Un Sueño

Amado Nervo


Cuento



Al lector

Este cuento debió llevar por título «Segismundo o la vida es sueño», pero luego elegí uno más breve, como para ser voceado en la Puerta del Sol por vendedores afanosos, entre el ajetreo y la balumba de todas las horas. «Un sueño», llamose, pues, a secas, y con tan simple designación llega a ti, amigo mío, a hablarte de cosas pretéritas que suelen tener un vago encanto…

Claro que no es un cuento histórico. Mi buena estrella me libre de presumir tal cosa, ahora que tanto abundan los eruditos y los sabios, a mí, que por gracia de Dios no seré erudito jamás, y que sabio… no he acertado a serlo nunca.

Es, sí, un cuento de «ambiente histórico», como diría un italiano. Lo que pasa en él, «pudo haber sido».

Si hay contradicciones, si hay inexactitudes y errores, si esto no se compadece con aquello, si lo de acá no concierta con lo de allá, perdónamelo, amigo, pensando que Lope de Figueroa no ha existido nunca; que todo fue un sueño, a ratos lógico, desmadejado y absurdo a ratos, y que, como dijo el gran ingenio, a quien fui a pedir un nombre para bautizar estas páginas, «los sueños… ¡sueños son!».

Amado Nervo

Capítulo 1. Lope de Figueroa, Platero

Cuando Su Majestad abrió los ojos, todavía presa de cierta indecisión crepuscular que al despertarse había experimentado otras veces, y que era como la ilusión de que flotaba entre dos vidas, entre dos mundos, advirtió que la fina y vertical hebra de luz que escapaba de las maderas de una ventana, era más pálida y más fina que de ordinario.

Su Majestad estaba de tal suerte familiarizada con aquella hebra de luz, que bien podía notar cosa tal. Por ella adivinaba a diario, sin necesidad de extender negligentemente la mano hacia la repetición que latía sobre la jaspeada malaquita de su mesa de noche, la hora exacta de la mañana, y aun el tiempo que hacía.

Todos los matices del tenue hilo de oro tenían para Su Majestad un lenguaje. Pero el de aquella mañana jamás lo había visto; se hubiera dicho que ni venía de la misma ventana, ni del mismo cielo, ni del mismo sol…

Mirando con más detenimiento, Su Majestad acabó por advertir que, en efecto, aquella no era la gran ventana de su alcoba.

¡Vaya si había diferencia!

Su humildad y tosco material saltaban a la vista. Su Majestad se incorporó a medias en el lecho, y apoyando la cabeza en la diestra púsose a examinar en el aposento, estrecho y lucido de blanco, en la media luz, a la cual iban acostumbrándose ya sus ojos, lo que le rodeaba.

Al pie del lecho, pequeño y bajo, había un taburete de pino, y sobre él, en desorden, algunas prendas de vestir. Una ropilla y un ropón de modesta tela, harto usada, unas calzas, una capa. Más allá, pegado al muro, un vargueño, cuyos cerrojos relucían redes, algunas estampas de santos y en un rincón una espada…

Su Majestad se frotó los párpados con vigor, y cada vez más confusa buscó maquinalmente la pera del timbre eléctrico, que caía casi sobre la almohada, aquella pera de ágata con botón de lapislázuli, que tantas veces oprimió entre sus dedos, y a cuya trémula vibración respondía siempre el discreto rumor de una puerta, que, al entreabrirse, dejaba ver, bajo las colgaduras, la cabeza empolvada de un gentilhombre de cámara.

Pero no había timbre alguno…

Su Majestad, sentada ya al borde del lecho, perdida absolutamente la moral, sintiendo algo así como una terrible desorientación de su espíritu, el derrumbamiento interior de toda su lógica, más aún, de su identidad, quedose abismada.

En esto, la puerta que Su Majestad, por invencible hábito, suponía que era una ventana que caía sobre la gran plaza de Enrique V, se entreabrió, y una figura de mujer, alta, esbelta, armoniosa, se recortó en la amplia zona de luz que limitaban las maderas.

—Lope —dijo con voz dulcísima de un timbre de plata—, ¿estás ya despierto?

Su Majestad —o mejor dicho Lope—, estupefacto, quiso balbucir algo; no pudo y quedose mirando, sin contestar, aquella aparición.

Era, a lo que podía verse, una mujer de veinte años, a lo sumo, de una admirable belleza. Sus ojos, obscuros y radiantes, iluminaban el óvalo ideal de un rostro de virgen, y sus cabellos, partidos por en medio y recogidos luego a ambos lados, formando un trenzado gracioso que aprisionaba la robusta mata, eran de un castaño obscuro magnífico. Vestía modestamente saya y justillo negros, y de los lóbulos de sus orejas, que apenas asomaban al ras de las bandas de pelo, pendían largos aretes de oro, en los cuales rojeaban vivos corales.

—¿Duermes, Lope? —preguntó aún la voz de plata—. Tarde es ya, más de las siete… Recuerda que mañana ha de estar acabada la custodia. El hermano Lorenzo nos ha dicho que en el convento la quieren para la fiesta de San Francisco, que es el jueves.

—¡Lope! —murmuró Su Majestad— ¡Lope, yo!… ¿Pero quién sois vos, señora?…

—¿Bromeas, Lope? —respondió la voz de plata—. ¿O no despiertas aún del todo?

Y acercándose con suavidad puso un beso de amor en la frente de Su Majestad, murmurándole al oído:

—¡Quién he de ser, sino tu Mencía, que tanto te quiere!

Lope se puso en pie, restregose aún los ojos, se palpó la cabeza, el cuello, el busto, puso sus manos sobre los hombros de la joven, y convencido de que aquello era objetivo, consistente, de que no se desvanecía como vano fantasma, se dejó caer de nuevo sobre el lecho, exclamando:

—¡Estoy loco!

—¿Por qué? —insinuó la voz de plata.

—¿Quién ha podido traerme aquí?… Yo soy el Rey…

—Cierto —dijo Mencía con tristeza—. ¡Lo has dicho tanto en sueños!…

—¡Cómo en sueños!

—¡Soñabas agitadamente! ¡Hablabas de cosas que no me era dado entender! ¡Dabas títulos! ¡Conferías dignidades!

—¡Yo!…

—Ibas de caza… Nunca, Lope, habías soñado tanto ni en voz tan alta… Por la mañana, tu dormir se volvió más tranquilo, y yo me marché a misa con ánimo de que reposaras aún hasta mi vuelta. Lope, mi Lope querido, ¿te vistes? Ya es tarde… ¡Has de acabar mañana la custodia!

* * *

¿Sería dado, al que esto escribe, expresar la sensación de costumbres, de familiaridad, de hábito, que iba rápidamente invadiendo el alma de Lope?

¡El pasmo se fue, se fue la estupefacción; quedaba un poco de asombro; lo sustituyó cierta sorpresa, un resabio de extrañeza, de desorientación; luego, nada, nada (tal es nuestra prodigiosa facultad de adaptación a las más extraordinarias circunstancias); nada que no fuera el sentimiento tranquilizador de la continuidad de una vida ya vivida que sólo había podido interrumpir por breves horas un ensueño que él había sido engañoso: el de rey!

¡Peregrino ensueño! Mientras se vestía, referíalo a grandes rasgos a la ideal mujer de los ojos luminosos y de la voz de plata:

«Yo era rey, un rey viejo de un país poderoso del Norte de Europa. Vivía en un gran palacio rodeado de parques. Mis distracciones eran la caza y los viajes por mar en un “yate”. Poseía también automóviles… ».

Y seguía su historia.

La celeste criatura movía la cabeza corroborando con signos afirmativos el relato de Lope, entre sorprendida y confusa:

—Sí, cierto —interrumpía a cada paso—, eso soñabas… , eso decías, esas palabras desconocidas pronunciabas…

Y añadía pensativa:

—¡Raras cosas se sueñan!

—Tú has tenido siempre letras, Lope —continuó después de una pausa—; no es extraño, pues, que dormido imaginases historias peregrinas…

—¡Bien dices, Mencía, raras cosas se sueñan!

—¡Raras cosas se sueñan, Lope!

Capítulo 2. Los sueños son así

En la pieza contigua había una gran mesa, sobre la cual, en medio de un desorden de herramientas, de crisoles, de barras metálicas diversas, de envoltorios con limaduras, y otros con piedras preciosas, se erguía una custodia de plata con relicario de oro.

