienen hecha de muertos una rueda,
Y la tierra de sangre toda roja;
No hay quien ganar del campo un paso pueda,
Ni el espeso herir un punto afloja,
Haciendo los cristianos tales cosas
Que las harán los tiempos milagrosas.


Mas eran los contrarios tanta gente,
Y tan poco el remedio y confianza,
Que á muchos les faltaban juntamente
La sangre, aliento, fuerza y la esperanza;
Llevados, pues, al fin de la corriente
Sin poder resistir la gran pujanza,
Pierden un largo trecho la montaña
Con todas las seis piezas de campaña.


Del antiguo valor y fortaleza
Sin aflojar los nuestros siempre usaron;
No se vió en español jamás flaqueza
Hasta que el campo y sitio les ganaron,
Mas viéndose á tal hora en estrecheza
Que pasaba de cinco que empezaron,
Comienzan á dudar ya la batalla,
Perdiendo la esperanza de ganalla.


Dudan por ver al bárbaro tan fuerte,
Cuando ellos en la fuerza iban menguando,
Representóles el temor la muerte,
Las heridas y sangre resfriando;
Algunos desaniman de tal suerte,
Que se van al camino retirando,
No del todo, Señor, desbaratados,
Mas haciéndoles rostro y ordenados.


Pero el buen Villagrán, haciendo fuerza,
Se arroja y contrapone al paso airado
Y con sabias razones los esfuerza,
Como de capitán escarmentado,
Diciendo: «Caballeros, nadie tuerza
De aquello que á su honores obligado;
No os entreguéis al miedo, que es, yo os digo,
De todo nuestro bien gran enemigo.


«Sacudilde de vos, y veréis luego
La deshonra y afrenta manifiesta;
Mirad que el miedo infame, torpe y ciego
Más que el hierro enemigo aquí os molesta;
No os turbéis, reportaos, tened sosiego,
Que en este solo punto tenéis puesta
Vuestra fama, el honor, vida y hacienda,
Y es cosa que después no tiene enmienda.


«¿A do volvéis sin orden y sin tiento,
Que los pasos tenemos impedidos?
¿Con cuanto deshonor y abatimiento
Seremos de los nuestros acogidos?
La vida y honra está en el vencimiento;
La muerte y deshonor en ser vencidos;
Mirad esto, y vereis huyendo cierta
Vuestra deshonra y más la vida incierta».


De la plaza no ganan cuanto un dedo
Por esto y otras cosas que decía,
Según era el terror y extraño miedo
En que el peligro puesto los había.
«¿Dónde quedar mejor que aquí yo puedo?«,
Diciendo Villagrán, con osadía
Temeraria arremete á tanta gente,
Sólo para morir honradamente.


La vida ofrece, de acabar contenta,
Por no estar al rigor de ser juzgado;
Teme más que á la muerte alguna afrenta
Y el verse con el dedo señalado;
No quiere andar á todos dando cuenta
Si volver las espaldas fué forzado,
Que por dolencia ó mancha se reputa
Tener puesto el honor hombre en disputa.


Cuán bien desto salió, que del caballo
Al suelo le trujeron aturdido;
Cuál procura prendello, cual matallo
Pero las buenas armas le han valido;
Otros dicen á voces: «¡Desarmallo!»;
Acude allí la gente y el ruïdo;
Mas quien saber el fin desto quisiere,
Al otro canto pido que me espere.

Canto VI

Prosigue la comenzada batalla, con las extrañas y diversas muertes que los araucanos ejecutaron en los vencidos, y la poca piedad que los niños y mujeres usaron, pasándolos todos á cuchillo.


Al valeroso espíritu, ni suerte,
Ni revolver de hado riguroso
Le pueden presentar caso tan fuerte
Que le traigan á estado vergonzoso:
Como ahora á Villagrán, que con su muerte,
No siendo de otro modo poderoso,
Piensa atajar el áspero camino
Adonde le tiraba su destino.


Sus soldados, el paso apresurando,
En confuso montón se retrujeron,
Cuando en el nuevo y gran rumor mirando
A su buen capitán entierra vieron;
Solos trece, la vida despreciando,
Los rostros y las riendas revolvieron;
Rasgando á los caballos los ijares,
Se arrojan á embestir tantos millares.


Con más valor que yo sabré decillo,
El pequeño escuadrón ligero cierra,
Abriendo en los contrarios un portillo
Que casi puso en condición la guerra;
Rompen hasta do el mísero caudillo
De golpes aturdido estaba en tierra,
Sin ayuda y favor desamparado,
De la enemiga turba rodeado.


Todos á un tiempo quieren ser primeros
En esta presa y suerte señalada,
Y estaban como lobos carniceros
Sobre la mansa oveja desmandada,
Cuando discordes con aullidos fieros,
Forman música en voz desentonada,
Y en esto los mastines del ejido
Llegan con gran presteza á aquel ruïdo.


Así los enemigos apiñados,
En medio al triste Villagrán tenían,
Que por darle la muerte, embarazados
Los unos á los otros se impedían;
Mas los trece españoles esforzados
Rompiendo á la sazón sobrevenían,
De roja y fresca sangre ya cubiertos
De aquellos que dejaban atrás muertos.


Con gran presteza, del amor movidos,
Adonde á Villagrán veen, se arrojaban,
Y los agudos hierros atrevidos
De nuevo en sangre nueva remojaban;
Desamparan el cerco los heridos,
Acá y allá medrosos se apartaban,
Algunos sustentaban con más suerte
Su parte y opinión hasta la muerte.


Si un espeso montón se deshacía,
Desocupando el campo escarmentados,
Otra junta mayor luego nacía
Y estaban sus lugares ocupados;
Del sueño Villagrán aún no volvía,
Mas tal maña se dieron sus soldados,
Y así las prestas armas revolvieron,
Que en su acuerdo á caballo lo pusieron.


A tardarse más tiempo fuera muerto,
Y á bien librar salió tan mal parado
Que, aunque estaba de planchas bien cubierto,
Tenía el cuerpo molido y magullado;
Pero del suelto súbito despierto,
Viendo trece españoles á su lado,
Olvidando el peligro en que aún estaba,
Entre los duros hierros se lanzaba.


Por medio del ejército enemigo
Sin escarmiento ni temor hendía,
Llevando en su defensa al bando amigo,
Que destrozando bárbaros venía;
Trillan, derriban, hacen tal castigo,
Que duran las reliquias hoy en día
Y durará en Arauco muchos años
El estrago y memoria de los daños.


Bernal hiere á Mailongo de pasada,
De un valiente altabajo á fil derecho:
No le valió de acero la celada,
Que los filos corrieron hasta el pecho;
Aguilera al través tendió la espada
Y al dispuesto Guamán dejó maltrecho,
Haciendo ya el temor tan ancha senda,
Que bien pueden correr á toda rienda.


Salen, pues, los catorce vitoriosos
Donde los otros de su bando estaban,
Que turbados, sin orden, temerosos
De ver su muerte ya remolinaban;
No bastaron ni fueron poderosos
Villagrán y los otros que llegaban
A estorbar el camino comenzado,
Que ya el temor gran fuerza había cobrado.


Viendo, bravo y gallardo, al araucano,
Del todo de vencer desconfiados,
Y los caballos sin aliento, en vano
De importunas espuelas fatigados,
A grandes voces dicen: «A lo llano,
No estemos desta suerte arrinconados».
Y con nuevo temor y desatino
Toman algunos dellos el camino.


Cual de cabras monteras la manada,
Cuando á lugar estrecho es reducida,
De diestros cazadores rodeada
Y de importunos tiros perseguida,
Que viéndose ofendida y apretada,
Una rompe el camino y la huída,
Siguiendo las demás á la primera,
Así abrieron los nuestros la carrera.


Uno, dos, diez y veinte desmandados
Corren á la bajada de la cuesta,
Sin orden ni atención apresurados,
Como si al palio fueran sobre apuesta;
Aunque algunos valientes ocupados
Con firme rostro y con espada presta,
Combatiendo animosos, no miraban
Cómo así los amigos los dejaban.


No atienden al huir, ni se previenen
De remedio tan flaco y vergonzoso;
Antes en su batalla se mantienen
Trayendo el fin á término dudoso,
Y con heróicos ánimos detienen
De los indios el ímpetu furioso,
Y la disposición del duro hado
En daño suyo y contra declarado.


Y así resisten, matan y destruyen,
Contrastando al Destino, que parece
Que el valor araucano disminuyen
Y el suyo con difícil prueba crece;
Mas viendo á los amigos como huyen,
Que á más correr la gente desperece,
Hubieron de seguir la misma vía,
Que ya fuera locura y no osadía.


Quiero mudar en lloro amargo el canto,
Que será á la sazón más conveniente,
Pues me suena en la oreja el triste llanto
Del pueblo amigo y género inocente;
No siento el ser vencidos tanto, cuanto
Ver pasar las espadas crudamente
Por vírgines, mujeres, servidores
Que penetran los cielos sus clamores.


La infantería española, sin pereza,
Y gente de servicio iban camino,
Que el miedo les prestaba ligereza
Y más de la que á algunos les convino;
Pues con la turbación y gran torpeza
Muchos perdieron de la cuesta el tino;
Ruedan unos, los lomos quebrantados,
Otros hechos pedazos despeñados.


Quedan por el camino mil tendidos,
Los arroyos de sangre el llanto riegan,
Rompiendo el aire el llanto y alaridos
Que en son desentonado al cielo llegan,
Y las lástimas tristes y gemidos
Puestas las manos altas con que ruegan
Y piden de la vida gracia en vano
Al inclemente bárbaro inhumano.


El cual siempre les iba caza dando
Con mano presta y pies en la corrida,
Hiriendo sin respeto y derribando
La inútil gente, mísera, impedida,
Que á la amiga nación iba invocando
La ayuda en vano, á la amistad debida,
Poniéndole delante con razones
La deuda, el interés y obligaciones.


Y aunque más las razones obligaban,
Si alguno á defenderlos revolvía,
Viendo cuanto los otros se alargaban,
Alargarse también le convenía;
Ni á los que por amigos se trataban,
Ni á las que por amigas se debía,
Con quien había amistad y cuenta estrecha,
Llamar, gemir, llorar les aprovecha.


Que ya los nuestros sin parar en nada,
Por la carrera de su sangre roja,
Dan siempre nueva furia en su jornada
Y á los caballos priesa y rienda floja,
Que ni la voz de virgen delicada,
Ni obligación de amigos los congoja;
La pena y la fatiga que llevaban
Era que los caballos no volaban.


Sordos á aquel clamor y endurecidos,
Miden con sueltos pies el verde llano;
Pero algunos, de lástima movidos,
Viendo el fiero espectáculo inhumano,
De una rabiosa cólera encendidos,
Vuelven contra el ejército araucano
Que corre por el campo derramado,
La más parte en la presa embarazado.


Determinados de morir, revuelven,
Haciendo al sexo tímido reparo,
Y de suerte en los bárbaros se envuelven
Que á más de diez la vuelta costó caro;
Por esto los primeros aún no vuelven,
Que quieren que el partido sea más claro
Y no poner la vida en aventura,
Cuanto lejos de allí, tanto segura.


Torna la lid de nuevo á refrescarse,
De un lado y otro andaba igual trabada,
Pecho con pecho vienen á juntarse,
Lanza con lanza, espada con espada;
Pueden los españoles sustentarse,
Que la gente araucana derramada
El alcance sin orden proseguía
Haciendo todo el daño que podía.


Cual banda de cornejas esparcidas
Que por el aire claro el vuelo tienden,
Que, de la compañera condolidas,
Por los chirridos la prisión entienden,
Las batidoras alas recogidas,
A darle ayuda en círculo descienden,
El bárbaro escuadrón desta manera
Al rumor endereza la carrera.


La gente que de acá y de allá discurre,
Viendo el tumulto y aire polvoroso,
Deja el alcance, y de tropel concurre
Al son de las espadas sonoroso;
Cada araucano con presteza ocurre
Adonde era el favor más provechoso,
Y los sangrientos hierros en las manos
Cercan el escuadrón de los cristianos.


La copia de los bárbaros creciendo,
Crece el son de las armas y refriega
Y los nuestros se van disminuyendo,
Que en su ayuda y socorro nadie llega;
Pero con grande esfuerzo combatiendo,
Ninguno la persona á ciento niega;
Ni allí se vió español que se notase
Que á su deuda una mínima faltase.


Mas de la suerte, como si del cielo
Tuvieran el seguro de las vidas,
Se meten y se arrojan sin recelo
Por las furiosas armas homicidas:
Caen por tierra, y echan por el suelo,
Dan y reciben ásperas heridas,
Que el número dispar y aventajado
Suple el valor y el ánimo sobrado.


Y así se contraponen, no temiendo
La muerte y furia bárbara importuna,
El ímpetu y pujanza resistiendo
De la gente, del hado y la fortuna;
Mas contrastar á tantos no pudiendo
Sin socorro, favor ni ayuda alguna,
Dilatando el morir, les fué forzoso
Volver á su camino trabajoso.


Parece el esperar más desatino,
Que van los delanteros como el viento;
Usar de aquel remedio les convino
Y no del temerario atrevimiento;
Muchos mueren en medio del camino
Por falta de caballos y de aliento,
Y de sangre también, que el verde prado
Quedaba de su rastro colorado.


Flojos ya los caballos y encalmados,
Los bárbaros por pies los alcanzaban,
Y en los rendidos dueños derribados
Las fuerzas de los brazos ensayaban;
Otros de los peones empachados,
Digo, de los cristianos que á pie andaban,
Casi moverse al trote no podían,
Que con sólo el temor los detenían.


Los cansados peones se contentan
Con las colas ó aciones aferradas,
Y en vano lastimosos representan
Estrechas amistades olvidadas:
De sí los de caballo los ausentan,
Si no pueden á ruego, á cuchilladas,
Como á los más odiosos enemigos,
Que no era á la sazón tiempo de amigos.


Atruena todo el valle el gran bullicio,
Armas, grita y clamor triste se oía
De la gente española y de servicio
Que á manos de los indios perecía:
No se vió tan sangriento sacrificio,
Ni tan extraña y cruda anotomía,
Como los fieros bárbaros hicieron
En dos mil y quinientos que murieron.


Unos vienen al suelo malheridos,
De los lomos al vientre atravesados;
Por medio de la frente otros hendidos,
Otros mueren con honra, degollados;
Otros, que piden medios y partidos,
De los cascos los ojos arrancados,
Los fuerzan á correr por peligrosos
Peñascos, sin parar, precipitosos.


Y á las tristes mujeres delicadas
El debido respeto no guardaban;
Antes con más rigor por las espadas,
Sin escuchar sus ruegos las pasaban;
No tienen miramiento á las preñadas;
Mas los golpes al vientre encaminaban,
Y aconteció salir por las heridas
Las tiernas pernezuelas no nacidas.


Suben por la gran cuesta al que más puede,
Y paga el perezoso y negligente,
Que á ninguno más vida se concede
De cuanto puede andar ligeramente;
Y aquel torpe es forzoso que se quede,
Que no es en la carrera diligente,
Que la muerte, que airada atrás venía,
En afirmando el pie, le sacudía.


Aunque la cuesta es áspera y derecha,
Muchos á la alta cumbre han arribado,
Adonde una albarrada hallaron hecha,
Y el paso con maderos ocupado;
No tiene aquel camino otra deshecha,
Que el cerro casi en torno era tajado:
Del un lado le bate la marina,
Del otro un gran peñón con él confina.


Era de gruesos troncos mal pulidos
El nuevo muro en breve tiempo hecho,
Con arte unos en otros injeridos,
Que cerraban la senda y paso estrecho;
Dentro estaban los indios prevenidos,
Las armas sobre el muro y antepecho,
Que, según orgullosos se mostraban,
Al cielo, no á la gente, amenazaban.


Viendo los españoles ya cerrados
Los pasos y cerrada la esperanza,
A pasar ó morir determinados,
Poniendo en Dios la firme confianza,
De la albarrada un trecho desviados,
Prueban de los caballos la pujanza,
Corriendo un golpe de ellos á romperla,
Y los bárbaros dentro á defenderla.


Así la gente estaba detenida,
Que todo su trabajo no importaba,
Ni al peligro hallaba la salida,
Hasta que el viejo Villagrán llegaba;
Que vista la excusada arremetida
Cuán poco en el remedio aprovechaba,
Sin temor de morir, ni muestra alguna
Dió aquí el último tiento á la fortuna.


Estaba en un caballo derivado
De la española raza, poderoso,
Ancho de cuadra, espeso, bien trabado,
Castaño de color, presto, animoso,
Veloz en la carrera y alentado,
De grande fuerza y de ímpetu furioso,
Y la furia sujeta y corregida
Por un débil bocado y blanda brida.


El rostro le endereza y, al momento,
Bate el presto español recio la ijada,
Que sale con furioso movimiento
Y encuentra con los pechos la albarrada;
No hace en el romper más sentimiento
Que si fuera en carrera acostumbrada,
Abriendo tal camino, que pasaron
Todos los que debajo se escaparon.


Los bárbaros, airados, defendían
El paso, pero al cabo no pudieron,
Que por más que las armas esgrimían,
Los fuertes españoles los rompieron;
Unos hacia la mano diestra guían,
Otros tan buen camino no supieron,
Tomando á la siniestra un mal sendero
Que á dar iba en un gran despeñadero.


A la siniestra mano hacia el poniente
Estaban dos caminos mal usados,
Éstos debían de ser antiguamente
Por do al agua bajaban los veenados;
Digo en tiempos pasados, que al presente
Por mil partes estaban derrumbados,
Y el remate tajado con un salto
De más de ciento y veinte brazas de alto.


Por orden de Natura no sabida,
O por gran sequedad de aquella tierra,
O algún diluvio grande y avenida,
Fué causa de tajarse aquella sierra;
Pues por allí la gente mal regida,
Ocupada del miedo de la guerra,
Huyendo de la muerte ya sin tino,
A dar derechamente en ella vino.


La inadvertida gente iba rodando,
Que repararse un paso no podía,
El segundo al primero tropellando,
Y el tercero al segundo recio envía:
El número se va multiplicando,
Un cuerpo mil pedazos se hacía,
Siempre rodando con furor violento
Hasta parar en el más bajo asiento.


Como el fiero Tifeo, presumiendo
Lanzar de sí el gran monte y pesadumbre,
Cuando el terrible cuerpo estremeciendo,
Sacude los peñascos de la cumbre,
Que vienen con gran ímpetu y estruendo
Hechos piezas abajo en muchedumbre,
Así la triste gente mal guiada,
Rodando al llano va despedazada.


Pero aquella que el buen camino tiene,
De verle con presteza el fin procura,
Ninguno por el otro se detiene,
Que detenerse ya fuera locura;
Rodar también alguno le conviene,
Que más de lo posible se apresura;
A caballo y á pie, y aún de cabeza
Llegaron á lo bajo en poca pieza.


Sueltos iban caballos por el prado,
Que muertos los señores han caído;
Otros desocuparlos fué forzado
Que por flojos la silla habían perdido;
Cuál ligero cabalga, y cual turbado,
Del temor de la muerte ya impedido,
Atinar al estribo no podía
Y el caballo y sazón se le huía.


No aguardaban por esto, mas corriendo
Juegan á mucha priesa los talones,
Al delantero sin parar siguiendo,
Que no le alcanzaran á dos tirones;
Votos, promesas entre sí haciendo
De ayunos, romerías, oraciones,
Y aún otros reservados sólo al Papa,
Si Dios deste peligro los escapa.


Venían ya los caballos por el llano,
Las orejas tremiendo derramadas,
Quiérenlos aguijar, mas es en vano,
Aunque recio les abren las ijadas;
El hermano no escucha al caro hermano,
Las lástimas allí son excusadas;
Quien dos pasos del otro se aventaja,
Por ganar otros dos muere y trabaja.


Como el que sueña que en el ancho coso
Siente al furioso toro avecinarse,
Que piensa atribulado y temeroso
Huyendo de aquel ímpetu salvarse,
Y se aflige y congoja presuroso
Por correr, y no puede menearse,
Así éstos á gran priesa á los caballos
No pueden, aunque quieren, aguijallos.


Haciendo el enemigo gran matanza,
Sigue el alcance y siempre los aqueja:
Dichoso aquel que buen caballo alcanza,
Que de su furia un poco más se aleja;
Quién la adarga abandona, quién la lanza,
Quién de cansado el propio cuerpo deja;
Y así la vencedora gente brava
La fiera sed con sangre mitigaba.


A aquel que por desdicha atrás venía,
Ninguno, aunque sea amigo, le socorre,
Despacio el más ligero se movía,
Quien el caballo trota, mucho corre:
El cansancio y la sed los afligía;
Mas Dios, que en el mayor peligro acorre,
Frenó el ímpetu y curso al enemigo,
Según en el siguiente canto digo.

Canto VII

Llegan los españoles á la ciudad de la Concepción hechos pedazos, cuentan el destrozo y pérdida de nuestra gente, y vista la poca que para resistir tan gran pujanza de enemigos en la ciudad había, y las muchas mujeres, niños y viejos que dentro estaban, se retiran en la ciudad de Santiago. Asimismo en este canto se contiene el saco, incendio y ruina de la ciudad de la Concepción.


Tener en mucho un pecho se debría
A do el temor jamás halló posada,
Temor que honrosa muerte nos desvía
Por una vida infame y deshonrada;
En los peligros grandes, la osadía
Merece ser de todos estimada:
El miedo es natural en el prudente,
Y el saberlo vencer, es ser valiente.


Esto podrán decir los que picaban
Los cansados caballos aguijando,
Pues tanto de temor se apresuraban,
Que les daremos crédito aún callando;
Con los prestos calcaños lo afirmaban,
Con piernas, brazos, cuerpo ijadeando;
También los araucanos sin aliento,
La furia iban perdiendo y movimiento.


Que del grande trabajo fatigados
En el largo y veloz curso aflojaron,
Y por el gran tesón desalentados,
A seis leguas de alcance los dejaron;
Los nuestros, del temor más aguijados,
Al entrar de la noche se hallaron
En la extrema ribera de Biobío,
Adonde pierde el nombre y ser de río.


Y á la orilla un gran barco asido vieron
De una gruesa cadena á un viejo pino;
Los más heridos dentro se metieron,
Abriendo por las aguas el camino,
Y los demás con ánimo atendieron
Hasta que el esperado barco vino,
Y con la diligencia comenzada.
A la ciudad arriban deseada.


Puédese imaginar cual llegarían
Del trabajo y heridas maltratados:
Algunos casi rostros no traían,
Otros los traen de golpes levantados:
Del infierno parece que salían,
No hablan ni responden elevados;
A todos con los ojos rodeaban
Y más callando el daño declaraban.


Después que dió el cansancio y torpe espanto
Licencia de decir lo que pasaba,
Dejando el pueblo atónito, y á cuanto
Súbito en triste tono levantaba
Un alboroto y doloroso llanto,
Que el gran desastre más solenizaba;
Y al son discorde y áspera armonía,
La casa más vecina respondía.


Quién llora el muerto padre, quién marido,
Quién hijos, quién sobrino, quién hermanos,
Mujeres, como locas sin sentido,
Ansiosas tuercen las hermosas manos;
Con el fresco dolor crece el gemido
Y los protestos de acidentes vanos;
Los niños abrazados con las madres
Preguntaban llorando por sus padres.


De casa en casa corren, publicando
Las voces y clamores esforzados
Los muertos que murieron peleando
Y aquellos infelices despeñados:
Mozas, casadas, viudas lamentando,
Puestas las manos y ojos levantados,
Piden á Dios, para dolor tan fuerte
El último remedio de la muerte.


La amarga noche sin dormir pasaban
Al son de dolorosos instrumentos,
Mas el día venido, se atajaban
Con otro mayor mal estos lamentos,
Diciendo que á gran furia se acercaban
Los araucanos bárbaros sangrientos,
En una mano hierro, en otra fuego,
Sobre el pueblo español, de temor ciego.


Ya la parlera Fama pregonando
Torpes y rudas lenguas desataba,
Las cosas de Lautaro acrecentando:
Los enemigos ánimos menguaba,
Que ya cada español casi temblando,
Dando fuerza á la Fama, levantaba
Al más flaco araucano hasta el cielo,
Derramando en los ánimos un hielo.


Levántase un rumor de retirarse
Y la triste ciudad desamparalla,
Diciendo que no pueden sustentarse
Contra los enemigos en batalla;
Corrillos comenzaban á formarse,
La voz común aprueba el despoblalla:
Algunos con razones importantes
Reprobaban las causas no bastantes.


Dos varias partes eran admitidas
Del temor y el amor de la hacienda;
La poca gente, muertes y heridas
Dicen que la ciudad no se defienda:
Las haciendas y rentas adquiridas
Al liberal temor cogen la rienda;
Mas luego se esforzó y creció de modo
Que al fin se apoderó de todo en todo,


La gente principal claro pretende
Desamparar el pueblo y propio nido,
El temeroso vulgo aún no lo entiende,
Mas tiende oreja atenta á aquel ruïdo;
Visto el público trato, más no atiende
Que súbito, alterado y removido
De nuevo esfuerza el llanto y las querellas,
Poniendo un alarido en las estrellas.


Quién á su casa corre pregonando
La venida del bárbaro guerrero;
Quién aguija la silla, procurando
Cincharla en el caballo más ligero;
Las encerradas vírgenes, llorando,
Por las calles, sin manto ni escudero,
Atónitas, de acá y de allá perdidas,
A las madres buscaban desvalidas.


Como las corderillas temerosas
De las queridas madres apartadas,
Balando van perdidas presurosas,
Haciendo en poco espacio mil paradas,
Ponen atenta oreja á todas cosas,
Corren aquí y allí desatinadas
Así las tiernas vírgines llorando
A voces á las madres van llamando.


De rato en rato se renueva y crece
El llanto, la aflición y el alarido:
Tal veo hay que de súbito enmudece,
Reduciendo el sentir sólo al oïdo;
Cualquier sombra, Lautaro les parece,
Su rigurosa voz cualquier ruïdo,
Alzan la grita y corren, no sabiendo
Mas de ver á los otros ir corriendo.


Era cosa de oir bien lastimosa
Los sospiros, clamores y lamento,
Haciéndoles mayores cualquier cosa
Que trae de nuevo el miedo por el viento;
Desampara la turba temerosa
Sus casas, posesión y heredamiento,
Sedas, tapices, camas, recamados,
Tejos de oro y de plata atesorados.


Si alguno hace protestos requiriendo
Que no sea la ciudad desamparada,
Responde el principal: «Yo no lo entiendo
Ni de mi voluntad soy parte en nada» ;
Pero el temor un viejo posponiendo,
Les dice «¡Gente vil acobardada,
Deshonra del honor y ser de España!
¿Qué es esto, dónde váis, quién os engaña?».


No fué esta correción de algún provecho,
Ni otras cosas que el viejo les decía;
Muestran todos hacerse á su despecho
Y van al que más corre ya la vía.
Es justo que la fama cante un hecho
Digno de celebrarse hasta el día
Que cese la memoria por la pluma
Y todo pierda el ser y se consuma.


Doña Mencía de Nidos, una dama
Noble, discreta, valerosa, osada,
Es aquella que alcanza tanta fama
En tiempo que á los hombres es negada;
Estando enferma y flaca en una cama,
Siente el grande alboroto, y, esforzada,
Asiendo de una espada y un escudo,
Salió tras los vecinos como pudo.


Ya por el monte arriba caminaban,
Volviendo atrás los rostros afligidos
A las casas y tierras que dejaban,
Oyendo de gallinas mil graznidos;
Los gatos con voz hórrida maullaban,
Perros daban tristísimos aullidos;
Progne con la turbada Filomena
Mostraban en sus cantos grave pena.


Pero con más dolor doña Mencía,
Que dello daba indicio y muestra clara
Con la espada desnuda los guiaba,
Y en medio de la cuesta y dellos para,
El rostro á la ciudad vuelto, decía:
«¡Oh valiente nación, á quien tan cara
Cuesta la tierra y opinión ganada
Por el rigor y filo de la espada!


«Decidme: ¿qué es de aquella fortaleza
Que contra los que así teméis mostrastes?
¿Qué es de aquel alto punto y la grandeza
De la inmortalidad á que aspiraste?
¿Qué es del esfuerzo, orgullo, la braveza
Y el natural valor de que os preciastes?
¿Adonde vais, cuitados de vosotros,
Que no viene ninguno tras nosotros?


«¡Oh, cuántas veces fuistes imputados
De impacientes, altivos, temerarios,
En los casos dudosos arrojados,
Sin atender á medios necesarios,
Y os vimos en el yugo traer domados
Tan gran número y copia de adversarios
Y emprender y acabar empresas tales,
Que distes á entender ser inmortales!


«¡Volved á vuestro pueblo ojos piadosos,
Por vos de sus cimientos levantado;
Mirad los campos fértiles viciosos
Que os tienen su tributo aparejado;
Las ricas minas, y los caudalosos
Ríos de arenas de oro, y el ganado
Que ya de cerro en cerro anda perdido
Buscando á su pastor desconocido.


«Hasta los animales, que carecen
De vuestro racional entendimiento,
Usando de razón, se condolecen
Y muestran doloroso sentimiento:
Los duros corazones se enternecen
No usados á sentir, y por el viento
Las fieras la gran lástima derraman
Y en voz casi formada nos infaman.


«Dejais quietud, hacienda y vida honrosa
De vuestro esfuerzo y brazos adquirida,
Por ir á casa ajena embarazosa
A do tendremos mísera acogida.
¿Qué cosa puede haber más afrentosa
Que ser huéspedes toda nuestra vida?
¡Volved, que á los honrados vida honrada
Les conviene, ó la muerte acelerada!.


«¡Volved, no váis así, desa manera,
Ni del temor os deis tan por amigos,
Que yo me ofrezco aquí, que la primera
Me arrojaré en los hierros enemigos!
¡Haré yo esta palabra verdadera
Y vosotros seréis dello testigos!.
¡Volved! ¡Volved!», gritaba, pero en vano,
Que á nadie pareció el consejo sano.


Como el honrado padre recatado,
Que piensa reducir con persuasiones
Al hijo, del propósito dañado,
Y está alegando en vano mil razones,
Que el hijo incorregible y obstinado
Le importunan y cansan los sermones,
Así al temor la gente ya entregada
No sufre ser en esto aconsejada.


Ni á Pablo le pasó con tal presteza
Por las sienes la Jáculo serpiente
Sin perder de su vuelo ligereza,
Llevándole la vida juntamente,
Como la odiosa plática y braveza
De la dama de Nidos por la gente,
Pues apenas entró por un oído
Cuando ya por el otro había salido.


Sin escuchar la plática del todo,
Llevados de su antojo caminaban,
Mujeres sin chapines, por el lodo
A gran priesa las faldas arrastraban;
Fueron doce jornadas deste modo,
Y á Mapochó al fin dellas arribaban.
Lautaro, que se siente descansado,
Me da prisa, que mucho me he tardado.


No es bien que tanto dél nos descuidemos,
Pues él no se descuida en nuestro daño,
Y adonde le dejamos volveremos,
Que fué donde dejó el alcance extraño;
En muy poco papel resumiremos
Un gran proceso y término tamaño,
Que fuera necesario larga historia
Para ponerlo extenso por memoria.


Mas con la brevedad ya profesada,
Me detendré lo menos que pudiere.
Y las cosas menudas, de pasada
Tocaré lo mejor que yo supiere:
Pido que atenta oreja me sea dada,
Que el cuento es grave y atención requiere,
Para que con curiosa y fácil pluma
Los hechos destos bárbaros resuma.


Que luego que el alcance hubo cesado,
Volviendo al hijo de Pillán gozoso,
Que atrás un largo trecho había quedado,
Más por autoridad que de medroso;
Al general despachan un soldado,
Alojándose el campo en el gracioso
Valle de Talcamávida importante,
De pastos y comidas abundante.


Un bárbaro valiente, que tenía
La estancia y heredad en aquel valle,
Halló un indio cristiano por la vía;
Pero no se preciando de matalle,
Prisionero á su casa le traía,
Y comienza en tal modo á razonalle:
«La vida, ¡oh miserable!, quiero darte,
Aunque no la mereces por tu parte.


«Pues que ya que á la guerra tú venías,
Gozando del honor de los guerreros,
¿Por qué con las mujeres te escondías,
Viendo á hierro morir tus compañeros?
Mujer debes de ser, pues que temías
Tanto de alguna espada los aceros,
Y así quiero que tengas el oficio
En todo lo que toca á mi servicio».


Mandó que del oficio se encargase
Que á la mujer honesta es permitido,
Y la posada y cena concertase,
En tanto que del sueño convencido,
Los fatigados miembros recrease:
Y habiéndose á su cama recogido,
Al mundo el Sol dos vueltas había dado
Y no había el araucano despertado.


Sepultado en un sueño tan profundo,
Como si de mil años fuera muerto,
Hasta que el claro Sol dió luz al mundo
A la vuelta tercera, que despierto
Pidió la usada ropa, y lo segundo
Si estaba la comida ya en concierto:
El diligente siervo respondía
Que después de guisada, estaba fría.


Diciéndole también como había estado
Cincuenta horas de término en el lecho,
Del trabajo y manjares olvidado,
Con todo lo demás que se había hecho,
Y que el comer estaba aparejado
Si del sueño se hallaba satisfecho.
El bárbaro responde: «No me espanto
De haber, sin despertar, dormido tanto.


«Que el cuidoso Lautaro, apercebido,
Por hacer desear vuestra llegada,
La gente en escuadrones ha tenido
Con tanta disciplina castigada,
Que aún el sentarnos era defendido
En acabando Apolo su jornada,
Hasta que ya los rayos de su lumbre
Nos daban de la vuelta certidumbre.


«Si alguno de su puesto se movía,
Sin esperar descargo le empalaba,
Y aquel que de cansado se dormía,
En medio de dos picas le colgaba;
Quien cortaba una espiga, allí moría,
De más de la ración que se le daba;
Con órdenes estrechas y precetos
Nos tuvo, como digo, así sujetos.


«Desta suerte estuvimos los soldados
Más de catorce noches aguardando,
Las picas altas, á ellas arrimados,
Vuestra tarda venida deseando,
Del sueño y del cansancio quebrantados,
Pasando gran trabajo, hasta cuando
Supimos que llegábades ya junto,
Que nos quitó el cansancio en aquel punto».


Viendo el silencio que en el valle había,
Le pregunta si el campo era partido,
El mozo dice: «Ayer antes del día
Salió de aquí con súbito ruïdo;
Afirmarte la causa no sabría,
Aunque por claras muestras he entendido
Que la ciudad de Penco torreada
Era del español desamparada».


Así era la verdad, que caminado
Habían los escuadrones vencedores
Hacia el pueblo español desamparado
De los inadvertidos moradores;
La codicia del robo y el cuidado
Les puso espuelas y ánimos mayores,
Siete leguas del valle á Penco había,
Y arribaron en sólo medio día,


A vista de las casas, ya la gente
Se reparte por todos los caminos,
Porque el saco del pueblo sea igualmente
Lleno de ropa y falto de vecinos;
Apenas la señal del partir siente,
Cuando cual negra banda de estorninos
Que se abate al montón del blanco trigo,
Baja al pueblo el ejército enemigo.


La ciudad yerma en gran silencio atiende
El presto asalto y fiera arremetida
De la bárbara furia, que deciende
Con alto estruendo y con veloz corrida;
El menos codicioso allí pretende
La casa más copiosa y bastecida;
Vienen de gran tropel hacia las puertas,
Todas de par en par francas y abiertas.


Corren toda la casa en el momento,
Y en un punto escudriñan los rincones;
Muchos por no engañarse por el tiento,
Rompen y descerrajan los cajones,
Baten tapices, rimas y ornamento,
Camas de seda y ricos pabellones,
Y cuanto descubrir pueden de vista,
Que no hay quien los impida ni resista.


No con tanto rigor el pueblo griego,
Entró por el troyano alojamiento,
Sembrando frigia sangre y vivo fuego,
Talando hasta en el último cimiento,
Cuanto de ira, venganza y furor ciego
El bárbaro, del robo no contento,
Arruïna, destruye, desperdicia,
Y aún no puede cumplir con su malicia.


Quién sube la escalera y quién abaja,
Quién á la ropa y quién al cofre aguija,
Quién abre, quién desquicia y desencaja,
Quién no deja fardel ni baratija,
Quién contiende, quién riñe, quién baraja,
Quién alega y se mete á la partija;
Por las torres, desvanes y tejados
Aparecen los bárbaros cargados.


No en colmenas de abejas la frecuencia,
Priesa y solicitud, cuando fabrican
En el panal la miel con providencia,
Que á los hombres jamás lo comunican;
Ni aquel salir, entrar y diligencia
Con que las tiernas flores melifican,
Se pueden comparar, ni ser figura
De lo que aquella gente se apresura


Alguno de robar no se contenta
La casa que le da cierta ventura,
Que la insaciable voluntad sedienta
Otra de mayor presa le figura;
Haciendo codiciosa y necia cuenta,
Busca la incierta y deja la segura,
Y llegando, el Sol puesto, á la posada,
Se queda por buscar mucho sin nada.


También se roba entre ellos lo robado,
Que poca cuenta y amistad había,
Si no se pone en salvo á buen recado,
Que allí el mayor ladrón más adquiría;
Cuál lo saca arrastrando, cual cargado,
Va, que del propio hermano no se fía:
Más parte á ningún hombre se concede
De aquello que llevar consigo puede.


Como para el invierno se previenen
Las guardosas hormigas avisadas
Que á la abundante troje van y vienen
Y andan en acarretos ocupadas,
No se impiden, estorban, ni detienen,
Dan las vacías el paso á las cargadas;
Así los araucanos codiciosos
Entran, salen y vuelven presurosos.


Quien buena parte tiene, más no espera,
Que presto pone fuego al aposento,
No aguarda que los otros salgan fuera,
Ni tiene al edificio miramiento;
La codiciosa llama de manera
Iba en tanto furor y crecimiento,
Que todo el pueblo mísero se abrasa,
Corriendo el fuego ya de casa en casa.


Por alto y bajo el fuego se derrama,
Los cielos amenaza el son horrendo,
De negro humo espeso y viva llama
La infelice ciudad se va cubriendo;
Treme la tierra en torno, el fuego brama,
De subir á su esfera presumiendo,
Caen de rica labor maderamientos
Resumidos en polvos cenicientos.


Piérdese la ciudad más fértil de oro
Que estaba en lo poblado de la tierra,
Y adonde más riquezas y tesoro,
Según fama, en sus términos se encierra.
¡Oh, cuántos vivirán en triste lloro
Que les fuera mejor continua guerra!
Pues es mayor miseria la pobreza
Para quien se vió en próspera riqueza.


A quien diez, yá quien veinte, y á quien treinta
Mil ducados por años les rentara
El más pobre tuviera mil de renta,
De aquí ninguno dellos abajara:
La parte de Valdivia era sin cuenta
Si la ciudad en paz se sustentara,
Que en torno la cercaban ricas venas,
Fáciles de labrar y de oro llenas.


Cien mil casados súbditos servían
A los de la ciudad desamparada,
Sacar tanto oro en cantidad podían,
Que á tenerse viniera casi en nada;
Esto que digo y la opinión perdían
Por aflojar el brazo de la espada,
Ganados, heredades, ricas casas,
Que ya se van tornando en vivas brasas.


La grita de los bárbaros se entona,
No cabe el gozo dentro de sus pechos,
Viendo que el fuego horrible no perdona
Hermosas cuadras ni labrados techos:
En tanta multitud no hay tal persona
Que de verlos se duela así deshechos;
Antes sospiran, gimen y se ofenden
Porque tanto del fuego se defienden.


Paréceles que es lento y espacioso,
Pues tanto en abrasarlos se tardaba,
Y maldicen al Tracio proceloso
Porque la flaca llama no esforzaba:
Al caer de las casas sonoroso
Un terrible alarido resonaba,
Que junto con el humo y las centellas,
Subiendo amenazaba las estrellas.


Crece la fiera llama en tanto grado,
Que las más altas nubes encendía;
Tracio con movimiento arrebatado,
Sacudiendo los árboles venía,
Y Vulcano al rumor, sucio y tiznado,
Con los herreros fuelles acudía,
Que ayudaron su parte al presto fuego,
Y así se apoderó de todo luego.


Nunca fué de Nerón el gozo tanto
De ver en la gran Roma poderosa
Prendido el fuego ya por cada canto,
Vista sólo á tal hombre deleitosa;
Ni aquello tan gran gusto le dio, cuanto
Gusta la gente bárbara dañosa
De ver cómo la llama se extendía,
Y la triste ciudad se consumía.


Era cosa de oir dura y terrible
Los estallidos y fornace estruendo;
El negro humo, espeso é insufrible,
Cual nube en aire, así se va imprimiendo;
No hay cosa reservada al fuego horrible,
Todo en sí lo convierte, resumiendo
Los ricos edificios levantados
En antiguos corrales derribados.


Llegado al fin el último contento
De aquella fiera gente vengativa,
Aún no parando en esto el mal intento,
Ni planta en pie, ni cosa dejan viva;
El incendio acabado, como cuento,
Un mensajero con gran priesa arriba
Del hijo de Leocán, y su embajada
Será en el otro canto declarada.

Canto VIII

Júntanse los caciques y señores principales á consejo general en el valle de Arauco. Mata Tucapel al cacique Puchecalco, y Caupolicán viene con poderoso ejército sobre la ciudad Imperial, fundada en el valle de Cautén.


Un limpio honor del ánimo ofendido
Jamás puede olvidar aquella afrenta,
Trayendo al hombre siempre así encogido,
Que dello sin hablar da larga cuenta,
Y en el mayor contento, desabrido
Se le pone delante, y representa
La dura y grave afrenta, con un miedo
Que todos le señalan con el dedo.


Si bien esto los nuestros lo miraran
Y al temor con esfuerzo resistieran,
Sus haciendas y casas sustentaran
Y en la justa demanda fenecieran;
De mil desabrimientos no gustaran,
Ni al terrero del vulgo se pusieran;
Del vulgo, que jamás dice lo bueno,
Ni en decir los defetos tiene freno.


Pero de un bando y de otro contemplada
La diferencia en número de gentes,
La ciudad sin reparos, descercada,
Con otra infinidad de inconvenientes,
Y el ver puestas al filo de la espada
Las gargantas de tantos inocentes,
Niños, mujeres, vírgenes, sin culpa,
Será bastante y lícita disculpa.


Si no es disculpa y causa lo que digo,
Se puede atribuir este suceso
A que fué del Señor justo castigo,
Visto de su soberbia el gran exceso,
Permitiendo que el bárbaro enemigo,
Aquel que fué su súbdito y opreso,
Los eche de su tierra y posesiones
Y les ponga el honor en opiniones.


Bien que en la Concepción copia de gente
Estaba á la sazón, pero gran parte
De barba blanca y arrugada frente,
Inútil en la dura y bélica arte,
Y poca de la edad más suficiente
A resistir el gran rigor de Marte,
Y á la parcial fortuna, que se muestra
En todos los sucesos ya siniestra.


¿Quién podrá con el bando lautarino,
Viendo que su opinión tanto crecía,
Y la Fortuna próspera el camino
En nuestro daño y su provecho abría?
No piensa reparar hasta el divino
Cielo y arruinar su monarquía,
Haciendo aquellos bárbaros bizarros,
Grandes fieros, bravezas y desgarros.


Pues al pueblo de Penco desolado
Y de la fiera llama consumido,
Dije como á gran priesa había llegado
Un indio mensajero, conocido,
Que por Caupolicán era enviado;
Y habiendo de su parte encarecido
La gran batalla, digna de memoria,
Las gracias les rindió de la vitoria.


Dijo también, sin alargar razones,
Que el general mandaba que partiese
Lautaro con los prestos escuadrones
Y en el valle de Arauco se metiese,
Donde el senado y junta de varones
Tratasen lo que más les conviniese,
Pues en el fértil valle hay aparejo
Para la junta y general consejo.


En oyendo Lautaro aquel mandato,
Levanta el campo, sin parar camina,
Deja gran tierra atrás y, en poco rato,
Al monte Andalicano se avecina;
Y por llegar de súbito rebato,
El camino torció por la marina,
Ganoso de burlar al bando amigo
Tomando el nombre y voz del enemigo.


Tanto marchó, que al asomar del día
Dió sobre las escuadras de repente
Con una baraúnda y vocería
Que puso en arma y alteró la gente;
Mas vuelto el alboroto en alegría,
Conocida la burla claramente,
Los unos y los otros, sin firmarse,
Sueltas las armas, corren á abrazarse.


Caupolicán alegre, humano y grave,
Los recibe, abrazando al buen Lautaro,
Y con regalo y plática süave
Le da prendas y honor de hermano caro;
La gente, que de gozo en sí no cabe,
Por la ribera de un arroyo claro
En juntas y corrillos derramada,
Celebra de beber la fiesta usada.


Algún tiempo pasaron después desto
Antes que el gran senado fuese junto,
Tratando en su jornada y presupuesto
Desde el principio al fin, sin faltar punto;
Pero al término justo y plazo puesto
Llegó la demás gente, y todo á punto
Los principales hombres de la tierra
Entraron en consulta á uso de guerra.


Llevaba el general aquel vestido
Con que Valdivia ante él fué presentado:
Era de verde y púrpura tejido
Con rica plata y oro recamado,
Un peto fuerte, en buena guerra habido,
De fina pasta y temple relevado,
La celada de claro y limpio acero
Y un mundo de esmeralda por cimero.


Todos los capitanes señalados
A la española usanza se vestían;
La gente del común y los soldados
Se visten del despojo que traían:
Calzas, jubones, cueros desgarrados,
En gran estima y precio se tenían;
Por inútil y bajo se juzgaba
El que español despojo no llevaba.


A manera de triunfos, ordenaron
El venir á la junta así vestidos,
Y en el consejo, como digo, entraron
Ciento y treinta caciques escogidos;
Por su costumbre antigua se sentaron,
Según que por la espada eran tenidos.
Estando en gran silencio el pueblo ufano,
Así soltó la voz Caupolicano.


«Bien entendido tengo yo, varones,
Para que nuestra fama se acreciente,
Que no es menester fuerza de razones;
Mas sólo el apuntarlo brevemente;
Que, según vuestros fuertes corazones,
Entrar la España pienso fácilmente,
Y al gran Emperador invicto Carlo
Al dominio araucano sujetarlo.


«Los españoles vemos que ya entienden
El peso de las mazas barreadas,
Pues ni en campo ni en muro nos atienden;
Sabemos cómo cortan sus espadas
Y cuán poco las mallas los defienden
Del corte de las hachas aceradas;
Si sus picas son largas y fornidas,
Con las vuestras han sido ya medidas.


«De vuestro intento asegurarme quiero,
Pues estoy del valor tan satisfecho,
Que gruesos muros de templado acero
Allanareis poniéndoles el pecho;
Con esta confianza, el delantero
Seguiré vuestro bando y el derecho
Que teneis de ganar la fuerte España
Y conquistar del mundo la campaña.


«La deidad de esta gente entenderemos,
Y si del alto cielo cristalino,
Deciende, como dicen, abriremos
A puro hierro anchísimo camino:
Su género y linaje asolaremos,
Que no bastará ejército divino,
Ni divino poder, esfuerzo y arte,
Si todos nos hacemos á una parte.


«En fin, fuertes guerreros, como digo,
No puede mi intención más declararse;
Aquel que me quisiere por amigo
A tiempo está que puede señalarse;
Téngame desde aquí por enemigo
El que quisiere á paces arrimarse».
Aquí dió fin y, su intención propuesta,
Esperaba sereno la respuesta.


Ceja no se movió, y aún el aliento
Apenas al espíritu halló vía
Mientras duró el soberbio parlamento
Que el gran Caupolicano les hacía;
Hubo en el responder el cumplimiento
Y cerimonia usada en cortesía.
A Lautaro tocaba y, excusado,
Lincoya así responde levantado:


«Señor, yo no me he visto tan gozoso
Después que en este triste mundo vivo,
Como en ver manifiesto el valeroso
Ánimo dese invicto pecho altivo;
Y así, por pensamiento tan glorioso
Me ofrezco por tu siervo y tu captivo:
Que no quiero ser rey del cielo y tierra
Si hubiese de acabarse aquí la guerra.


«Y en testimonio desto, yo te juro
De te seguir y acompañar de hecho,
Ni por áspero caso, adverso y duro
A la patria volver jamás el pecho;
Desto puedes, señor, estar seguro,
Y todo faltará y será deshecho
Antes que la palabra acreditada
De un hombre como yo por prenda dada».


Así dijo; y tras él, aunque rogado,
El buen Peteguelén, curaca anciano,
De condición muy áspera, enojado,
Pero afable en la paz, fácil y humano,
Viejo, enjuto, dispuesto, bien trazado,
Señor de aquel hermoso y fértil llano,
Con espaciosa voz y grave gesto,
Propuso en sus razones sabias esto:


«Fuerte varón y capitán perfecto,
No dejaré de ser el delantero
A probar la fineza deste peto,
Y si mi hacha rompe el fino acero;
Mas, como quien lo entiende, te prometo,
Que falta por hacer mucho primero:
Que salgan españoles desta tierra,
Cuanto más ir á España á mover guerra.


«Bien será que, señor, nos contentemos
Con lo que nos dejaron los pasados,
Y á nuestros enemigos desterremos
Que están en lo más dello apoderados:
Después, por el suceso entenderemos
Mejor el disponer de nuestros hados:
Esto á mí me parece, y quien quisiere
Proponga otra razón, si mejor fuere».


Callando este cacique, se adelanta
Tucapelo, de cólera encendido,
Y sin respeto así la voz levanta
Con un tono soberbio y atrevido,
Diciendo: «A mí la España no me espanta,
Y no quiero por hombre ser tenido
Si solo no arruïno á los cristianos,
Ahora sean divino, ahora humanos.


«Pues lanzarlos de Chile y destruirlos
No será para mí bastante guerra:
Que pienso, si me esperan, confundirlos
En el profundo centro de la tierra;
Y si huyen, mi maza ha de seguirlos,
Que es la que deste mundo los destierra:
Por eso, no nos ponga nadie miedo,
Que aún no haré en hacerlo lo que puedo.


«Y por mi diestro brazo os aseguro,
Si la maza dos años me sustenta,
A despecho del cielo, á hierro puro,
De dar desto descargo y buena cuenta
Y no dejar de España enhiesto muro,
Y aún el ánimo á más se me acrecienta,
Que después que allanare el ancho suelo,
A guerra incitaré al supremo cielo.


«Que no son hados, es pura flaqueza
La que nos pone estorbos y embarazos:
Pensar que haya fortuna, es gran simpleza
La fortuna es la fuerza de los brazos:
La máquina del cielo y fortaleza
Vendrá primero abajo hecha pedazos
Que Tucapel en esta y otra empresa
Falte un mínimo punto en su promesa».


Peteguelén, la vieja sangre fría
Se le encendió de rabia, y levantado
Le dice: «¡Oh arrogante! La osadía
Sin discreción jamás fué de esforzado...»
Pero Caupolicán, que conocía
Del viejo á tiempo el ánimo arrojado,
Con discreción le ataja las razones,
Haciendo proponer á otros varones.


Purén se ofrece allí, y Angol se ofrece
No con menor braveza y desatiento:
Ongolmo no quedó, según parece,
De mostrar su soberbio pensamiento;
Del uno en otro multiplica y crece
El número en el mismo ofrecimiento;
Colocolo, que atento estaba á todo,
Sacó la voz, diciendo de este modo:


«La verde edad os lleva á ser furiosos,
¡Oh hijos! y nosotros, los ancianos,
No somos en el mundo provechosos
Mas de para decir consejos sanos,
Que no nos ciegan humos vaporosos
Del juvenil hervor y años lozanos,
Y así, como más libres, entendemos
Lo que siendo mancebos no podemos.


«Vosotros, capitanes esforzados,
De sola una vitoria envanecidos,
Estais de tal manera levantados,
Que os parecen ya pocos los nacidos;
Templad, templad los pechos alterados
Y esos vanos esfuerzos mal regidos,
No hagais de españoles tal desprecio,
Que no venden sus vidas á mal precio.


«Si dos veces, por dicha, los vencistes.
Mirad cuando primero aquí vinieron
Que resistir su fuerza no pudistes,
Pues más de cinco veces os vencieron:
En el licúreo campo ya lo vistes
Lo que solos catorce allí hicieron:
No será poco hecho y buen partido
Cobrar la tierra y crédito perdido.


«Debemos procurar con seso y arte
Redemir nuestra patria y libertarnos,
Dando á vuestras bravezas menos parte,
Pues más pueden dañar que aprovecharnos.
¡Oh hijo de Leocán!, quiero avisarte,
Si quieres como sabio gobernarnos,
Que temples esta furia y con maduro
Seso pongas remedio en lo futuro.


«El consejo más sano y conveniente
Es que el campo, en tres bandas repartido
A un tiempo, aunque por parte diferente,
Dé sobre el Cautén, pueblo aborrecido:
Bien que esté en su defensa buena gente,
Es poca; y este asiento destruïdo,
Valdivia de allanar fácil sería,
Pues no alcanza arcabuz ni artillería.


«Sólo á mí Santiago me da pena;
Pero modo á su tiempo buscaremos
Para poderla entrar, y la Serena
Fácilmente después la allanaremos;
Aunque sujeto á lo que el hado ordena,
Es el mejor camino que tenemos».
Acabando con esto el sabio viejo,
A muchos pareció bien su consejo.


Tras este otro curaca hechicero,
De la vejez decrépita impedido:
Puchecalco se llama el agorero,
Por sabio en los pronósticos tenido;
Con profundo sospiro, íntimo y fiero,
Comienza así á decir entristecido:
«Al negro Eponamón doy por testigo
De lo que siempre he dicho y ahora digo.


«Por un término breve se os concede
La libertad, y habeis lo más gozado:
Mudarse esta sentencia ya no puede,
Que está por las estrellas ordenado
Y que fortuna en vuestro daño ruede:
Mirad que os llana ya el preciso hado
A dura sujeción y trances fuertes:
Repárense á lo menos tantas muertes.


«El aire de señales anda lleno,
Y las noturnas aves van turbando
Con sordo vuelo el claro día sereno,
Mil prodigios funestos anunciando;
Las plantas con sobrado humor terreno,
Se van, sin producir fruto, secando;
Las estrellas, la Luna, el Sol lo afirman;
Cien mil agüeros tristes lo confirman.


«Mirolo todo, y todo contemplado,
No sé en qué pueda yo esperar consuelo,
Que de su espada el Orïon armado
Con gran ruïna ya amenaza el suelo;
Júpiter se ha al Ocaso retirado:
Sólo Marte sangriento posee el cielo.
Que, denotando la futura guerra,
Enciende un fuego bélico en la tierra.


«Ya la furiosa Muerte irreparable
Viene á nosotros con airada diestra:
Y la amiga Fortuna favorable
Con diferente rostro se nos muestra;
Y Eponamón horrendo y espantable.
Envuelto en la caliente sangre nuestra,
La corva garra tiende, el cetro yerto,
Llevándonos al no sabido puerto».


Tucapel, que de rabia reveentando
Estaba oyendo al viejo, más no atiende,
Que dice: «Yo veré, si adivinando,
De mi maza este necio se defiende».
Diciendo esto, y la maza levantando,
La derriba sobre él, y así lo tiende,
Que jamás midió curso de planeta
Ni fué más adivino ni profeta.


Quedóle desto el brazo tan sabroso,
Según la muestra, que movido estuvo
De dar tras el senado religioso
Y no sé la razón que lo detuvo.
Caupolicán atónito y rabioso,
Transportada la mente un rato estuvo:
Mas vuelto en sí, con voz horrible y fiera
Gritaba: «¡Capitanes! ¡muera, muera!».


No le dió tanto gusto á aquella gente
Lo que Caupolicano le decía,
Cuanto al soberbio bárbaro impaciente,
Viendo que ocasión tal se le ofrecía:
Era alto el tribunal, pero él, valiente,
Los hace saltar del tan á porfía,
Que ciento y treinta que eran, en un punto
Saltan los ciento y él tras ellos junto.


Los que en el alto tribunal quedaron
Son los en esta historia señalados,
Que jamás de su asiento se mudaron
De donde lo miraban sosegados,
Que de ver uno solo no curaron
Mostrarse por tan poco alborotados,
Aunque los que saltaron de tan alto
En menos estimaron aquel salto.


Cubierto Tucapel de fina malla,
Saltó como un ligero y suelto pardo
En medio de la tímida canalla,
Haciendo plaza el bárbaro gallardo,
Con silbos, grita, en desigual batalla;
Con piedra, palo, flecha, lanza y dardo
Le persigue la gente de manera
Como si fuera toro ó brava fiera.


Según suele jugar por gran destreza
El liviano montante un buen maestro,
Hiriendo con extraña ligereza
Delante, atrás, á diestro y á siniestro,
Con más desenvoltura y más presteza
Mostrándose en los golpes fuerte y diestro
El fiero Tucapel en la pelea
Con la pesada maza se rodea.


De tullir y mancar no se contenta,
Ni para contentarse esto le basta;
Sólo de aquellos tristes hace cuenta,
Que su maza los hace torta ó pasta:
Rompe, magulla, muele y atormenta,
Desgobierna, destroza, estrópia y gasta;
Tiros llueven sobre él arrojadizos
Cual tempestad furiosa de granizos.


Pero sin miedo el bárbaro sangriento
Por las espesas armas discurría,
Brazos, cabezas y ánimos sin cuento,
Soberbios quebrantó en sólo aquel día;
Y cual menuda lluvia por el viento,
La sangre y frescos sesos esparcía;
No discierne al pariente del extraño,
Haciéndolos iguales en el daño.


Las armas eran sólo en defenderle
De la canalla bárbara araucana,
Que en montón trabajaba de ofenderle;
Mas el temor la ofensa hacía liviana;
Era, cierto, admirable cosa verle
Saltar y acometer con furia insana,
Desmembrando la gente, sin poderse
De su maza y presteza defenderse.


Caupolicán del caso no pensado,
En tal furor y cólera se enciende,
Que estaba de bajar determinado,
Aunque su gravedad se lo defiende;
Pero Lautaro, alegre y admirado,
Miraba cómo solo así contiende
Un hombre contra tanto barbarismo,
Incrédulo y dudoso de sí mismo.


Y en esto al General, con el debido
Respeto y ojos bajos en el suelo,
Le dice: «Una merced, señor, te pido,
Si algo merecen mi intención y celo,
Y es, que el gran desacato cometido
Perdones francamente á Tucapelo,
Pues ha mostrado en campo claramente
Valer él más que toda aquella gente».


Perplejo el General, estaba en duda:
Pero mirando, al fin, quien lo pedía,
Luego el ejecutivo intento muda
Y con el rostro alegre respondía:
«Él ha tenido en vos bastante ayuda,
Por la cual le perdono,» y más decía:
Que fuese á las escuadras y mandase
Que el combatirle más luego cesase.


Baja Lautaro al campo, y prestamente
El rico cuerno á retirar tocaba,
Al son del cual se recogió la gente,
Que recogerse á nadie le pesaba:
Sólo lo siente el bárbaro valiente.
Que satisfecho á su sabor no estaba;
Y volviendo á Lautaro el fiero gesto,
En alta y libre voz le dijo aquesto:


«¿Cómo, buen capitán, has estorbado
El tomar desta vil canalla emienda,
Y verme destos rústicos vengado
Para que mi valor mejor se entienda?«
Lautaro le responde: «Es excusado
Quien viniere contigo á la contienda
Que se pueda valer contra tu diestra,
Según que dello has dado aquí la muestra,


«Conmigo puedes ir, que te aseguro
Que ningún daño y mal te sobrevenga».
Tucapel le responde: «Yo te juro
Que un paso ese temor no me detenga,
Mi maza es la que á mí me da el seguro;
Lo demás, como quiera, vaya y venga,
Que el miedo es de los niños y mujeres.
¡Sús!, alto, vamos luego á do quisieres».


Juntos los dos al tribunal llegando,
Tucapel, de Lautaro adelantado,
Subió por la escalera, no mostrando
Punto de alteración por lo pasado:
El sagaz General, disimulando,
Con graciosa aparencia le ha tratado,
Y de la rota plática el estilo
Lautaro, así diciendo, añudó el hilo:


«Invicto capitán, yo he estado atento
A lo que estos varones han propuesto,
Y no sé figurarte el gran contento
Que me da ver su esfuerzo manifiesto:
Si de servirte tengo sano intento,
Mis obras por las tuyas dirán esto;
Pues para ser del todo agradecidas,
Será poco perder por tí mil vidas.


«Estos fuertes guerreros ayudarte
Quieren á restaurar la propia tierra,
Porque en ello les va también su parte,
Y por el vicio grande de la guerra;
No puedo yo dejar de aconsejarte
Aunque todo el consejo en tí se encierra.
Aquello que mejor me pareciere
Y más bien al bien público viniere.


«Es mi voto que debes atenerte
Al consejo, con término discreto,
Del sabio Colocolo, que por suerte
Le cupo ser en todo tan perfeto,
Así que, gran señor, sin detenerte,
Cumple que esto se ponga por efeto
Antes que los cristianos se aperciban,
Porque más flacamente nos reciban.


«Y pues que Mapochó sólo es temido,
Después que lo demás esté allanado,
Por el potente Eponamón te pido
Que el cargo de asolarle me sea dado:
La tierra palmo á palmo la he medido,
Con españoles siempre he militado;
Entiendo sus astucias é invenciones,
El modo, el arte, el tiempo y ocasiones.


«Quinientos araucanos solamente
Quiero para la empresa que yo digo,
Escogidos en toda nuestra gente:
Un soldado demás no ha de ir conmigo.
Aquí lo digo, estando tú presente
Y estos sabios caciques, que me obligo
De darte la ciudad puesta en las manos
Con cien cabezas nobles de cristianos».


Aquí se cerró el bárbaro orgulloso
Y gran rato sobre ello platicaron,
Pareciéndoles modo provechoso,
Todos en este acuerdo concordaron;
Después, do estaba el pueblo deseoso
De saber novedades, se bajaron,
Donde lo difinido y decretado
Con general pregón fué declarado.


Estuvieron allí catorce días
En grande regocijo y mucha fiesta,
Ocupados en juegos y alegrías,
Y en quien más veces bebe sobre apuesta;
Después contra los pueblos del Mesías,
La alborozada gente en orden puesta,
Marcha Caupolicán con la vanguardia,
Quedando Lemolemo en retaguardia.


Cerca llegó el ejército furioso
De la Imperial, fundada en sitio fuerte,
Donde el fiero enemigo vitorioso
La pensaba entregar presto á la muerte;
Mas el Eterno Padre poderoso
Lo dispone y ordena de otra suerte,
Dilatando el azote merecido,
Como vereis, prestando atento oïdo.

Canto IX

Llegan los araucanos á tres leguas de la Imperial con grueso ejército: no ha efeto su intención por permisión divina. Dan la vuelta á sus tierras, adonde les vino nueva que los españoles estaban en el asiento de Penco reedificando la ciudad de la Concepción; vienen sobre los españoles, y hubo entre ellos una recia batalla.


Si los hombres no veen milagros tantos
Como se vieron en la edad pasada,
Es causa haber ahora pocos santos
Y estar la ley cristiana autorizada;
Y así de cualquier cosa hacen espantos
Que sobre el natural uso es obrada;
Y no sólo al Autor no dan creencia,
Mas ponen en su crédito dolencia.


Que si al enfermo quiere Dios sanarle,
Por su costumbre y tiempo prevalece;
Si al bajo miserable levantarle,
Por modos ordinarios le engrandece;
Si al soberbio hinchado derribarle,
Por naturales términos se ofrece.
De suerte que las cosas de esta vida
Van por su natural curso y medida.


Por do vemos que Dios quiere y procura
Hacer su voluntad naturalmente,
Sirviendo de instrumento la Natura,
Sobre la cual él sólo es el potente:
Y así los que creyeren por fe pura
Merecen más que si palpablemente
Viesen lo que, después de ya visible
Sacarlos de que fu, sería imposible.


En contar una cosa estoy dudoso,
Que soy de poner dudas enemigo,
Y es un extraño caso milagroso
Que fué todo un ejército testigo;
Aunque yo soy en esto escrupuloso,
Por lo que dello arriba, señor, digo,
No dejaré en efecto, de contarlo,
Pues los indios no dejan de afirmarlo.


Y manifiesto vemos hoy en día
Que, porque la ley sacra se extendiese,
Nuestro Dios los milagros permitía
Y que el natural orden se excediese,
Presumirse podrá por esta vía
Que, para que á la fe se redujese
La bárbara costumbre y ciega gente,
Usase de milagros claramente.


Ya dije que el ejército araucano
De la Imperial tres leguas se alojaba
En un dispuesto asiento y campo llano,
Y que Caupolicán determinaba
Entrar el pueblo con armada mano;
También cómo el castigo dilataba
Dios á su pueblo ingrato y sin emienda,
Usando de clemencia y larga rienda.


Estaba la Imperial desbastecida
De armas, de munición y vitualla,
Bien que la gente della era escogida,
Pero muy poco para dar batalla;
Fuera por los cimientos destruïda,
Cualquier fuerza bastara arruinalla
Y persona de dentro no escapara,
Si á vista el pueblo bárbaro llegara.


Cuando el campo de allí quería mudarse,
Que ya la trompa á caminar tocaba
Súbito comenzó el aire á turbarse
Y de prodigios tristes se espesaba:
Nubes con nubes vienen á cerrarse,
Turbulento rumor se levantaba,
Que con airados ímpetus violentos
Mostraban su furor los cuatro vientos.


Agua recia, granizo, piedra espesa
Las intricadas nubes despedían;
Rayos, truenos, relámpagos apriesa
Rompen los cielos y la tierra abrían;
Hacen los vientos áspera represa,
Que en su entera violencia competían;
Cuanto topa arrebata el torbellino,
Alzándolo en furioso remolino.


Un miedo igual á todos atormenta:
No hay corazón, no hay ánimo así entero,
Que en tanta confusión, furia y tormenta,
No temblase, aunque más fuese de acero.
En esto, Eponamón se les presenta
En forma de un dragón horrible y fiero,
Con enroscada cola, envuelto en fuego,
Y en ronca y torpe voz les habló luego,


Diciéndoles que á priesa caminasen
Sobre el pueblo español amedrentado;
Que por cualquiera banda que llegasen
Con gran facilidad sería tomado,
Y que al cuchillo y fuego le entregasen,
Sin dejar hombre á vida y muro alzado;
Esto dicho, que todos lo entendieron,
En humo se deshizo, y no lo vieron.


Al punto los confusos elementos
Fueron sus movimientos aplacando,
Y los desenfrenados cuatro vientos
Se van á sus cavernas retirando;
Las nubes se retraen á sus asientos,
El cielo y claro Sol desocupando:
Sólo el miedo en el pecho más osado
No dejó su lugar desocupado.


La tempestad cesó y el raso cielo
Vistió el húmido campo de alegría,
Cuando con claro y presuroso vuelo
En una nube una mujer venía
Cubierta de un hermoso y limpio velo
Con tanto resplandor, que, al medio día,
La claridad del Sol delante della
Es la que cerca dél tiene una estrella.


Desterrando el temor, la faz sagrada
Á Todos confortó con su venida;
Venía de un viejo cano acompañada,
Al parecer de grave y santa vida;
Con una blanda voz y delicada
Les dice: «¿A dónde andais, gente perdida?
Volved, volved el paso á vuestra tierra,
No vais á la Imperial á mover guerra.


«Que Dios quiere ayudar á sus cristianos
Y darles sobre vos mando y potencia,
Pues ingratos, rebeldes, inhumanos,
Así le habéis negado la obediencia;
Mirad, no vais allá, porque en sus manos
Pondrá Dios el cuchillo y la sentencia».
Diciendo esto, y dejando el bajo suelo,
Por el aire espacioso subió al cielo.


Los araucanos la visión gloriosa,
De aquel velo blanquísimo cubierta,
Siguen con vista fija y codiciosa,
Casi sin alentar, la boca abierta:
Ya que despareció, fué extraña cosa,
Que, como quien atónito despierta,
Los unos á los otros se miraban
Y ninguna palabra se hablaban.


Todos de un corazón y pensamiento,
Sin esperar mandato ni otro ruego,
Como si sólo aquél fuera su intento,
El camino de Arauco toman luego:
Van sin orden, ligeros como el viento,
Paréceles que de un sensible fuego
Por detrás las espaldas se encendían
Y así con mayor ímpetu corrían.


Heme, señor, de muchos informado,
Porque con más autoridad se cuente:
A veintitrés de abril, que hoy es mediado,
Hará cuatro años, cierta y justamente,
Que el caso milagroso aquí contado
Aconteció, un ejército presente,
El año de quinientos y cincuenta
Y cuatro sobre mil por cierta cuenta.


Va la verdad en suma declarada,
Según que de los bárbaros se sabe,
Y no de fingimientos adornada,
Que es cosa que en materia tal no cabe;
Tienen ellos por cosa averiguada
(Que no es en prueba desto poco grave)
Que por esta visión hubo en dos años
Hambres, dolencias, muertes y otros daños.


Que la mar, reprimiendo sus vapores,
Faltó la agua y vertientes de la sierra,
Talando el Sol en tierna edad las flores,
Ayudado del fuego de la guerra.
Como creció la seca y las calores
Por falta de humidad la árida tierra,
Rompió banco y alzóse con los frutos,
Dejando de acudir con sus tributos.


Causó que una maldad se introdujese
En el distrito y término araucano,
Y fué que carne humana se comiese
(¡Inorme introdución, caso inhumano!)
Y en parricidio error se convirtiese
El hermano en sustancia del hermano;
Tal madre hubo, que al hijo muy querido
Al vientre le volvió, do había salido.


Digo, pues, que los bárbaros llegando
Al valle de Purén, paterno suelo,
Las armas por entonces arrimando
Dieron lugar al tempestuoso cielo;
En este tiempo, en estas partes, cuando
El encogido invierno, con su hielo
Del todo apoderándose en la tierra,
Pone punto al discurso de la guerra.


Espárcese y derrámase la gente,
Dejan el campo y buscan los poblados,
Cesa el fiero ejercicio comúnmente,
La tierra cubren húmidos ñublados.
Mas cuando enciende á Scorpio el Sol ardiente,
Y la frígida nieve los collados
Sacuden de sus cimas levantadas,
Ya de la nueva yerba coronadas;


En este tiempo el bullicioso Marte
Saca su carro con horrible estruendo,
Y ardiendo en ira belicosa, parte
Por el dispuesto Arauco discurriendo:
Hace temblar la tierra á cada parte
Los ferrados caballos impeliendo,
Y en la diestra el sangriento hierro agudo,
Bate con la siniestra el fuerte escudo.


Luego á furor movidos los guerreros
Toman las armas, dejan el reposo,
Acuden los remotos forasteros
Al cebo de la guerra codicioso,
De los hierros renuevan los aceros,
Tiemplan la cuerda al arco vigoroso,
El peso de las mazas acrecientan,
Y el duro fresno de las astas tientan.


La gente andaba ya desta manera,
Con el son de las arreas y bullicio,
Que codiciosa comenzar espera
El deseado bélico ejercicio;
Juntáronse á la usada borrachera
(Orden antigua y detestable vicio)
La más ilustre gente y señalada,
A dar definición en la jornada.


Tratando en general concilio estaban
Del bien y aumentación de aquel estado,
Cuando cuatro soldados arribaban
Con triste muestra y paso apresurado,
Haciéndoles saber cómo ya andaban
En el sitio de Penco arruïnado
Cantidad de españoles trabajando,
Un grueso y fuerte muro levantando.


Diciéndoles: «Venimos, ¡oh guerreros!,
De parte de los pueblos comarcanos
Con facultad bastante á prometeros,
Si desterrais de nuevo á los cristianos,
Que pagarán con suma de dineros
El trabajo y labor de vuestras manos;
Y no habiendo el efeto deseado,
La tercia parte hayáis de lo asentado.


«Viendo el poco reparo y resistencia
Que sin vuestro favor todos tenemos,
Les dimos llanamente la obediencia
Que en el tiempo infelice dar solemos,
No fué por opresión, no fué violencia,
Pues, aunque desdichados, entendemos
Cuán breve es el sospiro de la muerte,
Que pone fin y límite á la suerte.


«Mas, porque estando Arauco tan vecino,
Y fija en su favor la instable rueda,
La paz nos pareció mejor camino
Para que remediar todo se pueda,
Ya que lo estrague el áspero destino,
Tiempo para morir después nos queda,
Pues no estarán los brazos tan cansados
Que no puedan abrir nuestros costados.


«Y pues os es patente y manifiesta
La embajada y gran priesa que traemos,
En ella hora tratad, que la respuesta
Con la resolución esperaremos;
Brevedad os pedimos, que con ésta
Podrá ser que sin riesgo derribemos
La soberbia española y confianza
Antes que les dé esfuerzo la tardanza».


No se puede decir el gran contento
Que les dió á los caciques la embajada;
De todos desde allí en el pensamiento
Antes que se acabase fué acetada;
Pero tuvieron freno y sufrimiento,
Que la primera voz estaba dada
Al hijo de Leocán, que, consultado,
Así responde en nombre del Senado:


«Estamos con razón maravillados
De lo que en este caso hemos oído,
¿Y es verdad que hay cristianos tan osados
Que quieren con nosotros más ruïdo?
¡Sús, sús, que estos varones esforzados
Acetan la promesa y el partido:
No dando entero fin á la jornada,
Del trabajo no quieren llevar nada.


«Bien os podeis volver luego con esto
Que sin duda en efeto lo pondremos,
Y sobre los cristianos, lo más presto
Que se pueda dar orden, llegaremos,
Donde se mostrará bien manifiesto
Lo poco en que nosotros los tenemos:
Pero habeis de advertir con sabio modo
Que aviso se nos dé siempre de todo».


Muy alegres los cuatro se partieron
Por llevar tal respuesta; y, caminando,
En breve á sus señores se volvieron,
Que estaban por momentos aguardando;
Y visto el buen despacho que trujeron,
El contento y traición disimulando,
Sufrían con discreción las vejaciones,
Encubriendo las falsas intenciones.


Domésticos se muestran en el trato;
Nadie toma la causa y la defiende,
Conociendo que el medio más barato
Del araucano ejército depende;
Y con doble y solícito contrato
La esperada venganza se pretende
Debajo de humildad y gran secreto,
Para que su intención viniese á efeto.


De nuestra gente y pueblo destrozado
Gran descuido en hablar he yo tenido:
Mas, como es en el mundo acostumbrado
Desamparar la parte del vencido,
Así yo tras el bando afortunado
He llevado camino tan seguido;
Y si aquí la ocasión no me avisara,
Jamás pienso que della me acordara.


Conté de la ciudad la despoblada,
Y de sus ciudadanos el camino
Púselos en el fin de la jornada,
Do forzoso dejarlos me convino,
Pues volviendo á la historia comenzada
Y al duro proceder de su destino,
Estuvieron el tiempo en Santïago
Que yo dellos mención aquí no hago.


Retirados de allí, se reformaron
De todo el aparato conveniente,
Donde por los más votos acordaron
Reedificar á Penco nuevamente:
Con gran trabajo y gasto levantaron
Pequeña copia y número de gente:
Afirmar la ocasión desto no puedo
Si fué la poca paga ó mucho miedo.


Al yermo Penco herboso habían llegado,
Y un sitio que en mitad del pueblo había
Le tenían de tapión fortificado
Que en recogido cuadro le ceñía:
De dos fuertes bastiones abrigado,
Que cada uno dos frentes descubría
Y á cada frente asiste una bombarda
Que con maciza bala el paso guarda.


La gente comarcana, con fingida
Muestra, la paz malvada aseguraba,
Esperando la ayuda prometida
Que á cencerros tapados caminaba;
Pero no fué secreta esta partida,
Pues entre los cristianos se trataba
Que el valiente Lautaro había pasado
Las lomas con ejército formado.


Suénase que Purén allí venía,
Tomé, Pillolco, Angol y Cayeguano,
Tucapel, que en orgullo y bizarría
No le igualaba bárbaro araucano;
Ongolmo, Lemolemo y Lebopía,
Caniomangue, Elicura, Mareguano,
Cayocupil, Lincoya, Lepomande,
Chilcano, Leucotón y Mareande.


Todos estos varones señalados
Fueron para esta guerra apercebidos
Con otros dos mil pláticos soldados;
En el copioso ejército escogidos
Venían de fuertes petos arreados,
Gruesas picas de hierros muy fornidos,
Ferradas mazas, hachas aceradas,
Armas arrojadizas y enastadas.


Desta manera el escuadrón camina
En la callada noche y sombra escura,
Debajo del gobierno y diciplina
Del cuidoso Lautaro, que procura
Llegar cuando la estrella matutina
Alegra el mustio campo y la verdura,
Antes que por aviso y doble trato
De su venida hubiese algún recato.


Pero los españoles, de un amigo
Bárbaro que con ellos contrataba,
Saben cómo el ejército enemigo
Con riguroso intento se acercaba:
Pues avisados de esto, como digo,
Y de cuanto en secreto se trataba,
Al trance se aparejan y batalla,
Requiriendo los fosos y muralla.


Era caudillo y capitán de España
El noble montañés Juan de Alvarado,
Hombre sagaz, solícito y de maña,
De gran esfuerzo y discreción dotado,
El cual con orden y presteza extraña,
Del presente peligro recatado,
Sazón no pierde, tiempo y coyuntura;
Antes las prevenciones apresura.


Que al punto, apercebidos los soldados.
En su lugar cada uno dellos puesto.
Manda á nueve guerreros más cursados
Que salgan á correr la tierra presto,
Y en la cerrada noche confiados,
Llegan al campo bárbaro, y en esto
Del callado escuadrón fueron sentidos,
Levantando terribles alaridos.


La grita, el sobresalto, los rumores,
El súbito alboroto de la guerra,
Las sonorosas trompas y atambores
Hacen gemir y estremecer la tierra;
En esto los astutos corredores,
Atravesando una pequeña sierra,
Toman la vuelta por más corta vía,
Dando aviso á la amiga compañía.


Juan de Alvarado con ingenio y arte,
De la fuerza lo flaco fortifica,
Y en lo más necesario, allí reparte
Gente del arcabuz y de la pica;
Proveído recaudo en toda parte,
A recebir al araucano pica
Con la ligera escuadra de caballo,
Por no mostrar temor en esperallo.


La nueva claridad del día siguiente
Sobre el claro horizonte se mostraba,
Y el Sol por el dorado y fresco Oriente
De rojo ya las nubes coloraba;
A tal hora Alvarado con su gente,
Del prevenido fuerte se alejaba
En busca de la escuadra lautarina,
Que á más andar también se le avecina.


Los nuestros media legua aún no se habían
De aquel su muro lejos alongado,
Cuando al calar de un monte descubrían
El araucano ejército ordenado:
Allí las limpias armas relucían
Más que el claro cristal del Sol tocado,
Cubiertas de altas plumas las celadas,
Verdes, azules, blancas, encarnadas.


¿Quién pintaros podrá el contento, cuando
Sienten los araucanos el ruïdo
Que, las diestras en alto levantando
Pusieron en el cielo un alarido?
Mil instrumentos bárbaros tocando
Con grande orgullo y paso más tendido
Se vienen acercando á los de España,
Sonando en torno toda la campaña.


Quieren los españoles responderlos
Con el horrible son de armada mano:
Calan el monte á fin de acometerlos,
Teniendo por mejor el sitio llano:
Bajas las lanzas vienen á romperlos,
Pero la osada muestra salió en vano,
Que los bárbaros ya diciplinados,
Del todo se cerraron apiñados.


Tan espesas las picas derribaron
Con pié y con rostro firme hacia delante,
Que no sólo el encuentro repararon,
Pero á desbaratarlos fué bastante;
Los nuestros sin romper se retiraron,
Y ellos gloriosos, con furor pujante,
Por dar remate al venturoso lance,
Siguen con pies ligeros el alcance.


Apretándolos iban reciamente,
Los nuestros resistiendo y peleando
Hasta el estrecho paso de una puente,
Que allí Lautaro, al cuerno aliento dando,
El araucano ejército obediente
Se va al son conocido reparando;
Del fuerte tanto estrecho esto sería
Cuanto tira un cañón de puntería.


Detúvose Lautaro, con intento
De esperar al caliente medio día,
Porque de la mañana el fresco viento
Los caballos y gente alentaría;
Reforma su escuadrón, haciendo asiento
A vista de los nuestros, que, á porfía,
Se habían al sitio fuerte recogido,
Teniendo por mejor aquel partido.


Cuando el Sol en el medio cielo estaba,
No declinando á parte un solo punto,
Y la aguda chicharra se entonaba
Con un desapacible contrapunto,
El astuto Lautaro levantaba
Su campo en escuadrón cerrado y junto,
Con grande estruendo y paso concertado
Hacia el sitio español fortificado.


Con audacia, desdén y confianza,
Lautaro contra el fuerte caminaba;
Síguele atrás la gente en ordenanza,
Y él con gracioso término arrastraba
Una larga, ñudosa y gruesa lanza,
Que airoso, poco á poco, la terciaba
Y tanto por el cuento la blandía
Que juntar los extremos parecía.


Los pocos españoles salen fuera,
Que encerrados no quieren esperallos;
De arcabuces delante una hilera,
Otra de picas luego, y los caballos
A los lados, y así desta manera,
Con fiera muestra vienen á buscallos,
Llegados donde ya podían herirse,
Los unos á los otros dejan irse.


Y de rencor intrínsico aguijados
Los movidos ejércitos venían;
Suenan los arcabuces asestados;
Del humo, fuego y polvo se cubrían;
Los corvos arcos con vigor flechados
Gran número de tiros despedían;
Vuelan nubadas de armas enastadas
Por los valientes brazos arrojadas.


Cuales contrarias aguas á toparse
Van con rauda corriente sonorosa,
Que resistiendo al tiempo del mezclarse
Aquélla más violenta y poderosa
A la menos pujante sin pararse,
Volverla contra el curso es cierta cosa,
Así á nuestro escuadrón forzosamente
La arrebató la bárbara corriente.


No pudiendo sufrir la fuerza brava
Del número de gente y movimiento,
Al español el bárbaro llevaba
Como á liviana paja el recio viento;
Entran sin orden, que ya rota andaba
Todos mezclados en el fuerte asiento,
Y dentro del cuadrado y ancho muro
Comienzan pié con pié un combate duro.


Algunos españoles castigados
Recogerse en la fuerza no quisieron
Que eran de corazones congojados
Y de verse en estrecho rehuyeron:
Quieren el campo abierto, y por los lados
Del turbado montón se dividieron;
Pero los de más ser, con mano osada,
Procuran amparar la plaza entrada.


Allí quieren morir ó defenderse,
La carrera más larga otros tomaron,
Que acordaron con tiempo guarecerse;
Otros á la marina se llegaron,
Metiéndose en un barco, sin poderse
Sufrir, las corvas áncoras alzaron,
Satisfaciendo al miedo y bajo intento,
Las velas con presteza dan al viento.


Quien en llegar es algo perezoso,
Viendo levar el áncora á la nave,
No duda en arrojarse al mar furioso,
Teniendo aquel morir por menos grave;
Quien antes no nadaba, de medroso,
Las olas rompe ahora y nadar sabe.
Mirad, pues, el temor á qué ha llegado
Que viene á ser de miedo el hombre osado.


Los que están en la fuerza retraídos,
Como buenos guerreros se defienden,
Muertos quieren quedar y no vencidos,
Que ya sólo un honrado fin pretenden;
Y con tal presupuesto embravecidos,
Sin esperanza de vivir ofenden,
Haciendo en los contrarios tal estrago,
Que la plaza de sangre era ya lago.


Lautaro, gente y armas contrastando,
En la fuerza el primero entrado había,
Y muerto á dos soldados en entrando,
Que en suerte le cupieron aquel día:
Lincoya iba hiriendo y derribando;
Mas ¿quién podrá decir la bravería
De Tucapel, que el cielo acometiera
Si hallara algún camino ó escalera?


No entró el fuerte por puerta ni por puente,
Antes con desenvuelto y diestro salto
Libre el foso salvó ligeramente,
Y estaba en un momento en lo más alto;
No le pudo seguir por allí gente,
Él solo de aquel lado dió el asalto;
Mas, como si de mil fuera guardado,
Se arroja luego en medio del cercado.


Apenas puso el pie firme en la plaza,
Cuando el furioso bárbaro, esgrimiendo
La ejercitada, dura y gruesa maza,
Iba los enemigos esparciendo:
No vale malla fina ni coraza,
Y las celadas fuertes, no pudiendo
Sufrir los recios golpes que bajaban,
Machucando los sesos se abollaban.


Unos deja tullidos y contrechos,
Otros para en su vida lastimados,
A quien hunde el pescuezo por los pechos,
A quien rompe los lomos y costados:
Cual si fueran de blanda cera hechos,
Magulla, muele y deja derrengados,
Y en el mayor peligro osadamente
Se arroja sin temor de armas y gente.


Contra Ortiz revolvió con muestra airada,
Que había muerto á Torquín, mozo animoso;
La maza alta, y la vista en él clavada,
Rompe por el tropel de armas furioso;
No sé cual fué la espada señalada,
Ni aquel brazo pujante y provechoso
Que el mástil cercenó del araucano,
Y dos dedos con el de la una mano.


Con el encendimiento que llevaba,
No sintió la herida de repente;
Mas, cuando el brazo y golpe descargaba,
Que los dedos y maza faltar siente,
Herida tigre hircana no es tan brava,
Ni acosado león tan impaciente
Como el indio, que lleno de postema,
Del cielo, infierno, tierra y mar blasfema.


Sobre las puntas de los pies estriba,
Y en ellas la persona más levanta;
El brazo cuanto puede atrás derriba,
Y el trozo impele con violencia tanta,
Que á Ortiz, que alta la espada sobre él iba,
La celada y los cascos le quebranta,
Y del grave dolor desvanecido
Dió en el suelo de manos sin sentido.


El bárbaro, con esto no vengado,
Viene sobre él con furia acelerada,
Y con la diestra, aún no medrosa, airado
A Ortiz arrebató la aguda espada;
Alzándole la cota por un lado,
Le atravesó de la una á la otra hijada,
Y la alma del corpóreo alojamiento
Hizo el duro y forzoso apartamiento.


La espada á la siniestra el indio trueca,
Sintiéndose tullido de la diestra,
Y del golpe primero otro derrueca,
Que también en herir era maestra.
Como suele segar la paja seca
El presto segador con mano diestra,
Así aquel Tucapel, con fuerza brava,
Brazos, piernas y cuellos cercenaba.


Dejándose guiar por do la ira
Le llevaba furioso, discurriendo,
Unos hiere, maltrata, otros retira,
La espesa selva de astas deshaciendo;
Acaso al Padre Lobo un golpe tira,
Que contra cuatro estaba combatiendo,
El cual sin ver el fin de aquella guerra,
Dió el alma á Dios y el cuerpo dió á la tierra.


El grave Leucotón, no menos fuerte,
Con el valor que el cielo le concede,
Hiere, aturde, derriba y da la muerte,
Que nadie en fuerza y ánimo le excede;
No sé cómo á escribirlo todo acierte;
Que mi cansada mano ya no puede
Por tanta confusión llevar la pluma,
Y así reduce mucho á breve suma.


También Angol, soberbio y esforzado,
Su corvo y gran cuchillo en torno esgrime:
Hiere al joven Diego Oro, y del pesado
Golpe en la dura tierra el cuerpo imprime;
Pero en esta sazón, Juan de Alvarado
La furia de una punta le reprime,
Que al tiempo que el furioso alfanje alzaba,
Por debajo del brazo le calaba.


No halló defensa la enemiga espada:
Lanzándose por parte descubierta,
Derecho al corazón hizo la entrada,
Abriendo una sangrienta y ancha puerta:
La cara antes del joven colorada
Se vió de amarillez mustia cubierta;
Descoyuntóle el brazo un mortal hielo,
Batiendo el cuerpo helado el duro suelo.


El corpulento mozo Mareguano,
Que airado, á todas partes discurría,
Llegó al tiempo que Angol, por diestra mano,
Al riguroso hierro se rendía:
Era su íntimo amigo y primo hermano,
De estrecho trato antiguo y compañía.
«Pues fué siempre en la vida igual la suerte,
Quiero,dijo,también que sea en la muerte».


Y contra el matador, con repentina
Rabia, que el pecho y venas le abrasaba,
Un macizo y fornido tronco empina
Y con fuerza sobre él lo derribaba;
Mas, temiendo del golpe la ruïna,
Alvarado, que el ojo alerta estaba,
Saca presto el caballo apercebido,
Y en el suelo el troncón quedó metido.


Chilcán, Ongolmo, Cayeguán de un lado,
Lepomande y Purén en compañía,
Habían así á los nuestros apretado,
Que ganaron gran crédito aquel día;
Tomé, Cayocupil y el esforzado
Pillolco, Caniomangue y Lebopía,
Mareande, Elicura y Lemolemo
De su valor mostraron el extremo.


En esto un rumor súbito se siente,
Que los cóncavos cielos atronaba,
Y era que la vitoria abiertamente
Por el bárbaro infiel se declaraba:
Ya la española destrozada gente
Al camino de Itata enderezaba,
Desamparando el suelo desdichado
De sangre y enemigos ocupado.


Del todo á toda furia comenzando
Iban los españoles la huída,
Siempre más el temor apresurando
Con agudas espuelas la corrida;
Sigue el alcance, y valos aquejando
La bárbara canalla embravecida,
Envuelta en una espesa polvoreda,
Matando al que por flojo atrás se queda.


Alvarado, con ánimo y cordura,
Los anima y esfuerza, y no aprovecha,
Que la turbada gente en tal rotura
Huye la muerte y plaza tan estrecha:
Cual encamina al monte y cual procura
De Mapochó la senda más derecha,
Y cual, y cual, constante todavía,
Animoso con Atropos porfía.


