El Anillo de Amatista

Anatole France


Novela



I

La señora de Bergeret abandonó el hogar conyugal, conforme lo había decidido, y se retiró a casa de su madre, la señora viuda de Pouilly.

A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.

Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.

—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.

La señora de Bergeret estaba muy satisfecha de inspirar simpatía a la señora Dellion y admiración a la señora Dutilleul. Pero, a pesar de todo, dudaba entre marcharse o no, porque su carácter era casero, y rutinario, y porque vivía satisfecha entre la holganza y la mentira. En esta coyuntura, el señor Bergeret hizo todo lo posible para librarse de su esposa, y soportó pacientemente las torpezas de María, su desastrosa criada, símbolo de la miseria, del terror y de la desesperación en aquella cocina donde, al decir de las gentes, introdujo ladrones y asesinos y sólo se manifestó por verdaderas catástrofes.

Noventa y seis horas antes del día señalado para la marcha de la señora Bergeret, aquella moza, en completa embriaguez según costumbre, derramó el petróleo inflamado del quinqué en el cuarto de su ama, y ardieron las colgaduras de la cama, que eran de cretona azul.

La señora Bergeret hallábase de visita en casa de su amiga la señora Lacarelle, y a su regreso vio, en el silencio terrible de la casa, las huellas del desastre. Inútilmente llamó a la moza aletargada y al marido petrificado; durante largo rato contempló los estragos del incendio y las lúgubres señales que el humo había dejado en el techo. Aquel accidente casual tomaba una expresión mística y espantable a sus ojos. Por fin, como la vela se extinguía, temerosa de quedarse a oscuras, muy fatigada y temblando de frío, se acostó bajo el armazón carbonizado donde colgaban ennegrecidos jirones semejantes a las alas de los murciélagos. Por la mañana, al despertarse, lloró sus cortinas azules, recuerdo y símbolo de su juventud, y se lanzó descalza, en camisa, desgreñada, impresionada por el siniestro, gritando y lamentándose en torno de la sombría estancia. El señor Bergeret nada contestó: ella no existía ya para él.

Al anochecer, y con la ayuda de la cocinera, puso la cama en el centro del gabinete desolado; pero comprendió que aquél no era para ella en lo sucesivo un lugar de reposo, y que debía abandonar un aposento en el cual, durante quince años, realizó las funciones ordinarias de la vida.

Entretanto, el ingenioso Bergeret, que había tomado para vivir con su hija Paulina un pisito en la plaza de San Exuperio, trasladaba sus cachivaches afanosamente.

Sin cesar iba y venía, escurriéndose a lo largo de las paredes con la agilidad de un ratón sorprendido en sus derribos. En el fondo de su alma se regocijaba, pero supo disimular con prudencia su alegría.

La señora Bergeret reflexionó que se hallaba próximo el fin del arriendo y que le sería preciso desalojar la casa, por lo cual también se ocupó en enviar muebles a su madre, que habitaba en las afueras de una ciudad provinciana. Hacía toda clase de envoltorios de ropa, empujaba los armarios, daba órdenes al embalador, estornudaba entre la polvareda que se había levantado y escribía en tarjetas la dirección de la viuda Pouilly.

La señora de Bergeret sacó de su trabajo algún provecho moral. El trabajo es bueno para el hombre: le distrae de su propia vida, le aleja de la contemplación espantosa de sí mismo, le impide mirar a ese otro yo que lleva dentro y que le apesadumbra en la soledad; es el supremo recurso para la ética y la estética. El trabajo es, además, conveniente, porque distrae nuestra vanidad, engaña nuestra impotencia y nos comunica la esperanza de sucesos prósperos. Nos preciamos de vencer al Destino por su mediación. Como no comprendemos las necesarias relaciones que ligan nuestro propio esfuerzo a la mecánica universal, nos parece que este esfuerzo se inclina de nuestra parte contra lo demás de la maquinaria. El trabajo nos ilusiona y nos finge voluntad, fuerza, independencia; nos diviniza a nuestros propios ojos; nos convierte, para nosotros mismos, en héroes, genios, demonios, demiurgos, dioses, en Dios. Y, en realidad, sólo se ha concebido siempre a Dios como un obrero. Acaso por estas razones, la señora de Bergeret recobró entre los embalajes su ligereza natural y la feliz energía de sus fuerzas animales. Mientras hacía envoltorios cantaba romanzas; la sangre que corría presurosa por sus venas inundábale de gozo el alma. Auguraba un porvenir favorable, imaginando con risueños colores su estancia en el Norte, rodeada por su madre y sus dos hijas menores. Esperaba rejuvenecerse, agradar, brillar, así como encontrar grandes simpatías, recibir homenajes. ¿Y quién sabe si encontraría también la riqueza en la tierra natal de los Pouilly con un segundo casamiento, después de un divorcio acordado en favor suyo? ¿No podría casarse con un hombre serio, agradable, propietario, agricultor o empleado, muy distinto de Bergeret?

Los cuidados del embalaje la proporcionaban también satisfacciones íntimas, y hasta la favorecían con algunas ventajas manifiestas. En efecto, además de recoger los muebles que aportó al casarse y la mitad de los bienes gananciales que la correspondían, embaulaba otros objetos, propiedad evidente de su marido. Entre sus camisas puso una taza de plata que el señor Bergeret había heredado de su abuela materna. De igual modo mezcló con sus joyas, que por cierto no eran de gran valor, la cadena y el reloj del señor Bergeret padre, profesor de la Universidad, que se había negado a prestar juramento al Imperio en 1852 y murió en 1873, desatendido y pobre.

La señora de Bergeret sólo interrumpía sus faenas para hacer las melancólicas y triunfantes visitas de despedida. La opinión se le mostraba favorable. Los juicios de los hombres son muy varios, y no hay un solo rincón en el mundo donde se hallen de acuerdo todas las opiniones. Tradidit mundum disputationibus eorum. La propia señora de Bergeret era motivo de disputas corteses y de secretas disensiones. Casi todas las señoras de la sociedad burguesa la juzgaban digna, puesto que la recibían; pero, sin embargo, algunas sospecharon que su aventura con el señor Roux no fue del todo inocente. Quién la criticaba, quién la excusaba, y no faltó quien aprobara su conducta, en detrimento del señor Bergeret, que, a su juicio, era un mal hombre.

Lo cual estaba en duda todavía, porque otras personas juzgaban al señor Bergeret bondadoso, tranquilo, aborrecible solamente por su inteligencia demasiado sutil, a la vez que despreciadora de las inteligencias vulgares.

El señor de Terremondre afirmaba que Bergeret era muy afectuoso, a lo que la señora de Dellion contestaba que, si fuera realmente bueno, no se separaría de su mujer aun cuando ella fuese mala.

—Esto sería verdadera bondad —insinuaba ella—, pues no tiene mérito acomodarse a una mujer encantadora.

Y la señora Dellion agregaba también:

—El señor Bergeret se obstina en conservar a su mujer a su lado, pero ella le abandona y tiene razón: éste será el castigo del señor Bergeret.

Así la señora Dellion sostenía dos opiniones en absoluto desacuerdo, porque las ideas humanas obedecen a la violencia del sentimiento y no al dictado de la razón.

A pesar de ser contradictorios los juicios de las gentes, la señora de Bergeret dejara en la ciudad buena fama si la víspera de su partida, cuando visitó a la señora de Lacarelle para despedirse, no se hubiera encontrado sola en el salón con el señor Lacarelle.

* * *

Gustavo Lacarelle, secretario del prefecto, tenía espesos y largos bigotes rubios que, acentuando su fisonomía, eran claro indicio de su carácter. Desde su juventud, cuando estudiaba en la Universidad, sus compañeros le encontraron cierta semejanza con esos galos que se ven esculpidos o pintados por los últimos artistas románticos. Algunos observadores más sutiles, atendiendo a que su abundante bigote hallábase colocado bajo una pequeña nariz y dominado por una mirada plácida, llamaban a Lacarelle la Foca. Pero este nombre no prevaleció contra el de Galo. Lacarelle fue siempre el Galo para sus camaradas, que concibieron la idea de que debía ser muy aficionado al vino, pendenciero y perseguidor de mozas, para amoldarse en la realidad tanto como en la apariencia al personaje que representa un francés a través de los siglos; le obligaban en las comidas a beber más de lo conveniente, y al entrar en una cervecería le empujaban hacia una camarera cargada de platos.

Cuando regresó a su país para casarse y cuando, por una fortuna sin precedentes en su época, fue agregado a la administración central del departamento donde había nacido, Gustavo Lacarelle siguió siendo el Galo para los magistrados, abogados y empleados distinguidos que frecuentaban su casa. Pero el pueblo ignorante no le confirmó aquel honroso apodo hasta el año 1895, en el transcurso del cual se inauguró sobre el terraplén del puente nacional la estatua de Eporédorix.

Veintidós años antes, bajo la presidencia de Thiers, se había decidido erigir, por suscripción patriótica y contribuyendo el Estado, un monumento al jefe galo Eporédorix, que el año 52 antes de Cristo sublevó contra César los pueblecitos de la orilla del río y puso en peligro a la pequeña guarnición romana al destruir el puente de madera que aseguraba sus comunicaciones con el grueso del ejército. Los arqueólogos de la ciudad creían que esta aventura militar se había realizado en su pueblo y fundaban su creencia en un pasaje de los Comentarios, del que se valía cada uno de los arqueólogos de la región para asegurar que el puente de madera roto por Eporédorix estaba situado precisamente en el pueblo donde tenía el investigador su residencia.

La geografía de César está llena de vaguedades; el patriotismo local es arrogante y celoso. La capital del departamento, tres subprefecturas y cuatro cabezas de partido, se disputaban la gloria de haber degollado a los romanos con la espada de Eporédorix.

Las autoridades competentes zanjaron la cuestión en favor de la capital. Era una ciudad indefensa, que, en 1870, después de una hora de bombardeo, dominando su tristeza y su cólera, tuvo que resignarse a rendir al enemigo sus murallas ya ruinosas en tiempos de Luis XI y cubiertas de hiedra. Había sufrido los rigores de la ocupación militar, la opresión, el rescate. El proyecto de erigir un monumento a la gloria de un jefe galo fue acogido con entusiasmo. El pueblo, que se sentía humillado, agradeció a aquel antiguo compatriota que le proporcionara un motivo de orgullo. Glorioso, después de mil quinientos años de olvido, Eporédorix reunió a los ciudadanos en un mismo sentimiento de amor filial. Su nombre no inspiró desconfianza a ninguno de los partidos políticos que dividían entonces la nación. Oportunistas, radicales, constitucionales, realistas, orleanistas, bonapartistas, todos contribuyeron a tan patriótica empresa, y la suscripción quedó casi cubierta en un año. Los diputados del departamento obtuvieron el concurso del Estado para completar la cantidad necesaria. Se encargó la estatua de Eporédorix a Mateo Michel, el discípulo más joven de David d’Angers, aquél a quien llamaba el maestro su Benjamín. Mateo Michel, que tenía entonces cincuenta años, puso inmediatamente manos a la obra y modeló el barro con valentía, pero con alguna torpeza, pues el escultor republicano nada había modelado durante el Imperio. En menos de dos años terminó la figura, cuyo vaciado en yeso fue expuesto en el Salón de 1873, con muchos otros jefes galos reunidos en la extensa galería, entre palmeras y begonias. Cumpliendo las formalidades exigidas por el Gobierno, la estatua de mármol no se labró hasta cinco años después. Hubo dificultades administrativas, origináronse conflictos entre la ciudad y el Estado, y se llegó a temer que la estatua de Eporédorix no se erigiera nunca sobre la explanada del Puente Nacional. Pero, sin embargo, se erigió en junio de 1895. La estatua enviada desde París fue recibida por el prefecto, quien hizo entrega solemne de ella al alcalde de la ciudad. El escultor Mateo Michel llegó al mismo tiempo que su obra. Tenía entonces más de setenta años. El pueblo entero admiró su cabeza de viejo león con melena blanca. La inauguración del monumento se verificó el 7 de junio; entonces era Dupont ministro de Instrucción pública; Worms-Clavelin, prefecto del departamento, y Trumelle, alcalde de la ciudad. El entusiasmo no fue tan grande como lo hubiera sido a raíz de la guerra, en los días febriles; pero la satisfacción fue general. Aplaudieron los discursos de los oradores y los uniformes oficiales, y cuando se descorrió la tela verde que cubría a Eporédorix, la muchedumbre, unánime, dijo: «¡Es el señor Lacarelle!… ¡Es Lacarelle!… ¡Es el vivo retrato del señor Lacarelle!…».

Y efectivamente, algo había de verdad, aun cuando Mateo Michel, discípulo y émulo de David d’Angers, que le había llamado su Benjamín, el escultor republicano y patriota, el insurrecto del 48, el voluntario del 70, no había representado a Gustavo Lacarelle en aquel mármol heroico. ¡No! Aquel jefe de mirada huraña y suave, que oprimía su lanza contra el corazón como si meditase bajo el casco de anchas alas la poesía de Chateaubriand y la filosofía histórica de Enrique Martín, aquel militar sumergido en romántica melancolía, no era, como supuso el pueblo, un retrato del señor Lacarelle. El secretario del prefecto tenía los ojos grandes y saltones, la nariz corta y abultada en la punta, las mejillas carnosas, la barbilla gordezuela, y el Eporédorix de Mateo Michel lanzaba al horizonte la mirada de sus pupilas profundas; su nariz era recta; el contorno de su fisonomía, puro y clásico; pero lo mismo que Lacarelle, ostentaba terribles bigotes, cuyas largas guías se divisaban desde muy lejos. La multitud, admirada de semejante parecido, saludo unánimemente al señor Lacarelle con el glorioso nombre de Eporédorix, y desde entonces el secretario de la prefactura se propuso revivir en público y en privado el carácter popular del héroe y ajustó a este objeto, en cualquier ocasión, sus modales y sus palabras. Lacarelle lo consiguió sin esfuerzo porque ya estaba prevenido desde la Universidad y porque sólo le pedían que fuera jovial, chistoso y pintoresco. Alguien dijo que besaba muy graciosamente a las mujeres, y aplicóse a la dulce tarea. Casadas, solteras, mocitas guapas y feas, jóvenes y viejas, las besaba siempre a todas por hacer gracia, sin mala intención, porque al fin y al cabo era un hombre de buenas costumbres. Y al encontrar a la señora de Bergeret sola en el salón donde esperaba a la señora Lacarelle, la besó inmediatamente. La señora de Bergeret, no desconocía las costumbres de Lacarelle, pero su vanidad, que era mucha, turbó su entendimiento, que era escaso. Creyéndose acariciada con voluptuosidad, sintió emociones confusas que agitaron su pecho tumultuosamente y la hicieron desfallecer de modo que cayó anhelante en brazos del señor Lacarelle, el cual se quedó sorprendido y azorado; pero su amor propio satisfecho le indujo a conducir la señora de Bergeret hasta un diván, donde se inclinó junto a ella, y la dijo con voz rebosante de simpatía:

—¡Pobre señora!… ¡Tan encantadora y tan infeliz!… ¡Nos deja!… ¿Se marcha usted mañana?

Luego depositó en su frente un cálido beso. La señora de Bergeret, cuyos nervios estaban muy alterados, rompió a llorar. Luego, lentamente, con gravedad y ternura, devolvió a Lacarelle el beso recibido. En aquel instante la señora de Lacarelle entró en el salón.

Al otro día toda la sociedad juzgaba severamente a la señora de Bergeret.

II

El duque de Brecé hospedaba en Brecé aquel día al general Cartier de Chalmot, al padre Guitrel y al señor Lerond, fiscal jubilado. Habían recorrido ya las cuadras, las perreras, el gallinero, todo; y hablaron sin cesar del proceso.

A media tarde paseaban por la avenida principal del jardín. Bajo un cielo amenazador, alzaba el castillo los pesados frontones de su fachada y sus tejados de estilo imperial.

—Lo repito —dijo el señor de Brecé—, la agitación promovida en torno de este asunto no es y no puede ser más que una maniobra execrable de los enemigos de Francia.

—Y de la religión —añadió con dulzura el padre Guitrel—, si, señores; de la religión. No se puede ser buen francés sin ser buen católico; y vemos que el escándalo está promovido principalmente por los librepensadores, los francmasones, los protestantes…

—¡Y los judíos! —repuso el señor Brecé—. Por los judíos y por los alemanes. ¿Hubo audacia tal como poner en tela de juicio la decisión de un Consejo de guerra? Porque no es admisible imaginar que siete oficiales franceses se hayan equivocado.

—No es admisible, seguramente —dijo el padre Guitrel.

—En términos generales —añadió el señor Lerond—, un error judicial es una cosa inverosímil. Me atrevo a considerarlo absurdo por las muchas garantías que la ley ofrece a los acusados, refiriéndome a la justicia civil; y lo mismo diría de la militar, porque si ante los Consejos de guerra el ac isado no encuentra en las formas sumarísimas del proceso todas las garantías apetecibles, en cambio se las asegura el carácter de sus jefes. Es inferir un ultraje al Ejército dudar de la legalidad de una sentencia del Consejo de guerra.

—Tiene usted mucha razón —dijo el señor de Brecé—. Además, ¿puede admitirse que siete oficiales franceses se hayan equivocado? ¿Puede admitirse, general?

—Difícilmente —respondió el general Cartier de Chalmot—. Por mi parte, aseguro que lo admitiría con mucha dificultad.

—¡Un sindicato de traidores! —arguyó el señor de Brecé—. ¡Es inaudito!

La conversación, que ya languidecía, se extinguió. El general y el duque, al ver unos faisanes, sintieron un deseo instintivo y profundo de matar, y lamentaron en su fuero interno no tener a mano una escopeta.

—No hay en toda la región un coto donde abunde tanto la caza —dijo el general al duque de Brecé.

Pero el duque reflexionaba, y al fin exclamó:

—¡De todos modos, los judíos comprometen el porvenir de Francia!

El duque de Brecé, hijo mayor del difunto duque que en la Asamblea de Versalles hizo muy brillante papel entre los más furibundos legitimistas, había entrado en la vida pública después de morir el conde de Chambord. No llegó a conocer los días de esperanza, las horas de lucha ardiente, las empresas monárquicas tan divertidas como una conspiración, tan apasionadas como un acto de fe; no pudo ver la cama de tapicería ofrecida al príncipe por las señoras aristocráticas, las banderas, los trofeos, los caballos blancos destinados al rey para su entrada triunfal. Diputado hereditario de Brecé entró en el Palacio Borbón con sentimientos poco favorables para el conde de París, y con la secreta esperanza de no ver restaurado el trono por la rama segunda. Pero aparte de esto, era monárquico leal y fiel. Se vio mezclado en intrigas que no comprendía, se confundió en las votaciones, entregóse a los placeres en París, y al reelegirse la Cámara, fue derrotado en su distrito por el doctor Cotard.

Desde entonces se consagró a la agricultura, a la familia y a la religión. De sus dominios hereditarios, que en 1879 se componían de ciento doce parroquias, comprendiendo ciento setenta tributarios, cuatro haciendas con título y dieciocho señoríos, le quedaron ochocientas hectáreas de campo y de bosque alrededor del castillo histórico de Brecé. Sus cacerías le daban en todo el departamento un lustre de que no había disfrutado en el palacio Borbón. Los bosques de Brecé y de la Guerche, donde Francisco I había cazado, eran también célebres en la historia eclesiástica de la región: en ellos se encontraba la venerada capilla de Nuestra Señora del Sotillo.

—Recuerden ustedes bien lo que digo —repitió el duque de Brecé—. Los judíos comprometen el porvenir de Francia…; pero ¿por qué no nos libramos de ellos? ¡Sería tan fácil!

—Sería excelente —contestó el magistrado—, aunque no tan fácil como usted supone, señor duque. Para librarnos de los judíos era menester lo primero, redactar acertadas leyes de naturalización; y presenta muchas dificultades una buena ley que responda a las intenciones de los legisladores. La redacción de disposiciones legislativas como ésas, que modificarían profundamente nuestro derecho público, es cosa muy ardua. Por desdicha no es fácil encontrar un Gobierno para proponerlas o sostenerlas ni un Parlamento que las vote… El Senado está mal…

»A medida que la experiencia de la historia se desarrolla ante nuestros ojos, descubrimos que el siglo XVIII es un gran error del espíritu humano, y que tanto la verdad social como la verdad religiosa se encuentran íntegras en la tradición de la Edad Media. En Francia pronto se impondrá, como se ha impuesto ya en Rusia, la necesidad de renovar respecto a los judíos los procedimientos usados en el mundo feudal, único modelo de sociedad cristiana».

—Esto es evidente —dijo el señor de Brecé—, pero la Francia cristiana debe pertenecer a los franceses y a los cristianos, y no a los judíos y a los protestantes.

—¡Bravo! —exclamó el general.

—Hay en mi familia —prosiguió el señor de Brecé— un segundón llamado, ignoro por qué motivo, Nariz de Plata, el cual Peleó en la provincia durante el reinado de Carlos IX, y mandó colgar de las ramas de aquel árbol cuya copa se alza sobre los demás, seiscientos treinta y seis hugonotes. Pues bien, confieso Que me enorgullece tener entre mis antepasados a Nariz de Plata, y que heredé su odio contra los herejes. Detesto a los judíos tanto como él detestaba a los protestantes.

—Son unos sentimientos muy laudables, señor duque —añadió el padre Guitrel—, y muy dignos del glorioso nombre de familia; pero permítame hacer una observación sobre un punto Particular. Los judíos en la Edad Media no estaban considerados como herejes. El hereje es aquél que, después de bautizado, conoce los dogmas de la fe y los altera o los combate. Tales son, o tales fueron, los arríanos, los novaciaros, los montañistas, los priscilianistas, los anabaptistas, los calvinistas, los albigenses, los maniqueos, también hospedados en aquel árbol por el ilustre Nariz de Plata, y tantos otros sectarios o defensores de alguna opinión contraria a las creencias de la Iglesia. El número es fabuloso, porque la diversidad es propia del error. No se detienen en la pendiente funesta de la herejía; el cisma produce el cisma hasta lo infinito. Frente a la verdadera Iglesia sólo se encuentra polvo de iglesias. He leído en Bossuet una admirable definición del hereje: «Un hereje —dice Bossuet— es aquél que tiene una opinión propia y vive abandonado a su pensamiento y su sentimiento particular». Así, pues, como el judío no ha recibido el bautismo ni la verdad, no puede ser hereje.

»Por esto la Inquisición nunca atacó a los judíos por ser judíos, y si entregó alguno al brazo secular fue como profanador, blasfemador o corruptor de los fieles. El judío, señor duque, es más bien un infiel, puesto que así llamamos a los que por no estar bautizados no creen en las verdades de la religión cristiana. Pero aun así, no debemos considerar rigurosamente al judío como un infiel semejante a un mahometano o un idólatra. Los judíos ocupan un lugar único, singular, en el conjunto de las verdades eternas. La teología los designa conforme al papel que desempeñan en la tradición. En la Edad Media los llamaban “testigos”, y hay que admirar la fuerza y la exactitud de esta palabra. Dios los conserva para que sirvan de testigos y fiadores de las palabras y de los actos sobre los cuales nuestra religión está fundada. No por esto hay que decir que Dios hace a los judíos obstinados y ciegos para utilizarlos como prueba del Cristianismo; sólo aprovecha su obstinación libre y voluntaria para confirmarnos en nuestras creencias, y con este designio los conserva en las naciones».

—Pero entretanto —dijo el señor de Brecé— nos quitan nuestro dinero y destruyen nuestras energías nacionales.

—También insultan al Ejército —añadió el general Cartier de Chalmot—, o, mejor dicho, hacen que le insulten los vocingleros a quienes pagan.

—Eso es criminal —adujo el padre Guitrel con dulzura—. La salvación de Francia está en la unión del clero y del Ejército.

—Entonces, ¿por qué defiende usted a los judíos, señor cura? —preguntó el duque de Brecé.

—Estoy muy lejos de defenderlos —contestó el padre Guitrel—; condeno su imperdonable error, que consiste en no creer en la divinidad de Jesucristo. Respecto a este punto, su obstinación es perdurable. Lo que ellos creen es creíble, pero no creen en todo lo que se debe creer, y por esto provocaron la reprobación que pesa sobre ellos. Esta reprobación gravita sobre el pueblo, pero no sobre los individuos, y está lejos de alcanzar a los israelitas cristianizados.

—A mí —dijo el señor de Brecé— los judíos convertidos me son tan odiosos o quizá más aún que los otros judíos. Es la raza lo que aborrezco.

—Permítame usted que no lo crea, señor duque —dijo el padre Guitrel—, porque sería opinar contra la doctrina y contra la caridad, y estoy seguro de que usted, lo mismo que yo, supone a los personajes israelitas no convertidos merecedores, hasta cierto punto, de nuestro agradecimiento, por sus buenas intenciones y su liberalidad en provecho de nuestras obras piadosas. No puede negarse que los R*** y los F*** han dado en este particular un ejemplo que debería ser imitado por todas las familias cristianas. Añadiré que la señora de Worms-Clavelin, sin convertirse aún francamente al catolicismo, ha obedecido, en varias circunstancias, a inspiraciones verdaderamente angélicas. A la esposa del prefecto debemos la tolerancia de que disfrutan en nuestro departamento, cuando la persecución es general, nuestras escuelas congregacionistas. Y la baronesa de Bonmont, judía de nacimiento, pero que tiene un alma cristiana, en cierto modo imita a las santas viudas de los siglos pasados, que daban a las iglesias y a los pobres una parte de sus riquezas.

—Los Bonmont —dijo el señor Lerond— se llaman en realidad Gutenberg y son de origen alemán. El abuelo enriquecióse fabricando ajenjo y vermut, verdaderos venenos; tres veces le condenaron por falsificador. El padre, industrial y negociante, hizo una fortuna escandalosa con el acaparamiento y los monopolios. Su viuda ha regalado un copón de oro a monseñor Charlot. Estas gentes me recuerdan los dos administradores que después de haber oído un sermón del padre Maillard se decían el uno al otro en voz baja a la puerta de la iglesia: «Compadre, según eso, ¿hay que restituir?». Es curioso —acabó diciendo el señor Lerond— que no haya en Inglaterra problema judío.

—Los ingleses no sienten como nosotros —dijo el señor de Brecé—, ni su sangre es tan febril como la nuestra.

—Seguramente —contestó el señor Lerond—. Aprecio esta observación, señor duque; pero también es posible que así suceda porque los ingleses invierten sus capitales en la industria, mientras que nuestras laboriosas poblaciones reservan los suyos para la especulación, y decir especulación es decir judíos. Todo el mal proviene de que conservamos las instituciones, las leyes, las costumbres revolucionarias. La salvación está en retroceder cuanto antes al antiguo régimen.

—Es cierto —dijo el duque de Brecé, pensativo.

Paseaban y discurrían así. De pronto, por el camino que el difunto duque había cedido al pueblo, a través de su parque, pasó rápido, alegre y bullicioso un carro donde iba, entre campesinos y campesinas que llevaban los sombreros adornados con flores, un mozo jovial de roja barba, con la pipa en la boca y que apuntaba con su bastón a los faisanes, como si estuviera cazando. Era el doctor Cotard, diputado del distrito de Brecé.

—Será muy democrático, pero no deja de ser extravagante —dijo el señor Lerond, mientras se sacudía el polvo que levantó el carro al pasar— que un cirujano represente en el Parlamento este señorío de Brecé, colmado por sus ilustres duques de gloria y de beneficios durante ochocientos años. Precisamente ayer leía yo en el libro del señor Terremondre la carta que el duque de Brecé, tatarabuelo del actual, escribió en 1787 a su administrador, y en la que muestra su mucha bondad. ¿Recuerda usted esa carta, señor duque?

El señor de Brecé respondió que creía recordarla, pero que no tenía presentes los términos en que estaba concebida, y al punto el señor Lerond recitó de memoria las frases más esenciales de aquella carta conmovedora:

«He sabido —escribía el conde bondadoso— que se disgusta a los habitantes de Brecé porque se les prohíbe coger fresas en los bosques. Así conseguirán mis administradores hacerme odioso a mis vasallos, y me causarán uno de los mayores pesares que yo puedo sufrir en este mundo».

—También he descubierto en la obra del señor Terremondre —prosiguió el señor Lerond— detalles interesantes acerca del bondadoso duque de Brecé. Dícese que pasó en este lugar, sin que le molestasen, la época más dolorosa de su vida. Su caridad le aseguró, durante la Revolución, el amor y el respeto de sus antiguos vasallos. En compensación de los títulos que un decreto de la Asamblea nacional le había quitado, recibió el de comandante de la Guardia nacional de Brecé. El señor de Terremondre nos asegura que el 20 de septiembre de 1792 la municipalidad de Brecé se constituyó en el patio del castillo, donde plantó el árbol de la Libertad con la siguiente inscripción: «Homenaje a la virtud».

—El señor de Terremondre —replicó el duque de Brecé— ha entresacado esos datos del archivo de mi familia, que puse a su disposición. Desgraciadamente, nunca he tenido tiempo de examinarlos yo mismo. El duque Luis de Brecé, de quien usted habla, llamado «el clemente duque», murió de pesadumbre, en 1794. Estaba dotado de un carácter tan bondadoso, que hasta los mismos revolucionarios le respetaban y rendían homenaje. Todos los que lo trataron confirman su fidelidad al rey: dejó fama de señor generoso, de buen padre y de buen marido. Necesario no fijarse en las supuestas revelaciones de un señor Mazure, archivero municipal, según las cuales el duque tenía relaciones íntimas con las más hermosas aldeanas, y ejercía sobre ellas con entusiasmo el derecho de pernada. Además, éste es un derecho muy hipotético, del cual no he encontrado nunca vestigios en los archivos de Brecé, que en parte han sido ya esquilmados.

—Ese derecho —dijo el señor Lerond—, si ha existido en alguna provincia, se reducía a un censo de carne y vino que los siervos pagaban a su señor antes de contraer matrimonio. Creo recordar que en ciertas localidades dicho censo se pagaba en metálico y ascendía próximamente a unos quince céntimos.

—Acerca de este asunto —repuso el señor de Brecé— supongo al duque absolutamente inocente de las acusaciones lanzadas por el señor Mazure, que debe ser muy mala persona. Por desgracia…

El señor de Brecé lanzó un ligero suspiro y prosiguió en voz baja, algo velada:

—Por desgracia, el buen duque leía muchos libros perversos. Han aparecido en la biblioteca del palacio ediciones completas de Voltaire y de Rousseau, encuadernadas en piel y con sus armas. Sufrió, hasta cierto punto, la detestable influencia que las ideas filosóficas ejercían, al final del siglo dieciocho, sobre todas las clases sociales y, es preciso confesarlo, hasta sobre la aristocracia. Escribir era su manía. Redactó sus Memorias, cuyo manuscrito está en mi poder. La señora de Brecé y el señor de Terremondre lo han hojeado, y les ha sorprendido encontrar en sus páginas algunos rasgos de intención volteriana. El señor de Brecé se muestra a veces favorable a los enciclopedistas. Estaba en correspondencia con Diderot, por lo cual no he creído prudente autorizar la publicación de dichas Memorias, y me he negado a las insistentes peticiones de varios eruditos de la región, incluso el señor de Terremondre.

«El buen duque versificaba con bastante acierto. Hay en el archivo algunos cuadernos de madrigales, epigramas y cuentos, lo cual es muy perdonable. Pero ya no es tan perdonable que en sus poesías fugitivas llegara hasta burlarse de las ceremonias del culto y de los milagros realizados por intervención de Nuestra Señora del Sotillo. Les ruego, señores, que nada digan y que todo quede entre nosotros. Me desolaría que estas anécdotas sirvieran de pasto a la malicia pública y a la curiosidad malsana de un Mazure. Aquel duque de Brecé es mi tatarabuelo, y sostengo hasta la exageración el honor de mi familia. Me figuro que no me criticarán ustedes por esto».

—Existe, señor duque —dijo el padre Guitrel—, una enseñanza preciosa y un profundo consuelo en los hechos que acaba usted de referir. De ellos se deduce que la Francia, caída en el siglo dieciocho en lo más hondo de la impiedad y de la irreligión, hasta el punto de que hombres tan respetables como su tatarabuelo se dedicaran a la falsa filosofía; que la Francia, castigada por sus crímenes con una espantosa revolución, cuyas consecuencias se dejan sentir aún, vuelve al buen camino, y renace la piedad en todas las clases sociales, sobre todo en las más elevadas. Un ejemplo como el suyo no ha de pasar inadvertido, señor duque; si el siglo dieciocho, considerado en su conjunto, puede parecer el siglo del crimen, el diecinueve, mirado desde lo alto, podría llamarse, si no me equivoco, el siglo de la retractación pública.

—¡Ojalá sea así! —suspiró el señor Lerond—. Pero no me atrevo a esperarlo. Mi profesión de abogado me pone en contacto con la masa del pueblo, y muy a menudo la encuentro indiferente y hasta hostil en materia religiosa. Mi experiencia social, permítame que se lo diga, señor cura, me predispone a sentir la tristeza profunda del padre Lantaigne, en lugar de hacerme participar del optimismo de usted. Y, sin ir más lejos, ¿no ve la tierra cristiana de Brecé convertida en señorío del doctor Cotard, ateo y francmasón?

—¿Y quién sabe —preguntó el general— si el señor de Brecé vencerá en las próximas elecciones al doctor Cotard? Me han asegurado que la lucha no es imposible, y que grupos muy considerables de electores hállanse dispuestos a ofrecer su voto al duque.

—Mi resolución es firme —contestó el señor de Brecé—, y nadie me hará cambiar. No seré candidato. No tengo todo lo que se precisa para representar a los electores de Brecé, y los electores de Brecé no tienen todo lo que se precisa para que yo los represente.

Esta frase se la inspiró su secretario, el señor Lacrisse, cuando su derrota electoral, y desde entonces se complacía repitiéndola en cuanto se presentaba la ocasión.

El duque y sus huéspedes advirtieron que se acercaban tres señoras, las cuales, después de bajar la escalinata del palacio, avanzaban por la avenida principal del parque.

Eran las tres señoras de Brecé: la madre, la esposa y la hija del duque actual. Las tres eran altas y robustas, con la tez curtida y el cutis pecoso; llevaban el pelo muy alisado, trajes de lana negra y calzado fuerte. Iban al santuario de Nuestra Señora del Sotillo, situado en el parque, a la mitad del camino entre el pueblo y el castillo, junto a un manantial.

El general propuso acompañarlas.

—No podemos hacer cosa más agradable —dijo el señor Lerond.

—Seguramente —añadió el padre Guitrel—; y tanto más cuanto que el santuario, restaurado por el señor duque y revestido con una rica ornamentación, ofrece a nuestras miradas un aspecto delicioso.

Inspirábale al padre Guitrel vivo interés el santuario de Nuestra Señora del Sotillo. Había escrito minuciosamente su historia en un folleto arqueológico y religioso, con objeto de atraer peregrinos. El origen de este santuario remontaba, según él, al reinado de Clotario II.

«En aquella época —decía el historiador—, San Austregisilo, cargado de años y de buenas acciones, extenuado por sus trabajos apostólicos, edificó con sus propias manos una cabaña en aquel lugar desierto, para aguardar en el silencio y la meditación la hora de su muerte bienaventurada, y un oratorio para depositar en él una imagen milagrosa de la Virgen Santísima».

Esta afirmación había sido calurosamente combatida en El Faro por el señor Mazure. El archivero del departamento sostenía que el culto de la Virgen era muy posterior al siglo vi, y que en la época en que presumían que vivió Austregisilo no existían imágenes de la Virgen. A lo que el padre Guitrel respondió en La Semana Católica que los druidas, antes del nacimiento de Cristo, veneraban ya las imágenes de la Virgen Madre, y que de este modo, en nuestra antigua tierra, destinada a ver florecer con un resplandor sinneraban ya las imágenes de la Virgen María, tuvo altares e imágenes proféticos, por decirlo así, como el testimonio de las sibilas que anunciaron su venida al mundo; por tanto no hay nada de sorprendente en que San Austregisilo poseyera, en tiempo de Clotario II, una imagen de la Santísima Virgen. El señor Mazure había calificado de ensueños los argumentos del padre Guitrel, pero nadie leyó esta polémica, excepto el señor Bergeret, cuya erudita curiosidad le inducía constantemente a leer cuanto se publicaba.


«El santuario erigido por el apóstol —proseguía en su folleto el padre Guitrel— fue reconstruido con gran magnificencia en el siglo XIII. Cuando las guerras de religión desolaron la comarca en el siglo XVI, los protestantes incendiaron la capilla, sin lograr destruir la estatua, que se libró milagrosamente del fuego.

»El santuario fue reedificado por expresa voluntad del rey Luis XIV y de su piadosa madre, pero fue destruido por completo en la época del Terror por los comisarios de la Convención, que condujeron la imagen milagrosa al patio del castillo de Brecé, donde la quemaron, en una hoguera alimentada con todo el mobiliario de la capilla. Un pie de la Virgen se sustrajo a las llamas gracias a una buena mujer, que lo conservó piadosamente envuelto en trapos viejos, en el fondo de un caldero, donde fue encontrado en 1815. Encerraron aquel santo pie en la nueva estatua hecha en París en 1852, debida a la generosidad del difundo duque de Brecé».
 

El padre Guitrel enumeraba después los milagros realizados por Nuestra Señora del Sotillo, desde el siglo vi hasta nuestros días. Especialmente, invocaban a Nuestra Señora del Sotillo para la curación de las afecciones de las vías respiratorias y de los pulmones. Pero el padre Guitrel afirmaba que en 1871 había alejado a los soldados alemanes del pueblo y del castillo de Brecé, y que había curado milagrosamente las heridas de dos milicianos de Ardéche que se dirigían al castillo de Brecé, convertido entonces en hospital.

* * *

Llegaron al fondo de un valle estrecho, cruzado por un arroyuelo que se deslizaba entre piedras musgosas. Allí, sobre unas rocas, en cuyas grietas crecen raquíticas encinas, álzase el santuario de Nuestra Señora del Sotillo, recientemente construido conforme a los planos del señor Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis, en ese estilo moderno y beato que la generalidad de las personas creen gótico.

—Este santuario —dijo el padre Guitrel—, incendiado en mil quinientos cincuenta y nueve por los calvinistas y despojado por los revolucionarios en mil setecientos noventa y tres, habíase convertido en un montón de escombros. Como un nuevo Nehemías, el señor duque de Brecé acaba de reconstruirlo; y recientemente se ha dignado el Papa favorecerlo con numerosas indulgencias, que deben contribuir mucho a restablecer en esta comarca el culto de la Santísima Virgen. También monseñor Charlot, cuando celebra en el nuevo altar los sagrados oficios, avalora esta obra, y afluyen ya peregrinos de toda la diócesis y hasta de otros pueblos lejanos. Nadie duda que tanta devoción atrae los favores del cielo. Yo mismo he tenido el honor de conducir a los pies de Nuestra Señora del Sotillo a familias honradas del barrio de las Tintilleries, y, con permiso del duque de Brecé, varias veces he dicho misa en ese altar privilegiado.

—Es cierto —dijo la señora de Brecé—. Como es indudable que el señor Guitrel se interesa por nuestra capilla más que el señor cura de Brecé.

—¡Ese infeliz padre Trabiés! —dijo el duque—. Es un sacerdote excelente, pero es también un cazador apasionado. Sólo piensa en las perdices. El otro día, volviendo de dar la extremaunción a un moribundo, ha derribado tres piezas.

—Vean, vean ya cómo asoma entre las ramas desnudas —dijo el padre Guitrel— el santuario, que en primavera desaparece bajo la espesura del follaje.

—Uno de los motivos —añadió el señor Brecé— que me decidieron a reedificar la capilla de Nuestra Señora del Sotillo fue la convicción, adquirida en diferentes investigaciones efectuadas en mis archivos, de que el grito de guetra de mi familia era: ¡Brecé, Nuestra Señora!

—Es curioso —dijo el general Cartier de Chalmot.

—¿Verdad? —preguntó la señora de Brecé.

Mientras la señora de Brecé y el señor Leiond atravesaban el arroyo pasando el puente rústico para subir al santuario, una mozuela de trece a catorce años, andrajosa, con el pelo blanquecino y sucio como el rostro, se escabullía entre la espesura, encaramándose por la parte opuesta.

—¡Es Honorina! —exclamó la señora de Brecé.

—Hace tiempo que yo deseaba encontrarla —dijo el señor Lerond— y agradezco la ocasión que me ofrece usted de satisfacer mi curiosidad. ¡Han hablado tanto de ella!

—Efectivamente —añadió el general Cartier de Chalmot—, esa muchacha ha sido objeto de verdaderas investigaciones.

—El padre Goulet —dijo el padre Guitrel— visita con frecuencia el santuario de Nuestra Señora del Sotillo, y se complace en pasar horas enteras al pie de la imagen sagrada, llamándola piadosamente «su madrecita».

—Estimamos de veras al padre Goulet —dijo la señora de Brecé—. ¡Qué lástima que disfrute de tan poca salud!

—Sí —dijo el padre Guitrel—. Sus fuerzas decaen de día en día.

—¿Por qué no se cuida? —insistió la señora de Brecé—. Necesita mucho reposo.

—¿Cómo procurárselo, señora —le preguntó el padre Guitrel—, si la administración de la diócesis no le deja punto de sosiego?

Al entrar en la capilla, las tres señoras de Brecé, el general, el padre Guitrel, el señor Lerond y el duque de Brecé, vieron a Honorina en éxtasis al pie del altar.

La niña, de rodillas, con las manos cruzadas y el cuello extendido, estaba inmóvil. Respetaron el misterio en que la sorprendían, y después de tomar agua bendita, dirigieron lentamente sus miradas desde el tabernáculo a las vidrieras, que representaban a San Enrique con las facciones del conde de Chambord, a San Juan Bautista y a San Guido, cuyas fisonomías copian retratos del conde Juan, muerto en 1867, y del difunto conde Guido, miembro en 1871 de la Asamblea de Burdeos.

Un velo cubría la imagen milagrosa de Nuestra Señora del Sotillo, colocada en el altar; pero sobre el muro, pintado con vivos colores, junto al Evangelio, encima de la pila del agua bendita, veíase en pie, clara y resplandeciente, ceñida con su banda azul. Nuestra Señora de Lourdes.

El general dirigió hacia ella sus ojos cristalizados por cincuenta años de respeto mecánico, y contempló la banda azul como contemplaría la bandera de una nación amiga. Siempre fue espiritualista, pues había considerado la creencia en una vida futura como la base de todo, hasta de los reglamentos militares. Con los años y los achaques aumentaba su religiosidad, y se aficionaba a las prácticas del culto. Sin darle a entender, en silencio, sufría y se amargaba con los recientes escándalos. Su candor estremecíale ante un tumulto semejante de palabras y pasiones. Vagos temores le agitaron, y rogó mentalmente a Nuestra Señora de Lourdes que protegiera al Ejército francés.

A un tiempo, las señoras, el duque, el abogado, el sacerdote, tenían las miradas fijas en los agujereados zapatos de Honorina, inmóvil. Graves, pensativos y melancólicos, se pasmaban de admiración ante aquellos rígidos miembros de gato montés. Y el señor Lerond, preciándose de observador, hacía sus comentarios.

Al fin, Honorina salió de su éxtasis. Levantóse y saludó al altar; luego se volvió, se detuvo, como sorprendida, entre tanta gente, y apartó con ambas manos las greñas que le caían sobre los ojos.

—Dime, criatura —preguntó la señora de Brecé—, ¿has visto a la Virgen Santísima?

