El Crimen de Silvestre Bonnard

Anatole France


Novela



I. El leño de Navidad

24 de diciembre de 1849.

Me había puesto las zapatillas y el batín. Enjugué mis ojos empañados por una lágrima que les arrancó el viento al cruzar el muelle.

Una lumbre llameante ardía en la chimenea de mi despacho; una tenue capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas, formaba floraciones semejantes a hojas de helechos, y ocultaba a mi vista el Sena, sus puentes y el Louvre de los Valois.

Acerqué al fuego mi sillón y mi mesita para ocupar junto a la lumbre el sitio que Hamílcar se dignaba dejarme. Hamílcar, hecho una bola, dormía cerca de los morillos sobre un almohadón de pluma con el hocico entre las patas; una respiración acompasada hacía oscilar su pelo abundante y suave; al sentirme entreabrió los ojos y mostró sus pupilas de ágata bajo sus párpados entornados que cerró en seguida como si pensara: «No es nadie: es mi amigo».

—¡Hamílcar! —le dije mientras estiraba las piernas—. ¡Hamílcar, príncipe soñoliento de la ciudad de los libros!; ¡guardián nocturno! Tú defiendes contra los viles roedores los manuscritos y los impresos que el viejo sabio adquirió gracias a un modesto peculio y a un celo infatigable. En esta biblioteca silenciosa protegida por tus virtudes militares duermes con el abandono de una sultana, porque reúnes en tu persona el aspecto formidable de un guerrero tártaro y la gracia apacible de una mujer de Oriente. Heroico y voluptuoso Hamílcar, duermes en espera de la hora en que los ratones bailarán a la claridad de la luna ante los Acta sanctorum de los doctos bolandistas.

El principio de aquel discurso agradó a Hamílcar, el cual lo acompañó de un murmullo semejante al hervor de un puchero; pero como alcé la voz, Hamílcar agachó las orejas y arrugó la piel atigrada de su frente para darme a entender que era de mal gusto declamar así.

Hamílcar meditaba:

«Este hombre que tiene tantos libros habla sin decir nada, mientras que nuestra cocinera sólo pronuncia palabras llenas de sentido, substanciosas, ya con el anuncio de una comida, ya con la promesa de algún castigo. Se sabe lo que dice. Pero este viejo emite sonidos que no comprendo».

Así pensaba Hamílcar. Dejéle entregado a sus reflexiones y abrí un libro que leía con interés por ser un catálogo de manuscritos. No conozco lectura tan sencilla, tan atractiva y tan suave como la de un catálogo. El que yo leía, redactado en 1824 por el señor Thompson, bibliotecario de sir Thomas Raleigh, peca, es cierto, por su brevedad excesiva, y no presenta ese género de exactitud que los archiveros de mi generación introdujeron al tratar de obras de diplomática y de paleografía; deja mucho que desear y mucho que adivinar. Acaso por esto me produce su lectura cierta impresión que en una naturaleza más imaginativa que la mía mereciera tal vez el nombre de ensueño. Me abandonaba dulcemente a la vaguedad de mis pensamientos, cuando mi criada me anunció con tono desapacible que el señor Coccoz deseaba hablarme.

En efecto, alguien entró detrás de ella en la biblioteca. Era un hombrecito, un infeliz hombrecito de rostro desmedrado; vestía una chaqueta de poco abrigo. Adelantóse y me saludó sonriente, pero estaba muy pálido, y a pesar de ser joven y afanoso aún, su aspecto era enfermizo. Al verle me produjo la impresión de una ardilla herida. Llevaba debajo del brazo un pañuelo verde que dejó sobre un sillón; luego desató las cuatro puntas del pañuelo para mostrarme algunos librotes amarillentos.

—Caballero —me dijo entonces—, no tengo el honor de ser conocido por usted. Soy corredor de libros, caballero. Trabajo para las principales casas de la capital, y por si me honra usted con su confianza, me tomo la libertad de ofrecerle algunas novedades.

¡Dios justo! ¡Dios clemente! ¡Qué novedades me ofrecía el homúnculo Coccoz! El primer volumen que me presentó fue la Historia de la Torre de Nesle con los amores de Margarita de Borgoña y el capitán Buridán.

—Es un libro histórico —me dijo amablemente—, un libro de historia verdadera.

—En ese caso —respondí— será muy aburrido, porque los libros históricos que no mienten resultan fastidiosos. Yo mismo publico libros verídicos, y si por su desgracia llevara usted uno de ellos de puerta en puerta, se expondría a conservarlo toda la vida en su pañuelo verde sin encontrar una cocinera bastante mal aconsejada para comprarlo.

—No lo dudo, señor —me respondió el hombrecito por pura complacencia.

Y entonces me ofreció los Amores de Abelardo y Eloísa; pero yo le hice comprender que a mi edad no me interesaban las historias amorosas.

Sin dejar de sonreír, me presentó un Tratado de juegos de sociedad: juegos de baraja, ajedrez, damas y dominó.

—¡Ay! —le dije—, si quiere usted recordarme las reglas del ajedrez, devuélvame a mi viejo amigo Bignan, con quien jugaba yo al ajedrez todas las noches antes de que las cinco academias le hubieran conducido solemnemente al cementerio; o bien haga descender hasta la frivolidad de los juegos humanos la grave inteligencia de Hamílcar, que ahora duerme sobre un almohadón y es actualmente el compañero único de mis veladas.

La sonrisa del hombrecito tornóse vaga y despavorida.

—He aquí —me dijo— una nueva colección de los entretenimientos de sociedad, chistes y retruécanos, con los procedimientos para convertir una rosa encarnada en blanca.

Le respondí que desde tiempo atrás yo estaba reñido con las rosas, y que respecto a los chistes me bastaban los que me permito hacer, sin darme cuenta, en el transcurso de mis trabajos científicos.

El homúnculo me ofreció su último libro con su última sonrisa, y estas palabras:

—Aquí tiene usted La clave de los sueños, con la explicación de todo lo que se puede soñar: oro, ladrones, muerte, caídas desde lo alto de una torre. ¡Es muy completo!

Yo había cogido las tenazas que oscilaban vivamente oprimidas por mis dedos, y respondí a mi visitador comercial:

—Sí, amigo mío; pero esos sueños y otros mil, alegres y trágicos se resumen en uno solo: el sueño de la vida. ¿Podré hallar en su librito amarillo la clave de semejante sueño?

—Sí señor —me respondió el homúnculo—. El libro es muy completo y nada caro; sólo cuesta un franco y veinticinco céntimos, caballero.

No prolongué mi entrevista con el vendedor ambulante.

No me atrevo a asegurar que haya repetido las frases antedichas como fueron pronunciadas; tal vez al escribirlas las he ampliado un poco. Es muy difícil respetar, ni siquiera en un diario, la verdad estricta. Pero si no fue así mi discurso, tal era mi pensamiento.

Llamé a gritos a mi criada, porque no había campanillas en la estancia.

—Teresa —dije—. El señor Coccoz, a quien la ruego acompañe, posee un libro que quizá la interese: es La clave de los sueños. Yo tendría sumo gusto en ofrecérselo.

Mi criada respondió:

—Señor: cuando no se dispone de tiempo para soñar despierta, tampoco lo hay para soñar dormida. A Dios gracias, tengo bastante trabajo todo el día y tiempo suficiente para cumplir con mi obligación; de modo que puedo decir todas las noches: «Señor, bendecid el descanso que voy a disfrutar». No sueño ni dormida ni despierta y no confundo mi colcha con el diablo, como le sucedió a una prima mía. Si me permite que le dé mi opinión, diré que aquí hay libros de sobra. Mi señor tiene miles y miles que le hacen perder el juicio, y a mí, con los dos que tengo, me basta: mi Devocionario y mi Cocinera burguesa.

Después de hablar así, mi criada ayudó al hombrecito a guardar sus libros en el pañuelo verde.

El homúnculo Coccoz ya no sonreía. Sus facciones adquirieron tal expresión de sufrimiento que sentí haberme burlado de aquel hombre tan infeliz. Le llamé cuando ya se iba, le dije que recordaba haber visto entre sus volúmenes una Historia de Estela y Nemorín, y como los pastores y las pastoras me interesaban mucho compraría gustoso, a un precio razonable, la historia de tan perfectos enamorados.

—Le venderé a usted el libro que desea por un franco veinticinco, caballero —me respondió Coccoz, con el rostro radiante de júbilo—. Es histórico y le agradará mucho. Ahora ya sé qué clase de libros le gustan. Comprendo que es usted entendido. Mañana le traeré Los crímenes de los Papas. Es una obra hermosa. Le traeré la edición de lujo con láminas en colores.

Le rogué que no se molestara en volver y le despedí muy satisfecho. Cuando el pañuelo verde se hubo desvanecido en la obscuridad del pasillo con el vendedor ambulante, pregunté a mi criada de dónde cayó aquel miserable hombrezuelo.

—Ésa es la palabra —me respondió—; nos ha caído del tejado, señor, donde vive con su mujer.

—¿Ha dicho usted que tiene mujer, Teresa? ¡Es prodigioso! ¡Las mujeres son unas criaturas muy extrañas! Debe ser una humilde mujercita.

—Yo no sé lo que es —me respondió Teresa—, pero me la encuentro todas las mañanas en la escalera, vestida con trajes de seda manchados de grasa. Tiene unos ojos muy brillantes, y me pregunto si esos ojos y esos trajes son propios de una mujer a quien han recibido por caridad; porque los han admitido en el desván, mientras componen el tejado, en atención a que el marido está enfermo y la mujer embarazada. La portera dice que esta mañana la tal mujer sintió dolores le parto, y que ya guarda cama a estas horas. ¿Para qué necesitarán un hijo esas gentes?

—Teresa —la respondí—, sin duda no lo necesitan para nada, pero la Naturaleza quiere que lo tengan y les ha hecho caer en su lazo. Hace falta una prudencia ejemplar para defenderse contra los engaños de la Naturaleza. ¡Compadezcamos y no critiquemos! En cuanto a los trajes de seda, no hay una mujer a quien no gusten; las hijas de Eva adoran el adorno. Y usted misma, Teresa, que es prudente y comedida, ¡cuánto alborota el día que le falta delantal blanco para servir la mesa! Pero dígame, esos infelices ¿tienen todo lo necesario en su desván?

—¿Cómo han de tenerlo, señor? El marido, a quien acaba usted de ver, era corredor de relojería, según me ha dicho la portera y no se sabe por qué ya no vende relojes. Ahora vende almanaques. Ése no es un oficio decente, y no creeré nunca que Dios bendice a un vendedor de almanaques. La mujer, dicho sea entre nosotros, me parece una inutilidad completa, una María sin guiso. La creo tan capaz de criar a un niño como yo de tocar la guitarra. No se sabe de dónde han venido, pero estoy cierta de que llegaron del país de la Frescura en el coche de la Miseria.

—Vengan de donde vengan, Teresa, son desgraciados y el desván está muy frío.

—¡Cómo que el techo se hundió por varias partes y la lluvia del cielo cae a chorros! No tienen muebles ni ropa. ¡El ebanista y el tejedor no trabajan, me parece, para los cristianos de esa cofradía!

—Todo esto es muy triste, Teresa, y ahí está una cristiana peor atendida que nuestro Hamílcar. ¿Ella, qué dice?

—Señor, no hablo jamás con tales gentes; no sé lo que dice ni lo que canta; pero canta todo el santo día. La oigo desde la escalera cuando entro y cuando salgo.

—¡Está bien! El heredero de los Coccoz podrá decir, como el huevo de la adivinanza campesina: «Mi madre me hizo cantando». Algo semejante le sucedió a Enrique IV. Cuando Juana de Albret sintió los dolores de parto, comenzó a entonar una vieja canción bearnesa:


Nuestra Señora del Puente,
socorred en esta hora
a una humilde pecadora
rogándole a Dios clemente
que me libre de aflicción
¡y el nacido sea varón!
 

—Sin duda es un disparate dar vida a seres desgraciados, pero todos los días ocurre, mi buena Teresa, y entre todos los filósofos del mundo no conseguirán reformar una costumbre tan sencilla. La señora Coccoz la ha seguido, y canta. ¡Está bien! Dígame, Teresa, ¿hoy, ha puesto usted puchero?

—Sí lo he puesto, señor y ya es hora de que vaya a espumarlo.

—Muy bien; pero no deje usted de sacar del puchero una buena taza de caldo que subirá luego a la señora Coccoz, nuestra hipervecina.

Mi criada iba a retirarse, cuando añadí con mucha oportunidad:

—Teresa, haga el favor de llamar inmediatamente a su amigo el mandadero, y dígale que coja en nuestra leñera una buena carga de leña, que subirá a la casa de los Coccoz. Sobre todo que no deje de poner en la carga un buen tronco. Respecto al homúnculo, la ruego que si vuelve le dé muy cortésmente con la puerta en las narices, para que no se me presente otra vez con sus libros de cubiertas amarillas.

Después de tomar tales disposiciones con el refinado egoísmo de un viejo solterón, proseguí la lectura de mi catálogo.

¡Cuánta sorpresa, cuánta emoción, cuánta alegría me hizo sentir la nota siguiente, que no puedo reproducir sin que mi mano se estremezca de gozo!

«La leyenda dorada de Jacobo de Génova. (Jacobo de Voragine), traducción francesa, en 4.º menor».

«Este manuscrito del siglo XIV contiene, además de la traducción, bastante completa de la célebre obra de Jacobo de Voragine: 1.º Las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán, Vicente y Droctoveo. 2.º Un poema acerca de la Milagrosa sepultura del señor San Germán de Auxerre. Esta traducción, estas leyendas y este poema son debidos al erudito Juan Toutmouillé».

«El manuscrito está en vitela; contiene un gran número de titulares ornamentadas y dos miniaturas primorosamente hechas, pero en muy mal estado de conservación; una representa la Purificación de la Virgen y otra la Coronación de Proserpina».

¡Qué hallazgo! Cubrióse mi frente de sudor, y un velo nubló mis ojos. Temblé, enrojecí; como no pude articular ni una palabra, un grito ronco fue la expresión de mi contento.

¡Qué tesoro! Durante cuarenta años había estudiado la Galia cristiana, y especialmente aquella gloriosa abadía de Saint-Germain-des-Prés, de donde salieron los reyes monjes que fundaron nuestra dinastía nacional. A pesar de la culpable insuficiencia de la descripción, no dudé que aquel manuscrito era procedente de la gloriosa abadía. Todo me lo demostraba; las leyendas añadidas por el traductor se referían a la devota fundación del rey Childeberto; la leyenda de San Droctoveo era especialmente significativa, por ser la del primer abate que hubo en Saint-Germain-des-Prés; el poema en versos octosílabos, referente a la sepultura de San Germán, me recordó la nave de la venerable basílica, que fue el ombligo de la Galia cristiana.

La leyenda dorada es de suyo una obra extensa e interesante. Jacobo de Voragine, definidor de la Orden de Santo Domingo y arzobispo de Génova, recopiló en el siglo XIII las tradiciones relativas a los santos católicos y formó un conjunto de tal riqueza que hizo exclamar en los monasterios y en los castillos: «¡Es la leyenda dorada!». La leyenda dorada es, sobre todo, opulenta en hagiografía italiana. Las Galias, las Alemanias e Inglaterra ocupan poco lugar. Voragine sólo vislumbra a través de una fría niebla los más famosos santos de Occidente. Por esto los traductores aquitanios, germanos y sajones cuidaron de añadir a su relato las vidas de sus santos nacionales.

He leído y coleccionado muchos manuscritos de La leyenda dorada, conozco los que describe mi sabio colega Paulino París en su hermoso Catálogo de los manuscritos de la Biblioteca del rey; particularmente, dos han fijado mi atención: uno es del siglo XIV, y contiene una traducción de Juan Belet; el otro del siglo XIII, reproduce la versión de Jacobo Vignay; ambos provienen de la casa de Colbert, y fueron colocados en los estantes de la gloriosa Colbertina por el bibliotecario Baluze, cuyo nombre no puedo pronunciar sin descubrirme, porque en el siglo de los gigantes de la erudición Baluze asombra con su grandeza. Conozco un códice muy curioso de la colección de Bigot; conozco setenta y cuatro ediciones impresas, incluso la venerable abuela de todas, la gótica de Estrasburgo, que fue comenzada en 1471 y terminada en 1475; pero ninguno de esos manuscritos, ninguna de esas ediciones contiene las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán, Vicente y Droctoveo; ninguno lleva la firma de Juan Toutmouillé; ninguno, en fin, procede de la abadía de Saint-Germain-des-Prés. Son todos, en comparación del manuscrito que describe Thompson, lo que una pajuela comparada a un lingote de oro. Yo veía con mis propios ojos, tenía en la mano un testimonio innegable de la existencia de aquel documento; pero ¿y el documento? Sir Thomas Raleigh habíase trasladado a la orilla del lago de Como, y allí acabó sus días, entre la mayor parte de sus nobles riquezas. ¿Qué se hicieron, después de la muerte de aquel insigne curioso? ¿Dónde se oculta el manuscrito de Juan Toutmouillé?

«¿Por qué —me dije—, por qué habré averiguado que ese precioso libro existe, si no he de poseerlo, ni siquiera he de verlo jamás? Iría a buscarlo en el corazón ardiente del África o entre los hielos del Polo, si supiese que allí estaba, ¡pero ignoro su paradero!, ignoro si está guardado por un celoso bibliómano en un armario de hierro con triple cerradura; ignoro si se enmohece en la guardilla de un ignorante. ¡Me estremezco ante la idea de que tal vez sus hojas arrancadas cubran los tarros de pepinillos de alguna señora hacendosa!».

30 de agosto de 1850.

Un calor sofocante moderaba mis pasos. Seguía los muros de los malecones del norte, y en la tibia sombra, los puestos de libros usados, de estampas y muebles antiguos, recreaban mi vista y hablaban a mi espíritu. Vagaba y revolvía libros; saboreaba algunos versos rimbombantes de un poeta de la pléyade y contemplaba luego una elegante mascarada de Wateau; fijaba los ojos en un montante, en una gorguera de acero, en un morrión. ¡Qué casco tan fuerte y qué coraza tan pesada señores! ¿La vestidura de un gigante? No; el caparazón de un insecto Los hombres de aquel tiempo iban armados como coleópteros; su debilidad era interior. Al contrario, ahora nuestra fuerza es interior, y nuestras almas bien armadas habitan cuerpos frágiles.

Descubro el retrato de una señora antigua; sonríe su rostro, borroso como una sombra, y se ve una mano enmitonada que sujeta sobre sus rodillas de raso a un perrito adornado con cintas. Aquella imagen me inspira una tristeza encantadora. ¡Los que no tengan en su alma un retrato borroso, podrán burlarse de mí!

Como los caballos que olfatean el establo, me apresuro al acercarme a mi domicilio. He aquí la colmena humana donde tengo mi celda para destilar la miel un poco áspera de la erudición. Subo pesadamente los peldaños de mi escalera. Unos cuantos escalones más y llego a mi puerta. Pero adivino, más bien que advierto, un vestido de seda que cruje al bajar. Me detengo y me aparto contra la barandilla. La mujer que baja, sin sombrero ni cofia, es joven, y canta; sus ojos y sus dientes brillan en la obscuridad, porque sonríe con la boca y con la mirada. No me cabe duda: es una vecina de lo más expansivo que se conoce. Lleva en los brazos un precioso niño, desnudo como el hijo de una diosa, y en el cuello del niño luce una medalla sujeta por una cadenita de plata. Advierto que la criatura se chupa los dedos y se fija en mí; abre mucho los ojos curioseando este viejo mundo, nuevo para él. Al mismo tiempo, la madre me contempla con expresión misteriosa y alegre; se detiene junto a mí, se pone colorada y acercándome su niño, que está muy gordito, me lo presenta. Los bracitos y el cuello de la criatura forman rodajitas, y los hoyuelos de su carne sonrosada ríen sin cesar.

La madre me lo muestra con orgullo.

—Caballero —me dice melodiosamente—, ¿verdad que mi niño es muy hermoso?

Le coge la mano, y se la pone sobre la boca, inclina luego hacia mí sus deditos sonrosados, y dice:

—Hijito mío: échale un beso a este señor, que es muy bueno; no quiere que los niños recién nacidos tengan frío. Échale un beso.

Oprime a su hijo contra su corazón y desaparece con la agilidad de una gata; se aleja en un pasillo que, a juzgar por lo que huele, conduce a una cocina.

Yo entro en mi casa.

—Teresa, ¿quién será una mujer joven que he visto en la escalera y que lleva un precioso niño en brazos?

Teresa me responde que es la señora Coccoz.

Miro al techo como para buscar alguna luz que me aclare aquella obscura noticia. Teresa me recuerda al pobre vendedor ambulante que el año pasado me ofrecía libros mientras su mujer daba a luz.

—¿Y Coccoz? —pregunto.

Me responde mi criada que nunca le volveré a ver. Al pobrecito lo enterraron, sin que lo advirtiéramos, poco después del feliz parto de la señora Coccoz. Al enterarme de que su viuda vivía ya consolada, me tranquilizo.

—Pero, Teresa, ¿la señora Coccoz, no carece de nada en su desván?

—Muy cándido sería usted, señor —me responde mi criada—, si se preocupase de semejante persona. La ordenaron que desalojara el desván, cuyo techo está ya compuesto; pero sigue allí contra la voluntad del casero, del administrador, del portero y del escribano. Creo que los ha embrujado a todos. Dejará el desván cuando la convenga, señor, ¡y se irá en coche! Créame a mí.

Teresa reflexiona un momento y pronuncia luego esta sentencia:

«Una cara bonita es una maldición del cielo».

Aunque sé a punto fijo que Teresa nunca disfrutó del menor atractivo, ni siquiera en su juventud, inclino la cabeza para decirle con abominable intención:

—¡Cuidado, Teresa, porque no ignoro que en sus tiempos también tuvo usted una cara bonita!

No debe tentarse a ninguna criatura humana, ni siquiera a la de mayor santidad.

Teresa baja los ojos y responde:

—Sin ser lo que se llama una mujer bonita, no desagradaba, y si hubiese querido, lograría lo que las demás.

—¿Y quién se atrevería a dudarlo? Pero cójame usted el sombrero y el bastón. Para recrearme, voy a leer algunas páginas de Moreri. Según me advierte mi olfato de viejo zorro, esta noche cenaremos una gallina cuyo guiso huele a gloria. Conságrela usted sus atenciones, hija mía, y compadézcase del prójimo, para que los demás la disculpen a usted y a su viejo amo.

Después de hablar así, desenmaraño las intrincadas ramas de una genealogía de príncipes.

7 de mayo de 1851.

He pasado el invierno a gusto de los sabios, in angello cum libello, y las golondrinas del muelle Malaquais me encuentran al regresar casi lo mismo que me dejaron. Quien vive poco, cambia poco, y no es vivir emplear los días en el estudio de textos antiguos.

Sin embargo, hoy me siento más empapado que de costumbre en esa vaga tristeza destilada por la vida. Mis funciones intelectuales (casi no me atrevo a confesármelo) se turbaron desde la crítica hora en que me fue revelada la existencia del manuscrito de Juan Toutmouillé.

Es extraño que unas cuantas hojas de pergamino viejo me hayan quitado la tranquilidad; pero nada es tan seguro. El pobre que vive sin ansias posee el mejor de los tesoros: se posee a sí mismo. El rico ambicioso es un miserable esclavo. Yo soy ese esclavo. Ni siquiera los placeres tranquilos, como hablar con un hombre de inteligencia fina y moderada o comer en compañía de un amigo, me hacen olvidar el manuscrito que tan indispensable me resulta desde que tuve noticia de su existencia. Me hace falta de día, me hace falta de noche, me hace falta cuando estoy alegre y cuando estoy triste, me hace falta para trabajar y para descansar.

¡Ahora recuerdo mis caprichos infantiles y disculpo los poderosos deseos de mi primera edad!

Veo nuevamente, con extraordinaria precisión, una muñeca que, cuando yo tenía ocho años, había en el escaparate de una tienda de la calle del Sena. Ignoro cómo llegué a encapricharme de aquella muñeca. Estaba orgulloso de ser un muchacho y despreciaba a las niñas; sólo esperaba con impaciencia el momento —llegado tiempo ha— en que una barba como un cepillo adornaría mi rostro. Jugaba a los soldados, y para dar de comer a mi caballo de máquina, destrozaba las plantas que mi pobre madre cultivaba en su balcón. ¡Todos mis juegos eran varoniles! Y sin embargo, se me antojó una muñeca. También los Hércules tienen sus debilidades. ¿Era siquiera bonita la muñeca por mí deseada? No. Me parece que la veo aún: tenía un rosetón en cada mejilla, unos brazos muy cortos y blanduchos, unas horribles manos de madera, y las piernas muy largas y muy separadas. Su vestido rameado estaba sujeto a la cintura por dos alfileres. ¡Todavía tengo presentes las cabezas negras de aquellos dos alfileres! Era una muñeca ordinaria, una muñeca de pobre. Recuerdo muy bien que, a pesar de ser muy niño, pues no había roto aún muchos pantalones, comprendí claramente que aquella muñeca carecía de gracia y de atractivos. ¡Qué ordinaria y qué vulgar era! Pero, a pesar de todo, quizá por eso mismo me gustaba. Sólo aquélla me gustaba. La quería. Mis soldados y mis tambores no lograban entretenerme. Ya no ponía en la boca de mi caballo de máquina ramas de heliotropo y de verónica. Aquella muñeca lo era todo para mí. Imaginé ardides salvajes para que Virginia, mi niñera, me pasara por delante de la tiendecita de la calle del Sena… Y al verme allí, apoyaba la nariz en el cristal, y era preciso que mi niñera me tirase de brazo, con estas razones: «Señorito Silvestre: es muy tarde, y su mamá le reñirá». El señorito Silvestre se reía entonces de los regaños y de los azotes; pero la niñera le levantaba como una pluma, y el señorito Silvestre cedía ante la fuerza. Desde entonces, con los años, se ha echado a perder y cede al temor. En aquella época nada temía.

Era muy desgraciado. Una vergüenza irreflexiva, pero irresistible, me impedía confesar a mi madre el objeto de mis amores. De ahí mis sufrimientos. Durante algunos días, la muñeca, sin cesar presente en mi memoria, bailaba ante mis ojos, me miraba fijamente, me tendía los brazos; adquiría en mi imaginación una especie de vida que la realzaba misteriosa y terriblemente; era cada vez más deseada y más deseable.

Al fin un día, que nunca olvidaré, mi niñera me llevó a casa de mi tío, el capitán Víctor, que me había convidado a almorzar. Admiraba yo mucho a mi tío el capitán, tanto por haber sido de los últimos que se batieron en Waterloo como por preparar él mismo en la mesa de mi madre los dientes de ajo que echaba luego en la ensalada de achicorias. Aquello me parecía hermoso. Mi tío Víctor me inspiraba también admiración por sus levitas galoneadas, y sobre todo por la costumbre que tenía de revolver y trastornar toda la casa en cuanto entraba en ella. No he podido averiguar cómo se arreglaba, pero afirmo que aún cuando se hallase mi tío Víctor entre veinte personas, era el más visible y el que hablaba más. Tengo motivos para suponer que mi excelente padre no compartía conmigo la admiración por el tío Víctor, el cual solía envenenarle con su pipa y para reprocharle su poca energía le daba, afectuosamente, fuertes puñetazos en el hombro. Mi madre, sin dejar por eso de tener con el capitán una indulgencia de hermana, le aconsejaba que no fuese tan aficionado a la bebida. Yo no participaba de las repugnancias ni de los reproches, y el tío Víctor me inspiraba el más puro entusiasmo. Por esto me sentí orgulloso al entrar en su cuartito de la calle Guénégaud. Su almuerzo, servido en un velador junto a la chimenea, se componía de embutidos y platos de dulce.

El capitán me hartó de pasteles y de vino, me refirió las numerosas injusticias de que le habían hecho víctima. Sobre todo se quejaba de los Borbones, y como no se preocupó nunca de decirme quiénes eran los Borbones, me imaginé, ignoro por qué razón, que los Borbones eran unos tratantes de caballos establecidos en Waterloo. El capitán, que sólo dejaba de hablar para servirme vino, acusó además a gran número de mocosos, de majaderos y de inútiles, a los cuales odiaba yo de todo corazón sin conocerlos. A los postres me pareció oír decir al capitán que mi padre era un hombre a quien llevaban del ramal, pero no estoy seguro de haberme enterado bien. Me zumbaban los oídos y el velador daba vueltas.

Mi tío se puso el uniforme, cogió su sombrero y nos fuimos a la calle, que me pareció completamente variada, como si hiciera mucho tiempo que no hubiese pasado por ella. Sin embargo, cuando estuvimos en la calle del Sena, la muñeca se ofreció de nuevo a mi memoria exaltándome de un modo extraordinario. Me ardía la frente, y tomé una resolución decisiva. Pasamos por delante de la tienda; estaba allí, en el escaparate, con sus mejillas coloradas, su vestido rameado y sus largas piernas.

—Tío —le dije venciendo mi cortedad—, ¿quiere comprarme esa muñeca?

—¡Comprar yo una muñeca a un muchacho! —exclamó mi tío con voz de trueno—. ¿Quieres deshonrarte? ¿Y es esa pepona la que prefieres? Te felicito, hijo mío. ¡Si sigues con tales aficiones, y a los veinte años tienes tan mal gustó como ahora, no lo pasarás muy bien, te lo advierto, y tus camaradas dirán que eres un grandísimo bobo! Pídeme un sable o un fusil, y te lo compraré, aunque sea con el último escudo de mi paga de retirado. ¡Pero comprarte una muñeca! ¡Rayos y truenos! ¡Consentir que te deshonres! ¡Eso, jamás! Si te viera jugar con una pepona como ésa, hijo de mi hermana, no te reconocería como a mi sobrino.

Aquellas palabras oprimieron de tal modo mi corazón, que solamente la soberbia, una diabólica soberbia, contuvo mi llanto.

Mi tío se tranquilizó de pronto para insistir en sus juicios acerca de los Borbones; pero el peso de su indignación me oprimía y me hizo sentir una vergüenza inexplicable. Prometíme resueltamente no deshonrarme y renuncié para siempre a la muñeca de mejillas coloradas. Aquel día conocí la austera dulzura del sacrificio.

Capitán: es cierto que en vida juraste como un pagano, fumaste como un suizo y bebiste como un campanero; pero debemos honrar tu memoria, no sólo porque fuiste un valiente, sino también porque revelaste a tu sobrino, muy niño aún, el sentimiento del heroísmo. El orgullo y la pureza te hicieron casi insoportable, ¡oh, tío Víctor!, pero un bravo corazón latía bajo los galones de tu uniforme. Llevabas, lo recuerdo, una rosa en el ojal. Aquella flor que ofrecíais gustoso a las muchachas, aquella flor abierta que se deshojaba siempre, era el símbolo de tu gloriosa juventud. No despreciabas el vino ni el tabaco, pero despreciabas la vida. No se podían aprender de ti, capitán, el buen sentido ni la delicadeza, pero a la edad en que la niñera me quitaba todavía los mocos, me diste un ejemplo de abnegación y de honor que nunca olvidaré.

Descansas hace ya tiempo en el Mont-Parnasse, bajo una humilde losa, con este epitafio:

AQUÍ YACE

ARÍSTIDES-VÍCTOR MALDENT

CAPITÁN DE INFANTERÍA

CABALLERO DE LA LEGIÓN DE HONOR

Pero no era ésa, capitán, la inscripción que reservabas a tus viejos huesos, que tanto se habían arrastrado por los campos de batalla y por las casas de placer. Apareció entre tus papeles un irónico y arrogante epitafio que, a pesar de ser tu última voluntad, no se atrevieron a ponerte sobre la tumba.

AQUÍ YACE UN BANDIDO DEL LOIRA

—Teresa, mañana llevaremos una corona de siemprevivas a la tumba del bandido del Loira.

Pero Teresa no estaba cerca de mí. ¿Cómo había de hallarse a mi lado en la glorieta de los Campos Elíseos? Allí, al final de la avenida, el Arco de Triunfo que lleva inscritos en sus bóvedas los nombres de los compañeros de armas del tío Víctor abre sobre el cielo su puerta gigantesca. Los árboles de la avenida despliegan sus primeras hojas, pálidas y tiernecitas aún, a la caricia del sol primaveral. Junto a mí los coches se dirigen al bosque de Bolonia. Prolongué mi paseo hasta aquella avenida mundana, y heme aquí parado, sin propósito alguno, ante un puesto de bizcochos y botellas de horchata cubiertas con un limón.

Allí un miserable niño andrajoso, de piel renegrida, contemplaba extasiado las suntuosas golosinas que no puede adquirir; demuestra su deseó con el impudor de la inocencia. Sus ojos redondos se clavan fijamente en un muñeco de bizcocho bastante grande: es un general, y se parece un poco al tío Víctor. Lo cojo, lo pago y se lo ofrezco al pobre niño, que no se atreve a tornarlo, porque instruido por una precoz experiencia no cree en la dicha. Mirándome con expresión perruna, parece decirme: «No se burle usted de mí; es una crueldad».

—Vamos, hijo mío —le digo con ese tono brusco que me caracteriza—, cógelo y come puesto que, más feliz de lo que yo era a tu edad, puedes satisfacer tus caprichos sin deshonrarte.

Y tú, tío Víctor; tú, cuya varonil apostura me recuerda ese bizcocho: ven, sombra gloriosa, a hacerme olvidar mi nueva muñeca. Somos eternamente niños, y se nos antojan sin cesar nuevos juguetes.

El mismo día.

¡La familia Coccoz está unida en mi espíritu del modo más extraño al clérigo Juan Toutmouillé!

—Teresa —dije al hundirme en mi butaca—, cuénteme algo del niño Coccoz, si está bueno, si le han salido los dientes, y déme las zapatillas.

—Debe haberlos echado ya, señor —me respondió Teresa—, pero yo no se los he visto. En cuanto empezó la primavera, la madre desapareció con su hijo, sin recoger los muebles y las ropas. Han encontrado en su desván treinta y ocho tarros de pomada vacíos. Esto es absurdo. La última temporada que vivió aquí recibía muchas visitas, y como supondrá usted, no debe estar ahora en un convento de monjas. La sobrina dice que la ha visto en coche, por el bulevar. ¡Ya imaginaba yo que acabaría mal!

—Teresa —respondí—, esa pobre mujer no ha acabado ni bien ni mal; esperemos a que llegue el fin de su vida para juzgarla. Y procure usted no hablar mucho en la portería. Opino que la señora Coccoz, a quien vi una sola vez en la escalera, quiere mucho a su hijito, y su ternura merece ser muy respetada.

—Es verdad, señor; siempre cuidó mucho al niño. No había en todo el barrio una criatura mejor alimentada, mejor vestida y mejor criada. Todos los días de Dios le ponía un babero limpio, y le cantaba de la mañana a la noche canciones risueñas.

—Teresa, un poeta ha dicho: «El niño a quien su madre no ha sonreído, es indigno de la mesa de los dioses y del lecho de las diosas».

8 de julio.

Al saber que enlosaban de nuevo la capilla de la Virgen de Saint-Germain-des-Prés, me dirigí a la iglesia con la esperanza de encontrar algunas inscripciones descubiertas por los obreros. Efectivamente, no me equivoqué. El arquitecto me enseñó una piedra que había mandado arrimar a la pared. Arrodilléme para descifrar la inscripción grabada sobre aquella piedra, y en voz baja, en la semioscuridad del viejo ábside, leí las siguientes palabras, que me emocionaron:

AQUÍ YACE

JUAN TOUTMOUILLÉ

MONJE DE ESTA IGLESIA, QUE MANDÓ RECUBRIR DE PLATA LA BARBILLA DE SAN VICENTE, LA DE SAN AMANDO Y EL PIE DE LOS INOCENTES. FUE, MIENTRAS VIVIÓ, UN HOMBRE PRUDENTE Y SUFRIDO, ROGAD POR SU ALMA

Limpié suavemente con mi pañuelo el polvo de aquella losa; hubiera querido besarla.

—¡Es él! ¡Es Juan Toutmouillé! —exclamé.

Y en las altas bóvedas aquel nombre resonó con estrépito sobre mi cabeza.

El rostro mudo y grave del sacristán, que avanzaba hacia mí, me avergonzó y contuvo aquel entusiasmo; escapé entre los dos hisopos cruzados sobre mi pecho por dos ratas de iglesia rivales.

Sin embargo, era mi Juan Toutmouillé, ¡no había duda!, el traductor de la Leyenda dorada, el autor de la vida de los santos Germán, Vicente, Ferreol, Ferrucio y Droctoveo, como yo me lo había figurado monje de Saint-Germain-des-Prés, y además de buen monje, muy piadoso y liberal. Mandó construir una barbilla de plata, una cabeza de plata y un pie de plata, para que los restos preciosos estuviesen encerrados en una envoltura incorruptible.

Pero ¿llegaré a conocer su obra, o este nuevo descubrimiento sólo servirá para aumentar mis preocupaciones?

20 de agosto de 1859.

Yo, que resulto agradable a veces, y tanteo la resistencia de todos los hombres; yo, que soy la alegría de los buenos y el terror de los malos; yo, que fomento y destruyo el error, desplegaré mis alas… No me recriminéis si en mi vuelo rápido paso por alto algunos años…

¿Quién habla así? Un anciano a quien conozco mucho: el Tiempo.

Shakespeare, al fin del tercer acto del Cuento de invierno, se detiene para dejar a la infantil Perdita que desarrolle su prudencia y su belleza; y cuando obre de nuevo la escena, presenta en ella al Tiempo como evocación del Coro antiguo, para dar noticias a los espectadores de los prolongados días que abrumaron la cabeza del celoso Leontes.

Suspendí ese diario, como Shakespeare la acción de su comedia, durante un largo intervalo, y como él hago intervenir al Tiempo para explicar mi silencio de diez años. Hace efectivamente diez años que no he escrito ni una sola línea en este cuaderno, y por desgracia no me veo precisado, cuando cojo la pluma de nuevo, a describir una Perdita, cuyos encantos y cuyos atractivos aumentaban con la edad. La juventud y la belleza son las fieles compañeras de los poetas. Estos fantasmas encantadores nos hacen una breve visita. No sabemos retenerlos. Si por un inconcebible capricho la sombra de alguna Perdita osara cruzar por mi cerebro, se marchitaría horriblemente entre montones de pergaminos resecos. ¡Felices los poetas! Sus cabellos blancos no espantan las sombras flotantes de las Julietas, de las Julias y de las Doroteas. En cambio, bastaría la nariz de Silvestre Bonnard para poner en fuga a todo el enjambre de grandes apasionadas.

Sin embargo he sentido la belleza como la sienten los otros, me ha emocionado el encanto misterioso que la incomprensible Naturaleza extiende sobre las formas animadas: una arcilla viviente me ha comunicado el estremecimiento propio de los amantes y de los poetas, pero nunca he sabido amar ni cantar. En mi espíritu, atiborrado de textos viejos y de viejas fórmulas encuentro de pronto, como se encuentra una miniatura en un desván, un rostro alegre con ojos brillantes.

Bonnard, amigo mío: eres un viejo loco. Más te valiera leer el catálogo que un librero de Florencia te ha enviado esta misma mañana. Es un catálogo de manuscritos, y te promete la descripción de algunas obras conservadas por algunos curiosos de Italia y de Sicilia. Esto es lo que te conviene y lo propio de tu edad.

Leo, y de pronto lanzo una exclamación. Hamílcar, que con los años ha adquirido una gravedad asombrosa me mira en actitud de reproche; parece preguntarme si es posible descansar en este mundo, puesto que a mi lado no lo consigue, aún cuando soy tan viejo como él.

En la alegría de mi descubrimiento necesito un confidente, y es al tranquilo Hamílcar a quien me dirijo con la efusión propia de un hombre feliz.

—No, Hamílcar, no; el descanso no es de este mundo, y la quietud a que aspiras es incompatible con los trabajos de la existencia. ¿Quién te ha dicho que somos viejos? Oye lo que leo en este catálogo y después dime si ha llegado la hora de descansar:

«La leyenda dorada de Jacobo de Voragine. Traducción francesa del siglo XIV, por el clérigo Juan Toutmouillé».

«Soberbio manuscrito adornado con dos miniaturas maravillosamente ejecutadas y en perfecto estado de conservación. Una representa la Purificación de la Virgen y otra la coronación de Proserpina».

«A continuación de la Leyenda dorada, se hallan las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán y Droctoveo, 28 páginas, y la Sepultura gloriosa del señor San Germán de Auxerre, 12 páginas».