Era la obra del platero Lope, para el convento.

No lejos de la mesa, un gran bastidor sobre toscos pies de madera enmarcaba, bien restirada, una tela de seda, bordada, en gran parte, con diversos motivos, también de oro y plata, siendo el principal un divino Pastor que llevaba al hombro, amoroso, a la oveja perdida. Era aquella labor, visiblemente destinada a un ornamento de iglesia, la obra de Mencía.

Mesa y bastidor estaban cerca de la única ventana de la habitación, a fin de recibir la luz que por ella entraba. En el lado opuesto, en el intervalo existente entre una puerta y el ángulo del muro, había un escritorio de modesta apariencia, como todo el mobiliario. Sobre él un rimero de libros, de piedad, de enseñanza o entretenimiento.

Entre los primeros, el Libro Espiritual del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, del Padre Juan de Ávila, y un libro de horas. Entre los segundos, el Diálogo de la dignidad del hombre, del maestro Hernán Pérez de Oliva, y el Diálogo de la Lengua, de don Juan Valdés. Entre los últimos, el Tractado de las tres grandes, conviene a saber: de la gran parlería, de la gran porfía y de la gran risa, del donoso Doctor don Francisco López de Villalobos; la Celestina, el Amadís, la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, y la Diana, de Jorge de Montemayor.

El resto del mobiliario constituíanlo algunos taburetes, un gran sillón de cuero y dos arcas; la una abierta, por más señas, y dejando ver una ropilla de tisú, un jubón y unas calzas de velludo negro, que probablemente pertenecían a la indumentaria dominguera de Lope.

Pero volvamos a la custodia.

Esta figuraba la fachada de una catedral gótica, de un gótico florido riquísimo en detalles. Tenía tres puertas, y el hueco de la del centro formaba el relicario.

El superior del convento, un teólogo largo y anguloso, de cara ojival, que había sugerido a Lope algunas de las esbeltas líneas de tal arquitectura, afirmaba —según Mencía dijo a su esposo— que aquello representaba o podía representar la ciudad de Sión, «¡donde no hay muerte ni llanto, ni clamor ni angustia, ni dolor ni culpa; a donde es saciado el hambriento, refrigerado el sediento, y se cumple todo deseo; la ciudad santa de Jerusalén, que es como un vidrio purísimo, cuyos fundamentos están adornados de piedras preciosas, que no necesita luz, porque la claridad de Dios la ilumina y su lucerna es el Cordero!»; y Mencía, espíritu apacible y cristalino, cuando esto escuchaba de los labios del religioso, sentía, según expresó a Lope, suaves transportes de piedad y algo como un íntimo deseo de entrar con su amado a esa custodia celeste, a ese tabernáculo ideal, a esa ciudad divina que estaría asentada sobre nubes, como Toledo sobre sus rocas, y cuyo interior debía asemejarse al de la Capilla de los Reyes de la Catedral, que era la obra religiosa de más magnificencia que ella había contemplado.

Faltaban por ajustar algunos topacios y amatistas, y por cincelar una torrecilla de oro.

Lope, con una pericia de la cual minuto a minuto iba sorprendiéndose menos, púsose a la obra, en tanto que Mencía bordaba en su gran bastidor con manos ágiles de reina antigua.

A medida que pasaban las horas, Lope sentíase más seguro, más orientado y sereno. Parecíale recordar el modesto e ignorado ayer, desde que tuvo uso de razón hasta que se enamoró de Mencía, desde que se casó con ella, hasta ahora en que trabajara su custodia para el convento.

Todos los eslabones de la cadena de sus días que momentos antes, sueltos y esparcidos quebrantaban su lógica y enredaban y confundían las perspectivas de su memoria, iban soldándose naturalmente y sin esfuerzo.

Sí, recordaba: Él no había sido nunca más que Lope, Lope de Figueroa, natural de Toledo. Su padre fue librero, y en la calle de los Libreros había nacido él. Gracias al comercio del autor de sus días, pudo leer bastante, mucho para la época. Hubiera seguido aquel comercio, pero temprano se sintió tentado por el arte divino de la orfebrería. Siempre que lo llevaban a la Catedral, a San Juan de los Reyes, a Santo Tomás, y, en sus pequeños viajes, a algunas de las grandes iglesias de España, caía en éxtasis ante las custodias, los copones, los relicarios. Se sabía de memoria los detalles de la mayor parte de estas obras maestras de metal que existían entonces en la Península, casi todas ellas en forma de quiméricas arquitecturas, en que la inspiración de los artistas no conocía límites para su vuelo. El nombre de los Arfé, esos magos oriundos de Alemania, era para él como el nombre de una divinidad. La custodia de Córdoba, ejecutada en 1513 por Enrique; la de Sahagún, la de Toledo, hecha en 1524 (única que Lope había podido contemplar), formaban para él como los tres resplandores de gloria de este hombre excepcional. La custodia de Santiago y la de Medina de Rioseco, ejecutadas por el hijo de Enrique, Antonio Arfé, en estilo plateresco, las había visto en dos reproducciones de yeso en un taller de Toledo, y lo cautivaban en extremo; y la amistad de Juan Arfé, que era su camarada y que a la sazón había ejecutado ya la custodia de Ávila (hecha en 1571) e iba a ejecutarla de Sevilla, que empezó en 1580, fecha alrededor de la cual gira este absurdo relato, le llenaba de orgullo. Aun estaban en el porvenir, la custodia del mismo, que fue después, en 1590, una de las joyas más preciadas de Valladolid, y la de Juan Benavente, cincelada en 1582 en el estilo del Renacimiento.

El nombre de Gregorio de Varona, que empezaba ya a ser célebre, era también de los que estaban siempre en sus labios; pero si profesaba el culto más ingenuo y fervoroso por todos estos grandes artistas, hay que convenir en que el de sus predilecciones era el abuelo Arfé, Enrique, y en que hubiera dado la mitad de su vida por ser el artífice de un fragmento siquiera de la gran custodia de plata (única que, como decimos, había podido contemplar, aunque por reproducciones o dibujos conocía las otras), que para el cardenal Ximénez ejecutó el artista, y que tantas veces vio esplender en medio del incienso, bajo las gigantescas naves de la catedral.

¡Sí, él fue siempre Lope de Figueroa, ahora estaba seguro de ello; Lope de Figueroa, de veintiséis años de edad; Lope de Figueroa, que se soñó rey! ¡Un rey viejo, de quién sabe qué reino fantástico, en quién sabe qué tiempos extraordinarios y peregrinos!

—Sin embargo, Mencía (insistió el platero al llegar a esta parte de sus pensamientos), jurara que no he soñado, sino que he visto, que he tocado aquello. ¡Aun no puedo desacostumbrarme del todo a no ser lo que fui… , lo que imaginé que fui; de tal suerte era claro y preciso lo que soñaba!

—¡Los sueños son así! —respondió Mencía apaciblemente, sin levantar los ojos de su bordado—. ¡Los sueños… son así! A mí me contristó mucho —siguió diciendo—, me hizo gran lástima verte en el lecho, sacudido por la ansiedad; quise despertarte, pero no lo logré; tan pesadamente dormías… Por fortuna, a poco desapareció el sobresalto… Ahora recuerdo que hablabas de un atentado contra un hijo que tenías, y pronunciabas palabras raras que nunca oí antes, y que infundían a todos miedo, terror y espanto. Decías… , decías: «¡Los anarquistas!».

—Sí, cierto —exclamó Lope, sintiendo subir de nuevo a su cerebro una ola de extrañeza—. Eran unos rebeldes…

—¿Como nuestros comuneros?

—Incomparablemente peores… ; fuera de toda ley… ¿Y después?

—Tu hijo el príncipe moría asesinado, y tú tristemente, tristemente, seguías reinando. Gustabas de cazar… , deja que haga memoria, e ibas a no sé dónde, en una máquina vertiginosa… , en la que has nombrado hace poco…

—En un automóvil, ya te lo he dicho.

—Eso es, algo así he escuchado, algo incomprensible.

—¿Sabes cómo era esa máquina?

—No podría imaginarlo.