Estos honrosa muerte deseando,
Despreciaban la vida deshonrada,
Aquel forzoso punto dilatando
Con raro esfuerzo y valerosa espada:
Presto quedó la plaza sin un bando,
De almas vacía y de cuerpos ocupada,
Que animosos los pocos que quedaban
A las armas y muerte se entregaban.


Unos, por los costados caen abiertos;
Otros, de parte á parte atravesados;
Otros, que de su sangre están cubiertos,
Se rinden á la muerte desangrados;
Al fin, todos quedaron allí muertos,
Del riguroso hierro apedazados.
Vamos tras los que aguijan los caballos,
Que no haremos poco en alcanzallos.


Quien por camino incierto, quien por senda
Aspera, peligrosa y desusada,
Bate al caballo y dale suelta rienda,
Que el miedo es grande y grande la jornada;
El bárbaro escuadrón, con grita horrenda,
Por sierra, monte, llano y por cañada
Las espaldas los iban calentando,
Hiriendo, dando muerte y derribando.


Había de la comarca concurrido
Gente armada por uno y otro lado,
Que á la mira imparcial había asistido
Hasta ver el derecho declarado;
En esto, alzando un súbito alarido
Con el orgullo á vencedores dado,
Baja las armas hasta allí neutrales
En daño de las señas imperiales.


Sale en el codicioso seguimiento,
De la española gente que corría
Con furia y ligereza más que el viento,
Sin hacerse uno á otro compañía;
La mucha turbación y desaliento
Que á los nuestros el miedo les ponía,
Los lleva sin caminos, esparcidos
Por sierras, valles, montes, por ejidos.


Los que tienen caballos más ligeros
¡Oh, cuán de corazón son envidiados!
Qué poco se conocen compañeros
De largo tiempo y amistad tratados.
No aprovechan promesas de dineros,
Ni de bienes allí representados;
Tanto el miedo ocupado los había,
Que lugar la codicia aún no tenía;


Antes, los intereses despreciando,
Se muestran allí poco codiciosos,
Tras las ricas celadas arrojando
Petos de fina plata embarazosos:
Y así de las promesas no curando,
Jugaban los talones presurosos;
Sólo las alas de Ícaro quisieran,
Aunque pasando el amar se derritieran.


Juan y Hernando Alvarados la jornada
Con el valiente Ibarra apresuraban,
Animando la gente desmayada,
Mas no por esto el paso moderaban;
Abren por la carrera embarazada,
Que ligeros caballos gobernaban,
Y aunque con viva espuela los batían,
Alargarse de un indio no podían.


Delante largo trecho de la gente
A los tres les da caza y atormenta
Un espaldudo bárbaro valiente,
Rengo llamado, mozo de gran cuenta;
Éste solo los sigue osadamente,
Y á voces con palabras los afrenta,
Y los aprieta y corre á campo raso,
Sin poderle ganar un solo paso.


«¡Jo! jo!», (les va gritando) espera ! espera!»,
Que más en castellano no sabía;
Pero en su natural lengua primera,
Atrevidas injurias les decía.
Tres leguas los corrió desta manera,
Que jamás de las colas se partía,
Por mucho que aguijasen los rocines,
Llamándolos infames y rüines.


Llevaba una arma en alto levantada,
Que no hay quien su fación y forma diga:
Era una gruesa haya mal labrada,
De la grandeza y peso de una viga,
De metal la cabeza barreada,
Y esgrímela el garzón sin más fatiga
Quel presto esgrimidor, suelto y liviano,
Juega el fácil bastón con diestra mano.


Si alguna vez con el troncón pesado
Los caballos el bárbaro alcanzaba,
Era de fuerza el golpe tan cargado,
Que casi derrengados los dejaba:
Así cada caballo escarmentado
Sin espuelas el curso apresuraba,
Que jamás fué baqueta en la corrida
Como el bastón del bárbaro temida.


Aunque gran trecho aquel follón se aleja
Del seguro montón y amigo bando,
No por esto la dura empresa deja,
Antes más los persigue y va afrentando:
Con prestos pies y maza los aqueja,
La nación española profanando
En lenguaje araucano, que entendían
Los tres, que á más correr dél se desvían.


Veinte veces revuelven los cristianos,
Dando sobre él con súbita presteza,
A todos tres les da llenas las manos
Con su diabólica arma y ligereza;
Entre tanto, llegaban los ufanos
Indios, en el alcance sin pereza,
Y volviendo los tres á su carrera,
El bárbaro y bastón sobre ellos era.


No por áspero monte ni agria cuesta
Afloja el curso y animoso brío,
Antes, cual correr suele sobre apuesta
Tras las fieras el Puelche en desafío,
Los corre, aflige, aprieta y los molesta,
Y á diez millas de alcance, por do un río
El camino atraviesa al mar corriendo,
Se fué en la húmida orilla deteniendo.


El bárbaro escuadrón parado había,
Solo el contumaz Rengo porfïando,
Desistir de la empresa no quería,
Aunque no ve persona de su bando;
Los tres lasos cristianos á porfía
Iban el ancho vado atravesando,
Cuando Rengo cargó de una pesada
Piedra la presta honda dél usada.


El tronco en el suelo húmido fijado,
Rodea el brazo dos veces, despidiendo
El tosco y gran guijarro así arrojado,
Que el monte retumbó del sordo estruendo;
Las ninfas, por lo más sesgo del vado,
Las cristalinas aguas revolviendo,
Sus doradas cabezas levantaron
Y á ver el caso atentas se pararon.


El importuno bárbaro no cesa
Ni afloja de la empresa que pretende;
Antes con silbos, grita y piedra espesa
La agua á más de la cinta, los ofende;
Y dándoles en esto mucha priesa,
El beber los caballos les defiende,
Diciendo: «¡Sus!, salid, salid afuera,
Que yo os manterné campo en la ribera».


Viendo Alvarado á Rengo así orgulloso
De la soberbia tema ya impaciente,
Dice á los dos: «¡Oh caso vergonzoso,
Que á tres nos siga un indio solamente
Y triunfe de nosotros vitorioso!
No es bien que de españoles tal se cuente:
Volvamos, y de aquí jamás pasemos
Si primero morir no le hacemos».


Así dijo, y, las riendas revolviendo,
Segunda vez el vado atravesaban;
De morir ó matarle proponiendo,
Los cansados caballos aguijaban;
En esto, el araucano, conociendo
La cólera y furor con que tornaban,
Olvidando la maza y presupuesto,
Las voladoras plantas mueve presto.


Una larga carrera por la arena
Los tres á toda furia le siguieron
Aunque en balde tomaron esta pena,
Que el indio más corrió que ellos corrieron:
Faltos no de intención, pero de lena,
De cansados las riendas recogieron,
Y en un áspero sitio y peligroso
Les hizo rostro el bárbaro animoso.


Por espaldas tomó una gran quebrada,
Revolviendo á los tres con osadía,
Y, á falta de la maza acostumbrada,
A menudo la honda sacudía;
De allí con mofa, silbos y pedrada,
Sin poderle ofender, los ofendía,
Por ser aquel lugar despeñadero,
Y más que ellos el bárbaro ligero.


Visto Alvarado serle así excusado
El fin de lo que tanto deseaba,
Dejando libre al bárbaro esforzado,
Que bien de mala gana se quedaba,
Pasa otra vez el ya seguro vado
Y al usado camino enderezaba,
Triste en ver que Fortuna por tal modo
Se le mostraba adversa y dura en todo.


Había dejado el campo lautarino
De seguir el alcance grande rato;
Iban los españoles sin camino,
Como ovejas que van fuera de rato.
De no seguirlos más me determino,
Que por lo que adelante dellos trato,
Dejarlos por ahora me es forzado
Donde otras veces ya los he dejado.


Con la gente araucana quiero andarme,
Dichosa á la sazón y afortunada,
Y como se acostumbra, desviarme
De la parte vencida y desdichada,
Por donde tantos van quiero guiarme,
Siguiendo la carrera tan usada,
Pues la costumbre y tiempo me convence,
Y todo el mundo es ya ¡Viva quien vence!


¡Cuán usado es huir los abatidos,
Y seguir los soberbios levantados
De la instable Fortuna favoridos
Para sólo después ser derribados.
Al cabo estos favores reducidos
A su valor son bienes emprestados
Que habemos de pagar con siete tanto,
Como claro nos muestra el nuevo canto.

Canto X

Ufanos los araucanos de las vitorias habidas, ordenan unas fiestas generales, donde concurrieron diversas gentes, así extranjeras como naturales, entre los cuales hubo grandes pruebas y diferencias.


Cuando la varia diosa favorece
Y las dádivas prósperas reparte,
¡Cómo al ánimo flaco fortalece,
Que de triste mujer se vuelve un Marte,
Y derriba, acobarda y enflaquece,
El esfuerzo viril en la otra parte,
Haciendo cuesta arriba lo que es llano
Y un gran cerro la palma de la mano!


¡Quién vió los españoles colocados
Sobre el más alto cuerno de la Luna,
De sus famosos hechos rodeados,
Sin punto y muestra de mudanza alguna!
¡Quién los vee en breve tiempo derribados!
¡Quién ve en miseria, vuelta su fortuna!
¡Seguidos, no de Marte, dios sanguino,
Mas del tímido sexo femenino!


Mirad aquí la suerte tan trocada,
Pues aquellos que al cielo no temían,
Las mujeres, á quien la rueca es dada
Con varonil esfuerzo los seguían,
Y con la diestra á la labor usada
Las atrevidas lanzas esgrimían,
Que por el hado próspero impelidas,
Hacían crudos efetos y heridas.


Estas mujeres digo que estuvieron
En un monte escondidas, esperando
De la batalla el fin, y cuando vieron
Que iba de rota el castellano bando,
Hiriendo el cielo á gritos decendieron,
El mujeril temor de sí lanzando
Y de ajeno valor y esfuerzo armadas,
Toman de los ya muertos las espadas.


Y á vueltas del estruendo y muchedumbre,
También en la vitoria embebecidas,
De medrosas y blandas de costumbre,
Se vuelven temerarias homicidas:
No sienten ni les daba pesadumbre
Los pechos al correr, ni las crecidas
Barrigas de ocho meses ocupadas,
Antes corren mejor las más preñadas.


Llamábase infelice la postrera,
Y con ruegos al cielo se volvía,
Porque á tal coyuntura en la carrera
Mover más presto el paso no podía.
Si las mujeres van desta manera,
¿La bárbara canalla cual iría?
De aquí tuvo principio en esta tierra
Venir también mujeres á la guerra.


Vienen acompañando á sus maridos,
Y en el dudoso trance están paradas;
Pero, si los contrarios son vencidos,
Salen á perseguirlos esforzadas:
Prueban la flaca fuerza en los rendidos,
Y si cortan en ellos sus espadas,
Haciéndolos morir de mil maneras,
Que la mujer cruel es lo deveras.


Así á los nuestros esta vez siguieron
Hasta donde el alcance había cesado,
Y desde allí la vuelta al pueblo dieron
Ya de los enemigos saqueado;
Que, cuando hacer más daño no pudieron,
Subiendo en los caballos que en el prado
Sueltos, sin orden ni gobierno andaban,
A sus dueños por juego remedaban.


Quien hace que combate y quien huía,
Y quien tras el que huye va corriendo;
Quien finge que está muerto y se tendía,
Quien correr procuraba no pudiendo;
La alegre gente así se entretenía,
El trabajo importuno despidiendo
Hasta que el sol rayaba los collados,
Que el general llegó y los más soldados.


Los unos y los otros aguijaban
Con gran priesa á abrazarse estrechamente;
Pero algunos, por más que se esforzaban,
La envidia les hacía arrugar la frente:
Francos los vencedores se mostraban,
Repartiendo la presa alegremente:
Que aún en el pecho vil contra natura
Puede tanto la próspera ventura.


Una solene fiesta en este asiento
Quiso Caupolicán que se hiciese,
Donde del araucano ayuntamiento
La gente militar sola estuviese;
Y con alegre muestra y gran contento,
Sin que la popular se entremetiese,
En danzas, juegos, fiestas y alegrías
Pasaron ledamente algunos días.


Los juegos y ejercicios acabados,
Para el valle de Arauco caminaron,
Do á las usadas fiestas los soldados
De toda la provincia convocaron:
Fueron bastantes plazos señalados,
Joyas de gran valor se pregonaron,
De los que en ellas fuesen vencedores,
Premios dignos de haber competidores.


La fama de la fiesta iba corriendo
Más que los diligentes mensajeros,
En un término breve apercibiendo
Naturales, vecinos y extranjeros;
Gran multitud de gente concurriendo,
Creció en número tanto de guerreros,
Que ocupaban las tiendas forasteras
Los valles, montes, llanos y riberas.


Ya el esperado catorceno día,
Que tanta gente estaba deseando,
Al campo su color restituía,
Las importunas sombras desterrando,
Cuando la bulliciosa compañía
De los briosos jóvenes, mostrando
El juvenil hervor y sangre nueva,
En campo estaban prestos á la prueba.


Fué con solene pompa referido
El orden de los precios, y el primero
Era un lustroso alfanje, guarnecido
Por mano artificiosa de platero;
Este premio fué allí constituido
Para aquel que con brazo más entero
Tirase una fornida y gruesa lanza,
Sobrando á los demás en la pujanza.


Y de cendrada plata una celada,
Cubierta de altas plumas de colores,
De un cerco de oro puro rodeada,
Esmaltadas en él varias labores,
Fué la preciada joya señalada
Para aquel que, entre diestros luchadores,
En la difícil prueba se extremase
Y por señor del campo en pié quedase.


Un lebrel animoso, remendado,
Que el collar remataba una venera
De agudas puntas de metal herrado,
Era el precio de aquel que en la carrera,
De todas armas y presteza armado,
Arribase más presto á la bandera
Que una gran milla lejos tremolaba
Y el trecho señalado limitaba.


Y de niervos un arco, hecho por arte,
Con su dorada aljaba, que pendía
De un ancho y bien labrado talabarte
Con dos gruesas hebillas de taujía;
Este se señaló y supuso aparte
Para aquel que con flecha á puntería,
Ganando por destreza el precio rico,
Llevase al papagayo el corvo pico.


Un caballo morcillo, rabicano,
Tascando el freno estaba de cabestro,
Precio del que con suelta y presta mano
Esgrimiese el bastón, más como diestro;
Por juez se señaló á Caupolicano,
De todos ejercicios gran maestro.
Ya la trompeta con sonada nueva
Llamaba opositores á la prueba.


No bien sonó la alegre trompa cuando
El joven Orompello, ya en el puesto,
Airosamente el manto derribando,
Mostró el hermoso cuerpo bien dispuesto,
Y en la valiente diestra blandeando
Una maciza lanza; luego en esto
Se ponen asimismo Lepomande,
Crino, Pillolco, Guambo y Mareande.


Estos seis en igual hila corriendo,
Las lanzas por los fieles igualadas,
A un tiempo las derechas sacudiendo,
Fueron con seis gemidos arrojadas;
Salen las astas con rumor crujiendo
De aquella fuerza é ímpetu llevadas,
Rompen el aire, suben hasta el cielo,
Bajando con la misma furia al suelo.


La de Pillolco fué la asta primera
Que falta de vigor á tierra vino:
Tras ella la de Guambo, y la tercera
De Lepomande, y cuarta la de Crino;
La quinta, de Mareande, y la postrera,
Haciendo por más fuerza más camino,
La de Orompello fué, mozo pujante,
Pasando cinco brazas adelante.


Tras éstos otros seis lanzas tomaron
De los que por más fuertes se estimaban;
Y aunque con fuerza extrema procuraron
Sobrepujar el tiro, no llegaban;
Otros tras éstos, y otros seis probaron,
Mas todos con vergüenza atrás quedaban.
Y por no detenerme en este cuento,
Digo que lo probaron más de ciento.


Ninguno con seis brazas llegar pudo
Al tiro de Orompello señalado,
Hasta que Leucotón, varón membrudo,
Viendo que ya el probar había aflojado,
Dijo en voz alta: «De perder no dudo;
Mas, porque todos ya me habeis mirado,
Quiero ver deste brazo lo que puede
Y á do llegar mi estrella me concede».


Esto dicho, la lanza requerida
En ponerse en el puesto poco tarda,
Y dando una ligera arremetida,
Hizo muestra de sí fuerte y gallarda:
La lanza por los aires impelida,
Sale cual gruesa bala de bombarda,
O cual furioso trueno que, corriendo,
Por las espesas nubes va rompiendo.


Cuatro brazas pasó con raudo vuelo
De la señal y raya delantera,
Rompiendo el hierro por el duro suelo,
Tiembla por largo espacio la asta fuera;
Alza la turba un alarido al cielo,
Y de tropel con súbita carrera
Muchos á ver el tiro van corriendo,
La fuerza y tirador engrandeciendo.


Unos el largo trecho á pies medían
Y examinan el peso de la lanza;
Otros por maravilla encarecían
Del esforzado brazo la pujanza;
Otros van por el precio; otros hacían
Al vencedor cantares de alabanza,
De Leucotón el nombre levantando
Le van en alta voz solenizando.


Salta Orompello y por la turba hiende,
Y aquel rumor (colérico) baraja,
Diciendo: «Aún no he perdido, ni se entiende
De sólo el primer tiro la ventaja».
Caupolicán la vara en esto tiende
Y á tiempo un encendido fuego ataja,
Que Tucapel al primo había acudido
Y otros con Leucotón se habían metido.


Caupolicán, que estaba por juez puesto,
Mostrándose imparcial, discretamente
La furia de Orompello aplaca presto
Con sabrosas palabras blandamente:
Y así, no se altercando más sobre esto,
Conforme á la postura, justamente,
A Leucotón, por más aventajado,
Le fué ceñido el corvo alfanje al lado.


Acabada con esto la porfía
Y Leucotón quedando vitorioso,
Orompello á una parte se desvía
Del caso algo corrido y vergonzoso;
Mas como sabio mozo lo encubría
De verse en ocasiones deseoso
Por do con Leucotón, y causa nueva
Venir pudiese á más estrecha prueba.


Era Orompello mozo asaz valido,
Que desde su niñez fué muy brïoso,
Manso, tratable, fácil, corregido
Y, en ocasión metido, valeroso;
De muchos en asiento preferido
Por su esfuerzo y linaje generoso,
Hijo del venerable Mauropande,
Primo de Tucapel y amigo grande.


Puesto nuevo silencio y despejado
El campo do la prueba se hacía
El diestro Cayeguán, mozo esforzado,
A mantener la lucha se metía;
No pasó mucho, cuando de otro lado,
Con gran disposición Torquín salía,
De haber en él pujanza y ligereza,
Ambos en el luchar de gran destreza.


Dada señal con pasos ordenados,
Los dos gallardos bárbaros se mueven:
Ya los viérades juntos, ya apartados,
Ora tienden el cuerpo, ora le embeben;
Por un lado y por otro recatados
Se inquieren, cercan, buscan y remueven,
Tientan, vuelven, revuelven y se apuntan,
Y al cabo con gran ímpetu se juntan.


Hechas las presas y ellos recogidos,
En su fuerza procuran conocerse;
Pero, de ardor colérico encendidos
Comienzan por el campo á revolverse:
Cíñense pies con pies y, entretejidos,
Cargan á un lado y otro, sin poderse
Llevar cuanto una mínima ventaja,
Por más que el uno y otro se trabaja.


Andando así, en un tiempo, cauteloso,
Metió la pierna diestra Cayeguano:
Quiso Torquín ceñirla codicioso,
Cargando con gran fuerza á aquella mano;
Sácala á tiempo Cayeguán, mañoso,
Y el cuerpo de Torquín quedando en vano,
Del mismo peso y fuerza que traía,
A los pies enemigos se tendía.


Tras éste el fuerte Rengo se presenta,
El cual, lanzando fuera los vestidos,
Descubre la persona corpulenta,
Brazos robustos, músculos fornidos;
Mírale la confusa turba atenta,
Que de cuatro entre todos escogidos
Este valiente bárbaro era el uno,
Jamás sobrepujado de ninguno.


Con gran fuerza los hombros sacudiendo,
Se apareja á la lucha y desafío,
Y al vencedor contrario apercibiendo
Le va á buscar con animoso brío;
De la otra parte Cayeguán saliendo,
En medio de aquel campo á su albedrío
Vienen los dos gallardos á juntarse,
Procurando en la presa aventajarse.


Un rato estuvo en confusión la gente,
Y anduvo en duda la vitoria incierta;
Mas luego Rengo dió señal patente
Con que fué su pujanza descubierta,
Que entre los duros brazos, reciamente,
Al triste Cayeguán, la boca abierta
Sin dejarle alentar, le retraía,
Y acá y allá con él se revolvía.


Alzólo de la tierra, y apretado
En el aire gran pieza lo suspende;
Cayeguán sin color, desalentado,
Abre los brazos y las piernas tiende;
Viéndolo así rendido, el esforzado
Rengo que á la vitoria sólo atiende,
Dejándole bajar, con poca pena,
Le estampa de gran golpe en el arena.


Sacáronle del campo sin sentido
Y á su tienda en los hombros le llevaron:
Todos la fuerza grande y el partido
De Rengo en alta voz solenizaron;
Pero cesando en esto aquel ruïdo,
A sus asientos luego se tornaron,
Porque vieron que Talco, aparejado,
El puesto de la lucha había tomado.


Fué este Talco de pruebas gran maestro,
De recios miembros y feroz semblante,
Diestro en la lucha y en las armas diestro,
Ligero y esforzado, aunque arrogante;
Y con todas las partes que aquí muestro,
Era Rengo más suelto y más pujante,
Usado en los robustos ejercicios
Que dello su persona daba indicios.


Talco se mueve y sale con presteza,
Rengo espaciosamente se movía,
Fíase mucho el uno en la destreza,
El otro en su vigor sólo se fía;
En esto con extraña ligereza,
Cuando menos cuidado en Talco había,
Un gran salto dió Rengo no pensado,
Cogiendo al enemigo descuidado.


De la suerte que el tigre cauteloso,
Viendo venir lozano al suelto pardo,
El cuello bajo, lerdo y perezoso,
Con ronco son se mueve á paso tardo,
Y en un instante, súbito y furioso,
Salta sobre él con ímpetu gallardo,
Y echándole la garra, así le aprieta,
Que le oprime, le rinde y le sujeta.


Desta manera Rengo á Talco afierra,
Y antes que á la defensa se prevenga,
Tan recio le apretó contra la tierra,
Que el lomo quebrantado lo derrienga;
Viéndolo, pues, así lo desafierra,
Y á su puesto, esperando que otro venga,
Vuelve, dejando el campo con tal hecho
De su extremada fuerza satisfecho.


Mas no hubo en hombre allí tal osadía
Que á contrastar al bárbaro se atreva:
Y así, porque la noche ya venía,
Se difirió la comenzada prueba
Hasta que el carro del siguiente día
Alegrase los campos con luz nueva;
Sonando luego varios instrumentos,
Hinchieron de las mesas los asientos.


Pues otro día saliendo de su tienda
El hijo de Leocán, acompañado,
Al cercado lugar de la contienda
Con altos instrumentos fué llevado.
Rengo, porque su fama más se extienda,
Dando una vuelta en torno del cercado,
Entró dentro con una bella muestra,
Y á mantener se puso la palestra.


Bien por dos horas Rengo tuvo el puesto
Sin que nadie la plaza le pisase,
Que no se vió soldado tan dispuesto,
Que, viéndole, el lugar vacío ocupase;
Pero ya Leucotón, mirando en esto,
Que, porque su valor más se notase,
Hasta ver el más fuerte había esperado,
Con grave paso entró en el estacado.


Luego un rumor confuso y grande estruendo
Entre el parlero vulgo se levanta
De ver estos dos juntos, conociendo
En uno y otro esfuerzo y fuerza tanta:
Leucotón, la persona recogiendo,
A recebir á Rengo se adelanta,
Que con gallardo paso se venía
De esfuerzo acompañado y lozanía.


Vienen al paragón dos animosos
Que en esfuerzo y pujanza par no tienen;
Unas veces aguijan presurosos,
Otras frenan el paso y lo detienen,
Andan en torno y miran cautelosos,
Y á todos los engaños se previenen:
Pero no tardó mucho que cerraron
Y con estrechos ñudos se abrazaron.


Juntándose los dos pechos con pechos,
Van las últimas fuerzas apurando,
Ya se afirman y tienen muy estrechos,
Ya se arrojan en torno volteando,
Ya los izquierdos, ya los pies derechos
Se enclavijan y enredan, no bastando
Cuanta fuerza se pone, estudio y arte
A poder mejorarse alguna parte.


Acá y allá furiosos se rodean,
La fuerza uno del otro resistiendo;
Tanto forcejan, gimen y jadean
Que los miembros se van entorpeciendo:
Tiemblan de la fatiga y titubean
Las cansadas rodillas, no pudiendo
Comportar el tesón y furia insana,
Que al fin eran de hueso y carne humana.


De sudor grueso y engrosado aliento
Cubiertos los dos bárbaros andaban,
Y del fogoso y recio movimiento
Roncos los pechos dentro resonaban;
Ellos siempre con más encendimiento,
Sacando nuevas fuerzas, procuraban
Llegar la empresa al cabo comenzada
Por ganar el honor y la celada.


Pero ventaja entre ellos conocida
No se vio, allí ni de flaqueza indicio;
Ambos jóvenes son de edad florida,
Iguales en la fuerza y ejercicio;
Mas la suerte de Rengo enflaquecida
Y el hado, que hasta allí le fué propicio
Hicieron que perdiese á su despecho
Del precio y del honor todo el derecho.


Había en la plaza un hoyo hacia el un lado,
Engaste de un guijarro, y nuevamente
Estaba de su encaje levantado
Por el concurso y huella de la gente;
Desto el cansado Rengo no avisado,
Metió el pie dentro y, desgraciadamente,
Cual cae de la segur herido el pino,
Con no menor estruendo á tierra vino.


No la pelota con tan presto salto
Resurte arriba del macizo suelo;
Ni la águila, que al robo cala de alto,
Sube en el aire con tan recio vuelo,
Como de corrimiento el seso falto,
Rengo, rabioso, amenazando el cielo,
Se puso en pié, que aún bien no tocó en tierra,
Y contra Leucotón furioso cierra.


Como en la fiera lucha Anteo temido
Por el furioso Alcides derribado,
Que de la tierra madre recogido,
Cobraba fuerza y ánimo doblado,
Así el airado Rengo embravecido,
Que apenas en la arena había tocado,
Sobre el contrario arriba de tal suerte,
Que al extremo llegó de honrado y fuerte.


Tanto dolor del grave caso siente,
El público lugar considerando,
Que, abrasado de fuego y rabia ardiente,
Se le fueron las fuerzas aumentando,
Y furioso, colérico, impaciente,
De suerte á Leucotón va retirando,
Que apenas le resiste; y el suceso
Oireis en el siguiente canto expreso.

Canto XI

En el cual se acaban las fiestas y diferencias, y caminando Lautaro sobre la ciudad de Santiago, antes de llegar á ella hace un fuerte, en el cual metido, vienen los españoles sobre él, donde tuvieron una recia batalla.


Cuando los corazones, nunca usados
A dar señal y muestra de flaqueza
Se ven en lugar público afrentados,
Entonces manifiestan su grandeza:
Fortalecen los miembros fatigados,
Despiden el cansancio y la torpeza
Y salen fácilmente con las cosas
Que eran antes, Señor, dificultosas.


Así le avino á Rengo, que, en cayendo,
Tanto esfuerzo le puso el corrimiento,
Que, lleno de furor y en ira ardiendo,
Se le dobló la fuerza y el aliento.
Y al enemigo fuerte, no pudiendo
Ganarle antes un paso, ahora ciento
Alzado de la tierra lo llevaba,
Que aún afirmar los pies no le dejaba.


Adelante la cólera pasara
Y hubiera alguna brega en aquel llano,
Si, receloso de esto, no bajara
Presto de arriba el hijo de Pillano,
Que de Caupolicán traía la vara,
Y él propio los aparta de su mano,
Que no fué poco, en tanto encendimiento
Tenerle este respeto y miramiento.


Siendo desta manera sin ruido
Despartida la lucha ya enconada,
Le fué á Rengo su honor restitüido,
Mas quedó sin derecho á la celada:
Aún no estaba del todo difinido,
Ni la plaza de gente despojada,
Cuando el mozo Orompello dijo presto:
«Mi vez ahora me toca, mío es el puesto».


Que bramando entre sí se deshacía
Esperando aquel tiempo deseado,
Viendo que Leucotón ya mantenía,
Del tiro de la lanza no olvidado;
Con gran desenvoltura y gallardía
Salta el palenque y entra el estacado,
Y, en medio de la plaza, como digo,
Llamaba cuerpo á cuerpo al enemigo.


La trápala y murmurio en el momento
Creció porque, parando el pueblo en ello,
Conoce por allí cuan descontento
Del fuerte Leucotón está Orompello;
Témese que vendrán á rompimiento;
Mas nadie se atraviesa á defendello,
Antes la plaza libre los dejaron
Y los vacíos lugares ocuparon.


El pueblo de la lucha deseoso,
La más parte á Orompello se inclinaba;
Mira los bellos miembros y el airoso
Cuerpo que á la sazón se desnudaba:
La gracia, el pelo crespo y el hermoso
Rostro, donde su poca edad mostraba,
Que veinte años cumplidos no tenía,
Y á Leucotón á fuerzas desafía.


Juzgan ser desconformes los presentes
Las fuerzas destos dos por la aparencia
Viendo del uno el talle y los valientes
Niervos, edad perfeta y experiencia;
Y del otro los miembros diferentes,
La tierna edad y grata adolecencia,
Aunque á tal opinión contradecía
La muestra de Orompello y osadía.


Que, puesto en su lugar, ufano espera
El son de la trompeta, como cuando
El fogoso caballo en la carrera
La seña del partir está aguardando,
Y cual halcón, que en la húmida ribera
Ve la garza de lejos blanqueando,
Que se alegra y se pule ya lozano
Y está para arrojarse de la mano.


El gallardo Orompello así esperaba
Aquel alegre son para moverse,
Que, de ver la tardanza, imaginaba
Que habían impedimentos de ofrecerse:
Visto que tanto ya se dilataba,
Queriendo á su sabor satisfacerse,
Derecho á Leucotón sale animoso,
Que no fué en recebirle perezoso.


En gran silencio vuelto el rumor vano,
Quedando mudos todos los presentes,
En medio de la plaza, mano á mano
Salen á se probar los dos valientes
Como cuando el lebrel y fiero alano,
Mostrándose con ronco son los dientes,
Yertos los cerros y ojos encendidos,
Se vienen á morder embravecidos.


De tal modo los dos amordazados,
Sin esperar trompeta ni padrino,
De coraje y rencor estimulados,
De medio á medio parten el camino,
Y, en un instante iguales, aferrados
Con extremada fuerza y diestro tino,
Se ciñeron los brazos poderosos,
Echándose á los pies lazos ñudosos.


Las desconformes fuerzas, aunque iguales,
Los lleva, arroja y vuelve á todos lados;
Viéranlos sin mudarse á veces tales,
Que parecen en tierra estar clavados:
Donde ponen los pies, dejan señales,
Cavan el duro suelo, y, apretados,
Juntándose rodillas con rodillas,
Hacen crujir los huesos y costillas.


Cada cual del valor, destreza y maña
Usaba que en tal tiempo usar podía,
Viendo el duro tesón y fuerza extraña
Que en su recio adversario conocía;
Revuélvense los dos por la campaña,
Sin conocerse en nadie mejoría;
Pero tanto de acá y de allá anduvieron,
Que ambos juntos á un tiempo en tierra dieron.


Fué tan presto el caer y, en el momento,
Tan presto el levantarse, por manera
Que se puede decir que el más atento
A mover la pestaña, no lo viera;
Ventaja ni señal de vencimiento
Juzgarse por entonces no pudiera,
Que Leucotón arrodilló en el llano
Y Orompello tocó sola una mano.


En esto los padrinos se metieron,
Y á cada lado el suyo retirando,
En disputa la lucha resumieron,
Sus puntos y razones alegando;
De entrambas partes gentes acudieron,
La porfía y rumor multiplicando;
Quién daba al uno el precio, honor y gloria,
Quién cantaba del otro la vitoria.


Tucapelo, que estaba en un asiento
A la diestra del hijo de Pillano,
Visto lo que pasaba, en el momento
Salta en la plaza, la ferrada en mano,
Y con aquel usado atrevimiento
Dice: «El precio ganó mi primo hermano,
Y si alguno esta causa me defiende,
Haréle yo entender que no lo entiende.


«La joya es de Orompello, y quien bastante
Se halle á reprobar el voto mío,
En campo estamos: hágase adelante,
Que, en suma, le desmiento y desafío».
Leucotón, con un término arrogante,
Dice: «Yo amansaré tu loco brío
Y el vano orgullo y necio devaneo,
Que mucho tiempo ha ya que lo deseo».


«Comigo lo has de haber, que comenzado
Juego tenemos ya«, dijo Orompello.
Responde Leucotón, fiero y airado:
«Contigo y con tu primo quiero habello».
Caupolicán en esto era llegado,
Que del supremo asiento, viendo aquello,
Había bajado á la sazón confuso,
Y allí su autoridad toda interpuso.


Leucotón y Orompello, conociendo
Que el gran Caupolicán allí venía,
Las enconosas voces reprimiendo,
Cada cual por su parte se desvía:
Mas Tucapel, la maza revolviendo,
Que otro acuerdo y concierto no quería,
Lleno de ira diabólica, no calla,
Llamando á todo el mundo á la batalla.


Ruego y medios con él no valen nada
Del hijo de Leocán ni de otra gente,
Diciendo que á Orompello la celada
Le den por vencedor y más valiente;
Después, que en plaza franca y estacada
Con Leucotón le dejen libremente,
Donde aquella disputa se decida
Perdiendo de los dos uno la vida.


Puesto Caupolicán en este aprieto,
Lleno de rabia y de furor movido,
Le dice: «Haré que guardes el respeto
Que á mi persona y cargo le es debido».
Tucapel le responde: «Yo prometo
Que por temor no baje del partido,
Y aquel que en lo que digo no viniere
Haga á su voluntad lo que pudiere.


«Guardaréte respeto, si derecho
En lo que justo pido me guardares,
Y mientras que con recto y sano pecho
La causa sin pasión desto mirares;
Mas si, contra razón, sólo de hecho,
Torciendo la justicia lo llevares,
Por tí y tu cargo, y todo el mundo junto,
No perderé de mi derecho un punto».


Caupolicán, perdida la paciencia,
Se mueve á Tucapel determinado;
Mas Colocolo, viejo de experiencia,
Que con temor le andaba siempre al lado,
Le hizo una acatada resistencia,
Diciendo: «¿Estás, señor, tan olvidado
De tí y tu autoridad y salud nuestra,
Que lo pongas en sólo alzar la diestra?


«Mira, señor, que todo se aventura;
Mira que están los más ya diferentes:
De Tucapel conocen la locura
Y la fuerza que tiene de parientes;
Lo que emendar se puede con cordura,
No lo emiendes con sangre de inocentes:
Dale á Orompello el contendido precio
Y otro al competidor de igual aprecio.


«Si por rigor y término sangriento
Quieres poner en riesgo lo que queda,
Puesto que sobre fijo fundamento
Fortuna á tu sabor mueva la rueda,
Y el juvenil furor y atrevimiento
Castigará tu salvo te conceda,
Queda tu fuerza más disminuida
Y al fin tu autoridad menos temida.


«Pierdes dos hombres, pierdes dos espadas
Que el límite araucano han extendido,
Y en las fieras naciones apartadas
Hacen que sea tu nombre tan temido;
Si ahora han sido aquí desacatadas,
Mira lo que otras veces han servido
En trances peligrosos, derramando
La sangre propia y del contrario bando».


Imprimieron así en Caupolicano
Las razones y celo de aquel viejo,
Que, frenando el furor, dijo: «En tu mano
Lo dejo todo y tomo ese consejo».
Con tal resolución, el sabio anciano,
Viendo abierto camino y aparejo,
Habló con Leucotón, que vino en todo,
Y á los primos después del mismo modo.


Y así el viejo eficaz los persuadiera
Que en tal discordia y caso tan diviso,
Lo que el mundo universo no pudiera,
Pudo su discreción y buen aviso;
Fuélos, pues, reduciendo de manera
Que vinieron á todo lo que quiso,
Pero con condición que la celada
Por precio al Orompello fuese dada.


Pues la rica celada allí traída
Al ufano Orompello le fué puesta
Y una cuera de malla guarnecida
De fino oro á la par vino con ésta,
Y al mismo tiempo á Leucotón vestida:
Todos conformes, en alegre fiesta,
A las copiosas mesas se sentaron,
Donde más la amistad confederaron.


Acabado él comer, lo que del día
Les quedaba, las mesas levantadas,
Se pasó en regocijo y alegría,
Tegiendo en corros danzas siempre usadas,
Donde un número grande intervenía
De mozos y mujeres festejadas;
Que las pruebas cesaron y ocasiones,
Atento á no mover nuevas quistiones.


Cuando la noche el horizonte cierra,
Y con la negra sombra al mundo abraza,
Los principales hombres de la tierra
Se juntaron en una antigua plaza
A tratar de las cosas de la guerra,
Y en el discurso dellas dar la traza
Diciendo que el subsidio padecido
Había de ser con sangre redemido.


Salieron con que al hijo de Pillano
Se cometiese el cargo deseado,
Y el número de gente por su mano
Fuese absolutamente señalado:
Tal era la opinión del araucano
Y tal crédito y fama había alcanzado,
Que si asolar el cielo prometiera
Crédito á la promesa se le diera.


Y entre la gente joven más granada
Fueron por él quinientos escogidos,
Mozos gallardos, de la vida airada,
Por más bravos que pláticos tenidos;
Y hubo de otros, por ir esta jornada,
Tantos ruegos, protestos y partidos,
Que excusa no bastó, ni impedimento
A no exceder la copia en otros ciento.


Los que Lautaro escoge son soldados
Amigos de inquietud, facinerosos,
En el duro trabajo ejercitados,
Perversos, disolutos, sediciosos,
A cualquiera maldad determinados,
De presas y ganancias codiciosos,
Homicidas, sangrientos, temerarios,
Ladrones, bandoleros y cosarios.


Con esta buena gente caminaba
Hasta el Maule de paz atravesando,
Y las tierras, después, por do pasaba,
Las iba á fuego y sangre sujetando;
Todo sin resistir se le allanaba,
Poniéndose debajo de su mando:
Los caciques le ofrecen francamente
Servicio, armas, comida, ropa y gente.


Así que por los pueblos y ciudades
La comarca los bárbaros destruyen,
Talan comidas, casas y heredades,
Que los indios de miedo al pueblo huyen;
Estupros, adulterios y maldades
Por violencia, sin término concluyen,
No reservando edad, estado y tierra,
Que á todo riesgo y trance era la guerra.


No paran con la gana que tenían
De venir con los nuestros á la prueba;
Los indios comarcanos que huían
Llevan á la ciudad la triste nueva;
Rumores y alborotos se movían,
El bélico bullicio se renueva,
Aunque algunos que el caso contemplaban
A tales nuevas crédito no daban.


Dicen que era locura claramente
Pensar que así una escuadra desmandada,
De tan pequeño número de gente,
Se atreviese á emprender esta jornada,
Y más contra ciudad tan eminente,
Y lejos de su tierra y apartada;
Pero los que de Penco habían salido,
Tienen por más el daño que el ruïdo.


Votos hay que saliesen al camino:
Éstos son de los jóvenes briosos;
Otros, que era imprudencia y desatino
Por los pasos y sitios peligrosos;
A todo con presteza se previno,
Que de grandes reparos ingeniosos
El pueblo fortalecen, y en un punto
Despachan corredores todo junto.


Debajo de un caudillo diligente
Que verdadera relación trajese
Del número y designio de la gente,
Con comisión si lance le saliese
A su honor y defensa conveniente,
Que al bárbaro escuadrón acometiese,
Volviendo á rienda suelta dos soldados
Para que dello fuesen avisados.


Por no haber caso en esto señalado,
Abrevio con decir que se partieron,
Y al cuarto día, con ánimo esforzado,
Sobre el campo enemigo amanecieron;
Trabóse el juego, y no duró trabado,
Que los bárbaros luego los rompieron,
Y todos, con cuidado y pies ligeros
Revolvieron á ser los mensajeros.


Sin aliento, cansados y afligidos,
Vuelven con testimonio asaz bastante
De cómo fueron rotos y vencidos
Por la fuerza del bárbaro pujante,
Laxos, llenos de sangre, malheridos,
Con pérdida de un hombre, el cual, delante
Y en medio de los campos desmandado,
A manos de Lautaro había expirado.


Cuentan que levantado un muro había
Adonde con sus bárbaros se acoge,
Y que infinita gente le acudía,
De la cual la más diestra y fuerte escoge;
También que bastimentos cada día
Y cantidad de munición recoge,
Afirmando por cierto, fuera desto,
Que sobre la ciudad llegará presto.


Quien incrédulo dello antes estaba,
Teniendo allí el venir por desvarío,
A tan clara señal crédito daba,
Helándole la sangre un miedo frío;
Quién de pura congoja trasudaba,
Que de Lautaro ya conoce el brío;
Quién, con ardiente y animoso pecho,
Bramaba por venir más presto al hecho.


Villagrán enfermado acaso había,
No puede á la sazón seguir la guerra;
Mas con ruegos y dádivas movía
La gente más gallarda de la tierra
Y por caudillo en su lugar ponía
Un caro primo suyo, en quien se encierra
Todo lo que conviene á buen soldado:
Pedro de Villagrán era llamado.


Este, sin más tardar, tomó el camino,
En demanda del bárbaro Lautaro
Y el cargo que tan loco desatino
Como es venir allí, le cueste caro:
Dióse tal priesa á andar, que presto vino
A la corva ribera del río Claro
Que vuelve atrás en círculo gran trecho,
Después hasta la mar corre derecho.


Media legua pequeña elige un puesto,
De donde estaba el bárbaro alojado,
En el lugar mejor y más dispuesto
Y allí, por ver la noche, ha reparado;
Estaba á cualquier trance y rumor presto,
De guardia y centinelas rodeado,
Cuando, sin entender la cosa cierta,
Gritaban: «¡Arma, arma, alerta, alerta!».


Esto fué que Lautaro había sabido
Cómo allí nuestra gente era llegada,
Que después de la haber reconocido
Por su misma persona y numerada,
Volvióse sin de nadie ser sentido
Y mostrando estimarlo todo en nada,
Hizo de los caballos que tenía
Soltar el de más furia y lozanía.


Diciendo en alta voz: «Si no me engaño,
No deben de saber que soy Lautaro,
De quien han recebido tanto daño,
Daño que no tendrá jamás reparo;
Mas, porque no me tengan por extraño,
Y el ser yo aquí venido sea más claro,
Sabiendo con quien vienen á la prueba,
Quiero que este rocín lleve la nueva».


Diez caballos, señor, había ganado
En la refriega y última revuelta,
El mejor ensillado y enfrenado,
Porque diese el aviso cierto, suelta;
Siendo el feroz caballo amenazado,
Hacia el campo español toma la vuelta
Al rastro y al olor de los caballos,
Y ésta fué la ocasión de alborotallos.


Venta con un rumor y furia tanta,
Que dió más fuerza al arma y mayor fuego:
La gente recatada se levanta
Con sobresalto y gran desasosiego;
El escándalo tanto no fué cuanta
Era después la burla, risa y juego
De ver que un animal de tal manera
En arma y alboroto los pusiera.


Pasaron sin dormir la noche en esto
Hasta el nuevo apuntar de la mañana,
Que, con ánimo y firme presupuesto
De vencer ó morir, de buena gana,
Salen del sitio y alojado puesto
Contra la gente bárbara araucana,
Que no menos estaba acodiciada
Del venir al efeto de la espada.


Un edicto Lautaro puesto había
Que quien fuera del muro un paso diese
Como por crimen grave y rebeldía,
Sin otra información, luego muriese;
Así, el temor frenando á la osadía,
Por más que la ocasión la conmoviese,
Las riendas no rompió de la obediencia,
Ni el ímpetu pasó de su licencia.


Del muro estaba el bárbaro cubierto,
No dejando salir soldado fuera;
Quiere que su partido sea más cierto
Encerrando á los nuestros, de manera
Que no les aproveche en campo abierto
De ligeros caballos la carrera;
Mas sólo ánimo, esfuerzo y entereza,
Y la virtud del brazo y fortaleza.


Era el orden así, que, acometiendo
La plaza, al tiempo del herir volviesen
Las espaldas los bárbaros, huyendo,
Porque dentro los nuestros se metiesen,
Y algunos por de fuera revolviendo,
Antes que los cristianos se advirtiesen
Ocuparles las puertas del cercado
Y combatir allí á campo cerrado.


Con tal ardid los indios aguardaban
A la gente española que venía,
Y en viéndola asomar, la saludaban,
Alzando una terrible vocería;
Soberbios desde allí la amenazaban
Con audacia, desprecio y bizarría,
Quién la fornida pica blandeando,
Quién la maza ferrada levantando.


Como toros que van á ser lidiados,
Cuando aquellos que cerca lo desean
Con silbos y rumor, de los tablados
Seguros del peligro, los torean,
Y en su daño los hierros amolados,
Sin miedo amenazándolos blandean,
Así la gente bárbara araucana
Del muro amenazaba á la cristiana.


Los españoles, siempre con semblante
De parecerles poca aquella caza,
Paso á paso caminan adelante
Pensando de allanar la fuerte y plaza,
En alta voz diciendo: «No es bastante
El muro, ni la pica y dura maza
A estorbaros la muerte merecida
Por la gran desvergüenza cometida».


Llegados de la fuerza poco trecho,
Reconocida bien por cada parte,
Pónenle el rostro, y sin torcer, derecho
Asaltan el fosado baluarte:
Por acabado tienen aquel hecho,
De los bárbaros huye la más parte,
Ganan las puertas francas con gran gloria
Cantando en altas voces la vitoria.


No hubiera relación deste contento,
Si los primeros indios aguardaran
Tanto espacio y sazón cuanto un momento,
Que las puertas los últimos tomaran;
Mas, viéndolos entrar, sin sufrimiento,
Ni poderse abstener, luego reparan,
Haciendo la señal que no debían,
Hicieron revolver los que huían.


Como corre el caballo cuando ha olido
Las yeguas que atrás quedan y querencia
Que allí el intento inclina y el sentido,
Gime y relincha con celosa ausencia,
Afloja el curso, atrás tiende el oído
Alerto á si el señor le da licencia,
Que á dar la vuelta aún no le ha señalado
Cuando sobre los pies ha volteado.


De aquel modo los bárbaros huyendo,
Con muestra de temor (aunque fingida),
Firman el paso presuroso, oyendo
La alegre y cierta seña conocida,
Y en contra de los nuestros esgrimiendo
La cruda espada al parecer rendida,
Vuelven con una furia tan terrible,
Que el suelo retembló del son horrible.


Como por sesgo mar del manso viento
Siguen las gravees olas el camino,
Y con furioso y recio movimiento
Salta el contrario Coro repentino,
Que las arenas del profundo asiento
Las saca arriba en turbio remolino,
Y las hinchadas olas revolviendo
Al tempestuoso Coro van siguiendo.


De la misma manera á nuestra gente,
Que el alcance sin término seguía,
La súbita mudanza de repente
Le turbó la vitoria y alegría,
Que, sin se reparar, violentamente
Por el mismo camino revolvía,
Resistiendo con ánimo esforzado
El número de gente aventajado.


Mas, como un caudaloso río de fama,
La presa y palizada desatando,
Por inculto camino se derrama,
Los arraigados troncos arrancando;
Cuando con desfrenado curso brama,
Cuanto topa delante arrebatando,
Y los duros peñascos enterrados
Por las furiosas aguas son llevados,


Con ímpetu y violencia semejante
Los indios á los nuestros arrancaron,
Y sin pararles cosa por delante
En furiosa corriente los llevaron;
Hasta que con veloz furor pujante
De la cerrada plaza los lanzaron,
Que el miedo de perder allí la vida
Les hizo el paso llano á la salida.


De más priesa y con pies más desenvueltos
(Los sueltos españoles) que á la entrada,
En una polvorosa nube envueltos
Salen del cerco estrecho y palizada;
Entre ellos van los bárbaros revueltos,
Una gente con otra amontonada,
Que sin perder un punto se herían
De manos y de pies como podían.


No el alzado antepecho y agujeros
Que fuera dél en torno había cavados,
Ni la fajina y suma de maderos
Con los fuertes bejucos amarrados
Detuvieron el curso á los ligeros
Caballos, de los hierros hostigados,
Que, como si volaran por el viento,
Salieron á lo llano en salvamento.


Los españoles sin parar corriendo
Libre la plaza á los contrarios dejan,
Que la fortuna próspera siguiendo
Con prestos pies y manos los aquejan;
Pero los nuestros, el morir temiendo,
Siempre alargan el paso y más se alejan,
Reparando á las veces reciamente,
La gran furia y pujanza de la gente.


Bien una legua larga habían corrido
A toda furia por la seca arena,
Sólo Lautaro no los ha seguido,
Lleno de enojo y de rabiosa pena,
Viendo el poco sustén del mal regido
Campo, tan recio el rico cuerno suena,
Que los más delanteros los sintieron,
Y al son, sin más correr, se retrujeron.


Estaba así impaciente y enojado,
Que mirarle á la cara nadie osaba,
Y al pabellón él solo retirado
Un nuevo edicto publicar mandaba:
«Que guerrero ninguno fuese osado
Salir un paso fuera de la cava,
Aunque los españoles revolviesen
Y mil veces el fuerte acometiesen».


Después llamando á junta á los soldados,
Aunque ardiendo en furor, templadamente,
Les dice: «Amigos, vamos engañados,
Si con tan poco número de gente
Pensamos allanar los levantados
Muros de una ciudad así eminente;
La industria tiene aquí más fuerza y parte
Que la temeridad del fiero Marte.


«Esta los fieros ánimos reprime,
Y á los flacos y débiles esfuerza,
Las cervices indómitas oprime
En el yugo domésticas por fuerza;
Esta el honor y pérdidas redime,
Y la sazón á usar della nos fuerza,
Que la industria solícita y fortuna
Tienen conformidad y andan á una.


«Cumple partir de aquí, muestras haciendo
Que sólo de temor nos retiramos,
Y asegurar los españoles, viendo
Como el honor y campo les dejamos:
Que después, á su tiempo revolviendo,
Haremos lo que así dificultamos,
Teniendo ellos el llano, y por guarida
Vecina la ciudad fortalecida».


El hijo de Pillán esto decía,
Cuando asomaba el bando castellano,
Que con esfuerzo nuevo y osadía
Quiere probar segunda vez la mano;
Fué tanto el alborozo y alegría
De los bárbaros, viendo por el llano
Aparecer los nuestros, que al momento,
Gritan y baten palmas de contento.


En esto los cristianos acercando
Poco á poco se van á la batalla,
Y al justo tiempo del partir llegando
Dejan irse á la bárbara canalla:
Que uno la maza en alto, otro bajando
La pica, el cuerpo esento en la muralla,
Con animoso esfuerzo se mostraban
Y al ejercicio bélico incitaban.


Unos acuden á las anchas puertas
Y comienzan allí el combate duro,
De escudos las cabezas bien cubiertas
Se llegan otros al guardado muro;
Otros buscan por partes descubiertas
La subida y el paso más seguro:
Hinche el bando español la cava honda
Y el araucano el muro á la redonda.


Pero el pueblo español con osadía,
Cubierto de fortísimos escudos,
La lluvia de los tiros resistía
Y los botes de lanzas muy agudos;
Era tanta la grita y armonía
Y el espeso batir de golpes crudos,
Que Maule el raudo curso refrenaba,
Confuso al son que en torno ribombaba.


Por las puertas y frente y por los lados,
El muro se combate y se defiende;
Allí corren con prisa, amontonados,
A donde más peligro haber se entiende:
Allí con prestos golpes esforzados
A su enemigo cada cual ofende
Con furia tan terrible y fuerza dura,
Que poco importa escudo ni armadura.


Los nuestros hacia atrás se retrujeron,
De los tiros y golpes impelidos,
Tres veces, y otras tantas revolvieron
De vergonzosa cólera movidos;
Gran pieza á la fortuna resistieron,
Mas va todos andaban mal heridos,
Flacos, sin fuerza, lasos, desangrados
Y de sangre los hierros colorados.


El coraje y la cólera es de suerte
Que va en aumento el daño y la crueza,
Hallan los españoles siempre el fuerte
Más fuerte y en los golpes más dureza;
Sin temor acometen de la muerte,
Pero poco aprovecha esta braveza,
Quel que menos herido y flaco andaba,
Por seis partes la sangre derramaba.


Hasta la gente bárbara se espanta
De ver lo que los nuestros han sufrido
De espesos golpes, flecha y piedra tanta
Que sin cesar sobre ellos ha llovido:
Y cuan determinados y con cuanta
Furia tres veces han acometido;
Desto los enemigos impacientes
Apretaban los puños y los dientes.


Y como tempestad que jamás cesa,
Antes que va en furioso crecimiento,
Cuando la congelada piedra espesa
Hiere los techos y se esfuerza el viento,
Así los duros bárbaros, apriesa,
Movidos de vergüenza y corrimiento,
Con lanzas, dardos, piedras arrojadas,
Baten dargas, rodelas y celadas.


Los cansados cristianos, no pudiendo
Sufrir el gran trabajo incomportable,
Se van forzosamente retrayendo
Del vano intento y plaza inexpugnable;
Y el destrozado campo recogiendo,
Vista su suerte y hado miserable,
Por el mesuro camino que vinieron,
Aunque con menos furia, se volvieron.


Aquella noche, al pié de una montaña
Vinieron á tener su alojamiento,
Segura de enemigos la campaña,
Que ninguno salió en su seguimiento;
Decir prometo la cautela extraña
De Lautaro después, que ahora me siento
Flaco, cansado, ronco; y entre tanto,
Esforzaré la voz al nuevo canto.

Canto XII

Recogido Lautaro en su fuerte, no quiere seguir la vitoria por entretener á los españoles. Pasa ciertas razones con él Marcos Veas, por las cuales Pedro de Villagrán viene á entender el peligroso punto en que estaba, y levantando su campo se retira. Viene el Marqués de Cañete á la ciudad de los Reyes en el Pirú.


Virtud difícil y difícil prueba
Es guardar el secreto peligroso,
Que la dificultad bien claro prueba
Cuanto es sano, seguro y provechoso,
Y el poco fruto y mucho mal que lleva
El vicio inútil del hablar dañoso,
Ejemplo los de Líbico homicidas,
Y otros que les costó el hablar las vidas.


Veránse por los ojos y escrituras
En los presentes tiempos y pasados,
Crüeldades, ruïnas, desventuras,
Infamias, puniciones de pecados,
Grandes yerros en grandes coyunturas,
Pérdidas de personas y de estados,
Todo por no sufrir el indiscreto
La peligrosa carga del secreto.


De los vicios el menos de provecho,
Y por donde más daño á veces viene,
Es el no retener el fácil pecho
El secreto hasta el tiempo que conviene;
Rompe y deshace al fin todo lo hecho,
Quita la fuerza que la industria tiene,
Guerra, furor, discordia, fuego enciende,
Al propio dueño y al amigo vende.


Por esto el sabio hijo de Pillano
La causa á sus soldados encubría
De no dejar salir gente á lo llano,
Siguiendo la vitoria de aquel día;
Y el retirado campo castellano,
Seguro á paso largo por la vía,
Como dije, la furia quebrantada,
Toma de la ciudad la vuelta usada.


Usar Lautaro desta maña, entiendo
Que fuese para algún sagaz intento,
El cual, por conjeturas, comprehendo
Ser de gran importancia y fundamento;
Dejado esto á su tiempo, y revolviendo
A los nuestros, que así del fuerte asiento
Se alejan, á tres leguas otro día
Hicieron alto, asiento y ranchería.


Dos días los españoles estuvieron
Haciendo de los bravos, aguardando,
Pero jamás los bárbaros vinieron,
Ni gente pareció del otro bando:
Al fin dos de los nuestros se atrevieron
A ver el fuerte, y cerca dél llegando,
Oyeron una voz alta del muro
Diciéndoles: «Llegaos, que os doy seguro».


Al uno por su nombre lo llamaba
Con el cierto seguro prometido,
El cual, dejando al otro, se llegaba
Por conocer quien era el atrevido;
Llegado el español junto á la cava,
El de la voz fué luego conocido,
Que era el gallardo hijo de Pillano,
Tratado dél un tiempo como hermano.


Estaba de un lustroso peto armado,
Con sobrevista de oro guarnecida,
En una gruesa pica recostado,
Por el ferrado regatón asida;
El ancho y duro hierro colorado
Y de sangre la media asta teñida,
Puesta de limpio acero una celada
Abierta por mil partes y abollada.


Llegado el español donde podía
Hablarle y entenderle claramente,
El bizarro Lautaro le decía:
«Marcos, de tí me espanto extrañamente
Y de esa tu inorante compañía,
Que sin razón y seso, ciegamente
Penseis así de mi opinión mudarme
Y ser bastantes todos á enojarme.


«¿Qué intento os mueve, ó qué furor insano,
Que así quereis tiranizar la tierra?
¿No veis que todo ahora está en mi mano,
El bien vuestro y el mal, la paz, la guerra?
¿No veis que el nombre y crédito araucano
Los levantados ánimos atierra?
¿Qué sólo el son al mundo pone miedo
Y quebranta las fuerzas y el denuedo?


«En los pueblos no fuistes poderosos
De defender las propias posesiones,
Que es cosa que aún los pájaros medrosos
Hacen rostro en su nido á los leones,
¿Y en los desiertos campos pedregosos
Pensáis de sustentar los pabellones
En tiempo que estais más amedrentados,
Y más vuestros contrarios animados?


«Es, á mi parecer, loca osadía
Querer contra nosotros sustentaros,
Pues ni por arte, maña ni otra vía
Podeis en nuestro daño aprovecharos;
Si lo quereis llevar por valentía,
Baste el presente estrago á escarmentaros,
Que fresca sangre aún vierten las heridas
Y della aquí las yerbas veo teñidas.


«Pues dejar yo jamás de perseguiros,
Según que lo juré, será excusado;
Hasta dentro en España he de seguiros,
Que así lo he prometido al gran Senado;
Mas, si quereis en tiempo reduciros,
Haciendo lo que aquí os será mandado,
Saldré de la promesa y juramento
Y vosotros saldreis de perdimiento.


«Treinta mujeres vírgenes apuestas
Por tal concierto habeis de dar cada año,
Blancas, rubias, hermosas, bien dispuestas,
De quince años á veinte, sin engaño;
Han de ser españolas, y tras éstas,
Treinta capas de verde y fino paño,
Y otras treinta de púrpura, tejidas,
Con fino hilo de oro guarnecidas.


«También doce caballos poderosos
Nuevos y ricamente enjaezados,
Domésticos, ligeros y furiosos,
Debajo de la rienda concertados;
Y seis diestros lebreles, animosos
En la caza, me habeis de dar cebados:
Este sólo tributo estorbaría
Lo que estorbar el mundo no podría».


Atento el castellano lo escuchaba,
Estando de la plática gustoso,
Mas cuando á estas razones allegaba,
No pudo aquí tener ya más reposo;
Así impaciente al bárbaro atajaba,
Diciéndole: «No estés tan orgulloso,
Que las parias que pides, ¡oh Lautaro!,
Te costarán, si esperas, presto caro.


«En pago de tu loco atrevimiento,
Te darán españoles por tributo
Cruda muerte, con áspero tormento,
Y Arauco cubrirán de eterno luto».
Lautaro dijo: «Es eso hablar al viento;
Sobre ello, Marcos, más yo no disputo:
Las armas, no la lengua, han de tratarlo,
Y la fuerza y valor determinarlo.


«Libre puedes decir lo que quisieres,
Como aquel que seguro le está dado,
Que tú después harás lo que pudieres
Y yo podré hacer lo que he jurado;
Tratemos de otras cosas de placeres,
Quede para su tiempo comenzado
Y quiérote mostrar, pues tiempo hallo,
Una lucida escuadra de caballo.


«Que para que no andeis tan al seguro,
Acuerdo de tener también caballos,
Y de imponer mis súbditos procuro
A saberlos tratar y gobernallos».
Esto dijo Lautaro, y, desde el muro
A seis dispuestos mozos, sus vasallos
Mandó que en seis caballos cabalgasen,
Y por delante dél los paseasen.


Por las dos puentes, á la voz caladas
Salieron á caballo seis chilcanos,
Pintadas y anchas dargas embrazadas,
Gruesas lanzas terciadas en las manos;
Vestidas fuertes cotas, y tocadas
Las cabezas al modo de africanos,
Mantos por las caderas derribados,
Los brazos hasta el codo arremangados.


Y con airosa muestra, por delante
Del atento español, dos vueltas dieron;
Pero, ni de su puesto y buen semblante,
Punto que se notase le movieron;
Antes, con muestra y ánimo arrogante,
En alta voz, que todos lo entendieron
(Que el muro estaba ya lleno de gente),
Habló así con Lautaro libremente:


«En vano, ¡oh capitán!, cierto trabaja
Quien pretende con fieros espantarme,
No estimo lo que vees en una paja,
Ni alardes pueden punto amedrentarme;
Y por mostrar si temo la ventaja,
Yo solo con los seis quiero probarme,
Do verás que á seis mil seré bastante,
Vengan luego á la prueba aquí delante».


Lautaro respondió: «Marcos, si mueres
Tanto por nos mostrar tu fuerza y brío,
El mínimo que dellos escogieres
A pie vendrá contigo en desafío:
Del modo y la manera que quisieres,
Elige armas y campo á tu albedrío,
Ora con ellas, ora desarmados,
A puños, coces, uñas y á bocados».


El español le dijo: «Yo te digo
Que mi honor, en tal caso, no consiente
Darles uno por uno su castigo,
Porque jamás se diga entre la gente
Que, cuerpo á cuerpo, bárbaro comigo
En campo osase entrar singularmente;
Por tanto, si no quieres lo que pido,
No quiero yo acetar otro partido».


No vinieron en esto á concertarse,
Después por otras cosas discurrieron;
Pero, llegado el tiempo de apartarse
Del bárbaro, los dos se despidieron;
Vueltos á su camino, oyen llamarse
Y á la voz conocida revolvieron,
Que era el mesmo Lautaro quien llamaba,
Diciendo: «Una razón se me olvidaba.


«Tengo mi gente triste y afligida,
Con gran necesidad de bastimento,
Que me falta del todo la comida
Por orden mala y poco regimiento;
Pues la teneis de sobra recogida,
Haced un liberal repartimiento,
Proveyéndonos della, que, á mi cuenta,
Más la gloria y honor vuestro acrecienta:


«Que en el ínclito estado es uso antiguo,
Y entre buenos soldados ley guardada,
Alimentar la fuerza al enemigo
Para sólo oprimirle por la espada;
Estad, Marcos, atento á lo que digo,
Y entended que será cosa loada
Que digan que las fuerzas sojuzgastes,
Que para mayor triunfo alimentastes.


«Que se llame vitoria yo lo dudo,
Cuando el contrario á tal extremo viene,
Que en aquello que nunca el valor pudo,
La hambre miserable poder tiene;
Y al fuerte brazo indómito y membrudo
Lo debilita, doma y lo detiene;
Y así, por bajo modo y estrecheza,
Viene á parecer fuerte la flaqueza».


Era, señor, su intento que pensase
Ser la necesidad (fingida) cierta,
Para que nuestra gente se animase
De industria abriendo aquella falsa puerta;
Y con esto inducirla á que esperase,
Teniendo así su astucia más cubierta,
Hasta que el fin llegase deseado
Del cauteloso engaño fabricado.


Marcos, de las palabras conmovido,
Le dice: «Yo prometo de intentallo
Por sólo esas razones que has movido,
Y hacer todo el poder en procurallo».
Habiéndose con esto despedido,
Revolviendo las riendas al caballo,
El y su compañero caminaron
Hasta que al español campo llegaron.


De todo al punto Villagra informado
Cuanto á Marcos, Lautaro dicho había,
Sospechoso, confuso y admirado
De ver que bastimentos le pedía;
Era sagaz, celoso y recatado,
Revolviendo la presta fantasía,
Los secretos designios comprehende
Y el peligroso estado y trance entiende.


Y en el presto remedio resoluto,
Cuando el mundo se muestra más escuro,
Sin tocar trompa, del peligro instruto,
Toma el camino á la ciudad seguro,
Maravillado del ardid astuto.
Pero de nuestra gente ahora no curo,
Que quiero antes decir el modo extraño
De la ingeniosa astucia y nuevo engaño.


Aún no era bien la nueva luz llegada,
Cuando luego los bárbaros supieron
La súbita partida y retirada,
Que no con poca muestra lo sintieron;
Viendo claro que al fin de la jornada
Por un espacio breve no pudieron
Hacer en los cristianos tal matanza,
Que nadie dellos más tomara lanza.


Que aquel sitio cercado de montaña,
Ques en un bajo y recogido llano,
De acequias copiosísimas se baña
Por zanjas con industria hechas á mano;
Rotas al nacimiento, la campaña
Se hace en breve un lago y gran pantano;
La tierra es honda, floja, anegadiza,
Hueca, falsa, esponjada y movediza,


Quedaran, si las zanjas se rompieran,
En agua aquellos campos empapados;
Moverse los caballos no pudieran,
En pegajosos lodos atascados;
Adonde, si aguardaran, los cogieran,
Como en liga á los pájaros cebados,
Que ya Lautaro, con despacho presto
Había en ejecución el ardid puesto.


Triste por la partida y con despecho
La fuerza desampara el mismo día,
Y el camino de Arauco más derecho
Marcha con su escuadrón de infantería;
Revuelve y traza en el cuidoso pecho
Diversas cosas, y en ninguna había
El consuelo y disculpa que buscaba,
Y entre sí razonando, sospiraba,


Diciendo: «¿Qué color puede bastarme
Para ser desta culpa reservado?
¿No pretendí yo mucho de encargarme
De cosa que me deja bien cargado?
¿De quién sino de mí puedo quejarme,
Pues todo por mi mano se ha guiado?
¿Soy yo quien prometió en un año solo
De conquistar del uno al otro polo?


«Mientras que yo, con tan lucida gente,
Ver el muro español aún no he podido,
La Luna ya tres veces frente á frente
Ha visto nuestro campo mal regido;
Y el carro de Faetón resplandeciente
Del Escorpio al Acuario ha discurrido,
Y al fin damos la vuelta maltratados
Con pérdida de más de cien soldados.


«Si con morir tuviese confianza
Que una vergüenza tal se colorase,
Haría á mi inútil brazo que esta lanza
El débil corazón me atravesase;
Pero daría de mí mayor venganza
Y gloria al enemigo, si pensase
Que temí más su brazo poderoso
Que el flaco mío, cobarde y temeroso.


«Yo juro al infernal poder eterno,
Si la muerte en un año no me atierra,
De echar de Chile el español gobierno
Y de sangre empapar toda la tierra;
Ni mudanza, calor ni crudo invierno
Podrán romper el hilo de la guerra,
Y dentro del profundo reino escuro
No se verá español de mí segur».


Hizo también solene juramento
De no volver jamás al nido caro,
Ni del agua, del sol, sereno y viento,
Ponerse á la defensa ni al reparo;
Ni de tratar en cosas de contento
Hasta que el mundo entienda de Lautaro
Que cosa no emprendió dificultosa
Sin darla, con valor, salida honrosa.


En esto le parece que aflojaba
La cuerda del dolor, que á veces tanto
Con grave y dura afrenta le apretaba,
Que de perder el seso estuvo á canto;
Así el feroz Lautaro caminaba,
Y, al fin de tres jornadas, entretanto
Quel esperado tiempo se avecina,
Se aloja en una vega á la marina.


Junto adonde con recio movimiento
Baja de un monte Itata caudaloso,
Atravesando aquel umbroso asiento
Con sesgo curso, grave y espacioso;
Los árboles provocan á contento,
El viento sopla allí más amoroso,
Burlando con las tiernas florecillas
Rojas, azules, blancas y amarillas.


Siete leguas de Penco justamente
Es esta deleitosa y fértil tierra,
Abundante, capaz y suficiente
Para poder sufrir gente de guerra;
Tiene cerca á la banda del Oriente
La grande cordillera y alta sierra,
De donde el raudo Itata apresurado
Baja á dar su tributo al mar salado.


Fué un tiempo de españoles; pero había
La prometida fe ya quebrantado,
Viendo que la fortuna parecía
Declarada de parte del Estado,
El cual veinte y dos leguas contenía;
Este era su distrito señalado;
Pero tan grande crédito alcanzaba,
Que toda la nación le respetaba.


Los españoles ánimos briosos
Este los puso humildes por el suelo,
Este los bajos, tristes y medrosos
Hace que se levanten contra el cielo;
Y los extraños pueblos poderosos
De miedo deste viven con recelo;
Los remotos vecinos y extranjeros
Se rinden y someten á sus fueros.


Pues la flor del Estado deseando
Estaba al tardo tiempo en esta vega,
Tardo para quien gusto está esperando,
Que al que no espera bien, bien presto llega,
Pero, el tiempo y sazón apresurando,
A sus valientes bárbaros congrega,
Y antes que se metiesen en la vía,
Estas breves razones les decía:


«Amigos: si entendiese que el deseo
De combatir, sin otro miramiento,
Y la fogosa gana que en vos veo
Fuese de la vitoria el fundamento,
Hágoos saber de mí, que cierto creo
Estar en vuestra mano el vencimiento,
Y un paso atrás volver no me hiciera,
Si el mundo sobre mí todo viniera.


«Mas no es sólo con ánimo adquirida
Una cosa difícil y pesada;
¿Qué aprovecha el esfuerzo sin medida,
Si tenemos la fuerza limitada?
Mas ésta, (aunque con límite) regida
Por industrioso ingenio y gobernada,
De duras y de muy dificultosas
Hace llanas y fáciles las cosas.


«¿Cuántos vemos el crédito perdido
En afrentoso y mísero destierro,
Por sólo haber sin término ofrecido
El pecho osado al enemigo hierro?
Que no es valor, mas antes es tenido
Por loco, temerario y torpe yerro;
Valor es ser al orden obediente,
Y locura sin orden ser valiente.


«Como en este negocio y gran jornada
Con tanto esfuerzo así nos destruimos,
Fué porque no miramos jamás nada,
Sino al ciego apetito á quien seguimos;
Que á no perder, por furia anticipada
El tiempo y coyuntura que tuvimos,
No quedara español ni cosa alguna
A la disposición de la fortuna.


«Si al entrar de la fuerza reportados
Allí algún sufrimiento se tuviera,
Fueran vuestros esfuerzos celebrados,
Pues ningún enemigo se nos fuera;
En la ciudad estaban descuidados,
Con la gente que andaba por de fuera
Hiciéramos un hecho y una suerte
Que no la consumieran tiempo y muerte.


«Pero quiero poneros advertencia
Que habeis por la razón de gobernaros,
Haciendo al movimiento resistencia
Hasta que la sazón venga á llamaros
Y no salirme un punto de obediencia,
Ni á lo que no os mandare adelantaros,
Que en el inobediente y atrevido
Haré ejemplar castigo nunca oído.


«Y, pues volvemos ya donde se muestra
Nuestro poco valor, por mal regidos,
En fe que habeis de ser (alzo la diestra)
En el primer honor restituídos,
O el campo regará la sangre nuestra
Y habemos de quedar en él tendidos
Por pasto de las brutas bestias fieras,
Y de las sucias aves carniceras».


Con esto fué la plática acabada
Y la trompeta á levantar tocando,
Dieron nuevo principio á su jornada
Con la usada presteza caminando;
Yendo así, al descubrir de una ensenada
Por Mataquito á la derecha entrando,
Un bárbaro encontraron por la vía
Que del pueblo les dijo que venía.


Este les afirmó con juramento
Que en Mapocho se sabe su venida,
Ora les dió la nueva della el viento,
Ora de espías solícitas sabida;
También que de copioso bastimento
Estaba la ciudad ya prevenida
Con defensas, reparos, provisiones,
Pertrechos, aparatos, municiones.


Certificado bien Lautaro desto
Muda el primer intento que traía,
Viendo ser temerario presupuesto
Seguirle con tan poca compañía;
Piensa juntar más gentes, y de presto
Un fuerte asiento, que en el valle había
Con ingenio y cuidado diligente
Comienza á reforzarle nuevamente.


Con la priesa que dio, dentro metido,
Y ser dispuesto el sitio y reparado,
Fué en breve aquel lugar fortalecido,
De foso y fuerte muro rodeado;
Gente á la fama desto había acudido
Codiciosa del robo deseado:
Forzoso me es pasar de aquí corriendo,
Que siento en nuestro pueblo un gran estruendo.


Sábese en la ciudad por cosa cierta
Que á toda furia el hijo de Pillano,
Guiando un escuadrón de gente experta,
Viene sobre ella con armada mano;
El súbito temor puso en alerta
Y confusión al pueblo castellano;
Mas la sangre, que el miedo helado había,
De un ardiente coraje se encendía.


A las armas acuden los briosos
Y aquellos que los años agravaban,
Con industrias y avisos provechosos
La tierra y partes flacas reparaban;
Tras esto, treinta mozos animosos
Y un astuto caudillo se aprestaban,
Que con algunos bárbaros amigos
Fuesen á descubrir los enemigos.


Villagra á la sazón no residía
En el pueblo español alborotado,
Que para la Imperial partido había
Por camino de Arauco desviado;
Mas ya con nueva gente revolvía
Y junto de do el bárbaro cercado
De gruesos troncos y fajina estaba,
Sin saberlo una noche se alojaba.


Cuando la alegre y fresca aurora vino,
Y él la nueva jornada comenzaba,
Al calar de una loma, en el camino
Un comarcano bárbaro encontraba;
El cual le dió la nueva del vecino
Campo y razón de cuanto en él pasaba,
Que todo bien el mozo lo sabía,
Como aquel que á robar de allá venía.


Entendió el español del indio cuanto
El bárbaro enemigo determina
Y cómo allega gentes, entre tanto
Que el oportuno tiempo se avecina,
No puso á los cautenes esto espanto
Y más cuando supieron que vecina
Venía también la gente nuestra armada,
Que dellos aún no estaba una jornada.


Villagrán le pregunta si podría
Ganar al araucano la albarrada;
Sonriéndose, el indio respondía
Ser cosa de intentar bien excusada
Por el reparo y sitio que tenía
Y estar por las espaldas abrigada
De una tajada y peñascosa sierra
Que por aquella parte el fuerte cierra.


Díjole Villagrán: «Yo determino
Por esa relación tuya guiarme
Y abrir por la montaña alta el camino,
Que quiero á cualquier cosa aventurarme,
Y si donde está el campo lautarino
En una noche puedes tú llevarme,
Del trabajo serás gratificado
Y al fuego, si me mientes, entregado».


Sin temor dice el bárbaro: «Yo juro
En plenos de una noche de llevarte
Por difícil camino, aunque seguro;
Desta palabra puedes confiarte;
De Lautaro después no te aseguro,
Ni tu gente y amigos serán parte,
A que, si vais allá, no os coja á todos
Y os dé civiles muertes de mil modos».


No le movió el temor que le ponía
A Villagrán el bárbaro guerrero,
Que, visto cuan sin miedo se ofrecía,
Le pareció de trato verdadero;
Y á la gente del pueblo que venía
Despacha un diligente mensajero
Para que con la priesa conveniente
Con él venga á juntarse brevemente.


Pues otro día allí juntos, se dejaron
Ir por do quiso el bárbaro guiallos,
Y en la cerrada noche no cesaron
De afligir con espuelas los caballos;
Después se contará lo que pasaron;
Que cumple por ahora aquí dejallos,
Por decir la venida en esta tierra
De quien dió nuevas fuerzas á la guerra.


Hasta aquí lo que en suma he referido;
Yo no estuve, señor, presente á ello,
Y así, de sospechoso, no he querido
De parciales intérpretes sabello;
De ambas las mismas partes lo he aprendido
Y pongo justamente sólo aquello
En que todos concuerdan y confieren
Y en lo que en general menos difieren.


Pues que en autoridad de lo que digo
Vemos que hay tanta sangre derramada,
Prosiguiendo adelante, yo me obligo,
Que irá la historia más autorizada;
Podré ya discurrir como testigo
Que fuí presente á toda la jornada,
Sin cegarme pasión, de la cual huyo,
Ni quitar á ninguno lo que es suyo.


Pisada en esta tierra no han pisado
Que no haya por mis pies sido medida,
Golpe ni cuchillada no se ha dado
Que no diga de quién es la herida;
De las pocas que di estoy disculpado,
Pues tanto por mirar embebecida
Truje la mente en esto y ocupada,
Que se olvidaba el brazo de la espada.


Si causa me incitó á que yo escribiese
Con mi pobre talento y torpe pluma,
Fué que tanto valor no pereciese,
Ni el tiempo injustamente lo consuma,
Quel mostrarme yo sabio me moviese,
Ninguno que lo fuere lo presuma,
Que, cierto, bien entiendo mi pobreza
Y de las flacas sienes la estrecheza.


De mi poco caudal bastante indicio
Y testimonio aquí patente queda,
Va la verdad desnuda de artificio
Para que más segura pasar pueda;
Pero, si fuera desto lleva vicio,
Pido que por merced se me conceda
Se mire en esta parte el buen intento,
Que es sólo de acertar y dar contento.


Que aunque la barba el rostro no ha ocupado,
Y la pluma á escrebir tanto se atreve,
Que de crédito estoy necesitado,
Pues tan poco á mis años se le debe;
Espero que será, Señor, mirado
El celo justo y causa que me mueve
Y esto y la voluntad se tome en cuenta,
Para que algún error se me consienta.


Quiero dejar á Arauco por un rato,
Que para mi discurso es importante
Lo que forzado aquí del Pirú trato,
Aunque de su comarca es bien distante,
Y para que se entienda más barato
Y con facilidad lo de adelante,
Si Lautaro me deja, diré en breve
La gente que en su daño ahora se mueve.


El Marqués de Cañete era llegado
A la ciudad insigne de los Reyes,
De Carlos Quinto Máximo enviado
A la guarda y reparo de sus leyes;
Éste fué por sus partes señalado
Para virrey, de donde dos virreyes
Por los rebeldes brazos atrevidos
Habían sido á la muerte conducidos.


Oliendo el virrey nuevo las pasiones
Y maldades por uso introducidas,
El ánimo dispuesto á alteraciones
En leal aparencia entretejidas;
Los agravios, insultos y traiciones,
Con tanta desvergüenza cometidas,
Viendo que aún el tirano no hedía,
Que, aunque muerto (de fresco) se bullía,


Entró como sagaz y receloso,
No mostrando el cuchillo y duro hierro,
Que fuera en aquel tiempo peligroso,
Y dar con hierro en un notable yerro;
Mostrándose benigno y amoroso,
Trayéndoles la mano por el cerro,
Hasta tomar el paso á la malicia
Y dar más fuerza y mano á la justicia.


En tanto que las cosas disponía
Para limpiar del todo las maldades
Quitando las justicias, las ponía
De su mano por todas las ciudades;
Estas eran personas, que entendía
Haber en ellas justas calidades,
De Dios, del Rey, del mundo temerosas,
En semejantes cargos provechosas.


Entretenía la gente y sustentaba,
Con són de un general repartimiento,
Y el más culpado más premio esperaba,
Fundado en el pasado regimiento;
El Marqués, entre tanto, se informaba
Llevando deste error diverso intento,
Que no sólo dió pena á los culpados,
Mas renovó los yerros perdonados.


Pues cuando (con el tiempo) ya pensaron
Que estaban sus insultos encubiertos,
En público pregón se renovaron
Y fueron con castigo descubiertos;
Que casi en los más pueblos que pecaron,
Amanecieron en un tiempo muertos
Aquellos que con más poder y mano
Habían seguido el bando del tirano.


No condeno, señor, los que murieron,
Pues fueron perdonados y admitidos
Cuando á vuestro servicio en sazón fueron
Y en importante tiempo reducidos,
Quedando los errores que tuvieron
A vuestra gran clemencia remitidos:
De vos sólo, Señor, es el juzgarlos,
Y el poderlos salvar ó condenarlos.


Dar mi decreto en esto yo no puedo,
Que siempre en casos de honra lo rehúso,
Solo digo el terror y extraño miedo
Que en la gente soberbia el marqués puso
Con el castigo, á la sazón acedo,
Dejando el reino atónito y confuso,
Del temerario hecho tan dudoso
Que aún era imaginarlo peligroso.


A quien hallaba culpa conocida
Del Pirú le destierra en penitencia,
Que es entre ellos la afrenta más sentida
Y que más examina la paciencia;
El justo de ejemplar y llana vida
Temeroso escudriña la conciencia,
Viendo el rigor de la justicia airada
Que ya desenvainado había la espada.


Y algunos capitanes y soldados,
Que con lustre sirvieron en la guerra
Y esperaban de ser gratificados
Conforme á los humores de la tierra,
Recelando tenerlos agraviados,
Del reino en son de presos los destierra,
Remitiendo las pagas á la mano
De rey tan poderoso y soberano.


Esto puso suspensa más la gente,
La causa del destierro no sabiendo,
No entiende si es injusta ó justamente,
Sólo sabe callar y estar tremiendo;
Teme la furia y el rigor presente,
Y á inquirir la razón no se atreviendo,
Tiende á cualquier rumor atento oido,
Mas no puede sentir más del ruïdo.


Temor, silencio y confusión andaba,
Atónita la gente discurría,
Nadie la oculta causa preguntaba,
Que aún preguntar error le parecía;
Por saber, uno á otro se miraba
Y el más sabio los hombros encogía,
Temiendo el golpe del furor presente
Movido al parecer por accidente.


Fué hecho tan sagaz, grande y osado,
Que pocos con razón le van delante,
Asaz en estos tiempos celebrado,
Y á los ánimos sueltos importante;
Por él quedó el Pirú atemorizado,
Temerario, rebelde y arrogante,
Y á la justicia el paso más seguro
Con mayor esperanza en lo futuro.


Así enfrenó el Perú con un bocado
Que no le romperá jamás la rienda,
Haciendo al ambicioso y alterado
Contentarse con sola su hacienda;
Y el bullicio y deseo desordenado
Le redujo á quietud y nueva emienda:
Que poco lo mal puesto permanece,
Como por la experiencia al fin parece.


Quien antes no pensaba estar contento
Con veinte ó treinta mil pesos de renta,
Enfrena de tal suerte el pensamiento,
Que sólo con la vida se contenta;
Después hizo el Marqués repartimiento
Entre los beneméritos de cuenta,
Para esforzar los ánimos caídos
Y dar mayor tormento á los perdidos.


Con ejemplos así y acaecimientos,
¿Cómo vemos que tantos van errados,
Que sobre arena y frágiles cimientos
Fabrican edificios levantados?
Bien se muestran sus flacos fundamentos;
Pues por tierra tan presto derribados
Con afrentoso nombre y voz los vemos,
Huyendo su infición cuanto podemos.


¡Oh vano error! ¡oh necio desconcierto,
Del torpe que con ánimo inorante
No mira en el peligro y paso incierto,
Las pisadas de aquel que va delante,
Teniendo, á costa ajena, ejemplo cierto,
Que el brazo del amigo más constante
Ha de esparcir su sangre en su disculpa,
Lavando allí la espada de la culpa!


Quiero que esté algún tiempo falsamente
Sobre traidores hombros sostenido,
Que el viento que se mueva de repente
Le aflige, altera y turba aquel ruïdo;
¡Pues qué cuando la voz del rey se siente!,
No hay són tan duro y áspero al oído,
Que tiene sólo el nombre fuerza tanta,
Que los huesos le oprime y le quebranta.


Que le asome fortuna algún contento,
¡Con cuántos sinsabores va mezclado
Aquel recelo, aquel desabrimiento,
Aquel triste vivir tan recatado!
Traga el duro morir cada momento,
Témese del que está más confiado,
Que la vida, antes libre y amparada,
Está sujeta ya á cualquiera espada.


Negando al rey la deuda y obediencia,
Se somete al más mínimo soldado,
Poniendo en contentarle diligencia,
Con gran miedo y solícito cuidado;
Y aquellos más amigos en presencia
Las lanzas le enderezan al costado,
Y sobre la cabeza aparejadas
Le están amenazando mil espadas.


Cualquier rumor, cualquiera voz le espanta,
Cualquier secreto piensa ques negarle,
Si el brazo mueve alguno y lo levanta
Piensa el triste que fué para matarle;
La soga arrastra, el lazo á la garganta,
¿Qué confianza puede asegurarle?
Pues mal el que negar al rey procura,
Tendrá con un tirano fe segura.


Si no bastare verlos acabados
Tan presto, y que ninguno permanece,
Y los rollos y términos poblados
De quien tan justamente lo merece,
Bandos, casas, linajes estragados,
Con nombre que los mancha y escurece;
Baste la obligación con que nacemos
Que á nuestro rey y príncipe tenemos.


De un paso en otro paso voy saliendo
Del discurso y materia que seguía;
Pero aunque vaya ciego discurriendo
Por caminos más ásperos sin guía,
Del encendido Marte el son horrendo
Me hará que atine á la derecha vía;
Y así, seguro desto y confiado,
Me atrevo á reposar, que estoy cansado.

Canto XIII

Hecho el Marqués de Cañete el castigo en el Pirú, llegan mensajeros de Chile á pedirle socorro: el cual, vista ser su demanda importante y justa, se le envía grande por mar y por tierra. También contiene al cabo este canto cómo Francisco de Villagrán, guiado por un indio, viene sobre Lautaro.


Dichoso con razón puede llamarse
Aquel que en los peligros arrojado
Dellos sabe salir sin ensuciarse
Y libre de poder ser imputado;
Pero quien destos puede desviarse
Le tengo por más bienaventurado;
Aunque el peligro afina lo perfeto,
Aquel que dél se aparta es el discreto:


Que muchas veces da la fantasía
En cosas que seguro nos promete,
Y un ánimo á salir con ellas cría
Que con temeridad las acomete;
Después en el peligro desvaría,
Y no acierta á salir de á do se mete;
Que la señora al siervo sometida,
Pierde la fuerza y tino á la salida.


vereis en el Pirú que han procurado
Levantar el tirano y ayudarle,
Para sólo mostrar, después de alzado
La traidora lealtad en derribarle
Y con designio y ánimo dañado
Le dan fuerza, y después viene á matarle
La espada infiel, de la maldad autora,
Al rey y amigos, pérfida y traidora.


Fraguan la guerra, atizan disensiones
En hábito leal, aunque engañoso,
Pensando de subir más escalones
Por un áspero atajo y tropezoso;
Al cabo las malvadas intenciones
Vienen á fin tan malo y afrentoso,
Como vereis, si bien miráis la guerra
Civil y alteraciones desta tierra.


Deshechos, pues, del todo los ñublados
Por el audaz Marqués y su prudencia,
Curando con rigor los alterados,
Como quien entendió bien la dolencia,
En nombre de su rey, á otros tocados
De aquel olor, descubre la clemencia,
Que hasta allí del rigor cubierta estaba
Con general perdón que los lavaba.


No el atrevido caso y espantoso,
En el Pirú jamás acontecido,
Ni el ejemplar castigo riguroso
Que amansó el fiero pueblo embravecido,
Fué en tal tiempo bastante y poderoso
De ensordecer el bárbaro ruïdo
Y la voz araucana y clara fama
Que en aquellas provincias se derrama.


Nuevas por mar y tierra eran llegadas
Del daño y perdición de nuestra gente,
Por las vitorias grandes y jornadas
Del araucano bárbaro potente;
Pidiendo las ciudades apretadas
Presuroso socorro y suficiente,
Haciendo relación de cómo estaban
Y de todas las cosas que pasaban.


Jerónimo Alderete, Adelantado,
A quien era el gobierno cometido,
Hombre en estas provincias señalado
Y en gran figura y crédito tenido;
Donde como animoso y buen soldado,
Había grandes trabajos padecido;
No pongo su proceso en esta historia,
Que dél la general hará memoria.


Presente no se halla á tanta guerra
Y á tales desventuras y contrastes;
Mas con vos, gran Felipe, en Inglaterra,
Cuando la Fe de nuevo allí plantastes,
Allí le distes cargo desta tierra,
De allí con gran favor le despachantes;
Pero cortóle el áspero Destino
El hilo de la vida en el camino.


Fué su llorada muerte asaz sentida,
Y más el sentimiento acrecentaba
Ver el gobierno y tierra tan perdida,
Que cada uno por sí se gobernaba;
Andaba la discordia ya encendida,
La ambición del mandar se desmandaba:
Al fin, es imposible que acaezca
Que un cuerpo sin cabeza permanezca.


Aquellos que de Chile habían venido
A pedir el socorro necesario,
Viendo á su Adelantado fallecido,
Y todo á su propósito contrario,
Con un semblante triste y afligido,
De parecer de todos voluntario,
Piden á don Hurtado que se vea
Y de remedio presto los provea.


Diciendo: «Varón claro y excelente,
Nuestra necesidad te es manifiesta
Y la fuerza del bárbaro potente
Que tiene á Chile en tanto estrecho puesta;
El más fuerte remedio es llevar gente,
Esta ya puedes ver cuán cara cuesta;
De parte de tu Rey te requerimos
Nos concedas aquí lo que pedimos.


«A tu hijo ¡oh marqués!, te demandamos,
En quien tanta virtud y gracia cabe,
Porque con su persona confiamos
Que nuestra desventura y mal se acabe;
De sus partes, Señor, nos contentamos,
Pues que por natural cosa se sabe
(Y aún acá en el común es habla vieja)
Que nunca del león nació la oveja.