Honorina respondió, con la cantinela del catecismo, con esa voz chillona de las contestaciones aprendidas:

—Sí, señora. La virgen ha estado conmigo un instante; luego se arrolló, como si fuera un lienzo, y no vi más.

—¿Te habló?

—Sí, señora.

—¿Qué te ha dicho?

—«Hay mucha miseria en la casa».

—¿Sólo te ha dicho eso?

—Pues me ha dicho: «Habrá mucha miseria en el campo, por lo que se refiere a las cosechas y a los animales».

—¿No te ha dicho que seas buena?

—«Hay que rezar mucho», me ha dicho. Y luego me ha dicho: «Yo te saludo. Hay mucha miseria en la casa».

Las palabras de la niña resonaban en un silencio augusto.

—¿Estaba muy hermosa la Virgen? —preguntó la señora de Brecé.

—Sí, señora; sólo que le faltaba un ojo y una mejilla, porque yo no había rezado bastante.

—¿Llevaba corona en la cabeza? —interrogó el señor Lerond, que, por haber pertenecido a la magistratura, era meticuloso y preguntón.

Honorina vaciló, y después, con su tono solapado, repuso:

—Llevaba la corona inclinada sobre la cabeza.

—¿A la derecha o a la izquierda? —insistió el señor Lerond.

—A la izquierda y a la derecha —contestó Honorina.

La señora de Brecé intervino:

—Tú quieres decir, ¿verdad, hija mía?, que unas veces a la derecha y otras a la izquierda, ¿no es eso?

Pero Honorina nada contestó. Encerrábase con frecuencia en un silencio montaraz y hosco, bajaba los ojos, frotábase la barbilla sobre el hombro y mecía las caderas. Desapareció, escurriéndose; y entonces, el señor de Brecé dio sus explicaciones.

Honorina Porrichet, hija de unos labriegos establecidos desde muchos años antes en Brecé y que habían llegado a la miseria más absoluta, pasó una niñez enfermiza.

Como su inteligencia era pobre y tarda, la creyeron idiota. El señor cura, receloso de su carácter arisco y de su costumbre de ocultarse en el bosque, la reprendía con bastante severidad; pero eclesiásticos eminentes, que la vieron y la interrogaron, nada reprochable descubrieron en aquella criatura. Frecuentaba las iglesias y permanecía en un estado de somnolencia impropio de sus infantiles años. Sus devociones exaltáronse más aún al aproximarse la época de su primera comunión. Al mismo tiempo, la atacó una tisis laríngea, y los médicos la desahuciaron. Entre otros, el doctor Cotard dijo que no tenía salvación. Cuando monseñor Charlot inauguró el santuario de nuestra Señora del Sotillo, Honorina ya lo frecuentaba asiduamente. Tuvo éxtasis y visiones. Vio a la Virgen, y la oyó decir: «Yo Soy Nuestra Señora del Sotillo». Otro día, la Virgen se acercó a ella, y tocándola con el dedo en la garganta, la dijo que estaba curada.

—Honorina —prosiguió el señor de Brecé— ha referido este hecho extraordinario. Lo ha repetido varias veces con mucha sencillez. Algunos pretenden que varió sus declaraciones; pero es lo cierto que las variantes sólo se refieren a circunstancias accesorias; y es indudable que la muchacha dejó de sufrir repentinamente del mal que la consumía. Los médicos que la examinaron y la auscultaron después de la aparición milagrosa, nada advirtieron de anormal en los bronquios ni en los pulmones. El mismo doctor Cotard confesó que no sabía cómo explicarse aquella curación.

—¿Qué piensa usted de todos estos acontecimientos? —preguntó el señor Lerond al padre Guitrel.

—Que son dignos de respeto —contestó el sacerdote—, y que deben inspirar a un observador de buena fe serenas reflexiones. Merecen ser atentamente considerados. Por ahora, nada preciso puede afirmarse. Yo nunca rechazaría con desprecio temerario, como lo hace el padre Lantaigne, hechos tan interesantes y consoladores; pero tampoco me atreveré a calificarlos de milagrosos, como lo hace el padre Goulet. Me abstengo prudentemente.

—Hay que considerar en el caso de Honorina Porrichet —dijo el señor de Brecé—, por una parte, la curación, verdaderamente extraordinaria, y que, hasta cierto punto, contradice la ciencia médica; por otra parte, las visiones con que se supone favorecida. No ignora usted, señor cura, que habiendo sido fotografiados los ojos de la muchacha durante una visión, el clisé obtenido por el fotógrafo, de cuya buena fe no tenemos derecho a dudar, reproducía la imagen de la Santísima Virgen impresa en las pupilas de Honorina. Personas serias aseguran haber visto las fotografías y haber distinguido en ellas, con una lente de aumento, la imagen de Nuestra Señora del Sotillo.

—Son hechos dignos de atención —contestó el padre Guitrel—, pero es necesario saber examinarlos juiciosamente sin deducir conclusiones prematuras. No imitemos a los incrédulos, que se precipitan al hacer deducciones favorables para sus apasionamientos. En materia de milagros, la Iglesia tiene gran desconfianza; exige muchas pruebas; pruebas irrefutables.

El señor Lerond preguntó si sería posible adquirir las fotografías que representan la imagen de la Virgen reflejada en las pupilas de Honorina Porrichet, y el señor de Brecé le prometió pedírselas por escrito al fotógrafo, que tenía su taller en la plaza de San Exuperio.

—Sea lo que quiera —dijo la señora de Brecé—, Honorina es una muchacha muy honrada y muy buena. Y esto, seguramente, obedece a una protección especial del Cielo, por tratarse de una criatura desatendida por sus padres, a quienes acosan la miseria y las enfermedades. Me han informado de su buena conducta.

—No podríamos decir otro tanto de todas las muchachas del pueblo —añadió la duquesa de Brecé.

—Ciertamente —dijo el señor de Brecé—. La inmoralidad aumenta y se desborda entre las familias rurales. Conozco algunos ejemplos calamitosos que han de asombrarle a usted, general, cuando se los manifieste. Pero Honorina es la inocencia personificada.

* * *

Mientras así discurrían en la puerta del santuario, Honorina fue a reunirse con Isidoro en la espesura de la Guerche. Isidoro la esperaba tendido sobre un montón de hojas secas. La esperaba con impaciencia, pensando que le llevaría algo de comer o algunos céntimos, y también porque la mozuela se prestaba complaciente a sus caricias. Fue Isidoro quien, al ver un grupo de caballeros y señoras que se encaminaba hacia el santuario, avisó a Honorina para que se apresurase y se pusiera en éxtasis.

Al verla de regreso, la preguntó:

—¿Qué te han dado?

Y como nada llevaba, la golpeó, pero sin hacerla mucho daño. Ella le arañó y le mordió. Luego, le dijo:

—¿A qué conduce todo esto?

—¡Júrame que nada te han dado! —exigió él.

Honorina juró. Después de haberle chupado la sangre que salió de sus pobres brazos, se reconciliaron, y, a falta de otra cosa, se divirtieron acariciándose. Isidoro, sin padre conocido, era hijo de una mala mujer entregada a la bebida. Vagaba constantemente por el bosque y nadie se preocupaba de él. Tenía dos años menos que Honorina y practicaba como un maestro los deleites del amor. Esto era quizá lo único que no le faltaba nunca bajo los árboles de la Guerche, de Lenouville y de Brecé. Lo que hacía con Honorina era para entretener sus ocios, a falta de otra ocupación. Honorina se iba interesando más y más, pero tampoco daba mucha importancia a unos actos tan comunes y tan fáciles; bastaba la presencia de un conejo, de un pájaro, de una mariposa, para distraerlos.

* * *

El señor de Brecé regresó al castillo entre sus invitados. Las frías paredes del vestíbulo estaban cubiertas con trofeos de caza, cornamentas de ciervo, cabezas de cervatillos, venados, cuyo aspecto, a pesar de las preparaciones del naturalista y las roeduras de los gusanos, aún recordaba la tristeza de sus alaridos, y cuyos ojos de esmalte parecían aún destilar el sudor agónico, semejante a una lágrima. Cuernos de gamo, huesos blancos, cabezas cortadas: tristes despojos de las víctimas que conmemora la destreza de sus asesinos ilustres, caballeros de Francia, Borbones de Nápoles y de España. Bajo la monumental escalera había un coche anfibio, cuya caja, en forma de barca, se desmontaba y servía en las cacerías para atravesar los ríos, Lo conservaban con veneración, porque había conducido reyes desterrados.

El padre Guitrel puso cuidadosamente su paraguas de algodón sobre la cabeza de un formidable jabalí, y pasó delante —entre dos cariátides atormentadas de Durcerceau— por una puerta de la izquierda que daba acceso al salón donde las tres señoras de Brecé, que habían sido las primeras en llegar al castillo, hablaban ya con la señora de Courtrai, su vecina y amiga.

Vestidas de negro por una serie interminable de lutos de familia y de lutos regios, muy sencillas, agrestes y monásticas, aquellas señoras entreteníanse comentando bodas, muertes, enfermedades y medicamentos, bajo las pinturas de los techos, donde aparecían, sobre la oscuridad confusa de los fondos abovedados, la barba gris de un Enrique IV, sujeto entre los brazos de una Minerva tetuda, la pálida faz de Luís XII, oprimida por los muslos flamencos de la Victoria y de la Clemencia, con sus túnicas flotantes; la desnudez, rojiza como ladrillo, de un anciano, el Tiempo, que recogía flores de lis; y por todas partes los corzos de los angelotes que sostenían el escudo de los Brecé y sus tres antorchas de oro.

La duquesa viuda de Brecé hacía toquillas de lana negra para las huérfanas. Sin cesar ocupaba sus manos, y contenía las ansias de su corazón desde la época, ya lejana, en que bordó una colcha para el lecho donde su rey debía dormir, en Chambord.

Sobre consolas y mesas desparramábase una multitud de fotografías en marcos Je caballete, de colores diferentes y de materias distintas: peluche, cristal, níquel, porcelana, madera esculpida y cuero estampado. Había también algunos marcos dorados, en forma de herradura; otros representaban una paleta con sus colores y pinceles, una hoja de castaño, una mariposa; y en todos ellos asomaban mujeres, hombres, niños, parientes o amigos, príncipes de la Casa de Borbón, prelados, el conde de Chambord y Pío IX. A la derecha de la chimenea, sobre una magnífica consola antigua sostenida por dos turcos dorados, monseñor Charlot sonreía con toda su caraza, como un padre espiritual, a los militares apiñados en torno suyo —oficiales, sargentos, soldados—, que llevaban sobre el pecho, en la cabeza o en el cuello, todo lo que el Ejército democrático ha conservado como arreos marciales de su caballerosidad. La carroza de monseñor Charlot sonreía a los adolescentes, en traje de ciclistas o de polo, y a las muchachas. Había mujeres hasta sobre las mesas volantes, señoras de todas las edades, algunas de facciones tan acentuadas que parecían hombres; dos o tres, encantadoras.

—¡Señora de Courtrai! —exclamó el señor de Brecé, que seguía al general Cartier de Chalmot—. ¿Cómo se encuentra mi estimable señora?

Y prosiguieron en un ángulo del salón anchuroso la conversación comenzada en el paseo. El señor Lerond dedujo:

—En fin, el Ejército es lo único que nos queda. De cuanto en otro tiempo constituía la fuerza y la grandeza de Francia, hoy sólo subsiste el Ejército. La República parlamentaria ha destrozado el Gobierno, ha comprometido la magistratura, ha corrompido las costumbres. Sólo el Ejército se mantiene firme sobre tantas ruinas. Por lo cual digo que es un sacrilegio atacarle.

Se detuvo. Como no tenía facilidad para ver a fondo los asuntos, limitábase ordinariamente a generalidades. Nadie ponía en duda la nobleza de sus sentimientos.

La señora de Courtrai, hasta entonces absorta en sus reflexiones respecto a las tisanas, irguió la cabeza y levantó sobre el señor de Brecé su fisonomía de viejo guardabosque.

—Supongo que habrá dejado usted la suscripción de ese periódico que hace causa común con los enemigos del Ejército y de la Patria. Mi marido ha devuelto a la Administración el número que contenía el artículo…, ya sabe usted…, el artículo infame…

—Mi sobrino —replicó el señor de Brecé— me escribe que en el Círculo han formulado una protesta los que renuncian a la suscripción del diario, y el pliego se cubre de firmas. Casi todos los socios del Círculo se adhieren, pero se reservan el derecho a comprar números sueltos.

—El Ejército —dijo el señor Lerond— está muy por encima de todos los ataques.

El general Cartier de Chalmot rompió el silencio en que se había encerrado hasta entonces:

—Me gusta oírselo decir. Y si, como yo, frecuentara usted los cuarteles, le sorprendería agradablemente comprobar las cualidades de paciencia, disciplina, valor y jovialidad, que hacen del soldado francés un instrumento táctico de primer orden. No me canso de repetirlo. Con unidades así pueden acometerse las más arduas empresas; y mi experiencia de jefe me permite asegurar que, si se estudia el espíritu que le anima, el Ejército francés merece todo género de elogios. Del mismo modo me complazco en rendir tributo a los esfuerzos perseverantes de que ha sido objeto la organización de este Ejército por parte de varios generales de gran capacidad, y declaro que sus esfuerzos alcanzarán un triunfo asombroso.

Y añadió en voz más baja, más grave:

—Después de lo dicho, sólo debo añadir esta máxima: tratándose de hombres, debemos tener presente la calidad con preferencia al número; que se procure formar Cuerpos escogidos; y en estos propósitos no temo verme desmentido por ningún famoso táctico. Mi testamento militar se compendia en la siguiente fórmula: «El número no es nada. La calidad lo es todo». Añadiré que la unidad de dirección es condición indispensable para un ejército, y que este conjunto debe obedecer a una voluntad única, soberana, inmutable.

Calló. La mirada de sus pálidos ojos estaba impregnada en lágrimas. Sentimientos confusos, inexplicables, invadían el alma de aquel honrado y sencillo anciano, el más hermoso capitán, en otro tiempo, de la Guardia Imperial, enfermo al presente, agotado, perdido como en un bosque entre aquel nuevo mundo militar, que no comprendía.

La señora de Courtrai, que no gustaba de teorías, dirigió al general su mirada de viejo huraño:

—General, puesto que, a Dios gracias, el Ejército está respetado por todos; puesto que es la sola fuerza en torno de la cual permanecemos todos agrupados, ¿por qué no constituye gobierno? ¿Por qué no envía un coronel con su regimiento al palacio Borbón y al Elíseo?…

Se contuvo al advertir que se nublaba la frente del general.

El señor de Brecé hizo una seña con un dedo al señor Lerond.

—¿No ha visto usted la biblioteca, señor Lerond? Voy a enseñársela. Como le gustan a usted los libros antiguos, estoy seguro de que le interesará.

A través de una galería extensa y desmantelada, cuyo techo estaba cubierto por una tosca pintura que representaba a Apolo y a Luis XIII aplastando a los enemigos del reino, figurados por furias e hidras, el señor de Brecé condujo al abogado de las Congregaciones a la sala donde el duque Guido, mariscal de Francia, gobernador de la provincia, había establecido la biblioteca en 1605, en las postrimerías de su fortuna y de su edad.

Era una sala cuadrada, que ocupaba toda la planta baja del pabellón Oeste, y recibía luz del Norte, del Poniente y del Mediodía, por tres ventanas sin cortinas, que presentaban a la vista tres cuadros de luz deslumbrantes, encantadores y magníficos. Al Mediodía, sobre el césped, un jarrón de mármol, en el cual dos palomas se habían posado; los árboles del parque, secos por el invierno; y en el fondo de una avenida purpúrea, las blancas estatuas de la fuente de Galatea. Al Poniente, la llanura inmensa, y en el cielo, el sol, como un huevo mitológico de luz y de oro despachurrado entre las nubes. Al Norte, claridad espléndida y fría, las huertas bien cultivadas, los campos violáceos, las pizarras y el humo lejano de los tejados de Brecé; y el campanario de la humilde iglesia, estrecho y erguido.

Una mesa Luis XIV, dos sillas, una esfera terrestre del siglo XVII, con una rosa de los vientos sobre la extensión inexplorada del Pacífico, amueblaban aquella severa habitación. Dos armarios con celosía guarnecían las paredes hasta el techo. Sus estantes de madera pintada de gris extendíanse hasta la chimenea, de un rojo antiguo; y a través de las mallas de alambre de cobre dorado veíanse las lomeras de los libros viejos.

—La biblioteca —dijo el señor de Brecé— fue creada por el mariscal. El duque Juan, su nieto, la enriqueció mucho durante el reinado de Luis Catorce, acondicionándola como usted la ve. Desde entonces ha sufrido pocas reformas.

—¿Y la tiene usted catalogada? —preguntó el señor Lerond.

El señor de Brecé respondió que no. El señor de Terremondre, muy entusiasta de los libros viejos, habíale animado repetidas veces a que hiciera un catálogo; pero nunca tuvo tiempo de sobra para ocuparse de aquello.

Abrió uno de los armarios, y el señor Lerond sacó sucesivamente varios volúmenes en octavo, en cuarto, en folio, encuadernados en piel jaspeada, estriada o marmórea, en pergamino, en tafilete encarnado o azul; todos llevaban grabado el escudo con tres antorchas, rematado por la corona ducal.

El señor Lerond no era un gran bibliófilo; pero, sin embargo, se maravilló al coger un manuscrito, admirable copia del Diezmo regio, regalada por Vauban al mariscal.

Este manuscrito estaba ornado con un frontispicio y varias viñetas y marmosetes.

—¿Son dibujos originales? —preguntó el señor Lerond.

—Sin duda —respondió el señor de Brecé.

—Están firmados —dijo el señor Lerond—; creo leer el nombre de Sebastián Leclerc.

—Es muy posible —contestó el señor de Brecé.

El señor Lerond se fijó especialmente en los ricos escudos de los libros de Tillemont acerca de historia romana y de historia eclesiástica, en el Código de la provincia y en los Tratados innumerables de los antiguos legisladores; observó las obras de teología, de controversia, de hagiografía; las enormes genealogías, las viejas ediciones de los clásicos griegos y latinos, y los libros, mayores que atlas, compuestos para el casamiento del rey, para la entrada en París del rey, para las fiestas de convalecencia del rey y para las victorias del rey.

—Esto es lo más antiguo de la biblioteca —dijo el señor de Brecé—, la parte adquirida por el mariscal. He aquí —añadió, mientras abría dos o tres armarios— las adquisiciones del duque Juan.

—¿El ministro de Luis Dieciséis, el que fue llamado asimismo «clemente duque»? —preguntó el señor Lerond.

—Precisamente —respondió el señor de Brecé.

La parte adquirida por el duque Juan ocupaba todo el lienzo de pared de la chimenea y el de la ventana por donde se veía el campo. El señor Lerond leyó en voz alta los títulos, escritos en oro, entre dos nervios, sobre las lomeras de los volúmenes:

1. Enciclopedia metódica.
2. Obras de Montesquieu.
3. Obras de Voltaire.
4. Obras de Rousseau, del padre Mably, de Condillac.
5. Historia de los establecimientos europeos en las Indias por Raynal.

Luego hojeó los poetas y los cuentistas en ediciones ilustradas: Grecourt, Dorat, Saint-Lambert, el Boccaccio, con dibujos de Marillier, y una edición lujosa de La Fontaine.

—Los grabados son un poco libres —dijo el señor de Brecé—. Tuve que hacer desaparecer otras obras de la misma época, cuyas estampas eran realmente licenciosas.

El señor Lerond descubría, junto a aquellos libros ligeros, una serie de obras políticas y filosóficas: tratados acerca de la esclavitud y relaciones de la guerra de los insurrectos americanos.

Al abrir las Reflexiones de un solitario, vio en las márgenes muchas anotaciones, puestas por la mano del duque Juan, y leyó en voz alta una de ellas:

«El autor dice bien; los hombres son buenos por naturaleza. Las leyes de la sociedad los pervierten».

—¡He aquí lo que su tatarabuelo escribía en mil setecientos noventa!

—¡Es curioso! —dijo el señor de Brecé, mientras colocaba el libro en su estante.

Luego, al abrir el armario del Norte, añadió:

—En este lado están las adquisiciones de mi abuelo, que fue paje de Carlos Décimo.

El señor Lerond reconoció allí, cubiertos de badana oscura, de becerro, de chagrín negro, las Obras de Chateaubriand, varias Memorias acerca de la Revolución, las Historias de Anquetil, de Guizot, de Agustín Thierry, el Curso de literatura de La Harpe, La Galia poética de Marchangy, los Discursos del señor Lainé.

Además de aquella literatura de la Restauración y del Gobierno de Julio, aparecían sobre un estante dos o tres folletos, deshojados, referentes a Pío IX y al poder temporal; dos o tres novelas resobadas; un panegírico de Juana de Arco, pronunciado en la iglesia de San Exuperio el 8 de junio de 1890 por monseñor Charlot, y algunos libros de devoción para señoras de buena sociedad.

A esto se reducía la contribución del difunto duque, miembro de la Asamblea Nacional en 1871, y del último duque de Brecé, a la biblioteca creada por el mariscal en 1605.

—No extrañe que cierre los armarios con llave —dijo el señor de Brecé—. Es preciso tener precauciones; mis hijos son ya mozos, puede ocurrírseles la idea de registrar la biblioteca, y encontrarían libros que no deben ponerse en manos de un joven ni ante los ojos de una mujer digna…, sea cual fuere su edad.

El señor de Brecé cerró los armarios con el celo de quien obra bien y con la certeza consoladoia de encarcelar la lujuria, la duda, la impiedad y los malos pensamientos. Disfrutaba el fiero goce de cerrar con llave el mal universal; y aun cuando se mezclara con este sentimiento alguna vanidad de hombre sencillo y alguna secreta envidia de ignorante, era, sin embargo, bastante puro y hermoso. Después de guardar el manojo de llaves en su bolsillo, el señor de Brecé mostró al señor Lcrond su fisonomía satisfecha.

—Arriba —dijo— está el aposento del rey. Los antiguos inventarios comprenden bajo esta denominación todo el piso. En su estancia propiamente dicha se conserva la cama donde durmió Luis Trece. Aún está cubierta con su antigua colcha de seda bordada. Es un aposento que merece ser visitado.

El señor Lerond no podía tenerse en pie. Sus piernas, dobladas durante todo el año bajo una mesa de escribir, habían soportado con dificultad el paseo sobre los duros caminos del parque, el recorrido de las cuadras y la peregrinación a Nuestra Señora del Sotillo; estaban flojas, débiles y rematadas por unos pies calientes y doloridos, pues el abogado de las Congregaciones, para presentarse dignamente, se había puesto botas de charol.

Clavó en el techo una mirada muy afligida, y balbuceó:

—Es tarde. ¿No sería preferible que nos reuniéramos con las señoras en el salón?

El señor de Brecé sólo era terrible cuando visitaba sus cuadras; nunca ponía gran empeño en lucir todo el resto de la casa.

—Va faltando luz, efectivamente —dijo—. Otra vez será. A la derecha, señor Lerond, a la derecha; haga usted el favor…

En el quicio de la puerta, el antiguo abogado fiscal exclamó:

—¡Vaya unos muros, señor duque, vaya unos muros!… ¡Tienen un grueso!… Su enjuta fisonomía, que permaneció tranquila e indiferente ante los trofeos de caza del vestíbulo, ante las pinturas históricas del salón, ante las tapicerías suntuosas y el techo magnífico de la galería, ante aquellos hermosos libros encuadernados en cuero, se iluminaba, se animaba, resplandecía de admiración. El señor Lerond había descubierto al fin un motivo de sorpresa, de asombro, de meditación y de placer moral: un muro. Su alma de juez, destrozada en flor al mismo tiempo que su fortuna cuando la ejecución de los decretos, y su corazón, privado en toda su lozanía del goce de castigar, se llenaban de júbilo ante un muro, el objeto sordo, callado, triste, que reavivaba en su adormecido pensamiento las ideas de cárcel, de calabozo, de tormentos, de vindicta social, de código, de ley, de justicia, de moral… ¡Un muro!…

—En efecto —dijo el señor de Brecé—, el muro, por esta parte, entre la galería y el pabellón, tiene un espesor extraordinario. Era la muralla exterior del primitivo castillo, construido en mil cuatrocientos cinco.

El señor Lerond contemplaba el muro, lo medía con los ojos, lo palpaba con sus pequeñas manos, amarillas y ganchudas; lo estudiaba, lo veneraba, lo amaba, lo poseía.

Al entrar en el salón:

—Señoras mías —dijo a las señoras de Biecé—, el duque ha querido hacerme los honores de su curiosa biblioteca. Al volver me ha llamado la atención el muro extraordinariamente grueso que separa el pabellón de la galería. No creo que exista ninguno tan magnífico, ni siquiera en Chambord.

Pero ni las señoras de Brecé ni la señora de Courtrai lo oyeron. Estaban preocupadas y agitadas con una idea única.

—Juan —gritó la señora de Brecé a su marido—. Juan, mira esto.

Y le enseñó un estuche que acababa de recibir; un estuche de piel roja, colocado sobre el velador, junto a la lámpara. Era un estuche de forma esférica, rematado por un apéndice parecido a un dedal de coser, y se prolongaba en su parte anterior en forma de trébol. Junto a él había una tarjeta. Al pie de la mesa se amontonaban, como si fueran perritos blancos con cintitas azules, papeles de seda arrugados.

—¡Pero atiende, Juan!

El padre Guitrel, que estaba en pie apoyado sobre el velador, abrió con mano respetuosa el estuche y descubrió, un copón de oro.

—¿Quién envía esto? —preguntó el señor de Brecé.

—Mira la tarjeta. Me hallo extrañamente desconcertada; no sé qué hacer.

El señor de Brecé cogió la tarjeta, se puso los lentes, y leyó:


La Baronesa de Bonmont.

Para nuestra Señora del Sotillo.
 

El conde volvió a dejar la tarjeta sobre la mesa, guardóse los lentes, y murmuró:

—¡Es una contrariedad!

—Un copón, un hermoso copón —dijo el padre Guitrel.

—Cuando yo era monaguillo —objetó el general—, oí a los reverendos padres llamar a esta especie de copa una custodia.

—Un copón o una custodia; en efecto —adujo el padre Guitrel—, tales son los nombres con que se designan los vasos que encierran la Eucaristía.

El señor de Brecé continuaba pensativo, con la frente partida por un ceño prolongado y profundo.

Suspiró, y dijo:

—¿Por qué la señora de Bonmont, que es judía, regala un copón al santuario de Nuestra Señora del Sotillo? ¡Qué afán tienen los israelitas de intervenir en nuestras iglesias!

El padre Guitrel, con los dedos metidos en las mangas, se relamió los labios, y después dijo con dulzura:

—Permítame usted, señor duque, una observación: la baronesa de Bonmont es católica.

—¡Vaya! —exclamó el señor de Brecé—. Es una judía austríaca, una señorita de Wallstein. Su marido, el barón de Bonmont, en realidad, se llamaba Gutenberg.

—Permítame, señor duque —dijo el padre Guitrel—. Yo no niego que la baronesa de Bonmont sea de origen israelita. Sólo me permito observar que, convertida y bautizada, es cristiana; añadiré que es buena cristiana. Multiplica sus donativos a las obras católicas, y da ejemplo…

El señor de Brecé le interrumpió:

—Señor cura, conozco sus ideas, y las respeto, como respeto su hábito; pero, a mi entender, un judío, aunque se convierta, nunca deja de ser un judío. No puedo admitir diferencias.

—Yo tampoco —dijo la señora de Brecé.

—Tales afirmaciones, señora duquesa, son legítimas en cierto modo —replicó el padre Guitrel—; pero no puede usted ignorar lo que la Iglesia enseña, es decir, que la maldición divina pronunciada contra los judíos persigue su crimen, pero no puede alcanzar a…

—¡Pesa mucho! —dijo el señor de Brecé, que había sacado el copón del estuche y lo alzaba entre sus manos.

—Realmente, me contraría —dijo la señora de Brecé.

—¡Pesa muchísimo! —repitió el señor de Brecé.

—Y es más —añadió el padre Guitrel—. Está muy bien labrado. Tiene cierto carácter de distinción que constituye, por decirlo así, el sello especial de Rondonneau hermano. Sólo el platero del arzobispado sabe escoger tan preciosamente sus modelos en las tradiciones del arte cristiano, y reproducir la forma y los ornamentos con tanta delicadeza como fidelidad. Este copón es un trabajo meritísimo, como una obra del siglo trece.

—La copa y la taza son de oro macizo —dijo el señor de Brecé.

—Según las reglas de la liturgia —dijo el padre Guitrel—, la copa del copón debe de ser de oro, o al menos de plata sobredorada en la parte interior. El señor de Brecé, que tenía el copón del revés, dijo:

—El pie está hueco.

Y el padre Guitrel fijó su escrutadora mirada en la obra de Rondonneau hermano.

—No lo duden ustedes: la forma es del siglo trece; y no han podido escogerla mejor. El siglo trece es la Edad de Oro de la orfebrería religiosa. En aquella época, el copón tenía la forma de una granada, como reconocerán ustedes en esta pieza. El pie, que no es macizo, pero es grueso, se enriquece con piedras preciosas.

—¡Misericordia! ¡Piedras preciosas! —exclamó la duquesa de Brecé.

—Angeles y profetas hállanse delicadamente cincelados sobre romboides, y producen un efecto maravilloso.

—Era un bribonazo el tal Bonmont —dijo con acritud la señora de Courtrai—. Era un ladronzuelo, y su viuda no ha restituido.

—Por lo visto, ya empieza —dijo el señor de Brecé; y señalaba el resplandeciente copón.

—¿Qué hacer? —preguntó la duquesa.

—No podemos rechazar el regalo —dijo el señor de Brecé.

—¿Por qué? —interrogó la anciana señora de Brecé.

—Porque no es posible, mamá.

—Luego ¿hay que admitirlo?

—Claro… ¡Sí!

—¿Y dar las gracias?

—¡Naturalmente!

—¿Opina usted lo mismo, general?

—Fuera preferible —dijo el general— que esa señora, puesto que no tiene amistad con ustedes, se hubiese abstenido de hacerles un regalo. Pero no es justo contestar a su amabilidad con un desprecio; la cosa no admite duda.

El padre Guitrel, mientras alzaba el copón entre sus venerables manos, adujo:

—Seguramente Nuestra Señora del Sotillo mirará complacida esta joya que le regala un corazón piadoso para el tabernáculo de su altar.

—Pero ¡caramba! —dijo el señor de Brecé—. En este caso, yo represento a Nuestra Señora del Sotillo. Si la señora de Bonmont y su hijo quieren venir a mi casa, y de fijo querrán, ¡estoy obligado a recibirlos!

III

Huyendo de la repentina lluvia que las había sorprendido junto a los fosos del castillo, la señora de Bonmont y la señora de Hortha corrieron hasta el pórtico, para refugiarse bajo la bóveda achatada, en cuya clave se muestra el pavo heráldico de la extinguida familia de Pavés. El señor de Terremondre y el barón de Wallstein no tardaron en alcanzarlas, y los cuatro hacían lo posible para calmar su agitación.

—¿Dónde queda el señor cura? —preguntó la señora de Bonmont—. Arturo, ¿has dejado al padre en el soto?

El barón de Wallstein contestó a su hermana que el sacerdote los seguía.

Y al poco rato vieron al padre Guitrel, empapado y tranquilo, subir los escalones de piedra. Sólo él había conservado en aquella desbandada una perfecta dignidad; con una calma propia de su ministerio y de su corpulencia, mostraba anticipadamente su gravedad episcopal.

La señora de Bonmont, con los colores de sus mejillas avivados por la caminata, con su hermoso pecho anhelante bajo la fina blusa, recogiéndose la falda que ceñía sus caderas, con el pelo revuelto, los ojos encendidos, los labios húmedos, en su madurez de Erigona vienesa, sugería la idea deliciosa de un racimo de uvas maduro y dorado.

Su voz, menos suave que la expresión de su boca, se alzó algo áspera, para preguntar:

—¿Se ha mojado usted mucho, señor cura?

El padre Guitrel se quitó el ancho sombrero empolvado, que las gotas de lluvia jaspeaban; paseó la mirada de sus ojillos grises sobre el grupo aún anhelante de los que habían huido apresuradamente, y dijo, no sin una ligera malicia:

—Estoy mojado, pero no me ahogo.

Y luego añadió:

—Una mojadura inofensiva. El agua no me ha calado la ropa.

—Subamos —dijo la señora de Bonmont.

Estaba en su casa, en aquel castillo de Montil que Bernardo de Pavés, general de Artillería, había mandado construir en 1508 para Nicolette de Vaucelles, su cuarta mujer.

«La casa de Pavés floreció durante novecientos años —dice Perrín de Verdier en el primer libro de su Tesoro de genealogías—, y a dicha casa se aliaron todas las familias soberanas de Europa, sobre todo los reyes de España, de Inglaterra, de Sicilia y de Jerusalén; los duques de Bretaña, de Alenfon, de Vendóme y otros, e igualmente los Ursinos, los Colonna, los Cornard».

Y Perrín de Verdier se extiende con mucha complacencia en las ilustraciones de aquella «tan ilustre casa», que dio a la Iglesia dieciocho cardenales y dos Papas, a la Corona de Francia tres condestables y seis mariscales, y al rey una querida.

En la tierra de Montil habían residido desde el reinado de Luis XII hasta la Revolución los jefes de la rama del primogénito de Paves, extinguida en 1795 en la persona de Felipe VIII, príncipe de Paves, señor de Montil, Toché, los Puentes, Rougeain, la Victoria, Berlogne, etcétera, etc., primer gentilhombre del rey, muerto en Londres, adonde había emigrado y se había establecido como peluquero en una barraca de Withe-Cross Street; sus tierras, que dejó incultas en vida, fueron en la época del Directorio vendidas como bienes nacionales y adjudicadas en varios lotes a campesinos que se convirtieron en burgueses. El partido negro, que había adquirido el castillo por un puñado de plata, comenzó a derribarlo en 1813. Pero los derribos, que se interrumpieron después de la destrucción de la galería de los Faunos, no se reanudaron ya. Durante dos años las gentes de las cercanías quitaron los plomos de los tejados. En 1815, el señor de Reu, antiguo oficial de la Marina del rey, agente secreto del conde de Provenza en Holanda, cómplice, según dicen, de Jorge en el atentado de la calle de San Nicasio, deseoso de acabar su vida en su país natal, compró por algunos cientos de escudos arrancados al príncipe ingrato aquellos muros ruinosos donde ocultó su indigencia huraña, y poco faltó para que se cayeran sobre él y sobre once de sus hijos, entre bastardos y legítimos. Después de su muerte, su hija, una solterona, quedóse allí; utilizaba los salones de gloria y esplendor para poner a secar ciruelas del huerto; y en 1875, una mañana de invierno, la señorita de Reu, a los noventa y nueve años y tres meses de edad, apareció difunta sobre un jergón podrido, en la estancia cubierta de divisas y emblemas consagrados a Nicolette de Vaucelles.

En aquella época, el barón Julio de Bonmont, hijo de Nathan, hijo de Seligman, hijo de Simón, venido de Austria, donde había negociado los empréstitos del desgraciado Imperio, establecía en Francia su centro de operaciones y aportaba a la República el concurso de su genio emprendedor. Entre los miembros del Parlamento llamado a comprenderle y estimarle, hallábase el señor Laprat-Teulet, que representaba entonces en la Cámara el distrito de Montil y fue uno de sus primeros, de sus más constantes auxiliares. Descubrió al punto que, después de la época preparatoria y de los días de lucha, había llegado el tiempo de los grandes negocios, y consagró sus ardientes y desinteresadas simpatías al afanoso barón, el cual decía satisfecho:

—Ese Laprat-Teulet es un mozo inteligente.

Aconsejado por Laprat-Teulet, el barón Julio compró el castillo de Montil. Era una ruina augusta y encantadora, que se podía sostener y conservar. El barón confió la restauración al señor Quatrebarbe, discípulo de Viollet-le-Duc, arquitecto diocesano, quien sustituyó todas las piedras viejas por nuevas. Y en aquella reciente construcción, el barón, muy admirado entre los hombres políticos por su gusto artístico, instaló cuidadosamente sus cuadros, muebles y armas de riqueza fastuosa. De este modo, el castillo de Montil, según la expresión del señor de Terremondre, fue conservado para los admiradores de nuestro arte nacional, y se transformó en un maravilloso museo gracias a los cuidados y a la magnificencia de un magnífico señor con alma de artista.

El barón disfrutó muy poco y no saboreó mucho tiempo el orgullo de Montil y de sus torres guarnecidas con medallones, de su afiligranada escalera recamada y de sus salones con admirables tallados. Después de llegar en sus negocios al punto culminante, cayó víctima de un ataque de apoplejía la víspera de los desquiciamientos y de los escándalos. Al morir, ya muy rico, dejaba una viuda risueña y radiante, y un niño de poca edad, que se le parecía por su cuerpo rechoncho, su frente de buey y su alma implacable. La señora de Bonmont había conservado Montil, donde era dichosa.

Hizo subir a la señora de Hortha por la escalera de caracol, en cuyas filigranas de piedra se repetía, con una profusión enorme, el pavo real de Bernardo de Pavés, atado por una pata al laúd de Nicolette de Vaucelles. Se recogió el vestido con ademán un poco brusco, que no estaba exento de encanto, y se internó en la estrecha espiral. El señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Arqueología, y en otros tiempos hombre de aventuras felices, al subir tras de ella, seguía con la mirada los leves movimientos de sus formas atractivas.

A los cuarenta años conservaba todavía el deseo y los recursos de agradar. El señor de Terremondre la estimaba, porque era un hombre cabal, pero sin permitirse la más pequeña intentona, creyéndola profundamente apasionada por Raúl Marcien, hombre gallardo, irascible y desatento.

La señora de Bonmont dijo entonces:

—Entremos en la sala de armas, donde hay calefacción.

Y abrió la puerta.

La sala de armas se templaba con un calorífero de vapor de agua, cuyas bocas de cobre asomaban entre los azulejos dibujados por el señor Quatrebarbe.

La señora de Bonmont tuvo buen cuidado de colocar junto a una de las bocas del calorífero al padre Guitrel, y de preguntarle afectuosamente si llevaba calzado impermeable y si aceptaría un vaso de ponche.

Aquella sala inmensa brillaba bajo una bóveda que contenía más hierro que la Armería de Madrid. El agiotista había formado, a fuerza de dinero, una colección de armas superior a la del propio Spitcer. Los tres siglos de la armadura de combate figuraban allí con las múltiples hechuras usadas en todos los países de Europa. Sobre la monumental chimenea, sostenida por dos cazadores brabantinos, se alzaba de perfil una armadura de condolíieri montada en otra de corcel, con la testera, la muserola, barba de crines y barba de pecho, la malla y el guardacola.

Desde lo más alto a lo más bajo, cubrían las paredes panoplias deslumbradoras, cascos, cazoletas, almetes, celadas, morriones, burguiñones, yelmos, cotas de malla, lorigas, grebas, espuelas. En torno de los broqueles, paveses y tarjas, resplandecían las tizonas, partesanas, horcejas, bisarmas, mentantes, estoques, puñales, dagas y estiletes. Al pie de las paredes, en torno de la sala, había fantasmas revestidos de hierro ennegrecido, de hierro pulido, de hierro labrado, cincelado, adamascado; los maximilianos de corazas acanaladas y abullonadas armaduras de tonelete, el polichinela de Enrique III y el cangrejo de Luis XIII; trajes de guerra que usaron príncipes franceses, españoles, italianos, alemanes, ingleses; caballeros, capitanes, sargentos, ballesteros, soldados de caballería y suizos; adornos de acero que lucieron en el Campo del Tisú de Oro, en las justas y en los torneos de Francia, Inglaterra y Alemania; armaduras de Poitiers, de Verneuil, de Granson, de Fornoue, de Cerisolles, de Pavia, de Ravenna, de Pultava, de Culloden, nobles o mercenarias, corteses o rebeldes, victoriosas o vencidas, amigas o enemigas, todas reunidas allí por el barón.

* * *

Después de la comida, la señora de Bonmont, al servir el café, no ofreció el azúcar al padre Guitrel, que tenía costumbre de tomarla, y se la ofreció, en cambio, al barón de Wallstein, que era diabético y estaba sometido a un régimen severo. Se condujo de tal manera no por malicia, sino porque pesaban sobre su espíritu preocupaciones abrumadoras. Aquella inquietud, que no lograba ocultar por carecer de astucia y disimulo, habíasela ocasionado un telegrama de París, cuyo texto era de doble sentido: uno literal, insignificante, claro para todo el mundo, que mencionaba el retraso de unos esquejes; el otro espiritual y verdadero, comprensible para ella sola, para ella sola doloroso, haciéndola saber que su amigo no iría a Montil y que pasaba en París grandes apuros.

Siempre necesitaba mucho dinero Raúl Marcien, y en los últimos quince años, es decir, desde su mayor edad, vivía solamente a fuerza de ingenio y de audacia. Pero aquel año las dificultades de su posición aumentaron y llegaron a ser espantosas. Todo esto ocasionaba mucha pena y constante inquietud a la señora de Bonmont, pues quería a Raúl, le quería tiernamente, con toda su alma y con toda su carne.

—¿Dos terrones, señor de Terremondre?

Adoraba a su Raúl, su Rara, con toda la dulzura de su alma serena. Le agradecería que fuera tierno y fiel, inocente y soñador, pero nunca fue tal como ella deseaba, y esto siempre la hizo sufrir. Temerosa de perderle, mandaba encender velas en la capilla de San Antonio.

El señor de Terremondre, como persona entendida, examinaba los cuadros. Eran pinturas de la escuela moderna: de Daubignys, de Teodoro Rousseau, Julio Dupré, Chintreuil, Díaz, Corot; estanques melancólicos, linderos de bosques profundos, praderas húmedas, calles de aldeas, calveros inundados por el oro del sol poniente, sauces sumergidos en los blancos vapores de la mañana; lienzos plateados, verdes, azules o grises, que en sus macizos marcos de oro, sobre una tapicería de damasco encarnado, no armonizaban, acaso, muy bien con la monumental chimenea estilo Renacimiento, donde los amores de las ninfas y las metamorfosis de los dioses estaban esculpidos y desdecían bastante del maravilloso techo antiguo, cuyos pintados artesones repetían, con una diversidad infinita, el pavo real de Bernardo de Pavés, atado por una pata al laúd de Nicolette de Vaucelles.

—¡Un hermoso Millet! —exclamó el señor de Terremondre ante una pastora de patos que destacaba, con una terrible solemnidad rústica, bajo un cielo de oro pálido.

—Es un cuadro muy bonito —contestó el barón de Wallstein—. Tengo la pareja en Viena. Pero el mío representa un pastor. No sé cuánto ha pagado mi cuñado por éste.

Y con la taza en la mano paseaba por la galería.

—Este Julio Dupré le costó a mi cuñado cincuenta mil francos; este Teodoro Rousseau, sesenta mil; este Corot, ciento cincuenta mil.