—¡Oh, jurara que la he visto, que la he poseído, Mencía de mi alma! Era… ¿cómo te explicaría yo esto? Era como un coche que anduviese solo, merced a una mecánica que no acertarías a comprender. Volaba, Mencía, volaba… Y vivía yo, asimismo, entre muchedumbre de otras máquinas. Las había que almacenaban y repetían la voz del hombre; las había que, sin intermedio alguno, llevaban la palabra a distancias inmensas, y otras que lo hacían por ministerio de un hilo metálico; las había que reproducían las apariencias, aun las más fugitivas, de los objetos y de las personas, como lo hacen los pintores, solo que instantáneamente y de un modo mecánico; máquinas que escribían con sorprendente diligencia y nunca vista destreza, como no podrían hacerlo nuestros copistas, maguer sus abreviaturas, y con una claridad que en vano pretenderían emular nuestros calígrafos; máquinas que calculaban sin equivocarse jamás; máquinas que imprimían solas; máquinas que corrían vertiginosamente sobre dos bordes paralelos de acero… Yo habitaba una ciudad llena de estas máquinas y de industrias innumerables. Los hombres sabían mucho más que sabemos hoy, y eran mucho más libres… , pero no felices. Los metales que yo manejo con tanta fatiga y tan difícilmente trabajo, ellos los manejaban y trabajaban de modo que maravilla, y conocían además su esencia íntima, no a la manera de Avicena, de Arnaldo de Villanova o de Raimundo Lulio, que los tienen como engendrados por azogue y azufre, sino merced a las luces de una química más sabia; y habían descubierto otros nuevos, uno entre ellos que era acabado prodigio, porque en sí mismo llevaba una fuente de energía, de calor. Vestían las gentes de distinta manera que vestimos tú y yo, y vivían una vida agitada y afanosa; hablaban otro idioma. Y yo era rey, tenía ejércitos con armas de un alcance y de una precisión que apenas puedo comprender, y junto a las cuales nuestros arcabuces con sus pelotas, nuestras culebrinas de mayor alcance y nuestros cañones, serían cosas de niños. ¡Poseía flotas, no compuestas de galeras, galeazas y galeones, no construidas a la manera de nuestras naos, no movidas a remo o a vela, sino por la fuerza del vapor, del vapor de agua, Mencía, el cual escapaba de ellas en torbellinos negros!, y algunas se sumergían como los peces, y…

—Imaginaciones del Malo han podido ser esas, Lope, tramadas con ánimo de perturbarte, y ello me contrista, te lo repito. Mi madre leíame que a San Antonio Abad le aparecían en confusión, en el desierto, seres absurdos y artificios malignos, nunca vistos por nadie. Tú, Lope, como ya te he dicho, quizás por la influencia de los libros que con ahínco lees, siempre has soñado mucho, y nunca entendí que eso estuviera bien. Por otra parte, las cuartanas del año pasado te dejaron harto débil. ¡Tan recio fue el mal, que día ni noche podías sosegar!

Y abandonando su labor, la esbelta y delicada figura fue hacia su amado, cogiole suavemente de la diestra y le llevó a la ventana, añadiendo maternal y untuosa:

—¡Descansa un poco; la custodia estará hoy terminada! Son ya las diez. Desde las ocho trabajas. ¡Solacémonos mirando la gente que pasa!

Capítulo 3. Toledo

Aun con cierto resabio de duda, Lope se asomó a la ventana. Parecíale que ahí sí iba a quebrantarse el conjuro, a desvanecerse el encanto, y que en vez de la visión de una ciudad castellana tendría la de la espaciosa plaza de su palacio —la plaza de Enrique V—, limitada por suntuosas arquitecturas del Renacimiento, por luminosos alcázares de mármol, rodeados de terrazas amplísimas, y cortado en dos su inmenso cuadrilátero por el gran río de ondas verdes, a través del cual daban zancadas los puentes de piedra y de hierro, hormigueantes siempre de una atareada multitud.

Pero no fue así.

La ventana de su habitación, más alta que la mayoría de los muros opuestos, daba a una callejuela que, con otras vecinas, luego iba a desembocar en la plaza de Zocodover. Desde ella se abarcaba perfectamente el vasto espacio de esta plaza, con sus irregulares edificios y sus viejos soportales.

Una multitud, vestida de manera muy varia, pululaba en rededor de los puestos del mercado, que por ser martes, había. Quién compraba aves de todos géneros; quién tarros de miel; quién queso libreado; quién mazapanes, hojaldres, bizcotelas y rosquillas, con o sin azúcar; quién aceites, mantecas y frutas de Andalucía.

Casi todos los balcones estaban engalanados con colgaduras diversas.

Preguntó Lope la razón, y Mencía díjole que la corte se encontraba en la ciudad imperial desde hacía algunos días, y que iba con pompa a todas partes, pasando casi siempre por la plaza.

Lope recorrió con la mirada atónita el panorama. La urdimbre de callejuelas se enredaba a sus pies. Bordábanlas en su mayoría muros bajos, con muy pocas ventanas, y todas las arquitecturas se codeaban en el más heteróclito contubernio. Campanarios, miradores, ajimeces, burdos o airosos portales encancelados, ventanas góticas, postigos enrejados; sobre la sinagoga, la cruz; junto a la pesada torre medioeval, áspera y fuerte como la de un castillo roquero, el alado minarete bordado de encajes; junto a la severidad de un cornisamento romano, la gracia enredada y traviesa de un arabesco que canta los atributos de Allah; un sobrio y reciente pórtico del Cinquecento, junto a un arco mudéjar o a un pórtico plateresco.

Toledo, sentada sobre su arisco trono de rocas, vivía los últimos años de su apogeo. El rey Don Felipe había trasladado desde 1560 la corte a Madrid. Era esta última villa, denominada «la única corte», muy sucia y malsana, a pesar de tan pomposo nombre. Contaba a lo sumo treinta mil habitantes, y en mucho tiempo su población no aumentó por cierto de una manera sensible.

La metrópoli del mundo, porque lo fue en aquellos siglos que empezaron con Carlos V, cuando no hubo ocaso para el sol en los dominios españoles, lo único que, por lo pronto, ganó con el traslado de la corte a su recinto, fue la tala despiadada de sus hermosos bosques, testigos del dominio de los árabes y de los triunfos de Alfonso VI.

Desnudas quedaron las comarcas que habían ensilvecido los siglos, y Madrid en medio de un erial.

Las calles, estrechas y torcidas, estaban limitadas por casas de un solo piso, porque la Regalía de Aposentos obligaba a quienes construían casas más altas y espaciosas a alojar a la nobleza, y por tanto los propietarios se defendían construyendo las llamadas casas a la malicia.

Las moradas de los grandes casi no se distinguían de las demás sino por los torreones que ostentaban.

La amplitud de la villa apenas si excedía al viejo ensanche hecho por los árabes, y en su mayor parte las antiguas murallas estaban en pie o dejaban ver su anterior trazado, siguiendo un largo rodeo para llegar desde la calle o barranco de Segovia hasta el Alcázar.

En cambio era Madrid frecuentada por innumerables forasteros, y en su calle Mayor, siempre animada, y en sus muchas callejuelas, se codeaban los soldados que había mojado la lluvia pertinaz de Flandes, y los que había tostado el sol de Nueva España; los veteranos que habían peleado en San Quintín (y aun algunos, muy raros, que recordaban las hazañas del César en Túnez), y los aventureros que andaban en busca de cualquier empresa (entonces se intentaba la de Portugal) a fin de emplear en ella su coraje, su arcabuz y su inútil espada; los bravos a quienes fue dado ver con don Juan de Austria los apretados trances y la gloria de Lepanto, y los que, siguiendo las huellas de Pizarro, admiraron los portentos del Perú.

¡Cuántas veces, entre aquella turba de valientes o bravoneles, desencantado, triste, enfermo, recordando la libre vida de Italia, que amó tanto, pasearía también con su manquedad y su genio don Miguel de Cervantes Saavedra, hidalgo, soldado, escritor de entremeses, alcabalero, comisionista, miserable, hambriento… y semidiós!

* * *

Toledo, pues, como insinuábamos al principio, a pesar de su grandeza y hermosura iba a convertirse en breve, gracias a Madrid, en una ciudad muerta, en una ciudad museo, pero también, y por esto mismo, en la Roma española, a donde devotos y pensativos se encaminarían la Poesía, la Historia y el Arte a meditar sobre las pasadas grandezas.

Mas ahora, ¡qué bullicio y qué animación por dondequiera!