«Este precioso manuscrito, que formaba parte de la colección de sir Thomas Raleigh, lo posee en la actualidad el señor Miguel Ángel Polizzi, de Girgenti».

—¿Has oído, Hamílcar? El manuscrito de Juan Toutmouillé está en Sicilia, en casa de Miguel Ángel Polizzi. ¡Ojalá este hombre sienta estimación por los sabios! Voy a escribirle.

Dicho y hecho. En mi carta, con un ruego al señor Polizzi para que me facilitara el manuscrito del clérigo Toutmouillé, le mencionaba los títulos por los cuales me atrevía a creerme digno de semejante favor. Al mismo tiempo yo ponía a su disposición algunos textos inéditos que poseo y que no carecen de interés. Le suplicaba que me contestara pronto (e inscribía debajo de mi firma todos mis títulos honoríficos).

—¡Señor! ¡Señor! ¿Dónde va usted tan de prisa? —exclamó Teresa asustada, mientras bajaba de cuatro en cuatro los escalones, y corría detrás de mí con el sombrero en la mano.

—Voy a echar una carta al correo, Teresa.

—Pero ¡Dios mío! ¿Por qué se ha de ir con la cabeza al aire, como un loco?

—Estoy loco, Teresa. ¿Quién no lo está? Déme el sombrero en seguida, que me voy.

¿Y los guantes? ¿Y el paraguas?

Al pie de la escalera, aún la oía gritar y gemir.

10 de octubre de 1859.

Esperaba la respuesta del señor Miguel Ángel Polizzi con una impaciencia mal disimulada. Sentíame inquieto; hacía movimientos bruscos; abría y cerraba ruidosamente mis libros. Un día empujé con el codo un tomo del Moreri, y se vino al suelo. Hamílcar, que se relamía, dejó de hacerlo de pronto, y con la pata sobre la oreja me miró con ojos ariscos. ¿Era esa vida tumultuosa la que podía esperarse bajo mi techo? ¿No habíamos convenido tácitamente en gozar de una existencia tranquila? Yo rompía el pacto.

—¡Pobre compañero mío! —le respondí—, ¡soy víctima de una pasión violenta que me sobresalta y me absorbe! Las pasiones son enemigas del sosiego, lo reconozco; pero sin ellas no habría industrias ni artes en el mundo; cada cual descansaría desnudo sobre su montón de estiércol; y tú, Hamílcar, no pasarías el día dormido sobre un almohadón de seda en la ciudad de los libros.

No expuse durante más tiempo a Hamílcar la teoría de las pasiones, porque mi criada me entregó una carta con sello de Nápoles. Decía:

Ilustrísimo señor:

Poseo, efectivamente, el incomparable manuscrito de La leyenda dorada, que no ha pasado inadvertido a su clara inteligencia. Serias razones se oponen imperiosa y tiránicamente a que me desprenda de él ni un solo día ni un solo minuto. Será para mí una satisfacción y un honor enseñárselo a usted en mi humilde casa de Girgenti abrillantada y embellecida por su presencia. Espero impaciente su visita y me atrevo a ofrecerme, señor académico, muy humilde y devoto servidor de usted.

Miguel Ángel Polizzi.

Negociante en vinos y arqueólogo de Girgenti (Sicilia).

Pues bien, iré a Sicilia.

Extremum hunc Arethusa, mihi conceda laborem.

25 de octubre de 1859.

Ya resuelto mi viaje y hechos los preparativos, sólo me faltaba advertírselo a mi criada. Confieso que me costó no pocas vacilaciones anunciarla mi partida, temeroso de sus requerimientos, sus burlas, sus reproches, sus lágrimas. «Es una buena mujer, me decía; me tiene afecto; intentará convencerme, y bien sabe Dios que cuando quiere algo no escatima gestos, gritos, ni palabras. Llegado el momento pedirá auxilio a la portera, a la asistenta, a la colchonera y a los siete hijos del frutero; me rodearán; caerán todos de rodillas ante mí; su dolor y sus lágrimas les pondrán unos semblantes horribles, y cederé por no verlos». Tales eran las espantosas imágenes, las pesadillas febriles que el miedo amontonaba en mi imaginación. Sí, el miedo, «el miedo fecundo», como dice el poeta, engendraba esos monstruos en mi cerebro. Porque, lo confieso en estas páginas íntimas: mi criada me da miedo. No ignoro que sabe que soy débil, y esto me quita todo el valor en mis luchas con ella, luchas frecuentes en las que sucumbo de un modo inevitable.

Pero era preciso notificar a Teresa mi decisión. Entró en la biblioteca con un fajo de leña para encender un poco de lumbre, «una llamarada», como dice. Las mañanas son frescas. La observaba yo por el rabillo del ojo mientras estaba acurrucada con la cabeza metida en la chimenea.

No sé de dónde me vino el valor, pero no vacilé. Me puse a pasear de un extremo a otro de la estancia.

—A propósito —la dije con tono risueño y con ésa fanfarronería propia de los cobardes—, a propósito, Teresa: me marcho a Sicilia.

Después de hablar esperé con mucha inquietud. Teresa no respondía. Su cabeza y su cofia continuaban hundidas en la chimenea, y nada en su persona, que yo observaba, reveló la más pequeña emoción. Metía astillas debajo de los leños; nada más.

Al fin pude ver su rostro, y su indiferencia, su tranquilidad me irritaron.

«Sin duda —me dije para mis adentros esta solterona no tiene corazón. Me deja partir sin decir palabra. ¿Tan poco significa para ella la ausencia de su viejo amo?».

—Vaya donde guste, señor —me dijo al fin—, pero vuelva usted a las seis en punto. Tenemos para comer un plato que no espera.

Nápoles, 10 de noviembre de 1859.

Co tre calle vive, mange e lave a faccia.

«Comprendo, amigo mío; por tres céntimos puedo beber, comer y lavarme la cara, y todo esto con sólo adquirir una de las rajas de sandía que tienes sobre una mesa».

Pero, prejuicios occidentales me impidieron saborear con bastante candor tan sencilla voluptuosidad. ¿Cómo he de comer sandía? Gracias a que pueda tenerme derecho entre la multitud. ¡Qué noche tan alegre y ruidosa en Santa Lucía! Las frutas apiladas forman verdaderas montañas en las tiendas iluminadas por farolitos multicolores. En los anafres encendidos al aire libre, los calderos humean, y las frituras chisporrotean en las sartenes. El olor de pescado frito y de carne caliente me cosquillea en las narices y me hace estornudar. En aquel momento advierto que mi pañuelo no está en el bolsillo de mi levita. Me siento empujado, alzado y volteado en todas direcciones por el pueblo más alegre, más hablador, más vivo y más habilidoso que pueda imaginarse. De pronto una joven comadre, precisamente mientras admiro sus magníficos cabellos negros, me envía sin lastimarme —con un golpe de su hombro elástico y fuerte— tres pasos atrás, hasta los brazos de un hombre que come sus macaroni, y me recibe sonriente.

Ya estoy en Nápoles. Cómo he llegado hasta aquí, con algunos restos informes y mutilados de mi equipaje, no podría decirlo, por la sencilla razón de que yo mismo no lo sé. He viajado en un sobresalto perpetuo, y me parece que en esta ciudad tan clara tengo la facha de un murciélago al sol. ¡Esta noche es peor todavía! Para observar las costumbres populares me fui a la Strada di Porto, donde actualmente me hallo. En torno mío, grupos animados se apiñan ante los puestos de vituallas, y floto como un buque náufrago arrastrado por olas vivientes que cuando sumergen acarician aún. Porque este pueblo napolitano tiene en su vivacidad no sé qué de dulce y de halagüeño. No empujan, mecen, y creo que a fuerza de balancearme estas gentes acabarían por dormirme de pie. Admiro, al pisar los escalones de lava de la Strada, a esos esportilleros y a esos pescadores que hablan, cantan, fuman, gesticulan, se pelean y se abrazan con extraordinaria rapidez. Viven a un tiempo con todos los sentidos y, filósofos por naturaleza, comprenden sus deseos y la brevedad de la vida. Me acerco a una taberna muy bien alumbrada, y leo en la puerta este cuarteto en dialecto napolitano:


Amice, alliegre magnammo e bevimmo;
Nfin che n’ce stace noglio a la lucerna:
¿Chi sa s’a l’autro munno n’ce vedimmo?
¿Chi sa s’a l’autro munno n’ce taverna?
 

(Comed, bebed alegres, sin medida;
con el aceite brilla la linterna.
¿Nos veremos acaso en la otra vida?
En la otra vida ¿habrá alguna taberna?)
 

Horacio les daba consejos semejantes a sus amigos. Tú los recibiste, Póstumo; tú los escuchaste, Leuconoe, hermosa insurrecta que deseabas conocer los secretos del porvenir. Aquel porvenir es para nosotros el pasado, y lo conocemos. En realidad hiciste mal en atormentarte por tan poco, y tu amigo demostró ser un hombre de buen sentido cuando te aconsejaba que fueras prudente y filtrases los vinos griegos. Sapias, vina liques. De este modo una tierra hermosa y un cielo puro aconsejan las tranquilas voluptuosidades; pero hay almas atormentadas por un sublime descontento: son las más nobles. Tú fuiste una de ellas, Leuconoe; yo saludo respetuoso tu sombra melancólica aparecida en el ocaso de mi vida y en una ciudad donde resplandeció tu belleza. Las almas semejantes a la tuya que aparecieron en la cristiandad, fueron almas de santas, y sus milagros llenan La leyenda dorada. Tu amigo Horacio ha dejado una posteridad menos generosa, y reconozco a uno de sus descendientes en la persona del tabernero poeta que en este momento llena de vino los vasos a la sombra de su muestra epicúrea.

Y sin embargo, la vida da la razón a mi amigo Flacco, y su filosofía es la única que se acomoda al paso de los acontecimientos. Ved a ese mozuelo que, apoyado en una celosía cubierta de pámpanos, toma un helado y contempla las estrellas. No se agacharía para recoger ese viejo manuscrito que a costa de tantas fatigas voy a buscar. En verdad, el hombre más bien ha nacido para tomar helados que para compulsar textos antiguos.

Continuaba yo mis divagaciones en torno de los borrachos y de los artistas. Algunos amantes cogidos por la cintura mordían deliciosas frutas. Acaso por ser el hombre naturalmente perverso, toda aquella alegría exterior me apenaba profundamente. La multitud ostentaba un deseo tan elemental de vivir, que todos mis pudores de viejo escriba se escandalizaron. Además, me desesperaba no comprender las palabras que se perdían en el aire. Era una prueba humilladora para un filósofo. Sentíame taciturno, cuando algunas frases pronunciadas a mi espalda me hicieron aguzar el oído.

—Ese viejo es seguramente un francés, Dimitri. Me da lástima verle tan aburrido. ¿Por qué no le hablas…? Tiene facha de buena persona, ¿verdad, Dimitri?

Aquello fue dicho en francés por una voz femenina. Al principio me desagradó oírme llamar viejo. ¿Es viejo un hombre a los sesenta y dos años? Hace pocos días, en el puente de las Cortes, mi colega Perrot d’Avrignac me cumplimentó por mi aspecto juvenil, e indudablemente será más entendido en edades que aquella alondra que a mi espalda canturreaba, si es que las alondras cantan de noche. ¿Me reconoce facha de buena persona? ¡Oh!, ¡ah!, siempre creí serlo; y ahora lo pongo en duda, cuando así opina una pájara. No pienso volver la cabeza para conocer a la parlanchina, pero estoy seguro de habérmelas con una mujer bella. ¿Por qué?

Porque la voz de las mujeres que son bellas, o que lo fueron, que agradan o que agradaron, es la sola que puede tener esa variedad de inflexiones encantadoras, el sonido argentino como una risa eterna. De la boca de una fea saldrá tal vez una palabra más suave y más melodiosa, pero nunca tan vibrante ni tan gorjeada.

Tales ideas invadieron de pronto mi cerebro, y en seguida, para huir de aquellos dos desconocidos, me interné entre la más apiñada multitud napolitana por una callejuela tortuosa donde no había más luz que la de una lamparilla encendida ante el altarcito de una Virgen. Allí reflexioné con más tranquilidad, y me convencí de que aquella mujer bonita —seguramente bonita— había expresado acerca de mí una idea muy amable y merecedora de agradecimiento.

«Ese viejo es seguramente un francés, Dimitri. Me da lástima verle tan aburrido. ¿Por qué no le hablas? Tiene facha de buena persona, ¿verdad, Dimitri?».

Al oír estas palabras bondadosas no debí alejarme con tanta precipitación. Hubiera sido más prudente dirigirme con maneras corteses a la señora que con tanta claridad hablaba, y expresarme de este modo: «Señora, sin proponérmelo, he oído lo que acaba usted de decir. ¿Quería usted hacer un favor a un pobre viejo?, pues ya lo consiguió; bastan las inflexiones de su voz francesa para proporcionarme un goce por el cual le quedo agradecido». Sin duda alguna debí decirle estas palabras u otras semejantes. Seguramente es francesa, porque su voz lo es. La voz de las damas de Francia es la más agradable del mundo. Los extranjeros advierten su encanto lo mismo que nosotros. Felipe de Bérgamo dijo en 1483, refiriéndose a Juana la Doncella: «Su voz era suave como la de todas las mujeres de su país». El caballero a quien hablaba se llama Dimitri. Debe ser un ruso. La señora y su acompañante serán personas ricas de las que pasean su aburrimiento por el mundo. Debemos compadecer a los ricos; sus bienes los rodean, pero sin penetrarlos; en su interior son pobres y carecen de todo. Es lamentable la miseria de los ricos.

Acompañado por estos pensamientos, llegué a una callejuela cruzada por tantos arcos y con balcones tan salientes, que no penetraba en ella la menor claridad. Todo me hizo suponer que me hallaba sin rumbo y condenado a buscar una salida durante todo la noche. No podía orientarme sin preguntar, y para ello era preciso que se ofreciesen a mi vista rostros humanos; desconfiaba ya de ver uno siquiera. En mi desesperación seguí al azar una calle o, mejor dicho, un paraje medroso como un degolladero. Efectivamente, al poco rato vi a dos hombres que sacaron las navajas para reñirá pero reñían más con la lengua que con las armas, y por las injurias que se dirigían comprendí que se trataba de un conflicto amoroso. Me interné prudentemente por una callejuela próxima, mientras aquellos dos hombres ventilaban sus asuntos sin preocuparse ni por asomo de los míos. Después de caminar largo rato a la ventura, sentéme desalentado en un banco de piedra, y la menté haber huido tan loca y tortuosamente de Dimitri y de su compañera de voz cristalina.

—Buenas noches, señor. ¿Viene usted de San Carlos? ¿Ha oído usted a la diva? Sólo en Nápoles se canta de esa manera.

Levanté la cabeza, y al reconocer a mi hotelero, comprendí que me hallaba sentado junto a la fachada del hotel, debajo de mi propia ventana.

Monte-Allegro, 10 noviembre 1859.

Descansaba yo con mis guías y sus mulas en el camino de Sciacca a Girgenti, en una posada del modesto pueblecito de Monte-Allegro, cuyos habitantes consumidos por la mal’aria tiritaban al sol; pero son griegos aún y su alegría todo lo soporta. Varios de ellos rodeaban la posada con sonriente curiosidad. Un cuento, si hubiese yo sabido contarles alguno, les hiciera sin duda olvidar las desgracias de la vida. Sus rostros revelan inteligencia, y las mujeres, a pesar de tener curtida y ajada la piel, se envolvían con gracia en su largo manto negro.

Ante mí veía las ruinas carcomidas por el aire del mar, sobre las cuales ni siquiera crece la yerba. La lúgubre tristeza del desierto reina en aquella tierra árida, cuyas agrietadas entrañas apenas engendran algunas mimosas raquíticas, cactus y palmeras enanas. Veinte pasos más allá, a lo largo de un barranco, unas piedras blanqueaban como rastra de huesos. Mi guía me dijo que aquello era un arroyo.

Hacía medio mes que me hallaba en Sicilia. En la bahía de Palermo, que se abre paso entre las dos moles áridas y abrumadoras del Pellegrino y del Catalfano, y que se extiende a lo largo de la Concha de oro cubierta de mirtos y de naranjos, sentí tal admiración que me resolvía a visitar esa isla tan noble por sus recuerdos y tan hermosa por sus cadenas de colinas. Viejo peregrino, encanecido en el Occidente bárbaro, me atreví a aventurarme en aquella tierra clásica; y acompañado por un guía fui de Palermo a Trapani, de Trapani a Selinonte, de Selinonte a Sciacca, de donde salí esta mañana para dirigirme a Girgenti, límite de mi viaje, que me ofrecía la contemplación del manuscrito de Juan Toutmouillé. Las bellezas admiradas por mí en el trayecto se hallan de tal modo impresas en mi espíritu, que juzgo un trabajo inútil describirlas. ¿Para qué desvirtuar la sensación de mi viaje con montones de notas? Los amantes que quieren muy de veras, no escriben sus venturas.

Entregado a la melancolía del presente y a la poesía del pasado, con el alma sumergida en bellas imágenes y con los ojos anegados en perfiles armoniosos y puros, saboreaba en la venta de Monte-Allegro un vaso de vino añejo, cuando vi entrar en la sala a una mujer hermosa y joven, que vestía un traje de seda cruda y un sombrero de paja. Sus cabellos eran obscuros, sus ojos negros y brillantes. En su modo de andar adiviné a una parisiense. Acercóse para sentarse, y el ventero la sirvió un vaso de agua fresca y un ramo de rosas. Habíame levantado al verla entrar, y me aparté discretamente de la mesa como si atrajeran mi atención las estampas de asunto religioso colgadas en la pared. Advertí perfectamente que, al verme de espaldas, ella hizo un movimiento de sorpresa, y me acerqué a la ventana para contemplar los carritos que pasaban por el camino pedregoso bordeado de pitas y de chumberas.

Mientras ella bebía agua helada, contemplaba yo el cielo. Para sentir en Sicilia una voluptuosidad inexplicable basta beber agua fresca y respirar el aire puro. En mi interior murmuré los versos del poeta ateniense:

¡O santa luz, ojo de la dorada claridad!

La señora francesa me observaba con extraordinaria obstinación, y aún cuando procuré no mirarla más de lo prudente, comprendí que ella no apartaba de mí los ojos. Según parece, tengo el don de adivinar las miradas que me dirigen, sin mirar yo. Muchas personas poseen también esa facultad misteriosa; pero, ciertamente, no tiene nada de misterioso puesto que nos guiamos en tales ocasiones por algún indicio, tan ligero que apenas lo tomamos en cuenta. No sería imposible que yo viera los hermosos ojos de aquella señora reflejados en los cristales de la ventana.

Cuando me volví hacia ella nuestras miradas se cruzaron.

Una gallina negra entró en la estancia mal barrida y comenzó a picotear el suelo.

—¿Quieres pan, brujita? —dijo la señora echándole unas migajas que había sobre la mesa.

Reconocí la voz que habló de mí por la noche en Santa Lucía.

—Dispénseme usted señora —dije al punto—. Aunque no tengo el placer de conocerla, me creo en la obligación de mostrarme agradecido por la solicitud que la inspiró un viejo compatriota, errante a las altas horas de la noche por las calles de Nápoles.

—¿Me ha reconocido usted, caballero? También yo le reconozco.

—¿En mi facha de buena persona?

—¡Ah! ¿Oyó usted lo que le dije a mi marido? Supongo que no se habrá molestado. Sentiría mucho disgustarle.

—Muy al contrario, señora: me halagaron sus palabras; y su observación me parece oportunísima. La fisonomía no está sólo en los rasgos del rostro. Hay manos ingeniosas y manos tontas. Hay rodillas hipócritas y codos egoístas, talles arrogantes y fachas de buena persona.

—Es cierto —dijo ella—. Pero yo reconozco también su cara. Hemos debido encontrarnos ya en Italia o en otro país; no sé dónde. El príncipe y yo viajamos mucho.

—No creo haber tenido jamás la suerte de verla en parte alguna, señora —respondí—. Soy un viejo solitario. He pasado mi vida entre libros, sin viajar nunca. Usted lo comprendió en mi actitud azorada, y por esto me tuvo lástima. Deploro haber vivido arrinconado y quieto. Mucho se aprende en los libros, pero se aprende mucho más a través de países diversos.

—¿Es usted parisiense?

—Sí señora; vivo desde hace cuarenta años en la misma casa, y salgo muy poco. Es verdad que mi casa está situada a la orilla del Sena, en el lugar más ilustre y más hermoso del mundo. Desde mis ventanas veo las Tullerías, el Louvre, el Puente Nuevo, las torres de Nuestra Señora, los torreones del Palacio de Justicia y el agudo remate de la Santa Capilla. Todas esas piedras hablan y me cuentan la prodigiosa historia de los franceses.

Al oír aquel discurso la señora quedóse atónita.

—¿Vive usted en el muelle? —me preguntó con vivacidad.

—En el muelle Malaquais —le respondí—, en el tercer piso de la casa donde se halla establecida una tienda de grabados. Me llamo Silvestre Bonnard. Mi nombre es apenas conocido; pero soy académico, y para mí es bastante que mis amigos no lo olviden.

Ella me miró con extraordinaria expresión de sorpresa, de interés, de melancolía, de enternecimiento, y yo no pude concebir que tan sencillo relato produjera a mi hermosa desconocida emociones tan varias y profundas.

Esperaba que me explicara su sorpresa, cuando un gigante silencioso, dulce y triste, entró en la sala.

—Mi marido —dijo ella, el príncipe Trepof. El señor Silvestre Bonnard, de la Academia francesa.

Para saludarme el príncipe agachó sus hombros, que eran altos, anchos y taciturnos.

—Hija mía —dijo—, siento en el alma privarte de la conversación del señor Bonnard; pero el coche está enganchado y hemos de llegar a Mello antes de que cierre la noche.

Se levantó, cogió las rosas que el ventero le había regalado y salió de la venta. La seguí mientras el príncipe examinaba los arreos de las mulas y comprobaba la solidez de las cinchas y de los correajes. Ella se detuvo bajo el emparrado y me dijo sonriente:

—Vamos a Mello, un pueblecito abominable situado a seis leguas de Girgenti; pero no puede usted imaginar a lo que vamos. No trate de adivinarlo, porque no lo conseguiría. Vamos a buscar una caja de cerillas. Dimitri colecciona cajas de cerillas. Ha coleccionado ya toda clase de objetos: collares de perro, botones de uniforme, sellos de correos, y ahora solamente las cajas de cerillas le interesan…, las cajitas de cartón con estampas. Hemos reunido ya cinco mil doscientos catorce modelos diferentes, y nos ha costado un trabajo ímprobo encontrar algunos. Teníamos noticia de que se habían fabricado en Nápoles unas cajitas con los retratos de Mazzini y de Garibaldi, que la policía recogió. A fuerza de buscar y preguntar, encontramos una de aquellas cajitas en casa de un campesino, quien después de vendérnosla por cien liras nos denunció a la policía. Los esbirros registraron nuestro equipaje, y como no encontraron la cajita se llevaron todas mis joyas. Desde entonces me aficioné a esa colección. En verano iremos a Suecia para completar la serie.

Sentí —¿debo decirlo?— cierta piedad simpática por aquellos obstinados coleccionistas. Sin duda hubiera preferido saber que los señores Trepof buscaban en Sicilia mármoles antiguos, jarrones pintados o medallas. Hubiera querido verlos preocupados por las ruinas de Agrigente y las tradiciones poéticas de Eryx. Pero, en fin, puesto que coleccionaban, eran de la cofradía; ¿acaso puedo burlarme de ningún coleccionador sin burlarme de mí?

—Ahora ya sabe usted por qué viajamos a través de tan abominable territorio —añadió.

Al oír aquello, toda mi simpatía convirtióse de pronto en indignación.

—Este país no es abominable, señora —respondí—. Esta tierra es una tierra gloriosa. La belleza es algo tan grande y tan augusto, que ni los siglos de barbarie conseguirán borrarla hasta el punto de que no queden de ella vestigios adorables. La majestad de la antigua Ceres se cierne aún sobre estas colinas áridas, y la musa griega que hizo resonar con sus acentos divinos Aretusa y el Menala resuena todavía en mis oídos; aún canta sobre la montaña talada y la fuente seca. Sí señora: en los últimos días de la tierra, cuando nuestro globo inhabitado, como ahora la luna, paseará por el espacio su blanco cadáver: el suelo de las ruinas de Selinonte conservará signos de belleza en la muerte universal, y entonces, al menos entonces, no habrá ya bocas frívolas para blasfemar sus grandezas solitarias.

Apenas acababa de pronunciar estas frases cuando comprendí que había hecho una simpleza. «Bonnard —me dije—, un viejo, que pasa como tú la vida entre libros, no sabe hablar con las mujeres». Felizmente para mí, la señora Trepof comprendió menos mi discurso que si la hubiera hablado en griego, y me dijo con dulzura:

—Dimitri se aburre y yo también me aburro. Nos entretenemos con las cajas de cerillas, pero hasta de las cajas de cerillas nos cansamos. En otro tiempo, cuando me acosaban abrumadoras preocupaciones, nunca me aburría: las preocupaciones entretienen mucho.

Enternecido por la miseria moral de aquella linda persona:

—Señora —dije—, la compadezco, porque la falta un hijo. Con un hijo su vida tendría objeto, y sus reflexiones fueran más graves y consoladoras.

—Tengo un hijo —me respondió—. Ya es mayorcito mi Jorge, casi un hombre; ha cumplido los once años. Le quiero tanto como cuando era chiquitín; pero ya es muy diferente.

Me ofreció una rosa de su ramo, y al subir al coche, me dijo risueña:

—No puede usted figurarse, señor Bonnard, cuánto me alegro de verle. Espero que volveremos a encontrarnos en Girgenti.

Girgenti, el mismo día.

Me acomodé lo mejor posible en mi lettica. La lettica es un coche sin ruedas, mejor dicho, una litera, una silla llevada por dos mulas colocadas una tras otra. Su uso es antiguo. He visto varias veces estas literas representadas en los manuscritos del siglo XIV. Nunca imaginé que una litera de aquéllas me llevaría alguna vez desde Monte-Allegro a Girgenti. No debemos nunca extrañarnos de nada.

Durante tres horas las mulas hicieron sonar sus campanillas y golpearon con sus cascos un suelo calcinado. Mientras en torno se extendían lentamente sobre dos hileras de áloes las formas áridas de una naturaleza africana, yo pensaba en el manuscrito del clérigo Juan Toutmouillé y lo deseaba con un cándido apasionamiento que me enternecía por su inocencia infantil y su puerilidad conmovedora.

El perfume de una rosa, que se hizo sentir más al anochecer, me recordó a la señora Trepof. Venus comenzaba a brillar en el cielo, y pensé: «La señora Trepof es una hermosa mujer, muy sencilla y muy ignorante. Tiene instintos de gata. No he descubierto en ella ni siquiera una de esas nobles curiosidades que agitan a las almas reflexivas, y sin embargo ha expresado a su manera un pensamiento profundo: “Las preocupaciones entretienen mucho”. Sabe que en este mundo la inquietud y el sufrimiento son nuestras diversiones mayores. Las grandes verdades no se descubren sin pena y trabajo. ¿A costa de cuántos afanes, lo habrá aprendido la princesa Trepof?».

Girgenti, 30 de noviembre 1859.

Al día siguiente me desperté en Girgenti, en la casa de Gellias. Gellias era un rico ciudadano de la antigua Agrigente, tan famoso por su desprendimiento como por su magnificencia, el cual dotó a la ciudad con varias hospederías gratuitas. Gellias murió hace trescientos años, y no existe ya la hospitalidad gratuita entre los pueblos civilizados. Ahora el nombre de Gellias es el de un hotel donde, gracias a mi extremada fatiga, pude dormir toda la noche.

La moderna Girgenti alza sobre la acrópolis de la antigua Agrigente sus casas estrechas y apretadas a la sombra de una vetusta catedral española. Desde mis ventanas, próximas al mar, veo la blanca hilera de templos casi ruinosos. Sólo estas ruinas ofrecen alguna jugosidad; lo demás todo es aridez. El agua y la vida huyeron de Agrigente. El agua, la divina Nestis del agrigentino Empédocles, es tan necesaria a los seres animados, que nada puede vivir lejos de los ríos y de las fuentes. En el puerto de Girgenti, situado a tres kilómetros de la ciudad, hay mucho tráfico. ¡Y en este paraje triste, sobre una roca abrupta, es dónde está el manuscrito de Juan Toutmouillé! Pregunto por la casa del señor Miguel Ángel Polizzi, y me encamino hacia ella.

El señor Polizzi, vestido de amarillo de pies a cabeza freía salchichas. Al verme soltó la sartén, levantó los brazos y prorrumpió en exclamaciones entusiastas. Era un hombre de poca estatura, cuyo rostro lleno de granos, cuya nariz respingona, cuya barbilla saliente y cuyos ojos redondos formaban una fisonomía extraordinariamente expresiva.

Me llamó excelencia, me dijo que señalaría aquella fecha con piedra blanca, y me invitó a sentarme. El aposento donde nos hallábamos le servía a la vez de cocina, de salón, de alcoba, de estudio y de bodega. Allí había hornillos, una cama, lienzos, un caballete, botellas de vino y pimientos colorados. Dirigí una mirada a los cuadros que cubrían las paredes.

—¡Las artes, las artes! —exclamó el señor Polizzi alzando nuevamente los brazos al cielo—. ¡Las artes! ¡Cómo dignifican y consuelan! Soy pintor, excelencia.

Y me enseñó un San Francisco que no estaba terminado y que hubiera podido seguir de aquel modo sin perjuicio del arte ni del culto. Luego me mostró algunos cuadros antiguos de mejor escuela, pero que parecían restaurados con bastante indiscreción.

—Restauro cuadros antiguos —me dijo—. ¡Oh, los maestros antiguos! ¡Qué alma, qué genio!

—¿Es usted a un tiempo pintor, anticuario y negociante en vinos?

Para servir a su excelencia —me respondió—. En este momento tengo un verdadero néctar, cada una de cuyas gotas es una perla de fuego. Quiero que su señoría lo pruebe.

—Me agradan los vinos de Sicilia —respondí—, pero no es eso lo que aquí me trae.

—¿Será un asunto relacionado con la pintura? ¿Es usted aficionado? Me proporciona una alegría inmensa recibir a los amantes de la pintura. Voy a enseñarle la obra maestra de Monrealesse; sí, excelencia, ¡su obra maestra!, ¡una Adoración de los pastores! ¡Es la perla de la escuela siciliana!

—Veré con gusto esa obra; pero hablemos antes de lo que principalmente me interesa.

Sus ojitos vivarachos se fijaron en mí con curiosidad, y me angustió cruelmente advertir que ni siquiera sospechaba el objeto de mi visita.

Muy turbado, y sintiendo que se me helaba el sudor en la frente, mascullé con tono lastimero una frase muy semejante a ésta:

—Vengo ex profeso de París para informarme acerca de un manuscrito de La leyenda dorada que usted me ofreció.

Al oír aquellas palabras levantó los brazos, y abrió desmesuradamente la boca y los ojos con señales de la más viva agitación.

—¡Oh! ¡El manuscrito de La leyenda dorada! Una perla, excelencia; un rubí, un diamante. Dos miniaturas tan encantadoras como dos rincones del paraíso. ¡Qué suavidad! Su colorido, solamente comparable al de las flores más bellas, endulza los ojos. ¡Julio Clovio no ha hecho nada mejor!

—¡Enséñemelo! —dije sin poder disimular mi inquietud ni mi esperanza.

—¡Enseñárselo! —exclamó Polizzi—. ¿Cómo es posible, excelencia, si ya no lo tengo? ¡No lo tengo!

Y fingía querer arrancarse los cabellos. Se los hubiese arrancado todos sin que yo se lo impidiera, pero se detuvo antes de hacerse mucho daño.

—¡Cómo! —le dije colérico—, ¿es posible? Me hace usted venir desde París a Girgenti para enseñarme un manuscrito, y cuando llego aquí ¡me dice usted que ya no lo tiene! ¡Es indigno, caballero! ¡Dejo que las gentes honradas califiquen su conducta!

Quien me hubiera visto entonces se formaría una idea bastante exacta de lo que puede ser un cordero irritado.

—¡Es indigno, es indigno! —repetía yo con los brazos extendidos y temblorosos.

Miguel Ángel Polizzi se dejó caer en una silla en la actitud de un héroe agonizante. Vi que sus ojos se llenaban de lágrimas, y que sus cabellos, erizados hasta entonces, caían en desorden sobre su frente.

—¡Soy padre, excelencia, soy padre! —exclamaba, y, entre sollozos, añadió—: Mi hijo Rafael, el hijo de mi pobre mujer, cuya muerte lloro desde hace quince años, excelencia; Rafael quiso establecerse en París, y alquiló una tienda en la calle Laffite, con objeto de vender curiosidades. Para ello le di lo más precioso que había en esta casa: mis mejores mayólicas, mis mejores barros de Urbino, mis obras maestras y algunos cuadros, excelencia. Todavía me deslumbran cuando los recuerdo. ¡Y todos firmados! También le di el manuscrito de La leyenda dorada. Le hubiera dado mi carne y mi sangre toda. ¡Es hijo único! ¡El hijo de mi desdichada y santa mujer!

—De modo —le dije— que, mientras yo, confiado en su buena fe, vine a buscar en el fondo de Sicilia el manuscrito del clérigo Juan Toutmouillé, ¡ese manuscrito estaba expuesto en un escaparate de la calle Laffite, a quinientos metros de mi casa!

—Allí estaba; ésta es la verdad —me dijo el señor Polizzi, serenándose de pronto—, y espero que, afortunadamente, allí continúe, excelencia.

Cogió una tarjeta sobre la mesa, me la ofreció y dijo:

—He aquí las señas del muchacho. Recomiéndelo usted a sus amigos, y se lo agradeceré. Porcelanas, esmaltes, telas, cuadros; posee un surtido muy completo de objetos de arte, todo auténtico, todo antiguo, palabra de honor. Vaya usted a verlo y le enseñará el manuscrito de La leyenda dorada. Dos miniaturas de un colorido prodigioso.

Tomé, cobardemente, la tarjeta que me ofrecía.

Aquel hombre abusó de mi debilidad, incitándome de nuevo a propagar entre mis amigos el nombre de Rafael Polizzi.

Ya tenía yo cogido el picaporte de la puerta para abrirla y salir, cuando el siciliano me agarró de un brazo. En aquel instante su aspecto era el de un iluminado.

—¡Ah, excelencia —me dijo—, qué ciudad la nuestra! ¡Aquí ha nacido Empédocles…! ¡Empédocles…! ¡Qué grande hombre y qué gran ciudadano! ¡Qué audacia de pensamiento! ¡Qué virtud! ¡Qué alma! Hay en el puerto una estatua de Empédocles, ante la cual me descubro cada vez que paso. Cuando Rafael, mi hijo, estaba dispuesto a marcharse para establecer su comercio de antigüedades en la calle Laffite, de París, le conduje al puerto de nuestra ciudad, y a los pies de la estatua de Empédocles le di mi bendición paterna, diciéndole: «Acuérdate de Empédocles». ¡Ah, señor!, nuestra desdichada patria necesita un nuevo Empédocles. ¿Quiere usted que le lleve a ver esa estatua, excelencia? Le serviré de guía para visitar las ruinas; le enseñaré el templo de Cástor y Pólux, el templo de Júpiter Olímpico, el templo de Juno Luciniano, los baños antiguos, la tumba de Terón y la Puerta de Oro. Los guías viajeros son, generalmente, unos asnos. Yo soy un buen guía. Si le place, haremos excavaciones y descubriremos tesoros. Poseo la ciencia, el don de las excavaciones. Descubro siempre tesoros donde los sabios no habían encontrado nada.

Pude, al fin, librarme de aquel hombre. Pero corrió detrás de mí, diome alcance al pie de la escalera, y me detuvo para decirme en voz baja:

—Excelencia, escúcheme: le llevaré a la ciudad para presentarle nuestras girgentinas. ¡Unas sicilianas, señor, de belleza clásica! ¡También conocerá nuestras campesinas! ¿Le place mi ofrecimiento, excelencia?

—¡El diablo lo lleve! —exclamé, indignado.

Y me lancé a la calle, dejándole con los brazos abiertos.

Cuando estuve lejos de él me desplomé sobre una piedra y me puse a meditar con la cabeza entre las manos:

«¿Sólo para oír tales ofrecimientos —pensaba— he venido a Sicilia?».

Seguramente ese Polizzi y su hijo son unos bribones; pero ¿qué tendrán urdido? No me era posible adivinarlo. Entretanto sentíame humillado y triste.

Pasos ligeros y crujir de enaguas me hicieron levantar la cabeza, y vi a la princesa Trepof. Sentóse junto a mí, cogióme una mano y me dijo con dulzura:

—Le buscaba, señor Silvestre Bonnard. Siento profunda satisfacción al verlo. Quisiera dejarle un buen recuerdo de nuestras entrevistas. Me interesa mucho.

Y mientras ella hablaba, parecióme descubrir bajo su velo una lágrima y una sonrisa.

El príncipe acercóse a su vez y nos envolvió en su gigantesca sombra.

—Dimitri, enséñale al señor Bonnard tu preciosa joya.

Y el dócil coloso me tendió una cajita de cerillas, una vulgar cajita de cartón, adornada con una cabeza azul y roja que, según decía la descripción, era Empédocles.

—Ya lo veo, señora, ya lo veo. Pero el detestable Polizzi, a cuya casa le aconsejo que no envíe nunca al señor Trepof, me ha enemistado para toda la vida con Empédocles; y ese retrato no basta para reconciliarme con el antiguo filósofo.

—Es feo —dijo ella—; pero es un buen hallazgo. Rara vez aparece una de estas cajitas en las colecciones. Hay que comprarlas aquí. A las siete de la mañana Dimitri estaba ya en la fábrica. Comprenderá usted que no hemos perdido el tiempo.

—Es posible, señora —respondí con amargura—. En cambio yo estoy seguro de haber perdido el tiempo. No he hallado lo que vine a buscar desde tan lejos.

Pareció interesarla mi disgusto.

—¿Tiene usted alguna contrariedad? —me preguntó vivamente—. ¿Puedo serle útil en algo? ¿No quiere usted contarme sus penas?

Se las conté. Mi relato fue largo; pero la conmovió, puesto que a renglón seguido me hizo muchas preguntas minuciosas que yo tomé como otras tantas pruebas de interés. Quiso conocer el título exacto de mi manuscrito, su tamaño, su aspecto, su fecha. Me preguntó la dirección de Rafael Polizzi.

Y yo se la di, haciendo contra mi voluntad (¡oh destino!) lo que el abominable Miguel Ángel Polizzi me había recomendado.

A veces resulta difícil contenerse. Insistí de nuevo en mis quejas, en mis imprecaciones, y la señora Trepof no pudo reprimir la risa.

—¿Por qué se ríe usted? —le pregunté.

—Porque soy una mujer muy mala —me contestó.

Y tendió el vuelo dejándome solo y consternado en el banco de piedra.

París, 8 de diciembre de 1859.

Mi equipaje se hallaba todavía estorbando en el comedor. Estaba yo sentado ante una mesa cubierta de esos manjares suculentos que la campiña de Francia ofrece a los gastrónomos. Comía un pedazo de pastel de Chartres, que por sí solo basta para hacernos adorar la patria. Teresa, de pie ante mí, con las manos cruzadas sobre su delantal blanco, me contemplaba con benevolencia, con inquietud y con piedad. Hamílcar se restregaba contra mis piernas y babeaba de alegría.

Recordé el siguiente verso de un poeta antiguo:

Feliz quien, como Ulises, realizó un bello viaje.

«Está bien —pensaba yo—; he vagado inútilmente y vuelvo con las manos vacías; pero, semejante al de Ulises, mi viaje ha sido hermoso».

Y después de tragar el último sorbo de café, pedí a Teresa mi bastón y mi sombrero, que ella, recelosa, me entregó. Temía un nuevo viaje, y se tranquilizó al oírme pedir la comida para las seis en punto.

Érame grato recorrer las calles de París, cuyas piedras y cuyas aceras me inspiran inmensa ternura; pero tenía una urgencia; me fui derecho a la calle de Laffite y no tardé en divisar la tienda de Rafael Polizzi. Se distinguía por la abundancia de cuadros antiguos que, a pesar de hallarse firmados por nombres de muy varia significación artística, revelaban cierto parentesco, lo bastante para dar idea de la conmovedora fraternidad de los genios, si no atestiguara más claramente los artificios del pincel del señor Polizzi, padre. Enriquecida con tan sospechosas obras maestras, la tienda contenía pequeños objetos curiosos, puñales, jarrones, copas, figulinas, molduras de cobre y platos hispanoárabes con reflejos metálicos.