—Conozco las opiniones del barón acerca de la pintura —dijo el señor de Terremondre, que seguía a Wallstein a lo largo de las paredes—. Un día que bajaba yo la escalera del Hotel de Ventas con un cuadrito pequeño debajo del brazo, el barón me tiró de la manga, según su costumbre, y me preguntó: «¿Qué lleva usted?». Yo, con el orgullo de un aficionado feliz, le contesté: «Un Ruisdael, señor de Bonmont, un Ruisdael auténtico. Ha sido grabado, y precisamente, tengo el grabado en mi cartera». «¿Cuánto ha pagado usted por su Ruisdael?». «Estaba en una sala del entresuelo. El perito no supo lo que vendía… ¡Treinta francos!». «¡Tanto peor! ¡Tanto peor!». Al ver mi sorpresa, tirándome de la manga, me dijo: «Mi querido Terremondre, era menester haber pagado por esta obra diez mil francos, y ahora, en su poder, valdría treinta mil. Pero un cuadrito que le cuesta a usted treinta francos, ¿qué precio alcanzará en su venta? Veinticinto luises a lo sumo. Hay que ser razonable. Una mercancía no puede subir de un salto de treinta francos a treinta mil». ¡Ah! —exclamó el señor de Terremondre—, era inteligente el barón.

—Sí, era inteligente —repuso Wallstein— y aficionado a las burlas.

Los dos conversadores, con sus tazas en la mano, levantaron la cabeza y vieron aquel barón que tan inteligente había sido en vida. Estaba allí, entre los paisajes costosos, en un marco resplandeciente, y erguía su maliciosa cabeza de jabalí pintada por Delaunay.

La señora de Bonmont y el padre Guitrel, sentados uno frente a otro ante el fuego de la monumental chimenea, cambiaban algunas palabras acerca del tiempo y meditaban. La señora de Bonmont pensaba que su vida hubiera sido muy agradable si Rara se lo propusiese. ¡Lo quería con tanta inocencia y sencillez!

Todos los moralistas antiguos y modernos, todos los padres de la Iglesia, los doctores y los teólogos, el padre Guitrel y monseñor Charlot, el Papa y los Concilios, el arcángel de la trompeta atronadora y Cristo descendiendo en su aureola de gloria para juzgar a los vivos y los muertos, todos juntos, no hubieran conseguido convencerla de que hacía mal en querer a Rara. Pensaba que no le vería en Montil y que tal vez en aquel instante la burlaba con alguna moza, pues era casi tan frecuente su trato con ellas como con los curiales, y alguna vez lo vio acompañar en las carreras a cortesanas ya maduras, en quienes clavaba sus ojos turbadores al darles unos gemelos o ponerlas el abrigo. Su pobre amante no se podía librar de una multitud de personas molestas que le retenían por razones que no eran fáciles de comprender cuando las explicaba. La buena señora sentíase infeliz, y suspiró.

El padre Guitrel pensaba en el obispado de Tourcoing. Al padre Lantaigne, su contrincante, lo veía ya derrotado, sumergido entre las ruinas del Seminario, bajo el peso de las diligencias judiciales entabladas por el carnicero Lafolie. Pero eran varios los competidores en la sucesión de monseñor Duclou. El primer vicario de una de las parroquias de París y un cura de Lyón se mostraban confiados en el apoyo del ministro. La Nunciatura se mantenía en su acostumbrada reserva. El padre Guitrel suspiró.

Al oír aquel suspiro, la señora de Bonmont, que era la bondad personificada, se reprochó sus pensamientos egoístas y se propuso interesarse por los asuntos del padre Guitrel. Preguntóle solícitamente si tardaría mucho en ser obispo.

—Se trata de la vacante de Tourcoing, ¿es cierto? Y ¿no se aburrirá usted en aquel villorrio?

El sacerdote le aseguró que el gobierno de los fieles ocuparía por completo a su pastor, y que la diócesis de Tourcoing era una de las más antiguas y más extensas de la Galia septentrional.

—Es la sede del bienaventurado Loup, apóstol de Flandes.

—¿De veras? —dijo la señora de Bonmont.

—No se ha de confundir —prosiguió el padre Guitrel— a San Loup, apóstol de Flandes, con San Loup, obispo de Lyón; San Loup, obispo de Sens, y San Loup, obispo de Troyes. Éste llevaba siete años de matrimonio con la hermana del obispo de Arlés, llamada Pimentola, cuando la dejó para entregarse, en la soledad de Lerins, a las prácticas de una devoción ascética.

Entretanto, la señora de Bonmont pensaba:

«Habrá perdido mucho dinero en el juego. Por una parte sería conveniente, porque desde hace algún tiempo ganaba de tal modo, que los socios del Círculo ya no le permitían tener la banca. Por otra parte, sería necesario pagar».

Y a la señora de Bonmont la contrariaba mucho la sola idea de pagar a los acreedores de Rara; desde luego, porque siempre le parecía desagradable pagar, y también porque al facilitarle dinero a Rara hería su delicadeza femenina y aumentaba su desasosiego con el temor de que su amante no la quisiera desinteresadamente. Y por anticipado imaginaba que no tendría más remedio que pagar al ver a su Rara sombrío y terrible, aplicarse al cráneo humeante y reluciente bajo el pelo ya escaso, una servilleta mojada, y cuando le oyera decir, entre imprecaciones y blasfemias horribles, que se vería obligado a levantarse la tapa de los sesos. Porque Rara era un hombre de honor. Desde que ya no servía en el ejército, hizo una profesión del honor. Representaba con frecuencia el papel de testigo y árbitro entre una sociedad muy distinguida donde no era posible un lance sin su intervención. La infeliz señora reflexionaba que tampoco aquella vez se libraría de darle dinero. ¡Si al menos aquel hombre fuera del todo suyo y la tratara con solicitud amorosa! Pero, de continuo inquieto, furioso, huraño, parecía vivir en constante lucha.

—El santo de que se trata, señora baronesa —dijo el padre Guitrel—, nuestro virtuosísimo Loup o Lupus, evangelizó a Flandes. Los trabajos de su apostolado eran a menudo muy difíciles. Hay en su biografía un rasgo que la conmoverá por su gracia inocente. Una tarde iba el virtuosísimo Loup a través de los campos cubiertos de nieve, y se detuvo para calentarse en casa de un senador. Éste, muy divertido a tal hora con algunos camaradas, en presencia del apóstol, sostuvo una conversación deshonesta. Loup intentó atajar aquellos atrevimientos. «Hijos míos —les dijo al senador y a sus huéspedes—, ¿no sabéis que el día del Juicio tendréis que dar cuenta de toda palabra vana?». Pero ellos desoyeron las exhortaciones del santo varón y redoblaron sus frases de indecencia y de impiedad. Entonces el virtuosísimo Loup sacudió el polvo de sus zapatos, y dijo: «Quise calentar mi fatigado cuerpo en vuestra lumbre; pero vuestros culpables discursos me obligan a salir de aquí tan helado como entré».

La señora de Bonmont discurría, con tristeza, que desde tiempo atrás Rara no dejaba de rechinar los dientes y de revolver los ojos con furia mientras profería terribles amenazas de muerte contra los judíos. Rara siempre había sido antisemita; ella también lo era, pero prefería que no se suscitara esa cuestión y opinaba que, siendo Rara el amante de una señora católica de origen judío, hacía mal en decir que pensaba reventar a todos los judíos. Esto la entristecía. La hubieran agradado mayor dulzura y mayor amabilidad, propósitos más pacíficos y deseos más bondadosos. Ella mezclaba con sus ideales de amor sueños inocentes de confitería y de poesía.

—El apostolado del virtuosísimo Loup —dijo el padre Guitrel— dio sus frutos. Los habitantes de Tourcoing que habían sido bautizados por él, le nombraron, por aclamación, obispo. Acompañaron a su muerte circunstancias que, sin duda, la interesarán a usted, señora baronesa. Un día del mes de diciembre del año trescientos noventa y siete, cargado de méritos y de achaques, se dirigió San Loup hacia un árbol rodeado de malezas, donde tenía costumbre de orar. Una vez allí, señaló en el suelo con dos ramitas un espacio en que pudiera yacer su cuerpo, y dijo a los discípulos que le acompañaban: «Cuando yo abandone, por la voluntad de Dios, el destierro de este mundo, aquí es donde habéis de enterrarme». San Loup murió al domingo siguiente de haber señalado su lecho de reposo. Se cumplió su voluntad, y Blandus fue a enterrar el cuerpo del bienaventurado, a quien sucedió en la sede episcopal de Tourcoing.

La señora de Bonmont sentíase triste, indulgente. Adivinaba, y disculpaba, el motivo de los furores antisemitas de su Rara. En aquellos últimos tiempos, Rara, deseoso de recobrar en lo posible su buena fama, procuró adoptar una postura de hombre honrado, y en el Círculo defendía calurosamente los fueros del ejército, al cual había pertenecido como teniente de Caballería. Así lograba reanudar y fortalecer los lazos que le unieron al elemento armado; y en la exaltación de su celo, abofeteó en un café a un judío que tuvo la audacia de pedirle a un mozo El Anuario Militar.

La señora de Bonmont lo quería y lo admiraba, pero no era feliz.

Levantó la cabeza, se abrieron sus ojos como dos hermosas flores, y exclamó:

—La sede del bienaventurado Loup, apóstol de… Continúe usted, padre, que me interesa mucho.

La señora de Bonmont estaba destinada a buscar las dulzuras de un amor tranquilo en almas poco dispuestas a ofrecérselo. Aquella sentimental Isabel había entregado siempre su corazón a terribles aventureros. En vida del barón amó tiernamente al hijo de un insignificante senador, el joven X***, famoso por haber malversado los fondos secretos de un ministerio durante un año. Depositó luego toda su confianza en un hombre muy seductor, que brillaba en primera fila de la Prensa gubernamental, y que desapareció de pronto en una inmensa catástrofe financiera. Éstos, al menos, procedían, por decirlo así, de las relaciones del propio barón. No se puede condenar a una mujer cuando se permite algún desliz con sus iguales. Pero al nuevo, al último, al preferido, al único, a Raúl Marcien, no lo buscó entre los amigos del barón; no pertenecía al mundo de los negocios; le había encontrado entre la nata de la sociedad francesa, en una provincia, en un centro casi monárquico y casi religioso; casi un aristócrata. Ella creyó satisfacer, por fin, su ansia de ternura y de intimidad delicada, junto a un amigo caballeroso, de sentimientos nobles y suaves, que realizara su ensueño.

Y era lo mismo que los otros: indiferente al amor, iracundo, sensible a todo lo que pudiera lastimarle, desgarrado por las angustias, atraído por las desconcertantes maravillas de una tumultuosa existencia de rufián elegante; pero ¡cuánto más pintoresco y fascinador que sus antecesores! Servía de padrino en un grave y delicado lance, a la misma hora en que le expulsaban del Círculo; en una sola mañana le nombraban caballero de la Legión de Honor y le requerían ante el juez de instrucción para que respondiese a una querella por abuso de confianza… Y él se presentaba siempre arrogante, con los bigotes retorcidos, dispuesto a defender su honor con la punta de la espada. Pero en los meses últimos había perdido su aplomo; hablaba desaforadamente, manoteaba, se comprometía por deseo de vengarse y a cada paso le asaltaban sombras de traiciones absurdas.

Isabel veía con inquietud que las cóleras de Rara eran cada vez más violentas. Cuando ella iba a su casa por las mañanas, le sorprendía en mangas de camisa, sumergido casi en su viejo maletín de servicio, donde se apiñaban los pliegos de papel sellado. Con la cabeza enrojecida, congestionado, juraba, maldecía, vociferaba: «¡Pillos, canallas, bribones, miserables!», y anunciaba que oirían hablar de él y que se producirían sucesos inesperados. Entre tales imprecaciones costábale a la enamorada mucho trabajo atrapar un beso; y su amante la despedía siempre con la amenaza perpetua de pegarse un tiro. ¡Ah!, Isabel imaginaba el amor de otra manera.

—¿Decía usted, señor cura, que el bienaventurado Loup…?

Pero el padre Guitrel, con la cabeza inclinada sobre el hombro y las manos cruzadas sobre el pecho, habíase dormido.

La señora de Bonmont, tan bondadosa para sí misma como para los demás, también se durmió en su butaca pensando que Rara vería el fin de sus apuros, que tal vez sólo tuviera que darle algún dinero y que, al fin y al cabo, lo compensaba todo la satisfacción de sentirse amada por el más hermoso de los hombres.

—Querida amiga, querida amiga —exclamó, con su voz de cuerno de caza y con acento capaz de aterrar a los turcos, la europea señora de Hortha—, querida amiga, ¿no veremos por aquí esta noche a Ernesto?

Hablaba en pie; sus rasgos acentuados le daban cierto parecido a una virgen guerrera, olvidada durante veinte años en un foso del teatro de Bayreuth; terrible, ceñida y cubierta con azabaches y acero, envuelta en resplandores, reflejos y murmurios, en el fondo era una señora muy buena y madre de muchos hijos.

Al despertar, sobresaltada por aquellos trompetazos alarmantes que se producían en la garganta de la señora de Hortha, la baronesa respondió que su hijo Ernesto, con licencia de convaleciente, no tardaría en llegar a Montil. Ya estaba el coche aguardándole en la estación.

El padre Guitrel, al ver su sueño interrumpido por aquella charanga nocturna, se ajustó las gafas y, humedeciéndose los labios con la lengua para darles la unción necesaria, murmuró con una dulzura celestial:

—Sí; Loup… Loup …

—¿De modo —repuso la señora de Bonmont— que llevará usted la mitra, empuñará usted el báculo y lucirá en el dedo un anillo?

—No lo sé todavía, señora —dijo el padre Guitrel.

—¡Sí, sí! Deben elegirle, y lo elegirán.

Aproximó sus labios al oído del sacerdote y le preguntó en voz baja:

—Señor cura, ¿tienen una forma particular los anillos de los obispos?

—No la tienen, señora —respondió el padre Guitrel—. El obispo lleva el anillo como símbolo de su casamiento espiritual con la Iglesia, y, por tanto, es conveniente que este anillo signifique de algún modo, por su aspecto, las ideas de pureza y austeridad.

—¡Ah! —dijo la señora de Bonmont—. ¿Y la piedra?… —En la Edad Media, señora baronesa, el chatón era a veces de oro, como el anillo, o bien una piedra preciosa. La amatista es una piedra muy conveniente, al parecer, para adornar el anillo pastoral. Por eso la llaman piedra de obispo. Brilla con un resplandor moderado. Era una de las doce piedras que componían el pectoral del gran sacerdote de los judíos. Expresa, en el simbolismo cristiano, la modestia y la humildad. Narbode, obispo de Rennes en el siglo once, la hizo emblema de los corazones que se crucifican sobre la cruz de Jesucristo.

—¿De verdad? —preguntó la señora de Bonmont.

Y resolvió ofrecer al padre Guitrel, cuando lo nombraran obispo, un anillo pastoral con una preciosa amatista.

Pero los trompeteos de la señora de Hortha resonaron descompasadamente.

—Querida amiga, querida amiga, ¿no veremos hoy a Raúl Marcien? ¿No lo veremos?

Era de todo punto admirable que la dama europea, después de frecuentar las infinitas sociedades del glcbo, no las confundiese aún más en su memoria. Su cerebro era como el anuario de los salones de todas las capitales, y no carecía de cierto sentido mundano; su amabilidad era universal. Recordó a Raúl con absoluta inocencia. La señora de Hortha era la inocencia personificada. Ignoraba el mal. Excelente esposa y excelente madre, no tenía más hogar que un sleeping, un coche cama; pero nunca dejó de ser honesta. Bajo el cuerpo de su vestido, donde los azabaches y el acero resplandecían entre rumores de granizada, ceñía un corsé de gruesa tela gris. Sus doncellas nunca dudaron de su virtud.

—Querida amiga, ¿sabe usted que Raúl Marcien se ha batido con Isidoro Mayer?

Y en su lenguaje de oficina internacional, de agencia para viajeros, refirió aquel asunto, que la señora de Bonmont conocía perfectamente. Dijo cómo Isidoro Mayer, un israelita muy estimado en el mundo de los negocios, entró una mañana en un café del bulevar de los Capuchinos, y, después de sentarse a una mesa, pidió El Anuario Militar. Como tiene un hijo en el servicio, deseaba conocer los nombres de los oficiales de su regimiento. Extendía la mano para coger el Anuario que le presentaba el mozo, cuando Raúl Marcien se acercó a él y le dijo: «Caballero, le prohíbo a usted que toque al libro de oro del Ejército francés». «¿Por qué?», preguntó Isidoro Mayer. «Porque es usted un correligionario del traidor». Isidoro Mayer encogióse de hombros, y Raúl Marcien le dio una bofetada. Consideróse inevitable un lance, y cambiaron dos balas, sin consecuencias.

—Querida amiga, querida amiga, ¿comprende usted? Yo no lo comprendo.

La señora de Bonmont nada contestó, y su silencio fue prolongado por el silencio del señor de Terremondre y del barón de Wallstein.

—Me parece —dijo después la señora de Bonmont, atenta sólo a un rumor de ruedas y caballos—, me parece que llega Ernesto.

Un criado entró los periódicos; el señor de Terremondre desdobló uno y lo miró por encima.

—Aún hablan del proceso —dijo—. Hay nuevos profesores que protestan. ¡Qué afán tienen de ocuparse de aquello que no les importa! Es muy justo que los militares arreglen sus cuentas entre sí; ésa es la costumbre. Y me parece que cuando siete oficiales…

—Seguramente —dijo el padre Guitrel—; cuando siete oficiales han sentenciado, es temerario, diré que hasta es indecoroso, poner en duda su decisión. Es una incongruencia, una monstruosidad.

—¿Habla usted del proceso? —preguntó la señora de Bonmont—. Pues bien: yo puedo asegurar que Dreyfus es culpable. Lo sé por una persona muy bien informada.

Al decir eso se ruborizó; aquella «persona bien informada» era Raúl.

Ernesto entró al salón; como siempre, desapacible y solapado.

—Buenas tardes, mamá. Buenas tardes, señor cura.

Apenas saludó a los otros, y fue a sentarse entre almohadones, bajo el retrato de su padre. Se le parecía. Era el barón desmedrado, empequeñecido; era el jabalí sin pujanza, insulso, indefenso, y sin embargo, se le parecía de un modo sorprendente; el señor de Terremondre hizo la observación.

—Es extraordinario, señor de Bonmont, cómo se parece usted al retrato de su padre.

Ernesto levantó la cabeza y miró por el rabillo del ojo el lienzo de Delaunay.

—¡Ah, papá! ¡Era inteligentísimo papá! Yo también lo soy bastante; pero vivo desalentado. ¿Qué tal, padre Guitrel? ¿Me quiere usted mucho? Luego solicitaré de su amabilidad un ratito de conversación.

Y volviéndose hacia el señor de Terremondre, que tenía un periódico en la mano, prosiguió:

—¿Qué se dice? Usted comprenderá que nosotros, en el regimiento, carecemos de recursos para procurarnos opiniones. Tener ideas acerca de las cosas es un lujo de burgués, aunque sean ideas imbéciles. Y, por añadidura, los asuntos que interesan a los jefes, ¿en qué pueden interesar a los soldados?

Burla burlando, se divertía de veras en el cuartel. Muy listo sin parecerlo, silencioso, cazurro, solapado, disfrutaba de una terrible facultad desmoralizadora. Hasta sus cicaterías y sus chanzas eran corrupciones, y una vez rióse para sus adentros enormemente, al conseguir con adulaciones que un camarada pobre y vanidoso le regalase una boquilla de espuma. Su goce principal consistía en despreciar y aborrecer a los cabos y sargentos, algunos de los cuales, dominados por la codicia, le venderían su alma, y otros, en cambio, por miedo a comprometerse, le negarían no ya sólo un favor, sino hasta el disfrute de algún derecho que no se le negó jamás al hijo de un campesino.

* * *

El joven Ernesto de Bonmont fue, hipócrita y mimoso, a sentarse junto al padre Guitrel.

—Señor cura, ¿ve usted con frecuencia a los Brecé? Tiene usted con ellos mucha intimidad, ¿no es cierto?

—No crea usted, hijo mío —respondió el padre Guitrel—, que yo tenga intimidad con el duque de Brecé. No es así. Tengo ocasión de verlo cuando visito a su familia. Algunos días de fiesta voy a decir misa al santuario de Nuestra Señora del Sotillo, que se halla en el bosque de Brecé, como usted sabe. Esto es para mí una fuente de consuelos y de venturas. Precisamente, hace un momento hablaba de lo mismo a su mamá. Después de la misa me desayuno, ya en el presbiterio, ya en casa del cura Travies, ya en el palacio, donde me dispensan muy afectuosa acogida, que agradezco. El duque trata a las gentes con exquisita sencillez; las señoras de Brecé son afables y bondadosas. También son muy caritativas; y lo serían mucho más aún si las prevenciones injustificadas, los odios ciegos, la malquerencia de los vecindarios…

—¿Sabe usted, padre, qué efecto ha producido el utensilio que mamá envió a la duquesa para el santuario de Nuestra Señora del Sotillo?

—¿A qué utensilio alude? ¿Habla usted, hijo mío, del copón de oro? Puedo asegurarle que el señor y la señora de Brecé han agradecido el obsequio hecho por su mamá, sencillamente, a la Virgen milagrosa.

—¿Usted supone que ha sido una buena idea, señor cura? Pues de mí salió. Ya sabe usted que mamá no tiene muchas ideas… ¡Oh! No se lo reprocho… Pero hablemos con seriedad. ¿Me tiene usted aprecio, señor cura?

El padre Guitrel cogió entre sus dos manos la diestra del joven Bonmont:

—Hijo mío, no dude nunca de mi estimación: es paternal; mejor diría que es maternal, para expresar lo que tiene de arraigado y tierno. No le he perdido la vista, querido Ernesto, desde el día ya lejano en que hizo usted una primera comunión muy edificante, hasta el punto en que cumple su noble deber de soldado del Ejército francés. Y tengo la convicción de que entre todas las distracciones y los extravíos de su edad, ha conservado usted la fe. Los actos lo atestiguan. No ignoro que siempre ha sido para usted un honor contribuir a nuestras obras. Es usted mi predilecto.

—Pues bien, señor cura: haga usted un favor a su predilecto: dígale al duque de Brecé que me ofrezca el botón.

—¿Qué botón?

—El botón del equipo.

—¿El botón del equipo? Pero, hijo mío, esto es asunto de caza; yo no soy, como el padre Travies, un cazador impenitente. Practico a Santo Tomás con preferencia a San Huberto. ¡El botón del equipo! ¿No será un modo figurado, una metáfora, para expresar la idea de una cacería? En fin, hijo mío: ¿desea usted que le inviten a las cacerías del señor de Brecé?

El joven Bonmont exclamó:

—No confundamos, señor cura. La verdad… ¡Oh!, no es eso. Una invitación… Estoy seguro de recibir una para las cacerías de Brecé a cambio del utensilio.

—Del copón, copón, ciborium. Opino también, hijo mío, que será una satisfacción para el duque y para la duquesa invitarle, en cuanto averigüen que de este modo les proporcionan un gusto a usted y a su señora madre.

—No lo dudo, puesto que admitieron el utensilio. Pero puede usted decirles que no me seducirá su invitación. Pudrirse de plantón en una encrucijada desde donde no se ve gran cosa; recibir salpicaduras de barro en el rostro, y dejarse atropellar por un montero que sigue una pista: son entretenimientos que no me seducen. Los Brecé pueden evitarse la molestia de invitarme a eso.

—No comprendo bien lo que me dice, hijo mío.

—Sin embargo, lo digo con toda claridad, señor cura. No permito que los Brecé se burlen de mí: esto es lo que digo.

—Explíquese usted, se lo ruego —insistió el padre Guitrel.

—Pues bien, señor cura: imagínese usted que me colocan en la Encrucijada del Rey con el médico del pueblo, la mujer del capitán de gendarmes y el pasante del notario Irvoy. No, eso no sería tolerable. Mientras que, si me dan el botón, cazo con el equipo. Y han de ver entonces, aun cuando mi aspecto es, a veces, un poco lánguido, si soy o no un caballero que arrea de firme. El botón, usted puede conseguírmelo, señor cura; los Brecé no se lo negarán. No tiene usted más que pedirlo en nombre de Nuestra Señora del Sotillo.

—Hijo mío le ruego que no mezcle en este asunto, que no es de los que la interesan, a Nuestra Señora del Sotillo. La Virgen milagrosa de Brecé está bastante ocupada concediendo gracias a las viudas, a los huérfanos y a nuestros soldaditos de Madagascar. Pero ¿tiene alguna ventaja muy grande poseer el botón? ¿Es un talismán precioso? Sin duda, lleva consigo privilegios muy singulares. Démelos a conocer. Yo no desdeño el antiguo y muy noble arte de la caza. Perteneció al clero de una diócesis eminentemente cinegética. Deseo instruirme.

—Se burla de mí, padre Guitrel; se divierte usted conmigo, señor cura. Ya sabe usted que el botón es el derecho a lucir los colores del equipo. Le voy a hablar a usted con el corazón en la mano. Ansío el botón de Brecé porque tenerlo es elegante, y me gusta la elegancia. Lo quiero por snobismo: soy snob. Lo quiero por vanidad: soy vanidoso. Lo quiero porque me halagará comer el día de San Huberto en casa de los Brecé. ¡Vaya si sabría lucirlo!, y… ¡deseo mucho tener el botón de los Brecé! ¿Para qué ocultar ni disfrazar mi deseo? Tampoco diré que me avergüenza solicitarlo, porque… no tengo vergüenza. ¿Para qué fingir? Oiga, padre: sepa usted que al pedir el botón al duque de Brecé sólo pido lo que se me debe… Ni más ni menos. ¡Lo que se me debe! Poseo hacienda en su territorio. No mato ciervos; dejo que pasen por mis propiedades y que se mantengan a mi costa. Este proceder merece consideraciones y agradecimiento. El señor de Brecé le debe el botón a su vecinito Ernesto.

El sacerdote nada respondió. Visiblemente resistía y se negaba. El joven Bonmont repuso:

—No es necesario decirle que si los Brecé quisieran cobrar el botón, no me asustaría el precio que le pusieran.

El padre Guitrel hizo un gesto de protesta:

—Deseche usted semejante hipótesis, hijo mío. Eso no encaja en el carácter delicado del señor duque de Brecé.

—Todo es posible, señor cura. Botón gratuito, botón pagado, sólo depende de los recursos y de las convicciones… Hay equipos que le cuestan a su propietario ochenta mil francos anuales: los hay que le producen treinta mil libras de renta. No critico a los que cobran, puesto que me parece justo, y en su lugar yo cobraría también. Hay regiones donde las cacerías son tan costosas, que el propietario, aun siendo rico, no puede por sí solo sufragarlas. Imagínese usted, señor cura, dueño de un coto de caza en los alrededores de París. ¿Comprende lo que significaría satisfacer todos los gastos, y pagar con su dinero todas las indemnizaciones ruinosas exigidas por los campesinos? Yo supongo, como usted, que el botón de Brecé no es de los que se compran. El duque no sabe sacar fruto de su equipo. Mejor. Así me conseguirá usted el botón gratis, señor cura; todo es ventaja.

Antes de contestar, el padre Guitrel pasó siete veces la lengua sobre las encías, con la boca cerrada. Este signo de prudencia no dejó de intranquilizar al joven Bonmont.

Al fin pronunció suavemente:

—Hijo mío, le dije ya, pero me complace repetirlo: yo le quiero de veras y deseo serle útil, o, por lo menos, serle grato. Estoy siempre dispuesto a servirle; pero imagino que no me hallo en condiciones de solicitar la distinción mundana que ahora usted pretende. Reflexione que si el duque de Brecé, después de oírme, pusiera alguna dificultad, yo me vería en su presencia sin prestigio y sin armas. ¿Qué medios tiene un pobre profesor de Elocuencia Sagrada para destruir obstáculos, allanar dificultades, convencer, por decirlo así, a viva fuerza? Nada valgo para exigir y para imponer a los poderosos de la Tierra. No sé, no debo, ni aun en una ocasión fútil como ésta, defender una causa cuyo éxito no puedo asegurar.

El joven Bonmont, sorprendido y admirado, contempló al padre Guitrel, y dijo:

—Comprendo, señor cura. No es posible de pronto; pero cuando lleve usted una mitra, realizará mi deseo sin la menor dificultad… ¡Estoy seguro!

—Es probable —contestó seriamente el padre Guitrel— que si un obispo le pidiera para usted el botón de su equipo, el señor de Brecé no se atreviese a negárselo.

IV

Aquella noche, el señor Bergeret había trabajado mucho; estaba fatigado. Según su diaria costumbre, paseaba por la ciudad en compañía del señor Goubín, su discípulo predilecto desde la traición del señor Roux, y pensando en las tareas realizadas preguntábase, como tantos otros, qué frutos proporciona al hombre su trabajo.

El señor Goubín le dijo:

—Maestro, ¿piensa usted que Pablo Luis Courier sea un buen asunto de tesis doctoral?

El señor Bergeret nada le respondió. Al pasar por la papelería de la señora Fusellier se detuvo delante del escaparate, donde los modelos de dibujo estaban expuestos a la luz del gas, y miró con interés el Hércules Farnesio, que mostraba sus músculos entre aquella estampería pedagógica.

—Me resulta simpático —dijo el señor Bergeret.

—¿Quién? —preguntó el señor Goubín, mientras limpiaba los cristales de sus anteojos.

—Ese Hércules —contestó el señor Bergeret—. Era un hombre muy campechano. «Mi destino —afirmó— es penoso, y tiende hacia un fin sublime». Mucho trabajó en la tierra antes de verse recompensado por la muerte, que es, en realidad, la sola recompensa de la vida. No tenía tiempo para entregarse a la meditación; los profundos pensamientos no alteraban jamás la sencillez de su alma; pero al acercarse la noche sentíase triste, porque su noble corazón le revelaba la inutilidad del esfuerzo, y la tiranía que se impone a los buenos, obligándolos a realizar el mal como realizan el bien. Había en aquel hombre tan fuerte una dulzura singular; y cuando le ocurría, como a cualquiera puede ocurrirle, que sin darse al pronto cuenta, dejaba caer su mortífera maza sobre los inocentes revueltos con los culpables y sobre los humildes mezclados con los altivos, sin duda le acosaba después algún remordimiento. Quizá lamentara la suerte de los infelices monstruos que había destruido en bien de los hombres: el pobre toro de Creta, la triste hidra de Lerna, el hermoso león que al morir le dejó su piel suave para que le sirviera de abrigo. Más de una vez, al declinar el día, cuando terminaba su trabajo, la maza debió pesarle.

El señor Bergeret levantó el paraguas con esfuerzo, como si fuera un arma pesada, y prosiguió su discurso:

—Era robusto y débil. Nosotros le queremos como a un semejante.

—¿A Hércules? —interrogó extrañado el señor Goubín.

—Sí —respondió sencillamente el señor Bergeret—. Como nosotros, nació miserable, hijo del dios y de la mujer. Este doble origen le impuso la tristeza que sumerge a un alma reflexiva y las calamidades propias de un cuerpo ansioso. Mientras vivió, estuvo sometido a los caprichos de un rey fantástico. ¿No somos también nosotros los hijos de Zeus y de la desdichada Alcmena, los esclavos de Euristeo? Por mi parte, vivo pendiente del ministro de Instrucción Pública, el cual podría enviarme a Argelia, como enviaron a Hércules al país de los nasamones.

—No nos abandone, querido maestro —adujo Goubín con marcada inquietud.

—¡Vea usted qué triste se muestra! —prosiguió el señor Bergeret—. ¡Con qué languidez se apoya en la maza y deja caer el brazo! Con la cabeza inclinada reflexiona sus duros esfuerzos. El Hércules Farnesio procede seguramente de la estatua de Lísipo. Aprendiz de herrero antes de ser estatuario, Lísipo, robusto escultor del robusto héroe, fijó el tipo de Hércules.

Después de limpiar, una vez más, con su pañuelo los cristales de sus anteojos, el señor Goubín trataba de distinguir en el escaparate algunos de los rasgos de la figura descrita por el maestro. Mientras hacía esfuerzos para lograrlo, dieron las nueve en el reloj de la tienda, y la señora Fusellier apagó la luz de gas ante los contraídos ojos del discípulo ignorante de la causa que le sumía de pronto en la oscuridad. Su miopía le alejaba del mundo imaginario en el cual se agitan la mayor parte de los hombres.

Prosiguió el señor Bergeret su camino y su discurso, y Goubín dejóse conducir por la voz, pues el oído era su guía en todos los senderos de la tierra donde se arriesgaba su prudente juventud.

—Su vigor —decía el catedrático— era el origen de su debilidad. Hallábase pendiente de su propia fuerza, sometido a las exigencias de su temperamento, que le obligaba a devorar carneros, a beber el vino tinto en ánforas y a enloquecer por mujeres que no valían gran cosa. El héroe cuya maza distribuía en el mundo la paz dichosa y la justicia augusta, el hijo de Zeus, dormía a veces apoyado en una piedra como un miserable vagabundo, o se albergaba durante semanas enteras en la casa de una moza por quien sentía una pasión ardiente, causa de su melancolía. Su alma sencilla, dócil, justiciera y su vigorosa musculatura lo condenaban a ser un excelente guerrero o un gendarme trascendental; pero sus debilidades, sus desdichadas experiencias, sus errores, agigantaron su alma, la abrieron ante la diversidad de la vida y sumergieron en dulzura su bondad terrible.

—Querido maestro —preguntó Goubín—, ¿no cree usted que Hércules es el sol, que sus doce trabajos son los signos del Zodiaco, y que la incendiaria vestidura de Dejanira representa las inflamadas nubes del Poniente?

—Es posible —contestó el señor Bergeret—; pero no quiero pensarlo. Tengo de Hércules la idea que tenían en tiempo de las guerras médicas un barbero de Tebas o una verdulera de Eleusis. Esta idea es tan fuerte, luminosa y fecunda como todos los sistemas de la Mitología comparada. Era un hombre muy valiente. Al ir a buscar los caballos de Diomedes pasó por Feres y se detuvo ante el palacio de Admeto. Pidió primero de comer y de beber, maltrató a los servidores, que no habían visto nunca un huésped tan generoso, ciñóse la cabeza con mitos y bebió inmoderadamente. Borracho y nada orgulloso, quiso que bebiera también su escanciador, el cual, sorprendido por aquellos modales, contestó severamente que no era el momento de reír ni de beber cuando acababan de conducir al sepulcro a la reina, la noble Alcestes, consagrada a Tanatos en vez de haberse consagrado a su marido, y no era la suya una muerte ordinaria, sino algo de encantamiento. El buen Hércules, ya sereno, quiso informarse del lugar donde había quedado Alcestes. Descansaba en el camino de Larisa. Fuera del pueblo, en una tumba de mármol pulimentado; y hacia allí se precipitó Hércules poco antes de que Tanatos, con su túnica negra, fuese a saborear los pasteles rociados con sangre, depositados en el sepulcro como ofrenda. El héroe, que se había quedado escondido detrás del sepulcro, se arrojó sobre el rey de las sombras y le oprimió en el círculo de sus brazos, obligándole a entregarle Alcestes, la cual, encubierta y silenciosa, le siguió hasta el palacio de Admeto. Aquella vez Hércules no quiso remojar el gaznate, y diose prisa, porque ya tenía el tiempo muy tasado para ir en busca de los caballos de Diomedes.

»Es una aventura maravillosa; pero acaso me agrade más la de los Cércopes. ¿Conoce usted a los dos hermanos Cércopes, señor Goubín? Uno se llamaba Andolous y el otro Atlantos; los dos tenían cara de mono, y su nombre hace suponer que también tenían rabo, como los monos. Eran unos ladrones muy astutos que saqueaban los huertos, y su madre les advertía sin cesar que se guardaran del héroe melampigio; así denominaban familiarmente a Hércules por el color oscuro de su piel. Aquellos imprudentes despreciaron un consejo tan oportuno, y habiendo sorprendido un día al melampigio dormido sobre el césped al borde de un riachuelo, se acercaron para robarle su maza y su piel de león. El héroe despertóse de pronto, los agarró, los ató por los pies a una rama de árbol, y con aquella rama al hombro prosiguió su camino. Los Cércopes no iban muy cómodos en aquella postura, ni estaban muy seguros de su suerte; pero como tenían el cuerpo flexible y el alma ligera y todo les servía de distracción, se divirtieron con lo que veían. Iban precisamente por el lugar donde al héroe le habían dado el nombre de melampigio. Atlantos hizo esta observación a su hermano Andolous, el cual le respondió que quien los llevaba cautivos era precisamente el héroe que su madre les había nombrado; y los dos, mientras colgaban como dos corzos a la espalda de un cazador, murmuraban: “melampigio, melampigio”, con una risa burlona, semejante al grito de la abubilla en los bosques. Hércules era muy propenso a la cólera, y no soportaba las burlas; pero ni imponía su amor propio en todo, ni pretendía tener blanca la piel del cuerpo, como el pobrecito Hilas.

»Lejos de molestarle, el nombre de melampigio parecíale muy honroso y muy conveniente para un hombre forzudo que iba por los caminos realizando hazañosas empresas. Era sencillo, y cualquier cosa le entretenía. La conversación de los dos Cércopes le dio tal gana de reír, que dejó su carga en tierra y se recostó en un ribazo para lanzar a su gusto las estrepitosas carcajadas de su risa heroica. Durante largo rato llenó el valle con los ruidos de su alegre garganta. El sol, que declinaba en el horizonte, difundía su púrpura sobre las nubes y abrillantaba las cimas de los montes.

»Bajo los pinos negros y los alerces melenudos el héroe seguía riendo. Al fin se levantó, desató a los hombres-monos, y después de amonestarlos, devolvióles su libertad y prosiguió, de noche, su rudo camino a través de las montañas. Ya ve usted hasta qué punto era bondadoso».

—Querido maestro —dijo Goubín—, permítame que le haga una pregunta: ¿Cree usted que Pablo Luis Courier sea buen asunto para una tesis doctoral? Porque en cuanto me haya licenciado…

V

En la librería de Paillot hablaban del proceso los asiduos contertulios del «rincón de pergaminos y pastas viejas», y el señor Bergeret, dejándose arrastrar por su carácter especulativo, expresó ciertas ideas que no correspondían al sentimiento público.

—Las audiencias secretas —dijo— son una práctica detestable.

Y como el señor de Terremondre le opuso la razón de Estado, replicó:

—No tenemos Estado; tenemos administraciones. Lo que llamamos la razón de Estado es la razón de las oficinas; nos afirman que es augusta, pero sólo es cierto que permite a la administración ocultar sus errores y agravarlos.

El señor Mazure dijo con solemnidad:

—Soy republicano, soy jacobino, terrorista… y patriota. Apruebo que se guillotine a los generales, pero no permito que se discutan las decisiones de la justicia militar.

—Tiene usted razón —dijo el señor de Terremondre—, pues si hay una justicia respetable, sin duda es ésa. Y puedo asegurarles, yo, que conozco el Ejército, que no hay jueces tan indulgentes y tan bondadosos como los jueces militares.

—Me complace oírselo —repuso el señor Bergeret—. Pero como el Ejército no paja de ser una función administrativa, como la agricultura, la hacienda o la instrucción pública, no se concibe que haya una justicia agrícola, la justicia crematística ni la justicia universitaria. Toda justicia particular está en oposición con los principios del derecho moderno. Los privilegios militares parecerán a nuestros descendientes tan góticos y bárbaros como a nosotros nos lo parecen las justicias feudales y las comunidades.

—¿Habla usted en broma? —dijo el señor de Terremondre.

—Semejante interrogación oyeron siempre todos los que predicen el futuro —respondió el señor Bergeret.

—Pero si se toca al Consejo de Guerra —exclamó el señor de Terremondre—, se acaba con el Ejército, y, por consiguiente, se acaba con el país.

El señor Bergeret respondió:

—Cuando el clero y los señores se vieron privados del derecho de ahorcar a los aldeanos, creyeron también que llegaba el fin de todo; pero en seguida renació un orden nuevo, más decoroso que el antiguo. Me agradaría que se aplicase al soldado, en tiempo de paz, el derecho común. ¿Creen ustedes que desde Carlos Séptimo, o siquiera desde Napoleón, el Ejército francés no ha sufrido mayores reformas que ésta?

—Yo —dijo el señor Mazure— soy un viejo jacobino; defiendo el Consejo de Guerra, y coloco a los generales bajo la autoridad de un Comité de Salud Pública. No hay nada tan conveniente para decidirles a obtener victorias.

—Ésta es otra cuestión —dijo el señor de Terremondre—. Vuelvo a lo que nos ocupa y pregunto al señor Bergeret si cree de buena fe que siete oficiales han podido equivocarse.

—¡Catorce! —exclamó el señor Mazure.

—¡Catorce! —replicó el señor de Terremondre.

—No lo dudo —respondió el señor Bergeret.

—¡Catorce oficiales franceses! —exclamó el señor de Terremondre.

—¡Oh! —dijo el señor Bergeret—, si fueran suizos, belgas, españoles, alemanes o neerlandeses, se equivocarían de igual modo.

—No es posible —exclamó el señor de Terremondre.

El librero sacudió la cabeza para indicarle que, en su opinión, no era posible. Y su dependiente León miró al señor Bergeret con indignada sorpresa.

—Ignoro si al fin veremos claro en esto —dijo suavemente Bergeret—; y lo dudo, aunque todo es posible, hasta el triunfo de la verdad.

—¿Alude usted a la revisión? —dijo el señor de Terremondre—. ¡Eso, nunca! No tendrán ustedes revisión. Sería la guerra. Tres ministros y veinte diputados me lo han dicho.

—El poeta Bouchor —respondió el señor Bergeret— supone preferible sufrir los males de la guerra que realizar un acto injusto. Pero ustedes no se hallan en semejante alternativa, y se asustan con embustes.

En el momento en que el señor Bergeret pronunciaba estas frases, un tumulto estalló en la plaza. Era un grupo de mozalbetes que vociferaban: «¡Muera Zola! ¡Mueran los judíos!». Fueron a romper los cristales de la casa del zapatero Meyer, a quien suponían israelita. Y los burgueses de la ciudad, testigos del atropello lo comentaban con íntima benevolencia.

—¡Qué chicuelos tan valientes! —exclamó el señor de Terremondre cuando los manifestantes hubieron pasado.

El señor Bergeret, con las narices metidas en un voluminoso libro, leyó pausadamente estas palabras:

«La libertad sólo contaba entre sus partidarios un reducido número de personas instruidas. El clero, casi en su totalidad; los generales, la plebe ignara y fanática, querían un amo».

—¿Qué dice usted? —exclamó el señor Mazure soliviantado.

—Nada —contestó el señor Bergeret—. Leo un capítulo de la Historia de España: el cuadro de las costumbres públicas después de la restauración de Fernando Séptimo.

El zapatero Meyer fue maltratado, pero no se lamentaba, temeroso de sufrir mayores atropellos. La justicia popular, asociándose a la del Ejército, le inspiraba una indecible admiración.

VI

El señor Bergeret sentía tristeza porque gozaba de la verdadera independencia, que es toda interior. Su alma era libre. Desde que se fue su esposa, también disfrutaba de la intensa dulzura que nos ofrece la soledad; y esperaba a su hija Paulina, que debía llegar pronto de Arcachón con la hermana del catedrático, vieja solterona. El señor Bergeret se prometía vivir agradablemente con su hija, muy semejante a él en ciertos rasgos de ingenio y de lenguaje, y halagaba su amor propio verla objeto de simpáticas atenciones. Se complacía con la idea de abrazar a su hermana Zoé, que no había sido nunca bonita y conservaba a través de los años una secreta predisposición a ser desagradable, pero que no carecía de ternura ni de inteligencia.