Las miradas de Lope discurrían de una a otra calleja, de uno a otro rincón, de uno a otro ángulo de la gran plaza, sorprendidas y embelesadas.

Aquí, caballero en una poderosa mula pasilarga, con gualdrapas de terciopelo carmesí, iba un clérigo copetudo, canónigo sin duda; acá, un chicuelo de caperuza verde jugaba en el arroyo; allá, una dueña, que bien pudiera llamarse doña Remilgos, acompañaba a una doncella de negro manto, hermosa como un éxtasis, que se dirigía a misa; más allá, un grupo de ministriles con sus instrumentos acudía a quién sabe qué fiesta, alborotando a más y mejor; acullá, una gran dama, en una hacanea torda que llevaba de la rienda un pajecillo flamenco vestido a la usanza de su país (y de los cuales había aún a la sazón muchos en Toledo), pasaba orgullosa a la sombra secular de los viejos muros, para salir a la riente plaza llena de bullicio… En otra parte, un caballero con ropilla y ropón de terciopelo azul salía del gran portal de un palacio, seguido de un escudero y de dos lebreles, y más lejos rodaba, desempedrando calles, un majestuoso y pesado coche, con muías uncidas de dos en dos.

Era incontable la multitud de tipos que desfilaban bajo aquel balcón tan vecino a los tejados, y Lope no se hartaba de verlos: junto al mendigo, la buscona; junto al arriero, el estudiante sopista que caminaba distraído con no sé qué mirajes de puchero; junto al lazarillo, el trajinante; junto a la dama, la moza de partido; junto al clérigo, el rufián, el cómico o el hijodalgo. Parecía aquella escena una novela de Cervantes puesta en movimiento.

De pronto, en medio de un gran estruendo de voces y gritos, de aclamaciones y ruidos entusiastas, desembocó en el Zocodover brillantísima comitiva de jinetes, formada toda de grandes señores castellanos, caballeros en ágiles y hermosos caballos engualdrapados con mucha riqueza.

Esta comitiva precedía a una litera rodeada por damas de la primera nobleza, a caballo también, y custodiada por elegantísimos pajes.

En la litera venía sin duda una princesa, cuando menos.

—La reina doña Ana, la cuarta mujer del Rey —cuchicheó al oído de Lope la dulce voz de Mencía—. Es una señora muy buena —añadió.

La comitiva perdiose pronto en la tortuosidad de una de las calles, y no quedó ya más que el remolino del pueblo, a quien el respeto había atado un punto los labios y que volvía a sus voces entusiastas, en confusión inextricable, mezcladas a los gritos de los mercaderes, que pregonaban las excelencias de sus artículos.

Capítulo 4. Una conversación

En esto Lope y Mencía oyeron pasos en la escalera, seguidos de algunos francos golpes a la puerta.

—Debe ser Gaetano —dijo Mencía.

Y fue a abrir.

Un joven como de la edad de Lope, alto, rubio, hermoso, entró riendo al taller.

—¡Lope mío! —exclamó con inflexión italiana, pero con articulación correctísima—. ¿Cómo estáis?

Y le besó en ambas mejillas. Luego, con un movimiento de cortesía lleno de distinción, que contrastaba acaso con la humildad de su traje, besó la larga, la afilada y pálida mano de Mencía.

Era Gaetano mozo muy regocijado y de mucho despejo; trabajaba con Domenikos Theotokopulos, con quien habla venido de Italia en 1576, cuando el Greco fue contratado en Roma para que decorase la iglesia de Santo Domingo el antiguo, y tenía aún en sus ojos todo el deslumbramiento de una adolecencia entusiasta, vivida en una tierra llena de las opulencias del Arte, frecuentando los grandes talleres, donde había conocido a los Veronés, a los Tintoretto, donde había visto pasar como un dios a Miguel Ángel, donde había tenido la honra de hablar con Tiziano Vecelli, amigo y maestro de Theotokopulos.

¡Tiziano! El inmenso artista había muerto en Venecia ese mismo 1576, de la peste, y a la edad de noventa y nueve años, y a Gaetano le había sido dado contemplarle, aún con el pincel en la maestra mano trémula, y honrado por artistas, por sabios y príncipes, al igual de un emperador.

Bastábale cerrarlos ojos para ver la nobilísima figura, el rostro oval, impregnado de cierta vaga tristeza, la nariz de perfecta curva, la sedosa barba blanca del maestro incomparable.

—Bellas historias de Italia sabéis, Gaetano —dijo Mencía—. Y es donoso para contarlas —añadió volviéndose a Lope—; muchos donaires sabe mezclar con ellas. ¿Venís aún a hablarnos del Tiziano, o de ese nuestro Greco de tan extravagante condición, y que tras enojarse con el cabildo de la catedral, no es bastante cortesano para contentar siempre al Rey nuestro señor?

—No es muy blando de carácter mi maestro; altivo se muestra siempre en demasía, y le he oído afirmar en muchas ocasiones que no hay precio para pagar sus cuadros, y que a él los ducados que gana, que son tantos, nadie se los escatima, porque todos los grandes saben lo que vale. Pero altivo era también su maestro Tiziano, al cual los propios reyes, como Francisco I, pedían con cierta humildad que les hiciese su retrato, y que fue honrado por el emperador Carlos V, señor del mundo, como lo ha sido por su hijo el rey Don Felipe. ¡Id al Alcázar de Madrid, id al Escorial y veréis en qué aprecio se tienen sus lienzos! La mayor parte de ellos fue mandada hacer por el Emperador y por el Rey con verdadero encarecimiento. Y a fe que razón han tenido en ufanarse de sus cuadros. Pues, ¿quién hubiera pintado como él a la hermosa emperatriz doña Isabel de Portugal? ¿Quién hubiera hecho con más riqueza y hermosura de color, con más brío, el retrato ecuestre del Emperador cuando su victoria en Mühlberg? ¿Quién le habría superado en la verdad de los retratos del Emperador y del Rey, en que el primero acaricia un mastín y el segundo muestra todos los caracteres de su temperamento; y quién hubiera ejecutado con más admirable suavidad el lienzo de Venus y Adonis, hecho especialmente para el rey Don Felipe, y cuya contemplación suele poner una sonrisa en esa faz que casi nunca se ilumina? Gaetano se enardecía más y más, advirtiendo el agrado con que Lope y Mencía le escuchaban.

—Sabed —agregó— que un príncipe tan artista y tan opulento como Alfonso de Este, no hallaba en su corte manera digna de agasajar al Tiziano, y sabed asimismo que el gran pontífice León X le amó y admiró al par de Buonarotti y de Rafael… ¡Y pensar que su primer maestro, Bellini, le predijo que no sería jamás sino un embadurnador cualquiera!… ¡Si él y Giorgione, que lo envidiaban, le hubiesen visto después, venerado por el mundo, glorificado por todos los grandes de la tierra!… ¡La gloria! —exclamó Gaetano a manera de síntesis—, ¡qué bella es la gloria! ¿Cuándo la alcanzaremos nosotros, Lope?… Porque yo creo en ella y la aguardo… Y vos, Mencía, ¿creéis en la gloria?

—¿Cómo no he de creer en la gloria si llevo el paraíso en el corazón? —respondió Mencía mirando tiernamente a Lope.

—Bien decís, Mencía: el amor, un amor como el vuestro, es la gloria más real y más pura. Acaso la prefiriera a la de mi maestro el Greco… en cuyo triunfo creo ciegamente.

—Decid, Gaetano —insinuó Lope lleno de curiosidad—, ¿podríais vos proporcionarme una oportunidad de conocer al Greco?

—Nada más fácil, amigo mío, pues que le veo a diario. Esta siesta, a las dos, he de hablarle, y ciertamente podríais acompañarme. Él os acogerá con extremada simplicidad.

—¿Adivináis —agregó el italiano después de una pausa— adonde irá Domenikos después, a las tres de la tarde precisamente y por cierto en mi compañía?

—No acierto…

—¡Pues a ver al Rey!

—¿Al Rey?

—Sí, señor, al Rey. Su Majestad no piensa más que en el ornato de El Escorial. ¿Sabéis que ha hecho a mi maestro numerosos encargos, entre ellos el cuadro del martirio de San Mauricio y sus compañeros, que Su Majestad desea vivamente, y que ha de colocar en el Monasterio con todos los honores… cuando el Greco quiera concluirlo, que no sé cuándo será? Su Majestad le ha enviado a recordar des le Madrid, en diversas ocasiones, este cuadro; ahora que está en Toledo le ha hecho llamar para hablarle de ello y quizás de otros trabajos.