«Y pues hay tanta falta de guerreros,
Haciendo esta jornada don García,
Se moverá el común y caballeros,
Alegres de llevar tan buena guía;
Y lo que no podrán muchos dineros,
Podrá el amor y buena compañía,
O la vergüenza y miedo de enojarte,
O su propio interés en agradarte».


El Marqués de Cañete, respondiendo
A la justa demanda alegremente,
Vino en ella de grado, conociendo
Ser cosa necesaria y conveniente:
Y el hijo, hacienda y deudos ofreciendo,
Al punto derramó en toda la gente
Gran gana de pasar aquella tierra,
A ejercitar las armas en tal guerra.


Uno se ofrece allí, y otro se ofrece;
Así gran gente en número se mueve
Y aquel que no lo hace, le parece
Que falta y no responde á lo que debe;
Hasta en cansados viejos reverdece
El ardor juvenil, y se remueve
El flaco humor y sangre casi helada
Con el alegre son desta jornada.


¡Oh valientes soldados araucanos!,
Las armas prevenid y corazones,
Y el usado valor de vuestras manos,
Temido en las antárticas regiones,
Que gran copia de jóvenes lozanos
Descoge en vuestro daño sus pendones,
Pensando entrar por toda vuestra tierra
Haciendo fiero estrago y cruda guerra.


No con los hierros botos y mohosos
De los que las paredes hermosean,
Ni brazos del torpe ocio perezosos,
Que con gran pesadumbre se rodean,
Ni los ánimos hechos á reposos,
Que cualquiera mudanza en que se vean
Los altera, los turba y entorpece
Y el desusado son los desvanece.


Mas hierros templadísimos y agudos,
En sangre de tiranos afilados,
Fuertes brazos, robustos y membrudos,
En dar golpes de muerte ejercitados;
Animos libres, de temor desnudos,
En los peligros siempre habituados,
Que el son horrendo, que á otros atormenta
Los alegra, despierta y alimenta.


Cosas destas yo pienso que ninguna
Os puede derribar de vuestro estado;
Mas tiéneme dudoso sola una,
Que nadie della ha sido reservado;
Esta es la usada vuelta de Fortuna
Que siempre alegre rostro os ha mostrado,
Y es inconstante, falsa y variable,
En el mal firme, y en el bien mudable.


Que si la guerra el español procura
Haciendo de su espada ufana muestra,
Querriale preguntar, si por ventura,
Corta por más lugares que la vuestra;
Si la fuerza del brazo le asegura
Del poder vuestro y vencedora diestra,
Verá, si mira bien en lo pasado,
El campo de sus huesos ocupado.


No sé; pero soberbio y encendido
En bélico furor el pueblo veo,
Y al más triste español apercebido
De armas, rico aparato y buen deseo.
¡Oh Arauco!, yo te juzgo por perdido;
Si las obras igualan al arreo
Y no tiempla el camino esta braveza,
¡Ay de tu presunción y fortaleza!


Del apartado Quito se movieron
Gentes para hallarse en esta guerra;
De Loja, Piura, de Jaén salieron,
De Trujillo, de Guánuco y su tierra;
De Guamanga, Arequipa concurrieron
Gran copia, y de los pueblos de la sierra
La Paz, Cuzco y los Charcas bien armados,
Bajaron muchos pláticos soldados.


Treme la tierra, brama el mar hinchado
Del estruendo, tumultos y rumores,
Que suenan por el aire alborotado
De pífaros, trompetas y atambores
Contra el rebelde pueblo libertado,
Amenazando ya sus defensores
Con gruesa y reforzada artillería,
Que dentro del Estado el son se oía.


De aparatos, jaeces, guarniciones,
Los gallardos soldados se arreaban,
Sobrevistas y galas, invenciones
Nuevas y costosísimas sacaban;
Estandartes, enseñas y pendones
Al viento en cada calle tremolaban:
Vieran sastres y obreros ocupados
En hechuras, recamos y bordados.


Con el concurso y junta de guerreros,
El grande estruendo y trápala crecía,
Y los prestos martillos de herreros
Formaban dura y áspera armonía:
El rumor de solícitos armeros,
Todo el ancho contorno ensordecía;
Los celosos caballos, de lozanos,
Relinchando triscaban con las manos.


Andaba así la gente embarazada
Con el nuevo bullicio de la guerra;
Mas ya de lo importante aparejada,
Un caudillo salió luego por tierra;
Llevando copia della encomendada
Atravesó á Atacama y la alta sierra,
Con la desierta costa y despoblados,
De osamenta de bárbaros sembrados.


La gente principal, todo aprestado,
Y reliquias del campo que quedaban,
Para romper el mar alborotado,
Otra cosa que tiempo no aguardaban;
Mas viendo el cielo ya desocupado
Y que las bravas olas aplacaban,
Con ordenada muestra y rico alarde,
Salieron de Los Reyes una tarde.


Yo con ellos también, que en el servicio
Vuestro empecé y acabaré la vida,
Que, estando en Inglaterra en el oficio,
Que aún la espada no me era permitida,
Llegó allí la maldad en deservicio
Vuestro, por los de Arauco cometida,
Y la gran desvergüenza de la gente
A la Real Corona inobediente.


Y con vuestra licencia, en compañía
Del nuevo capitán y adelantado,
Caminé desde Londres, hasta el día
Que le dejé en Taboga sepultado;
De donde, con trabajos y porfía,
De la fortuna y vientos arrojado,
Llegué á tiempo que pude juntamente
Salir con tan lucida y buena gente.


Otro escuadrón de amigos se me olvida,
No menos que nosotros necesarios,
Gente templada, mansa y recogida,
De frailes, provisores, comisarios,
Teólogos de honesta y santa vida,
Franciscos, dominicos, mercenarios,
Para evitar insultos de la guerra,
Usados más allí que en otra tierra.


De varias profesiones y colores
Sale de Lima una lucida banda,
Y en el puerto tendidas por las flores,
Estaban mesas llenas de vianda,
Con vinos de odoríferos sabores,
Donde luego por una y otra banda,
Sobre la verde yerba reclinados,
Gustamos los manjares delicados.


Alegres los estómagos, contentos,
Fuimos á la marina conducidos,
A do de verdes ramos y ornamentos
Estaban los bateles prevenidos
Y al són de varios y altos instrumentos,
De los caros amigos despedidos,
En los ligeros barcos nos metemos,
Dando á un tiempo con fuerza al mar los remos.


Los bateles de tierra se alargaban,
Dejando con penosa envidia aquellos
Que en la arenosa playa se quedaban,
Sin apartar los ojos jamás dellos;
Sobre diez galeones arribaban
Los prestos barcos y, saltando en ellos,
Tiempo los marineros no perdieron,
Que las velas al viento descogieron.


De estandartes, banderas, gallardetes
Estaban las diez navees adornadas;
Hiriendo el fresco viento en los trinquetes,
Comienzan á moverse sosegadas;
Suenan cañones, sacres, falconetes,
Y al doblar de la isleta, embarazadas,
Del Austro cargan á babor la escota,
Tomando al Sudoeste la derrota.


Las naos por el contrario mar rompiendo,
La blanca espuma en torno levantaban,
Y á la furia del Austro resistiendo,
Por fuerza, á su pesar, tierra ganaban;
Pero sobre el Garbino revolviendo,
De la gran cordillera se apartaban,
Y de sola una vuelta que viraron
El Guarco al les-nordeste se hallaron.


Mas presto por la popa el Guarco vimos,
Con Chincha de otro bordo emparejando;
En alta mar tras éstos nos metimos
Sobre la Nasca fértil arribando;
Y al esforzado Noto resistimos
Su furia y bravas olas contrastando,
No bastando los recios movimientos
De dos tan poderosos elementos.


Que haya en Pirú, no es caso soberano,
Tanta mudanza en tres leguas de tierra,
Que cuando es en los llanos el verano
Los montes el lluvioso invierno cierra.
Y cuando espesa niebla cubre el llano
En descubierto hiere el Sol la sierra,
Y por esta razón van más crecientes
En el verano abajo las vertientes.


De los vientos, el Austro es el que manda,
Que deshace los húmidos ñublados,
Y por todo aquel mar discurre y anda,
Del cual son para siempre desterrados;
Los otros vientos reinan á la banda
De Atacama, y allí son libertados,
Que bajar al Pirú ninguno puede,
Ni por natural orden se concede.


Pues las naves, del Austro combatidas,
Las espumosas olas van cortando,
Quede valientes soplos impelidas
Rompen la furia en ellas, azotando
Las levantadas proas guarnecidas
De planchas de metal… Pero, mirando
Al español del bárbaro vecino,
Habré de andar más presto este camino.


Correré á Villagrán, el cual por tierra
También en su jornada se apresura,
Atravesando la fragosa sierra
Que iguala con las nubes su estatura;
Diré lo que sucede en esta guerra
Y qué rostro le muestra la ventura;
Mas, porque todo venga á ser más claro,
Quiero tratar un poco de Lautaro,


Que estaba con su escuadra de guerreros
En el sitio que dijo recogido,
Y de foso, fajina y de maderos
Le había en breve sazón fortalecido;
Tenía dentro soldados forasteros
Que á fama de la guerra habían venido,
Reparos, bastimentos y otras cosas
Para el lugar y tiempo provechosas.


Sola una senda este lugar tenía
De alertas centinelas ocupada,
Otra ni rastro alguno no lo había,
Por ser casi la tierra despoblada;
Aquella noche el bárbaro dormía
Con la bella Guacolda enamorada,
A quien él de encendido amor amaba,
Y ella por él no menos se abrasaba.


Estaba el araucano despojado
Del vestido de Marte embarazoso,
Que aquella noche sola el duro hado
Le dió aparejo y gana de reposo;
Los ojos le cerró un sueño pesado,
Del cual luego despierta congojoso,
Y la bella Guacolda sin aliento,
La causa le pregunta y sentimiento.


Lautaro le responde: «Arraiga mía,
Sabrás que yo soñaba en este instante
Que un soberbio español se me ponía
Con muestra ferocísima delante;
Y con violenta mano me oprimía
La fuerza y corazón, sin ser bastante
De poderme valer, y, en aquel punto,
Me despertó la rabia y pena junto».


Ella, en esto, soltó la voz turbada,
Diciendo: «¡Ay, que he soñado también cuanto
De mi dicha temí, y es ya llegada
La fin tuya y principio de mi llanto!
Mas no podré ya ser tan desdichada,
Ni Fortuna comigo podrá tanto,
Que no corte y ataje con la muerte
El áspero camino de mi suerte.


«Trabajó por mostrárseme terrible
Y del tálamo alegre derribarme,
Que, si revuelve y hace lo posible,
De tí no es poderosa de apartarme;
Aunque el golpe que espero es insufrible,
Podré con otro luego remediarme,
Que no caerá tu cuerpo en tierra frío
Cuando estará en el suelo muerto el mío».


El hijo de Pillán con lazo estrecho
Los brazos por el cuello le ceñía,
De lágrimas bañando el blanco pecho,
En nuevo amor ardiendo respondía:
«No lo tengáis, señora, por tan hecho,
Ni turbéis con agüeros mi alegría
Y aquel gozoso estado en que me veo,
Pues libre en estos brazos os poseo.


«Siento el veros así imaginativa,
No porque yo me juzgue peligroso;
Mas la llaga de amor está tan viva,
Que estoy de lo imposible receloso;
Si vos quereis, señora, que yo viva,
¿Quién á darme la muerte es poderoso?
Mi vida está sujeta á vuestras manos
Y no á todo el poder de los humanos.


«¿Quién el pueblo araucano ha restaurado
En su reputación que se perdía,
Pues el soberbio cuello no domado
Ya doméstico al yugo sometía?
Yo soy quien de los hombros le ha quitado
El español dominio y tiranía;
Mi nombre basta solo en esta tierra,
Sin levantar espada, á hacer la guerra.


«Cuanto más que, teniéndoos á mi lado,
No tengo que temer ni daño espero;
No os dé un sueño, señora, tal cuidado,
Pues no os lo puede dar lo verdadero;
Que ya á poner estoy acostumbrado
Mi fortuna á mayor despeñadero,
En más peligros que este me he metido
Y dellos con honor siempre he salido».


Ella, menos segura y más llorosa,
Del cuello de Lautaro se colgaba,
Y con piadosos ojos, lastimosa,
Boca con boca, así le conjuraba:
«Si aquella voluntad pura, amorosa,
Que libre os di cuando más libre estaba,
Y dello el alto cielo es buen testigo,
Algo puede, señor y dulce amigo.


«Por ella os juro y por aquel tormento
Que sentí cuando vos de mí os partistes,
Y por la fe, si no la llevó el viento,
Que allí con tantas lágrimas me distes,
Que á lo menos me deis este contento,
Si alguna vez de mí ya lo tuvistes,
Y es, que os vistáis las armas prestamente
Y al muro asista en orden vuestra gente».


El bárbaro responde: «Harto claro
Mi poca estimación por vos se muestra.
¿En tan flaca opinión está Lautaro,
Y en tan poco teneis la fuerte diestra
Que, por la redención del pueblo caro,
Ha dado ya de sí bastante muestra?
¡Buen crédito con vos tengo, por cierto,
Pues me lloráis de miedo ya por muerto!».


«¡Ay de mí! Que de vos yo satisfecha
(Dice Guacolda) estoy, mas no segura;
¿Ser vuestro brazo fuerte qué aprovecha,
Si es más fuerte y mayor mi desventura?
Mas ya que salga cierta mi sospecha,
El mismo amor que os tengo me asegura
Que la espada que hará el apartamiento,
Hará que vaya en vuestro seguimiento.


«Pues ya el preciso hado y dura suerte
Me amenazan con áspera caída,
Y forzoso he de ver un mal tan fuerte,
Un mal como es de vos verme partida;
Dejadme llorar antes de mi muerte
Esto poco que queda de mi vida,
Que quien no siente el mal, es argumento
Que tuvo con el bien poco contento».


Tras esto tantas lágrimas vertía,
Que mueve á compasión el contemplalla,
Y así el tierno Lautaro no podía
Dejar en tal sazón de acompañalla.
Pero ya la turbada pluma mía,
Que en las cosas de amor nueva se halla,
Confusa, tarda y con temor se mueve
Y á pasar adelante no se atreve.

Canto XIV

Llega Francisco de Villagra de noche sobre el fuerte de los enemigos sin ser dellos sentido: da al amanecer súbito en ellos y á la primera refriega muere Lautaro. Trábase la batalla con harta sangre de una parte y de otra.


¿Cuál será aquella lengua desmandada
Que á ofender las mujeres ya se atreva,
Pues vemos que es pasión averiguada
La que á bajeza tal y error las lleva,
Si una bárbara moza no obligada
Hace de puro amor tan alta prueba,
Con razones y lágrimas salidas
De las vivas entrañas encendidas?


Que ni la confianza, ni el seguro,
De su amigo le daba algún consuelo,
Ni el fuerte sitio, ni el fosado muro
Le basta asegurar de su recelo;
Que el gran temor nacido de amor puro
Todo lo allana y pone por el suelo;
Sólo halla el reparo de su suerte
En el mismo peligro de la muerte.


Así los dos unidos corazones,
Conformes en amor, desconformaban,
Y dando dello allí demostraciones,
Más el dulce veeneno alimentaban;
Los soldados en torno los tizones,
Ya de parlar cansados reposaban,
Teniendo centinelas, como digo,
Y el cerro á las espaldas por abrigo.


Villagrán, con silencio y paso presto,
Había el áspero monte atravesado,
No sin grave trabajo, que sin esto
Hacer mucha labor es excusado;
Llegado junto al fuerte, en un buen puesto,
Viendo que el cielo estaba aún estrellado,
Paró, esperando el claro y nuevo día,
Que ya por el Oriente descubría.


De ninguno fué visto ni sentido:
La causa era la noche ser escura
Y haber las centinelas desmentido
Por parte descuidada por segura;
Caballo no relincha, ni hay ruïdo,
Que está ya de su parte la ventura;
Esta hace las bestias avisadas
Y á las personas bestias descuidadas.


Cuando ya las tinieblas y aire escuro
Con la esperada luz se adelgazaban,
Las centinelas puestas por el muro
Al nuevo día de lejos saludaban;
Y, pensando tener campo seguro,
También á descansar se retiraban,
Quedando mudo el fuerte, y los soldados
En vino y dulce sueño sepultados.


Era llegada al mundo aquella hora
Que la escura tiniebla, no pudiendo
Sufrir la clara vista de la Aurora,
Se va en el Ocidente retrayendo;
Cuando la mustia Clicie se mejora,
El rostro al rojo Oriente revolviendo,
Mirando tras las sombras ir la estrella
Y al rubio Apolo Délfico tras ella.


El español, que ve tiempo oportuno,
Se acerca poco á poco más al fuerte,
Sin estorbo de bárbaro ninguno,
Que sordos los tenía su triste suerte;
Bien descuidado duerme cada uno
De la cercana inexorable muerte:
Cierta señal, que cerca della estamos
Cuando, más apartados nos juzgamos,


No esperaron los nuestros más, que en viendo
Ser ya tiempo de darles el asalto,
De súbito levantan un estruendo
Con soberbio alarido horrendo y alto;
Y, en tropel ordenado arremetiendo,
Al fuerte van á dar de sobresalto;
Al fuerte más de sueño bastecido
Que al presente peligro apercebido.


Como los malhechores que en su oficio
Jamás pueden hallar parte segura
Por ser la condición propia del vicio
Temer cualquier fortuna y desventura;
Que no sienten tan presto algún bullicio
Cuando el castigo y mal se les figura,
Y corren á las armas y defensa,
Según que cada cual valerse piensa.


Así, medio dormidos y despiertos,
Saltan los araucanos alterados,
Y del peligro y sobresalto ciertos,
Baten toldos y ranchos levantados;
Por verse de corazas descubiertos,
No dejan de mostrar pechos airados;
Mas, con presteza y ánimo seguro,
Acuden al reparo de su muro.


Sacudiendo el pesado y torpe sueño,
Y cobrando la furia acostumbrada,
Quién el arco arrebata, quién un leño,
Quién del fuego un tizón, y quién la espada;
Quién aguija al bastón de ajeno dueño,
Quién por salir más presto va sin nada,
Pensando averiguarlo desarmados,
Si no pueden á puños, á bocados.


Lautaro, á la sazón, según se entiende,
Con la gentil Guacolda razonaba,
Asegúrala, esfuerza y reprehende
De la desconfianza que mostraba;
Ella razón no admite y más se ofende,
Que aquello mayor pena le causaba,
Rompiendo el tierno punto en sus amores
El duro son de trompas y atambores.


Mas no salta con tanta ligereza
El mísero avariento enriquecido,
Que siempre está pensando en su riqueza,
Si siente de ladrón algún ruïdo;
Ni madre así acudió con tal presteza
Al grito de su hijo muy querido,
Temiéndole de alguna bestia fiera,
Como Lautaro al son y voz primera.


Revuelto el manto al brazo, en el instante,
Con un desnudo estoque, y él desnudo
Corre á la puerta el bárbaro arrogante,
Que armarse así tan súbito no pudo.
¡Oh pérfida fortuna!, ¡oh inconstante!,
Cómo llevas tu fin por punto crudo,
Que el bien de tantos años en un punto
De un golpe lo arrebatas todo junto.


Cuatrocientos amigos comarcanos
Por un lado la fuerza acometieron,
Que en ayuda y favor de los cristianos
Con sus pintados arcos acudieron,
Que, con extrema fuerza y prestas manos,
Gran número de tiros despidieron;
Del toldo el hijo de Pillán salía,
Y una flecha á buscarle que venía.


Por el siniestro lado (¡oh dura suerte!),
Rompe la cruda punta, y tan derecho,
Que pasa el corazón más bravo y fuerte
Que jamás se encerró en humano pecho;
De tal tiro quedó ufana la muerte,
Viendo de un sólo golpe tan gran hecho,
Y, usurpando la gloria al homicida
Se atribuye á la muerte esta herida.


Tanto rigor la aguda flecha trujo,
Que al bárbaro tendió sobre la arena,
Abriendo puerta á un abundante flujo
De negra sangre por copiosa vena;
Del rostro la color se le retrujo,
Los ojos tuerce y, con rabiosa pena,
La alma, del mortal cuerpo desatada
Bajó furiosa á la infernal morada.


Ganan los nuestros foso y baluarte,
Que nadie los impide ni embaraza,
Y así por veinte lados la más parte
Pisaba de la fuerza ya la plaza;
Los bárbaros, con ánimo y sin arte,
Sin celada, ni escudo, y sin coraza,
Comienzan la batalla peligrosa,
Cruda, fiera, reñida y sanguinosa.


En oyendo los indios extranjeros
Que con Lautaro estaban recogidos
El súbito rumor, salen ligeros
Del miedo y sobresalto apercebidos;
Mas, sintiendo los golpes carniceros,
El ánimo turbado y los sentidos
Con atentas orejas acechaban
A dónde con menor rigor sonaban.


Como tímidos gamos que el ruïdo
Sienten del cazador, y atentamente
Altos los cuellos, tienden el oído
Hacia la parte que el rumor se siente,
Y el balar de la gama conocido,
Que apedazan los perros, y la gente,
Con furioso tropel toman la vía,
Que más de aquel peligro se desvía.


La baja y vil canalla, acostumbrada
A rendirse al temor de aquella suerte
Por ciega senda, inculta y desusada,
Rompe el camino y desampara el fuerte,
Acá y allá corriendo derramada,
Y era tan grande el miedo de la muerte,
Que al más valiente y bravo se le antoja
Ver un fiero español tras cada hoja.


Pero aquellos que nunca el miedo pudo
Hacerlos con peligros de su bando,
Poniendo osado pecho por escudo,
Están la antigua riña averiguando;
La desnuda cabeza del agudo
Cuchillo no se ve estar rehusando,
Ni rehúsa la espada la siniestra
Ejercitando el uso de la diestra.


Que el joven Corpillán no desmayado,
Porque su espada y mano vino á tierra,
Antes en ira súbita abrasado
Contra la parte del contrario cierra;
Y habiendo la espada recobrado,
La diestra, que aún bullendo el puño afierra,
Lejos con gran desdén y furia lanza,
Ofreciendo la izquierda á la venganza.


Flaqueza en Millapol no fué sentida,
Viéndose atravesado por la ijada
Y la cabeza de un revés hendida,
Ni por pasalle el pecho una lanzada;
Que de espumosa sangre á la salida
Vino la media lanza acompañada,
Dejando aquel lugar della vacío,
Aunque lleno de rabia y nuevo brío.


Que á dos manos la maza aprieta fuerte,
Y con furia mayor la gobernaba,
Bien se puede llamar de triste suerte
Aquel que el fiero bárbaro alcanzaba;
Con la rabia postrera de la muerte
Una vez el ferrado leño alzaba;
Mas faltóle la vida en aquel punto,
Cayendo cuerpo y maza todo junto.


Aunque la muerte en medio del camino
Le quebrantó el furor con que venía,
Un valiente español á tierra vino
Del peso y movimiento que traía;
Mas luego, puesto en pie, con desatino,
Hacia el lugar del dañador volvía,
Y viendo el cuerpo muerto dar en tierra,
Pensando que era vivo, con él cierra.


Y encima del cadáver arrojado,
Dudar la muerte al muerto deseoso,
Recio por uno y por el otro lado
Hiere y ofende el cuerpo sanguinoso,
Hasta tanto que, ya desalentado
Se firma recatado y sospechoso
Y vió aquel que aferrado así tenía
Vueltos los ojos y la cara fría.


Traía la espada en esto Diego Cano
Tinta de sangre, y con Picol se junta,
Haciendo atrás la rigurosa mano
El pecho le barrena de una punta;
Turbado de la muerte el araucano,
Cayó en tierra, la cara ya difunta,
Bascoso, revolviéndose en el lodo,
Hasta que la alma despidió del todo.


De dos golpes Hernando de Alvarado
Dio con el suelto Talco en tierra muerto;
Pero fué mal herido por un lado
Del gallardo Guacoldo en descubierto;
Estuvo el español algo atronado,
Mas del atronamiento ya despierto,
Corriendo al fuerte bárbaro derecho,
La espada le escondió dentro del pecho.


El viejo Villagrán con la sangrienta
Espada por los bárbaros rompiendo,
Mata, hiere, tropella y atormenta,
A tiempo á todas partes revolviendo;
Un golpe á Nico en la cabeza asienta,
El cual los turbios ojos revolviendo
A tierra vino muerto; y de otro á Polo
Le deja con el brazo izquierdo sólo.


Usadas las espadas, al acero,
Topando la desnuda carne blanda,
Ayudadas de un ímpetu ligero,
Dan con piernas y brazos á la banda;
No rehusa el segundo ser primero,
Antes todos, siguiendo una demanda,
Como olas que creciendo van, crecían
Y á la muerte animosos se ofrecían.


La gente una con otra así se cierra,
Que aún no daban lugar á las espadas,
Apenas los mortales van á tierra
Cuando estaban sus plazas ocupadas;
Unos por cima de otros se dan guerra,
Enhiestas las personas y empinadas
Y de modo á las veces se apretaban
Que á meter por la espada se ayudaban.


Las armas con tal rabia y fuerza esgrimen
Que los más de los golpes son mortales,
Y los que no lo son, así se imprimen,
Que dejan para siempre las señales;
Todos al descargar los brazos gimen;
Mas salen los efetos desiguales,
Que los unos topaban duro acero,
Los otros el desnudo y blando cuero.


Como parten la carne en los tajones
Con los corvos cuchillos carniceros
Y cual de fuerte hierro los planchones
Baten en dura yunque los herreros,
Así, es la diferencia de los sones
Que forman con sus golpes los guerreros,
Quién la carne y los huesos quebrantando,
Quién templados arneses abollando.


Pues Juan de Villagrán firme en la silla,
Contra Guarcondo á toda furia parte;
Y la lanza le echó por la tetilla
Con una braza de asta á la otra parte;
El bárbaro, la cara ya amarilla,
Se arrima desmayado al baluarte;
Dando en el suelo súbita caída,
El alma gomitó por la herida.


Pero Rengo, su hermano, que en el suelo
El cuerpo vió caer descolorido,
Cuajósele la sangre, y hecho un hielo,
Del súbito dolor perdió el sentido;
Mas, vuelto en sí, se vuelve contra el cielo,
Blasfemando el soberbio y descreído
Y el ñudoso bastón alzando en alto,
A Juan de Villagrán llegó de un salto.


Mas antes Pon, con una flecha presta,
Hirió al caballo en medio de la frente;
Empínase el caballo, el cuello enhiesta,
Al freno y á la espuela inobediente;
Y entre los brazos la cabeza puesta
Sacude el lomo y piernas impaciente,
Rendido Villagrán al duro hado,
Desocupó el arzón y ocupó el prado.


Apenas en el suelo había caído
Cuando la presta maza descendía
Con una extraña fuerza y un ruïdo
Que rayo ó terremoto parecía;
Del golpe el español quedó adormido
Y el bárbaro con otro revolvía,
Bajando á la cabeza de manera
Que sesos, ojos y alma le echó fuera.


Y con venganza tal no satisfecho
Del caso desastrado del hermano,
Antes con nueva rabia y más despecho,
Hiere de tal manera á Diego Cano,
Que, la barba inclinada sobre el pecho,
Se le cayó la rienda de la mano,
Y sin ningún sentido, casi frío,
El caballo lo lleva á su albedrío.


En medio de la turba embravecido,
Esgrime en torno la ferrada maza,
A cual deja contrecho, á cual tullido,
Cual el pescuezo del caballo abraza:
Quién se tiende en las ancas aturdido,
Quién, forzado, el arzón desembaraza,
Que todo á su pujanza y furia insana
Se le bate, derriba y se le allana.


Por partes más de diez le iba manando
La sangre, de la cual cubierto andaba,
Pero no desfallece, antes bramando,
Con más fuerza y rigor los golpes daba;
Ligero corre acá y allá saltando,
Arneses y celadas abollaba,
Hunde las altas crestas, rompe sesos,
Muele los nervios, carne y duros huesos.


En esto un gran rumor iba creciendo
De espadas, lanzas, grita y vocería,
Al cual confusamente, no sabiendo
La causa, mucha gente allí acudía;
Y era un gallardo mozo que, esgrimiendo
Un fornido cuchillo, discurría
Por medio de las bárbaras espadas,
Haciendo en armas cosas extremadas.


Venía el valiente mozo belicoso
De una furia diabólica movido,
El rostro fiero, sucio y polvoroso,
Lleno de sangre y de sudor teñido;
Como el potente Marte sanguinoso,
Cuando de furor bélico encendido
Bate el ferrado escudo de Vulcano,
Blandiendo la asta en la derecha mano.


Con un diestro y prestísimo gobierno
El pesado cuchillo rodeaba,
Y á Cron, como si fuera junco tierno,
En dos partes de un golpe lo tajaba;
Tras éste al diestro Pon envía al infierno,
Y tras de Pon á Lauco despachaba,
No hallando defensa en armadura,
Descuartiza, desmiembra y desfigura.


Llamábase éste Andrea, que en grandeza
Y proporción de cuerpo era gigante,
De estirpe humilde, y su naturaleza
Era arriba de Génova al Levante;
Pues con aquella fuerza y ligereza
A los robustos miembros semejante,
El gran cuchillo esgrime de tal suerte
Que á todos los que alcanza da la muerte.


De un tiro á Guaticol por la cintura
Le divide en dos trozos en la arena,
Y de otro al desdichado Quilacura
Limpio el derecho muslo le cercena;
Pues de golpes así, desta hechura,
La gran plaza de muertos deja llena;
Que su espada á ninguno allí perdona
Y unos cuerpos sobre otros amontona.


A Colca de los hombros arrebata
La cabeza de un tajo, y luego tiende
La espada hacia Maulén, señor de Itata,
Y de alto á bajo de un revés le hiende:
Lanzas, hachas y mazas desbarata,
Que todo el pueblo bárbaro le ofende,
Llevando muchos tiros enclavados
En los pechos, espaldas y en los lados.


Como la osa valiente perseguida
Cuando levan monteros dando caza,
Que con rabia, sintiéndose herida,
Los ñudosos veenablos despedaza
Y furiosa, impaciente, embravecida,
La senda y callejón desembaraza,
Que los heridos perros, lastimados,
Le dan ancho lugar escarmentados,


De la misma manera el fiero Andrea,
Cercado de los bárbaros venía;
Pero de tal manera se rodea,
Que gran camino con la espada abría;
Crece el hervor, la grita y la pelea,
Tanto que la más gente allí acudía,
He aquí á Rengo también ensangrentado,
Que llega á la sazón por aquel lado.


Y como dos mastines rodeados
De gozques importunos, que, en llegando
A verse, con los cerros erizados,
Se van el uno al otro regañando,
Así los dos guerreros señalados,
Las inhumanas armas levantando,
Se vienen á herir, pero el combate
Quiero que al otro canto se dilate.

Canto XV

En este quinceno y último canto se acaba la batalla, en la cual fueron muertos todos los araucanos, sin querer alguno dellos rendirse. Y se cuenta la navegación que las naos del Pirú hicieron hasta llegar á Chile; y la grande tormenta que entre el río de Maule y el puerto de la Concepción pasaron.


¿Qué cosa puede haber sin amor buena?
¿Qué verso sin amor dará contento?
¿Dónde jamás se ha visto rica vena
Que no tenga de amor el nacimiento?
No se puede llamar materia llena
Laque de amor no tiene el fundamento;
Los contentos, los gustos, los cuidados,
Son, si no son de amor, como pintados.


Amor de un juicio rústico y grosero
Rompe la dura y áspera corteza,
Produce ingenio y gusto verdadero
Y pone cualquier cosa en más fineza;
Dante, Ariosto, Petrarca y el Ibero,
Amor los trujo á tanta delgadeza,
Que la lengua más rica y más copiosa,
Si no trata de amor, es desgustosa.


Pues yo de amor desnudo y ornamento,
Con un inculto ingenio y rudo estilo,
¿Cómo he tenido tanto atrevimiento
Que me ponga al rigor del crudo filo?
Pero mi celo bueno y sano intento,
Esto me hace á mí añudar el hilo
Que ya con el temor cortado había,
Pensando remediar esta osadía.


Quíselo aquí dejar, considerado
Ser escritura larga y trabajosa,
Por ir á la verdad tan arrimado
Y haber de tratar siempre de una cosa;
Que no hay tan dulce estilo y delicado,
Ni pluma tan cortada y sonorosa,
Que en un largo discurso no se estrague,
Ni gusto que un manjar no le empalague.


Que si á mi discreción, dado me fuera
Salir al campo y escoger las flores,
Quizá el cansado gusto removiera
La usada variedad de los sabores;
Pues, como otros han hecho, yo pudiera
Entretejer mil fábulas y amores;
Mas, ya que tan adentro estoy metido,
Habré de proseguir lo prometido.


Al lombardo dejé y al araucano
Donde la guerra andaba más trabada,
Que vienen á juntarse mano á mano,
La espada alta y la maza levantada;
De malla está cubierto el italiano,
El indio la persona desarmada,
Y así, como más suelto y más ligero,
En descargar el golpe fué el primero.


El membrudo italiano, como vido
La maza y el rigor con que bajaba,
Alzó el escudo en alto, y recogido
Debajo de él, el golpe reparaba;
Por medio el fuerte escudo fué rompido,
Y en modo la cabeza le cargaba,
Que, batiendo los dientes, vió en el suelo
Las estrellas más mínimas del cielo.


El brazo descargó, que alto tenía,
Sobre el valiente bárbaro el lombardo,
Pensando que dos piezas le haría,
Según era del ánimo gallardo;
Pero Rengo, que punto no perdía,
Como una onza ligera y suelto pardo,
Un presto salto dió á la diestra mano,
De suerte que el cuchillo bajó en vano.


Tras esto el diestro bárbaro rodea
La poderosa maza, de manera
Que acertarle de lleno, no al Andrea,
Pero un duro peñasco deshiciera;
Igual andaba entre ellos la pelea,
Aunque temo yo á Rengo á la primera
Vez que el cuchillo baje, si le halla,
Que habrá fin con su muerte la batalla.


Mas con destreza y gran reportamiento,
Desnudo de armas y de esfuerzo armado,
Entra, sale y revuelve como el viento,
Que en maña y ligereza era extremado;
Hace siempre su golpe, y al momento
Le halla el enemigo así apartado,
Que, aunque el cuchillo de dos brazos fuera
Alcanzar á herirle no pudiera.


Mil golpes por el aire arroja en vano
El furioso italiano embravecido,
Viendo cómo desnudo un araucano,
Y él armado, le tiene en tal partido;
La izquierda junta á la derecha mano,
Y, apretando la espada, de corrido,
Al bárbaro arremete, altos los brazos,
Pensando dividirle en dos pedazos.


El araucano, con mañoso brío,
Baja la maza, firme lo esperaba;
Mas el cuerpo hurtó con un desvío,
Al tiempo que el cuchillo derribaba;
Así que el brazo y golpe dió en vacío,
Y de la fuerza inmensa que llevaba,
El gran cuchillo sustentar no pudo,
Quedando allí con sólo medio escudo.


Pues como tal lo vio, suelta la maza,
Cerrando el presto bárbaro de hecho,
Y cuerpo á cuerpo así con él se abraza,
Que le imprime las mallas en el pecho;
No por esto el lombardo se embaraza;
Mas piensa dél así haber más derecho,
Y con brazos durísimos lo afierra,
Creyendo levantarlo de la tierra.


Lo que el valiente Alcides hizo á Anteo.
Quiso el nuestro hacer del araucano;
Mas no salió fortuna á su deseo,
Y así el deseado efeto salió en vano;
Que el esforzado Rengo de un rodeo
Lo lleva largo trecho por el llano,
Sobre los cuerpos muertos tropezando,
Siempre con más furor sobre él cargando.


Andrea, de empacho ardiendo en rabia viva,
Sintiéndose de un hombre así apurado,
Firme en el suelo con los pies estriba,
Cobrando esfuerzo del honor sacado;
Y de manera sobre Rengo arriba,
Que de tierra lo lleva levantado,
Que era de fuerza grande y de gran prueba
Bastante á comportar la carga nueva.


Yo vi entre muchos jóvenes valientes
Sobre pruebas de fuerza porfiando,
Trabar él una cuerda con los dientes,
Asiendo cuatro de ella, y estribando
Todos á un tiempo á partes diferentes,
A su pesar llevarlos arrastrando,
Y de solos los dientes se valía,
Que las manos atrás presas tenía.


Y con facilidad y poca pena
La mayor bota ó pipa que hallaba,
Capaz de veinte arrobas, de agua llena,
De tierra un codo y más la levantaba;
Y suspendida, sin verter, serena,
La sed por largo espacio mitigaba,
Bajándola después al suelo llano,
Como si fuera un cántaro liviano.


Aconteció otras veces, barqueando
Ríos en esta tierra caudalosos,
Ir la corriente el ímpetu esforzando,
A desbravar en riscos peñascosos;
Arrebatando el barco, no bastando
La fuerza de los remos presurosos,
Y él, cubierto de malla como estaba,
Luego animoso al agua se arrojaba;


Y una cuerda en la boca, revolviendo
Al furioso raudal el duro pecho,
Los pies y fuertes brazos sacudiendo,
Rompía por la canal casi derecho;
Remolcando la barca, y, resistiendo
El ímpetu del agua, del estrecho,
La sacaba á la orilla en salvamento,
Haciendo otras mil cosas que no cuento.


A Rengo aquí también sobrepujaba,
Que no fué de su fuerza menor prueba;
Pero Rengo, que en ira se abrasaba,
Viendo que sin firmarse alto lo lleva,
Hizo por fuerza pie, y sobre él tornaba,
Sacando la vergüenza fuerza nueva;
Pero al cabo los dos se desasieron,
Y otra vez á las armas acudieron.


Y comienzan de nuevo el fiero asalto,
Como si descansaran todo el día,
Ora presto por bajo, ora por alto,
Sin miedo el uno al otro acometía;
Rengo, quede armadura estaba falto,
Con tal destreza y maña se regía,
Que sostiene en un peso aquella guerra,
No perdiendo una mínima de tierra.


Con presteza una vez tal golpe asienta
Al valiente cristiano por un lado,
Que toda la persona le atormenta,
Según que fué de fuerza muy cargado;
Otro redobla, y otro, y á mi cuenta,
Al cuarto que bajaba más pesado,
El astuto italiano se desvía,
Y de una punta al bárbaro hería.


La espada le atraviesa el brazo fuerte,
Abriéndole en el lado una herida;
Mas fué tal su ventura y diestra suerte,
Que no le privó el golpe de la vida;
El bárbaro en ponzoña se convierte
Y con braveza fuera de medida,
Con el fiero enemigo fué en un punto
Descargando la maza todo junto.


El italiano en alto el medio escudo
Alzó por recoger el golpe extraño;
Pero del todo resistir no pudo,
Aunque se reparó parte del daño;
Batióle la cabeza el golpe crudo,
Y, cual si el morrión fuera de estaño
Y no de fuerte pasta bien templado,
Así de aquella vez quedó abollado.


Dos ó tres pasos dio, desvanecido
Del golpe el italiano, vacilando,
Perdida la memoria y el sentido,
Y anduvo por caer titubeando:
La sangre por el uno y otro oído
Le reveentó en gran flujo, como cuando
Revienta de abundancia alguna fuente,
Y en pie se tuvo bien difícilmente.


Pero, vuelto en su acuerdo, que se mira
Lleno de sangre y puesto en tal estado,
Más furioso que nunca, ardiendo en ira
De verse así de un bárbaro tratado,
El brazo con el pie diestro retira
Para tomar más fuerza, y el pesado
Cuchillo derribó con tal ruïdo,
Que revocó en los montes del sonido.


Rengo, que el gran cuchillo bajar siente
Y el ímpetu y furor con que venía,
Cruzando la alta maza osadamente,
Al reparo debajo se metía;
No fué la asta defensa suficiente
Por más barras de acero que tenía,
Que á tierra vino della una gran pieza,
Y el furioso cuchillo á la cabeza.


Fué este golpe terrible y peligroso,
Por do una roja fuente manó luego,
Y anduvo por caer Rengo dudoso,
Atónito y de sangre casi ciego;
El italiano allí no perezoso,
Viendo que no era tiempo de sosiego,
Baja otra vez el gran cuchillo agudo,
Con todo aquel vigor que dalle pudo.


En medio de la frente en descubierto
Hiere al turbado Rengo el italiano
Y hubiérale de arriba abajo abierto,
Si no torciera al descargar la mano;
El golpe fué de llano, y como muerto
Vino al suelo tendido el araucano,
Y el cuchillo del golpe atormentado,
Por tres ó cuatro partes fué quebrado.


Crino, que volvió el rostro al gran ruïdo
Del poderoso golpe y la caída,
Viendo al valiente Rengo así tendido,
Pensó que era pasado desta vida,
Y de amistad y deudo comovido,
La espada de su propio amo homicida,
Que en Penco Tucapel ganado había,
En venganza del bárbaro esgrimía.


Pasa al Andrea de un golpe el estofado
No reparando en él la cruda espada,
Que, rompiendo la malla por el lado,
Le penetró hasta el hueso la estocada;
Vuelve con un mandoble, y, recatado
Andrea, viendo venir la cuchillada,
Fué tan presto con él por resistirle,
Que no le dejó tiempo de herirle.


Sin darle más lugar con él se afierra,
Donde en satisfación de la herida
Alzándole bien alto de la tierra,
De espaldas le tendió con gran caída;
Y por dar presto fina aquella guerra,
La espada le quitó y luego la vida,
Metiéndose tras esto por la parte
Que andaba más sangriento el fiero Marte.


Hiende por do el montón ve más estrecho;
¡Triste de aquel que allí con él se junta!
Uno parte al través, otro al derecho,
Otro al sesgo, otro ensarta de una punta,
Otros que tiende, aún no bien satisfecho
A coces los quebranta y descoyunta;
Brazos, cabezas, por el aire avienta,
Sin término, sin número, ni cuenta.


El buen Lasarte con la diestra airada,
En medio del furor se desenvuelve:
Pasa el pecho á Talcuén de una estocada
Y sobre Titaguán furioso vuelve;
Abriole la cabeza desarmada,
Mas el rabioso bárbaro revuelve,
Y antes que la alma diese, le da un tajo,
Que se tuvo al arzón con gran trabajo.


Pacheco á Norpa abrió por el costado,
Y á Longobal derriba tras él muerto,
Pues Juan Gómez, también por aquel lado,
De fresca sangre bárbara cubierto
Había de un golpe á Colca derribado
Y á Galbo el desarmado vientre abierto;
El bárbaro mortal, la color vuelta,
Dio en el postrer sospiro la alma envuelta.


Gabriel de Villagrán no estaba ocioso,
Que á Cinga y á Pillolco había tendido
Y andaba revolviéndose animoso,
Entre los hierros bárbaros metido;
El rumor de las armas sonoroso,
Los varios apellidos y el ruïdo,
A las aves confusas y turbadas
Hacen estar mirándolos paradas.


Crece la rabia y el furor se enciende,
La gente por juntarse se apiñaba,
Que ya ninguno más lugar pretende
Del que para morir en pie bastaba;
Quién corta, quién barrena, rompe, hiende,
Y era el estrecho tal y priesa brava,
Que, sin caer los muertos, de apretados,
Quedaban á los vivos arrimados.


La soberbia, furor, desdén, denuedo,
La priesa de los golpes y dureza,
Figurarla del todo aquí no puedo
Ni la pluma llevar con tal presteza;
De la muerte ninguno tiene miedo,
Antes, si vuelve el rostro, más tristeza
Mostraban, porque claro conocían
Que vencidos quedaban si vivían.


Mas, aunque de vivir desconfiaban,
Perdida de vencer ya la esperanza,
El punto de la muerte dilataban
Por morir con alguna más venganza;
Y no por esto el paso retiraban,
Ni el pecho rehusaban de la lanza,
Si por mover un paso, como digo,
Dejasen de ofender al enemigo.


Cuatro aquí, seis allí, por todos lados
Vienen sin detenerse á tierra muertos,
Unos de mil heridas desangrados,
De la cabeza al pecho otros abiertos;
Otros por las espaldas y costados;
Los bravos corazones descubiertos
Así dentro en los pechos palpitaban,
Que bien el gran coraje declaraban.


Quién en sus mismas tripas tropezando,
Al odioso enemigo arremetía,
Quién por veïnte heridas resollando
Las cubiertas entrañas descubría;
Allí se vió la vida estar dudando
Qué puerta á la salida eligiría;
Al fin salía por todas, y á un momento
Faltaba fuerza, vida, sangre, aliento.


Ya, pues, no estaba en pie la octava parte
De los bárbaros muertos, no rendidos.
Villagrán, que miraba esto de aparte,
Viendo los que quedaban tan heridos,
Envía dos yanaconas de su parte
A decir que se entreguen por vencidos,
Sometiéndose al yugo y obediencia
Y él usará con ellos de clemencia.


Todos los españoles retrujeron
Las espadas y el paso en el momento,
Y los dos mensajeros propusieron
El pacto, condición y ofrecimiento;
Pero los araucanos, cuando oyeron
Aquel partido infame, el corrimiento
Fué tanto y su coraje, que respuesta
No dieron á la plática propuesta.


Los ojos contra el cielo vueltos braman:
«¡Morir, morir!», no dicen otra cosa.
Morir quieren, y así la muerte llaman,
Gritando: «¡Afuera, vida vergonzosa!»
Esta fué su respuesta y esto claman
Y á dar fin á la guerra sanguinosa
Se disponen con ánimo y braveza,
Sacando nuevas fuerzas de flaqueza.


Espaldas con espaldas se juntaban,
Algunos de rodillas combatiendo,
Que las tullidas piernas les faltaban,
Sostenerse sobre ellas no pudiendo
Y aún así las espadas rodeaban;
Otros, que ya en el suelo retorciendo,
Se andaban, por dañar lo que podían,
A los contrarios pies se revolvían.


Viéranse vivos cuerpos desmembrados
Con la furiosa muerte porfiando,
En el lodo y sangraza derribados,
Que rabiosos se andaban revolcando;
De la suerte que vemos los pescados
Cuando se va algún lago desaguando,
Que entre dos elementos se estremecen
Y en ellos revolcándose perecen.


Si el crudo Sila, si Nerón sangriento
(Por más sed que de sangre ellos mostraran)
Della vieran aquí el derramamiento,
Yo tengo para mí que se hartaran;
Pues con mayor rigor, á su contento,
En viva sangre humana se bañaran,
Que en Campo Marcio Sila carnicero
Y en el Foro de Roma el bestial Nero.


Quedaron por igual todos tendidos
Aquellos que rendir no se quisieron,
Que, ya al fin de la vida conducidos,
A la forzosa muerte se rindieron;
Los lasos españoles mal heridos
De la cercada plaza se salieron,
De armas y cuerpos bárbaros tan llena,
Que sobre ellos andaban á gran pena.


Ningún bárbaro en pie quedó en el fuerte,
Ni brazo que mover pudiese espada;
Sólo Mallén, que el punto de la muerte
Le dió de vivir gana acelerada;
Y, rendido al temor y baja suerte,
Viéndose de una fiera cuchillada
En el siniestro brazo malherido,
Detrás de un paredón se había escondido.


No sintiendo el rumor que antes se oía,
Que en torno retumbaba todo el llano,
Que, como dije, ya la muerte había
Puesto silencio con airada mano;
Dejó aquel paredón, y á ver salía
Si hallaba por allí algún araucano
A quien se encomendar que le salvase
Y la sensible llaga le apretase.


Mas cuando vió la plaza cual estaba,
Y en sus amigos tal carnicería,
Que, aunque la muerte los desfiguraba,
La envidia conocidos los hacía;
Con ira vergonzosa presentaba
La espada al corazón, y así decía:
«¿Cómo yo sólo quedo por testigo
De la muerte y valor de tanto amigo?


«Cobarde corazón, por cierto indigno
De algún golpe de espada valerosa,
Pues fué por eleción y no destino
Perder una sazón tan venturosa;
Tú me apartaste (¡oh flaco!) del camino
De un eterno vivir, y á vergonzosa
Muerte he venido ya con mengua tuya,
Por más que la mi diestra lo rehuya.


«Si á mi sangre con ésta del Estado
Mezclarse aquí le fuere concedido,
Viendo mi cuerpo entre éstos arrojado,
Aunque de brazo débil ofendido,
Quizá seré en el número contado
De los que así su patria han defendido;
Mas, ¡ay triste de mí!, que en la herida
Será mi flaca mano conocida.


«¿Qué indicios bastarán, qué recompensa,
Qué emienda puedo dar de parte mía,
Que yo satisfacer pueda á la ofensa
Hecha á mi honor y patria y compañía?
Yo turbo el claro honor y fama inmensa
De tantos, pues podrán decir que había
Entre ellos quien de miedo, bajamente
Del enemigo apenas vió la frente.


«¿Por qué al temor doy fuerzas, dilatando
Con prolijas razones mi jornada?
¿Arrepentirme qué aprovecha, cuando
Ya el arrepentimiento vale nada?«
Aquí cerró la voz, y no dudando,
Entrega el cuello á la homicida espada;
Corriendo con presteza el crudo filo,
Sin sazón de la vida cortó el hilo.


Cese el furor del fiero Marte airado
Y descansen un poco las espadas,
Entretanto que vuelvo al comenzado
Camino de las navees derramadas;
Que contra el recio Noto porfiado
De Neptuno las olas levantadas,
Proejando por fuerza iban rompiendo,
Del viento y agua el ímpetu venciendo.


Por entre aquellas islas navegaron
De Sangallán, do nunca habita gente,
Y las otras ignotas se dejaron
A la diestra de parte del poniente,
A Chaule á la siniestra, y arribaron
En Arica, y después difícilmente
Vimos á Copiapó, valle primero
Del distrito de Chile verdadero.


Allí con libertad soplan los vientos,
De sus cavernas cóncavas saliendo,
Y furiosos, indómitos, violentos,
Todo aquel ancho mar van discurriendo;
Rompiendo la prisión y mandamientos
De Eolo su rey, el cual, temiendo
Que el mundo no arruïnen, los encierra
Echándoles encima una gran sierra.


No con esto su furia corregida,
Viéndose en sus cavernas apremiados,
Buscan con gran estruendo la salida
Por los huecos y cóncavos cerrados;
Y así la firme tierra removida
Tiembla, y hay terremotos tan usados,
Derribando en los pueblos y montañas
Hombres, ganados, casas y cabañas.


Menguan allí las aguas, crece el día
Al revés de la Europa, porque es cuando
El Sol del Equinocio se desvía
Y al Capricornio más se va acercando;
Pues desde allí las naves, que á porfía
Corren al mar, y al Austro contrastando,
De Bóreas ayudadas luego fueron,
Y en el puerto Coquímbico surgieron.


Apenas en la deseada arena,
Salidos de las naos, el pie firmamos,
Cuando el prolijo mar, peligro y pena
De tan largos caminos olvidamos;
Y á la nueva ciudad de la Serena,
Ques dos leguas del puerto, caminamos
En lozanos caballos guarnecidos,
Al esperado tiempo prevenidos.


Donde un caricioso acogimiento
A todos nos hicieron y hospedaje,
Estimando con grato cumplimiento
El socorro y larguísimo viaje;
Y de dulce refresco y bastimento
Al punto se aprestó el matalotaje,
Con que se reparó la hambrienta armada,
Del largo navegar necesitada.


A la gente y caballos aguardaban,
Que, por áspera tierra y despoblados
Rompiendo, con esfuerzo caminaban,
De la hambre y trabajos fatigados;
Pero á cualquier fortuna contrastaban,
Y en breve tiempo á la ciudad llegados
Un mes en mucho vicio reposaron,
Hasta que los caballos reformaron.


Al fin del cual sin esperar la flota,
Reparados del áspero camino,
Toman de su demanda la derrota,
Llevando á la derecha el mar vecino:
Pasan la fértil Ligua, y á Quillota
La dejaron á un lado, que convino
Entrar en Mapocho, que es do pararon
Las reliquias de Penco que escaparon.


El Sol del común Géminis salía,
Trayendo nuevo tiempo á los mortales,
Y del Solsticio por Zenit hería
Las partes y región setentrionales:
Cuando es mayor la sombra al medio día
Por este apartamiento en las australes,
Y los vientos en más libre ejercicio
Soplan con gran rigor del austral quicio.


Nosotros, sin temor de los airados
Vientos, que entonces con mayor licencia
Andan en esta parte derramados,
Mostrando más entera su violencia,
A las usadas navees retirados
Con un alegre alarde y aparencia
Las aferradas áncoras alzamos,
Y al Norueste las velas entregamos.


La mar era bonanza; el tiempo, bueno;
El viento, largo, fresco y favorable;
Desocupado el cielo y muy sereno
Con muestra y parecer de ser durable;
Seis días fuimos así; pero, al seteno,
Fortuna, que en el bien jamás fué estable,
Turbó el cielo de nubes, mudó el viento,
Revolviendo la mar desde el asiento.


Bóreas furioso aquí tomó la mano
Con presurosos soplos esforzados,
Y súbito en el mar tranquilo y llano
Se alzaron grandes montes y collados;
Los españoles, que el furor insano
Vieron del agua y viento, atribulados,
Tomaron por partido estar en tierra,
Aunque del todo hubiera fin la guerra.


De mi nave podré sólo dar cuenta,
Que era la capitana de la armada,
Que arrojada de la áspera tormenta
Andaba sin gobierno derramada;
Pero ¿quién será aquel que en tal afrenta
Estará tan en sí, que falte en nada?
Que el general temor apoderado
No me dejó aún para esto reservado.


Con tal furia á la nave el viento asalta
Y fué tan recio y presto el terremoto,
Que la cogió la vela mayor alta,
Y estaba en punto el mástil de ser roto;
Mas, viendo el tiempo así turbado, salta,
Diciendo á grandes voces el piloto:
«¡Larga la triza en banda! ¡Larga! ¡Larga!
¡Larga presto, ay de mí! ¡Qué el viento carga!».


La braveza del mar, el recio viento,
El clamor, alboroto, las promesas,
El cerrarse la noche en un momento
De negras nubes, lóbregas y espesas;
Los truenos, los relámpagos sin cuento,
Las voces de pilotos y las priesas,
Hacen un son tan triste y armonía,
Que parece que el mundo perecía.


«¡Amaina! ¡Amaina!», gritan marineros,
«¡Amaina la mayor! ¡Iza trinquete!»,
Esfuerzan esta voz los pasajeros,
Y á la triza un gran número arremete;
Los otros de tropel corren ligeros
A la escota, á la braza, al chafaldete;
Mas del viento la fuerza era tan brava,
Que ningún aparejo gobernaba.


Ábrese el cielo, el mar brama alterado,
Gime el soberbio viento embravecido:
En esto un monte de agua, levantado
Sobre las nubes con un gran ruïdo,
Embistió el galeón por un costado,
Llevándolo un gran rato sumergido:
Y la gente tragó del temor fuerte
A vueltas de agua, la esperada muerte.


Mas quiso Dios que de la suerte, como
La gran ballena, el cuerpo sacudiendo,
Rompe con el furioso hocico romo.
De las olas el ímpetu venciendo.
Descubre y saca el espacioso lomo.
En anchos cercos la agua revolviendo:
Así debajo el rizar salió el navío,
Vertiendo á cada banda un grueso río.


El proceloso Bóreas, más crecido
La mar hasta los cielos levantaba,
Y, aunque era un mangle el mástil muy fornido,
Sobre la proa la alta gavia estaba;
La gente con gran fuerza y alarido
En amainar la vela porfiaba,
Que en forma de arco al mástil oprimía
Y así la racamenta no corría.


Eolo, ó ya fué acaso, ó se doliendo
Del afligido pueblo castellano,
Iba al valiente Bóreas recogiendo,
Queriendo él encerrarle por su mano;
Y abriendo la caverna, no advirtiendo
Al Céfiro, que estaba más cercano,
Rotas ya las cadenas á la puerta,
Salió bramando al mar, viéndola abierta.


Y con violento soplo, arrebatando
Cuantas nubes halló por el camino,
Se arroja al levantado mar, cerrando
Más la noche con negro torbellino;
Y las valientes olas, reparando
Que del furioso Cierzo repentino,
Iban la vía siguiendo, las airaba,
Y el removido mar más alteraba.


Súbito la borrasca y travesía
Y un turbión de granizo sacudieron
Por un lado á la nao, y así pendía
Que al mar las altas gavias decendieron.
Fué la furia tan presta, que aún no había
Amainado la gente, y criando vieron
Los pilotos la costa y viento airado,
Rindieron la esperanza al duro hado.


La nao, del mar y viento contrastada,
Andaba con la quilla descubierta,
Ya sobre sierras de agua levantada,
Ya debajo del mar toda cubierta;
Vino en esto de viento una grupada,
Que abrió á la agua furiosa una ancha puerta,
Rompiendo del trinquete la una escota,
Y la mura mayor fué casi rota.


Alzóse un alarido entre la gente,
Pensando haber del todo zozobrado;
Miran al gran piloto atentamente,
Que no sabe mandar de atribulado.

class="shortpoem">Unos dicen «¡Zaborda!» Otros: ¡detente!
Cierra el timón en banda!» Y cuál turbado,
Buscaba escotillón, tabla ó madero,
Para tentar el medio postrimero.


Crece el miedo, el clamor se multiplica,
Uno dice: «¡a la mar!» otro: «¡arribemos!»
Otro da grita: «¡amaina!» Otro replica:
«¡A orza! ¡No amainar, que nos perdemos!»
Otro dice: «¡Herramientas, ¡pica, pica!
¡Mástiles y obras muertas derribemos!»
Atónita de acá y de allá, la gente.
Corre en montón confuso, diligente.


Las gúmenas y jarcias rechinaban,
Del turbulento Céfiro estiradas,
Y las hinchadas olas rebramaban
En las vecinas rocas quebrantadas,
Que la escora tiniebla penetraban;
Y cerrazón de nubes intrincadas:
Y así en las peñas ásperas batían,
Que blancas hasta el cielo resurtían.


Travesía era el viento, y por vecina
La brava costa de arrecifes llena,
Que del grande reflujo en la marina
Hervía la agua mezclada con la arena;
Rota la escota, larga la bolina,
Suelto el trinquete, sin calar la entena,
Y la poca esperanza quebrantada
Por el furioso viento arrebatada.

LAVS DEO

Segunda parte

Dedicatoria de la segunda parte

S. C. R. M.

Bien sé que es mayor atrevimiento dirigir á V. M. mis obras, que sacarlas al juicio de un mundo como el que hoy tenemos; mas, como en mí no hay parte que no esté ofrecida á V. M, como á fin donde todos los míos van enderezados, oso ponerle delante este pequeño tributo. Suplico á V. M. se sirva de mi trabajo, pues no puedo quedar satisfecho del hasta que V. M. le dé por bueno, dejándome emunerado con aceptarle, y la obra amparada y defendida de las objeciones que se le podían poner. Nuestro Señor la S. C. R. persona, etc.

En Madrid, á 15 de Junio. Año 1578.—S. C. R. M.—Criado de V. M., que sus reales manos besa.


Don Alonso de Ercilla.

Al lector

Por haber prometido de proseguir esta historia, no con poca dificultad y pesadumbre la he continuado; y aunque esta SEGUNDA PARTE de LA ARAUCANA no muestre el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá considerar el que se habrá pasado en escribir dos libros de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde el principio hasta el fin no contiene sino una misma cosa; y haber de caminar siempre por el rigor de una verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no habrá gusto que no se canse de seguirme. Así, temeroso desto, quisiera mil veces mezclar algunas cosas diferentes; pero acordé de no mudar estilo, porque lo que digo se me tomase en descuento de las faltas que el libro lleva, autorizándole con escribir en él el alto principio que el Rey, nuestro señor, dió á sus obras con el asalto y entrada de San Quintín; por habernos dado otro aquel mismo día los araucanos en el fuerte de la Concepción. Asimismo trato el rompimiento de la batalla naval que el señor don Juan de Austria venció en Lepanto. Y no es poco atrevimiento querer poner dos cosas tan grandes en lugar tan humilde; pero todo lo merecen los araucanos, pues ha más de treinta años que sustentan su opinión, sin jamás habérseles caído las armas de las manos, no defendiendo grandes ciudades y riquezas, pues de su voluntad ellos mismos han abrasado las casas y haciendas que tenían (por no dejar que gozar al enemigo); mas sólo defienden unos terrones secos (aunque muchas veces humedecidos con nuestra sangre) y campos incultos y pedregosos. Y siempre permaneciendo en su firme propósito y entereza, dan materia larga á los escritores. Yo dejo mucho, y aún lo más principal, por escribir para el que quisiere tomar trabajo de hacerlo; que el mio le doy por bien empleado, si se recibe con la voluntad que á todos le ofrezco.

Canto XVI

En este canto se acaba la tormenta. Contiénese la entrada de los españoles en el puerto de la Concepción é isla de Talcaguano. El consejo general que los indios en el valle de Ongolmo tuvieron; la diferencia que entre Peteguelén y Tucapel hubo: asimismo el acuerdo que sobre ella se tomó.


Salga mi trabajada voz, y rompa
El són confuso y mísero lamento
Con eficacia y fuerza, que interrompa
El celeste y terrestre movimiento;
La fama, con sonora y clara trompa,
Dando más furia á mi cansado aliento,
Derrame en todo el orbe de la tierra
Las armas, el furor y nueva guerra.


Dadme, ¡oh sacro Señor!, favor, que creo
Que es lo que más aquí puede ayudarme,
Pues en tan gran peligro ya no veo
Sino vuestra fortuna en que salvarme;
Mirad donde me ha puesto el buen deseo;
Favoreced mi voz con escucharme,
Que luego el bravo mar, viéndoos atento,
Aplacará su furia y movimiento.


Y á vuestra nave, el rostro revolviendo,
La socorred en este grande aprieto,
Que, si decirse es lícito, yo entiendo
Que á vuestra voluntad todo es sujeto;
Aunque el soberbio mar, contraveeniendo
De los hados al áspero decreto,
Arrancando las peñas de su suelo,
Mezcle sus altas olas con el cielo.


Espero que la rota nave mía
Ha de arribar al puerto deseado,
A pesar de los hados y porfía
Del contrapuesto mar y viento airado;
Que procuran así impedir la vía
Y diferir el término llegado
En que la antigua causa tan reñida
Por vuestra parte había de ser vencida.


Los cuatro poderosos elementos,
Contra la flaca nave conjurados,
Traspasando sus términos y asientos,
Iban del todo ya desordenados,
Indómitos, airados y violentos,
Removidos, revueltos y mezclados,
En su antigua discordia y fuerza entera,
Como en el caos y confusión primera.


Pues de tantos contrarios combatida,
La quebrantada nave, forcejando,
Iba casi de un lado sumergida,
Las poderosas olas contrastando;
Mas ya al furioso viento y mar rendida,
Sin poder resistir, se va acercando
A los yertos peñascos levantados,
De las violentas olas azotados.


Con la congoja del morir presente,
Las voces y las lástimas crecían,
Que llevadas del Céfiro inclemente,
Lejos las rocas cóncavas herían:
Pilotos, marineros y la gente,
Como locos, sin orden discurrían.
Unos dicen: «¡Alarga!» Y otros: «¡Iza!»,
Quien por ir á la escota va á la triza.


El uno con el otro se atraviesa,
Y así, turbado del temor, se impide;
Quién á públicas voces se confiesa
Y á Dios perdón de sus errores pide;
Quién hace voto expreso, quién promesa,
Quién de la ausente madre se despide,
Haciendo el gran temor siempre mayores
Los lamentos, plegarias y clamores.


Por otra parte el cielo riguroso
Del todo parecía venir al suelo,
Y el levantado mar tempestuoso
Con soberbia hinchazón subir al cielo.
¿Qué es esto, Eterno Padre Poderoso?
¿Tanto importa anegar un navichuelo,
Que el mar, el viento y cielo de tal modo,
Pongan su fuerza extrema y poder todo?


No la barca de Amiclas asaltada
Fué del viento y del mar con tal porfía,
Que, aunque de leños frágiles armada,
El peso y ser del mundo sostenía;
Ni la nave de Ulises, ni la armada
Que de Troya escapó el último día,
Vieron con tal furor el viento airado,
Ni el removido mar tan levantado.


La confianza y ánimo más fuerte
Al temor se entregaban importuno,
Que la espantosa imagen de la muerte
Se le imprimió en el rostro á cada uno;
Del todo ya rendidos á su suerte,
Sin esperanza de remedio alguno,
El gobierno dejaban á los hados,
Corriendo acá y allá desatinados.


Cuando un golpe de mar incontrastable,
Bramando, en un turbión de viento envuelto,
Rompió de la gran mura un grueso cable,
Cubriendo el galeón ya todo vuelto;
Pero aquí sucedió un caso notable,
Y fué, que el puño del trinquete suelto
Trabó del gran vaivén á la pasada
En un diente de la áncora amarrada.


Y cual si fuera estaca mal asida
La arranca de su asiento y la arrebata,
Y acá y allá del viento sacudida
Todo lo abate, rompe y desbarata;
Mas Dios, que de los suyos no se olvida,
(Aunque á las veces su favor dilata),
Hizo que en el bauprés dichosamente
El áncora aferrase el corvo diente.


La vela se fijó, y, en el momento,
Gobernó el galeón rumbo derecho
Y á despecho del mar y recio viento,
Botando á orza el timón salió al lebecho:
Fué tanto nuestro súbito contento,
Que el temeroso inadvertido pecho
Pudo sufrir difícilmente á un punto
El extremo de pena y gozo junto.


Luego, pues que la súbita alegría,
Lanzó fuera al temor desconfiado
Y á su lugar volvió la sangre fría
Que había los miembros ya desamparado;
La esforzada y contrita compañía,
El rostro al cielo, en lágrimas bañado,
Con oración devota y sacrificio
Dio las gracias á Dios del beneficio.


Mas el hinchado mar embravecido,
Y el indómito viento rebramando,
Al bajel acometen con ruïdo,
En vano, aunque se esfuerza, porfiando:
Que la fortuna de Felipe asido
A jorro ya le lleva remolcando
Sobre las altas olas espumosas,
Aun de anegar los cielos deseosas.


En esto la cerrada niebla oscura,
Por el furioso viento derramada,
Descubrimos al Este la Herradura
Y al Sur la isla de Talca levantada;
Reconocida ya nuestra ventura,
Y la araucana tierra deseada,
Viendo el Morro de Penco descubierto,
Arribamos á popa sobre el puerto.


El cual está amparado de una isleta
Que resiste al furor del norte airado,
Y los continuos golpes de mareta
Que le baten furiosos de aquel lado:
La corva y larga punta una caleta
Hace, y seno tranquilo y sosegado,
Do las cansadas naves, como digo,
Hallan seguro albergue y dulce abrigo.


La nave sin gobierno destrozada
Surgió al alto reparo de una sierra,
En gruesa amarra y áncora afirmada,
Que con tenace diente aferró tierra;
Apenas la alta vela fué amainada,
Cuando el alegre estruendo de la guerra
Nos extendió (tocando en los oídos)
Los ánimos y niervos encogidos.


La isleta es habitada de una gente
Esforzada, robusta y belicosa,
La cual, viendo una nave solamente
Venida allí por suerte venturosa,
Gritando «¡Guerra! ¡Guerra!», alegremente
Toma las fieras armas y, furiosa,
Con gran rebato y priesa repentina,
Corre en tropel confuso á la marina.


En la falda de un áspero recuesto
En formado escuadrón se representa,
Y nosotros, con ánimo dispuesto
A cualquiera peligro y grande afrenta,
Arremetimos á las armas presto,
Que el trabajo pasado y la tormenta
Nos hizo á todos estimar en nada
Cualquiera otro peligro y gran jornada.


Con recobrado aliento y nuevo brío
Corrimos al batel, de la manera
Que si lejos de tierra, en un bajío,
Encallada la nave ya estuviera
Y por los anchos lados el navío
Sus dos grandes bateles echó fuera,
En los cuales saltamos tanta gente,
Cuanta pudo caber estrechamente.


No es poético adorno fabuloso,
Mas cierta historia y verdadero cuento,
Ora fuese algún caso prodigioso,
Ora extraño agüero y triste anunciamiento;
Ora violencia de astro riguroso,
Ora inusado y rapto movimiento,
Ora el andar el mundo (y es más cierto),
Fuera de todo término y concierto.


Que el viento ya calmaba, y, en poniendo
El pie los españoles en el suelo
Cayó un rayo, de súbito volviendo
En viva llama aquel ñubloso velo,
Y, en forma de lagarto discurriendo
Se vió hender una cometa el cielo;
El mar bramó, y la tierra, resentida
Del gran peso, gimió como oprimida.


Cortó súbito allí un temor helado
La fuerza á los turbados naturales,
Por siniestro pronóstico tomado
De su ruïna y venideros males,
Viendo aquel movimiento desusado
Y los prodigios tristes y señales
Que su destrozo y pérdida anunciaban
Y á perpetua opresión amenazaban.


Desto medrosos, aguardar no osaron,
Que, soltando las armas ya rendidas,
Del cerrado escuadrón se derramaron,
Procurando salvar las tristes vidas;
El patrio nido al fin desampararon,
Y con mujeres, hijos y comidas,
Por secretos caminos y senderos
Se escaparon en balsas y maderos.


Luego los nuestros, sin parar corriendo,
Las casas yermas, chozas y moradas
Iban en todas partes descubriendo,
Las rústicas viandas levantadas;
Y con gran diligencia preveeniendo
Los caminos, las sendas y paradas,
Por cavernas y espesos matorrales,
Buscaban los ausentes naturales.


Donde en breve sazón fueron hallados
Algunos pobres indios escondidos,
Otros en pueblezuelos salteados,
Que aún no estaban del miedo apercebidos;
Mas con buen tratamiento asegurados,
Dándoles jotas, llautos y vestidos
Y palabras de amor, los aquietaban,
Y á sus casas de paz los enviaban.


Dándoles á entender que nuestro intento
Y causa principal de la jornada
Era la religión y salvamento
De la rebelde gente bautizada;
Que en desprecio del Santo Sacramento,
La recebida ley y fe jurada,
Habían pérfidamente quebrantado
Y las armas ilícitas tomado.


Pero que si quisiesen convertirse
A la cristiana ley que antes tenían,
Y á la fe quebrantada reducirse,
Que al grande Carlos Quinto dado habían,
En todas las más cosas convenirse
A su provecho y cómodo podrían,
Haciéndoles con prendas, firme y cierto
Cualquier partido lícito y concierto.


Luego los instrumentos convenientes
Al uso militar y á la vivienda,
Sacamos en las partes competentes,
Que no hay quien nos lo impida, ni defienda;
Donde todos á un tiempo diligentes,
Cual arma pabellón, cual toldo ó tienda,
Quién fuego enciende, y en el casco usado
Tuesta el húmido trigo mareado.


La negra noche horrenda y espantosa,
Cubriendo tierra y mar cayó del cielo,
Dejando antes de tiempo presurosa,
Envuelto el mundo en tenebroso velo;
No quedó pabellón, tienda ni cosa
Que el viento allí no la abatiese al suelo,
Pareciendo con nuevo movimiento
Desencajar la isleta de su asiento.


Hasta que el tardo y deseado día
Las nubes desterró y dejó sereno
El cielo, revistiendo de alegría
El aire escuro y húmido terreno;
Luego la trabajada compañía,
Conociendo el instable tiempo bueno,
Procura reparar con diligencia
Del riguroso invierno la violencia.


Unos presto destechan los pajizos
Albergues de los indios ausentados;
Otros con tablas, ramas y carrizos,
Al nuevo alojamiento van cargados
Y sobre troncos de árboles rollizos,
En las hondas arenas afirmados,
Gran número de ranchos levantamos,
Y, en breve espacio, un pueblo fabricamos.


Del modo que se veen los pajarillos
De la necesidad misma instruidos,
Por techos y apartados rinconcillos
Tejer y fabricar los pobres nidos:
Que de pajas, de plumas y ramillos
Van y vienen los picos impedidos,
Así en el yermo y descubierto asiento
Fabrica cada cual su alojamiento.


Ya que todos, Señor, nos alojamos
En el húmido sitio pantanoso,
Y con industria y arte reparamos
La furia del invierno riguroso,
Las necesarias armas aprestamos,
Soltando con estrépito espantoso
La gruesa y reforzada artillería,
Que en torno tierra y mar temblar hacía.


En las remotas bárbaras naciones,
El grande estruendo y novedad sintieron;
Pacos, vicuñas, tigres y leones
Acá y allá medrosos discurrieron;
Los delfines, nereidas y tritones
En sus hondas cavernas se escondieron,
Deteniendo confusos sus corrientes
Los presurosos ríos y las fuentes.


Sintióse en el Estado la estampida
Y algunos tan atónitos quedaron,
Que la dura cerviz; nunca oprimida,
Sobre los yertos pechos inclinaron;
Así avisados ya de la venida
Los instrumentos bélicos tocaron,
Descogiendo por todas las riberas
Sus lucidos pendones y banderas.


En el valle de Ongolmo congregados
Los diez y seis caciques araucanos
Y algunos capitanes señalados
De los interesados comarcanos,
Todos en general deliberados
De venir con nosotros á las manos;
Sobre el lugar, el tiempo y aparejo,
Entraron los caciques en consejo.


Rengo también con ellos, que admitido
Fué al consejo de guerra por valiente,
Que, si ya os acordáis, quedó aturdido
En Mataquito entre la muerta gente;
Pero volvió después en su sentido
Y al cabo se escapó dichosamente;
Que, aunque falto de sangre, tuvo fuerte
Contra la furia de la airada muerte.


Caupolicán, en medio dellos puesto,
A todos con los ojos rodeando,
Que con silencio y ánimo dispuesto,
Estaban sus razones aguardando;
Con sesgo pecho, y con sereno gesto,
La voz en tono grave levantando,
Rompió el mudo silencio y echó fuera
El intento y furor delta manera:


«Esforzados varones, ya es venido
(Según vemos las muestras y señales)
Aquel felice tiempo prometido
En que habemos de hacernos inmortales;
Que la fortuna próspera ha traído
De las últimas partes orientales
Tantas gentes en una compañía
Para que las veenzáis en sólo un día.


«Y á costa y precio de su sangre y vidas
Del todo eterniceis vuestras espadas,
Y nuestras francas leyes oprimidas
Sean en su libre fuerza restauradas;
Que por remotos reinos extendidas
Han de ser inviolables y sagradas,
Viviendo en igualdad debajo dellas,
Cuantos viven debajo las estrellas.


«Y pues que con tan loco pensamiento
Estas gentes se os han desvergonzado,
Y en vuestra tierra y defendido asiento
Las banderas tendidas han entrado,
Es bien que el insolente atrevimiento
Quede con nuevo ejemplo castigado,
Antes que, dando cuerda á su esperanza,
Les dé fuerza y consejo la tardanza.


«Así, en resolución me determino,
(Si, señores, también os pareciere)
Que demos con asalto repentino
Sobre ellos lo mejor que ser pudiere;
Y nadie piense que hay otro camino
Sino el que con su fuerza y brazo abriere;
Que las rabiosas armas en las manos,
Los han de dar por justos ó tiranos».


A la plática fin con esto puso,
Y el buen Peteguelén, viejo severo,
Por más antiguo su razón propuso,
Como soldado y sabio consejero,
Diciendo: «¡Oh capitanes!, no rehuso
De derramar mi sangre yo el primero,
Que, aunque por mi vejez parezca helada,
En el pecho me hierve alborotada.


«Pero sola una cosa me detiene,
Haciéndome dudar el rompimiento,
Y es la cierta noticia que se tiene
Que es mucha gente y mucho el regimiento;
Así que claro vemos que conviene
Gran resistencia á grande movimiento;
Que siempre de estimar poco las cosas,
Suceden las dolencias peligrosas.


«Que pues el sitio y puesto que han tomado
Es por natura fuerte y recogido,
Del mar y altos peñascos rodeado,
Por todas partes libre y defendido;
Será de más provecho y acertado
Que á su plática y trato deis oído,
Y que no se les niegue y contradiga,
Pues que sólo el oír á nadie obliga.


«Que no podrá dañar, y en el comedio
Podréis apercebir y juntar gente,
Y en secreto aprestar para el remedio
Todo lo necesario y conveniente;
En las cosas difíciles dar medio,
Proveer á cualquiera inconveniente,
Atajar y romper los pasos llanos
Y al cabo remitirnos á las manos».


No pudo decir más, que ardiendo en ira,
El bravo Tucapel, con voz furiosa
Diciendo (le atajó): «Quien tanto mira
Jamás emprenderá jornada honrosa;
Y si todo el Estado se retira,
Por parecerle que ésta es peligrosa,
Yo solo tomaré, sin compañía,
Las armas, causa y cargo á cuenta mía.


«Por ventura, ¿teneis desconfianza
De vuestras propias fuerzas tan probadas?
Pues, en cuanto arrojar pueden la lanza
Y rodear los brazos las espadas,
Dais causa que se note en vos mudanza,
Y que vuestras vitorias mancilladas
Queden con bajo y mísero partido,
Y nuestro honor y crédito ofendido.


«Pues entended que, mientras yo tuviere
Fuerza en el brazo y voz en el Senado,
Diga Peteguelén lo que quisiere,
Que esto ha de ser por armas sentenciado;
Y quien otro camino pretendiere,
Primero le abrirá por mi costado;
Que esta ferrada maza, y no oraciones,
Les ha de dar las causas y razones.


«Si los que así os preciáis de bien hablados,
El ánimo os bastare y el denuedo
De combatir sobre esto, en campo armados
Os probaré más claro lo que puedo;
Mas quereis os mostrar tan concertados,
Que, llamando prudencia á lo que es miedo,
Por no poner en riesgo vuestra vida,
A todo, con parlar, dareis salida».


Peteguelén responde: «Pues no halla
Nunca en tí la razón acogimiento,
Yo solo, viejo, quiero la batalla
Y castigar tu loco atrevimiento;
De piel curtida armados, ó de malla,
Con lanza, espada ó maza, á tu contento,
Para mostrar que en justas ocasiones
Tengo más largas manos que razones».


¡Quién pudiera pintar el rostro esquivo
Que Tucapel mostraba contra el cielo,
Lanzando por los ojos fuego vivo,
No se dignando de mirar al suelo!
Dijo: «Al fin pensamiento tan altivo
Ya es digno del furor de Tucapelo;
Mas por mi honor y por tu edad querría
Que metieses contigo compañía».


El viejo respondió: «Jamás de ajenas
Fuerzas en ningún tiempo me he ayudado,
Ni de sangre aún están vacías mis venas,
Ni siento el brazo así debilitado
Que no te piense dar las manos llenas».
Mas Rengo, su sobrino, levantado,
Se atravesó diciendo: «El desafío
Aceto yo, si quieres, por mi tío».


«Quiérolo, pido, y soy dello contento
Gritaba Tucapel, y á diez contigo».
Mas saltando Orompello de su asiento,
Dijo: «Tú lo has de haber, Rengo, comigo».
«También enmendaré tu atrevimiento«,
Responde el fiero Rengo. «Y más te digo,
Que en poco tu amenaza y campo estimo
Después qué haya acabado el de tu primo».


Tucapelo le dijo: «Castigarte
Pienso de tal manera yo primero,
Que le cabrá á Orompello poca parte,
Que, á bien librar, serás mi prisionero.
Afuera, afuera, ¡sus!, haceos aparte,
Que dilatar el término no quiero,
Pues armas, tiempo y voluntad tenemos,
Sino que luego aquí lo averigüemos».


Rengo y Peteguelén le respondieran
A un tiempo con las armas y razones,
Si en medio á la sazón no se pusieran
Muchos caciques nobles y varones,
Pidiendo que suspendan y difieran
Aquellas amenazas y quistiones,
Hasta que la fortuna declarada
Diese próspero fin á la jornada.


Caupolicán estaba ya impaciente
De ver que Tucapelo cada día,
En guerra, en paz, con término insolente,
Sin causa ni atención los revolvía;
Mas hubo de llevarlo blandamente,
Que el tiempo y la sazón lo requería,
Y así, con gravedad y manso ruego,
La furia mitigó y apagó el fuego.


Quedando entre ellos puesto y acetado
Que, luego que la guerra concluyesen,
El viejo y Tucapel, en estacado,
Francos de solo á solo, combatiesen;
Después, que Tucapel y Rengo armado
Ansimismo su causa difiniesen.
El rumor aplacado, Colocolo
Les comenzó á decir, hablando solo:


«Generosos caciques, si licencia
Tenemos de decir lo que alcanzamos
Los que por largos años y experiencia
Los futuros sucesos rastreamos;
Vemos que nuestras fuerzas y potencia
En sólo destrüirnos las gastamos,
Y el tirano cuchillo apoderado
Sobre nuestras gargantas levantado.


«Y lo que da señal clara que sea
Cierta vuestra caída y mi recelo,
Es que ya la fortuna titubea
Y comienza á turbarse nuestro cielo;
Cuando un gran edificio se ladea,
No está muy lejos de venir al suelo;
La máquina que en falso asiento estriba,
Su misma pesadumbre la derriba.


«Por lo cual ya, si mi opinión no yerra,
Según el proceder y los indicios,
Temo, y con gran razón, de ver por tierra
Nuestros real cimentados edificios,
Y convertido el uso de la guerra
En serviles y bajos ejercicios,
Quebrantándose, al fin, vuestra protervia,
Fundada en una vana y gran soberbia.


«Muerto á Lautaro vemos, y perdidas
Con gran deshonra nuestras tres banderas,
Rotas nuestras escuadras y tendidas
Al viento y Sol por pasto de las fieras,
Las fuerzas y opiniones divididas,
Lleno el campo de gentes extranjeras,
Y las furiosas armas alteradas
Contra sus mismos pechos declaradas.


«Mirad que así, por ciega inadvertencia,
La patria muere y libertad perece,
Pues con sus mismas armas y potencia
Al derecho enemigo favorece;
Incurable y mortal es la dolencia
Cuando á la medicina no obedece,
Y bestial la pasión y detestable
Que no sufre el consejo saludable.


«¿Por qué con tanta saña procuramos
Ir nuestra sangre y fuerzas apocando
Y, envueltos en civiles arenas, damos
Fuerza y derecho al enemigo bando?
¿Por qué con tal furor despedazamos
Esta unión invencible, condenando
Nuestra causa aprobada y armas justas,
Justificando en todo las injustas?


«¿Qué rabia ó qué rencor desatinado
Habeis contra vosotros concebido,
Que así quereis que el Araucano Estado
Venga á ser por sus manos destruido
Y, en su virtud y fuerzas ahogado,
Quede con nombre infame sometido
A las extractas leyes y gobierno,
En dura servidumbre y yugo eterno?


«Volved sobre vosotros, que sin tiento
Corréis á toda priesa á despeñaros;
Refrenad esa furia y movimiento
Que es la que puede en esto más dañaros.
¿Sufrís al enemigo en vuestro asiento,
Que quiere como á brutos conquistaros,
Y no podeis sufrir aquí impacientes
Los consejos y avisos convenientes?


«Que es cierto falta de ánimo, y bastante
Indicio de flaqueza disfrazada,
Teniendo al enemigo tan delante,
Revolver contra sí la propia espada,
Por no esperar con ánimo constante
Los duros golpes de fortuna airada
A los cuales resiste el pecho fuerte
Que no quiere acabarlo con la muerte.


«Pero, pues tanto esfuerzo en vos se encierra
Que á veces, por ser tanto, lo condeno,
Y de vuestras hazañas, no esta tierra
Mas todo el universo anda ya lleno;
Cese, cese el furor y civil guerra,
Y por el bien común tened por bueno
No romper la hermandad con torpes modos,
Pues que miembros de un cuerpo somos todos.


«Si á la cansada edad y largos días
Algún respeto y crédito se debe,
Mirad á estas antiguas canas mías
Y al bien público y celo que me mueve,
Para que difiráis vuestras porfías
Por alguna sazón y tiempo breve,
Hasta que el español furor decline
Y la causa común se determine.


«Y pues de vuestra discreción espero
Que os pondrá en el camino que conviene,
Traer otras razones más no quiero,
Pues con vos la razón tal fuerza tiene;
Dejadas, pues, aparte, lo primero
Que venir á las manos nos detiene
Y pone freno y límite al deseo
Es el poco aparejo que aquí veo.


«Que por todas las partes nos divide
Este brazo de mar que veis en medio
Y nuestra pretensión y paso impide
Sin tener de pasaje algún remedio;
Y pues el enemigo se comide
A tratar de concierto y nuevo medio,
Aunque nunca pensemos acetarlos,
No nos podrá dañar el escucharlos.


«Pues por este camino tomaremos
Lengua de su intención y fundamento
Que, cuando no sea lícita, podremos
Venir de todo en todo á rompimiento;
También en este término haremos
De armas y munición preparamento,
Que éstas serán, al fin, las que de hecho
Habrán de declarar este derecho.


«Mas conviene advertir, claros varones,
Para llevar las cosas bien guiadas,
Que nuestras exteriores intenciones
Vayan siempre á la paz enderezadas,
Mostrándonos de flacos corazones
Las fuerzas y esperanzas quebrantadas
Y la tierra de minas de oro rica,
Cebo goloso en que esta gente pica.


«Quizá por este término sacalla
Podremos del isleño sitio fuerte
Y con fingida paz aseguralla,
Trayéndola por mafias á la muerte;
Y sin rumor, ni muestra de batalla;
Abramos la carrera de tal suerte,
Que venga á tierra firme, confiada
En el seguro paso y franca entrada».


A su habla dió fin el sabio anciano
Y hubo allí pareceres diferentes,
Diciendo que el peligro era liviano
Para tanto temor é inconvenientes;
Pero Purén, Lincoya y Talcaguano,
Lemolemo, Elicura, más prudentes,
Al parecer del viejo se arrimaron
Y así á los más los menos se allanaron.


Despachando de allí con diligencia
Al joven Millalauco generoso,
Hombre de gran lenguaje y experiencia,
Cauto, sagaz, solícito y mañoso;
Que con fingida muestra y aparencia
De algún partido honesto y medio honroso,
Nuestro intento y disignios penetrase
Y el sitio, gente y número notase.


El cual, por los caciques instruido
(Según el tiempo) en lo que más convino,
En una larga góndola metido,
Sin más se detener tomó el camino
Y, de los prestos remos impelido,
En breve á nuestro alojamiento vino,
Adonde sin estorbo, libremente,
Saltó luego seguro con su gente.


Al puerto habían también con fresco viento
Tres navees de las nuestras arribado,
Llenas de armas, de gente y bastimento
Con que fué nuestro campo reforzado;
Era tanto el rumor y movimiento
Del bélico aparato, que admirado
El cauteloso Millalauco estuvo,
Y así confuso un rato se detuvo.


Mas, sin darlo á entender, disimulando,
Por medio del bullicio atravesaba,
Los judiciosos ojos rodeando
Las armas, gente y ánimos notaba
Y el negocio entre sí considerando
El deseado fin dificultaba,
Viendo cubierto el rizar, llena la tierra
De gente armada y máquinas de guerra.


Llegado al pabellón de don García,
Hallándome con otros yo presente,
Con una modelada cortesía
Nos saludó á su modo, alegremente,
Levantando la voz.; pero la mía,
Que fatigada de cantar se siente,
No puede ya llevar un tono tanto
Y así esfuerza dar fin en este canto.

Canto XVII

Hace Millalauco su embajada; salen los españoles de la isla; levantando un fuerte en el cerro de Penco, vienen los araucanos á darles el asalto. Cuéntase lo que en aquel mismo tiempo pasaba sobre la plaza fuerte de San Quintín.


Nunca negar se deben los oídos
A enemigos ni amigos sospechosos,
Que tanto os dejan más apercebidos
Cuanto vos los teneis por cautelosos;
Escuchados, serán más entendidos,
Ora sean verdaderos ó engañosos,
Que siempre por señales y razones
Se suelen descubrir las intenciones.


Cuando piensan que más os desatinan
Con su máscara falsa y trato extraño,
Os despiertan, avisan, encaminan
Y, encubriendo, descubren el engaño;
Veis el blanco y el fin á donde atinan,
El pro y el contra, el interés y el daño;
No hay plática tan doble y cautelosa
Que della no se infiera alguna cosa.


Y no hay pecho tan lleno de artificio
Que no se le penetre algún conceto,
Que las lenguas al fin hacen su oficio
Y más si el que oye sabe ser discreto;
Nunca el hablar dejó de dar indicio,
Ni el callar descubrió jamás secreto;
No hay cosa más difícil, bien mirado,
Que conocer un necio, si es callado.


Y es importante punto y necesario
Tener el capitán conocimiento
Del arte y condición del adversario,
De la intención, disignio y fundamento,
Si es cuerdo y reportado, ó temerario,
De pesado ó ligero movimiento,
Remiso ó diligente, incauto, astuto,
Vario, indeterminable ó resoluto.


Así vemos que el bárbaro senado,
Por saber la intención del enemigo,
Al cauto Millalauco había enviado
Debajo de figura y voz de amigo,
Que, con semblante y ánimo doblado,
Mostrándose cortés, como atrás digo,
El rostro á todas partes revolviendo,
Alzó recio la voz, así diciendo:


«Dichoso capitán y compañía,
A quien por bien de paz soy enviado
Del Araucano Estado y señoría,
Con voz y autoridad del gran Senado:
No penseis que el temor y cobardía
Jamás nos haya á término llegado,
De usar (necesitados de remedio)
De algún partido infame y torpe medio.


«Pues notorio os será lo que se extiende
El nombre grande y crédito araucano,
Que los extraños términos defiende
Y asegura debajo de su mano;
Y también de vosotros ya se entiende
Que, movidos de celo y fin cristiano,
Con gran moderación y diciplina
Venís á derramar vuestra dotrina.