Por el momento, el señor Bergeret estaba entretenido en los cuidados de la mudanza. Colgaba de los tabiques de su gabinete, sobre la biblioteca, vistas antiguas de Nápoles y del Vesubio procedentes de una herencia; y esto le complacía, pues entre los trabajos a que puede consagrarse un hombre honrado, ninguno proporciona goces tan inmensos y tranquilos como el de clavar en las paredes. El conde Cailus, sensible a toda clase de voluptuosidades, ponía sobre todas la que se siente al abrir cajones llenos de cacharros etruscos. Hallábase el señor Bergeret colgando una vieja estampa iluminada: el Vesubio, en la noche azul, con su penacho de llamas y de humo, que le recordaba las horas de su infancia admirable y encantadora. No estaba triste, pero tampoco alegre, y le apuraba su falta de recursos, aun cuando conocía de antiguo las amarguras de la pobreza. «El dinero hace al hombre», dice muy acertadamente Píndaro (Isth, tomo II).

No simpatizaba con sus colegas ni con sus discípulos; tampoco simpatizaba con los habitantes de la ciudad. Sin acertar a sentir ni comprender como ellos, retraíase del trato de las gentes, y su aislamiento le privaba de la dulzura social que se filtra a través de los muros de una casa y de las puertas cerradas. Por el solo hecho de pensar era un ser extraño, inquietante, sospechoso; hasta el librero Paillot le temía, y ni siquiera en el «rincón de pergaminos y pastas viejas» hallábase a sus anchas.

Sin embargo, no estaba triste. Alineaba sus libros sobre las tablas de pino, a medida que las colocaba el carpintero, y le divertía manejar aquellos minúsculos monumentos de su vida humilde y meditabunda. Trabajaba con ardor, hasta que, rendido ya de colgar cuadros y trasladar muebles, ensimismado en cualquier libro, dudaba si debía complacerse de tal modo, puesto que un libro es una cosa humana; y se complacía por fin. Leyó algunas páginas de una obra acerca de Los progresos realizados por las sociedades modernas, y meditó:

«Seamos humildes. No nos creamos perfectos, porque no lo somos. Al contemplarnos interiormente, descubrimos que nuestro verdadero carácter es rudo y violento como el de nuestros antepasados; tal vez más; y puesto que para nosotros la tradición se conserva más arraigada cuanto más antigua, reconozcamos que nuestra ignorancia también sigue y se continúa».

Esto discurría el señor Bergeret mientras arreglaba su casa. No estaba triste, ni estaba tampoco alegre, al pensar que desearía, siempre en vano, a la señora de Gromance, y sin comprender que sólo avaloró sus méritos por las voluptuosidades que le inspiraba. Pero esta verdad filosófica no se le aparecía claramente, a causa de la turbación de sus sentidos. No era hermoso, ni joven, ni rico; y no estaba triste, porque su sabiduría se aproximaba a la bienaventurada ataraxia, sin conseguirla por completo. Distaba también de sentirse alegre, porque era sensual, y su alma no se había despojado aún de ilusiones y deseos.

Despidió a María la criada cuando le hubo llenado la casa de horror y de terror; entonces Bergeret eligió, para sustituirla, una vieja llamada Angélica, a quien los tenderos y los vendedores llamaban «la señora Borniche».

Su marido, Nicolás Borniche, buen cochero, pero muy vicioso, la había abandonado joven aún y fea. Se puso a servir, y había obedecido a diversos amos. Le quedaba de su primitiva condición una altanería indiscreta y un deseo ardiente de mangonear. Curandera, herborista y bruja, inundaba la casa con perfumes de hierbas. Su corazón, rebosante de ansiosa ternura, sentía un eterno prurito de querer y de agradar. La subyugaron, desde el primer día, el ingenio sutil y los delicados modales del señor Bergeret; pero aguardaba con inquietud a la solterona de Arcachón, temerosa de no serle grata, como lo había sido al señor Bergeret, quien, rodeado por las previsiones de su nueva criada, vivía ya libre, feliz e independiente.

En una habitación espaciosa y clara, tenía bien dispuestos, en estantes, los libros que se vieron siempre hasta entonces despreciados y arrinconados. Trabajaba plácidamente en su Virgilius nauticus, entregado a las silenciosas orgías de la meditación. Un plátano cadencioso agitaba delante de la ventana sus hojas dentadas, y más lejos, un oscuro contrafuerte de San.

Exuperio alzaba su mole agrietada, en cuya parte superior crecía un cerezo, regalo de un pájaro.

Una mañana, el señor Bergeret, sentado ante su mesa, cerca de la ventana sobre la cual retemblaban las hojas del plátano, discurría de qué modo los barcos de Eneas pudieron convertirse en ninfas. Oyó rechinar la puerta y vio entrar a la criada con un cachorro envuelto en el delantal. Quedóse un momento inmóvil, indecisa, con inquietud y esperanza; luego dejó al animalito sobre la alfombra, a los pies de su amo.

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Bergeret.

Era un perrito vulgar, cruzado de zarcero, con una cabeza muy bonita, el pelo corto, el color rojizo muy oscuro y el rabo cortado a cercén. Oliscaba y se arrastraba sobre la alfombra.

—Angélica —dijo el señor Bergeret—, devuelva usted ese animalito a sus amos.

—Señor, no los tiene —respondió Angélica.

El señor Bergeret miró en silencio al perrito, que olfateaba sus zapatillas y gruñía graciosamente. El señor Bergeret era filósofo. Tal vez por esto, después de varias conjeturas, preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Señor —respondió Angélica— este perro no tiene nombre.

Al señor Bergeret pareció contrariarle semejante respuesta; miró al animalito, desalentado y con expresión de tristeza.

Entonces el perro puso sus patas delanteras sobre una zapatilla del señor Bergeret y mordisqueó la punta. El señor Bergeret enternecióse de pronto y alzó sobre sus rodillas a la humilde criatura sin nombre. El perro lo miró, y el señor Bergeret sintióse emocionado por aquella mirada tranquila.

—¡Hermosos ojos! —dijo.

Es cierto que el perro tenía unos ojos muy hermosos, de pupilas oscuras con reflejos dorados sobre una blancura nítida. La mirada de aquellos ojos expresaba ideas sencillas y misteriosas, comunes a los animales pensativos y a los hombres sin malicia que viven sobre la tierra.

Pero fatigado quizá del esfuerzo intelectual que acababa de hacer para comunicarse con el hombre, cerró sus hermosos ojos y descubrió, en un largo bostezo, su garganta sonrosada, su lengua abarquillada y la hilera de sus dientes brillantes.

El señor Bergeret le puso la mano en el morro, y el perrito lamió. La vieja Angélica, ya tranquilizada, sonreía.

—No hay nada más curioso que este animalito —insinuó Angélica.

—El perro —dijo el señor Bergeret— es un animal religioso. Salvaje, adora la luna y las claridades flotantes en el agua; son sus dioses, y por la noche les dirige grandes alaridos. Doméstico, se gana con sus caricias la voluntad de los genios poderosos que disponen de todo en la vida: los hombres. Los venera, y para honrarlos, realiza ritos que conoce por ciencia hereditaria; les lame las manos, se apoya contra sus piernas, y cuando los ve irritados, acércase a ellos arrastrándose sobre el vientre, en prueba de humildad, para aplacar su cólera.

—Todos los perros —dijo Angélica— no son amigos del hombre. Hay algunos que «muerden la mano que los alimenta».

—Son perros impíos y delirantes —dijo el señor Bergeret—, insensatos al estilo de Ayax, hijo de Telamón, que hiere la mano de Afrodita. Semejantes sacrílegos perecen de mala muerte o arrastran una vida vagabunda y miserable. No sucede lo mismo con aquellos perros que, asociados a las querellas de su dios, combaten al dios vecino, al dios adversario. Éstos son héroes, como el perro del carnicero Lafclie, que dio una dentellada en el muslo al vagabundo Pie de Alondra. Como es evidente que los dioses de los perros se hacen la guerra entre sí, a semejanza de los dioses de los hombres, Turco sirve a su dios Lafolie contra los dioses malandrines, del mismo modo que Israel ayudaba a Jehová, para destruir a Camos y a Moloch.

En cuanto el perrito comprendió que las reflexiones del señor Bergeret no eran interesantes, dobló las patas y alargó el hocico para dormirse sobre las rodillas que le habían acogido.

—¿Dónde lo ha encontrado usted? —preguntó el señor Bergeret.

—Señor, me lo ha dado el cocinero del señor Dellion.

—¿De manera —preguntó el señor Bergeret— que tenemos a nuestro cargo un alma?

—¿Qué alma? —interrogó la vieja Angélica.

—Un alma canina. Un animal es propiamente un alma. No diré un alma inmortal, aun cuando, si tenemos en cuenta la situación que ocupamos en el Universo este pobre animalito y yo, he de reconocer en uno y en otro los mismos derechos a la inmortalidad.

Después de vacilar largo rato, la vieja Angélica dijo, haciendo un esfuerzo doloroso que recogió su labio superior sobre los dos únicos dientes que la quedaban:

—Si el señor no quiere perro, se lo devolveré al cocinero del señor Dellion. Pero puede quedarse con él, se lo aseguro; no le molestará lo más mínimo.

Apenas había dicho esto, cuando el animalito, al oír el ruido de un camión que pasaba por la calle, se irguió sobre las rodillas del señor Bergeret y empezó a dar alaridos sonoros y prolongados, que hicieron retemblar los cristales.

El señor Bergeret sonrió.

—Es un perro guardián —dijo Angélica para disculparlo—. No los hay más fieles.

—¿Le ha dado usted de comer? —preguntó el señor Bergeret.

—¡Ya lo creo! —respondió Angélica.

—¿Y qué come?

—No ignora el señor que los perros comen sopa.

Un poco amoscado el señor Bergeret replicó, sin pararse a medir sus palabras, que Angélica se había precipitado a recoger el perro sin asegurarse de que ya no mamaba.

Volvió a levantarlo para asegurarse de que el animalito tenía seis meses.

El señor Bergeret lo dejó luego sobre la alfombra, y lo miraba con afecto.

—¡Es bonito! —exclamó de pronto la criada.

—No, no es bonito —dijo el señor Bergeret—; pero es muy simpático y tiene los ojos hermosos. Lo mismo decían de mí cuando tenía el triple de su edad sin tener aún la cuarta parte de su inteligencia. Sin duda, he adquirido con los años un conocimiento del Universo que él no puede adquirir; pero desde el punto de vista de la verdad absoluta, es indudable que mi conocimiento iguala al suyo por ser insignificante; como el suyo, es un punto geométrico en el infinito.

Dirigiéndose al animal, que olfateaba el cesto de los papeles:

—Olfatea, olfatea —le dijo—, aspira, inquiere del mundo exterior todos los conocimientos que pueden llegar a tu sencillo cerebro por las fosas de tu nariz, negra como una trufa. Yo, entre tanto, observo, comparo, estudio también, y no sabremos nunca tú ni yo lo que hacemos aquí. ¿Por qué vivimos? ¿Qué somos en el mundo? ¿Eh?

Levantaba mucho la voz, y el animalito lo miró con inquietud. El señor Bergeret insistió en la idea que antes le había preocupado, y dijo a la criada:

—Hay que darle nombre.

Ella contestó, risueña, con las manos sobre el vientre, que no era difícil.

Acerca de lo cual el señor Bergeret hizo esta reflexión: que todo es sencillo para los sencillos, mientras que los cerebros privilegiados al considerar las cosas en aspectos diversos y múltiples, invisibles para el vulgo, hasta en los más nimios asuntos, experimentan dificultades numerosas antes de decidirse. Y buscaba un nombre que pudiera convenir al objeto animado que en aquel momento mordiscaba el fleco de la alfombra.

«Todos los nombres de perro —pensó— que se conservan en los tratados de nuestros antiguos monteros, como Fouilloux, y en los versos de nuestros poetas campestres, como La Fontaine, Finaud, Miraut, Briffaut, Ravuud, pertenecen a perros de caza, la aristocracia de las perreras, el señorío de la canalla. El perro de Ulises se llamaba Argos. También era cazador; Homero nos lo enseña: “En su juventud había cazado liebres de Itaca; pero era viejo y no cazaba ya”. Aquí necesitamos otra cosa. Los nombres que las solteronas tienen costumbre de poner a sus galguitos nos convendrían más, si no fueran, generalmente, presuntuosos y estúpidos. Azor es ridículo».

Esto pensaba el señor Bergeret, y recorría en su memoria muchos nombres de perros sin encontrar uno solo de su agrado. Quiso inventar uno; pero le faltaba imaginación para esto.

Al fin:

—¿En qué día estamos? —preguntó.

—A nueve —respondió Angélica—; jueves, nueve.

—¡Pues bien! —dijo el señor Bergeret—. ¿No podríamos llamar a este perro Jueves, como Robinsón llamó Viernes a su negro por un motivo semejante?

—Como usted quiera, señor —dijo Angélica—; pero no es muy bonito ese nombre.

—Entonces busque usted uno que le agrade para su criatura; ya que usted trajo el perro, bautícelo usted.

—A mí —objetó la criada— no se me ocurre ningún nombre. No tengo bastante inventiva. Al verlo echado sobre un poco de paja en la cocina, lo llamé Riquet, y se levantó para jugar entre mis faldas.

—¿Le ha llamado usted Riquet? —exclamó el señor Bergeret—. ¡Haberlo dicho! Es Riquet y continuará siendo Riquet. No hay nada que añadir. Ahora, haga usted el favor de marcharse con su Riquet para que yo pueda trabajar.

—Señor —dijo Angélica— le dejo el perro; lo recogeré cuando vuelva de la compra.

—Puede usted llevárselo a la compra —contestó el señor Bergeret.

—Señor, es que voy también a la iglesia.

Era cierto que iba a la sacristía de San Exuperio para mandar decir una misa rezada por el descanso del alma de su marido. Esto lo hacía, indefectiblemente, una vez al año, sin que nadie la hubiese certificado el fallecimiento de Borniche, de quien jamás tuvo noticias desde el día en que se vio abandonada; pero el fallecimiento de Borniche era ya cosa resuelta para la buena mujer. Así no temía que fuese a quitarle sus ahorros, y procuraba contribuir, conforme a sus medios, a sacarle de apuros en el otro mundo mientras la dejase tranquila en éste.

—¡Eh! —dijo Bergeret—, encierre al perro en la cocina o en cualquier parte donde no moles…

Interrumpió su frase al advertir que Angélica se había ido. Su propósito, al irse como si no le oyera, fue dejar a Riquet con su amo para que se acostumbraran el uno al otro; así proporcionaría un amigo al pobre señor Bergeret, que nunca tuvo ninguno.

Después de cerrar la puerta de la estancia, fuese la criada precipitadamente por el pasillo y bajó la escalera. El señor Bergeret reanudó su trabajo, sumergiéndose de nuevo en el Virgilius nauticus. Aquella ocupación le parecía muy agradable, algo así como un descanso de su espíritu y una especie de juego a su gusto; un juego que, además de los goces del juego, procura el entretenimiento de manejar las cartas. Tenía sobre la mesa, en unas cajitas, una buena colección de papeletas. Mientras ordenaba la escuadra de Eneas, representada por varios letreros sobre cartulinas, sintió como si unas manecitas le acariciasen la pierna. Riquet, de quien él no se ocupaba; Riquet, puesto en pie, le golpeaba en la rodilla con las patas delanteras y agitaba el muñón de su rabo. Cuando se cansó Riquet, dejóse deslizar a lo largo del pantalón; luego se irguió de nuevo y volvió a dar sus golpecitos, hasta que el señor Bergeret apartó su vista del papel para fijarla en los ojos oscuros, que lo miraban cariñosamente.

«Lo que infunde belleza humana a las miradas de este perro —pensó— es el paso de una risueña movilidad a una quietud esquiva. Esos ojos revelan un alma silenciosa, cuyos pensamientos no carecen de duración ni de profundidad: un espíritu observador. A mi padre le gustaban los gatos, y en esto me amoldo a su gusto. Creía mi padre que los gatos son los mejores compañeros de los hombres estudiosos, cuyo trabajo respetan. Bajazet, su angora, pasaba cuatro horas de la noche inmóvil y soberbio, sentado en una esquina de la mesa. ¡Cómo se grabaron en mi memoria las pupilas de ágata de Bajazet!; pero ¡cuán fría, dura y pérfida era la mirada de aquel gato montaraz, la brillantez de aquellos ojos que resplandecían como piedras preciosas, encubriendo su intención! ¡Cuánto más me gusta la mirada enternecida de este perro!».

Entre tanto, Riquet levantaba y agitaba descompasadamente sus patas. El señor Bergeret, cuidadoso de volver a sus entretenimientos filológicos, le dijo con bondad, pero autoritariamente:

—¡Riquet, échate!

Y entonces Riquet alejóse y aplicó su hociquito contra la puerta por la cual Angélica había salido. Quieto allí, lanzaba por intervalos quejidos muy humildes. Después arañó; y sus uñas producían, al rozar el suelo, un rumor suave. Luego el débil quejido empezaba de nuevo; y otra vez el rascar de las uñas; hasta que el señor Bergeret, a quien importunaban bastante aquellos ruidos alternados, ordenó:

—¡Riquet, estáte quieto!

Y Riquet lo miró largo rato con sus ojos oscuros algo entristecidos; sentóse; miró de nuevo al señor Bergeret; acercóse de nuevo a la puerta, oliscó de nuevo el umbral y dejó oir su quejido agudo y cariñoso.

—¿Quieres salir? —le preguntó el señor Bergeret.

Y, soltando la pluma, se levantó de la butaca para dirigirse hacia la puerta, que dejó entornada. Entonces, después de asegurarse de que tenía bastante sitio para pasar, Riquet se alejó con una indiferencia casi despreciativa.

El señor Bergeret, que era sensible y reflexivo, al acercarse de nuevo a la mesa, meditó:

«Estuve a punto de reprochar a ese animal que se haya ido sin decir “gracias” ni “adiós”, y exigirle que disculpara su descortesía. La expresión humana de sus ojos me ha inspirado esta simpleza. Llegué a considerarle como a uno de mis semejantes».

Terminada esta reflexión, el señor Bergeret se ocupó de nuevo en la metamorfosis de los barcos de Eneas, bonito cuento popular, quizá de sobra infantil para ser puesto en un lenguaje tan noble. Pero el señor Bergeret no veía en ello inconveniente, pues no ignoraba que los cuentos de viejas proporcionaron a los poetas casi todos los asuntos de sus epopeyas; que Virgilio había recogido piadosamente en su poema los dicharachos, los acertijos, las fábulas groseras y las maquinaciones pueriles de los antepasados; y que Homero, su maestro, y el maestro de todos los poetas, no había hecho más que narrar lo mismo que repitieron, durante mil y tantos años, las buenas mujeres jónicas y los pescadores de las islas; pero en aquel momento esto no le preocupaba; su inquietud reconocía otros motivos, y no era el menor la dificultad en que tropezaba para descubrir una equivalencia conveniente a cierta palabra de la encantadora narración de la metamorfosis.

«Bergeret, amigo mío —se decía—, es preciso estar siempre alerta y tener mucha perspicacia. Reflexiona que Virgilio se expresa constantemente con una extremada precisión al tratar de la técnica de las artes; ten presente que navegó en Baies, que era entendido en construcción naval y que, sin duda, en esto, como en todo, se habrá expresado con exactitud».

El señor Bergeret comprobó cuidadosamente un gran número de textos para inquirir el sentido de la palabra que no se le ofrecía muy claro y que necesitaba explicar. Hallábase a punto de encontrarla o, por lo menos, en camino que hacia ella condujese, cuando se oyó en la puerta como un roce de cadenas que, en realidad, no era terrible, pero que le pareció extraño. Pronto acompañó a este roce un débil quejido; Bergeret se distrajo de la filología y supuso sin esfuerzo que aquellos roces importunos eran obra de Riquet.

Riquet, después de haber buscado inútilmente a Angélica por toda la casa, sintió deseos de acercarse nuevamente a su amo. La soledad le era tan penosa como grata la compañía del hombre. Para que cesara el ruido, y también por un secreto deseo de ver a Riquet, el señor Bergeret levantóse del sillón y fuese hacia la puerta. Riquet entró en el estudio como había salido, indiferente a cuanto le rodeaba; pero al ver que la puerta se cerraba de nuevo, entristecióse y recorrió la habitación como alma en pena. De pronto parecía buscar alguna cosa debajo de los muebles, y respiraba ruidosamente; luego anduvo sin objeto determinado y sentóse en un rincón, muy humilde, como los pobres que se sientan bajo el pórtico de una iglesia. Al fin ladró al busto de yeso de Hermes, que descansaba sobre la chimenea.

Y el señor Bergeret, con amable filosofía, le dirigió estas palabras de justo reproche:

Riquet, tu inútil agitación, tu importuno suspirar y tus ladridos son más propios de una cuadra que del estudio de un catedrático. Según parece, tus antepasados vivían con los caballos, cuya paja compartieron. No te lo reprocho; es natural que hayas heredado sus costumbres y sus inclinaciones, con su pelo corto, su cuerpo de salchichón y su hocico afilado. No hablo de tus ojos oscuros porque hay pocos hombres, y hasta pocos perros, que abran a la luz del sol tan hermosos ojos. Pero por lo demás, eres muy ordinario, amigo mío; eres ordinario de los pies a la cabeza, con las patas cortas y torcidas. A pesar de todo, no te desprecio; sólo te advierto que si te propones vivir conmigo debes cambiar tus costumbres de cuadra por modales finos, permanecer silencioso y respetar el trabajo como Bajazet, que, durante cuatro horas cada noche, sin moverse, para no molestar, veía correr sobre las cuartillas la pluma de mi padre. Era una persona prudente y discreta. ¡Cuán distinto es del suyo tu carácter, amigo mío! Desde que has entrado en este gabinete de estudio, tu voz ronca, tus suspiros incongruentes, tus lamentos de pito de caldera de vapor, el roce de tus uñas, las trepidaciones de toda tu máquina, turban sin cesar mi pensamiento, interrumpen mis reflexiones y ¡mira por dónde tus ladridos me hacen perder la ilación de un pasaje capital de Servio acerca de la popa del barco de Eneas! Has de saber, Riquet, amigo mío, que ésta es la casa del silencio y un lugar de meditación. Si gustas de hospedarte aquí, dedícate a bibliotecario; sé prudente.

No dijo más el señor Bergeret, y Riquet, después de oir todo este discurso, atento y silencioso, acercóse a su amo con gesto suplicante, y puso una pata sobre la rodilla, que parecía venerar, según la costumbre antigua. El señor Bergeret, abandonándose a una bondadosa condescendencia, lo cogió por la piel del cuello y le colocó a su espalda, sobre la almohadilla del sillón. Riquet dio tres vueltas en aquel pequeño espacio y se acostó, satisfecho y callado. Sentíase dichoso, y el señor Bergeret se lo agradecía. Mientras compulsaba a Servio, acariciaba con frecuencia el pelo de Riquet, que, sin ser fino, era suave al tacto; y el perro, dulcemente adormecido, comunicaba a su amo un calorcillo de vida, el fuego sutil y agradable de los seres animados. El señor Bergeret desde entonces trabajó con más gusto que de costumbre en su Virgilius nauticus.

Había revestido las paredes de su gabinete de estudio con estantes de pino que llegaban al techo, y en ellos estaban los libros metódicamente colocados. Los miraba con frecuencia, y tenía al alcance de su mano todo lo que nos queda del pensamiento latino; los griegos estaban un poco más arriba. En un rincón discreto, muy asequible, hallábase Rabelais, acompañado por los excelentes narradores de las Cien novelas nuevas, por Buenaventura de Periers, Guillermo Bouchet y todos los viejos cuentistas franceses que Bergeret juzgaba más en armonía con la Humanidad que otros autores sublimes, y los releía con preferencia en sus ratos de ocio. Sólo poseía ediciones modernas y comunes de sus clásicos predilectos: habíalas mandado cubrir por un encuadernador modesto, con tapas antifonales, y para él era un placer contemplar a los cuentistas desenfrenados, revestidos de Requiem y de Miserere. Éste era el único lujo, la sola fantasía de su austera biblioteca. Los demás libros estaban en rústica o con encuadernaciones modestas y estropeadas. El uso paciente y amistoso que de ellos hacía su dueño les daba el aspecto agradable de las herramientas alineadas en el taller de un obrero laborioso. Los tratados de arqueología y de arte ocupaban el último estante, no por desprecio, sino por ser menos frecuente su uso. Mientras compartía su butaca con Riquet, el señor Bergeret trabajaba en su Virgilius nauticus. Dispuso el Destino que, para resolver una dificultad momentánea, tuviera que consultar el Manual de Ottfried Müller, colocado en la tabla más alta.

Para alcanzarlo, no necesitaba una de aquellas grandes escaleras con ruedas, rematadas por una especie de púlpito, como las había en la Biblioteca de la ciudad y como las tuvieron todos los famosos bibliófilos de los siglos XVII, XVIII y XIX, varios de los cuales cayeron y murieron honrosamente de la manera que se relata en el Tratado de los bibliófilos que murieron al caerse de su escalera. No; no necesitaba tanto el señor Bergeret. Un escabel con cinco o seis peldaños le hubiera servido perfectamente.

Había visto en la tienda del ebanista Clerambaut, de la calle de Josde, un artefacto de aquel género que, plegado, tenía buena apariencia, con las patas achaflanadas y un trébol vaciado en el asiento para meter la mano y trasladarlo cómodamente. El señor Bergeret acarició la esperanza de adquirirlo, y renunció a su deseo en vista de su apurada situación; nadie supo tan bien como él que las heridas del dinero no son mortales; pero no disfrutaba de una escalera, y suplía su falta con una vieja silla de rejilla, cuyo respaldo roto conservaba sólo sus largueros, semejantes a dos cuernos o a dos antenas amenazadoras. Considerándolos más dañinos que útiles en el uso corriente, serrólos a ras del asiento, y de este modo la silla se convirtió en taburete, poco a propósito para el empleo a que lo destinaba el señor Bergeret, por dos razones: el uso prolongado había hundido la rejilla en el centro, por lo cual no daba suficiente seguridad al pie; y como las patas eran cortas, apenas permitía el taburete a su dueño tocar con la punta de los dedos el estante superior, aun cuando estirase todo lo posible el brazo. Muy a menudo, al coger un libro se le caían varios al suelo, donde yacían con las puntas rotas o abiertos en abanico o en acordeón.

Con la idea de alcanzar el Manual de Ottfried Müller, el señor Bergeret se levantó del sillón, a todas horas compartido con Riquet. El perro, que reposaba hecho una bola, en una tibia languidez, entreabrió los ojos para volver a cerrarlos en seguida, y el señor Bergeret sacó el taburete del oscuro rincón donde lo tenía escondido, lo colocó en el sitio oportuno, se subió y consiguió, poniéndose de puntillas, tocar con un dedo, luego con dos, el libro que suponía ser el que necesitaba. En aquella posición, el pulgar quedaba más bajo que el estante, y no era posible utilizarlo.

Al tropezar en invencibles dificultades para coger un libro, el señor Bergeret reflexionó entonces que la mano humana es un instrumento precioso, precisamente porque el pulgar está en oposición con los otros cuatro dedos, y que los hombres no serían artistas si tuviesen dispuestos los dedos de las manos como los de los pies.

«A sus manos les deben los hombres ser mecánicos, pintores, escribientes y, en general, manipuladores de todas clases. Si no tuvieran un pulgar opuesto a los otros dedos, se hallarían tan imposibilitados como lo estoy en este instante, y no hubieran podido cambiar la faz de la Tierra. Sin duda, es la forma de la mano la que aseguró al hombre el imperio del mundo».

Pero en seguida pensó el señor Bergeret que los monos tienen cuatro manos, y no por esto han creado las artes ni arreglado la Tierra a su antojo.

Borró de su imaginación la idea que acababa de esbozar y continuó avanzando todo lo posible sus dos dedos en funciones. Debe advertirse que el Manual de Ottfried Müller se compone de tres tomos y un atlas.

El señor Bergeret sólo necesitaba el primer tomo; pero, cogiéndolo a tientas y con mucho esfuerzo, sacó el segundo; luego, el atlas; luego, el tercero, y, al fin, el primero. ¡Ya lo tenía! No le faltaba más que bajarse, cuando la rejilla del asiento se hundió bajo sus pies y le hizo perder el equilibrio. Cayó al suelo, pero no con tanta violencia como era de temer, porque pudo amortiguar el efecto de la caída agarrándose a uno de los estantes.

Y estaba en el suelo, desconcertado, con una pierna metida en el asiento de la silla rota, con todo el cuerpo invadido por un dolor sordo, que fue aguzándose principalmente en el codo y en la cadera izquierda, donde sufrió el golpe al caer. Pero como su máquina no estaba gravemente estropeada, el señor Bergeret pudo reflexionar; pensó en redimir su pierna derecha de la rejilla que le sujetaba al taburete como a un cepo, movióse con preferencia sobre el costado derecho, que no había recibido ningún daño; y esforzábase para poner en obra su propósito, cuando sintió una respiración caliente sobre su mejilla, y al volver sus pupilas, que el dolor y el horror habían exaltado, vio junto a su cara el morro de Riquet.

Advertido por el estrépito, Riquet había saltado de la butaca en socorro de su dueño desventurado, y junto a él agitábase aturdido; avanzaba, retrocedía. Sucesivamente acercábase por afecto y huía por temor a un peligro misterioso. Comprendía, sin duda, que había ocurrido una desgracia, y le faltaba inteligencia bastante perspicaz para descubrir la causa: de ahí su inquietud. Su fidelidad atraíale cerca del amigo doliente. Al fin, tranquilizado por la calma y el silencio que se había restablecido, con sus dos patas delanteras, temblorosas, abrazóse al cuello del señor Bergeret, y lo miró con ojos de ansia y de cariño. El malparado maestro sonrió; el perro la lamió la punta de la nariz. Esto fue un gran consuelo para el señor Bergeret. Libró su pierna derecha de la opresión de la rejilla del taburete, se puso en pie y se acercó al sillón, cojeando y sonriendo.

Riquet le aguardaba ya en su sitio; sus ojos relucían apenas por la rendija que dejaban los entornados párpados; no parecía preocuparle ya la desventura que poco antes le emocionó tanto como a su amo. Aquel ser vivía sólo en el momento presente, no por falta de memoria, puesto que recordaba su pasado, y el pasado tenebroso de sus progenitores, puesto que su cabecita era un abundante almacén de conocimientos útiles, sino porque no le deleitaba recordar, y la memoria no era para él, como para su amo, una musa divina.

El señor Bergeret, mientras acariciaba el pelo corto y fino de su compañero, le dedicó estas frases afectuosas:

—Perro, abandonaste un apacible reposo y corriste a socorrerme al ver mi abatimiento y mi quebranto. No te has reído de mi desventura, como lo hiciera en tu lugar cualquier individuo joven de mi especie. Verdad es que no concibes el ridículo, y que para ti la Naturaleza ofrece aspectos alegres y terribles, pero no cómicos. Por esto mismo, por tu seriedad ingenua, eres el compañero más seguro que puedo tener. Te inspiré primero confianza y admiración; ahora te inspiro piedad.

«Perro, cuando nos hemos encontrado en la vida, veníamos de dos puntos de la creación muy distantes uno de otro; alejadísimos. Pertenecemos a dos especies diferentes, y no lo digo para envanecerme, sino, al contrario, por un sentimiento de fraternidad universal. Hace apenas dos horas que nos conocemos. Mi mano aún no te dio de comer. ¿Qué caridad oscura brotó para mí en tu pobre alma? Tu simpatía es un misterio encantador. No la rechazo. Duerme en el sitio que tú elegiste, amigo».

Después de hablar así, el señor Bergeret hojeó el tomo primero del Manual de Ottfried Müller, que, por instinto maravilloso, había conservado en la mano durante su caída y después. Hojeólo vanamente sin encontrar lo que buscaba, y sus movimientos renovaron sus dolores.

«Me parece —advirtió— que tengo todo el lado izquierdo contuso y una equimosis en la cadera. Sospecho que mi pierna derecha está muy lastimada, y el codo izquierdo me duele bastante; pero ¿es justo lamentar un daño que me proporciona el goce de saber que tengo un amigo?».

Esto pensaba, cuando la vieja Angélica, sudorosa y sofocada, entró en el despacho. Abrió de pronto y luego dio unos golpecitos en la puerta.

Nunca entraba sin pedir permiso: cuando no lo había hecho antes, lo hacía después. Como era persona de buenas costumbres, no ignoraba las reglas de la educación. Después de entrar dio unos golpecitos en la puerta, y dijo:

—Señor, vengo a llevarme el perro.

El señor Bergeret escuchó esto con notorio disgusto. No había examinado aún sus derechos sobre Riquet; advirtió que no tenía ninguno, y entristecióse ante la idea de que la señora Borniche pudiera separarle impunemente de aquel animal, pues Riquet pertenecía a la señora Borniche.

Con afectada indiferencia dijo:

—Duerme; déjelo dormir.

—No lo veo —replicó la vieja Angélica.

—Está aquí —adujo el señor Bergeret—, en el asiento de mi sillón.

La vieja Angélica, con las manos cruzadas sobre el vientre, sonrió, y con un dejo malicioso:

—No sé qué gusto puede hallar este animal durmiendo metido ahí, detrás del señor —dijo.

—Eso —respondió el señor Bergeret— es cuenta suya.

Pero como tenía el espíritu propicio al examen, buscó en seguida las razones de Riquet, y habiéndolas encontrado, las expuso con su acostumbrada ingenuidad:

—Le doy calor y mi presencia lo tranquiliza. Este amigo es sociable y friolero.

Y el señor Bergeret añadió:

—Oiga usted, Angélica… Voy a salir para comprarle un collar.

VII

Al rector de la Universidad, señor Leterrier, filósofo espiritualista de carácter absorbente, nunca le fue simpático el espíritu crítico del señor Bergeret; pero una circunstancia bastante memorable los armonizó. El señor Leterrier tenía sus ideas respecto al proceso y había firmado un documento en el cual se protestaba contra la sentencia, juzgándola ilegal y errónea, por cuyo motivo fue objeto de la cólera y del desprecio público. En la ciudad, que constaba de ciento cincuenta mil habitantes, no habría más que cinco personas de su misma opinion en lo referente al proceso, y eran: el señor Bergeret, dos oficiales de artillería, el señor Boulet y el señor Leterrier. Los dos oficiales cuidaban mucho de ocultar su opinión, y Eusebio Boulet, redactor jefe de El Faro, se veía obligado por deber profesional a expresar con violencia opiniones contrarias a su convencimiento, y lanzaba contra el señor Leterrier invectivas para denunciarlo a las iras de las gentes honradas.

El señor Bergeret escribió a su rector una carta de felicitación. El señor Leterrier fue a visitarlo.

—¿No ve usted en la verdad —le dijo el señor Leterrier— una fuerza que la hace invencible, y asegura, en hora más o menos próxima, su triunfo definitivo? Esto era lo que pensaba el ilustre Ernesto Renán; esto es lo que, más recientemente, ha sido expresado en una frase digna de ser grabada en bronce.

—No creo tal cosa —dijo el señor Bergeret—. Por el contrario, me parece que la verdad se halla muy a menudo expuesta a sucumbir oscuramente bajo el desprecio y la injuria. Podría ilustrar este supuesto con pruebas abundantes. Considere usted que la verdad tiene, con relación a la mentira, condiciones de inferioridad que la condenan a desaparecer. Desde luego, la verdad es una, como dice su admirador entusiasta el padre Lantaigne; y, a mi juicio, no hay para entusiasmarse, porque siendo la mentira múltiple, desde luego, es más poderosa por el número. Por añadidura, la verdad es inerte; no es susceptible de modificaciones; no se presta a las variantes que le permitirían penetrar fácilmente en la inteligencia o en los apasionamientos de los hombres. La mentira, por el contrario, tiene recursos maravillosos. Es dúctil, es práctica y también, ¡atrevámonos a decirlo!, es natural y moral. Es natural, como todo producto ordinario del mecanismo de los sentidos, fuente y recipiente de ilusiones; es moral, por lo que concuerda con las costumbres de los hombres que, al vivir en comunidad, fundaron la idea del bien y del mal, y sus leyes divinas y humanas, sobre las interpretaciones más antiguas, más santas, más absurdas, más augustas, más bárbaras y más falsas de los fenómenos naturales. La mentira es el principio de toda virtud y de toda belleza entre los hombres; por esto vemos que adornan sus jardines, sus palacios y sus templos con figuras aladas y con imágenes sobrenaturales. Siempre se oyen con gusto las mentiras de los poetas. ¿Quién nos induce a librarnos de la mentira y a rebuscar la verdad? Semejante empresa sólo podría ser inspirada por una curiosidad de decadentes, por una culpable temeridad de intelectuales; significaría un atentado contra la naturaleza moral del hombre, contra el orden social, y constituiría un agravio para los amores y las virtudes de los pueblos. El triunfo de la verdad sería funesto si pudiera, de pronto, realizarse; lo destruiría todo. Pero es imposible. Nunca se impone la verdad contra la mentira.

—Sin duda —replicó el señor Leterrier— no toma usted en cuenta las verdades científicas, cuyo progreso es rápido, irresistible, bienhechor.

—Está, desgraciadamente, fuera de duda —dijo el señor Bergeret— que las verdades científicas penetran en las turbas como en un pantano donde se ahogan, y como no estallan, carecen de fuerzas para destruir los errores y los prejuicios.

»Las verdades de laboratorio, que ejercen sobre usted y sobre mí un poder soberano, no hacen mella en la masa del pueblo. Sólo citaré un caso: et sistema de Copérnico y de Galileo es absolutamente inconciliable con la física cristiana. Sin embargo, vemos que ha penetrado en Francia y en todo el mundo, hasta en las escuelas primarias, sin modificar del modo más leve los conceptos teológicos, que debiera destruir en absoluto. Es indudable que las ideas de Laplace acerca de la formación del Universo convierten la antigua cosmogonía judeocristiana en algo tan pueril como un cuadro de reloj construido por un obrero suizo, a pesar de lo cual, las teorías de Laplace han sido explicadas claramente durante cerca de un siglo, sin que las tradiciones judaicas y caldeas referentes al origen del mundo, que se encuentran en los libros sagrados de los cristianos, pierdan lo más mínimo de su crédito entre los hombres. La ciencia nunca perjudicó a las religiones, y es posible demostrar lo absurdo de un rito cualquiera, sin que por esto disminuya el número de personas que lo practican.

»Las verdades científicas no son simpáticas al vulgo. Los pueblos viven de mitología: buscan en la fábula todas las nociones indispensables a su existencia. No es mucho lo que desean, y algunas humildes patrañas bastan para dorar millones de vidas. La verdad no encuentra buen acogimiento entre los hombres, y sería una desdicha que lo encontrase, porque se ajusta mal a su genio y a su conveniencia».

—Señor Bergeret, discurre usted como los griegos —dijo el señor Leterrier—; formula sofismas deliciosos, y sus razonamientos parecen modulados en la flauta de Pan. Sin embargo, creo con Renán, creo con Emilio Zola que la verdad lleva en sí una fuerza penetrante de que no gozan la mentira ni el error. Al decirle «verdad», me comprende usted sin más explicaciones, porque las hermosas palabras Verdad y Justicia bastan, sin definirse, para expresar perfectamente su exacto sentido. Tienen por sí mismas una belleza que resplandece y un fulgor celestial. Creo en el triunfo de la Verdad, y esto me sostiene y me anima para resistir las pruebas a que ahora me hallo sometido.

—Me complacería que acertara usted, señor mío —dijo Bergeret—. Pero, en tesis general, las ideas que nos formamos de los hechos y de los hombres, rara vez estarán de acuerdo con los hombres mismos y con los hechos reales. Los recursos de que se vale nuestra inteligencia para conseguir esta conformidad son incompletos e insuficientes; y si el tiempo descubre algo nuevo, siempre nos quita más de lo que nos dio. A mi manera de ver, la señora Roland, en la cárcel, demostraba una confianza demasiado candorosa en la justicia humana cuando, con entereza y rectitud, apeló al juicio de la posteridad. La posteridad sólo puede mostrarse imparcial en lo que le sea indiferente, y olvida lo que no le interesa. La posteridad no es un juez, como creía la señora Roland: es una turba ciega, miserable, irascible, como todas las turbas: ama y odia, pero se inclina más al odio que al amor; tiene prejuicios, vive del presente, ignora el pasado, no tiene futuro.

—Sin embargo, hay horas de justicia y de reparación —dijo el señor Leterrier.

—¿Cree usted —preguntó el señor Bergeret— que sonará nunca para Macbeth esa hora?

—¿Para Macbeth? —preguntó el señor Leterrier con extrañeza.

—Para Macbeth, hijo de Finleg, rey de Escocia. La leyenda y Shakespeare, dos grandes poderes intelectuales, nos lo presentan como un criminal, y tengo la convicción de que fue un hombre excelente. Protegía a las clases populares y a los eclesiásticos contra las violencias de los nobles, era un rey económico, justiciero, amigo de los artesanos; la crónica lo atestigua. No asesinó al rey Duncan. Su mujer no era infame, se llamaba Grouch, y tenía tres motivos de odio contra la familia de Malcolm. Su primer esposo fue quemado vivo en su castillo. Ahí está, sobre mi escritorio, una revista inglesa donde abundan razones para probar la virtud de Macbeth y la inocencia de lady Macbeth. ¿Supone usted que tomaría otro rumbo la opinión universal aun cuando se vulgarizaran tales pruebas?

—De ningún modo —respondió el señor Leterrier.

—Tampoco yo lo considero posible —suspiró el señor Bergeret.

En aquel momento se oían clamores en la plaza pública. Eran los ciudadanos que, según costumbre, iban a romper los cristales del zapatero Meyer, para reiterar su respeto al Ejército.

Gritaban: «¡Muera Zola! ¡Muera Leterrier! ¡Muera Bergeret! ¡Mueran los judíos!». Y como el rector expresase alguna tristeza y alguna indignación, el señor Bergeret le argumentó que era preciso transigir con los entusiasmos de las muchedumbres.

—Esa turba —dijo— va a romper los cristales de una zapatería. Lo conseguirá sin esfuerzo. ¿Cree usted que todos esos hombres conseguirían con tanta facilidad poner cristales o campanillas en casa del general Cartier de Chalmot? Seguramente no. El entusiasmo popular no es creador, sino esencialmente subversivo. Ahora se alza contra nosotros; pero no debemos apoyarnos en esta circunstancia particular para inquirir las leyes a que obedece su pensamiento.

—Sin duda —respondió el señor Leterrier, hombre de un candor extraordinario—; pero lo que sucede me consterna. ¿Es posible ver, sin lamentarlo, cómo se rebela contra la Justicia y la Verdad este pueblo francés, que ha sido el maestro de Derecho en Europa y en el mundo, y enseñó la justicia al Universo?

VIII

Murió el presidente de la Audiencia, señor Cassignol, a los noventa y dos años, y fue llevado a la iglesia en el coche de los pobres, conforme a su expresa y decidida voluntad. Esta disposición testamentaria produjo mal efecto, y la comitiva sintióse agraviada íntimamente, considerando inoportuno aquel desprecio de la riqueza, merecedora del respeto público, y aquel ostensible abandono de privilegios inherentes a las clases elevadas. Recordaban que el señor Cassignol había mantenido su casa muy decorosamente y que había mostrado, hasta en su ancianidad, una severa corrección en el vestir. Aun cuando lo vieron sin cesar entretenido en obras piadosas, nadie supuso que, según las palabras de un orador cristiano, amaba a los pobres hasta el punto de asemejarse a ellos. Lo que no atribuían a una exaltada caridad, juzgábanlo paradoja de orgullo, y veían sin entusiasmo aquella humildad soberbia.