Colocado sobre un sillón portugués de cuero blasonado, se hallaba un ejemplar de Las horas de Simón Vostre, abierto por la página que tiene una figura astrológica, y un viejo Vitruvio ostentaba sobre un cofre sus magistrales grabados de cariátides y de atlantes. Aquel aparente desorden que ocultaba estudiadas disposiciones, aquella fingida casualidad con que los objetos estaban puestos a la luz más favorable, acreciera mi desconfianza si la que el solo nombre de Polizzi me inspiraba pudiese aumentar por no haber llegado aún al colmo.

Rafael Polizzi, presente allí como el alma única de todas aquellas formas diversas y confusas, me pareció un joven flemático, una especie de inglés, y no revelaba en absoluto las facultades trascendentales desplegadas por su padre en la mímica y en la declamación. Le expuse mi deseo; abrió un armario y sacó de él un manuscrito que dejó sobre la mesa, donde pude examinarlo a mi gusto.

No había sentido en mi vida una emoción tan violenta, excepto algunos meses de mi juventud cuyo recuerdo, aunque viva cien años, conservaré siempre lozano hasta en mi última hora como el primer día.

¡Era el manuscrito reseñado por el bibliotecario de Sir Thomas Raleigh; era el manuscrito del clérigo Juan Toutmouillé lo que yo veía, lo que tocaba! La obra de Voragine hallábase notablemente mutilada, lo cual me importaba poco. Las inestimables adiciones del monje de Saint-Germain-des-Prés aparecían allí. ¡Era lo esencial! Quise leer la leyenda de San Droctoveo, pero no pude. Leía todos los renglones a la vez, y en mi cabeza resonaba un ruido semejante al que hace un molino de agua por la noche y en despoblado. Reconocí fácilmente que el manuscrito presentaba los caracteres de la más innegable autenticidad. Las dos láminas de la Purificación de la Virgen y de la Coronación de Proserpina tenían un dibujo amazacotado y un colorido chillón. Muy deterioradas en 1824, como lo atestiguaba el catálogo de sir Thomas, habían adquirido desde entonces una frescura nueva. Aquel milagro no me sorprendió. Además, ¡qué importan las dos miniaturas! ¡El tesoro está en las leyendas y el poema de Juan Toutmouillé! Yo miraba con ansia cuanto mis ojos podían abarcar.

Con fingida indiferencia pregunté a Rafael Polizzi el precio de aquel manuscrito, temeroso, mientras aguardaba su respuesta, de que superase a mis ahorros, muy disminuidos por los gastos del viaje. Respondióme que no podía disponer de un objeto que ya no le pertenecía: debía subastarlo en el «Hotel de Ventas» con otros manuscritos y algunos incunables.

Aquello fue un golpe rudo para mí; procuré tranquilizarme y conseguí responder, aproximadamente, lo que sigue:

—Me sorprende lo que usted me dice, caballero. Su padre, a quien acabo de ver en Girgenti, me aseguró que era usted dueño del manuscrito, y no creo posible que sea usted quien deba hacerme dudar de la palabra de su padre.

—Lo era, en efecto —me respondió Rafael con absoluta sencillez—, pero ya no lo soy. Vendí este manuscrito a un aficionado a quien no puedo nombrar, y que por razones que deben permanecer ocultas se ve obligado a desprenderse de su colección. Honrándome con su confianza, mi cliente me ha pedido que le redacte el catálogo, y me ha encargado también la subasta, que se verificará el 24 de diciembre. Si quiere usted darme sus señas, tendré mucho gusto en enviarle un ejemplar del catálogo cuya impresión terminaré muy pronto y en el cual hallará usted La leyenda dorada descrita en el número cuarenta y dos.

Le dejé mis señas y me fui.

La digna seriedad del hijo me desagradaba tanto como la inconveniente mímica del padre. En el fondo de mi alma detestaba las farsas de aquellos viles traficantes. Era evidente para mí que los dos bribones estaban de acuerdo y habían ideado la pública subasta, encomendada a un escribano para que, sin reprochables apariencias, alcanzara un precio inverosímil el manuscrito que yo deseaba. Me habían cogido incautamente. Nuestras ansias más inocentes resultan humillantes, porque someten nuestra voluntad a otro individuo y nos privan de la independencia. Aquella reflexión me fue dolorosa, pero no aminoró en mí las ansias de poseer la obra del clérigo Toutmouillé. Mientras meditaba, en el momento de cruzar a la otra acera, me detuve para dejar paso a un coche que iba en dirección contraria y dentro del cual, a través de los cristales, pude reconocer a la señora Trepof, a quien dos caballos negros y un cochero envuelto en pieles como un boyardo llevaban al galope. Ella no me vio.

«¡Ojalá —me dije— encuentre lo que busca o, mejor dicho, lo que la conviene! Sólo eso la deseo en pago de la risa cruel con que sorprendió a mi decepción en Girgenti. Tiene un alma de pájaro».

Dominado por mi pesadumbre dirigí mis pasos hacia los puentes.

Con su eterna indiferencia el tiempo nos condujo al día 24 de diciembre sin apresurarse ni retrasarse. A la hora oportuna me presenté en el «Hotel Bullion» y me acomodé en la sala número 4 junto a la mesa donde debían ponerse el tasador Boulouze y el perito Polizzi. Poco a poco la sala se llenó de personas conocidas. Estreché la mano de algunos antiguos libreros del Muelle; pero la conveniencia, que hace prudente en circunstancias difíciles a los más confiados, aconsejóme callar la causa de mi insólita visita al «Hotel Bullion». Cautamente interrogué a todos aquellos señores acerca del interés que les inspiraba la venta de Polizzi, y tuve la satisfacción de que me revelaran propósitos lejanos del mío.

Llegaron con media hora de retraso, el tasador provisto de un martillo de marfil, el pasante cargado de uniformes, el perito con su catálogo y el voceador con una cacerola puesta en una vara, y subieron al estrado revestidos de burguesa solemnidad. Los dependientes del salón se alinearon al pie de la mesa, y después de anunciar el tasador que la venta comenzaba, casi reinó el silencio.

Vendieron primero, y a precio bajo, una colección insignificante de Preces pioe con miniaturas. Es inútil advertir que las miniaturas presentaban una lozanía admirable.

La modestia de las tasaciones alentó al grupo de cambalacheros, que se unieron a nosotros en confianza. Los caldereros entraron también, en espera de que les abriesen las puertas de una sala contigua, y groseras expansiones ahogaron los gritos del voceador.

Un magnífico códice de la Guerra de los judíos llamó la atención. Durante largo rato fue muy disputado. «¡Cinco mil francos, cinco mil!», anunciaba el voceador entre el silencio de los caldereros asombrados. Siete u ocho antifonales apenas tuvieron puja, y se adjudicaron a precios modestos. Una lozana revendedora, en pelo y a cuerpo, animada por el tamaño del libro y la modestia de la tasación, adquirió uno de aquellos antifonales por treinta francos.

Al cabo, el perito Polizzi puso sobre la mesa el número 42: «La leyenda dorada, manuscrito francés inédito; dos miniaturas soberbias. ¡Tasado en tres mil francos!».

—¡Tres mil! ¡Tres mil! —repetía el voceador.

—Tres mil —repuso secamente el tasador.

Me zumbaban las sienes y se nublaron mis ojos mientras una multitud de fisonomías ansiosas volvíanse hacia el manuscrito abierto y mostrado en torno de la sala por un dependiente.

—¡Tres mil cincuenta! —dije.

Y me quedé espantado del sonido de mi voz, confuso al ver que todos los rostros se volvían hacia mí.

—¡Tres mil cincuenta a la derecha! —dijo el voceador publicando mi ofrecimiento.

—¡Tres mil ciento! —repuso el señor Polizzi.

Entonces comenzó un duelo heroico entre el perito y yo.

—¡Tres mil quinientos!

—¡Seiscientos!

—¡Setecientos!

—¡Cuatro mil!

—¡Cuatro mil quinientos!

Luego, de un salto formidable, el señor Polizzi llegó hasta los seis mil.

¡Seis mil francos! Yo no podía disponer de más. Era para mí todo lo posible. Arriesgué lo imposible gritando:

—¡Seis mil ciento!

¡Ay! Lo imposible no era bastante.

—Seis mil quinientos —replicó el señor Polizzi con calma.

Bajé la cabeza y permanecí con la boca abierta, sin atreverme a replicar al voceador, que me gritaba:

—¡Seis mil quinientos! No es en la derecha; es aquí donde los dan; no equivocarse. ¡Seis mil quinientos!

—Enterados —dijo el tasador—. Seis mil quinientos. Conformes. ¿No hay quien dé más de seis mil quinientos francos?

Un silencio solemne reinaba en la sala. De pronto sentí que se me abría el cráneo. Era el martillo del escribano que, de un golpe seco dado sobre la mesa adjudicaba irrevocablemente el número 42 al señor Polizzi.

En seguida la pluma del pasante corrió sobre el papel sellado para registrar en un solo renglón aquel famoso acontecimiento.

Yo me sentí anonadado; necesitaba respirar el aire libre de la calle, y sin embargo no abandonaba mi sitio. Poco a poco recobré la serenidad. La esperanza es muy terca. ¡Tuve una esperanza! Supuse que el nuevo poseedor de La leyenda dorada sería un bibliófilo inteligente y liberal que me permitiría estudiar el manuscrito y hasta publicar las partes más esenciales. Por esto cuando la subasta hubo terminado, acerquéme al perito, que bajaba de la tarima, y le dije:

—Señor perito, ¿ha comprado usted el número 42 por cuenta propia, o por encargo de alguien?

—Por encargo. Tenía orden de adquirirlo a cualquier precio.

—¿Puede usted decirme el nombre del comprador?

—Lamento que no me sea posible complacerle, porque me han prohibido publicarlo.

Me alejé lleno de angustia.

30 de diciembre de 1859.

—Teresa, ¿no oye usted que llaman a la puerta hace un cuarto de hora?

Teresa no me responde. Estará de charla en la portería, seguramente. ¿Es así como felicita usted los días a su viejo amo? ¿Me abandona en la víspera de San Silvestre? ¡Ay! Para que yo recibiera hoy felicitaciones cariñosas, tendría que salir alguien de la tierra, puesto que todos los que me querían están enterrados. Ignoro por qué sigo en el mundo. Vuelven a llamar. Me aparto del fuego lentamente, y un poco encogido me dirijo a la puerta para abrirla. ¿Qué veo en el descansillo? No es el Amor mojado, como yo no soy tampoco el viejo Anadreonte; pero es un precioso mozalbete de once años. Nadie le acompaña, y levanta la cabeza para verme. A pesar de que se ruboriza, su naricita respingona le da cierto aspecto atrevido. Lleva plumas en el sombrero y un cuello de anchos encajes. ¡Lindo muchacho! Sujeta con los dos brazos un paquete tan grande como él, y me pregunta si soy el señor Silvestre Bonnard. Le respondo que sí. En cuanto me entrega el paquete y me dice que lo trae de parte de su mamá, escapa.

Bajo algunos escalones, me inclino sobre la barandilla y veo que el sombrerito de plumas da vueltas por la espiral de la escalera, como una pluma lanzada al viento. ¡Adiós, hijo mío! Mucho me hubiera gustado hablarle, pero ¿qué le habría preguntado? No es prudente interrogar a los niños; y el paquete puede acaso instruirme bastante mejor que el mensajero.

Es un paquete grande y de muy escaso peso. En mi biblioteca desato las cintas, quito el papel que lo envuelve, y veo… ¿qué? Un leño, un leño enorme, un verdadero tronco de Navidad; como pesa muy poco lo supongo hueco, y efectivamente, averiguo que se compone de dos partes unidas por dos aldabillas, que se abre sobre unas charnelas. Descorro las aldabillas y me cubre una lluvia de violetas que invaden mi mesa, mi pecho y mi alfombra; entran en mi chaleco, en mis mangas; me ponen perfumadísimo.

—¡Teresa! ¡Teresa! Traiga floreros con agua. Aquí hay unas violetas que no sé de dónde vienen ni quién las envía; pero deben proceder de un país encantador y de una mano preciosa. Vieja lechuza, ¿me oye usted?

He puesto las violetas sobre la mesa, que recubren por entero con su abundancia perfumada. Pero aún queda algo dentro del leño; un libro, un manuscrito. Es…, no puedo creerlo y, sin embargo, es imposible dudarlo… Es La leyenda dorada, es el manuscrito del clérigo Juan Toutmouillé. Aquí están La Purificación de la Virgen y La Coronación de Proserpina; he aquí la leyenda de San Droctoveo. Contemplo la reliquia perfumada de violetas. Vuelvo las páginas, entre las cuales han resbalado algunas florecillas pálidas, y encuentro junto a la leyenda de Santa Cecilia una tarjeta que dice: «Princesa Trepof».

¡Princesa Trepof! Usted, que reía y lloraba alternativamente, con tanta gracia, bajo el hermoso cielo de Agrigente, y a la que un viejo taciturno juzgó locuela, hoy me parece loca del todo con espléndida y bella locura; y «la buena persona» a quien colma de alegría irá con el tiempo a besar su mano y a devolverla este precioso manuscrito, cuya publicación exacta le deberemos la ciencia y yo.

En aquel momento Teresa entró en mi despacho: estaba agitadísima.

—Señor —exclamó—, adivine usted a quien acabo de ver hace un instante en un coche blasonado, parado delante de esta casa.

—¡A la señora Trepof! —exclamé.

—No conozco a ninguna señora Trepof —me respondió mi criada—. La mujer a quien acabo de ver va vestida como una duquesa y la acompaña un niño cubierto de encajes; y es aquella señora Coccoz a quien envió usted leña cuando dio a luz hace once años. La reconocí en seguida.

—¿Es —pregunté vivamente— la señora Coccoz, la viuda del vendedor de almanaques?

—La misma, señor; la portezuela estaba abierta, y luego el niño, que salía de esta casa, subió al coche. No ha cambiado. ¿Cómo van a envejecer esas mujeres, si no se preocupan de nada? La Coccoz está solamente un poco más gorda que antes. ¡Una mujer a quien recibieron en esta casa por caridad, atreverse a venir aquí luciendo sus diamantes y su coche blasonado! ¿No es una vergüenza?

—Teresa —exclamé con voz terrible—, si no habla usted de esa señora con profunda veneración, regañaremos para siempre. Traiga usted aquí los jarrones de Sévres para poner estas violetas, que dan a la ciudad de los libros un encanto que no tuvo jamás.

Mientras Teresa buscaba los jarrones de Sévres yo contemplaba aquellas hermosas violetas, cuyo aroma se esparcía en torno mío como el perfume de un alma encantadora, y me preguntaba por qué no había reconocido a la señora Coccoz en la princesa Trepof. Pero fue para mí una visión muy rápida la de la joven viuda que me había presentado en la escalera a su hijo desnudo. Tenía más razones para acusarme de pasar junto a un alma privilegiada y hermosa sin haberlo sospechado.

«Bonnard —me decía—, descifras textos antiguos pero no sabes leer en el libro de la vida. La bulliciosa princesa Trepof, a quien sólo concediste un alma de pájaro, ha puesto en agradecer más celo y más inteligencia del que tú pusiste nunca en agradar a nadie. Te ha pagado regiamente la leña que la enviaste…».

* * *

—Teresa, era usted una urraca y ahora es usted una tortuga. Venga a poner en agua estas violetas de Parma.

II. Juana Alexandre

I

Lusance, 8 de agosto.

Cuando me apeaba del tren en la estación de Melún, la noche extendía su calma sobre la campiña silenciosa. El suelo, recalentado por un sol bochornoso, «por un fecundo sol», como dicen los segadores del Viré, exhalaba un olor fuerte y cálido. El perfume de las yerbas se difundía pesadamente a ras de tierra. Después de sacudirme el polvo del viaje, respiré con alegría. Mi maleta, que mi criada había llenado con mi ropa y mis utensilios de limpieza, munditiis, me pesaba tan poco que yo jugaba con ella como al salir de sus clases juega un colegial con el paquete de sus textos elementales oprimidos por una correa.

¡Si yo fuese todavía un chiquillo! Pero hace ya cincuenta años, muy corridos, que mi difunta madre, después de preparar una rebanada de pan con arrope, la metió en una cestita cuya asa me puso en el brazo, y provisto de este modo me condujo al colegio del señor Douloir, situado entre un patio y un jardín en la esquina del pasaje de Comercio muy frecuentado por los gorriones. El enorme señor Douloir nos sonrió con amabilidad y me acarició el rostro para expresar la simpatía que yo le inspiraba momentáneamente; y en cuanto mi madre atravesó el patio entre los gorriones que huían al verla, el señor Douloir ya no sonreía ni afectaba la menor ternura, y me miraba como a un ser insignificante. Luego advertí que todos sus discípulos le inspirábamos igual indiferencia; y nos distribuía los palmetazos con una agilidad impropia de su mucho volumen. Pero su primitivo afecto volvía a dominarle cada vez que hablaba a nuestras madres en presencia nuestra: entonces encarecía nuestras felices disposiciones y nos envolvía en una mirada cariñosa. Fue un tiempo muy agradable el que pasé en los bancos del señor Douloir con otros niños que, como yo, lloraban y reían con toda su alma desde la mañana hasta la noche.

Después de medio siglo, estos recuerdos flotan nuevamente con lozanía y brillantez en la superficie de mi alma, bajo este cielo estrellado que no cambia ni varía nunca, y cuyas claridades inmutables y serenas, verán impasibles a muchos colegiales, como yo lo fui entonces convertirse en sabios catarrosos y canos, como lo soy ahora.

¡Estrellas que habéis lucido sobre la cabeza ligera o pesada de todos mis olvidados ascendientes!, ¡vuestro resplandor despierta en mi alma un sentimiento doloroso! ¡Quisiera tener una posteridad que os admirase todavía cuando yo no pueda ya veros!

¡Sería padre y abuelo si tú hubieras querido, Clementina, cuyas mejillas asomaban tan frescas bajo la capotita rosa! Pero te casaste con Aquiles Allier, rico hacendado nivernés, y algo noble porque su padre, plebeyo acaparador de bienes nacionales, había comprado el archivo de sus señores con la casona y las tierras. No volví a verte desde que te casaste, Clementina, y supongo que tu vida transcurrió hermosa, obscura, suave, en vuestra residencia señorial. Supe un día, par casualidad, y gracias a uno de tus amigos, que al abandonar este mundo dejabas una hija semejante a ti. Aquella noticia, que veinte años antes hubiera sublevado todas las energías de mi alma, sólo me inspiró un profundo silencio; la emoción que me invadía no era un dolor agudo, sino la tristeza intensa y tranquila de un alma dócil a las enseñanzas de la Naturaleza. Comprendí que lo que yo había querido ya era sólo una sombra; pero tu recuerdo es aún el encanto de mi vida. Tu figura agradable, después de haberse marchitado lentamente, desapareció bajo la yerba espesa. La juventud de tu hija pasó también. Sin duda su belleza también se habrá deshojado; pero yo te veo siempre, Clementina, con tus bucles rubios y tu capotita rosa.

¡Qué hermosa noche! Reina con noble languidez sobre los hombres y los animales ya libres del yugo cotidiano, y siento su benigna influencia, aún cuando por una costumbre de sesenta años sólo reconozco la existencia de las cosas en los signos que las representan. Para mí en el mundo no hay más que palabras; soy un filólogo impenitente. Cada uno construye a su manera el sueño de su vida.

Yo he construido mi ensueño en mi biblioteca, y cuando me llegue la hora de abandonar este mundo, ¡ojalá me encuentre Dios sobre mi escalera frente a los estantes repletos de libros!

—¡Eh! ¡Ya lo creo que es él! ¡Buenas tardes, señor Silvestre Bonnard! ¿Adónde iba usted a través de la campiña con paso ligero, mientras yo le esperaba junto a la estación con mi cochecillo? Se me escabulló al apearse del tren; yo volvía confuso a Lusance. Déme su maleta y suba al coche conmigo. ¿Sabe usted que desde aquí hasta la casona hay siete kilómetros bien largos?

¿Quién me habla de tal modo, con robusta voz desde lo alto de su cochecillo? Es Pablo de Gabry, sobrino y heredero de Honorato de Gabry, par de Francia en 1842 y poco ha fallecido en Mónaco. Precisamente a casa de Pablo de Gabry me dirigía con el equipaje preparado por mi criada. Aquel hombre admirable acababa de heredar, con sus dos cuñados, los bienes de su tío, que por ser descendiente de una antigua familia de toga poseía en su residencia de Lusance una biblioteca donde abundaban los manuscritos, algunos de los cuales eran de fines del siglo XIII. Para inventariar y catalogar aquellos manuscritos iba yo a Lusance, cariñosamente solicitado por Pablo de Gabry, cuyo padre, hombre mundano y bibliófilo distinguido, sostuvo siempre conmigo relaciones muy corteses. A decir verdad, el hijo no heredó las nobles inclinaciones del padre. Pablo es entusiasta del deporte, entiende mucho de perros y caballos, y creo que, de todas las ciencias propias para saciar o engañar la inagotable curiosidad de los hombres, la de la cuadra y la perrera son las únicas que posee plenamente.

No puedo decir que me sorprendiera encontrarle, puesto que estaba citado con él, pero confieso que, impelido por el curso natural de mis pensamientos, había olvidado la residencia señorial de Lusance y sus huéspedes hasta el punto de que la voz del hidalgo campesino, cuando yo me internaba en la carretera que se extendía ante mí como una cinta, resonó de pronto en mis oídos estruendosamente.

Me sobran razones para temer que mi fisonomía reveló mi distracción incongruente con cierta vaguedad estúpida que suele revestir en la mayoría de las transacciones sociales. Mi maleta ocupó un lugar en el cochecillo y yo después de la maleta. Me agradó mi huésped por su cordial sencillez.

—No entiendo nada de pergaminos —me dijo—, pero no le faltará con quién discutir semejantes asuntos. Sin contar al cura, que es literato, y al médico, persona muy agradable aunque no poco liberal, encontrará usted alguien que le seguirá la corriente en estos particulares: mi mujer. No es una erudita, pero no hay nada que se resista a su poder de adivinación. También cuento, a Dios gracias, para retenerle el mayor tiempo posible, con la presencia de la señorita Juana, que tiene unas mágicas manos y un alma angelical.

—La señorita, tan privilegiadamente dotada, ¿es de su familia?

—No —me respondió Pablo con los ojos fijos en las orejas del caballo, que trotaba sobre la carretera azulada por la luna—; es una amiguita de mi mujer. Es huérfana de padre y madre. Su padre nos comprometió en una peligrosa aventura de dinero, de la que salimos bastante mal.

Luego meneó la cabeza y varió la conversación para advertirme el estado lastimoso en que se hallaban el parque y la casona, completamente abandonados durante treinta y dos años.

Supe por él que Honorato Gabry, su tío, andaba siempre a la greña con los cazadores furtivos, contra quienes su guarda disparaba como si fueran conejos. Uno de ellos, campesino vengativo, que recibió en pleno rostro la perdigonada del señor, le esperó una noche entre los árboles del paseo, y faltó poco para que le matase, puesto que de un balazo le despuntó una oreja.

—Mi tío —continuó Pablo— quiso averiguar la procedencia de aquella bala; pero al convencerse de que sus pesquisas eran inútiles, continuó, sin apresurarse, hacia la casona. Al otro día llamó al administrador para ordenarle que pusiera una cerca a todos sus dominios y que no dejaran entrar alma viviente. Prohibió en absoluto que se permitiera tocar nada, y mandó que no limpiasen ni compusiesen nada hasta su regreso. Dijo entre dientes, como en la canción, que volvería por la Pascua o por la Trinidad, y como en la canción pasó la Trinidad sin que volvieran a verle. Hace un año murió en Cannes, y mi cuñado y yo fuimos los primeros que entramos en la residencia abandonada durante treinta y dos años. En el centro del salón había crecido un castaño, y para recorrer el parque se necesitaba replantear el trazado de los caminos.

Mi compañero calló, y sólo se oían el trote regular del caballo y los zumbidos de los insectos entre la yerba. A uno y otro lado del camino los montones de haces se alzaban en los campos, y a la difusa claridad lunar semejaban mujeres enormes, blancas y arrodilladas. Entreguéme como un chiquillo a las magníficas seducciones de la noche. Después de pasar bajo la obscura bóveda del paseo, torcimos hacia la derecha y seguimos por una avenida señorial, al fin de la que se me apareció de pronto la residencia como una mole negra, con sus torreones en las esquinas. Seguimos una especie de calzada que da acceso al patio de armas; cruzamos el foso por donde el agua corre, pero sobre el cual ya no existe puente levadizo. La pérdida del puente levadizo fue, según creo, la primera humillación que el dominio fortificado tuvo que sufrir antes de verse reducido al pacífico aspecto de residencia señorial que ofrecía cuando me recibió. Las estrellas se reflejaban en el agua turbia, como en un espejo. Pablo me acompañó hasta mi habitación, situada en el segundo piso, al final de un pasillo largo; disculpóse de no presentarme en seguida a su mujer por lo avanzado de la hora, y me dio las buenas noches.

Las gracias galantes del siglo XVIII impregnan mi cuarto, de blancas paredes y colgaduras de Persia. Las cenizas calientes aún me declaran las precauciones tomadas para librarme de la humedad, y llenan la chimenea sobre cuyo mármol hay un busto de la reina María Antonieta en porcelana blanca. En el marco blanco del espejo, obscurecido y manchado, dos garfios de cobre de donde habrían colgado sus llaveros las damas de otros tiempos, se prestan gustosos a sostener mi reloj, al que tengo la precaución de dar cuerda, pues, contra las máximas de los telemistas, opino que el hombre sólo es dueño del tiempo —y el tiempo es la vida— cuando lo dividido en horas, en minutos y en segundos, es decir, en partes proporcionadas a la brevedad de la existencia humana.

Y reflexiono que la vida sólo nos parece corta porque la medimos inconsiderablemente con nuestras locas esperanzas. Todos, como el anciano de la fábula, debemos añadir un ala a nuestro edificio. Antes de morir quiero terminar la historia de los abates de Saint-Germain-des-Prés. El tiempo que Dios concede a cada uno de nosotros es como un tisú que cada cual borda lo mejor que puede. Yo entretejí el mío con toda clase de ilustraciones filológicas. Así divaga mi pensamiento, y mientras me pongo el gorro de dormir la idea del tiempo me conduce al pasado. Por segunda vez, en breves instantes, tu recuerdo me asalta, Clementina, y te bendigo con ternura en tu posteridad antes de apagar mi vela y de dormirme arrullado por el croar de las ranas.

II

Lusance, 9 de agosto.

Durante el almuerzo tuve distintas ocasiones de apreciar la conversación de la señora de Gabry, la cual me advirtió que varios fantasmas frecuentaban su residencia, y principalmente la Dama de los tres pliegues en la espalda, envenenadora en su tiempo y alma en pena para siempre. No acierto a decir con cuánto colorido y con cuánta gracia me refirió aquel antiguo cuento. Tomamos el café en la terraza, cuyos balaustres arrancados a su zócalo de piedra por la yedra vigorosa, que aún los envolvía, se hallaban presos entre los tallos de la planta lasciva, con la actitud desesperada de las mujeres tesalianas entre los brazos de los centauros raptores.

La residencia, semejante en su forma a un carro de cuatro ruedas, guarnecida por un torreón en cada ángulo, había perdido todo su carácter a consecuencia de sucesivas reparaciones. Era un edificio espacioso y cómodo; nada más. No me pareció que hubiera sufrido grandes desastres durante un abandono de treinta y dos años; pero cuando entré en el salón de recepciones del piso bajo guiado por la señora de Gabry, vi los techos arqueados, los zócalos podridos, las pinturas de los entrepaños negruzcas y casi por completo desprendidas de los marcos. Un castaño arraigado allí levantaba las tablas del piso y dirigía hacia la ventana sin cristales sus penachos de anchas hojas.

No dejó de intranquilizarme aquel espectáculo. Pensé que la rica biblioteca de Honorato de Gabry, instalada en una habitación contigua, padecería durante largo tiempo influencias deletéreas. Sin embargo, al contemplar el castaño del salón no pude menos de sentirme admirado ante el magnífico vigor de la Naturaleza y la irresistible fuerza que impulsa todo germen a desarrollarse en la vida; y me entristecía advertir que el esfuerzo que hacemos los sabios para retener y conservar las cosas muertas, es un esfuerzo penoso y vano. Todo lo que ha existido sirvió de sustento indispensable a las nuevas vidas. El árabe que se construye una cabaña con los mármoles de los templos de Palmira, es más filósofo que todos los conservadores de los museos de Londres, de París y de Munich.

Lusance, 11 de agosto.

Alabado sea Dios. La biblioteca, situada a Levante, no ha sufrido daños irreparables. Aparte de la pesada hilera de los antiguos infolios, recopilación de Ordenanzas, que las polillas han taladrado por completo, los libros permanecen intactos en sus armarios enrejados. Pasé todo el día ordenando manuscritos. El sol entraba por los altos ventanales sin cortinas, y entre mis lecturas, a veces interesantes, oía el choque de los torpes abejorros que tropezaban en los cristales, el crujir de las maderas y el zumbar de las moscas ebrias de luz y de calor que revoloteaban sobre mí. A eso de las tres, su zumbido aumentó de tal modo que levanté la cabeza de un documento importantísimo para la historia de Melún en el siglo XIII, y me reduje a considerar los movimientos concéntricos de aquellas bestiecillas o «bestiazas», como dice La Fontaine. Hube de comprobar que el calor obra sobre las alas de una mosca de muy distinto modo que sobre el cerebro de un archivero paleógrafo, puesto que yo sentía mucha torpeza para discurrir y una languidez bastante agradable, de la que sólo me libré con un violento esfuerzo. La campana que avisaba la hora de comer me sorprendió en mis trabajos y tuve que vestirme a escape, deseoso de presentarme correctamente a la señora de Gabry.

El servicio primoroso de la comida se prolongó. Poseo el don de saborear, acaso mejor que la mayoría de las gentes. Mi huésped, al advertir mis conocimientos, los agradeció y descorchó en honor mío cierta botella de Chateau-Margaux. Bebí con respeto aquel vino de vieja raza y de noble virtud, cuyo aroma y transparencia no serán nunca bastante alabados. Aquel ardiente vino infiltróse por mis venas y me animó con un entusiasmo juvenil. Sentado en la terraza junto a la señora de Gabry, entre la obscuridad que sumergía misteriosamente las agigantadas formas de los árboles, tuve la inesperada fortuna de comunicarle mis impresiones con una viveza y una abundancia verdaderamente notables en un hombre desprovisto, como yo lo estoy, de toda imaginación. La describí con espontaneidad, y sin referirme a ningún texto antigua, la dulce tristeza de la noche y la hermosura de la tierra natal que nos sustenta no sólo con pan y vino, sino también con ideas, sentimientos y creencias, y que nos recibirá a todos en su seno materno como si fuéramos niños fatigados por la lentitud de un interminable día.

—Caballero —me dijo aquella amable señora—, ¿ve usted esas viejas torrecillas, esos árboles, ese horizonte? ¡Cuántos personajes de cuentos y de canciones populares han salido sencillamente de todo eso! ¡Mire usted allí el sendero por el cual Caperucita Encarnada fue al bosque a coger nueces! Ese cielo, mudable y medio velado siempre, lo surcaron los carros de las hadas, y la torre del Norte ha podido ocultar en otro tiempo, bajo su techumbre puntiaguda, a la vieja hilandera cuyo huso pinchó a la Hermosa Dormida en el Bosque.

Meditaba yo aún tan deliciosas palabras mientras Pablo me refería, entre bocanadas de humo de su magnífico cigarro, no sé qué proceso incoado por él contra el pueblo con motivo de una toma de aguas. La señora Gabry, al sentir el relente de la noche, estremecióse bajo su chal y se retiró a sus habitaciones. Yo entonces, en vez de retirarme a las mías, preferí volver a la biblioteca para proseguir el examen de los manuscritos. A pesar de la oposición de Pablo, que a todo trance pretendía que me fuese a la cama, entré en lo que en lenguaje antiguo llamaríamos «la librería», y me puse a trabajar a la luz de un quinqué.

Después de haber leído quince páginas escritas indudablemente por un amanuense ignorante y distraído, porque me costó gran trabajo comprender su significado, metí la mano en el abierto bolsillo de mi levita para sacar mi tabaquera; pero aquel movimiento tan natural y casi instintivo me costó algún esfuerzo y me produjo cansancio; sin embargo abrí la cajita de plata y saqué algunas partículas de aromático polvo, que se esparcieron sobre la pechera de mi camisa bajo mi engañada nariz. Seguramente mi nariz expresó su desencanto, porque es muy expresiva; ha revelado repetidas veces mis más íntimos pensamientos, y con especialidad en la biblioteca pública de Coutances donde descubrí ante las propias barbas de mi colega Brioux, el cartulario de Nuestra Señora de los Ángeles.

¡Cuánta fue mi alegría! Mis ojillos inexpresivos guardaron bajo los lentes mi secreto; pero al ver mi nariz respingona estremecida por la satisfacción y el orgullo, Brioux adivinó aquel hallazgo. Miró el volumen que yo tenía en la mano, se fijó en dónde lo dejaba al irme de la biblioteca, lo cogió en cuanto salí, sacó a hurtadillas una copia, y la cambió a toda prisa para hacerme una mala, pasada; pero con el propósito de perjudicarme se perjudicó a sí mismo, porque aquella edición está plagada de errores y tuve más adelante la complacencia de hacer notar algunos descuidos garrafales en su obra.

Vuelvo a mi relato interrumpido. Sospeché que un sueño tenaz pesaba sobre mis potencias. Tenía ante los ojos una escritura de cuyo interés podrá juzgarse fácilmente al saber que en ella se hace mención de una gazapera vendida al sacerdote Juan de Estourville en 1212, y sin dejar de advertir de pronto su mucho valor no le di toda la importancia que semejante documento exigía imperiosamente. Mis ojos, aunque trataba de evitarlo, se volvían sin cesar hacia la mesa donde no había ningún objeto importante desde el punto de vista de la erudición, porque no pude suponer como tal un libro tudesco, bastante voluminoso, encuadernado en piel de cerdo con clavos de cobre en las tapas y gruesas nervaduras en el lomo. Era un bonito ejemplar de aquella recopilación, recomendable únicamente pollos grabados en madera que la adornan, y que tan conocida es bajo el nombre de Crónica de Nuremberg. El volumen, cuyas tapas estaban entreabiertas, descansaba sobre su canto delantera.

No puedo precisar el tiempo que mis ojos permanecieron atraídos sin causa aparente por aquel viejo infolio, hasta ser cautivados por un espectáculo tan extraordinario que no dejaría de conmover intensamente ni siquiera a un hombre como yo desprovisto en absoluto de imaginación.

Vi de pronto a una mujercita sentada en el lomo del libro con una pierna recogida y otra colgando, es decir, poco más o menos en la postura que toman sobre su caballo las amazonas de Hyde-Park o del bosque de Bolonia. Por ser muy menuda no llegaba a apoyar el pie en la mesa, sobre la cual se extendía serpenteando la cola de su vestido, pero sus formas y su rostro eran de mujer. La redondez de su pecho y de sus caderas no dejaba lugar a duda respecto a este particular, ni siquiera juzgado por un viejo erudito como yo. Añadiré, sin temor a equivocarme, que era muy hermosa y de expresión altanera en el rostro. Mis estudios iconográficos me han acostumbrado, desde hace tiempo, a reconocer la pureza de un tipo y el carácter de una fisonomía. El rostro de aquella señora, sentada tan inesperadamente sobre el lomo de una Crónica de Nuremberg, expresaba nobleza y no carecía de travesura. Su aspecto era el de una reina, pero el de una reina caprichosa, y me bastó la expresión de sus ojos para deducir que reinaba en algún lugar con autoritaria fantasía. Su boca era imperiosa e irónica, y sus pupilas azules sonreían de un modo intranquilizador bajo unas cejas negras finamente arqueadas. Siempre he oído decir que las cejas negras favorecen mucho a las rubias, y aquella señora era rubia. En resumen: producía una impresión de persona mayor.

Quizá parezca incomprensible que un ser del tamaño de una botella, y que holgadamente cabría en un bolsillo de mi levita si yo fuera bastante descortés para meterla en él dé una impresión de persona mayor; pero había en las proporciones de la señora sentada sobre la Crónica de Nuremberg una esbeltez tan altiva, una armonía tan majestuosa, y su actitud era de tal modo tranquila y noble, que me pareció una persona mayor. Aún cuando mi tintero, que ella contemplaba con burlona atención como si hubiera podido leer de antemano todas las palabras que debían salir agarradas a los puntos de mi pluma, fuese para ella un estanque profundo donde se hubieran manchado hasta la liga sus medias de seda rosa bordadas de oro, aquella mujer resultaba, os lo aseguro imponente en su gracia.

Su traje, adecuado a su fisonomía, era de una magnificencia exagerada: consistía en un vestido de brocado de oro y plata y un manto de terciopelo nacarado, forrado de finísima piel gris: cubría su cabeza una toca de dos cuernos, adornada con perlas de un oriente claro y luminoso que la hacían brillar como una luna en creciente. Su mano blanca sostenía una varita que fijó mi atención de manera tanto más eficaz cuanto que mis estudios arqueológicos me han predispuesto a reconocer con alguna verdad las insignias por las cuales se distinguen las personas notables de la leyenda y de la historia. Este conocimiento me fue muy útil en aquella ocasión. Examiné la varita y comprobé que había sido labrada en madera de avellano. «Es —me dije— la varita de una hada. Por consiguiente, la señora que la lleva es una hada».

Dichoso, al saber con qué clase de persona tenía que tratar, coordiné mis ideas para dirigirle una galantería respetuosa. Me hubiera gustado mucho, lo confieso, hablarle doctamente del papel que desempeñaron sus semejantes, tanto en las razas sajona y germánica como en el occidente latino. Tal disertación, a mi modo de ver, fuera un medio ingenioso de probar mi agradecimiento a la dama por haberse aparecido a un viejo erudito contra la costumbre de las hadas que sólo se aparecen a los niños inocentes y a los campesinos incultos.

«Las hadas no dejan de ser mujeres», me decía yo; y puesto que la señora Récamier, según he oído referir a J. J. Ampére, daba alguna importancia a la impresión que a los deshollinadores producía su belleza: a la dama sobrenatural que está sentada en la Crónica de Nuremberg debe halagarla, sin duda, oír que un erudito la trata doctamente como lo haría con una medalla, un sello, una fíbula o una ficha. Pero aquella empresa costaba un gran esfuerzo a mi timidez, y me fue del todo imposible cuando vi a la dama de la Crónica sacar briosamente de un limosnero que llevaba al costado unas avellanas, las más pequeñas que yo había visto, y después de partirlas con los dientes me tiró las cáscaras a las narices mientras comía la parte carnosa con la gravedad de un niño que mama.

En tales circunstancias hice lo que exigía la dignidad de la ciencia: me callé. Pero como las cáscaras me hicieron cosquillas, me llevé la mano a la nariz y comprobé, no sin bastante sorpresa, que por haberse escurrido mis gafas hasta su extremidad, veía a la dama, no a través, sino por encima de los cristales, cosa incomprensible para mí puesto que mis ojos, cansados por los antiguos textos, sin lentes no diferenciarían una calabaza de una botella, aún cuando me pusieran las dos sobre la punta de la nariz.

Mi nariz extraordinaria por su masa, su forma y su colorido, llamó legítimamente la atención del hada, la cual se apoderó de mi pluma de oca erguida como un penacho en el tintero, y restregó mi nariz con las barbas de la pluma. He tenido varias veces ocasión de prestarme a las travesuras inocentes de las muchachas que asociándome a sus juegos me ofrecían su rostro para que lo besara a través del respaldo de una silla, o me invitaban a apagar una vela que levantaban de pronto hasta ponerla fuera del alcance de mi soplo; pero hasta entonces ninguna persona del sexo femenino me había sometido a caprichos tan familiares como hacerme cosquillas en la nariz con las barbas de mi propia pluma. Recordé felizmente una máxima de mi difunto abuelo, el cual solía decir que todo les está permitido a las damas, y que cuanto de ellas proviene es una gracia y un favor. Así pues, consideré favor y gracia las cáscaras de avellanas y las barbas de la pluma, y procuré sonreír. Es más, tomé la palabra:

—Señora —dije digna y correctamente—, honráis con vuestra visita, no a un chicuelo ni a un palurdo, sino a un bibliotecario dichoso de haberos conocido, y sabedor de que en otros tiempos enmarañabais en los establos las crines de los asnos, bebíais leche en los tazones espumosos, echabais arenilla por la espalda de las abuelas, hacíais chisporrotear el fuego en las narices de las gentes crédulas, y para decirlo de una vez, sembrabais el desorden y la alegría en la casa. Podéis además envaneceros de haber dado de noche en los bosques los más lindos sustos del mundo a las parejitas rezagadas; pero os creí desaparecida lo menos desde tres siglos acá. ¿Es posible que se os vea, señora, en esta época de ferrocarriles y telégrafos? Mi portera, que en su juventud fue nodriza, no conoce vuestra historia, y mi vecinito, que todavía no aprendió a sonarse, asegura ya que no habéis existido nunca.

