El Señor Bergeret en París

Anatole France


Novela



I

Mientras el señor Bergeret tomaba su frugal cena, tenía a sus pies a Riquet echado sobre un almohadón. El alma de Riquet era religiosa; tributaba al hombre honores divinos y juzgaba magnánimo y poderoso a su dueño; pero, sobre todo al verle sentado a la mesa, reconocía la magnanimidad y el poder soberanos del señor Bergeret, porque si bien todos los alimentos eran para él agradables y preciosos, en particular el alimento humano parecíale augusto. Veneraba el comedor como si fuera un templo, y la mesa del comedor, como un altar. Mientras comía su dueño, Riquet aguardaba inmóvil y silencioso a sus pies.

—¡Mire qué pollito tan bien cebado! —advirtió la anciana Angélica al dejar la fuente sobre la mesa.

—Hágame el favor de trincharlo —dijo el señor Bergeret, poco diestro en el manejo de las armas e incapaz de hacer las veces de escudero trinchante.

—Con mucho gusto —afirmó Angélica—; pero no es a las mujeres, sino a los hombres, a quienes corresponde trinchar las aves.

—Yo no sé trinchar.

—El señor debiera saber.

No era la primera vez que hablaban de aquel modo; Angélica y su amo sostenían igual conversación en cuanto había sobre la mesa un ave asada; y no sin más ni más, ni por ahorrarse una molestia obstinábase la criada en ofrecer a su amo el cuchillo de trinchar, sino como testimonio de consideración y respeto. Entre los campesinos, a cuya clase pertenecía, y en casa de los burgueses donde había servido, corresponde por tradición al jefe de la familia trinchar las aves; y por hallarse muy arraigado en su alma fiel el respeto a las tradiciones, no aprobaba que el señor Bergeret dejase de hacerlo y delegara en ella una función magistral, en vez de realizarla por sí mismo, ya que no era bastante poderoso para tener un jefe de comedor, como lo tienen los Brecés, los Bonmont y otros señores en el campo o en la ciudad. Sabía muy bien cuánto obligasu propia estimación a un burgués que come en su casa, y procuraba, en todas las ocasiones propicias, recordárselo al señor Bergeret.

—El cuchillo está recién afilado, y el señor podría muy bien cortar un galón; es fácil encontrar la coyuntura cuando el pollo es tierno.

—Angélica, hágame el favor de trincharlo.

La criada obedeció muy a su pesar, y un tanto confusa se puso a trinchar el pollo en una esquina del aparador. Angélica tenía, respecto al alimento humano, ideas más exactas que Riquet, pero no menos respetuosas.

Entre tanto, el señor Bergeret examinaba en su fuero interno, las razones del prejuicio que indujo a la buena mujer a creer que el derecho de manejar el cuchillo corresponde únicamente al dueño de la casa; pero no buscó tales razones en el sentimiento generoso y benévolo del hombre que se reserva las tareas fatigosas y sin atractivos, porque se ha observado que los trabajos más penosos y desagradables de las casas correspondieron a las mujeres en el transcurso de los tiempos y con el consentimiento unánime de los pueblos. Así, el señor Bergeret relacionó la tradición venerada por la vieja Angélica con la antigua idea de que la carne de los animales preparada para sustento del hombre es algo tan sagrado que sólo el amo y señor debe trincharlo y repartirlo; y recordó al divino porquero Eumeo, que recibió a Ulises en su establo sin reconocerle, a pesar de lo cual tributóle honores reservados a un elegido de Zeus. Eumeo se levantó para servir con su equidad acostumbrada. Hizo siete partes, de las cuales consagró una a las ninfas y a Hermes, hijo de Maya; distribuyó las otras entre los invitados y ofreció a su huésped, paró honrarle, todo el lomo del cerdo. Complacido, el sutil Ulises dijo a Eumeo: "¡Ojalá, Eumeo, seas grato siempre a Zeus paternal por haberme honrado con la mejor parte sin que yo te revelara quién soy!" El señor Bergeret, ante su vieja criada, hija de la tierra fecunda, sentíase transportado a los tiempos antiguos.

—Si el señor quiere servirse...

Pero el señor Bergeret, no disfrutaba, como el digno Ulises y los reyes de Homero, de un apetito heroico, y mientras comía leía el periódico, extendido sobre la mesa; otra de sus costumbres que la sirvienta no aprobaba.