Lamentaban que el difunto caballero de la Legión de Honor dejara dispuesto que no se le tributasen honores militares. La exaltación de los ánimos creada y sostenida por los periódicos era tal, que la muchedumbre se dolía francamente de no ver la guarnición sobre las armas. El general Cartier de Chalmot, vestido de paisano, recibió un saludo reverente de la comisión de abogados. Casi toda la magistratura y una lucida parte del clero se agrupaban ante la casa mortuoria. Mientras doblaban tristemente las campanas, avanzó con lentitud el coche fúnebre hacia la catedral, precedido por la cruz y los cantos litúrgicos, entre las tocas blancas de doce religiosas seguidas por los niños y niñas de las escuelas congregacionistas, cuya fila gris y negra se prolongaba hasta perderse a lo lejos.

Entonces apareció claramente la significación de aquella larga vida consagrada al triunfo de la Iglesia católica. El pueblo entero seguía en masa. El señor Bergeret formaba también parte del cortejo, entre los más humildes. Mazure se acercó a él, y le dijo en voz baja:

—Ya sabía yo que el viejo Cassignol era en vida un terrible sectario, ¡pero nunca pensaría que fuese tan clerical! Figuraba entre los liberales.

—Y lo era —respondió el señor Bergeret—. Tenía que serlo, puesto que aspiraba a la dominación. ¿No es la libertad el camino que más derechamente conduce al imperio?… Mi querido Mazure, me asombra su inocencia.

—¿Cómo? —exclamó el archivero.

—Simpatiza usted con la multitud, y es bastante crédulo para no advertir sus burlas. Así, conserva su lugar en la procesión de los engañados triunfantes.

* * *

—¡Oh!, si pretende usted hablar del proceso —dijo con entereza el señor Mazure—, le anticipo que no seremos nunca de la misma opinión.

—Bergeret, ¿conoce usted a ese cura? —preguntó el doctor Fornerol, mientras le señalaba con los ojos a un sacerdote ágil y ventrudo que se escurría entre la muchedumbre.

—El padre Guitrel —dijo el señor Bergeret—. ¿Quién no conoce al padre Guitrel y a su criada? Le atribuyen aventuras muy corrientes, porque ya las sazonaron en sus cuentos La Fontaine y Boccaccio. Lo cierto es que la criada del señor Guitrel tiene la edad canónica. A este sacerdote, que será pronto obispo, se le atribuye una frase que ha de interesarles a ustedes, y por eso la repito ahora: «Como el siglo dieciocho puede llamarse el siglo del crimen, el siglo diecinueve podrá ser llamado el siglo de la expiación». ¡Eh! ¿Y si el padre Guitrel acertara?

—No —respondió el archivero—. El número de espíritus emancipados aumenta de día en día. La libertad de conciencia quedó para siempre redimida. El imperio del saber científico está consolidado; pero temo un desquite de los clericales, porque las circunstancias favorecen la reacción; esto me preocupa. No soy como un dilatante; amo la República, y mi amor es inquieto y huraño.

Discurrían de tal modo cuando ya llegaban al atrio de la catedral. Sobre las cabezas calvas, canosas o negras, por los ventanales abiertos escapaban de la sombra cálida los acordes del órgano y el olor a incienso.

—Yo no entro ahí —dijo el señor Mazure.

—Yo entraré un momento —dijo el señor Bergeret—. Me gustan las ceremonias del culto.

Cuando entraron, el Dies-irae desplegaba sus amplias fórmulas. El señor Bergeret estaba detrás del señor Laprat-Teulet.

En el lado del Evangelio, reservado a las mujeres, veía la blancura de la señora de Gromance realzada por un vestido negro, y en sus ojos como flores no se traslucía ninguna idea; tal vez por esto la juzgaba el señor Bergeret más apetecible. El sochantre lanzó con voz potente a la extensa nave una estrofa del cántico de los muertos:

Qui latronem exaudisti.
Et Mariam absolvisti
mihi quoque spem dedisti.

—¿Oye usted, Fornerol? —dijo el señor Bergeret—. Qui latronem exaudisti. «Tú, que has perdonado a un ladrón y absuelto a una pecadora, también a mí me diste la esperanza». Hay, sin duda bastante grandeza en este lenguaje lanzado sobre una asamblea; y se lo debemos a esos visionarios austeros y amables de los Abruzos, a esos humildes servidores de los pobres, locos bondadosos que renunciaban las riquezas para escapar a los odios que las riquezas incuban. ¡Malos economistas eran los compañeros de San Francisco! El señor Meline los despreciaría profundamente si por casualidad oyese hablar de ellos.

—¡Ah! —dijo el doctor—. ¿Los compañeros de San Francisco pudieron prever de qué modo se formaría esta techumbre?

—Creo que se rimó el Dies-irae en un convento franciscano del siglo trece —dijo el señor Bergeret—. Será necesario que consulte respecto a este punto a mi noble amigo el comendador Aspertini.

El oficio de difuntos acabó.

Siguieron al coche que conducía al cementerio los despojos mortales del magistrado. El señor Mazure, el doctor Fornerol y el señor Bergeret cambiaban impresiones.

Al pasar delante de la casa de la reina Margarita:

—La escritura está firmada —dijo el archivero Mazure—. Terremondre, poseedor de la antigua morada de Felipe Tricouillard, instala aquí sus colecciones con el propósito de favorecer más adelante a la ciudad vendiéndoselas muy caras. Ya se sabe también que Terremondre presenta en Seuilly su candidatura como republicano progresista, y no es difícil suponer de qué modo procurará el progreso de la República. Es un resellado.

—¿No le apoya el Gobierno? —preguntó el señor Bergeret.

—Le apoya el prefecto y le combate el subprefecto —respondió el señor Mazure—. El subprefecto de Seuilly obedece los mandatos del presidente del Consejo, y el prefecto Worms-Clavelin sigue las ilustraciones del ministro del Interior.

—¿Ven ustedes esta tienda? —preguntó el doctor Fornerol.

—¿La tintorería de la viuda Leborgne? —dijo el señor Mazure.

—Precisamente —replicó el doctor Fornerol—; el marido murió de un modo muy singular hace dos meses. Murió de miedo, así como suena, por inhibición, al ver un perro al cual supuso rabioso, y que no lo era en realidad.

El doctor Fornerol expuso diversas muertes de hombres y mujeres, observadas en el ejercicio de su profesión.

A pesar de ser librepensador, ante la idea de la muerte espoleó al señor Mazure un invencible deseo de sentirse un alma inmortal.

—No creo una palabra —dijo— de lo que enseñan las diversas iglesias que se reparten hoy el dominio espiritual de los pueblos. Sé muy bien cómo se elaboran, se forman y se transforman los dogmas. Pero ¿por qué no ha de haber en nosotros un principio razonador, y por qué este principio no ha de sobrevivir a la asociación de los elementos orgánicos que reciben el nombre de «vida»?

—Quisiera preguntarle —dijo el señor Bergeret— lo que es un principio razonador; pero quizá le moleste.

—De ningún modo —contestó el señor Mazure—. Llamo así a la causa del pensamiento, y si lo prefiere usted, al pensamiento mismo. ¿Por qué no ha de ser inmortal?

—Sí; ¿por qué? —preguntó a su vez el señor Bergeret.

—Esta suposición no la considero absurda —dijo el señor Mazure, alentado.

—¿Y por qué —preguntó el señor Bergeret— un señor Dupont no habitará en la casa de las Tintelleries que tiene el número treinta y ocho? Esta suposición no es absurda. El nombre de Dupont es muy frecuente en Francia, y la casa que digo tiene tres pisos.

—No habla usted con seriedad —dijo el señor Mazure.

—Yo soy espiritualista en cierto modo —dijo el doctor Fornerol—. El espiritualismo es un agente terapéutico que no es posible desatender en el estado actual de la Medicina. Toda mi clientela cree en la inmortalidad del alma, y no admite ninguna broma sobre el particular. Las gentes de las Tintelleries, como las de todas partes, quieren ser inmortales. Se les daría un disgusto diciéndoles que quizá no lo son. ¿Ven ustedes a la señora Pechin, que sale de la verdulería con tomates en su cesta? Si le dijeran ustedes: «Señora Pechin, disfrutará usted de las felicidades celestes durante millares de siglos, pero no es usted inmortal; durará usted más que las estrellas; durará usted aun después de haberse convertido las nebulosas en soles y después de extinguirse aquellos soles; en la inconcebible duración de las edades vivirá usted sumergida en las delicias de la gloria; pero no será usted inmortal, señora Pechin»; si le hablaran ustedes así, no supondría que le daban una buena noticia, y aun cuando tales razonamientos pudieran reforzarse con pruebas comprensibles para la señora Pechin, se desconsolaría y se abatiría en la mayor desesperación; la pobre vieja comería sus tomates entre lágrimas. La señora Pechin quiere ser inmortal; todos mis enfermos quieren ser inmortales; usted, señor Mazure, y hasta usted mismo, señor Bergeret, quieren ser inmortales. Ahora les confesaré que la inestabilidad es el carácter esencial de las combinaciones que producen la vida. La vida, ¿me permite que se la defina científicamente? Es lo desconocido que se va a la m…

—Confucio —dijo el señor Bergeret— era un hombre muy razonable. Al preguntarle su discípulo Kilou cómo había que servir a los espíritus y a los genios, el maestro respondió: «Si el hombre no está dispuesto aún para servir a la Humanidad, ¿cómo puede servir a los genios y a los espíritus?». «Permitidme —añadió el discípulo— que os pregunte: ¿Qué es la muerte?». Y Confucio respondió: «Cuando no se sabe qué es la vida, ¿cómo ha de saberse lo que es la muerte?».

El cortejo seguía la calle Nacional y pasaba frente a la Universidad. El doctor Fornerol recordó los días de su infancia, y dijo:

—Hice aquí mis estudios; ha pasado ya mucho tiempo desde entonces. Soy más viejo que ustedes; dentro de ocho días cumpliré cincuenta y seis años.

—¿Verdaderamente quiere ser inmortal la señora Pechin? —preguntó el señor Bergeret.

—Está segura de serlo —dijo el doctor Fornerol—. Si le dijera usted lo contrario, no lo creería, y le guardaría rencor.

—¿No la extraña —preguntó el señor Bergeret— ser permanente? ¿No se cansa de alimentar sus esperanzas desmedidas? Tal vez no ha meditado mucho sobre la naturaleza de los seres y sobre las condiciones de la existencia.

—¡Claro! —dijo el doctor—. ¿Y a usted le sorprende, querido Bergeret? Esa mujer tiene religión. Su inteligencia no alcanza a más. Ha nacido en un país católico, y, por tanto, es católica. Cree lo que la enseñaron, y hace bien.

—Doctor, habla usted como Zaira —dijo el señor Bergeret—. «Si yo hubiera estado cerca del Ganges…». Además, la creencia en la inmortalidad del alma es común en Europa, en América, en parte del Asia, y se extiende por África con los productos de nuestras industrias.

—Tanto mejor —dijo el médico—. Es necesaria para la civilización. Sin ella, los desdichados no se resignarían con su suerte.

—Sin embargo —dijo el señor Bergeret—, los chinos trabajan por un corto salario, son pacientes, resignados; y no son espiritualistas.

—Porque son de raza amarilla —dijo el doctor Fornerol—. Las razas blancas tienen menos resignación. Conciben un ideal de justicia y de elevadas esperanzas. El general Cartier de Chalmot no se equivoca al decir que la creencia en una vida futura es necesaria a los ejércitos; y es también muy útil en todas las transacciones sociales; sin el miedo al infierno habría menos honradez.

—Doctor —preguntó el señor Bergeret—, ¿cree usted que resucitará?

—Yo soy diferente —respondió el médico—. No tengo necesidad de creer en Dios para ser un hombre honrado. En materia religiosa, como sabio, lo ignoro todo; y como ciudadano, lo creo todo; soy católico del Estado. Creo que las ideas religiosas son esencialmente moralizadoras, y contribuyen a infundir en el pueblo sentimientos humanitarios.

—Es una opinión muy general —dijo el señor Bergeret—. Me inspira desconfianza por su misma generalidad. Las opiniones comunes pasan sin examen. Con frecuencia, si fuesen meditadas, no se admitirían; ocurre con ellas como con aquel aficionado a espectáculos que durante veinte años entró en la Comedia Francesa diciendo a los porteros: «El difunto escribe». Un derecho de entrada, así justificado, no soportaría el examen. Pero no lo examinaban. ¿Cómo puede pensarse que las ideas religiosas son esencialmente moralizadoras, cuando se ve que la historia de los pueblos cristianos es un tejido de guerras, de asesinatos y de suplicios? Afirman ustedes que hay mucha piedad en los monasterios, y, sin embargo, todas las clases de frailes, blancos y negros, píos y capuchinos, se han manchado con los crímenes más execrables. Los agentes de la Inquisición y los curas de la Liga eran religiosos y fueron crueles. No hablo de los Papas que ensangrentaron el mundo, Porque no es seguro que creyeran en otra vida. La verdad es que los hombres son animales dañinos, y siguen siéndolo cuando esperan pasar de este mundo a otro, lo cual no es razonable si se discurre bien. De todos modos, no imagine usted, doctor, que niego a la señora Pechin el derecho a creerse inmortal. Hasta me atrevería a asegurarle que no padecerá un desencanto al salir de esta vida. Una ilusión arraigada tiene los atributos de la verdad, y sólo sufren engaños los desensañados.

La presidencia del duelo había llegado al cementerio. Los tres amigos acortaron el paso.

—Señor Bergeret —dijo el doctor—, si visitara usted, como yo, a muchos enfermos diariamente, comprendería el dominio de los curas. Y a usted mismo, ¿no le sorprende algunas veces, ya que no una creencia, por lo menos un ansia incontenible de inmortalidad?

—Doctor —le contestó Bergeret—, pienso acerca de este punto, como la señora de Dupont-Delagneau. La señora de Dupont-Delagneau era ya muy vieja cuando mi padre aún era muy joven; le quería mucho, y complacíase charlando con él. Mi padre vislumbró en sus conversaciones un reflejo del siglo dieciocho, y ha referido varios rasgos de aquella señora; entre otros, el siguiente: Estaba enferma, en el campo; un sacerdote fue a visitarla, y hablóle de la vida futura. Ella le respondió, con un gesto desdeñoso, que desconfiaba del otro mundo, y dijo: «Si es obra, como usted me asegura, de quien hizo éste donde nacemos y morimos, ya sé de sobra cómo trabaja». Pues bien, doctor: siento, por lo menos, tanta desconfianza como la señora de Dupont-Delagneau.

—¿No ha soñado usted nunca —preguntó el doctor— con la inmortalidad en la ciencia, la inmortalidad en los astros?

—Insisto en el pensamiento de la señora Dupont-Delagneau. Me acongojaría mucho suponer que las constelaciones de Altair o Aldebarán se pareciesen al sistema solar; no valdría la pena del viaje. Respecto a renacer en esta bola, ¡gracias, doctor!

—¿De veras no quiere usted, como la señora Pechin, ser inmortal de una o de otra manera?

Después de reflexionarlo mucho, contestó el señor Bergeret:

—Me contento con ser eterno en mi esencia, y lo soy. En cuanto a la conciencia de que disfruto, la supongo un accidente, doctor; un fenómeno instantáneo, semejante a las burbujas que se forman en la superficie del agua.

—De acuerdo. Pero no hay que decirlo —replicó el doctor.

—¿Por qué? —preguntó Bergeret.

—Porque tales doctrinas no convienen a la muchedumbre, y es necesario hablar como todos, aun cuando no se piense como ellos; la energía de las naciones se funda en la comunidad de las creencias.

—Lo indudable —repuso el señor Bergeret— es que a los hombres animados por una fe común les parece inaplazable y necesario exterminar a los que piensan de otro modo; cuanto menor sea la diferencia de sus criterios, tanto más apremia la venganza.

—Vamos a oír tres discursos —dijo el señor Mazure. Pero el señor Mazure no acertó. Se pronunciaron cinco discursos, de los cuales nadie oyó una palabra. Los gritos de «¡Viva el Ejército!» estallaron al paso del general Cartier de Chalmot. El señor Leterrier y el señor Bergeret fueron silbados por la juventud nacionalista.

IX

Refugiados en el amplio salón, al húmedo anochecer de un día de mayo, las señoras de Brecé hacían labores de punto para niños pobres. La vieja señora de Courtrai, en pie, de espaldas a la chimenea, alzábase por detrás el vestido para calentarse las pantorrillas. El señor de Brecé, el general Cartier de Chalmot y el señor Lerond hablaban antes de comenzar su partida de whist.

El señor de Brecé abrió un periódico que había sobre la mesa, y dijo:

—Las hostilidades no se han roto aún de una manera ostensible y definitiva entre España y los Estados Unidos. General, ¿qué impresiones tiene usted acerca del resultado de la guerra? Me gustaría mucho conocer lo que opina en este asunto un militar eminente.

—Sería muy grato para nosotros —dijo el señor Lerond— enterarnos de la opinión que le merece a usted el estado de los contingentes que van a medir sus fuerzas en las Antillas y en los mares de China.

El general Cartier de Chalmot se pasó la mano por la frente, abrió mucho la boca antes de hablar, y dijo, con autoritario y militar convencimiento:

—Los americanos han cometido una lamentable imprudencia. Carecen de tropas disciplinadas y de Marina militar; por tanto, ha de serles difícil sostener la lucha con un ejército aguerrido y una marinería heroica. Sólo disponen de buenos fogoneros, de buenos mecánicos, y esto no es bastante para constituir una escuadra de guerra.

—¿Cree usted en el éxito de los españoles? —preguntó el señor Lerond.

—En principio —respondió el general— el éxito de una campaña depende siempre de circunstancias que no es posible prever; pero desde ahora podemos asegurar que los americanos no están preparados para la guerra; y la guerra exige una larga preparación.

—¡Vaya, general! —exclamó la señora de Courtrai—, díganos usted que los bandidos americanos serán derrotados.

—Su éxito es problemático —respondió el general—, y me atrevo también a decir que sería paradójico, porque sería una insolente contradicción de todos los sistemas admitidos por las naciones esencialmente militares. En efecto: la victoria de los Estados Unidos representa la crítica práctica de los principios adoptados en Europa por los tácticos de mayor competencia. Resultado semejante no es de prever ni de desear.

—¡Qué dicha! —exclamó la señora de Courtrai, golpeando con sus huesudas manos sus viejos muslos y sacudiendo sobre la cabeza, como si fuese un gorro, su cabellera gris—. ¡Qué dicha! Nuestros amigos los españoles quedarán victoriosos. ¡Viva el rey!

—¡General! —expresó el señor Lerond—, yo presto a sus palabras atención suma. El éxito militar de nuestros vecinos sería acogido favorablemente en Francia, y ¿quién sabe si determinaría en nuestro país un movimiento realista y religioso?

—Permítame usted —insistió el general— que no augure nada de lo por venir. El éxito de una campaña, como dije ya, depende de circunstancias imposibles de prever. Me limito a considerar la calidad de los elementos que luchan, y desde este punto de vista, la ventaja corresponde indiscutiblemente a España, aun cuando no disponga de bastante número de unidades navales.

—Hay síntomas reveladores —dijo el señor de Brecé— de que los americanos empiezan a arrepentirse de su temeridad. Asegúrase que están aterrorizados. Todos los días esperan ver asomar los acorazados españoles en las costas del Atlántico. Los habitantes de Boston, de Nueva York, de Filadelfia huyen en masa y se internan en el territorio. El pánico es general.

—¡Viva el rey! —exclamó con alegría salvaje la señora de Courtrai.

—¿Y la joven Honorina —preguntó el señor Lerond—, sigue como siempre favorecida por las apariciones de Nuestra Señora del Sotillo?

La duquesa viuda de Brecé respondió, algo azorada:

—Sí, señor; como siempre.

—Sería muy curioso —repuso el antiguo magistrado— que se instruyera una información acerca de las revelaciones de la niña, referentes a lo que ve y a lo que oye durante sus éxtasis.

Nadie respondió a este deseo. La señora de Brecé había intentado ya, en cierta ocasión, anotar con lápiz las frases atribuidas por Honorina a la Santísima Virgen, y tuvo que dejar de escribir, porque la niña empleó algunas palabras muy feas. Además, el cura Traviés, que andaba todas las tardes a caza de conejos por el bosque de Lenonville, sorprendía con demasiada frecuencia a Isidoro y Honorina recostados sobre un lecho de hojas secas, para que pudiera dudar aún de que aquellos mozalbetes hicieran todo el año lo que en torno suyo los animales hacían en una sola estación. El viejo cura Traviés era cazador furtivo, pero no pecaba ni por las costumbres ni por la doctrina. Sus observaciones frecuentes le permitieron afirmar que la Virgen no se le apareció a la mozuela.

Se lo dijo a las señoras de Brecé, y las dejó, si no del todo convencidas, por lo menos turbadas. Al pedir el señor Lerond detalles precisos acerca de los últimos éxtasis, tuvieron el buen acuerdo de desviar la conversación.

—Si desea usted noticias de Lourdes —indicó la duquesa viuda—, las tenemos.

—Mi sobrino —dijo el señor de Brecé— me escribe que los milagros se multiplican en la gruta y son cada vez más frecuentes.

—También se lo he oído decir a uno de mis oficiales —añadió el general—. Es un muchacho de mérito, y se maravilla de lo que ha visto en Lourdes.

—Ya sabe usted, general, que los médicos de la piscina dan testimonio de muchísimas curas milagrosas.

—No es necesaria la opinión de los médicos para creer en los milagros —dijo la señora de Brecé con ingenua sonrisa—. Tengo más confianza en la Virgen que en la ciencia.

Luego hablaron del proceso. Se admiraban de que las audacias del Sindicato de tracción quedasen impunes. El señor de Brecé expresó con gran energía este pensamiento:

—Cuando dos Consejos de guerra han sentenciado, no puede existir la menor duda.

—Ya sabe usted —dijo la señora de Brecé— que la señorita Deniseau, la iluminada del departamento, ha sabido, por conducto de Santa Radegunda, que Zola se naturalizaría italiano para no volver a Francia.

Esta profecía fue acogida con gozo.

Un criado entró el correo.

—Quizá tendremos noticias de la guerra —dijo el señor de Brecé, mientras desdoblaba un periódico.

Y entre un profundo silencio leyó en voz alta:

«El comodoro Dewey ha destruido la escuadra española en el puerto de Manila. Los americanos no han perdido ni un hombre».

—Este telegrama causó gran abatimiento en el salón. Sólo la señora de Courtrai, resuelta y tranquila, exclamó:

—¡No es cierto!

—El telegrama —objetó el señor Lerond— es de origen americano.

—Sí —dijo el señor de Brecé—. No hay que fiarse de falsas noticias.

Todos imitaron semejante prudencia.

Sin embargo, aquella revelación súbita los entristeció. En silencio, imaginaban la escuadra bendecida por el Papa, en la que ondea el pabellón del rey católico, la que ennoblece sus proas con los nombres de la Virgen y de los santos, desmantelada, destruida por los cañones de aquellos vendedores de cerdos, de aquellos fabricantes de máquinas de coser, de aquellos herejes, sin rey, sin príncipes, sin pasado, sin patria, sin ejército.

X

El señor Bergeret se intranquilizaba por el giro de sus asuntos, y temía verse postergado; de pronto le sorprendió en su nueva casa la noticia de su ascenso. Sintió un gozo mayor de lo que parecía consentirle su progresiva ataraxia; concibió vagas ilusiones halagadoras, y se hallaba satisfecho y sonriente cuando se le presentó al anochecer el señor Goubín —su discípulo predilecto desde la traición del señor Roux— para acompañarle, según costumbre, al café de la Comedia.

Era una noche estrellada. El señor Bergeret, al pisar las piedras puntiagudas de la calle, miró al cielo, y como le interesaba la astronomía recreativa, con la punta del bastón señaló al señor Goubín una hermosa estrella roja sobre los Gemelos.

—Es Marte —dijo—. Me agradaría que hubiese anteojos bastante potentes para observar a los habitantes de ese planeta y sus industrias.

—Pero, querido maestro —indicó el señor Goubín—, ¿no me decía usted hace poco tiempo que el planeta Marte no está poblado, que los universos celestes hállanse inhabitados, y que la vida, al menos, tal como la concebimos, debe de ser una enfermedad propia de nuestro planeta, un enmohecimiento esparcido en la superficie de nuestro viejo mundo?

—¿He dicho eso? —preguntó el señor Bergeret.

—¡Claro que me lo ha dicho, querido maestro! —replicó el señor Goubín.

No se engañaba. El señor Bergeret, después de la traición del señor Roux había dicho, intencionadamente, que la vida orgánica es una podredumbre que roe la superficie de nuestro mundo enfermo, y añadió que esperaba, para gloria de los cielos, que la vida se produciría normalmente en los lejanos universos bajo formas geométricas de cristalización, «sin lo cual —había recalcado— no me produciría ningún placer contemplar la noche estrellada». Pero ya pensaba de otro modo.

—Me sorprende usted —le dijo al señor Goubín—. Hay motivos para suponer que todos los soles que ve usted lucir alumbran y dan calor a vidas y pensamientos. La vida, hasta sobre la Tierra, se reviste a veces con formas agradables, y el pensamiento es divino. Tengo curiosidad por conocer aquella hermana de la Tierra que flota en el éter sutil en oposición al Sol. Es nuestra vecina; sólo estamos separados de ella por catorce millones de leguas; poca distancia en los espacios celestes. Quisiera saber si en el planeta Marte los cuerpos vivientes son más hermosos que los de la Tierra y las inteligencias más claras.

—Eso no se sabrá nunca —dijo el señor Goubín mientras limpiaba los cristales de sus lentes.

—Por lo menos —repuso el señor Bergeret—, los astrónomos observaron ya, con potentes objetivos, la configuración que presenta aquel planeta rojo, y sus observaciones concuerdan en reconocer numerosos canales. El conjunto de hipótesis, que se apoyan las unas en las otras para formar el haz de un gran sistema cósmico, nos conduce a creer que aquel planeta vecino es nuestro hermano mayor; y, desde luego, podemos imaginar que sean sus habitantes, a causa de su mayor antigüedad, más sabios que nosotros.


«Esos canales dan a los continentes que atraviesan un aspecto semejante al de Lombardía. A decir verdad, no vemos ni el agua ni las orillas, sino la vegetación que producen y que se manifiesta al observador como una línea débil y difusa más pálida o más oscura, según la estación, y que se percibe con más claridad desde el ecuador del planeta. Les damos los nombres terrestres de Ganges, Euripo, Fisón, Nilo, Orco. Son canales de regadío como aquellos en los que Leonardo de Vinci trabajaba, según dicen, para demostrar su pericia de excelente ingeniero. Sus sauces, siempre rectos, y los estanques circulares donde terminan, demuestran claramente que son obras de arte, resultado de una idea geométrica. La Naturaleza también es geométrica, pero no de este modo.

»El canal marciano, que los habitantes de la Tierra distinguimos con el nombre de Orco, es una maravilla incomparable; une pequeños lagos redondos, distanciados los unos de los otros por espacios iguales, que le dan el aspecto de un rosario. No es posible dudar: los canales de Marte fueron construidos por seres inteligentes».
 

De este modo el señor Bergeret poblaba el Universo con formas seductoras y pensamientos sublimes; animaba el vacío del espacio, porque le habían ascendido. Era un hombre muy culto, pero un hombre al fin.

Al entrar en su casa encontró una carta concebida en estos términos:


«Milán, a…

»Mi estimado señor y amigo:

»Ha confiado usted con exceso en mi ciencia. Lamento que no me sea posible satisfacer la curiosidad sentida por usted, según me indica, en el entierro del señor Cassignol.

»Mi atención sólo se ha fijado en nuestros antiguos cantos litúrgicos por aquello en que se refieren de uno u otro modo a la literatura dantesca, y nada puedo decirle que usted ignore referente a la prosa de difuntos.

»La mención más antigua que se conoce de dicho poema es la de Bartolomé Pisano, anterior a 1401. Maroni atribuye el Dies irae a Frangipani Malabranca Orsini, cardenal en el año 1278. Wadding, el biógrafo de la Orden seráfica, lo supone obra de fray Tomás de Celano, qui floruit sub anno 1250. Ninguna de estas dos suposiciones ha sido comprobada. Sin embargo, es probable que haya sido compuesta esa prosa en Italia durante el siglo XVII.

»El defectuoso texto del misal romano fue nuevamente estropeado en el siglo XVII. Una mesa de mármol que se conserva en la iglesia de San Francisco, en Mantua, presenta una transcripción más antigua y menos defectuosa del poema. Si usted lo desea, haré copiar, para enviárselo, el Marmor mantuanum. Me satisfará mucho que disponga usted de mí en esto como en todo. Nada para mí tan grato como servirle.

»En cambio, hágame el favor de copiar, si no le molesta, una carta de Mabillon, conservada en la biblioteca de su ciudad, donativo Joliette, colección B, número 3. 715, folio 70. El pasaje de la carta que me interesa particularmente se refiere a las Anécdotas, de Muratori, y lo consideraré mucho más precioso por ser usted quien me lo proporcione.

»A propósito de esto, le diré que Muratori no creía en Dios. Siempre he deseado escribir un libro acerca de los teólogos ateos, cuyo número es considerable. Perdone las molestias que le ocasiona mi petición, y deseo que se vea usted recompensado, al entrar en la biblioteca, por un tropiezo con la ninfa portera de cabellos dorados que oye con orejas purpurinas las frases amorosas, mientras balancea en las puntas de sus dedos las pesadas llaves que guardan antiguos tesoros. El recuerdo de esa ninfa me convence de que para mí acabaron los días de amor, y, en adelante, debo cultivar los vicios selectos. La vida sería realmente muy triste si el sonrosado enjambre de imaginaciones licenciosas no acudiera solícito a divertir la vejez de las gentes comedidas. Puedo comunicar esta esperanza suave a un espíritu cultivado como el de usted, capaz de comprenderla.

»Si viene usted a Florencia, le mostraré una musa, guardadora de la casa de Dante, y que vale tanto como su ninfa. Admirará usted sus cabellos rojos, sus ojazos negros, su pecho macizo y bien modelado, y reputará su nariz como una maravilla: encantadora, de regulares proporciones, recta y palpitante. Hago esta mención especial porque ya sabe usted cuán rarísimas veces forma la Naturaleza una hermosa nariz, y que por su desacierto en semejante labor estropea muchas caras bonitas.

»La carta de Mabillon que le ruego me copie empieza por estas palabras: “Ni los cansancios de la edad, caballero…”. Dispense mis impertinencias, y confíe usted, mi bondadoso amigo, en la sincera estimación y simpatía de su devoto.

»CARLOS ASPERTINI.

»P. D. ¿Por qué se obstinan los franceses en no reconocer un error judicial, evidente para toda inteligencia serena, y que sería tan fácil de reparar sin perjuicio de nadie? Busco las razones de su conducta sin poderlas descubrir. Todos mis compatriotas, toda Europa, todo el mundo comparten mi sorpresa. Siento infinita curiosidad por conocer la opinión de usted acerca del asunto».
 

XI

A la luz matinal animaban el cuartel los que, prestando servicio, barrían el suelo y limpiaban los caballos.

En el fondo del patio, vestido con su puerca blusa y sus pantalones de lienzo, el soldado Bonmont, en compañía de los soldados Cocot y Brinqueballe, mondaba patatas, en pie ante un perol lleno de agua. De cuando en cuando, un pelotón, mandado por un sargento, bajaba tumultuosamente por una escalera y al pasar esparcía el invencible gozo juvenil; pero lo más expresivo de la instrucción militar de aquellos hombres era el paso, un paso abrumador y trabajoso, una marcha pesada y sonora. A cada instante aparecían los furrieles envanecidos, llevando debajo del brazo carpetas y cuadernos pequeños y grandes, variados y múltiples.

Los soldados Bonmont, Cocot y Brinqueballe pelaban patatas y las echaban en el perol; cruzábanse pocas palabras, reveladoras, en términos groseros, de ideas muy sencillas. Y el soldado Bonmont meditaba.

Ante su vista, y al otro lado de la verja que cerraba el patio del monumental cuartel, extendíase un círculo de colinas, donde las casas blancas resplandecían con el sol de la mañana entre las copas violáceas de los árboles.

Actrices y mozas, atraídas por el soldado Bonmont, vivían allí. Una bandada de mujeres galantes, de logreros, de periodistas deportivos y militares, de chalanes, de mediadores, de alcahuetas y sablistas, habíanse posado en torno del cuartel donde el adinerado recluta estaba de servicio. Al mondar las patatas hubiera podido enorgullecerse de reunir, tan lejos de París, una sociedad tan parisiense; pero como ya conocía por experiencia el mundo y los hombres, aquella gloria no le halagaba.

Sentíase taciturno y pensativo. Acosábale sólo un deseo: conseguir el botón de los Brecé. Lo deseaba con la violencia hereditaria, con una energía semejante a la que demostró el barón en la conquista de todas las cosas, de los cuerpos y de las almas; pero no con la inteligencia clara y profunda, ni con el genio de su enorme padre. El mismo se consideraba inferior a sus riquezas, esto le hacía sufrir, y aumentaba su malignidad.

Meditaba:

«Sólo conceden el botón a los duques y a los pares; no lo dudo; pero también es cierto que los Brecé viven entre americanos y judíos. Yo valgo tanto como ellos».

Arrojó violentamente en el perol una patata pelada. Y el soldado Cocot, entre una blasfemia y una risotada, exclamó:

—¡Bueno! ¡Derrama el caldo! ¡Maldita sea…!

A Brinqueballe le divirtió mucho aquello, porque su alma era sencilla y humilde su condición. Se regocijaba pensando en volver pronto a casa de su padre, guarnicionero en Ceyaux.

«Guitrel, ese viejo hipócrita, no hará nada en favor mío —pensaba el soldado Bonmont—. Es muy inteligente Guitrel, más inteligente de lo que yo hubiera creído: me ha impuesto condiciones. Mientras no sea obispo no hablará de mis propósitos a sus amigos los Brecé. ¡Se las busca el muy pillo!».

—Bonmont —dijo Brinqueballe—, no eches las mondaduras en el perol.

—No deben echarse —adujo Cocot.

—No estoy de semana —respondió Bonmont.

De este modo hablaban aquellos tres hombres, porque allí eran iguales.

Y Bonmont reflexionaba:

«Puedo prescindir de Guitrel. Hay muchos otros que, si es preciso, pedirán el botón para mí. Primero, Terremondre. Frecuenta la casa de los Brecé; pertenece a una familia de rancia nobleza; discurre bien…; pero no es serio. Terremondre: bambolla, todo bambolla; no tiene influencia; prometerá mucho y no hará nada. No puedo dirigirme al cura Traviés, que anda de ojeo con el cazador furtivo Rivoire. Tampoco el general Cartier de Chalmot… Y éste lo conseguiría solamente con abrir la boca…; pero es un vejestorio que no me puede ver».

Al soldado Bonmont le sobraban motivos para pensar así. El general repetía con frecuencia: «Si Bonmont estuviese a mis órdenes, ya le haría yo andar derecho». En cuanto a la generala Cartier de Chalmot, sentíase indignada con él desde que le oyó decir en un baile: «En todo lo que no implica sentimentalismo amoroso, mamá es una frívola intolerable». De manera que el joven Bonmont no iba equivocado al suponer que no estaban dispuestos a favorecerle ni el general ni la generala.

Buscó en su memoria quién pudiera servirle para lograr lo que Guitrel le regateaba. ¿El señor Lerond? Era demasiado prudente. ¿Santiago de Courtrai? Estaba en Madagascar.

El joven Bonmont suspiraba desalentado, pero al pelar su última patata ocurriósele una idea feliz:

«¿Por qué no intrigo para que le concedan a Guitrel su mitra?… ¡Estaría bueno!». Y mientras cuajaba esta idea en su cerebro, estallaron varias imprecaciones cerca de sus oídos.

—¡Rediós…, rediós!… ¡Maldita sea la…! —exclamaban a un tiempo los soldados Brinqueballe y Cocot bajo una lluvia repentina de hollín, que caía sobre ellos, en torno de ellos y dentro del perol, embadurnaba sus dedos y ennegrecía las patatas, pálidas poco antes como bolas de marfil.

Levantaron la cabeza para descubrir la causa del mal, y vieron, a través de la negra lluvia, que unos compañeros desmontaban sobre el tejado un ancho tubo de chimenea y sacudían con violencia el hollín. Cocot y Brinqueballe exclamaron a dúo:

—¡Eh! ¡A ver si acabáis!

Y lanzaron a los camaradas del tejado todas las imprecaciones que pueden brotar de un alma inocente y sincera; sencillas injurias que demostraban un desagrado profundo y esparcían por el patio del cuartel voces prolongadas, de acento picardo y borgoñón. El minúsculo bigote del sargento Lafille apareció sobre el alero del tejado, y con voz agria pronunció estas palabras, en medio de un profundo silencio:

—¡Eh!, vosotros; los de abajo, ¡tres días!… ¿Comprendéis? ¡Tres días de calabozo!

Brinqueballe y Cocot permanecieron anonadados bajo los golpes de la fatalidad y de la ley. El soldado Bonmont, su semejante, pensaba:

«Puedo improvisar un obispo fácilmente. Me bastaría decírselo a Huguet».

Huguet era entonces presidente del Consejo. Dirigía un Gabinete moderado, con el apoyo de las derechas. Huguet, al formarlo, había tranquilizado a los capitalistas, y su acierto le daba serenidad, confianza en sí mismo y algo de orgullo. Habíase reservado la cartera de Hacienda, y recibió felicitaciones por haber fortalecido el crédito público, quebrantado por su predecesor radical.

Huguet no fue siempre un hombre de Estado, como lo era entonces. Radical y hasta revolucionario, en su juventud laboriosa sirvió de secretario al difunto barón de Bonmont, por quien publicaba libros y dirigía periódicos. Era entonces demócrata y místico en cuestiones de Hacienda; el barón se lo exigía. Aquel prudente señor, ocupado en conciliar las fracciones avanzadas del Parlamento, agradecía que lo creyeran generoso y hasta un poco iluso; hizo elegir a su secretario diputado por Montil; Huguet le debía cuanto era.

Y el joven Bonmont, bien enterado, pensaba:

«Con indicárselo a Huguet…».

Lo pensaba, pero no lo creía, seguro de que el señor Huguet, presidente del Consejo, evitaba cuidadosamente todo encuentro con el soldado Bonmont, y tampoco sufría con paciencia que le recordaran sus antiguas concomitancias con el barón muerto en la impopularidad, muy oportunamente, cuando se alzaba en torno suyo un sordo rumor de escándalo.

El soldado Bonmont discurría con bastante cordura:

«He de poner en juego a otras personas».

Para reflexionar más cómodamente sentóse en el suelo, cerca de la bomba, entregándose a un íntimo y grave soliloquio. Todos aquellos a quienes juzgaba en condiciones de disponer del báculo y de la mitra, desfilaron procesionalmente por su evocadora imaginación. Monseñor Charlot, el señor Goulet, el prefecto Worms-Clavelin, la señora de Worms-Clavelin, el señor Lacarelle; todos éstos y muchos más. Libróle de su ensimismamiento el soldado Jouvencie, licenciado en Derecho, que hizo funcionar la bomba y le soltó un chorro de agua en el cogote.

—Oye, Jouvencie —dijo Bonmont, imperturbable, mientras se frotaba con el pañuelo para secarse—, ¿de qué cosa es ministro Loyer?

—¿Loyer? De Instrucción Pública y de Cultos —respondió Jouvencie.

—¿Es el que nombra los obispos?

—Sí.

—¿De seguro?

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Bonmont. Y en su fuero interno exclamó:

«¡Ya tengo lo que necesito!… La señora de Gromance».

XII

Aquella noche, el señor Leterrier quiso hacer una visita al señor Bergeret.

Al oír el campanillazo del rector, Riquet saltó de la butaca que compartía con su amo, para ladrar terriblemente frente a la puerta, y cuando el señor Leterrier entró en el despacho, el perro le recibió con gruñidos hostiles… Aquella figura corpulenta y aquel rostro serio, abotagado, con un collar de barba gris, no le inspiraban confianza.

—¡También tú! —exclamó con suavidad el rector.

—Dispénsele usted —dijo el señor Bergeret—. No muerde. Al instruir los hombres a la raza canina le impusieron el carácter que este animalito ha heredado, porque suponían enemigo al forastero. No enseñaban a los perros la caridad del género humano. Las ideas de fraternidad universal, muy posteriores entre los hombres, no han penetrado aún en el alma de Riquet, que representa un estado antiguo de las sociedades.

—Un estado muy antiguo —dijo el rector—, porque ahora vivimos todos en paz, compartiendo la concordia y la justicia.

Así hablaba el rector, irónicamente, cosa desacostumbrada en él; pero en poco tiempo había renovado su repertorio de ideas y de palabras.

Riquet ladraba y gruñía; esforzábase para detener al intruso, resuelto a espantarle con el horror de su mirada y de su voz; pero retrocedía a la par que el adversario avanzaba. Cumplía su misión de guardián, sin prescindir de su prudencia.

Impacientado, su amo lo alzó del suelo, cogiéndolo por la piel del pescuezo y le dio algunos cachetes en el hocico.

Riquet cesó en el acto de ladrar y agitó el rabo cariñosamente, mientras sacaba la lengua para lamer la mano que le castigaba. Sus hermosos ojos inundáronse de tristeza y de dulzura.

—¡Pobre Riquet! —suspiró el señor Leterrier—. Así pagan tu vigilancia exquisita.

—Es necesario interpretar sus ideas —dijo el señor Bergeret, mientras empujaba al perro detrás del sillón—. Ahora sabe que se ha equivocado al recibir a usted de mala manera. Riquet sólo conoce una clase de mal: el sufrimiento; y una clase de bien: la ausencia de sufrimiento. Identifica el crimen y el castigo de tal modo, que para él una acción que se castiga es una mala acción. Cuando por descuido le piso una pata, se reconoce culpable y me pide perdón. Las ideas de lo justo y de lo injusto no embrollan su infalible juicio.

—Semejante criterio le evita las angustias que ahora sufrimos —adujo el señor Leterrier.

Desde que había firmado la protesta llamada «de los Intelectuales», el señor Leterrier vivía en permanente sorpresa. Expuso con absoluta sinceridad sus convicciones en una carta que publicaron los periódicos de la región, porque no comprendía el odio implacable de los que le llamaban judío prusiano, intelectual y traidor. Extrañábale también que Eusebio Boulet, redactor de El Faro, le tratara todos los días de mal patriota y enemigo del Ejército.

—¿Lo creerá usted? —exclamó—; se han atrevido a imprimir en El Faro que ultrajo al Ejército. ¡Ultrajar al Ejército yo, que tengo un hijo soldado!

Los dos profesores hablaron detenidamente del asunto. Y el señor Leterrier, cuya alma era cristalina, dijo:

—No concibo que se mezclen de tal modo con el proceso los intereses políticos y las pasiones de sectario. La justicia debiera imponerse a todos, porque se trata de una cuestión moral.

—Sin duda —respondió el señor Bergeret—; pero usted no se asombraría tan fácilmente si pensara que la muchedumbre siente pasiones violentas y sencillas, que es inaccesible al razonamiento, que pocos hombres saben conducir su espíritu en las investigaciones difíciles, y que para descubrir la verdad en este asunto hemos necesitado una atención sostenida, la firmeza de una inteligencia experimentada, la costumbre de examinar metódicamente los hechos, y bastante sagacidad. Estas disposiciones ventajosas y la satisfacción de reconocer lo justo valen la pena de sufrir algunas injurias despreciables.