«Siendo, pues, esto así, como la muestra
Que habeis dado hasta aquí lo verifica,
Y la buena opinión y fama vuestra
Con claras y altas voces lo publica;
Yo os vengo asegurar de parte nuestra,
Y así á todos por mí se os certifica,
Que la ofrecida paz tan deseada
Será por los caciques acetada.


«Que el ínclito Senado, habiendo oído
De vuestra parte algunas relaciones,
Con sabio acuerdo y parecer, movido
Por legítimas causas y razones,
Quiere acetar la paz, quiere partido
De lícitas y honestas condiciones,
Para que no padezca tanta gente
Del pueblo simple y género inocente.


«Que si la fe inviolable y juramento,
De vuestra parte con amor pedido,
Y el gracioso y seguro acogimiento
De nuestra voluntad libre ofrecido,
Pueden dar en las cosas firme asiento
Con honra igual y lícito partido,
Sin que los nuestros súbditos y Estados
Vengan por tiempo á ser menoscabados.


«A Carlos, sin defensa y resistencia,
Por amigo y señor le admitiremos,
Y el servicio indebido y obediencia
De nuestra voluntad le ofreceremos;
Mas, si quereis llevarlo por violencia,
Antes los propios hijos comeremos,
Y vereis con valor nuestras espadas
Por nuestro mismo pecho atravesadas.


Pero por trato llano, sin recelo
Podréis por vuestro rey alzar bandera,
Que el Estado, las armas por el suelo,
Con los brazos abiertos os espera,
Reconociendo que el benigno cielo
Le llama á paz segura y duradera,
Quedando para siempre lo pasado
En perpetuo silencio sepultado».


Aquí dió fin al razonar, haciendo
A su modo y usanza una caricia,
Siempre en su proceder satisfaciendo
A nuestra voluntad y á su malicia;
Y el bárbaro poder, disminuyendo,
Nos aumentaba el ánimo y codicia,
Dándonos á entender que había flaqueza
Y abundancia de bienes y riqueza.


Oída la embajada, don García,
Haciéndole gracioso acogimiento,
En suma respondió: que agradecía
La propuesta amistad y ofrecimiento,
Y que en nombre del rey satisfaría
Su buena voluntad con tratamiento;
Que no sólo no fuesen agraviados,
Mas de muchos trabajos relevados.


Hizo luego sacar á dos sirvientes,
Por más confirmación, algunos dones,
Ropas de mil colores diferentes,
Jotas, llautos, chaquiras y listones,
Insignias y vestidos competentes
A nobles capitanes y varones,
Siendo de Millalauco recebido
Con palabras y término cumplido.


Así que, con semblante y aparencia
De amigo agradecido y obligado,
Pidiendo al despedir grata licencia,
A la barca volvió que había dejado,
Y con la acostumbrada diligencia,
Al tramontar del sol, llegó al Estado,
Do recebido fué con alegría
De toda aquella noble compañía.


Visto el despacho y la ocasión presente,
Los caciques la junta dividieron,
Y, dando muestra de esparcir la gente,
A sus casas de paz se retrujeron,
Adonde, sin rumor, secretamente,
Las engañosas armas previnieron,
Moviendo del común las voluntades,
Aparejadas siempre á novedades.


Nosotros, no sin causa sospechosos,
Allí más de dos meses estuvimos,
Y á las lluvias y vientos rigurosos
Del implacable invierno resistimos;
Mas, pasado este tiempo, deseosos
De saber su intención, nos resolvimos
En dejar el isleño alojamiento,
Haciendo en tierra firme nuestro asiento.


Ciento y treinta mancebos florecientes
Fueron en nuestro campo apercebidos,
Hombres trabajadores y valientes
Entre los más robustos escogidos,
De armas y de instrumentos convenientes
Secreta y sordamente prevenidos,
Yo con ellos, también, que vez ninguna
Dejé de dar un tiento á la fortuna.


Para que en un pequeño cerro exento,
Sobre la mar vecina relevado,
Levantasen un muro de cimiento,
De fondo y ancho foso rodeado;
Donde pudiese estar sin detrimento
Nuestro pequeño ejército alojado,
En cuanto los caballos arribaban,
Que ya teníamos nueva que marchaban.


Pues, salidos á tierra, entenderían
La intención de los bárbaros dañada,
Que en secreto las armas prevenían
Con falso rostro y amistad doblada;
De do, si se moviesen, les darían
Algún asalto y súbita ruciada,
Que, quebrantado el ánimo y denuedo,
Viniesen á la paz de puro miedo.


Era imaginación fuera de tino
Pensar que los soberbios araucanos
Quisiesen de concordia algún camino,
Viéndose con las armas en las manos;
Pero con la presteza que convino,
Los ciento y treinta jóvenes lozanos
Pasaron á la tierra sin ayuda,
Mas que el amparo de la noche muda.


Y aunque era en esta tierra el tiempo cuando
Virgo alargaba á priesa el corto día,
Las varïables horas restaurando,
Que usurpadas la noche lo tenía;
Antes que la alba fuese desterrando
Las noturnas estrellas, parecía
La cumbre del collado levantada,
De gente y materiales ocupada.


Cuáles con barras, picos y azadones
Abren los hondos fosos y señales;
Cuáles con corvos y anchos cuchillones,
Hachas, sierras, segures y destrales,
Cortan maderos gruesos y troncones,
Y, fijados en tierra, con tapiales
Y trabazón de leños y fajinas,
Levantan los traveses y cortinas.


No con tanto hervor la tiria gente,
En la labor de la ciudad famosa,
Solícita, oficiosa y diligente,
Andaba en todas partes presurosa,
Ni César levantó tan de repente
En Dirrachio la cerca milagrosa
Con que cercó el ejército esparcido,
Del enemigo yerno inadvertido,


Cuanto fué de nosotros coronada
De una gruesa muralla la montaña,
De fondo y ancho foso rodeada,
Con ocho piezas gruesas de campaña,
Siendo á vista de Arauco levantada
Bandera por Felipe, rey de España,
Tomando posesión de aquel Estado
Con los demás del padre renunciado.


Túvose por un caso nunca oído,
De tanto atrevimiento y osadía,
Entre la gente plática tenido
Más por temeridad que valentía;
Que en el soberbio Estado así temido,
Los ciento y treinta, en poco más de un día,
Pudiésemos salir con una cosa
Tanto cuanto difícil peligrosa.


Nuestra gente del todo recogida,
La cual luego segura al fuerte vino,
Que el alto sitio y pólvora temida
Hizo fácil y llano aquel camino;
Por las anchas cortinas repartida,
Según y por el orden que convino,
Nos pusimos allí, todos á una,
Debajo del amparo de fortuna.


La pregonera fama, ya volando
Por el distrito y término araucano,
Iba de lengua en lengua acrecentando
El abreviado ejército cristiano;
La gente popular amedrentando
Con un hueco rumor y estruendo vano,
Que lo incierto á las veces certifica
Y lo cierto, si es mal, lo multiplica.


Llegada, pues, la voz á los oídos
De nuestros enemigos conjurados,
No mirando á los tratos y partidos
Por una parte y otra asegurados;
Con súbita presteza apercebidos
De municiones, armas y soldados,
Sin aguardar á más, trataron luego
De darnos el asalto á sangre y fuego.


Juntos para el efeto en Talcaguano,
Dos millas poco más de nuestro asiento,
El esforzado mozo Gracolano,
De gran disposición y atrevimiento,
Dijo en voz alta: «¡Oh gran Caupolicano!,
Si en algo es de estimar mi ofrecimiento,
Prometo que mañana en el asalto
Arbolaré mi enseña en lo más alto.


«Y porque á ti, señor, y á todos quiero
Haceros de mis obras satisfechos,
Con esta usada lanza me profiero
De abrir lugar por los contrarios pechos
Y que será mi brazo el que primero
Baraúste las armas y pertrechos,
Aunque más dificulten la subida
Y todo el universo me lo impida».


Así dijo, y los bárbaros en esto,
Porque ya las estrellas se mostraban,
Al fuerte, en escuadrón, con paso presto,
Cubiertos de la noche se acercaban,
Y en una gran barranca, oculto puesto,
Al pie de la montaña reparaban,
Aguardando en silencio aquella hora
Que suele aparecer la clara Aurora.


Aquella noche, yo mal sosegado,
Reposar un momento no podía,
Ó ya fuese el peligro, ó ya el cuidado
Que de escribir entonces yo tenía;
Así, imaginativo y desvelado,
Revolviendo la inquieta fantasía,
Quise de algunas cosas desta historia
Descargar con la pluma la memoria.


En el silencio de la noche escura,
En medio del reposo de la gente,
Queriendo proseguir en mi escritura,
Me sobrevino un súbito acidente;
Cortóme un hielo cada coyuntura,
Turbóseme la vista de repente,
Y, procurando de esforzarme en vano,
Se me cayó la pluma de la mano.


Quisiérame quejar, mas fué imposible,
Del acidente súbito impedido,
Que el agudo dolor y mal sensible
Me privó del esfuerzo y del sentido;
Pero, pasado el término terrible,
Y en mi primero ser restituido,
Del tormento quedé de tal manera
Cual si de larga enfermedad saliera.


Luego que con sospiros trabajados,
Deshogando, las ansias aflojaron,
Mis descaídos ojos, agravados
Del gran quebrantamiento se cerraron;
Así los lasos miembros relajados
Al agradable sueño se entregaron,
Quedando por entonces el sentido
En la más noble parte recogido.


No bien al dulce sueño y al reposo
Dejado el quebrantado cuerpo había,
Cuando, oyendo un estruendo sonoroso,
Que estremecer la tierra parecía
Con gesto altivo y término furioso
Delante una mujer se me ponía,
Que luego vi en su talle y gran persona
Ser la robusta y áspera Belona.


Vestida de los pies á la cintura,
De la cintura á la cabeza armada
De una escamosa y lúcida armadura,
Su escudo al brazo, al lado la ancha espada,
Blandiendo en la derecha la asta dura,
De las horribles Furias rodeada,
El rostro airado, la color teñida,
Toda de fuego bélico encendida.


La cual me dijo: «¡Oh mozo temeroso!,
El ánimo levanta y confianza,
Reconociendo el tiempo venturoso
Que te ofrece tu dicha y buena andanza;
Huye del ocio torpe perezoso,
Ensancha el corazón y la esperanza
Y aspira á más de aquello que pretendes,
Quel cielo te es propicio, si lo entiendes.


«Que, viéndote á escribir aficionado,
Como se muestra bien por el indicio,
Pues nunca te han la pluma destemplado
Las fieras armas y áspero ejercicio;
Tu trabajo tan fiel considerado,
Sólo movida de mí mismo oficio,
Te quiero yo llevar en una parte
Donde podrás sin límite ensancharte.


«Es campo fértil, lleno de mil flores,
En el cual hallarás materia llena
De guerras más famosas y mayores
Donde podrás alimentar la vena;
Y si quieres de damas y de amores
En verso celebrar la dulce pena,
Tendrás mayor sujeto y hermosura,
Que en la pasada edad y en la futura.


«Sígueme«, dijo al fin, y yo admirado,
Viéndola revolver por donde vino,
Con paso largo y corazón osado,
Comencé de seguir aquel camino,
Dejando del siniestro y diestro lado
Dos montes, que el Atlante y Apenino
Con gran parte no son de tal grandeza,
Ni de tanta espesura y aspereza.


Salimos á un gran campo, á do natura
Con mano liberal y artificiosa
Mostraba su caudal y hermosura
En la varia labor maravillosa,
Mezclando entre las hojas y verdura
El blanco lirio y encarnada rosa,
Junquillos, azahares y mosquetes,
Azucenas, jazmines y violetas.


Allí las claras fuentes murmurando
El deleitoso asiento atravesaban,
Y los templados vientos respirando
La verde yerba y flores alegraban;
Pues los pintados pájaros volando,
Por los copados árboles cruzaban,
Formando con su canto y melodía
Una acorde y dulcísima armonía.


Por mil partes en corros derramadas
Vi gran copia de ninfas muy hermosas,
Unas en varios juegos ocupadas,
Otras cogiendo flores olorosas;
Otras süavemente y acordadas,
Cantaban dulces letras amorosas,
Con cítaras y liras en las manos,
Diestros sátiros, faunos y silvanos.


Era el fresco lugar aparejado
A todo pasatiempo y ejercicio;
Quién sigue ya de aquél, ya deste lado,
De la casta Diana el duro oficio;
Ora atraviesa el puerco, ora el veenado,
Ora salta la liebre y, con el vicio,
Gamuzas, capriolas y corcillas
Retozan por la yerba y florecillas.


Quién, el ciervo herido rastreando,
De la llanura al monte atravesaba;
Quién, el cerdoso puerco fatigando,
Los osados lebreles ayudaba;
Quién, con templados pájaros volando,
Las altaneras aves remontaba:
Acá matan la garza, allá la cuerva,
Aquí el celoso gamo, allí la cierva.


Estaba medio á medio deste asiento
En forma de pirámide un collado,
Redondo en igual círculo y exento,
Sobre todas las tierras empinado,
Y, sin saber yo cómo, en un momento,
De la fiera Belona arrebatado,
En la más alta cumbre dél me puso,
Quedando dello atónito y confuso.


Estuve tal un rato, de repente,
Viéndome arriba, que mirar no osaba,
Tanto que acá y allá medrosamente
Los temerosos ojos rodeaba,
Allí el templado céfiro clemente,
Lleno de olores varios respiraba,
Hasta la cumbre altísima el collado
De verde yerba y flores coronado.


Era de altura tal que no podría
Un liviano neblí subir á vuelo,
Y así, no sin tensor, me parecía,
Mirando abajo, estar cerca del cielo,
De donde con la vista descubría
La grande redondez del ancho suelo,
Con los términos bárbaros ignotos,
Hasta los más ocultos y remotos.


Viéndome, pues, Belona allí subido,
Me dijo: «El poco tiempo que te queda
Para que puedas ver lo prometido,
Hace que detenerme más no pueda;
Mira aquel grueso ejército movido,
El negro humo espeso y polvoreda,
En el confín de Flandes y de Francia
Sobre una plaza fuerte de importancia.


«Después que Carlos Quinto hubo triunfado
De tantos enemigos y naciones,
Y como invicto príncipe hollado
Las Árticas y Antárticas regiones,
Triunfó de la fortuna y vano estado,
Y aseguró su fin y pretensiones
Dejando la imperial investidura
En dichosa sazón y coyuntura.


«Y movido del pío y santo celo
Que del gobierno público tenía,
Pareciéndole poco lo del suelo,
Según lo que en el pecho concebía,
Vuelta la mira y pretensión al cielo,
El peso que en los hombros sostenía
Le puso en los del hijo, renunciados
Todos sus reinos, títulos y estados.


«Viendo el hijo la próspera carrera
Del vitorioso padre retirado,
Por hacer la esperanza verdadera
Que siempre de sus obras había dado,
En el principio y ocasión primera
Aquel copioso ejército ha juntado,
Para bajar de la enemiga Francia
La presunción, orgullo y arrogancia.


«Aquella es San Quintín que vees delante,
Que en vano contraviene á su ruïna,
Presidio principal, plaza importante,
Y del furor del gran Felipe dina;
Hállase dentro della el Almirante,
Debajo cuyo mando y diciplina
Está gran gente plática de guerra
A la defensa y guarda de la tierra.


«En tres partes allí, como se muestra,
El enemigo campo se reparte:
Cáceres con su tercio, á mano diestra,
Donde está de Felipe el estandarte:
El prompto Navarrete, á la siniestra
Con el Conde de Mega, y de la parte
Del burgo, Julïán con tres naciones,
Españoles, tudescos y valones.


«Llegamos, pues, á tiempo que seguro
Podrás ver la contienda porfiada,
Y sin escalas por el roto muro
Entrar los de Felipe á pura espada;
Verás el fiero asalto y trance duro,
Y, al fin, la fuerte Francia aportillada;
Que al riguroso hado incontrastable
No hay defensa ni plaza inexpugnable.


«Conviéneme partir de aquí al momento
A meterme entre aquellos escuadrones
Y remover con nuevo encendimiento
Los unos y los otros corazones;
Tú, desde aquí, podrás mirar atento
Las diferentes armas y naciones,
Y escribir de una y otra la fortuna,
Dando su justa parte á cada una».


Luego la diosa airada y compañía
Por el aire en tropel se deslizaron,
Y, en un instante, sin torcer la vía
(Cual presto rayo), á San Quintín bajaron;
Donde, atizando el fuego que ya ardía,
Con la amiga Discordia se juntaron,
Que andaba entre las huestes y compañas
Infundiéndoles ira en las entrañas.


En esto el fiero ejército furioso,
Por la señal postrera ya movido,
En un turbión espeso y polvoroso,
Corre al batido muro defendido;
¿Quién fuera de lenguaje tan copioso,
Que pudiera explicar lo que allí vido?
Mas, aunque mi caudal no llegue á tanto,
Haré lo que pudiere en otro canto.

Canto XVIII

Da el rey Don Felipe el asalto á San Quintín: entra en ella vitorioso; vienen los araucanos sobre el fuerte de los españoles.


¿Cuál será el atrevido que presuma
Reducir el valor vuestro y grandeza
A término pequeño y breve suma
Y á tan humilde estilo tanta alteza?
Que, aunque por campo próspero la pluma
Corra con fértil vena y ligereza,
Tanto el sujeto y la materia arguye,
Que todo lo deshace y disminuye.


Y el querer atreverme á tanto, creo
Que me será juzgado á desatino,
Pues, llegado á razón, yo mismo veo
Que salgo de los términos á tino;
Mas de serviros siempre el gran deseo,
Que siempre me ha tirado á este camino,
Quizá adelgazará mi pluma ruda
Y la torpeza de la lengua muda.


Y así vuestro favor, del cual procede
Esta mi presunción y atrevimiento,
Es el que ahora pido, y el que puede
Enriquecer mi pobre entendimiento,
Que si por vos, señor, se me concede
Lo que á nadie negáis, soltaré al viento
Con ánimo la ronca voz medrosa,
Indigna de contar tan grande cosa.


Y de vuestra largueza confiado
Por la justa razón con que lo pido,
Espero que, señor, seré escuchado,
Que basta para ser favorecido.
Volviendo á proseguir lo comenzado,
Dije en el canto atrás que arremetido
Había el furioso campo por tres vías
A las aportilladas baterías.


Y en la veloz corrida contrastando
Los tiros y defensas contrapuestas,
Lo va todo rompiendo y tropellando
Con animoso pecho y manos prestas
Y á los batidos muros arribando,
Por los lados y partes más dispuestas,
Los unos y los otros se afrentaron
Y los ánimos y armas se tentaron.


Los franceses con muestra valerosa,
Armas y defensivos instrumentos
Resisten la llegada impetuosa
Y los contrarios ánimos sangrientos;
Mas la gente española, más furiosa
Cuanto topaba más impedimentos,
Con temoso coraje y porfiado
Rompe lo más difícil y cerrado.


Vieran en las entradas defendidas
Gran contienda, revuelta y embarazos,
Muertes extrañas, golpes y heridas
De poderosos y gallardos brazos;
Cabezas hasta el cuello y más hendidas
Y cuerpos divididos en pedazos,
Que no bastaban petos ni celadas
Contra el crudo rigor de las espadas.


La plaza se expugnaba y defendía
Con esfuerzo y valor por todos lados,
Era cosa de ver la herrería
De las armas y arneses golpeados;
La espantosa y horrenda artillería,
Las bombas y artificios arrojados
De pólvora, alquitrán, pez y resina,
Aceite, plomo, azufre y trementina.


Y á vueltas un granizo y lluvia espesa
De lanzas y saetas arrojaban,
Peñas, tablas, maderos, que á gran priesa
De los muros y techos arrancaban;
La fiera rabia y gran tesón no cesa,
Hieren, matan, derriban y así andaban
Los unos y los otros muy revueltos,
En fuego, sangre y en furor envueltos.


Unos la entrada sin temor defienden
Con libre y animosa confianza;
Otros de miedo por vivir ofenden,
Poniéndoles esfuerzo la esperanza;
Otros, que ya la vida no pretenden,
Procuran de su muerte la venganza
Y que caigan sus cuerpos de manera
Que al enemigo cierren la carrera.


Como el furor indómito y violencia
De una corriente y súbita avenida
Que, si halla reparo y resistencia
Hierve y crece allí la agua detenida;
Al fin, con mayor ímpetu y potencia
Bramando abre el camino y la salida,
Que las defensas rompe y desbarata
Y en violento furor las arrebata.


De tal manera la francesa gente,
Sin bastar resistencia y fuerza alguna,
La arrebató la próspera corriente
Del hado de Felipe y su fortuna,
Que, ya sin poder más, forzadamente
A su furia rendida, por la una
Parte que estaba Cáceres dió entrada
A la enemiga gente encarnizada.


Y aunque por esta parte el almirante
El golpe de la gente resistía,
No fué ni pudo al cabo ser bastante
A la pujanza y furia que venía;
Quedó en prisión con otros y adelante
La vitoriosa y fiera compañía,
Dejando eterna lástima y memoria,
Iba siguiendo el hado y la vitoria.


Pues en esta sazón, por la otra parte
Que el diestro Navarrete peleaba,
Sin ser ya la francesa gente parte,
A puro hierro la española entraba;
Y á despecho y pesar del fiero Marte,
Que los franceses brazos esforzaba,
Haciendo gran destrozo y cruda guerra
De rota á más andar ganaban tierra.


Fué preso allí Andalot, que encomendada
Le estaba la defensa de aquel lado;
He aquí también por la tercera entrada,
Que Julïán Romero había asaltado,
La suspensa fortuna declarada,
Abriendo paso al detenido hado,
La mano á Don Felipe dió de modo,
Que vencedor en Francia entró del todo.


Cortó luego un temor y frío hielo
Los ánimos del pueblo enflaquecido
Rompiendo el aire espeso y alto cielo
Un general lamento y alarido;
Las armas arrojadas por el suelo,
Escogiendo el vivir ya por partido,
Acordaron con mísera huída
Perder la plaza y guarecer la vida.


Pero los vencedores, cuando vieron
Su gran temor y poco impedimento,
Los brazos altos y arenas suspendieron,
Por no manchar con sangre el vencimiento,
Y sin hacer más golpe, arremetieron,
Vuelto en codicia aquel furor sangriento,
Al esperado saco de la tierra,
Premio de la común gente de guerra.


Quién las herradas puertas golpeando
Quebranta los cerrojos reforzados,
Quién, por picas y gúmenas trepando
Entra por las ventanas y tejados;
Acá y allá rompiendo y desquiciando,
Sin reservar lugares reservados,
Las casas de alto á bajo escudriñaban
Y á tiento, sin parar, corriendo andaban.


Como el furioso fuego de repente
Cuando en un barrio ó vecindad se enciende,
Qué con rebato súbito la gente
Corre con priesa y al remedio atiende,
Y, por todas las partes francamente,
Quién entra, sale, sube, quién deciende,
Sacando uno arrastrando, otro cargado
El mueble de las llamas escapado.


Así la fiera gente vitoriosa,
Con prestas manos y con pies ligeros
De la golosa presa codiciosa,
Abre puertas, ventanas y agujeros,
Sacando diligente y presurosa
Cofres, tapices, camas y rimeros,
Y lo de más y menos importancia,
Sin dejar una mínima ganancia.


No los ruegos, clamores y querellas
Que los distantes cielos penetraban,
De vïudas y huérfanas doncellas;
La insaciable codicia moderaban;
Antes, rompiendo sin piedad por ellas,
A lo más defendido se arrojaban,
Creyendo que mayor ganancia había
Donde más resistencia se hacía.


Viéranse ya las vírgenes corriendo
Por las calles, sin guarda, á la ventura,
Los bellos rostros con rigor batiendo,
Lamentando su hado y suerte dura,
Y las míseras monjas, que, rompiendo
Sus estatutos, límite y clausura,
De aquel temor atónito llevadas,
Iban acá y allá descarrïadas.


Mas el pío Felipe, antes que entrasen,
Había mandado á todas las naciones
Que con grande cuidado reservasen
Las mujeres y casas de oraciones;
Y amigos y conformes, evitasen
Pendencias peligrosas y quistiones,
Que del saco y la presa á cada una
Diese su parte franca la Fortuna.


Las mujeres que acá y allá perdidas,
Llevadas del temor, sin tiento andaban,
Por orden de Felipe recogidas
En seguro lugar las retiraban,
Donde de fieles guardas defendidas,
Del bélico furor las amparaban,
Que, aunque fueron sus casas saqueadas,
Las honras les quedaron reservadas.


Que los fieros soldados obedientes
Al cristiano y expreso mandamiento,
Se mostraban en esto continentes
Frenando aún el primero movimiento;
La revuelta y la mezcla de las gentes,
La mucha confusión y poco tiento,
Hizo que el daño en la ciudad creciese
Y un repentino fuego se encendiese.


Súbito allí la llama alimentada,
Arrojando espesísimas centellas,
Del fresco viento céfiro ayudada,
Procuraba subir á las estrellas;
La miserable gente afortunada,
Con dolorosas voces y querellas,
Fijos los tiernos ojos en el cielo
Desmayando, esforzaban más el duelo.


A todas partes gritos lastimosos
En vano por el aire resonaban
Y los tristes franceses temorosos
En las contrarias armas se arrojaban,
Eligiendo por fuerza vergonzosos
El modo de morir que rehusaban,
Antes que, como flacos, encerrados,
Ser en llamas ardientes abrasados.


Mas del piadoso Rey la gran clemencia
Había las fieras armas embotado,
Que, con remedio presto y diligencia,
Todo el furor y fuego fué apagado;
Al fin, sin más defensa y resistencia,
Dentro de San Quintín quedó alojado,
Con la llave de Francia ya en la mano,
Hasta París abierto el paso llano.


El Sol ya poco á poco declinaba
Al hemisferio antártico encendido,
Cuando yo, que alegrísimo miraba
Todo lo que en mi canto habeis oído,
Vi cerca una mujer que me hablaba,
Más blanco que la nieve su vestido,
Grave, muy venerable en el aspecto,
Persona al parecer de gran respecto.


Diciendo: «Si las cosas que dijere
Por cierta y verdadera profecía,
Dificultosa alguna pareciere,
Créeme, que no es ficción ni fantasía;
Más lo que el Padre Eterno ordena y quiere
Allá en su excelso trono y hierarquía,
Al cual está sujeto lo más fuerte,
El hado, la fortuna, el tiempo y muerte.


«De esta guerra y rencores encendidos
Entre la España y Francia así arraigados,
Resultarán conciertos y partidos,
Por una parte y otra procurados,
En los cuales serán restituidos
Al Duque de Saboya sus estados,
Con otros muchos medios provechosos,
En bien de Francia y á la España honrosos.


«Y para que más quede asegurada
La paz, con hermandad y firme asiento,
Con la prenda de Henrico más amada
Contraerá Don Felipe casamiento;
Pero la cruda muerte acelerada
Temprano deshará este ayuntamiento,
Que el alto cielo así lo determina
Y el decreto fatal y orden divina.


«En este tiempo Francia corrompida,
La católica ley adulterando,
Negará la obediencia al Rey debida,
Las sacrílegas armas levantando;
Y con el cebo de la suelta vida
Cobrará la maldad fuerza, juntando
De gente infiel ejército formado
Contra la Iglesia y propio Rey jurado.


«Por insolencias viejas y pecados
Vendrá el reino á ser casi destruido,
Y Carlos de sus pérfidos soldados
A término dudoso reducido;
Serán con desacato derribados
Los sumptuosos templos, y ofendido
El mismo Sumo Dios y Sacramento,
Sobrando á la maldad su sufrimiento.


«Mas vuestro Rey con presta providencia,
Preveeniendo al futuro daño luego,
Atajará en España esta dolencia
Con rigor necesario, á puro fuego;
Curada la perversa pestilencia,
Las armas enemigas del sosiego,
Con furia moverá contra el Oriente,
Enviando al Peñón su armada y gente.


«Aunque no pueda de la vez primera
Conseguir el efeto deseado,
Volverá la segunda, de manera
Que el áspero Peñón será expugnado;
Y, dejando segura la carrera
Y el morisco contorno amedrentado,
Por causa de los puertos é invernada,
Retirará la vitoriosa armada.


«Vendrán á España á la sazón de Hungría
Dos príncipes de alteza soberana,
Hijo de César Máximo y María,
De Carlos hija y de Felipe hermana
Que acrecentando el gozo y alegría
Harán aquella corte y era ufana;
El mayor es Rodolfo; el otro Ernesto,
Que á la fama darán materia presto.


«Y de sus altas obras prometiendo
En su pequeña edad grande esperanza,
En años y virtud irán creciendo,
Virtud y años muy dignos de alabanza;
En quienes se verá resplandeciendo
Un excelso valor y la crianza
Del barón Dietristan, persona dina
De dar á tales príncipes dotrina.


«Luego el año próximo siguiente
Toda la cristiandad amenazando,
La gruesa armada del Infiel potente
Irá contra el poniente navegando;
Con tan gran aparato y tanta gente,
Que temblarán las costas, y, arribando
A la isla de Malta, dará fondo,
Que boja veinte leguas en redondo.


«Donde el grande maestre y caballeros
Que dentro asistirán en este medio,
Con otros capitanes forasteros,
Ofrecerán las vidas al remedio;
Y siempre constantísimos y enteros
Resistirán gran tiempo el fuerte asedio,
Haciendo en la defensa tales cosas,
Que se podrán tener por milagrosas.


«Serán batidos de uno y otro lado
Por la tierra, por mar, por bajo y alto,
Y el fuerte de Santelmo aportillado,
Entrado á hierro en el noveeno asalto;
El cual suceso al pueblo bautizado
Pondrá en grande peligro y sobresalto;
Porque en el puerto la turquesca armada
Tendrá por las dos bocas franca entrada.


«Allí se verán hechos señalados,
Difíciles empresas peligrosas,
Ánimos temerarios arrojados,
Cuando las esperanzas más dudosas;
Postas, muros y fosos arrasados,
Crudas heridas, muertes lastimosas,
Casos grandes, sucesos infinitos,
Dignos de ser para en eterno escritos.


«Mas, cuando ya no baste esfuerzo humano
Y la fuerza al trabajo se rindiere,
El muro esté ya raso, el foso llano,
Y la esperanza al suelo se viniere;
Criando el sangriento bárbaro inhumano
El cuchillo sobre ellos esgrimiere,
Será entonces de todos conocido
Lo que puede Felipe y es temido.


«Pues con sola una parte de su armada
Y número pequeño de soldados,
De su fortuna y crédito guiada,
Rebatirá los otomanos hados,
Y la afligida Malta restaurada,
Serán los enemigos retirados,
Las fugitivas velas dando al viento
Con pérdida increíble y escarmiento.


«Luego, el año después con poderoso
Ejército, en persona Solimano
Por tierra moverá contra el famoso
César Augusto, emperador romano,
Y por la gran Panonia presuroso,
Dejando á la derecha al Trasilvano,
Y atrás la ancha provincia de Dalmacia,
Bajará á los confines de Croacia.


«A Siguet, plaza fuerte y recogida,
Cuatro semanas la tendrá asediada,
Y al cabo, sin poder ser socorrida,
Del fiero Solimán será ocupada;
Mas la empresa difícil y la vida
Acabará en un tiempo, que la airada
Muerte, arribando el limitado curso,
Pondrá término y punto á su discurso.


«Por otra parte, en Flandes los estados,
Desasidos de Dios en estos días,
Turbarán el sosiego, inficionados
De perversos errores y herejías;
Y contra el rey Felipe conspirados,
Tentarán de maldad diversas vías,
Trayendo á estado y condición las cosas
Que durarán gran término dudosas.


«También con pretensión de libertarse,
En el próspero reino de Granada,
Los moriscos vendrán á levantarse
Y á negar la obediencia al Rey jurada:
La cual alteración, por no estimarse
Ni ser á los principios remediada,
Será de grandes daños y costosa
De sangre ilustre y gente valerosa.


«Irá á esta guerra un mozo, que escondida
Anda en humildes paños y figura,
Que su imperial linaje esclarecido
Difíciles empresas le asegura;
A quien tienen los hados prometido
Una famosa y súbita ventura:
Éste es hijo de Carlos, que aún se cría,
Y encubierto estará por algún día.


«Andará, como digo, disfrazado,
Hasta que el padre, al tiempo de la muerte,
Le dejará por hijo declarado,
Subiéndole en un punto á tanta suerte;
Será de todos con razón arpado,
Franco, esforzado, valeroso y fuerte:
Es su nombre don Juan, y, en esta parte,
No puedo más decir ni revelarte.


«Baste que á los moriscos alterados
En su primera edad hará la guerra,
Y los presidios rotos y ocupados
Los vendrá á retirar dentro en la sierra;
Adonde los tendrá tan apretados,
Que al fin reducirá la alzada tierra,
Trasplantando en provincias diferentes
Las raíces malvadas y simientes.


«Esta guerra acabada, de Alemaña,
(De damas y gran gente acompañada)
La infanta Ana vendrá, reina de España,
Con el rey Don Felipe desposada;
Donde, con pompa y majestad extraña,
Será la insigne boda celebrada
En la antigua Segovia, un tiempo silla
De los famosos reyes de Castilla.


«Serán, pues, los dos príncipes llamados
Del padre emperador, que ya aquel día
Querrá dar nuevo asiento en sus estados,
Y hacer rey á Rodolfo de la Hungría;
Así que, para Génova embarcados,
Arribarán, pasando á Lombardía,
Por la ribera del Danubio amena,
A su ciudad famosa de Viena.


«Cuando ya la revuelta y turbaciones
De los tiempos den muestra de acabarse,
Y el bélico furor y alteraciones
Parezcan declinar y sosegarse,
Entonces, en las bárbaras regiones
Comenzarán de nuevo á levantarse
Las armas de los turcos inhumanos
Contra los poderosos venecianos.


«Y, sacando una armada poderosa,
De todas sus provincias allegada
En la vecina Cipro, isla famosa,
Descargará la furia represada;
Y con espada cruda y rigurosa
Será la tierra dellos ocupada,
Entrando á Famagusta ya batida
Sobre palabra falsa y fe mentida.


«Quedarán, pues, tan arrogantes desto,
Que, la armada gente reforzando,
Con soberbio designio y presupuesto
Irán la vía de Italia navegando,
Despreciando del mundo todo el resto,
Y aún el poder del cielo despreciando,
Tanto será su orgullo y fiera muestra
Nacido del pecado y culpa vuestra.


«Mas el alto Señor, que otro dispone,
Y en vuestro bien por su piedad lo ordena,
Que, cuando faltan méritos, compone
Con su sangre y pasión la deuda ajena,
Y por sólo un gemir luego repone
La punición y merecida pena:
Quebrantará con golpe riguroso
La soberbia del bárbaro ambicioso.


«Que, doliéndose ya de la fatiga
Del pueblo pecador, pero cristiano,
Contra la gente pérfida enemiga
Esgrimirá la poderosa mano;
Así de inspiración habrá una liga,
Donde el Papa y Senado Veneciano
Juntarán su poder, su fuerza y gente
Con la del Rey Católico potente.


«Será en gracia de todos elegido
General de la Liga el floreciente
Mozo que, en su niñez desconocido,
Anda en hábito humilde entre la gente;
Pero no me es á mí ya concedido
Revelar lo futuro abiertamente;
Basta que lo verás, pues te asegura
Más larga vida el hado que ventura.


«Mas si quieres saber de esta jornada
El futuro suceso nunca oído
Y la cosa más grande y señalada
Que jamás en historia se ha leído;
Cuando acaso pasares la cañada
Por donde corre Rauco más ceñido,
Verás al pie de un líbano á la orilla,
Una mansa y doméstica corcilla.


«Conviénete seguirla con cuidado
Hasta salir en una gran llanura,
Al cabo de la cual verás á un lado
Una fragosa entrada y selva oscura;
Y, tras la corsa, tímida emboscado,
Hallarás en mitad de la espesura,
Debajo de una tosca y hueca peña,
Una oculta morada muy pequeña.


«Allí, por ser lugar inhabitable,
Sin rastro de persona ni sendero,
Vive un anciano, viejo venerable,
Que famoso soldado fué primero;
De quien sabrás do habita el intratable
Fitón mágico, grande y hechicero,
El cual te informará de muchas cosas
Que están aún por venir, maravillosas.


«No quiero decir más que lo tocante
A las cosas futuras, pues parece
Que habrá materia y campo asaz bastante
En lo que de presente se te ofrece,
Para llevar tus obras adelante,
Pues la grande ocasión te favorece,
Que á mí sólo hasta aquí me es concedido
El poderte decirlo que has oído.


«Mas, si el furor de Marte y la braveza
Te tuvieren la pluma destemplada,
Y quisieres mezclar con su aspereza
Otra materia blanda y regalada,
Vuelve los ojos, mira la belleza
De las damas de España, que, admirada
Estoy, según el bien que allí se encierra,
Cómo no abrasa amor toda la tierra.


«Mas tente, que me importa á mí, primero
Que de los ojos fáciles te fíes,
Prevenir al peligro veenidero
Para que dél con tiempo te desvíes;
Y no aguardes al término postrero,
Ni en tu fuerza y mi ayuda te confíes,
Que, aunque quiera después contraponerme,
Tú cerrarás los ojos por no verme».


¡Oh condición humana! Que al instante
Que me privó que el rostro no volviese,
Sólo aquel impedirme fué bastante
A que el prompto apetito se encendiese;
Y así, sin esperar más que adelante
En el sano consejo procediese,
Volví los ojos luego, y, de improviso,
Vi, si decirse puede, un paraíso.


En un asiento fértil y sabroso,
De alegres plantas y árboles cercado,
Do el cielo se mostraba más hermoso
Y el suelo de mil flores variado,
Cerca de un claro arrollo sonoroso,
Que atravesaba el fresco y verde prado,
Vi junta toda cuanta hermosura
Supo y pudo formar acá Natura.


Eran las damas del cercado aquellas
Que en la dichosa España florecían,
El claro sol, la Luna y las estrellas
En su respeto escuras parecían,
Y sobre sus cabezas todas ellas
Olorosas guirnaldas sostenían
De mil varias maneras rodeadas,
De rubias trenzas, ñudos y lazadas.


Andaban por acá y allá esparcidos,
Gran copia de galanes estimados,
Al regalado y blando amor rendidos,
Corriendo tras sus fines y cuidados;
Unos, en esperanzas sostenidos;
Otros, en sus riquezas confiados;
Todos gozando alegres y contentos
De sus lozanos y altos pensamientos.


En esto, con presteza y furia extraña,
Arrebatado por el aire vano,
La alta cumbre dejé de la montaña,
Bajando al deleitoso y fértil llano,
Donde, si la memoria no me engaña,
Vi la mi guía, á la derecha mano,
Algo medroso, y con turbado gesto
De haberme en tanto riesgo y trance puesto.


Que luego que los pies puse en el suelo,
Los codiciosos ojos ya cebando,
Libres del torpe y del grosero velo
Que la vista hasta allí me iba ocupando,
Un amoroso fuego y blando hielo
Se me fué por las venas regalando,
Y el brío rebelde y pecho endurecido
Quedó al amor sujeto y sometido.


Y, deseoso luego de ocuparme
En obras y canciones amorosas,
Y mudar el estilo, y no curarme
De las ásperas guerras sanguinosas,
Con gran gana y codicia de informarme
De aquel asiento y damas tan hermosas,
En especial y sobre todas de una,
Que vi á sus pies rendida mi fortuna.


Era de tierna edad, pero mostraba
En su sosiego discreción madura,
Y á mirarme parece la inclinaba
Su estrella, su destino y mi ventura;
Yo, que saber su nombre deseaba,
(Rendido y entregado á su hermosura,
Vi á sus pies una letra que decía:
Del tronco de Bazán doña María.


Y por saber más de ella, revolviendo
El rostro y voz á la prudente guía,
Súbito el alboroto y fiero estruendo
De las bárbaras armas y armonía
Me despertó del dulce sueño, oyendo:
«¡Arma, arma! ¡Presto, presto!» Y parecía
Romper el alto cielo los acentos
De las diversas voces é instrumentos.


En esta confusión, medio dormido,
A las vecinas armas corrí presto,
Poniéndome en un punto apercebido
En mi lugar y señalado puesto;
Cuando, con ferocísimo alarido,
Por la áspera ladera del recuesto,
Apareció gran número de gente
Y la rosada Aurora en el Oriente.


Luego también, por una y otra parte,
Con no menores voces y denuedo,
Tanta gente asomó, que al fiero Marte
Con su temeridad pusiera miedo;
Mas, para proceder parte por parte,
Según estoy cansado, ya no puedo:
En el siguiente y nuevo canto pienso
De declararlo todo por extenso.

Canto XIX

En este canto se contiene el asalto que los araucanos dieron á los españoles en el fuerte de Penco; la arremetida de Gracolano á la muralla; la batalla que los marineros y soldados que habían quedado en guarda de los navíos tuvieron en la marina con los enemigos.


Hermosas damas, si mi débil canto
No comienza á esparcir vuestros loores
Y si mis bajos versos no levanto
A concetos de amor y obras de amores,
Mi priesa es grande, y que decir hay tanto,
Que á mil desocupados escritores,
Que en ello trabajasen noche y día,
Para todos materia y campo habría.


Y, aunque apartado á mi pesar me veo
Desta materia y presupuesto nuevo,
Me sacará al camino el gran deseo
Que tengo de cumplir con lo que os debo;
Y si el adorno y conveniente arreo
Me faltan, baste la intención que llevo,
Que es hacer lo que puedo de mi parte,
Supliendo vos lo que faltare en la arte.


Mas la española gente, que se queja
Con causa justa y con razón bastante,
Dándome mucha prisa, no me deja
Lugar para que de otras cosas cante:
Que el ejército bárbaro la aqueja,
Cercando en torno el fuerte en un instante
Con terrible amenaza y alarido,
Como en el canto atrás lo habeis oído.


Luego que en la montaña en lo más alto
Tres gruesos escuadrones parecieron,
Juntos á un mismo tiempo hicieron alto
Y el sitio desde allí reconocieron;
Visto el foso y el muro, el fiero asalto,
Dada la seña, todos tres movieron,
Esgrimiendo las armas de tal suerte
Que á nadie reservaban de la muerte.


El mozo Gracolano, no olvidado
De la arrogante oferta y gran promesa,
De varias y altas plumas rodeado,
Blandiendo una tostada pica gruesa,
Venía dellos gran trecho adelantado,
Rompiendo por el humo y lluvia espesa
De las balas y tiros arrojados
Por brazos y cañones reforzados.


Llegado al justo término, terciando
La larga pica, arremetió furioso,
Y en tierra el firme regatón fijando,
Atravesó de un salto el ancho foso,
Y por la misma pica gateando,
Arriba sobre el muro vitorioso,
A pesar de las armas contrapuestas,
Lanzas, picas, espadas y ballestas.


No agarrochado toro embravecido
La barrera embistió tan impaciente,
Ni fué con tanta fuerza resistido
De espesas armas y apiñada gente,
Como el gallardo bárbaro atrevido,
Que temeraria y veenturosamente,
Rompiendo al parecer lo más seguro,
Sube por fuerza al defendido muro.


Donde sueltas las armas empachadas,
Que aprovecharse dellas no podía,
A bocados, á coces y á puñadas
Ganar la plaza el solo pretendía;
Los tiros, golpes, botes y estocadas
Con gran destreza y maña rebatía
Poniendo pecho y hombro suficiente
Al ímpetu y furor de tanta gente.


En medio de las armas, á pie quedo,
Sin ellas su promesa sustentaba,
Y con gran pertinacia y poco miedo,
De morir más adentro procuraba;
Y en el vano propósito y denuedo,
Herido ya en mil partes, porfiaba,
Que su loca fortuna y diestra suerte
Tenían suspenso el golpe de la muerte.


Así que en la demanda necia instando,
Se arroja entre los hierros, y se mete
Cual perro espumajoso, que, rabiando,
Adonde más le hieren arremete;
Y el peligro y la vida despreciando
Lo más dudoso y áspero acomete,
Desbaratando en torno mil espadas
Al obstinado pecho encaminadas.


Viéndose en tal lugar solo, y tratado
Según la temeraria confianza,
No de su pretensión desconfiado,
Mas con alguna menos esperanza,
A los brazos cerró con un soldado
Y de las manos le sacó la lanza,
Sobre la cual, echándose, en un punto,
Pensó salvar el foso y vida junto.


Mas la instable Fortuna, ya cansada
De serle curadora de la vida,
Dio paso en aquel tiempo á una pedrada
De algún gallardo brazo despedida,
Que en la cóncava sien la arrebatada
Piedra gran parte le quedó sumida,
Trabucándole luego de lo alto,
Yendo en el aire en la mitad del salto.


Como el troyano Euricio, que volando
La tímida paloma por el cielo,
Con gran presteza el corvo arco flechando,
La atravesó en la furia de su vuelo,
Que, retorciendo el cuerpo y revolando
Como redondo ovillo vino al suelo,
Así el herido mozo en descubierto,
Dentro del hondo foso cayó muerto.


De treinta y seis heridas justamente
Cayó el mísero cuerpo atravesado,
Sin el último golpe de la frente
Que el número cerró ya rematado;
Y la pica, que el bárbaro valiente
De franca y buena guerra había ganado,
Quedó arrimada al foso de manera
Que un trozo descubierto estaba fuera.


Pero el joven Pinol, que prometido
Había de acompañarle en el asalto
Y con él hasta el foso arremetido,
Aunque no se atrevió á tan grande salto
Como al valiente amigo vió tendido
Y descubrir la pica por lo alto,
La arrebató, tomando por remedio
Poner con pies ligeros tierra en medio.


Mas como no haya maña ni destreza
Contra el hado preciso y dura suerte,
Ni bastan prestos pies, ni ligereza
A escapar de las manos de la muerte,
Que al que piensa huir, con más presteza
Le alcanza de su brazo el golpe fuerte,
Como al ligero bárbaro le avino
En mudando propósito y camino.


Que apenas cuatro pasos había dado,
Cuando dos gruesas balas le cogieron
Y, de la espalda al pecho atravesado
A un tiempo por dos partes le tendieron;
No dió la alma tan presto, que un soldado
De dos que á socorrerle arremetieron,
De la costosa lanza no trabase
Y con peligro suyo la salvase.


Luego, de trompas gran rumor sonando,
La gruesa pica en alto levantaron,
Y á toda furia en hila igual cerrando,
Al foso con gran ímpetu llegaron;
Donde, forzosamente reparando,
La munición y flechas descargaron
En tanta multitud, que parecían
Que la espaciosa tierra y Sol cubrían.


Pues en esta sazón Martín de Elvira,
Que así nuestro español era llamado,
De lejos la perdida lanza mira
Que el muerto Gracolán le había ganado:
Con loable vergüenza, ardiendo en ira,
De recobrar su honor deliberado,
Por una angosta puerta que allí había
Solo y sin lanza á combatir salía


Con un osado joven que delante
Venía la tierra y cielo despreciando,
De proporción y miembros de gigante,
Una asta de dos costas blandeando,
Que acá y allá con término galante
La gruesa y larga pica floreando,
Ora de un lado y de otro, ora derecho,
Quiso tentar del enemigo el pecho,


Tirando un recio bote, que cebado
Le retrujo seis pasos, de tal suerte,
Que el gallardo español desatinado
Se vió casi en las manos de la muerte;
Pero, como animoso y reportado,
Haciendo recio pie, se tuvo fuerte
Pensando asirla pica con la mano;
Mas este pensamiento salió vano.


Que el indio con destreza y gran soltura,
Saltó ligero atrás cobrando tierra
Y blandiendo la gruesa picadura
Quiso con otro rematar la guerra;
Mas el prompto español, que entrar procura
Dándole lado, de la pica afierra,
Y aguijando por ella á su despecho
Cerró presto con él, pecho con pecho.


Y habiendo con presteza arrebatado
Una secreta daga que traía,
Cinco veces ó seis por el costado
Del bravo corazón tentó la vía;
El bárbaro mortal, ya desangrado,
Por todas la furiosa alma rendía,
Cayendo el cuerpo inmenso en tierra frío,
Ya de sangre y espíritu vacío.


El valiente español, que vió tendido
A su enemigo, y la vitoria cierta,
Cobró la pica y crédito perdido
Retrayéndose ufano hacia la puerta;
Donde, por los amigos conocido,
Fué sin contraste en un momento abierta
Y dentro recebido alegremente,
Con grande aplauso y grita de la gente.


En este tiempo ya por todos lados
La plaza los contrarios expugnaban,
Que, á vencer ó morir determinados
Por los fuegos y tiros se lanzaban;
Y encima de los muertos hacinados
Los vivos á tirar se levantaban,
De donde más la cierta puntería
El encubierto blanco descubría.


Unos, con ramas, tierra y con maderos
Ciegan el hondo foso presurosos;
Otros, que más presumen de ligeros,
Hacen pruebas y saltos peligrosos;
Y los que les tocaba ser postreros,
De llegar á las manos deseosos,
Tanto el ir adelante procuraban,
Que dentro á los primeros arrojaban.


Mas de los muchos muertos y heridos
De nuestros arcabuces de mampuesto
Y de otros arrojados y caídos,
El foso se cegó y allanó presto;
Por do los enemigos atrevidos
Arremetieron, el temor pospuesto,
Llegando por las partes más guardadas
A medir con nosotros las espadas.


Y prosiguiendo en el osado intento,
De nuevo empiezan un combate duro;
Mas otros con mayor atrevimiento
Trepaban por las picas sobre el muro,
Que al bárbaro furor y molimiento
Ningún alto lugar había seguro,
Ni parte, por más áspera que fuese,
Donde no se escalase y combatiese.


Los nuestros, sobre el muro amontonados,
Los rebaten, impelen y maltratan,
Y con lanzas y tiros arrojados
Los derriban abajo y desbaratan;
Mas poco (los demás) escarmentados
La difícil subida no dilatan,
Antes procuran luego embravecidos
Ocupar el lugar de los caídos.


Unos así tras otros procediendo,
Ganosos de honra y de temor desnudos,
Siempre la priesa y multitud creciendo
Crece la furia de los golpes crudos;
Los defendidos términos rompiendo,
Cubiertos de sus cóncavos escudos,
Nos pusieron en punto y apretura
Que estuvo lo imposible en aventura.


En este tiempo Tucapel furioso
Apareció gallardo en la muralla,
Esgrimiendo un bastón fuerte y ñudoso
Todo cubierto de luciente malla,
Como el león de Libia vedijoso,
Que abriendo de la tímida canalla
El tejido escuadrón con furia horrenda
Desembaraza la impedida senda.


Así el furioso bárbaro arrogante
Discurre por el muro, derribando
Cuanto allí se le opone y ve delante,
Su misma gente y armas tropellando;
Quisiera tener lengua y voz bastante
Para poder en suma ir relatando
El singular esfuerzo y valentía
Que el bravo Tucapel mostró aquel día.


No las espesas picas ni pertrechos
Bastan puestas en contra á resistirle,
Ni fuertes brazos, ni robustos pechos
Pueden acometiéndole impedirle
Que montones de gente y armas hechos
Rompe y derriba sin poder sufrirle,
Y aún, no contento de esto, osadamente
Se arroja dentro, en medio de la gente.


Y al peligro las fuerzas añadiendo,
La poderosa maza rodeaba,
Unos desbaratando, otros rompiendo;
Siempre más tierra y opinión ganaba;
Al fin, los duros golpes resistiendo,
Por las armas y gente atravesaba,
Hiriendo siempre á diestro y á siniestro
Con grande riesgo suyo y daño nuestro.


También hacia la banda del poniente
Había Peteguelén arremetido,
Y, á despecho y pesar de nuestra gente,
En lo más alto del bastión subido;
Que el valeroso corazón ardiente
Le había por las entrañas esparcido
Un belicoso ardor, como si fuera
En la verde y robusta edad primera.


Mucho no le duró, que á poca pieza,
Le arrebató una bala desmandada
De los dispuestos hombros la cabeza,
Rematando su próspera jornada;
Tras ésta disparó luego otra pieza,
Hacia la misma parte encaminada,
Llevando á Guampicol, que le seguía,
Y á Surco, Longomilla y Lebopía.


La gente que en las naos había quedado
Viendo el rumor y priesa repentina,
Cual salta luego arriba desarmado,
Cual con rodela, cual con coracina;
Quién se arroja al batel, y quién á nado
Piensa arribar más presto á la marina,
Llamando cada cual á quien debía
Y ninguno aguardaba compañía.


Así, á nado y á remo, con gran pena
El molesto y prolijo mar cortaron,
Y en la ribera y deseada arena
Casi todos á un tiempo pie tomaron;
Donde, con diciplina y orden buena,
Un cerrado escuadrón luego formaron,
Marchando á socorrer á los amigos
Por medio de las armas y enemigos.


Del mar no habían sacado los pies, cuando,
Por la parte de abajo, con ruïdo
Les sale un escuadrón en contra, dando
Una furiosa carga y alarido:
Venía el primero, el paso apresurando,
El suelto Fenistón, mozo atrevido,
Que de los otros quiso adelantarse
Con gana y presunción de señalarse.


Nuestra gente con orden y osadía,
Siguiendo su derrota y firme intento,
A la enemiga opuesta arremetía,
Que aún de esperar no tuvo sufrimiento;
Y á recebir á Fenistón salía,
Con paso no menor y atrevimiento,
El dïestro Julián de Valenzuela,
La espada en mano, al pecho la rodela.


Fué allí el primero que empezó el asalto
El presto Fenistón anticipado
Dando un ligero y no pensado salto,
Con el cual descargó un bastón pesado;
Mas Valenzuela, la rodela en alto,
A dos manos el golpe ha reparado,
Dejándole atronado de manera
Como si encima un monte le cayera.


Bajó la ancha rodela á la cabeza,
Tanto fué el golpe recio y desmedido,
Y el trasportado joven una pieza
Fué rodando de manos aturdido;
Mas luego, aunque atronado, se endereza,
Y volviendo del todo en su sentido,
Pudo al través, hurtándose de un salto,
Huir la maza que calaba de alto.


Entró el leño por tierra un gran pedazo
Con el gran peso y fuerza que traía,
Que, visto Valenzuela el embarazo
Del bárbaro y el tiempo que él tenía,
Metiendo con presteza el pie y el brazo,
El pecho con la espalda le cosía,
Y, al sacar la caliente y roja espada,
Le llevó de revés media quijada.


El araucano ya con desatino
Le echó los brazos sin saber por donde;
Mas el joven, tentando otro camino,
Arrancada la daga, le responde;
Que con la priesa y fuerza que convino,
Tres veces en el cuerpo se la esconde,
Haciéndole extender, ya casi helados,
Los pies y fuertes brazos anudados.


Ya en aquella sazón ninguno había
Que sólo un punto allí estuviese ocioso;
Mas cada cual solícito corría
A lo más necesario y peligroso;
Era el estruendo tal, que parecía
El batir de las armas presuroso
Que de sus fijos quicios todo el cielo
Desencajado se viniese al suelo.


Por otra parte, arriba en la muralla,
Siempre con rabia y priesa hervorosa
Andaba muy reñida la batalla,
Y la vitoria en confusión dudosa;
Vuela en el aire la cortada malla,
Y de sangre caliente y espumosa
Tantos arroyos en el foso entraban,
Que los cuerpos en ella ya nadaban.


Así de acá y de allá gallardamente
Por la plaza y honor se contendía:
Quién sobre el muerto sube diligente,
Quién muerto sobre el vivo allí caía;
Don García de Mendoza, entre su gente,
Su cuartel con esfuerzo defendía,
Al gran furor y bárbara violencia
Haciendo suficiente resistencia.


Don Felipe Hurtado á la otra mano,
Don Francisco de Andía y Espinosa
Y don Simón Pereira, lusitano,
Don Alonso Pacheco y Ortigosa,
Contrapuestos al ímpetu araucano,
Hacían prueba de esfuerzo milagrosa,
Resistiendo á gran número la entrada,
A pura fuerza y valerosa espada.


Vasco Juárez también por otra parte,
Carrillo y don Antonio de Cabrera,
Arias Pardo, Riberos y Lasarte,
Córdoba, y Pedro de Olmos de Aguilera,
Subidos sobre el alto baluarte,
Herían en los contrarios de manera
Que, aunque eran infinitos, bien seguro
Por toda aquella banda estaba el muro.


No menos se mostraba peleando
Juan de Torres, Garnica y Campo Frío,
Don Martín de Guzmán y Don Hernando
Pacheco, Gutiérrez, Zúñiga, y Berrío,
Ronquillo, Lira, Osorio, Vaca, Ovando,
Haciendo cosas que el ingenio mío,
Aunque libre de estorbos estuviera,
Contarlas por extenso no pudiera.


Tanto el daño creció, que, de aquel lado,
Los fieros araucanos aflojaron,
Y rostro á rostro, en paso concertado,
Quebrantado el furor, se retiraron:
Los otros, visto el daño no pensado,
También del loco intento se apartaron,
Quedando Tucapel dentro del fuerte
Hiriendo derribando y dando muerte.


No desmayó por esto, antes ardía
En cólera rabiosa y viva saña,
Y aquí y allí furioso discurría,
Haciendo en todas partes riza extraña;
Tropella á Bustamante y á Mexía,
Derriba á Diego Pérez y á Saldaña.
Mas ya es razón, pues he cantado tanto,
Dar fin al gran destrozo y largo canto.

Canto XX

Retiranse los araucanos con pérdida de mucha gente; escápase Tucapel muy herido rompiendo por los enemigos; cuenta Tegualda á don Alonso de Ercilla el extraño y lastimoso proceso de su historia.


Nadie prometa sin mirar primero
Lo que de su caudal y fuerza siente,
Que quien en prometer es muy ligero,
Proverbio es que de espacio se arrepiente,
La palabra es empeño verdadero
Que habemos de quitar forzosamente,
Y es derecho común y ley expresa
Guardar al enemigo la promesa.


Bien fuera destas leyes va la usanza
Que en este tiempo mísero se tiene,
Promesas que os ensanchan la esperanza
Y ninguna se cumple ni mantiene;
Así la vana y necia confianza,
Que estribando en el aire nos sostiene,
Se viene al suelo, y llega el desengaño
Cuando es mayor que la esperanza el daño.


De mí sabré decir cuán trabajada
Me tiene la memoria y con cuidado
La palabra que di (bien excusada)
De acabar este libro comenzado:
Que la seca materia, desgustada,
Tan desierta y estéril, que he tomado,
Me promete hasta el fin trabajo sumo,
Y es malo de sacar de un terrón zumo.


¿Quién me metió entre abrojos y por cuestas,
Tras las roncas trompetas y atambores,
Pudiendo ir por jardines y florestas
Cogiendo varias y olorosas flores,
Mezclando en las empresas y recuestas,
Cuentos, ficciones, fábulas y amores,
Donde correr sin límite pudiera,
Y, dando gusto, yo lo recibiera?


¿Todo ha de ser batallas y asperezas,
Discordia, fuego, sangre, enemistades,
Odios, rencores, sañas y bravezas,
Desatino, furor, temeridades,
Rabias, iras, venganzas y fierezas,
Muertes, destrozos, rizas, crueldades,
Que al mismo Marte ya pondrán hastío,
Agotando un caudal mayor que el mío?


Mas á mí me es forzoso ser paciente,
Pues de mi voluntad quise obligarme
Y así os pido, señor, humildemente,
Que no os dé pesadumbre el escucharme;
Quel atrevido bárbaro valiente
Aún no me da lugar de disculparme:
Tal es la furia y priesa con que viene,
Que apresurar la mano me conviene.


El cual, como encerrada bestia fiera,
Ora de aquella y ora desta parte
Abre sangrienta y áspera carrera,
Y por todas el daño igual reparte;
Con un orgullo tal que acometiera,
Allá en su quinto trono al fiero Marte,
Si viera modo de subir al cielo,
Según era gallardo de cerbelo


Pero viéndose solo y mal herido
Y el ejército bárbaro deshecho.
Y todo el fiero hierro convertido
Contra su fuerte y animoso pecho,
Se retrujo á una parte, en la cual vido
Quel cerro era peinado y muy derecho,
Sin muro de aquel lado, donde un salto
Había de más de veinte brazas de alto.


Como si en tal sazón alas tuviera
Más seguras que Dédalo las tuvo,
Se arroja desde arriba, de manera
Que parece que en ellas se sostuvo;
Hizo prueba de sí fuerte y ligera,
Que el salto, aunque mortal, en poco tuvo,
Cayendo abajo el bárbaro gallardo
Como una onza ligera ó suelto pardo.


Mas, bien no se lanzó, que en seguimiento
Infinidad de tiros le arrojaron,
Que, aunque no le alcanzara el pensamiento,
Antes que fuese abajo le alcanzaron,
Fué tanto el descargar, que en un momento,
En más de diez lugares le llagaron;
Pero no de manera que cayese,
Ni sólo un paso y pie descompusiese.


Viéndose abajo y tan herido, luego
Del propósito y salto arrepentido,
Abrasado en rabioso y vivo fuego,
Terrible y más que nunca embravecido
Quisiera revolver de nuevo al juego
Y vengarse del daño recebido;
Mas era imaginarlo desatino,
Que el cerro era tajado y sin camino.


Cinco ó seis veces la difícil vía
Y de fortuna el crédito tentaba,
Que fácil lo imposible le hacía
El coraje y furor que le incitaba;
Por un lado y por otro discurría,
Todo de acá y de allá lo rodeaba,
Como el hambriento lobo encarnizado
Rodea de los corderos el cercado.


Mas, viendo, al fin, que era designio vano
Y de tiros sobre él la lluvia espesa,
Retirándose á un lado, vió en el llano
La trabada batalla y fiera priesa;
Y como el levantado halcón lozano,
Que, yendo alta la garza, se atraviesa
El cobarde milano, y desde el cielo
Cala á la presa con furioso vuelo:


Así el gallardo Tucapel, dejado
El temerario intento infrutuoso,
Revuelve á la otra banda, encaminado
Al reñido combate sanguinoso;
En esto el bando infiel desconfiado,
(De mucha gente y sangre perdidoso)
Se retiró, siguiendo las banderas,
Que iban marchando ya por las laderas.


No por eso torció de su demanda
Un sólo paso el bárbaro valiente,
Antes recio embistió por una banda,
Tropellando de golpe mucha gente;
Y dándoles terrible escurribanda,
Pasó de un cabo á otro francamente,
Hiriendo y derribando de manera
Que dejó bien abierta la carrera.


Quién queda allí estropeado, quién tullido,
Quién se duele, quién gime, quién se queja,
Quién cae acá, quién cae allá, aturdido,
Quién, haciéndole plaza, dél se aleja,
Y en el largo escuadrón de armas tejido
Un gran portillo y ancha calle deja,
Con el furor que el fiero rayo apriesa
Rompe el aire apretado y nube espesa.


De tal manera Tucapel, abriendo
De parte á parte el escuadrón cristiano,
Arriba á los amigos, que siguiendo
Iban la retirada á paso llano,
Con el concierto y orden procediendo
Que vemos ir las grullas el verano,
Cuando de su tendida y negra banda
Ninguna se adelanta ni desmanda.


Nosotros, aunque pocos, cuando vimos
Que á espaldas vueltas iban ya marchando,
De nuestro fuerte en gran tropel salimos,
En la campaña un escuadrón formando,
Y á paso moderado los seguimos,
De la vitoria enteramente usando;
Pero dimos la vuelta apresurada
Temiendo alguna bárbara emboscada.


Duró, pues, el reñido asalto tanto,
Que el Sol en lo más alto levantado,
Distaba del poniente en punto cuanto
Estaba del oriente desviado;
Nosotros ya seguros, entre tanto
Que remataba el curso acostumbrado,
Dando lugar á las noturnas horas
Del personal trabajo aliviadoras.


El ciego foso alrededor limpiamos,
Sin descansar un punto diligentes,
Y en muchas partes del desbaratamos
Anchas traviesas y formadas puentes;
Los lugares más flacos reparamos
Con industria y defensas suficientes,
Fortificando el sitio de manera
Que resistir un gran furor pudiera.


La negra noche á más andar cubriendo
La tierra, que la luz desamparaba,
Se fué toda la gente recogiendo,
Según y en el lugar que le tocaba,
La guardia y centinelas repartiendo,
Que el tiempo estrecho á nadie reservaba,
Me cupo el cuarto de la prima en suerte
En un bajo recuesto junto al fuerte.


Donde con el trabajo de aquel día
Y no me haber en quince desarmado,
El importuno sueño me afligía,
Hallándome molido y quebrantado;
Mas con nuevo ejercicio resistía,
Paseándome deste y de aquel lado,
Sin parar un momento: tal estaba,
Que de mis propios pies no me fiaba.


No el manjar de sustancia vaporoso,
Ni vino muchas veces trasegado,
Ni el hábito y costumbre de reposo
Me habían el grave sueño acarreado;
Que bizcocho negrísimo y mohoso,
Por medida de escasa mano dado,
Y la agua llovediza desabrida
Era el mantenimiento de mi vida.


Y á veces la ración se convertía
En dos tasados puños de cebada,
Que, cocida con yerbas, nos servía
Por la falta de sal la agua salada;
La regalada cama en que dormía
Era la húmida tierra empantanada,
Armado siempre y siempre en ordenanza,
La pluma ora en la mano, ora la lanza.


Andando, pues, así con el molesto
Sueño que me aquejaba porfiando,
Y en gran silencio el encargado puesto
De un canto al otro canto paseando,
Vi que estaba el un lado del recuesto
Lleno de cuerpos muertos blanqueando,
Que nuestros arcabuces aquel día
Habían hecho gran riza y batería.


No mucho después desto, yo, que estaba
Con ojo alerto y con atento oído,
Sentí de rato en rato que sonaba
Hacia los cuerpos muertos un ruïdo
Que siempre al acabar se remataba
Con un triste sospiro sostenido,
Y tornaba á sentirse, pareciendo
Que iba de cuerpo en cuerpo discurriendo.


La noche era tan lóbrega y escura
Que divisar lo cierto no podía;
Y así por ver el fin desta aventura
(Aunque más por cumplir lo que debía)
Me vine, agazapado en la verdura
Hacia la parte que el rumor se oía,
Donde ví entre los muertos ir oculto
Andando á cuatro pies, un negro bulto.


Yo de aquella visión mal satisfecho,
Con un temor que ahora aún no lo niego,
La espada en mano y la rodela al pecho,
Llamando á Dios, sobre él aguijé luego:
Mas el bulto se puso en pie derecho
Y con medrosa voz y humilde ruego
Dijo: «Señor, señor, merced te pido,
Que soy mujer, y nunca te he ofendido.


«Si mi dolor y desventura extraña
A lástima y piedad no te inclinaren,
Y tu sangrienta espada y fiera saña
De los términos lícitos pasaren,
¿Qué gloria adquirirás de tal hazaña,
Cuando los justos cielos publicaren
Que se empleó en una mujer tu espada,
Viuda, mísera, triste y desdichada?


«Ruégote, pues, señor, si por ventura
Ó desventura, como fué la mía,
Con amor verdadero y fe pura
Amaste tiernamente en algún día,
Me dejes dará un cuerpo sepultura»
Que yace entre esta muerta compañía;
Mira que aquel que niega lo que es justo,
Lo malo aprueba ya y se hace injusto.


«No quieras impedir obra tan pía,
Que aún en bárbara guerra se concede,
Que es especie y señal de tiranía
Usar de todo aquello que se puede;
Deja buscar su cuerpo á esta alma mía;
Después furioso con rigor procede,
Que ya el dolor me ha puesto en tal extremo,
Que más la vida que la muerte temo.


«Que no sé mal que ya dañar me pueda,
Ni hay bien mayor que no le haber tenido,
Acábese y fenezca lo que queda,
Pues que mi dulce amigo ha fenecido;
Que, aunque el cielo cruel no me conceda
Morir mi cuerpo con el suyo unido,
No estorbará, por más que me persiga,
Que mi afligido espíritu le siga».


En esto con instancia me rogaba
Que su dolor de un golpe rematase;
Mas yo, que en duda y confusión estaba,
Aún, teniendo temor que me engañase,
Del verdadero indicio no fiaba
Hasta que un poco más me asegurase,
Sospechando que fuese alguna espía
Que á saber cómo estábamos venía.


Bien que estuve dudoso, pero luego,
(Aunque la noche el rostro le encubría),
En su poco temor y gran sosiego
Vi que verdad en todo me decía,
Y que el pérfido amor, ingrato y ciego
En busca del marido la traía,
El cual en la primera arremetida,
Queriendo señalarse, dió la vida.


Movido, pues, á compasión de vella,
Firme en su casto y amoroso intento,
De allí salido, me volví con ella
A mi lugar y señalado asiento:
Donde yo le rogué que su querella
Con ánimo seguro y sufrimiento
Desde el principio al cabo me contase
Y deshogando la ansia descansase.


Ella dijo: «¡Ay de mí!, que es imposible
Tener jamás descanso hasta la muerte,
Que es sin remedio mi pasión terrible
Y más que todo sufrimiento fuerte:
Mas, aunque me será cosa insufrible,
Diré el discurso de mi amarga suerte;
Quizá que mi dolor, (según es grave)
Podrá ser que esforzándole me acabe.


«Yo soy Tegualda, hija desdichada
Del cacique Brancol desventurado,
De muchos por hermosa en vano amada,
Libre un tiempo de amor y de cuidado;
Pero muy presto la Fortuna, airada
De ver mi libertad y alegre estado,
Turbó de tal manera mi alegría,
Que al fin muero del mal que no temía.


«De muchos fuí pedida en casamiento,
Y á todos igualmente despreciaba,
De lo cual mi buen padre descontento
Que yo acetase alguno me rogaba;
Pero con franco y libre pensamiento
De su importuno ruego me excusaba,
Que era pensar mudarme desvarío
Y martillar sin fruto en hierro frío.


«No por mis libres y ásperas respuestas
Los firmes pretensores aflojaron,
Antes con nuevas pruebas y recuestas
En su vana demanda más instaron,
Y con danzas, con juegos y otras fiestas
Mudar mi firme intento procuraron,
No les bastando maña ni artificio
A sacar mi propósito de quicio.


«Muy presto, pues, llegó el postrero día
Desta mi libertad y señorío,
¡Oh, si lo fuera de la vida mía!,
Pero no pudo ser, que era bien mío.
En un lugar que junto al pueblo había,
Donde el claro Gualebo, manso río,
Después que sus viciosos campos riega,
El nombre y agua al ancho Itata entrega.


«Allí, para castigo de mi engaño,
Que fuese á ver sus fiestas me rogaron,
Y como había de ser para mi daño.
Fácilmente comigo lo acabaron;
Luego, por orden y artificio extraño.
La larga senda y pasos enramaron,
Pareciéndoles malo el buen camino,
Y que el Sol de tocarme no era dino.


«Llegué por varios arcos donde estaba
Un bien compuesto y levantando asiento,
Hecho por tal manera que ayudaba
La maestra natura al ornamento;
El agua clara entorno murmuraba,
Los árboles movidos por el viento
Hacían un movimiento y un ruïdo
Que alegraban la vista y el oído.


«Apenas, pues, en él me había asentado,
Cuando un alto y solene bando echaron,
Y del ancho palenque y estacado
La embarazosa gente despejaron,
Cada cual á su puesto retirado;
La acostumbrada lucha comenzaron,
Con un silencio tal, que los presentes
Juzgaran ser pinturas más que gentes.


«Aunque había muchos jóvenes lucidos,
Todos al parecer competidores,
De diferentes suertes y vestidos
Y de un fin engañoso pretensores;
No estaba en cuáles eran los vencidos,
Ni cuáles habían sido vencedores,
Buscando acá y allá entretenimiento
Con un ocioso y libre pensamiento.


«Yo, que en cosa de aquellas no paraba,
El fin de sus contiendas deseando;
Ora los altos árboles miraba,
De natura las obras contemplando,
Ora la agua que el prado atravesaba,
Las varias pedrezuelas numerando,
Libre á mi parecer y muy segura
De cuidado, de amor y desventura.


«Cuando un gran alboroto y vocería
(Cosa muy cierta en semejante juego)
Se levantó entre aquella compañía,
Que me sacó de seso y mi sosiego;
Yo, queriendo entender lo que sería,
Al más cerca de mí pregunté luego
La causa de la grita ocasionada,
Que me fuera mejor no saber nada.


«El cual dijo: «Señora, ¿no has mirado
Cómo el robusto joven Mareguano
Con todos cuantos mozos ha luchado
Los ha puesto de espaldas en el llano?
Y cuando ya esperaba, confiado,
Que la bella guirnalda de tu mano
Le ciñera la ufana y leda frente
En premio y por señal del más valiente,


«Aquel gallardo mozo, bien dispuesto,
Del vestido de verde y encarnado,
Con gran facilidad le ha en tierra puesto,
Llevándole el honor que había ganado;
Y el fácil y liviano pueblo, desto
Como de novedad maravillado,
Ha levantado aquel confuso estruendo,
La fuerza del mancebo encareciendo.


«Y también Mareguano, que procura
De volver á luchar, el cual alega
Que fué siniestro caso y desventura,
Que en fuerza y maña el otro no le llega;
Pero la condición y la postura
Del expreso cartel se lo deniega,
Aunque el joven con ánimo valiente
Da voces que es contento y lo consiente.


«Pero los jueces, por razón, no admiten
Del uno ni del otro el pedimiento,
Ni en modo alguno quieren ni permiten
Inovación en esto y movimiento;
Mas que de su propósito se quiten,
Si entrambos de común consentimiento
(Pareciendo primero en tu presencia)
No alcanzaren de tí franca licencia".


«En esto, á mi lugar enderezando
De aquella gente un gran tropel venía,
Que como junto á mí llegó, cesando
El discorde alboroto y vocería,
El mozo vencedor la voz alzando,
Con una humilde y baja cortesía,
Dijo: «Señora, una merced te pido,
Sin haberla mis obras merecido:


«Que si soy extranjero y no merezco
Hagas por mí lo que es tan de tu oficio,
Como tu siervo natural me ofrezco
De vivir y morir en tu servicio;
Que aunque el agravio aquí yo le padezco,
Por dar desta mi oferta algún indicio,
Quiero, si dello fueres tú servida,
Luchar con Mareguano otra caïda.


«Y otra, y otra y aún más, si él quiere, quiero,
Hasta dejarle en todo sastifecho;
Y consiento que al punto y ser primero
Se reduzga la prueba y el derecho;
Que siendo en tu presencia, cierto espero
Salir con mayor gloria deste hecho;
Danos licencia, rompe el estatuto
Con tu poder sin límite absoluto».


«Esto dicho, con baja reverencia,
La respuesta, mirándome, esperaba;
Mas yo, que sin recato y advertencia
(Escuchándole atenta) le miraba,
No sólo concederle la licencia,
Pero ya que venciese deseaba;
Y así le respondí: «Si yo algo puedo,
Libre y graciosamente lo concedo».


«Luego, con un gallardo continente
Ambos juntos de mí se despidieron,
Y con grande alborozo de la gente
En la cerrada plaza los metieron,
Adonde los padrinos igualmente
El Sol ya bajo y campo les partieron;
Y dejándolos solos en el puesto,
El uno para el otro movió presto.


«Juntáronse en un punto, y porfiando
Por el campo anduvieron un gran trecho,
Ora volviendo en torno y volteando,
Ora yendo al través, ora al derecho,
Ora alzándose en alto, ora bajando,
Ora en sí recogidos, pecho á pecho,
Tan estrechos, gimiendo se tenían
Que recebir aliento aún no podían.


«Volvían á forcejar con un ruïdo,
Que era de ver y oírlos cosa extraña;
Pero el mozo extranjero, ya corrido
De su poca pujanza y mala maña,
Alzó de tierra al otro y de un gemido
De espaldas le trabuca en la campaña,
Con tal golpe que al triste Mareguano
No le quedó sentido y hueso sano.


«Luego, de mucha gente acompañado,
Á mi asiento los jueces le trujeron,
El cual ante mis pies arrodillado,
Que yo le diese el precio me dijeron:
No sé si fué su estrella ó fué mi hado,
Ni las causas que en esto concurrieron,
Que comencé á temblar, y un fuego ardiendo
Fué por todos mis huesos discurriendo.


«Halléme tan confusa y alterada
De aquella nueva causa y acidente,
Que estuve un rato atónita y turbada
En medio del peligro y tanta gente;
Pero volviendo en mí más reportada,
Al vencedor en todo dignamente,
(Que estaba allí inclinado ya en mi falda)
Le puse en la cabeza la guirnalda.


«Pero bajé los ojos al momento
De la honesta vergüenza reprimidos,
Y el mozo con un largo ofrecimiento
Inclinó á sus razones mis oídos;
Al fin se fué, llevándome el contento
Y dejando turbados mis sentidos,
Pues que llegué de amor y pena junto
De sólo el primer paso al postrer punto.


«Sentí una novedad que me apremiaba
La libre fuerza y el rebelde brío,
A la cual sometida se entregaba
La razón, libertad y el albedrío;
Yo que, cuando acordé, ya me hallaba
Ardiendo en vivo fuego el pecho frío,
Alcé los ojos tímidos cebados
Que la vergüenza allí tenía abajados.


«Roto con fuerza súbita y furiosa
(De la vergüenza y continencia) el freno,
Le seguí con la vista deseosa,
Cebando más la llaga y el veeneno;
Que sólo allí mirarle y no otra cosa
Para mi mal hallaba que era bueno;
Así que, adondequiera que pasaba
Tras sí los ojos y alma me llevaba.


«Vile que á la sazón se apercebía
Para correr el palio acostumbrado,
Que una milla de trecho y más tenía
El término del curso señalado;
Y al suelto vencedor se prometía
Un anillo de esmaltes rodeado
Y una gruesa esmeralda bien labrada,
Dado por esta mano desdichada.


«Más de cuarenta mozos en el puesto
A pretender el precio parecieron,
Donde, en la raya el pie cada cual puesto,
Promptos y apercebidos atendieron:
Que no sintieron la señal tan presto,
Cuando todos en hila igual partieron
Con tal velocidad, que casi apenas
Señalaban la planta en las arenas.


«Pero Crepino, el joven extranjero,
Que así de nombre propio se llamaba,
Venía con tanta furia el delantero,
Que al presuroso viento atrás dejaba;
El rojo palio al fin tocó el primero,
Que la larga carrera remataba,
Dejando con su término agraciado
El circunstante pueblo aficionado.


«Y con solene triunfo, rodeando
La llena y ancha plaza, le llevaron;
Pero después á mi lugar tornando
Que le diese el anillo me rogaron;
Yo, un medroso temblor disimulando,
(Que atentamente todos me miraron)
Del empacho y temor pasado el punto
Le di mi libertad y anillo junto.


«Él me dijo: "Señora, te suplico
Le recibas de mí, que aunque parece
Pobre y pequeño el don, te certifico
Que es grande la afición con que se ofrece;
Que con este favor quedaré rico
Y así el ánimo y fuerzas me engrandece,
Que no habrá empresa grande ni habrá cosa
Que ya me pueda ser dificultosa»


«Yo, por usar de toda cortesía
(Que es lo que á las mujeres perficiona)
Le dije que el anillo recebía
Y más la voluntad de tal persona;
En esto toda aquella compañía,
Hecha en torno de mí espesa corona,
Del ya agradable asiento me bajaron
Y á casa de mi padre me llevaron.


«No con pequeña fuerza y resistencia
Por dar satisfación de mí á la gente,
Encubrí tres semanas mi dolencia,
Siempre creciendo el daño y fuego ardiente
Y mostrando venir á la obediencia
De mi padre y señor, mañosamente
Le di á entender por señas y rodeo
Querer cumplir su ruego y mi deseo.


«Diciendo que, pues él me persuadía
Que tomase parientes y marido
Al parecer, según que convenía,
Yo por le obedecer le había elegido,
El cual era Crepino, que tenía
Valor, suerte y linaje conocido,
Junto con ser discreto, honesto, afable,
De condición y término loable.


«Mi padre, que con sesgo y ledo gesto
Hasta el fin escuchó el parecer mío,
Besándome en la frente, dijo: «En esto
Y en todo me remito á tu albedrío;
Pues de tu discreción é intento honesto
Que elegirás lo que conviene fío,
Y bien muestra Crepino en su crianza
Ser de buenos respetos y esperanza».


«Ya que con voluntad y mandamiento
A mi honor y deseo satisfizo,
Y la vana contienda y fundamento
De los presentes jóvenes deshizo,
El infelice y triste casamiento
En forma y acto público se hizo,
Hoy hace justo un mes, ¡oh suerte dura,
Qué cerca está del bien la desventura!


«Ayer me vi contenta de mi suerte,
Sin temor de contraste ni recelo;
Hoy la sangrienta y rigurosa muerte,
Todo lo ha derribado por el suelo.
¿Qué consuelo ha de haber á mal tan fuerte?
¿Qué recompensa puede darme el Cielo
Adonde ya ningún remedio vale
Ni hay bien que con tan grande mal se iguale?


«Éste es, pues, el proceso, ésta es la historia,
Y el fin tan cierto de la dulce vida,
He aquí mi libertad y breve gloria
En eterna amargura convertida;
Y pues que por tu causa, la memoria
Mi llaga ha renovado encrudecida,
En recompensa del dolor te pido
Me dejes enterrar á mi marido.


«Que no es bien que las aves carniceras
Despedacen el cuerpo miserable,
Ni los perros y brutas bestias fieras
Satisfagan su estómago insaciable;
Mas cuando empedernido ya no quieras
Hacer cosa tan justa y razonable,
Haznos con esa espada y mano dura
Iguales en la muerte y sepultura»


Aquí acabó su historia y comenzaba
Un llanto tal que el monte enternecía,
Con una ansia y dolor que me obligaba
A tenerle en el duelo compañía;
Que ya el asegurarle no bastaba
De cuanto prometer yo le podía:
Sólo pedía la muerte y sacrificio
Por último remedio y beneficio.


En gran congoja y confusión me viera
Si don Simón Pereyra, que á otro lado
Hacía también la guardia, no viniera
A decirme que el tiempo era acabado;
Y espantado también de lo que oyera,
Que un poco desde aparte había escuchado,
Me ayudó á consolarla, haciendo ciertas
Con nuevo ofrecimiento mis ofertas.


Ya el presuroso cielo volteando
En el mar las estrellas trastornaba
Y el crucero las horas señalando
Entre el sur y sudueste declinaba
En mitad del silencio y noche, cuando
Visto cuánto la oferta la obligaba,
Reprimiendo Tegualda su lamento,
La llevamos á nuestro alojamiento.


Donde en honesta guarda y compañía
De mujeres casadas quedó, en tanto
Que el esperado ya vecino día
Quitase de la noche el negro manto;
Entretanto también razón sería,
Pues que todos descansan y yo canto,
Dejarlo hasta mañana en este estado,
Que de reposo estoy necesitado.

Canto XXI

Halla Tegualda el cuerpo del marido, y haciendo un llanto sobre él, le lleva á su tierra. Llegan á Penco los españoles y caballos que venían de Santiago y de la Imperial por tierra. Hace Caupolicán muestra general de su gente.


¿Quién de amor hizo prueba tan bastante?
Quién vió tal muestra y obra tan piadosa
Como la que tenemos hoy delante
Desta infelice bárbara hermosa?
La fama engrandeciéndola, levante
Mi baja voz, y en alta y sonorosa;
Dando noticia della, eternamente,
Corra de lengua en lengua y gente en gente.


Cese el uso dañoso y ejercicio
De las mordaces lenguas ponzoñosas,
Que tienen de costumbre y por oficio
Ofender las mujeres virtuosas;
Pues, mirándolo bien, sólo este indicio,
Sin haber en contrario tantas cosas,
Confunde su malicia y las condena
A duro freno y vergonzosa pena.


Cuántas y cuántas vemos que han subido
A la difícil cumbre de la fama;
Judic, Camila, la fenicia Dido,
A quien Virgilio injustamente infama;
Penélope, Lucrecia, que al marido
Lavó con sangre la violada cama;
Hippo, Tucia, Virginia, Fulvia, Cloelia,
Porcia, Sulpicia, Alcestes y Cornelia.


Bien puede ser entre éstas colocada
La hermosa Tegualda, pues parece
En la rara hazaña señalada
Cuánto por el piadoso amor merece;
Así, sobre sus obras levantada,
Entre las más famosas resplandece
Y el nombre será siempre celebrado,
A la inmortalidad ya consagrado.


Quedó, pues, como dije, recogida
En parte honesta y compañía segura,
Del poco beneficio agradecida,
Según lo que esperaba en su ventura;
Pero la Aurora y nueva luz venida,
Aunque el sabroso sueño con dulzura
Me había los lasos miembros ya trabado,
Me despertó el aquejador cuidado.


Viniendo á toda priesa adonde estaba
Firme en el triste llanto y sentimiento,
Que sólo un breve punto no aflojaba
La dolorosa pena y el lamento;
Yo con gran compasión la consolaba,
Haciéndole seguro ofrecimiento
De entregarle el marido y darle gente
Con que salir pudiese libremente.


Ella, del bien incrédula, llorando,
Los brazos extendidos, me pedía
Firme seguridad, y así, llamando
Los indios de servicio que tenía,
Salí con ella acá y allá buscando;
Al fin, entre los muertos que allí había,
Hallamos el sangriento cuerpo helado,
De una redonda bala atravesado.


La mísera Tegualda, que delante
Vió la marchita faz desfigurada,
Con horrendo furor en un instante
Sobre ella se arrojó desatinada,
Y junta con la suya, en abundante
Flujo de vivas lágrimas bañada,
La boca le besaba y la herida,
Por ver si le podía infundir la vida.


«¡Ay cuitada de mí!decía, ¿Qué hago
Entre tanto dolor y desventura?
¿Cómo al injusto amor no satisfago
En esta aparejada coyuntura?
¿Por qué ya, pusilánime, de un trago
No acabo de pasar tanta amargura?
¿Qué es esto, la injusticia adonde llega,
Que aún el morir forzoso se me niega?».


Así, furiosa por morir, echaba
La rigurosa mano al blanco cuello;
Y no pudiendo más, no perdonaba
Al afligido rostro, ni al cabello;
Y aunque yo de estorbarlo procuraba,
Apenas era parte á defendello,
Tan grande era la basca y ansia fuerte
De la rabiosa gana de la muerte.


Después que algo las ansias aplacaron
Por la gran persuasión y ruego mío,
Y sus promesas ya me aseguraron
Del gentílico intento y desvarío,
Los prestos yanaconas levantaron
Sobre un tablón el yerto cuerpo frío,
Llevándole en los hombros suficientes
Adonde le aguardaban sus sirvientes.


Mas, porque estando así rota la guerra,
No padeciese agravio y demasía,
Hasta pasar una vecina sierra
Le tuve con mi gente compañía;
Pero llegando á la segura tierra
Encaminada en la derecha vía,
Se despidió de mí reconocida
Del beneficio y obra recebida.


Vuelto al asiento, digo que estuvimos
Toda aquella semana trabajando,
En la cual lo deshecho rehecimos
El foso y roto muro reparando;
De industria y fuerza al fin nos preveenimos
Con buen ánimo y orden, aguardando
Al enemigo campo cada día,
Que era pública fama que venía.


También tuvimos nueva que partidos
Eran de Mapochó nuestros guerreros,
De armas y municiones bastecidos,
Con mil caballos y dos mil flecheros;
Mas, del lluvioso invierno los crecidos
Raudales y las ciénegas y esteros
Llevándoles ganado, ropa y gente
Los hacían detener forzosamente.


Estando, como digo, una mañana
Llegó un indio á gran priesa á nuestro fuerte
Diciendo: «¡Oh temeraria gente insana!
Huid, huid la ya vecina muerte,
Que la potencia indómita araucana
Viene sobre vosotros, de tal suerte,
Que no bastarán muros, ni reparos,
Ni sé lugar donde podáis salvaros».


El mismo aviso trujo á medio día
Un amigo cacique de la sierra,
Afirmando por cierto que venía
Todo el poder y fuerza de la tierra
Con soberbio aparato, donde había,
Instrumentos y máquinas de guerra,
Puentes, traviesas, árboles, tablones
Y otras artificiosas prevenciones.


No desmayó por esto nuestra gente;
Antes venir al punto deseaba,
Que el menos animoso osadamente
El lugar de más riesgo procuraba;
Y con presteza y orden conveniente
Todo lo necesario se aprestaba,
Esperando con muestra apercebida
Al día amenazador de tanta vida.


Fuimos también por indios avisados
De nuestros espiones, que sin duda
Nos darían el asalto por tres lados,
Al postrer cuarto de la noche muda;
Así que, cuando más desconfiados
No de divina, mas de humana ayuda,
Por la cumbre de un monte de repente
Apareció en buen orden nuestra gente.


¿Quién pudiera pintar el gran contento,
El alborozo de una y otra parte,
El ordenado alarde, el movimiento,
El ronco estruendo del furioso Marte,
Tanta bandera descogida al viento,
Tanto pendón, divisa y estandarte,
Trompas, clarines, voces, apellidos,
Relinchos de caballos y bufidos?


Ya que los unos y otros con razones
De amor y cumplimiento nos hablamos,
Y para los caballos y peones
Lugar cómodo y sitio señalamos;
Tiendas labradas, toldos, pabellones
En la estrecha campaña levantamos
En tanta multitud, que parecía
Que una ciudad allí nacido había.


Fué causa la venida desta gente
Que el ejército bárbaro vecino,
Con nuevo acuerdo y parecer prudente,
Mudase de propósito y camino;
Que Colocolo, astuta y sabiamente,
Al consejo de muchos contravino,
Discurriendo por términos y modos
Que redujo á su voto los de todos.