—¿Qué decís vos de todo esto? —exclamó con voz argentina, mientras erguía su cuerpecillo real de manera gallarda y golpeaba en el lomo de la Crónica de Nuremberg como fustigaría a un hipogrifo.

Restreguéme los ojos, y respondí:

—No lo sé.

Aquella respuesta, impregnada en escepticismo profundamente científico, produjo a mi interlocutora un efecto deplorable.

—Señor Silvestre Bonnard —me dijo—, veo que sois un pedante. Ya lo había sospechado. El menos inteligente de los chiquillos que andan por el campo con el faldón de la camisa fuera de los calzones, me conoce mejor que todos los miembros de vuestros museos y de vuestras academias. La sabiduría no es nada, la imaginación lo es todo. Sólo existe lo que se imagina. Yo soy imaginaria; ¡me parece que esto es existir! Sueñan conmigo y me presento. En la vida todo es soñado, y puesto que nadie sueña con vos, Silvestre Bonnard, sois vos quien no existe. Soy el encanto del mundo; estoy en todas partes: sobre un rayo de luna, en el estremecimiento de un manantial oculto, en el ramaje rumoroso, entre la blanca neblina que al amanecer invade las praderas. ¡Estoy en todas partes…! Quien me conoce me adora, suspira y se estremece al ver las tenues huellas de mis pasos que hacen crujir las hojas marchitas. Me sonríen los niños; inspiro cierto encanto a las nodrizas más torpes. Inclinada sobre la cuna, agobio, tranquilizo, adormezco, ¡y aún dudáis de que exista! Silvestre Bonnard, vuestra caliente bata acolchada recubre la piel de un asno.

Callóse. La indignación hinchaba su nariz; y mientras yo admiraba, a pesar de mi despecho, la heroica cólera de aquella personita, paseó mi pluma por el tintero, como un remo por un lago, y me la tiró a la cara como una flecha, con los puntos por delante.

Me froté el rostro salpicado por la tinta. El hada había desaparecido; el quinqué se había apagado. A través de los cristales un rayo de luna descendía sobre la Crónica de Nuremberg. Soplaba un viento fresco, a cuyo impulso revolotearon las plumas, los papeles y las obleas. Moteaban la mesa manchas de tinta. Habíase quedado abierta una ventana durante la tempestad. ¡Qué imprudencia!

III

Lusance, 12 de agosto.

Conforme a lo prometido, escribo a mi criada que estoy bueno y firme, pero me guardo mucho de decirla que tuve un fuerte catarro de cabeza por haberme dormido una noche en la biblioteca con la ventana abierta. La pobre mujer no escatimaría las amonestaciones. «¡Ser tan poco razonable a su edad, señor!», me diría. Tiene la bastante candidez para figurarse que la reflexión aumenta con los años. En este concepto me supone una excepción. Como no tenía iguales motivos para ocultar mi aventura a la señora de Gabry, le conté detalladamente mi sueño. Se lo referí lo mismo que en este diario; tal y como aconteció, porque ignoro el arte de las ficciones.

Sin embargo, es posible que al contarlo y al escribirlo haya añadido aquí y allá algunas palabras y algunas circunstancias que no estuvieran al principio (no con el propósito de alterar la verdad, sino más bien por un secreto deseo de aclarar y comprender lo que me parecía obscuro y confuso), obediente a ese afán de alegorías que en la infancia he recibido de los griegos.

La señora de Gabry me escuchó con agrado.

—Su visión —me dijo— es encantadora, y se necesita mucho ingenio para concebir semejantes visiones.

—Será —dije—, porque tengo mucho ingenio cuando duermo.

—Cuando sueña usted —replicó ella—, ¡y vive continuamente soñando!

Sé muy bien que al hablar de aquel modo la señora de Gabry tenía el propósito de halagarme —por esto merece mi gratitud—, y con un deseo infinito de perpetuar mi agradecimiento lo anoto en este cuaderno que releeré hasta mi muerte, pero que no será leído por nadie.

Dediqué los días siguientes a proseguir y terminar el inventario de los manuscritos de la biblioteca de Lusance. Algunas frases confidenciales que escaparon a Pablo Gabry me causaron una triste sorpresa y me decidieron a proseguir mi trabajo de muy distinta manera. Por él supe que la fortuna del señor Honorato Gabry, mal administrada desde tiempo atrás y perdida en parte por la quiebra de un banquero cuyo nombre me calló, solamente la disfrutarían los herederos del antiguo par de Francia en inmuebles hipotecados y créditos irrecuperables.

Mi amigo Pablo, de acuerdo con sus coherederos, estaba decidido a vender la biblioteca, y hube de agenciarme los medios para realizar aquella venta lo más ventajosamente posible. Como desconozco toda clase de comercio y tráfico, resolví aconsejarme de un librero amigo. Le escribí para rogarle que me viera en Lusance, y mientras le aguardaba cogí el bastón y el sombrero para irme a visitar las iglesias de la diócesis, algunas de las cuales contienen inscripciones fúnebres que no han sido reveladas aún correctamente.

Alejado de mis huéspedes empecé mi peregrinación. Exploraba durante todo el día las iglesias y los cementerios: visitaba a los párrocos y notarios del pueblo, cenaba en la posada con los buhoneros y los tratantes de ganado; dormía entre sábanas perfumadas con espliego. Durante una semana saboreé un placer tranquilo, profundo, y sin dejar de interesarme por los muertos vi efectuar a los vivos su trabajo cotidiano. Respecto al objeto de mis investigaciones, sólo hice descubrimientos vulgares que me causaron una alegría moderada y por consiguiente saludable, nunca fatigosa. Descubrí algunos epitafios interesantes, y añadí a ese tesoro varias recetas de cocina campestre que un cura tuvo a bien regalarme.

Enriquecido por tales hallazgos, volví a Lusance y atravesé el patio principal con la íntima satisfacción de un burgués que vuelve a su casa. Debo a la delicadeza de mis huéspedes aquella sensación experimentada entonces bajo su techo, la cual prueba mejor que todos los razonamientos lo excelente de su hospitalidad.

Llegué hasta el salón de recepciones sin encontrar a nadie, y el castaño que desplegaba allí sus anchas hojas me pareció un amigo; más lo que luego vi sobre la consola me causó tanta sorpresa, que me ajusté las gafas con las dos manos y comencé a palparme para tener una noción, al menos superficial, de mi propia existencia. En un instante acudieron a mi cerebro veinte ideas distintas entre las que la más soportable era que me había vuelto loco. Parecíame imposible ver lo que veía, y más imposible verlo como una cosa real. Lo que produjo mi admiración descansaba, como he dicho, sobre una consola rematada por un espejo rajado y manchado.

Pude verme en aquel espejo, y puedo asegurar que por lo menos una vez en mi vida he visto la perfecta imagen de la estupefacción. Lo razoné a mi manera, seguro de que me hallaba estupefacto por un motivo realmente pasmoso.

El objeto que yo contemplaba, con una extrañeza que la reflexión no disminuía, se dejaba examinar en una inmovilidad absoluta. La persistencia y la quietud del fenómeno excluían toda idea de alucinación. Estoy en absoluto libre de las enfermedades nerviosas que perturban el sentido de la vista. Estas enfermedades están causadas generalmente por desarreglos del estómago y, a Dios gracias, tengo un estómago envidiable. Además, a las ilusiones de la vista van siempre unidas circunstancias particulares, anormales, que extrañan a los mismos alucinados y les inspiran una especie de terror; yo no sentía nada semejante. El objeto que veía, aunque inverosímil de suyo, se me apareció con todas las condiciones de la realidad natural. Observé que tenía tres dimensiones, que se hallaba coloreado y que proyectaba sombra. ¡Ah!, con cuánta fijeza lo examiné. Las lágrimas empañaron mis ojos y hube de limpiar los cristales de mis gafas.

Al fin tuve que rendirme a la evidencia y reconocer que tenía ante los ojos un hada, el hada con que había soñado la otra noche en la biblioteca. ¡Era ella, era ella, lo aseguro! Conservaba su aspecto de reina infantil, su actitud ligera y altiva. Llevaba en la mano una varita de avellano; su cabeza estaba cubierta por una toca de dos cuernos, y la cola de su traje de brocado serpenteaba en torno de sus piececitos. La misma cara, el mismo cuerpo. Era ella, y para que no quedara lugar a duda, estaba sentada en el lomo de un viejo y grueso libro semejante a la Crónica de Nuremberg. Su inmovilidad me tranquilizaba a medias; temí que volviese a sacar avellanas de su limosnero para tirarme las cáscaras a la nariz.

Hallábame aún con los brazos caídos y la boca abierta, cuando la voz de la señora de Gabry resonó en mi cerebro.

—Contempla usted su hada, señor Bonnard —me dijo—. ¿La encuentra parecida?

Al oír estas breves palabras tuve tiempo suficiente para reconocer que mi hada era una estatuita modelada en ceras de colores, con mucho gusto y sentimiento, por una mano algo inexperta.

La interpretación racional del fenómeno no dejó de sorprenderme. ¿Cómo y quién había dado a la señora de la Crónica una existencia material? Esto es lo que yo ansiaba saber.

Al encararme con la señora de Gabry advertí que no estaba sola; una muchacha vestida de negro la acompañaba. Sus ojos eran de un color gris tan pálido como el cielo de la isla de Francia, y tenían una expresión inteligente y humilde a la vez. Al extremo de sus brazos bastante delgados, atormentábanse dos manos inquietas y rosadas como deben ser las manos de las jóvenes. Envuelta en su traje de merino se mostraba tiesa y escurrida como un arbusto, y su boca grande revelaba franqueza. No puedo decir cuánto me agradó aquella criatura desde que la vi. No era hermosa; pero los tres hoyuelos de sus mejillas y de su barbilla sonreían, y toda su persona, sin haber perdido aún la cortedad y la inocencia infantil, tenía un no sé qué de afable y bondadoso.

Mis miradas iban de la estatuita a la muchacha, y vi a esta sonrojarse franca e ingenuamente.

—Vaya —me dijo la señora que, acostumbrada a mis distracciones, me repetía con amabilidad la pregunta—; ¿era realmente así la damita que para visitarle se coló por la ventana que había quedado abierta? Ella fue muy atrevida, pero usted muy imprudente. En fin: ¿la reconoce?

—Es ella —respondí—, y la veo sobre la consola como se me apareció sobre la mesa de la biblioteca.

—En este caso —adujo la señora de Gabry—, agradezca la exactitud del parecido, primero a usted mismo, que se supone falto de imaginación y sabe describir sus ensueños con vivos colores; luego a mí, que recordé y supe explicar fielmente su aparición, pero sobre todo y ante todo a Juanita, que ha modelado esta figura conforme a mis indicaciones.

Mientras hablaba la señora de Gabry, había cogido la mano de la muchacha, pero ésta se desligó para huir a través del parque.

La señora de Gabry la llamaba.

—¡Juanita…! ¿Por qué has de ser tan huraña? ¡Ven, que quiero reñirte!

Fue todo inútil, y la espantada criatura desapareció entre el ramaje. La señora de Gabry sentóse en la única butaca que había en el destartalado salón.

—Me sorprendería —dijo— que mi marido no le hubiese hablado ya de Juanita. Nosotros la queremos mucho; es una chiquilla excelente. Con franqueza, ¿qué le parece a usted esta figurita?

Respondí que era una obra rebosante de arte y de buen gusto, pero que el autor carecía de práctica; me admiraba muchísimo que aquellos dedos infantiles hubiesen dado forma tan concreta y brillante a los ensueños de un viejo caduco.

—Le pregunto con tanto interés su opinión —repuso la señora de Gabry—, porque Juanita es una pobre huérfana. ¿Cree usted que podrá ganar algún dinero con su arte?

—Por desgracia —respondí—, creo que no. Esa señorita es, según dice usted, afectuosa y sensible; no lo dudo, tanto porque usted lo dice como porque he visto su rostro. La vida de artista tiene exigencias que hacen salir de la regla y de la medida a las almas generosas. Esa criatura está moldeada con una arcilla sentimental. Cásela usted.

—Pero ¡si no tiene dote! —respondió la señora de Gabry.

Luego prosiguió en voz más baja:

—A usted, señor Bonnard, puedo contárselo todo. El padre de esta niña era un banquero muy conocido planteaba grandes negocios. Su carácter fue aventurero y seductor. No era mala persona; se engañaba a sí mismo antes de engañar a los demás, y sin duda en esto consistía su mayor destreza. Sosteníamos con él relaciones muy amistosas. Nos envolvió a todos: a mi marido, a mi tío, a mis primos. Su casa quebró repentinamente; y en aquel desastre la fortuna de mi tío, Pablo se lo ha dicho ya, disminuyó en tres cuartas partes. Nuestras pérdidas fueron menores, y como no tenemos hijos… Murió poco tiempo después de arruinarse, sin dejar absolutamente nada; por esto le atribuyo alguna honradez. Usted debe conocer su nombre, publicado en todos los periódicos. Noel Alexandre. Su mujer era muy agradable, y creo que fue hermosa; se dejaba arrastrar por la ostentación, pero en la quiebra demostró tener mucha energía y mucha dignidad. Un año después de morir su marido murió ella y dejó a Juanita sola en el mundo. No pudo salvar nada de su fortuna personal, muy considerable. La señora de Alexandre era una Allier, hija de Aquiles Allier, de Nevers.

—¡La hija de Clementina! —exclamé—. Clementina y su hija han muerto. La Humanidad se compone casi por completó de muertos, y el número de los vivos es insignificante comparado con la multitud de los que ya no viven. La vida es aún más limitada que la limitada memoria de los hombres.

Y mentalmente hice esta plegaria:

«Desde donde estés ahora, Clementina, contempla este corazón, indiferente por su edad, pero cuya sangre ardió por ti en otro tiempo, y dime si no le reanima la idea de amar lo único que de ti quedó sobre la tierra. Todo pasa, puesto que habéis pasado tú y tu hija; pero la Vida es inmortal, y es la Vida lo que debemos amar en sus imágenes incesantemente renovadas».

«Entreteníame con mis libros como un chiquillo con sus juguetes, y al fin mi existencia adquiere una dirección, un sentido, un interés, un asunto: ya soy abuelo. La nieta de Clementina es pobre. No consentiré que otro alguno la proteja; nadie más que yo debe dotarla».

Al verme llorar, la señora de Gabry se alejó lentamente.

IV

París, 16 de abril.

San Droctoveo y los primeros abates de Saint-Germain-des-Prés han absorbido cuarenta años de mi vida, y aún ignoro si llegaré a escribir su historia antes de ir a reunirme con ellos. Hace ya tiempo que soy viejo. El año pasado, en el puente de las Artes un compañero mío de la Academia se lamentaba conmigo de lo mucho que le disgustaba envejecer. «Por ahora —le respondió Sainte-Beuve—, es el único medio que se conoce para prolongar la vida». He usado ese medio y sé cuanto vale. La desgracia no consiste en perdurar, sino en ver que todo pasa en torno nuestro. Madre, mujer, amigos, hijos; la Naturaleza forma y destruye esos divinos tesoros con melancólica indiferencia, y al fin nos convenceremos de que sólo hemos querido y acariciado a unas sombras.

Pero ¡hay sombras tan atractivas! Si alguna vez una criatura se deslizó como una sombra en la vida de un hombre, fue aquella muchacha a quien tanto quise cuando —¡cosa inconcebible ahora!— era yo también un mozo; y sin embargo el recuerdo de aquella sombra es aún para mí una de las más firmes realidades de la vida.

Un sarcófago cristiano de las catacumbas de Roma tiene una fórmula de imprecación, cuyo terrible sentido sólo con el tiempo llegué a comprender; dice así: «Si algún impío viola esta sepultura, que muera el último de todos los suyos». En mi calidad de arqueólogo he abierto sepulturas y removido las cenizas para recoger pedazos de tela, ornamentos de metal y las gemas que había revueltas con los restos. Lo hice por una curiosidad de sabio no exenta de veneración y de respeto. ¡Quiera Dios que la maldición, grabada por uno de los primeros discípulos de los apóstoles sobre la tumba de un mártir, no recaiga jamás sobre mí! ¿Cómo es posible que recaiga sobre mí? No debe asustarme sobrevivir a los míos, porque mientras haya hombres sobre la tierra siempre habrá quien merezca ser amado.

¡Ay! La facultad de amar disminuye y se pierde con los años, como todas las demás energías del hombre. El ejemplo nos lo demuestra, y esto es lo que me espanta. ¿Estoy seguro de haber experimentado ya ese desgaste? Ciertamente lo hubiera experimentado a no ser por un feliz encuentro que me ha rejuvenecido. Los poetas hablan de la Fuente de Juventud; existe; a cada uno de nuestros pasos mana de la tierra que se pisa.

¡Y no acertamos a beber en ella!

Desde que he conocido a la nieta de Clementina, mi existencia falta de objeto encontró una dirección y un interés.

Hoy tomo el sol, como dicen en Provenza; lo tomo en la terraza del Luxemburgo al pie de la estatua de Margarita de Navarra. Es un sol de primavera ardoroso como un vino nuevo. Estoy sentado y reflexiono: escapan los pensamientos de mi cerebro como la espuma de una botella de cerveza. Son ligeros, y su chisporroteo me distrae. Sueño, lo cual estará sin duda permitido a un hombre que publicó treinta volúmenes de textos antiguos y colaboró durante veinte años en el Diario de los eruditos. Tengo la satisfacción de haber trabajado cuanto pude y de aplicar al estudio las medianas facultades con que la Naturaleza me dotó. Mis esfuerzos no han sido completamente infructuosos, y contribuí en una parte modesta al renacimiento de los trabajos históricos, que será la honra de este siglo inquieto. Seguramente me contarán entre los diez o doce eruditos que dieron a conocer a Francia sus antigüedades literarias. Mi edición de las obras poéticas de Gautier de Coincy inauguró un método razonable; hizo época. En el severo reposo de la vejez me concedo ese premio merecido, y Dios que ve mi alma sabe si el orgullo o la vanidad tienen la menor parte en la justicia que me hago yo mismo.

Pero estoy cansado; mi vista se nubla mi mano tiembla, me reconozco en esos ancianos de Homero a quienes su debilidad alejaba de los combates y sentados en la muralla levantaban la voz como las cigarras en la espesura.

Así se encadenaban mis pensamientos cuando tres jóvenes se sentaron ruidosamente cerca de mí. Ignoro si cada uno de ellos había llegado en tres barcos, como el mono de La Fontaine; pero es cierto que ocuparon doce sillas entre los tres. Me agradó verlos, no porque advirtiera en ellos nada extraordinario, sino porque ofrecían el aspecto decidido y alegre propio de la juventud. Eran estudiantes: me convencí de ello no tanto por los libros que llevaban en la mano como por los rasgos de su fisonomía. Todos los que se dedican a trabajos intelectuales tienen un algo característico y peculiar. Me agradan mucho los jóvenes, y aquellos particularmente me agradaron a pesar de ciertos modales provocativos y adustos que me recordaban mis tiempos de estudiante. Sin embargo, no llevaban como nosotros largas melenas caídas sobre cuellos de terciopelo; no paseaban como nosotros con una calavera en la mano, ni gritaban como nosotros: «¡Infierno y maldición!». Iban correctamente vestidos, y ni en su traje ni en su manera de hablar había rastro alguno de la Edad Media. Debo añadir que sólo hablaron de las mujeres que pasaban por la terraza, y calificaron a algunas en términos bastante atrevidos; pero sus reflexiones acerca de este particular no fueron tales que me obligaran a huirlos. Además, no me parece mal que la juventud estudiosa tenga expansiones.

Después de referir uno de ellos no sé qué broma galante:

—¿Qué es eso? —exclamó con ligero acento gascón el más joven y el más moreno de los tres—. Sólo a nosotros los fisiólogos nos corresponde ocuparnos de la materia viviente. Respecto a ti, Gelis, que como todos tus cofrades archiveros y paleógrafos sólo existes en el pasado, ocúpate de las mujeres de piedra, que son tus contemporáneas.

Y le señaló con el dedo las estatuas de las señoras de la antigua Francia que se alzan completamente blancas en semicírculo bajo los árboles de la terraza. Aquella broma, de suyo insignificante, me advirtió que aquél a quien llamaban Gelis era un discípulo de la Escuela de Diplomática. El resto de la conversación me hizo saber que su vecino, rubio y pálido hasta resultar borroso, silencioso y sarcástico, era Boulmier, su compañero de estudios Gelis y el futuro médico (hago votos para que llegue a serlo algún día) discurrían entre sí con abundante imaginación y verbosidad. Después de haber llegado a las más altas especulaciones hacían juegos de palabras y decían tonterías propias de personas de talento, es decir, tonterías enormes. No creo necesario afirmar que sostenían paradojas monstruosas. ¡Enhorabuena! Me disgustan los jóvenes demasiado razonables.

El estudiante de Medicina miró la cubierta del libro que Boulmier llevaba en la mano, y dijo:

—¡Vaya! ¿Lees a Michelet?

—Sí —respondió gravemente Boulmier—; me gustan las novelas.

Gelis, que los dominaba por su gallarda figura, por su gesto imperioso y por su palabra fácil, cogió el libro, lo hojeó y dijo:

—¡Es Michelet en su última fase, el mejor Michelet! Nada de narraciones. Cóleras, desmayos, una crisis epiléptica a propósito de los hechos que no se digna exponer. Gritos de niño, ansias de mujer embarazada suspiros; ¡ninguna frase de pacotilla! ¡Es admirable!

Y devolvió el libro a su camarada.

«Esa locura es divertida —me dije—; no se halla tan desprovista de sentido como pudiera suponerse. Hay sin duda un poco de agitación y hasta de trepidación en los recientes escritos de nuestro famoso Michelet».

Aquel estudiante provenzal aseguró que la historia es un ejercicio retórico por completo despreciable. Opinaba que la única y verdadera historia es la historia del hombre; Michelet seguía un buen camino cuando descubrió la fístula de Luis XVI, pero recayó en lo rutinario y vulgar.

Una vez expresado aquel precioso pensamiento, el joven fisiólogo fue a reunirse a un grupo de amigos que pasaba. Los dos archiveros, menos relacionados en el jardín, que se halla distante de la calle Paradis-au-Marais, al quedar solos hablaron de sus estudios. Gelis, que acababa su tercer año, preparaba una tesis cuyo asunto expuso con juvenil entusiasmo. En verdad aquel asunto me pareció de interés, con tanta más razón cuanto que recientemente me creí obligado a ocuparme en él. Era el Monasticum gallicanum. El joven erudito (le doy este nombre como un presagio) se proponía explicar todas las planchas grabadas hacia 1690 para la obra que Dom Germán hubiera hecho imprimir sin el irremediable impedimento con que no se cuenta nunca y que no se evita jamás. Dom Germán al morirse dejó su manuscrito completo y bien ordenado: ¿haré yo otro tanto con el mío? Pero no se trata de esto. El señor Gelis, según pude yo comprender, se proponía consagrar una noticia arqueológica a cada una de las abadías figuradas en los humildes grabados de Dom Germán.

Su amigo le preguntó si conocía todos los documentos manuscritos e impresos referentes a semejante asunto. Entonces presté oído. Hablaron primero de las fuentes originales, y debo reconocer que lo hacían con bastante acierto, a pesar de los innumerables y disformes errores que cometieron; después abordaron los estudios de la crítica contemporánea.

—¿Has leído la noticia de Courajod? —preguntó Boulmier.

«¡Bien!», me dije.

—Sí —respondió Gelis—, es un trabajo hecho a conciencia.

—¿Has leído —dijo Boulmier el artículo de Tamisey de Larroque en la Revista de Asuntos Históricos?

«¡Bien!», me dije por segunda vez.

—Sí —respondió Gelis—, y en él he hallado indicaciones muy útiles.

—¿Has leído —dijo Boulmier— La descripción de las abadías benedictinas en 1600, por Silvestre Bonnard?

«¡Bien!», me dije por tercera vez.

—¡Dios mío!, no —respondió Gelis—. Dudo que me den ganas de leerlo. Silvestre Bonnard es un imbécil.

Al volver la cabeza, noté que la sombra invadía el sitio donde yo estaba. Penetróme la humedad y creí estúpido exponerme a coger un reuma por oír las impertinencias de dos jóvenes fatuos.

«¡Ah! ¡Ah! —me dije al levantarme—. ¡Qué este pajarillo parlero desarrolle su tesis y la sostenga! Ya le demostrará su necedad Guicherad, mi colega, o algún otro profesor. Me parece un solemne bribón, y realmente, pensándolo despacio, lo que ha dicho de Michelet es intolerable y traspasa todos los límites. ¡Hablar así de un viejo maestro, de un hombre talentudo! Es insufrible».

17 de abril.

—Teresa, déme usted mi sombrero nuevo, mi levita nueva y mi bastón con puño de plata.

Pero Teresa es sorda como una tapia y tan calmosa como la Justicia. Los años tienen la culpa. Lo peor es que supone oír muy bien y hacerlo todo aprisa; y orgullosa de sus sesenta años de honrada servidumbre, atiende a su viejo amo con el más vigilante despotismo.

¿Qué les decía yo…? Ahora no quiere darme mi bastón con puño de plata, porque teme que se me pierda.

Es cierto que olvido con bastante frecuencia los paraguas y los bastones en los ómnibus y en las librerías; pero tiene su explicación el que yo pretenda llevar hoy mi vieja caña, cuyo puño de plata cincelada representa a Don Quijote galopando lanza en ristre contra los molinos de viento, mientras Sancho Panza con los brazos alzados le conjura inútilmente para que se detenga. Este bastón es toda la herencia de mi tío el capitán Víctor, que en vida se parecía más a Don Quijote que a Sancho Panza, y que recibía los palos con la misma naturalidad que la mayor parte de las gentes emplea en evitarlos.

Desde hace treinta años llevo ese bastón a todas mis diligencias solemnes o memorables, y la figura del señor y la del escudero me inspiran y me aconsejan. Me parece oírlos. Don Quijote me dice:

—Imagina con tenacidad importantes empresas y aprende que la imaginación es la única realidad del mundo. Eleva la naturaleza a tu altura, y que el universo entero sólo sea para ti el reflejo de tu alma heroica. Lucha por el honor; sólo esto es digno del hombre; y si te hieren, sonríe mientras derramas tu sangre como un rocío bienhechor.

Sancho Panza me dice a su vez:

—Confórmate con ser como el cielo te hizo, compadre. Prefiere la corteza de pan que se endurece en tus alforjas a los pichones que se asan en la cocina de los señores. Obedece a tu amo, loco o cuerdo, y no te metas en la cabeza demasiadas cosas inútiles. Teme los golpes. Afrontar el peligro es provocar a Dios.

Así como el caballero incomparable y su no menos incomparable escudero están grabados en el puño de mi bastón, también viven en mi fuero interno. Todos llevamos dentro de nosotros un Don Quijote y un Sancho Panza a quienes oímos; pero aunque Sancho Panza nos persuada, sólo a Don Quijote debemos admirar… ¡Basta de chocheces!, y vayamos a casa de la señora de Gabry para un asunto que se sale de lo común.

El mismo día.

Encontré a la señora de Gabry vestida de negro y poniéndose los guantes.

—Ya estoy dispuesta —me dijo.

Dispuesta se la encuentra siempre que hay ocasión de hacer alguna buena obra.

Bajamos la escalera y nos metimos en un coche.

Temeroso de disipar no sé qué secreta influencia si rompía el silencio, a través de los extensos bulevares solitarios contemplaba, sin decir palabra, las cruces, los cipos y las coronas que esperan en las tiendas su fúnebre clientela.

El coche se detuvo en los últimos confines de la tierra de los vivos, ante la puerta sobre la cual están grabadas frases de esperanza.

Seguimos a lo largo de un paseo de cipreses, y nos internamos luego en un camino estrecho entre dos hileras de tumbas.

—Aquí es —me dijo.

Sobre el friso adornado con antorchas invertidas leíase la siguiente inscripción:

FAMILIAS ALLIER Y ALEXANDRE

Una verja cerraba el monumento. En el fondo, sobre un altar cubierto de rosas, una lápida de mármol contenía varios nombres, entre los cuales vi los de Clementina y de su hija.

Hirióme de pronto una emoción tan profunda y vaga que sólo podría expresarse con sonidos musicales. Resonaron en mi alma vieja instrumentos de celestial dulzura. A las graves armonías de un himno fúnebre se mezclaban las notas veladas de un cántico de amor, porque mi alma confundía en un mismo sentimiento la taciturna gravedad del presente y las gracias familiares del pasado.

Alejados poco a poco de aquella tumba que la señora de Gabry había cubierto de rosas, cruzamos el cementerio, silenciosos; y al sentirme de nuevo entre los vivos mi lengua se desató.

—Mientras la seguía a usted por solitarios paseos —dije a la señora de Gabry— pensaba en los ángeles de las leyendas que se encuentran en los confines misteriosos de la Vida y de la Muerte. La tumba, a la cual me ha conducido usted y que yo desconocía, como casi todo lo que se refiere a aquella cuyos restos guarda, me ha recordado emociones únicas de mi existencia que son en esta vida obscura como una luz en un lóbrego camino. La luz se aleja a la vez que el camino se prolonga: ya casi llego al final y, sin embargo, diviso siempre la luz con la misma claridad, si alzo los ojos. Los recuerdos acuden a mi alma. Soy como una encina vieja, nudosa y musgosa, que al agitar sus ramas despierta las nidadas de pájaros cantores. Por desgracia la canción de mis pájaros es tan antigua como el mundo, y sólo a mí puede alegrarme.

—Esa canción me encantaría —dijo ella—. Cuénteme usted sus recuerdos; hábleme como a una mujer madura: esta mañana he descubierto tres canas en mi cabeza.

—Véalas usted llegar sin lamentarlo, señora —respondí—; el tiempo sólo es grato para los que se complacen en verle avanzar; y cuando dentro de algunos años una leve espuma de plata bordee su peinado, se hallará usted revestida de una belleza nueva, menos espléndida pero más conmovedora que la otra, y su marido admirará con tanto entusiasmo sus cabellos blancos como admiraba los rizos negros que al casarse le entregó usted, y que guarda en un medallón a manera de reliquia. Estos bulevares son largos y están apenas concurridos; podremos hablar tranquilamente; le contaré primero cómo conocí al padre de Clementina; pero no espere oír nada extraordinario ni original, porque sufriría usted una decepción.

»El señor de Lesay vivía en el segundo piso de una vieja casa de la avenida del Observatorio, cuya fachada de yeso adornada con bustos antiguos y cuyo jardín inculto fueron las primeras imágenes impresas en mis ojos de niño; sin duda, cuando llegue el día inevitable, serán las últimas en desaparecer bajo mis cansados párpados. En esa casa he nacido, en ese jardín aprendí, jugando, a sentir y a conocer algunas parcelas de este viejo universo. ¡Horas felices, horas sagradas las que transcurren mientras el alma enteramente juvenil descubre el mundo que para ella se reviste con un reflejo acariciador y un encanto misterioso! Y es que en realidad, señora, el universo es sólo un reflejo de nuestra alma.

»Mi madre era una criatura admirablemente dotada; se levantaba al salir el sol, como los pájaros a los cuales se parecía por su industria doméstica, por su instinto maternal, por una perpetua necesidad de cantar y por una especie de gracia brusca que yo adivinaba perfectamente a pesar de ser niño: era el alma de la casa que llenaba por completo con su actividad alegre y metódica. Mi padre fue tan calmoso como ella resuelta. Recuerdo su rostro plácido, en el cual a veces aparecía una sonrisa irónica. Sentíase fatigado y gozaba en su propia fatiga. Recostado en su poltrona, junto a la ventana, leía desde la mañana a la noche, y de él heredé mi afición a los libros. Conservo en mi biblioteca un Mably y un Raynal anotados por su mano del principio al fin. No era posible conseguir que nada de este mundo le interesara. Cuando mi madre, con ingeniosos ardides, trataba de sustraerle a su decaimiento él movía la cabeza con esa dulzura inexorable que constituye la fuerza de los caracteres débiles. Desesperaba a la buena señora que sin participar de aquélla sabiduría contemplativa sólo concebía en el mundo los cuidados cotidianos y el alegre trabajo de cada instante. Le creyó enfermo y temía que se agravara: pero el motivo de su apatía era otro.

»Mi padre, empleado en el Ministerio de Marina a las órdenes del señor Decrés, desde 1801, dio pruebas de un verdadero talento administrativo. Entonces se trabajaba mucho en el departamento de Marina, y mi padre ascendió en 1805 a jefe de la segunda división administrativa. Aquel año el emperador, al cual habló de mi padre el ministro, le pidió algunas referencias acerca de la organización de la marina inglesa. Dicho trabajo que tenía, sin haberse dado cuenta su autor, un espíritu profundamente liberal y filosófico, no fue terminado hasta 1807, próximamente diez y ocho meses después de la derrota del almirante Villenneuve en Trafalgar. Napoleón, que desde aquel siniestro día no quiso volver a oír hablar de barcos, después de hojear la Memoria muy encolerizado la tiró a la chimenea y dijo: “¡Palabras!, ¡palabras!, ¡palabras!”. Hicieron saber a mi padre que la cólera del emperador había sido tal que pisoteó el manuscrito y lo arrojó a la chimenea: era su costumbre, cuando estaba muy irritado, atizar el fuego con los pies hasta chamuscarse las suelas de las botas.

»Mi padre no se rehizo ya de aquella desgracia, y la inutilidad de todos sus esfuerzos para rehabilitarse fue seguramente la causa de la apatía en que más adelante cayó. Sin embargo, al volver de la isla de Elba Napoleón le mandó llamar para encargarle que redactara, con un espíritu patriótico y liberal, proclamas y boletines para la flota. Después de Waterloo, más contristado que sorprendido se retiró mi padre de los asuntos públicos y le dejaron vivir tranquilamente, pero le creían un jacobino, un bebedor de sangre, uno de esos hombres a quienes no es posible tolerar. El hermano mayor de mi madre, Víctor Maldent, capitán de infantería con media paga en 1814 y licenciado en 1815, agravaba con su inoportuna actitud las dificultades que desde la caída del Imperio abrumaron a mi padre. El capitán Víctor vociferaba en los cafés y en los bailes públicos que los Borbones vendieron la Francia a los cosacos. Enseñaba a todo el que la quería ver una escarapela tricolor que guardaba bajo el forro del sombrero, y lucía ostentosamente un bastón cuya empuñadura tallada proyectaba una sombra semejante a la silueta del emperador.

»Si no ha visto usted, señora, ciertas litografías de Charlet, no podrá formarse una idea de la fisonomía del tío Víctor, cuando ceñido en su levitón galoneado, luciendo en el pecho la Legión de Honor y un ramo de violetas, paseaba por el jardín de las Tullerías con ostentosa elegancia.

»Su ociosidad y su acritud dieron inclinaciones de mal gusto a sus apasionamientos políticos. Insultaba a los que leían La Cotidiana o La Bandera Blanca y les obligaba a batirse con él. Sufrió también el dolor y la vergüenza de herir en duelo a un niño de diez y seis años. En fin, mi tío Víctor era lo contrario de un hombre prudente; y como todos los santos días de Dios iba a comer con nosotros, su descrédito se hizo extensivo a nuestra casa. Mi pobre padre sufría cruelmente por las extravagancias de su cuñado, pero era tan bondadoso que ni siquiera le oyeron lamentarse del capitán, que le despreciaba cordialmente.

»De cuanto ahora la he referido, señora, me enteraron después. Mi tío, el capitán, me inspiraba entonces el más puro entusiasmo, y me proponía yo parecerme a él todo lo posible con el tiempo. Una mañana, para empezar a imitarle, me puse la mano en la cadera y juré como un renegado. Mi excelente madre me dio un bofetón con tanta viveza que me quedé estupefacto un momento antes de echarme a llorar. Recuerdo aún, como si lo tuviera delante, aquel viejo sillón de terciopelo de Utrecht amarillo detrás del cual derramé copiosas lágrimas.

»Era yo entonces un hombrecito muy pequeño. Una mañana mi padre me tomó en brazos según su costumbre y me sonrió con aquella sombra de ironía que comunicaba un algo de burlón a su eterna dulzura. Mientras sentado sobre sus rodillas jugaba yo con sus largos cabellos grises, él me contaba sucesos que yo no comprendía muy bien, pero que me interesaban mucho por lo mismo que para mí eran misteriosos. Creo, aunque no estoy muy seguro, que aquella mañana me contaba la historia del reyecillo de Yvetot según la canción popular. De pronto se produjo un gran estrépito y los cristales resonaron. Mi padre me dejó en el suelo; sus brazos extendidos en el aire se agitaban temblorosos: su rostro quedóse inerte y lívido, con los ojos muy abiertos. Trató de hablar, pero sus dientes castañeteaban. Al fin murmuró: “¡Lo han fusilado!”. Sin comprenderle sentí un vago terror. Luego supe que hablaba del mariscal Ney, muerto el siete de diciembre de 1815, junto a las tapias de un terreno contiguo a nuestra casa.

»En aquella época solíamos encontrar en la escalera a un anciano (quizá no fuera del todo viejo), cuyos ojillos negros brillaban con extraordinaria vivacidad en un rostro curtido e inmóvil. Me parecía que no era un ser viviente, o al menos que no vivía de igual manera que los demás hombres. En casa del señor Denon, adónde mi padre a veces me llevaba, había visto una momia traída de Egipto, y creí de buena fe que la momia del señor Denon salía de su cofre dorado, cuando nadie la observaba se ponía un traje color avellana, una peluca empolvada, y entonces era el señor de Lesay. Aún hoy, amable señora, lejos de aquella suposición desprovista de todo fundamento, debo confesar que el señor de Lesay se parecía mucho a la momia del señor Denon. Ya he dicho lo bastante para ciar a entender que aquel personaje me inspiraba un terror fantástico.

»En realidad, el señor de Lesay era un hidalgo minúsculo y un filósofo gigantesco. Discípulo de Mably y de Rousseau se vanagloriaba de no tener ningún prejuicio, y aquella pretensión era por sí sola un grave prejuicio. Hablo, señora, de un contemporáneo de una época desaparecida. Temo no explicarme bien y estoy seguro de que mi relato no la interesa; ¡es todo ello tan lejano!; pero abreviaré lo posible. Tampoco la he ofrecido contar nada interesante y no podía usted prometerse notables aventuras en la vida de Silvestre Bonnard.

La señora de Gabry me suplicó que prosiguiera, y lo hice con estas palabras:

—El señor de Lesay era brusco con los hombres y cortés con las señoras. Besaba la mano a mi madre, a quien las prácticas de la República y del imperio no habían acostumbrado a esa galantería. Por él conocí la época de Luis XVI. El señor de Lesay era geógrafo, y nadie, según creo, se ha mostrado tan orgulloso como él de estudiar la forma de la Tierra. En el antiguo régimen había actuado filosóficamente de agricultor, y aniquilado sus campos en sus experiencias. Cuando ya no le quedaba ni un terruño suyo se apoderó de todo el globo, y dibujó un número extraordinario de mapas conforme a los relatos de los viajeros. Alimentado como lo estaba con la más pura médula de la Enciclopedia, no se limitó a encerrar a los humanos en tal grado, tantos minutos y tantos segundos de latitud y de longitud. ¡Se preocupaba de su dicha! Está probado, señora, que los hombres que se ocuparon de la felicidad de los pueblos hicieron a sus familias muy desgraciadas. El señor de Lesay era un realista volteriano, especie bastante común entonces entre aquellas gentes. Era más geómetra que Alembert, más filósofo que Juan Jacobo y más realista que Luis XVIII; pero su amor hacia el rey no fue nada comparado con su odio al emperador. Estuvo complicado en la conspiración de Jorge contra el primer cónsul, y sólo por haberle desconocido o despreciado la sumaria, no figuró entre los acusados. Jamás perdonó esa injuria a Bonaparte, a quien llamaba el ogro de Córcega y a quien no hubiera confiado un regimiento por considerarle un militar desdichadísimo.