—Decid, Gaetano, pues que vos iréis con el maestro al Alcázar, qué, ¿no me sería dado a mí también ver al Rey? No le conozco…

— ¡No le conocéis! ¡Per Baco! Y le habéis visto tantas veces…

Lope experimentó de nuevo la penosa confusión, el angustioso extravío que a veces le invadían el alma durante aquella visión de otros tiempos… ; pero reportándose luego, respondió:

—Le he visto siempre de lejos, le he distinguido apenas. En Madrid, cuando he encontrado su coche, las cortinillas estaban echadas.

—Sin embargo —intervino Mencía—, me contaste, Lope, que siendo niño, allá por el año de 1560, asististe en Toledo a la jura del príncipe don Carlos, que con muchísima pompa celebrose en la catedral.

—Claro —respondió Lope cada vez más confuso—; pero hace tantos años…

—¿Es cierto —siguió diciendo para disimular su turbación— lo que cuentan del rey?

—¡Tanto cuentan! —interrumpió Gaetano—. Referid vos, Lope, lo que sabéis.

—Cuentan —empezó éste— que a pesar de lo que se dice en contra, corteja mucho a las mujeres, y que frecuentemente se solaza en su compañía; cuentan que en Madrid, por las noches, recorre enmascarado las calles de la villa, no con ánimo pecaminoso, como lo hacía don Carlos, su hijo, quien paseaba disfrazado por los peores lugares, sino más bien para investigar muchas cosas que de otra suerte no conocería; cuentan que no es tan enérgico como se afirma: que personalmente sería incapaz de negar nada, y que por eso gusta de dar sus órdenes acierta distancia; cuentan que es tan orgulloso, que jamás sigue un consejo, a menos que no se le dé indirectamente, y él lo escuche como a furto de todos. Cuentan (y en esto no hay mal, sino bien), que a sus solas compone versos y tañe la vihuela, y aun se repite una glosa suya que dice:

Contentamiento, ¿do estás
que no te tiene ninguno?

Cuentan (y en esto sí hay mal), que es disimulado y rencoroso, y que harto lo probó con los rigores de que dio muestra con el dicho príncipe don Carlos, más inadvertido que perverso, y con sus crueldades en los Países Bajos (donde han acabado por llamarle «el demonio del Mediodía». Cuentan, aunque no lo creen sino los maldicientes, que alguna parte tuvo en la muerte de su hermano don Juan, cuya gloria y cuyas aspiraciones nunca vio con buenos ojos. Cuentan que…

—¿Y cómo no cuentan —interrumpió con cierto asomo de enfado Mencía— que es muy sabio, generoso y desprendido, como lo prueban las fundaciones del Archivo de Simancas, de El Escorial, de la Universidad y colegios de Douay en Flandes y de las escuelas de Lovayna, de que he oído hablar mucho y con harto elogio a los padres del convento?

Como no cuentan que es muy devoto del Santísimo Sacramento, que es muy sobrio, que habla poco, que tiene gran paciencia, aun cuando le molestan de sobra; que trabaja más que su salud lo permite; que es harto capaz para cualquier negocio; que gusta de la soledad y se santifica en ella; que, poseyéndolo todo, de todo se muestra desasido, hallando paz su espíritu en esta dejación de las cosas perecederas; que ama las artes, especialmente la arquitectura, y no cree que ejercerlas es propio de villanos, como lo piensan muchos señores, tan ignorantes que firman con una cruz y que no saben más que la ciencia del blasón y la de las armas. Como no dicen que es bondadoso y afable con los humildes, si duro y altivo con los grandes, y que, por último, si es cierto que se le ve tan taciturno y apartado, fuerza es pensar que lleva en el corazón profundísima herida: la que le hizo con su muerte su primera mujer, doña María de Portugal, que de Dios haya, de la que enviudó tan temprano, y que fue el único amor de su vida…

—Y habrá que decir también en su abono —exclamó Gaetano—, en primer lugar, que ama y admira a Tiziano Vecelli, el más grande de los pintores; en segundo lugar, que ha encomendado muchos cuadros al Greco, el más ilustre de los maestros que hay ahora en España, y en tercero, que ha protegido el estilo del Cinquecento, ese estilo frío, adusto, pero noble y majestuoso por sus proporciones, creado por Juan de Herrera, y que con mucho acierto sustituye a la prodigalidad de detalles ornamentales del Renacimiento español, y, sobre todo, a ese plateresco de Egas, Badajoz y Vallejo, que no me seduce, por cierto.

—Por todas estas cosas y por otras muchas —dijo Lope, a manera de conclusión—, quisiera ver al rey Don Felipe II.

—¡Y vive Cristo que, o poco he de valer yo en el ánimo de mi maestro Theotokopulos, o esta misma tarde, a las tres, iréis con nosotros al Alcázar!

—¿Me lo prometéis?

—Os lo prometo. Antes de las dos vendré a buscaros.

Y dicho esto, Gaetano se despidió graciosamente, y alegre y ágil bajó los escalones de dos en dos.

Capítulo 5. Domenikos Theotokopulos

A las dos, en efecto, y cuando Lope y Mencía habían concluido su sencilla pitanza, volvió Gaetano con ánimo de llevarse a Lope.

—No le retengáis mucho —dijo Mencía al italiano—. La tarde será calurosa; si volviese a tiempo, holgaría de pasear con él.

—Tarde obscurece ahora —respondió Gaetano—. A las cinco le tendréis de regreso.

Mencía despidió con tiernísima mirada a su esposo y fuese a continuar su bordado, mientras los dos jóvenes se alejaban cogidos del brazo.

Cuando llegaron a la casa del Greco, éste comía aún, en una gran pieza, donde en cierta confusión había telas y muebles de bella y rara apariencia. Veíanse por todas partes bocetos y dibujos, entre ellos algunos del Tiziano; bronces y mármoles mutilados, de Grecia y Roma; varios paisajes del Archipiélago, especialmente de la isla de Candía; copias en yeso de monumentos antiguos, entre ellas una admirable reducción de la Acrópolis; medallas, madejas talladas, etc.

El Greco y un caballero, principal a juzgar por el acicalamiento y belleza del traje, daban fin a suculenta comida, que cuatro músicos amenizaban, desde un ángulo de la vasta pieza, tañendo bien acordados instrumentos.

Era el pintor muy joven aún: de treinta y dos a treinta y cinco años representaba apenas, no obstante los asomos de calvicie, que habían despoblado ya y ensanchado su frente. Llevaba la barba no muy espesa y terminada en punta, la cual alargaba aún más su rostro, ya largo de suyo. Su nariz era de aguileño corte, aunque quizá un poco grande; sus ojos no muy brillantes ni expresivos, y sus orejas algo desproporcionadas. Hablaba en italiano a su amigo, con voz áspera y parecía referirle con animación una historia.

En el mismo idioma saludole Gaetano, añadiendo algunas palabras lisonjeras para presentarle a Lope, quien, un poco intimidado, se mantenía a cierta distancia.

—Sentaos, don Lope —dijo sin ceremonia alguna el Greco, en el peor español del mundo y con el más detestable de los acentos. Y señalando al caballero que con él comía, el cual representaba poco más o menos su edad, y que con una simple inclinación de cabeza había respondido al saludo de Lope y de Gaetano, agregó, dirigiéndose primero:

—Mirad bien a este caballero y decid si os place su retrato —Y le indicaba en un caballete cercano, un lienzo, empezado, como los otros, numerosos, que se veían por todas partes.

En él, el caballero aparecía de pie y de frente, con la mano izquierda, larga y espatulada, apoyándose sobre el pecho, separados el pulgar, el índice y el dedo meñique, y unidos los otros dos en esa elegante disposición tan cara a los viejos maestros. La barba, negra y puntiaguda también, caía con cierta austeridad sobre su gola blanca, y sus ojos tranquilos parecían ver, sin mirar, un punto lejano. Al lado izquierdo, abocetado aún, se percibía el puño de su acero.

—Admirable es el lienzo —exclamó sinceramente Lope.