Aunque, como ya digo, antes tuvieron
Gran contienda sobre ello y diferencia;
Pero, al fin, por entonces difirieron
La ejecución de la áspera sentencia;
Y el poderoso campo retrujeron
Hasta tener más cierta inteligencia
Del español ejército arribado,
Que ya le había la fama acrecentado.


Pero los nuestros, de mostrar ganosos
Aquel valor que en la nación se encierra,
Enemigos del ocio, y deseosos
De entrar talando la enemiga tierra,
Procuran con afectos hervorosos
Apresurar la deseada guerra,
Haciendo diligencia y gran instancia
En prevenir las cosas de importancia.


Reformado el bagaje brevemente
De la jornada larga y desabrida,
La bulliciosa y esforzada gente,
Ganosa de honra y de valor movida,
Murmurando el reposo impertinente,
Pide que se acelere la partida,
Y el día tanto de todos deseado
Que fué de aquél en cinco señalado.


Venido el aplazado alegre dia,
Al comenzar de la primer jornada,
Llegó de la Imperial gran compañía
De caballeros y de gente armada,
Que en aquella ocasión partido había
Por tierra, aunque rebelde y alterada,
Con gran chusma y bagaje, bastecida
De municiones, armas y comida.


Ya, pues, en aquel sitio recogidos
Tantos soldados, armas, municiones,
Todos los instrumentos prevenidos,
Hechas las necesarias provisiones,
Fueron por igual orden repartidos
Los lugares, cuarteles y escuadrones,
Para que en el rebato y voz primera
Cada cual acudiese á su bandera.


Caupolicán también, por otra parte,
Con no menor cuidado y providencia,
La gente de su ejército reparte
Por los hombres de suerte y suficiencia;
Que en el duro ejercicio y bélica arte
Eran de mayor prueba y experiencia,
Y todo puesto á punto, quiso un día
Ver la gente y las armas que tenía.


Era el primero que empezó la muestra
El cacique Pillilco, el cual armado
Iba de fuertes armas, en la diestra
Un gran bastón de acero barreado,
Delante de su escuadra, gran maestra
De arrojar el certero dardo usado,
Procediendo en buen orden y manera,
De trece en trece iguales por hilera.


Luego pasó detrás de los postreros
El fuerte Leucotón, á quien siguiendo
Iba una espesa banda de flecheros,
Gran número de tiros esparciendo;
Venía Rengo tras él con sus maceros,
En paso igual y grave, procediendo
Arrogante, fantástico, lozano,
Con un entero líbano en la mano.


Tras él con fiero término seguía
El áspero y robusto Tulcomara,
Que vestida en lugar de arnés traía
La piel de un fiero tigre que matara;
Cuya espantosa boca le ceñía
Por la frente y quijadas la ancha cara,
Con dos espesas órdenes de dientes
Blancos, agudos, lisos y lucientes.


Al cual, en gran tropel, acompañaban
Su gente agreste y ásperos soldados,
Que en apiñada muela le cercaban,
De pieles de animales rodeados;
Luego los talcamávidas pasaban,
Que son más aparentes que esforzados,
Debajo del gobierno y del amparo
Del jatancioso mozo Caniotaro.


Iba siguiendo la postrer hilera
Millalermo, mancebo floreciente,
Con sus pintadas armas, el cual era
Del famoso Picoldo decendiente,
Rigiendo los que habitan la ribera
Del gran Nibequetén, que su corriente
No deja á la pasada fuente y río,
Que todos no los traiga al Biobio.


Pasó luego la muestra Mareande,
Con una cimitarra y ancho escudo,
Mozo de presunción y orgullo grande,
Alto de cuerpo, en proporción membrudo:
Iba con él su primo Lepomande,
Desnudo, al hombro un gran cuchillo agudo,
Ambos de una devisa, rodeados
De gente armada y pláticos soldados.


Seguía el orden tras éstos Lemolemo,
Arrastrando una pica poderosa,
Delante de su escuadra, por extremo
Lucida entre las otras y vistosa;
Un poco atrás del cual iba Gualemo,
Cubierto de una piel dura y pelosa
De un caballo marino, que su padre
Había muerto en defensa de la madre.


Cuentan, no sé si es fábula, que estando
Bañándose en la mar algo apartada,
Un caballo marino allí arribando,
Fué dél súbitamente arrebatada,
Y el marido á las voces aguijando
De la cara mujer, del pez robada,
Con el dolor y pena de perdella
Al agua se arrojó luego tras ella.


Pudo tanto el amor, que el mozo osado
Al pescado alcanzó, que se alargaba,
Y, abrazado con él (por maña) á nado,
A la vecina orilla le acercaba,
Donde el marino monstruo sobreaguado
(Que también el amor ya le cegaba)
Dió recio en seco, al tiempo que el reflujo
De las huidoras olas se retrujo.


Soltó la presa libre y, sacudiendo
La dura cola, el suelo deshacía,
Y aquí y allí el gran cuerpo retorciendo,
Contra el mozo animoso se volvía;
El cual, sazón y punto no perdiendo,
A las cercanas armas acudía,
Comenzando los dos una batalla
Que el mar calmó, y el Sol paró á miralla.


Mas con destreza el bárbaro valiente,
De fuerza y ligereza acompañada,
Al monstruo de voraz hería en la frente
Con una porra de metal herrada:
Al cabo el indio valerosamente
Dió felice remate á la jornada.
Dejando al gran pescado allí tendido,
Que más de treinta pies tenía medido.


Y en memoria del hecho hazañoso,
Digno de le poner en escritura,
Del pellejo del pez duro y peloso
Hizo una fuerte y fácil armadura;
Muerto Guacol, Gualemo valeroso
Las armas heredó y á Quilacura,
Ques un valle extendido y poblado
De gente rica, de oro y de ganado.


Pasó tras éste luego Talcaguano
Que ciñe el mar su tierra y la rodea,
Un mástil grueso en la derecha mano,
Que como un tierno junco le blandea,
Cubierto de altas plumas, muy lozano,
Siguiéndole su gente de pelea,
Por los pechos al sesgo atravesadas
Bandas azules, blancas y encarnadas.


Venía tras él Tomé, que sus pisadas
Seguían los puelches, gentes banderizas,
Cuyas armas son puntas enhastadas
De una gran braza, largas y rollizas;
Y los trulos también, que usan espadas,
De fe mudable y casas movedizas,
Hombres de poco efecto, alharaquientos,
De fuerza grande y chicos pensamientos.


No faltó Andalicán con su lucida
Y ejercitada gente en ordenanza,
Una cota finísima vestida,
Vibrando la fornida y gruesa lanza;
Y Orompello, de edad aún no cumplida,
Pero de grande muestra y esperanza,
Otra escuadra de pláticos regía,
Llevando al diestro Ongolmo en compañía.


Elicura pasó luego tras éstos,
Armado ricamente, el cual traía
Una banda de jóvenes dispuestos,
De grande presunción y gallardía;
Seguían los llaucos de almagrados gestos,
Robusta y esforzada compañía,
Llevando en medio dellos por caudillo
Al sucesor del ínclito Ainavillo.


Seguía después Cayocupil, mostrando
La dispuesta persona y buen deseo,
Su veterana gente gobernando
Con paso grave y con vistoso arreo:
Tras él venía Purén, también guiando
Con no menor donaire y contoneo
Una bizarra escuadra de soldados,
En la dura milicia ejercitados.


Lincoya iba tras él, casi gigante,
La cresta sobre todos levantada,
Armado un fuerte peto rutilante,
De penachos cubierta la celada;
Con desdeñoso término, delante
De su lustrosa escuadra bien cerrada,
El mozo Peicavi luego guiaba
Otro espeso escuadrón de gente brava.


Venía en esta reseña en buen concierto
El grave Caniomangue, entristecido
Por el insigne viejo padre muerto,
A quien había en el cargo sucedido,
Todo de negro el blanco arnés cubierto
Y su escuadrón de aquel color vestido,
Al tardo son y paso los soldados
De roncos atambores destemplados.


Fué allí el postrero que pasó en la lista
(Primero en todo) Tucapel gallardo,
Cubierta una lucida sobrevista
De unos anchos escaques de oro y pardo;
Grande en el cuerpo y áspero en la vista,
Con un huello lozano y paso tardo,
Detrás del cual iba un tropel de gente
Arrogante, fantástica y valiente.


El gran Caupolicán, con la otra parte
Y resto del ejército araucano,
Más encendido que el airado Marte,
Iba con un bastón corto en la mano;
Bajo de cuya sombra y estandarte
Venía el valiente Curgo y Mareguano
Y el grave y elocuente Colocolo,
Millo, Teguán, Lambecho y Guampicolo.


Seguían, luego, detrás sus pilmaiquenes,
Tuncos, renoguelones y pencones,
Los itatas, mauleses y Cauquenes,
De pintadas devisas y pendones;
Nibequetenes, puelches y cautenes
Con una espesa escuadra de peones
Y multitud confusa de guerreros,
Amigos, comarcanos y extranjeros.


Según el mar las olas tiende y crece,
Así crece la fiera gente armada;
Tiembla en torno la tierra y se estremece
De tantos pies batida y golpeada;
Lleno el aire de estruendo se escurece
Con la gran polvoreda levantada,
Que en ancho remolino al cielo sube,
Cual ciega niebla espesa ó parda nube.


Pues nuestro campo en orden semejante,
Según que dije arriba, don García
Al tiempo del partir puesto delante
De aquella valerosa compañía,
Con un alegre término y semblante
Que dichoso suceso prometía,
Moviendo los dispuestos corazones
Comenzó de decir estas razones:


«Valientes caballeros, á quien sólo
El valor natural de la persona
Os trujo á descubrir el austral polo,
Pasando la solar tórrida zona
Y los distantes trópicos, que Apolo
Por más que cerca el cielo y le corona,
Jamás en ningún tiempo pasar puede,
Ni el soberano Autor se lo concede.


«Ya que con tanto afán habeis seguido
Hasta aquí las católicas banderas
Y al español dominio sometido
Innumerables gentes extranjeras,
El fuerte pecho y ánimo sufrido
Poned contra estos bárbaros de veras,
Que, vencido esto poco, teneis llano
Todo el mundo debajo de la mano.


«Y en cuanto dilatamos este hecho
Y de llegar al fin lo comenzado,
Poco ó ninguna cosa habemos hecho,
Ni aún es vuestro el honor que habeis ganado;
Que, la causa indecisa, igual derecho
Tiene el fiero enemigo en campo armado
A todas vuestras glorias y fortuna,
Pues las puede ganar con sola una.


«Lo que yo os pido de mi parte y digo
Es, que en estas batallas y revueltas,
Aunque os haya ofendido el enemigo,
Jamás vos le ofendáis á espaldas vueltas;
Antes le defended como al amigo,
Si, volviéndose á vos, las armas sueltas
Rehuyere el morir en la batalla,
Pues es más dar la vida que quitalla.


«Poned á todo en la razón la mira
Por quien las armas siempre habeis tomado,
Que, pasando los términos la ira
Pierde fuerza el derecho ya violado;
Pues cuando la razón no frena y tira
El ímpetu y furor demasiado,
El rigor excesivo en el castigo
Justifica la causa al enemigo.


No sé ni tengo más acerca desto
Que decir, ni advertiros con razones,
Que en detener ya tanto soy molesto
La furia desos vuestros corazones;
¡Sús, sús!, pues, derribad y allanad presto
Las palizadas, tiendas, pabellones,
Y movamos de aquí todos á una
Adonde ya nos llama la fortuna».


Súbito las escuadras presurosas,
Con grande alarde y con gallardo brío,
Marchan á las riberas arenosas
Del ancho y caudaloso Biobío;
Y en esquifadas barcas espaciosas,
Atravesaron luego el ancho río,
Entrando con ejército formado
Por el distrito y término vedado.


Mas, según el trabajo se me ofrece,
Que tengo de pasar forzosamente,
Reposar algún tanto me parece
Para cobrar aliento suficiente;
Que la cansada voz me desfallece,
Y siento ya acabárseme el torrente;
Mas yo me esforzaré, si puedo, tanto,
Que os venga á contentar el otro canto.

Canto XXII

Entran los españoles en el estado de Arauco; traban los araucanos con ellos una reñida batalla; hace Rengo de su persona gran prueba; cortan las manos por justicia á Galvarino, indio valeroso.


Pérfido amor tirano, ¿qué provecho
Piensas sacar de mi desasosiego?
¿No estás de mi promesa satisfecho
Qué quieres afligirme desde luego?
¡Ay!, que ya siento en mi cuidoso pecho
Labrarme poco á poco un vivo fuego
Y desde allí con movimiento blando
Ir por venas y huesos penetrando.


¿Tanto, traidor, te va en que yo no siga
El duro estilo del sangriento Marte,
Que así de tal manera me fatiga
Tu importuna memoria en cada parte?
Déjame ya, no quieras que se diga
Que, porque nadie quiere celebrarte,
Al último rincón vas á buscarme,
Y allí pones tu fuerza en aquejarme.


¿No vees que es mengua tuya y gran bajeza,
Habiendo tantos célebres varones,
Venir á mendigar á mi pobreza.
Tan falta de concetos y razones,
Y en medio de las armas y aspereza,
Sumido en mil forzosas ocasiones,
Me cargas por un sueño, quizá vano
Con tanta pesadumbre ya la mano?


Déjame ya, que la trompeta horrenda
Del enemigo bárbaro vecino
No da lugar á que otra cosa atienda,
Que me tiene tomado ya el camino;
Donde siento fraguada una contienda,
Que al más fértil ingenio y peregrino,
En tal revolución embarazado,
No le diera lugar desocupado.


¿Qué puedo, pues, hacer, si ya metido
Dentro en el campo y ocasión me veo,
Sino al cabo cumplir lo prometido,
Aunque tire á otra parte mi deseo?
Pero á término breve reducido,
Por la más corta senda, sin rodeo,
Pienso seguir el comenzado oficio
Desnudo de ornamento y artificio.


Vuelto á la historia, digo que marchaba
Nuestro ordenado campo de manera
Que gran espacio en breve se alejaba
Del Talcaguano término y ribera;
Mas, cuando el alto sol ya declinaba,
Cerca de un agua al pie de una ladera,
En cómodo lugar y llano asiento
Hicimos el primero alojamiento.


Estábamos apenas alojados
En el tendido llano á la marina,
Cuando se oyó gritar por todos lados,
«¡Arma, arma, enfrena! enfrena! aína! aína!»;
Luego de acá y de allá los derramados,
Siguiendo la ordenanza y diciplina,
Corren á sus banderas y pendones
Formando las hileras y escuadrones.


Nuestros descubridores, que la tierra
Iban corriendo por el largo llano,
Al remate del cual está una sierra
Cerca del alto monte Andalicano,
Vieron de allí calar gente de guerra,
Cerrando el paso á la siniestra mano,
Diciendo: «¡Espera!espera! tente! tente!
Veremos quién es hoy aquí valiente»


Los nuestros, al amparo de un repecho,
En forma de escuadrón se recogieron,
Donde con muestra y animoso pecho
Al ventajoso número atendieron;
Pero los fieros bárbaros de hecho,
Sin punto reparar, los embistieron,
Haciéndoles tomar presto la vuelta
Sin orden y camino, á rienda suelta.


Aunque á veces en partes recogidos,
Haciendo cuerpo y rostro, revolvían
Y con mayor valor que de vencidos
Al vencedor soberbio acometían;
Pero, de la gran furia compelidos,
El camino empezado proseguían,
Dejando á veces muerta y tropellada
Alguna de la gente desmandada.


Los presurosos indios desenvueltos,
Siempre con mayor furia y crecimiento,
En una espesa polvoreda envueltos,
Iban en el alcance y seguimiento;
Los nuestros á calcaño y freno sueltos.
(A la sazón con más temor que tiento)
Ayudan los caballos desbocados,
Arrimándoles hierro á los costados.


Pero por más que allí los aguijaban
Con voces, cuerpo, brazos y talones,
Los bárbaros por pies los alcanzaban,
Haciéndoles bajar de los arzones;
Al fin, necesitados peleaban,
Cual los heridos osos y leones
Cuando de los lebreles aquejados
Veen la guarida y pasos ocupados.


Como el airado viento repentino,
Que en lóbrego turbión, con gran estruendo,
El polvoroso campo y el camino
Va con violencia indómita barriendo,
Y en ancho y presuroso remolino
Todo lo coge, lleva y va esparciendo,
Y arranca aquel furioso movimiento
Los arraigados troncos de su asiento.


Con tal facilidad, arrebatados
De aquel furor y bárbara violencia
Iban los españoles fatigados,
Sin poderse poner en resistencia:
Algunos, del honor avergonzados,
Vuelven haciendo rostro y aparencia;
Mas otra ola de gente que llegaba.
Con más presteza y daño los llevaba.


Así los iban siempre maltratando,
Siguiendo el hado y próspera fortuna.
El rabioso furor ejecutando
En los rendidos, sin clemencia alguna;
Por el tendido valle resonando
La trulla y grita bárbara importuna,
Que, arrebatada de ligero viento,
Llevó presto la nueva á nuestro asiento.


En esto, por la parte del poniente,
Con gran presteza y no menor ruïdo,
Juan Ramón arribó con mucha gente.
Que el aviso primero había tenido;
Y en furioso tropel, gallardamente,
Alzando un ferocísimo alarido,
Embistió la enemiga gente airada,
En la vitoria y sangre ya cebada.


Mas un cerrado muro y baluarte
De duras puntas al romper hallaron,
Que con estrago de una y otra parte,
Hecho un hermoso choque, repararon;
Unos pasados van de parte á parte;
Otros muy lejos del arzón volaron,
Otros heridos, otros estropeados,
Otros de los caballos tropellados.


No es bien pasar tan presto, ¡oh pluma mía!,
Las memorables cosas señaladas
Y los crudos efetos deste día
De Valerosas lanzas y de espadas;
Que, aunque ingenio mayor no bastaría
Á poderlas llevar continuädas,
Es justo se celebre alguna parte
De muchas en que puedes emplearte.


El gallardo Lincoya, que arrogante
El primero escuadrón iba guiando,
Con muestra airada y con feroz semblante,
El firme y largo paso apresurando,
Cala la gruesa pica en un instante,
Y, el cuento entre la tierra y pie afirmando
Recibe en el cruël hierro fornido
El cuerpo de Hernán Pérez atrevido.


Por el lado derecho encaminado
Hizo el agudo hierro gran herida,
Pasando el escaupil doble estofado
Y una cota de malla muy tejida;
El ancho y duro hierro ensangrentado
Abrió por las espaldas la salida,
Quedando el cuerpo ya descolorido
Fuera de los arzones suspendido.


Tucapelo gallardo, que al camino
Salió al valiente Osorio, que corriendo
Venía con mayor ánimo que tino,
Los herrados talones sacudiendo,
Mostrando el cuerpo, al tiempo que convino
Le dio lado, y la maza revolviendo,
Con tanta fuerza le cargó la mano,
Que no le dejó miembro y hueso sano.


A Cáceres, que un poco atrás venía,
De otro golpe también le puso en tierra,
El cual con gran esfuerzo y valentía
La adarga embraza y de la espada afierra,
Y contra la enemiga compañía
Se puso él solo á mantener la guerra,
Haciendo rostro y pie con tal denuedo,
Que á los más atrevidos puso miedo.


Y aunque con gran esfuerzo se sustenta
La fuerza contra tantos no bastaba,
Que ya la espesa turba alharaquienta
En confuso montón le rodeaba;
Pero en esta sazón más de cincuenta
Caballos que Reinoso gobernaba.
Que de refresco á tiempo habían llegado,
Vinieron á romper por aquel lado.


Tan recio se embistió, que aunque hallaron
De gruesas astas un tejido muro,
El cerrado escuadrón aportillaron,
Probando más de diez el suelo duro:
Y al esforzado Cáceres cobraron,
Que, cercado de gente, mal seguro,
Con ánimo feroz se sustentaba,
Y, matando, la muerte dilataba.


Don Miguel y Don Pedro de Avendaño,
Escobar, Juan Jufré, Cortés y Aranda,
Sin mirar al peligro y riesgo extraño,
Sustentan todo el peso de su banda;
También hacen efeto y mucho daño
Losada, Peña, Córdoba, y Miranda,
Bernal, Lasarte, Castañeda, Ulloa,
Martín Ruiz y Juan López de Gamboa.


Pero muy presto la araucana gente,
En la española sangre ya cebada,
Los hizo revolver forzosamente
Y seguir la carrera comenzada;
Tras éstos, otra escuadra de repente
En ellos se estrelló desatinada:
Mas, sin ganar un paso de camino,
Volver rostros y riendas les convino.


Y aunque á veces con súbita represa
Juan Ramón y los otros revolvían,
Luego con nueva pérdida y más priesa
La primera derrota proseguían;
Y en una polvorosa nube espesa
Envueltos unos y otros ya venían,
Cuando fué nuestro campo descubierto
En orden de batalla y buen concierto.


Iban los araucanos tan cebados,
Que por las picas nuestras se metieron;
Pero, vueltos en sí, más reportados,
El suelto paso y furia detuvieron;
Y al punto, recogidos y ordenados,
La campaña al través se retrujeron
Al pie de un cerro, á la derecha mano,
Cerca de una laguna y gran pantano.


Donde de nuestro cuerno arremetimos
Un gran tropel á pie de gente armada,
Que con presteza al arribar les dimos
Espesa carga y súbita rociada;
Y al cieno retirados, nos metimos
Tras ellos, por venir espada á espada,
Probando allí las fuerzas y el denuedo
Con rostro firme y ánimo, á pie quedo.


Jamás los alemanes combatieron
Así de firme á firme y frente á frente,
Ni mano á mano dando, recibieron
Golpes sin descansar á manteniente;
Como el un bando y otro, que vinieron
Á estar así en el cieno estrechamente,
Que echar atrás un paso no podian,
Y dando aprisa, aprisa recibían.


Quién, el húmido cieno á la cintura,
Con dos y tres á veces peleaba;
Quién, por mostrar mayor desenvoltura,
Queriéndose mover, mas atascaba;
Quién, probando las fuerzas y ventura,
Al vecino enemigo se aferraba,
Mordiéndole y cegándole con lodo,
Buscando de vencer cualquiera modo.


La furia del herirse y golpearse
Andaba igual, y en duda la fortuna,
Sin muestra ni señal de declararse
Mínima de ventaja en parte alguna;
Ya parecían aquéllos mejorarse,
Ya ganaban aquestos la laguna,
Y la sangre de todos derramada
Tornaba la agua turbia colorada.


Rengo, que el odio y encendida ira
Le había llevado ciego tanto trecho,
Luego que nuestro campo vió á la mira
Y que á dar en la muerte iba derecho,
Al vecino pantano se retira,
Y el fiero rostro y animoso pecho
Contra todo el ejército volvía,
Y en voz amenazándole decía:


«Venid, venid á mí, gente plebea,
En mí sea vuestra saña convertida,
Que soy quien os persigue y quien desea
Más vuestra muerte que su propia vida;
No quiero ya descanso hasta que vea
La nación española destruïda,
Y en esa vuestra carne y sangre odiosa
Pienso hartar mi hambre y sed rabiosa».


Así la tierra y cielo amenazando,
En medio del pantano se presenta,
Y, la sangrienta maza floreando,
La gente de poco ánimo amedrenta;
No fué bien conocido en la voz, cuando,
Haciendo de sus fieros poca cuenta,
Algunos españoles más cercanos
Aguijamos sobre él con prestas manos.


Mas á Juan, yanacona, que una pieza
De los otros osados se adelanta,
Le machuca de un golpe la cabeza,
Y de otro á Chilca el cuerpo le quebranta;
Y contra el joven Zúñiga endereza
El tercero, con saña y furia tanta,
Que, como clavo en húmido terreno,
Le sume hasta los pechos en el cieno.


Pero de tiros una lluvia espesa
Al animoso pecho encaminados,
Turbando el aire claro, á mucha priesa
Descargaron sobre él de todos lados;
Por esto el fiero bárbaro no cesa,
Antes con furia y golpes redoblados,
El lodo á la cintura, osadamente
Estaba por muralla de su gente.


Cual el cerdoso jabalí herido,
Al cenagoso estrecho retirado,
De animosos sabuesos perseguido
Y de diestros monteros rodeado,
Ronca, bufa y rebufa embravecido,
Vuelve y revuelve deste y de aquel lado,
Rompe, encuentra, tropella, hiere y mata
Y los espesos tiros desbarata.


El bárbaro esforzado, de aquel modo
Ardiendo en ira y de furor insano,
Cubierto de sudor, de sangre y lodo,
Estaba solo en medio del pantano,
Resistiendo la furia y golpe todo
De los tiros que, de una y otra mano,
Cubriendo el sol, sin número salían
Y como tempestad sobre él llovían.


Ya el esparcido ejército obediente,
Que el porfiado alcance había seguido,
Descubriendo en el llano á nuestra gente,
Se había tirado atrás y recogido;
Sólo Rengo, feroz y osadamente,
Sustenta igual el desigual partido,
A causa que la ciénaga era honda
Y llena de espesura á la redonda.


Viendo el fruto dudoso y daño cierto,
Según la mucha gente que cargaba,
Que á grande prisa, en orden y concierto,
Desta y de aquella parte le cercaba,
Por un inculto paso y encubierto,
Que la fragosa sierra le amparaba,
Le pareció con tiempo retirarse
Y salvar sus soldados y él salvarse.


Diciéndoles: «Amigos, no gastemos
La fuerza en tiempo y acto infrutuoso;
La sangre que nos queda conservemos
Para venderla en precio más costoso;
Conviene quede aquí nos retiremos
Antes que en este sitio cenagoso,
Del enemigo puestos en aprieto,
Perdamos la opinión y él el respeto».


Luego, la voz de Rengo obedecida,
Los presurosos brazos detuvieron,
Y por la parte estrecha y más tejida
Al són del atambor se retrujeron;
Era áspero el lugar y la salida,
Y así seguir los nuestros no pudieron,
Quedando algunos dellos tan sumidos,
Que fué bien menester ser socorridos.


Por la falda del monte levantado
Iban los fieros bárbaros saliendo.
Rengo, bruto, sangriento y enlodado,
Los lleva en retaguardia recogiendo;
Como el celoso toro madrigado
Que la tarda vacada va siguiendo,
Volviendo acá y allá espaciosamente
El duro cerviguillo y alta frente.


Nuestro campo por orden recogido,
Retirado del todo el enemigo,
Fué entre algunos un bárbaro cogido,
Que mucho se alargó del bando amigo;
El cual acaso á mi cuartel traído
Hubo de ser para ejemplar castigo
De los rebeldes pueblos comarcanos,
Mandándole cortar ambas las manos.


Donde sobre una rama destroncada
Puso la diestra mano (yo presente),
La cual de un golpe con rigor cortada,
Sacó luego la izquierda alegremente,
Que del tronco también saltó apartada,
Sin torcer ceja ni arrugar la frente,
Y con desdén y menosprecio dello,
Alargó la cabeza y tendió el cuello.


Diciendo así: «Segad esa garganta
Siempre sedienta de la sangre vuestra,
Que no temo la muerte, ni me espanta
Vuestra amenaza y rigurosa muestra;
Y la importancia y pérdida no es tanta
Que haga falta mi cortada diestra,
Pues quedan otras muchas esforzadas
Que saben gobernar bien las espadas.


«Y si pensais sacar algún provecho
De no llegar mi vida al fin postrero,
Aquí, pues, moriré á vuestro despecho,
Que, si quereis que viva, yo no quiero;
Y al fin iré algún tanto satisfecho
De que á vuestro pesar alegre muero,
Qué quiero con mi muerte desplaceros,
Pues sólo en esto puedo ya ofenderos».


Así que, contumaz y porfiado.
La muerte con injurias procuraba,
Y siempre más rabioso y obstinado
Sobre el sangriento suelo se arrojaba;
Donde en su misma sangre revolcado
Acabar ya la vida deseaba,
Mordiéndose con muestras impacientes
Los desangrados troncos con los dientes.


Estando pertinaz desta manera,
Templándonos la lástima el enojo.
Vió un esclavo bajar por la ladera
Cargado con un bárbaro despojo,
Y como encarnizada bestia fiera
Que vee la desmandada presa al ojo,
Así con una furia arrebatada
Le sale de través á la parada.


Y en él los pies y brazos añudados
Sobre el húmido suelo le tendía,
Y con los duros troncos desangrados
En las narices y ojos le batía;
Al fin, junto á nosotros, á bocados,
Sin poderse valer, se le comía,
Sino fuera con tiempo socorrido,
Quedando (aunque fué presto) mal herido.


El bárbaro infernal, con atrevida
Voz en pie puesto, dijo: «Pues me queda
Alguna fuerza y sangre retenida
Con que ofender á los cristianos pueda
Quiero acetar, á mi pesar, la vida,
Aunque por modo vil se me conceda:
Que yo espero, sin manos, desquitarme,
Que no me faltarán para vengarme.


«Quedaos, quedaos malditos, que yo os digo
Que en mí tendreis con odio y sed rabiosa
Torcedor y solícito enemigo,
Cuando dañar no pueda en otra cosa;
Muy presto entendereis cómo os persigo
Y que os fuera mi muerte provechosa».
Diciendo así otras cosas que no cuento,
Partió de allí ligero como el viento.


No es bien que así dejemos en olvido
El nombre deste bárbaro obstinado,
Que por ser animoso y atrevido
El audaz Galbarino era llamado.
Mas, por tanta aspereza he discurrido,
Que la fuerza y la voz se me ha acabado
Y así habré de parar, porque me siento
Ya sin fuerza, sin voz y sin aliento.

Canto XXIII

Llega Galbarino adonde estaba el Senado Araucano: hace en el consejo una habla, con la cual desbarata los pareceres de algunos. Salen los españoles en busca del enemigo; pintase la cueva del hechicero Fitón y las cosas que en ella había.


Jamás debe, señor, menospreciarse
El enemigo vivo, pues sabemos
Puede de una centella levantarse
Fuego con que después nos abrasemos:
Y entonces es cordura recelarse
Cuando en mayor felicidad nos vemos.
Pues los que gozan próspera bonanza
Están aún más sujetos á mudanza.


Sólo la muerte próspera asegura
El breve curso del felice hado,
Que, mientras que la incierta vida dura
Nunca hay cosa que dure en un estado.
Así pues, quien jamás tuvo ventura
Podrá llamarse bienaventurado
Y sin prosperidad vivir contento,
Pues no teme infelice acaecimiento.


Y pues que ya tenemos certidumbre
Que nunca hay bien seguro ni reposo,
Que es ley usada, es orden y costumbre
Por donde ha de pasar el más dichoso,
Gastar el tiempo en esto es pesadumbre,
Y así, por no ser largo y enojoso,
Sólo quiero contar á lo que vino
El despreciar al mozo Galbarino.


El cual, aunque herido y desangrado,
Tanto el coraje y rabia le inducía,
Que llegó á Andalicán, donde alojado
Caupolicán su ejército tenía.
Era al tiempo que el ínclito senado
En secreto consejo proveía
Las cosas de la guerra y menesteres,
Dando y tomando en ello pareceres.


Cuál con justo temor dificultaba
La pretensión de algunos imprudente:
Cuál, por mostrar valor, facilitaba
Cualquier dificultoso inconveniente:
Cuál un concierto lícito aprobaba,
Cuál era deste voto diferente,
Procurando unos y otros con razones
Esforzar sus discursos y opiniones.


En esta confusión y diferencia
Galbarino arribó apenas con vida,
El cual, pidiendo para entrar licencia,
Le fué graciosamente concedida:
Donde con la debida reverencia.
Esforzando la voz enflaquecida.
Falto de sangre, y muy cubierto della.
Comenzó desta suerte su querella:


«Si solíades vengar, sacros varones.
Las ajenas injurias tan de veras,
Y en las extrañas tierras y naciones
Hicieron sombra ya vuestras banderas:
¿Cómo ahora en las propias posesiones
Unas bastardas gentes extranjeras
Os vienen á oprimir y conquistaros
Y tan tibios estais en el vengaros?


«Mirad mi cuerpo aquí despedazado,
Miembro del vuestro, que por más afrenta
Me envían lleno de injurias al Senado,
Para que dellas sepa daros cuenta;
Mirad vuestro valor vituperado.
Y lo que en mí el tirano os representa.
Jurando no dejar cacique alguno
Sin desmembrarlos todos, uno á uno.


«Por cierto bien en vano han adquirido
Tantas glorias y honor vuestros agüelos.
Y el araucano crédito subido
En su misma virtud hasta los cielos.
Si agora infame, hollado y abatido
Anda de lengua en lengua por los suelos.
Y vuestra ilustre sangre resfriada
En los sucios rincones derramada.


«¿Qué provincia hubo ya que no tremiese
De vuestra voz en todo el mundo oída,
Ni nación que las armas no rindiese
Por temor ó por fuerza compelida?
Arribando á la cumbre, porque fuese
Tanto de allí mayor vuestra caída
Y al término llegase el menosprecio
Donde de los pasados llegó el precio.


«Pues unos extranjeros enemigos,
Con título y con nombre de clemencia,
Ofrecen de acetaros por amigos,
Queriéndoos reducir á su obediencia,
Y si no os someteis, que con castigos
Prometen oprimir vuestra insolencia,
Sin quedar del cuchillo reservado
Género, religión, edad ni estado.


«Volved, volved en vos, no deis oído
A sus embustes, tratos y marañas,
Pues todas se enderezan á un partido
Que viene á deslustrar vuestras hazañas;
Que la ocasión que aquí los ha traído,
Por mares y por tierras tan extrañas,
Es el oro goloso, que se encierra
En las fértiles venas desta tierra.


«Y es un color, es aparencia vana
Querer mostrar que el principal intento
Fué el extender la religión cristiana,
Siendo el puro interés su fundamento;
Su pretensión de la codicia mana,
Que todo lo demás es fingimiento,
Pues los vemos que son más que otras gentes
Adúlteros, ladrones, insolentes.


«Cuando el siniestro hado y dura suerte
Nos amenacen cierto en lo futuro,
Podemos elegir honrada muerte,
Remedio breve, fácil y seguro;
Poned á la fortuna el hombro fuerte,
A dura adversidad corazón duro,
Que el pecho firme y ánimo invencible
Allana y facilita aún lo imposible.»


No pudo decir más de desmayado
Por la infinita sangre que perdía,
Que el laso cuello ya debilitado
Sostener la cabeza aún no podía;
Así, el rostro mortal desfigurado
En el sangriento suelo se tendía,
Dejando (aún á los más endurecidos)
De su esperada muerte condolidos.


Mas como no tuviese tal herida
Que pudiese hallar la muerte entrada,
Retuvo luego la dudosa vida
En siéndole la sangre restañada;
Y la virtud con tiempo socorrida
Fué de tantos remedios confortada
Y el mozo se ayudó de tal manera
Que recobró su sanidad primera.


Fueron de tanta fuerza sus razones
Y el odio que á los nuestros concibieron,
Que los más entibiados corazones
De cólera rabiosa se encendieron;
Así las diferentes opiniones
A un fin y parecer se redujeron,
Quedando para siempre allí excluido
Quien tratase de medio y de partido.


Los impacientes mozos deseosos
De venir á las armas, braveaban,
Y con muestras y afectos hervorosos,
El espacioso tiempo apresuraban;
Pero los más maduros y espaciosos
Aquella ardiente cólera templaban
Y el término de algunos indiscreto,
No reprobando el general decreto.


Dejémoslos un rato, pues, tratando
De dar, no una batalla, sino ciento,
Del orden, la manera, dónde y cuándo,
Con varios pareceres y un intento;
Que me voy poco á poco descuidando
De nuestro alborotado alojamiento,
Donde estuvimos todos recogidos
Con buena guardia y bien apercebidos.


Mas, cuando el esperado Sol salía,
La gente de caballo en orden puesta
Marchó, quedando atrás la infantería,
Y del campo después toda la resta
Con tal velocidad, que á medio día
Subimos la temida y agria cuesta
De blancos huesos de cristianos llena,
Que despertó el cuidado y nos dió pena.


El araucano valle, pues, bajamos,
Que el mar le bate al lado del poniente,
Donde en llano lugar nos alojamos
De comidas y pasto suficiente;
Y luego con promesas enviamos
De aquella vecindad alguna gente
A requerir la tierra comarcana
Con la segura paz y ley cristiana.


Mas. como al tiempo puesto no volviesen,
Y pasasen después algunos días,
Ni por astucia y maña no supiesen
De su resolución nuestras espías,
Fué acordado que algunos se partiesen
Por los vecinos pueblos y alquerías,
Al salir tardo de la escasa Luna,
A tomar relación y lengua alguna.


Así yo apercebido sordamente
En medio del silencio y noche escora,
Di sobre algunos pueblos de repente
Por un gran arcabuco y espesura,
Donde la miserable y triste gente
Vivía por su pobreza en paz segura,
Que el rumor y alboroto de la guerra
Aún no la había sacado de su tierra.


Viniendo, pues, á dar al Chaillacano,
Que es donde nuestro campo se alojaba,
Vi en una loma, al rematar de un llano,
Por una angosta senda que cruzaba,
Un indio laso, flaco y tan anciano,
Que apenas en los pies se sustentaba,
Corvo, espacioso, débil, descarnado,
Cual de raíces de árboles formado.


Espantado del talle y la torpeza
De aquel retrato de vejez tardía,
Llegué, por ayudarle en su pereza,
Y tomar lengua dél, si algo sabía;
Mas, no sale con tanta ligereza
Sintiendo los lebreles por la vía
La temerosa gama fugitiva,
Como el viejo salió la cuesta arriba.


Yo. sin más atención ni advertimiento,
Arrimando las piernas al caballo,
A más correr salí en su seguimiento,
Pensando, (aunque volaba) de alcanzallo;
Mas el viejo, dejando atrás el viento,
Me fué forzoso á mi pesar dejallo,
Perdiéndole de vista en un instante
Sin poderle seguir más adelante.


Halléme á la bajada de un repecho
Cerca de dos caminos desusados,
Por donde corre Rauco más estrecho
Que le ciñen dos cerros los costados,
Y mirando á lo bajo y más derecho.
En una selva de árboles copados,
Vi una mansa corcilla junto al río
Gustando de las yerbas y rocío.


Ocurrió luego á la memoria mía
Que la razón en sueños me dijera
Cómo había de topar acaso un día
Una simple corcilla en la ribera,
Y así yo, con grandísima alegría,
Comencé de bajar por la ladera,
Paso á paso, siguiendo el un camino,
Hasta que della vine á estar vecino.


Púdelo bien hacer, que en las quebradas
Era grande el rumor de la corriente
Y con pasos y orejas descuidadas
Pacía la tierna yerba libremente,
Pero cuando sintió ya mis pisadas
Y al rumor levantó la altiva frente,
Dejó el sabroso pasto y arboleda
Por una estrecha y áspera vereda.


Comencéla á seguir á toda priesa,
Labrando á mi caballo los costados,
Mas, tomando otra senda, que atraviesa
Se entró por unos ásperos collados;
Al cabo enderezó á una selva espesa
De matorrales y árboles, cerrados,
Adonde se lanzó por una senda
Y yo también tras ella á toda rienda.


Perdí el rastro y cerróseme el camino,
Sobreviniendo un aire turbulento,
Y así, de acá y de allá, fuera de tino,
De una espesura en otra andaba á tiento:
Vista, pues, mi torpeza y desatino,
Arrepentido del primer intento,
Sin pasar adelante me volviera,
Si alguna senda ó rastro yo supiera.


Gran rato anduve así descarriado,
Que la oculta salida no acertaba,
Cuando sentí por el siniestro lado
Un arroyo que cerca mormuraba;
Y al vecino rumor encaminado,
Al pie de un roble que á la orilla estaba
Ví una pequeña y mísera casilla
Y junto á un hombre anciano la corcilla:


El cual dijo: «¿Qué hado ó desventura
Tan fuera de camino te ha traído
Por este inculto bosque y espesura
Donde jamás ninguno he conocido?
Que si por caso adverso y suerte dura
Andas de tus banderas forajido,
Haré cuanto pudiere de mi parte
En buscar el remedio y escaparte».


Viendo el ofrecimiento y acogida
De aquel extraño y agradable viejo,
Más alegre que nunca fuí en mi vida
Por hallar tal ayuda y aparejo;
Le dije la ocasión de mi venida,
Pidiéndole me diese algún consejo
Para saber la cueva do habitaba
El mágico Fitón, á quien buscaba.


El venerable viejo y padre anciano
Con un sospiro y tierno sentimiento,
Me tomó blandamente por la mano
Saliendo de su frágil aposento;
Y por ser á la entrada del verano
Buscamos á la sombra un fresco asiento
En una pedregosa y tosca fuente,
Do comenzó á decirme lo siguiente:


«Mi tierra es en Arauco, y soy llamado
El desdichado viejo Guaticolo,
Que en los robustos años fuí soldado,
En cargo antecesor de Colocolo;
Y antes por mi persona en estacado
Siete campos vencí de solo á solo,
Y mil veces de ramos fué ceñida
Esta mi calva frente envejecida.


«Mas como en esta vida el bien no dura
Y todo está sujeto á desvarío,
Mudóse mi fortuna en desventura,
Y en deshonor perpetuo el honor mío,
Que por extraño caso y suerte dura
Perdí con Ainavillo en desafío
La gloria en tantos años adquirida,
Quitándome el honor y no la vida.


«Viéndome, pues, con vida y deshonrado,
(Que mil veces quisiera antes ser muerto)
De cobrar el honor desesperado
Me vine, como ves, á este desierto,
Donde más de veinte años he morado
Sin ser jamás de nadie descubierto,
Sino ahora de tí, que ha sido cosa
No poco para mi maravillosa.


«Así que tantos tiempos he vivido
En este solitario apartamiento,
Y pues que la Fortuna te ha traído
A mi triste y humilde alojamiento,
Haré de voluntad lo que has pedido,
Que tengo con Fitón conocimiento,
Que, aunque intratable y áspero, es mi tío,
Hermano de Guarcolo, padre mío.


«Al pie de una asperísima montaña,
Pocas veces de humano pie pisada,
Hace su habitación y vida extraña
En una oculta y lóbrega morada,
Que jamás el alegre Sol la baña,
Y es á su condición acomodada,
Por ser fuera de término inhumano,
Enemigo mortal del trato humano.


«Mas su saber y su poder es tanto
Sobre las piedras, plantas y animales,
Que alcanza por su ciencia y arte cuanto
Pueden todas las causas naturales;
Y en el escuro reino del espanto
Apremia á los callados infernales
A que digan por áspero conjuro
Lo pasado, presente y lo futuro.


«En la furia del sol y luz serena
De noturnas tinieblas cubre el suelo,
Y, sin fuerza de vientos, llueve y truena
Fuera de tiempo el sosegado cielo;
El raudo curso de los ríos enfrena,
Y las aves en medio de su vuelo
Vienen de golpe abajo amodorridas,
Por sus fuertes palabras compelidas.


«Las yerbas en su agosto reverdece
Y entiende la virtud de cada una:
El mar revuelve, el viento le obedece
Contra la fuerza y orden de la Luna;
Tiembla la firme tierra y se estremece
A su voz eficaz, sin causa alguna
Que la altere y remueva por de dentro,
Apretándose recio con su centro.


«Los otros poderosos elementos
A las palabras déste están sujetos,
Y á las causas de arriba y movimientos
Hace perder la fuerza y los efetos;
Al fin por su saber y encantamentos
Escudriña y entiende los secretos,
Y alcanza por los astros influentes
Los destinos y hados de las gentes.


«No sé, pues, cómo pueda encarecerte
El poder deste mágico adivino;
Sólo en tu menester quiero ofrecerte
Lo que ofrecerte puede un su sobrino;
Mas, para que mejor esto se acierte,
Será bien que tomemos el camino,
Pues es la hora y sazón desocupada
Que podremos tener mejor entrada».


Luego de allí los dos nos levantamos,
Y atando á mi caballo de la rienda,
A paso apresurado caminamos
Por una estrecha é intricada senda;
La cual seguida un trecho, nos hallamos
En una selva de árboles horrenda,
Que los rayos del sol y claro cielo
Nunca allí vieron el umbroso suelo.


Debajo de una peña socabada,
De espesas ramas y árboles cubierta,
Vimos un callejón y angosta entrada,
Y más adentro una pequeña puerta
De cabezas de fieras rodeada,
La cual de par en par estaba abierta,
Por donde se lanzó el robusto anciano
Llevándome trabado de la mano.


Bien por ella cien pasos anduvimos,
No sin algún temor de parte mía,
Cuando á una grande bóveda salimos
Do una perpetua luz en medio ardía:
Y á cada banda en torno della vimos
Poyos puestos por orden, en que había
Multitud de redomas sobre-escritas
De ungüentos, hierbas y aguas infinitas.


Vimos allí del lince preparados
Los penetrantes ojos virtuosos,
En cierto tiempo y conjunción sacados,
Y los del basilisco ponzoñosos;
Sangre de hombres bermejos, enojados,
Espumajos de perros, que rabiosos,
Van huyendo del agua, y el pellejo
Del pecoso chersidros cuando es viejo.


También en otra parte parecía
La coyuntura de la dura hiena,
Y el meollo del cencris, que se cría
Dentro de Libia en la caliente arena:
Y un pedazo del ala de una arpía,
La hiel de la biforme anfisibena,
Y la cola del áspide revuelta.
Que da la muerte en dulce sueño envuelta.


Moho de calavera destroncada
Del cuerpo que no alcanza sepultura,
Carne de niña por nacer, sacada
No por donde la llama la natura;
Y la espina también descoyuntada
De la sierpe cerastas, y la dura
Lengua de la hemorrois, que aquel que hiere
Suda toda la sangre hasta que muere.


Vello de cuantos monstruos prodigiosos
La superflua natura ha producido;
Escupidos de sierpes venenosos;
Las dos alas del jáculo temido;
Y de la seps los dientes ponzoñosos,
Quel hombre ó animal della mordido,
De súbito hinchado como un odre.
Huesos y carne se convierte en podre.


Estaba en un gran vaso transparente
El corazón del grifo atravesado,
Y ceniza del fénix, que en Oriente,
Se quema él mismo de vivir cansado:
El unto de la scítala serpiente.
Y el pescado echineis, que en mar airado
Al curso de las naves contraviene
Y á pesar de los vientos, las detiene.


No faltaban cabezas de escorpiones
Y mortíferas sierpes enconadas,
Alacranes, y colas de dragones
Y las piedras del águila preñadas;
Buches de los hambrientos tiburones:
Menstruo y leche de hembras azotadas,
Landres, pestes, venenos, cuantas cosas
Produce la natura ponzoñosas.


Yo, que con atención mirando andaba
La copiosa botica embebecido,
Por una puerta, que á un rincón estaba.
Vi salir un anciano consumido
Que sobre un corvo junco se arrimaba:
El cual luego de mí fué conocido
Ser el que había corrido por la cuesta,
Que apenas le alcanzara una ballesta.


Diciéndome: «No es poco atrevimiento
El que, siendo tan mozo, has hoy tomado
De venir á mi oculto alojamiento,
Do sin mi voluntad nadie ha llegado;
Mas, porque sé que algún honrado intento
Tan lejos á buscarme te ha obligado
Quiero, por esta vez, hacer contigo
Lo que nunca pensé acabar conmigo»


Visto por mi apacible compañero
La coyuntura y tiempo favorable,
Pues el viejo, tan áspero y severo,
Se mostraba doméstico y tratable,
Se detuvo mirándome primero
Con un comedimiento y muestra afable.
Por ver si responderle yo quería:
Mas, viéndome callar, le respondía:


Diciendo: «¡Oh gran Fitón, á quien es dado
Penetrar de los cielos los secretos
Que del eterno curso arrebatado
No obedecen la ley, á tí sujetos!
Tú, que de la Fortuna, y fiero hado
Revocas cuando quieres los decretos,
Y el orden natural turbas y alteras
Alcanzando las cosas veenideras.


«Y por mágica ciencia y saber puro,
Rompiendo el cavernoso y duro suelo,
Puedes en el profundo reino escuro
Meter la claridad y luz del cielo;
Y atormentar con áspero conjuro
La caterva infernal, que con recelo
Tiembla de tu eficaz fuerza, que es tanta,
Que sus eternas leyes le quebranta.


«Sabrás que á este mancebo le ha traído
De tu espantoso nombre la gran fama,
Que, en las indas regiones extendido
Hasta el ártico polo se derrama;
El cual por mil peligros ha rompido
Tras su deseo corriendo, que le llama
Á celebrar las cosas de la guerra
Y el sangriento destrozo desta tierra.


«Que, estando así una noche retirado,
Escribiendo el suceso de aquel día,
Súbito fué en un sueño arrebatado,
Viendo cuanto en la Europa sucedía;
Donde le fué asimismo revelado
Que en tu escondida cueva entendería
Extraños casos, dignos de memoria,
Con que ilustrar pudiese más su historia.


«Y que noticia le darías de cosas
Ya pasadas, presentes y futuras,
Hazañas y conquistas milagrosas,
Peregrinos sucesos y aventuras,
Temerarias empresas espantosas,
Hechos que no se han visto en escrituras;
Este encarecimiento le molesta
Y nos tiene suspensos tu respuesta».


Holgó el mago de oír cuán extendida
Por aquella región su fama andaba,
Y vuelta á mí la cara envejecida,
Todo de arriba abajo me miraba;
Al fin, con voz pujante y expedida,
Que poco con las canas conformaba,
Aunque con muestra y gravedad severa,
La respuesta me dió desta manera:


«Aunque en razón, es cosa prohibida
Profetizar los casos no llegados,
Y es menos alargar á uno la vida
Contra los estatutos de los hados;
Ya que ha sido á mi casa tu venida
Por incultos caminos desusados,
Te quiero complacer, pues mi sobrino
Viene aquí por tu intérprete y padrino».


Diciendo así, con paso tardo y lento,
Por la pequeña puerta cavernosa,
Me metió de la mano á otro aposento,
Y luego, en una cámara hermosa,
Que su fábrica extraña y ornamento
Era de tal labor y tan costosa,
Que no sé lengua que contarlo pueda,
Ni habrá imaginación á que no exceda.


Tenía el suelo por orden ladrillado
De cristalinas losas transparentes
Que el color entrepuesto y variado
Hacía labor y visos diferentes;
El cielo alto, diáfano, estrellado,
De innumerables piedras relucientes,
Que toda la gran cámara alegraba
La varia luz que dellas revocaba.


Sobre colunas de oro sustentadas
Cien figuras de bulto en torno estaban,
Por arte tan al vivo trasladadas,
Que un sordo bien pensara que hablaban;
Y de ellas las hazañas figuradas
Por las anchas paredes se mostraban
Donde se vía el extremo y excelencia
De armas, letras, virtud y continencia.


En medio de esta cámara espaciosa,
Que media milla en cuadro contenía,
Estaba una gran poma milagrosa,
Que una luciente esfera la ceñía,
Que por arte y labor maravillosa
En el aire por sí se sostenía,
Que el gran círculo y máquina de dentro
Parece que estribaban en su centro.


Después de haber un rato satisfecho
La codiciosa vista en las pinturas;
Mirando de los muros, suelo y techo,
La gran riqueza y varias esculturas,
El mago me llevó al globo derecho,
Y vuelto allí de rostro á las figuras,
Con el corvo callado señalando,
Comenzó de enseñarme, así hablando:


«Habrás de saber, hijo, que estos hombres
Son los más desta vida ya pasados,
Que por grandes hazañas sus renombres
Han sido y serán siempre celebrados;
Y algunos, quede baja estirpe y nombres
Sobre sus altos hechos levantados
Los ha puesto su próspera fortuna
En el más alto cuerno de la Luna.


«Y esta bola que vees y compostura
Es del mundo el gran término abreviado,
Que su dificilísima hechura
Cuarenta años de estudio me ha costado;
Mas no habrá en larga edad cosa futura,
Ni oculto disponer de inmóvil hado
Que muy claro y patente no me sea
Y tenga aquí su muestra y viva idea.


«Mas, pues tus aparencias generosas
Son de escribir los actos de la guerra,
Y por fuerza de estrellas rigurosas
Tendrás materia larga en esta tierra,
Dejaré de aclararte algunas cosas,
Que la presente poma y mundo encierra,
Mostrándote una sola que te espante,
Para lo que pretendes importante.


«Que, pues en nuestro Arauco ya se halla
Materia á tu propósito cortada,
Donde la espada y defensiva malla
Es más que en otra parte frecuentada;
Sólo te falta una naval batalla
Con que será tu historia autorizada,
Y escribirás las cosas de la guerra
Así de mar también como de tierra.


«La cual verás aquí tal, que te juro
Que, vista, la tendremos por dudosa.
Y en el pasado tiempo y el futuro
No se vió ni verá tan espantosa;
Y el gran Mediterráneo mar seguro
Quedará por la gente vitoriosa,
Y la parte vencida y destrozada
La marítima fuerza quebrantada.


«Por tanto, á mis palabras no te alteres,
Ni te espante el horrísono conjuro.
Que, si atento con ánimo estuvieres.
Verás aquí presente lo futuro;
Todo, punto por punto, lo que vieres,
Lo disponen los hados, y aseguro
Que podrás, como digo, ser de vista
Testigo y verdadero coronista.»


Yo, con mayor codicia, por un lado
Llegué el rostro á la bola transparente.
Donde vi dentro un mundo fabricado,
Tan grande como el nuestro, y tan patente;
Como en redondo espejo relegado,
Llegando junto el rostro, claramente,
Vemos dentro un anchísimo palacio.
Y en muy pequeña forma grande espacio.


Y por aquel lugar se descubría
El turbado y revuelto mar Ausonio,
Donde se difinió la gran porfía
Entre César Augusto y Marco Antonio;
Así en la misma forma parecía
Por la banda de Lepanto y Favonio,
Junto las Curchulares, hacia el puerto
De galeras el ancho mar cubierto.


Mas, viendo las devisas señaladas
Del Papa, de Felipe y venecianos,
Luego reconocí ser las armadas
De los infieles turcos y cristianos,
Que en orden de batalla aparejadas,
Para venir estaban á las manos,
Aunque á mi parecer no se movían.
Ni más que figuradas parecían.


Pero el mago Fitón me dijo: «Presto
Verás una naval batalla extraña.
Donde se mostrará bien manifiesto
El supremo valor de vuestra España».
Y luego, con airado y fiero gesto,
Hiriendo el ancho globo con la caña
Una vez al través, otra al derecho,
Sacó una horrible voz del ronco pecho.


Diciendo: «Orco amarillo, Can cerbero,
¡Oh gran Plutón!, rector del bajo infierno,
¡Oh cansado Carón!, viejo barquero,
¡Y vos, laguna Estigia y lago Averno;
¡Oh Demogórgon!, tú que lo postrero
Habitas del tartáreo reino eterno,
Y las hervientes aguas de Aqueronte.
De Leteo, Cocito y Flegetonte!


«¡Y vos, Furias, que así con crueldades
Atormentais las ánimas dañadas,
Que aún temen ver las ínferas deidades
Vuestras frentes de víboras crinadas;
Y vosotras, Gorgóneas potestades,
Por mis fuertes palabras apremiadas
Haced que claramente aquí se vea,
(Aunque futura) esta naval pelea!


«¡Y tú, Hécate, ahumada y mal compuesta,
Nos muestra lo que pido aquí visible.!
¡Hola! ¿á quién digo? ¿qué tardanza es ésta,
Que no os hace temblar mi voz terrible?
Mirad que romperé la tierra opuesta,
Y os heriré con luz aborrecible,
Y por fuerza absoluta y poder nuevo
Quebrantaré las leyes del Erebo».


No acabó de decir bien esto, cuando
Las aguas en el mar se alborotaron,
Y el seco lesnordeste respirando,
Las cuerdas y anchas velas se estiraron,
Y aquellas gentes súbito anhelando
Poco á poco moverse comenzaron,
Haciendo de aquel modo en los objetos
Todas las demás causas sus efetos.


Mirando, (aunque espantado) atentamente
La multitud de gente que allí había,
Vi que escrito de letras en la frente
Su nombre y cargo cada cual tenía;
Y mucho me admiró los que al presente
En la primera edad yo conocía,
Verlos en su vigor y años lozanos,
Y otros floridos jóvenes ya canos.


Luego, pues, los cristianos dispararon
Una pieza en señal de rompimiento,
Y en alto un crucifijo enarbolaron,
Que acrecentó el hervor y encendimiento;
Todos humildemente le salvaron
Con grande devoción y acatamiento,
Bajo del cual estaban á los lados
Las armas de los fieles coligados.


En esto, con rumor de varios sones,
Acercándose siempre, caminaban;
Estandartes, banderas y pendones
Sobre las altas popas tremolaban;
Las ordenadas bandas y escuadrones,
Esgrimiendo las armas, se mostraban
En torno las galeras rodeadas
De cañones de bronce y pavesadas.


Mas en el bajo tono que ahora llevo
No es bien que de tan grande cosa cante,
Que cierto, es menester aliento nuevo,
Lengua más expedida y voz pujante.
Así, medroso de esto, no me atrevo
A proseguir, señor, más adelante;
En el siguiente y nuevo canto os pido
Me deis vuestro favor y atento oído.

Canto XXIV

En este canto sólo se contiene la gran batalla naval, el desbarate y rota de la armada turquesca, con la huída de Ochalí.


La sazón, gran Felipe, es ya llegada
En que mi voz, de vos favorecida,
Cante la universal y gran jornada
En las ausonias olas definida;
La soberbia otomana derrocada,
Su marítima fuerza destruída,
Los varios hados, diferentes suertes,
El sangriento destrozo y crudas muertes.


Abridme, ¡oh sacras Musas!, vuestra fuente
Y dadme nuevo espíritu y aliento,
Con estilo y lenguaje conveniente
A mi arrojado y grande atrevimiento.
Para decir extensa y claramente
Deste naval conflito el rompimiento,
Y las gentes que están juntas á una
Debajo deste golpe de fortuna.


¿Quién bastará á contar los escuadrones
Y el número copioso de galeras,
La multitud y mezcla de naciones,
Estandartes, enseñas y banderas:
Las defensas, pertrechos, municiones,
Las diferencias de armas y maneras,
Máquinas, artificios, instrumentos,
Aparatos, divisas y ornamentos?


Vi croatos, dalmacios, esclavones,
Búlgaros, albaneses, transilvanos,
Tártaros, tracios, griegos, macedones,
Turcos, lidios, armenios, georgianos,
Sirios, árabes, licios, licaones,
Numidas, sarracenos, africanos,
Genizaros, sanjacos, capitanes,
Chauces, behelerveyes y bajanes.


Vi allí también de la nación de España
La flor de juventud y gallardía,
La nobleza de Italia y de Alemaña,
Una audaz y bizarra compañía;
Todos ornados de riqueza extraña.
Con animosa muestra y lozanía;
Y en las popas, carceses y trinquetes,
Flámulas, banderolas, gallardetes.


Así las dos armadas, pues, venían,
En tal manera y orden navegando
Que dos espesos bosques parecían
Que poco á poco se iban allegando.
Las cicaladas armas relucían
En el inquieto mar reverberando,
Ofendiendo la vista desde lejos
Las agudas vislumbres y reflejos.


Por nuestra armada al uno y otro lado
Una presta fragata discurría,
Donde venía un mancebo levantado
De gallarda aparencia y bizarría,
Un riquísimo y fuerte peto armado,
Con tanta autoridad, que parecía
En su disposición, figura y arte,
Hijo de la fortuna y del dios Marte.


Yo, codicioso de saber quién era,
Aficionado al talle y apostura,
Mirando atentamente la manera,
El aire, el ademán y compostura,
En la fuerte celada, en la testera,
Vi escrito en el relieve y grabadura
(De letras de oro, el campo en sangre tinto)
DON JUAN, HIJO DEL CÉSAR CARLOS QUINTO.


El cual acá y allá á siempre corría
Por medio del bullicio y alboroto,
Y en la fragata cerca dél venía
El viejo secretario Juan de Soto,
De quien el mago anciano me decía
Ser en todas las cosas de gran voto,
Persona de discursos y experiencia,
De mucha expedición y suficiencia.


Don Juan á la sazón, los exhortaba
Á la batalla y trance peligroso
Con ánimo y valor que aseguraba
Por cierta la vitoria y fin dudoso;
Y su gran corazón facilitaba
Lo que el temor hacía dificultoso,
Derramando por toda aquella gente
Un bélico furor y fuego ardiente,


Diciendo: «¡Oh valerosa compañía,
Muralla de la Iglesia inexpugnable.
Llegada es la ocasión, éste es el día
Que dejais vuestro nombre memorable:
Calad armas y remos á porfía,
Y la invencible fuerza y fe inviolable
Mostrad contra estos pérfidos paganos,
Que vienen á morir á vuestras manos:


«Que quien volver de aquí vivo desea
Al patrio nido y casa conocida,
Por medio de esa armada gente crea
Que ha de abrir con la espada la salida;
Así cada cual mire que pelea
Por su Dios, por su Rey y por la vida,
Que no puede salvarla de otra suerte
Si no es trayendo al enemigo á muerte.


«Mirad que del valor y espada vuestra
Hoy el gran peso y ser del mundo pende,
Y entienda cada cual que está en su diestra
Toda la gloria y premio que pretende;
Apresuremos la fortuna nuestra,
Que la larga tardanza nos ofende;
Pues no estais de cumplir vuestro deseo,
Mas del poco de mar que en medio veo.


«Vamos, pues, á vencer; no detengamos
Nuestra buena Fortuna que nos llama;
Del hado el curso próspero sigamos,
Dando materia y fuerzas á la fama;
Que sólo deste golpe derribamos
La bárbara arrogancia, y se derrama
El sonoroso estruendo desta guerra
Por todos los confines de la tierra.


«Mirad por ese mar alegremente,
Cuanta gloria os está ya aparejada,
Que Dios aquí ha juntado tanta gente
Para que á nuestros pies sea derrocada,
Y someta hoy aquí todo el Oriente
Á nuestro yugo la cerviz domada,
Y á sus potentes príncipes y reyes
Les podamos quitar y poner leyes.


«Hoy con su perdición establecemos
En todo el mundo el crédito cristiano,
Que quiere nuestro Dios que quebrantemos
El orgullo y furor mahometano;
¿Qué peligro, ¡oh varones!, temeremos
Militando debajo de tal mano?
¿Y quién resistirá vuestras espadas
Por la divina mano gobernadas?


Sólo os ruego que, en Cristo confiando.
Que á la muerte de cruz por vos se ofrece,
Combata cada cual por él, mostrando
Que llamarse su milite merece;
Con propósito firme protestando
De vencer ó morir, que si parece
La vitoria de premio y gloria llena,
La muerte por tal Dios no es menos buena.


«Y pues con este fin nos dispusimos
Al peligro y rigor desta jornada,
Y en la defensa de su ley venimos
Contra esa gente infiel y renegada,
La justísima causa que seguimos
Nos tiene la vitoria asegurada:
Así que, ya del cielo prometido,
Os puedo yo afirmar que habeis vencido».


Súbito allí los pechos más helados
De furor generoso se encendieron,
Y de los torpes miembros resfriados
El temor vergonzoso sacudieron;
Todos, los diestros brazos levantados,
La vitoria ó morir le prometieron,
Teniendo en poco ya desde aquel punto
El contrario poder del mundo junto.


El valeroso joven, pues, loando
Aquella voluntad asegurada,
Con súbita presteza el mar cortando,
Atravesó por medio de la armada,
De blanca espuma el rastro levantando,
Cual luciente cometa arrebatada,
Cuando veloz, rompiendo el aire espeso,
Le suele así dejar gran rato impreso.


Así que, brevemente habiendo puesto
En orden las galeras y la gente,
A la suya real se acosta presto,
Donde fué saludado alegremente;
Y señalando á cada cual su puesto,
Con el concierto y modo conveniente,
Zafa la artillería, y alistada,
Iba la vuelta de la turca armada.


Llevaba el cuerno de la diestra mano
El sucesor del ínclito Andrea Doria,
De quien el largo mar Mediterrano
Hará perpetua y célebre memoria;
Y Augustín Barbarigo, veneciano,
Proveedor de la armada senatoria,
Llevaba el otro cuerno á la siniestra
Con orden no menor y bella muestra.


Pues los cuernos iguales y ordenados.
La batalla guiaba el hijo dino
Del gran Carlos, cerrando los dos lados
Las galeras de Malta y Lomelino;
La del Papa y Venecia á los costados
Así continüaban su camino,
Cargando con igual compás y extremos
Las anchas palas de los largos remos.


Iban seis galeazas delanteras
Bastecidas de gente y artilladas,
Puestas de dos en dos en las fronteras
Que á manera de Luna iban cerradas;
Seguían luego detrás treinta galeras,
Al general socorro señaladas,
Donde el Marqués de Santa Cruz venía
Con una valerosa compañía.


Por el orden y término que cuento
La católica armada caminaba
La vuelta de la infiel que, á sobreviento,
Ganándole la mar, se aventajaba;
Pero luego á deshora calmó el viento
Y el alto mar sus olas allanaba,
Remitiendo fortuna la sentencia
Al valor de los brazos y excelencia.


Opuesto al Barbarigo, al cuerno diestro
Va Siroco, virrey de Alejandría,
Con Mehemetbey, cosario y gran maestro,
Que á Negroponto á la sazón regia:
Ochalí, renegado, iba al siniestro
Con Carabey, su hijo, en compañía,
Y en medio en la batalla bien cerrada
Alí, gran general de aquella armada.


El cual, reconociendo el duro hado
Y de su perdición la hora postrera,
Como prudente capitán y osado,
De la alta popa en la real galera,
Con un semblante alegre y confiado
Que mostraba fingido por de fuera,
El cristiano poder disminuyendo,
Hizo esta breve plática, diciendo:


«No será menester, soldados, creo,
Moveros ni incitaros con razones,
Que ya por las señales que en vos veo
Se muestran bien las fieras intenciones;
Echad fuera la ira y el deseo
Desos vuestros fogosos corazones,
Y las armas tomad, en cuyo hecho
Los hados ponen hoy nuestro derecho.


«Que jamás la Fortuna á nuestros ojos
Se mostró tan alegre y descubierta,
Pues cargada de gloria y de despojos
Se viene ya á meter por nuestra puerta;
Rematad el trabajo y los enojos
Desta prolija guerra, haciendo cierta
La esperanza y el crédito estimado
Que de vuestro valor siempre habeis dado.


«No os altere la muestra y el ruïdo
Con que se acerca la enemiga armada,
Que sabed que ese ejército movido
Y gente de mil reinos allegada,
Fortuna á una cerviz la ha reducido,
Porque pueda de un golpe ser cortada
Y deis por vuestra mano en sólo un día
Del mundo al Gran Señor la monarquía.


«Que esas gentes sin orden que allí vienen
En el valor y número inferiores,
Son las que nos impiden y detienen
El ser de todo el mundo vencedores;
Muestren las armas el poder que tienen,
Tomad desos indignos posesores
Las provincias y reinos del poniente
Que os vienen á entregar tan ciegamente.


«Que ese su capitán envanecido
Es de muy poca edad y suficiencia,
Indignamente al cargo promovido,
Sin curso, diciplina ni experiencia:
Y así, presuntuoso y atrevido,
Con ardor juvenil y inadvertencia,
Trae toda esa gente condenada
A la furia y rigor de vuestra espada.


«No penseis que nos venden muy costosa
Los hados la vitoria deste dia,
Que lo más desa armada temerosa
Es de la Veneciana Señoría:
Gente no ejercitada ni industriosa,
Dada más al regalo y pulicía
Y á las blandas delicias de su tierra
Que al robusto ejercicio de la guerra.


«Y esotra turbamulta congregada
Es pueblo soez, bárbara canalla,
De diversas naciones amasada,
En quien conformidad jamás se halla:
Gente que nunca supo qué es espada,
Que antes que se comience la batalla
Y el espantoso son de artillería,
La romperá su misma vocería.


«Mas vosotros, varones invencibles,
Entre las armas ásperas criados
Y en guerras y trabajos insufribles,
Tantas y tantas veces aprobados,
¿Qué peligros habrá ya tan terribles,
Ni contrarios ejércitos ligados
Que basten á poneros algún miedo,
Ni á resfriar vuestro ánimo y denuedo?


«Ya me parece ver gloriosamente
La riza y mortandad de vuestra mano,
Y ese interpuesto mar con más creciente,
Teñido en roja sangre el color cano;
Abrid pues, y romped por esa gente,
Echad á fondo ya el poder cristiano,
Tomando posesión de un golpe sólo
Del Gange á Chile, y de uno al otro polo».


Así el bajá en el limitado trecho
Los dispuestos soldados animaba,
Y de la heroica empresa y alto hecho,
El próspero suceso aseguraba;
Pero en lo hondo del secreto pecho,
Siempre el negocio más dificultaba,
Tomando por agüero ya contrario
La gran resolución del adversario.


Y más cuando un genizaro forzado,
Que iba sobre la gata descubriendo,
Después de haberse bien certificado,
Las galeras de allí reconociendo,
Dijo: «El cuerpo de en medio y diestro lado,
Y el socorro que atrás viene siguiendo,
Si mi vista de aquí no desatina,
Es de la armada y gente ponentina».


Sintió el bajá no menos que la muerte
Lo que el cristiano cierto le afirmaba;
Pero, mostrando esfuerzo y pecho fuerte,
El secreto dolor disimulaba.
Y así al cuerpo de en medio, que por suerte,
(Según orden de guerra) le tocaba,
Enderezó su escuadra aventajada,
De sus tendidos cuernos abrigada.


Llegado el punto ya del rompimiento
Que los precisos hados señalaron,
Con una furia igual y movimiento
Las potentes armadas se juntaron;
Donde por todas partes á un momento
Los cargados cañones dispararon
Con un terrible estrépito, de modo
Que parecía temblar el mundo todo.


El humo, el fuego, el espantoso estruendo
De los furiosos tiros escupidos,
El recio destroncar y encuentro horrendo
De las proas y mástiles rompidos:
El rumor de las armas estupendo:
Las varias voces, gritos y apellidos,
Todo en revuelta confusión hacía
Espectáculo horrible y armonía.


No la ciudad de Príamo asolada
Por tantas partes sin cesar ardía,
Ni el crudo efeto de la griega espada
Con tal rigor y estrépito se oía
Como la turca y la cristiana armada,
Que, envuelta en humo y fuego, parecía,
No sólo arder el mar, hundirse el suelo,
Pero venirse abajo el alto cielo.


El gallardo don Juan, reconocida
La enemiga real que iba en la frente,
Hendiendo recio el agua rebatida,
Rompe por medio de la llama ardiente;
Mas, la turca, con ímpetu impelida,
Le sale á recebir, donde igualmente
Se embisten con furiosos encontrones
Rompiendo los herrados espolones.


No estaban las reales aferradas,
Cuando de gran tropel sobrevinieron
Siete galeras turcas bien armadas,
Que en la cristiana súbito embistieron;
Pero, de no menor furia llevadas,
Al socorro sobre ellas acudieron
De la derecha y de la izquierda mano
La general del Papa y veneciano.


De con segunda autoridad venía
Por general del sumo Quinto Pío,
Marco Antonio Colona, á quien seguía
Una escuadra de mozos de gran brío;
Tras la cual al socorro arremetía
Por el camino y paso más vacío,
La patrona de España y capitana
Rompiendo el golpe y multitud pagana.


El príncipe de Parma, valeroso,
Que iba en la capitana ginovesa,
Hendiendo el mar revuelto y espumoso,
Se arroja en medio de la escuadra apriesa;
La confusión y revolver furioso,
Y del humo la negra nube espesa
La codiciosa vista me impedía,
Y así á muchos allí desconocía.


Mons de Leñí, con su galera presto,
Por su parte embistió y cerró el camino,
Donde llegó de los primeros puesto
El valeroso príncipe de Urbino,
Que á la bárbara furia contrapuesto,
Con ánimo y esfuerzo peregrino,
Gallarda y singular prueba hacía
De su valor, virtud y valentía.


Luego con igual ímpetu y denuedo
Llegan unas con otras abordarse,
Cerrándose tan juntas, que á pie quedo
Pueden con las espadas golpearse,
No bastaba la muerte á poner miedo,
Ni allí se vió peligro rehusarse,
Aunque al arremeter viesen derechos
Disparar los calzones á los pechos.


Así la airada gente, deseosa,
De ejecutar sus golpes, se juntaban
Y cual violenta tempestad furiosa
Los tiros y altos brazos descargaban:
Era de ver la priesa hervorosa
Con que las fieras armas meneaban:
La mar de sangre de súbito cubierta
Comenzó á recebir la gente muerta.


Por las proas, por popas y costados
Se acometen y ofenden sin sosiego:
Unos cayendo mueren ahogados;
Otros á puro hierro, otros á fuego;
No faltando en los puestos desdichados
Quien á los muertos sucediese luego,
Que muerte ni rigor de artillería jamás
Jamás bastó á dejar plaza vacía.


Quién por saltar en el bajel contrario
Era en medio del salto atravesado;
Quién por herir sin tiempo al adversario
Caía en el mar de su furor llevado;
Quién con bestial designio temerario,
En su nadar y fuerzas confiado,
Al odioso enemigo se abrazaba
Y en las revueltas olas se arrojaba.


¿Cual será aquel que no temblase viendo
El fin del mundo y la total ruïna,
Tantas gentes á un tiempo pereciendo,
Tanto cañón, bombarda y culebrina?
El sol, los claros rayos recogiendo,
Con faz turbada de color sanguina,
Entre las negras nubes se escondía,
Por no ver el destrozo de aquel día.


Acá y allá con pecho y rostro airado
Sobre el rodante carro presuroso,
De Tesifón y Aleto acompañado,
Discurre el fiero Marte sanguinoso:
Ora sacude el fuerte brazo armado,
Ora bate el escudo fulminoso,
Infundiendo en la fiera y brava gente,
Ira, saña, furor y rabia ardiente.


Quién faltándole tiros, luego aferra
Del pedazo del remo ó de la entena:
Quién trabuca al forzado y lo deshierra
Arrebatando el grillo ó la cadena:
No hay cosa de metal, de leño y tierra,
Que allí para tirar no fuese buena.
Rotos bancos, postizas, batayolas,
Barriles, escotillas, portañolas.


Y las lanzas y tiros que arrojaban
(Aunque del duro acero resurtiesen)
En las sangrientas olas ya hallaban
Enemigos que en sí los recibiesen:
Y ardiendo en la agua fría peleaban
Sin que al adverso hado se rindiesen,
Hasta el forzoso y postrimero punto
Que faltaba la fuerza y vida junto.


Cuáles su propia sangre resorbiendo,
Andan agonizando sobreaguados,
Cuáles, tablas y gúmenas asiendo
Quedan (rindiendo el alma) enclavijados:
Cuáles hacen más daño no pudiendo
Á los menos heridos abrazados,
Se dejan ir al fondo forcejando,
Contentos con morir allí matando.


No es posible contar la gran revuelta
Y el confuso tumulto y són horrendo:
Vuela la estopa en vivo fuego envuelta.
Alquitrán y resina y pez ardiendo:
La presta llama con la brea revuelta
Por la seca madera discurriendo,
Con fieros estallidos y centellas,
Creciendo amenazaba las estrellas.


Unos al mar se arrojan por salvarse,
Del crudo hierro y llamas perseguidos:
Otros, que habían probado el ahogarse,
Se abrazan á los leños encendidos:
Así que, con la gana de escaparse,
Á cualquiera remedio vano asidos,
Dentro del agua mueren abrasados
Y en medio de las llamas ahogados.


Muchos, ya con la muerte porfiando.
Su opinión aún muriendo sostenían,
Los tiros y las lanzas apañando
Que de las fuertes armas resurtían,
Y en las huidoras olas estribando
Los ya cansados brazos sacudían,
Empleando en aquellos que topaban
La rabia y pocas fuerzas que quedaban.


Crece el furor y el áspero ruïdo
Del contino batir apresurado,
El mar de todas partes rebatido
Hierve y regüelda cuerpos de apretado,
Y sangriento, alterado y removido,
Cual de contrarios vientos arrojado,
Todo revuelto en una espuma espesa
Las herradas galeras bate apriesa.


En la alta popa, junto al estandarte,
El ínclito don Juan resplandecía,
Más encendido que el airado Marte,
Cercado de una ilustre compañía;
De allí provee remedio á toda parte,
Acá da prisa; allá socorro envía,
Asegurando á todos su persona
Soberbio triunfo y la naval corona.


Don Luis de Requesenes, de la otra banda
Provoca, exhorta, anima, mueve, incita,
Corre, vuelve, revuelve, torna y anda
Donde el peligro más le necesita;
Provee, remedia, acude, ordena, manda,
Insta, da priesa, induce y solicita
Á la diestra, siniestra, á popa, á proa,
Ganando estimación y eterna loa.


Pues el conde de Pliego don Fernando,
Diligente, solícito y cuidoso,
Acude á todas partes, remediando
Lo de menos remedio y más dudoso;
Así, pues, del cristiano y turco bando,
Cada cual inquiriendo un fin honroso,
Procuraban matando, como digo,
Morir en el bajel del enemigo.


Era tanta la furia y tal la priesa
Que el fin y día postrero parecía;
De los tiros la recia lluvia espesa
El aire claro y rojo mar cubría;
Crece la rabia, el disparar no cesa
De la presta y continua batería,
Atronando el rumor de las espadas
Las marítimas costas apartadas.


El buen marqués de Santa Cruz, que estaba
Al socorro común apercebido,
Visto el trabado juego cual andaba
Y desigual en partes el partido,
Sin aguardar más tiempo, se arrojaba
En medio de la priesa y gran ruido,
Embistiendo con ímpetu furioso
Todo lo más revuelto y peligroso.


Viendo, pues, de enemigos rodeada
La galera real con gran porfía
Y que otra de refresco bien armada,
Á embestirla con ímpetu venía
Salióle de través, boga arrancada,
Y al encuentro y defensa se oponía,
Atajando con presto movimiento
El bárbaro furor y fiero intento.


Después rabioso, sin parar, corriendo
Por la áspera batalla discurría:
Entra, sale y revuelve, socorriendo,
Y á tres y á cuatro á veces resistía;
¿Quién podrá punto á punto ir refiriendo
Las gallardas espadas que este día
En medio del furor se señalaron
Y el mar con turca sangre acrecentaron?


Don Juan, en esto, airado é impaciente,
La espaciosa fortuna apresuraba,
Poniendo espuelas y ánimo á su gente,
Que envuelta en sangre ajena y propia andaba;
Alí Bajá, no menos diligente,
Con gran hervor los suyos esforzaba,
Trayéndoles contino á la memoria
El gran premio y honor de la vitoria.


Mas la real cristiana aventajada
Por el grande valor de su caudillo,
Á puros brazos y á rigor de espada,
Abre recio en la turca un gran portillo,
Por do un grueso tropel de gente armada.
Sin poder los contrarios resistillo,
Entra con un rumor y furia extraña,
Gritando: «¡Cierra, cierra! España! España!».


Los turcos, viendo entrada su galera,
Del temor y peligro competidos,
Revuelven sobre sí de tal manera,
Que fueron los cristianos rebatidos;
Pero añadiendo furia á la primera,
Los fuertes españoles ofendidos,
Venciendo el nuevo golpe de la gente,
Los vuelven á llevar forzosamente


Hasta el árbol mayor, donde afirmando
El rostro y pie con nueva confianza,
Renuevan la batalla, refrescando
El fiero estrago y bárbara matanza:
Carga socorro de uno y otro bando,
Fatígales y aqueja la tardanza,
De vencer ó morir desesperados,
Dando gran priesa á los dudosos hados.


La grande multitud de los heridos,
Que á la batida proa recudían,
Causaban que á las veces detenidos
Los unos á los otros se impedían;
Pero, de medicinas proveídos,
Luego de nuevo á combatir volvían,
Las enemigas fuerzas reprimiendo,
Que iban, al parecer, convaleciendo.


En esta gran revuelta y desatino,
Que allí cargaba más que en otro lado,
Viniendo á socorrer don Bernardino
(Más que de vista de ánimo dotado),
Fué con súbita furia en el camino
De un fuerte esmerilazo derribado,
Cortándole con golpe riguroso
Los pasos y designio valeroso.


Fué el poderoso golpe de tal suerte,
Demás de la pesada y gran caída,
Que resistir no pudo el peto fuerte
Ni la rodela á prueba guarnecida;
Al fin el joven con honrada muerte
Del todo aseguró la inquieta vida,
Envainando en España mil espadas,
En contra y daño suyo declaradas.


En esto, por tres partes fué embestida
La famosa de Malta capitana,
Y apretada de todas y batida
Con vieja enemistad y furia insana;
Mas la fuerza y virtud tan conocida
De aquella audaz caballería cristiana,
La multitud pagana contrastando,
Iba de punto en punto mejorando.


Pero el virrey de Argel, cosario experto,
Que á la mira hasta entonces había estado,
Hallando al cuerno diestro el paso abierto,
Que del todo no estaba bien cerrado,
Antes que se pusiesen en concierto,
Furioso se lanzó por aquel lado,
Echándole de nuevo tres bajeles
Con infinito número de infieles.


Los fuertes caballeros peleando
Resisten aquel ímpetu y motivo;
Pero al cabo, señor, sobrepujando
Á las fuerzas el número excesivo,
Los entran con gran furia degollando,
Sin tomar á rescate un hombre vivo,
Vertiendo en el revuelto mar furioso
De baptizada sangre un río espumoso.


Las galeras de Malta, que miraron
Con tal rigor su capitana entrada,
Los fieros enemigos despreciaron
Con quien tenían batalla comenzada;
Y batiendo los remos se lanzaron
Con nueva rabia y priesa acelerada
Sobre la multitud de los paganos,
Verdugos de los mártires cristianos.


Tanto fué el sentimiento en los soldados
Y la sed de venganza de manera
Que, embistiendo á los turcos por los lados,
Entran haciendo riza carnicera;
Así que, vitoriosos y vengados,
Recobraron su honor y la galera,
Hallando sólo vivos los primeros
Al general y cuatro caballeros.


Marco Antonio Colona, despreciando
El ímpetu enemigo y la braveza,
Combate animosísimo, igualando
Con la honrosa ambición la fortaleza;
Pues Sebastián Veniero, contrastando
La turca fuerza y bárbara fiereza,
Vengaba allí con ira y rabia justa
La injuria recebida en Famagusta.


La capitana de Sicilia en tanto
También Portau bajá la combatía,
La cual ya por el uno y otro canto
Cercada de galeras la tenía:
Era el valor de los cristianos tanto,
Que la ventaja desigual suplía,
No sólo sustentando igual la guerra,
Pero dentro del mar ganando tierra.


Que don Juan, de la sangre de Cardona,
Ejercitando allí su viejo oficio,
Ofrece á los peligros la persona
Dando de su valor notable indicio;
Y la fiera nación de Barcelona
Hace en los enemigos sacrificio,
Trayendo hasta los puños las espadas
Todas en sangre bárbara bañadas.


No, pues, con menos ánimo y pujanza
El sabio Barbarigo combatía,
Igualando el valor á la esperanza
Que de su claro esfuerzo se tenía;
Ora oprime la turca confianza,
Ora á la misma muerte rebatía,
Haciendo suspender la flecha airada
Que ya derecho en él tenía asestada.


Bien que con muestra y ánimo esforzado
Contrastaba la furia sarracina,
No pudo contrastar al duro hado,
Ó, por mejor decir, orden divina;
Que ya el último término llegado,
De una furiosa flecha repentina
Fué herido en el ojo en descubierto,
Donde á poco de rato cayó muerto.


Aunque fué grande el daño y sentimiento
De ver tal capitán así caído,
No por eso turbó el osado intento
Del veneciano pueblo embravecido;
Antes con más furor y encendimiento,
A la venganza lícita movido,
Hiere en los matadores de tal suerte,
Que fué recompensada bien su muerte.


En este tiempo andaba la pelea
Bien reñida del lado y cuerno diestro,
Donde el sagaz y astuto Juan Andrea
Se mostraba muy plático maestro;
También Héctor Espínola pelea
Con uno y otro á diestro y á siniestro,
Señalándose en medio de la furia
La experta y diestra gente de Liguria.


Bien dos horas y media y más había
Que duraba el combate porfiado,
Sin conocer en parte mejoría
Ni haberse la Vitoria declarado;
Cuando el bravo don Juan, que en saña ardía,
Casi quejoso del suspenso hado,
Comenzó á mejorar sin duda alguna,
Declarada del todo su fortuna


En esto con gran ímpetu y ruïdo,
Por el valor de la cristiana espada
El furor mahomético oprimido,
Fué la turca real del todo entrada,
Do, el estandarte bárbaro abatido
La cruz del Redentor fué enarbolada
Con un triunfo solemne y grande gloria,
Cantando abiertamente la vitoria.


Súbito un miedo helado discurriendo
Por los míseros turcos ya turbados,
Les fué los brazos luego entorpeciendo,
Dejándolos sin fuerza desmayados;
Y las espadas y ánimos rindiendo,
Á su fortuna mísera entregados,
Dieron la entrada franca, como cuento,
Al ímpetu enemigo y movimiento.


Ya, pues, del cuerno izquierdo y del derecho
De la vitoria sanguinosa usando,
Con furia inexorable todo á hecho,
Los van por todas partes degollando;
Quién al agua se arroja, abierto el pecho,
Quién se entrega á las llamas, rehusando
El agudo cuchillo riguroso,
Teniendo el fuego allí por más piadoso.


El astuto Ochalí, viendo su gente
Por la cristiana fuerza destruída
Y la deshecha armada totalmente
Al hierro, fuego y agua ya rendida,
La derrota tomó por el poniente
Siguiéndole con mísera huída
Las bárbaras reliquias destrozadas,
Del hierro y fuego apenas escapadas.


Pero el hijo de Carlos, conociendo
Del traidor renegado el bajo intento,
Con gran furia el movido mar rompiendo,
Carga, dándole caza en seguimiento;
Iban tras ellos al través saliendo,
El de Bazán y el de Oria á sotavento,
Con una escuadra de galeras junta,
Procurando ganarles una punta.


Mas la triste canalla, viendo angosta
La senda y ancho mar, según temía,
Vuelta la proa á la vecina costa
En tierra con gran ímpetu embestía:
Y cual se ve tal vez saltar langosta
En multitud confusa, así á porfía
Salta la gente al mar embravecido,
Huyendo del peligro más temido.


Cuál con brazos, con hombros, rostro y pecho
El gran reflujo de las olas hiende;
Cuál, sin mirar al fondo y largo trecho,
No sabiendo nadar, allí lo aprende;
No hay parentesco, no hay amigo estrecho,
Ni el mismo padre el caro hijo atiende;
Que el miedo, de respetos enemigo
Jamás en el peligro tuvo amigo.


Así que, del temor mismo esforzados
En la arenosa playa pie tomaron,
Y por las peñas y árboles cerrados
Á más correr huyendo se escaparon;
Deshechos, pues, del todo y destrozados
Los miserables bárbaros quedaron,
Habiendo fuerza á fuerza y mano á mano
Rendido el nombre de Austria al Otomano.


Estaba yo con gran contento viendo
El próspero suceso prometido,
Cuando en el globo el mágico hiriendo
Con el potente junco retorcido,
Se fué el aire ofuscando y revolviendo
Y cesó de repente el gran ruïdo,
Quedando en gran quietud la mar segura
Cubierta de una niebla y sombra escura.


Luego Fitón, con plática sabrosa
Me llevó por la sala paseando.
Y sin dejar figura, cada cosa,
Me fué parte por parte declarando.
Mas, teniendo temor que os sea enojosa
La relación prolija, iré dejando
Todo aquello (aunque digno de memoria)
Que no importa ni toca á nuestra historia.


Sólo diré que con muy gran contento
Del mago y Guaticolo despedido,
Aunque tarde, llegué á mi alojamiento,
Donde ya me juzgaban por perdido.
Volviendo, pues, la pluma á nuestro cuento.
Que en larga digresión me he divertido.
Digo que allí estuvimos dos semanas
Con falsas armas y esperanzas vanas.


Pero, en resolución, nunca supimos
De nuestros enemigos cautelosos.
Ni su designio y ánimo entendimos,
Que nos tuvo suspensos y dudosos;
Lo cual considerado, nos partimos,
Desmintiendo los pasos peligrosos,
En su demanda, entrando por la tierra
Con gana y fin de rematar la guerra.


Una tarde que el sol ya declinaba,
Arribamos á un valle muy poblado,
Por donde un grande arroyo atravesaba,
De cultivadas lomas rodeado;
Y en la más llana, que á la entrada estaba,
Por ser lugar y sitio acomodado,
La gente se alojó por escuadrones,
Las tiendas levantando y pabellones.


Estaba el campo apenas alojado
Cuando de entre unos árboles salía
Un bizarro araucano, bien armado,
Buscando el pabellón de don García;
Y á su presencia el bárbaro llegado,
Sin muestra ni señal de cortesía
Le comenzó á decir... Pero entre tanto,
Será bien rematar mi largo canto.

Canto XXV

Asientan los españoles su campo en Millarapué; llega á desafiarlos un indio de parte de Caupolicán; vienen á la batalla muy reñida y sangrienta; señálanse Tucapel y Rengo; cuéntase también el valor que los españoles mostraron aquel día.


Cosa es digna de ser considerada
Y no pasar por ella fácilmente
Que gente tan ignota y desviada
De la frecuencia y trato de otra gente,
De innavegables golfos rodeada.
Alcance lo que así difícilmente
Alcanzaron por curso de la guerra
Los más famosos hombres de la tierra.


Dejen de encarecer los escritores
Á los que el arte militar hallaron,
Ni más celebren ya á los inventores
Que el duro acero y el metal forjaron,
Pues los últimos indios moradores
Del araucano estado así alcanzaron
El orden de la guerra y diciplina,
Que podemos tomar dellos dotrina.