»En 1813, el señor de Lesay, viudo desde mucho antes, se casó a la edad de cincuenta y cinco años próximamente con una mujer muy joven, la cual le dejó una hija y murió al dar a luz, después de haberle ayudado a dibujar mapas. Mi madre la había cuidado en su corta enfermedad, y procuró que la niña no careciese de nada. La niña era Clementina.

»De aquella muerte y de aquel nacimiento datan las relaciones de mi familia con el señor de Lesay. Como salía entonces de la primera infancia, me ofusqué y me embrutecí, perdí la encantadora facultad de ver y de sentir, y los hechos ya no me causaron la sorpresa deliciosa que constituye el encanto de la más tierna edad; por esto no guardo memoria del tiempo que siguió al nacimiento de Clementina; sólo sé que pocos meses después sufrí una desgracia cuyo recuerdo imborrable me oprime aún el corazón; perdí a mi madre. Un silencio profundo, un frío intenso y una sombra inmensa envolvieron súbitamente la casa.

»Me sentí anonadado. Mi padre me envió al colegio; a duras penas me libré de aquella especie de aturdimiento, y como no era un imbécil mis profesores me enseñaron casi todo lo que se propusieron, es decir, algo de griego y de latín. Sólo tuve trato con los antiguos; aprendí a estimar a Mitíades, admiré a Temístocles; Quinto Fabio fueme familiar, todo lo familiar que podía serme un gran cónsul. Orgulloso de tan elevadas relaciones no me dignaba preocuparme de la pequeña Clementina y de su viejo padre, que de pronto se fueron a Normandía sin que me intranquilizara su ausencia.

»Volvieron sin embargo, señora, ¡volvieron! Influencias del Cielo, energías de la Naturaleza, poderes misteriosos que repartís entre los hombres el don de amar: ¡vosotros sabéis cómo vi de nuevo a Clementina! Entraron en nuestra triste morada. El señor de Lesay sin peluca ya; calvo, con unos mechones grises sobre las sienes coloradas ostentaba una vejez robusta; pero aquella deliciosa criatura que se apoyaba en su brazo, cuya presencia iluminaba el viejo salón descolorido, no era una aparición: era Clementina. En verdad lo digo: sus ojos azules me parecieron algo sobrenatural, y aún hoy no puedo concebir que aquellas dos joyas animadas hayan soportado las fatigas de la vida y la corrupción de la muerte.

»Se turbó un poco al saludar a mi padre, porque no le conocía. Su tez se sonrojaba tenuemente, y su boca entreabierta sonreía con esa sonrisa que hace pensar en lo infinito, sin duda porque no expresa ningún pensamiento determinado y sólo exterioriza la alegría de vivir y la satisfacción de la hermosura. Su rostro resplandecía, como una joya en un estuche abierto, bajo una capota de color rosa; llevaba un chal de seda sobre un vestido de muselina blanca fruncido en la cintura, que permitía ver la punta de una bota de tafilete. No se burle usted, amable señora; entonces era moda vestir así, e ignoro si las nuevas modas tienen tanta sencillez, tanta frescura y tanta gracia decorosa.

»El señor de Lesay nos dijo que para consagrarse a la publicación de un nuevo Atlas histórico, de regreso en París se instalaría con gusto en su antigua habitación, si la encontrase desalquilada. Mi padre preguntó a la señorita de Lesay si estaba contenta de volver a la capital; y lo estaba, porque su sonrisa se animó. Sonreía a las ventanas que se abrían sobre el jardín verde y luminoso; sonreía al marino de bronce sentado sobre las ruinas de Cartago en el marco del reloj; sonreía a los viejos sillones de terciopelo amarillo; y al pobre estudiante que no se atrevía a levantar los ojos hacia ella. Desde entonces, ¡cuánto la amé!

»Pero hemos llegado a la calle de Sévres, y pronto divisaremos sus ventanas. Soy muy mal narrador, y si se me ocurriera escribir una novela de fijo lo haría pésimamente. He preparado un relato contenido en pocas palabras, porque cierta delicadeza y cierta ingenuidad espiritual impiden a un viejo explayarse con excesiva complacencia al tratar de sentimientos amorosos, aunque sean muy puros. Avancemos por este bulevar donde abundan los conventos, y terminaré mi historia mientras nos acercamos al campanario que se alza frente a nosotros.

»El señor de Lesay, al saber que yo salía de la Escuela Diplomática me juzgó digno de colaborar en su Atlas histórico. Se trataba de referir en una serie de mapas lo que el viejo filósofo llamaba las vicisitudes de los Imperios, desde Noé hasta Carlomagno. El señor de Lesay había almacenado en su cabeza todos los errores del siglo XVI en lo referente a antigüedades. Yo pertenecía ya en historia a la escuela de los invasores, y mi fogosa juventud no me permitía fingir. La manera de comprender aquel anciano o, mejor dicho, de no comprender los tiempos bárbaros, su obstinación en imaginar una antigüedad plagada de príncipes ambiciosos, prelados hipócritas y codiciosos, ciudadanos virtuosos, poetas, filósofos y otros personajes que sólo han existido en las novelas de Marmontel, me descorazonaba y me inspiraba toda clase de objeciones, muy razonables sin duda, pero completamente inútiles y a veces peligrosas. El señor de Lesay era sumamente irascible, y Clementina muy hermosa. Entre ella y él pasé horas de tortura y delicia. Yo estaba enamorado; fui cobarde, y concedí al señor de Lesay cuanto exigía en las épocas de Abraham, de Menes y de Decaulión, y acerca de la figura histórica y política de la tierra, donde más adelante debía ser enterrada Clementina.

»A medida que concluíamos nuestros mapas, la señorita de Lesay los pintaba a la acuarela. Inclinada sobra la mesa sujetaba el pincel con dos dedos; una sombra proyectada desde sus párpados hasta sus mejillas sumergía en una penumbra encantadora sus ojos entornados. Cuando ella levantaba la cabeza contemplaba yo su boca sonriente, y su hermosura era tan expresiva que no podía respirar sin parecer que suspiraba; sus actitudes más vulgares me sumergían en un ensueño profundo. Mientras fijaba los ojos en ella, reconocía con el señor de Lesay que Júpiter reinó despóticamente sobre las montañosas regiones de Tesalia y que Orfeo fue un incauto al confiar a los sacerdotes la enseñanza de la filosofía. Ignoro aún si era en mí cobarde o heroico hacer tales concesiones al obstinado anciano.

»La señorita de Lesay, debo decirlo, no se fijaba en mí. Aquella indiferencia me parecía tan justa y natural, que ni siquiera pensaba en lamentarla; sufría, pero sin darme cuenta. Esperaba. Sólo habíamos llegado al primer Imperio de Asiria.

»El señor de Lesay iba todas las noches a tomar café con mi padre. No sé cómo congeniaban, porque sería difícil hallar dos naturalezas más opuestas. Mi padre admiraba poco y perdonaba mucho. Los años le hicieron odiar todas las exageraciones. Revestía sus ideas con matices pálidos y no aceptaba una opinión sin toda clase de reservas. Aquellas costumbres de un espíritu delicado exasperaba al viejo hidalgo, seco y contundente, a quien no desarmaba nunca la moderación del adversario. Yo presentía un peligro. El peligro era Bonaparte. Mi padre no le tenía ningún afecto, pero como trabajó a sus órdenes no le gustaba oír que le injuriasen, y mucho menos en provecho de los Borbones, contra los cuales abrigaba odios terribles. El señor de Lesay cada vez más volteriano y más legitimista, achacaba a Bonaparte, como si las hubiese originado él, todas las desventuras políticas, sociales y religiosas. En tales circunstancias el capitán Víctor era quien más me preocupaba. Aquel hombre exaltado se volvió completamente intolerable desde que su hermana no vivía para calmarle. El arpa de David estaba rota y Saúl se entregaba a sus furores. El destronamiento de Carlos X aumentó la audacia del viejo napoleónico entregado a todo género de provocaciones imaginables. Ya no frecuentaba asiduamente nuestra casa, demasiado silenciosa para él; pero algunas veces a la hora de comer le veíamos llegar cubierto de flores, como un mausoleo. Generalmente al sentarse a la mesa lanzaba terribles juramentos, y entre bocado y bocado refería sus felices aventuras de viejo matón; cuando acabábamos de comer doblaba su servilleta en forma de mitra, se bebía media botella de aguardiente y se iba con la precipitación de un hombre aterrado ante la idea de pasar unas cuantas horas sin beber, en compañía de un viejo filósofo y de un joven erudito. Presentía yo muy claramente que si llegaba a encontrarse con el señor de Lesay ocurriría una catástrofe. ¡Y así aconteció, señora!

»El capitán llegó un día cubierto de flores, de tal modo transformado en un monumento conmemorativo de las glorias del Imperio, que inspiraba deseos de ponerle una corona de siemprevivas en cada brazo. Estaba en absoluto satisfecho, y la primera persona que participó de aquel comunicativo entusiasmo fue la cocinera, a la cual abrazó mientras ella dejaba el asado sobre la mesa.

»Después de comer, rechazó la botella de aguardiente que le presentaron, y dijo que añadiría el aguardiente al café. Le pregunté con zozobra si le agradaría que le sirvieran el café en seguida. Mi tío Víctor era muy desconfiado y nada tonto. Parecióle inoportuna mi precipitación, me miró de cierto modo, y dijo:

»—¡Paciencia, sobrino! No es el quintorro quien debe ordenar que toquen a retreta, ¡qué diablo! ¿Te corre mucha prisa, señor magister, enterarte de si llevo espuelas en las botas?

»Sin duda el capitán había comprendido que yo deseaba que se marchase pronto, y desde luego tuve la seguridad de que se quedaría. Se quedó. Los menores detalles de aquella velada siguen impresos en mi memoria. Mi tío estaba muy alegre. La sola idea de ser inoportuno le ponía de buen humor. Nos refirió con descarnado estilo cierta historia picaresca de una monja, una corneta y cinco botellas de chambertín, que debe ser muy oportuna en los cuarteles y que yo no me permitiría repetir, señora, aún cuando la recordara. Cuando pasamos al salón hizo notar el mal estado de los morillos de la chimenea y recomendó muy doctamente el uso del “trípoli” para bruñir los cobres. De política, ni una palabra. Se reservaba. Dieron las ocho en las ruinas de Cartago: la hora del señor de Lesay, que a los pocos minutos entró en el salón con su hija. La velada empezó como de ordinario. Clementina se puso a bordar cerca del quinqué; la pantalla obscurecía su linda cabeza en tenue sombra y proyectaba sobre sus dedos una claridad que los hacía casi luminosos. El señor de Lesay habló de un cometa anunciado por los astrónomos, y desarrolló con este motivo algunas teorías que, a pesar de ser aventuradas demostraban cierta cultura intelectual; mi padre, que también era entendido en astronomía, expresó ideas prudentes rematadas con su eterno “¿Qué sé yo?”. Repetí a mi vez la opinión de nuestro vecino del Observatorio, el gran Arago; el tío Víctor aseguró que los cometas tienen mucha influencia en la calidad de los vinos, y citó para demostrarlo un alegre cuento de taberna. Tanto me agradaba aquella conversación, que para prolongarla recurrí a mis recientes lecturas, y describí detalladamente la constitución química de esos astros ligeros que, a pesar de hallarse diseminados en miles de millones de leguas de los espacios celestes, cabrían en una botella. Mí padre, un poco sorprendido por mi elocuencia, me contemplaba satisfecho y algo irónico. Pero no es posible sostenerse mucho tiempo en las nubes. Con los ojos fijos en Clementina hablé de una estrella de diamantes que la víspera me había llamado la atención en el escaparate de un joyero ¡Estuve inoportuno!

»—Sobrino —exclamó el capitán Víctor—, tu estrella no valdría seguramente tanto como la que brillaba en los cabellos de la emperatriz Josefina cuando fue a Estrasburgo para distribuir las cruces al ejército.

»—A Josefina la gustaba mucho el lujo —dijo el señor de Lesay entre dos sorbos de café—. No se lo critico; tenía buenas cualidades a pesar de ser algo casquivana. Era una Tascher; hizo mucho honor a Bonaparte cuando se unió a él. Una Tascher no es gran cosa, pero un Bonaparte es menos aún.

»—¿Qué quiere usted decir con eso, señor marqués? —preguntó el capitán Víctor.

»—Yo no soy marqués —respondió secamente el señor de Lesay—, y opino que Bonaparte hubiera estado muy bien emparejado con una de esas mujeres caníbales que el capitán Cook describe en sus viajes, desnudas, tatuadas, con un anillo en la nariz y complacidas en devorar carne humana.

»Lo había previsto, pensé con angustia. ¡Mísera vanidad! Lo primero que se me ocurrió fue notar la exactitud de mis previsiones. Debo advertir que la respuesta del capitán rayó en lo sublime. Se puso la mano en la cadera, miró insolente al señor de Lesay, y dijo:

»—Napoleón, señor barón, tuvo otra mujer además de Josefina y de María Luisa. Esa compañera usted no la conoce, pero yo la he visto muy de cerca: lleva un manto azul cubierto de estrellas y una corona de laurel; la cruz de honor brilla en su pecho: se llama la Gloria.

»El señor de Lesay, después de poner su taza sobre la chimenea, adujo tranquilamente:

»—Bonaparte era un truhán.

»Mi padre se levantó, extendió los brazos y dijo con voz muy suave al señor de Lesay:

»—Sea como fuere aquel hombre que murió en Santa Elena, yo trabajé durante diez años en su Gobierno y mi cuñado recibió tres heridas a la sombra de sus águilas. Le agradeceré, caballero y amigo, que lo tenga presente.

»Lo que no habían conseguido las insolencias burlescas y sublimes del capitán lo consiguió la advertencia cortés de mi padre, y el señor de Lesay encolerizóse al decir, con los dientes apretados, lívido y con la boca espumeante:

»—Confieso que lo había olvidado; fue una indiscreción mía. Las primeras sopas no se digieren, y los que han servido a las órdenes de un bribón…

»El capitán no le dejó acabar; lo agarró con violencia, y lo estrangularía seguramente a no intervenir su hija y yo.

»Mi padre, cruzado de brazos y un poco más pálido que de costumbre, contemplaba aquel espectáculo con indecible expresión de lástima. Lo que siguió fue más lamentable aún; pero ¿para qué insistir en la locura de dos viejos? Al fin conseguí separarlos. Salió el señor de Lesay; Clementina le siguió y corrí tras ella. En el descansillo le dije, loco, estrechándole una mano:

»—Señorita, ¡la adoro!, ¡la adoro!

»Conservó un momento su mano entre las mías; su boca se entreabrió. ¿Qué iba a decir? Pero de pronto volvió los ojos hacia su padre que subía la escalera, retiró su mano, y se despidió de mí con un gesto silencioso.

»No volví a verla. Su padre se trasladó a un pisito que había alquilado para la venta de su Atlas histórico cerca del Panteón. Pocos meses después murió de un ataque apoplético. Entonces ella se fue a Nevers donde vivía su familia materna, y más adelante contrajo matrimonio con el hijo de un rico labrador, Aquiles Allier.

»En cuanto a mí, señora, viví solo y en paz conmigo mismo; mi existencia, libre de grandes desdichas y de grandes alegrías fue, hasta cierto punto, dichosa; pero en las veladas de invierno, ya no pude ver junto al ocupado por mí un sillón vacío sin que se me oprimiera el corazón dolorosamente. Clementina murió hace muchos años; su hija la siguió en el descanso eterno. En casa de usted he conocido a su nieta. No diré como el anciano de la Escritura: “¡Y ahora, señor, llamad a vos a vuestro siervo!”. Si un hombre como yo puede ser útil a alguien, me propongo, ayudado por usted, consagrar todas mis energías a esa criatura.

Había pronunciado estas últimas palabras en el vestíbulo de la habitación de la señora de Gabry, dispuesto a separarme ya de tan amable guía, cuando ella me dijo:

—Amigo: no puedo ayudarle en este asunto tanto como quisiera. Juanita es huérfana y menor de edad. Nada le será fácil hacer por ella sin autorización de su tutor.

—¡Ah! —exclamé—. No se me había ocurrido que Juanita pudiera tener un tutor.

La señora de Gabry me miró sorprendida. No esperaba tanta candidez en un anciano. Y repuso:

—El tutor de Juanita Alexandre es el señor Mouche, notario en Levallois-Perret. Temo que no se entiendan ustedes, porque es un hombre muy formalista.

—¡Ah!, Dios mío —exclamé—, ¿con quién quiere usted que me entienda a mi edad, sino con las personas formales?

Sonrió con dulce malicia, como sonreía mi padre, y dijo:

—Con las que son de su cuerda, y el señor Mouche, precisamente no es de los suyos; no me inspira ninguna confianza. Tendrá usted que pedirle permiso para ver a Juanita, que se educa en un colegio de Ternes, donde no está contenta.

Besé la mano a la señora de Gabry, y nos separamos.

Del 2 al 5 de mayo.

He visto en su «estudio» al señor Mouche, el tutor de Juanita. Bajito, delgado, seco; su tez parecía impregnada en el polvo de sus legajos. Es un animal con gafas y no creo posible imaginarle sin ellas. He oído al señor Mouche: tiene voz de carraca y se expresa con frases rebuscadas; pero yo hubiera preferido que no las rebuscase tanto. He observado al señor Mouche: es ceremonioso, y mira a la gente con el rabillo del ojo, por debajo de las gafas.

El señor Mouche es feliz, según él me ha dicho; está satisfecho del interés que me inspira su pupila, pero no supone que hayamos nacido para divertirnos. No, no lo cree; y debo añadir, en justicia, que a su lado se comparte su opinión por lo poco ameno que resulta. Teme sugerir a su pupila una idea falsa y perniciosa de la existencia si la con-siente muchas distracciones. «Por lo cual —me ha dicho— suplico a la señora de Gabry que vea y obsequie lo menos posible a la muchacha».

Cuando me alejé del notario ruin y de su polvoriento «estudio», llevaba yo una autorización en toda regla (cuanto procede del señor Mouche, está en toda regla) para ver el primer jueves de cada mes a la señorita Juana Alexandre en el colegio de la señorita Préfére, maestra establecida en la calle Demours, de Ternes.

El primer jueves de mayo me dirigí a casa de la señorita Préfére, cuyo establecimiento reconocí en seguida por un rótulo de letras azules. Aquel azul fue para mí un primer indicio del carácter de la señorita Préfére, que tuve después ocasión de estudiar detenidamente. Una criada titubeante cogió mi tarjeta y me dejó solo, sin decirme una palabra de esperanza, en un frío salón donde se respiraba ese olor insulso peculiar de los refectorios de los colegios. La madera de aquel salón había sido encerada con tan implacable energía que temí resbalar y caer, pero felizmente advertí que algunas alfombritas de lana estaban colocadas ante las sillas de paja, puse a cada paso un pie sobre uno de aquellos islotes de tapicería, y así logré llegar hasta la chimenea junto a la cual me senté desalentado.

Vi sobre la chimenea un cartel con marco dorado que se titulaba, en espléndidos caracteres góticos, Cuadro de Honor, y contenía muchos nombres, entre los cuales no tuve la dicha de hallar el de Juanita Alexandre. Después de haber leído repetidas veces los nombres de las discípulas que a los ojos de la señorita Préfére se habían distinguido, me intranquilizó pensar que nadie se aproximaba. La señorita Préfére seguramente conseguiría establecer en sus dominios pedagógicos el silencio absoluto de los espacios celestes, si los gorriones no mostrasen predilección por su patio donde piaban con todas sus fuerzas en número infinito. Era grato oírlos; pero ¿cómo verlos a través de los cristales esmerilados? Tuve que conformarme con el espectáculo que me ofrecía el salón, adornado en sus cuatro paredes con dibujos ejecutados por las colegialas. Allí había vestales, flores, chozas, capiteles, volutas y una enorme cabeza de Tatio, rey de los sabinos, firmada por Estrella Mouton.

Me cansaba ya de admirar la energía empleada por la señorita Mouton en el dibujo de las cejas como cepillos y de los irritados ojos del guerrero, cuando un murmullo más tenue que el de una hoja seca arrastrada por el aire me hizo volver la cabeza. En efecto, no era una hoja seca: era la señorita Préfére. Con las manos cruzadas, avanzaba sobre el reluciente piso como las santas de La leyenda dorada sobre la superficie cristalina del agua. Dudo que en ninguna otra ocasión la señorita Préfére vuelva a recordarme las adorables vírgenes de la mística leyenda. Limitado a contemplar su rostro, más bien le encontrara parecido con una manzana reineta conservada durante el invierno en el desván de una hacendosa ama de casa. Abrigaba sus hombros una manteleta listada que no ofrecía nada de particular, pero que la maestra llevaba como una vestidura sacerdotal o como la insignia de un elevado magisterio.

La di cuenta del objeto de mi visita y la entregué mi carta de presentación.

—¿Ha visto usted al señor Mouche? —me dijo—. ¿Su salud es todo lo buena que puede desearse? Es un hombre tan honrado, tan…

No acabó la frase y sus ojos se alzaron hacia el techo. Los míos los siguieron para fijarse en una pequeña espiral de papel recortado que, colgado en el lugar de lámpara, según mis conjeturas atraía las moscas, y por consiguiente las alejaba de los marcos dorados, de los espejos y del cuadro de honor.

—He conocido —dije— a la señorita Juana Alexandre en casa de la señora de Gabry, donde pude apreciar el excelente carácter y la clara inteligencia de la niña. Como traté a sus abuelos, me complacería consagrarle un interés semejante al que sus progenitores me inspiraron.

Por toda respuesta la señorita Préfére suspiró profundamente, oprimió contra su pecho su misteriosa manteleta, y volvió a fijar los ojos en la pequeña espiral de papel.

Por fin dijo:

—Caballero: puesto que ha conocido usted al señor y a la señora Noel Alexandre, me complazco en pensar que deplora, como el señor Mouche y como yo, las quiméricas especulaciones que los condujeron a la ruina, y condujeron a su hija a la miseria.

Al oír aquellas palabras comprendí que es una enorme desdicha ser desventurado, y que esa desdicha es imperdonable en los que durante mucho tiempo fueron dignos de envidia; su derrota nos venga y nos halaga; somos implacables.

Después de haber declarado con franqueza que desconocía en absoluto aquellas cuestiones de intereses, pregunté a la directora si estaba satisfecha de la conducta de Juanita Alexandre.

—¡Es una criatura indomable! —repuso la señora Préfére.

Y tomó una actitud académica para expresar simbólicamente la situación que la creaba una discípula de tan ineducables condiciones. Luego adujo, ya sosegada:

—No carece de inteligencia, pero no puede aplicarse a estudiar nada metódico.

¡Qué extraña persona era la señorita Préfére! Andaba sin doblar las piernas y hablaba sin mover los labios. Sin detenerme más de lo debido en esas particularidades, la respondí que el método era cosa muy excelente sin duda, y que de ello estaba yo muy bien enterado, pero que al fin lo importante es saber algo y no la manera de aprenderlo.

La señorita Préfére hizo lentamente un gesto negativo. Luego suspiró:

—¡Ah!, caballero: las personas ajenas a la pedagogía tienen ideas muy falsas. Estoy segura de que hablan con la más sana intención del mundo, pero harían mejor si se atuvieran a lo que dicen personas competentes.

No quise insistir y me limité a preguntar si podría ver en seguida a la señorita Alexandre.

Contempló su manteleta: buscaba tal vez la respuesta más oportuna en el enmarañamiento de sus franjas, como buscaría en un formulario, y dijo al fin:

—La señorita Juana Alexandre está en una clase. Aquí las mayores enseñan a las pequeñas. Esto se llama «enseñanza mutua…». Sin embargo, para que no se haya usted molestado inútilmente la mandaré llamar. Permítame ahora, caballero, que para mayor formalidad inscriba el nombre de usted en el registro de las visitas.

Sentóse ante la mesa, abrió un ancho cuaderno, y sacó de la manteleta la carta del señor Mouche, que había guardado.

—Bonnard termina con una d ¿no es cierto? —me dijo mientras escribía—. Dispense usted que insista en este detalle; pero mi opinión es que los nombres propios tienen su ortografía. Aquí, caballero, se hacen dictados de nombres propios…, nombres históricos, ¡naturalmente!

Después de inscribir mi nombre con mano suelta, me preguntó si podría poner además alguna profesión, como «antiguo negociante», «empleado», «rentista» o cualquiera otra. En su registro había una columna para las profesiones.

—¡Dios mío!, señora —la dije—, si tiene gusto en llenar esa columna, ponga usted «de la Academia Francesa».

La manteleta de la señorita Préfére continuaba en mi presencia, pero ya no cubría a la señorita Préfére que poco antes conocí, sino a una nueva persona, condescendiente, agradable, cariñosa, feliz, radiante. Sus ojos sonreían; las pequeñas arrugas de su rostro (y eran muchas) también sonreían; su boca sonreía también, aunque sólo de un lado. Habló; su voz mudóse tanto como sus facciones; era una voz dulce.

—Decía usted, caballero, que nuestra querida Juanita es inteligente. Yo había hecho ya la misma observación, y me halaga que seamos del mismo parecer; en realidad esa muchacha me interesa muchísimo. Aunque un poco precipitada, tiene lo que yo llamo un «envidiable carácter». Perdóneme usted si abuso de sus preciosos momentos.

Llamó a la criatura, que después de mostrarse más servicial y más despavorida que antes, se retiró con orden de advertir a la señorita Juana Alexandre que el señor Silvestre Bonnard, de la Academia Francesa, le esperaba en el salón.

La señorita Préfére sólo tuvo tiempo para comunicarme que las decisiones de la Academia, fueran cuales fueran, las inspiraba siempre un profundo respeto; y Juanita se presentó sofocada, con los ojos muy abiertos, los brazos caídos, y encantadora en su encogimiento inocente.

—¡Cómo vienes! —murmuró la señorita Préfére con dulzura maternal, mientras le arreglaba el cuello del vestido.

Efectivamente. Juanita se había presentado de una manera extraña. Sus cabellos muy tirantes y sujetos por una redecilla de la cual salían algunos mechones, sus delgados brazos cubiertos hasta el codo por unos puños de satén, sus manos enrojecidas por los sabañones que sin duda la molestaban mucho, su vestido muy corto que dejaba ver unas medias demasiado anchas y unas botas con los tacones torcidos, y una cuerda de saltar atada a la cintura: daban a Juanita un aspecto muy poco presentable.

—¡Locuela! —suspiró la señorita Préfére, que parecía en aquellos momentos, no una madre sino una hermana mayor.

Deslizóse como una sombra sobre el espejo del suelo, y desapareció.

Dije a Juanita:

—Siéntese y hábleme como a un amigo. ¿Está usted contenta en esta casa?

Vaciló, y me respondió luego con resignada sonrisa:

—No mucho.

Jugueteaba en silencio con los mangos de la cuerda.

La pregunté si a su edad saltaba aún a la comba.

—¡Oh, no, señor! —me respondió vivamente—. Cuando la criada me dijo que me esperaba usted en el salón, hacía saltar a las pequeñas, y para no perder la cuerda me la lié a la cintura. No es muy correcto; le ruego que me perdone; ¡tengo tan poca costumbre de recibir visitas!

—¡Dios mío! ¿Por qué supone usted que me desagrada verla presentarse con una cuerda de saltar? Las Clarisas llevaban una cuerda a la cintura, y eran unas santas mujeres.

—¡Es usted muy bueno, porque ha venido a verme y porque me habla como me habla! No se me ha ocurrido darle las gracias al entrar; ¡me sorprendió tanto su visita! ¿Ha visto usted a la señora Gabry? ¿Quiere usted que hablemos de ella?

—La señora Gabry —respondí— está perfectamente. Se halla en sus posesiones de Lusance. Le diré a usted, Juanita, respecto a la señora de Gabry, lo que un viejo jardinero decía cuando alguien le preguntaba por su dueña: «La señora está en su camino». La señora de Gabry está en su camino; ya sabe usted Juanita cuán atinado es su camino y con qué paso tan igual lo recorre. El otro día, antes de que se marchase a Lusance, fui con ella muy lejos, muy lejos, y hablamos largamente de usted. Hablamos de usted, hija mía, ante la tumba de su madre.

—Mucho se lo agradezco —dijo Juanita.

Y se puso a llorar.

Con gran respeto dejé correr aquellas lágrimas infantiles, y mientras se enjugaba los ojos la rogué que me contara su vida en el colegio.

Me dijo que era a la vez discípula y maestra.

—¿La educan y usted educa? Tal orden de cosas es muy frecuente en el mundo. Hay que soportarlo, hija mía.

Pero me dio a entender que ni aprendía mucho ni enseñaba gran cosa; era la encargada de vestir a las niñas de la clase de párvulos, de lavarlas, de enseñarles modales, el alfabeto, el uso de la aguja; de hacerlas jugar y de acostarlas después de los rezos.

—¡Ah! —exclamé—, ¿eso es lo que la señorita Préfére llama «enseñanza mutua»? No puedo ocultárselo, Juanita; la señorita Préfére no me agrada del todo y no la creo tan buena como debiera ser.

—¡Oh! Es como la mayoría de las gentes —respondió Juanita—. Es buena con las personas que la gustan, y no lo es con las que no consiguen serle gratas. ¡Yo… sospecho que no me quiere mucho!

—¿Y el señor Mouche? Juanita, ¿qué me dice usted del señor Mouche?

Me respondió con viveza:

—Caballero: le agradeceré que no me hable del señor Mouche. Se lo suplico.

Cedí a tan vehemente súplica y cambié de conversación.

—Juanita, ¿modela usted aquí figuras de cera? No he olvidado el hada que tanto me sorprendió en Lusance.

—No tengo cera —me dijo; y vi languidecer su brazo.

—¡La falta cera —exclamé— cuando habita en una república de abejas! Juanita, yo traeré cera de colores tan resplandecientes como las joyas.

—Muchas gracias, caballero; no me la traiga usted. Aquí no tengo tiempo para trabajar la cera. Sin embargo, había comenzado un San Jorge pequeñito con su coraza dorada. Las niñas creyeron que era una muñeca; jugaron con él y lo rompieron.

Sacó del bolsillo de su delantal una figurita cuyos miembros dislocados apenas estaban unidos por su armazón de alambre. Aquel espectáculo la inspiró a un tiempo alegría y tristeza; no pudo más la alegría, y sonrió con una sonrisa que fue bruscamente refrenada.

La señorita Préfére estaba de pie, vigilante, a la puerta del salón.

—¡Pobre niña! —suspiró la directora del colegio, y puso en sus palabras la mayor dulzura posible—. Acabará por fatigarle a usted, que sin duda tiene ocupaciones de mucha importancia.

La rogué que no se preocupase por mí; al levantarme para despedirme, saqué de los bolsillos las pastillas de chocolate y los dulces que llevaba.

—¡Oh!, caballero —exclamó Juanita—, con esto hay para todo el colegio.

La señorita de la manteleta intervino:

—Señorita Alexandre, dé usted las gracias a este caballero por su generosidad.

Juanita la miró con expresión recelosa, y luego me dijo:

—Le agradezco mucho estos regalos y le agradezco sobre todo que haya tenido la bondad de venir a verme.

—Juanita —la dije al estrechar sus manos—, sea usted siempre buena y animosa. Ya nos veremos.

Al retirarse con los paquetes de chocolate y de dulces, tropezó en una silla con los mangos de la comba. La señorita Préfére, indignada, oprimió su corazón debajo de la manteleta, y temí que su espíritu escolástico se desvaneciese.

Cuando estuvimos solos recuperó la serenidad, y me atrevo a decir, sin vanagloriarme, que me sonrió con todo un lado de su rostro.

—Señorita —la dije al advertir su actitud amable—, he observado que Juanita Alexandre está un poco pálida. Ya sabe usted que la edad crítica por que atraviesa exige muchas precauciones y cuidados. No quisiera desagradar a usted con mis advertencias. Cuídela mucho.

Aquellas palabras la encantaron sin duda; contemplaba como en éxtasis la espiral del techo, cruzó las manos y exclamó:

—¡Cómo saben descender hasta los más ínfimos detalles estos hombres eminentes!

La hice observar que la salud de una chiquilla no es un detalle ínfimo, y me despedí con mucha cortesía; pero me detuvo en la puerta y me dijo, dando a su voz inflexiones de íntima confidencia:

—Disculpe mi debilidad, señor mío. Soy mujer y la gloria me subyuga. No puedo ocultarle que la presencia de un académico en mi modesta institución pedagógica es para mí un triunfo que me enorgullece.

Disculpé la debilidad de la señorita Préfére, y preocupado solamente de Juanita, con la ceguera del egoísmo, por el camino repetí muchas veces: «¿Qué haremos de esa niña?».

2 de junio.

Habíamos acompañado aquel día hasta el cementerio de Marnes a un viejo colega de mucha edad que, según el pensamiento de Goethe, «consintió en morir». El magnífico Goethe, cuya fuerza vital era extraordinaria, creía en efecto que cada uno muere cuando le place, es decir, cuando todas las energías que se resisten a la descomposición final, cuyo conjunto constituye la vida misma, quedan completamente destruidas. En otras palabras: imaginaba que sólo se muere cuando ya no es posible vivir. ¡Enhorabuena! Sólo se trata de entenderse, y el precioso pensamiento de Goethe, bien interpretado, dice lo mismo que la canción de La Palisse.

Así pues, mi excelente colega había consentido en morir, gracias a dos o tres ataques de apoplejía de los cuales el último fue muy persuasivo y no admitió réplica. Le traté poco en vida, pero según parece fui muy amigo suyo en cuanto dejó de existir, puesto que mis colegas me suplicaron, graves y convencidos, que llevara una de las cintas del féretro y hablase ante su tumba.

Después de leer pésimamente un discurso que había escrito lo mejor que pude —lo cual no es mucho decir—, fuime a pasear en los bosques de Ville d’Abray, sin pedirle demasiado apoyo a mi bastón, por un sendero que sombreaba el ramaje y donde la luz cernida formaba discos de oro. Jamás el olor de la yerba y de las hojas húmedas, jamás la belleza del cielo y la serenidad poderosa de los árboles penetraron con tanta violencia en mis sentidos y en mi alma, y la opresión que sentía en aquel silencio, turbado por una especie de zumbido continuo era a la vez sensual y religiosa.

Sentado a la orilla del camino, a la sombra de una encina, me prometí no morirme, al menos no consentir en morirme antes de haberme sentado nuevamente al pie de otra encina, donde influido por la serenidad pacífica de un extenso paisaje reflexionaré acerca de la naturaleza del alma y los destinos del hombre. Una abeja, cuyo cuerpo oscuro brillaba al sol como una armadura de oro viejo, se posó en una flor de malva de austera belleza y muy abierta sobre su tallo frondoso. No era ciertamente la primera vez que presenciaba yo tan vulgar espectáculo, pero sí era la primera vez que lo veía con una curiosidad afectuosa e inteligente. Reconocí entre el insecto y la flor toda clase de simpatías y mil relaciones ingenuas que hasta entonces nunca sospeché.

El insecto harto de néctar, huyó; describió al huir una trayectoria violenta. Yo me levanté y me sostuve sobre mis pies lo mejor que pude.

—Adiós —dije a la flor y a la abeja—. Ojalá viva el tiempo necesario para adivinar el secreto de vuestras armonías. Ya estoy rendido, pero el carácter del hombre es tal, que sólo descansa de un trabajo con otro nuevo. Las flores y los insectos me distraerán, Dios mediante, de la filología y de la diplomática. ¡Cuántas interpretaciones presenta el viejo mito de Anteo! He tocado la tierra y soy un hombre nuevo; a los sesenta y dos años nacen en mi alma nuevas curiosidades, como los retoños brotan en el carcomido tronco de un viejo sauce.

4 de junio.

Me agrada mirar desde mi balcón el Sena y sus muelles en una de esas mañanas grises y plácidas que comunican a los objetos una suavidad infinita. He contemplado el cielo azul que extiende sobre la bahía de Nápoles su serenidad luminosa, pero nuestro cielo de París es más espléndido, más hospitalario y más espiritual. Sonríe, amenaza, acaricia, se contrista y se alegra como una mirada humana. Derrama en este momento una suave claridad sobre los hombres y los animales que realizan su tarea cotidiana. Allí, a lo lejos, en la otra orilla, unos mocetones del puerto de San Nicolás desembarcan los cargamentos de cuernos de buey, mientras otros colocados en fila sobre un puente volante, se pasan de mano en mano los pilones de azúcar hasta la cala de un vapor. En el muelle del Norte los caballos de los coches de punto alineados a la sombra de los plátanos, con los hocicos metidos en sus morrales rumian tranquilamente el pienso, mientras los cocheros rubicundos vacían sus vasos ante el mostrador del tabernero y acechan con el rabillo del ojo a los burgueses madrugadores.

Los libreros dejan sus cajas sobre el parapeto. Esos heroicos traficantes del ingenio que viven sin cesar al aire libre, se hallan de tal modo familiarizados con el viento, las lluvias, las nevadas, las nieblas y el sol, que acaban por parecerse a las viejas estatuas de las catedrales. Todos son amigos míos, y no paso nunca ante sus puestos sin comprarles algún libro que seguramente hasta entonces yo había necesitado mucho sin sospecharlo siquiera.

Al regresar he de sufrir las amonestaciones de mi criada, que me acusa de romper los bolsillos y de llenar la casa de papeles viejos que atraen a los ratones. Teresa es comedida en esto, y precisamente porque es comedida, yo no suelo escucho sus consejos.

A pesar de mi aspecto tranquilo, me atrajeron siempre con mayor facilidad las pasiones desenfrenadas que la indiferente prudencia; pero como no son mis pasiones de las que destruyen, vociferan y asesinan, el vulgo no las advierte. Sin embargo me perturban, y algunas veces me han quitado el sueño las páginas escritas por un monje desconocido e impresas por un humilde aprendiz de Pedro Schoeffer. Y si esos locos ardores van extinguiéndose en mí, es porque yo también me extingo lentamente. Nuestras pasiones son nuestras propias esencias. Mis libros constituyen todo mi ser; soy viejo y arrugado como ellos.

Un viento ligero barre con el polvo de la calzada las semillas de los plátanos y los granos de cebada caídos de los morrales de los caballos Ese polvo no es nada, pero al verlo volar recuerdo que en mi infancia veía también un polvo semejante, y mi alma de viejo parisiense se conmueve. Todo cuanto diviso desde mi halcón, ese horizonte que se extiende a mi izquierda hasta las colinas de Chaillot y que me permite descubrir el Arco de Triunfo como un dedalito de piedra; el Sena, río glorioso, y sus puentes; los tilos de la terraza de las Tullerías; el Louvre del Renacimiento, cincelado como una joya; y a mi derecha, por la parte del Puente Nuevo, pons Lutetioe Novus dictus, como se lee en las estampas antiguas: el viejo y venerable París con sus torres y sus flechas. Todo esto es mi vida, yo mismo; nada sería yo sin esas imágenes reflejadas en mí por los mil matices de mi pensamiento que me inspiran y me animan. Ésta es la razón de que París me atraiga con un cariño inmenso.

Sin embargo estoy rendido, y comprendo que es imposible descansar en el seno de esta ciudad que piensa tanto, que me ha enseñado a pensar y continuamente me invita a pensar. ¿Cómo no vivir agitado entre esos libros que a todas horas excitan mi curiosidad y la fatigan sin satisfacerla? Ya es una fecha lo que urge conocer, ya un sitio lo que importa determinar fijamente, o alguna palabra vieja cuyo sentido verdadero hay que discurrir. ¿Palabras? ¡Oh! Sí; palabras. Como filólogo, soy su soberano; ellas son mis súbditos, y como buen rey las consagro mi vida entera. ¿Podré abdicar algún día? Adivino que debe haber en alguna parte, lejos de aquí, en el lindero de un bosque, una casita donde hallaré el descanso que necesito, en espera de que un descanso mayor, irrevocable, se apodere por completo de mí. Sueño con tener un banco junto a la puerta, y un horizonte campesino; pero sería preciso que un rostro lozano sonriera cerca de mí para reflejar y concentrar tanta lozanía; he de suponerme abuelo para llenar así todo el vacío de mi existencia.