—Riquet, ¿quieres pollo? —preguntó el señor Bergeret—. Está bonísimo.Riquet nada respondió. Cuando estaba echado debajo de la mesa nunca pedía nada; jamás reclamó su parte, por apetitoso que fuera el olor del plato que a su amo servían, y ni se atrevió a probar lo que le ofrecieron... Negábase a comer en un comedor de seres humanos. El señor Bergeret, que, afable y compasivo, compartiera gustoso la comida con su compañero, al principio le dio algunos pedacitos, entre palabras cariñosas; pero con la soberbia que acompaña frecuentemente a la bondad, le dijo:

—Lázaro, recoge las migas del rico bondadoso, puesto que para ti soy el rico bondadoso.

Riquet siempre se había negado a aceptar semejante ofrecimiento; la majestad del lugar le sobrecogía, y acaso también, en su condición pasada, recibió lecciones que le enseñaron a respetar los alimentos del amo.

Un día el señor Bergeret instóle más que de costumbre para que comiera y sostuvo mucho rato junto a la nariz de su amigo un pedazo de carne sabrosísima. Riquet apartó la cabeza, se alejó y fijó en el amo sus hermosos ojos humildes, que, llenos de inocencia y reproche, parecían decir: "Señor, ¿por qué me tientas?

Con el rabo entre las piernas, las patas encogidas, arrastrándose sobre el vientre en señal de humildad, fue a sentarse tristemente junto a la puerta. Así estuvo mientras duró la comida, y el señor Bergeret admiró la santa paciencia de su compañerito negro.

Como su amo se daba cuenta de todos los sentimientos de Riquet, no insistió en que comiera; sin embargo, no ignoraba que, una vez terminada su comida, a la cual Riquet asistía respetuosamente, el perro devoraría en la cocina su ración, debajo del fregadero, soplando y resoplando a sus anchas. Tranquilizado respecto a este punto, entregóse de nuevo a sus divagaciones.

"Para los héroes —pensaba—, comer era un asunto muy importante. Homero no deja de decirnos que en el palacio del rubio Menelao era su criado Eteoneo, hijo de Boeto, quien cortaba la carne y repartía las raciones. Un rey merecía todo género de alabanzas cuando en su mesa daba a cada cual su parte de buey asado. Menelao era buen conocedor de las costumbres; Helena, la de los brazos blancos, guisaba en compañía de sus sirvientas, y el ilustre Eteoneo trinchaba la carne. El orgullo de tan noble ocupación resplandece aún en el afeitado rostro denuestros jefes de comedor. Estamos unidos al pasado por raíces profundas; pero yo como poco, no soy tragón, y Angélica Borniche, mujer primitiva, me lo reprocha. Me admiraría mucho más si yo tuviera el apetito de un atrida o de un Borbón.

El señor Bergeret había llegado a este punto de sus reflexiones, cuando Riquet abandonó su almohadón y se puso a ladrar delante de la puerta.

Aquel acto era chocante, por lo poco frecuente. Riquet no se levantaba nunca de su almohadón hasta que su amo se levantaba de la silla.

Riquet ladraba todavía cuando la vieja Angélica entreabrió la puerta y anunció, desconcertada, que unas señoritas acababan de llegar. El señor Bergeret comprendió que serían su hermana Zoé y su hija Paulina; no las esperaba tan pronto, pero sabía que su hermana Zoé tomaba decisiones bruscas y repentinas. Levantóse de la mesa, mientras Riquet al oír andar en el pasillo, ladraba furiosamente con objeto de producir alarma. Su prudencia salvaje, refractaria a toda educación liberal, inducíale a pensar que cualquier forastero es enemigo. Oliscaba un daño enorme, la terrible invasión del comedor, amenazas de ruina desoladora.

Paulina, de un salto, se arrojó al cuello de su padre, quien la besó sin soltar la servilleta que tenía en la mano, y retrocedió luego para contemplar a la muchacha, misteriosa como todas, a la cual apenas reconocía después de un año de ausencia; érale a un tiempo muy allegada y casi desconocida, pertenecíale por oscuros orígenes y se le escapaba por la fuerza resplandeciente de la juventud.

—¡Buenos días, papá mío!

Hasta la voz había cambiado; se hizo menos aguda y más cadenciosa.

—¡Qué alta estás, hija mía!

Le pareció bonita, con su nariz afilada, sus ojos inteligentes y su boca burlona. Sintió un goce intenso al verla; pero aquel goce se desvaneció al reflexionar que no se vive tranquilamente en el mundo, y que los jóvenes, ansiosos de felicidad, acometen, para lograrla, inseguras y difíciles empresas.