—¿Cuándo terminará todo? —preguntó el señor Leterrier.

—Dentro de seis meses, dentro de veinte años o nunca —respondió el señor Bergeret.

—¿Hasta dónde llegarán? —preguntó el señor Leterrier—. Scelere velandum est scellus. Esto me angustia, amigo mío; me angustia.

Decía verdad. Su fuerte máquina de animal moral desquiciábase, presa de la fiebre y de los dolores hepáticos.

Por centésima vez expuso las pruebas que había logrado reunir en sus investigaciones minuciosas, con toda la pulcritud de su conciencia serena. Estableció las causas del error que aparecía a través de tantos velos sobrepuestos; y seguro de su raciocinio preguntaba con energía:

—¿Qué pueden objetarme?

Llegaban a este punto de su conversación cuando les interrumpió un tumulto producido en la plaza.

Riquet levantó la cabeza y miró en torno suyo con inquietud.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor Leterrier.

—Nada —respondió Bergeret—. Es Pecus.

Era realmente un grupo de ciudadanos que lanzaban ensordecedores gritos.

—Me parece que vociferan: «¡Muera Leterrier!» —dijo el rector—. Habrán advertido mi presencia en esta casa.

—También lo creo —dijo el señor Bergeret—. Y me figuro que pronto vocearán: «¡Muera Bergeret!». Pecus está nutrido con mentiras muy viejas. Su aptitud para el error es considerable. Siéntese incapaz de vencer con razonamientos los prejuicios hereditarios, y conserva prudentemente los errores de sus abuelos. Esta instintiva previsión le preserva contra otros errores, que le serían más perjudiciales. Se atiene a las mentiras sancionadas. Es imitador; y lo sería más aún si no deformara involuntariamente lo que copia. Estas deformaciones producen lo que se llama progreso. Pecus no reflexiona, por lo cual es injusto decir que yerra; pero todo le engaña y la vida es miserable. Nunca duda, porque la duda es un efecto de la reflexión. Sus ideas varían sin cesar, y a veces pasa de la estupidez a la violencia. No tiene ningún punto de vista superior, pues todo lo que sobresale se le escapa y no puede retenerlo; pero divaga, languidece, sufre. Hay que sentir por él una profunda y dolorosa simpatía. Hasta conviene venerarle, porque de él emanan las virtudes, las bellezas, las glorias de la Humanidad. ¡Pobre Pecus!

Así hablaba el señor Bergeret. Una piedra lanzada con brío rompió un cristal y entró en la estancia.

—Es un argumento —dijo el rector, y cogió la piedra.

—Es romboidal —dijo el señor Bergeret.

—No tiene inscripción alguna —dijo el decano.

—¡Qué lástima! —repuso el señor Bergeret—. El comendador Aspertini ha encontrado en Módena balas de fronda, que fueron lanzadas el año cuarenta y tres antes de nuestra Era por los soldados de Hirtio y de Pansa contra los partidarios de Octavio. Aquellas balas llevaban inscripciones, en las que se indicaba la parte del cuerpo donde pretendían herir. El señor Aspertini me enseño una dedicada a Libia. Le dejo a usted adivinar las intenciones de aquel mensaje conforme al humor de los soldados.

Su voz fue dominada por los gritos de «¡Muera Bergeret!». «¡Mueran los judíos!».

El señor Bergeret temó la piedra de manos del rector y la colocó sobre su escritorio a manera de pisapapeles. Luego, cuando pudo hacerse oír, prosiguió su discurso:

—Después de la derrota de los dos cónsules antonianos, en Módena se cometieron maldades horribles. No se puede negar que desde entonces las costumbres se han dulcificado mucho.

Entretanto la multitud rugía y Riquet replicaba con sus alaridos feroces.

XIII

El joven Bonmont hallábase en París, con licencia de convaleciente, y visitaba la Exposición de Automóviles establecida en un rincón del jardín de las Tullerías, a lo largo de la terraza de los Feuillants. En una de las galerías laterales —reservada a las piezas sueltas y accesorios— examinaba el carburador «Plutón», el motor «Abeja» y el engrasador «Alfonso», con ojos placenteros y con fatigada curiosidad.

Correspondía, inclinando la cabeza o levantando la mano, a los saludos amables de jóvenes tímidos y de viejos corteses. Nada soberbio, nada triunfante, sencillo y hasta un poco vulgar, provisto solamente de su expresión maliciosa, impertinente y satisfecha, que tan socorrida le resultaba en el trato de los hombres, iba como encogido en su corta estatura, rechoncho, robusto aún, pero atacado ya por el padecimiento que le arqueaba un poco la espalda. Después de bajar los peldaños de la terraza y de observar las marcas distintas de los diversos aceites de pata de buey, propios para engrasar mecanismos «patentizados», encontró en su camino una estatua de jardín, que estaba cubierta por el velum en el recinto de lona embreada, una obra clásica de estilo francés: un héroe de bronce que lucía en su académica desnudez la ciencia del estatuario y golpeaba con su maza un monstruo en hermosa actitud.

Engañado, sin duda, por el falso aspecto de sport que ofrecía semejante asunto, no supuso que la estatua se hallase ya en el jardín antes de la Exposición y trató de apropiarla instintivamente al turismo automovilista. Pensó que el monstruo, la serpiente semejante a un tubo, era quizá un neumático; pero lo pensó de una manera vaga y confusa. Luego apartó de la estatua sus ojos displicentes y entró en la sala donde los coches, puestos sobre tarimas, lucían orgullosos las pesadeces y torpezas de sus formas rudimentarias, mal equilibradas, y aun parecían adquirir ante los visitantes una expresión despreciativa de suficiencia y engallamiento.

El joven Bonmont no se divertía allí; no se divertía en parte alguna; pero, al menos, respiraba complacido el olor del caucho de los aceites y de las grasas calientes que perfumaban el aire, y contemplaba sin impaciencia los coches, los cochecitos, los cochecillos. A pesar de todo, le preocupaba una sola idea: las cacerías de Brecé; y el deseo de obtener el botón rebosaba en su alma, porque había heredado de su padre una voluntad firme.

El ardor con que deseaba el botón de los Brecé se mezclaba en sus venas con las primeras fiebres de la tisis, y le consumía. Deseaba el botón de Brecé con la impaciencia de un niño (había conservado no poco de infantil en su carácter), lo deseaba con la tenacidad acomodaticia de un ambicioso calculador, muy ducho en el trato de las gentes por haber observado muchas cosas en pocos años.

Comprendía que, a pesar de su nombre francés y de su título pontificio, para el duque de Brecé siempre era el judío Gutenberg; pero no ignoraba el poder de los millones, y sabía en este punto más de lo que nunca aprenderán los pueblos y sus ministros; de modo que ni se ilusionaba ni se desanimaba, y se representaba la situación con exactitud, porque veía claro. La campaña antisemita se desarrollaba con rudeza en aquel departamento agrícola, donde no hay judíos, es verdad, pero donde hay un clero numeroso.

Los últimos acontecimientos y los artículos de los periódicos habían abrumado con graves cargos al débil duque de Brecé, jefe del partido católico en aquella región. Sin duda, los Bonmont pensaban como nietos de emigrados y sentían ciegamente la vieja devoción vendeana, tan católicos en el fondo como los Brecé, pero el duque tenía en cuenta la raza, era sencillo y terco, y el joven Bonmont no lo ignoraba. Examinó una vez más la situación frente al ómnibus de petróleo «Dubos-Laquille», persuadiéndose de que el medio más seguro para obtener el anhelado botón era proporcionar la mitra al padre Guitrel.

«Es necesario que yo influya para que lo nombren obispo —imaginó—; y no debe de ser muy difícil para quien sabe qué teclas ha de tocar».

Lamentaba que su padre no pudiese auxiliarle.

«Papá me daría un buen consejo, si viviese. Debió de hacer muchos obispos en tiempo de Gambetta».

Aun cuando carecía de aptitudes para concebir ideas generales, al punto reflexionó que todo se consigue con dinero. El dinero aseguraría el éxito de su empresa… Y, al levantar los ojos, vio al joven Gustavo Dellion a cuatro pasos de distancia, delante de un break amarillo.

En el mismo instante, Dellion reparaba en él; fingió no haberlo visto, y fue a ocultarse detrás de la caja del coche. Debíale a Bonmont algún dinero, y entonces no se hallaba en situación de saldar su deuda.

Los ojos azules de su amigo se le indigestaban. Bonmont tenía generalmente para sus deudores una mirada y un silencio terribles. Dellion los había padecido algunas veces, y sorprendióle ver que el «torete», como le llamaba, le abordaba entre el break amarillo y la pared de lona embreada, le tendía cordialmente la mano y le decía sonriente:

—¿Cómo va de salud?… Bonito break; un poco largo; pero, a pesar de todo, muy bonito, ¿eh?… Uno así necesita usted para Valcombe, mi querido Gustavo. ¡De veras! Es un taf-taf que rodará perfectamente entre Valcombe y Montil.

El mecánico estaba en la tarima, junto al coche, y aprovechó la oportunidad para intervenir, haciéndole observar al señor barón que el coche podía usarse como break con seis asientos, o como faetón con cuatro, según conviniera. Seguro de que hablaba con personas entendidas, entró en explicaciones técnicas:

—El motor se compone de dos cilindros horizontales; cada pistón impulsa una manivela, cuyo engranaje hace dar ciento ochenta rotaciones a la manivela próxima…

Expuso claramente las ventajas de aquella combinación. Luego, contestando a una pregunta de Gustavo Dellion, hizo saber que el carburador era automático y que bastaba prepararlo en el momento de partir.

Se calló, y los dos jóvenes permanecieron atentos y silenciosos. Al fin, Gustavo Dellion, pasando el bastón entre los radios de una rueda:

—¿Ve usted, Bonmont, cómo está dispuesto el guía? —dijo.

—Se maneja con suavidad —repuso el mecánico.

A Gustavo Dellion le agradaban los automóviles, sin apasionarse como Bonmont. Contemplaba el coche, que, a pesar de la aridez de los vehículos modernos, parecía una bestia, un monstruo nada extraño, un monstruo vulgar, correcto, con un rudimento de cabeza y dos ojos enormes: los faros.

—No es feo el taf-taf —dijo en voz baja el joven Bonmont a su amigo—. Cómprelo usted.

—¡Comprarlo!… ¿Cómo lanzarse al menor derroche cuando «se padece» a un papá como el mío? —suspiró suavemente Gustavo—. No se puede usted imaginar cuántas molestias… y apuros ocasiona la familia.

Luego añadió con fingida tranquilidad:

—Esto me hace recordar, querido Bonmont, que le debo una pequeña…

La palma de una mano cordial cayó sobre su hombro, no dejándole terminar la frase, y sorprendióse de ver a su lado a un hombrecito rubio, con la cabeza metida entre los hombros, rechoncho, un poco jorobado y muy afable, que le sonreía bondadosamente; un hombre rubio con ojos azules, de una dulzura desconocida.

—¡Bah! —le dijo aquel hombre, que se parecía mucho a un cordero que deja su lana en los matorrales.

Gustavo apenas reconoció a Bonmont. Sintióse conmovido y absorto; pero el baroncito había saltado al break y comenzó a manejar el volante bajo la mirada indulgente del mecánico.

—Bonmont, ¿es usted chófer? —le preguntó con deferencia Gustavo.

—A veces —respondió el joven Bonmont.

Y, con la mano en el guía, refirió pormenores de su paseo en automóvil a través de la Turena durante una de sus licencias por convaleciente, de las que solía regresar más enfermo. Fue a una velocidad de cuarenta por hora. Es cierto que la carretera no tenía polvo ni baches; pero pastaban en los linderos vacas y caballos asustadizos que podían ocasionar molestias. Era menester buena vista y, sobre todo, no consentir al compañero que tocara el volante. Hizo memoria de algunos incidentes del viaje. Cierta aventura con una lechera le dejó un recuerdo muy agradable.

—Veo venir a distancia —dijo— a una buena mujer, que me intercepta el camino con su caballejo y su carro. Toco la bocina. La mujer no se aparta. Entonces me lanzo hacia ella. La mujer se asusta, y para librarse tira del animal con tanta tuerza, que le hace caer sobre un montón de piedras; el caballejo, el carro, la lechera y las cántaras de leche, todo rueda… Y yo sigo.

El joven Bonmont, que se apeó de un salto, ya fuera del break, adujo:

—El automóvil, a pesar del ruido y del polvo, es un medio de locomoción muy agradable. ¿Por qué no lo prueba usted?

«Está muy afectuoso», pensaba Dellion para sí.

Y su extrañeza se aumentó cuando Bonmont, mientras lo arrastraba por un brazo al pasadizo central, le dijo:

—Obra usted cuerdamente al no comprar esa máquina; yo le prestaré la mía, porque no pienso usarla en algún tiempo. He de incorporarme pronto; mi licencia termina… Yo también, además… A propósito, ¿sabe usted si la señora de Gromance está en París?

—Creo que sí; no estoy seguro —contestó Gustavo—; hace tiempo que no la he visto.

Decía una mentira galante, pues la víspera, a las siete y diez minutos de la noche, había dejado a la señora de Gromance en un cuarto del hotel donde solían citarse.

Bonmont nada respondió. Se detuvo ante una inscripción bilingüe que prohibía fumar, y fijó en su amigo una mirada meditabunda que agravó su silencio. Gustavo quedóse de pronto mudo, juzgando que no era prudente rehuir la conversación a un compañero semejante.

—Quizá tenga pronto ocasión de verla —dijo—. Puedo, si usted lo desea, enterarme en seguida.

El baroncito lo miró a los ojos, y le preguntó:

—¿Quiere usted hacerme un favor?

Gustavo respondió que sí, con la solicitud de un alma complaciente y con la turbación de un espíritu que se ve de pronto comprometido en una empresa dificultosa.

Sin embargo, era cierto que Gustavo podía complacer a Ernesto de Bonmont. Éste le indicó la manera:

—Si quiere usted hacerme un favor, querido Gustavo, obtenga usted de la señora de Gromance que solicite de Loyer el nombramiento de obispo para el padre Guitrel. Se lo pido a usted con verdadero interés.

Gustavo sólo respondió con un silencio estúpido y miradas de asombro, no porque se negara, sino porque no había comprendido. Fue necesario que el joven Bonmont repitiera varias veces las mismas palabras, y explicase que Loyer, ministro de Cultos, nombraba los obispos. Tuvo paciencia para insistir, y Gustavo se acostumbró poco a poco a esas ideas; llegó hasta repetir exactamente lo que oía:

—Usted quiere que la señora de Gromance vaya a pedirle a Loyer, ministro de Cultos, que nombre obispo al padre Guitrel.

—Obispo de Tourcoing.

—Tourcoing… ¿Está eso en Francia?

—Seguramente.

—¡Ah! —extrañóse Gustavo; y reflexionó.

De pronto se alzaron en su pensamiento graves objeciones, y las expuso, a riesgo de parecer poco amable; pero aquel asunto le parecía demasiado importante para comprometerse a la ligera. Receloso y tímido, expuso la primera objeción, de carácter general:

—No es una broma, ¿eh?

—¡Cómo ha de ser broma! —dijo secamente Bonmont.

—¿Luego es de veras? —preguntó Gustavo.

Aún dudaba, pero una mirada despreciativa del hombre rubio desvaneció sus dudas.

Y con mucha firmeza hizo esta declaración:

—Desde el momento en que habla usted seriamente, puede contar conmigo. Soy muy serio en los asuntos serios.

Nuevas dificultades abrumaron su pensamiento, y con dulzura, temeroso, dijo:

—¿Cree usted que la señora de Gromance trata con alguna intimidad al ministro, y puede pedir… eso? Porque no habla nunca de Loyer; se lo aseguro.

—Sin duda tiene otros motivos más interesantes de conversación cuando usted la acompaña. No digo que delire por Loyer; pero seguramente le juzga un viejo simpático y nada tonto. Se conocieron hace tres años, en la inauguración de la estatua de Juana de Arco. Loyer sólo desea que la señora de Gromance le pida cualquier cosa. Le aseguro que no es un hombre desagradable: cuando se pone su levita nueva tiene la facha de un viejo maestro de esgrima. Puede ir a verle; se mostrará muy complaciente con ella.

—Siendo así —dijo Gustavo—, ¿debe pedirle que nombre obispo a Guitrel?

—Sí.

—¿Obispo de dónde?

—Obispo de Tourcoing —repitió el joven Bonmont—. Será más acertado que se lo escriba en un papel.

Y cogiendo de una mesa que tenía al lado la tarjeta del fabricante de la «Reina de los pigmeos» escribió con su lapicito de oro: «Nombrar a Guitrel obispo de Tourcoing».

Gustavo cogió la tarjeta. Aquellas ideas que antes juzgaba estrambóticas y absurdas, ya le parecían sencillas y naturales; habíanse moldeado en su cerebro; y con mucha desenvoltura le dijo a Bonmont, mientras se guardaba la tarjeta:

—Guitrel, obispo de Tourcoing; perfectamente. Puede usted contar conmigo.

De este modo se justificaba la frase de la señora Dellion, que al hablar de su hijo solía decir: «Gustavo no aprende con facilidad, pero nunca olvida lo que aprende; y váyase lo uno por lo otro».

—No dude usted —añadió gravemente Ernesto— que Guitrel será un buen obispo.

—Tanto mejor —dijo Gustavo—, porque…

No completó su idea.

Los dos iban acercándose a la salida.

—Estaré en París hasta fin de semana —dijo Bonmont—. Téngame usted al corriente de sus gestiones. No hay tiempo que perder; los nombramientos se firmarán en estos días. Ya hablaremos del automóvil.

En el pórtico, donde flotaban las banderas formando trofeos, estrechó la mano de Gustavo, y, reteniéndola entre las suyas, dijo:

—Una recomendación importantísima, querido Dellion. Es necesario, ¿entiende usted?, es indispensable que todos ignoren la influencia ejercida por usted sobre la señora de Gromance en este asunto. ¿Comprendido?

—Comprendido —respondió Gustavo, mientras oprimía con efusión la mano de su camarada.

* * *

Seguidamente, a las ocho de la noche, el joven Bonmont entró en casa de su madre, a quien veía poco, a pesar de hallarse con ella en bonísimas relaciones, y la encontró en su tocador, donde acababa de vestirse.

Mientras su doncella la peinaba, desvió los ojos del espejo, miró a Ernesto, y le dijo:

—No tienes buen semblante, hijo mío.

Desde tiempo atrás se preocupaba por la salud de Ernesto.

Sufría mayores angustias, ocasionadas por su Rara, pero también se intranquilizaba muchas veces cuando pensaba en su hijo.

—¿Y tú, mamá?

—Yo estoy bien.

—Ya lo veo.

—¿Sabes que tu tío Wallstein ha sufrido un ligero ataque?

—¡No es extraño! ¡Siempre de jolgorio en París! A su edad, esa vida es peligrosa.

—No es viejo; tiene cincuenta y dos años.

—Cincuenta y dos años no es, precisamente, la adolescencia… A propósito, ¿y los Brecé?

—Los Brecé, ¿qué?

—¿Te han dado las gracias por el copón?

—Me han enviado una tarjeta con una frase de cortesía.

—Me parece poco.

—Pero, hijo mío, ¿esperabas algo más?

Se puso en pie, y para colocar en sus cabellos una rama de brillantes levantó sobre la cabeza sus desnudos brazos, que formaban dos magníficas asas en el ánfora admirablemente torneada de su cuerpo. Sus hombros resplandecían bajo los transparentes racimos de fruta que dejaban filtrar la luz eléctrica, y en su blancura dorada marcábanse unas venas azules al borde del pecho. Las mejillas estaban sonrosadas con afeites, y los labios pintados, pero la fisonomía conservábase lozana, saludable y ansiosa; la marchitez del cuello, que hubiera podido revelar el cansancio de los años, se diluía en los esplendores de la carne.

El joven Bonmont la miró un momento atentamente, y luego dijo:

—Oye, mamá: ¿y si tú visitaras también a Loyer para interesarle por el padre Guitrel?…

XIV

La señora de Bonmont, que había elegido a Raúl Marcien entre todos, y que le amaba con ternura, durante algunas semanas pudo envanecerse de su elección y creerse feliz. En efecto, habíase realizado en el orden de las cosas un cambio profundo. Raúl, hasta poco antes despreciado o temido en todas las esferas, arrojado del regimiento, abandonado por sus amigos, reñido con su familia, expulsado del Casino, conocido en todos los tribunales, donde se amontonaban las querellas contra él, de pronto se había lavado de toda mancha, purificándose de todas las deshonras. Acontecimientos que ya empezaban a conocerse, y que muy pronto estarían aclarados, interesaron al Estado por la honra de Raúl. Importaba mucho que Raúl fuera un hombre intachable. Los ministros afirmaban pública y privadamente que la seguridad, el poder, la gloria de Francia y la paz del mundo, dependían de semejante condición.

Siendo aquel honor de utilidad pública, esforzábanse todos en dignificarlo sólidamente. Se ocupaban en ello el Gobierno, la Magistratura, la Prensa; y todos los buenos ciudadanos trabajaban afanosos para conseguirlo. La señora de Bonmont, al ver a su amigo convertido de pronto en un ejemplo y un modelo a los ojos de los franceses, sentíase a la vez alegre y temerosa. Había nacido para disfrutar placeres discretos y satisfacciones íntimas; aquella gloria la sorprendía y le ocasionaba una especie de malestar. Junto a Raúl sentía la fatigosa impresión de vivir perpetuamente en un ascensor.

Los testimonios de adhesión que recibía admiraban, por lo numerosos, a aquella sencilla Isabel. Todo eran felicitaciones, todo seguridades halagadoras, certificados de buena conducta, cumplidos, alabanzas. Procedían de las ciudades y del campo, de todos los Cuerpos constituidos y de todas las Sociedades nacionales; procedían de las audiencias, de los arzobispados, de los cuarteles, de las prefecturas, de los Ayuntamientos, de los castillos, de los pretorios; surgían del adoquinado en los días de tumulto, resonaban con las charangas de los titiriteros, lucían en los faroles de las retretas. Al presente, su honor se iluminaba, su honor resplandecía sobre la nación entera como en una noche de fiesta una inmensa cruz simbólica. En el palacio de Justicia, en Moulin Rouge, las muchedumbres le aclamaban, abriéndole calle, y los príncipes imploraban el favor de estrecharle la mano.

Sin embargo, Raúl no vivía satisfecho. En el entresuelito, tapizado de azul, donde cobijaba sus amores con la señora de Bonmont, mostrábase sombrío e iracundo. Allí, mientras el estrépito de la ciudad resonaba para él como un coro de alabanzas y adulaciones, cuando no podía oír el traqueteo de un ómnibus, ni la bocina de un tranvía, sin decirse razonablemente que en aquel momento rodaban por la calle sostenes y garantías de su honor, vivía sumido en pensamientos amargos y negros, y alimentaba funestos designios. Fruncía el entrecejo y apretaba los dientes, murmurando imprecaciones; mascullaba sus injurias como un marinero los cabos de la jarcia.

—¡Granujas; bribones! ¡Los voy a reventar!…

Parece increíble que desoyera las aclamaciones de la muchedumbre para escuchar solamente las voces acusadoras de sus adversarios dispersos, anulados, reducidos a polvo, que sólo él veía frente a frente, indestructibles, amenazadores; y el espanto dilataba sus pupilas amarillentas.

Su furor consternaba a la tierna señora de Bonmont, cuando esperaba de aquellos labios caricias o palabras amorosas, y nada más oía gritos roncos de odio y de venganza. Quedábase más sorprendida y turbada al ver que las amenazas de muerte proferidas por su amante se dirigían tanto a los amigos como a los enemigos; pues cuando hablaba de «reventarlos a todos», Raúl no hacía distinción entre sus defensores y sus adversarios; su pensamiento abarcaba por entero a su patria y al género humano.

Pasaba todos los días largas horas paseándose, como las panteras y los leones enjaulados, por las dos habitaciones que la señora de Bonmont había mandado tapizar de azul y amueblar con butacones, tal vez inducida por otra ilusión. Andaba con paso largo, y mascullaba:

—¡He de reventarlos!

Entretanto, ella, desde el sofá, lo contemplaba con ojos tímidos y recogía sus palabras con inquietud; no porque los sentimientos que él expresaba le pareciesen indignos del hombre amado; sumisa por instinto, dócil por naturaleza, admiraba el vigor en todas sus formas y se complacía con la vaga esperanza de que un hombre capaz de todas las fierezas, seria capaz, en otros momentos, de caricias extraordinarias. Recostada en el sofá azul, con los ojos entornados y el pecho anhelante, aguardaba que Raúl cambiase de furores.

Pero aguardaba en vano; siempre los mismos alaridos la hacían estremecer:

—¡He de reventar a uno!

A veces, tímidamente, trataba de calmarle. Con voz emocionada, le decía:

—Puesto que ya te hacen justicia, amigo mío, puesto que todo el mundo te reconoce como un hombre de honor…

El niño David, delgado y negro, con su arpa de pastor, pulsándola con sones más suaves que el chirriar de la cigarra, calmaba el furor de Raúl; Isabel, menos dichosa ofrecía inútilmente a su amado el olvido de sus pasadas angustias, con suspiros de cantante vienesa y con las magníficas insinuaciones de su carne blanca y sonrosada. Sin atreverse a mirarle, atrevíase a decirle:

—No te comprendo, amigo mío; cuando ya dejaste confundidos a tus calumniadores, cuando tu general te abrazó en plena calle, cuando los ministros…

No podía proseguir, porque Raúl estallaba:

—¡Qué podrías decirme de todos esos fantasmones!… ¡Sólo buscan la manera de anularme! Quisieran verme a cien pies bajo tierra. ¡Tanto como hice por ellos!… ¡Que procuren librarse de mí! ¡He de comerme sus hígados!

Y le abrumaba su idea constante, preferida entre todas:

—¡He de reventar a uno!

Entonces refería su ensueño:

—Quisiera verme en una inmensa sala de mármol blanco, llena de gente, y dar garrotazos a diestro y siniestro, tundir durante días y noches, ensangrentando las losas, ensangrentando las paredes, ensangrentando el techo.

Ella nada respondía: miraba silenciosamente un ramito de violetas prendido en su pecho, que había comprado con la intención de dárselo a Raúl, pero no se atrevía.

Él ya no la mostraba ningún amor. Era cosa acabada. El hombre más cruel sintiera piedad ante aquella dulce criatura, ante aquel cuerpo voluptuoso, ante aquella carne lechosa y sonrosada, ante aquella flor grande y tibia, tan espléndida, abandonada, desolada, sin cuidados ni cultivo.

Ella sufría, y como era devota, buscó en la religión un alivio a sus padecimientos; pensó que una entrevista con el padre Guitrel sería muy consoladora para Raúl; y se dispuso a prepararla en su casa, lo antes posible.

XV

Gustavo Dellion, antes de vestirse, levantó las cortinas de las vidrieras; veía pasar los faroles de los coches en la oscuridad sembrada de luces. Su mirada se distrajo un instante: hacía dos horas que se hallaba en aquel cuarto, aislado por completo de lo exterior.

—¿Qué miras? —le preguntó la señora de Gromance desde el fondo de la alcoba, hundida en el hoyo de la cama y sujetándose los cabellos desprendidos—. Enciende una luz; ya no se ve nada.

Encendió las velas, que se alzaban sobre la chimenea en pequeños candelabros de cobre, junto al reloj dorado, con figuras campestres. Una luz tenue hizo brillar el espejo del armario y relucir la cornisa de palo santo. Varios reflejos palpitaban en la habitación sobre la ropa, sobre los trajes abandonados en desorden, y morían entre los pliegues de las cortinas, blandamente.

Era el cuarto de un buen hotel, situado en una calle cercana al bulevar de Capuchinos. La señora de Gromance lo había escogido con prudencia, despreciando las componendas menos sutiles de Gustavo Dellion, que había alquilado para sus entrevistas un cuarto bajo en la solitaria avenida Kleber. Ella opinaba que una mujer, cuando tiene asuntos particulares, debe resolverlos en el tumultuoso corazón de París, en un hotel de buen aspecto, frecuentado por gran número de viajeros de razas extranjeras y diversas. Sólo habitaba en París durante dos meses al año, pero iba y venía muy a menudo, para ver a Gustavo con una facilidad de que no disfrutaba en su provincia.

Sentóse al borde de la cama y ofreció a la luz acariciadora su cabellera rubia y ligera, la carne lechosa de sus hombros caídos y de su hermoso pecho. Luego razonó:

—Estoy segura de que también hoy llegaré tarde. Dime la hora, hijo mío, y no me engañes. Se trata de un asunto muy serio.

Él, con un tono bastante áspero, interrogóla:

—¿Por qué me llamas siempre «hijo mío»? Son las seis y diez.

—¿Las seis y diez? ¿Estás seguro? Te llamo hijo mío por amistad… ¿Cómo quieres que te llame?

—Yo te llamo Clotilde; bien podrías llamarme Gustavo.

—No tengo costumbre de llamar a mis amigos por el nombre de pila.

Él, con amargura, dijo:

—¡Esto es otra cosa! Yo no tengo la pretensión de cambiar tus costumbres.

Para coger las medias del suelo estiróse como una gata que coge un ratón, y dijo:

—¡Qué quieres! Nunca se me ocurre llamarte por tu nombre como a mi esposo, a mi hermano, a mis primos.

—¡Está bien, está bien! Me conformaré con la costumbre.

—¿Qué costumbre?

Y descalza, en camisa, con las medias en la mano, fue a darle un beso en la nuca.

No era listo, pero era desconfiado. Alimentaba en su cerebro una inquietud… Suponía que la señora de Gromance evitaba los nombres en sus lances de amor, temerosa de confundirlos al emocionarse, pues era muy sensible.

No se puede decir que tuviera celos, pero tenía mucho amor propio. Ante la certeza de ser engañado por la señora de Gromance, se lastimaría su vanidad. Por añadidura, sólo deseaba los favores de aquella bonita mujer perqué la suponía deseada por todos. No estaba seguro de su goce con la señora de Gromance. Una mujer de mundo no era ya lo más indicado; sus más íntimos amigos no tenían queridas como aquélla: preferían un automóvil. Ella le gustaba, y le satisfaría ser su amante si aquel género de relaciones fuese de moda, pero como no lo era, extrañábase de su obstinación en conservarlas. En él no estaban de acuerdo el instinto profundo del hombre y la experiencia mundana, y carecía de inteligencia suficiente para conciliar semejantes antinomias. Resultaba de todo esto algo imperfecto e indeterminado, que no disgustaba a la señora de Gromance, poco cuidadosa de dar explicaciones precisas y de establecer una situación clara. Aquella encantadora mujer le decía en la exaltación del momento: «¡Sólo he sido tuya!»; pero se lo decía con menos afán de persuadirle que de usar un lenguaje adecuado a las circunstancias; y en aquellos instantes, los menos a propósito para reflexionar, no le chocaban las dificultades enormes que traía consigo la creencia de semejante afirmación. Las dudas le asaltaban luego cuando razonaba fríamente.

Las expresaba con frases irónicas y crueles, y practicaba el arte de sostener su pensamiento en una vaga inquietud. En esta ocasión mostróse menos áspero que de costumbre, menos amargo, y apenas dejó traslucir celos y desconfianzas: sólo hizo gala del mal humor estrictamente indispensable después de la satisfacción del deseo. La señora de Gromance debía de esperar los mayores arrebatos de rencor y de malevolencia. Aquel día, en efecto, con brío, agrado, inspiración natural y ciencia profunda, obtuvo de su amante los goces amorosos concedidos con más expresa voluntad, con más deliberado propósito que de ordinario. Le hizo salir de su moderación, lo cual no perdonaba él fácilmente, cuidadoso de su salud y muy atento a conservarse apto para los ejercicios del deporte. Cada vez que la señora de Gromance le arrastraba más allá de lo razonable, vengábase luego de ella con procaces palabras o con un silencio más procaz aún. Ella no se disgustaba, conocedora de las prácticas amorosas, y porque la experiencia la demostró que todos los hombres se muestran desapacibles cuando están satisfechos. Esperaba, sin inmutarse, reproches que suponía merecidos; pero se engañó. Gustavo expuso tranquilamente su pensamiento, expresión de un alma reposada, serena:

—Mi camisero es un buey.

Entre tanto, seguía vistiéndose minuciosamente delante del espejo, y resolvía en su imaginación misteriosas ideas. Después de algunos segundos de recogimiento, preguntó en tono amable:

—Conoces a Loyer, ¿verdad?

Ella, mostrando la tersura de su carne límpida y fresca, se abrochaba las botas en el amplio butacón de oscuro terciopelo; y al inclinar sobre sus piernas recogidas la cabeza y los hombros, lucía su cabellera brillante y su desnudez apenas oculta por la camisa machucada. Bajo aquel escaso ropaje, corto y pintoresco, parecía una figura alegórica de algún techo veneciano. Gustavo, sin darse cuenta de tan agradable semejanza, repitió su pregunta:

—¿Conoces a Loyer?

Ella levantó la cabeza, dejó el abrochador colgado en la punta de un dedo, y dijo:

—¿Loyer, el ministro? Sí; lo conozco.

—¿Tienes, por casualidad, mucha intimidad con él?

—Mucha, no; pero lo conozco bastante.

Loyer, senador, ministro de Justicia y Cultos, era un viejo solterón de poca apariencia, de notoria honradez cuando no se trataba de política. Ducho en leyes, filósofo encanecido en los amoríos fáciles y en las conversaciones de café, ya maduro logró tratar a algunas mujeres distinguidas y elegantes, a las que devoraba con los ojos a través de sus lentes de oro.

Muy vigoroso aún, a los sesenta años había sabido apreciar los encantos de la señora de Gromance desde que se le apareció en los salones de la prefectura. Hacía siete años: en la ciudad del señor Worms-Clavelin inauguraba Loyer la estatua de Juana de Arco, y terminó magníficamente su famoso discurso con un paralelo entre la Doncella y Gambetta: «transfigurados ambos —a juicio del orador— por la sublime luminaria del patriotismo». Los conservadores, ligados ya secretamente a la política financiera de la República, agradecieron al ministro que los enganchase al régimen con los honrosos lazos de un sentimiento generoso.

El señor Gromance, tendiendo la mano al ministro, le había dicho: «Un viejo patriota, señor ministro, le da las gracias en nombre de Juana y de Francia». Loyer paseó aquella noche con la señora de Gromance, a los resplandores de las linternas venecianas, por los profundos jardines de la prefectura, bajo los árboles plantados en 1690 por los benedictinos de Sillé (para que dos siglos después la señora de Worms-Clavelin disfrutara de su apacible sombra), y tuvo noticia por el propio prefecto de que el viejo patriota era el marido más burlado de la región; por esto susurró algunas galanterías junto a la sonrosada orejita de la insinuante mujer. Era borgoñón y se jactaba de ser un borgoñón picaresco. Sensible a la hermosura de aquella noche histórica, al separarse de la señora de Gromance la dijo:

—Estas iluminaciones invitan a soñar. Loyer no desagradaba a la señora de Gromance; le había pedido ya varios favores agrícolas y vecinales, que el viejo la concedió sin cobrárselos de ninguna manera, muy satisfecho con apoyar su mano lasciva sobre los brazos y los hombros de la hermosa resellada y preguntarle burlonamente por la salud del viejo patriota…

Podía, pues, confesar sin escrúpulo sus amistosas relaciones con Loyer, quien se hallaba de nuevo en posesión de la cartera de Cultos en un Ministerio radical.

—Conozco a Loyer como pueden conocerse dos personas de distinto linaje social, y nada más. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque si tienes influencia con Loyer, le pedirás una cosa que voy a indicarte.

—¡Cómo! ¿Pretendes una condecoración, lo mismo que el señor Bergeret?

—No —respondió formalmente Gustavo—. Se trata de un asunto más importante. Necesito, y lo espero de tu amabilidad, que recomiendes al padre Guitrel.

Se levantó extrañada. Entre sus medias negras y su camisa brillaba su carne deliciosa. La admiración le comunicaba cierto aspecto candoroso. Preguntó:

—¿Para qué?

Mientras se anudaba la corbata con esmero, Gustavo repuso:

—Para que Loyer le haga obispo.

—¡Obispo!

Esta palabra despertó en el cerebro de la señora de Gromance ideas abundantes y precisas.

Desde muchos años atrás veía a monseñor Chariot oficial los días de fiesta en la catedral, gordo y rechoncho, revestido de oro, bajo la mitra, con su capa pluvial, rubicundo, informe, augusto. Había comido con él muy a menudo. Se había sentado a su mesa. Como todas las señoras de la diócesis, admiraba las oportunas réplicas y las medias rojas del cardenal-arzobispo. Conocía también a muchos y muy venerables obispos. Pero nunca reflexionó acerca de las condiciones por las cuales la dignidad episcopal se confería a los sacerdotes, y parecióle de pronto muy extraño que un señor agradable, pero vulgar y obsceno, como Loyer, tuviera la facultad de convertir a un sencillo sacerdote en un prelado como monseñor Chariot. Desde la cama deshecha al velador, donde quedaban aún galletas y la botella de Málaga; desde la silla donde yacían su corsé y sus pantalones hasta el juego de tocador en desorden, por todo el cuarto paseó la inquieta mirada de sus hermosos ojos, que se alucinaron con visiones de roquetes de encaje, báculos, cruces pectorales, anillos de amatista. Y como era muy poco inteligente, sin comprenderle aún preguntó:

—Pero ¿se nombran así los obispos? ¿Tú lo sabes?

—¡Ya lo creo! —adujo él con absoluta seguridad.

Entretanto, ella se abrochaba el corsé, pensativa.

—Y supones, hijo mío, que si yo le pidiese a Loyer que nombrase al padre Guitrel obispo…

Él aseguró que Loyer, un viejo verde, no podría negárselo a una mujer bonita.

Ella se prendió el pantalón de seda rosa en un corchete del corsé de raso, y mientras él insistía para que hiciese la recomendación al ministro, la señora de Gromance empezó a sentir alguna desconfianza y muchísima curiosidad, que provocaron esta pregunta:

—Hijo mío, ¿por qué deseas que el padre Guitrel sea obispo? Di: ¿por qué?

—Porque mamá se alegraría mucho… y porque me interesa ese cura. Es en extremo inteligente… ¡Y no hay tantos así!… ¡De veras te lo digo! Es moderno… Tiene las ideas del Papa. ¡Y a mamá la complacería tanto!

—Pues ¿por qué no se lo pide a Loyer?

—En primer lugar, amiga mía, no es lo mismo que lo pidas tú o que lo pida ella; luego…, mis padres no están conformes con la gestión del Gabinete. Papá, que preside la Cámara sindical de metales, ha protestado contra las nuevas tarifas. ¡No sabes cuán enojosas son las cuestiones económicas!

Pero ella sabía muy bien que la engañaba, y que no era amor filial lo que le hacía intervenir en esas cuestiones eclesiásticas.

Luciendo sus pantalones de seda rosa iba de un lado a otro, se agachaba, se levantaba, y volvía otra vez a agacharse, ágil y ligera, en busca de su enagua perdida en el montón perfumado de sus revueltas ropas.

—Hijo mío, quisiera saber tu opinión…

—¿Sobre qué?

Después de haberse puesto la corbata delante del espejo y encendido un cigarro, Gustavo se entretenía siguiendo con la mirada los movimientos de la señora de Gromance en aquel traje que realzaba extraordinariamente sus femeniles atractivos. No sabía si considerarla ridícula o graciosa, si juzgar ajeno de belleza aquel espectáculo o saborearlo como un goce artístico. Sus dudas provenían de recordar una larga discusión en casa de su padre, promovida en un atardecer de invierno, por un asunto análogo, entre dos viejos bien informados: el señor de Terremondre, que no conocía nada tan adorable como una mujer bonita en corsé y pantalón, y Pablo Flin, que se dolía del aspecto desdichado de una mujer en aquel momento de su atavío. Gustavo escuchó la conversación muy entretenido, pero no supo deducir cuál de los dos estaba en lo cierto. Terremondre, con toda su experiencia, quedóse algo anticuado y extremaba su celo artístico; Pablo Flin tenía fama de tonto, pero era muy elegante. Gustavo inclinábase ya, por malevolencia natural y afinidades electivas, hacia la opinión de Pablo Flin, cuando la señora de Gromance se puso la florida enagua rosa.

—Hijo mío, dame tu opinión: ¿se usan este año confecciones de nutria? ¿Qué te parecería un traje de paño rojo…, de un rojo bastante vivo…, tirando a rubí…, con un fígaro de nutria y una gorrita de nutria donde luciera un ramito de violetas de Parma?…

Él meditaba; sus pensamientos sólo se traslucían en una oscilación de cabeza, y cuando abrió los labios, como si se decidiese a traducir sus pensamientos en palabras, lanzó solamente una bocanada de humo y volvió a chupar su cigarro.

Ella, con la visión de las cosas soñadas, prosiguió:

—… con botones de piedras antiguas… Las mangas, muy estrechas, y la falda, ceñida.

Él habló, al fin:

—La falda ceñida. No veo en ello ningún inconveniente.

Entonces ella, recordando que su amante no entendía nada de faldas ni de fígaros, concibió una idea y expuso la siguiente reflexión:

—La verdad, ¡es una cosa rara! Los hombres que no gustan mucho de las mujeres son los que más se interesan por la manera de vestir de las mujeres, y los que las desean apasionadamente, ni reparan en cómo van vestidas. Estoy segura de que tú no podrías decir qué traje llevé el sábado a casa de tu madre, mientras que Sucquet, de cuyas aficiones, bien conocidas, deduzco el poco interés que siente por nosotras, habla de trapos con mucho acierto. Ese mozo nació para modisto. Vamos a ver: ¿no hay en lo que digo una especie de contradicción?

—Sería largo de contar.

—Hijito, perdona; te sentaste sobre mi falda. Y ahora que me acuerdo: Manuel se queja de que le olvidas. Ayer te esperaba para enseñarte un caballo que quiere comprar, y no te dejaste ver. Le tienes muy descontento.

Tras estas palabras Gustavo estalló en invectivas:

—Tu marido me revienta. Es un idiota, un mamarracho, una lapa. Convendrás en que pasarse todo el día en la cuadra, en la perrera o en el huerto…, pues también tiene la manía de la agricultura ¡ese lisiado!; examinar la comida de los perros, el pienso de los caballos, los pasteles de fosfato sistema Breme-Ducornet, ¡no es una ocupación muy grata! Encuentro insoportable que tu marido se aproveche de mis relaciones contigo para no dejarme ni a sol ni a sombra. Es tan estúpido que todo el mundo lo advierte. Sí; te aseguro que lo comentan ya.

Ella respondió severa, pero con ternura, mientras se ponía la falda:

—No hables mal de mi marido. Puesto que me hace falta uno, me considero feliz con él. Piensa, hijo mío, que podría ser peor.

Gustavo no se calmaba.

—¡El muy animal te adora!

Ella hizo una mueca y alzó los hombros como si dijera: «Eso no tiene importancia».

Al menos así lo entendió Gustavo, y, exagerando en este sentido, prosiguió:

—Basta ver su cabeza para convencerse de que no es un contrincante muy temible. Pero hay cosas que disgustan cuando se piensa en ellas.

La señora de Gromance dirigió a Gustavo una mirada feliz y tranquila, como animándole a olvidar los pensamientos desagradables, y fue a sellar sus labios con un beso magnífico.

Él advirtió:

—No me tires el cigarro.