No soy un hombre violento y sin embargo me irrito con facilidad; todas mis obras me ocasionaron tantos disgustos como satisfacciones. No sé por qué razón de pronto re-cuerdo la vana e imperdonable impertinencia que se permitió respecto a mí, hace tres meses, mi joven amigo del Luxemburgo. No le llamo amigo irónicamente, sino porque me agrada la juventud estudiosa, con todas sus temeridades y sus desvaríos. Sin embargo, mi amigo se extralimitó. El señor Ambrosio Paré, cirujano que practicó antes que nadie la ligadura de las arterias, para elevar donde al presente se halla la cirugía que hasta entonces anduvo en manos de barberos empíricos, viose atacado en su vejez por todos los aprendices portalancetas. Calificado en términos injuriosos por un joven aturdido, acaso el más virtuoso hijo del mundo pero que no poseía el sentimiento del respeto, el viejo maestro le respondió en su Tratado de la memoria, del unicornio, de los venenos y de la peste: «Le ruego —dijo aquel hombre insigne—, le ruego que si siente deseos de oponer algunas objeciones a mi réplica, suprima las animosidades y trate con más amabilidad a este viejo». Semejante respuesta es admirable en la pluma de Ambrosio Paré, pero aún cuando procediera de un empírico de aldea encanecido en el trabajo y burlado por un jovenzuelo, sería digna de alabanza.

Puede creerse que semejante recuerdo era reconcomio de un vil rencor. También yo lo creía, y me acusaba de preocuparme neciamente por las frases de un jovenzuelo que no sabe lo que se dice. Por fortuna mis reflexiones acerca de este particular tomaron en seguida un rumbo más oportuno, y por esto las anotó en mi cuaderno. Recordé que un día, y a mis veinte años (hace más de medio siglo), me paseaba con algunos camaradas por ese mismo jardín del Luxemburgo. Hablamos de nuestros viejos maestros, y uno de nosotros nombró al señor Petit-Radel, erudito estimable, que proyectó el primero alguna luz sobre los orígenes etruscos, pero tuvo la desdicha de redactar un cuadro cronológico de los amantes de Helena. Esto nos hizo reír enormemente, y yo exclamé: «Petit-Radel es un estúpido, no en ocho letras sino en ocho volúmenes».

Esta frase de adolescente es demasiado ligera para que pese aún sobre la conciencia de un viejo. ¡Ojalá sólo hubiera lanzado frases tan inocentes en la batalla de la vida! Pero hoy me pregunto si en mi existencia hice, sin sospecharlo, algo tan ridículo como el cuadro cronológico de los amantes de Helena. El progreso de las ciencias inutiliza los trabajos que más han ayudado a ese mismo progreso, y cuando tales obras apenas sirven ya la juventud cree de buena fe que nunca sirvieron, las desprecia, y al hallar en sus páginas una idea un poco anticuada, se burla. Por esto a los veinte años me burlaba yo del señor Petit-Radel y de su cuadro de cronología galante; por esto ayer, en el Luxemburgo, mi joven e irrespetuoso amigo…


No te quejes, Octavio y reflexiona.
Pides respeto, y tú nada respetas.
 

6 de junio.

Era el primer jueves de junio. Cerré mis libros y me despedí del santo abate Droctoveo que disfruta de la beatitud celeste y no tiene prisa de ver su nombre y sus trabajos glorificados sobre esta tierra en una humilde recopilación salida de mis manos. ¿Lo diré? Aquella malva que la semana pasada vi hostigada por un insecto, me preocupa más que todos los antiguos abates mitrados, y hace poco Teresa me sorprendió en la ventana de la cocina, ocupado en observar con un lente las flores de los alhelíes. Hay en un libro de Sprengel, que leí en mi primera juventud, cuando yo lo leía todo, algunas ideas acerca de los amores de las flores, que renacen en mi imaginación después de medio siglo de olvido y me interesan hasta el punto de obligarme a lamentar no haber consagrado las humildes facultades de mi alma al estudio de los insectos y de los vegetales.

Hacía todas estas reflexiones mientras buscaba mi corbata. Pero después de revolver inútilmente varios cajones recurrí a Teresa, que llegó arrastrando los pies.

—Señor: si me hubiese dicho usted que pensaba salir, le hubiera dado su corbata.

—Pero, Teresa —respondí—, ¿no sería preferible dejarla en un sitio dónde yo pudiera cogerla sin pedirle a usted permiso?

Teresa no se dignó responderme.

No me deja disponer de nada; no puedo coger un pañuelo sin pedírselo; y como es sorda, calmosa, y además ha perdido por completo la memoria, carezco perpetuamente de todo; pero disfruta con tan apacible orgullo de su autoridad doméstica, que no me siento con fuerzas para tomar una determinación contra la administradora de mis armarios.

—¡Mi corbata, Teresa! ¿No me oye usted? ¡Mi corbata! Si me desespera usted con su lentitud, no será una corbata lo que yo necesite sino una cuerda para ahorcarme.

—¿Tanta prisa tiene usted, señor? —me responde Teresa—. Su corbata no se ha perdido; aquí no se pierde nada, porque yo me ocupo de todo; pero déme tiempo siquiera para buscar.

«He aquí —pensaba yo—, he aquí el resultado de medio siglo de abnegación. Si por fortuna la inexorable Teresa hubiese faltado a sus deberes tan sólo una vez, no adquiriera sobre mí ese imperio inflexible, y al menos me atrevería yo a defenderme. Pero ¿puedo resistirme a la virtud? Las personas que no tuvieron debilidades son terribles: no hay defecto que reprocharles. Ella no duda de sí, ni de Dios, ni del mundo; es la mujer fuerte, la virgen prudente de la Escritura; los hombres no la conocen, pero yo sí. La imagino con un quinqué en la mano, un humilde quinqué de cocina que brilla bajo las vigas de un techo rústico, y que nunca se apagará gracias a esos brazos flacos y resistentes como un sarmiento».

—¡Teresa!, ¡mi corbata! ¿No sabe usted, infeliz, que hoy es el primer jueves de junio y que la señorita Juanita me espera? La directora del colegio habrá mandado encerar el piso del salón; a estas horas ya estará como un espejo, y será un encanto para mí ver reflejada mi triste figura, aunque me cueste romperme un brazo. Si esto sucede, imitaré al amable y admirable héroe cuya efigie está cincelada en el puño del bastón del tío Víctor, decidido a sufrir las adversidades con rostro sonriente y alma constante. Mire usted qué sol tan hermoso. Los muelles se doran y el Sena sonríe con innumerables repliegues deslumbra-dores. La ciudad se cubre de oro; un polvillo rubio flota sobre sus hermosos perfiles, como una cabellera… ¡Teresa, mi corbata!… ¡Ah!, hoy comprendo a Chrysale, que ocultaba sus cuellos en un tomo de Plutarco. Le imitaré, y en lo sucesivo esconderé mis corbatas entre las hojas de los Acta sanctorum.

Mientras yo discurría dando voces Teresa buscaba en silencio. Oí llamar a la puerta.

—Teresa —le dije—, ¡qué llaman! Déme la corbata y vaya a abrir, o mejor dicho, vaya a abrir y luego me dará la corbata; pero no se quede ahí, se lo suplico, entre la cómoda y la puerta, igual que un asno entre dos piensos.

Teresa avanzó hacia la puerta como hacia el enemigo. Mi excelente criada es de día en día menos hospitalaria; toda persona forastera la parece sospechosa, y supone que su prevención se funda en su experiencia y conocimiento de las acciones humanas. No tuve tiempo suficiente para calcular si la misma experiencia, hecha por otro experimentador, daría el mismo resultado.

El señor Mouche me esperaba en mi despacho.

El señor Mouche tiene un color más amarillento de lo que yo suponía; lleva gafas azules, y sus pupilas se agitan debajo de las gafas como los ratones detrás de un biombo.

El señor Mouche se disculpa por haber venido a molestarme en aquel momento…; no precisa el momento, pero me figuro que quiere decir en el momento en que no tengo corbata. No es culpa mía, como ustedes comprenden. El señor Mouche no se ha enterado ni parece sentirse ofendido; sólo teme ser inoportuno. Le tranquilizo a medias. Me dice que ha ido a verme como tutor de la señorita Alexandre. Ante todo me ruega que no haga caso de las restricciones que al principio creyó conveniente poner a la autorización para visitar a la señorita Juanita en su colegio. En lo sucesivo, el establecimiento de la señorita Préfére estará abierto para mí todos los días, desde las doce hasta las cuatro. Enterado ya de lo mucho que me interesa la niña, se cree en el deber de instruirme acerca de la persona a la cual ha entregado su pupila. La señorita Préfére, a quien conoce hace mucho tiempo, es de toda su confianza. La señorita Préfére, según él, es una persona inteligente, discreta y de buenas costumbres.

—La señorita Préfére —me dijo— es mujer muy sistemática. Y en los tiempos que corremos difícil-mente se halla una persona de tales condiciones. Todo ha cambiado mucho; esta época es peor que las precedentes.

—Y si no, que lo diga mi escalera, caballero —respondí—; hace veinticinco años se dejaba subir lo más cómodamente posible, y ahora me corta la respiración y me fatiga las piernas desde los primeros escalones. Se ha echado a perder. También los libros y los periódicos en otro tiempo se dejaban devorar fácilmente a la luz de la luna, y hoy a la luz del sol se burlan de mi curiosidad; cuando no llevo mis gafas me ofrecen sólo una confusa mezcla de blanco y negro. La gota me roe las piernas; es otra de las bellaquerías del tiempo.

—No es eso lo peor —me respondió muy serio el señor Mouche—, lo verdaderamente intolerable de nuestra época es que nadie está satisfecho de su posición; desde lo más alto a lo más bajo en todas las clases sociales reina un descontento, una inquietud, un ansia de bienestar.

—¡Dios mío, caballero! —respondí—. ¿Cree usted que el ansia de bienestar es propia sólo de esta época? Los hombres nunca tuvieron gusto en ser desgraciados y trataron siempre de mejorar su situación. Ese constante esfuerzo ha producido constantes revoluciones. Continúa y continuará, ni más ni menos.

—¡Ah, caballero! —me respondió el señor Mouche—. ¡Ya se ve que vive usted entre libros y alejado de los negocios! No presencia, como yo, conflictos de intereses, luchas de dinero. Los grandes y los pequeños combaten con la misma efervescencia, entregados a una especulación desenfrenada. El espectáculo que presencio me aterra.

Yo me preguntaba_ si el señor Mouche habría ido a mi casa únicamente para explanar su misantropía virtuosa; pero al fin oí salir de sus labios conceptos más consoladores. El señor Mouche me presentaba a Virginia Préfére como una persona digna de respeto, de estimación, de simpatía; honradísima, capaz de sacrificarse, instruida, púdica, discreta, que sabía leer con buena entonación y aplicar vejigatorios. Entonces comprendí que acaso me pintó de manera tan desolada la corrupción universal, para que resaltaran más, por contraste, las virtudes de la maestra. Supe que el establecimiento de la calle Demours se hallaba muy acreditado, era un buen negocio y gozaba del aprecio público. El señor Mouche, para confirmar sus declaraciones, extendió su mano con guante de lana negra, y añadió en seguida:

—Estoy obligado, hasta por mi profesión, a conocer el mundo. Un notario es casi un confesor. Me he creído en el deber de darle a usted estas tranquiliza doras explicaciones en el momento en que una feliz casualidad le ha relacionado con la señorita Préfére. Sólo añadiré, para concluir, que la señorita Préfére ignora en absoluto esta diligencia mía, y que me habló de usted en términos sumamente afectuosos. Los desvirtuaría si los repitiese, y tampoco puedo repetirlos sin hacer traición a la confianza de la señorita Préfére.

—No la traicione, caballero, no la traicione. A decir verdad, nunca pude suponer que la señorita Préfére me conociera. De todos modos, puesto que tiene usted para ella el ascendiente de su antigua amistad, por la buena opinión que la merezco le rogaré que interponga su in-fluencia en provecho de Juanita Alexandre. Me parece que trabaja demasiado; es a un tiempo discípula y maestra; se fatiga mucho. Por añadidura, creo que la recuerdan continuamente su triste situación, y las humillaciones pudieran sublevar su naturaleza generosa.

—¡Ay! —me respondió el señor Mouche—, conviene que no ignore las miserias de la vida. No venimos al mundo para divertirnos ni para imponer nuestra voluntad.

Le respondí vivamente:

—Venimos al mundo para recrearnos en el bien y en la belleza y para mantener nuestra voluntad cuando es noble, gallarda y generosa. Una educación que no ejercita las voluntades, fácil-mente deprava las almas. Es preciso que el maestro fortalezca la voluntad del discípulo.

Creí comprender que el señor Mouche me juzgaba un infeliz. Con mucha calma y serenidad, replicó:

—Advierta, caballero, que debemos educar a los pobres muy cautamente, atentos a la situación humilde y de absoluta dependencia que les corresponde ocupar en el mundo. Quizá no sepa usted que Noel Alexandre murió insolvente y que su hija está educada casi de limosna.

—¡Oh! ¡Caballero! —exclamé—, no lo digamos. Decirlo es cobrarlo, y una caridad que se proclama, deja de serlo.

—El pasivo del patrimonio —prosiguió el notario— superaba enormemente al activo; pero hice algunos arreglos con los acreedores en interés de la menor.

Se ofreció a darme explicaciones detalladas y me negué a oírlas, porque me considero incapaz de comprender los negocios en general y los del señor Mouche en particular.

El notario insistió de nuevo para justificar el sistema de educación de la señorita Préfére, y coronó su razonamiento con esta frase:

—Estudiar, no es divertido.

—Estudiar es divertido —respondí—. El arte de la enseñanza estriba en saber despertar curiosidades en las inteligencias juveniles y en satisfacerlas después; la curiosidad sólo es poderosa y sana entre los seres dichosos. Los conocimientos que se inculcan a la fuerza, ahogan y entorpecen. Para digerir los conocimientos hay que tragarlos con apetito. Si yo dirigiera la educación de Juanita, procuraría que brillase, no por su mucha ciencia, pues la quiero bien, sino por un espíritu inteligente, una vida intensa en la cual todas las bellezas de la Naturaleza y del arte se reflejaran con suave resplandor. Procuraría que sintiera el encanto de los hermosos paisajes, de las escenas ideales, de la poesía, de la historia, y que se conmoviera noblemente con la música. Trataría de que la resultase agradable todo cuanto a mi juicio debiera interesarla; avivaría su afición a los trabajos de aguja, escogiendo para ella tisúes, bordados y encajes; la regalaría un perro y una jaca para enseñarla a gobernar a las criaturas; la daría pájaros para que los criase, a fin de advertirla el valor de una gota de agua y de una miga de pan. Para proporcionarle una satisfacción más, me gustaría que fuese caritativa, pero alegremente. Y ya que el dolor es inevitable, puesto que la vida está llena de miserias, la enseñaría la prudencia cristiana que nos eleva por encima de todas las miserias y resiste con belleza sublime al dolor mismo. Así es como, a mi entender, debe educarse una niña.

—Respeto su opinión —respondió el señor Mouche.

Juntó sus dos guantes de lana negra, y se levantó.

—Comprenderá usted —le dije al despedirle—, que no pretendo imponer a la señorita Préfére mi sistema educativo, en absoluto incompatible con la organización de los colegios, hasta de los mejor dirigidos; le ruego solamente que la convenza de que debe procurar a Juanita menos trabajo y más recreo, evitarla humillaciones y concederla toda libertad física e intelectual que sea compatible con el reglamento de la casa.

Con una sonrisa pálida y misteriosa me aseguró el señor Mouche que tendría en cuenta mis observaciones.

Hizo un ligero saludo, y al irse me dejó sumido en un incomprensible malestar y en una turbación angustiosa. He tratado en el transcurso de mi vida a muchas gentes de todas clases; pero no se parecían en modo alguno a ese notario y a esa maestra.

6 de julio.

Por haberse prolongado mucho la visita del señor Mouche, renuncié aquella tarde a ver a Juanita, y durante ocho días me absorbieron los deberes profesionales. Aún cuando a mi edad los hombres son más egoístas, me unen muchas ligaduras al mundo en que viví. Presido academias, congresos y sociedades; me abruman los cargos honoríficos; desempeño hasta siete, bien contados, en un solo ministerio. Las oficinas quisieran librarse de mí y yo quisiera librarme de las oficinas, pero la costumbre se impone a todo y subo fatigosamente las escaleras del Estado. A mi espalda los viejos ujieres se harán señas unos a otros al contemplar en los pasillos mi sombra errante. Cuando se llega a tan avanzada edad es difícil desaparecer. Sin embargo, como dice la canción, ya es hora de que me retire y de pensar en el fin.

Una vieja marquesa filosófica, amiga de Helvetius desde la juventud, y a quien yo conocí muy anciana en casa de mi padre, recibió durante su postrera enfermedad la visita del confesor, obstinado en prepararla a morir.

—¿Es necesario? —repuso ella—. Me parece que todo el mundo lo consigue perfectamente a la primera intentona.

Al poco tiempo mi padre fue a visitarla, y la encontró desahuciada.

—Buenos días, amigo mío —le dijo al estrecharle una mano—, voy a saber si Dios resulta muy agradable visto de cerca.

Así morían las hermosas amigas de los filósofos. Esta manera de acabar no es una vulgar impertinencia, y ligerezas semejantes no se hallan en los cerebros de los tontos. Pero me extraña. Ni mis temores, ni mis esperanzas están conformes con ello. Quisiera en mis postrimerías un poco de recogimiento, para lo cual es preciso que me preocupe, dentro de algunos años, de ahondar en mi espíritu, pues de otro modo es posible que me sorprendiera la…

¡Chitón! Que la Implacable al pasar no se detenga si oye su nombre. Puedo aún llevar mi carga sin su ayuda.

Juanita estaba hoy muy contenta. Me ha referido que el jueves pasado, después de recibir la visita del notario, la señorita Préfére la dispensó de algunas exigencias del reglamento y la eximió de varias ocupaciones. Desde aquel día venturoso, pasea con libertad por el jardín, donde sólo faltan flores y verdura; hasta dispone de tiempo bastante para trabajar en su desdichado San Jorge.

Sonriente, me dijo:

—Ya sé que se lo debo todo a usted.

Cambié de conversación al advertir que Juanita se distraía contra su voluntad.

—Noto que algo la preocupa —dije—. Hábleme con toda confianza; la reserva sería tan indigna de usted como de mí.

Juanita me respondió.

—Le escuchaba, pero mi pensamiento se distraía. ¿Me perdona, verdad? Pensaba que la señorita Préfére le distingue a usted mucho cuando sólo por agradarle se muestra cariñosa conmigo.

Y me miró con expresión a la vez risueña y azorada, que me hizo sonreír.

—¿Le parece muy extraño? —dije.

—Mucho —me respondió.

—¿Por qué?

—Porque no veo ningún motivo para que sea usted agradable a la señorita Préfére.

—Juanita, ¿le resulto a usted enojoso?

—Eso no, pero no puedo explicarme por qué agrada usted a la señorita Préfére. Y sin embargo, estoy segura. Me llamó aparte, y me hizo todo género de preguntas acerca de usted.

—¿De veras?

—Quiere conocer sus intimidades. Tanto, que me preguntó hasta la edad de su cocinera.

—Bueno; ¿y qué supone usted?

Juanita mantuvo largo rato los ojos fijos en las puntas rozadas de sus botas, y me pareció absorbida en una meditación profunda. Al fin alzó la frente, y dijo:

—No estoy satisfecha. Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos fácilmente, ¿verdad? Soy algo aturdida, pero me figuro que mi aturdimiento no le disgusta.

—No, hija mía, de ningún modo.

Confieso que su desconfianza me impresionó, y reflexioné acerca del concepto expresado por la niña. «Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos fácilmente».

Juanita sonrió y repuso:

—Me ha preguntado… ¡adivínelo usted…! Me ha preguntado si le gustan los manjares exquisitos.

—Y ¿cómo ha recibido usted, Juanita, ese chaparrón de preguntas?

—He contestado a todo: «No lo sé». Y ella me ha dicho: «Es usted idiota; debemos fijarnos en los menores detalles de un hombre superior. Sepa usted, señorita, que el señor Silvestre Bonnard es una de las glorias de Francia».

—¡Diablo! —exclamé—. ¿Y usted qué dice a esto?

—Digo que la señorita Préfére está en lo cierto; pero no me interesa…, y hago mal en confesarlo, no me interesa que la señorita Préfére tenga razón en nada.

—Pues bien, puede usted estar satisfecha: la señorita Préfére no tenía razón al decir eso.

—¡Sí! ¡Sí! Tenía razón. Pero yo quisiera querer a todos los que le estiman a usted, a todos en general; y no puedo, ¡no puedo!; ¡nunca podré querer a la señorita Préfére!

—Juanita, escúcheme —respondí con gravedad—. La señorita Préfére ahora es buena con usted; sea usted buena con ella.

La niña replicó secamente:

—A la señorita Préfére la es muy fácil ser buena conmigo, pero a mí habría de serme dificilísimo ser buena con ella.

Con cierto énfasis, aduje:

—Hija mía, la autoridad de los maestros es sagrada: su maestra representa para usted la madre que ha perdido.

Apenas había pronunciado esta solemne simpleza, cuando me arrepentí profundamente. La niña palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Oh!, ¡caballero! ¿Cómo es posible que diga usted semejante cosa?

Es verdad: ¿cómo pude yo decir tamaño desatino?

Ella repetía:

—¡Mamá! ¡Querida mamá! ¡Pobre mamá!

La casualidad me impidió ser estúpido hasta el extremo. No sé cómo, pero mis ojos debieron empañarse con lágrimas. Ya no se llora a mi edad; fue preciso que una tos maligna me arrancase lágrimas de los ojos. Era posible una equivocación, y la niña se equivocó. ¡Ah!, qué sonrisa tan pura, tan radiante brilló entonces bajo sus párpados húmedos, como el sol en las ramas después de un chaparrón de verano. Con las manos cogidas permanecimos largo rato sin pronunciar ni una palabra. Éramos felices.

—Hija mía —dije al fin—, ya soy muy viejo, y me han sido revelados muchos secretos de la vida que usted descubrirá poco a poco. El porvenir se forma del pasado. Cuanto usted haga para vivir aquí sin odio y sin amargura, la servirá para vivir algún día en paz y dichosa en su casa. Sea dulce y aprenda a sufrir; cuando se sabe sufrir se sufre menos. Si alguna vez tiene usted un verdadero motivo de queja, aquí estoy yo para oírla. Si la ofendiesen, nos consideraríamos ofendidos la señora de Gabry, que la quiere mucho, y este viejo.

* * *

—¿Sigue usted perfectamente bien, caballero?

Era la señorita Préfére, que al entrar cautelosamente me dirigía aquella pregunta acompañada de una sonrisa. Mi primer pensamiento fue mandarla con todos los diablos, el segundo comprobar que su boca estaba hecha para sonreír como una cacerola para tocar el violín, y el tercero corresponder a su cortesía con otra frase análoga.

Para evitar la presencia de la niña la dijo que saliese al jardín; luego, con una mano apoyada en la manteleta y la otra extendida hacia el Cuadro de honor me mostró el nombre de la señorita Alexandre que lo encabezaba escrito en redondilla.

—Veo con gran satisfacción —le dije— que está usted satisfecha de su conducta. Nada podría serme tan agradable, y atribuyó este feliz resultado a su afectuosa vigilancia. Me permití enviarla algunos libros que pueden interesar e instruir a sus educandas. Después de haberlos hojeado, usted juzgará si debe dárselos a la señorita Alexandre y a sus compañeras.

El agradecimiento de la maestra del colegio llegó hasta la ternura y se diluyó en palabras. Para interrumpirla, dije:

—Hace muy buen día.

—Sí —me respondió ella—; y si continúa, mis discípulas disfrutarán de un tiempo hermoso para divertirse.

—Sin duda se refiere usted a las vacaciones. Pero la señorita Alexandre, que no tiene familia, no saldrá de aquí. ¿Qué hará, ¡Dios mío!, en esta casa tan grande y tan solitaria?

—Le proporcionaré cuantas distracciones estén a nuestro alcance. La llevaré a los museos, y…

Vaciló y se ruborizó.

—… y a casa de usted, si usted me lo permite.

—¡Maravilloso! —exclamé—. La idea me seduce.

Nos separamos muy satisfechos el uno del otro. Yo, porque había conseguido lo que deseaba; ella sin un motivo fundado, lo cual —según Platón— la coloca en la más elevada esfera de la jerarquía de las almas.

Sin embargo, la introduje en mi casa con un mal presentimiento. Quisiera ver a Juanita en otras manos. El señor Mouche y la maestra son espíritus que traspasan los alcances del mío. No comprendo nunca por qué dicen lo que dicen ni por qué hacen lo que hacen; hay en ellos profundidades misteriosas que me turban. Tuvo razón Juanita cuando formuló este sencillo y profundo apotegma: «Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos».

¡Ay!, a mis años ya se sabe lo poco inocente que es la vida; se sabe cuánto cuesta vivir demasiado; sólo en plena juventud se confía.

16 de agosto.

Las esperaba. Debo añadir que las esperaba con impaciencia. Animando a Teresa para que las recibiera dignamente, agoté mi arte de insinuar y de agradar. Todo es poco. Por fin llegaron. Juanita estaba deliciosa. No vale tanto como su abuela, pero advierto, por primera vez, que su fisonomía es agradable, lo cual en este mundo es muy útil a una mujer. Sonríe, y la ciudad de los libros se alegra con su sonrisa.

Observé a Teresa, deseoso de averiguar si sus rigores de viejo guardián se suavizarían en presencia de la criatura. La vi fijar en Juanita sus ojos humedecidos, toda la expresión de su rostro arrugado y piltrafoso, de su barbilla puntiaguda como la de una hada vieja y temible. Y no hubo más.

La señorita Préfére vestida de azul, avanzaba, retrocedía, brincaba, trotaba, gritaba, suspiraba, bajaba los ojos, alzaba los ojos, se deshacía en atenciones, se mostraba decidida, se mostraba tímida, volvía a decidirse, volvía a intimidarse, hacía una reverencia… En resumen: no paraba un instante.

—¡Cuántos libros! —exclamó—. ¿Los ha leído usted todos, señor Bonnard?

Desgraciadamente —respondí—. Por lo cual no sé nada, pues ninguno de esos libros deja de desmentir al otro; de manera que, una vez conocido lo que dicen todos no se sabe qué pensar. ¡Ésta es mi situación, señora!

De pronto llamó a Juanita para comunicarle sus impresiones; pero la niña estaba en el balcón.

—¡Qué gusto! —nos dijo—. Me alegra ver correr el agua del río. ¡Hace pensar en tantas cosas!

Al quitarse la señorita Préfére el sombrero, dejó ver sobre la frente sus bucles rubios; mi criada retiró con brusquedad aquel sombrero y dijo que no era decoroso esparcir los pingajos sobre los muebles. Después se acercó a Juanita, y al preguntarla si quería quitarse la manteleta y el sombrero, la llamó afectuosamente su señorita. La niña se los entregó a Teresa, y un busto encantador y un talle perfecto destacaron gallardamente sus contornos sobre el cuadro luminoso del balcón. Entonces yo hubiera querido que la contemplase alguien más que una criada vieja, una maestra de escuela rizada como un borrego y un infeliz archivero paleógrafo.

—¿Mira usted el Sena? —le dije—. Brilla mucho al sol.

—Sí —respondió—. Parece una llama que se desliza. Pero vea usted a lo lejos cuánta frescura extiende, cómo refleja los sauces de sus orillas, que le dan sombra. Aquel rinconcito me atrae.

—Vaya —respondí—, veo que siente los encantos del río. ¿Qué diría usted si, con el beneplácito de la señorita Préfére, fuéramos a Saint-Cloud en una lancha de vapor que seguramente hallaríamos en el Puente Real?

Mi proyecto alegró mucho a Juanita, y la señorita Préfére mostróse desde luego resuelta a toda clase de sacrificios; pero mi criada quería saber algo más, y me condujo cautamente hasta el comedor, adónde yo la seguí tembloroso.

—Señor —me dijo cuando estuvimos solos—, nunca se le ocurre a usted nada, y yo he de pensar en todo. Felizmente, tengo buena memoria.

No creí oportuno desvanecer aquella ilusión temeraria. Ella prosiguió:

—¿De modo que se iba usted sin decirme antes lo que le gusta a la señorita? Usted es muy difícil de contentar, señor, pero al menos sabe distinguir lo bueno. No sucede lo mismo con las personas de pocos años, que no aprecian los primores de la cocina. A veces, lo mejor es lo que menos les deleita y lo peor les parece delicioso, porque no tienen aún el paladar educado; y no sabe una cómo acertar. Dígame si a la señorita la gustan los pichones con guisantes, y las croquetas.

—Mi buena Teresa, guise lo que usted crea más conveniente, y de seguro estará todo bien. Estas señoras se contentarán con nuestro modesto diario.

Teresa respondió secamente:

—Señor, me refiero a mi señorita: no es justo que se marche de casa sin haber disfrutado algo. En cuanto a la vieja rizada, si mis guisos no la gustan que se chupe los dedos; poco me importa.

Volví rebosante de satisfacción a la ciudad de los libros donde la señorita Préfére hacía ganchillo con tanta tranquilidad como si estuviera en su casa. Yo mismo llegué a pensarlo también. Ocupaba poco sitio, es cierto, junto al balcón, pero había elegido tan acertadamente su silla y su taburete, que aquellos muebles parecían estar hechos para ella.

Por el contrario, Juanita dirigía a los libros y a los cuadros una mirada que casi era un afectuoso adiós.

—Tome usted —le dije—, hojee, para entretenerse, un libro que no dejará de agradarle, porque hay en él estampas muy bonitas.

Y abrí ante ella la colección de trajes de Vecellio, no la vulgar copia pobremente ejecutada por artistas modernos, sino un magnífico y venerable ejemplar de la edición primera, tan noble como las nobles damas que figuran en sus páginas amarillentas y embellecidas por la pátina del tiempo.

Mientras hojeaba los grabados con ingenua curiosidad, me dijo:

—Hablábamos de dar un paseo, y usted me ofrece hacer un viaje, un viaje muy largo.

—Pues bien, señorita —repuse—; lo primero es ponerse en condiciones de realizar cómodamente ese viaje. Está usted sentada en el filo de la silla que sólo tiene una pata apoyada en el suelo. Siéntese bien, apoye las cuatro patas de la silla y ponga el libro sobre la mesa.

Me obedeció sonriente, y dijo:

—Mire usted qué traje tan hermoso, señor —era el de una dogaresa—. ¡Qué noble resulta! ¡Cuántas ideas sugiere! ¡Es magnífico el lujo!

La profesora levantó de su labor una naricilla imperfecta, y adujo:

—No debe usted manifestar tales pensamientos, señorita.

—Son tan naturales como inocentes —dije—. Hay almas lujosas que tienen el gusto innato de la magnificencia.

La naricilla imperfecta bajóse de pronto.

—A la señorita Préfére también le gusta el lujo —dijo la niña—; recorta pantallas de papel transparente para los quinqués. Es un lujo económico, pero es un lujo.

De nuevo nos interesó Venecia, y mientras admirábamos a una patricia con dalmática bordada, sonó la campanilla. Creí que sería cualquier muchacho con su cesta, pero la puerta de la ciudad de los libros se abrió y… ¿Deseabas, Silvestre Bonnard, que otros ojos distintos de los tuyos apagados y con gafas, vieran a tu protegida? Tus deseos se realizan de un modo inesperado, y como al imprudente Teseo, una voz te dice:


Temed, señor, que el implacable cielo
en castigo realice vuestro anhelo.
 

Abrióse la puerta de la ciudad de los libros y apareció un gallardo mozo introducido por Teresa. Mi pobre criada, alma sencilla, sólo sabe abrir o cerrar la puerta a las personas; no concibe las delicadezas de la antesala al salón; no entra en sus propósitos anunciar ni hacer esperar; da con la puerta en las narices a las visitas o las introduce donde yo me hallo sin preparación alguna.

Ya tenemos al galán metido entre nosotros, y no sería correcto hacerle salir y encerrarlo en seguida en la habitación inmediata como a una fiera peligrosa. Espero que se explique y lo hace sin apurarse, pero me parece que ha reparado en la niña, que hojea el ejemplar de Vecellio inclinada sobre la mesa. Me fijo en la fisonomía del mozo y, o mucho me engaño o le vi en otra parte. Se llama Gelis. Ese nombre lo he oído yo no sé dónde. El caso es que el señor Gelis tiene muy buena figura. Según me dice, estudia el tercer año en la Escuela de Diplomática, y desde hace quince o diez y ocho meses prepara su tesis del grado, cuyo asunto es El estado de las abadías benedictinas en 1700. Ha leído mis trabajos acerca del Monasticón y está convencido de que no podrá terminar su estudio sin mis consejos, en primer lugar, y sin cierto manuscrito que yo poseo: el diario de gastos de la abadía de Citeaux desde 1638 hasta 1704.

Después de ilustrarme acerca del asunto, me entrega una carta de recomendación firmada por uno de mis colegas más ilustres.

¡Enhorabuena! Comprendo al fin. El señor Gelis es el mozo que un año antes me trató de imbécil a la sombra de los castaños. Al desdoblar su carta de presentación, reflexionó:

«¡Ah, infeliz! Estás muy lejos de sospechar que no ignoro lo que piensas de mí… o al menos lo que pensabas aquel día, porque los jóvenes son muy casquivanos. Te hallas en mi poder, joven imprudente; has caído en las garras del león, pero de un modo tan inesperado, que el león, sorprendido, no sabe qué hacer de su presa. ¿Acaso tú, viejo león, serás verdaderamente un imbécil? Si no lo eres, lo fuiste. Fuiste un imbécil por haber puesto atención en lo que decía el señor Gelis al pie de la estatua de Margarita de Valois; dos veces imbécil por haberle oído; y tres veces imbécil por retener en la memoria lo que valiera más no escuchar».

Cuando hube amonestado así al viejo león, le exhorté para que se mostrara clemente; no se hizo rogar mucho, y de pronto se sintió tan satisfecho que hubo de contenerse para no lanzar gozosos rugidos.

En mi manera de leer la carta de mi colega pudieron juzgarme poco inteligente en lecturas. Tardé mucho, y el señor Gelis hubiera tenido tiempo de aburrirse, pero contemplaba a Juanita mientras aguardaba sin impaciencia; Juanita volvía de vez en cuando la cabeza hacia nosotros. No es posible permanecer inmóvil, ¿verdad?

La señorita Préfére se arreglaba los bucles y agitaban su pecho débiles suspiros. He de advertir que algunos de aquellos suspiros iban dirigidos a mí.

—Señor mío —dije mientras doblaba la carta—, me place serle útil. Las investigaciones que le ocupan también me interesaron vivamente. Hice lo que pude. Sé, como usted, y acaso mejor que usted, que aún queda mucho por hacer. Pongo a su disposición el manuscrito que me pide; puede usted llevárselo, pero no es de los menos voluminosos, y temo…

—¡Ah, señor! —dijo Gelis—, los libros no me asustan por muy voluminosos que sean.

Rogué al joven que me aguardara, y fuime a un aposento inmediato para buscar el manuscrito, que al pronto no apareció. Desesperaba ya de encontrarlo cuando advertí, en ciertos indicios seguros, que mi criada había hecho limpieza. Aquel manuscrito era tan voluminoso que Teresa no pudo extraviarlo por completo. Lo descubrí, lo levanté con trabajo, y tuve la satisfacción de sentir su considerable peso.

«Aguarda, muchacho —le dije con una sonrisa que debió ser muy sarcástica—. Para abrumarte fatigaré primero tus brazos y después tu cerebro. Ésta es la venganza inicial de Silvestre Bonnard. Más adelante, ya veremos».

Cuando entré en la ciudad de los libros oí que el señor Gelis decía a Juanita:

—Las venecianas empapaban sus cabellos en un tinte rubio; usaron el rubio de oro y el rubio de miel; pero hay cabellos cuyo color natural es mucho más bonito que el de la miel y el del oro.

Juanita respondió con un silencio reflexivo y amable. Adiviné que se trataba del bribón de Vecellio, y que inclinados sobre el libro habían mirado juntos a la dogaresa y a las patricias.

Al mostrar aquel enorme volumen pensé que Gelis pondría mal gesto. Era la carga de un mazo de cordel; yo tenía ya los brazos doloridos, pero el joven, sonriente, lo cogió como una pluma y se lo puso debajo del brazo. Luego me dio las gracias con esa concisión que tanto me place, me repitió que necesitaría de mis consejos; y después de preguntarme cuándo podríamos tener una segunda entrevista, nos saludó a todos y se fue con desenvoltura gallarda.

Yo dije:

—Es un mozo muy agradable.

Juanita volvió algunas páginas del Vecellio, sin responder nada. Luego fuimos a Saint-Cloud.

Setiembre-diciembre.

Las visitas al pobre viejo se han sucedido con una exactitud que me satisface profundamente, gracias a la señorita Préfére, la cual tiene ya su rinconcito propio en la ciudad de los libros, y dice «mi silla, mi taburete, mi costurero». Su costurero es una tabla de la que ha expulsado a los poetas champañeses para dejar su saquito de labor. Se muestra muy amable, y es necesario que yo sea un monstruo para no encariñarme con ella; pero la soporto en toda la extensión de la palabra. ¿Qué no soportaría yo por Juanita? Juanita infunde a la ciudad de los libros un encanto que persiste aún en su ausencia. Es tan inteligente, que a pesar de hallarse poco instruida, cuando pretendo enseñarle algo hermoso resulta que yo no lo había visto bien y es ella quien me lo enseña. Si hasta el presente me ha sido imposible inculcarle mis ideas, en cambio muchas veces me agradó seguir el ingenioso capricho de las suyas.

Un hombre más sensato que yo pensaría en hacerla útil. Pero ¿no es útil en este mundo ser admirable? Sin ser hermosa, encanta. Encantar, acaso tenga la misma utilidad que zurcir medias. Además, yo no soy inmortal, y ella sin duda no será muy vieja cuando mi notario (que no es el señor Mouche) la leerá cierto papel que hace poco tiempo he firmado.

No consiento que nadie más que yo la proteja y la dote. No soy rico, y no aumentó gran cosa en mis manos la herencia paterna. Estudiar textos antiguos no es la ocupación más adecuada para enriquecerse, pero mis libros, al precio que alcanza hoy esta mercancía, valen algún dinero. Guardo en un estante varios poetas del siglo XVI que los banqueros disputarían a los príncipes, y creo que estas Horas de Simón Vostre no pasarían inadvertidas en el hotel Silvestre, ni tampoco esas Preces pioe que usó la reina Claudia. He atendido especialmente a reunir y conservar ejemplares raros y curiosos en la ciudad de los libros; creí durante mucho tiempo que me eran tan necesarios para vivir como el aire y la luz; mucho los amé y aún hoy no dejo de sonreírles y de acariciarlos. ¡Sus lomos de tafilete son tan agradables a la vista y sus vitelas tan suaves al tacto! Cada uno de estos libros es digno, por un mérito especial, de la estimación de un hombre inteligente. ¿Qué otro dueño sabrá apreciarlos en lo que valen? ¡Si al menos su nuevo poseedor no los deja perecer en el abandono, ni los mutila por un capricho de profano! ¿En qué manos caerá ese ejemplar incomparable de la Historia de la abadía de Saint Saint-Germain-des-Prés…, en cuyo margen el mismo autor, Dom Jacobo Bouillar, escribió unas notas interesantísimas…?

«Bonnard, era un viejo loco. Tu pobre cocinera está hoy postrada en cama con un fuerte dolor reumático; Juanita ha de venir con su acompañante; y en vez de prepararte a recibirlas, piensas mil estupideces. Silvestre Bonnard, nunca harás nada de provecho, te lo aseguro».

Y precisamente desde mi balcón las veo bajar del ómnibus. Juanita salta como una gata, y la señorita Préfére cae en los brazos del conductor con la gracia púdica de una Virginia salvada nuevamente de un naufragio y resignada a dejarse llevar. Juanita levanta la cabeza para dedicarme un imperceptible mohín de amistosa confianza. Comprendo que es encantadora; no tanto como su abuela; pero sus atractivos son la alegría y el consuelo de este viejo loco. En cuanto a los jóvenes locos (aún los hay), no sé lo que opinarán; no es cuenta mía… Pero ¿será preciso repetirte, Bonnard amigo, que tu criada está en cama y que has de abrir la puerta?

Viejo Invierno, abre…; ¡la Primavera llama! Es Juanita, en efecto; Juanita con el color un poco encendido. A la señorita Préfére la faltan aún veinte escalones para llegar, ahogada y encolerizada, al descansillo de mi aposento.

Expliqué la situación de mi criada y propuse que fuéramos a comer a un restaurante pero Teresa, que ni en el lecho del dolor pierde sus energías, decidió que habíamos de comer en casa… Las personas decentes, según ella, no van a comer al restaurante. Además, todo lo tenía previsto. La compra estaba hecha y la portera prepararía el almuerzo.