¿Quién les mostró á formar los escuadrones.
Representar en orden la batalla.
Levantar caballeros y bastiones,
Hacer defensas, fosos y muralla,
Trincheas, nuevos reparos, invenciones
Y cuanto en uso militar se halla
Que todo es un bastante y claro indicio
Del valor desta gente y ejercicio.?


Y sobre todo debe ser loado
El silencio en la guerra y obediencia,
Que nunca fué secreto revelado
Por dádiva, amenaza ni violencia,
Como ya en lo que dellos he contado
Vemos abiertamente la experiencia,
Pues por maña jamás ni por espías
Dellos tuvimos nueva en tantos días.


Aunque en los pueblos comarcanos fueron
Presas de sobresalto muchas gentes,
Que al rigor del tormento resistieron
Con gran constancia y firmes continentes;
Tanto, que muchas veces nos hicieron
Andar en los discursos diferentes:
Que pudiera causar notable daño
Creciendo su cautela y nuestro engaño.


Pero, como ya dije arriba, estando
Apenas nuestro ejército alojado,
Vino un gallardo mozo preguntando
Do estaba el capitán aposentado:
Y á su presencia el bárbaro llegando.
Con tono sin respeto levantado,
Habiéndose juntado mucha gente,
Soltó la voz diciendo libremente:


«¡Oh capitán cristiano! Si ambicioso
Eres de honor con título adquirido,
Al oportuno tiempo venturoso
Tu próspera fortuna te ha traído;
Que el gran Caupolicano, deseoso
De probar tu valor encarecido.
Si tal virtud y esfuerzo en tí se halla.
Pide de solo á solo la batalla:


«Que siendo de personas informado
Que eres mancebo noble, floreciente,
En la arte militar ejercitado,
Capitán y cabeza desta gente,
Dándote por ventaja de su grado
La eleción de las armas, francamente,
Sin excepción de condición alguna.
Quiere probar tu fuerza y su fortuna.


«Y así, por entender que muestras gana
De encontrar el ejército araucano.
Te avisa que al romper de la mañana
Se vendrá á presentar en este llano,
Do con firmeza de ambas partes llana.
En medio de los campos, mano á mano.
Si quieres combatir sobre este hecho.
Remitirá á las armas el derecho:


«Con pacto y condición que, si vencieres,
Someterá la tierra á tu obediencia,
Y dél podrás hacer lo que quisieres
Sin usar de respeto ni clemencia:
Y cuando tú por él vencido fueres,
Libre te dejará en tu preeminencia,
Que no quiere otro premio ni otra gloria
Sino sólo el honor de la vitoria.


«Mira que sólo que esta voz se extienda
Consigues nombre y fama de valiente.
Y en cuanto el claro sol sus rayos tienda
Durará tu memoria entre la gente;
Pues al fin se dirá que por contienda
Entraste valerosa y dignamente
En campo con el gran Caupolicano,
Persona por persona y mano á mano.


«Esto es á lo que vengo, y así pido
Te resuelvas en breve á tu albedrío,
Si quieres por el término ofrecido
Rehusar ó acetar el desafío,
Que, aunque el peligro es grande y conocido.
De tu altiveza y ánimo confío
Que al fin satisfarás con osadía
Á tu estimado honor y al que me envía».


Don García le responde: «Soy contento
De acetar el combate, y le aseguro
Que al plazo puesto y señalado asiento
Podrá á su voluntad venir seguro».
El indio, que escuchando estaba atento,
Muy alegre le dijo: «Yo te juro
Que esta osada respuesta eternamente
Te dejará famoso entre la gente».


Con esto, sin pasar más adelante,
Las espaldas volvió y tomó la vía,
Mostrando por su término arrogante
En la poca opinión que nos tenía;
Algunos hubo allí que en el semblante
Juzgaron ser mañosa y doble espía,
Que iba á reconocer bajo de trato
La gente, alojamiento y aparato.


Venida, pues, la noche, los soldados
En orden de batalla nos pusimos,
Y á las derechas picas arrimados
Contando las estrellas estuvimos
Del sueño y gravees armas fatigados,
Aunque crédito entero nunca dimos
Al indio, por pensar que sólo vino
Á tomar lengua y descubrir camino.


Ya la espaciosa noche declinando
Trastornaba al ocaso sus estrellas
Y la Aurora al oriente despuntando
Deslustraba la luz de todas ellas,
Las flores con su fresco humor rociando,
Restituyendo en su color aquellas
Que la tiniebla lóbrega importuna
Las había reducido á sola una:


Cuando con alto y súbito alarido
Apareció por uno y otro lado,
En tres distintas partes dividido
El ejército bárbaro ordenado,
Cada escuadrón de gente muy fornido,
Que con gran muestra y paso apresurado
Iban en igual orden, como cuento,
Cercando nuestro estrecho alojamiento.


La gente de caballo aparejada,
Sobre las riendas, la enemiga espera:
Mas, antes que llegase, anticipada
Se arroja por una áspera ladera,
Y al escuadrón siniestro encaminada
Le acomete furiosa, de manera
Que un terrapleno y muro poderoso
No resistiera el ímpetu furioso.


Pero Caupolicán, que gobernando
Iba aquel escuadrón algo delante,
El paso hasta su gente retirando
Hizo calar las picas á un instante;
Donde, los pies y brazos afirmando
En las agudas puntas de diamante,
Reciben el furor y encuentro extraño
Haciendo en los primeros mucho daño.


Unos, sin alas, con ligero vuelo
Desocupan atónitos las sillas;
Otros, vueltas las plantas hacia el cielo,
Imprimen en la tierra las costillas;
Y los que no probaron allí el suelo
Por apretar más recio las rodillas,
Aunque más se mostraron esforzados,
Quedaron del encuentro maltratados.


De sus golpes los nuestros no faltaron,
Que todos sin errar fueron derechos;
Cuáles, de banda á banda atravesaron,
Cuáles, atropellaron con los pechos;
Todos en un instante se mezclaron.
Viniendo á las espadas más estrechos
Con tal priesa y rumor, que parecía
La espantosa vulcánea herrería.


El bravo general Caupolicano,
Rota la pica, de la maza afierra,
Y á la derecha y á la izquierda mano
Hiere, destroza, mata y echa á tierra:
Hallándose muy junto á Berzocano
Los dientes y el furioso puño cierra,
Descargándole encima tal puñada,
Que le abolló en los cascos la celada


Tras éste, otro derriba y otro mata.
Que fué por su desdicha el más vecino;
Abre, destroza, rompe y desbarata,
Haciendo llano el áspero camino:
Y al yanacona Tambo así arrebata,
Que, como halcón á pollo ó palomino,
Sin poderle valer los más cercanos.
Le ahoga y despedaza entre las manos.


Bernal y Leucotón, que deseando
Andaban de encontrarse en esta danza,
Se acometen furiosos, descargando
Los brazos con igual ira y pujanza;
Y las altas cabezas inclinando,
Á su pesar usaron de crianza,
Hincando á un tiempo entrambos las rodillas
Con un batir de dientes y ternillas.


Mas, cada cual de presto se endereza.
Comenzando un combate fiero y crudo:
Ya tiran á los pies, ya á la cabeza,
Ya abollan la celada, ya el escudo:
Así, pues, anduvieron una pieza:
Mas, pasar adelante esto no pudo,
Que un gran tropel de gentes que embistieron,
Por fuerza á su pesar los despartieron.


Don Miguel y don Pedro de Avendaño.
Rodrigo de Quiroga, Aguirre, Aranda.
Cortés y Juan Jufré, con riesgo extraño,
Sustentan todo el peso de su banda:
También hacen efeto y mucho daño
Reinoso, Peña, Córdoba, Miranda,
Monguía, Lasarte, Ulloa, Castañeda
Ronquillo, Martín Ruiz, Gamboa y Pereda.


Pues don Luis de Toledo peleando,
Carranza, Aguayo, Zúñiga y Castillo,
Resisten el furor del indio bando
Con Diego Cano, Pérez y Ronquillo;
Los primos Alvarado Juan y Hernando,
Pedro de Olmo, Paredes y Carrillo,
Derriban á sus pies gallardamente,
(Aunque á costa de sangre) mucha gente.


El escuadrón de en medio, viendo asida
Por el cuerno derecho la contienda,
Acelerando el tiempo y la corrida,
Acude á socorrer con furia horrenda:
Mas, nuestra gente, en tercios repartida,
Le sale á recibir á toda rienda,
Y del terrible estruendo y fiero encuentro
La tierra se apretó contra su centro.


Hubo muchas caídas señaladas,
Grandes golpes de mazas y picazos;
Lanzas, gorguces y armas enhastadas
Volaron hasta el cielo en mil pedazos;
Vienen en un momento á las espadas.
Y aún otros más coléricos á brazos;
Dándose con las dagas y puñales
Heridas penetrables y mortales.


El fiero Tucapel, habiendo hecho
Su encuentro en lleno y muerto un buen soldado,
Poco del diestro golpe satisfecho,
Le arrebató un estoque acicalado,
Con el cual barrenó á Guillermo el pecho
Y de un revés y tajo arrebatado
Arrojó dos cabezas con celadas
Muy lejos de sus troncos apartadas.


Mata de un golpe á Torbo fácilmente.
Y dió á Juan Yanaruna tal herida,
Que la armada cabeza por la frente
Cayó sobre los hombros dividida;
Tira una punta, y á Picol valiente
Le echó fuera las tripas y la vida;
Pero en esta sazón inadvertido
De más de diez espadas fué herido.


Carga sobre él la gente forastera
Al rumor del estrago que sonaba,
Y cercándole en torno como fiera
(En confuso montón) le fatigaba:
Más él con gran desprecio, de manera
El esforzado brazo rodeaba
Que á muchos con castigo y escarmiento
Les reprimió el furor y atrevimiento.


Tanto en más ira y más furor se enciende,
Cuanto el trabajo y el peligro crece
Que allí la gloria y el honor pretende
Donde mayor dificultad se ofrece:
Lo más dudoso y de más riesgo emprende,
Y poco lo posible le parece.
Que el pecho grande y ánimo invencible.
Le allana y facilita lo imposible.


El último escuadrón y más copioso,
Su derrota y designio prosiguiendo,
Con paso (aunque ordenado) presuroso,
Por la tendida loma iba subiendo;
Y en el dispuesto llano y espacioso
Nuestro escuadrón del todo descubriendo,
Se detuvo algún tanto cautamente
Reconociendo el sitio y nuestra gente.


Delante de esta escuadra, pues, venía
El mozo Galbarín sargenteando,
Que sus troncados brazos descubría,
Los troncos, aún sangrientos, amostrando;
De un canto al otro apriesa discurría
Encendiendo en furor los corazones
Con muestras eficaces y razones


Diciendo: «¡Oh valentísimos soldados
Tan dignos deste nombre, en cuya mano
Hoy la fortuna y favorables hados
Han puesto el ser y crédito araucano!
Estad de la vitoria confiados,
Que ese tumulto y aparato vano
Es todo el remanente y son las heces
De los que habeis vencido tantas veces.


«Y esta postrer batalla fenecida
De vosotros así tan deseada,
No queda cosa ya que nos impida.
Ni lanza enhiesta, ni contraria espada;
Mirad la muerte infame ó triste vida
Que está para el vencido aparejada,
Los ásperos tormentos excesivos
Que el vencedor promete hoy á los vivos.


«Que si en esta batalla sois vencidos,
La ley perece y libertad se atierra,
Quedando al duro yugo sometidos,
Inhábiles del uso de la guerra;
Pues con las brutas bestias siempre uñidos
Habeis de arar y cultivar la tierra,
Haciendo los oficios más serviles
Y bajos ejercicios mujeriles.


«Tened, varones, siempre en la memoria
Que la deshonra eternamente dura
Y que perpetuamente esta Vitoria,
Todas vuestras hazañas asegura:
Considerad, soldados, pues, la gloria
Que os tiene aparejada la ventura
Y el gran premio y honor que, como digo,
Un tan breve trabajo trae consigo.


«Que aquel que se mostrare buen soldado
Tendrá en su mano ser lo que quisiere,
Que todo lo que habernos deseado
La Fortuna con ello hoy nos requiere;
También piense que queda condenado
Por rebelde y traidor quien no venciere,
Que no hay vencido justo y sin castigo
Quedando por jüez el enemigo.»


De tal manera el bárbaro valiente
Despertaba la ira y la esperanza,
Que el escuadrón apenas obediente,
Podía sufrir el orden y tardanza;
Mas, ya que la señal última siente,
Con gran resolución y confianza,
Derribando las picas, bien cerrado
Ir se dejó de su furor llevado.


En el exento y pedregoso llano
Que más de un tiro de arco se extendía,
Nuestro escuadrón á un tiempo mano á mano,
Asimismo al encuentro le salía;
Donde con muestra y término inhumano
Y el gran furor que cada cual traía,
Se embisten los airados escuadrones
Cayendo cuerpos muertos á montones.


No duraron las picas mucho enteras,
Que en rajas por los aires discurrieron;
Las extendidas mangas y hileras
De golpe unas con otras se rompieron:
Hubo muertes allí de mil maneras,
Que muchos sin heridas perecieron
Del polvo y de las armas ahogados,
Otros de encuentros fuertes estrellados.


Trábase entre ellos un combate horrendo,
Con hervorosa priesa y rabia extraña.
Todos en un tesón igual poniendo
La extrema industria, la pujanza y maña:
Sube á los cielos el furioso estruendo,
Retumba en torno toda la campaña,
Cubriendo los lugares descubiertos
La espesa lluvia de los cuerpos muertos.


Hierve el coraje, crece la contienda
Y el batir sin cesar, siempre más fuerte;
No hay malla y pasta fina que defienda
La entrada y paso á la furiosa muerte;
Que con irreparable furia horrenda
Todo ya en su figura lo convierte,
Naciendo del mortal y fiero estrago
De espesa y negra sangre un ancho lago.


Rengo orgulloso, que al siniestro lado
Iba siempre avivando la pelea.
De la roedora afrenta estimulado
Que en Mataquito recibió de Andrea,
El ronco tono y brazo levantado,
Discurre todo el campo y le rodea,
Acá y allá por una y otra mano
Llamando el enemigo nombre en vano.


Andrea, pues, asimismo procurando
Fenecer la quistión, le deseaba:
Mas lo que el uno y otro iba buscando
La dicha de los dos lo desviaba:
Que el italiano mozo, peleando
En el otro escuadrón, distante andaba,
Haciendo por su extraña fuerza cosas
Que, aunque lícitas, eran lastimosas.


Mata de un golpe á Trulo, y endereza
La dura punta y á Pinol barrena,
Y sin brazo á Teguán una gran pieza
Le arroja dando vueltas por la arena;
Lleva de un golpe á Changle la cabeza
Y por medio del cuerpo á Pon cercena;
Hiende á Narpo hasta el pecho, y á Brancolo
Como grulla le deja en un pie sólo.


Veis, pues, aquí Orompello, el cual haciendo
Venía por esta parte mortal guerra,
Que al gran tumulto y voces acudiendo,
Vió cubierta de muertos la ancha tierra;
Y al ginovés gallardo conociendo,
Como cebado tigre con él cierra,
Alta la maza y encendido el gesto,
Sobre las puntas de los pies enhiesto.


Fué de la maza el ginovés cogido
En el alto crestón de la celada,
Que todo lo abolló y quedó sumido
Sobre la estofa de algodón colchada;
Estuvo el italiano adormecido,
Gomita sangre, la color mudada,
Y vió, dando de manos por el suelo,
Vislumbres y relámpagos del cielo.


Redobla otro el gallardo mozo luego,
Con más furor y menos bien guiado,
Que, á no ser á soslayo, el fiero juego
Del todo entre los dos fuera acabado:
El ginovés, desatinado y ciego,
Fué un poco de través, mas, recobrado.
Se puso en pie con priesa no pensada,
Levantando á dos manos la ancha espada.


Y con la extrema rabia y fuerza rara
Sobre el joven la cala de manera
Que, si el ferrado leño no cruzara,
De arriba abajo en dos le dividiera:
Tajó el tronco cual junco ó tierna vara
Y si la espada el filo no torciera.
Penetrara tan honda la herida
Que privara al mancebo de la vida.


Viéndose el araucano, pues, sin maza,
No por eso amainó al furor la vela.
Antes con gran presteza de la plaza
Arrebata un pedazo de rodela;
Y al punto sin perder tiempo lo embraza
Y, como aquel que daño no recela,
Con sólo el trozo de bastón cortado
Aguija al enemigo confiado.


Hirióle en la cabeza, y á una mano
Saltó con ligereza y diestro brío,
Hurtando el cuerpo, así que el italiano
Con la espada azotó el aire vacío;
Quiso hacerlo otra vez, mas salió en vano,
Que entrando recio al tiempo del desvío,
Fué el ginovés tan presto que no pudo
Sino cubrirse con el roto escudo.


Echó por tierra la furiosa espada
Del defensivo escudo una gran pieza,
Bajando con rigor á la celada
Que defender no pudo la cabeza:
Hasta el casco caló la cuchillada,
Quedando el mozo atónito una pieza,
Pero en sí vuelto, viéndose tan junto,
Le echó los fuertes brazos en un punto.


El bravo ginovés, que al fiero Marte
Pensara desmembrar, recio le asía;
Pero salió engañado, que en esta arte
Ninguno al diestro joven le excedía:
Revuélvense por una y otra parte,
El uno el pie del otro rebatía.
Intricando las piernas y rodillas
Con diestras y engañosas zancadillas.


Don García de Mendoza no paraba.
Antes como animoso y diligente.
Unas veces airado peleaba,
Otras iba esforzando allí la gente.
Tampoco Juan Remón ocioso estaba,
Que de soldado y capitán prudente
Con igual diciplina y ejercicio
Usaba en sus lugares el oficio.


Santillán, y don Pedro de Navarra,
Avalos, Biezma, Cáceres, Bastida,
Galdámez, don Francisco Ponce. Ibarra.
Dando muerte defienden bien su vida:
El factor Vega, y contador Segarra.
Habían echado aparte una partida,
Siguiéndolos Velásquez y Cabrera,
Verdugo, Ruiz, Riberos y Ribera.


Pasáranlo, pues, mal al otro lado,
Según la mucha gente que acudía,
Si don Felipe, don Simón, y Prado,
Don Francisco, Arias Pardo y Alegría.
Barrios, Diego de Lira, Coronado
Y don Juan de Pineda en compañía,
Con valeroso esfuerzo combatiendo,
No fueran los contrarios reprimiendo.


También acrecentaban el estrago
Florencio de Esquivel, y Altamirano,
Villarroel, Morán, Vergara, Lago,
Godoy, Gonzalo Hernández, y Andicano.
Si de todos aquí mención no hago,
No culpen la intención, sino la mano,
Que no puede escrebir lo que hacían
Tantas como allí á un tiempo combatían.


Sonaba á la sazón un gran ruïdo
En el otro escuadrón de mediodía,
Y era que el fiero Rengo, embravecido,
Llevado de su esfuerzo y valentía,
Se había por la batalla así metido,
Que volver á los suyos no podía,
Y de menuda gente rodeado,
Andaba muy herido y acosado.


Aunque se envuelve entre ellos de manera
Al un lado y al otro golpeando,
Que en rueda los hacía tener afuera,
Muchos en daño ajeno escarmentando;
Pero la turba acá y allá ligera
Le va por todas partes aquejando
Con tiros, palos y armas enhastadas,
Como á fiera de lejos arrojadas.


Uno deja tullido y otro muerto.
Sin valerles defensa ni armadura,
Á quien acierta golpe en descubierto
Del todo le deshace y desfigura;
Y el de menos efeto y más incierto
Quebranta brazo, pierna ó coyuntura:
Vieran arneses rotos y celadas
Junto con las cabezas machucadas.


Mas, aunque, como digo, combatiendo
Mostraba esfuerzo y ánimo invencible,
Le van á tanto estrecho reduciendo
Que poder escapar era imposible:
Y por más que se esfuerza resistiendo,
Al fin era de carne, era sensible,
Y el furioso y continuo movimiento
La fuerza le ahogaba y el aliento.


Estaba ya en el suelo una rodilla,
Que aún apenas así se sustentaba,
Y la gente solícita, en cuadrilla
Sin dejarle alentar le fatigaba:
Cuando de la otra parte por la orilla
De la alta loma Tucapel llegaba.
Haciendo con la usada y fuerte maza.
Por dondequiera que iba, larga plaza.


Como el toro feroz desjarretado
Cuando brama, la lengua ya sacada,
Que de la turbamulta rodeado
Procura cada cual probar su espada:
Y en esto de repente al otro lado.
La cerviz yerta y frente levantada,
Asoma otro famoso de Jarama.
Que deshace la junta y la derrama.


Así el famoso Rengo ya en el suelo
Hincada una rodilla combatía
En medio del montón que sin recelo
Poco á poco cerrándole venía;
Cuando el sangriento y bravo Tucapelo,
Que por allí la grita le traía,
Viéndole así tratar, sin poner duda.
Rompe por el tropel á darle ayuda.


Dejó por tierra cuatro ó seis tendidos.
Que estrecha plaza y paso le dejaron.
Y los otros en círculo esparcidos
Del fatigado Rengo se arredraron.
Y contra Tucapel embravecidos,
Las armas y la grita enderezaron;
Mas él daba de sí tan buen descargo
Que los hacía tener bien á lo largo.


Llegóse á Rengo y dijo: «Aunque enemigo,
Esfuerza, esfuerza Rengo, y ten hoy fuerte.
Que el impar Tucapel está contigo
Y no puedes tener siniestra suerte,
Que el favorable cielo y hado amigo
Te tiene aparejada mejor muerte,
Pues está cometida al brazo mío,
Si cumples á su tiempo el desafío».


Rengo le respondió: «Si ya no fuera
Por ingrato en tal tiempo reputado,
Contigo y con mi débito cumpliera,
Que no estoy, como piensas, tan cansado».
En esto, más ligero que si hubiera
Diez horas en el lecho reposado
Se puso en pie y á nuestra gente asalta
Firme el membrudo cuerpo y la maza alta.


Tucapel replicó: «Sería bajeza
Y cosa entre varones condenada
Acometerte, vista tu flaqueza,
Con fuerza y en sazón aventajada;
Cobra, cobra tu fuerza y entereza,
Que el tiempo llegará que esta ferrada
Te dé la pena y muerte merecida,
Como hoy te ha dado claro aquí la vida.»


No se dijeron más; y por la vía
Los dos competidores araucanos,
Haciéndose amistad y compañía,
Iban como si fueran dos hermanos;
Guardaba el uno al otro y defendía;
Y así con diligencia y prestas manos,
Abriendo el escuadrón gallardamente,
Llegaron á juntarse con su gente.


En esto á todas partes la batalla
Andaba muy reñida y sanguinosa.
Con tal furia y rigor que no se halla
Persona sin herida ni arma ociosa;
Cubre la tierra la menuda malla,
Y en la remota Turcia cavernosa,
Por fuerza arrebatados de los vientos,
Hieren los duros y ásperos acentos.


Era el rumor del uno y otro bando
Y de golpes la furia apresurada,
Como ventosa y negra nube, cuando
(De vulturno ó del céfiro arrojada)
Lanza una piedra súbita, dejando
La rama de sus hojas despojada,
Y los muros, los techos y tejados
Son con priesa terrible golpeados.


Pues de aquella manera y más furiosas
Las homicidas armas descargaban,
Y con hondas heridas rigurosas
Los sanguinosos cuerpos desangraban;
El gran rumor y voces espantosas
En los vecinos montes resonaban;
El mar confuso al fiero són retrujo
De sus hinchadas olas el reflujo.


Pero la parte que á la izquierda mano
La batalla primero había trabado,
Donde por su valor Caupolicano
Contrastaba al furor del duro hado,
Á pura fuerza el escuadrón cristiano,
Del contrario tesón sobrepujado,
Comenzó poco á poco á perder tierra
Hacia la espesa falda de la sierra.


Fué tan grande la priesa desta hora
Y el ímpetu del bárbaro violento
Que por el araucano en voz sonora
Se cantó la Vitoria y vencimiento;
Mas la misma fortuna burladora
Dió la vuelta á la rueda en un momento
En contra de la parte mejorada,
Barajando la suerte declarada:


Que el último escuadrón, donde estribaba
Nuestro postrer remedio y esperanza.
Metido en el contrario peleaba
Haciendo fiero estrago y gran matanza,
Que ni el valor de Ongolmo allí bastaba.
Ni del fuerte Lincoya la pujanza:
Ni yo basto á contar de una vez tanto.
Que es fuerza diferirlo al otro canto.

Canto XXVI

En este canto se trata el fin de la batalla y retirada de los araucanos; la obstinación y pertinacia de Galbarino y su muerte. Asimismo se pinta el jardín y estancia del Mago Fitón.


Nadie puede llamarse venturoso
Hasta ver de la vida el fin incierto,
Ni está libre del mar tempestuoso
Quien surto no se vee dentro del puerto:
Venir un bien tras otro es muy dudoso,
Y un mal tras otro mal es siempre cierto;
Jamás próspero tiempo fué durable,
Ni dejó de durar el miserable.


El ejemplo tenemos en las manos,
Y nos muestra bien claro aquí la historia
Cuan poco les duró á los araucanos
El nuevo gozo y engañosa gloria:
Pues llevando de rota á los cristianos
Y habiendo ya cantado la Vitoria,
De los contrarios hados rebatidos,
Quedaron vencedores los vencidos.


Que, como os dije, el escuadrón postrero.
Adonde por testigo yo venía,
Ganando tierra siempre más entero
Al bárbaro enemigo retraía;
Que, aunque el fuerte Lincoya el delantero
Á la adversa fortuna resistía,
No pudo resistir últimamente
El ímpetu y la furia de la gente.


Por una espesa y áspera quebrada,
Que en medio de dos lomas se hacía,
La bárbara canalla, quebrantada
La dañosa soberbia y osadía,
Ya del torpe temor señoreada,
Esforzadas espaldas revolvía,
Huyendo de la muerte el rostro airado,
Que clara á todos ya se había mostrado.


Siguen los nuestros la vitoria apriesa,
Que aún no quieren venir en el partido,
Y de la inculta breña y selva espesa
Inquieren lo secreto y escondido:
El gran estrago y mortandad no cesa.
Suena el destrozo y áspero ruïdo,
Tirando á tiento golpes y estocadas
Por la espesura y matas intricadas.


Jamás de los monteros en ojeo
Fué caza tan buscada y perseguida,
Cuando con ancho círculo y rodeo
Es á término estrecho reducida,
Que con impacientísimo deseo,
Atajados los pasos y huída,
Arrojan en las fieras montesinas
Lanzas, dardos, venablos, jabalinas;


Como los nuestros hasta allí cristianos
Que, los términos lícitos pasando,
Con crueles armas y actos inhumanos
Iban la gran vitoria deslustrando;
Que ni el rendirse, puestas ya las manos.
La obediencia y servicio protestando,
Bastaba aquella gente desalmada
Á reprimir la furia de la espada.


Así el entendimiento y pluma mía,
Aunque usada al destrozo de la guerra,
Huye del grande estrago que este día
Hubo en los defensores de su tierra;
La sangre, que en arroyos ya corría
Por las abiertas grietas de las sierras.
Las lástimas, las voces y gemidos
De los míseros bárbaros rendidos.


Los de la izquierda mano, que miraron
Su mayor escuadrón desbaratado,
Perdiendo todo el ánimo, dejaron
La tierra y el honor que habían ganado:
Así, la trompa á retirar tocaron,
Y con paso, aunque largo, concertado,
Altas y campeando las banderas
Se dejaron calar por las laderas.


No será bien pasar calladamente
La braveza de Rengo sin medida,
Pues que, desbaratada ya su gente
Y puesta en rota y mísera huída,
Fiero, arrogante, indómito, impaciente,
Sin mirar al peligro de la vida,
Dando más furia á la ferrada maza,
Solo sustenta la ganada plaza.


Y allí como invencible y valeroso,
Solo estuvo gran rato peleando;
Pero viendo el trabajo infrutuoso
Y gente ya ninguna de su bando,
Con paso tardo, grave y espacioso,
Volviendo el rostro atrás de cuando en cuando,
Tomó á la mano diestra una vereda
Hasta entrar en un bosque y arboleda.


Donde ya de la gente destrozada
Había el temor algunos escondido
Pero viendo de Rengo la llegada,
Cobrando luego el ánimo perdido,
Con nuevo esfuerzo y muestra confiada,
En escuadrón formado y recogido.
Vuelven el rostro y pechos esforzados
A la corriente de los duros hados.


Yo, que de aquella parte discurriendo
Á vueltas del rumor también andaba.
La grita y nuevo estrépito sintiendo,
Que en el vecino bosque resonaba,
Apresuré los pasos, acudiendo
Hacia donde el rumor me encaminaba.
Viendo al entrar del bosque detenidos
Algunos españoles conocidos.


Estaba á un lado Juan Remón gritando:
«Caballeros, entrad, no temais nada».
Mas, ellos el peligro ponderando
Dificultaban la dudosa entrada.
Yo, pues, á la sazón á pie arribando
Donde estaba la gente recatada,
Juan Remón, que me vió luego de frente,
Quiso obligarme allí públicamente,


Diciendo: «¡Oh don Alonso! Quien procura
Ganar estimación y aventajarse,
Este es el tiempo y ésta es coyuntura
En que puede con honra señalarse:
No impida vuestra suerte esta espesura
Donde quieren los indios entregarse;
Que el que abriere la entrada defendida
Le será la Vitoria atribuïda».


Oyendo, pues, mi nombre conocido
Y que todos volvieron á mirarme,
Del honor y vergüenza compelido,
No pudiendo del trance ya excusarme,
Por lo espeso del bosque y más temido
Comencé de romper y aventurarme,
Siguiéndome Arias Pardo Maldonado.
Manrique, don Simón, y Coronado.


Los cuales de vivir desesperados.
Los obstinados indios embistieron.
Que en una espesa muela bien cerrados
Las españolas armas atendieron.
En esto, ya al rumor por todos lados
De nuestra gente muchos acudieron,
Comenzando con furia presurosa
Una guerra sangrienta y peligrosa.


Renuévase el destrozo, reduciendo
Á término dudoso el vencimento,
El menos animoso acometiendo
El más dificultoso impedimento.
¡Cuál será aquel que pueda ir escribiendo
De los brazos la furia y movimiento
Y deste y de aquel otro la herida.
Y quién á cual allí quitó la vida!


Unos hienden por medio, otros barrenan
De parte á parte los airados pechos;
Por los muslos y cuerpo otros cercenan:
Otros, miembro por miembro, caen deshechos:
Los duros golpes todo el bosque atruenan,
Andando de ambas partes tan estrechos
Que vinieron algunos de impacientes
A los brazos, á puños y á los dientes.


Pero la muerte allí difinidora
De la cruda batalla porfiada,
Ayudando á la parte vencedora,
Remató la contienda y gran jornada:
Que la gente araucana en poca de hora,
En aquel sitio estrecho destrozada,
Quiso rendir al hierro antes la vida,
Que al odioso español quedar rendida.


Tendidos por el campo amontonados
Los indómitos bárbaros quedaron,
Y los demás con pasos ordenados,
Como ya dije atrás, se retiraron;
De manera que ya nuestros soldados,
Recogiendo el despojo que hallaron
Y un número copioso de prisiones
Volvieron á su asiento y pabellones


Fueron entre estos presos escogidos
Doce los más dispuestos y valientes,
Que en las nobles insignias y vestidos
Mostraban ser personas preeminentes:
Estos fueron allí constituïdos
Para amenaza y miedo de las gentes,
Quedando por ejemplo y escarmiento
Colgados de los árboles al viento.


Yo á la sazón al señalar llegando,
De la cruda sentencia condolido,
Salvar quise uno de ellos, alegando
Haberse á nuestro ejército venido;
Mas él luego los brazos levantando,
Que debajo del peto había escondido,
Mostró en alto la falta de las manos
Por los cortados troncos aún no sanos.


Era, pues, Galbarino este que cuento.
De quien el canto atrás os dió noticia,
Que, para ejemplo y público escarmiento
Le cortaron las manos por justicia:
El cual con el usado atrevimiento
Mostrando la encubierta inimicicia.
Sin respeto ni miedo de la muerte.
Habló, mirando á todos, desta suerte:


«¡Oh gentes fementidas, detestables,
Indignas de la gloria deste día!
Hartad vuestras gargantas insaciables
En esta aborrecida sangre mía;
Que, aunque los fieros hados varïables
Trastornen la araucana monarquía,
Muertos podremos ser, mas no vencidos.
Ni los ánimos libres oprimidos.


«No penseis que la muerte rehusamos,
Que en ella estriba ya nuestra esperanza,
Que si la odiosa vida dilatamos
Es por hacer mayor nuestra venganza;
Que cuando el justo fin no consigamos,
Tenemos en la espada confianza
Que os quitará (en nosotros convertida)
La gloria de poder darnos la vida.


«Sús, pues: ¿ya qué esperais, ó que os detiene
De no me dar mi premio y justo pago?
La muerte y no la vida me conviene,
Pues con ella á mi deuda satisfago;
Pero, si algún disgusto y pena tiene
Este importante y deseado trago,
Es no veros primero hechos pedazos
Con estos dientes y troncados brazos.»


De tal manera el bárbaro esforzado
La muerte en altavoz solicitaba,
De la infelice vida ya cansado,
Que largo espacio á su pesar duraba;
Y en el gentil propósito obstinado,
Diciéndonos injurias, procuraba
Un fin honroso de una honrosa espada.
Y rematar la mísera jornada.


Yo, que estaba á par dél, considerando
El propósito firme y osadía.
Me opuse contra algunos, procurando
Dar la vida á quien ya la aborrecía;
Pero al fin los ministros porfiando
Que á la salud de todos convenía,
Forzado me aparté, y él fué llevado
Á ser con los caciques justiciado.


Á la entrada de un monte, que vecino
Está de aquel asiento, en un repecho
Por el cual atraviesa un gran camino
Que al valle de Lincoya va derecho,
Con gran solemnidad y desatino
Fué el insulto y castigo injusto hecho,
Pagando allí la deuda con la vida
En muchas opiniones no debida.


Por falta de verdugo, que no había
Quien el oficio hubiese acostumbrado.
Quedó casi por uso de aquel día
Un modo de matar jamás usado:
Que á cada indio de aquella compañía
Un bastante cordel le fué entregado.
Diciéndole que el árbol eligiese
Donde á su voluntad se suspendiese.


No tan prestos los pláticos guerreros.
Del cierto asalto la señal tocando.
Por escalas, por picas y maderos
Suben á la muralla gateando:
Cuanto aquellos caciques, que ligeros
Por los más grandes árboles trepando.
En un punto á las cimas arribaron
Y de las altas ramas se colgaron.


Mas, uno de ellos, algo arrepentido
De su ligera priesa y diligencia,
Á nuestra devoción ya reducido
Vuelto pidió para hablar licencia;
Y habiéndosela todos concedido,
Con voz algo turbada y aparencia,
Los ánimos cristianos conmoviendo,
Habló contritamente diciendo:


«Valerosa nación, invicta gente.
Donde el extremo de virtud se encierra,
Sabed que soy cacique, y descendiente
Del tronco más antiguo desta tierra:
No tengo padre, hermano, ni pariente,
Que todos son ya muertos en la guerra;
Y pues se acaba en mí la decendencia,
Os ruego useis conmigo de clemencia».


Quisiera proseguir, si Galbarino
Que le miraba con airada cara,
De súbito saliéndole al camino,
La doméstica voz no le atajara,
Diciendo: «Pusilánime, mezquino,
Deslustrador de la progenie clara,
¿Por qué á tan gran bajeza así te mueve
El miedo torpe de una muerte breve?


«Dime, infame traidor, de fe mudable,
¿Tienes por más partido y mejor suerte
El vivir en estado miserable
Que el morir como debe un varón fuerte?
Sigue el hado (aunque adverso) tolerable.
Que el fin de los trabajos es la muerte;
Y es poquedad que un afrentoso medio
Te saque de la mano este remedio».


Apenas la razón había acabado,
Cuando el noble cacique arrepentido,
Al cuello el corredizo lazo echado,
Quedó de una alta rama suspendido;
Tras él fué el audaz bárbaro obstinado,
Aún á la misma muerte no rendido,
Y los robustos robles desta prueba
Llevaron aquel año fruta nueva.


Habida la vitoria, como cuento
Y el enemigo roto retirado,
Dejando el infelice alojamiento
Todo de cuerpos bárbaros sembrado,
Llegamos sin desmán ni impedimento
A la bajada y sitio desdichado
Do Valdivia fundó la casa-fuerte
Y le dieron después infame muerte.


Levantamos un muro brevemente
Que el sitio de la casa circundaba,
Donde el bagaje, chusma y remanente
Con menos daño y más seguro estaba:
De allí el contorno y tierra inobediente
(Sin poderlo estorbar) se salteaba.
Haciendo siempre instancia y diligencia
De traerla sin sangre, á la obediencia.


Una mañana al comenzar del día.
Saliendo yo á correr aquella tierra.
Donde por cierto aviso se tenía
Que andaba gente bárbara de guerra:
Dejando un trecho atrás la compañía.
Cerca de un bosque espeso y alta sierra,
Sentí cerca una voz envejecida.
Diciendo: «¿Dónde vais? que no hay salida?«


Volví el rostro y las riendas hacia el lado
Donde la extraña voz había salido,
Y vi á Fitón el mágico arrimado
Al tronco de un gran roble carcomido,
Sobre el herrado junco recostado,
Que como fué de mí reconocido,
Del caballo salté ligeramente.
Saludándole alegre y cortesmente.


Él me dijo: «Por cierto bien pudiera
Tomar de vos legítima venganza
Y en esa vuestra gente que anda fuera.
Que habeis hecho en los nuestros tal matanza:
Pero, aunque más razón y causa hubiera,
Haciendo vos de mí tal confianza,
No quiero ni será justo dañaros.
Antes en lo que es lícito ayudaros.


«Que es orden de los cielos que padezca
Esta indómita gente su castigo,
Y antes que contra Dios se ensoberbezca
Le abajé la soberbia el enemigo;
Y aunque vuestra ventura ahora crezca,
No durará gran tiempo; porque os digo
Que, como á los demás, el duro hado
Os tiene su descuento aparejado.


«Si la Fortuna así á pedir de boca
Os abre el paso próspero á la entrada,
Grandes trabajos y ganancia poca
Al cabo sacareis desta jornada:
Y porque á mí decir más no me toca.
Me quiero retirar á mi morada,
Que también desta banda tiene puerta,
Pero á todos oculta y encubierta».


Yo de le ver así maravillado.
Y más de la siniestra profecía,
Mi caballo en un líbano arrendado,
Le quise hacer un rato compañía:
Y al fin de muchos ruegos acetado,
Siendo el viejo decrépito la guía.
Hendimos la espesura y breña extraña.
Hasta llegar al pie de la montaña.


En un lado secreto y escondido
Donde no habia resquicio ni abertura,
Con el potente báculo torcido
Blandamente tocó en la peña dura;
Y luego con horrisono ruïdo,
Se abrió una estrecha puerta y boca escura.
Por do tras él entré, erizado el pelo.
Pisando á tiento el peñascoso suelo.


Salimos á un hermoso y verde prado
Que recreaba el ánimo y la vista.
Do estaba en ancho cuadro fabricado
Un muro de belleza nunca vista.
De vario jaspe y pórfido escacado.
Y al fin de cada escaque una amatista;
En las puertas de cedro barreadas
Mil sabrosas historias entalladas.


Abriéronse en llegando el mago apunto.
Y en un jardín entramos espacioso
Do se puede decir que estaba junto
Todo lo natural y artificioso:
Hoja no discrepaba de otra un punto,
Haciendo cuadro ó círculo ingenioso,
En medio un claro estanque, do las fuentes
Murmurando enviaban sus corrientes.


No produce natura tantas flores
Cuando más rica primavera envía
Ni tantas variedades de colores
Como en aquel jardín vicioso había:
Los frescos y suavísimos olores,
Las aves y su acorde melodía,
Dejaban las potencias y sentidos
De un ajeno descuido poseídos.


De mi fin y camino me olvidara.
Según suspenso estuve una gran pieza,
Si el anciano Fitón no me llamara
Haciéndome señal con la cabeza;
Metióme por la mano en una clara
Bóveda de alabastro, que á la pieza
Del milagroso globo respondía,
Adonde ya otra vez estado había.


Quisiera ver la bola, mas no osaba
(Sin licencia del mago) avecinarme;
Mas él, que mis deseos penetraba,
Teniendo voluntad de contentarme,
Asido por la mano me acercaba.
Y comenzando él mesmo á señalarme,
El mundo me mostró, como si fuera
En su forma rëal y verdadera.


Pero para decir por orden cuanto
Vi dentro de la gran poma lúcida,
Es cierto menester un nuevo canto
Y tener la memoria recogida;
Así, señor, os ruego que entre tanto,
Que refuerzo la voz enflaquecida,
Perdoneis si lo dejo en este punto
Que no puedo deciros tanto junto.

Canto XXVII

En este canto se pone la descripción de muchas provincias, montes, ciudades famosas por natura y por guerras. Cuéntase también cómo los españoles levantaron un fuerte en el valle de Tucapel; y cómo don Alonso de Ercilla halló á la hermosa Glaura.


Siempre la brevedad es una cosa
Con gran razón de todos alabada,
Y vemos que una plática es gustosa
Cuanto más breve y menos afectada;
Y aunque sea la prolija provechosa,
Nos importuna, cansa y nos enfada:
Que el manjar más sabroso y sazonado
Os deja, cuando es mucho, empalagado.


Pues yo que en un peligro tal me veo,
De la larga carrera arrepentido,
¿Cómo podré llevar tan gran rodeo
Y ser sabroso al gusto y al oído?
Pero, aunque de agradar es mi deseo
Estoy ya dentro en la ocasión metido;
Que no se puede andar mucho en un paso
Ni encerrar gran materia en chico vaso.


Cuando á alguno, señor le pareciere
Que me voy en el curso deteniendo,
El extraño camino considere
Y que más que una posta voy corriendo:
En todo abreviaré lo que pudiere;
Y así, á nuestro propósito volviendo,
Os dije cómo el indio mago anciano
Señalaba la poma con la mano.


Era en grandeza tal que no podrían
Veinte abrazar el círculo luciente,
Donde todas las cosas parecían
En su forma distinta y claramente:
Los campos y ciudades se veían,
El tráfago y bullicio de la gente,
Las aves, animales, lagartijas,
Hasta las más menudas sabandijas.


El mágico me dijo: «Pues en este
Lugar nadie nos turba ni embaraza,
Sin que un mínimo punto oculto reste,
Verás del universo la gran traza;
Lo que hay del Norte al Sur, del Este al Oeste,
Y cuanto ciñe el mar y al aire abraza,
Ríos, montes, lagunas, mares, tierras
Famosas por natura y por las guerras.


«Mira al principio de Asia á Calcedonia;
Junto al Bósforo en frente de la Tracia,
A Lidia, Caria, Licia y Licaonia,
A Panfilia, Bitinia y á Galacia,
Y junto al Ponto Euxino, á Paflagonia.
La llana Capadocia y la Farnacia
Y la corriente de Éufrates famoso,
Que entra en el mar de Persia caudaloso.


«Mira la Siria, vees allá la indina
Tierra de promisión de Dios privada,
Y á Nazarén dichosa en Palestina,
Do á María Gabriel dió la embajada;
Vees las sacras reliquias y ruïna
De la ciudad por Tito desolada,
Do el Autor de la vida, escarnecido,
Á vergonzosa muerte fué traído.


«Mira el tendido mar Mediterrano
Que la Europa del Africa separa,
Y el mar Bermejo en punta á la otra mano,
Que abrió Moisén sus aguas con la vara;
Mira el golfo de Ormuz, y mar Persiano,
Y aunque á partes la tierra no está clara,
Verás hacia la banda descubierta
Las dos Arabias, Félix y Desierta.


«Mira á Persia y Carmania, que confina
Con Susiäna, al lado del poniente,
Donde el forjado acero se fulmina
De pasta y temple fino y excelente:
Drangiana y Gredosia, que camina
Hasta el mar de India y ferias del Oriente.
Y adelante, siguiendo aquella vía,
Verás la calurosa Aracosía.


«Dentro y fuera del Gange mira tanta
Tierra de India, al levante prolongada;
Vees el Catay y su ciudad de Canta,
Que sobre el Indo mar está fundada;
La China y el Maluco, y toda cuanta
Mar se extiende del leste, y la apartada
Trapobana famosa, antiguamente
Término y fin postrero del Oriente.


«Vees la Hircania, Tartaria, y los Albanos
Hacia la Trapisonda dilatados,
Y otros reinos pequeños comarcanos,
Tributarios de Persia y aliados;
Los Iberos, que llaman gorgïanos,
Y los pobres circasos derramados,
Que su Lunada tierra en parte angosta
Toma del mar Mayor toda la costa.


«Vees el revuelto Cirro caudaloso,
Que la Iberia y Albania así rodea,
Y el alto monte Cáucaso, fragoso,
Que su cumbre gran tierra señorea;
Mira el reino de Coicos, tan famoso
Por la isla nombrada de Medea,
Adonde el trabajado Jasón vino
En busca del dorado vellocino.


«Mira la grande Armenia, memorable
Por su ciudad de Tauris señalada;
Y al sur la religiosa y venerable
Soltania, sin respeto arruïnada
Por la tártara furia irreparable
Del grande Tamorlán, que de pasada
Cuanto encontró lo puso por el suelo,
Cual ira ó rayo súbito del cielo.


«Mira á Tigris y Eufrates, que poniendo
Punto á Mesopotamia, en compañía
Hasta el golfo de Persia van corriendo,
Dejando á un lado á Egipto y á Suría:
Vees la Partia y la Media, que, torciendo
Su corva costa abraza al mediodía;
El Caspio mar, por otro nombre Hircano,
Que en forma oval se extiende al subsolano.


«Mira la Asiría y su ciudad famosa,
Donde la confusión de lenguas vino,
Que sus muros, labor maravillosa,
Hizo Semíramis, madre de Nino;
Donde la acelerada y presurosa
Muerte á Alejandro le salió al camino,
Cortándole en su próspera corrida
El hilo de los hados y la vida.


«Mira en Africa al sur los extendidos
Reinos del Preste Juan, donde parece
Que entre los más insignes y escogidos
Sceva en sus edificios resplandece;
Tres frutos da en el año repartidos,
Y tres veces se agosta y reverdece:
Tiene en veinte y dos grados su postura
Al antártico polo por la altura.


«Vees á Gogia y sus montes levantados.
Que á todos sobrepujan en grandeza,
Canos siempre de nieve los collados
Y abajo peñascales y aspereza,
Que forman un gran muelle, rodeados
De breñales espesos y maleza,
Morada de osos, puercos y leones,
Tigres, panteras, grifos y dragones.


«Destos peñascos ásperos pendientes,
Llamados hoy el Monte de la Luna,
Nacen del Nilo las famosas fuentes,
Y dellos ríos sin nombre y fama alguna,
Que, aunque tuercen y apartan sus corrientes,
Se vienen á juntar á una laguna
Tan grande que sus senos y laderas
Baten de tres provincias las riberas.


«Á Gogia y Beguemedros al oriente
Y á Dambaya al poniente; del cual lado
Hay islas donde habita varia gente
Y todo el ancho círculo es poblado.
De aquí el famoso Nilo mansamente
Nace, y después, más grande y reforzado,
Parte á Gogia de Amara, y va tendido
Sin ser de las riberas restringido.


«Hasta un angosto paso peñascoso
Que le va los costados estrechando,
De donde con estrépito furioso
Se va en las cataratas emboscando;
Después, más ancho, grave y espacioso,
Llega á Meroe, gran isla, costeando,
Que contiene tres reinos eminentes,
En leyes y costumbres diferentes.


«Mira al Cairo, que incluye tres ciudades,
Y el palacio real de Dultibea,
Las torres, los jardines y heredades
Que su espacioso círculo rodea;
Las pirámides mira y vanidades
De los ciegos antiguos, que aunque sea
Señal de sus riquezas la hechura,
Fué más que el edificio la locura.


«Mira los despoblados arenosos
De la desierta y seca Libia ardiente,
Garamanta y los pueblos calurosos,
Donde habita la bruta y negra gente;
Mira los trogloditas belicosos
Y los que baña Gambra en su corriente:
Mandingos, monicongos, y los feos
Zapes, biafras, gelofos y guineos.


«Vees de la costa de Africa el gran trecho,
Los puertos señalados y lugares
De las bocas del Nilo hasta el estrecho
Por do se comunican los dos mares:
Apolonia, las Sirtes y, derecho,
Tripol, Túnez y junto, si mirares,
Verás aún las reliquias y el estrago
De la ciudad famosa de Cartago.


«Mira á Sicilia, fértil y abundosa,
A Cerdeña y á Córcega de frente,
Y en la costa de Italia, la viciosa
Tierra que va corriendo hacia el poniente,
Mira la ilustre Nápoles famosa,
Y á Roma, que gran tiempo altivamente
Se vió del universo apoderada,
Y de cada nación después hollada.


«Mira en Toscana á Sena y á Florencia,
Y dejando la costa al mediodía,
A Bolonia, Ferrara y la eminencia
De la isleña ciudad y señoría;
Padua, Mantua, Cremona y á Placencia:
Milán, la tierra y parque de Pavía,
Adonde en una rota de importancia
Carlos prendió á Francisco, rey de Francia.


«Mira Alejandría, y por Liguria entrando.
A la soberbia Génova y Saona;
Y el Piamonte y Saboya atravesando,
A León, á Tolosa y á Bayona;
Y sobre el viento coro volteando,
Burdeos, Putiers, Orliens, París, Perona,
Flandes, Brabante, Güeldres, Frisia, Holanda,
Inglaterra, Escocia, Hibernia ó Irlanda.


«A Dinamarca, Dacia y á Noruega
Hacia el mar de Dantisco y costa helada,
Y á Suecia, que al confín de Gocia llega,
Que está en torno del mar fortificada,
De donde á la Zelandia se navega;
Y mira allá á Grolandia, desviada;
Del solar curso y la zodiaca vía,
Do hay seis meses de noche y seis de día.


«Mira al Norte á Moscovia, que es tenida
Por última región de lo poblado,
Que rematan su término y medida
Las rifeas montañas por un lado;
Y de las fuentes del Tanais tendida
Llega al monte Hiperbóreo y mar helado;
Confina con Sarmacia y Tartaria,
Y corre por el austro hasta Rusia.


«Mira á Livonia, Prusia, Litüania,
Samogocia, Podolia y á Rusia,
A Polonia, Silesia y á Germania,
A Moravia, Bohemia, Austria y Hungría,
A Croacia, Moldavia, Trasilvania,
Malaquia, Bulgaria, Esclavonia,
A Macedonia, Grecia, la Morea,
A Candia, Chipre, Rodas y Judea.


«Mira al poniente á España, y la aspereza
De la antigua Vizcaya, de do es cierto
Que procede y se extiende la nobleza
Por todo lo que vemos descubierto;
Mira á Bermeo, cercado de maleza,
Cabeza de Vizcaya, y sobre el puerto,
Los anchos muros del solar de Ercilla,
Solar antes fundado que la villa.


«Vees á Burgos, Logroño y á Pamplona,
Y bajando al poniente, á la siniestra,
Zaragoza, Valencia, Barcelona,
A León y á Galicia de la diestra;
Vees la ciudad famosa de Lisbona,
Coimbra y Salamanca, que se muestra
Feliz en todas ciencias, do solía
Enseñarse también nigromancia.


«Mira á Valladolid, que en llama ardiente
Se irá como la fénix renovando,
Y á Medina del Campo casi en frente,
Que las ferias la van más ilustrando.
Mira á Segovia y su famosa puente,
Y el bosque y la Fonfrida atravesando,
Al Pardo, y Aranjuez, donde Natura
Vertió todas sus flores y verdura.


«Mira aquel sitio inculto montuoso,
Al pie del alto puerto algo apartado,
Que, aunque le vees desierto y pedregoso,
Ha de venir en breve á ser poblado;
Allí el rey don Felipe, vitorioso,
Habiendo al franco en San Quintín domado,
En testimonio de su buen deseo,
Levantará un católico trofeo.


«Será un famoso templo incomparable,
De sumptuosa fábrica y grandeza,
La máquina del cual hará notable
Su religioso celo y gran riqueza;
Será edificio eterno y memorable,
De inmensa majestad y gran belleza,
Obra, al fin, de un tal rey, tan gran cristiano
Y de tan larga y poderosa mano.


«Mira luego á Madrid, que buena suerte
Le tiene el alto cielo aparejada,
Y á Toledo, fundada en sitio fuerte,
Sobre el dorado Tajo levantada;
Mira adelante á Córdoba, y la muerte
Que airada amenazando está á Granada,
Esgrimiendo el cuchillo sobre tantas
Principales cabezas y gargantas.


«Mira á Sevilla; vees la realeza
De templos, edificios y moradas,
El concurso de gente, y la grandeza
Del trato de las Indias apartadas,
Que de oro, plata, perlas y riqueza
Dos flotas en un año entran cargadas,
Y salen otras dos de mercancía,
Con gente, munición y artillería.


«Mira á Cádiz, donde Hércules famoso,
Sobre sus hados prósperos corriendo
Fijó las dos colunas vitorioso,
NIHIL ULTRA en el mármol escribiendo;
Mas Fernando Católico, glorioso,
Los mojonados términos rompiendo,
Del ancho y Nuevo Mundo abrió la vía,
Porque en un mundo solo no cabía.


«Mira por el océano bajando,
Entre el húmido Noto y el poniente,
Las islas de Canaria, reparando
En aquella del Hierro especialmente;
Que, falta de agua la natura obrando,
Las aves, animales y la gente
Beben la que de un árbol se distila
En una bien labrada y ancha pila.


«Mira á la banda diestra las Terceras,
Que están de portugueses ocupadas;
Y corriendo al sudueste las primeras
Islas que descubrió Colón, pobladas
De gentes nunca vistas extranjeras,
Entre las cuales son más señaladas
Los Lucayos, San Juan, la Dominica,
Santo Domingo, Cuba, y Jamaíca.


«Vees de Bahama la canal angosta,
Y siguiendo al poniente, la Florida,
La tierra inútil y torcida costa
Hasta la Nueva-España proseguida,
Donde Cortés, con no pequeña costa
Y gran trabajo y riesgo de la vida,
Sin término ensanchó por su persona
Los límites de España y la corona.


«Mira á Jalisco y Mechoacán, famosa,
Por la raíz medicinal que tiene
Y á México abundante y populosa,
Que el indio nombre antiguo aún hoy retiene;
Vees al sur la poblada y montuosa
Tierra, que en punta á prolongarse viene,
Que los dos anchos mares por los lados
La van adelgazando los costados.


«A Panamá y al Nombre de Dios mira.
Que sus estrechos términos defienden
A dos contrarios mares, que con ira
Romper la tierra y anegar pretenden;
Vees la fragosa sierra de Capira,
Cartagena, y las tierras que se extienden
De Santa Marta y cabo de la Vela
Hasta el lago y ciudad de Venezuela.


«Á Bogotá y Cartama, que confina
Con Arma y Cali, tierra prolongada,
Popayán, Pasto y Quito, que vecina
Está á la equinocial línea templada;
Mira allá á Puerto Viejo, do la mina
De ricas esmeraldas fué hallada,
Y las tierras que corren por la vía
Del euro, del vulturno y mediodía.


«Vees Guayaquil que abunda de madera,
Por sus espesos montes y sombríos,
Túmbez, Paita y su puerto, que es primera
Escala donde surgen los navíos;
Piura, Loja, la Zarza, y Cordillera
De do nacen y bajan tantos ríos,
Que riegan bien dos mil millas de suelo,
Donde jamás cayó lluvia del cielo.


«Mira los grandes montes y altas sierras
Bajo la Zona Tórrida nevadas,
Los mojos, bracamoros y las tierras
De incultos chachapoyas habitadas;
Cajamarca y Trujillo, que en las guerras
Fueron famosas siempre y señaladas,
Y la ciudad insigne de los Reyes,
Silla de las audiencias y virreyes.


«Y á Guánuco, Guamanga y el templado
Terreno de Arequipa, y los mojones
Del Cuzco, antiguo pueblo y señalado
Asiento de los Ingas y orejones.
Mira, el solsticio y trópico pasado,
Del austral Capricornio las regiones
De varias gentes bárbaras extrañas,
Los ríos, lagunas, valles y montañas.


«Mira allá á Chuquiabo, que metido
Está á un lado la tierra al sur marcada,
Y adelante el riquísimo y crecido
Cerro de Potosí, que de cendrada
Plata de ley y de valor subido
Tiene la tierra envuelta y amasada,
Pues de un quintal de tierra de la mina
Las dos arrobas son de plata fina.


«Vees la villa de Plata, la postrera
Por el Levante á la siniestra mano,
Y atravesando la alta cordillera,
Calchaquí, Pilcomayo y Tucomano;
Los juríes, los diaguitas y ribera
De los comechingones, y el gran llano
Y fructífero término remoto
Hasta la fortaleza de Gaboto.


«Vees, volviendo á la costa, los collados
Que corren por la banda de Atacama,
Y la desierta costa y despoblados,
Do no hay ave, animal, yerba ni rama;
Vees los copayapos, indios granados,
Que de grandes flecheros tienen fama:
Coquimbo, Mapochó, Cauquen, y el río
De Maule y el de Itata y Biobío.


«Vees la ciudad de Penco y el pujante
Arauco, estado libre y poderoso,
Cañete, la Imperial, y hacia el levante
La Villa-rrica y el volcán fogoso;
Valdivia, Osorno, el Lago; y adelante
Las islas y archipiélago famoso,
Y siguiendo la costa del sur derecho,
Chiloé, Coronados y el estrecho,


«Por donde Magallanes con su gente
Al Mar del Sur salió desembocando
Y tomando la vuelta del poniente
Al Maluco guió noruesteando;
Vees las islas de Acaca y Zabú enfrente,
Y á Matán, do murió al fin peleando;
Bruney, Bohol, Gilolo, Terrenate,
Machián, Mutir, Badán, Tidore, y Mate.


«Vees las manchas de tierras tan cubiertas,
Que pueden ser apenas divisadas,
Son las que nunca han sido descubiertas,
Ni de extranjeros pies jamás pisadas,
Las cuales estarán siempre encubiertas
Y de aquellos celajes ocupadas,
Hasta que Dios permita que parezcan,
Porque más sus secretos se engrandezcan.


«Y como vees en forma verdadera
De la tierra la gran circunferencia,
Pudieras entender, si tiempo hubiera,
De los celestes cuerpos la excelencia;
La máquina y concierto de la esfera,
La virtud de los astros y influencia,
Varias revoluciones, movimientos,
Los cursos naturales y violentos.


«Mas, aunque quiero yo de parte mía
Dejarte más contento y satisfecho,
Ha mucho rato que declina el día,
Y tienes hasta el sitio largo trecho».
Así, haciéndome el mago compañía,
Me trujo hasta ponerme en el derecho
Camino. do encontré luego mi gente,
Que me andaba á buscar confusamente».


Llegamos al asiento en punto cuando
Entraban á la guardia los amigos,
Donde gastamos tiempo, procurando
Reducir á la paz los enemigos;
Unas veces por bien, acariciando,
Otras por amenazas y castigos,
Haciendo sin parar corredurías
Por los vecinos pueblos y alquerías.


Mas, no bastando diligencia en esto,
Ni las promesas, medios y partidos,
Que en su protervo intento y presupuesto
Estaban siempre más endurecidos;
Vista, pues, la importancia de aquel puesto
Por estar en la tierra más metidos,
Con maduro consejo fué acordado
Sustentar el lugar fortificado.


Y proveyendo al esperado daño
De algunos bastimentos que faltaban,
Que aunque era fértil y abundante el año,
Los campos en cogollo y berza estaban;
Don Miguel de Velasco y Avendaño,
Con los que más á punto se hallaban,
Haciéndoles yo escolta y compañía,
Tomamos de Cautén la recta vía.


Aunque con riesgo, sin contraste alguno
Los peligrosos términos pasamos,
Y en tiempo aparejado y oportuno
A la Imperial ciudad salvos llegamos,
Donde á los moradores de uno en uno
Con palabras de amor los obligamos,
No sólo á dar graciosa la comida,
Pero á ofrecer también hacienda y vida.


Así que alegres, sin rumor de guerra,
Con pan, frutas, semillas y ganados
Dimos presto la vuelta por la tierra
De pacíficos indios y alterados;
Y, al descubrir de la purena sierra
Hallamos una escolta de soldados,
Digo, de nuestra gente, que venía
Á asegurar la peligrosa vía.


El sol, ya derribado al Occidente,
Había en el mar los rayos zabullido,
Dando la noche alivio á nuestra gente
Del cansancio y trabajo padecido;
Pero, al romper del alba, alertamente
Se comenzó á marchar con gran ruïdo,
El cargado bagaje y el ganado,
De todas las escuadras rodeado.


Iba yo en la avanguardia descubriendo
Por medio de una espesa y gran quebrada,
Cuando vi de través salir corriendo
Una mujer, al parecer turbada:
Yo tras ella los prestos pies batiendo,
Luego de mi caballo fué alcanzada;
El que saber el fin desto desea,
Atentamente el otro canto lea.

Canto XXVIII

Cuenta Glaura sus desdichas y la causa de su venida. Asaltan los araucanos á los españoles en la quebrada de Purén; pasa entre ellos una recia batalla; saquean los enemigos el bagaje; retíranse alegres, aunque desbaratados.


Quien tiene libre y sosegada vida
Le conviene vivir más recatado,
Que siempre es peligrosa la caída
Del que está del peligro descuidado;
Y vemos muchas veces convertida
La alegre suerte en miserable estado,
En dura sujeción las libertades.
Y tras prosperidad adversidades.


Es fortuna tan varia, es tan incierta,
Ya que se muestra alguna vez amiga,
Que no ha llamado el bien á nuestra puerta
Cuando el mal dentro en casa nos fatiga:
Y pues sabemos ya por cosa cierta
Que nunca hay bien á quien un mal no siga,
Ruguemos que no venga y, si viniere,
Que sea pequeño el mal que le siguiere.


Que yo, de acuchillado en esto, siento
Que es de temer (en parte) la ventura;
El tiempo alegre pasa en un momento
Y el triste hasta la muerte siempre dura;
Y porque viene bien á nuestro cuento,
A la bárbara oid, que en la espesura
Alcancé, como os dije, que en su traje
Mostraba ser persona de linaje.


Era mochacha grande, bien formada,
De frente alegre y ojos extremados,
Nariz perfeta, boca colorada,
Los dientes en coral fino engastados,
Espaciosa de pecho y relevada,
Hermosas manos, brazos bien sacados,
Acrecentando más su hermosura
Un natural donaire y apostura.


Yo, queriendo saber á qué venía
Sola por aquel bosque y aspereza,
Con más seguridad que prometía
Su bello rostro y rara gentileza,
La aseguré del miedo que traía,
La cual, dando un sospiro, que á terneza
Al más rebelde corazón moviera,
Comenzó su razón en tal manera:


«No sé si ya me queje desdichada
Ó agradezca á los hados y á mi suerte,
Que me abren puerta y que me dan entrada
Para que pueda recebir la muerte;
Pero si ya la historia desastrada
Quieres saber y mi dolor tan fuerte,
Que aún le agravia mi poco sentimiento,
Te ruego que al proceso estés atento.


«Mi nombre es Glaura, en fuerte hora nacida,
Hija del buen cacique Quilacura,
De la sangre de Friso esclarecida,
Rica de hacienda, pobre de ventura;
Respetada de muchos y servida
Por mi linaje y vana hermosura;
Mas ¡ay de mí!, cuánto mejor me fuera
Ser una simple y pobre ganadera.


«En casa de mi padre á mi contento
Como única heredera yo vivía,
Que su felicidad y pensamiento
En sólo darme gusto lo ponía;
Mi voluntad en todo y mandamiento
Como inviolable ley se obedecía,
No habiendo de contento y gusto cosa
Que fuese para mí dificultosa.


«Mas, presto el invidioso amor tirano,
Turbador del sosiego, adredemente,
Trujo á mi tierra y casa á Fresolano,
Mozo de fuerzas y ánimo valiente;
De mi infelice padre primo hermano,
Y mucho más amigo que pariente,
A quien la voluntad tenía rendida
No habiendo entre los dos cosa partida.


«Mi padre, como amigo aficionado
Que yo le regalase me mandaba
Y así yo con llaneza y gran cuidado
Por hacerle placer lo procuraba;
Mas él, luego el propósito estragado,
(Cuya fidelidad ya vacilaba)
Corrompió la amistad, salió de tino
Echando por ilícito camino.


«Ó fué el trato que tuvo allí conmigo,
Ó, por mejor decir, mi desventura,
Que esta sería más cierto, como digo,
Que no la mal juzgada hermosura,
Que ingrato al hospedaje del amigo,
Del deudo y deuda haciendo poca cura,
Me comenzó de amar y buscar medio
De dar á su cuidado algún remedio.


«Visto yo que por muestras y rodeo
Muchas veces su pena descubría,
Conocí que su intento y mal deseo
De los honestos límites salía;
Mas ¡ay!, que, en lo que yo padezco, veo
Lo que el mísero entonces padecía,
Que á término he llegado al pie del palo
Que aún no puedo decir mal de lo malo.


«Hallábale mil veces sospirando,
En mí los engañados ojos puestos,
Otras andaba tímido tentando
Entrada á sus osados presupuestos;
Yo, la ocasión dañosa desviando,
Con gravedad y términos honestos
(Que es lo que más refrena la osadía)
Sus erradas quimeras deshacía.


«Estando sola en mi aposento un día,
Temerosa de algún atrevimiento,
Ante mí de rodillas se ponía
Con grande turbación y desatiento,
Diciéndome (temblando): «¡Oh Glaura mía!
Ya no basta razón ni sufrimiento,
Ni de fuerza una mínima me queda
Que á la del fuerte amor resistir pueda.


«Tú, señora, sabrás que el día primero
De mí felice y próspera venida
Me trujo amor al término postrero
Desta penosa y desdichada vida;
Mas ya que por tu amor y causa, muero
Quiero saber si dello eres servida,
Porque, siéndolo tú, no sé yo cosa
Que pueda para mí ser tan dichosa.»


«Viéndole al parecer determinado
Á cualquiera violencia y desacato,
Disimuladamente por un lado
Salí dél, sin mostrar algún recato,
Diciéndole de lejos: "¡Oh malvado,
Incestuoso. deslëal. ingrato,
Corrompedor de la amistad jurada
Y ley de parentesco conservada!...»


«Iba estas y otras cosas yo diciendo
Que el repentino enojo me mostraba,
Cuando con priesa súbita y estruendo
Un cristiano escuadrón nos salteaba,
Que en cerrado tropel arremetiendo,
Nuestra alta casa en torno rodeaba,
Saltando Fresolano en mi presencia
A la debida y justa resistencia,


«Diciendo: ¡Oh fiera tigre endurecida.
Inhumana y cruel con los humanos!
Vuelve, acaba de ser tú la homicida,
No dejes que hacer á los cristianos,
Vuelve, verás que acabo aquí la vida
(Pues no puedo á las tuyas) á sus manos,
Que aunque no sea la muerte tan honrosa,
A lo menos será más pïadosa.


«Así furioso sin mirar en nada
Se arroja en medio de la armada gente,
Donde luego una bala arrebatada
Le atravesó el desnudo pecho ardiente;
Cayó, ya la color y voz turbada,
Diciendo:«¡Glaura! Glaura! últimamente
Recibe allá mi espíritu, cansado,
De dar vida á este cuerpo desdichado!» .


«Llegó mi padre en esto al gran ruïdo,
Sólo armado de esfuerzo y confianza,
Mas luego en el costado fué herido
De una furiosa y atrevida lanza:
Cayó el cuerpo mortal descolorido,
Y vista mi fortuna y malandanza
Por el postigo de una falsa puerta,
Salí (á mi parecer) más que ellos muerta.


«Acá y allá turbada, al fin, por una
Montaña comencé luego á emboscarme
Dejándome llevar de mi fortuna,
Que siempre me ha guiado á despeñarme;
Así que, ya sin tino y senda alguna
Procuraba ¡cuitada! de alejarme,
Que con el gran temor me parecía
Que, yendo á más correr, no me movía.


«Mas como suele acontecer contino,
Que, huyendo el peligro y mal presente
Se suele ir á parar en un camino
Que nos coge y anega la creciente,
Así á mí, ¡desdichada! pues me avino,
Que, por salvar la vida impertinente,
De un mal en otro mal, de lance en lance
Vine á mayor peligro y mayor trance.


«Iba, pues, siempre mísera corriendo
Por espinas, por zarzas, por abrojos,
Aquí y allí, acá y allá, volviendo
A cada paso los atentos ojos,
Cuando por unos árboles saliendo
Vi dos negros cargados de despojos,
Que luego en el instante que me vieron
A la mísera presa arremetieron.


«Fui dellos prestamente despojada
De todo cuanto allí venía vestida,
Aunque yo triste no estimaba en nada
El perder los vestidos y la vida;
Pero el honor y castidad preciada
Estuvo á punto ya de ser perdida,
Mas mis voces y quejas fueron tantas
Que á lástima y piedad movía las plantas.


«Usó el cielo conmigo de clemencia
Guiando á Cariolán á mis clamores,
Que, visto el acto inorme y la insolencia
De aquellos enemigos violadores
Corrió con provechosa diligencia,
Diciendo: «Perros, bárbaros, traidores.
Dejad, dejad al punto la doncella,
Si no, la vida dejareis con ella.»


«Fueron sobre él los dos encontinente:
Mas él, flechando el arco que traía,
Al más adelantado y diligente,
La flecha hasta las plumas le escondía;
Hízose atrás dos pasos diestramente
Y al otro la segunda flecha envía
Con brújula tan cierta y diestro tino,
Que al bruto corazón halló el camino.


«Cayó muerto, y el otro mal herido,
Cerró con él furioso y emperrado;
Mas, Cariolán. valiente y prevenido,
En la arte de la lucha ejercitado,
Aunque el negro era grande y muy fornido.
De su destreza y fuerzas ayudado,
Alzándole en los brazos hacia el cielo
Le trabucó de espaldas en el suelo.


«Y sacando una daga acicalada,
Queriendo á hierro rematar la cuenta,
Por el desnudo vientre y por la ijada
Tres veces la metió y sacó sangrienta;
Huyó por allí la alma acelerada
Y libre Cariolán de aquella afrenta,
Se vino para mí con gran crianza,
Pidiéndome perdón de la tardanza.


«Supo decir allí tantas razones,
(Haciendo amor conmigo así el oficio)
Que medrosa de andar en opiniones,
Que es ya dolencia de honra y ruin indicio,
Por evitar al fin murmuraciones
Y no mostrarme ingrata al beneficio
En tal sazón y tiempo recebido,
Le tomé por mi guarda y mi marido.


«Y temiendo que gente acudiría,
Por el espeso monte nos metimos,
Donde sin rastro ni señal de vía
Un gran rato perdidos anduvimos;
Pero, señor, al declinar del día
A la ribera de Lauquen salimos,
Por do venía una escuadra de cristianos
Con diez indios atrás, presas las manos.


«Descubriéronnos súbito en saliendo,
Que en todo al fin nos perseguía la suerte,
Sobre nosotros de tropel corriendo:
«¡Aguarda! aguarda! ten!» gritando fuerte:
Pero mi nuevo esposo allí temiendo
Mucho más mi deshonra que su muerte,
Me rogó que en el bosque me escondiese
Mientras que él con morir los detuviese.


«Luego el temor, á trastornar bastante
Una flaca mujer inadvertida.
Me persuadió poniéndome delante
La horrenda muerte y la estimada vida;
Así, cobarde, tímida, inconstante,
A los primeros impitus rendida,
Me entré viéndolos cerca á toda priesa
Por lo más agrio de la selva espesa.


«Y en lo hueco de un tronco. que tejido
De zarzas y maleza en torno estaba,
Me escondí sin aliento ni sentido,
Que aún apenas de miedo resollaba;
De donde escuché luego un gran ruïdo
Que el bosque cerca y lejos atronaba,
De espadas, lanzas y tropel de gente
Como que combatiesen fuertemente.


«Fué poco á poco, al parecer, cesando
Aquel rumor y grita que se oía,
Cuando la obligación ya calentando
La sangre que el temor helado había,
Revolví sobre mí, considerando
La maldad y traición que cometía
En no correr con mi marido á una
Un peligro, una muerte, una fortuna.


«Salí de aquel lugar, que á Dios pluguiera
Que en él quedara viva sepultada,
Corriendo con presteza á la ribera
Adonde le dejé desatinada;
Mas, cuando no vi rastro ni manera
De le poder hallar sola y cuitada,
Podrás ver qué sentí, pues era cierto
Que no pudo escapar de preso ó muerto.


«Solté ya sin temor la voz; en vano,
Llamando al sordo cielo injusto y crudo
Preguntaba: ¿Do está mi Cariolano?«,
Y todo al responderlo hallaba mudo;
Ya entraba á la espesura, ya en lo llano
Salía corriendo, que el dolor agudo
(En mis entrañas siempre más furioso)
No me daba momento de reposo.


«No te quiero cansar ni lastimarme
En decirte las bascas que sentía;
No sabiendo qué hacer ni aconsejarme,
Frenética y furiosa discurría;
Muchas veces propuse de matarme,
Mas, por torpeza y gran maldad tenía
Que aquel dolor en mí tan poco obrase
Que á quitarme la vida no bastase.


«En tanta pena y confusión envuelta,
De contrarios y dudas combatida,
Al cabo ya de le buscar resuelta,
Pues no daba el dolor fin á mi vida,
Hacia el campo español he dado vuelta
De noche y desde lejos escondida
Por el honor, que mal me le asegura
Mi poca edad y mucha desventura.


«Y teniendo noticia que esta gente
Era la vuelta de Cautén pasada,
También que había de ser forzosamente
Por este paso estrecho la tornada,
Quise venir en traje diferente,
Pensando que entre tantos, disfrazada
Alguna nueva ó rastro hallaría
Deste que la fortuna me desvía.


«¿Qué remedio me queda ya captiva,
Sujeta al mando y voluntad ajena?
Que, para que mayor pena reciba
Aún la muerte no viene, porque es buena;
Pero aunque el cielo cruel quiera que viva,
Al fin me ha de acabar ya tanta pena,
Bien que el estado en que me toma es fuerte;
Mas nadie escoge el tiempo de su muerte».


Así la bella joven lastimada
Iba sus desventuras recontando,
Cuando una gruesa bárbara emboscada,
Que estaba á los dos lados aguardando,
Alzó al cielo una súbita algarada,
Las salidas y pasos ocupando,
Creciendo indios así, que parecían
Que de las yerbas bárbaros nacían.


Llegó al instante un yanacona mío,
Ganado no había un mes en buena guerra,
Diciéndome: «Señor, échate al río,
Que yo te salvaré, que sé la tierra,
Que pensar resistir es desvarío
A la gente que cala de la sierra;
Bien puedes, ¡oh señor!, de mí fiarte,
Que me verás morir por escaparte».


Yo, que al mancebo el rostro revolvía
A agradecer la oferta y buen deseo,
Vi á Glaura que sin tiento arremetía,
Diciendo: «¡Oh justo Dios!, ¿qué es lo que veo?
¿Eres mi dulce esposo? ¡Ay vida mía!,
En mis brazos te tengo y no lo creo;
¿Qué es esto? ¿estoy soñando ó estoy despierta?
¡Ay! que tan grande bien no es cosa cierta!».


Yo atónito de tal acaecimiento.
Alegre tanto del como admirado,
Visto de Glaura el mísero lamento
En felice suceso rematado,
No habiendo allí lugar de cumplimiento
Por ser revuelto el tiempo y limitado,
Dije: «Amigos, adiós; y lo que puedo.
Que es daros libertad, yo os la concedo».


Sin otro ofrecimiento ni promesa
Piqué al caballo, que salió ligero;
Pero aunque más los indios me den priesa
Quiero, señor, que aquí sepais primero
Cómo á la entrada de la selva espesa
Cariolán vino á ser mi prisionero,
Cuando medrosa de perder la vida,
En el tronco quedó Glaura escondida.


Sabed, sacro señor, que yo venía
Con algunos amigos y soldados,
Después de haber andado todo el día
En busca de enemigos desmandados;
Mas, ya que á nuestro asiento me volvía
Con diez prisiones bárbaros atados,
A la entrada de un monte y fin de un llano,
Descubrimos muy cerca á Cariolano.


Corrió luego sobre él toda la gente
Pensando que alas le prestara el miedo;
Pero con gran desprecio y alta frente
Apercibiendo el arco, estuvo quedo;
Llegando, pues, á tiro, diestramente
Hirió á Francisco Osorio y Azebedo,
Arrancando una daga, desenvuelto,
El largo manto al brazo ya revuelto.


Tanta fué la destreza, tanta el arte
Del temerario bárbaro araucano,
Que no fué el gran tropel de gente parte
Á que dejase un solo paso el llano;
Que, saltando de aquella y desta parte
Todos los golpes hizo dar en vano,
Unos hurtando el cuerpo desmentidos,
Otros del manto y daga rebatidos.


Yo, que ver tal batalla no quisiera
Al animoso mozo aficionado,
En medio me lancé diciendo: «Afuera,
Caballeros, afuera, haceos á un lado,
Que no es bien que el valiente mozo muera,
Antes merece ser remunerado
Y darle así la muerte ya sería
No esfuerzo ni valor, mas villanía».


Todos se detuvieron conociendo
Cuán mal el acto infame les estaba;
Sólo el indio no cesa, pareciendo
Que de alargar la vida le pesaba;
Al fin, la daga y paso recogiendo,
(Pues ya la cortesía le obligaba)
Revuelto á mí me dijo: «¿Qué te importa
Que sea mi vida larga ó que sea corta?


«Pero de mí será reconocida
La obra pía y voluntad humana,
Pía por la intención, pero entendida
Se puede decir impía é inhumana,
Que á quien ha de vivir mísera vida
No le puede estar mal muerte temprana:
Así que, en no matarme, (como digo)
Cruel misericordia usas conmigo.


«Mas, porque no me digan que ya niego
Haber de tí la vida recibido.
Me pongo en tu poder y así me entrego
Á mi fortuna mísera rendido».
Esto dicho, la daga arrojó luego
Doméstico el que indómito había sido,
Quedando desde allí siempre conmigo,
No en figura de siervo, mas de amigo.


Ya el ejercicio y belicoso estruendo
De las armas y voces resonaban,
Unos van en montón allá corriendo,
Otros acá socorro demandaban;
Era la senda estrecha, y no pudiendo
Ir atrás ni adelante, reparaban
Que el bagaje, la chusma y el ganado
Tenía impedido el paso y ocupado.


Es el camino de Purén derecho
Hacia la entrada y paso del Estado,
Después va en forma oblica largo trecho
De dos ásperos cerros apretado;
Y vienen á ceñirle en tanto estrecho
Que apenas pueden ir dos lado á lado,
Haciendo aún más angosta aquella vía
Un arroyo que lleva en compañía.


Así á trechos en partes del camino
Revueltos, unos y otros voceando
Andaban en confuso remolino,
La tempestad de tiros reparando;
No basta de la pasta el temple fino,
Grebas, petos, celadas abollando,
La furia que zumbaba á la redonda
De galga, lanza, dardo, flecha y honda.


Unos al suelo van descalabrados,
Sin poder en las sillas sostenerse;
Otros, cual rana ó sapo, aporreados
No pueden, aunque quieren, removerse:
Otros á gatas, otros derrengados,
Arrastrando procuran acogerse
Á algún reparo ó hueco de la senda
Que de aquel torbellino los defienda;


Que en este paso estrecho el enemigo,
La gente y munición por orden puesta,
Tenía á nuestros soldados, como digo,
De ventaja las piedras y la cuesta,
Donde puedo afirmar como testigo
Que era la lluvia tan espesa y presta
De las piedras, que, cierto, parecía
Que el cerro abajo en piezas se venía.


Como cuando se vee el airado cielo
De espesas nubes lóbregas cerrado
Querer hundir y arruïnar el suelo
De rayos, piedra y tempestad cargado;
Las aves mata en medio de su vuelo,
La gente, bestias, fieras y ganado
Buscan corriendo acá y allá, perdidas
Los reparos, defensas y guaridas.


Así los españoles constreñidos
De aquel granizo y tempestad furiosa,
Buscan por todas partes mal heridos
Algún árbol ó peña cavernosa
Do reparados algo y defendidos,
Con la virtud antigua generosa,
Cobrando nuevo esfuerzo y esperanza
Á la vitoria aspiran y venganza.


Y desde allí con la presteza usada,
Las apuntadas miras asestando,
Les comienzan á dar una rociada,
Muchos en poco tiempo derribando;
Ya por la áspera cuesta derrumbada
Venían cuerpos y peñas volteando
Con un furor terrible y tan extraño,
Que muertos aún hacían notable daño.


Así andaba la cosa, y entretanto
Que en esta estrecha plaza peleaban,
Con no menor revuelta al otro canto,
Donde mayores voces resonaban,
Se habían los indios desmandado tanto,
Que ya el bagaje y cargas saqueaban,
Haciendo grande riza y sacrificio
En la gente de guarda y de servicio.


Quién con carne, con pan, fruta ó pescado
Sube ligeramente á la alta cumbre;
Quién de petaca ó de fardel cargado
Corre sin embarazo y pesadumbre;
Del alto y bajo, de uno y otro lado
Al saco acude allí la muchedumbre,
Cual banda de palomas al verano
Suele acudir al derramado grano.


Viéndonos ya vencidos sin remedio
Por la gran multitud que concurría,
Procuré de tentar el postrer medio
Que en nuestra vida y salvación había;
Y así, rompiendo súbito por medio
De la revuelta y empachada vía,
Llegué do estaban hasta diez soldados
En un hueco del monte arrinconados,


Diciéndoles el punto en que la guerra
Andaba de ambas partes tan reñida,
Que ganada la cumbre de la sierra
La vitoria era nuestra conocida;
Porque toda la gente de la tierra
Andaba ya en el saco embebecida,
Y sólo en ver así ganado el alto
Los bastaba á vencer el sobresalto.


Luego, resueltos á morir, de hecho
Todos los once juntos de cuadrilla,
Los caballos lanzamos al repecho,
Cada cual solevado alto en la silla;
Y, aunque el fragoso cerro era derecho,
Por la tendida y áspera cuchilla
Llegamos á la cumbre deseada,
De breña espesa y árboles poblada.


Saltamos á pie todos al momento,
Que ya allí los caballos no prestaban,
Que, llenos de sudor, faltos de aliento,
No pudiendo moverse, ijadeaban,
Donde, sin dilación ni impedimento
Al lado que los indios más cargaban,
En un derecho y gran derrumbadero
Nos pusimos á vista y caballero.


Dándoles una carga de repente
De arcabuces y piedras, que os prometo
Que, aunque llevó de golpe mucha gente,
Hizo el súbito miedo más efeto,
Y así, remolinando torpemente,
Les pareció, según el grande aprieto,
Moverse en contra dellos cielo y tierra,
Viendo por alto y bajo tanta guerra.


Luego, con animosa confianza,
En nuestra ayuda algunos arribaron,
Que, deseosos de áspera venganza,
El daño y miedo en ellos aumentaron;
Tanto que, ya perdida la esperanza,
A retirarse algunos comenzaron,
Poniendo prestos pies en la huída,
Remedio de escapar la ropa y vida.


Cuál por aquella parte, cual por ésta,
(Cargado de fardel ó saco) guía;
Cual por lo más espeso de la cuesta
Arrastrando el ganado sé metía;
Cual con hambre y codicia deshonesta
Por sólo llevar más se detenía,
Costando á más de diez allí la vida
La carga y la codicia desmedida.


Así la fiesta se acabó, quedando
Saqueados en parte y vencedores,
La vitoria y honor solemnizando,
Con trompetas, clarines y atambores;
Al rumor de las cuales, caminando
Con buena guardia y diestros corredores,
Llegamos al real todos heridos,
Donde fuimos con salva recebidos.


Los bárbaros, á un tiempo retirados
Por un áspero risco y monte espeso,
Se fueron á gran paso, consolados
(Con el sabroso robo) del suceso;
Y adonde estaba el general llegados,
Que, sabido el desorden y el exceso
Que rindió la vitoria al enemigo)
Hizo de algunos ejemplar castigo.


Y habiendo en Talcamávida juntado
Del destrozado campo el remanente,
A consultar las cosas del Estado
Llamó á la principal y digna gente;
Donde, después de haber allí tratado
De lo más importante y conveniente,
Les dijo libremente todo cuanto
Podrá ver quien leyere el otro canto.

Canto XXIX

Entran los araucanos en nuevo consejo; tratan de quemar sus haciendas. Pide Tucapel que se cumpla el campo que tiene aplazado con Rengo: combaten los dos en estacado brava y animosamente.


¡Oh!, cuánta fuerza tiene, oh! cuánto incita
El amor de la patria! Pues hallamos
Que en razón nos obliga y necesita
A que todo por él lo pospongamos;
Cualquier peligro y muerte facilita,
Al padre, al hijo, á la mujer dejamos
Cuando en trabajo nuestra patria vemos,
Y como á más parienta la acorremos.


Buen testimonio desto nos han sido
Las hazañas de antiguos señaladas,
Que por la cara patria han convertido
En sus mismas entrañas las espadas;
Y su gloriosa fama han extendido
Las plumas de escritores celebradas;
Mario, Casio, Filón, Codro Ateniense,
Régulo, Agesilao y el Uticense.


Entrar, pues, en el número merece
Esta araucana gente, que con tanta
Muestra de su valor y ánimo ofrece
Por la patria al cuchillo la garganta;
Y en el firme propósito parece
Que ni rigor de hado, y toda cuanta
Fuerza pone en sus golpes la Fortuna,
En los ánimos hace mella alguna:


Que habiendo en sólo tres meses perdido
Cuatro grandes batallas de importancia,
No con ánimo triste ni abatido,
Mas con valor grandísimo y constancia,
Estaban, como atrás habeis oído,
En consejo de guerra, haciendo instancia
En darnos otro asalto, mas la mano
Tomó, diciendo así Caupolicano:


«Conviene ¡oh! gran senado religioso!,
Que vencer ó morir determinemos,
Y en sólo nuestro brazo valeroso
Como último remedio confiemos;
Las casas, ropa y mueble infrutuoso,
Que al descanso nos llaman, abrasemos,
Que, habiendo de morir, todo nos sobra
Y todo con vencer después se cobra.


«Es necesario y justo que se entienda
La grande utilidad que desto viene,
Que no es bien que haya asiento en la hacienda
Cuando el honor aún su lugar no tiene;
Ni es razón que soldado alguno atienda
A más de aquello que á vencer conviene,
Ni entibie las ardientes voluntades
El amor de las casas y heredades.


«Así que en esta guerra tan reñida
Quien pretende descanso, como digo,
Piense que no hay más honra, hacienda y vida
De aquella que quitare al enemigo;
Que la virtud del brazo conocida
Será el rescate y verdadero amigo,
Pues no ha de haber partido ni concierto,
Sino sólo matar ó quedar muerto».


Oído allí por los caciques esto,
Muchos suspensos sin hablar quedaron,
Y algunos de ellos con turbado gesto,
Enarcando las cejas, se miraron;
Pero, rompiendo aquel silencio puesto,
Sobre ello un rato dieron y tomaron,
Hallando en su favor tantas razones
Que se llevó tras sí las opiniones.


Así el valiente Ongolmo, no esperando
Que otro en tal ocasión le precediese,
Aprueba á voces la demanda, instando
En que por obra luego se pusiese;
Siguió este parecer Purén, jurando
De no entrar en poblado hasta que viese
Sin medio, ni concierto, á fuerza pura,
Su patria en libertad y paz segura.


Lincoya y Caniomangue, pues, no fueron
En jurar el decreto perezosos,
Que aún más de lo posible prometieron,
Según eran gallardos y animosos;
También Rengo y Gualemo se ofrecieron,
Y los demás caciques orgullosos,
Talcaguán, Lemolemo y Orompello,
Hasta el buen Colocolo vino en ello.


Resueltos, pues, en esto y decretado,
Según que aquí lo habemos referido,
Tucapelo, que á todo había callado
Con gran sosiego y con atento oído,
Después del alboroto sosegado
Y aquel arduo negocio difinido,
Puesto en pie, levantó la voz ardiente,
Que jamás hablar pudo blandamente.


Diciendo: «Capitanes, yo el primero
En lo que el general propone vengo,
Por parecerme justo, y así quiero
Que se abrase y asuele cuanto tengo;
En lo demás, al brazo me refiero,
Que, si un mes en su fuerza le sostengo,
Pienso escoger después á mi contento
El mayor y mejor repartimiento.


«Y si algún miserable no concede
Lo que tan justamente le es pedido,
Por enemigo de la patria quede
Y del militar orden excluido;
Que ya por nuestra parte no se puede
Venir á ningún medio ni partido,
Sin dejar de perder, pues la contienda
Es sobre nuestra libertad y hacienda.


«Así que, yo también determinado
De seguir vuestros votos y opiniones,
Aunque parece en tiempo tan turbado
Que muevo nuevas causas y quistiones,
Del natural honor estimulado
Y por otras legítimas razones,
No puedo ya dejar por ningún arte
De echar del todo un gran negocio aparte.


«Ya tendreis en memoria el desafío
Que Rengo y yo tenemos aplazado;
Asimismo el que tuve con su tío,
Que quiso más morir desesperado;
Viendo el gran deshonor y agravio mío,
Y cuánto á mi pesar se ha dilatado,
Quiero, sin esperar á más rodeo,
Cumplir la obligación y mi deseo.