Ya vestida con su traje gris, muy sencillo, se arreglaba los ricitos ligeros bajo la toca. De pronto soltó la risa. Él la preguntó por qué reía.

—Por nada.

Gustavo mostró empeño en saberlo.

—Pues estaba pensando que cuando tu madre tuviera citas…, allá en sus tiempos…, debía verse muy apurada con el peinado, si lucía diariamente aquel hermoso monumento de pelo que se perpetúa en el retrato de vuestro salón.

El amante no supo cómo responder a tan extemporánea broma, y quedó silencioso.

Ella repuso:

—No creo que te hayas enfadado. ¿Me quieres, di?

No estaba enfadado. La quería. Entonces ella volvió de nuevo a su idea:

—¡Es muy raro! Todos los hijos creen en la virtud de su madre. Las hijas también, pero menos exageradamente. Sin embargo, no basta que una mujer tenga hijos para poder asegurar que no tiene amantes.

Pensó un momento, y adujo:

—Son muy complicadas las ideas que se adquieren en esta vida. Adiós, hijo mío. Me queda el tiempo tasado para irme a pie.

—¿Por qué piensas ir a pie?

—Desde luego, porque lo juzgo conveniente para la salud, y, además, porque así queda justificado que no haya pedido el coche. Andar por las calles no es molesto.

Se contempló en el espejo, primero de perfil, después de medio lado, luego de espalda.

—Por ejemplo, a estas horas, estoy segura de que muchos me seguirán.

—¿Por qué?

—Porque mi figurita… no es despreciable.

—No; yo me refería sólo a tu afirmación de que a estas horas van a seguirte muchos.

—Porque es de noche. Por la noche, antes de comer…, hay recrudescencia.

—Pero ¿quién te sigue? ¿Qué clase de gente?

—Empleados, hombres que salen de los casinos, obreros, sacerdotes. Ayer me siguió un negro. Llevaba un sombrero reluciente como un cristal. Era muy amable.

—¿Te habló?

—Sí. Me dijo: «Señora, ¿quiere usted meterse conmigo en un coche? ¿Acaso la comprometería?».

—Es muy estúpido.

—Algunos dicen sandeces mayores. Adiós. ¡Cuánto hemos gozado!, ¿verdad?

Y en el momento de salir, su amante la detuvo:

—Clotilde, prométeme que irás a ver al ministro Loyer y que le dirás de una manera conmovedora: «Señor Loyer, hay un obispado vacante; nombre usted al padre Guitrel. No puede usted prometerse una elección más oportuna. Es un sacerdote con las ideas del Papa».

Ella meneó su linda cabeza:

—¿Ver a Loyer, ir a su casa, para eso? No; no me atrevo a quedarme sola con ese gorila. Necesito buscar una ocasión favorable, sorprenderle de visita en casa de algún amigo.

—Pero se trata de un asunto muy urgente —repuso Gustavo—, Loyer puede firmar los nombramientos de los obispados vacantes de un momento a otro. Hay varios.

Ella hizo un esfuerzo de imaginación para reflexionar:

—Estarás equivocado, hijo mío. No es posible que Loyer nombre los obispos: será el Papa; créeme, o acaso el nuncio, porque Manuel decía la otra tarde: «El nuncio debería vencer la modestia del señor Gouleí y ofrecerle un obispado». Luego ya ves los trámites…

Él hizo lo posible para convencerla y le dio todo género de explicaciones:

—Óyeme: el ministro elige los obispos y el nuncio aprueba la elección del ministro. Esto se llama Concordato. Tú le dices a Loyer: «Tengo un sacerdote inteligente, liberal, concordatario, con las ideas del…».

—Ya sé —y abriendo mucho los ojos prosiguió—: De todos modos es algo extraordinario lo que me pides, hijo mío.

Motivaba su sorpresa el respeto que la inspiró siempre todo lo religioso. Él era menos aprensivo en este punto, pero también más delicado. Meditó su recomendación creyéndola, en efecto, extraordinaria. Sin embargo, como tenía interés en que se realizase aquel negocio, trató de tranquilizar a la señora de Gromance:

—No te pido nada que perjudique a la religión. Al contrario.

Ella volvió a sentir su primera curiosidad y preguntó:

—Pero, hijo mío, ¿por qué deseas que nombren obispo al padre Guitrel?

Su amante la repitió, algo azorado, lo que había dicho:

—Mamá se alegraría mucho y también otras personas.

—¿Quiénes?

—Los Bonmont…

—¿Los Bonmont? ¡Pero si son judíos!

—Eso no importa. Hay judíos hasta en el clero.

Al saber que los Bonmont se mezclaban en aquel negocio, ella olfateó algún chanchullo; pero como tenía un corazón sensible y un alma candorosa, prometió hablar al ministro.

XVI

El padre Guitrel, candidato al obispado, fue introducido en el despacho del nuncio, monseñor Cima, el cual impresionaba, desde luego, por las acentuadas líneas de su rostro pálido, que el tiempo fatigó sin envejecerlo. A los cuarenta años parecía un adolescente enfermizo. Cuando bajaba los ojos, era un cadáver. Hizo seña al sacerdote, indicándole un asiento, y, para oírle, tomó en el sillón su actitud acostumbrada: el codo derecho en la mano izquierda y la mejilla sobre la palma de la mano derecha. En aquella actitud tenía una gracia casi fúnebre, y recordaba ciertas figuras de bajorrelieves antiguos. Su fisonomía sosegada velábase con un tinte melancólico, y al sonreír ofrecía una cómica expresión. Su hermosa y sombría mirada produjo siempre una impresión penosa, y en Nápoles era corriente decir que daba mal de ojo. En Francia se le suponía muy hábil político. El padre Guitrel consideró oportuno hacer sólo una rápida alusión al objeto de su visita.

«Que la Iglesia, en su infinita sabiduría, dispusiera de él. Todos sus sentimientos hacia ella confundíanse y se aunaban en su absoluta obediencia».

—Monseñor —añadió—, soy un humilde sacerdote, es decir, un soldado. Aspiro a la gloria de obedecer.

Monseñor Cima, después de inclinar lentamente la cabeza en señal de asentimiento, preguntó al padre Guitrel si había conocido al difunto obispo de Tourcoing, el señor Duclou.

—Lo conocí en Orleáns, monseñor, cuando era párroco.

—En Orleáns. Es una ciudad agradable; allí tengo parientes: unos primos lejanos. El señor Duclou era muy viejo. ¿De qué enfermedad murió?

—Del mal de piedra, monseñor.

—Es el fin de muchos ancianos, aunque la ciencia de curar procura, desde hace algún tiempo, grandes alivios a tan terrible dolencia.

—Es cierto, monseñor.

—Yo conocí al señor Duclou en Roma. Jugaba conmigo al whist. ¿No ha estado usted en Roma, señor Guitrel?

—Monseñor, es un consuelo que me ha sido negado hasta el presente. Sin embargo, con el pensamiento he vivido mucho en la Ciudad Santa; mi alma fue al Vaticano, ya que no pudo ir mi cuerpo.

—¡Sí… sí!… El Papa lo verá con simpatía; quiere mucho a Francia. La estación preferible para ir a Roma es la primavera. Durante el verano, la malaria reina en el campo y hasta en algunos barrios de la ciudad.

—No me inspira temor la malaria.

—Sin duda, sin duda… Con ciertas precauciones pueden evitarse las fiebres. No salir de noche sin abrigo, sobre todo los extranjeros, y no pasear en coche abierto después de la puesta del sol.

—Dicen, monseñor, que el espectáculo del Coliseo a la luz de la luna es realmente sublime.

—El aire es maligno en el Coliseo. Deben evitarse también los jardines de la villa Borghese, que son húmedos.

—¿De veras, monseñor?

—¡Sí, sí!… Yo mismo, que he nacido en Roma, de padres romanos, soporto mal el clima de Roma. Prefiero la estancia en Bruselas. He pasado un año en Bruselas; dudo que haya otra población tan agradable, y allí tengo parientes… ¿Es una gran ciudad Tourcoing?

—Una ciudad de cuarenta mil habitantes aproximadamente, monseñor; un pueblo industrial.

—Ya sé, ya sé. El señor Duclou me dijo en Roma que sólo reconocía entre sus feligreses un defecto imperdonable: beber cerveza. Recuerdo sus palabras: «Si bebiesen vinillo de Orleáns, serían los mejores cristianos del mundo; pero el lúpulo es causa de su desdicha».

—Monseñor Duclou sazonaba sus bromas con mucho ingenio.

—No le gustaba la cerveza, y se sorprendió mucho cuando le dije que la afición a aquella bebida se va extendiendo en Italia. Hay cervecerías alemanas que tienen abundante parroquia en Florencia, en Roma, en Nápoles, en todas las ciudades. ¿Le gusta a usted la cerveza, señor Guitrel?

—No me desagrada, monseñor.

El nuncio dio su anillo a besar al sacerdote, quien se despidió respetuosamente.

El nuncio llamó:

—Que entre el padre Lantaigne.

Luego que el rector del Seminario besó el anillo del nuncio, fue invitado a sentarse y a que hablara.

Dijo:

—Monseñor, hice al Papa y a la necesidad el sacrificio de amistades que me ligaban a la familia de mis reyes; he ahogado en mi corazón esperanzas gratísimas; me consideraba deudor de aquel sacrificio al jefe de los fieles para contribuir a la unidad de la Iglesia. Si Su Santidad me eleva a la silla episcopal de Tourcoing, gobernaré para la Iglesia y para la Francia católica. Un obispo es un gobierno; le aseguro mi lealtad.

Monseñor Cima, después de inclinar lentamente la cabeza en señal de asentimiento, preguntó al padre Lantaigne si había conocido al difunto obispo de Tourcoing, el señor Duclou.

—Lo conocí muy poco —respondió el padre Lantaigne—, y mucho antes de su elevación al episcopado. Recuerdo haberle cedido algunos sermones que yo tenía en abundancia.

—No era ya joven cuando le perdimos. ¿Recuerda de qué enfermedad murió?

—Lo ignoro.

—Yo conocí al señor Duclou en Rema: jugaba conmigo al whist. ¿No ha estado usted en Roma, señor Lantaigne?

—Nunca monseñor.

—Hay que ir. El Papa lo verá con simpatía; quiere mucho a Francia. Pero tenga usted en cuenta que el clima de Roma es rudo para los extranjeros. Durante el verano, la malaria reina en el campo y hasta en algunos barrios de la ciudad. La estación preferible para la estancia en Roma es la primavera. Nacido en Roma, y de padres romanos, vivo más a gusto en París, o en Bruselas, que en Roma. Bruselas es de lo más agradable; allí tengo parientes. Dígame: ¿es una ciudad importante Tourcoing?

—Monseñor, es uno de los más antiguos obispados de la Galia septentrional. Aquella sede ha sido ilustrada por una larga teoría de santos obispos, desde el bienaventurado Loup hasta monseñor de la Trumelliére, predecesor inmediato de monseñor Duclou.

—¿Cómo piensan los feligreses de Tourcoing?

La fe allí es viva, monseñor, y la doctrina tiene más del espíritu de la Bélgica católica que del espíritu francés.

—Ya sé, ya sé. El señor Duclou, el llorado obispo de Tourcoing, me dijo una vez, en Roma, que sólo reconocía entre sus feligreses un defecto imperdonable: beber cerveza. Recuerdo sus palabras: «Si bebiesen vinillo de Orleáns, serían los mejores cristianos del mundo. Desgraciadamente, el lúpulo les comunica su amargura y su tristeza».

—Monseñor me permitirá decirle que el obispo difunto era pobre de espíritu y débil de carácter. No supo aprovechar la energía de las fuertes poblaciones del Norte. No era mala persona, pero no abominaba lo suficiente el mal. Es necesario que la universidad católica de Tourcoing resplandezca entre toda la cristiandad. Si Su Santidad me cree digno de ocupar la silla de San Loup, es posible que logre apoderarme en diez años de todos los corazones por la santa violencia de las obras, robarle al enemigo todas las almas, restablecer en todo mi territorio la unidad de creencias. En sus más íntimas convicciones, Francia es cristiana; los católicos de nuestro país sólo necesitan jefes enérgicos: la debilidad nos anonada.

Monseñor Cima levantóse, tendió al padre Lantaigne su anillo de oro, y dijo:

—Hay que ir a Roma, padre Lantaigne, hay que ir a Roma.

XVII

En el barrio gris de Batignoles había un salón humilde, solamente decorado con grabados procedentes de la calcografía del Louvre, y con figurines, vasos, copas y platos de Sèvres, adornos de mediano efecto que atestiguaban el parentesco de la dueña de la casa con los funcionarios de la República. La señora de Cheiral, de la familia Loyer, era la hermana del ministro de Justicia y Cultos. Viuda de un comisionista de la calle de Hauteville, que nada le había dejado, se unió a su hermano por apremios del vivir y por ambición maternal, y gobernaba al viejo solterón que a su vez gobernaba al país. Le había obligado a nombrar secretario del ministerio a su hijo.

Mauricio, a quien no era fácil encontrar un empleo, y que sólo servía para desempeñar empleos del Estado.

El tío Loyer tenía una habitación en la casa de la avenida de Clichy y se refugiaba en ella cada vez que le invadían sus aturdimientos y somnolencias al llegar la primavera, pues era ya viejo. Pero cuando sentía seguros los pies y la cabeza, volvíase al piso alto que habitó durante medio siglo, desde donde veía los árboles del Luxemburgo, y donde los policías del Imperio le detuvieron dos veces.

Conservaba la pipa de Julio Grévy; quizá éste era el mayor tesoro de aquel hombre, que formó parte del Parlamento en la época de la elocuencia y en la época de los chanchullos, que había manejado en el ministerio del Interior los fondos secretos de tres situaciones políticas y había comprado para el partido muchas conciencias; corruptor incorruptible, infinitamente indulgente para las prevaricaciones de los amigos, pero celoso de conservar en el Poder la ventaja de su pobreza, casi astuta, un poco cínica, terca inveterada, honrada.

Con los ojos apagados y la inteligencia perezosa, recobraba por intervalos su antigua destreza y su carácter decidido, y aplicaba sus últimas energías al billar y a la concentración. La señora de Cheíral, a pesar de su limitada inteligencia y de su poca maña, disponía a su gusto del viejo malicioso, tranquilo, apático y picaresco, que, ministro por sexta vez en el Gobierno que sucedió al Gobierno clerical, veía con resignación a su sobrino Mauricio desempeñar sin rectitud y sin moralidad las indeterminadas funciones de secretario del ministerio. Sin duda, le sorprendió bastante a Loyer descubrir en su sobrino inclinaciones reaccionarias y clericales; pero estaba demasiado expuesto a un ataque de apoplejía para permitirse contrariar a su hermana.

La señora de Cheiral se quedaba en casa aquel día. Recibió muy afectuosamente a la señora de Worms-Clavelin, que fue a verla un peco tarde, cuando no esperaba ya ninguna visita.

Se despidieron. La esposa del prefecto regresaba al día siguiente a su prefectura.

—¿Ya, monina?

—Es preciso que me vaya —respondió la señora de Worms-Clavelin, con suavidad y con expresión ingenua, bajo las plumas negras de su sombrero.

Era su adorno de visita, lo que ella llamaba enjaezarse como un caballo de los coches fúnebres.

—¿Comerá usted con nosotros, monina? ¡Se la ve a usted con tan poca frecuencia en París!… Estaremos en intimidad. No creo que venga mi hermano. ¡Se halla tan ocupado, tan absorbido en este momento! Pero probablemente vendrá Mauricio. Los jóvenes de ahora no son tan bulliciosos y atolondrados como los de antes. Mauricio suele pasar la mayoría de las veladas en casa, conmigo.

Empleó para persuadir a la señora de Worms-Clavelin la unción penetrante de un alma sociable:

—¡Sin etiqueta ninguna! Está usted muy bien así. Comeremos en familia.

La señora de Worms-Clavelin había conseguido ya del ministro del Interior la Legión de Honor para su marido, y del ministro de Justicia y de Cultos —Loyer— la promesa de presentar al padre Guitrel como candidato al obispado de Tourcoing, en una lista formada con los nombres de los eclesiásticos propuestos para los seis obispados y arzobispados vacantes. Nada la retenía en París. Su intención era marcharse aquella misma noche a la prefectura.

Se excusó con «un sinnúmero de diligencias», pero la señora de Cheiral mostróse insistente. Como la resistencia de la señora del prefecto se prolongara, la señora de Cheiral, con voz agria y con los labios apretados, demostró su contrariedad. La señora de Worms-Clavelin no quería disgustarla, y cedió al fin.

—¡Gracias a Dios! Repito que comeremos en familia, en la mayor intimidad.

Así fue. Loyer no compareció. Mauricio, a quien esperaban, tampoco. Pero hubo una señora —una estanquera— y un viejo con cargo importante en la enseñanza primaria. La conversación fue pesada. La señora de Cheiral, que realmente sólo se interesaba por sus propios asuntos y que no era benévola con sus amigas íntimas, designó los hombres que la parecían dignos del Senado, de la Cámara y de la Academia, no porque se ocupase de política, de ciencias ni de letras, sino porque se creía en la obligación, como hermana de un ministro, de tener ideas propias sobre todo lo que constituye el engrandecimiento intelectual y moral de la patria. La señora de Worms-Clavelin escuchaba con dulzura encantadora, y conservó constantemente aquella expresión de inocencia que sabía mostrar entre las personas que no eran muy de su gusto; en tales circunstancias, entornaba los ojos de una manera especial para encalabrinar a los viejos, y aquella noche sacó de sus casillas al canoso administrador de la gramática y de la gimnasia nacionales, el cual buscaba el pie de la mojigata por debajo de la mesa. Entretanto, ella pensaba tomar el tranvía que desde la avenida Clichy conduce al Arco de Triunfo, donde, en el cruce de avenidas, semejante a una estrella, estaba su family house.

Pero al entrar en el salón, del brazo del viejo caballero que había hecho señalados servicios a la instrucción primaria, encontró al joven Mauricio Cheiral, quien, retenido basta muy tarde en el ministerio después de la sesión de las Cámaras, había comido en un figón, y volvía a su casa para vestirse, con el propósito de pasar el resto de la noche en un teatro. Miró interesado a la señora Worms-Clavelin y sentóse junto a ella en el viejo diván maternal, debajo de un gran plato de Sèvres de estilo neochino, pendiente de la pared en un cuadro de peluche azul.

—Señora Clavelin… Precisamente necesito hablarle.

La señora de Worms-Clavelin había sido morena y delgada, y de tal modo nunca desagradó a los hombres. Con el tiempo volvióse gruesa y rubia. En aquel nuevo aspecto tampoco les era desagradable.

—¿Ayer vio usted a mi tío?

—Sí. Me recibió con mucha amabilidad. ¿Cómo está hoy?

—Rendido; en absoluto, rendido… Ya me dio el expediente.

—¿Qué expediente?

—El expediente con las candidaturas de los seis obispados vacantes. A usted la interesa mucho que el padre Guitrel sea nombrado, ¿eh?

—Mi marido es quien lo desea. Su tío de usted me ha dicho que no echaría el asunto en saco roto.

—Mi tío… Si se fía usted de lo que dice mi tío… Es ministro y no puede enterarse de nada. Le engañan. Además… sólo dice lo que le conviene. ¿Por qué no se dirigió usted a mí?

Encantadoramente púdica y amable, la señora de Worms-Clavelin respondió en voz baja:

—Pues bien: a usted me dirijo.

—Así debe hacerlo —arguyó el secretario—. Me satisface, puesto que su asunto no está en buen camino, y de mí depende que se arregle o no se arregle. ¿La dijo mi tío que iba a hacer las seis presentaciones al Papa?

—Sí.

—Pues bien: ya están hechas. Lo sé perfectamente. Yo mismo las he enviado. Me interesan especialmente las cuestiones eclesiásticas. Mi tío es del antiguo sistema; no comprende la importancia de la religión; estoy convencido. He aquí lo que ocurre: las propuestas de los seis candidatos ya están presentadas al Santo Padre, que sólo acepta cuatro; y por lo que se refiere a los otros dos, el padre Guitrel y el padre Morrue, sin rechazarlos en absoluto, se declara mal informado.

Mauricio Cheiral meneó la cabeza.

—Está mal informado. Y aunque lo estuviera mejor, no sé lo que diría. En confianza, adorable señora: Guitrel me parece un tunante, y toda precaución es poca para elegir obispos. El episcopado es una fuerza sobre la cual un Gobierno cauto debe poder apoyarse. Ahora empiezan a comprenderlo.

—Discurre usted acertadamente —dijo la señora de Worms-Clavelin.

—Por otra parte —prosiguió el secretario del ministro—. El candidato de usted parece inteligente, instruido, de carácter franco…

—En ese caso… —dijo la señora de Worms-Clavelin con una sonrisa deliciosa.

—¡Es un asunto dificultoso! —objetó Cheiral.

La inteligencia de Cheiral no era mucha; pero solía discurrir acerca de un reducido número de asuntos, inclinándose a razonamientos que, por su misma insignificancia, no habían sido aún desembrollados, y, por esto, en sus años juveniles, no faltó quien le considerase capaz de tener ideas propias. Acababa de leer un libro de Imberte de Saint-Amand referente a las Tullerías durante el segundo Imperio; admiraba en su lectura el fausto de una Corte brillante; había concebido un género de vida, en la cual asociaba los placeres a la política, y proponíase disfrutar del Poder en variadas formas, como lo hizo el duque de Morny. Contempló a la señora de Worms-Clavelin con una intención que fue bien comprendida; ella se mantuvo silenciosa y con los ojos bajos.

—Mi tío —prosiguió Cheiral— me concede absoluta libertad en este asunto, que a él no le interesa. Puedo seguir dos procedimientos: proponer desde ahora los cuatro candidatos agradables a Roma… o advertir al nuncio que ninguna propuesta episcopal se someterá a la firma del presidente de la República mientras la Santa Sede no haya aceptado a los seis candidatos. No he decidido nada todavía, y quisiera obrar de acuerdo con usted en esta cuestión. La esperaré pasado mañana, a las cinco, en un coche cerrado, junto a la verja del parque Monceau, en la esquina de la calle de Vigny.

«El peligro no es grande» —se dijo la señora de Worms-Clavelin; y sólo contestó a Mauricio con el aleteo de sus largas pestañas.

XVIII

A la señora de Bonmont no le costó ningún esfuerzo reunir en su casa a Raúl y al padre Guitrel.

Resultaron de aquella entrevista las consecuencias naturales: era el padre Guitrel muy persuasivo, y Raúl, hombre de mundo, sabía lo que se le debe a la Iglesia.

—Señor cura —dijo—, pertenezco a una familia de sacerdotes y de soldados. También serví…

No terminó. El padre Guitrel le tendió la mano y le dijo sonriente:

—Creo que hacemos aquí la alianza del sable y del hisopo…

Inmediatamente recobró su gravedad sacerdotal, y añadió:

—Alianza feliz entre todas, y muy atinada. También los sacerdotes somos soldados; y le aseguro que siento una verdadera predilección por los militares.

La señora Bonmont miró con simpatía al cura, el cual añadió:

—En la diócesis a que pertenezco hemos creado unos círculos donde los soldados pueden leer buenos libros mientras fuman un cigarro. Estas obras que monseñor Chariot patrocina prosperan y reportan grandes ventajas. No seamos injustos con el siglo en que vivimos; se hace mucho mal… y mucho bien. La lucha es incesante y encarnizada; pero lo considero preferible a vivir entre los tibios de corazón a quienes un gran poeta cristiano excluye a un mismo tiempo del Paraíso y del infierno.

Raúl aprobó este discurso, pero sin contestar. No contestaba por carecer de ideas acerca de aquel punto, y también porque su imaginación hallábase absorbida por las tres acusaciones de estafa presentadas contra él en aquellos días; y esto le imposibilitaba para entregarse a pensamientos abstractos y filosóficos.

La señora de Bonmont no estaba en condiciones de comprender el motivo de semejante silencio, y el padre Guitrel, que los ignoraba en absoluto, creyó muy acertado reanimar la conversación preguntando a Raúl Marcien si conocía al coronel Gaudouin.

—Es un hombre admirable por todos conceptos —dijo el sacerdote—, modelo de cristianos y de soldados; goza en nuestra diócesis la estimación unánime de las gentes honradas.

—¡Si conozco al coronel Gaudouin! —exclamó Raúl—. Lo conozco de sobra. ¡No le puedo tolerar! ¡Me las pagará todas juntas!

Esta frase afligió a la señora Bonmont y sorprendió al padre Guitrel, pues no sabían ni el uno ni la otra que el coronel Gaudouin había dictado, cuatro años antes, con otros seis oficiales, una sentencia contra el capitán Raúl Marcien, en la que se le condenó por su mala conducta habitual.

Desde aquel momento, la dulce Isabel vio fracasada la entrevista que dispuso para tranquilizar a su Raúl, desvanecer sus iras y rendirle a sus ansias amorosas. Abrió su corazón, y dijo con voz trémula:

—¿No es verdad, padre, que un hombre joven, al cual se le presenta un hermoso porvenir, no debe desanimarse ni abatirse?

—Sin duda, señora baronesa, sin duda —respondió el padre Guitrel—. No debe nunca un hombre entregarse al decaimiento ni abandonarse a tristezas inmotivadas. Un buen cristiano no debe dejarse vencer por ideas lúgubres, señora baronesa; puedo afirmarlo.

—¿Lo ha oído usted, señor Marcien? —exclamó la señora de Bonmont.

Pero Raúl no les hizo caso, y la entrevista languideció.

La señora de Bonmont, que era bondadosa, dio treguas a su dolor, y se propuso decirle algo agradable al padre Guitrel.

—¿Es cierto, señor cura —le dijo—, que su piedra favorita es la amatista?

El sacerdote adivinó el designio de la dama, y respondió severamente, hasta con una especie de acritud:

—Dejemos eso, mi buena señora, se lo suplico; dejemos eso…

XIX

El señor Bergeret, profesor de Literatura latina, levantóse muy temprano y salió de la ciudad con Riquet. Estaban satisfechos el uno junto al otro, y les dolía mucho separarse. Compartían los mismos gustos, y mostraban igual preferencia por la vida sosegada, monótona y sencilla.

En sus paseos, Riquet no apartaba de su amo los ojos, temeroso de perderle de vista un momento, porque difícilmente hubiera podido seguir la pista valiéndose de su torpe olfato. Pero aquella hermosa mirada fiel hacíale agradable cuando trotaba, satisfecho y afanoso, junto al señor Bergeret. El profesor de Literatura latina andaba, ya rápido, ya lento, al compás de sus varias imaginaciones.

Riquet, después de habérsele adelantado, volvía la cabeza y lo aguardaba, con el hocico en alto y una pata delantera levantada y encogida en actitud de acecho y vigilancia. Cualquier cosa les divertía a los dos. Riquet entraba impetuosamente en las bocacalles y en las tiendas, para salir al instante.

Aquella mañana, y al meterse de un salto en la carbonería, sorprendióle hallarse frente a un palomo de tamaño enorme y de blancura deslumbradora. El palomo desplegó sus radiantes alas en la penumbra, y Riquet huyó espantado.

Fue, según su costumbre, a referir su aventura con los ojos, las patas y el rabo al señor Bergeret, quien le dijo burlonamente:

—Sí, mi pobre Riquet, ha sido un encuentro terrible, y hemos escapado a las garras y al pico de un monstruo con alas. Aquel palomo es un fiero animal.

El señor Bergeret sonreía. Riquet supo interpretar aquella sonrisa, y sacó en consecuencia que su amo se burlaba; esto no le agradó. Aquietó las agitaciones de la cola, y anduvo desde allí con la cabeza baja, el lomo encogido, despatarrado en señal de disgusto.

El señor Bergeret hablóle nuevamente:

—Mi pobre Riquet, ese palomo, que tus progenitores hubieran devorado, te asusta; ellos tenían más audacia que tú, porque sufrieron más hambre; la cultura refinada te acobardó. Sería interesante saber con certeza si la civilización amengua en los hombres el valor al mismo tiempo que la ferocidad; pero los hombres cultos fingen valor por respeto humano, y se crean una virtud artificiosa, tal vez más bella que la natural; en cambio, tú manifiestas el miedo sin avergonzarte.

A decir verdad, el descontento de Riquet fue pasajero; tan poco duró, que lo había olvidado ya completamente cuando el hombre y el perro entraron en el bosque de Josde, donde la hierba estaba humedecida por el rocío y una niebla sutil flotaba sobre los barrancos.

Al señor Bergeret agradábale mucho el bosque. Ante una brizna de hierba se abismaba en infinitas divagaciones. A Riquet también le agradaba el bosque, y al olfatear las hojas secas sentía un placer misterioso. Los dos iban meditabundos por el camino que conduce a la glorieta de las Señoritas, donde se cruzaron con un jinete que regresaba a la ciudad: era el señor de Terremondre, diputado provincial.

—Buenos días, señor Bergeret —dijo mientras detenía el caballo—. ¿Ha reflexionado acerca de las razones que le di ayer?

El señor de Terremondre había explicado la víspera, en casa de Paillot el librero, las razones por las cuales era antisemita.

El señor de Terremondre era un antisemita estival y provinciano; lo era, sobre todo, en tiempo de caza. Durante el invierno, en París, sentábase a la mesa de los agiotistas judíos, a quienes demostraba estimación bastante para inducirlos a adquirir, a buen precio, algunos cuadros. Era nacionalista y antisemita en la Diputación, atento a las preocupaciones reinantes en la capital; pero como no había judíos en la ciudad, su antisemitismo consistía principalmente en atacar a los protestantes, los cuales formaban un grupo austero y aislado.

—Somos adversarios —repuso el señor de Terremondre—, y lo lamento, porque usted es un hombre inteligente, pero vive alejado del movimiento social, no se mezcla en la vida pública. Si metiera, como yo, las manos en la masa, estoy seguro de que sería también antisemita.

—Es mucha lisonja para mí —dijo el señor Bergeret—. De los semitas que poblaron en otros tiempos Caldea, Asiria, Fenicia, y que fundaban ciudades en todo el litoral mediterráneo, se derivan los judíos actuales, dispersos por el mundo, y las numerosas tribus árabes en Asia y en Africa. Me falta corazón para encerrar tantos odios. El viejo Cadmo era semita; no puedo considerarme, por esta sola circunstancia, enemigo del viejo Cadmo.

—Habla usted en broma —repuso el señor de Terremondre, sujetando el caballo, que mordiscaba las ramas de los arbustos—. Ya sabe usted que el antisemitismo se dirige solamente contra los judíos establecidos en Francia.

—De todos modos, habrá que aborrecer a ochenta mil personas —dijo el señor Bergeret—. Es demasiado para mí, y, la verdad, no me siento con fuerzas.

—Nadie le pide a usted que odie —adujo el señor de Terremondre—, sino que reconozca la incompatibilidad que se presenta entre franceses y judíos. El antagonismo es irreducible. Asunto de raza.

—Opino en contra —replicó el señor Bergeret—, pues no ignoro que los judíos son extraordinariamente asimilables y que pertenecen a la familia humana más dúctil y acomodaticia que hay en la Tierra. Con la misma facilidad que, en los tiempos bíblicos, la sobrina de Mardoqueo entró en el harén de Asuero, las hijas de nuestros adinerados judíos se casan ahora con los herederos de los más ilustres nombres de la Francia cristiana. Después de tales uniones ya no es oportuno hablar del antagonismo de las dos razas; y, por añadidura, me parece mal que haya en un país diferencias de raza. No proviene de la raza la fibra patriótica; no hay nación europea que no esté formada por una variedad múltiple de razas confundidas y revueltas. La Galia, cuando César la invadió, hallábase poblada por celtas, galos, íberos, que se diferenciaban unos de otros por su origen y sus creencias. Las tribus que alzaron los dólmenes no eran de la misma sangre que las naciones donde se honraba a los druidas y los bardos. Las invasiones añadieron germanos, romanos, sarracenos, y al mezclarse todos, formóse un pueblo heroico y encantador, esa Francia que ya entonces enseñaba la justicia, la libertad y la filosofía a toda Europa y al mundo entero. Recuerde usted la hermosa frase de Renán; quisiera poder citarla exactamente: «Lo que induce a los hombres a constituir un pueblo es la memoria de las hazañas que han realizado juntos y el propósito de realizar otras nuevas».

—Muy bien —dijo el señor de Terremondre—; pero como no tengo el propósito de realizar nada en unión de los judíos, continúo siendo antisemita.

—¿Está usted seguro de poderlo ser por completo? —preguntó el señor Bergeret.

—No le comprendo a usted —dijo el señor de Terremondre.

—Lo explicaré más claramente —dijo el señor Bergeret—. Hay un hecho indudable: cada vez que se ataca a los judíos se conquista su voluntad. Fue, precisamente, lo que le sucedió a Tito.

Cuando la conversación llegaba a este punto, Riquet, sentado en medio del camino, miraba a su amo con resignación.

—Reconocerá usted en Tito —prosiguió el señor Bergeret— las condiciones de un furibundo antisemita en los años sesenta y siete y setenta de nuestra Era. Tomó a Jotapa y exterminó a sus habitantes. Se apoderó de Jerusalén, quemó el templo, convirtió la ciudad en un montón de ruinas, que algunos años más tarde recibieron el nombre de Celia Capitolina. Hizo llevar a Roma, entre las pompas de su triunfo, el candelabro de siete brazos. No es posible dudar que su antisemitismo tenía proporciones gigantescas comparado al de usted, y perdone la comparación si le desagrada. Pues bien: Tito, destructor de Jerusalén, conservó numerosos amigos entre los judíos. Berenice sintió por él extremada ternura, y ya sabe usted que, al separarse, tanto él como ella se dolían de no poder seguir juntos. Fuele adicto Flavio Josefo, que no era uno de los menos importantes de su nación. Descendiente de los reyes asmeneos, vivía como un fariseo austero y escribía bastante correctamente en griego. Después de la destrucción del templo y de la Ciudad Santa, siguió a Tito a Roma, y se captó la simpatía del emperador. Le fueron otorgados el derecho de ciudadanía, el título de caballero romano y una pensión: pero no crea usted, amigo mío, que ni un instante hiciera traición al judaísmo; todo lo contrario: seguía obediente a su ley y se aplicaba a recoger sus antigüedades nacionales; era buen judío a su manera y amigo de Tito. En todo tiempo hubo Flavios en Israel. Como usted dice atinadamente, vivo retirado del mundo y no me relaciono con las personas que en él se agitan; pero me sorprendería mucho que los judíos no estuviesen divididos una vez más y que no se contaran varios de ellos en el partido de ustedes.

—En efecto, algunos están con nosotros —adujo el señor de Terremondre—, y son gentes de mucho mérito.

—Ya lo suponía yo —dijo el señor Bergeret— y, sin duda, entre ellos los habrá bastante hábiles para prosperar en el antisemitismo. Era muy repetida, treinta años atrás, la frase de un senador, hombre de ingenio, el cual admiraba en los judíos la facultad de prosperar, y ponía como ejemplo a un capellán de la corte, de origen israelita: «Vean ustedes —decía—: un judío que se ha metido a cura y ha llegado a monseñor». No restauremos los prejuicios bárbaros; no tratemos de saber si un hombre es judío o cristiano, sino si es honrado y útil al país.

El caballo del señor de Terremondre empezaba a resoplar, y Riquet, que se había acercado a su amo, le instaba con una mirada tierna y suplicante a proseguir el paseo emprendido.

—No crea usted —dijo el señor de Terremondre— que envuelvo a todos los judíos en un mismo sentimiento de ciega reprobación. Tengo entre ellos excelentes amigos; pero soy antisemita por patriotismo.

Tendió la mano al señor Bergeret y aflojó las riendas al caballo. Seguía tranquilamente su camino, cuando el profesor de la Facultad de Letras le llamó:

—¡Eh, querido señor de Terremondre!, un consejo. Puesto que el hielo está roto, puesto que usted y sus correligionarios ahora regañan con los judíos, procuren ustedes no deberles nada y devuélvanles el Dios que les han quitado, ¡porque les han quitado ustedes su Dios!

—¿Jehová? —preguntó el señor de Terremondre.

—Jehová. En el caso de ustedes, yo desconfiaría de Jehová. Era completamente judío, y ¿quién sabe si aún lo es? ¿Quién sabe si está vengando a su pueblo en este instante? Cuanto nos rodea: esas confesiones inusitadas y abrumadoras como un trueno, esas revelaciones que brotan de todas partes, esa reunión de magistrados que no han podido impedir ustedes, que lo pueden todo, ¿no será obra de Jehová? ¿No es creíble que sea Jehová el ordenador de sorpresas tan ruidosas? Recuerden el estilo de sus maneras bíblicas. Me parece reconocerlo.

El caballo del señor de Terremondre desaparecía detrás de las ramas, en un recodo del camino, y Riquet, alegre, saltaba entre la hierba.

—Desconfíen —repitió el señor Bergeret—. No conserven el Dios de los judíos.

XX

La señora de Worms-Clavelin avanzaba entre la oscuridad y la lluvia, bajo su paraguas, con aquel paso firme y ligero que no había perdido su encanto al pisar las piedras desiguales de las ciudades provincianas.

Entreabrióse la portezuela de un coche de punto que aguardaba junto a la verja del parque Monceau; después abrióse por completo. La señora de Worms-Clavelin se colocó tranquilamente en el asiento, junto al joven secretario del ministerio, que le hizo la pregunta consabida: «¿Está usted bien?», a lo que ella respondió:

—Yo estoy bien siempre.

Y dijo después:

—¡Qué tiempecito!

Los cristales de las portezuelas chorreaban. Todos los ruidos de la calle se ahogaban en el ambiente húmedo, y sólo se oía el goteo de la lluvia.

Cuando el coche comenzó a rodar por las calles, la señora preguntó:

—¿Adonde vamos?

—Adonde usted quiera… Es lo mismo… Pero acaso resulte más conveniente ir hacia Neuilly.

Después de dar sus órdenes al cochero. Mauricio Cheiral dijo a la señora del prefecto:

—Siento una satisfacción al poder anunciarle que el nombramiento del padre Guitrel (Joaquín) para el obispado de Tourcoing lo publicará mañana el Diario Oficial. ¡No quiero que me agradezca el favor! Pero le aseguro a usted que no ha sido fácil arreglar este asunto. El nuncio es un especialista en el empleo de recursos dilatorios. Esas gentes tienen una fuerza de inercia prodigiosa… ¡En fin, ya está conseguido!

—¡Me alegro! —respondió la señora de Worms-Clavelin—. Le aseguro a usted que semejante resolución favorece mucho al partido republicano progresista, y que los moderados sólo tendrán alabanzas para el nuevo obispo.

—En fin —dijo Mauricio Cheiral—, ya está usted complacida.

Y después de un largo silencio, continuó:

—Imagínese que no he dormido en toda la noche pensando en usted. Estaba impaciente por verla.

Lo extraño es que decía la verdad, y que la preparación de aventura tan fácil habíale inquietado mucho; pero hablaba en tono de burla, pausadamente, como si mintiera. Además, faltábanle bríos y firmeza.

La señora de Worms-Clavelin esperaba salir indemne de aquel coche. Mostróse amable, seria, y con voz simpática dijo:

—Gracias, amigo mío. Ya podemos despedirnos aquí, si le parece. Mis afectos a su madre.

Y le alargó su mano, su manita, muy corta, dentro de unos guantes muy sucios. Él la retuvo. Se mostró impulsivo y tierno, rebosante de amor propio y de sensualidad. Desde aquel instante comprendió ella lo que sucedería.

—Estoy enlodada como un perro de aguas —le dijo, cuando, al explorar regiones ocultas, él debió advertirlo ya.

Mientras el joven se obstinaba en sus propósitos, venciendo las dificultades que le oponían el lugar y las circunstancias, ella demostró buen gusto. Con suma corrección supo evitar lo que parecía extremado en una resistencia obstinada o en un abandono absoluto. Y cuando los progresos de Mauricio fueron sensibles y decisivos, guardóse también de toda manifestación que pudiera indicar indiferencia irónica o interés compartido. Estuvo admirable; y tampoco sentía ningún odio contra el joven, que tan cándidamente se creía perverso; por el contrario, hasta lamentaba con ingenuidad su descuido, al reflexionar que debió ponerse una ropa interior más lucida en previsión de lo que pudiera ocurrir. Nunca tuvo esmero en el adorno de su ropa interior; pero durante los últimos años su abandono había llegado a ser excesivo. Su acierto consistía en evitar, con una sencillez encantadora, todo lo pomposo y afectado.

Después, Mauricio se mostró satisfecho, indiferente, y hasta un poco aburrido. Hablaba de cosas insustanciales y ajenas a lo que acababa de suceder, y miraba por los cristales a la calle borrosa. Como si el coche rodara en el fondo de un acuario, sólo aparecían a través de la lluvia las luces del gas, y, de cuando en cuando, los globos de cristal de un farmacéutico.

—¡Qué tiempo! —suspiró la señora de Worms-Clavelin.

—Un tiempo imposible, desde hace ocho días —respondió Mauricio Cheiral—. Es insoportable. ¿Sucede lo mismo en su ciudad?

—Nuestro departamento es el más lluvioso de Francia —contestó la señora de Worms-Clavelin con una suavidad encantadora—; pero nunca hay lodo en las avenidas del jardín de la Prefectura. Sepa también que nosotras, las provincianas, usamos chanclos.

—Cuénteme, cuénteme —dijo Cheiral—, porque no conozco su ciudad.

—Hay paseos deliciosos —prosiguió la señora de Worms-Clavelin—, y se pueden hacer excursiones muy agradables por los alrededores. Vaya usted a visitarnos. Mi marido lo recibirá muy afectuosamente.

—¿Vive satisfecho en su Prefectura?

—Sí; muy satisfecho. Ha tenido buena suerte.

A su vez, acercando mucho los ojos al cristal, ella trató de ver algo entre la densa oscuridad, poblada de resplandores fugitivos.

—¿Dónde estamos? —dijo.

—Debemos de estar lejos de todo —respondió Cheiral con precipitación—. ¿En dónde quiere usted que la deje?

Le pidió que la dejara en una parada de coches. Él ya no disimuló su deseo de separarse lo más pronto posible.

—Tengo que ir a la Cámara —dijo—; no sé qué habrá ocurrido.

—¿Había sesión?

—Sí; pero nada importante, según creo. Un aumento de tarifas. Voy a dar una vuelta por allí.

Se despidieron con agrado, con facilidad. La señora de Worms-Clavelin, al tomar un coche en el bulevar de Courcelles, cerca de la muralla, oyó vocear periódicos de la noche, y varios vendedores pasaron rápidamente; llevaban extendidas las hojas, en cuya cabecera se veía, escrito con letras muy grandes, un rótulo sensacional: «Caída del Ministerio».

La señora de Worms-CIavelin quedóse un instante con la mirada fija en aquella gente y el oído atento a las voces que se perdían en la sombra húmeda. Reflexionaba que si, en realidad, Loyer hubiera presentado su dimisión al presidente de la República, no aparecerían en el Diario Oficial de la mañana siguiente los nombres de los obispos nuevos. Pensó que acaso la condecoración de su marido no estaba comprendida en el testamento del ministro del Interior, y que había pasado inútilmente media hora entre las cortinillas azules de un coche. No lamentaba lo sucedido; pero no era propio de su carácter hacer nada inútil.

—A Neuilly —dijo al cochero—, bulevar Bineau; al convento de las Damas de la Preciosa Sangre.