—¿Os gusta, eh? Pues a vos también he de retrataros un día —respondió, visiblemente complacido, el pintor.

—¿Sabéis, Gaetano, que vuestro amigo tiene una fisonomía interesante? —agregó—. Mi maestro el gran Tiziano afirmaba que no se deben retratar sino aquellos rostros en los que la naturaleza ha impreso un especial carácter. No era él, ciertamente, un retratista complaciente, y aun los príncipes hubieron de insistir para que los pintase.

La acogida un poco brusca, pero llana y cordial del joven maestro, había quitado a Lope hasta la última brizna de su timidez característica en su nuevo estado.

Era grande su admiración por el Greco, que si no gozaba aún de la notoriedad que le dieron después en Toledo (quizá más que sus amigos, sus opositores, dispuestos siempre a hablar de su extravagante condición y manera), empezaba ya, sin embargo, a retratar a muchos hidalgos de Castilla, imprimiendo en todos estos trabajos su imborrable sello; y la idea de que él también merecería ser pintado por aquella mano maestra, le llenó de alegría.

La conversación se generalizó a poco y se volvió animada.

Theotokopulos habló de Italia; de su llegada a Toledo; de la impresión que esta ciudad admirable hizo en él; de cómo la había pintado y cómo la pintaría aún muchas veces; de sus desacuerdos con el Cabildo de la Catedral, que después de una tasación injusta, sólo le dio por uno de sus cuadros más trabajados, «tres mil e quinientos rreales»; del Rey, que no entendía ni gustaba sino a medias su arte, y que frecuentemente hacía que le fueran a la mano en sus cuadros, cosa que a él le irritaba más allá de toda ponderación; y, por último, de un gran lienzo que le habían encargado para la iglesia de Santo Tomás, esa vieja mezquita renovada en el siglo XIV por el Conde de Orgaz, y cuya graciosa y elegante torre mudéjar era la que más en Toledo le gustaba.

—¿Y qué cuadro será ese, maestro? —preguntó Lope.

—Será —respondió Domenikos—, el entierro del dicho Conde de Orgaz, que murió en 1323, y en el cual ha verse la aparición de San Esteban y San Agustín. Magna obra ha de ser, lo aseguro; de una ordenación y composición muy laboriosas. Toledo entera aparecerá en el lienzo, asentada en su trono de piedra, y haré de cada uno de los personajes que figuren en el cuadro un verdadero retrato.

—Vos —añadió dirigiéndose al caballero su comensal—, por de contado que figuraréis allí. Afortunadamente —siguió diciendo con ironía—, este cuadro no es para el rey Don Felipe, y así no le pondrá peros.

—A propósito, maestro —insinuó Gaetano—, Lope desearía acompañaros a ver al Rey, que tan pronto os recibirá. ¿Permitiréis que vaya conmigo?

—Vaya en buena hora —respondió el Greco—, si así le acomoda; que como en la antecámara real no pongan reparos, yo no he de ponerlos.

Capítulo 6. El Rey Don Felipe

El Greco y sus dos acompañantes vieron abrirse por fin una mampara, y fueron introducidos, de la antecámara donde esperaban hacía algunos minutos, y en la que había varios lujosos guardias de la Borgoñona y la Alemana, con algunos monteros de Espinosa, a una espaciosa cuadra tapizada toda ella de maravillosos tapices de

Flandes, y en la cual estaba el rey, de pie, al lado de ancha mesa que ostentaba gran cubierta de terciopelo con flecos y motas de oro, de las que por aquel tiempo se tejían y bordaban en Nápoles, y sobre la cual se veían muchos papeles en legajos o sueltos, un bello trozo de ónix verde de la Puebla de los Ángeles, semejante a los que se empleaban en algunas ornamentaciones de la iglesia de El Escorial, y un gran Cristo de marfil.

Detrás del rey había un sillón, en cuyo respaldo, entre rojos arabescos, se destacaba el águila imperial.

Vestía Don Felipe de negro, muy elegantemente, pero sin bordado alguno de oro o plata, ni más joya que el Toisón, pendiendo en la mitad del pecho de un collar esmaltado de oro, hecho de dobles eslabones unidos a pedernales, con la divisa: Ante ferit quam flamma micet. Era esta insignia, en efecto, la preferida del Rey. Antes de él, pertenecía el derecho de conferir la dignidad correspondiente al Capítulo de la Orden; pero Don Felipe abrogose el poder de concederla según su real beneplácito, aboliendo, por tanto, el artículo de los estatutos que había limitado siempre el número de los caballeros.

Era, según pudo ver Lope, de estatura mediana, esbelto aún a pesar de la edad, blanco y rubio. Llevaba recortada a la flamenca la barba, en la que con el oro radiaban ya algunas hebras de plata. Su mirada, clara y profundamente tranquila, no tenía expresión alguna.

Avanzaron los tres uno tras de otro, siendo Lope el último, e hincada la rodilla besaron la real mano, cubierta por guante de ámbar, y quedaron después a respetuosa distancia.

—Domenikos Theotokopulos —dijo el rey con voz glacial, pero sin el menor asomo de dureza al pintor, y sin mirarle a la cara—: deseo que pongáis más diligencia en los cuadros que se os han encomendado para El Escorial. Bien sabéis el empeño que he puesto en el ornato interior de las salas de los Capítulos, para que sean dignos de la grandeza de toda la obra.

—Y lo serán, ciertamente, señor —respondió el artista con su pésimo acento—; créame Vuestra Majestad que trabajo con empeño para servirla.

—Huélgome de ello —respondió Don Felipe—. ¿Habéis madurado ya el asunto de nuestro cuadro? De él, especialmente, quería hablaros. Debe ser este asunto, según sabéis, la negativa de San Mauricio, jefe de la legión cristiana de Tebas, a sacrificar a los falsos dioses. Quiero que sea cuadro de mucha piedad y edificación. Tened, pues, buen ánimo, y dadle pronto remate.

El Greco, que tenía sobre la conciencia su desvío para el cuadro, proveniente, ya de que el asunto no le gustaba, ya de que no se le permitía en él ejercitar toda la independencia de su pincel, había pretextado que le faltaban elementos para su obra. Así es que, ante la pregunta del rey, halló que venía a pelo la excusa, y respondió:

—Antes lo hubiera hecho, de tener lo necesario. Juan de Herrera os habrá dicho, señor…

—Sí; que os faltaban dineros y colores; de todo se os proveerá. Así lo he ordenado. El mismo Juan de Herrera, cuando vayáis a Madrid, os dará nuevos encargos.

—Todos los que Vuestra Majestad me haga por su conducto, serán ejecutados con celo. Hombre es Juan de Herrera que sabe hacerse entender y a quien yo tengo en gran estima.

—Gentilhombre de prendas es —dijo el Rey— tan sabio, como modesto y laborioso. Y estos jóvenes —añadió Don Felipe volviéndose afablemente hacia Gaetano y Lope—, ¿son vuestros discípulos?

—El uno, señor, lo es. Conmigo vino de Italia —respondió el Greco señalando a Gaetano—; el otro es platero de oficio, y hame dicho que trabaja una custodia para una iglesia de Toledo.

—Noble arte es el vuestro —dijo el monarca a Lope—, y en él tenéis predecesores ilustres. ¿Conocéis las custodias de Enrique Arfé? El emperador, mi señor y padre, teníalo en mucha estima.

Lope quiso responder, pero en aquel momento luchaban en su espíritu sensaciones y sentimientos muy encontrados. Del fondo de su ser subía algo como la convicción íntima de su personalidad anterior al sueño; también él era rey, rey descendiente de este monarca pálido, minucioso, devoto, displicente, mesurado y frío, cuya historia leyera tanto, y un choque de personalidades, de recuerdos confusos lo turbaba. No pudo hablar. El Rey, más afable aún, creyéndole intimidado, díjole:

—¡Sosegaos, sosegaos! —Y volviéndose al Greco— ¿Habéis visto últimamente El Escorial?

—Lo he visto, señor; notable es su severidad, así como la gallardía y hermosura de su iglesia. Herrera interpreta con suma pureza el Renacimiento. Es un artista sereno, sencillo y grande, y El Escorial digna obra suya y vuestra, señor.

—Pláceme lo que me decís, Domenikos Theotokopulos. Bien sabéis que yo he querido edificar un palacio para Dios… ¡y una choza para mí! —añadió sonriendo levemente, tras de lo cual los tres besaron la mano que el monarca les tendía, dando por terminada la audiencia.