«Que asaz gloria y honor Rengo ha ganado
Entre todas las gentes, pues se trata
Que conmigo ha de entrar en estacado,
Y así vanaglorioso lo dilata;
Mas yo, de tanta dilación cansado,
Pues que cada ocasión lo desbarata,
Pido que nuestro campo se fenezca,
Que no es bien que mi crédito padezca.


«Pues ya Peteguelén, astutamente,
Con aparencia de ánimo engañosa,
Á morir se arrojó entre tanta gente,
Por parecerle muerte más piadosa;
Y así se me escapó mañosamente,
Que fué puro temor y no otra cosa;
Pues si ambición de gloria le moviera,
De mi brazo la muerte pretendiera.


«También Rengo, de industria cauteloso,
Anda en los enemigos muy metido,
Buscando algún estorbo ó modo honroso
Que le excuse cumplir lo prometido;
Y debajo de muestra de animoso
Procura de quedar manco ó tullido,
Y para combatir no habilitado,
Glorioso con me haber desafiado».


Así hablaba el bárbaro arrogante,
Cuando el airado Rengo, echando fuego,
Sin guardar atención, se hizo adelante,
Diciendo: «La batalla quiero luego,
Qui ni tu muestra y fanfarrón semblante
Me puede á mí causar desasosiego;
Las armas lo dirán, y no razones
Que son de jataciosos baladrones».


Arremetiera Tucapel, si en esto
Caupolicán, que á tiempo se previno,
Con presta diligencia en medio puesto,
La voz no le atajara y el camino;
Y con severa muestra y grave gesto
Reprehendiendo el loco desatino,
Por rematar entre ellos la porfía,
Concedió á Tucapel lo que pedía.


Pues el campo y el plazo señalado,
Que fué para de aquél en cuatro días,
Nacieron en el pueblo alborozado
Sobre el dudoso fin muchas porfías:
Quién apostaba ropa, quién ganado,
Quién tierras de labor, quién granjerías;
Algunos, que ganar no deseaban,
Las usadas mujeres apostaban.


Cercaron una plaza de tablones
En un exento y descubierto llano,
Donde los dos indómitos varones
Armados combatiesen mano á mano;
Publicando en pregón las condiciones
Por el estilo y término araucano,
Para que á todos manifiesto fuese
Y ninguno inorancia pretendiese.


Llegado el plazo, al despuntar del día
(Con gran gozo de muchos) esperado,
Luego la bulliciosa compañía
Comenzó á rodear el estacado.
Era tal el aprieto que no había
Arbol, pared, ventana ni tejado
De donde descubrirse algo pudiese,
Que cubierto de gente no estuviese.


El sol, algo encendido y perezoso
Apenas del oriente había salido,
Cuando por una parte el animoso
Tucapel asomó con gran ruïdo;
Por otra, pues, no menos orgulloso,
Al mismo tiempo aparecer se vido
El fantástico Rengo muy gallardo,
Ambos con fiera muestra y paso tardo.


Las robustas personas adornadas
De fuertes petos dobles relevados,
Escarcelas, brazales y celadas,
Hasta al empeine de los pies armados;
Mazas cortas de acero barreadas,
Gruesos escudos de metal herrados,
Y al lado izquierdo cada cual ceñido
Un corvo y ancho alfanje guarnecido.


Tenía, señor, la plaza á cada parte
Puertas como palenque de torneo,
Por las cuales el uno y otro Marte
Entran en ancho círculo y rodeo.
Después que con vistoso y gentil arte
Su término acabaron y paseo,
Airoso cada cual quedó á su lado
Dentro de la gran plaza y estacado.


Hecho por los padrinos el oficio
Cual se requiere en actos semejantes,
Quitando todo escrúpulo y indicio
De ventaja y cautelas importantes,
Cesó luego el estrépito y bullicio
En todos los atentos circunstantes,
Oyendo el son de la trompeta en esto,
Que robó la color de más de un gesto.


Luego los dos famosos combatientes,
Que la tarda señal sólo atendían,
Con bizarros y airosos continentes
En paso igual á combatir movían;
Y descargando á un tiempo los valientes
Brazos, de tales golpes se herían
Que estuvo cada cual por una pieza
Sobre el pecho inclinada la cabeza.


Redoblan los segundos, de manera
Que aunque fueron pesados los primeros
Si tal reparo y prevención no hubiera,
No llegara el combate á los terceros.
¿Quién por estilo igual decir pudiera
El furor destos bárbaros guerreros,
Viendo el valor del mundo en ellos junto,
Y la encendida cólera en su punto?


Fué de tal golpe Tucapel cargado
Sobre el escudo en medio de la frente,
Que quedó por un rato embelesado,
Suspensos los sentidos y la mente;
Llegó Rengo con otro apresurado,
Pero salió el efeto diferente,
Que el estruendo del golpe y dolor fiero
Le despertó del sueño del primero.


Serpiente no se vió tan venenoso
Defendiendo á los hijos en su nido,
Como el airado bárbaro furioso
Más del honor que del dolor sentido;
Así, fuera de término, rabioso,
De soberbia diabólica movido,
Sobre el gallardo Rengo fué en un punto,
Descargando la rabia y maza junto.


Salióle al fiero Rengo favorable
Aquel furor y acelerado brío,
Que la ferrada maza irreparable
El grueso extremo descargó en vacío;
Fué el golpe, aunque furioso, tolerable,
Quitándole la fuerza el desvarío,
Que, á cogerle de lleno, yo creyera,
Que con él el combate feneciera.


Mas aunque fué al soslayo, el araucano
Se fué un poco al través desvaneciendo,
Al fin puso en el suelo la una mano,
Sostener la gran carga no pudiendo;
Pero, viendo el peligro no liviano
Sobre el fuerte contrario, revolviendo
Con su desenvoltura y maza presta
Le vuelve aún más pesada la respuesta.


Era cosa admirable la fiereza
De los dos en valor al mundo raros,
La providencia, el arte, la destreza,
Las entradas, heridas y reparos;
Tanto, que temo ya de mi torpeza
No poder por sus términos contaros
La más reñida y singular batalla
Que en relación de bárbaros se halla.


Así el fiero combate igual andaba,
Y el golpear de un lado y de otro espesó,
Que el más templado golpe no dejaba
De magullar la carne ó romper hueso;
El aire cerca y lejos retumbaba
Lleno de estruendo y de un aliento grueso,
Que era tanto el rumor y batería,
Que un ejército grande parecía.


Dió el fuerte Rengo un golpe á Tucapelo
Batiéndole de suerte la celada,
Que vió lleno de estrellas todo el suelo
Y la cabeza le quedó atronada;
Pero en sí vuelto, blasfemando al cielo,
Con aquella pujanza aventajada
Hirió tan presto á Rengo al desviarse,
Que no tuvo lugar de repararse.


Cayó el pesado golpe en descubierto,
Cargando á Rengo tanto la cabeza,
Que todos le tuvieron ya por muerto
Y estuvo adormecido una gran pieza;
Mas, del peligro y del dolor despierto
La abollada celada se endereza
Y sobre Tucapel furioso aguija
Que la maza rompió por la manija.


Mas, viéndole sin maza en esta guerra,
Que en dos trozos saltó lejos quebrada,
La suya con desprecio arroja en tierra
Poniendo mano á la fornida espada;
En esto Tucapel otra vez cierra
La suya fuera en alto levantada;
Mas Rengo, hurtando el cuerpo á la una mano,
Hizo que descargase el golpe en vano.


Llegó el cuchillo al suelo, y gran pedazo,
Aunque era duro, en él quedó enterrado,
Y en este impedimento y embarazo
Fué Tucapel herido por un lado,
De suerte que el siniestro guardabrazo
Con la carne al través cayó cortado
Y procurando segundar no pudo,
Que vió calar el gran cuchillo agudo.


Debajo del escudo recogido
Rengo el desaforado golpe espera,
El cual fué en dos pedazos dividido
Con la cresta de acero y la mollera;
El bárbaro quedó desvanecido,
Y por poco en el suelo se tendiera,
Mas, el esfuerzo raro y ardimiento
Venció al grave dolor y desatiento.


No por esto medroso se retira,
Antes hacer cruda venganza piensa,
Y así, lleno de rabia, ardiendo en ira,
Acrecentada por la nueva ofensa,
Furioso de revés un golpe tira
Con la extrema pujanza y fuerza inmensa,
Que, á no topar tan fuerte la armadura
Le dividiera en dos por la cintura.


Metióse tan adentro que no pudo
Salir del enemigo ya vecino,
Por lo cual, arrojando el roto escudo,
Valerse de los brazos le convino;
Tucapel, que robusto era y membrudo,
Al mismo tiempo le salió al camino,
Echándole los suyos de manera
Que un grueso y duro roble deshiciera.


Pero topó con Rengo, que ninguno
Le llevaba ventaja en la braveza,
De diez, de seis, de dos él era el uno
De más agilidad y fortaleza;
Llegados á las presas, cada uno,
Con viva fuerza y con igual destreza,
Tientan y buscan de una y de otra parte
El modo de vencer la industria y arte.


Así que pecho á pecho forcejando,
Andaban en furioso movimiento,
Tanto los duros brazos añudando,
Que apenas recebir pueden aliento;
Y al arte nuevas fuerzas ayuntando
Aspira cada cual al vencimiento,
Procurando por fuerza, como digo,
De poner en el suelo al enemigo.


Era cierto espectáculo espantoso
Verlos tan recia y duramente asidos,
Llenos de sangre y de un sudor copioso
Los rostros, y los ojos encendidos,
El aliento ya grueso y presuroso,
El forcejar, gemir y los ronquidos,
Sin descansar un punto en todo el día,
Ni haber ventaja alguna ó mejoría.


Mas Tucapel, ardiendo en viva saña,
Teniéndose por flojo y afrentado,
Ara y revuelve toda la campaña
Cargando recio deste y de aquel lado;
Rengo con gran destreza y cauta maña,
Recogido en su fuerza y reportado,
Su opinión y propósito sostiene
Y en igual esperanza se mantiene.


Viendo, pues, al contrario algo metido
Le quiso rebatir el pie derecho;
Mas Tucapel, á tiempo recogido,
Lo suspende de tierra sobre el pecho,
Y entre los duros músculos ceñido
Le estremece, sacude y tiene estrecho,
Tanto, que con el recio apretamiento
No le deja tomar tierra ni aliento.


Creyendo de aquel modo fácilmente
Dar fin al hecho y rematar la guerra,
Rengo, que era destrísimo y valiente,
Hizo con fuerza pie, cobrando tierra,
Y de rabiosa cólera impaciente,
De un fuerte rodeón se desafierra,
Llevándose en las manos apretado
Cuanto en la dura presa había agarrado.


Fué Tucapel un rato descompuesto
Dando al un lado y otro zancadillas,
Y Rengo, de la fuerza que había puesto,
Hincó en el suelo entrambas las rodillas;
Ambos corrieron á las armas presto,
Rajando los escudos en astillas,
Con tempestad de golpes presurosos,
Más fuertes que al principio y más furiosos.


Estaban los presentes admirados
De aquel duro tesón y valentía,
Viéndolos, en mil partes ya llagados
Y la sangre que el suelo humedecía;
Los arneses y escudos destrozados
Y que ningún partido y medio había,
Sino sólo quedar el uno muerto,
Aunque morir los dos era más cierto.


Dió Rengo á Tucapel una herida
Cogiéndole al soslayo la rodela,
Que, aunque de gruesos cercos guarnecida
Entró como si fuera blanda suela;
No quedó allí la espada detenida,
Que gran parte cortó de la escarcela
Y un doble zaragüel de ñudo grueso
Penetrando la carne hasta el hueso.


No se vió corazón tan sosegado
Que no diese en el pecho algún latido,
Viendo la horrenda muestra y rostro airado
Del impaciente bárbaro ofendido,
Que, el roto escudo lejos arrojado,
De un furor infernal ya poseído,
De suerte alzó la espada, que yo os juro
Que nadie allí pensó quedar seguro.


¡Guarte Rengo, que baja, guarda, guarda!,
Con gran rigor y furia acelerada
El golpe de la mano más gallarda
Que jamás gobernó bárbara espada;
Mas, quien el fin deste combate aguarda
Me perdone si dejo destroncada
La historia en este punto, porque creo
Que así me esperará con más deseo.

Tercera parte

Dedicatoria de la tercera parte

Al Rey, nuestro señor

Como todas mis obras de su principio están ofrecidas á V. M., esta necesitada acude al amparo que ha de menester: suplicó a V. M. sea servido de pasar los ojos por ella, que, con merced tan grande, además de dejarla V. M. ufana, quedará autorizada y segura de que ninguno se le atreva.

Guarde Nuestro Señor la Católica persona de V. M., etc.


D. Alonso de Ercilla.

Canto XXX

Contiene este canto el fin que tuvo el combate de Tucapel y Rengo. Asimismo lo que Pran, araucano, pasó con el indio Andresillo, yanacona de los españoles.


Cualquiera desafío es reprobado
Por ley divina y natural derecho,
Cuando no va el designio enderezado
Al bien común y universal provecho;
Y no por causa propia y fin privado,
Mas por autoridad pública hecho,
Que es la que en los combates y estacadas
Justifica las armas condenadas.


Muchos querrán decir que el desafío
Es de derecho y de costumbre usada,
Pues con el ser del hombre y albedrío
Juntamente la ira fué criada;
Pero sujeta al freno y señorío
De la razón, á quien encomendada
Quedó, para que así la corrigiese
Que los términos justos no excediese.


Y el Profeta nos da por documento,
Que en ocasión y á tiempo nos airemos;
Pero con tal templanza y regimiento,
Que de la raya y punto no pasemos;
Pues, dejados llevar del movimiento,
El ser y la razón de hombres perdemos,
Y es visto que difieren en muy poco
El hombre airado y el furioso loco.


Y aunque se diga y es verdad que sea
Ímpetu natural el que nos lleva,
Y por la alteración de ira se vea
Que á combatir la voluntad se mueva,
La ejecución, el acto, la pelea
Es lo que se condena y se reprueba,
Cuando aquella pasión que nos induce
Al yugo de razón no se reduce.


Por donde claramente, si se mira,
Parece como parte conveniente
Ser en el hombre natural la ira,
En cuanto á la razón fuere obediente;
Y, en la causa común puesta la mira,
Puede contra el campeón, el combatiente
Usar della en el tiempo necesario,
Como contra legítimo adversario.


Mas, si es el combatir por gallardía,
Ó por jatancia vana, ó alabanza,
Ó por mostrar la fuerza y valentía,
Ó por rencor, por odio ó por venganza;
Si es por declaración de la porfía,
Remitiendo á las armas la probanza,
Es el combate injusto, es prohibido,
Aunque esté en la costumbre recebido.


Tenemos hoy la prueba aquí en la mano
De Rengo y Tucapel, que, peleando
Por sólo presunción y orgullo vano,
Como fieras se están despedazando,
Y, con protervia y ánimo inhumano
De llegarse á la muerte trabajando,
Estaban ya los dos tan cerca de ella,
Cuanto lejos de justa su querella.


Digo que los combates, aunque usados
Por corrupción del tiempo introducidos,
Son de todas las leyes condenados
Y en razón militar no permitidos;
Salvo en algunos casos reservados,
Que serán á su tiempo referidos,
Materia á los soldados importante,
Según que lo veremos adelante.


Déjolo aquí indeciso, porque viendo
El brazo en alto á Tucapel alzado
Me culpo, me castigo y reprehendo
De haberle tanto tiempo así dejado;
Pero á la historia y narración volviendo,
Me oistes ya gritar á Rengo airado
Que bajaba sobre él la fiera espada,
Por el gallardo brazo gobernada.


El cual, viéndose junto, y que no pudo
Huir del grave golpe la caída,
Alzó con ambas manos el escudo,
La persona debajo recogida;
No se detuvo en él el filo agudo,
Ni bastó la celada, aunque fornida,
Que todo lo cortó, y llegó á la frente,
Abriendo una abundante y roja fuente.


Quedó por grande rato adormecido,
Y en pie difícilmente se detuvo,
Que, del recio dolor desvanecido,
Fuera de acuerdo vacilando anduvo;
Pero, volviendo á tiempo en su sentido,
Visto el último término en que estuvo,
De manera cerró con Tucapelo
Que estuvo en punto de batirle al suelo.


Hallóle tan vecino y descompuesto
Que por poco le hubiera trabucado,
Que, de la gran pujanza que había puesto,
Anduvo de los pies desbaratado;
Pero volviendo á recobrarse presto,
Viéndose del contrario así aferrado,
Le echó los fuertes y ñudosos brazos,
Pensando deshacerle en mil pedazos.


Y con aquella fuerza sin medida
Le suspende, sacude y le rodea;
Mas Rengo, la persona recogida,
La suya á tiempo y la destreza emplea;
No la falta de sangre allí vertida,
Ni el largo y gran tesón en la pelea
Les menguaba la fuerza y ardimiento,
Antes iba el furor en crecimiento.


En esto, Rengo, á tiempo el pie trocado,
Del firme Tucapel ciñó el derecho,
Y entre los duros brazos apretado
Cargó sobre él con fuerza el duro pecho;
Fué tanto el forcejar, que ambos de lado,
Sin poderlo excusar, á su despecho,
Dieron á un tiempo en tierra, de manera
Como si un muro ó torreón cayera.


Pero con rabia nueva y mayor fuego
Comienzan por el campo á revolcarse,
Y con puños de tierra á un tiempo luego
Procuran y trabajan por cegarse;
Tanto que al fin el uno y otro ciego,
No pudiendo del hierro aprovecharse,
Con las agudas uñas y los dientes
Se muerden y apedazan impacientes.


Así fieros, sangrientos y furiosos,
Cual ya debajo, cual ya encima andaban,
Y los roncos acezos presurosos
Del apretado pecho resonaban;
Mas no por esto un punto vagorosos
En la rabia y el ímpetu aflojaban,
Mostrando en el tesón y larga prueba
Criar aliento nuevo y fuerza nueva.


Eran pasadas ya tres horas, cuando
Los dos campiones, de valor iguales,
En la creciente furia declinando,
Dieron muestra y señal de ser mortales,
Que las últimas fuerzas apurando,
Sin poderse vencer, quedaron tales,
Que ya en parte ninguna se movían
Y más muertos que vivos parecían.


Estaban par á par desacordados,
Faltos de sangre, de vigor y aliento,
Los pechos garleando levantados,
Llenos de polvo y de sudor sangriento;
Los brazos y los pies enclavijados,
Sin muestra ni señal de sentimiento,
Aunque de Tucapel pudo notarse
Haber más porfiado á levantarse.


La pierna diestra y diestro brazo echado
Sobre el contrario á la sazón tenía,
Lo cual de sus amigos fué juzgado
Ser notoria ventaja y mejoría;
Y aunque esto es hoy de muchos disputado,
Ninguno de los dos se rebullía,
Mostrando ambos de vivos solamente
El ronco aliento y corazón latiente.


El gran Caupolicano, que asistiendo
Como jüez de la batalla estaba,
El grave caso y pérdida sintiendo,
Apriesa en la estacada plaza entraba,
El cual, sin detenerse un punto, viendo
Que alguna sangre y vida les quedaba,
Los hizo levantar en dos tablones
A doce los más ínclitos varones.


Y siguiendo detrás con todo el resto
De la nobleza y gente más preciada,
Fué con honra solene y pompa puesto
Cada cual en su tienda señalada;
Donde, acudiendo á los remedios presto
Y la sangre con tiempo restañada,
La cura fué de suerte que la vida
Les fué en breve sazón restituída.


Pasado el punto y término temido,
Iban los dos á un tiempo mejorando,
Aunque del caso Tucapel sentido
No dejaba curarse braveando;
Pero el prudente general sufrido,
Con blandura la cólera templando,
Así de poco en poco le redujo,
Que á la razón doméstico le trujo.


Quedó entre ellos la paz establecida
Y con solemnidad capitulado,
Que en todo lo restante de la vida
No se tratase más de lo pasado;
Ni por cosa de nuevo sucedida,
En público lugar ni reservado
Pudiesen combatir ni armar quistiones,
Ni atravesarse en dichos ni en razones.


Mas siempre como amigos generosos
En todas ocasiones se tratasen,
Y en los casos y trances peligrosos
Se acudiesen á tiempo y ayudasen;
Contenidos así los dos famosos,
Porque más los conciertos se afirmasen,
Comieron y bebieron juntamente,
Con grande aplauso y fiesta de la gente.


Dejárelos aquí desta manera
En su conformidad y ayuntamiento,
Que me importa volver á la ribera
Del río que muda nombre en cada asiento;
Pues ha mucho que falto y ando fuera
De nuestro molestado alojamiento,
Para decir el punto en que se halla
Después del trance y última batalla.


Luego que la vitoria conseguimos
Con más pérdida y daño que ganancia,
Al fuerte á más andar nos recogimos,
Que estaba del lugar larga distancia;
Y, aunque poco después, Señor, tuvimos
Otros muchos rencuentros de importancia,
No sin costa de sangre y gran trabajo,
Iré. por no cansaros, al atajo.


Y, pasando en silencio otra batalla,
Sangrienta de ambas partes y reñida,
Que, aunque por no ser largo, aquí se calla,
Será de otro escritor encarecida.
Vista de munición y vitualla
La plaza por dos meses bastecida,
Pareció por entonces provechoso
Dejar por capitán allí á Reinoso.


Que las demás ciudades, trabajadas
De las pasadas guerras, nos llamaban,
Y las leyes sin fuerza arrinconadas,
Aunque mudas, de lejos voceaban;
Las cosas de su asiento desquiciadas,
Todos sin gobernarse gobernaban,
Estando de perderse el reino á canto
Por falta de gobierno habiendo tanto.


Mas viendo la comarca tan poblada,
Fértil de todas cosas y abundante,
Para fundar un pueblo aparejada
Y el sitio á la sazón muy importante,
Quedó primero la ciudad trazada,
De la cual hablaremos adelante,
Que, aunque de buen principio y fundamento
Mudó después el nombre y el asiento.


Dejando, pues, en guarda de la tierra
Los más diestros y pláticos soldados,
En orden de batalla y son de guerra
Rompimos por los términos vedados
Y atravesando de Purén la sierra,
De la hambre y las armas fatigados,
A la Imperial llegamos salvamente,
Donde hospedada fué toda la gente.


Puso el gobernador luego en llegando,
En libertad las leyes oprimidas,
La justicia y costumbres reformando,
Por los turbados tiempos corrompidas,
Y el exceso y desórdenes quitando
De la nueva codicia introducidas,
En todo lo demás por buen camino
Dió la traza y asiento que convino.


No habíamos aún los cuerpos satisfecho
Del sueño, y hambre mísera transida,
Cuando tuvimos nueva que de hecho
Toda la tierra en torno removida,
Rota la tregua y el contrato hecho,
Viendo así nuestra fuerza dividida,
Ayuntaban la suya, con motivo
De no dejar presidio ni hombre vivo.


Luego, pues, hasta treinta apercebidos
De los que más en orden nos hallamos,
Por la espesura de Tirú metidos,
La barrancosa tierra atravesamos
Y los tomados pasos desmentidos,
No con pocos rebatos arribamos
Sin parar ni dormir noche ni día
Al presidio español y compañía.


Donde ya nuestra gente había tenido
Nueva del trato y tierra rebelada,
Que por extraño caso acontecido
De la junta y designio fué avisada,
Y, habiendo alegremente agradecido
El socorro y ayuda no pensada,
Nos dió del caso relación entera,
El cual pasa, Señor, de esta manera:


El araucano ejército, entendiendo
Que su próspera suerte declinaba
Y que Caupolicán iba perdiendo
La gran figura en que primero estaba,
En secretos concilios discurriendo,
Del capitán ya odioso murmuraba,
Diciendo que la guerra iba á lo largo
Por conservar la dignidad del cargo.


No con tan suelta voz y atrevimiento
Que el más libre y osado no temiese,
Y del menor edicto y mandamiento
Cuanto una sola mínima excediese;
Que era tanto el castigo y escarmiento
Que no se vió jamás quien se atreviese
A reprobar el orden por él dado,
Según era temido y respetado.


Pero temiendo al fin como prudente
El revolver del hado incontrastable
Y la poca obediencia de su gente,
Viéndole ya en estado miserable,
Que la buena Fortuna fácilmente
Lleva siempre tras sí la fe mudable,
Y un mal suceso y otro cada día
La más ardiente devoción resfría.


Quiso, (dando otro tiento á la Fortuna)
Que del todo con él se declarase
Y no dejar remedio y cosa alguna
Que para su descargo no intentase;
Entre muchas, al fin, resuelto en una,
Antes que su intención comunicase,
Con la presteza y orden que convino
De municiones y armas se previno.


No dando, pues, lugar con la tardanza
Á que el miedo el peligro examinase,
Y algún suceso y súbita mudanza
Los ánimos del todo resfriase,
Con animosa muestra y confianza,
Mandó que de la gente se aprestase
Al tiempo y hora del silencio mudo
El más copioso número que pudo.


Hizo una larga plática al senado,
En la cual resolvió que convenía
Dar el asalto al fuerte por el lado
De la posta de Ongolmo al medio día;
Que de cierto espión era avisado
Cómo la gente que en defensa había,
Demás de estar segura y descuidada,
Era poca, bisoña y desarmada.


Que el capitán ausente había llevado
La plática en la guerra y escogida,
De no volver atrás determinado,
Hasta dejar la tierra reducida;
Y en las nuevas conquistas ocupado,
Sin poder ser la plaza socorrida,
En breve por asalto fácilmente
Podían entrarla y degollar la gente.


Fué tan grave y severo en sus razones
Y tal la autoridad de su presencia,
Que se llevó los votos y opiniones
En gran conformidad sin diferencia;
Y con ánimo y firmes intenciones
Le juraron de nuevo la obediencia
Y de seguir, hasta morir, de veras
En entrambas fortunas sus banderas.


Luego Caupolicano, resoluto,
Habló con Pran, soldado artificioso,
Simple en la muestra, en el aspecto bruto,
Pero agudo, sutil y cauteloso,
Prevenido, sagaz, mañoso, astuto,
Falso, disimulado, malicioso,
Lenguaz, ladino, prático, discreto,
Cauto, pronto, solícito y secreto.


El cual en puridad bien instruido
En lo que el arduo caso requería,
De pobre ropa y parecer vestido,
Del presidio español tomó la vía;
Y fingiendo ser indio forajido
Se entró por la cristiana ranchería
Entre los indios mozos de servicio,
Dando en la simple muestra dello indicio.


Debajo de la cual miraba atento
(Sin mostrar atención)lo que pasaba,
Y con disimulado advertimiento
Los ocultos designios penetraba;
Tal vez entrando en el guardado asiento,
En la figura rústica, notaba
La gente, armas, el orden, sitio y traza,
Lo más fuerte y lo flaco de la plaza.


Por otra parte oyendo y preguntando
A las personas menos recatadas,
Iba mañosamente escudriñando
Los secretos y cosas reservadas;
Y aquí y allí los ánimos tentando
Buscaba con razones disfrazadas,
Vaso capaz y suficiente seno
Donde vaciar pudiese el pecho lleno.


Tentando, pues, los vados y el camino
Por donde el trato fuese más cubierto,
De tiento en tiento y lance en lance, vino
A dar consigo en peligroso puerto;
Que, engañado de un bárbaro ladino,
Andresillo llamado, de concierto
Salieron juntos á robar comida,
Cosa á los yanaconas permitida.


Y con dobles y equívocas razones,
Que Pran á su propósito traía,
Vino el otro á decir las vejaciones
Que el araucano estado padecía,
Los insultos, agravios, sinrazones,
Las muertes, robos, fuerza y tiranía,
Trayendo á la memoria lastimada
El bien perdido y libertad pasada.


Visto el crédulo Pran que había salido
Tan presto el falso amigo á la parada
Hallando voluntad y grato oído
Y el tiempo y la ocasión aparejada,
De la engañosa muestra persuadido,
El disfrace y la máscara quitada,
Abrió el secreto pecho y echó fuera
La encubierta intención desta manera.


Diciéndole: «Si sientes, oh! soldado!,
La pérdida de Arauco lamentable
Y el infelice término y estado
De nuestra opresa patria miserable,
Hoy la Fortuna y poderoso hado
Mostrándonos el rostro favorable,
Ponen sólo en tu mano libremente
La vida y salvación de tanta gente.


«Que el gran Caupolicano que en la tierra
Nunca ha sufrido igual ni competencia
Y en paz ociosa y en sangrienta guerra
Tiene el primer lugar y la obediencia,
Quiere (viendo el valor que en tí se encierra,
Tu industria grande y grande suficiencia)
Fiar en ocasión tan oportuna
El estado común de tu fortuna.


«Y que á tí, como causa, se atribuya
El principio y el fin de tan gran hecho,
Siendo toda la gloria y honra tuya,
Tuya la autoridad, tuyo el provecho;
Sola una cosa quiere que sea suya,
Con la cual queda ufano y satisfecho,
Que es haber elegido tal sujeto
Para tan grande y importante efeto.


«Pues á tí libremente cometido
Puede suceso próspero esperarse
Y á tu dichosa y buena suerte asido
Quiere llevado della aventurarse;
Y así en figura humilde travestido,
Porque de mí no puedan recatarse,
Vengo cual ves, para que deste modo,
Te dé yo parte dello y seas el todo.


«Haciéndote saber cómo querría
(Si no es de algún oculto inconveniente)
Dar el asalto al fuerte á medio día,
Con furia grande y número de gente,
Por haberle avisado cierta espía
Que en aquella sazón seguramente
Descansan en sus lechos los soldados
De la molesta noche trabajados.


«Y sin recato la ferrada puerta
No siendo á nadie entonces reservada
Franca, de par en par siempre está abierta
Y la gente durmiendo descuidada;
La cual, de salto fácilmente muerta
Y la plaza después desmantelada,
En la región antártica no queda
Quien resistir nuestra pujanza pueda.


«Así que de tu ayuda confiado
Que todo se lo allana y asegura,
Cerca de aquí tres leguas ha llegado,
Cubierto de la noche y sombra escura;
Adonde, de su ejército apartado
Debajo de palabra y fe segura,
Quiere comunicar sólo contigo
Lo que sumariamente aquí te digo.


«Ensancha, ensancha el pecho, que si quieres
Gozar desta ventura prometida,
Demás del grande honor que consiguieres
Siendo por tí la patria redimida,
Sólo á tí deberás lo que tuvieres
Y á tí te deberán todos la vida,
Siendo siempre de nos reconocido
Haberla de tu mano recebido.


«Mira, pues, lo que desto te parece,
Conoce el tiempo y la ocasión dichosa,
No seas ingrato al cielo que te ofrece
Por sólo que la acetes tan gran cosa;
Da la mano á tu patria, que perece
En dura servidumbre vergonzosa,
Y pide aquello que pedir se puede
Que todo desde aquí, se te concede».


Dió fin con esto á su razón, atento
Al semblante del indio sosegado,
Que sin alteración y movimiento
Hasta acabar la plática había estado;
El cual con rostro y parecer contento,
Aunque con pecho y ánimo doblado,
A las ofertas y razón propuesta,
Dió sin más detenerse esta respuesta:


«Quién pudiera aquí dar bastante indicio
De mi intrínseco gozo y alegría
De ver que esté en mi mano el beneficio
De la cara y amada patria mía?
Que ni riqueza, honor, cargo ni oficio,
Ni el gobierno del mundo y monarquía
Podrán tanto conmigo en este hecho,
Cuanto el común y general provecho.


«Que sufrir no se puede la insolencia
Desta ambiciosa gente desfrenada,
Ni el disoluto imperio y la violencia
Con que la libertad tiene usurpada;
Por lo cual la Divina Providencia
Tiene ya la sentencia declarada
Y el ejemplar castigo merecido
Al araucano brazo cometido.


«Vuelve á Caupolicán y de mi parte
Mi pronta voluntad le ofrece cierta,
Que, cuanto en esto quieras alargarte
Te sacaré yo á salvo de la oferta;
Y mañana, sin duda, por la parte
De la inculta marina más desierta,
Seré con él, do trataremos largo
Desto que desde aquí tomo á mi cargo.


«Por la sospecha que nacer podría,
Será bien que los dos nos apartemos
Y deshecha por hoy la compañía
Adonde nos aguardan arribemos;
Que mañana de espacio á medio día,
Con mayor libertad nos hablaremos,
Y de mí quedarás más satisfecho;
Adiós, que es tarde; adiós, que es largo el trecho».


Así luego partieron el camino,
Llevándole diverso y diferente,
Que el uno al araucano campo vino
Y el otro á donde estaba nuestra gente,
El cual con gozo y ánimo malino,
Hablando al capitán secretamente,
Le dijo punto á punto todo cuanto
Oirá quien escuchare el otro canto.

Canto XXXI

Cuenta Andresillo á Reinoso lo que con Pran dejaba concertado. Habla con Caupolicán cautelosamente, el cual, engañado, viene sobre el fuerte, pensando hallar á los españoles durmiendo.


La más fea maldad y condenada,
Que más ofende á la bondad divina,
Es la traición sobre amistad forjada,
Que al cielo, tierra y al infierno indina;
Que aunque el señor de la traición se agrada
Quiere mal al traidor y le abomina;
¡Tal es este nefario maleficio
Que indigna al que recibe el beneficio!


Raras veces vereis que el alevoso
En estado seguro permanece,
De nadie amado, á todo el mundo odioso,
Que el mismo interesado le aborrece;
Amigo en todo tiempo sospechoso,
Aunque trate verdad, no lo parece,
Y al cabo no se escapa del castigo
Que la misma maldad lleva consigo.


Si en ley de guerra es pérfido el que ofende
Debajo de seguro al enemigo,
¿Qué será aquel que al enemigo vende
La libertad y sangre del amigo,
Y el que con rostro de leal pretende
Ser traidora su patria, como digo,
Poniéndole con odio y rabia tanta
El agudo cuchillo á la garganta?


Guardarse puede el sabio recatado
Del público enemigo conocido,
Del perverso, insolente, del malvado,
Pero no del traidor nunca ofendido,
Que en hábito de amigo disfrazado,
El desnudo puñal lleva escondido;
No hay contra el desleal seguro puerto,
Ni enemigo mayor que el encubierto.


La prueba es Andresillo, que dejaba
Al amigo engañado y satisfecho,
El cual, con la gran priesa que llevaba,
En poco espacio atravesó gran trecho,
Y puesto ante Reinoso, el cual estaba
Seguro y descuidado de aquel hecho,
Preciándose el traidor de su malicia
Della y de la traición le dió noticia,


Diciéndole: «Sabrás que usando el hado
Hoy de piadoso término contigo,
Las cosas de manera ha rodeado,
Que puedo serte provechoso amigo,
Pues en mi voluntad libre ha dejado
La muerte ó salvación de tu enemigo,
Remitiendo á las manos de Andresillo
La arbitraria sentencia y el cuchillo.


«Mas negando la deuda y fe debida
A mi tierra y nación, por tu respeto,
Quiero, señor, sacrificar la vida
Por escapar la tuya deste aprieto,
Y en contra de mi patria aborrecida
Volver las armas y áspero decreto,
Desviando gran número de espadas
Que están á tu costado enderezadas».


Tras esto allí le dijo todo cuanto
Con Pran le sucedió y habeis oído,
Que, si me acuerdo, en el pasado canto,
Lo tengo largamente referido;
Quedó Reinoso atónito de espanto,
Y con ánimo y rostro agradecido,
Los brazos amorosos le echó al cuello,
Dándole encarecidas gracias dello.


Y alabando la astucia y artificio
Con que del trato doble usado había,
Exageró el famoso y gran servicio
Que á todo el reino y cristiandad hacía,
Diciendo que tan grande beneficio
Siempre en nuestra memoria duraría,
Y con honroso premio de presente
Sería remunerado largamente.


Quedaron, pues, de acuerdo que otro día,
Sin que noticia dello á nadie diese,
En el tiempo y lugar que puesto había
Con el vecino capitán se viese,
Que de la vista y habla entendería
Lo que más al negocio conviniese,
Trayéndole por mañas y rodeo
Al esperado fin de su deseo.


Hízolo, pues, así; pero antes desto,
A la salida de un espeso valle
Halló al amigo en centinela puesto,
Esperándole ya para guialle,
Donde Caupolicán con ledo gesto
Saliendo algunos pasos á encontralle,
Adelantado un trecho de su gente
Le recibió amorosa y cortesmente,


Diciendo: «¡Oh capitán!, hoy por el cielo
En esta dignidad constituído,
A quien la redempción del patrio suelo
Justa y méritamente ha cometido;
Bien sé que sólo con honrado celo,
De virtud propia y de valor movido,
Aspiras á arribar do ningún hombre
Tendrá puesto adelante más su nombre.


«Y habiendo de tu pecho penetrado
El intento y designio valeroso,
De tu Fortuna próspera guiado,
Que promete suceso venturoso,
Estoy resuelto, estoy determinado
Que con golpe de gente numeroso,
Demos, siendo tú sólo nuestra guía,
Sobre el fuerte español á mediodía.


«Para lo cual ha sido mi venida
Sorda y secretamente en esta parte,
Donde, siendo tu boca la medida
Quiero del justo premio asegurarte
Y ver si, á tí esta empresa cometida,
Quieres della y nosotros encargarte,
Dando, como cabeza y dueño, en todo
El orden, la instrución, la traza y modo.


«Que demás de las honras, te aseguro
De parte del senado un señorío,
Y por el fuerte Eponamón te juro
Que éste será escogido á tu albedrío;
En tus manos me pongo y aventuro
Y á tu buen parecer remito el mío,
Para que des el orden que convenga
Y el esperado bien no se detenga.


«Pues con tu ayuda y mi esperanza cierta,
Que me prometen próspera jornada,
En una parte oculta y encubierta
Tengo cerca de aquí mi gente armada
Y antes que sea de alguno descubierta,
Y la plaza enemiga preparada,
Que es el peligro sólo que esto tiene,
Apresurar la ejecución conviene.


«Resuélvete ¡oh varón!, y determina
Como de tí se espera, brevemente,
Que detrás deste monte á la marina
Está el copioso ejército obediente,
Y porque puedas ver la diciplina,
Los ánimos, las armas y la gente,
Podrás llegar allá, que aquí te aguardo
Con esperanza y ánimo gallardo».


El traidor pertinaz, que atento estaba
A cuanto el general le prometía,
No la oferta ni el premio le mudaba
De la fea maldad que cometía;
Bien que, algún tanto tímido, dudaba
Viendo de aquel varón la valentía,
El ser gallardo, y el feroz semblante,
La proporción y miembros de gigante.


Venía el robusto y grande cuerpo armado
De una fuerte coraza barreada,
Con un drago escamoso relevado
Sobre el alto crestón de la celada;
En la derecha su bastón ferrado,
Ceñida al lado una tajante espada,
Representando en talle y apostura
Del furibundo Marte la figura.


Visto por Andresillo cuan barato
Podía salir con el malvado hecho,
Teniendo en su traición y doble trato
Andado en poco tiempo tanto trecho,
Con alegre semblante y rostro grato,
Aunque con doble y engañoso pecho,
Hincando ambas rodillas en el llano,
Tal respuesta volvió á Caupolicano:


«¡Oh gran Apó! No pienses que movido
Por honra, por riqueza ó por estado
A tus pies y obediencia soy venido
A servirte y morir determinado,
Que todo lo que aquí me has ofrecido
Y lo que puede más ser deseado
No me provoca tanto ni me instiga
Cuanto la gran razón que á ello me obliga.


«Gracias al cielo doy, pues mi esperanza
En tu prudencia y gran valor fundada,
La siento ya con próspera bonanza
Ir al derecho puerto encaminada;
Y porque no nos dañe la tardanza,
Será bien que apresures la jornada,
Siguiendo la fortuna, que se muestra
Declarada en favor de parte nuestra.


«Que nuestros enemigos sin recelo
A las armas de noche acostumbrados
Cuando va el Sol en la mitad del cielo
Descansan en sus toldos desarmados;
Y desnudos y echados por el suelo
En vino y dulce sueño sepultados,
Pasan la ardiente siesta en gran reposo,
Hasta que el Sol declina caluroso.


«Y si estás, como dices, prevenido
Y la gente vecina en ordenanza,
Que goces luego la ocasión te pido
No dejando pasar esta bonanza,
Que el tiempo es malo de cobrar, perdido,
Mayormente si dáñala tardanza,
Y pues no te detiene cosa alguna,
No detengas tus hados y fortuna.


«Que á darte la Vitoria yo me obligo,
No por el galardón que dello espero,
Que la virtud la paga trae consigo
Y ella misma es el premio verdadero;
Basta lo que en servirte yo consigo
Y así graciosamente me prefiero
De ponerte sin pérdida en la mano
La desnuda garganta del tirano.


«Mañana, disfrazado al tiempo cuando
Vaya el Sol en la mitad de su jornada,
Vendrá á mi estancia Pran, donde aguardando
Estaré su venida deseada;
Y en el presidio y franca plaza entrando,
Verá la gente entonces entregada
Al ordinario y descuidado sueño,
Sin prevención y, al parecer, sin dueño.


«Esta noche, callada y quietamente
Desviada á la diestra del camino,
Venga á ponerse en escuadrón la gente
Una milla del fuerte y más vecino;
Y cuando asome el Sol por el Oriente,
Echada en recogido remolino,
Bajas las armas por la luz del día,
Aguarde allí el aviso y orden mía.


«Quiero ver, pues, que dello eres servido,
(Por ir del todo alegre y satisfecho)
Tu dichoso escuadrón, constituido,
Para tan alto y señalado hecho,
Por quien Arauco ya restituído
En sus primeras fuerzas y derecho,
Echada la española tiranía,
Extenderá su nombre y monarquía».


Quedó Caupolicano de manera
Que tuvo el trato y hecho por seguro,
Diciéndole razones, que moviera
No un corazón movible, pero un muro;
Y en señal de firmeza verdadera
Le dió un lucido llauto de oro puro
Y un grueso mazo de chaquira prima,
Cosa entre ellos tenida en grande estima.


Y del alegre Pran acompañado,
Al pie de un alto cerro montuoso,
Vio el araucano ejército emboscado,
De brava gente y número copioso;
Quedó el traidor de verlo algo turbado
Y en la falsa y mudable fe dudoso,
Que en el ánimo vario y movedizo
Hace el temor lo que virtud no hizo.


Pero ya la maldad apoderada,
Dándole espuelas y ánimo bastante,
La duda tropelló representada
Llevando el mal propósito adelante;
Y así, encubriendo la intención dañada,
Con mentirosas muestras y semblante,
Loó el traidor encarecidamente
El sitio, el orden, armas y la gente.


Y después de inquirir y haber notado
Lo que notar entonces convenía,
Visto el grande aparato, y tanteado
La gente armada y cantidad que había,
Advertido de todo y enterado,
Llegó al presidio al rematar del día,
Adonde le esperaba ya Reinoso
De su larga tardanza sospechoso.


Hizo con singular advertimiento
De su jornada relación copiosa,
Dándole mayor ánimo y aliento
Nuestra llegada á tiempo provechosa,
Que si estuvistes á mi canto atento,
Por la montaña y costa montuosa,
Al socorro llegué aquel mismo día
Con los treinta que dije en compañía.


Gastóse aquella noche previniendo
Las armas é instrumentos militares,
El foso, muro y plaza requiriendo,
Señalando á la gente sus lugares,
Hasta que fué la aurora descubriendo
Con turbia luz los hondos valladares,
Dando triste señal del día esperado
Por tanta sangre y muerte señalado.


Jamás se vió en los términos australes
Salir el Sol tan tardo á su jornada,
Rehusando de dar á los mortales
La claridad y luz acostumbrada;
Al fin salió cercado de señales,
Y la Luna delante del menguada,
Vuelto el mudable y blanco rostro al cielo
Por no mirar al araucano suelo.


Hecha la prevención en confianza
Por una y otra parte ocultamente,
Con iguales designios y esperanza,
Aunque con hado y suerte diferente;
Veis aquí á Pran, que solo, y á la usanza
De los mitayos indios diligente,
Cargado con un haz de blanco trigo
Viene á buscar al alevoso amigo,


Que á la salida de su rancho estaba
Mirando á los caminos ocupado,
Pareciéndole ya que se pasaba
El tiempo del concierto aún no llegado;
Tanto ya la maldad le aceleraba,
De una furia maligna espoleado,
Que siempre en lo que mucho se desea
No hay brevedad que dilación no sea.


Llegado Pran, le aseguró de cierto
Que la gente en dos tercios dividida
Había el murado sitio descubierto
Sin ser de nadie vista ni sentida;
Y con paso callado y gran concierto,
Doméstica, ordenada y recogida,
Los pechos y las armas arrastrando
Venía derecha al fuerte caminando.


Con muestra del designio diferente
Dió Andresillo señal de su alegría,
Diciendo que sin duda nuestra gente
Ya, según su costumbre, dormiría;
Luego, disimulada y quietamente,
Sin más se detener, de compañía,
Entraron en el fuerte preparado
El falso engañador y el engañado.


Vieron en sus estancias recogidos
Todos los oficiales y soldados,
Sobre sus lechos sin dormir, dormidos,
Con aviso y cuidado descuidados;
Los arneses acá desguarnecidos,
Los caballos allá desensillados,
Todo de industria al parecer revuelto,
En un mudo silencio y sueño envuelto.


Visto el reposo, Pran, visto el sosiego
Y poca guardia que en el fuerte había,
Alegre dello tanto, cuanto ciego
En no ver la sospecha que traía,
Sin detenerse un sólo punto, luego,
Por una corta senda que él sabía,
Haciendo de sus pies y aliento prueba,
Fué á dar al campo la esperada nueva.


Apenas había el bárbaro traspuesto,
Cuando Andresillo, en tono levantado
Dijo: «¡Oh fuertes soldados, en quien puesto
Está el fin de la guerra deseado!,
Tomad las vencedoras armas presto
Y romped el silencio ya excusado,
Saliendo á toda prisa, porque os digo
Que á las puertas teneis al enemigo».


Marinero jamás tan diligente
De entre la vedijosa bernia salta
Cuando los gritos del piloto siente
Y la borrasca súbita le asalta,
Como nosotros, que ligeramente,
Oyendo de Andresillo la voz alta,
De los toldos con ímpetu salimos
Y á las vecinas armas acudimos.


Quién al usado peto arremetía,
Quién encaja la gola y la celada,
Quién ensilla el caballo, y quién salía
Con arcabuz, con lanza ó con espada;
Fué en un punto la gruesa artillería
A las abiertas puertas asestada,
Llenos de tiros mil, de mil maneras
Los traveses, cortinas y troneras.


Puesta en orden la plaza, y encargado
Según el puesto á cada cual su oficio,
El silencio importante encomendado,
Trabó las lenguas y aquietó el bullicio
Quedando aquel presidio tan callado,
Que la gente extramuros de servicio,
Visto el sosiego y gran quietud, juzgaba
Que todo en igual sueño reposaba.


No fué Pran en el curso negligente,
Pues apenas estábamos armados,
Cuando los enemigos de repente
Se descubrieron cerca por dos lados:
Venían tan escondida y sordamente,
Bajas las armas y ellos inclinados,
Que entraran, si la vista ya no fuera
Más presta que el oído y más ligera.


Como el cursado cazador, que tiene
La caza y el lugar reconocido,
Que poco á poco el cuerpo bajo viene
Entre la yerba y matas escondido;
Ya apresura el andar, ya le detiene,
Mueve y asienta el paso sin ruïdo,
Hasta ponerse cerca y encubierto,
Donde pueda hacer el tiro cierto.


Con no menor silencio y mayor tiento
Los encubiertos indios parecieron,
Y sobre nuestro fuerte en un momento
A treinta y menos pasos se pusieron,
De do sin son de trompa, ni instrumento
En callado tropel arremetieron
Mas de dos mil en número á las puertas,
Con más cuidado que descuido abiertas.


No sé con qué palabras, con qué gusto
Este sangriento y crudo asalto cuente,
Y la lástima justa y odio justo,
Que ambas cosas concurren juntamente;
El ánimo, ahora humano, ahora robusto,
Me suspende y me tiene diferente,
Que si al piadoso celo satisfago,
Condeno y doy por malo lo que hago.


Si del asalto y ocasión me alejo,
Dentro della y del fuerte estoy metido,
Si en este punto y término lo dejo,
Hago y cumplo muy mal lo prometido:
Así, dudoso el ánimo y perplejo
Destos juntos contrarios combatido,
Lo dejo al otro canto reservado,
Que de consejo estoy necesitado.

Canto XXXII

Arremeten los araucanos el fuerte; son rebatidos con miserable estrago de su parte. Caupolicán se retira á la sierra deshaciendo el campo. Cuenta don Alonso de Ercilla, á ruego de ciertos soldados, la verdadera historia y vida de Dido.


Excelente virtud, loable cosa,
De todos dignamente celebrada,
Es la clemencia, ilustre y generosa,
Jamás en bajo pecho aposentada;
Por ella Roma fué tan poderosa,
Y más gente venció que por la espada,
Domó y puso debajo de sus leyes
La indómita cerviz de grandes reyes.


No consiste en vencer sólo la gloria,
Ni está allí la grandeza y excelencia,
Sino en saber usar de la vitoria,
Ilustrándola más con la clemencia;
El vencedor es digno de memoria;
Que en la ira se hace resistencia,
Y es mayoría vitoria del clemente,
Pues los ánimos vence juntamente.


Y así, no es el vencer tan glorïoso
Del capitán cruel, inexorable,
Que cuanto fuere menos sanguinoso,
Tanto será mayor y más loable;
Y el correr del cuchillo riguroso,
Mientras dura la furia, es disculpable;
Mas, pasado después á sangre fría,
Es venganza, crueldad y tiranía.


La mucha sangre derramada ha sido,
(Si mi juïcio y parecer no yerra)
La que de todo en todo ha destruido
El esperado fruto desta tierra;
Pues, con modo inhumano han excedido
De las leyes y términos de guerra,
Haciendo en las entradas y conquistas
Crueldades inormes nunca vistas.


Y aunque ésta en mi opinión dellas es una,
La voz común en contra me convence,
Que al fin en ley de mundo y de fortuna
Todo le es justo y lícito al que vence;
Mas, dejada esta plática importuna,
Me parece ya tiempo que comience
El crudo estrago y excesivo modo,
En parte justo, y lastimoso en todo.


Dejé el bárbaro campo sobre el fuerte,
En medio del furor y arremetida,
Y la callada y encubierta muerte
De mil géneros de armas prevenida;
Llevado, pues, del hado y dura suerte,
Con presto paso y con fatal corrida
Emboca por la puerta y falsa entrada
El gran tropel de gente amontonada.


¡Dios sempiterno, qué fracaso extraño;
Qué riza, qué destrozo y batería
Hubo en la triste gente, que al engaño
Ciega, pensando de engañar, venía!
¿Quién podrá referir el grave daño,
La espantosa y tremenda artillería,
El nublado de tiros turbulento,
Que descargó de golpe en un momento?


Unos vieran de claro atravesados,
Otros llevados la cabeza y brazos,
Otros sin forma alguna machucados
Y muchos barrenados de picazos;
Miembros sin cuerpos, cuerpos desmembrados,
Lloviendo lejos trozos y pedazos,
Hígados, intestinos, rotos huesos,
Entrañas vivas y bullentes sesos.


Como la estrecha bien cebada mina
Cuando con grande estrépito revienta,
Que la furia del fuego repentina
Las torres vuela y máquinas avienta;
Con más estruendo y con mayor ruïna,
La fuerza de la pólvora violenta
Voló y hizo pedazos en un punto
Cuanto del escuadrón alcanzó junto.


La mudable, sin ley, cruda Fortuna
Despedazó el ejército araucano,
No habiendo un sólo tiro ni arma alguna
Que errase el golpe ni cayese en vano;
Nunca se vió morir tantos á una,
Y así, aunque yo apresure más la mano,
No puedo proseguir, que me divierte
Tanto golpe, herida, tanta muerte.


Aún no eran bien los tiros disparados
Cuando, por verse fuera en campo raso,
Los caballos aun tiempo espoleados
Rompen la entrada y ocupado paso;
Y en los segundos indios, que ovillados
Estaban como atónitos del caso,
Hacen riza y mayor carnicería
Que pudiera hacer la artillería.


Quién aquéste y aquél alanceando
Abre sangrienta y ancha la salida;
Quién á diestro y siniestro golpeando
Priva aquestos y aquéllos de la vida;
No hay ánimo ni brazo allí tan blando
Que no cale y ahonde la herida;
Ni espada de tan grueso y boto filo
Que no destile sangre hilo á hilo.


Quisiera aquí despacio figurallos,
Y figurar las formas de los muertos;
Unos atropellados de caballos,
Otros los pechos y cabeza abiertos,
Otros, que era gran lástima mirallos
Las entrañas y sesos descubiertos,
Vieran otros deshechos y hechos piezas,
Otros cuerpos enteros sin cabezas.


Las voces, los lamentos, los gemidos,
El miserable y lastimoso duelo,
El rumor de las armas y alaridos
Hinchen el aire y cóncavo del cielo:
Luchando con la muerte los caídos
Se tuercen y revuelcan por el suelo,
Saliendo á un mismo tiempo tantas vidas
Por diversos lugares y heridas.


Ya que libre dejó el súbito espanto
Al embaucado Pran, que estaba fuera,
Visto el destrozo cierto, y falso cuanto
El traidor de Andresillo le dijera,
La pena y sentimiento pudo tanto,
Que, aunque escaparse el mísero pudiera,
En medio de las armas desarmado
A morir se arrojó desesperado.


Mas los últimos indios venturosos,
A los cuales llegó sólo el estruendo,
Volviendo las espaldas presurosos
Muestran las plantas de los pies huyendo;
Los nuestros, del alcance deseosos,
En carrera veloz los van siguiendo,
Hiriendo y derribando en los postreros
Los menos diligentes y ligeros.


Pero algunos valientes, que estimaban
La ganada opinión más que la vida,
Volviendo el pecho y armas, refrenaban
El ímpetu de muchos y corrida;
Y aunque con grande esfuerzo peleaban
Era presto la guerra difinida,
Que la furiosa muerte allí su espada
Traía de entrambos cortes afilada.


Como en el ya revuelto cielo, cuando
Se forman por mil partes los nublados,
Que van unos creciendo, otros menguando
Otros luego de nuevo levantados;
Mas el norueste frígido soplando
Los impele y arroja amontonados,
Hasta buscar del ábrego el reparo,
Dejando el cielo raso y aire claro.


Así la gente atónita y turbada
En partes dividida se esparcía,
Y á las veces juntándose, esforzada,
Haciendo cuerpo y rostro, revolvía;
Pero de la violencia arrebatada,
Dejó el campo y banderas aquel día,
Quedando de los rotos escuadrones
Gran húmero de muertos y prisiones.


Deshechos, pues, del todo y destruidos,
Y acabado el alcance y seguimiento,
Los presos y despojos repartidos,
Volvimos al dejado alojamiento
Donde trece caciques elegidos
Para ejemplar castigo y escarmiento,
A la boca de un grueso tiro atados,
Fueron, dándole fuego, ajusticiados.


Muchos habrá de preguntar ganosos
Si en el montón y número de gente
Algunos de los indios valerosos
Fueron muertos allí confusamente;
Pues en todos los hechos peligrosos
Rengo, Orompello y Tucapel valiente
Iban delante en la primera hilera,
Abriendo siempre el paso y la carrera.


Respondo á esto, señor, que no venía
Capitán ni cacique señalado,
Visto que el general usado había
De fraude y trato, entrellos reprobado;
Diciendo ser vileza y cobardía
Tomar al enemigo descuidado,
Y vitoria sin gloria y alabanza
Lo que por bajo término se alcanza.


Así que, una arrogancia generosa
Los escapó del trance y muerte cruda,
Que ninguno por ruego ni otra cosa,
Quiso en ello venir ni dar ayuda;
Teniendo por hazaña vergonzosa
Vencer gente sin armas y desnuda
Que el peligro en la guerra es el que honra,
Y el que vence sin él, vence sin honra.


Quedó Caupolicán desta jornada
Roto, deshecho y falto de pujanza,
Que fué mucha la sangre derramada,
Y poca de su parte la venganza;
El cual, viendo la turba amedrentada
Y el ardor resfriado y la esperanza,
Deshizo el campo, entonces conveniente,
Dando licencia á la cansada gente.


Quísose entretener mientras pasaba
De los contrarios hados la corrida,
Conociendo de sí que peleaba
Con cansada Fortuna envejecida;
Así la gente en partes derramaba,
Con orden que estuviese apercebida
En cualquiera ocasión y movimiento,
Para el primer aviso y mandamiento.


Y con solos diez hombres retirado,
Gente de confianza y valentía,
Ora en el monte inculto, ora en poblado,
Desmintiendo los rastros parecía;
Y en lugares ocultos alojado,
Jamás gran tiempo en uno residía,
Usando de su bárbara insolencia
Por tenerlos en miedo y obediencia.


Nosotros, en su incierto rastro á tino,
Andábamos haciendo mil jornadas,
No dejando lugar circunvecino
Que no diésemos salto y trasnochadas;
Y en los más apartados del camino
Hallábamos las casas ocupadas
De gente forajida de la tierra,
Que ya andaba huyendo de la guerra.


Diciendo que de grado volvería
A sus yermos, estancias y heredades,
Pero que el general los compelía,
Usando de inhumanas crueldades;
Y si en esto remedio se ponía,
Llanas estaban ya las voluntades
Para dejar las armas los soldados,
De la prolija guerra quebrantados.


Y aunque esto era fingido, gran cuidado
Se puso en inquirir toda la tierra,
No quedando lugar inhabitado,
Monte, valle, ribera, llano y sierra
Donde no fuese el bárbaro buscado;
Mas, por bien ni por mal, por paz ni guerra,
Aunque todo con todos lo probamos,
Jamás señal ni lengua dél hallamos.


No amenaza, castigo ni tormento
Pudo sacar noticia ó rastro alguno,
Ni caricia, interés ni ofrecimiento
Jamás á corromper bastó á ninguno;
Andábamos atónitos y á tiento,
Según la variedad de cada uno,
De día, de noche, acá y allá perdidos,
Del sueño y de las armas afligidos.


Saliendo yo á correr la tierra un día
Por caminos y pasos desusados,
Llevando por escolta y compañía
Una escuadra de pláticos soldados,
Dimos en una oculta ranchería
De domésticos indios ausentados,
Que, por ser grande el bosque y la distancia
Tomaron por segura aquella estancia.


Sobre un haz de arrancada yerba estaba
En la cabeza una mujer herida,
Moza que de quince años no pasaba,
De noble traje y parecer vestida;
Y en la color quebrada se mostraba
La falta de la sangre que, esparcida
Por la delgada y blanca vestidura,
La lástima aumentaba y hermosura.


Pregunté qué ocasión la había traído
A lugar tan extraño y apartado,
Cómo y por qué razón la habían herido
Y de inhumana crueldad usado;
Ella, con rostro y ánimo caído
Y el tono del hablar debilitado,
Me dijo: «Es cosa cierta y prometida
La muerte triste tras la alegre vida.


«Porque entiendas el dejo y desvarío
Que el humano contento trae consigo,
Aún no es cumplido un mes que el padre mío,
Usando de privado amor conmigo,
Me dió esposo elegido á mi albedrío,
Esposo y juntamente grande amigo,
Tal y de tantas partes, que yo creo
Que en él hallara término el deseo.


«Pero su esfuerzo raro y valentía,
Que della por extremo era dotado
Le trujo á la temprana muerte el día
Que fué nuestro escuadrón despedazado;
Donde cerca de mí, que le seguía,
Un tiro le pasó por el costado,
Que fuera menos crudo y más derecho
Si abriera antes el paso por mi pecho.


«Cayó muerto quedando yo con vida;
Vida más enojosa que la muerte;
Mas viéndome un soldado así afligida
(En parte condolido de mi suerte)
Me dió por acabarme esta herida
Con brazo, aunque piadoso, no tan fuerte
Que mi espíritu suelto le siguiese
Y un bien tras tanto mal me sucediese.


«Dio conmigo en el suelo fácilmente,
Aunque no me privó de mi sentido,
Pasando el golpe y furia de la gente
En confuso tropel con gran ruïdo;
Pero luego un cacique, mi pariente,
Que en un hoyo al pasar quedó escondido,
En brazos me sacó del gran tumulto
Trayéndome á este bosque y sitio oculto,


«Donde espero morir cada momento,
Mas ya, como esperado bien, se tarda,
Que es costumbre ordinaria del contento
No acabar de llegar á quien le aguarda;
Y aunque ya de mi vida al fin me siento,
Conmigo el cielo término no guarda,
Ni la llamada muerte á tiempo viene,
Que mi deseo la impide y la detiene.


«La vida así me cansa y aborrece,
Viendo muerto á mi esposo y dulce amigo,
Que cada hora que vivo me parece
Que cometo maldad, pues no le sigo;
Y pues el tiempo esta ocasión me ofrece,
Usa tú de piedad, señor, conmigo,
Acabando hoy aquí lo que el soldado
Dejó por flojo brazo comenzado».


Así la triste joven luego luego
Demandaba la muerte, de manera,
Que algún simple de lástima á su ruego
Con bárbara piedad condecendiera;
Mas yo, que un tiempo aquel rabioso fuego
Labró en mi inculto pecho, viendo que era
Más cruel el amor que la herida,
Corrí presto al remedio de la vida.


Y habiéndola algún tanto consolado
Y traído á que viese claramente
Que era el morir remedio condenado
Y para el muerto esposo impertinente,
Con el zumo de yerbas aplicado,
(Medicina ordinaria desta gente)
Le apreté la herida lastimosa,
No tanto cuanto grande, peligrosa.


Dejando, pues, un prático ladino
Para que poco á poco la llevase
Y en los tomados pasos y camino
Del peligro al pasar la asegurase,
Partir á mi jornada me convino;
Mas, primero que della me apartase
Supe que se llamaba Lauca, y que era
Hija de Millalauco y heredera.


La vuelta del presidio caminando
Sin hallar otra cosa de importancia,
Iba con los soldados platicando,
De la fe de las indias y constancia,
De muchas aunque bárbaras loando
El firme amor y gran perseverancia,
Pues no guardó la casta Elisa Dido
La fe con más rigor á su marido.


Mas, un soldado joven que venía
Escuchando la plática movida,
Diciendo, me atajó, que no tenía
A Dido por tan casta y recogida,
Pues en la Eneida de Marón vería
Que, del amor libídino encendida,
Siguiendo el torpe fin de su deseo
Rompió la fe y promesa á su Siqueo.


Visto, pues, el agravio tan notable
Y la objeción siniestra del soldado
Por el gran testimonio incompensable
A la famosa reina levantado,
Pareciéndome cosa razonable
Mostrarle que en aquello andaba errado
El y todos los más que me escuchaban,
Que en la falsa opinión también estaban,


Les dije que queriendo el Mantüano
Hermosear su Eneas floreciente,
Porque César Augusto Octaviano
Se preciaba de ser su decendiente,
Con Dido usó de término inhumano,
Infamándola injusta y falsamente,
Pues vemos por los tiempos haber sido
Eneas cien años antes que fué Dido.


Quedaron admirados en oírme
Que así Virgilio á Dido disfamase,
Haciendo instancia todos en pedirme
Que su vida y discurso les contase;
Yo, pensando también con divertirme,
Que la cuerda el trabajo algo aflojase
Los quise complacer y también quiero
Daros aquí razón de mí primero.


Cuento una vida casta, una fe pura
De la fama y voz pública ofendida,
En ésta no pensada coyuntura
Por raro ejemplo y ocasión traída;
Y una falsa opinión que tanto dura
No se puede mudar tan de corrida,
Ni del rudo común mal informado
Arrancar un error tan arraigado.


Y pues de aquí al presidio yo no hallo
Cosa que sea de gusto ni contento,
Sin dejar de picar siempre al caballo,
Ni del tiempo perder sólo un momento,
No pudiendo eximirme ni excusallo
Por ser historia y agradable el cuento,
Quiero gastar en él, si no os enfada,
Este rato y sazón desocupada.


Que el áspero sujeto desabrido,
Tan seco, tan estéril y desierto
Y el estrecho camino que he seguido
A puros brazos del trabajo abierto,
A términos me tienen reducido
Que busco anchura y campo descubierto,
Donde con libertad, sin fatigarme,
Os pueda recrear y recrearme.


Viendo que os tiene sordo y atronado
El rumor de las armas inquiëto,
Siempre en un mismo ser continuado
Sin mudar son ni variar sujeto,
Por espaciar el ánimo cansado
Y ser el tiempo cómodo y quiëto,
Hago esta digresión, que acaso vino
Cortada á la medida del camino.


Y pues una ficción impertinente,
Que destruye una honra, es bien oída,
Y á la reina de Tiro injustamente
Infama y culpa su inculpable vida,
La verdad, que es la ley de toda gente,
Por quien es en su honor restituida,
¿Por qué no debe ser, siendo cantada,
En cualquiera sazón bien escuchada?


Que la causa mayor que me ha movido
Demás de ser cual veis, importunado,
Es el honor de la constante Dido,
Inadvertidamente condenado;
Preste, pues, atención y grato oído
Quien á oír la verdad es inclinado,
Quel mal ofende, aún dicho en pasatiempo
Y para decir bien, siempre es buen tiempo.


Cartago antes que Roma fué fundada
Setenta años contados comúnmente,
Por Dido, ilustre reina venerada
Por diosa un tiempo de la tiria gente;
Del rey Belo su padre fué casada
Con el sumo pontífice, asistente
Del gran templo de Alcides, el cual era
Después del rey la dignidad primera.


Este es aquel Siqueo ya nombrado
A quien Dido guardó la fe inviolable,
Varón sabio en sus ritos, y abastado
De bienes y tesoro inestimable;
Mas lo que para alivio había allegado
Fué causa de su muerte miserable,
Que, en fin, lo que codicia mucha gente
Ninguno lo posee seguramente.


Dejó Belo dos hijos herederos,
Uno Pigmaleón, y el otro Dido,
A quien en los consejos postrimeros
Encargó la hermandad y amor unido,
Lo cual, aunque duró los días primeros,
De codicia el hermano corrompido,
Por haber los tesoros del cuñado,
Le dió la muerte envuelta en un bocado.


Sintió, pues, la mujer su muerte tanto
Que, no bastando á resistir la pena,
Soltó con doloroso y fiero llanto
De lágrimas un flujo en larga vena;
Y cubriendo de triste y negro manto
Los bellos miembros y la faz serena
Con pompa funeral cerimoniosa,
Dio al cuerpo sepultura sumptuosa.


Y aunque del casto amor notable indicio
Fué el soberbio sepulcro y monumento,
No igualó en la grandeza el edificio
Al dolor de la reina y sentimiento;
Que siempre con devoto sacrificio
Y continuos sollozos y lamento,
Llamando al sordo espíritu, hacía
A las frías cenizas compañía.


Diciendo: «¿Es justo, dioses, que yo quede
En este solitario apartamiento?
¡Ay!, que de tibia fe y amor procede
No acabar de matarme el sentimiento;
El mal no es grande que sufrir se puede,
Y corto al que no basta sufrimiento;
Mas quiere el cielo dilatar mi muerte
Porque dure el dolor más que ella fuerte».


Aunque el odio y rencor disimulaba
Contra el pérfido hermano poderoso,
Venganza al cielo sin cesar clamaba,
Con ira muda y con gemir rabioso;
Y cuando sola á ratos se hallaba,
Desfogando aquel ímpetu bascoso,
Soltaba, con un bajo son gimiendo
La reprimida rabia y voz, diciendo:


«Traidor, dime: ¿qué caso irremediable
Debajo de hermandad y ley fingida
A maldad te movió tan detestable
Contra tu misma sangre cometida?
Si fué sed de riqueza insaciable,
Quitárasle el tesoro y no la vida,
Templando tu piedad y furia insana
El amor y respeto de tu hermana.


«Si no miraste, ingrato, al beneficio,
Que del como cuñado recebías,
Miraras al nefario sacrificio
Que del hermano de tu madre hacías
Y al malvado y horrendo maleficio
En tu pecho forjado tantos días,
Pues no podrás decir que fué acidente,
Que nunca nadie es malo de repente.


«Si de tu enorme intento y desatino
Me hubieras con indicios advertido,
No por tan duro y áspero camino
El tesoro alcanzaras pretendido;
Mas el mal, cuando viene por destino
No puede ser á tiempo prevenido.
¡Ay! ¿Qué aprovecha el lamentarme ahora?
Que siempre es tarde ya cuando se llora.


«¿Por qué fiero enemigo así quisiste
Dejarte arrebatar de tu deseo,
Tan ciego de codicia, que no viste
Que matabas á Dido con Siqueo?
Materia de maldad al mundo diste
Con un hecho atrocísimo y tan feo,
Que durará en los siglos por memoria
De tu traición la abominable historia.


«¿Cabe en razón, es cosa permitida
Que siendo tú traidor, siendo tirano,
Perverso, atroz, sacrílego, homicida,
Tengas con estos nombres el de hermano?
Y, viéndome contigo convenida,
Mi crédito andará de mano en mano,
Padeciendo mi honor agravio injusto,
Que no dice la fama cosa al justo.


«Mas si huyo de ti, fiero enemigo,
Te irrito á que me digas, pues, que huyo;
Si á mi marido en la fortuna sigo,
Todo lo que pretendes queda tuyo;
Si, habiéndole tú muerto, estoy contigo,
Mancho la fama y mi opinión destruyo,
Que en parte ya parece que consiente
Quien perdona ligera y fácilmente.


«¿Qué medio he de buscar á mal tan fuerte
Que el cielo ni la tierra no le tiene
Y aquel forzoso y último, mi suerte
Porque padezca más me le detiene?
¡Ay! Que si es malo desear la muerte,
Es peor el temerla si conviene:
Que no es pena el morir á los cuitados,
Sino fin de las penas y cuidados.


«Mas ya que el ser tú rey y recatado
La venganza legítima me impida,
Procuraré atajar tu fin dañado
Con muestra doble y hermandad fingida;
Y cuando pienses verte apoderado,
Quedarás con mi súbita partida
Sin hermana, tesoro y sin derecho
Y con la infamia del inorme hecho».


Así la triste reina dolorosa,
Sobre el rico sepulcro lamentando
Pasaba vida triste y soledosa,
La venganza y el tiempo deseando;
Pero de alguna fuerza recelosa,
De su prudencia y discreción usando,
Doméstica, amorosa y blandamente
Al hermano escribió, que estaba ausente,


Haciéndole entender que, ya cansada
Del llanto y soledad que padecía,
En aquellos palacios y morada
Do tuvo un tiempo alegre compañía,
De la triste memoria lastimada,
Dando algún vado á su dolor, quería
Irse con él, poniendo fin al lloro,
Con todas sus riquezas y tesoro.


Para lo cual secreta y prestamente
Una fornida flota le enviase,
Donde con todo su tesoro y gente
En arribando al puerto se embarcase;
Porque, con el seguro conveniente,
El mar que estaba en medio atravesase,
Que era sólo el temido impedimento
De su esperado y último contento.


Llegada, pues, la nueva al ambicioso
Rey de aquello que tanto deseaba,
Viendo que al fin y puerto venturoso
Sus cosas la fortuna encaminaba,
Alegre más que nunca y codicioso,
Luego una gruesa flota despachaba
De navees y galeras, bastecida
De gente, de regalos y comida.


Llegó al puerto la flota deseada
Con presta y no pensada diligencia,
Do la gente del rey desembarcada
Fué luego á dar á Dido la obediencia,
Que, mostrando placer de su llegada,
Con loable cuidado y providencia
Hizo luego hospedar toda la gente
Espléndida, cumplida y largamente.


En siendo tiempo, la cuidosa Dido
A su gente llamó que se aprestase,
Y con alarde y público ruïdo
Los empacados muebles embarcase;
Haciendo que de noche y escondido
En su nave el tesoro se cargase
Con tan grande secreto, que ninguno
Tuvo dello noticia ó rastro alguno.


Tenía sesenta cajas prevenidas,
Llenas de gruesa arena y aplomadas,
De fuertes cerraduras guarnecidas,
Con dobles planchas de metal herradas;
Estas fueron en público traídas
Donde á vista de todos embarcadas,
Daban muestra que en ellas iba el oro,
Las joyas, las riquezas y tesoro.


Luego Elisa, con tierno sentimiento
Del lastimado pueblo, se embarcaba,
Dando presto la vela al manso viento,
Que favorable en popa respiraba;
La nave con sereno movimiento
El llano y sosegado mar cortaba,
Comenzando á seguir toda la flota
De la alta capitana la derrota.


Aquella noche y el siguiente día
Corrió con viento próspero la armada,
Mas ya que el mar las costas encubría,
Y del todo se vió Dido engolfada,
La noble y obediente compañía,
Al borde de su nave congregada,
Hizo en torno allegar la demás gente,
Que á la vista también fuese presente.


Diciéndoles con pecho valeroso,
Que su designio y pretensión no era
Ir al injusto hermano cauteloso,
De quien era enemiga verdadera,
Porque con trato y término alevoso
Debajo de hermandad y fe sincera
Movido de sacrílego deseo
Había dado la muerte á su Siqueo.


Por donde ella también, no asegurad
De sus secretos, fraudes y traiciones,
Quería dejar la cara patria amada,
Su reino, su morada y posesiones;
Y al mar dudoso y vientos entregada
Buscar nuevas provincias y regiones
Adonde con seguro viviría
Lejos de su dominio y tiranía.


Y pues que sus riquezas habían sido
La causa de su daño y perdimiento,
Matándole por ellas el marido,
Y lo serían quizá del seguimiento,
Todas consigo las había traído,
Con voluntad y resoluto intento
De echarlas en el mar do pereciesen,
Porque jamás á su poder viniesen.


Hizo luego sacar allí tras esto
Los cofres de la arena barreados,
Y con alarde y auto manifiesto
En el profundo mar fueron lanzados;
Los ministros del rey, con triste gesto,
Atónitos, confusos y turbados
Se miraban, teniendo por extraña
De la animosa reina la hazaña.


Y por el grave caso discurriendo,
Que mudos y espantados los tenía,
La furia del rey mozo conociendo
Que el perdido tesoro aumentaría,
Suspensos y medrosos, no sabiendo
Qué razón ó descargo bastaría
A que el airado rey no los culpase
Y en ellos su furor no ejecutase.


Pues como la entendida reina viese
Camino y coyuntura aparejada
Por do á su devoción se redujese
La gente del hermano amedrentada:
Antes que el tiempo y la tardanza diese
Lugar á alguna novedad pensada,
Haciendo sosegar toda la gente,
Les dijo, prosiguiendo, lo siguiente:


«Amigos, que del firme intento mío,
Habeis visto á los ojos ya la prueba,
Y cómo la fortuna á su albedrío
Errando por el ancho mar me lleva,
Podréis volver, si ya no es desvarío,
A dar al rey la desabrida nueva
Del tesoro anegado, y mi huída
A tierra y á región no conocida.


«Pero ya conoceis por experiencia
Su irreparable furia acelerada,
Que, viendo que volveis á su presencia
Sin el tesoro y prenda deseada,
Descargará con bárbara impaciencia
Sobre vuestra cerviz la mano airada,
Sin escuchar descargo ni disculpa,
Añadiendo maldad y culpa á culpa.


«Y pues es de temer la tiranía
Y el ímpetu de un mozo rey airado,
Que así del caro reino y patria mía
A buscar nuevas tierras me ha sacado;
Quien quisiere seguir mi compañía
No se verá de mí desamparado;
Mas de todo el provecho y bien que espero
Será participante y compañero.


«El lugar y aparejo es oportuno,
Y para haber consejo el tiempo breve;
Así que, pues sois sabios, cada uno
Elija de dos males el más leve:
Si al rey volveis no ha de escapar ninguno,
Y este dolor y lástima me mueve
A quereros rogar que vais conmigo
Por no ser yo la causa del castigo.


«Las muertes figurad y crueldades
Que en vosotros habrán de ejecutarse:
No miréis á las casas y heredades,
Que todo por la vida es bien dejarse:
Que en fortunas y grandes tempestades
Sólo en lo que se escapa ha de pensarse,
Conociendo que están todos los bienes
Sujetos á peligros y vaivenes».


A las razones de la reina atentos
Los turbados ministros estuvieron,
Y en la perpleja mente y pensamientos
Mil cosas en un punto revolvieron;
Al cabo, aunque diversos los intentos,
Todos de un parecer se resolvieron
De seguirla hasta al fin en su viaje,
Dándole la obediencia y vasallaje.


La fe con juramento establecida,
Sin que ninguno dellos rehusase,
Dando vela á la flota detenida,
Mandó Dido que á Cipro enderezase,
Donde graciosamente recebida,
Como allí su designio declarase,
Llevó del ciprioto pueblo amigo
Ochenta mozas vírgines consigo,


Para á tiempo casarlas con la gente
Que en su servicio y devoción llevaba,
Buscando alguna tierra conveniente
Donde fundar un pueblo deseaba;
Así la vía de la Africa al poniente
Con favorable viento navegaba.
Mas forzoso será, según me siento,
Dividir en dos partes este cuento.

Canto XXXIII

Prosigue don Alonso la navegación de Dido hasta que llegó á Biserta; cuenta cómo fundó á Cartago y la causa porque se mató. También se contiene en este canto la prisión de Caupolicán.


Muchos entran con ímpetu y corrida
Por la carrera de virtud fragosa
Y dan en la del vicio más seguida
De donde es el volver difícil cosa;
El paso es llano y fácil la salida
De la vida reglada á la anchurosa
Y más agrio el camino y ejercicio
Del vicio á la virtud, que della al vicio.


Así Pigmaleón había tenido
Señales de virtud en su crianza
Y con grandes principios prometido
De justo y liberal buena esperanza;
Pero, de la codicia pervertido,
Hizo en breve sazón tan gran mudanza,
Que no sólo de bienes fué avariento,
Pero inhumano, pérfido y sangriento.


Lo cual nos dice bien la alevosía
De la secreta muerte del cuñado,
Que alegre y contentísimo vivía
En la ley de hermandad asegurado;
Mayormente que entonces parecía
El rey á la virtud aficionado,
Que no hay maldad más falsa y engañosa
Que la que trae la muestra virtuosa.


Esta no le salió como pensaba,
Sino al contrario en todo y diferente,
Pues no sólo no vió lo que esperaba,
Pero perdió las navees y la gente:
La reina viento en popa navegaba,
Como dije, la vuelta del poniente,
Tocando con sus navees y galeras
En algunas comarcas y riberas.


Torció el curso á la diestra bordeando,
De las vadosas Sirtes recelosa,
Y, á vista de Licudia, atravesando,
Corrió la costa de Africa arenosa;
Y siempre tierra á tierra navegando,
Pasó por entre el Ciervo y Lampadosa,
Llegando en salvo á Túnez con la armada
Por el fatal decreto allí guiada.


Donde viendo el capaz y fértil suelo
De frutíferas plantas adornado
Y el aire claro y el sereno cielo,
Clemente al parecer y muy templado,
Perdido del hermano ya el recelo
Por verle tan distante y apartado,
Quiso fundar un pueblo de cimiento
Haciendo en él su habitación y asiento.


Para lo cual trató luego de hecho
Con los vecinos que en el sitio había,
Le vendiesen de tierra tanto trecho
Cuanto un cuero de buey circundaría;
Los moradores, viendo que provecho
De su contratación se les seguía,
Con la reina en el precio convenidos
Hicieron sus asientos y partidos.


Hecha la paga, el sitio señalado,
Mandó Dido buscar con diligencia
Un grande y grueso buey, que desollado
Hizo estirar el cuero en su presencia
Y en tiras sutilísimas cortado
Tanto trecho tomó, que á la prudencia
De la reina sagaz y aviso extraño
Le quisieron poner nombre de engaño.


Pero recompensó la demasía
Dejándolos contentos y pagados,
Descubriendo á los suyos que traía
Los ocultos tesoros escapados;
Que usado del ardid y astucia había
De los cofres de arena al mar lanzados,
Porque, cuando el hermano lo supiese,
Faltando la ocasión, no la siguiese.


Corregidas las faltas y defectos
Al orden de vivir perjudiciales,
Fueron por la prudente reina electos
Cónsules, magistrados y oficiales:
Y traídos maestros y arquitectos,
Juntos los necesarios materiales,
Dio principio la reina valerosa
A la labor de la ciudad famosa.


Fué la ciudad por orden fabricada
Mostrándose los hados muy propicios,
En breve ennoblecida y ilustrada
De sumptuosos y altos edificios;
Y la nueva república ordenada
Leyes instituyó, criando oficios
Con que el pueblo en razón se mantuviese
Y en paz y orden política viviese.


Y por el gran valor y entendimiento
Con que el pueblo obediente gobernaba,
Iba siempre el concurso en crecimiento
Y los términos cortos dilataba;
Así que el trato y agradable asiento
Los ánimos y gustos provocaba,
Viniendo avencindarse muchas gentes
De tierras y lugares diferentes.


Y como en estos tiempos aún no había
La invención del papel después hallada,
Que en pieles de animales se escribía
Y era cualquiera piel «carta« llamada,
Del cual nombre aún usamos hoy en día,
Así aquella ciudad edificada
En el lugar por una piel medido,
De carta la llamó Cartago Dido.


Hízose en poco tiempo tan famosa
Y de tanta grandeza y eminencia,
Que era cosa de ver maravillosa
El trato de las gentes y frecuencia;
Mostrando aquella reina valerosa
En gobernar el pueblo tal prudencia
Que muchos otros príncipes y reyes
De su nueva ciudad tomaron leyes.


Y aunque era tal su ser, tal su cordura
Que por diosa vinieron á tenella,
Ninguna de su tiempo en hermosura
Pudo ponerse al paragón con ella;
Así que, por milagro de natura
Como cosa no vista iban á vella,
Que no sé en las idólatras del suelo
A quien mayores partes diese el cielo.


Grandes matronas hubo que animosas
Por la fama á la muerte se entregaron,
Otras por hazañas milagrosas
Las opresas repúblicas libraron;
Pero todas perfetas, tantas cosas
Como en Dido en ninguna se juntaron;
Fué rica, fué hermosa, fué castísima,
Sabia, sagaz, constante y prudentísima.


Llegó luego la voz de esto al oído
Del franco Yarbas, rey musilitano,
Mozo brioso y de valor, temido
En todo el ancho término africano;
El cual, con juvenil furia movido
De un impaciente y nuevo amor lozano,
A la reina despacha embajadores,
De su consejo y reino los mayores.


Pidiéndole que en pago del tormento
Que por ella pasaba cada hora,
Quisiese con felice casamiento
De su persona y reino ser señora;
Donde no, que con justo sentimiento,
(Como de tan gran rey despreciadora)
Sobre ella con ejército vendría
Y su gente y ciudad asolaría.


Hecha, pues, la embajada en el senado,
Que no quiso la reina estar presente,
Les fué á los senadores intimado
El ruego y la amenaza juntamente;
Causóles turbación, considerando
El casto voto y vida continente
Que la constante reina profesaba,
Que al intento de Yarbas repugnaba.


Luego que los ancianos entendieron
La demanda de Yarbas arrogante,
Llevar por artificio pretendieron
El negocio difícil adelante;
Así que, ante la reina parecieron
Con triste rostro y tímido semblante,
Bajos los ojos, la color turbada,
Mostrando desplacer con la embajada.


Diciéndole: «Sabrás que habiendo oído
Yarbas tu buen gobierno y regimiento
Por la parlera fama encarecido,
Y desta tu ciudad el crecimiento,
De una loable pretensión movido,
Pide que, sin algún detenimiento
Veinte de tu consejo más instrutos
Vayan á reformar sus estatutos.


«Y siendo de sufrir áspera cosa,
Impropia á nuestra edad y profesiones,
Dejar la patria cara y paz sabrosa
Por ir á incultas tierras y naciones
A corregir de gente sediciosa
Las costumbres y viejas condiciones,
Todos tus consejeros lo rehusan
Y con causas legítimas se excusan.


«Viendo que el caro y último sosiego
Sin esperanza de volver perdemos;
Y no condecediendo al impío ruego,
En gran peligro la ciudad ponemos,
Pues con grueso poder y armada luego
Al indignado joven rey tendremos
Para asolar á hierro y fiera llama
Tu pueblo insigne y celebrada fama.


«Esto es, en suma, lo que Yarbas pide
Con ruegos de amenaza acompañados;
Pero nuestra cansada edad lo impide
Y las leyes nos hacen jubilados;
Pues no es razón, si por razón se mide,
Que de largos trabajos quebrantados,
Dejemos nuestras casas y manida
En el último tercio de la vida.


«Si á los peligros en la edad primera
Por adquirir honor nos arrojamos,
Es bien que en la cansada postrimera
Gocemos del descanso que ganamos;
Y á nuestra abandonada cabecera
Al tiempo incierto de morir, tengamos
Quien nos cierre los ojos con ternura
Y dé á nuestras cenizas sepultura.


«Y pues tiene de ser en tu presencia
Esta perjudicial demanda puesta,
Conviene que con maña y advertencia
Te prevengas de medios y respuesta,
Atajando tu seso y providencia
El mal que el mauritano rey protesta,
De modo que la paz y amor conserves
Y de nuevos trabajos nos reserves».


Estuvo atenta allí la reina Elisa
A la compuesta habla artificiosa
Y con alegre rostro y grave risa,
Aunque sentía en el ánimo otra cosa,
A todos los trató y miró de guisa
Tan agradable, blanda y amorosa,
Que, si en verdad la relación pasara,
De sus casas y quicios los sacara.


Diciendo: «Amigos caros, que á los hados
Jamás os vi rendidos vez alguna,
Y en los grandes peligros, esforzados
Hicistes siempre rostro á la fortuna,
¿Cómo de tantas prendas olvidados,
En tan justa ocasión, por sólo una
Breve incomodidad de una jornada
Quereis ver vuestra patria arruïnada?


«Es á todos común, á todos llano,
Que debe como miembro y parte unida
Poner por su ciudad el ciudadano
No sólo su descanso, mas la vida,
Y por razón y por derecho humano,
De justa deuda natural debida,
A posponer el hombre está obligado
Por el sosiego público el privado.


«Al alto y grande Júpiter pluguiera
Que bastara ofrecer la vida mía
Que presto el judicioso mundo viera
Cuan voluntariamente la ofrecía;
Y pues habeis pasado la carrera
Por tan estrecha y trabajosa vía,
No es bien que al rematar tan largo trecho
Borreis y deshagais cuanto habeis hecho».


Visto los senadores cómo Dido,
(Por el camino de razón llevada)
En el armado lazo había caído
En sus mismas palabras enredada,
Cambiando en rostro alegre el afligido,
Las manos altas y la voz alzada,
Le dicen: «Todos juntos como estamos
Tus urgentes razones aprobamos.


«Justamente, señora, sentenciaste
Sacándonos de duda y grande aprieto,
Que no hay razón tan eficaz que baste
Contra la autoridad de tu decreto;
Y porque tiempo en esto no se gaste,
Es bien que te aclaremos el secreto,
Pues por ningún respeto ni avenencia
Puedes contravenir á tu sentencia.


«Sabrás, reina, que Yarbas no te envía
Por tus ancianos viejos impedidos
Que en todo buen gobierno y policia
Tiene su reino y pueblos corregidos;
Sólo quiere tu gracia y compañía,
Ofreciéndote en dote mil partidos
Con útiles y honrosas condiciones
Y un infinito número de dones.


«Advierte que, si acaso no aceptares
El santo conyugal ayuntamiento,
Y con errado acuerdo despreciares
Su larga voluntad y ofrecimiento,
Harás que el hierro y llamas militares
Asuelen á Cartago de cimiento;
Así que en tu eleción y á tu escogida
Queda la guerra ó paz comprometida.


«Que si el buen ciudadano alegremente
Debe ofrecerse por la patria amiga,
Con más razón y fuerza más urgente
Como cabeza á tí la ley te obliga;
Y no puedes con causa suficiente
Dejar de redemir nuestra fatiga
Dándonos con el tiempo prosperado
La sucesión y fruto deseado.


«Cuando á seguir estés determinada
El casto infrutuoso presupuesto,
Mira á tus pies esta ciudad prostrada
Y al inocente cuello el lazo puesto;
Que por tí renunció la patria amada
Debajo de promesa y de protesto,
Que al descanso y quietud que pretendías
El sosiego común antepondrías».


Sintió la reina tanto al improviso
La gran demanda y condición propuesta
Que, por más que encubrir la pena quiso
Della el rostro señal dió manifiesta;
Mas, con su discreción y grande aviso,
Suspendiendo algún tanto la respuesta,
Soltó la voz serena y sosegada,
Que la gran turbación tenía trabada,


Diciéndoles: «Amigos, yo quisiera,
Para que todo escándalo se evite,
Que responderos luego yo pudiera
Antes que Yarbas más nos necesite;
Pero el negocio y caso es de manera
Que mi estado y grandeza no permite
Que me resuelva á responder tan presto,
Aunque os parezca á todos que es honesto.


«Que es mostrar liviandad, y demás de eso,
Falto á la obligación y fe que debo,
Si del intento casto y voto expreso
A la primera persuasión me muevo,
Borrando el inviolable sello impreso
De mi primero amor con otro nuevo;
Así que, combatida de contrarios
Son el tiempo y consejo necesarios.


«Tres meses pido, amigos, solamente,
Para acordar lo que se debe en esto
Y dar satisfación de mí á la gente
En no determinarme así tan presto;
Que el libertado vulgo maldiciente
Aún quiere calumniar lo que es honesto;
Y, como instituidores de las leyes,
Tienen más ojos sobre sí los reyes.


«Yarbas no se dará por enemigo
En cuanto el fin de los tres meses llega,
Y, pasado este término, me obligo
De responderle grata á lo que ruega
Tomar, pues menos plazo del que digo
Mi honestidad y estimación lo niega;
Y no conviene á Dido dar disculpa,
Que es indicio de error y arguye culpa».