Y se acomodó, pensativa, en el solitario coche. Los gritos de los vendedores atravesaban los cristales. Ella creía posible que la noticia fuese cierta; pero no compró ningún periódico por desconfianza, por desprecio hacia todo lo que se imprime en los periódicos, y por una especie de pundonor, pues no quería que la robasen ni siquiera cinco céntimos. Pensaba que si, en realidad, caía el Ministerio a los pocos instantes de haber consumado ella sus condescendencias, era un ejemplo muy expresivo de la ironía de las cosas y de la malignidad que nos acecha de continuo, rodeándonos como un ambiente sutil. Se preguntaba si el secretario del ministerio conocería ya, cuando la esperaba en la verja del parque de Monceau, la noticia que pregonaron poco después los voceadores. Ante aquella sospecha, la sangre se le agolpó en las mejillas, como si su pudor hubiera sido traicionado y su buena fe sorprendida. ¿Mauricio Cheiral se habría burlado de ella? Semejante suposición era incomprensible. Pero su juicio sereno y su experiencia de los asuntos afirmábanla en la idea de que no debemos preocuparnos por lo que dicen los periódicos. Pensó, sin alarma, en el padre Guitrel, felicitándose de haber contribuido con toda su voluntad a la elevación de aquel excelente sacerdote a la sede del bienaventurado Loup. Luego se arregló el vestido para presentarse convenientemente en el salón de las Damas de la Preciosa Sangre, que educaban a su hija.

La bruma era más tenue y más dorada en las avenidas solitarias sobre las tierras húmedas y bajas de Neuilly; y entre la lluvia, los grandes árboles, deshojados, alzaban sus formas elegantes y robustas. La señora de Worms-Clavelin, al ver unos álamos, recordó los goces tranquilos de la vida campestre, a que aspiraba con amoroso afán.

Llamó a la verja, sobre la cual, rematando un escudo de piedra, se veía el guante donde José de Arimatea recogió la divina sangre del Salvador. La hermana tornera hizo que avisaran a la señorita Clavelin, y la señora de Worms-Clavelin entró en el salón de visitas. Allí, delante de la Virgen, blanca y azul, que abría sus manos rebosantes de dones, la mujer del prefecto sintióse penetrada por un sentimiento religioso muy profundo y muy suave; para ser cristiana le faltaba todavía el bautismo, pero había hecho bautizar a su hija y la educaba en la religión católica; como la República, inclinábase hacia la devoción burguesa. En un ímpetu sincero de su alma se inclinó devotamente ante aquella dulce Virgen blanca y azul, a la que invocan en sus aflicciones las damas de buena sociedad. Con un místico ardor que el judaísmo no pudo satisfacer jamás, ante aquella imagen inmaculada y clemente dio gracias a la Providencia por los favores que había cosechado en su vida.

Debíale a Dios que, nacida en la miseria de Montmartre y después de andar en su infancia con las suelas rotas sobre el sucio barro de los bulevares exteriores, al presente vivía entre personas distinguidas; pertenecía a la clase acomodada, participaba en la administración de los negocios públicos; y estábale agradecida porque en todas las transacciones (ya que la vida es difícil y con frecuencia necesitamos recurrir a los demás), trataba siempre con hombres bien educados.

—¡Buenas tardes mamá!

Lo primero que hizo la señora de Worms-Clavelin fue acercarse con su hija a la luz de la lámpara para verle bien la dentadura. Era lo que más la interesaba. Luego examinó el borde interior de los párpados, temerosa de hallarlo descolorido por la anemia, y observó al fin si llevaba el cuerpo erguido y si se había mordido las uñas. Ya satisfecha de sus investigaciones físicas, preocupóse del trabajo y de la conducta. Su solicitud se inspiraba en un justo sentido y en un conocimiento exacto de la vida. Era una madre excelente.

Y cuando al fin hubieron de separarse al oír la campana que llamaba al estudio de la noche, la señora de Worms-Clavelin sacó de su bolsillo una caja de pastillas de chocolate. Aquella caja estaba machucada y rota.

La señorita Clavelin la cogió, y dijo burlonamente:

—¡Oh mamá, parece que sale de una batalla!

—¡Con un tiempo tan cochino…! —dijo la señora de Worms-Clavelin, encogiéndose de hombros.

Después de cenar, sobre la mesa del salón de su family house encontró un periódico de la noche cuyas noticias la merecían alguna confianza, y se enteró de que no hubo dimisiones de ministros. Era cierto que al final de la sesión sufrieron una derrota en un asunto de secundario interés; pero inmediatamente habían obtenido en el mismo asunto una mayoría de ciento cinco votos.

Mostróse muy satisfecha, recordó a su marido y reflexionó: «Luciano se alegrará cuando sepa que Guitrel ha sido nombrado obispo».

XXI

—¡Que entre el padre Guitrel! —dijo Loyer.

Hallábase el ministro en su despacho, casi oculto por los expedientes amontonados sobre la mesa. Era un viejecito con gafas, y de bigote gris, acatarrado, lacrimoso, picaresco, brusco, amable, que había conservado entre los honores y el poder los modales de un pasante de bufete. Se quitó las gafas para limpiarlas. Inspirábale curiosidad aquel dichoso padre Guitrel, candidato a una mitra, que se le acercaba precedido por un brillante cortejo de mujeres.

La bonita provinciana señora de Gromance acudió la primera al ministerio en los últimos días de diciembre y le dijo, sin rodeos, que era necesario nombrar al padre Guitrel obispo de Tourcoing. El viejo ministro, para quien aún era grato el perfume de la mujer, retuvo todo lo posible entre sus manos la manecita de la señora Gromance, acariciando con un dedo —entre el guante y la manga— la parte del puño donde la piel se ofrece muy suave sobre un haz de azuladas venas; pero no intentó nada más, porque con la edad todo le era difícil, y también por miedo de parecer ridículo, pues tenía mucho amor propio; pero como todavía cultivaba el erotismo en sus conversaciones, había preguntado a la señora de Gromance, lo mismo aue otras veces, por «el viejo patriota», nombre que solía dar burlonamente al señor de Gromance. Tanto rio, que sus ojos destilaron lágrimas en todos los surcos de sus arrugas bajo los cristales azules de sus gafas.

La sola idea de que el «viejo patriota» fuese cornudo bastó para infundir al ministro de Justicia una satisfacción incalculable. Pensando en ello miraba a la señora de Gromance con excesiva curiosidad, con importuno interés y verdadero encanto. Sobre las ruinas de su complexión amorosa, edificaba sus divertidos entretenimientos, y no era el menos gracioso considerar las desdichas del señor de Gromance mientras contemplaba a su voluptuosa confeccionadora.

Durante los seis meses que fue ministro del Interior en un Gabinete radical precedente, había pedido al prefecto Worms-Clavelin notas confidenciales relativas al matrimonio Gromance; de modo que se hallaba muy al tanto de los amoríos de Clotilde, y saboreaba la satisfacción de saber que eran numerosos. Acogió amablemente a la hermosa solicitante, y ofrecióla estudiar con interés el asunto del padre Guitrel, sin comprometerse a nada, pues, como republicano de buena cepa, nunca subordinó los asuntos de Estado a los caprichos de las mujeres.

Luego la baronesa de Bonmont, el más hermoso escote de París, también le había recomendado en el Elíseo al padre Guitrel. Por último, la señora de Worms-Clavelin, la esposa del prefecto, muy encantadora, fue a decirle al oído unas dulces palabritas del dichoso padre Guitrel.

Loyer sentía ya deseos de ver con sus propios ojos al sacerdote que tantas faldas puso en movimiento. Intrigábase pensando si se le presentaría uno de los buenos mozos con sotana que, de algún tiempo acá, representan a la Iglesia en las reuniones públicas y hasta en la Cámara de diputados, jóvenes, airosos, robustos y elocuentes oradores, místicos y rústicos, violentos y astutos, ensalzados por los cándidos y por las mujeres.

El padre Guitrel entró en el despacho del ministro, inclinó la cabeza sobre el hombro derecho; sostenía el sombrero con las manos unidas a la altura del vientre. No presentaba un aspecto desagradable, pero el afán de mostrarse respetuoso ante los poderes reconocidos disminuía sensiblemente su propósito de mantener con firmeza su dignidad sacerdotal.

Loyer observó las tres papadas, la cabeza puntiaguda, la barriga oronda, la estrechez de hombros, el comedimiento y la edad madura del sacerdote.

«¿Qué le encontrarán las mujeres?» —pensó.

La entrevista al principio carecía de interés por una y otra parte; pero cuando hubo interrogado al padre Guitrel acerca de algunos puntos de administración eclesiástica y oído las respuestas del sacerdote, Loyer advirtió que aquel hombre hablaba claramente y tenía un concepto exacto de las cosas.

Recordaba que el director de Cultos, señor Mostart, no era contrario al nombramiento del padre Guitrel para el obispado de Tourcoing; pero el señor Mostart no le había dado referencias precisas. Desde que los ministerios clericales alternaban con los Ministerios anticlericales, el director de Cultos apenas se ocupaba de los nombramientos de obispos, porque son éstas cuestiones muy delicadas. El señor Mostart tenía una casa en Joinville; era entusiasta jardinero y pescador de caña. Su aspiración limitábase a escribir la historia anecdótica del teatro Bobino, cuya época brillante conoció. Envejecía y era un sabio. Nunca sostuvo con tenacidad ni sus propias ideas. Pocas horas antes habló a su ministro en estas palabras: «Propongo al padre Guitrel y el padre Lantaigne, en el fondo son una misma cosa». De este modo se había expresado el director de Cultos; pero Loyer, legista viejo, hizo siempre sus distinciones.

Le pareció que el padre Guitrel tenía buen sentido y que no era excesivamente fanático.

—No ignora usted, señor cura —le dijo—, que el difunto obispo de Tourcoing, monseñor Duclou, últimamente mostróse intolerante, y en vez de ayudar al Gobierno presentó dificultades al Consejo de Estado. ¿Qué opina usted?

—¡Dios mío! —respondió, suspirando, el padre Guitrel—. Es cierto que monseñor Duclou, en el ocaso de su edad y de sus energías, mientras se apresuraba hacia las bodas eternas, dejó oir protestas desdichadas. Pero la situación de entonces era difícil. Ha cambiado mucho, y su sucesor podrá trabajar provechosamente apaciguando los ánimos. El camino queda trazado; conviene abordarlo resueltamente y recorrerlo hasta el fin. Además, las leyes escolares y las leyes militares no ofrecen ninguna dificultad. Sólo subsiste, señor ministro, el pleito de los religiosos con la Hacienda. Hay que reconocer la importancia esencialísima de semejante cuestión en una diócesis como la de Tourcoing, sembrada, si me atrevo a decirlo, de institutos religiosos de todas clases. Habiéndola examinado muy detenidamente, puedo, si el señor ministro lo desea, darle a conocer mis impresiones.

—A los frailes —dijo Loyer— no les gusta pagar. Esto es lo cierto.

—A nadie le gusta pagar, señor ministro —repuso el padre Guitrel—, y su excelencia, tan competente en cuestiones de Hacienda, sabe que hay un arte para pelar al contribuyente sin que chille. ¿Por qué no lo aplican a nuestros pobres religiosos, que son lo bastante patriotas para ser también resignados contribuyentes? Observe, señor ministro, que se hallan sometidos: primero, a los impuestos de derecho común.

—Naturalmente —dijo Loyer.

—Segundo, al de manos muertas —prosiguió el cura.

—¿Y se queja usted? —preguntó el ministro.

—De ninguna manera —respondió el sacerdote—. Refiero nada más. Las cuentas claras hacen buenos amigos. Tercero, al impuesto del cuatro por ciento sobre las rentas de muebles e inmuebles. Cuarto, al derecho de acrecencia establecido por las leyes de veintiocho de diciembre de mil ochocientos ochenta y ocho y veintinueve de diciembre de mil ochocientos ochenta y cuatro. Este último impuesto motivó la resistencia de varias congregaciones que protestaron de acuerdo con su pastor. La agitación no acaba de calmarse; y acerca de este punto, señor ministro, me tomo la libertad de exponerle las ideas que dirigirían mi conducta si tuviese el honor de sentarme en la sede de San Loup.

El ministro, en señal de atención, volvió su butaca hacia el padre Guitrel, quien prosiguió de este modo:

—En principio, señor ministro, yo condeno el espíritu de sublevación, repruebo las reivindicaciones tumultuosas y sistemáticas. No hago con esto más que amoldarme a la Encíclica Diuturum illud, en la cual León Trece, siguiendo el ejemplo de San Pablo, recomienda mostrarse obediente a los poderes civiles. Esto por lo que se refiere a los principios. Abordemos el hecho. En el hecho descubro que los religiosos de la diócesis de Tourcoing están colocados, respecto al Fisco, en situaciones muy diversas, que dificultan mucho una acción común. En efecto; se encuentran en la citada circunscripción eclesiástica congregaciones autorizadas y congregaciones no reconocidas, congregaciones consagradas a obras de asistencia gratuita a favor de los pobres, de los ancianos o de los huérfanos, y congregaciones que sólo tienen por objeto una vida espiritual y contemplativa. Pagan impuestos diferentes con arreglo a su distinta naturaleza. Creo que la heterogeneidad de sus intereses destruye toda resistencia si su obispo no forma por sí el haz de sus reivindicaciones, lo cual por mi parte me guardaría muy bien de hacer, si fuera su jefe espiritual. Yo dejaría, señor ministro, a los regulares de mi diócesis recelosos y desunidos, para asegurar la paz de la Iglesia en la República, respondiendo así de la disciplina de mi clero secular como responde un general de sus tropas.

Luego el padre Guitrel excusóse por haber abusado de las atenciones de su excelencia.

El viejo Loyer nada contestó mientras inclinaba la cabeza, asintiendo, convencido ya de que Guitrel, a pesar de ser un fanático, no era mala persona.

XXII

Después de despedir su coche, la señora de Bonmont se hizo conducir en uno de plaza a la calle del barrio de Europa, donde era feliz con su Rara, entre el ruidoso traqueteo de los camiones y los silbidos de las máquinas.

Hubiera preferido jardines; pero no se ama siempre bajo los mirtos al murmurio de las fuentes. Por las calles, donde se encendían las luces entre la bruma de la noche, la señora de Bonmont tenía pensamientos tristes. En verdad se alegraba de que hubieran nombrado al padre Guitrel obispo de Tourcoing; pero esta satisfacción no era suficiente para llenar su alma. Rara la entristecía con su humor sombrío y sus apetitos feroces.

Ya iba, temblorosa, a sus citas, cuya hora esperaba en otro tiempo con tanto ardor. A pesar de ser por naturaleza confiada y tranquila, temía ya por él y por sí misma peligros ocultos, una catástrofe, un escándalo. El estado moral de su amante, que nunca le satisfizo, habíase agravado de pronto. Desde el suicidio del coronel Henry, Rara se puso insufrible. La sangre, envenenada, le roía la piel como el vitriolo, y señalaba su frente, sus párpados, sus mejillas. Por razones desconocidas, cuya oscuridad no penetraba, su idolatrado no compareció en los últimos quince días por la casa que había elegido frente a Moulin-Rouge, su domicilio legal; y recibía las cartas de las visitas en el entresuelito alquilado por la señora de Bonmont con bien distinto propósito.

Subía, lenta y tristemente la escalera; en el umbral de la puerta su corazón tuvo la esperanza de encontrar a su Rara delicioso de los primeros tiempos. Pero ¡aquella esperanza era engañadora! La recibió con palabras amargas.

—¿Por qué vienes? ¡Tú también me desprecias!

Ella protestó.

Era cierto que no le despreciaba, que le adoraba con su alma de cierva enamorada. Posó en los bigotes de su amigo sus labios pintados —y deliciosos, a pesar de los afeites—, lo abrazó, sollozante; pero su Rara la rechazó y se puso a medir furiosamente, con grandes zancadas, los dos gabinetes azules.

Ella desenvolvió, sin ruido, el paquetito de pasteles que llevaba, y con voz triste, en la que no resplandecía ninguna esperanza:

—¿Quieres un baba? Tienen kirsch, como a ti te gustan.

Le alargó el baba entre dos dedos finos y azucarados.

Pero él no se dignó ver ni oír nada, y prosiguió su paso monótono, feroz.

Ella entonces, con los ojos inundados de lágrimas y el pecho rebosante de suspiros, levantó el velo tupido y negro que la cubría el rostro, y empezó a comer un pastel de chocolate en el silencio de la inmovilidad.

No sabiendo qué decir ni qué hacer, sacó del bolsillo un estuche que acababa de recoger en casa de su joyero, y mostró a Rara el anillo episcopal, mientras le decía tímidamente:

—Mira el anillo del padre Guitrel. Es bonita la piedra, ¿eh? Una amatista de Hungría. ¿Crees que le gustará?

—¡Me importa un bledo! —contestó Rara.

Desolada, dejó el estuche sobre la mesa.

Él había recobrado el curso de sus ideas ordinarias, y exclamó:

—¡No hay remedio! ¡He de reventar a uno!

Ella lo miraba con expresión de duda, y reflexionó que prometía matar a todo el mundo; pero que no mataba a nadie.

Adivinó Rara este pensamiento de su querida, y mostróse terrible:

—¡Ya sabía yo que me desprecias!

Poco faltó para que le pegase. Ella lloró mucho, y él se dulcificó al presentarle un cuadro terrible de su situación pecuniaria.

Ella sintióse conmovida, pero no entraba en sus costumbres dar dinero a un amante, y por temor a que huyera si la facilitaba recursos.

Salió del entresuelo azul tan dolorida y trastornada, que dejó olvidado en el tocador el anillo de amatista.

XXIII

—¿Trabaja usted, querido maestro? ¿Le estorbo? —dijo Goubín al entrar en el despacho del señor Bergeret.

—De ninguna manera —respondió el profesor de Literatura latina—. Estaba entretenido en traducir un texto griego de la época alejandrina, recientemente descubierto en una tumba de Files.

—Le agradecería que me permitiera conocer su traducción, querido maestro —dijo Goubín.

—Con muchísimo gusto —dijo el señor Bergeret.

Y comenzó a leer:

«Acerca de Hércules Atimos.

»El vulgo atribuye a un solo Hércules acciones llevadas a cabo por varios héroes de este nombre.

»Lo que Orfeo nos enseña de Hércules tracio, más digno es de un dios que de un héroe. No me detendré narrando sus aventuras. Los tirios conocían otro Hércules, al que atribuyen hazañas que no son fácilmente creíbles. No es muy sabido, pero es lo cierto, que Alcmena dio a luz dos gemelos de rostros muy semejantes, y que recibieron ambos el nombre de Hércules. Uno era hijo de Júpiter, y el otro, de Anfitrión. El primero mereció, por sus acciones, beber en la mesa de los dioses con la copa de Hebe, y le tenemos considerado como un dios. El segundo no fue digno de alabanzas, por lo cual le llamaron Hércules Atimos.

»Cuanto de él averigüé lo debo a un habitante de Eleusis, hombre prudente y sabio, que ha recogido muchas noticias antiguas. He aquí lo que me contó aquel hombre:

»—Hércules Atimos, hijo de Anfitrión, al salir de la adolescencia, recibió de su padre un arco y flechas —obra de Vulcano— que causaban a los hombres y a los animales una muerte inevitable. Un día que en las pendientes de Citerón cazaba grullas, encontró a un vaquero, el cual le dijo:

»—Hijo de Anfitrión, un hombre injusto roba cada día un buey de nuestro rebaño. Tú, que resplandeces por tu juventud y tu fuerza, si logras alcanzar al ladrón de bueyes y herirle con tus flechas divinas, merecerás grandes elogios. Pero no es fácil acercarse a él, porque sus pies son mayores y más ligeros que los de cualquier hombre.

»Atimos prometió al vaquero castigar al bribón, y prosiguió su camino. Habiéndose internado en las gargantas de la montaña, vio a un hombre de mal talante; supuso que sería el ladrón de los bueyes y lo mató con sus flechas. Pero mientras la sangre del hombre corría sobre las anémonas silvestres, Palas Atenea, la diosa de ojos claros, descendió del Olimpo a la montaña donde Atimos no la reconoció, porque se le presentaba en figura de viejo servidor del rey Anfitrión. La diosa le dirigió estas palabras:

»—Divino hijo de Anfitrión, el hombre a quien has matado no era un ladrón de bueyes; era un hombre bueno y justo. Reconocerás fácilmente al culpable por las huellas de sus pasos en el polvo, pues sus pies son mayores que los de cualquier hombre. Ése que ha muerto era inocente, por lo cual debes pedirle con lágrimas al divino Apolo que le devuelva la vida. Apolo no te lo negará si tiendes hacia él tus manos suplicantes.

»Pero Hércules Atimos, colérico, respondió:

»—He castigado la maldad. ¿Supones, anciano, que soy un hombre sin discernimiento y que hiero al azar? ¡Cállate y huye, insensato, o haré que te arrepientas de tu audacia!

»Unos pastores que se entretenían con sus cabras en la vertiente de Citerón, oyeron las palabras de Atimos y las celebraron con tales alabanzas, que los ecos de las montañas las repitieron, y los pinos antiguos se agitaron en un prolongado estremecimiento.

»Y Palas Atenea, la diosa de ojos claros, voló de nuevo hacia el Olimpo, cubierto de nieve.

»Entre tanto, Atimos proseguía su caminata, y de pronto descubrió las huellas del ladrón de bueyes, que iba delante y a corta distancia. Reconociólo fácilmente porque sus huellas eran mayores que las de todos los pies humanos.

»El héroe reflexionaba:

»—Es preciso que juzguen inocente a este hombre para que me crean matador del culpable y que mi gloria resplandezca.

»Después de reflexionar así, llamó al hombre y le dijo:

»—Amigo, te venero porque tú eres irreprochable y alientas honrados pensamientos.

»Tomó de su carcaj una de las flechas forjadas por Vulcano y se la dio al hombre, mientras le decía rápidamente estas palabras:

»—Coge esta flecha, obra de Vulcano. Todos cuantos la vean en tu poder le honrarán y te juzgarán digno de la amistad de un héroe.

»El malvado cogió la flecha y se alejó; la divina Atenea, la diosa de ojos claros, descendió del Olimpo nevado.

»Tomó la forma de un pastor, y con mucha dulzura acercóse a Atimos para decirle:

»—Hijo de Anfitrión, al absolver a este culpable condenaste al inocente por segunda vez, y esta acción no te valdrá la gloria que deseas.

»Pero Atimos no reconoció a la diosa venerable, y, creyéndola un pastor, la dijo furioso:

»—¡Corazón de ciervo! ¡Pellejo de vino! ¡Perro! ¡Verás tú cómo te arranco el alma!

»Levantó sobre Palas Atenea la maza, más dura que el acero de su arco, obra de Vulcano».

* * *
 

—Ahí queda interrumpido el texto —advirtió el señor Bergeret al dejar el papel sobre la mesa.

—¡Es una lástima! —repuso el señor Goubín.

—¡Sí, es una lástima, efectivamente! —dijo el señor Bergeret—. He sentido un verdadero goce mientras traducía este fragmento griego. A veces hay que distraerse de los asuntos actuales.

XXIV

Llevada por un coche de punto, entre la difusa claridad del anochecer brumoso, la señora de Bonmont iba de nuevo, con el corazón angustiado, a ver a su Rara y a recoger el anillo de amatista, temerosa de algún percance. Cuando el coche, después de pasar el puente de Europa, se detuvo frente a la puerta del amado, la señora de Bonmont vio el paseo ennegrecido por una muchedumbre de levitas y sombreros de copa.

Notábase cierto ir y venir, semejante al que producen las mudanzas y los entierros. Varios hombres metían en un coche carpetas y legajos, otros bajaban una maleta; y la señora de Bonmont reconoció el viejo cofre lleno de papel sellado, en el cual su Rara había hundido tantas veces y tan furiosamente los brazos velludos y su cabeza, a menudo congestionada.

Habíase quedado inmóvil, sorprendida, hecha un hielo, cuando la portera, desgreñada, se le acercó para decirla al oído:

—¡No entre! ¡Huya lo antes posible, sin que la vean! Ahí están el juez, el comisario, la Policía; recogen los papeles del señorito, y lo han sellado todo.

El coche se llevó a la señora de Bonmont, anonadada. En el abismo donde iba despeñándose al desprenderse de su inasequible amor, pensó, sin poderlo remediar:

«Y el anillo de monseñor Ouitrel, ¿también estará bajo sello?».

XXV

Hacía tres meses que hablaban de lo mismo. El señor Bergeret contaba en París con amigos que nunca lo conocieron personalmente. Esos amigos son los más seguros; actúan por razones intelectuales, superiores y absolutas, y son atendidos cuando hacen una recomendación favorable. Los amigos del señor Bergeret opinaban que su sitio estaba en París, y pensaron llevarle a París. El señor Leterrier se consagró a lo mismo con toda su influencia, y, al fin, entre todos, lo consiguieron.

Encomendósele al señor Bergeret un curso en la Sorbona. Al salir de casa del decano Torquet, que le había comunicado su nombramiento en la más correcta forma, el señor Bergeret encontróse en la calle, miró con gusto los tejados de pizarra, los muros de piedra que tantas veces había visto, la bacía de metal que se balanceaba sobre la puerta del barbero, la vaca rubia que servía de muestra al lechero, la canal de bronce que arrojaba agua en la esquina de la calle de Josde; todas las cosas familiares, de repente, le ofrecían una extraña novedad. Aquellas losas que durante muchos años habían sufrido sus pisadas, graves por la pesadumbre de la tristeza y la fatiga, o presurosas y leves ante la sombra de un momentáneo goce o de una ligera distracción, ya no las reconocían sus pies en aquel momento. La ciudad cuyas cimas y campanarios veía elevarse en el cielo gris, le parecía una ciudad extraña, lejana, apenas real; menos una ciudad que la imagen de una ciudad. Y esa imagen se empequeñecía a sus ojos.

* * *

Las personas y las cosas mostrábansele alejadas y disminuidas. El cartero, dos criadas y el escribano del tribunal, a quienes encontró al paso, veíalos como figuras de un cinematógrafo; hasta ese punto los juzgaba irreales y lejanos de su vida presente.

Después de haber disfrutado estas impresiones fugitivas y singulares, acabó por desvanecerlas, pues era reflexivo, y como poseía la facultad de observarse a sí propio, se procuraba un inagotable motivo de sorpresa, de ironía y de piedad.

«Es indudable —reflexionaba— que este pueblo, donde viví quince años, me parece de pronto distinto porque me ausento de él, y, en cierto modo, pierde para mí su realidad. No existe desde que ya no es mi pueblo; se convirtió en una vana imagen, porque los objetos abundantes y considerables que hay en él sólo me interesaban mientras pude relacionarlos conmigo. Al desprenderme de ellos, ya no existen para mis sentidos. De modo que esta población numerosa y asentada sobre una colina a la orilla de un anchuroso río, antiguo oppidum de los galos; esta colonia, donde los romanos construyeron un circo y varios templos; este recinto amurallado que resistió tres asedios memorables; esta ciudad donde se celebraron dos Concilios; que ha sido enriquecida con una basílica, cuya cripta subsiste aún; con una catedral, una colegiata, dieciséis iglesias parroquiales, más de sesenta capillas, un Ayuntamiento, mercados, hospitales, palacios; que, agregada desde muy antiguo al patrimonio del rey, se convirtió en capital de una extensa provincia, y aún conserva en el frontón del palacio del gobernador, convertido en cuartel, sus armas rodeadas de virtudes y de leones; esta ciudad, hoy sede arzobispal, asiento de una Facultad de Letras, de una Facultad de Ciencias, de un Juzgado de primera instancia, de una Audiencia, y es cabeza de un rico departamento, la llevaba yo entera dentro de mí; la poblaba yo solo, y sólo existía para mí. Al irme se desvanece. Ignoraba yo que tuviese una imaginación subjetiva hasta la demencia. Se desconoce uno a sí mismo, y somos unos monstruos sin saberlo».

De este modo se analizaba el señor Bergeret con una sinceridad inaudita. Pero al pasar delante de San Exuperio se detuvo en el pórtico del Juicio final. No se había cansado nunca de admirar aquellas viejas esculturas descriptivas, y se deleitaba con las historias grabadas en la piedra. Cierto diablo, que tenía cabeza de perro sobre los hombros y un rostro de hombre en las nalgas, le divertía mucho. Aquel diablo arrastraba una hilera de pecadores encadenados, y sus dos rostros expresaban una verdadera satisfacción. Había también un frailecito, a quien un ángel agarraba por las manos para subirle al cielo, mientras un diablo le tiraba de los pies. Todo ello entretuvo muchas veces al señor Bergeret; pero jamás contempló tan afanosamente aquellas imágenes, de las que pronto se alejaría.

No se cansaba de mirarlas. La concepción ingenua del Universo, expresada por obreros desconocidos, que abandonaron este mundo quinientos años atrás, le conmovía y la juzgaba tan agradable como absurda. Lamentaba no haberla estudiado mejor, no haberla examinado hasta entonces con bastante afecto. Recordaba las infinitas veces que le atrajo aquel pórtico del Juicio final, dorado por el sol o plateado por la luna, resplandeciente a plena luz o ennegrecido bajo los nubarrones.

De pronto sintióse arraigado a las cosas por lazos invisibles, que no se rompen sin angustia, y le invadió un inmenso cariño por su ciudad; le atraían las viejas piedras y los viejos árboles. Desvióse de su camino para ir a contemplar un olmo, el más grato entre todos los del paseo, el olmo en cuya sombra solía sentarse en verano al atardecer. Aquel hermoso árbol, despojado de sus hojas, desplegaba, desnudo y negro, bajo el cielo plomizo, su poderoso y fino esqueleto.

El señor Bergeret contempló detenidamente al arraigado gigante que dormitaba sin estremecimientos ni murmurios, y el misterio de aquella vida quieta inspiró profundas meditaciones al hombre que se alejaba hacia un nuevo destino.

De este modo conoció el señor Bergeret que amaba la tierra de su patria, la ciudad donde sintió el agobio de muchas tribulaciones y donde había disfrutado algunos goces tranquilos.

XXVI

Monseñor Guitrel, obispo de Tourcoing, dirigió al presidente de la República la siguiente carta, cuyo texto fue reproducido in extenso por La Semana Católica, La Verdad, El Estandarte, Los Estudios y otras varias publicaciones periódicas de la diócesis:


«Señor presidente:

»Antes de dirigir a sus oídos justísimas quejas y reivindicaciones sobradamente fundadas, permítame disfrutar un momento de la satisfacción inmensa de sentirme por completo de acuerdo con vuestra excelencia en un punto acerca del cual no se pueden admitir discrepancias; permítame que, interpretando los sentimientos que han debido de agitarle en estos abrumadores días de prueba y de consuelo, me una a vuecencia en un arranque patriótico. ¡Oh! ¡Cuánto ha debido de gemir su generoso corazón al ver que una reducida hueste de hombres extraviados lanzaba injurias al Ejército, con pretexto de defender la Justicia y la Verdad! ¡Como si pudiese haber una verdad y una justicia contrarias al orden de las sociedades y a la jerarquía de las potencias establecidas sobre la Tierra por Dios! ¡Y de cuánta alegría ese mismo corazón se habrá inundado ante la patria entera alzada, sin distinciones de partido, para aclamar a nuestro brillante Ejército —el ejército de Clodoveo, de Carlomagno, de San Luis, de Godofredo de Buillon, de Juana de Arco, de Buyardo— para adherirse a la buena causa y vengar las injurias!

»¡Oh! ¡Con qué gusto habrá contemplado vuestra excelencia el prudente comportamiento nacional, que desconcierta las conspiraciones de orgullosos y malvados!

»Seguramente el honor de tan laudable conducta corresponde a Francia entera; pero su mirada perspicaz, señor presidente, habrá reconocido a la Iglesia y a sus fieles a la cabeza de los defensores del Orden y del Poder. Estaban en primera fila y saludaban, confiados, respetuosos, al Ejército y a sus jefes. ¿Podían hacer otra cosa los servidores de Aquél que por su voluntad se le llama el Dios de los ejércitos, y que, según la rotunda frase de Bossuet, los santificó al adoptar este nombre?

»Así encontrará vuestra excelencia siempre en nosotros los sostenes más firmes de la disciplina y de la autoridad, y no desmayará nuestra obediencia, jamás negada ni a los príncipes que nos persiguieron. ¡Así el Gobierno de vuestra excelencia nos mirase pacífico para endulzar el cumplimiento de nuestra obligación reconocida!

»Alégranse mucho nuestros corazones cuando contemplan esos alardes bélicos, cuando ven a nuestra excelencia rodeado por un brillante Estado Mayor, como el rey Saúl, tan grande por su carácter y su arrojo, que se conquistaba la voluntad de los guerreros más valientes. Nam quecumque viderat Saul virum fortem et aptum ad proelium sociabat cum sibi. (I Reg., XIV, 52).

»¡Oh! ¡Cuánto me lisonjearía poder terminar esta carta, como la he comenzado, con frases de satisfacciones y contento! ¡Qué agradable me fuera, señor presidente, asociar su nombre a las conclusiones de la paz religiosa, como puedo asociarlo al triunfo del espíritu de autoridad sobre el espíritu de indisciplina!

»Mas, ¡ay!, las circunstancias lo imposibilitan, obligándome a que le señale una triste causa de aflicción y a que contriste su alma con el espectáculo de un inmenso duelo. Cumpliré un deber ineludible y le mostraré una herida sangrante que se debe cerrar. Estoy interesado en decirle verdades dolorosas, y vuestra excelencia está interesado en oírlas. Mi deber pastoral me lo impone. Sentado, por la gracia del Soberano Pontífice, en la sede del bienaventurado Loup, sucesor de tantos santos apóstoles y de tantos vigilantes pastores, ¿podría ser yo el heredero legítimo de sus admirables obras si no me atreviese a continuarlas? Alii laboraverunt, et vos in labores eorum introistis. (Ecc., VIII, 9.) Conviene que mi voz, tan débil, elevada, llegue hasta vuestra excelencia; conviene también que vuestra excelencia preste a mis palabras un oído atento, pues el asunto es digno de las meditaciones del jefe del Estado. Princeps vero ea, quoe digna sunt principe, cogitabit. (Is., XXX).

»Pero ¿cómo abordar este asunto sin sentirse invadido inmediatamente por un dolor que abruma? ¿Cómo exponer, sin derramar abundantes lágrimas, la penuria de los religiosos de quienes soy el jefe espiritual? De ellos se trata, señor presidente. Al llegar a mi diócesis, ¡qué espectáculo tan desconsolador se presentó ante mi vista!

»En las casas piadosas consagradas a la educación de los niños, a la curación de los enfermos, al reposo de los ancianos, a la instrucción de nuestros levitas, a la meditación de los misterios, sólo he visto frentes preocupadas y ojos afligidos.

»Allí, donde hace poco reinaban la alegría de la inocencia y la paz del trabajo, espárcese al presente una sombría inquietud, suspiros claman al Cielo, y en todas las bocas el mismo grito de angustia: “¿Quién se apiadará de nuestros ancianos y de nuestros enfermos? ¿Qué será de los niños? ¿Adonde iremos a rezar?”. Así gemían a los pies de su pastor, mientras le besaban las manos los religiosos y religiosas de la diócesis de Tourcoing, despojados de sus bienes, que son los bienes de los pobres, de las viudas, de los huérfanos, el pan del oficiante y el viático del misionero.

»Estas quejas conmovedoras exhalaban nuestros regulares abrumados por el despojo, mientras aguardaban a los agentes del Fisco, violadores de la clausura de nuestras vírgenes y de las verjas de nuestros santuarios, que iban a incautarse de los vasos sagrados del altar.

»Tal es el estado a que nuestras comunidades religiosas vense reducidas por la aplicación de esas leyes de acrecimiento y bonificación, si pueden llamarse leyes las disposiciones de un texto imbécil y criminal.

»Estos calificativos, señor presidente, no resultarán irrespetuosos cuando se examine la situación creada a los religiosos con medidas expoliadoras, a las que se pretende reconocer fuerza de ley.

»Bastará un momento de atención para compartir mis opiniones respecto a este asunto.

»En efecto: como las congregaciones ya se hallan sometidas a los impuestos del derecho común, es inicuo imponerles nuevos tributos. La injusticia resulta ahí evidente; luego mostraré otras.

»Pero sobre este punto permítaseme, señor presidente, elevar una protesta tan firme como respetuosa. No tengo autoridad bastante para hablar en nombre de la Iglesia entera. De todos modos, estoy seguro de no apartarme de la buena doctrina cuando proclamo este principio esencial del Derecho: la Iglesia no debe ningún impuesto al Estado, por más que se aviene a pagarlo.

»Paga por condescendencia, pero sin obligación. Sus antiguas exenciones dimanan de su soberanía: el soberano no paga. Puede reivindicar siempre, en cualquiera ocasión y como le convenga hacerlo. No puede renunciar al principio de sus exenciones, como no puede renunciar a sus derechos y a sus deberes de reina. En su mansedumbre demuestra una abnegación admirable.

»Hechas estas reservas, prosigo mi demostración:

»Las congregaciones están sometidas en asuntos de Hacienda:

1. »Al derecho común, como acabo de advertirlo.
2. »Al de manos muertas.
3. »Al impuesto de cuatro por ciento sobre la renta (leyes de 1880 y 1884); y
4. »Al derecho de acrecimiento, cuyos monstruosos resultados han pretendido corregir con un derecho llamado de bonificación, en virtud del cual el Gobierno descuenta anualmente, sobre la parte presunta de los miembros fallecidos, el once y cuarto por ciento, incluyendo los diezmos. Es verdad que por una engañosa dulzura (que sólo es un refinamiento de injusticia y de perfidia) la ley dispone que los establecimientos hospitalarios o escolares puedan ser aliviados de esta carga, en consideración a su utilidad, ¡como si las casas donde nuestras santas hijas ruegan a Dios que perdone los crímenes de Francia e ilumine a sus ciegos caudillos no fueran tan útiles o más útiles aún que los colegios y los hospitales!

»Respetan algunos intereses para dividir las opiniones, y astutamente se proponen desmembrar la resistencia. Por esta misma razón han señalado el treinta por ciento para las congregaciones reconocidas, y el cuarenta por ciento para las congregaciones no reconocidas, como tasa anual sobre el valor de los bienes muebles e inmuebles; de suerte que las no reconocidas, incapacitadas legalmente para poseer, no lo están para pagar, y aun para pagar más que las otras.

»En resumen: a los impuestos de derecho común se añaden, para anonadar a nuestras congregaciones, el de manos muertas, el del cuatro por ciento sobre la renta, y el llamado de crecimiento, no aligerados, sino aumentados por los llamados de iguala. ¿Es tolerable esto? ¡No hay en el mundo ejemplo de usurpación tan odiosa! Sin duda, se ve vuestra excelencia obligado a reconocerlo.

»Así, cuando los religiosos de mi diócesis han preguntado a su pastor qué debían hacer, sólo pude contestarles diciendo: “¡Resistid!” es un derecho y no un deber oponerse a la injusticia. Que resistan, que digan: “No podemos”. Non possumus.

»Están decididos a resistir, señor presidente, y todas nuestras congregaciones, autorizadas o no, las que se dedican a la enseñanza, las hospitalarias, las contemplativas, las destinadas a retiros eclesiásticos y las consagradas a preparación de misiones extranjeras: ¡todas!, a pesar de los diferentes impuestos que las corresponden, están decididas a una resistencia igual. Han comprendido que, desde aspectos diversos, el tratamiento que las infligen las llamadas leyes de la República es uniformemente inicuo. Su resolución es inquebrantable. Apoyándola después de haberla preparado, estoy seguro de no faltar a la obediencia que debo al príncipe y a las leyes, por respetos de religión y de conciencia. Tengo el convencimiento de no desconocer la autoridad, que sólo puede ejercitarse en la justicia. Ecce in justitia regnabit rex. (Paralip., XXII, 22).

»En su encíclica Diuturnum illud, Su Santidad León XIII ha declarado que los fieles están dispensados de obedecer a los poderes civiles cuando éstos dan órdenes manifiestamente contrarias al derecho natural y divino. “Si alguno —dice en aquella admirable carta— se viera colocado en la alternativa de infringir las leyes de Dios o las del príncipe, deberá seguir los preceptos de Jesucristo y responder como los apóstoles: ‘Más obediencia se debe a Dios que a los hombres’. Quien se conduce de este modo no merece el reproche de desobediencia, porque los príncipes, cuando su voluntad está en oposición con la voluntad y las leyes divinas, exceden su poder y corrompen la justicia. En tal caso, su autoridad no tiene fuerza, porque si deja de ser justa, deja de ser autoridad”.

»He meditado muy cuidadosamente antes de animar a mis religiosos a la resistencia necesaria: he considerado los perjuicios temporales que de esta conducta podían resultar para ellos, y estas consideraciones no me han detenido. Cuando les digamos a vuestros publícanos: Non possumus, intentará vuestra excelencia vencer nuestra constancia violentándonos. Pero ¿cómo? ¿Embargarán las congregaciones reconocidas? ¿Se atrevería vuestra excelencia? ¿Embargarán las congregaciones no reconocidas? ¿Puede hacerlo?

»¿Tendrán el triste valor de vender nuestros muebles y los objetos consagrados al culto? Es indudable que ni la humildad de los primeros ni la santidad de los segundos podrá sustraerlos a la codicia; pero es necesario que sepa vuestra excelencia, es necesario que las mujeres y los hijos de sus colaboradores no ignoren que, en caso de proceder a tal venta, se sufre la excomunión, cuyos efectos horribles asustan a los pecadores más empedernidos. Es necesario que todos aquellos que consientan en comprar algún objeto procedente de esas ventas ilícitas estén enterados de que se exponen a la misma pena.

»Y si nos privan de nuestros bienes y nos arrojan de nuestras casas, las peores consecuencias no serán para nosotros, sino para vuestra excelencia, que se cubrirá con la vergüenza de un escándalo inaudito. Puede vuestra excelencia ejercer contra nosotros las más crueles represalias; ninguna amenaza ha de intimidarnos; no tememos la cárcel ni los castigos. Los brazos cargados de cadenas de los pontífices y los confesores han sostenido a la Iglesia. Suceda lo que suceda, no pagaremos. No debemos hacerlo, no podemos hacerlo. Non possumus.

»Antes de llegar a tal extremo me he creído, señor presidente, en el deber de mostrarle nuestra situación, y espero que vuestra excelencia la examine con interés y aplique a su examen atento la firmeza de alma que Dios comunica a los poderosos de la Tierra cuando acuden a Él. ¡Ojalá pueda vuestra excelencia, con su ayuda, remediar los daños intolerables que le expuse! Dios quiera, señor presidente, Dios quiera que, cuando examine vuestra excelencia la injusticia del impuesto del Fisco respecto a nuestros religiosos, se inspire menos en sus consejeros que en sí mismo. Pues si es verdad que un jefe puede pedir consejos, también lo es que debe obrar por impulso propio. Según la frase profunda de Salomón, el consejo está en el corazón del hombre. Sicut aqua profunda sic consilium in corde viri. (Prov., tomo XX, página 5.)

»Reciba vuestra excelencia, señor presidente, el profundo respeto con que, etc.,

»JOAQUÍN,

»Obispo de Tourcoing».
 

La carta de monseñor el obispo de Tourcoing fue publicada el 14 de enero.

El 30 del mismo mes, la Agencia Havas comunicó a los periódicos la información siguiente:

«El Consejo de ministros reunióse ayer, y acordó que el ministro de Cultos presentará al Consejo de Estado un recurso de responsabilidad contra monseñor Guitrel, obispo de Tourcoing, con motivo de su carta al presidente de la República».


Publicado el 25 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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