Capítulo 7. Mirando caer la tarde

Gaetano acompañó a Lope hasta el portal de su casa, después de haber dejado los dos a Domenikos en la suya, y ahí se despidieron los amigos, aquél, siempre vivo y alegre; éste, un poco impresionado y confuso todavía.

Cuando Lope subió a su bohardilla, Mencía trabajaba aún en su bastidor. Por la ventana abierta entraba la viva luz de una tarde estival.

La incomparable criatura dejó su labor y fue al encuentro de su marido, riente y amorosa.

—La tarde no puede ser más bella —dijo—. ¿Iremos a pasear?

—Iremos —respondió encantado el orfebre; y calándose el modesto bonete de fieltro gris con pluma negra mientras ella se ponía el manto, descendieron la empinada escalera y pronto se encontraron en el Zocodover.

Varios vecinos le saludaron al paso.

—¡Dios acompañe a vuesas mercedes! —díjoles una vieja que tomaba el sol en un portalucho húmedo.

Numerosos mendigos rodeáronles, y con tan instantes súplicas los acosaron, que Lope puso en sus manos algunos maravedises.

Un poco más allá un grupo de gente los detuvo. Más de veinte bobos hacían círculo en derredor de dos perillanes que, con no muy pulidas razones, se denostaban.

Habían reñido porque el uno, que estuvo en la Nueva España y sirvió al marqués del Valle, hijo de Hernán Cortés, encontrándose en la taberna vecina, donde jugaban a las tablas, charlaban o cantaban acompañados de la vihuela algunos soldados, había menospreciado al otro, el cual pretendía haber estado con los tercios españoles en la guerra de Francia, a las órdenes del conde de Egmont, cuando, según el primero, nunca fue más que un rapavelas de cierta iglesia de Medina del Campo, donde él le había conocido.

—Si no mirara que sois viejo —decía el supuesto sacristán a su antagonista— os hundiría mi espada en el pecho, hasta los gavilanes.

—¡Si se creerá joven el sacristán! —contestaba con sorna el otro, que era un sesentón magro, barbicerrado, sucio y amarillo—; ¡si habrá pensado que mi pecho es tan blando como la cera de sus cirios! Vuélvase a la taberna a rascar la vihuela con la gente ruin y de poco precio a quien divierte, o vive Cristo que quedará más molido que alheña.

Lope y Mencía lograron, al fin, abrirse paso a través de los curiosos y siguieron su camino.

Entraron bajo el Arco de la Sangre, que por una escalinata los llevó, pasando por el Parador del Sevillano, a Santa Cruz. El admirable edificio, con su hermosa portada, su noble vestíbulo y su iglesia, detúvoles algunos minutos en su tranquilo y contemplativo vagar. Fueron después hasta la plaza del Alcázar, el cual se erguía severo y triste en la paz de la tarde asoleada, y en cuyas escaleras el César Carlos (que había mandado reedificarlo en los comienzos del siglo XVI), según sus propias palabras, se sentía emperador.

En el gran patio, rodeado de su doble columnata corintia, advirtieron gran bullicio de pajes, escuderos y soldados, y en la plaza, y en el espacio comprendido entre el edificio y Santiago de los Caballeros, vieron mucha gente baldía que aguardaba la salida de algún personaje palatino, divirtiéndose con el trajín y balumba de servidores y militares.

Fueron después hasta la puerta de Alcántara, pasaron el puente, donde se detuvieron un punto, pensativos, viendo correr la turbia linfa del Tajo, y ascendieron suavemente por la colina en que se asentaba, hosco y sombrío, el castillo de San Servando.

Ahí, sobre unas motas de césped, sentáronse a la sombra de los altos muros. La gran Toledo extendíase frente a ellos con toda su majestad imperial, radiando al sol la cruda viveza de sus varios colores, recortando en el divino azul su orgullosa silueta almenada y erizada de torres, entre las cuales se definía, precisa y soberbia, la mole del Alcázar.

San Servando, acariciado por el sol, era imponente sobre toda ponderación. Del carácter guerrero religioso que desde la reconquista de Toledo por Alfonso VI, en 1085, había adquirido la fortaleza, y que había mostrado por espacio de algunos siglos, hasta principios del decimocuarto, en que los templarios la abandonaron, apenas si quedaban vestigios. El castillo, restaurado en la época de las terribles luchas entre Don Pedro I y Don Enrique de Trastámara, ahora estaba de nuevo en ruinas, pero mostrando aún cierta dignidad medioeval en sus torres imperiosas.

Lope y Mencía contemplaron algunos instantes los descalabrados muros, y volvieron luego los ojos hacia la hermosa perspectiva cercana.

A sus pies corría el Tajo en su lecho de rocas, ciñendo casi por completo con sus brazos fluidos a la ciudad, como a una amada. Más allá, al otro lado del arrabal de Antequeruela, se adivinaba la Vega apacible y florida.

El cielo era de una incontaminada pureza. Una suave frescura primaveral llegaba de los campos, de las peñas, del río.

Mencía apoyó su cabeza en el hombro de Lope. Pasole éste el brazo por el talle, y enamorados, mudos, felices, quedáronse contemplando el claro cristal de la tarde, la mansedumbre melancólica del paisaje, y escuchando el vago y complejo rumor que venía de Toledo, un rumor que parecía hecho de las voces de los vivos y de las voces de los muertos; de los carpetanos que fundaron la ciudad; de los romanos que la conquistaron; de los visigodos que en ella se convirtieron a Cristo; de los moros que la habitaron cuatro siglos y la hicieron próspera; de los castellanos que trajeron a ella su fe acorazada de acero. La voz de los padres antiguos que ahí celebraban sus concilios y de los cardenales opulentos que se llamaban los Mendoza, los Tenorio, los Fonseca, los Ximenes, los Tavera, y que hicieron de aquellos peñascos diademados de almenas un imperio de arte y de pensamiento.

Y parecíale a Lope que dentro de él mismo se escuchaban también los rumores de todas las épocas; que en él gritaba la voz de los que se habían callado para siempre; que era él como una continuación viva de los muertos; que siempre había vivido, que viviría siempre, juntando en su existencia los hilos de muchas existencias invisibles de ayer, de hoy, de mañana.

Contempló a Mencía. Ésta había separado la cabeza de su hombro y, sentada sobre la hierba, con los ojos muy grandes, muy luminosos, fijos en los suyos, parecía seguir el camino de sus pensamientos.

Y a ella, pensó Lope al verla, que siempre la quiso. ¡Desde quién sabe qué recodos misteriosos del pasado venía este amor!

¡Era la criatura por excelencia, hecha como de una alquimia divina!

Era la compañera ideal, casta, apacible, con un poco de hermana en su abandono, con un poco de madre en su ternura.

Era el alma cuyo vuelo debía periódicamente en los tiempos cruzarse con el suyo, cuya órbita debía con la suya tener forzosamente intersecciones.

¡Para él habíala Dios hecho, tota pulchra; como los más claros cristales, clara; incorruptible como el oro e inocente como la rosa!

—¿Verdad que siempre me has amado? —le preguntó de pronto con indecible ímpetu, atrayendo su cabecita obscura y buscando ávidamente el regalo de sus labios.

—¡Siempre! —respondió con simplicidad la voz de plata—. ¡Siempre!

Capítulo 8. ¡No te duermas!

Empezaba a obscurecer, envaguecíanse ya los perfiles ásperos de las murallas y las rocas, y algunas estrellas punteaban el profundo azul.

Lope y Mencía levantáronse silenciosamente y, cogidos del brazo, echaron a andar hacia la ciudad, donde, en el laberinto de callejuelas, parecía enredarse ya, como una víbora negra, la noche.

Aquí y allí las estrechas y escasas ventanas se encendían; comenzaba a llamear el pálido aceite de las lámparas que ardían en innumerables nichos y hornacinas ante los Cristos, las vírgenes y los santos. A veces tropezaban con tal o cual litera precedida de pajes con hachones, que luego se perdía fantásticamente en el declive de un callejón. Tras las ventanas, sólidamente enrejadas, se adivinaban siluetas de mujeres pensativas…

Lope y Mencía caminaban lentamente.

Una gran tristeza caía sobre el alma de él, y un presentimiento poderoso decíale que ella también estaba triste.