Cerróse aquí la reina, y fué forzado,
Hacer con los de Yarbas nuevo asiento,
Que aguardasen el tiempo señalado
Para determinar el casamiento;
Los cuales, por el ruego del senado
Y el gracioso hospedaje y tratamiento,
Quedaron en Cartago aquellos días
Con grandes regocijos y alegrías.


Y aunque el senado en la demanda instaba
Por el provecho y general sosiego,
La reina la respuesta dilataba;
Dando gratos oídos á su ruego;
Y entretanto en secreto aparejaba
Lo que tenía pensado, desde luego,
Que era acabar la vida miserable
Primero que mudar la fe inmudable.


Llegado aquel funesto último día,
El pueblo en la ancha plaza congregado,
Ricamente la reina se vestía,
Subiendo en un exento y alto estrado,
Al pie del cual una hoguera había
Para la inmola y sacrificio usado,
De donde á los atentos circunstantes
Les dijo las palabras semejantes:


«¡Oh fieles compañeros, que contino
En todos los trabajos lo mostrastes,
Que por seguir mis hados y camino
Vuestras casas y patria renunciastes!
Hoy la Fortuna, y áspero Destino,
Por el último fin de sus contrastes,
Me fuerzan á dejar á costa mía
Vuestra cara y amable compañía.


«Si apartarme de amigos tan leales
Hace esta mi partida dolorosa,
Los consultados dioses celestiales
No disponen ni pueden otra cosa;
Y así, por desviar los grandes males
Que tienen á Cartago temerosa,
Pues ponen en mis manos el remedio,
Quiero quitar la causa de por medio.


«Que pues del cielo el áspero decreto
De poder tener bien me inhabilita,
Y el ver á mi ciudad puesta en aprieto
A quebrantar la fe me necesita;
Quiero cortar á Yarbas el sujeto
Del engañado amor que así le incita,
Dando á mi vida fin, pues deste modo,
Faltando la ocasión cesará todo.


«Esto será con darme yo la muerte,
Y, aunque os parezca este remedio extraño,
Es más fácil, más breve y menos fuerte
Y, en fin, particular y poco el daño;
Pues, sin peligro vuestro, desta suerte
Saldrá el errado Yarbas de su engaño,
Y yo conservaré con más pureza
Del casto y viudo lecho la limpieza.


«Hoy por el precio de una corta vida
La vejación redimo de Cartago,
Dejando ejemplo y ley establecida
Que os obligue á hacer lo que yo hago;
Y con mi limpia sangre aquí esparcida
Al cielo y á la tierra satisfago;
Pues muero por mi pueblo y guardo entera
Con inviolable amor la fe primera.


«No lamentéis mi muerte anticipada,
Pues el cielo la aprueba y solemniza;
Que una breve fatiga y muerte honrada
Asegura la vida y la eterniza;
Que, si el cuchillo de la Parca airada
Al que quiere vivir le atemoriza,
No os debe de pesar si Dido muere,
Pues vive el que se mata cuanto quiere.


«Adiós, adiós, amigos, que ya os veo
Libres, y á mi marido satisfecho».
Y no les dijo más con el deseo
Que tenía de acabar el fiero hecho;
Así, llamando el nombre de Siqueo,
Se abrió con un puñal el casto pecho,
Dejándose caer de golpe luego
Sobre las llamas del ardiente fuego.


Fué su muerte sentida en tanto grado,
Que gran tiempo en Cartago la lloraron,
Y en memoria del caso señalado
Un sumptuoso templo le fundaron,
Donde con sacrificio y culto usado,
Mientras las cosas prósperas duraron,
De aquella su ciudad ennoblecida
Por diosa de la patria fué tenida.


Y aborreciendo el nombre de señores,
Muerta la memorable reina Dido,
Por cien sabios ancianos senadores
De allí adelante el pueblo fué regido;
Y creciendo el concurso y moradores
Vino á ser poderoso, y tan temido,
Que un tiempo á Roma en su mayor grandeza
Le puso en gran trabajo y estrecheza.


Este es el cierto y verdadero cuento
De la famosa Dido disfamada,
Que Virgilio Marón sin miramiento
Falso su historia y castidad preciada
Por dar á sus ficiones ornamento,
Pues vemos que esta reina importunada,
Pudiéndose casar y no quemarse,
Antes quemarse quiso que casarse.


Iban todos atentos escuchando
El extraño suceso peregrino,
Cuando al fuerte llegamos, acabando
La historia juntamente y el camino,
Y en él aquella noche reposando
Venida la mañana nos convino
Procurar de tener con diligencia
Del buscado enemigo inteligencia.


Mas, un indio que acaso inadvertido
Fué de una escolta nuestra prisionero,
Hombre en las muestras de ánimo atrevido,
Suelto de manos y de pies ligero,
Con promesas y dádivas vencido,
Dijo: «Yo me resuelvo y me profiero
De daros llanamente hoy en la mano
Al grande general Caupolicano.


«En un áspero bosque y espesura,
Nueve millas de Ongolmo desviado,
Está en un sitio fuerte por natura,
De ciénagas y fosos rodeado,
Donde, por ser la tierra tan segura,
Anda de solos diez acompañado,
Hasta que vuestra próspera creciente
Aplaque el gran furor de su corriente.


«Por una estrecha y desusada vía,
Sin que pueda haber dello sentimiento,
Seré en la noche escura yo la guía,
Llevando á vuestra gente en salvamento;
Y, antes que se descubra el claro día,
Dareis en el oculto alojamiento,
Donde cumplir del todo yo me obligo
Pena de la cabeza, lo que digo».


Fué la razón del mozo bien oída,
Viéndole en su promesa tan constante;
Y así luego una escuadra prevenida
De gente experta y número bastante,
Para toda sospecha apercebida,
Llevando al indio amigo por delante,
Salió á la prima noche en gran secreto,
Con paso largo y caminar quiëto.


Por una senda angosta é intricada,
Subiendo grandes cuestas y bajando,
Del solícito bárbaro guiada
Iba á paso tirado caminando;
Mas la escura tiniebla adelgazada
Por la vecina aurora, reparando
Junto á un arroyo y pedregosa fuente,
Volvió el indio diciendo á nuestra gente:


«Yo no paso adelante, ni es posible
Seguir este camino comenzado,
Que el hecho es grande y el temor terrible,
Que me detiene el paso acobardado,
Imaginando aquel aspecto horrible
Del gran Caupolicán contra mí airado,
Cuando venga á saber que solo he sido
El soldado traidor que le ha veendido.


«Por este arroyo arriba, que es la guía,
Aunque sin rastro alguno ni vereda,
Dareis presto en el sitio y ranchería
Que está en medio de un bosque y arboleda;
Y antes que aclare el ya vecino día,
Os dad priesa á llegar, porque no pueda
La centinela descubrir del cerro
Vuestra venida oculta y mi gran yerro.


«Yo me vuelvo de aquí, pues he cumplido
Dejándoos, como os dejo, en este puesto,
Adonde salvamente os he traído,
Poniéndome á peligro manifiesto;
Y pues al punto justo habeis venido,
Os conviene dar priesa y llegar presto,
Que es irrecuperable y peligrosa
La pérdida del tiempo en toda cosa.


«Y si sienten rumor desta venida,
El sitio es ocupado y peñascoso,
Fácil y sin peligro la huída
Por un derrumbadero montuoso;
Mirad que os daña ya la detenida,
Seguid hoy vuestro hado venturoso,
Que menos de una milla de camino
Teneis al enemigo ya vecino».


No por caricia, oferta ni promesa
Quiso el indio mover el pie adelante,
Ni amenaza de muerte, ó vida, ó presa,
A sacarle del tema fué bastante;
Y, viendo el tiempo corto y que la priesa
Les era á la sazón tan importante,
Dejándole amarrado á un grueso pino
La relación siguieron y camino.


Al cabo de una milla, y á la entrada
De un arcabuco lóbrego y sombrío,
Sobre una espesa y áspera quebrada
Dieron en un pajizo y gran bohío;
La plaza en derredor fortificada
Con un despeñadero sobre un río,
Y cerca de él, cubiertas de espadañas,
Chozas, casillas, ranchos y cabañas.


La centinela en esto descubriendo
De la punta de un cerro nuestra gente,
Dio la voz y señal apercibiendo
Al descuidado general valiente;
Pero los nuestros, en tropel corriendo,
Le cercaron la casa de repente,
Saltando el fiero bárbaro á la puerta
Que ya á aquella sazón estaba abierta.


Mas, viendo el paso en torno embarazado
Y el presente peligro de la vida,
Con un martillo fuerte y acerado
Quiso abrir á su modo la salida;
Y, alzándole á dos manos, empinado,
Por dalle mayor fuerza á la caída,
Topó una viga arriba atravesada
Do la punta encarnó y quedó trabada.


Pero un soldado á tiempo atravesando
Por delante, acercándose á la puerta,
Le dió un golpe en el brazo, penetrando
Los músculos y carne descubierta;
En esto el paso el indio retirando,
Visto el remedio y la defensa incierta,
Amonestó á los suyos que se diesen
Y en ninguna manera resistiesen.


Salió fuera sin armas, requiriendo
Que entrasen en la estancia, asegurados
Que eran pobres soldados, que huyendo
Andaban de la guerra amedrentados;
Y así, con priesa y turbación, temiendo
Ser de los forajidos salteados,
A la ocupada puerta había salido
De las usadas armas prevenido.


Entraron de tropel, donde hallaron
Ocho ó nueve soldados de importancia,
Que, rendidas las armas, se entregaron
Con muestras aparentes de inorancia;
Todos atrás las manos los ataron,
Repartiendo el despojo y la ganancia,
Guardando al capitán disimulado
Con dobladas prisiones y cuidado.


Que aseguraba con sereno gesto
Ser un bajo soldado de linaje,
Pero en su talle y cuerpo bien dispuesto
Daba muestra de ser gran personaje;
Gastóse algún espacio y tiempo en esto,
Tomando de los otros más lenguaje,
Que todos contestaban que era un hombre
De estimación común y poco nombre.


Ya entre los nuestros á gran furia andaba
El permitido robo y grita usada,
Que rancho, casa y choza no quedaba,
Que no fuese deshecha y saqueada;
Cuando de un toldo, que vecino estaba
Sobre la punta de la gran quebrada
Se arroja una mujer, huyendo apriesa
Por lo más agrio de la breña espesa.


Pero alcanzóla un negro á poco trecho,
Que tras ella se echó por la ladera,
Que era intricado el paso y muy estrecho
Y ella no bien usada en la carrera;
Llevaba un mal envuelto niño al pecho
De edad de quince meses, el cual era
Prenda del preso padre desdichado,
Con grande extremo del y della amado.


Trújola el negro, suelta, no entendiendo
Que era presa y mujer tan importante;
En esto ya la gente iba saliendo
Al tino del arroyo resonante,
Cuando la triste Palla, descubriendo
Al marido, que preso iba adelante,
De sus insignias y armas despojado,
En el montón de la canalla atado.


No reveentó con llanto la gran pena
Ni de flaca mujer dió allí la muestra,
Antes de furia y viva rabia llena,
Con el hijo delante se le muestra,
Diciendo: «La robusta mano ajena,
Que así ligó tu afeminada diestra,
Más clemencia y piedad contigo usara
Si ese cobarde pecho atravesara.


«¿Eres tú aquel varón que en pocos días
Hinchó la redondez de sus hazañas,
Que con sólo la voz temblar hacías
Las remotas naciones más extrañas?
¿Eres tú el capitán que prometías
De conquistar en breve las Españas,
Y someter el ártico hemisferio
Al yugo y ley del araucano Imperio?


«¡Ay de mí! Cómo andaba yo engañada
Con mi altiveza y pensamiento ufano,
Viendo que en todo el mundo era llamada
Fresia, mujer del gran Caupolicano;
Y, ahora, miserable y desdichada,
Todo en un punto me ha salido vano,
Viéndote prisionero en un desierto,
Pudiendo haber honradamente muerto.


«¿Qué son de aquellas pruebas peligrosas,
Que así costaron tanta sangre y vidas?
¿Las empresas difíciles dudosas
Por tí con tanto esfuerzo acometidas?
¿Qué es de aquellas victorias gloriösas
De esos atados brazos adquiridas?
Todo al fin ha parado y se ha resuelto
En ir con esa gente infame envuelto.


«Dime: ¿faltóte esfuerzo, faltó espada
Para triunfar de la mudable diosa?
¿No sabes que una breve muerte honrada
Hace inmortal la vida y gloriosa?
Miraras á esta prenda desdichada,
Pues que de tí no queda ya otra cosa;
Que yo, apenas la nueva me viniera,
Cuando muriendo alegre te siguiera.


«Toma, toma tu hijo, que era el nudo
Con que el lícito amor me había ligado,
Que el sensible dolor y golpe agudo
Estos fértiles pechos han secado;
Cría, críale tú, que ese membrudo
Cuerpo, en sexo de hembra se ha trocado,
Que yo no quiero título de madre
Del hijo infame del infame padre».


Diciendo esto, colérica y rabiosa
El tierno niño le arrojó delante,
Y con ira frenética y furiosa
Se fué por otra parte en el instante;
En fin, por abreviar, ninguna cosa
De ruegos ni amenazas fué bastante
A que la madre ya cruel volviese,
Y el inocente hijo recibiese.


Diéronle nueva madre, y comenzaron
A dar la vuelta y á seguir la vía,
Por la cual á gran priesa caminaron,
Recobrando al pasar la fida guía
Que atada al tronco por temor dejaron;
Y en larga escuadra al declinar del día
Entraron en la plaza embanderada,
Con gran aplauso y alardosa entrada.


Hízose con los indios diligencia,
Porque con más certeza se supiese
Si era Caupolicán, que su aparencia
Daba claros indicios que lo fuese;
Pero ni ausente del ni en su presencia
Hubo entre tantos uno que dijese
Que era más que un incógnito soldado
De baja estofa y sueldo moderado.


Aunque algunos, después, más animados
Cuando en particular los apretaban,
De su cercana muerte asegurados,
El sospechado engaño declaraban;
Pero luego, delante del llevados,
Con medroso temblor se retrataban,
Negando la verdad ya comprobada,
Por ellos en ausencia confesada.


Mas viéndose apretado y peligroso,
Y que encubrirse al cabo no podía,
Dejando aquel remedio infrutuoso,
Quiso tentar el último que había;
Y así, llamando al capitán Reinoso,
Que luego vino á ver lo que quería,
Le dijo con sereno y buen semblante
Lo que dirán mis versos adelante.

Canto XXXIV

Habla Caupolicán á Reinoso, y sabiendo que ha de morir, se vuelve cristiano; muere de miserable muerte, aunque con ánimo esforzado. Los araucanos se juntan á la elección del nuevo general.


¡Oh! vida miserable y trabajosa
Á tantas desventuras sometida!
Prosperidad humana sospechosa,
Pues nunca hubo ninguna sin caída,
¿Qué cosa habrá tan dulce y tan sabrosa
Que no sea amarga al cabo y desabrida?
No hay gusto, no hay placer sin su descuento,
Que el dejo del deleite es el tormento.


Hombres famosos en el siglo ha habido,
A quien la vida larga ha deslustrado,
Que el mundo los hubiera preferido
Si la muerte se hubiera anticipado:
Aníbal desto buen ejemplo ha sido
Y el cónsul que en Farsalia derrocado,
Perdió por vivir mucho, no el segundo,
Mas el lugar primero deste mundo.


Esto confirma bien Caupolicano,
Famoso capitán y gran guerrero,
Que en el término américo-indiano,
Tuvo en las armas el lugar primero;
Mas cargóle Fortuna así la mano
(Dilatándole el término postrero)
Que fué mucho mayor que la subida
La miserable y súbita caída.


El cual, reconociendo que su gente
Vacilando en la fe titubeaba,
Viendo que ya la próspera creciente
De su fortuna apriesa declinaba,
Hablar quiso á Reinoso claramente;
Que, venido á saber lo que pasaba,
Presente el congregado pueblo todo
Habló el bárbaro grave deste modo:


«Si á vergonzoso estado reducido
Me hubiera el duro y áspero Destino
Y si ésta mi caída hubiera sido
Debajo de hombre y capitán indino,
No tuve el brazo así desfallecido,
Que no abriera á la muerte yo camino
Por este propio pecho con mi espada
Cumpliendo el curso y mísera jornada.


«Mas, juzgándote digno y de quien puedo
Recebir sin vergüenza yo la vida,
Lo que de mí pretendes te concedo
Luego que á mí me fuere concedida;
No pienses que á la muerte tengo miedo,
Que aquesa es de los prósperos temida
Y en mí por experiencias he probado
Cuán mal le está el vivir al desdichado.


«Yo soy Caupolicán, que el hado mío
Por tierra derrocó mi fundamento
Y quien del araucano señorío
Tiene el mando absoluto y regimiento;
La paz está en mi mano y albedrío
Y el hacer y afirmar cualquier asiento,
Pues tengo por mi cargo y providencia
Toda la tierra en freno y obediencia.


«Soy quien mató á Valdivia en Tucapelo
Y quien dejó á Purén desmantelado,
Soy el que puso á Penco por el suelo
Y el que tantas batallas ha ganado;
Pero el revuelto ya contrario cielo,
De Vitorias y triunfos rodeado,
Me ponen á tus pies á que te pida
Por un muy breve término la vida.


«Cuando mi causa no sea justa, mira
Que el que perdona más es más clemente
Y si á venganza la pasión te tira,
Pedirte yo la vida es suficiente;
Aplaca el pecho airado, que la ira
Es en el poderoso impertinente,
Y si en darme la muerte estás ya puesto,
Especie de piedad es darla presto.


«No pienses que aunque muera aquí á tus manos,
Ha de faltar cabeza en el Estado,
Que luego habrá otros mil Caupolicanos,
Mas como yo ninguno desdichado;
Y pues conoces ya á los araucanos,
Que dellos soy el mínimo soldado,
Tentar nueva fortuna error sería
Yendo tan cuesta abajo ya la mía.


«Mira que á muchos vences en vencerte,
Frena el ímpetu y cólera dañosa,
Que la ira examina al varón fuerte
Y el perdonar, venganza es generosa,
La paz común destruyes con mi muerte;
Suspende ahora la espada rigurosa
Debajo de la cual están á una
Mi desnuda garganta y tu fortuna.


«Aspira á más, y á mayor gloria atiende,
No quieras en poca agua así anegarte,
Que lo que la fortuna aquí pretende
Sólo es que quieras della aprovecharte;
Conoce el tiempo y tu ventura entiende,
Que estoy en tu poder, ya de tu parte
Y muerto no tendrás de cuanto has hecho
Sino un cuerpo de un hombre sin provecho.


«Que si esta mi cabeza desdichada
Pudiera, ¡oh capitán!, satisfacerte,
Tendiera el cuello á que con esa espada
Remataras aquí mi triste suerte;
Pero deja la vida condenada
El que procura apresurar su muerte
Y más en este tiempo que la mía
La paz universal perturbaría.


«Y, pues, por la experiencia claro has visto,
Que libre y preso, en público y secreto,
De mis soldados soy temido y quisto,
Y está á mi voluntad todo sujeto,
Haré yo establecer la ley de Cristo,
Y que, sueltas las armas, te prometo
Vendrá toda la tierra en mi presencia
A dar al rey Felipe la obediencia.


«Tenme en prisión segura retirado
Hasta que cumpla aquí lo que pusiere,
Que yo sé que el ejército y senado
En todo aprobarán lo que hiciere,
Y el plazo puesto y término pasado,
Podré también morir si no cumpliere:
Escoge lo que más te agrada desto,
Que para ambas fortunas estoy presto».


No dijo el indio más, y la respuesta
Sin turbación mirándole atendía,
Y la importante vida ó muerte presta,
Callando con igual rostro pedía;
Que por más que fortuna contrapuesta
Procuraba abatirle, no podía,
Guardando, aunque vencido y preso en todo,
Cierto término libre y grave modo.


Hecha la confesión como lo escribo,
Con más rigor y priesa que advertencia,
Luego á empalar y asaetearle vivo
Fué condenado en pública sentencia;
No la muerte y el término excesivo
Causó en su gran semblante diferencia,
Que nunca por mudanzas vez alguna
Pudo mudarle el rostro la Fortuna.


Pero mudóle Dios en un momento
Obrando en él su poderosa mano,
Pues con lumbre de fe y conocimiento
Se quiso baptizar y ser cristiano;
Causó lástima y junto gran contento
Al circunstante pueblo castellano,
Con grande admiración de todas gentes
Y espanto de los bárbaros presentes.


Luego, aquel triste, aunque felice día
Que con solemnidad le baptizaron
Y, en lo que el tiempo escaso permitía
En la fe verdadera le informaron
Cercado de una gruesa compañía
De bien armada gente, le sacaron
A padecer la muerte consentida
Con esperanza ya de mejor vida.


Descalzo, destocado, á pie, desnudo,
Dos pesadas cadenas arrastrando,
Con una soga al cuello y grueso ñudo
De la cual el verdugo iba tirando,
Cercado en torno de armas, y el menudo
Pueblo detrás, mirando y remirando
Si era posible aquello que pasaba,
Que, visto por los ojos, aún dudada.


Desta manera, pues, llegó al tablado
Que estaba un tiro de arco del asiento,
Media pica del suelo levantado
De todas partes á la vista exento,
Donde con el esfuerzo acostumbrado,
Sin mudanza y señal de sentimiento,
Por la escala subió tan desenvuelto
Como si de prisiones fuera suelto.


Puesto ya en lo más alto, revolviendo
A un lado y otro la serena frente,
Estuvo allí parado un rato, viendo
El gran concurso y multitud de gente,
Que el increíble caso y estupendo
Atónita miraba atentamente,
Teniendo á maravilla y gran espanto
Haber podido la fortuna tanto.


Llegóse él mismo al palo, donde había
De ser la atroz sentencia ejecutada,
Con un semblante tal, que parecía
Tener aquel terrible trance en nada,
Diciendo: «Pues el hado y suerte mía
Me tienen esta muerte aparejada,
Venga, que yo la pido, yo la quiero,
Que ningún mal hay grande, si es postrero».


Luego llegó el verdugo, diligente,
Que era un negro gelofo, mal vestido,
El cual, viéndole el bárbaro presente
Para darle la muerte prevenido,
Bien que con rostro y ánimo paciente
Las afrentas demás había sufrido,
Sufrir no pudo aquella, aunque postrera,
Diciendo en alta voz desta manera:


«¿Cómo? ¿Qué? ¿En cristiandad y pecho honrado
Cabe cosa tan fuera de medida,
Que aun hombre cómo yo, tan señalado,
Le dé muerte una mano así abatida?
Basta, basta morir al más culpado,
Que al fin todo se paga con la vida,
Y es usar deste término conmigo
Inhumana venganza y no castigo.


«¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas
Contra mí se arrancaron á porfía,
Que, usada á nuestras míseras gargantas,
Cercenara de un golpe aquesta mía?
Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas
Maneras la Fortuna en este día,
Acabar no podrá, que bruta mano
Toque al gran general Caupolicano».


Esto dicho, y alzando el pie derecho
Aunque de las cadenas impedido,
Dio tal coz al verdugo, que gran trecho
Le echó rodando abajo mal herido;
Reprehendido el impaciente hecho,
Y él del súbito enojo reducido,
Le sentaron después con poca ayuda
Sobre la punta de la estaca aguda.


No el aguzado palo penetrante,
Por más que las entrañas le rompiese
Barrenándole el cuerpo, fué bastante
A que al dolor intenso se rindiese;
Que con sereno término y semblante,
Sin que labio ni ceja retorciese,
Sosegado quedó de la manera
Que si asentado en tálamo estuviera.


En esto, seis flecheros señalados,
Que prevenidos para aquello estaban,
Treinta pasos de trecho desviados
Por orden y de espacio le tiraban;
Y, aunque en toda maldad ejercitados,
Al despedir la flecha vacilaban,
Temiendo poner mano en un tal hombre
De tanta autoridad y tan gran nombre.


Mas, Fortuna cruel, que ya tenía
Tan poco por hacer y tanto hecho,
Si tiro alguno avieso allí salía,
Forzando el curso le traía derecho,
Y en breve, sin dejar parte vacía,
De cien flechas quedó pasado el pecho,
Por do aquel grande espíritu echó fuera,
Que por menos heridas no cupiera.


Paréceme que siento enternecido
Al más cruel y endurecido oyente
Deste bárbaro caso referido,
Al cual, Señor, no estuve yo presente,
Que á la nueva conquista había partido
De la remota y nunca vista gente;
Que si yo á la sazón allí estuviera,
La cruda ejecución se suspendiera.


Quedó abiertos los ojos, y de suerte
Que por vivo llegaban á mirarle,
Que la amarilla y afeada muerte
No pudo aún puesto allí desfigurarle;
Era el miedo en los bárbaros tan fuerte,
Que no osaban dejar de respetarle,
Ni allí se vió en alguno tal denuedo
Que puesto cerca del no hubiese miedo.


La voladora Fama presurosa
Derramó por la tierra en un momento
La no pensada muerte ignominosa
Causando alteración y movimiento;
Luego la turba, incrédula y dudosa,
Con nueva turbación y desatiento
Corre con priesa y corazón incierto
A ver si era verdad que fuese muerto.


Era el número tanto que bajaba
Del contorno y distrito comarcano,
Que en ancha y apiñada rueda estaba
Siempre cubierto el espacioso llano;
Crédito allí á la vista no se daba,
Si ya no le tocaban con la mano,
Y, aún tocado, después les parecía
Que era cosa de sueño ó fantasía.


No la afrentosa muerte impertinente
Para temor del pueblo ejecutada,
Ni la falta de un hombre así eminente,
En que nuestra esperanza iba fundada,
Amedrentó ni acobardó la gente;
Antes de aquella injuria provocada
A la cruel satisfacción aspira
Llena de nueva rabia y mayor ira.


Unos con sed rabiosa de venganza
Por la afrenta y oprobio recebido,
Otros con la codicia y esperanza
Del oficio y bastón ya pretendido,
Antes que sosegase la tardanza
El ánimo del pueblo removido,
Daban calor y fuerzas á la guerra,
Incitando á furor toda la tierra.


Si hubiese de escribir la bravería
De Tucapel, de Rengo y Lepomande,
Orompello, Lincoya y Lebopía,
Purén y Cayocupil y Mareande,
En un espacio largo no podría,
Y fuera menester libro más grande,
Que cada cual con hervoroso afecto
Pretende allí y aspira á ser electo.


Pero el cacique Colocolo, viendo
El daño de los muchos pretendientes,
Como prudente y sabio, conociendo
Pocos para el gran cargo suficientes,
Su anciana autoridad interponiendo,
Les hizo mensajeros diligentes
Para que se juntasen á consulta
En lugar apartado y parte oculta.


Los que abreviar el tiempo deseaban,
Luego para la junta se aprestaron,
Y muchos, recelando que tardaban,
La diligencia y paso apresuraron;
Otros, que á otro camino enderezaban,
Por no se declarar no rehusaron,
Siguiendo sin faltar un hombre solo
El sabio parecer de Colocolo.


Fué entre ellos acordado que viniesen
Solos, á la ligera, sin bullicio,
Porque los enemigos no tuviesen
De aquella nueva junta algún indicio,
Haciendo que de todas partes fuesen
Indios que, con industria y artificio,
Instasen en la paz siempre ofrecida
Con muestra humilde y contrición fingida.


El plazo puesto y sitio señalado,
En un cómodo valle y escondido,
La convocada gente del senado
Al término llegó constituido,
Y entre ellos Tucapel, determinado
De por bien ó por mal ser elegido
Y otros que con menores fundamentos
Mostraban sus preñados pensamientos.


Siento fraguarse nuevas disensiones,
Moverse gran discordia y diferencia,
Hervir con ambición los corazones,
Brotar el odio antiguo y competencia,
Variär los designios y opiniones,
Sin manera ó señal de convenencia,
Fundando cada cual su desvarío
En la fuerza del brazo y albedrío.


Entrados, como digo, en el consejo
Los caciques y nobles congregados,
Todos con sus insignias y aparejo,
Según su antigua preeminencia armados,
Colocolo, sagaz y cauto viejo,
Viéndolos en los rostros demudados,
Aunque aguardaba á la sazón postrera,
Adelantó la voz desta manera…


Pero si no os cansais, señor, primero
Que os diga lo que dijo Colocolo,
Tomar otro camino largo quiero
Y volver el designio á nuestro polo;
Que, aunque á deciros mucho me profiero,
El sujeto que tomo basta sólo
A levantar mi baja voz cansada,
De materia hasta aquí necesitada.


Mas, si me dais licencia, yo querría
(Para que más á tiempo esto refiera)
Alcanzar, si pudiese, á don García,
Aunque es diversa y larga la carrera:
El cual en el turbado reino había
Reformado los pueblos, de manera
Que puso con solícito cuidado
La justicia y gobierno en buen estado.


Pasó de Villarrica el fértil llano,
Que tiene al sur el gran volcán vecino,
Fragua, (según afirman )de Vulcano,
Que regoldando fuego está contino;
De allí, volviendo por la diestra mano
Visitando la tierra, al cabo vino
Al ancho lago y gran desaguadero
Término de Valdivia y fin postrero.


Donde también llegué, que sus pisadas
Sin descansar un punto voy siguiendo
Y de las más ciudades convocadas
Iban gentes en número acudiendo
Pláticas en conquistas y jornadas;
Y así, el tumulto bélico creciendo,
En sordo son confuso ribombaba
Y el vecino contorno amedrentaba.


Que, arrebatado del ligero viento,
Y por la fama lejos esparcido,
Hirió el desapacible y duro acento
De los remotos indios el oído;
Los cuales, con turbado sentimiento,
Huyen del nuevo y fiero son temido,
Cual medrosas ovejas derramadas,
Del aullido del lobo amedrentadas.


Nunca el oscuro y tenebroso velo
De nubes congregadas de repente,
Ni presto rayo que, rasgando el cielo,
Baja tronando, envuelto en llama ardiente,
Ni terremoto, cuando tiembla el suelo,
Turba y atemoriza así la gente,
Como el horrible estruendo de la guerra
Turbó y amedrentó toda la tierra.


Quién, sin duda publica que ya entraban
Destruyendo ganados y comidas;
Quién, que la tierra y pueblos saqueaban,
Privando á los caciques de las vidas;
Quién, que á las nobles dueñas deshonraban
Y forzaban las hijas recogidas,
Haciendo otros insultos y maldades
Sin reservar lugar, sexo ni edades.


Crece el desorden, crece el desconcierto
Con cada cosa, que la fama aumenta,
Teniendo y afirmando por muy cierto
Cuanto el triste temor les representa;
Sólo el salvarse les parece incierto,
Y esto los atribula y atormenta;
Allá corren gritando, acá revuelven,
Todo lo creen y en nada se resuelven.


Mas luego que el temor desatinado,
Que la gente llevaba derramada,
Dejó en ella lugar desocupado
Por donde la razón hallase entrada,
El atónito pueblo reportado,
Su total perdición considerada,
Se junta á consultar en este medio
Las cosas importantes al remedio.


Hallóse en este vario ayuntamiento
Tunconabala, plático soldado,
Persona de valor y entendimiento,
En la araucana escuela dotrinado
Que por cierta quistión y acaecimiento
De su tierra y parientes desterrado,
Se redujo á doméstico ejercicio,
Huyendo el trato bélico y bullicio.


El cual, viendo en el pueblo diferente
El miedo grande y confusión que había,
Pues sin oír trompeta ni ver gente
Le espantaba su misma vocería;
En un lugar capaz y conveniente
Junta toda la noble compañía,
Sosegado el rumor y alteraciones,
Les comenzó á decir estas razones:


«Excusado es, amigos, que yo os diga
El peligroso punto en que nos vemos
Por esta gente pérfida enemiga,
Que ya cierto á las puertas la tenemos;
Pues el temor, que á todos nos fatiga,
Nos apremia y constriñe á que entreguemos
La libertad y casas al tirano,
Dándole entrada libre y paso llano.


«¿A qué osado muro ó antepecho,
A qué fuerza ó ciudad, á qué castillo
Os podeis retirar en este estrecho,
Que baste sola un hora á resistillo?
Si quereis hacer rostro y mostrar pecho,
Desnudos le ofrecemos al cuchillo,
Pues nos coge esta furia repentina
Sin armas, capitán ni diciplina.


«Que estos barbudos crueles y terribles,
Del bien universal usurpadores,
Son fuertes, poderosos, invencibles,
Y en todas sus empresas vencedores;
Arrojan rayos con estruendo horribles,
Pelean sobre animales corredores,
Grandes, bravos, feroces y alentados,
De sólo el pensamiento gobernados.


«Y pues contra sus armas y fiereza
Defensa no teneis de fuerza ó muro,
La industria ha de suplir nuestra flaqueza,
Y prevenir con fuerza al mal futuro:
Que, mostrando doméstica llaneza
Les podeis prometer paso seguro
Como á nación vecina y gente amiga,
Que la promesa en daño á nadie obliga.


«Haciendo, en este tiempo limitado,
Retirar con silencio y buena maña
La ropa, provisiones y ganado
Al último rincón de la montaña,
Dejando el alimento tan tasado,
Que vengan á entender que esta campaña
Es estéril, es seca y mal templada,
De gente pobre y mísera habitada.


«Porque estos insaciables avarientos,
Viendo la tierra pobre y poca presa,
Sin duda mudarán los pensamientos,
Dejando por inútil esta empresa,
Y la falta de gente y bastimentos
Los echará deste distrito apriesa,
Guiados por la breña y gran recuesto,
De do quizá no volverán tan presto.


«Teneis de Ancud el paso y estrecheza,
Cerrado de peñascos y jarales,
Por do quiso impedir naturaleza
El trato á los vecinos naturales,
Cuya espesura grande y aspereza
Aún no pueden romper los animales,
Y las aves alígeras del cielo
Sienten trabajo en el pasarle á vuelo.


«Llevados por aquí, sin duda creo
Que, viendo el alto monte peligroso,
Corregirán el ímpetu y deseo,
Volviendo atrás el paso presuroso,
Y si quieren buscar algún rodeo,
Desviarse de aquí será forzoso,
Dejando esta región por miserable,
Libre de su insolencia intolerable.


«Y aunque la libertad y vida mía
Sé que corre peligro en el viaje,
Con rústica y desnuda compañía
Salir quiero á encontrarlos al pasaje:
Y fingiendo ignorancia y alegría,
Vestido de grosero y pobre traje,
Ofrecerles en don una miseria,
Que arguya y dé á entender nuestra laceria.


«Quizá viendo el trabajo y poco fruto
Que se puede esperar de la pobreza,
La estéril tierra y mísero tributo,
El linaje de gente y rustiqueza,
Mudarán el intento resoluto,
Que es de buscar haciendas y riqueza,
Haciéndoles volver con maña y arte
Las armas y designios á otra parte».


No acabó su razón el indio, cuando
Se levantó un rumor entre la gente,
El parecer á voces aprobando,
Sin mostrarse ninguno diferente;
Y así, la ejecución apresurando
En lo ya consultado conveniente,
Corrieron al efeto, retirados
Los muebles, vituallas y ganados.


Ya el español con la presteza usada
Al último confín había venido
Dando remate á la postrer jornada
Del límite hasta allí constituido;
Y puesto el pie en la raya señalada,
El presuroso paso suspendido,
Dijo, si ya escucharlo no os enoja,
Lo que el canto dirá vuelta la hoja.

Canto XXXV

Entran los españoles en demanda de la nueva tierra. Sáleles al paso Tunconabala; persuádeles á que se vuelvan; pero viendo que no aprovecha, les ofrece una guía que los lleva por grandes despeñaderos, donde pasaron terribles trabajos.


¿Qué cerros hay que el interés no allana,
Y qué dificultad que no la rompa?
¿Qué pecho fiel, qué voluntad tan sana
Que éste no le inficione y la corrompa?
Destruye el trato de la vida humana,
No hay orden que no altere y la interrompa,
Ni estrecha entrada ni cerrada puerta
Que no la facilite y deje abierta.


Este de parentescos y hermandades
Desata el ñudo y vínculo más fuerte,
Vuelve en enemistad las amistades,
Y el grato amor en desamor convierte;
Inventor de desastres y maldades,
Tropelía á la razón, cambia la suerte,
Hace al hielo caliente, al fuego frío,
Y hará subir por una cuesta un río.


Así por mil peligros y derrotas,
Golfos profundos, mares no sulcados,
Hasta las partes últimas ignotas
Trujo sin descansar tantos soldados,
Y por vías estériles remotas,
Del interés incitador llevados,
Piensan escudriñar cuanto se encierra
En el círculo inmenso de la tierra.


Dije que don García había arribado
Con prática y lucida compañía
Al término de Chile señalado,
De do nadie jamás pasado había;
Y en medio de la raya el pie afirmado,
Que los dos nuevos mundos dividía,
Presente yo y atento á las señales,
Las palabras que dijo fueron tales:


«Nación, á cuyos pechos invencibles
No pudieron poner impedimentos,
Peligros y trabajos insufribles
Ni airados mares, ni contrarios vientos,
Ni otros mil contrapuestos imposibles,
Ni la fuerza de estrellas, ni elementos;
Que, rompiendo por todo habeis llegado
Al término del orbe limitado.


«Veis otro nuevo mundo, que encubierto
Los cielos hasta ahora le han tenido,
El difícil camino y paso abierto
A sólo vuestros brazos concedido;
Veis de tanto trabajo el premio cierto
Y cuanto os ha, Fortuna, prometido,
Que, siendo de tan grande empresa autores
Habeis de ser sin límite señores.


«Y la parlera Fama discurriendo
Hasta el extremo y término postrero,
Las antiguas hazañas refiriendo,
Pondrá esta vuestra en el lugar primero;
Pues, en dos largos mundos no cabiendo,
Venís á conquistar otro tercero,
Donde podrán mejor sin estrecharse
Vuestros ánimos grandes ensancharse.


«Y, pues, es la sazón tan oportuna
Y poco necesarias las razones,
No quiero detener vuestra Fortuna,
Ni gastar más el tiempo en oraciones;
¡Sus!, tomad posesión todos á una
Desas nuevas provincias y regiones,
Donde os tienen los hados á la entrada
Tanta gloria y riqueza aparejada».


Luego, pues, de tropel toda la gente
A la plática apenas detenida,
Pisó la nueva tierra libremente,
Jamás del extranjero pie batida;
Y con orden y paso diligente,
Por una angosta senda mal seguida,
En larga retahíla y ordenada
Dimos principio á la primer jornada.


Caminamos sin rastro algunos días
De sólo el tino por el Sol guiados,
Abriendo pasos y cerradas vías
Rematadas en riscos despeñados.
Las mentirosas fugitivas guías
Nos llevaron por partes engañados,
Que parecía imposible al más gigante
Poder volver atrás ni ir adelante.


Ya del móvil primero arrebatado
Contra su curso el Sol hacia el poniente
Al mundo cuatro vueltas había dado
Calentando del Pez la húmida frente,
Cuando, al bajar de un áspero collado
Vimos salir diez indios de repente
Por entre un arcabuco y breña espesa,
Desnudos, en montón, trotando apriesa.


Del aire, de la lluvia y Sol curtidos
Cubiertos de un espeso y largo vello,
Pañetes cortos de cordel ceñidos,
Altos de pecho y de fornido cuello,
La color y los ojos encendidos,
Las uñas sin cortar, largo el cabello,
Brutos campestres, rústicos salvajes
De fieras cataduras y visajes.


Venía un robusto viejo el delantero,
Al cual el medio cuerpo le cubría
Un roto manto de sayal grosero,
Que mísera pobreza prometía;
Este, pues, como dije allá, primero
Era Tunconabal, que pretendía
Mudar nuestros designios y opiniones
Con fingidos consejos y razones.


Fuimos luego sobre ellos, recelando
Ser gente de montaña fugitiva,
Mas ellos, nuestros pasos atajando,
Venían á más andar la cuesta arriba;
Y al pie de una alta peña reparando,
Por do un quebrado arroyo se derriba,
Todos nos aguardaron sin recelo,
Puestas sus flechas y arcos en el suelo.


Luego el anciano á voces y en extraña
Lengua de nuestro intérprete entendida,
Dijo: «¡Oh gente infeliz, á esta montaña
Por falso engaño y relación traída,
Do la serpiente y áspera alimaña
Apenas sustentar pueden la vida,
Y donde el hijo bárbaro nacido
Es de incultas raíces mantenido!


«¿Qué información siniestra, qué noticia
Incita así vuestro ánimo invencible?
¿Qué dañado consejo, ó qué malicia
Os ha facilitado lo imposible?
Frenad, aunque loable, esa codicia,
Que la empresa es difícil y terrible,
Y vais sin duda todos engañados,
A miserable muerte condenados.


«Que, cuando no encontréis gente de guerra
Que os ponga en el pasaje impedimento,
Hallaréis una sierra y otra sierra,
Y una espesura y otra, y otras ciento,
Tanto, que la aspereza de la tierra,
Por la falta de yerba y nutrimento
Y contagión del aire, no consiente
En su esterilidad cosa viviente.


«Y, aunque me veis en bruto transformado
A la silvestre vida reducido,
Sabed que ya en un tiempo fuí soldado
Y que también las armas he vestido;
Así que, por la ley que he profesado,
Viendo que va este ejército perdido,
La lástima me mueve á aconsejaros,
Que, sin pasar de aquí, queráis tornaros.


«Que estas yermas campañas y espesuras,
Hasta el frígido Sur continuadas,
Han de ser el remate y sepulturas
De todas vuestras prósperas jornadas;
Mirad destos salvajes las figuras,
De quien son (como fieras) habitadas,
Y el fruto que nos dan escasamente
Del cual os traigo un mísero presente».


En esto, de un fardel de ovas marinas,
A la manera de una red tejidas,
Sacó diversas frutas montesinas,
Duras, verdes, agrestes, desabridas,
Carne seca de fieras salvajinas
Y otras silvestres rústicas comidas:
Langosta al sol, curada, y lagartijas,
Con mil varias inmundas sabandijas.


Admirónos la forma y la extrañeza
De aquella gente bárbara notable,
La gran selvatiquez y rustiqueza,
El fiero aspecto y término intratable;
La espesura de montes y aspereza
Y el fruto de aquel suelo miserable,
Tierra yerma, desierta y despoblada,
De trato y vecindad tan apartada.


Preguntámosle allí, si prosiguiendo
La tierra era adelante montuosa;
Respondiónos el viejo sonriendo,
Ser más áspera, dura y más fragosa;
Y que así la montaña iba creciendo,
Que era imposible y temeraria cosa
Romper tanta maleza y espesura
Puesta allí por secreto de natura.


Pero visto nuestro ánimo ambicioso,
Que era de proseguir siempre adelante,
Y que el fingido aviso malicioso
A volvernos atrás no era bastante,
Con un afecto tierno y amoroso,
Mostrando en lo exterior triste semblante,
Puesto un rato á pensar, afirmó cierto
Haber cerca otro paso más abierto.


Que por la banda diestra del poniente,
Dejando el monte del siniestro lado,
Había un rastro, cursado antiguamente
De la nacida yerba ya borrado,
Por do podía pasar salva la gente,
Aunque era el trecho largo y despoblado,
Para lo cual el mismo nos daría
Una prática lengua y fida guía.


Fué de nosotros esto bien oído,
Que alguna gente estaba ya dudosa,
Y el donoso presente recebido,
También la recompensa fué donosa:
Un manto de algodón rojo teñido,
Y una poblada cola de raposa,
Quince cuentas de vidrio de colores,
Con doce cascabeles sonadores.


La dádiva, del viejo agradecida
Por ser joyas entre ellos estimadas,
Y la guía solícita venida
Con todas las más cosas aprestadas,
Pusimos en efeto la partida,
Siguiéndonos los indios dos jornadas,
Dando vuelta después por otra senda,
Dejándonos el indio en encomienda.


La cual nos iba siempre asegurando
Gran riqueza, ganado y poblaciones,
Los ánimos estrechos ensanchando
Con falsas y engañosas relaciones,
Diciendo: «Cuando Febo, volteando
Seis veces alumbrare estas regiones,
Os prometo, so pena de la vida
Henchir del apetito la medida».


No sabré encarecer nuestra altiveza,
Los ánimos briosos y lozanos,
La esperanza de bienes y riqueza,
Las vanas trazas y discursos vanos:
El cerro, el monte, el risco y la aspereza
Eran caminos fáciles y llanos,
Y el peligro y trabajo exorbitante
No osaban ya ponérsenos delante.


Íbamos sin cuidar de bastimentos
Por cumbres, valles hondos, cordilleras,
Fabricando en los llenos pensamientos,
Machinas levantadas y quimeras;
Así ufanos, alegres y contentos
Pasamos tres jornadas, las primeras,
Pero á la cuarta, al tramontar del día,
Se nos huyó la mentirosa guía.


El mal indicio, la sospecha cierta,
Los ánimos turbó más esforzados
Viendo la falsa trama descubierta
Y los trabajos ásperos doblados;
Mas, aunque sin camino y en desierta
Tierra, del gran peligro amenazados
Y la hambre y fatiga, todo junto
No pudo detenernos sólo un punto.


Pasamos adelante, descubriendo
Siempre más arcabucos y breñales,
La cerrada espesura y paso abriendo
Con hachas, con machetes y destrales;
Otros con pico y azadón rompiendo
Las peñas y arraigados matorrales,
Do el caballo hostigado y receloso
Afirmase seguro el pie medroso.


Nunca con tanto estorbo á los humanos
Quiso impedir el paso la natura
Y que así de los cielos soberanos
Los árboles midiesen el altura;
Ni ente tantos peñascos y pantanos
Mezcló tanta maleza y espesura,
Como en este camino defendido
De zarzas, breñas y árboles tejido.


También el cielo en contra conjurado
La escasa y turbia luz nos encubría
De espesas nubes lóbregas cerrado,
Volviendo en tenebrosa noche el día
Y de granizo y tempestad cargado,
Con tal furor el paso defendía,
Que era mayor del cielo ya la guerra
Que el trabajo y peligro de la tierra.


Unos presto socorro demandaban
En las hondas malezas sepultados;
Otros, «¡ayuda, ayuda!», voceaban
En húmidos pantanos atascados;
Otros iban trepando; otros rodaban
Los pies, manos y rostros desollados,
Oyendo aquí y allí voces en vano
Sin poderse ayudar ni dar la mano.


Era lástima oír los alaridos,
Ver los impedimentos y embarazos,
Los caballos sin ánimo caídos,
Destroncados los pies, rotos los brazos:
Nuestros sencillos débiles vestidos
Quedaban por las zarzas á pedazos,
Descalzos, desnudos, sólo armados,
En sangre, lodo y en sudor bañados.


Y demás del trabajo incomportable,
Faltando ya el refresco y bastimento,
La aquejadora hambre miserable
Las cuerdas apretaba del tormento,
Y el bien dudoso y daño indubitable
Desmayaba la fuerza y el aliento,
Cortando un dejativo sudor frío
De los cansados miembros todo el brío.


Pero luego también, considerando
La gloria que el trabajo aseguraba,
El corazón, los miembros reforzando
Cualquier dificultad menospreciaba;
Y los fuertes opuestos contrastando
Todo lo por venir facilitaba,
Que el valor más se muestra y se parece
Cuando la fuerza de contrarios crece.


Así, pues, nuestro ejército rompiendo,
De sólo la esperanza alimentado,
Pasaba á puros brazos descubriendo
El encubierto cielo deseado;
Ibanse ya las breñas destejiendo
Y el bosque de los árboles cerrado,
Desviando sus ramas intricadas
Nos daban paso y fáciles entradas.


Ya por aquella parte, ya por ésta
La entrada de la luz desocupando,
El yerto risco y empinada cuesta
Iban sus altas cumbres allanando;
La espesa y congelada niebla opuesta
El grueso vapor húmido exhalando,
Así se adelgazaba y esparcía
Que penetrar la vista ya podía.


Siete días perdidos anduvimos
Abriendo á hierro el impedido paso,
Que en todo aquel discurso no tuvimos
Do poder reclinar el cuerpo laso;
Al fin una mañana descubrimos
De Ancud el espacioso y fértil raso
Y, al pie del monte y áspera ladera,
Un extendido lago y gran ribera.


Era un ancho arcipiélago, poblado
De innumerables islas deleitosas,
Cruzando por el uno y otro lado
Góndolas y piraguas presurosas;
Marinero jamás desesperado
En medio de las olas fluctuosas
Con tanto gozo vió el vecino puerto
Como nosotros el camino abierto.


Luego, pues, en un tiempo arrodillados,
Llenos de nuevo gozo y de ternura
Dimos gracias á Dios, que así escapados
Nos vimos del peligro y desventura;
Y de tantas fatigas olvidados,
Siguiendo el buen suceso y la ventura,
Con esperanza y ánimo lozano,
Salimos presto al agradable llano.


El enfermo, el herido, el estropeado,
El cojo, el manco, el débil, el tullido,
El desnudo, el descalzo, el desgarrado,
El desmayado, el flaco, el deshambrido
Quedó sano, gallardo y alentado
De nuevo esfuerzo y de valor vestido,
Pareciéndole poco todo el suelo
Y fácil cosa conquistar el cielo.


Mas con todo este esfuerzo á la bajada
De la ribera, en parte montuosa,
Hallamos la frutilla coronada
Que produce la murta virtuosa,
Y aunque agreste, montes, no sazonada,
Fué á tan buena sazón y tan sabrosa,
Que el celeste maná y ollas de Egito
No movieran mejor nuestro apetito.


Cual banda de langostas enviadas
Por plaga á veces del linaje humano,
Que en las espigas fértiles granadas
Con un sordo rozar no dejan grano,
Así, pues, en cuadrillas derramadas,
Suelta la gente por el ancho llano,
Dejaba los murtales más copados,
De fruta, rama y hoja despojados.


A puñados la fruta unos comían,
De la hambre aquejados importuna,
Otros ramos y hojas engullían,
No aguardando á cogerla una por una;
Quien huye al repartir la compañía,
Buscando en lo escondido parte alguna
Donde comer la rama desgajada,
De las rapaces uñas escapada.


Como el montón de las gallinas, cuando
Salen al campo del corral cerrado,
Aquí y allí solícitas buscando
El trigo de la troj desperdiciado,
Que con los pies y picos escarbando
Halla alguna el regojo sepultado
Y alzándose con él, puesta en huída
Es de las otras luego perseguida,


Así aquel que arrebata buena parte,
Déste y de aquél, aquí y allí seguido,
Huyendo se retira luego en parte
Donde pueda comer más escondido;
Ninguno, si algo alcanza, lo reparte,
Que no era tiempo aquel de ser partido;
Ni allí la caridad, aunque la había,
Extenderse á los prójimos podía.


Estando con sabor desta manera
Gustando aquella rústica comida,
Llegó una corva góndola ligera
De doce largos remos impelida,
Que, zabordando recio en la ribera,
La chusma diestra y gente apercebida,
Saltaron luego en tierra sin recato
Con muestra de amistad y llano trato.


Mas si quereis saber quién es la gente
Y la causa de haber así arribado,
No puedo aquí decíroslo al presente
Que estoy del gran camino quebrantado;
Así, para sazón más conveniente,
Será bien que lo deje en este estado,
Porque pueda entretanto repararme
Y os dé menos fastidio el escucharme.

Canto XXXVI

Sale el cacique de la barca á tierra; ofrece á los españoles todo lo necesario para su viaje, y prosiguiendo ellos su derrota, les ataja el camino el desaguadero del archipiélago; atraviésale don Alonso en una piragua con diez soldados; vuelven al alojamiento, y de allí por otro camino á la ciudad Imperial. Embárcase don Alonso de Ercilla para España y recorre varias provincias de Europa; manda el rey don Felipe levantar gente para entrar en Portugal.


Quien muchas tierras ve, ve muchas cosas
Que las juzga por fábulas la gente,
Y tanto cuanto son maravillosas
El que menos las cuenta es más prudente;
Y aunque es bien que se callen las dudosas
Y no ponerme en riesgo así evidente,
Digo que la verdad hallé en el suelo,
Por más que afirmen que es subida al cielo.


Estaba retirada en esta parte,
De todas nuestras tierras excluida,
Que la falsa cautela, engaño y arte
Aún nunca habían hallado aquí acogida,
Pero, dejada esta materia aparte,
Volveré con la priesa prometida
A la barca de chusma y gente llena,
Que bogando embistió recio en la arena.


Donde un gracioso mozo bien dispuesto
Con hasta quince en número venía,
Crespo, de pelo negro y blanco gesto,
Que el principal de todos parecía,
El cual, con grave término modesto
Junta nuestra esparcida compañía,
Nos saludó cortés y alegremente,
Diciendo en lengua extraña lo siguiente:


«Hombres ó dioses rústicos, nacidos
En estos sacros bosques y montañas,
Por celeste influencia producidos
De sus cerradas y ásperas entrañas,
¿Por cual caso ó fortuna sois venidos
Por caminos y sendas tan extrañas
A nuestros pobres y últimos rincones,
Libres de confusión y alteraciones?


«Si vuestra pretensión y pensamiento
Es de buscar región más espaciosa,
Y en la prosecución de vuestro intento
Teneis necesidad de alguna cosa,
Toda comodidad y aviamiento
Con mano larga y voluntad graciosa,
Hallaréis francamente en el camino
Por todo el rededor circunvecino.


«Y si quereis morar en esta tierra,
Tierra donde moreis aquí os daremos;
Si os aplace y os agrada más la sierra,
Allá seguramente os llevaremos;
Si quereis amistad, si quereis guerra
Todo con ley igual os lo ofrecemos:
Escoged lo mejor, que á elección mía
La paz y la amistad escogería».


Mucho agradó la suerte, el garbo, el traje
Del gallardo mancebo floreciente,
El expedido término y lenguaje
Con que así nos habló bizarramente,
El franco ofrecimiento y hospedaje,
La buena traza y talle de la gente,
Blanca, dispuesta, en proporción fornida,
De manto y floja túnica vestida.


La cabeza cubierta y adornada
Con un capelo en punta rematado,
Pendiente atrás la punta y derribada,
A las ceñidas sienes ajustado
De fina lana de vellón rizada
Y el rizo de colores variado,
Que lozano y vistoso parecía,
Señal de ser el clima y tierra fría.


Las gracias le rendimos de la oferta
Y voluntad graciosa que mostraba,
Ofreciendo también la nuestra cierta,
Que á su provecho y bien se enderezaba;
Pero al fin, nuestra falta descubierta
Y lo mal que la hambre nos trataba,
Le pedimos refresco y vitualla
Debajo de promesa de pagalla.


Luego con voz y priesa diligente,
Vista la gran necesidad que había,
Mandó á su prevenida y pronta gente
Sacar cuanto en la góndola traía,
Repartiéndolo todo francamente
Por aquella hambrienta compañía,
Sin de nadie acetar sólo un cabello,
Ni aún querer recebir las gracias dello.


Esforzados así desta manera,
Y también esforzada la esperanza,
Se comenzó á marchar por la ribera,
Según nuestra costumbre, en ordenanza;
Y andada una gran legua, en la primera
Tierra que pareció cómoda estanza,
Cerca del agua, en reparado asiento
Hicimos el primer alojamiento.


No estaba nuestro campo aún asentado,
Ni puestas en lugar las demás cosas,
Cuando de aquella parte y deste lado,
Hendiendo por las aguas espumosas,
Cargadas de maíz, fruta, pescado
Arribaron piraguas presurosas,
Refrescando la gente desvalida
Sin rescate, sin cuenta ni medida.


La sincera bondad y la caricia
De la sencilla gente de estas tierras,
Daban bien á entender que la cudicia
Aún no había penetrado aquellas sierras;
Ni la maldad, el robo y la injusticia
(Alimento ordinario de las guerras)
Entrada en esta parte habían hallado,
Ni la ley natural inficionado.


Pero luego nosotros, destruyendo
Todo lo que tocamos de pasada,
Con la usada insolencia el paso abriendo
Les dimos lugar ancho y ancha entrada;
Y la antigua costumbre corrompiendo
De los nuevos insultos estragada,
Plantó aquí la cudicia su estandarte
Con más seguridad que en otra parte.


Pasada aquella noche, el día siguiente
La nueva por las islas extendida,
Llegaron dos caciques juntamente
A dar el parabién de la venida,
Con un largo y espléndido presente
De refrescos y cosas de comida
Y una lanuda oveja y dos vicuñas
Cazadas en la sierra á puras uñas.


Quedábanse suspensos y admirados
De ver hombres así no conocidos,
Blancos, rubios, espesos y barbados,
De lenguas diferentes y vestidos;
Miraban los caballos alentados
En medio de la furia corregidos
Y más los espantaba el fiero estruendo
Del tiro de la pólvora estupendo.


Llevábamos el rumbo al Sur derecho,
La torcida ribera costeando,
Siguiendo la derrota del Estrecho,
Por los grados la tierra demarcando;
Pero cuanto ganábamos de trecho
Iba el gran arcipiélago ensanchando,
Descubriendo á distancias desviadas
Islas en grande número pobladas.


Salían muchos caciques al camino
A vernos como á cosa milagrosa,
Pero ninguno tan escaso vino
Que no trujese en don alguna cosa:
Quién, el vaso capaz de nácar fino;
Quién, la piel del carnero vedijosa;
Quién, el arco y carcaj; quién, la bocina;
Quién, la pintada concha peregrina.


Yo, que fuí siempre amigo é inclinado
A inquirir y saber lo no sabido,
Que por tantos trabajos arrastrado
La fuerza de mi estrella me ha traído,
De alguna gente moza acompañado,
En una presta góndola metido,
Pasé á la principal isla cercana
Al parecer de tierra y gente llana.


Vi los indios, y casas fabricadas
De paredes humildes y techumbres,
Los árboles y plantas cultivadas,
Las frutas, las semillas y legumbres;
Noté dellos las cosas señaladas,
Los ritos, ceremonias y costumbres,
El trato y ejercicio que tenían
Y la ley y obediencia en que vivían.


Entré en otras dos islas, paseando
Sus pobladas y fértiles orillas,
Otras fuí torno á torno rodeando
Cercado de domésticas barquillas;
De quien me iba por puntos informando
De algunas nunca vistas maravillas,
Hasta que ya la noche y fresco viento
Me trujo á la ribera en salvamento.


Pues otro día que el campo caminaba,
Que de nuestro viaje fué el tercero,
Habiendo ya tres horas que marchaba,
Hallamos por remate y fin postrero,
Que el gran lago en el mar se desaguaba
Por un hondo y veloz desaguadero,
Que su corriente y ancha travesía
El paso por allí nos impedía.


Cayó una gran tristeza, un gran nublado
En el ánimo y rostro de la gente,
Viendo nuestro camino así atajado
Por el ancho raudal de la creciente;
Que los caballos de cabestro á nado
No pudieran romper la gran corriente,
Ni la angosta piragua era bastante
A comportar un peso semejante.


Y volver, pues atrás, visto el terrible
Trabajo intolerable y excesivo,
Tenían según razón por imposible
Poder llegar en salvo un hombre vivo;
Quedar allí era cosa incompatible,
Y temerario el ánimo y motivo
De proseguir el comenzado curso
Contra toda opinión y buen discurso.


Viendo nuestra congoja y agonía,
Un joven indio, al parecer ladino,
Alegre se ofreció que nos daría
Para volver otro mejor camino;
Fué excesiva en algunos la alegría,
Y así dar vuelta luego nos convino,
Que ya el rígido invierno á los australes
Comenzaba á enviar recias señales.


Mas yo, que mis designios verdaderos
Eran de ver el fin desta jornada,
Con hasta diez amigos compañeros,
Gente gallarda, brava y arriscada,
Reforzando una barca de remeros,
Pasé el gran brazo y agua arrebatada,
Llegando á zabordar hechos pedazos,
A puro remo y fuerza de los brazos.


Entramos en la tierra algo arenosa
Sin lengua y sin noticia, á la ventura,
Áspera al caminar y pedregosa,
A trechos ocupada de espesura;
Mas, visto que la empresa era dudosa
Y que pasar de allí sería locura,
Dimos la vuelta luego á la piragua,
Volviendo atravesar la furiosa agua,


Pero yo, por cumplir el apetito,
Que era poner el pie más adelante,
Fingiendo que marcaba aquel distrito,
Cosa al descubridor siempre importante,
Corrí una media milla, do un escrito
Quise dejar para señal bastante;
Y en el tronco que vi de más grandeza
Escribí con un cuchillo en la corteza:


«Aquí llegó, donde otro no ha llegado,
Don Alonso de Ercilla, que el primero,
En un pequeño barco deslastrado,
Con sólo diez pasó el desaguadero,
El año de cincuenta y ocho entrado
Sobre mil y quinientos, por febrero,
A las dos de la tarde, el postrer día,
Volviendo á la dejada compañía».


Llegado, pues, al campo, que aguardando
(Para partir) nuestra venida estaba,
Que el riguroso invierno comenzando
La desierta campaña amenazaba;
El indio amigo prático guiando,
La gente alegre el paso apresuraba,
Pareciendo el camino, aunque cerrado,
Fácil con la memoria del pasado.


Cumplió el bárbaro isleño la promesa,
Que siempre en su opinión estuvo fijo,
Y por una encubierta selva espesa
Nos sacó de la tierra como dijo.
Voy pasando por esto á toda priesa,
Huyendo cuanto puedo el ser prolijo,
Que, aunque lo fueron mucho los trabajos,
Es menester echar por los atajos.


A la Imperial llegamos, do hospedados
Fuimos de los vecinos generosos,
Y de varios manjares regalados
Hartamos los estómagos golosos.
Visto, pues, en el pueblo así ayuntados
Tantos gallardos jóvenes briosos,
Se concertó una justa y desafío,
Donde mostrase cada cual su brío.


Turbó la fiesta un caso no pensado,
Y la celeridad del juez fué tanta
Que estuve en el tapete ya entregado
Al agudo cuchillo la garganta;
El inorme delito exagerado
La voz y fama pública le canta,
Que fué sólo poner mano á la espada,
Nunca sin gran razón desenvainada.


Este acontecimiento, este suceso
Fué forzosa ocasión de mi destierro,
Teniéndome después, gran tiempo preso,
Por remendar con este el primer yerro;
Mas, aunque así agraviado, no por eso
(Armado de paciencia y duro hierro)
Falté en alguna acción y correría,
Sirviendo en la frontera noche y día.


Hubo allí escaramuzas sanguinosas,
Ordinarios rebatos y emboscadas,
Encuentros y refriegas peligrosas,
Asaltos y batallas aplazadas,
Raras estratagemas engañosas,
Astucias y cautelas nunca usadas,
Que, aunque fueron en parte de provecho,
Algunas nos pusieron en estrecho.


Mas, después del asalto y gran batalla
De la albarrada de Quipeo, temida,
Donde fué destrozada tanta malla
Y tanta sangre bárbara vertida;
Fortificado el sitio y la muralla,
Aceleré mi súbita partida,
Que el agravio, más fresco cada día,
Me estimulaba siempre y me roía.


Y en un grueso barcón, bajel de trato,
Que velas altas de partida estaba,
Salí de aquella tierra y reino ingrato,
Que tanto afán y sangre me costaba;
Y sin contraste alguno ni rebato
Con el austro que en popa nos soplaba,
Costa á costa y á veces engolfado
Llegué al Callao de Lima celebrado.


Estuve allí hasta tanto que la entrada
Por el gran Marañón hizo la gente,
Donde Lope de Aguirre en la jornada,
Más que Nerón y Herodes inclemente,
Pasó tantos amigos por la espada
Y á la querida hija juntamente,
No por otra razón y causa alguna,
Mas de para morir juntos á una.


Y, aunque más de dos mil millas había
De camino, por partes despoblado,
Luego de allí por mar tomé la vía,
A más larga carrera acostumbrado;
Y á Panamá llegué, do el mismo día
La nueva por el aire había llegado
Del desbarate y muerte del tirano,
Saliendo mi trabajo y priesa en vano.


Estuve en tierra firme detenido
Por una enfermedad larga y extraña;
Mas, luego que me vi convalecido,
Tocando en las Terceras, vine á España,
Donde no mucho tiempo detenido
Corrí la Francia, Italia y Alemana,
A Silesia y Moravia hasta Posonia,
Ciudad sobre el Danubio, de Panonia.


Pasé y volví á pasar estas regiones,
Y otras y otras por ásperos caminos,
Traté y comuniqué varias naciones,
Viendo cosas y casos peregrinos;
Diferentes y extrañas condiciones,
Animales terrestres y marinos,
Tierras jamás del cielo rociadas,
Y otras á eterna lluvia condenadas.


¿Cómo me he divertido y voy apriesa
Del camino primero desviado?
¿Por qué así me olvidé de la promesa
Y discurso de Arauco comenzado?
Quiero volver á la dejada empresa,
Si no teneis el gusto ya estragado;
Mas, yo procuraré deciros cosas
Que valga por disculpa el ser gustosas.


Volveré á la consulta comenzada
De aquellos capitales señalados,
Que, en la parte que dije diputada,
Estaban diferentes y encontrados;
Contaré la elección tan porfiada,
Y cómo al fin quedaron conformados,
Los asaltos, encuentros y batallas,
Que es menester lugar para contallas…


¿Qué hago, en qué me ocupo, fatigando
La trabajada mente y los sentidos,
Por las regiones últimas buscando
Guerras de ignotos indios escondidos;
Y voy aquí en las armas tropezando,
Sintiendo retumbar en los oídos
Un áspero rumor y son de guerra
Y abrasarse en furor toda la tierra?


Veo toda la España alborotada,
Envuelta entre sus armas vitoriosas,
Y la inquïeta Francia ocasionada
Descoger sus banderas sospechosas;
En la Italia y Germania desviada
Siento tocar las cajas sonorosas,
Allegándose en todas las naciones
Gentes, pertrechos, armas, municiones.


Para decir tan grande movimiento
Y el estrépito bélico y ruïdo
Es menester esfuerzo y nuevo aliento,
Y ser de vos, Señor, favorecido:
Mas, ya que el temerario atrevimiento
En este grande golfo me ha metido,
Ayudado de vos, espero cierto
Llegar con mi cansada nave al puerto.


Que si mi estilo humilde y compostura
Me suspende la voz amedrentada,
La materia promete y me asegura
Que con grata atención será escuchada:
Y, entre tanto, señor, será cordura,
Pues he de comenzar tan gran jornada,
Recoger el espíritu inquiëto,
Hasta que saque fuerzas del sujeto.

Canto XXXVII

En este último canto se trata cómo la guerra es de derecho de las gentes, y se declara el que el rey don Felipe tuvo al reino de Portugal, juntamente con los requerimientos que hizo á los portugueses para justificar más sus armas.


Canto el furor del pueblo castellano
Con ira justa y pretensión movido
Y el derecho del reino lusitano
A las sangrientas armas remitido:
La paz, la unión, el vínculo cristiano,
En rabiosa discordia convertido,
Las lanzas de una parte y otra airadas
A los parientes pechos arrojadas.


La guerra fué del cielo derivada
Y en el linaje humano transferida,
Cuando fué por la fruta reservada
Nuestra naturaleza corrompida;
Por la guerra la paz es conservada
Y la insolencia humana reprimida;
Por ella á veces Dios el mundo aflige,
Le castiga, le emienda y le corrige.


Por ella á los rebeldes insolentes
Oprime la soberbia y los inclina,
Desbarata y derriba á los potentes,
Y la ambición sin término termina;
La guerra es de derecho de las gentes
Y el orden militar y diciplina
Conserva la república y sostiene
Y las leyes políticas mantiene.


Pero será la guerra injusta luego
Que del fin de la paz se desviare,
Ó cuando por venganza ó furor ciego,
Ó fin particular se comenzare;
Pues ha de ser, si es público el sosiego,
Pública la razón que le turbare:
No puede un miembro solo en ningún modo
Romper la paz y unión del cuerpo todo.


Que así como tenemos profesada
Una hermandad en Dios y ayuntamiento,
Tanto del mismo Cristo encomendada
En el último eterno Testamento,
No puede ser de alguno desatada
Esta paz general y ligamiento,
Sino es por causa pública ó querella
Y autoridad del rey defensor della.


Entonces como un ángel sin pecado,
Puesta en la causa universal la mira,
Puede tomar las armas el soldado
Y en su enemigo ejecutar la ira;
Y cuando algún respeto ó fin privado
Le templa el brazo, encoge y le retira,
Demás de que en peligro pone el hecho,
Peca y ofende al público derecho.


Por donde en justa guerra permitida
Puede la airada vencedora gente
Herir, prender, matar en la rendida
Y hacer al libre esclavo y obediente;
Que el que es señor y dueño de la vida,
Lo es ya de la persona, y justamente
Hará lo que quisiere del vencido,
Que todo al vencedor le es concedido.


Y pues en todos tiempos y ocasiones
Por la causa común, sin cargo alguno,
En batallas formadas y escuadrones
Puede usar de las armas cada uno,
Por las mismas legítimas razones
Es lícito el combate de uno á uno,
A pie, á caballo, armado, desarmado,
Ora sea campo abierto, ora estacado.


En guerra justa es justo el desafío,
La autoridad del príncipe interpuesta,
Bajo de cuya mano y señorío
La ordenada república está puesta;
Mas, si por caso propio ó albedrío,
Se denuncia el combate y se protesta,
Ó sea provocador ó provocado,
Es ilícito, injusto y condenado.


Y los cristianos príncipes no deben
Favorecer jamás ni dar licencia
A condenadas armas, que se mueven
Por odio, por venganza ó competencia:
Ni decidan las causas, ni se prueben
Remitiendo á las fuerzas la sentencia,
Pues por razón oculta á veces veo
Que sale vencedor el que fué reo.


Y el juicio de las armas sanguinoso
Justa y derechamente se condena,
Pues vemos el incierto fin dudoso,
Según la Suma Providencia ordena,
Que el suceso, ora triste, ora dichoso,
No es quien hace la causa mala ó buena,
Ni jamás la justicia en cosa alguna
Está sujeta á caso ni á fortuna.


Digo también que obligación no tiene
De inquirir el soldado diligente
Si es lícita la guerra y si conviene
Ó si se mueve injusta ó justamente;
Que sólo al rey, que por razón le viene
La obediencia y servicio de su gente,
Como gobernador de la república,
Le toca examinar la causa pública.


Y pues del rey como cabeza pende
El peso de la guerra y grave carga;
Y cuanto daño y mal della depende,
Todo sobre sus hombros sólo carga;
Debe mucho mirar lo que pretende,
Y antes que dé al furor la rienda larga,
Justificar sus armas prevenidas,
No por codicia y ambición movidas.


Como Felipe en la ocasión presente,
Que, de precisa obligación forzado,
En favor de las leyes justamente
Las permitidas armas ha tomado,
No fundando el derecho en ser potente,
Ni de codicia de reinar llevado,
Pues se extiende su cetro y monarquía
Hasta donde remata el Sol su vía.


Mas de ambición desnudo y avaricia
Que á los sanos corrompe y inficiona,
Llamado del derecho y la justicia,
Contra el rebelde reino va en persona;
Y á despecho y pesar de la malicia
Que le niega y le impide la corona,
Quiere abrir y allanar con mano armada
A la razón la defendida entrada.


Y aunque con justa indignación movido,
Sus fuerzas y poder disimulando,
Detiene el brazo en alto suspendido,
El remedio de sangre dilatando;
Y con prudencia y ánimo sufrido,
Su espada y pretensión justificando,
Quebrantará después con aspereza
Del contumaz rebelde la dureza.


Oprimirá con fuerza y mano airada
La soberbia cerviz de los traidores,
Despedazando la pujante armada
De los galos piratas valedores;
Y con rigor y, furia disculpada,
Como hombres de la paz perturbadores,
Muerto Felipe Strozzi su caudillo,
Serán todos pasados á cuchillo.


No manchará esta sangre su clemencia,
Sangre de gente pérfida enemiga,
Que, si el delito es grave y la insolencia
Clemente es y piadoso el que castiga;
Perdonar la maldad es dar licencia
Para que luego otra mayor se siga,
Cruel es quien perdona á todos todo,
Como el que no perdona en ningún modo.


Que no está en perdonar el ser clemente
Si conviene el rigor y es importante,
Que el que ataja y castiga el mal presente,
Huye de ser cruel para adelante;
Quien la maldad no evita, la consiente
Y se puede llamar participante,
Y el que á los malos públicos perdona
La república estraga y inficiona.


No quiero yo decir que no es gran cosa
La clemencia, virtud inestimable,
Que el perdonar vitoria es gloriösa
Y en el más poderoso más loable:
Pero la paz común tan provechosa
No puede sin justicia ser durable,
Que el premio y el castigo á tiempo usados,
Sustentan las repúblicas y estados.


Y no todo el exceso y mal que hubiere
Se puede remediar, ni se castiga,
Que el tiempo á veces y ocasión requiere
Que todo no se apure ni se siga;
Príncipe que saberlo todo quiere,
Sepa que á perdonar mucho se obliga,
Que es medicina fuerte y rigurosa
Descarnar hasta el hueso cualquier cosa.


La clemencia á los mismos enemigos
Aplaca el odio y ánimo indignado,
Engendra devoción, produce amigos
Y atrae el amor del pueblo aficionado;
Que el continuo rigor en los castigos
Hace al príncipe odioso y desamado.
Oficio es propio y propio de los reyes
Embotar el cuchillo de las leyes.


Y se puede decir que no importara
Disimular los males ya pasados,
Si dello ánimo el malo no tomara
Para nuevos insultos y pecados;
El miedo del castigo es cosa clara
Que reprime los ánimos dañados
Y el ver al malhechor puesto en el palo
Corrige la maldad y emienda al malo.


Mas también el castigo no se haga
Como el indocto y crudo cirujano,
Que, siendo leve el mal, poca la llaga,
Mete los filos mucho por lo sano
Y con el enconoso hierro estraga
Lo que sanara sin tocar la mano:
Que no es buena la cura y experiencia,
Si es más recia y peor que la dolencia.


Quiérome declarar, que algún curioso
Dirá que aquí y allí me contradigo:
Virtud es castigar cuando es forzoso
Y necesario el público castigo;
Virtud es perdonar el poderoso
La ofensa del ingrato y enemigo
Cuando es particular, ó que se entienda
Que puede sin castigo haber emienda.


Voime de punto en punto divirtiendo
Y el tiempo es corto y la materia larga,
En lugar de aliviarme, recibiendo
En mis cansados hombros mayor carga;
Así, de aquí adelante resumiendo
Lo que menos importa y más me carga,
Quiero volver á Portugal la pluma,
Haciendo aquí un compendio y breve suma.


¿Qué es esto ¡oh lusitanos!, que engañados
Contraponéis el obstinado pecho
Y con armas y brazos condenados
Glorïosa las leyes y el derecho?
Que, ¿no mueve esos ánimos dañados
La paz común y público provecho,
El deudo, religión, naturaleza,
El poder de Felipe y la grandeza?


Mirad con qué largueza os ha ofrecido
Hacienda, libertades y exenciones,
No á término forzoso reducido,
Mas con formado campo y escuadrones;
Y casi murmurado, ha detenido
Las armas, convenciéndoos con razones,
Cual padre que reduce por clemencia
Al hijo inobediente á la obediencia.


¿Qué ciega pretensión, qué embaucamiento,
Qué pasión pertinaz desatinada
Saca así la razón tan de su asiento
Y tiene vuestra mente trastornada?
¡Qué una unida nación por sacramento
Y con la cruz de Cristo señalada,
Envuelta en crueles armas homicidas,
Dé en sus propias entrañas las heridas!


¡Y unas mismas divisas y banderas
Salgan de alojamientos diferentes,
Trayendo mil naciones extranjeras,
Que derramen la sangre de inocentes!
E introducen errores y maneras
De pegajosos vicios insolentes,
Dejando con su peste derramada
La católica España inficionada.


A Vos, Eterno Padre Soberano,
El favor necesario y gracia pido
Y os suplico queráis mover mi mano,
Pues en Vos y por Vos todo es movido,
Para que al portugués y al castellano
Dé justamente lo que le es debido,
Sin que me tuerza y saque de lo justo
Particular respeto ni otro gusto.


Y pues vos conoceis los corazones
Y el justo celo con que el mío se mueve,
Y en los buenos propósitos y acciones
El principio teneis y el fin se os debe,
Dadme espíritu igual, dadme razones
Con que informe mi pluma que se atreve
A emprender temeraria y arrojada
Con tan poco caudal tan gran jornada.


Queriendo Sebastián, rey lusitano,
Con ardor juvenil y movimiento
Romper el ancho término africano
Y oprimir el pagano atrevimiento,
Prometiéndole entrada y paso llano
Su altivo y levantado pensamiento,
Allegó de aquel reino brevemente
La riqueza, poder, la fuerza y gente.


Mas el rey don Felipe, que al sobrino
Vio moverse á la empresa tan ligero,
Al errado designio contravino
Con consejo de padre verdadero:
Y pensando apartarle del camino
Que iba á dar á tan gran despeñadero,
Hizo que en Guadalupe se juntasen
Para que allí sobre ello platicasen.


No bastaron razones suficientes,
Ni el ruego y persuasión del grave tío,
Ni una gran multitud de inconvenientes
Que pudieran volver atrás un río;
Ni el poner la cerviz de tantas gentes
Bajo de un sólo golpe al albedrío
De la inconstante y variable diosa,
De revolver el mundo deseosa.


Que el orgulloso mozo, prometiendo
Lo que el justo temor dificultaba,
Los prudentes discursos rebatiendo,
Todos los contrapuestos tropellaba;
Y tras la libre voluntad corriendo
Su muerte y perdición apresuraba;
Que no basta consejo ni advertencia
Contra el decreto y la fatal sentencia.


¿Quién cantará el suceso lamentable,
Aunque tenga la voz más expedida,
Y aquel sangriento fin tan miserable
De la jornada y gente mal regida,
La ruïna de un reino irreparable,
La fama antigua en sólo un día perdida,
Todo por voluntad de un mozo ardiente,
Movido sin razón por acidente?


Otro refiera el acïago día,
Que á los más tristes en miseria excede,
Que, aunque sangrienta está la pluma mía,
Correr por tantas lástimas no puede;
Quiero seguir la comenzada vía
Si el alto cielo aliento me concede,
Que ya de aquesta parte también siento
Armarse un gran nublado turbulento.


Después que el mozo rey voluntarioso,
El africano ejército asaltando,
En el ciego tumulto polvoroso
Murió en montón confuso peleando,
Y la Fortuna de un vaivén furioso
Derrocó cuatro reyes, ahogando
La fama y opinión de tanta gente,
Revolviendo las armas del poniente,


Fué luego en Portugal por rey jurado
Don Enrique, el hermano del abuelo,
Cardenal y presbítero ordenado,
Persona religiosa y de gran celo,
De años y enfermedades agravado,
Más que para este mundo, para el cielo,
Ofreciéndole el reino la Fortuna
Con poca vida y sucesión ninguna.


El gran Felipe, en lo íntimo sintiendo
Del reino y muerto rey la desventura,
Y del enfermo don Enrique viendo
La mucha edad y vida mal segura,
Como sobrino y sucesor, queriendo
Aclarar su derecho en coyuntura,
Que por la transversal propincua vía
A los reinos y títulos tenía,


Con celosa y loable providencia
Hizo juntar doctísimos varones
De grande cristiandad y suficiencia,
Desnudos de interese y pretensiones,
Que conforme á derecho y á conciencia,
No por torcidas vías y razones
Mirasen en el grado que él estaba,
Si el pretendido reino le tocaba.


Que doña Catalina, como parte,
Duquesa de Braganza, pretendía,
Por hija del infante don Duarte,
Que de derecho el reino le venía;
Y también don Antonio, de otra parte,
A la corona y cetro se oponía;
Mas, aunque del común favorecido,
Era por no legítimo excluido.


Y que, hecho el examen, cada uno
A tan arduo negocio conveniente,
Sin miramiento ni respeto alguno
Diesen sus pareceres libremente;
Porque en tiempo quiëto y oportuno,
Prevenido al mayor inconveniente,
Si el reino á la razón no se allanase,
Sus armas y poder justificase.


Todos los cuales claramente viendo
Que el transversal por ley y fuero llano
No representa al padre, sucediendo
El legítimo deudo más cercano,
El varón á la hembra prefiriendo
Y al de menos edad el más anciano,
Yendo la sucesión y precedencia
Por derecho de sangre y no de herencia.


Don Antonio excluido y apartado
Por ley humana y por razón divina,
Y el derecho igualmente examinado
De don Felipe y doña Catalina,
Decendientes del tronco en igual grado,
El sobrino de Enrique, ella sobrina,
El varón, ella hembra, él rey temido,
Mayor de edad y de mayor nacido.


Atento al fuero, á la costumbre, al hecho
Y otras muchas razones que juntaron,
Con recto, justo, igual y sano pecho,
Sin discrepar, conformes declararon
Ser don Felipe sucesor derecho,
Y el reino por la ley le adjudicaron,
Con tierras, mares, títulos y estados
Bajo de la corona conquistados.


Vista, pues, don Felipe su justicia
Por tan bastantes hombres declarada,
Sospechoso del odio y la malicia
De la plebeya gente libertada,
Y la intrínseca y vieja inimicicia
En los pechos de muchos arraigada,
Quiso tentar en estas novedades
El ánimo del pueblo y voluntades.


Y con piadoso celo, deseando
El bien del reino y público sosiego,
En la mente perpleja iba trazando
Cómo echar agua al encendido fuego,
Por todos los caminos procurando
Aquietar el común desasosiego,
Que ya con libertad, sin corregirse,
Comenzaba en el pueblo á descubrirse.


Para lo cual fué del luego elegido
Don Cristóbal de Mora, en quien había
Tantas y tales partes conocido,
Cuales el gran negocio requería,
De ilustre sangre, en Portugal nacido,
De quien como vasallo el Rey podría
Con ánimo seguro y esperanza
Hacer también la misma confianza.


Y enterarse del celo y sano intento
Tantas veces por él representado,
Entendiendo la fuerza y fundamento
De su causa y derecho declarado,
No traído por término violento,
Ni deseo de reinar desordenado;
Mas por rigor de la justicia pura,
Por ley, razón, por fuero y por natura.


Así que, esto por él reconocido,
Como de rey tan justo se esperaba,
Mirase el gran peligro en que metido
El patrio reino y cristiandad estaba,
Y tuviese por bien fuese servido
De sosegar la alteración que andaba,
Declarándole en forma conveniente
Por sucesor derecha y justamente.


Con que en el suelto pueblo cesaría
El tumulto y escándalos extraños,
Y su declaración atajaría
Grandes insultos y esperados daños;
Haciendo que en la forma que solía,
Para después de sus felices años,
El reino le jurase según fuero
Por legítimo príncipe heredero.


Hecha por don Cristóbal la embajada,
Y de Felipe la intención propuesta,
Tibiamente de Enrique fué escuchada,
Dando una ambigua y frívola respuesta,
Que, por más que le fué representada
La justicia del rey tan manifiesta,
Procuraba con causas excusarse,
Sin querella aclarar ni declararse.


Visto, pues, dilatar el cumplimiento
De negocio tan arduo é importante,
Por donde el popular atrevimiento
Iba (cobrando fuerzas) adelante,
Don Felipe envió con nuevo asiento,
Largo poder y comisión bastante
Para sacar resolución alguna
A don Pedro Girón, duque de Osuna.


Y al docto Guardïola juntamente,
Porque con más instancia y diligencia,
Vista de la tardanza el daño urgente,
Contra la paz común y convenencia
Diesen claro á entender cuán conveniente
Era en tan gran discordia y diferencia
Que el rey se declarase por decreto
Cortando á mil designios el sujeto.


Y porque cosa alguna no quedase
Por hacer, y tentar todos los vados,
Y la ciega pasión no perturbase
El sosiego y quietud de los estados,
Antes que el odio oculto reventase,
Dos eminentes hombres señalados
De los que en su Real Consejo había
Ultimamente á don Enrique envía.


Uno Rodrigo Vázquez, que en prudencia,
En rectitud, estudio y diciplina
Era de grande prueba y experiencia,
De claro juicio y singular dotrina:
El otro, de no menos suficiencia,
Famoso en letras, el doctor Molina,
Ambos varones raros, escogidos,
En gran figura y opinión tenidos.


Para que Enrique, dellos informado
Y de todas las dudas satisfecho,
A las cortes que ya se habían juntado
Informasen también de su derecho,
Y al pueblo contumaz y apasionado,
Puesto delante el general provecho,
Fueros y libertades prometiesen
Con que á su devoción le redujesen.


Y aunque entendiese el viejo rey prudente
Ser esto lo que á todos convenía,
Pues por la expresa ley derechamente
El reino á su sobrino le venía;
Con larga dilación impertinente
El negocio suspenso entretenía,
A fin que aquellos súbditos y estados
Fuesen con más ventaja aprovechados.


Pues como hubiese el tardo rey dudoso
El término y respuesta diferido,
Llegó aquel de la muerte presuroso,
Del Autor de la vida estatuido:
Por donde al sucesor le fué forzoso,
Viendo al rebelde pueblo endurecido,
Juntar contra sus fines y malicia
Las armas y el poder con la justicia.


Habiendo antes con todos procurado
Muchos medios de paz por él movidos,
Provocando al temoso y porfiado
Con dádivas, promesas y partidos;
Mas, el poblacho terco y obstinado,
No estimando los bienes ofrecidos,
La enemistad del todo descubierta
Al derecho y razón cerró la puerta.


¿Quién pudiera deciros tantas cosas
Como aquí se me van representando,
Tanto rumor de trompas sonorosas,
Tanto estandarte al viento tremolando,
Las prevenidas armas sanguinosas
Del portugués y castellano bando,
El aparato y máquinas de guerra,
Las batallas de mar y las de tierra?


Viéranse entre las armas y fiereza
Materias de derecho y de justicia,
Ejemplos de clemencia y de grandeza,
Proterva y contumaz enemicicia,
Liberal y magnánima largueza,
Que los sacos hinchó de la codicia,
Y otros matices vivos y colores
Que felices harán los escritores.


Canten de hoy más los que tuvieren vena
Y enriquezcan su verso numeroso,
Pues Felipe les da materia llena
Y un campo abierto, fértil y espacioso;
Que la ocasión dichosa y suerte buena
Vale más que el trabajo infrutuoso,
Trabajo infrutuoso como el mío,
Que siempre ha dado en seco y en vacío.


¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones
Hacia el helado norte atravesando
Y en las bajas antárticas regiones
El antípoda ignoto conquistando!
Climas pasé, mudé constelaciones,
Golfos innavegables navegando,
Extendiendo, Señor, vuestra corona
Hasta casi la austral frígida zona.


¿Qué jornadas también por mar y tierra
Habeis hecho que deje de seguiros,
A Italia, Augusta, á Flandes, á Inglaterra,
Cuando el reino por rey vino á pediros?
De allí el furioso estruendo de la guerra
Al Pirú me llevó por más serviros,
Do con suelto furor tantas espadas
Estaban contra vos desenvainadas.


Y el rebelde indiano castigado
Y el reino á la obediencia reducido,
Pasé al remoto Arauco, que alterado,
Había del cuello el yugo sacudido,
Y con prolija guerra sojuzgado
Y al odioso dominio sometido,
Seguí luego adelante las conquistas
De las últimas tierras nunca vistas.


Dejo por no cansaros y ser míos,
Los inmensos trabajos padecidos,
La sed, hambre, calores y los fríos,
La falta irremediable de vestidos,
Los montes que pasé, los grandes ríos,
Los yermos despoblados no rompidos,
Riesgos, peligros, trances y fortunas,
Que aún son para contadas importunas.


Ni digo cómo al fin, por acidente,
Del mozo capitán acelerado
Fui sacado á la plaza injustamente
A ser públicamente degollado,
Ni la larga prisión impertinente,
Do estuve tan sin culpa molestado,
Ni mil otras miserias de otra suerte
De comportar más gravees que la muerte.


Y aunque la voluntad nunca cansada
Está para serviros hoy más viva,
Desmaya la esperanza quebrantada
Viéndome proejar siempre agua arriba,
Y, al cabo de tan larga y gran jornada,
Hallo que mi cansado barco arriba
De la Fortuna adverso contrastado
Lejos del fin y puerto deseado.


Mas ya que de mi estrella la porfía
Me tenga así arrojado y abatido,
Verán al fin que por derecha vía
La carrera difícil he corrido;
Y aunque más inste la desdicha mía,
El premio está en haberle merecido
Y las honras consisten, no en tenerlas,
Sino en sólo arribar á merecerlas.


Que el disfavor cobarde, que me tiene
Arrinconado en la miseria suma,
Me suspende la mano y la detiene
Haciéndome que pare aquí la pluma;
Así, doy punto en esto, pues conviene
Para la grande innumerable suma
De vuestros hechos y altos pensamientos
Otro ingenio, otra voz y otros acentos.


Y pues del fin y término postrero
No puede andar muy lejos ya mi nave
Y el temido y dudoso paradero
El más sabio piloto no le sabe;
Considerando el corto plazo, quiero
Acabar de vivir, antes que acabe
El curso incierto de la incierta vida,
Tantos años errada y destraída.


Que, aunque esto haya tardado de mi parte
Y á reducirme á lo postrero aguarde.
Sé bien que en todo tiempo y toda parte
Para volverse á Dios jamás es tarde,
Que nunca su clemencia usó de arte;
Y así el gran pecador no se acobarde,
Pues tiene un Dios tan bueno, cuyo oficio
Es olvidar la ofensa y no el servicio.


Y yo que tan sin rienda al mundo he dado
El tiempo de mi vida más florido,
Y siempre por camino despeñado
Mis vanas esperanzas he seguido,
Visto ya el poco fruto que he sacado,
Y lo mucho que á Dios tengo ofendido,
Conociendo mi error, de aquí adelante
Será razón que llore y que no cante.


Publicado el 13 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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