La traviesa Juanita quiso cerciorarse de si la enferma necesitaba cualquier cosa. Como supondrán ustedes, pronto la enviaron al salón, pero no con la rudeza que yo me temía.

—Cuando necesite que me sirvan, lo que no quiera Dios —le respondieron—, buscaré una persona menos linda que usted. Sólo me hace falta descanso, y ésa es una mercancía que usted no despacha en la feria. Vaya usted a divertirse y no se quede aquí; es malsano. La vejez se contagia.

Después de repetirnos estas frases, añadió Juanita que el lenguaje de Teresa la agradaba mucho, por lo cual la señorita Préfére la reprochó no tener gustos distinguidos. Traté de disculparla con el ejemplo de tantos cultivadores del idioma que buscan maestros de lenguaje entre los cargadores del puerto y entre las viejas lavanderas del río; pero la señorita Préfére tenía los gustos demasiado selectos para conformarse con mis explicaciones.

Luego Juanita, en actitud suplicante, me pidió que la permitiera ponerse un delantal blanco y ocuparse del almuerzo.

—Juanita —respondí con la gravedad de un dueño de casa—, creo que si se trata de romper los platos, desportillar las cazuelas, destrozar las fuentes y agujerear los pucheros, la sórdida criatura que Teresa ha puesto en su lugar lo hará sin ayuda, pues acabo de oír en la cocina ruidos desastrosos. Sin embargo, la encomiendo a usted, Juanita, la confección del postre. Coja un delantal blanco; yo mismo se lo ataré.

En efecto, le até solemnemente el delantal a la cintura y se fue a la cocina para preparar, como luego advertimos, platos deliciosos.

No pude alegrarme por completo de aquellas disposiciones, porque la señorita Préfére, al quedarse a solas conmigo, empleó modales intranquilizadores, clavó en mí sus ojos encendidos y lacrimosos, y exhaló suspiros enormes.

—¡Le compadezco! —me dijo—. ¡Un hombre del mérito de usted, vivir solo con una criada tosca!, (tosca lo es, no cabe duda). ¡Qué existencia tan cruel! Usted necesita descanso, muchas atenciones y mucha solicitud, cuidados de todos géneros. Puede usted enfermar. No hay mujer que no juzgara honroso llevar su nombre y compartir su existencia. No, no la hay; mi corazón me lo dice.

Y oprimía con las dos manos su corazón dispuesto a escaparse.

Yo estaba realmente desconcertado. Procuré convencer a la señorita Préfére de que no me convenía variar las condiciones de mi existencia, ya casi en su límite, y de que me consideraba todo lo feliz que me permitían serlo mi naturaleza y mi suerte.

—No, no es usted feliz —exclamó—. Necesita usted a su lado un alma capaz de comprenderle. Salga de su ensimismamiento, pasee los ojos en torno suyo. Sin duda tendrá usted buenas amistades, gratas relaciones. No se puede ser de la Academia sin frecuentar la sociedad. Observe, juzgue, compare. Una mujer prudente no le negará su mano. Soy mujer, caballero; mi instinto no me engaña; algo me dice que el matrimonio le proporcionará la dicha. ¡Las mujeres son tan abnegadas, tan cariñosas!, (no todas ciertamente, pero algunas). Además, son sensibles a la gloria. Su cocinera ya no tiene bríos: está sorda, enferma. ¡Si le ocurriese a usted una desgracia de noche! ¡Me estremezco al imaginarlo!

Y realmente se estremecía: cerraba los ojos, apretaba los puños, pataleaba. Mi asombro era mayúsculo. Con qué formidable ardimiento prosiguió:

—¡Su salud, su importante salud! Daría con gusto toda mi sangre para prolongar los días de un sabio, de un literato, de un hombre tan ilustre, de un académico; y a una mujer que no fuera capaz de hacer otro tanto, la despreciaría. Mire usted, caballero: he conocido a la mujer de un sabio matemático, de un hombre que desarrollaba sus cálculos en cuadernos, en un sin fin de cuadernos con los cuales llenaba todos los armarios. Padecía del corazón, se consumía por momentos; y su mujer estaba muy tranquila, sin pensar en cuidarle. Al fin no pude más y un día la dije: «¡Señora, no tiene usted corazón! Yo en su lugar hiciera…, hiciera… ¡No sé lo que hiciera!».

Rendida, calló. Mi situación era horrible. Decir francamente a la señorita Préfére lo que opinaba de sus consejos hubiera sido romper con ella y, por consiguiente, alejarme de Juanita. Recurrí a la suavidad. Por añadidura estaba en mi casa, y esto me decidió a guardarle ciertas atenciones.

—Soy muy viejo, señorita —le respondí—. Me parece que su consejo llega un poco tarde; sin embargo lo tendré presente. Y ahora, sosiéguese; tal vez la conviniera tomar un vaso de agua con azúcar.

Con gran sorpresa mía la tranquilizaron aquellas frases, y la vi sentarse con calma en su rinconcito, junto a su costurero, en su silla, y poner los pies sobre su taburete.

La comida estaba mal sazonada. La señorita Préfére, sumergida en sus ensueños, no se dio cuenta. Generalmente soy muy sensible a esta clase de contratiempos, pero aquello despertó en Juanita tanto alborozo, que acabé por alegrarme. No sabía yo aún ¡a mi edad!, que un pollo achicharrado y crudo a la vez era un incidente cómico, pero las sonoras carcajadas de Juanita me lo enseñaron. Aquel pollo nos inspiró mil ocurrencias ingeniosas que ya he olvidado, y quedé satisfechísimo de que no hubiesen conseguido asarlo convenientemente.

La comida terminó al presentar Juanita, con mucha gracia, la fuente de huevos moles que había preparado. Su dorada superficie brillaba con pálido resplandor y difundía un intenso perfume de vainilla. Colocó el plato sobre la mesa con la gravedad ingenua de una criada de Chardin.

En el fondo de mi alma sentíame intranquilo. Era imposible sostener durante mucho tiempo una buena amistad con la señorita Préfére, cuyos furores matrimoniales habían estallado; y una vez alejada la maestra, ¡adiós la educanda! Aproveché el momento en que aquella señorita fue a ponerse el sombrero y el abrigo, para hacer apresuradamente a Juanita una pregunta importante. Me contestó que tenía diez y ocho años y un mes. Con los dedos calculé que no sería mayor de edad antes de dos años y once meses. ¿Cómo pasar tan largo tiempo?

Al despedirnos, la señorita Préfére me miró con tanta expresión que temblé de pies a cabeza.

—Hasta la vista —dije gravemente a la niña—. Escúcheme: su amigo es viejo y puede faltar; prométame no faltarse nunca a sí misma, y estaré tranquilo. ¡Dios la guarde, hija mía!

Después de cerrar la puerta cuando hubieron salido, abrí el balcón para verla en la calle. La noche era obscura y sólo divisé sombras confusas que se deslizaban por el muelle. El zumbido inmenso y sordo de la ciudad subía hasta mí… Se me angustiaba el corazón.

15 de diciembre.

El rey de Tule conservaba una copa de oro que su madre le había regalado. Próximo a morir, y seguro de que bebía en ella por última vez, arrojó la copa al mar. Conservo este cuaderno de recuerdos como el viejo príncipe de los brumosos mares conservó su copa cincelada, y del mismo modo que él arrojó su joya de amor, quemaré a tiempo este libro de reflexiones. No será una avaricia altiva ni un orgullo egoísta lo que me obligue a destruir este monumento de una vida humilde, sino el temor de que las cosas que fueron para mí queridas y sagradas resulten, por falta de arte, vulgares y ridículas.

No digo esto por lo que a continuación voy a referir. Ciertamente sentía el ridículo cuando, invitado a comer en casa de la señorita Préfére, me senté en una poltrona (era realmente poltrona), a la derecha de aquella alarmante maestra. La mesa estaba colocada en un saloncito. Platos rotos, vasos desiguales, cuchillos con mango desprendido, tenedores con las púas amarillentas: nada faltó allí de lo que puede quitar el apetito a una persona pulcra.

Me advirtieron que el almuerzo era en honor mío, aún cuando el señor Mouche también estaba invitado. Sin duda la señorita Préfére me atribuía, en lo referente a la manteca, gusto de sármata, pues la que me ofreció era excesivamente rancia.

El asado acabó de envenenarme; pero en cambio tuve el placer de oír platicar acerca de la virtud al señor Mouche y a la señorita Préfére. Digo el placer y debería decir la vergüenza, porque los sentimientos que expresaron están por encima de mi burdo natural.

Lo que dijeron me demostró claramente que vivían de abnegación por todo alimento, y que el sacrificio les era tan necesario como el aire y el agua. Al ver que yo no comía, la señorita Préfére hizo mil esfuerzos para combatir lo que ella bondadosamente llamaba mi discreción. Juanita no estuvo con nosotros porque, según me dijeron, su presencia —contraria al reglamento— hubiera quebrantado la igualdad indispensable para mantener la disciplina entre las colegialas.

La criada, siempre despavorida, sirvió un raquítico postre y desapareció como una sombra.

Entonces la señorita Préfére refirió al señor Mouche, con inusitados aspavientos, cuanto me había dicho en la ciudad de los libros mientras mi cocinera estaba en cama. Su admiración por un académico, sus temores de verme enfermo y solo, su certidumbre de que sería la dicha de una mujer inteligente compartir mi existencia; y no sólo repitió sus dulzonas frases, sin olvidar ninguna, sino que añadió nuevos desvaríos. El señor Mouche aprobaba con la cabeza, a la vez que se entretenía cascando avellanas, y después de oír aquella descompasada verbosidad, preguntó con afectuosa sonrisa lo que yo había respondido.

La señorita Préfére, con una mano sobre el corazón y la otra extendida hacia mí, exclamó:

—¡Es tan afectuoso, tan superior, tan bueno, tan excelente! Me ha respondido. Pero no sabría yo, infeliz mujer, repetir las frases de un académico; bastará que las resuma. Me ha respondido: «Sí, me convence, y acepto».

Al decir estas palabras la señorita Préfére me cogió una mano. El señor Mouche se levantó, y muy conmovido me cogió la otra, mientras decía:

—¡Le felicito, caballero!

Algunas veces, en mi vida, he sentido miedo, pero jamás un terror de naturaleza tan repugnante como en aquella hora.

Retiré mis dos manos, me levanté para comunicar a mis frases toda la gravedad posible, y dije:

—Señora: o yo no acerté a explicarme bien aquel día en mi casa, o ahora la he comprendido mal. En cualquiera de los dos casos se impone una rectificación contundente. Permítame, señora, que la formule con brevedad. No, no me ha convencido; no, no he aceptado nada; ignoro en absoluto qué mujer me designa, si acaso me ha designado alguna, pero no entra en mis planes el matrimonio. Sería una locura imperdonable a mi edad, y no puedo concebir que una persona tan sensata como usted haya podido aconsejármelo. Tengo varias razones para creer que usted no ha dicho nada parecido. En ese caso, perdone usted a un viejo poco acostumbrado al trato de gentes, sobre todo al lenguaje de las señoras, y que además lamenta su error.

El señor Mouche se sentó de nuevo en su sitio donde, a falta de avellanas, se entretuvo en partir un tapón de corcho.

La señorita Préfére, después de contemplarme durante algunos momentos con unos ojillos redondos y duros cuya impertinencia yo no había padecido aún, recobró su dulzura y su amabilidad acostumbradas, y con voz melosa exclamó:

—¡Estos sabios, estos hombres de estudio son unos niños! Sí, señor Bonnard, realmente es usted un niño.

Luego, volvióse hacia el notario, que seguía con la cabeza baja y cortaba tranquilamente el corcho, y le dijo con voz suplicante:

—¡Oh, no le acuse usted! ¡No le acuse usted! No le juzgue mal, se lo ruego. No le juzgue mal. ¿Tendré que pedírselo de rodillas?

El señor Mouche daba vueltas al corcho entre sus dedos, y lo contemplaba sin chistar.

Yo estaba indignado, y a juzgar por el calor que sentí en la cabeza, debía tener el rostro encendido; pero estoy seguro de haber oído entonces, entre los zumbidos violentos de mis sienes, estas palabras:

—Nuestro pobre amigo me asusta, señor Mouche. Haga el favor de abrir la ventana. Me parece que una compresa de árnica le aliviaría.

Me lancé a la calle con un indecible sentimiento de asco y de terror.

20 de diciembre.

Durante una semana, ni siquiera oí hablar de la Institución Préfére. No pude vivir más tiempo sin noticias de Juanita, y seguro de que no me hallaba en el caso de retirarme por completo, me dirigí a Ternes.

El salón me pareció más frío, más húmedo, más inhospitalario, más insidioso, y la criada más azarada y silenciosa que nunca. Pregunté por Juanita, y después de bastante rato se presentó la señorita Préfére, grave, pálida, con los labios apretados y los ojos severos.

—Caballero, siento mucho —me dijo, con los brazos cruzados bajo su manteleta— no poder permitirle que vea a la señorita Juana Alexandre; pero es de todo punto imposible.

—¿Por qué?

—Las razones que me obligan a suplicarle que no menudee tanto sus visitas, caballero, son de naturaleza extraordinariamente delicada, y le ruego que me evite la molestia de enumerarlas.

—Señora —dije—, estoy autorizado por el tutor de Juanita para visitar a su pupila todos los días. ¿En qué razones puede fundarse usted para contradecir los propósitos, las órdenes del señor Mouche?

—El tutor de la señorita Juana —y recalcó la palabra tutor— desea, tanto como yo, poner fin a estas asiduidades.

—Le ruego me diga en qué se fundan usted y él para tomar semejante determinación.

Con los ojos fijos en la pequeña espiral de papel, me respondió tranquila y severa:

—¿Lo quiere usted? Aunque tal explicación es difícil para una mujer, cedo a sus exigencias. Caballero: ésta es una casa honrada. Tengo mucha responsabilidad y he de velar como una madre por cada una de mis alumnas. Las asiduidades de usted con la señorita Juana Alexandre no pueden tolerarse; la perjudican, y debo cortarlas.

—No la comprendo —respondí.

Era verdad; no la comprendía. Ella prosiguió lentamente:

—Sus asiduidades en esta santa casa son interpretadas de tal modo por las personas más respetables y menos sospechosas del mundo, que en interés de mi establecimiento y en interés de la señorita Juana Alexandre deben cesar lo antes posible.

—Señora —dije—, ¡he oído muchas sandeces en mi vida, pero ninguna puede compararse a la que usted acaba de pronunciar!

Ella me respondió sencillamente:

—Sus injurias no me desconciertan. El cumplimiento de un deber fortalece mucho.

Y oprimió su manteleta sobre su corazón, no para contenerlo, pero sin duda para acariciarlo por su generosidad.

—Señora —dije señalándola con el dedo—, ha provocado la indignación de un anciano. Procure que este anciano la olvide, y no añada usted nuevas infamias a las que ahora descubro. Tenga presente que no dejaré de velar por Juanita Alexandre. Si aquí se la maltrata, sea como sea, ¡pobre de usted!

A medida que yo me exaltaba se mostraba ella más tranquila, y con absoluta frialdad me respondió:

—Caballero, conozco demasiado la clase de interés que le inspira esa muchacha para no sustraerla a la protección de que usted blasona. Ante la intimidad equívoca en que viven usted y su criada, debí evitar su contacto con esa criatura inocente. En lo sucesivo así lo haré. Si hasta este momento fui de sobra confiada, no es usted sino mi discípula quien puede reprochármelo; pero, gracias a mí, es bastante pura y bastante inocente para no sospechar el peligro a que la expuso usted. No creo verme obligada a especificarlo, a menos que usted insista.

«Vaya —me dije encogiéndome de hombros—, era preciso, mi pobre Bonnard, que vivieses tanto tiempo para saber al fin con exactitud a lo que llega una mujer mala. Tu ciencia se completó ya en este asunto».

Salí sin contestar, y tuve el gusto de advertir en el súbito sofoco de la maestra que mi silencio la impresionaba mucho más que mis palabras.

Al cruzar el patio, miré ávidamente a todas partes, ansioso de ver a Juanita, la cual estaba en acecho, y corrió hacia mí.

—Si tocan a uno solo de sus cabellos, Juanita, escríbame. Adiós.

—¡No; adiós no!

Insistí:

—¡No, no; adiós, no! Escríbame.

Inmediatamente fui a casa de la señora Gabry.

—Los señores están en Roma. ¿Lo ignoraba el señor?

—No —respondí—, la señora me lo ha escrito.

En efecto, me lo había escrito, y era forzoso estar sin juicio para no recordarlo. Ésta fue sin duda la opinión del criado; me miró de un modo que significaba «el señor Bonnard chochea», y se apoyó en la barandilla de la escalera para ver si yo cometía cualquier desafuero. Como bajé razonablemente se retiró desencantado.

Al entrar en mi casa supe que el señor Gelis esperaba en el salón. Me visita frecuentemente. No tiene aún convicciones firmes, pero su inteligencia no es vulgar. Aquella vez su visita no dejó de perturbarme.

«¡Ay! —pensé—, si le suelto a mi joven amigo alguna tontería opinará también que chocheo. Sin embargo, no puedo explicarle que me han pedido mi blanca mano, que me califican de hombre de malas costumbres, que calumnian a Teresa, y que Juanita está en poder de la criatura más infame del mundo. Realmente ¡es oportuna la ocasión para hablar de abadías cistercienses con un joven y malévolo erudito! ¡En fin, vamos a ver…!».

Pero Teresa me detuvo.

—¡Qué sofocado está señor! —dijo en tono de reproche.

—Es la primavera —respondí.

Ella exclamó:

—¿La primavera en el mes de diciembre?

En efecto, estamos en el mes de diciembre. ¡Qué cabeza la mía, y qué buen apoyo tiene Juanita en mí!

—Teresa, coja mi bastón, y si es posible déjelo donde yo pueda encontrarlo. Buenas tardes, señor Gelis. ¿Cómo está usted?

Sin fecha.

Al día siguiente, el pobre viejo quiso levantarse pero no pudo. Era fuerte la mano invisible que le retenía extendido sobre su cama. El pobre viejo así clavado se resignó a no moverse, pero sus ideas no dejaron de agitarse.

Sin duda padecía una fiebre muy alta, porque la señorita Préfére, los abates de Saint-Germain-des-Prés y el mozo de comedor de la señora de Gabry se le aparecieron en formas fantásticas. Principalmente el mozo de comedor, gesticulaba y se alargaba sobre mi cabeza como una gárgola de catedral. Creí ver mucha gente, demasiada gente en mi habitación.

Los muebles de mi cuarto son antiguos: el retrato de mi padre con uniforme, y el de mi madre con un vestido de seda, destacan de la pared sobre un papel rameado en verde. Sé, y lo sé muy bien, que todo ello está muy deslucido. La estancia de un pobre viejo no debe ser presuntuosa; limpia sí, de lo cual se encarga Teresa. Tampoco está falta de adorno; lo bastante para recreo de mi espíritu que se conserva infantil y bobalicón. Hay en las paredes y sobre los muebles objetos que, de ordinario, me hablan y me alegran. Pero ¿qué quieren hoy de mí todos ellos? Se han vuelto chillones, gesteros y amenazadores. Esa estatua, moldeada en una de las virtudes teologales de Nuestra Señora de Brou, tan ingenua y tan graciosa en su estado natural, hace hoy contorsiones horribles y saca la lengua. Esa hermosa miniatura, en la cual uno de los más suaves discípulos de Juan Fouquet se presentó con el cordón de los hijos de San Francisco, de rodillas y en actitud de ofrecer su libro al buen duque de Angulema, ¿quién la sacó de su marco para poner en su lugar una monstruosa cabeza de gato que me mira con ojos fosforescentes? El rameado del papel también se ha convertido en cabezas en cabezas verdes y disformes… Todo es mentira; son, lo mismo ahora que hace veinte años, hojas impresas y nada más… Pero… ¡bien decía yo que son cabezas con ojos, nariz y boca; sí, cabezas…! Ya comprendo: son a un mismo tiempo cabezas y hojas. ¡Cuánto me gustaría no verlas!

A mi derecha, la preciosa miniatura del franciscano ha vuelto a su sitio; pero me parece que la mantengo sujeta por un fatigoso esfuerzo de voluntad, y si me canso, la monstruosa cabeza de gato puede reaparecer. No deliro; veo a Teresa junto a mi cama; oigo que me habla, y la respondería con perfecta lucidez si no estuviera tan ocupado en conservar la verdadera forma de todos los objetos que me rodean.

Ya llega el médico. Yo no le mandé llamar, pero tengo mucho gusto en verle. Es un antiguo vecino a quien di poco trabajo y a quien aprecio bastante. No le digo casi nada; estoy en pleno juicio y me vuelvo astuto, pues acecho sus actitudes, sus miradas y los menores gestos de su fisonomía. Es avisado el doctor y me oculta lo que piensa. La frase profunda de Goethe se ofrece a mi imaginación, y digo:

—Doctor: este pobre viejo consiente en estar enfermo; pero esta vez no piensa concederle más a la Naturaleza.

Ni el doctor ni Teresa me ríen la gracia; no lo habrán entendido.

El doctor se va; anochece, y sombras de todas clases se forman y se deforman, como las nubes, entre los pliegues de las cortinas. Multitud de sombras pasan ante mí, y a través de todas ellas veo el rostro inmóvil de mi fiel criada. De pronto un grito, un grito agudo, un grito de espanto me destroza los oídos. ¿Es usted, Juanita, quien me ha llamado?

Cierra la noche, y las sombras se instalan a mi cabecera para no retirarse hasta el amanecer.

Con las primeras luces del alba siento que una tranquilidad, una inmensa tranquilidad me envuelve por completo. ¿Me abrís vuestro seno, Señor, Dios mío?

Febrero de 186…

El doctor está muy satisfecho. Al parecer, le enorgullece mucho que yo me tenga en pie. Según dice, una infinidad de males se desplomaron a la vez sobre mi viejo organismo.

Estos males, espanto del hombre, tienen sus clasificaciones, espanto del filólogo. Son palabras híbridas, semigriegas, semilatinas, terminadas en «itis» cuando indican un estado inflamatorio, y en «algia» cuando expresan dolor. El médico me las repite con gran número de adjetivos terminados en «ico», destinados a caracterizar la detestable cualidad. Toda una columna del Diccionario de Medicina.

—Esa mano, doctor. Me ha devuelto usted la vida, y le perdono: me ha devuelto usted a mis amigos, y se lo agradezco. Dice usted que soy fuerte. Sin duda, sin duda; pero he durado ya mucho. Ya soy un vejestorio comparable al sillón de mi padre. Mi padre se sentaba, desde la mañana hasta la noche, en un viejo sillón heredado. Veinte veces al día, en mi niñez, me encaramaba sobre un brazo de aquel mueble. Mientras estuvo en buen uso nadie le dio importancia, pero cuando empezó a cojear de una pata dijeron que era un excelente sillón. Luego cojeó de tres patas; se le rompió la última y perdió casi los dos brazos. Entonces exclamaron: «¡Qué sillón tan fuerte!». Les admiraba que sin un brazo útil ni una pata en que apoyarse, conservara su figura de sillón, se sostuviera todavía y fuese aún de alguna utilidad. La crin se le salió del cuerpo, y entregó el alma.

»Cuando Cipriano, nuestro sirviente, partió sus miembros para echarlos a la chimenea, los gritos de admiración aumentaron: “¡Qué excelente y maravilloso sillón! Lo usaron Pedro Silvestre Bonnard, comerciante en paños; Epifanio Bonnard, su hijo, y Juan Bautista Bonnard, jefe de la tercera división marítima y filósofo escéptico. ¡Qué venerable y sólido sillón!”. En realidad era un sillón muerto. Pues bien, doctor: yo soy como aquel sillón. Me cree usted fuerte porque resistí asaltos que hubieran matado por completo a personas de condiciones distintas y que a mí sólo me han matado a medias. A pesar de todo, no dejo de ser un objeto irremediablemente averiado.

A fuerza de palabras griegas y latinas, el doctor quiere demostrarme que me conservo bien. La transparencia y la claridad de nuestro idioma son excesivas para permitir una demostración de tal género. Me supongo persuadido y le acompaño hasta la puerta.

—¡Gracias a Dios! —me dice Teresa—. Así es como debe despedirse a los médicos. En dos o tres veces que se repita no volverá, y me alegraré mucho.

—Bueno, Teresa; puesto que ya estoy repuesto del todo, no me oculte mi correspondencia. Debe haber un buen montón de cartas, y sería una crueldad impedirme que las lea.

Teresa, después de hacer algunas objeciones, me entrega mis cartas. Pero ¿qué me importa ya? He mirado todos los sobres y ninguno está escrito por la delicada mano que yo quisiera ver aquí sobre las hojas del Vecellio. Desprecio el montón de cartas que nada me dicen.

Abril-junio.

La discusión ha sido acalorada.

—Espere, señor, a que me vista —me ha dicho Teresa—, y hoy también saldré con usted; llevaré la silla de tijera; iremos, como estos últimos días, a tomar el sol.

En realidad Teresa me cree enfermo. Sin duda lo estuve, pero ya pasó todo. La señora Enfermedad se fue, y hace tres meses que su acompañante de pálido y gracioso rostro, la señora Convalecencia, se despidió de mí amablemente. Si hiciera caso a mi criada, sería en absoluto un señor Argante, y para el resto de mis días usara gorro de dormir ajustado sobre la frente… ¡Nada de esto! Me decido a salir solo. Teresa no piensa como yo. Empuña la silla de tijera y se dispone a acompañarme.

—Teresa: mañana tomaremos el sol todo el tiempo que usted quiera; hoy tengo asuntos urgentes.

—¡Asuntos!

Supone que se trata de dinero, y me asegura que nada necesitamos con urgencia.

—¡Tanto mejor!; pero hay también otras urgencias en el mundo.

Suplico, gruño, ¡escapo!

Hace un tiempo hermoso. En un coche de alquiler, si Dios no me abandona realizaré mi proyecto.

Ya descubro la fachada que lleva escrito con letras azules el siguiente rótulo: «Colegio de señoritas, dirigido por la señorita Virginia Préfére». Aparece la verja que se abría majestuosamente al patio de honor si alguna vez se abriera, pero la cerradura está oxidada y las planchas de hierro que la revisten protegen contra ojos indiscretos las infelices almas a quienes sin duda alguna la señorita Préfére enseña la modestia, la sinceridad, la justicia y la abnegación. Una ventana con reja, cuyos cristales embadurnados revelan ser la de una dependencia común, es el único agujero accesible.

En cuanto al postigo por donde tantas veces entré, y que ya no se abrirá para mí, se me presenta una vez más con su ventanillo de hierro. El escalón de piedra que a él conduce está desgastado, y aunque no veo mucho a pesar del auxilio que me prestan mis gafas, descubro en el escalón huellas blanquecinas que dejaron, al entrar, las claveteadas botas de las educandas. ¿Por qué no entro yo también por allí? Me figuro que Juanita sufre en aquella triste casa y que me llama en silencio. No puedo alejarme. La inquietud me domina; llamo. Abre la moza azorada, más que nunca. Tiene órdenes muy severas; no puedo ver a la señorita Juana. Pido noticias de su salud. La criada, después de mirar a todas partes, me dice que se encuentra bien, y me da con la puerta en las narices. Ya estoy de nuevo en la calle.

Desde entonces, ¡cuántas veces he vagado al pie del muro! ¡Cuántas veces pasé ante la puertecilla, avergonzado y furioso al sentirme aún más débil que la criatura encerrada lejos de mí sin otro amparo que yo!

10 de junio.

He dominado mi repugnancia y he ido a ver al señor Mouche. Lo primero que observo es que su despacho está más mohoso y más sucio que el año anterior. El notario se me aparece con sus gestos raquíticos y sus pupilas inquietas bajo las gafas. Le expongo mis quejas. Él me responde… ¿Para qué transcribir en este cuaderno, aún cuando haya de ser destruido, semejantes bellaquerías? Da la razón a la señorita Préfére, cuyo espíritu y carácter estima desde hace tiempo. Sin decidirse a formular un fallo condenatorio, confiesa que las apariencias están en contra mía. Esto no me impresiona. Luego añade (y esto me impresiona bastante más) que la modesta cantidad de que podía disponer para la educación de su pupila, se agotó. Admira la generosidad de la señorita Préfére que, a pesar de todo, mantiene a la señorita Juana en su colegio.

Una magnífica y clara luz, la luz de un hermoso día, derrama sus ondas incorruptibles en aquel sórdido lugar, ilumina y sonríe a tan ruin personaje. Fuera, extiende su esplendor sobre todas las miserias de un barrio populoso.

¡Cuán dulce es esa claridad que deslumbra mis ojos hace mucho tiempo, y de la que ya pronto no disfrutaré! Con las manos cruzadas a la espalda, pensativo, prolongo mi paseo junto a las murallas, y sin darme cuenta me hallo al fin en los barrios extremos adornados con míseros jardincillos. A la orilla de un camino polvoriento descubro una planta cuya flor, magnífica y triste a la vez, parece formada para asociarse a los duelos más nobles y más puros. Es una aguileña. Nuestros padres la llamaban «guante de Nuestra Señora». Sólo una Virgen que se apareciese a los niños reducida al tamaño de una muñeca, podría meter sus preciosos dedos en las estrechas cápsulas de aquella flor.

Un abejorro se introduce brutalmente en la flor; su hocico no puede llegar al néctar, y el goloso se esfuerza en vano. Al fin renuncia y se retira embadurnado de polen. Prosigue su marcha con pesado vuelo, pero escasean las flores en ese barrio renegrido por el hollín de las fábricas. Vuelve a la aguileña, y aquella vez consigue penetrar en la corola y chupa el néctar por la abertura. Yo jamás hubiera imaginado que un abejorro tuviese tanta inteligencia. Es admirable. Los insectos y las flores me sorprenden, y a medida que los observo me producen un asombro mayor. Como la tuvo el buen Rollin, a quien encantaban las flores de sus melocotoneros, me agradaría tener una frondosa huerta en el lindero de su bosque.

Agosto-setiembre.

Un domingo por la mañana se me ocurrió sorprender el momento en que las discípulas de la señorita Préfére van a misa mayor. Las vi pasar en doble fila encabezada por las pequeñas; reconocí a las señoritas Mouton en las tres, rechonchas, que llevaban vestidos iguales; la hermana mayor es la artista que dibujó la terrible cabeza de Tatio, rey de los sabinos. Junto a las niñas se agitaba la acompañante con el entrecejo contraído y un devocionario en la mano. Luego iban las medianas y por último las mayores, murmuradoras; pero no vi a Juanita.

Pregunté en el Ministerio de Instrucción Pública si habría en el fondo de alguna carpeta cualquier expediente relativo al colegio de la calle Demours. Conseguí que se ordenara una visita de inspección que aportó, acerca del colegio, referencias inmejorables. El colegio Préfére es, conforme a esa visita, un modelo. Si yo provocase un informe, no sería difícil que a la señorita Préfére le valiese las palmas académicas. Me abstendré de hacerlo.

3 de octubre.

Aquel jueves, día de salida, encontré en las proximidades de la calle Demours a las tres señoritas Mouton. Después de saludar a su madre, pregunté a la mayor (de unos doce años) qué tal estaba la señorita Juana Alexandre, su compañera.

La señorita Mouton me respondió de carrerilla.

—Juana Alexandre no es mi compañera. Está en el colegio por caridad y para barrer las clases. La profesora nos lo ha dicho.

Las tres señoritas continuaron su camino, y la señora Mouton, sin abandonarlas, me lanzó por encima del hombro una mirada recelosa.

¡Ay!, me veo reducido a intentar diligencias comprometidas. La señora de Gabry no volverá a París hasta dentro de tres meses. Sin ella carezco de iniciativa y de tino; sólo soy una máquina dificultosa y perjudicial.

Sin embargo no puedo tolerar que Juanita esté de criada en el colegio, y soporte los ofensivos conceptos del señor Mouche.

28 de diciembre.

El tiempo estaba oscuro y frío. Era ya de noche. Llamé a la puerta con la intranquilidad de un hombre que nada teme. Cuando la tímida criada abrió, la puse en la mano una moneda de oro y le ofrecí otra si conseguía que yo pudiera ver a la señorita Juana Alexandre. Su respuesta fue la siguiente:

—Dentro de una hora, en la reja.

Me tiró la puerta a las narices, tan bruscamente que mi sombrero retembló sobre mi cabeza.

Esperé durante una hora larga entre torbellinos de nieve, y luego me acerqué a la reja. ¡Nada! El viento rugía y la nieve no cesaba. Los obreros, con las herramientas al hombro y la cabeza inclinada bajo los espesos copos, al pasar junto a mí tropezaban conmigo. ¡Nada! Era sospechosa mi actitud, y por añadidura estaba seguro de haber obrado incorrectamente al sobornar a una criada, pero no sentía remordimiento. El hombre que en caso necesario no sabe salirse de la regla general, es despreciable. ¡Nada! Por fin, la ventana se abrió.

—¿Es usted, señor Bonnard?

—¿Es usted, Juanita? Óigame: dígame brevemente lo que le ocurre.

—Nada. Estoy bien, muy bien.

—Pero ¿qué más?

—Me han empleado en la cocina, y barro las clases.

—¡En la cocina! ¡Y barre! ¡Santo Dios!

—Porque mi tutor ya no me paga el colegio.

—Su tutor es un miserable.

—¿Supo usted ya…?

¿Qué?

—No me obligue a decirlo… Preferiría morirme a verme sola con él.

—¿Y por qué no me ha escrito usted?

—Me vigilan mucho.

En aquel momento imaginé una resolución salvadora, de la que nadie me hiciera desistir. Sin duda me ocurrió que no me amparaba derecho alguno, pero me reí de los derechos. Ya decidido, fui prudente. Realicé mi propósito con admirable tranquilidad.

—Juanita —pregunté—, el aposento donde usted se halla, ¿comunica con el patio?

—Sí.

—¿Puede usted tirar del cordón de la puerta?

—Si no hay nadie en la portería, sí.

—Inténtelo usted, y procure que no la vean.

Esperé, con los ojos fijos en la puerta y en la ventana.

Juanita apareció de nuevo en la reja después de medio minuto. ¡Al fin!

—La criada está en la portería —me dijo.

—Bien —respondí—. ¿Tiene usted una pluma y un tintero?

—No.

—¿Y un lápiz?

—Sí.

—Démelo.

Saqué del bolsillo un periódico, y en lucha con el viento que apagaba los faroles y con la nieve que me cegaba, envolví lo mejor que pude aquel periódico en una faja a nombre de la señorita Préfére.

Mientras escribía pregunté a Juanita:

—Cuando el cartero pasa, deja las cartas y los impresos en el buzón y luego tira de la campanilla, ¿verdad? La criada abre la caja del buzón y lleva inmediatamente la correspondencia a la señorita Préfére. ¿No es así como recogen el correo todos los días?

Juana me dijo que, seguramente, ocurría de aquel modo.

—Ya veremos, Juanita; continúe usted en acecho, y en cuanto vea salir de la portería a la criada, corra usted hacia la puerta y láncese a la calle.

Después de darle estas instrucciones, metí el periódico en el buzón, di un fuerte campanillazo y me oculté en un portal próximo.

Al fin la puerta rechinó, abrióse y vi asomar una cabecita rubia.

—Venga, Juanita, venga.

Ella me miraba con inquietud. Seguramente me suponía loco; pero nunca estuve tan cuerdo.

—Venga, hija mía, venga.

—¿Dónde?

—A casa de la señora de Gabry.

Se cogió a mi brazo. Durante largo rato huimos como dos ladrones. La agitación no es lo que más conviene a mi corpulencia. Al detenerme para tomar aliento, me apoyé en un armatoste, que resultó ser el hornillo de una castañera arrimado a la esquina de una taberna donde bebían algunos cocheros, uno de los cuales me preguntó si queríamos un coche. ¡Ya lo creo que lo queríamos! El cochero dejó el vaso en el mostrador de zinc, subió al pescante y arreó. ¡Estábamos en salvo!

—¡Uf! —exclamé, secándome el sudor de la frente, pues a pesar del frío sudaba la gota gorda.

Lo extraño es que Juanita parecía más consciente que yo del acto que acabábamos de realizar. Estaba muy seria y preocupada.

—¡En la cocina! —exclamé indignado.

Ella meneó la cabeza como para decir: «¡Qué más da en la cocina o en otra parte!». Y al resplandor de los faroles observé con pena que su rostro estaba enflaquecido y sus facciones marchitas. No advertí en ella el ardimiento, los arranques bruscos, la comprensión rápida que tanto me agradaron cuando nos conocimos. Sus miradas eran apagadas, sus gestos forzados y su aspecto abatido. La cogí la mano: una mano endurecida, dolorida y fría. La pobre niña había sufrido mucho. La interrogué. Refirióme tranquilamente que la señorita Préfére la mandó llamar una tarde y la trató de monstruo y de víbora sin decirle por qué.

—Luego añadió la maestra: «No volverá usted a ver al señor Bonnard, que la daba malos consejos y que se ha portado muy mal conmigo». Yo le dije: «Esto no lo creeré nunca, señorita». Y ella, después de darme una bofetada, me mandó al estudio. Al oír que no volvería a verle a usted, me pareció sumergirme en una noche eterna. Todos reconocemos el anochecer porque nos entristece la obscuridad que nos rodea; pues bien, figúrese un anochecer que se prolonga durante semanas y meses. Un día supe que estaba usted en el salón con la maestra, y me escondí para verle pasar; entonces nos dijimos: «Hasta la vista». Y aquello me consoló un poco. Algún tiempo después, mi tutor fue a buscarme. Yo me negué a salir con él; me respondió que era una niña muy caprichosa, y me dejó en paz. Pero al día siguiente la señorita Préfére acercóse a mí en actitud tan perversa, que me intimidó. Llevaba una carta en la mano. «Señorita —me dijo—, su tutor me participa que se han agotado todos los recursos metálicos de que disponía para pagar su educación. No se asuste usted; no pienso abandonarla; pero es justo que se gane la vida».

»Y entonces me dedicó a limpiar la casa; también me encerró algunas veces en un desván durante días enteros. Esto es lo que me ha sucedido desde que no le veo a usted. Aunque hubiese podido escribir acaso no lo intentara porque me parecía imposible que me sacase usted del colegio; y como nadie me obligó a ver al señor Mouche tampoco tuve prisa de irme; podía muy bien esperar en el desván y en la cocina.

—¡Juanita…! —exclamé—. Aunque fuese necesario huir hasta Oceanía, la abominable Préfére no volverá a apoderarse de usted. Lo juro. ¿Y por qué no habíamos de marcharnos a Oceanía? El clima es muy saludable, y precisamente leía hace poco en un periódico que allí tienen hasta pianos. Mientras lo decidimos nos refugiaremos en casa de la señora de Gabry, que afortunadamente se halla en París hace tres o cuatro días; somos dos inocentes y necesitamos ayuda.

Entretanto el rostro de Juanita palideció; un velo nublaba sus ojos y un pliegue doloroso contrajo sus labios entreabiertos. Inclinó su cabeza sobre mi hombro y comprendí que se había desmayado.

Cogíla en brazos y subí la escalera de la señora de Gabry como si llevara un niño dormido. Abrumado por la fatiga y la emoción me desplomé sobre un banco del descansillo; entonces Juanita pareció reanimarse.

—¡Es usted! —me dijo al abrir los ojos—. ¡Cuánto me alegro!

Llamamos a la puerta de nuestra amiga.

Daban las ocho. La señora de Gabry recibió con bondad al pobre viejo y a la niña. Seguramente la sorprendió nuestra llegada, pero no nos interrogó.

—Señora —dije—, venimos a ponernos bajo su protección. Y ante todo, venimos a pedirla de cenar. Principalmente Juanita lo necesita mucho, porque viene desmayada. En cuanto a mí, no me sería posible tragar bocado. Supongo que el señor Gabry sigue bien.

—Está en casa —dijo ella.

Y le mandó avisar nuestra llegada.

Fue para mí un placer encararme con su rostro franco y oprimir su mano amiga. Pasamos los cuatro al comedor, y mientras servían a Juanita una carne fiambre, que ni siquiera probó, referí a mi amigo nuestra situación. Pablo Gabry me pidió permiso para encender su pipa, y luego me oyó silenciosamente. Cuando hube terminado, rascóse la barba corta y espesa.

—¡Diablo! —exclamó—. En buen lío se ha metido usted, señor Bonnard.

Y al ver que Juanita paseaba de uno a otro sus ojos espantados:

—Venga —me dijo.

Le seguí a su despacho, donde brillaban carabinas y cuchillos de monte al resplandor de los quinqués y sobre el papel obscuro. Me hizo sentar en un sofá de cuero.