Tristes los dos: ¿por qué?

Ella lo sintetizó más tarde en estas solas palabras: «¡Tengo miedo de que duermas!».

¡Ah, sí; él también tenía miedo de eso… !

A medida que llegaban las sombras, parecíale que todo: la ciudad, las gentes, su Mencía misma, tenían menos realidad… ¡Si iría el sueño a disolver aquello como a vano fantasma!

¡Si estaría aquello hecho de la misma sustancia de su ensueño!

¡Si al dormir perdería a su amada! ¡Qué desconsuelo, qué miedo, qué angustia!

Al fin subieron la empinada escalera, y ya en su bohardilla encendieron un velón. A su débil luz la custodia llameó vivamente. Allí estaba, enjoyada de amatistas y de topacios.

Su arquitectura de oro y plata se erguía misteriosa y santa… Representaba a la celeste Sión, «donde no hay muerte, ni llanto, ni clamor, ni angustia, ni dolor, ni culpa; adonde es saciado el hambriento, refrigerado el sediento y se cumple todo deseo; la ciudad mística de Jerusalén, que es como un vidrio purísimo, cuyos fundamentos están adornados de piedras preciosas; que no necesita luz, porque la claridad de Dios la ilumina, y su lucerna es el Cordero».

Mientras él quedaba contemplando aquella obra admirable de sus geniales manos de orfebre, Mencía fue a preparar la humilde cena, y volvió a poco con un trasto que humeaba levemente, despidiendo gratos olores.

—Berenjenas con queso, de que tanto gustas —dijo.

Cenaron en una esquina de la mesa, muy juntos y muy silenciosos, mirándose casi de continuo y sintiendo él que sobre la frugal pitanza querían caer sus lágrimas.

Tras unos cuantos bocados retiró Lope la escudilla con desgano, e impulsado por un incontenible ímpetu de ternura, ciñó suavemente a Mencía por el talle, llevola hacia la ventana, arrellanose allí en un viejo sitial de cuero, hízola a su vez sentarse sobre sus rodillas y empezó a acariciarla castamente, pasándole la diestra, temblorosa, como para bendecirla, sobre los negros y abundantes cabellos.

Ella quedósele mirando con una indecible expresión de amor y de angustia.

Un vago entorpecimiento parecía ya amagar a Lope.

¡Qué bien estaba allí! Por la ventana entraban los hálitos primaverales y la luz de las estrellas. Toledo empezaba a dormir; íbanse apagando todos aquellos rumores de los que Lope había creído discernir la voz de los vivos, mezclada con la voz de los muertos… Amaba con todas las fuerzas de su corazón, era amado serenamente por aquella santa y luminosa criatura… ¡Qué íntima sensación de seguridad y de paz lo invadía… ! ¡Qué bueno era apoyar su cabeza entorpecida en la blanda y palpitante almohada de aquellos senos y… dormir… dormir… !

—¡No, no! —exclamó Mencía, como si hubiese seguido los pensamientos de Lope— ¡No te duermas! ¡No te duermas! ¡Lope mío, por Dios, no te duermas!

Lope hizo un esfuerzo y abrió aterrorizado, cuan grandes eran, los ojos, que comenzaban a cerrarse.

—¿Por qué, mi amor, por qué?… —interrogó.

—¡Porque me perderás, porque al despertar… ya no habrás de encontrarme!

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¡Luego tú no existes, luego esos ojos y esa boca, y esos cabellos y ese amor… no son más que un sueño!

—¡No son más que un sueño! —repitió Mencía fúnebremente.

—¡Pero, entonces —insinuó Lope con espanto—, tú… tú no vives ; tú, Mencía, la esposa de mi corazón, la elegida de mi alma, la única a quien siento que he amado… desde hace mucho, mucho, desde todos los siglos!, ¿no eras más que una sombra?

—¡Más que una sombra! —repitió fúnebremente la voz de plata.

Lope hizo un desesperado esfuerzo para contrarrestar el entorpecimiento implacable que volvía de plomo sus párpados, y manteniendo los ojos bien abiertos y oprimiendo con fuerza entre sus brazos a aquella amada de misterio, empezó a besarla desesperadamente, y entre besos y lágrimas decíale:

—¡No te has de ir, no! ¡No he de perderte!, ¡señora mía!, ¡dueña mía!, ¡amada mía!, ¡no te has de ir! ¡No he de cerrar los ojos, no he de sucumbir al sueño!… ¡No te arrancarán de mis brazos, ni te devorarán las tinieblas! ¡Habré de amarte siempre… despierto, en un día… sin fin… en un… perenne dí… a!

Y ella, con una voz a cada instante más vaga, como si viniera de más lejos, repetía moviendo tristemente la cabeza:

—No duermas, mi señor… no duermas… no… duer… mas.

¡Y los ojos de Lope se cerraban dulcemente, dulcemente, y las formas de Mencía íbanse desvaneciendo, desvaneciendo, desvaneciendo!

Capítulo 9. Su Majestad despierta

Cuando Su Majestad despertó, era ya muy tarde. La viva hebra vertical que fingía como una soldadura de luz entre las dos maderas de la ventana, de aquella ventana de siempre, decía asaz la hora a la habitual pericia de sus ojos, tan hechos a contemplarla.

Una angustia inmensa pesaba sobre el espíritu del monarca. De sus apagadas pupilas habían rodado en sueños lágrimas que humedecían aún la blancura de su barba.

Alargó la flaca diestra hacia el timbre eléctrico y lo oprimió con fuerza.

Aun no se extinguía la trémula vibración a lo lejos, cuando una puerta se entreabrió discretamente, y en la zona de luz destacose una silueta respetuosa.

El Rey ordenó que se abriesen las ventanas, y una oleada de luz entró, bañando muebles, lienzos, tapices, y obligando a Su Majestad a esconder la cara entre las manos. Hizo sus abluciones matinales, dejose vestir automáticamente y echose luego sobre un sillón, murmurando:

—Hoy no recibiré a nadie. Estoy un poco enfermo. Ved si mi hermana se halla en sus habitaciones —añadió.

Instantes después la misma silueta entreabría la puerta, y una voz obsequiosa decía:

—Su Alteza vendrá a ver a Su Majestad en seguida.

Una princesa, pálida, alta, enlutada, con tocas de viuda que aprisionaban sus rizos nevados, llegó a poco a la presencia del soberano, y tras ella volvió a entornarse la puerta.

—Hermano mío —dijo con un casi imperceptible tono de ceremoniosa cordialidad—, ¿estáis enfermo?

Su Majestad, por única respuesta, echole al cuello los brazos, y olvidando todo protocolo y aquel dominio y señorío de sí mismo, que siempre la había caracterizado, púsose a llorar silenciosamente.

La austera princesa, sorprendida, mantenía sobre su hombro la cabeza de su hermano, y dejábalo aliviar una pena, al parecer tan honda, y que ella no podía adivinar, hasta que Su Majestad, desatando el afectuoso nudo, indicó a la dama un divancito rosa que se escondía en la penumbra de lejano rincón, y allí, sentado cerca de ella, le refirió melancólica, melancólicamente la historia de Lope y de Mencía.

—A nuestra edad, señor —dijo, cuando la hubo oído la princesa—, son muy dolorosos esos ensueños…

—¿Pero no pensáis, hermana, que doña Mencía ha existido, que me quiso… que la quise… en otro siglo, o cuando menos que amó a alguno de mis abuelos y él me legó misteriosa y calladamente con su sangre, este amor y este recuerdo?

—¡Quién sabe! —respondió la dama agitando con leve ritmo la pensativa cabeza—. ¡Quién sabe! Hay muchas cosas en los cielos y en la tierra que no comprende nuestra filosofía; pero en todo caso, señor, de esto hace más de tres siglos, y vuestra Mencía, de haber existido, no es ya sino un puñado de polvo en la humedad de una tumba lejana…

—Hermana mía, ¿no la veré, pues, nunca? ¿Nunca más he de verla? Yo la amé, sin embargo… Estoy loco, hermana mía. ¡La amé y anhelo recobrarla!…

—¡Señor —replicó la princesa con voz apagada—, sois rey, rey poderoso; pero todo el poder de Vuestra Majestad no basta para aprisionar una sombra, ni para retener un ensueño!

Madrid, invierno de 1906


Publicado el 11 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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