—Pero ¿qué ha hecho usted, Dios mío, qué ha hecho usted? —me dijo—. Corrupción de una menor, rapto, fuga. ¡Buena le aguarda! Está usted expuesto a que le metan en la cárcel durante cinco años.

—¡Misericordia! —exclamé—. ¡Cinco años de cárcel por salvar a una niña inocente!

—¡Es la ley! —respondió el señor Gabry—. Conozco muy bien el Código, señor Bonnard, no por haber seguido la carrera de Derecho, sino porque al ser alcalde de Lusance tuve que aprendérmelo para ilustrar a mis administrados. Mouche es un bribón, la Préfére una malvada y usted un… No encuentro calificativo bastante duro.

De un armario donde guardaba collares de perro, fustas, estribos, espuelas, cajas de cigarros y algunos libros usuales, sacó el Código y se puso a hojearlo.

—«Crímenes y delitos…, secuestro de personas». No es nuestro caso… «Corrupción de menores…». Aquí… «Artículo 354: Cualquiera que por fraude o violencia haya secuestrado o mandado secuestrar a menores, los haya sacado o mandado sacar de los lugares donde fueron depositados por las personas encargadas de ellos y a cuya autoridad o dirección estaban confiados, sufrirá la pena de reclusión. Véase Código Penal 21 y 28. Artículo 21: El tiempo de la reclusión durará por lo menos cinco años… Artículo 28: La pena de reclusión comprende la inhabilitación cívica». Está claro, ¿no es cierto, señor Bonnard?

—Pero muy claro.

Continuemos: «Artículo 356. - Si el raptor no tuviese aún veintiún años, sólo será castigado…». Esto no le interesa. «Artículo 357. - En el caso en que el raptor se hubiera casado con la muchacha a quien raptó, sólo podrá ser perseguido a petición de las personas que según el Código civil tienen derecho para exigir la anulación del matrimonio y condenado solamente cuando la anulación esté acordada». Ignoro si entra en sus propósitos casarse con la señorita Juana Alexandre. Ya ve usted que el Código no es tirano y le deja un portillo abierto. Pero hago mal en bromear, pues la situación es apurada. ¿De qué modo usted llegó a creer posible raptar impunemente a una muchacha en París y en pleno siglo diecinueve? No estamos en la Edad Media, y el rapto está prohibido.

—No crea usted —respondí— que antiguamente se consentía el rapto. Y recogió Baluze un decreto formulado por el rey Childeberto en Colonia, año 593 o 94, acerca del asunto; y ¿quién ignora el famoso decreto de Blois, mayo de 1579, que ordena sean castigados con pena de muerte todos aquéllos que hubieran sobornado a un muchacho o muchacha menores de veinticinco años, con pretexto de matrimonio u otro cualquiera, sin el consentimiento, deseo ni orden del padre de, la madre o de los tutores?

»También añade el decreto: “Serán castigados con dureza todos aquéllos que hubieran favorecido el rapto con su consejo, ayuda o facilidades de cualquier género que fuesen”.

»Éstos son, poco más o menos, los términos del decreto. En cuanto al artículo del Código vigente que acaba usted de darme a conocer, y que libra al raptor de ser perseguido si consigue casarse con la señorita a quien ha raptado, me recuerda que, según la costumbre de Bretaña, el rapto seguido de matrimonio no era castigado; pero dicha costumbre, después de ocasionar enormes abusos, fue suprimida en 1720.

»Le cito esta fecha con aproximación de diez años; mi memoria ya no está muy firme y pasó el tiempo en que yo podía recitar, sin temor a equivocarme, quinientos versos de Girart de Roussillón.

»Por lo que se refiere a la capitular de Carlomagno, que determina la compensación del rapto, si no le hablo de ello es porque lo tendrá usted presente. Ya ve usted, amigo Gabry, que el rapto estuvo siempre considerado como un crimen punible bajo las tres dinastías de la antigua Francia.

»Hacen mal en suponer que la Edad Media era la época del caos. Persuádase, por el contrario…

El señor de Gabry me interrumpió:

—Conoce usted las disposiciones de Blois, Baluze, Childeberto y las capitulares de Carlomagno, ¡y no conoce el Código vigente!

Al responderle que, en efecto, no había leído nunca ese Código, quedó admirado.

—¿Comprende usted —repuso— la gravedad de la acción que ha cometido?

Realmente no la comprendía. Pero poco a poco, y gracias a las reflexiones muy sensatas del señor Gabry, llegué a convencerme de que me juzgarían, no por mis intenciones que eran buenas, sino por mi conducta que era punible. Entonces me lamenté desesperado.

—¿Qué hacer? —exclamaba—. ¿Qué hacer? ¡Estoy perdido sin remedio, y he perdido también a la pobre niña, al proponerme salvarla!

El señor de Gabry llenó silenciosamente su pipa con tranquilidad, y su bondadoso rostro se mostró durante algunos instantes como el de un herrero al pie de una fragua. Luego dijo:

—¿Me pregunta usted qué ha de hacer? No haga usted nada, querido Bonnard. Por el amor de Dios y por su propio interés, no haga nada. Sus asuntos son bastante complicados; no los mueva, porque los empeorará. Prométame dar por bueno todo cuanto yo intente. Mañana mismo iré a ver al señor Mouche, y si es lo que nosotros creemos, es decir, un miserable, ya encontraré alguna manera de hacerlo inofensivo, pues todo depende de él… Como es ya muy de noche para llevar ahora mismo a Juanita a su colegio, mi mujer se encargará de ella. Esto constituye un delito de complicidad, pero así quitamos todo carácter equívoco a la situación de la niña. En cuanto a usted, amigo mío, vuelva inmediatamente al muelle de Malaquais, y si van a reclamarle a Juanita, le será fácil demostrar que no la tiene oculta en su domicilio.

Mientras hablábamos, la señora de Gabry hacía sus preparativos para acostar a la colegiala.

Vi cruzar el pasillo a una doncella que llevaba sábanas perfumadas con espliego.

—¡Qué olor tan honrado y tan agradable! —dije.

—¿Qué quiere usted? —me respondió la señora de Gabry—. Somos campesinos.

—¡Ah! —repuse—. ¡Ojalá sea yo también campesino algún día y, como ustedes en Lusance, respire olores agrestes bajo una techumbre oculta en la floresta; y si este deseo es demasiado ambicioso para un anciano cuya vida se extingue, deseo al menos que mi sudario esté perfumado con espliego, como esa ropa!

Convinimos que al día siguiente yo almorzaría con ellos, pero me prohibieron severamente presentarme en su casa antes de las doce. Juanita, al abrazarme, me suplicó que no la llevaran otra vez al colegio de la señorita Préfére, y nos separamos enternecidos.

En la escalera de mi casa encontré a Teresa dominada por una inquietud que la puso furiosa. Me habló nada menos que de tenerme prisionero en lo sucesivo.

¡Qué noche pasé! No pude cerrar los ojos ni un solo instante. Tan pronto reía como un chiquillo por el éxito de mi aventura, como me imaginaba, con una angustia inexplicable, conducido ante los magistrados para responder en el banquillo de los acusados del crimen que tan espontáneamente había cometido. Estaba consternado y, sin embargo, no sentía remordimiento.

Al penetrar el sol en mi alcoba acarició los pies de mi cama y me inspiró esta oración:

«Señor: Vos que hicisteis el cielo y el rocío, como dice Tristán, juzgadme en vuestra equidad, no conforme a mis actos sino conforme a mis intenciones, que fueron rectas y puras, y yo diré: ¡Gloria a Dios en el Cielo y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad! ¡Pongo en vuestras manos a la niña por mí secuestrada, para que hagáis por ella lo que yo no supe hacer; protegedla contra todos sus enemigos, y que vuestro nombre sea reverenciado!».

29 de diciembre.

Cuando entré en casa de la señora de Gabry hallé a Juanita transfigurada.

¿Habría, como yo, invocado a quien hizo el cielo y el rocío? Sonreía con dulce quietud.

La señora de Gabry la llamó para acabar de peinarla, porque aquella afectuosa mujer quiso arreglar con sus propias manos el cabello de la niña que la confiaron. Por haberme presentado un poco antes de la hora convenida, interrumpí aquel interesante aseo. Para castigarme, hiciéronme aguardar en el salón. El señor de Gabry entró poco después, Sin duda llegaba de la calle, porque aún tenía en la frente la señal del sombrero. Su rostro expresaba alegre animación. No creí oportuno hacerle ninguna pregunta, y nos reunimos todos para almorzar. Cuando los criados hubieron acabado de servimos, Pablo, que reservaba su historia para el café, nos dijo:

—Ya he ido a Levallois.

—¿Y has visto al señor Mouche? —le preguntó vivamente la señora de Gabry.

—No le vi —respondió; y observaba nuestras fisonomías, que revelaron una decepción.

Después de gozar con nuestra inquietud, sin prolongarla excesivamente, aquel hombre buenísimo prosiguió:

—El señor Mouche no está en Levallois. El señor Mouche no está siquiera en Francia. Hace ocho días que huyó con el dinero de sus clientes, una cantidad bastante crecida. Encontré la Notaría cerrada. Una vecina me ha referido el caso, adornándolo con bastantes imprecaciones y maldiciones. El notario, al tomar el tren de las siete y cincuenta y cinco, no iba solo: llevaba consigo a la hija de un peluquero de Levallois. El comisario de Policía me confirmó el hecho. Francamente, ¿no hemos de agradecer al señor Mouche que se haya escapado? Con retrasar una semana su fechoría pudo empapelarle a usted y presentarle como un criminal ante los jueces, mientras él se presentara como defensor de la moralidad. Ahora nada hemos de temer. ¡Bebamos a la salud del señor Mouche! —exclamó el señor Gabry, sirviéndonos vino.

Quisiera vivir mucho para recordar durante largo tiempo aquel almuerzo. Estábamos los cuatro reunidos en el espacioso comedor blanco, en torno de la mesa de roble. La alegría de Pablo era estrepitosa, casi ruda; bebía el vino a grandes sorbos. La señora de Gabry y Juanita Alexandre me sonreían, y su sonrisa me recompensó con creces de todas mis amarguras.

Al volver a casa tuve que soportar las más terribles amonestaciones de Teresa, que no concebía mi nueva manera de vivir, y me juzgaba falto de juicio.

—Si, Teresa; soy un viejo loco, y usted una vieja loca. Es indudable. Que Dios nos bendiga, Teresa, y nos dé nuevas fuerzas para cumplir nuestros nuevos deberes. Pero déjeme que me tumbe sobre este sofá, que no puedo tenerme en pie.

15 de enero 186…

—Buenos días, caballero —me dijo Juanita al abrirme la puerta, mientras Teresa gruñía en la sombra del pasillo.

—Juanita, le ruego que me llame solemnemente por mi nuevo título, y me diga: «Buenos días tutor».

—¿Ya está decidido? ¡Qué alegría! —exclamó la niña dando palmadas.

—Todo quedó arreglado ante el juez, y desde hoy vivirá usted sometida a mi autoridad. ¿Sonríe? Lo leo en sus ojos; alguna idea loca pasa por su imaginación.

—¡Oh! No, señor… tutor. Contemplaba sus cabellos blancos. Se enroscan bajo el ala del sombrero como una madreselva en un balcón. Son muy bonitos y me gustan mucho.

—Siéntese, y si es posible no diga más desatinos, pues tengo que hablarle de algo serio. Escúcheme. Supongo que no tendrá usted ningún interés en volver a casa de la señorita Préfére… ¿Qué diría usted si yo la tuviera en mi casa para terminar su educación hasta que…? ¡Vaya! ¡Siempre!

—¡Oh, caballero! —exclamó arrebatada por su alegría.

—Contiguo a la biblioteca —proseguí— tenemos un gabinete que mi criada preparó ya para usted. Reemplazará en él a los libros, como el día sucede a la noche. Véalo con Teresa y dígame si le gusta. He convenido con la señora de Gabry que dormirá usted en mi casa esta noche.

Se precipitó para verlo; yo la llamé:

—Juanita, escúcheme aún. Hasta hoy ha sabido usted captarse la simpatía de mi criada, la cual es naturalmente calmosa, como todas las viejas. Atiéndala. Yo mismo me he creído en la obligación de atenderla y de sufrir sus impertinencias. Deseo más aún, Juanita: respétela. Y no olvido que es nuestra criada: tampoco ella lo olvidará; pero usted debe respetar sus muchos años y su buen corazón. Es una humilde criatura que siempre ha practicado el bien. Su mucha virtud la hizo intransigente. Soporte la rigidez de su alma recta. Sepa usted mandar y ella sabrá obedecer. Vaya, hija mía, arregle su cuarto a su gusto, como bien la parezca para sus ocupaciones y su descanso.

Después de poner a Juanita, con estas advertencias, en el camino de buena ama de casa, hojeé una revista, excelente a pesar de su colaboración juvenil. En forma ruda muestra la juventud actual su espíritu cultivado. El estudio que yo leí superaba en precisión y firmeza a todo cuanto escribíamos en mis tiempos. El autor de aquel artículo, Pablo Meyer, señalaba cada falsedad con un arañazo punzante.

Nosotros no mostrábamos esa implacable justicia. Nuestra indulgencia era mucha. Tendía a confundir al sabio y al ignorante en una misma balanza. Sin embargo, es preciso saber criticar, y la crítica es un deber riguroso. Recuerdo muy bien al joven Raimundo (así lo llamaban), No sabía nada, su inteligencia era limitadísima; pero quería mucho a su madre, y por esto nos conjuramos para no denunciar la ignorancia y la estupidez de tan buen hijo; así, gracias a nuestra bondad, el joven Raimundo llegó a ser académico. No existía ya su madre, y los honores le abrumaban; era todopoderoso en perjuicio de sus compañeros y de la ciencia… Pero aquí viene mi amigo del Luxemburgo.

—Buenas tardes, Gelis. Está usted hoy muy ufano. ¿Qué le sucede, hijo mío?

Sucede que sostuvo muy discretamente su tesis y es de los primeros, lo cual me anuncia, y añade que mis trabajos —de los que por incidencia se habló— obtuvieron los elogios unánimes de los profesores de la Escuela.

—Está bien —respondí—; celebro que mi vieja reputación vaya unida en adelante a su naciente gloria. Me interesaba mucho, ya lo sabe usted, me interesaba mucho esa tesis; pero algunos asuntos domésticos me hicieron olvidar que la sostenía usted hoy.

Juanita se presentó muy oportunamente para enterarle de aquellos asuntos. La muy aturdida entró en la ciudad de los libros como una brisa ligera, para decirme que su cuarto era maravilloso. Al ver al señor Gelis se puso muy colorada; pero nadie logra evitar su destino.

Observé que aquella vez estuvieron tímidos los dos, y apenas acertaron a dirigirse la palabra.

«¡Muy bonito! Silvestre Bonnard: contemplas a tu pupila sin acordarte ya de que eres tutor; y lo eres desde esta mañana. El nuevo cargo te impone ya delicadas obligaciones. Hábilmente debes alejar de la muchacha a ese joven». ¡Ay! ¿Sé yo lo que debo hacer…?

El señor Gelis toma notas en mi único ejemplar de La Ginevera delle clare donne. He cogido al azar un libro del estante más próximo; lo abro y leo con respeto un drama de Sófocles. Al envejecer me atraen más que nunca las dos antigüedades, y en lo sucesivo los poetas de Grecia y de Italia serán puestos en la ciudad de los libros al alcance de mi mano.

Leo aquel suave y luminoso coro que desarrolla su hermosa melopea en medio de una acción violenta, el coro de los ancianos tebanos: «… ¡Oh invencible Amor, que te ciernes sobre las casas poderosas, que descansas sobre las delicadas mejillas de las vírgenes, que atraviesas los mares y visitas los establos! Ningún inmortal puede huirte, ni tampoco ninguno de los hombres, cuya vida es corta; y quien te posee ¡delira!». Cuando hube leído aquel delicioso cántico, la figura de Antígona se me apareció con su inalterable pureza. ¡Qué imágenes! ¡Dioses y diosas flotantes en el más puro de los cielos! El anciano ciego, el rey mendigo que durante mucho tiempo erró conducido por Antígona, ha recibido ya sepultura santa; y su hija, más hermosa que las más hermosas imágenes concebidas por alma humana, resiste la tiranía del príncipe y entierra piadosamente a su hermano. Ama al hijo del príncipe y es amada por él. Mientras se dirige al suplicio, adónde su piedad la conduce, los ancianos cantan:

«¡Oh invencible amor, que te ciernes sobre las casas poderosas; que descansas sobre las delicadas mejillas de las vírgenes…!».

No soy un egoísta: soy prudente; debo educar a esta criatura demasiado joven aún para casarse. ¡No!, no soy un egoísta; pero he de tenerla algunos años a mi lado, sola conmigo. ¿No podrá esperar a que yo me muera? Vive tranquila, Antígona; el viejo Edipo encontrará oportunamente el santo lugar de su sepultura.

Pero de pronto, Antígona ayuda a nuestra criada a pelar nabos. Le agrada esta ocupación, porque acaso le recuerda la escultura.

Mayo.

¿Quién reconocería la ciudad de los libros?

Ahora hay flores sobre todos los muebles. Juanita tiene razón: las rosas lucen mucho en ese jarro azul. Todos los días acompaña a Teresa a la compra, y me trae flores. Las flores me parecen hermosas criaturas. Será preciso que alguna vez realice mi proyecto y las estudie en su intimidad, en el campo, con todo el método que me caracteriza.

¿Y qué hacer aquí? ¿Para qué acabar de perder la vista con estos viejos pergaminos que nada interesante me dicen? Descifré en otros tiempos los antiguos textos con magnánimo ardor. ¿Qué esperaba entonces hallar en ellos? La fecha de una fundación piadosa, el nombre de algún monje grabador o copista, el precio de un pan, de un buey o de un campo, una disposición administrativa o judicial; todo esto y algo más, algo misterioso, vago y sublime que aumentaba mi entusiasmo. Durante más de veinte años sin hallar ese «algo». Los que valían más que yo, los maestros, los grandes, los Fauriel, los Thierry, que han averiguado tantas cosas, murieron en la tarea sin haber logrado tampoco descubrir ese «algo» que, falto de forma, carece de nombre, y sin el cual ningún trabajo inteligente sería emprendido sobre la Tierra. Ahora busco lo que razonablemente puedo hallar, pero no encuentro en absoluto nada, y es probable que no termine la historia de los abades de Saint-Germain-des-Prés.

—¡Adivine usted, tutor, lo que traigo en este pañuelo!

—Conforme a toda apariencia, serán flores, Juanita.

—¡Oh, no; no son flores! Mire usted.

Miro y veo una cabecita gris que sale del pañuelo. Es la de un gatito. El pañuelo se abre, el animal salta sobre la alfombra, se sacude, levanta una oreja, luego la otra, examina cautamente las personas y el lugar.

Con el cesto de la compra al brazo llega Teresa, jadeante. Su principal defecto no es el disimulo. Inculpa con vehemencia a la niña por haber llevado a casa un gato desconocido. Juanita, para justificarse, refiere la aventura. Al pasar con Teresa por delante de una farmacia, ve que un mancebo arroja de un puntapié un gato a la calle. El gato, sorprendido e incomodado, se pregunta si permanecerá en el arroyo a pesar de los transeúntes que le tropiezan y lo empujan o si volverá a entrar en la tienda, donde se expone a salir de nuevo impulsado por la punta de un zapato. Juanita juzga que la situación es difícil y comprende las vacilaciones del animal. Observa su aspecto estúpido y cree que la indecisión le da ese aspecto. Lo toma en brazos. El animal, que no estaba tranquilo dentro ni fuera, se halla muy a gusto en el aire. Mientras con sus caricias acaba de tranquilizar al gato, Juanita dice al mancebo:

—Si le desagrada el animalito, no le pegue y regálemelo.

—Cójalo usted —responde el dependiente.

—Y… esto es lo que pasó —dice Juanita para terminar.

Con voz atiplada promete al morrongo toda clase de mimos.

—Está muy delgado —dije al ver la catadura del infeliz animal— y es muy feo.

A Juanita no le parece feo, pero le reconoce aspecto cada vez más estúpido. Ya no es la indecisión sino la sorpresa lo que, según ella, imprime tan desapacible carácter a su fisonomía. «Si estuviéramos en su pellejo, piensa Juanita, comprenderíamos que no pueda explicarse su aventura».

Reímos en presencia del pobre animal, que conserva una seriedad cómica. Juanita intenta cogerle en brazos, pero él se refugia debajo de la mesa, y ni la mediación de una cazuela de leche consigue sacarle de allí.

Nos vamos. Al volver, la cazuela está vacía.

—Juanita —digo—, su ahijado tiene una facha ridícula; es de carácter solapado; sentiría que se permitiera en la ciudad de los libros desmanes que nos obliguen a enviarle de nuevo a la farmacia. Entretanto hemos de darle un nombre. Propongo que se llame Don Gris de Gotera, pero este nombre resulta un poco largo; Píldora, Droga o Ricino, además de ser breves, conmemoran su primera condición. ¿Qué le parece a usted?

Píldora es oportuno —responde Juanita—; pero ¿sería noble darle un nombre que sin cesar le recordara las desdichas de que le libramos? No debemos cobrarle tan cara la hospitalidad que le ofrecemos. ¡Vaya! Mostrémonos generosos y démosle un nombre bonito, con la esperanza de que lo merezca. Observe usted cómo nos mira; comprende que nos ocupamos de él. Desde que no es infeliz parece menos estúpido. La desgracia embrutece, me consta.

—Pues bien, Juanita, si le parece llamaremos a su protegido Aníbal. La conveniencia de darle este nombre no puede usted comprenderla si no la pongo en antecedentes: el angora que le precedió en la ciudad de los libros, a quien solía yo hacer mis confidencias, pues era sabio y discreto, se llamaba Hamílcar. Es natural que este nombre engendre al otro, y que Aníbal suceda a Hamílcar.

Estuvimos de acuerdo en este punto.

—¡Aníbal! —exclamó Juanita—, ven aquí.

Aníbal, asustado con la extraña sonoridad de su propio nombre, fue a ocultarse bajo un estante, en un hueco tan pequeño que ni una rata hubiera cabido.

—¡Es un famoso nombre, bien apropiado!

Aquel día sentí deseos de trabajar, y apenas había hundido mi pluma en el tintero cuando llamaron a la puerta.

Si algunos ociosos leyeran estas páginas garrapateadas por un viejo falto de imaginación, reirían mucho de los campanillazos que resuenan en el transcurso de mi relato sin introducir jamás a un personaje nuevo ni preparar una escena inesperada. Al revés de lo que sucede en el teatro: Scribe sólo abre sus puertas para interesar y sorprender a las espectadoras. Así es el arte. Hubiera preferido que me ahorcaran a escribir una comedia, no por desprecio a la vida, sino por considerarme importante para inventar nada gracioso. ¡Inventar! Para esto es necesario haber recibido la influencia secreta. Ese don me sería funesto. Supongan ustedes que inventara en la historia de la abadía de Saint-Germain-des-Prés algún frailuco. ¡Ah! ¡Lo que dirían de mí esos jóvenes eruditos! ¡Qué escándalo en la Escuela!

En cuanto a la Academia, estoy seguro de que no diría nada ni opinaría nada tampoco. Si bien mis colegas aún escriben algo, no leen absolutamente nada. Son de la opinión de Parny, que decía:


La tranquila indiferencia
es la más grande virtud.
 

Ser lo menos posible para ser lo mejor posible; es a lo que tienden esos budistas inconscientes. Si existe una sabiduría más razonable, iré a confesarlo a Roma. Todo esto se me ocurre a propósito del campanillazo del señor Gelis.

Ese muchacho ha cambiado por completo de manera de ser. Ahora es tan grave como antes ligero, taciturno como antes Charlatán. Juanita sigue su ejemplos. Llegamos al período de la pasión contenida. Estoy seguro de no equivocarme. Son casi niños, y se quieren con toda su alma. «Ella» le huye; se oculta en su gabinete cuando «él» entra en la biblioteca. Pero ¡cómo piensa en «él» cuando está sola! Sola, se entretiene hablándole cada noche con la música de acento rápido y vibrante que interpreta en el piano. Es la expresión nueva de su alma nueva.

¡Vaya!, ¿por qué no decirlo? ¿Por qué no confesar mi debilidad? ¿Mi egoísmo sería menos criticable si lo ocultara? Yo le diría: «Sí; esperaba otra cosa; pensaba conservarla para mí solo, como una hija, como una nieta, no siempre, no mucho tiempo… Algunos años aún». Soy viejo. ¿No podría esperar? Y ¿quién sabe?, la gota y la artritis ayudarían, y quizá no abusara de su paciencia. Éste era mi deseo; ésta fue mi esperanza. Pero no entraba en mis cálculos lo que podía pensar ella, lo que pensaba sin duda ese joven aturdido. «Tu error ha sido bastante cruel, amigo Silvestre Bonnard. Y después de todo, si deseabas conservar a tu lado a esa chiquilla durante algunos años aún, era tanto en provecho tuyo como en su propio interés. Le falta mucho que aprender, mucho todavía, y tú no eres un maestro despreciable. Cuando el notario Mouche, que luego realizó una canallada tan oportuna, te hizo el honor de visitarte, expusiste un sistema de educación con el entusiasmo de tu espíritu apasionado». Yo consagraría todo mi afán a poner en práctica mi sistema. Juanita es una ingrata y Gelis un seductor.

Pero en fin, si no me decido a echarle a la calle, lo cual indicaría en mí una carencia inconcebible de bondad y delicadeza, he de recibirle, y hace ya un buen rato que espera en el saloncito, frente a unos jarrones de Sévres, afectuoso regalo del rey Luis Felipe. Los segadores y Los pescadores, de Leopoldo Robert, están pintados en esos jarrones de porcelana que a Juanita y a Gelis les parecen horribles.

—Dispense, hijo mío, que no le recibiera inmediatamente. Estaba en la terminación de un trabajo.

No miento; el meditar es un trabajo; pero Gelis no lo entiende así; cree que aludo a un trabajo de arqueología, y me manifiesta su deseo de ver terminada pronto mi historia de los abades de Saint-Germain-des-Prés. Luego, para favorecerme con esa prueba de interés, se decide a preguntarme cómo está la señorita Juana; a lo que yo respondo: «Muy bien», con una entonación seca en la que revelo mi autoridad moral de tutor.

Y después de un breve silencia hablamos de la Escuela, de las publicaciones recientes y de los progresos de las ciencias históricas. Departimos acerca de generalidades. Las generalidades son un gran recurso. Trato de inculcar a Gelis un poco de respeto hacia la generación de historiadores a la cual pertenezco, y le digo:

—La Historia, que no pasaba de ser un arte mientras consentía muchas imaginaciones, se ha convertido en una ciencia, y ahora es necesario proceder con riguroso método.

Gelis me pide permiso para no ser de mi opinión. Declara que la Historia no es ni será nunca una ciencia.

—Y ante todo —dice—, ¿qué es la Historia? La representación escrita de los acontecimientos pasados. Pero ¿qué es un acontecimiento? ¿Es un hecho cualquiera? No, me replicará usted; es un hecho notable. Entonces, ¿cómo juzga el historiador si un hecho es notable o no lo es? Juzga arbitrariamente, según su gusto, su capricho y su idea, en fin, como un artista; porque los hechos no se dividen por sí en hechos históricos y no históricos.

»Además, un hecho es una cosa muy compleja. ¿Representa el historiador los hechos en su complejidad? No; esto es imposible. Los representará desprovistos de la mayoría de las particularidades que los constituyen y, por consiguiente, truncados, mutilados, distintos de como fueron. En cuanto a la relación de los hechos entre sí, ¡no se hable! Si un hecho histórico está motivado, lo cual no es inverosímil, por uno o varios hechos no históricos, y por lo tanto desconocidos, ¿qué medios tiene el historiador para mencionar la relación de tales hechos entre sí? Doy por supuesto en todo cuanto he dicho, señor Bonnard, que el historiador tiene a la vista testimonios seguros, mientras que en realidad sólo concede su confianza a tal o cual testigo, por razones de sentimiento. La historia no es una ciencia, es un arte, y en ella el éxito depende de la imaginación.

En aquel momento el señor Gelis me recuerda a cierto joven loco, a quien oí discutir un día, sin ton ni son, en el jardín del Luxemburgo bajo la estatua de Margarita de Navarra. Y en el transcurso de la conversación tropezamos con Walter Scott, a quien mi joven desdeñoso considera rebuscado, trovador y envejecido.

—Pero —digo yo exaltado, en defensa del magnífico padre de Lucy y de la linda mozuela de Perth—, ¡si todo el pasado vive en sus admirables novelas! Hace Historia, epopeya.

—Son vejeces y vulgaridades —me responde Gelis.

¿Creerán ustedes que mi joven insensato juzga imposible averiguar y reconstruir exactamente la vida de los hombres de cinco o diez siglos ha, porque apenas conseguimos, y esto esforzándonos mucho, concebirla como fue hace diez o quince años? Para este mozo, el poema histórico, la novela histórica, la pintura histórica son géneros desatinadamente falsos.

—En todas partes —añade—, el artista describe su alma; su obra, sea como sea el ropaje que la cubra, siempre resultará contemporánea del autor. ¿Qué admiramos en La Divina Comedia sino el alma gigantesca de Dante? Y los mármoles de Miguel Ángel, ¿qué nos representan sino a Miguel Ángel mismo? Cuando los artistas no dan su propia vida a sus creaciones, se limitan a tallar y pintarrajear muñecos.

¡Cuántas paradojas irreverentes!, y sin embargo, las audacias juveniles no me desagradan. Gelis se levanta y vuelve a sentarse; ya sé quién le preocupa y a quién espera. Luego me habla de los quinientos francos que gana mensualmente, a los que debo añadir una renta de dos mil francos anuales, herencia paterna. Sin duda obedecen sus confesiones al deseo de que yo le juzgue un hombre acomodado, establecido, prudente: un hombre casadero. «Y esto es lo que se quiere demostrar», como dicen los matemáticos.

Se ha puesto en pie y se ha sentado veinte veces. Se levanta una vez más: y como no ha visto a Juanita, se despide al fin, desesperado.

En cuanto él se ha ido. Juanita entra en la ciudad de los libros con pretexto de ocuparse de Aníbal. Se muestra desolada, y con voz angustiosa llama a su protegido para darle un poco de leche. «¡Mira ese rostro contristado, Bonnard; tirano, contempla tu obra!. Los tuviste alejados, pero de la expresión de sus rostros puedes deducir que, a pesar tuyo, están unidos por el pensamiento. ¡Casandra, sé feliz! ¡Bartolo, alégrate…!».

¡Da gusto ser tutor! Mírenla de rodillas en el suelo y con la cabeza de Aníbal entre las manos.

«¡Si!, acaríciale a ese torpe animal, compadécele, gime por él. Ya sabemos, pérfida, a quién van tus angustias y quién es causa de tus zozobras».

Forman un cuadro que me interesa mucho. Después fijo los ojos en mi biblioteca, y digo:

—Juanita, todos estos libros me aburren; los vamos a vender.

20 de setiembre.

Ya es inevitable. Ya están prometidos. Gelis, huérfano como Juanita, me hizo la petición por boca de uno de sus profesores, colega mío, cuya sabiduría y cuyo carácter son muy estimados.

Pero ¡qué mensajero de amor, cielos! Un oso; no un oso de los Pirineos, sino un oso de biblioteca, y esta segunda variedad es mucho más feroz que la otra.

—Con razón o sin ella (sin ella, digo yo), Gelis no se preocupa de la dote; se lleva a su pupila con lo puesto. Conteste que sí, y hemos concluido. Dese prisa. Quisiera enseñarle dos o tres medallas de Lorena bastante curiosas, que sin duda no conoce usted.

Esto me dijo literalmente. Yo le respondí que consultaría a Juanita, y no sin verdadera satisfacción le declaré que mi pupila tenía dote.

¡La dote aquí está! Es mi biblioteca. Ni Enrique ni Juanita lo sospechan; seguramente me suponen más rico de lo que soy.

Parezco un viejo avaro. Es una apariencia muy engañosa, que me ha valido muchas consideraciones. A nadie en el mundo se respeta tanto como a un viejo avaro.

He consultado a Juanita; pero ¿necesitaba oír su respuesta para enterarme? Ya es un hecho. Están prometidos.

Sería impropio de mi carácter y de mi condición acechar a los novios para descubrir sus emociones y sus palabras. Noli me tangere. Es la frase de todos los enamorados. Conozco mi deber. Debo respetar el secreto de esa alma inocente por la cual velo.

¡Qué se quieran! Ninguna de sus expansiones ni de sus cándidas imprudencias será anotada en este cuaderno por el viejo tutor cuya autoridad fue tan suave y duró tan poco.

Además, no estoy cruzado de brazos, y si ellos tienen sus asuntos yo tengo los míos: redacto yo mismo el catálogo de mi biblioteca, para una subasta. Es una tarea que a la vez me aflige y me distrae; la prolongo un poco más de lo debido y hojeo estos volúmenes —tan familiares a mi pensamiento, a mis manos y a mis ojos— más de lo necesario y de lo útil. Es un adiós, y fue propicio siempre de la naturaleza del hombre prolongar las despedidas.

¿Puedo separarme de este libro que tanto me sirvió durante treinta años, sin darle las mismas pruebas de consideración que a un buen amigo? ¿Y no debo saludar por última vez a éste que me ha confortado con su sana doctrina, como saludamos a un maestro?

Cada vez que tropiezo con un libro que me indujo a error, que me afligió con sus fechas falsas, con sus omisiones, con sus embustes otras varias pestes arqueológicas: «Vete —le digo con amarga ironía—, vete, impostor, traidor, falso testigo; huye lejos de mí, ¡vade retro!, y ojalá puedas, indebidamente cubierto de oro, gracias a tu reputación usurpada y a tu hermosa vestidura de tafilete, entrar en la vitrina de algún acaudalado bibliómano, a quien no podrás seducir como a mí ni engañarle como a mí, porque no te leerá nunca».

Puse aparte, para conservarlos siempre, los libros que me habían sido regalados. Al colocar entre ellos el manuscrito de La leyenda dorada, pensé darle un beso en recuerdo de la señora Trepof, que supo ser agradecida entre las riquezas y los desvanecimientos de su elevada posición, y que para probármelo fue mi bienhechora. Tenía una reserva. Entonces conocí el crimen. Durante la noche me asaltaban mil tentaciones; al amanecer eran irresistibles, y mientras en la casa dormían todos, me levantaba yo para salir furtivamente de mi alcoba.

¡Poderes de la obscuridad, fantasmas de la noche! Si después de cantar el gallo me visteis ir de puntillas a la ciudad de los libros, no exclamasteis seguramente como la señora de Trepof en Nápoles: «Ese anciano tiene facha de buena persona».

Con el rabo tieso se restregaba Aníbal en mis piernas, ronroneando. Cogía yo un volumen del estante, algún venerable gótico o un noble poeta del Renacimiento; la joya, el tesoro con que había soñado durante toda la noche, y me lo llevaba para esconderlo en lo más profundo del armario de las obras reservadas, que se llenaba hasta reventar.

Es horrible decirlo: yo robaba parte de su dote a Juanita. Y después de consumado el crimen me dedicaba de nuevo a catalogar afanosamente, hasta que Juanita me interrumpía para consultarme algún detalle de su ropa blanca o de sus vestidos. Nunca supe de qué se trataba, porque desconozco el vocabulario actual de la costurera y de la modista. ¡Oh!, si una novia del siglo XIV viniera por casualidad a consultarme sus trapos, yo comprendería su lenguaje; pero Juanita no es de mi tiempo y la remito a la señora de Gabry, que, en esta ocasión, hace las veces de madre.

Ya es de noche. Asomados al balcón admiramos el espacio inmenso acribillado de puntos luminosos. Apoyada en la barandilla, Juanita inclina la frente y no logra ocultar su tristeza. La observo y me digo: «Todas las mudanzas, incluso las más deseadas, producen melancolía. Es lo que abandonamos una parte de nosotros mismos. Hemos de morir a una vida para entrar en otra».

Como si respondiese a mi reflexión, Juanita me dice:

—Tutor, soy muy dichosa, y, sin embargo, siento ganas de llorar.

ÚLTIMA NOTA

21 de agosto 1869.

Página ochenta y siete… Sólo faltan algunas líneas para que mi libro acerca de los insectos y de las flores quede terminado… Página ochenta y siete y última… «Como acabamos de ver, las visitas de los insectos son de gran importancia para los vegetales; tienen la misión de transportar al pistilo el polen de los estambres. Diríase que la flor, ya dispuesta y engalanada, espera esa visita nupcial». Creo haber demostrado que el néctar de la flor destila un jugo dulce que atrae al insecto, y le obliga a operar inconscientemente la fecundación directa o cruzada. Este último sistema es el más frecuente. He demostrado también que las flores están coloreadas y perfumadas de un modo propio para atraer a los insectos, y construidas interiormente de manera que ofrezcan a esos visitadores una estancia tal, que si penetran en la corola depositen sobre el estigma el polen de que van cargados. Sprengel, mi maestro venerable, decía a propósito del polvillo que cubre la corola del geranio silvestre: «El sabio autor de la naturaleza no ha querido crear ni un solo pelo inútil». Yo digo a mi vez: «La azucena de los valles citada en el Evangelio está más ricamente revestida que Salomón, porque su manto de púrpura es un manto nupcial, y ese adorno perpetúa su existencia».

Brolles, 21 de agosto de 1869.

¡Brolles! Mi casa es la última que se encuentra en la calle Mayor del pueblo, con vistas al bosque. Su techumbre de pizarra forma un agudo caballete y brilla irisada por el sol, como el cuello de una paloma. La veleta erguida en lo más alto me vale más consideraciones en el país que todos mis trabajos de historia y de filología; no hay un solo chiquillo que no conozca la veleta del señor Bonnard. Está enmohecida y rechina ásperamente cuando el viento la mueve. A veces se niega en absoluto a servir, como Teresa, la cual gruñe al verse ayudada por una campesina joven. La casa no es grande, pero yo vivo a mis anchas. Tiene mi aposento dos balcones, y recibe por la mañana los primeros rayos del sol. En el piso de arriba está el aposento de los jóvenes; Juanita y Enrique vienen dos veces al año.

* * *

El niño Silvestre tenía su cuna. Era precioso, pero muy pálido. Cuando jugaba sobre la yerba su madre clavaba los ojos en él; inquieta, a cada instante dejaba su labor para sentar al niño sobre sus rodillas. El infeliz no quería dormirse; decía que dormido le llevaban lejos, muy lejos, donde todo era obscuro, y donde veía figuras horribles y espantosas.

Entonces, llamado por la madre me sentaba yo junto a la cuna; el niño me apretaba un dedo entre su manecita caliente y seca, y me decía:

—Padrino, cuéntame un cuento.

Le contaba toda clase de cuentos y me oía sin rechistar. Le interesaban todos, y muy especialmente El pájaro azul. Al terminarse la infantil narración, el niño exclamaba:

—¡Más! ¡Más!

Repetíamos el cuento, y veía yo, angustiado, reclinarse y desmayar su cabecita pálida.

A todas nuestras preguntas el médico respondía:

—No tiene nada, nada de particular.

Sí; el pequeño no tenía nada de particular.

Una noche del año pasado, me llamó su padre.

—Venga usted —me dijo—, el niño está peor.

Me acerqué a la cuna, junto a la cual vi a la madre, inmóvil, sujeta por todos los lazos de su alma.

El niño volvió lentamente hacia mí sus pupilas, casi cubiertas por los párpados, como si no quisieran dejarse ver.

—Padrino —me dijo—, cuénteme cuentos.

Ya no era posible contarle cuentos.

¡Pobre Juanita! ¡Pobre madre!

Soy demasiado viejo para sentir mucho; sin embargo, la muerte del pobre niño es para mí un misterio doloroso.

* * *

Hoy llegaron los padres de mi Silvestre, y pasarán mes y medio en compañía del pobre viejo. Regresan del bosque cogidos del brazo. Cubre la cabeza de Juanita un manto negro. Enrique lleva un luto en su sombrero de paja; pero los dos están radiantes de juventud y sonríen con ternura; sonríen a la tierra que pisan, al aire que los envuelve; sonríen mirándose a los ojos, y sus ojos brillan sonrientes. Desde mi ventana les hago una seña con el pañuelo ¡y sonríen a mi vejez!

Juanita sube de prisa la escalera, me abraza y murmura a mi oído algunas palabras, que adivino más bien que oigo; yo contesto:

—Dios te bendiga y haga que las bendiciones que tú y tu marido merecéis alcancen a vuestra posteridad.

Et nunc dimitiis servum tuum Domine.


Publicado el 22 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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