Besó a Zoé en las mejillas, y le dijo:

—Tú no has cambiado, mi buena Zoé... Aun cuando no os esperaba hoy, me satisface mucho veros.

Riquet no concebía que su amo hiciese a personas extrañas tan familiar acogida. Mejorhubiera comprendido que las arrojase de allí violentamente.

Acostumbrado a no comprender todas las acciones de los hombres, respetaba la voluntad del señor Bergeret y cumplía su obligación: ladraba muy fuerte para espantar a los malos; del fondo de su garganta salían gruñidos de odio y de cólera; un fruncimiento horrible de sus labios dejaba al descubierto sus dientes blancos; amenazaba a sus enemigos, a la vez que retrocedía temeroso.

—¿Tienes perro, papá?

—Creí que veníais el sábado —dijo el señor Bergeret.

—¿Has recibido mi carta? —preguntó Zoé.

—Sí — respondió el señor Bergeret.

—No; la otra.

—Sólo he recibido una.

—No es posible entenderse con este ruido. Era cierto que Riquet ladraba con todas sus fuerzas.

—El aparador está cubierto de polvo —dijo Zoé al dejar allí su manguito—. ¿Tu criada no limpia?

Riquet no podía sufrir que se apoderasen del aparador de aquel modo, y ya porque sintiese aversión hacia la señorita Zoé, ya porque le diera mayor importancia que a Paulina, contra ella lanzaba sus más furiosos ladridos. Cuando vio que ponía la mano sobre el mueble donde guardaban el alimento del hombre, ladró tan chillonamente que los vasos resonaron estremecidos sobre la mesa. La señorita Zoé volvióse con brusquedad hacia el perro y le preguntó irónica:

—¿Me vas a devorar?

Entonces Riquet huyó asustado.

—¿Muerde tu perro, papá?

—Nunca. Es inteligente y no es rabioso.

—Demuestra ser poco inteligente — dijo Zoé.

—Pues lo es —repuso el señor Bergeret—. No comprende todas nuestras ideas; pero tampoco nosotros comprendemos todas las suyas. Las almas son impenetrables unas para otras.

—Luciano —dijo Zoé—, nunca supiste juzgar a las gentes.

El señor Bergeret dijo a Paulina:

—Acércate para que te vea. ¡Casi no te conozco!

Riquet tuvo una inspiración: resolvió ir a la cocina, donde estaba la buena Angélica, y advertirla, si era posible, de los disturbios que desolaban el comedor; contaba con ella para restablecer el orden y arrojar a los intrusos.—¿Dónde has puesto el retrato de nuestro padre? —preguntó la señorita Zoé.

—Sentaos y comed —dijo el señor Bergeret—. Hay un pollo y algo más.

—Papá, ¿es cierto que nos vamos a vivir a París?

—El mes que viene, hija mía. ¿Estás contenta?

—Sí, papá, estoy contenta; pero también viviría con gusto en el campo, si tuviese un jardín.

Dejó de comer pollo para decirle:

—Papá, te admiro. Estoy orgullosa de ti. Eres un hombre ilustre.

—La misma opinión tiene mi perrito —dijo el señor Bergeret.

II

Bajo la dirección de la señorita Zoé embalaron los muebles del profesor y los llevaron a la estación del ferrocarril.

Aquellos días, Riquet vagó tristemente por el aposento desmantelado; miraba con recelo a Paulina y a Zoé, cuya llegada había precedido en muy pocos días al trastorno de la casa, tan pacífica poco antes.

Las lágrimas de la vieja Angélica, que, metida en la cocina, lloraba sin cesar, aumentaron su tristeza. Le contrariaban en sus más gratas costumbres; hombres extraños, mal vestidos, mal hablados y desagradables, turbaban su reposo; al entrar en la cocina daban un puntapié a su plato de comida y a su cazuela de agua fresca, le quitaban las sillas a medida que se iba subiendo a ellas, tiraban bruscamente de las alfombras en que se hallabasentado, hasta el punto de que, en su propia casa, ya no sabía Riquet dónde meterse.

Digamos en su honor que al principio intentó resistir. Cuando quitaron el fregadero ladró furiosamente al enemigo, pero nadie acudió a su llamamiento; nadie le alentaba, y, al parecer, era combatido. La señorita Zoé le había dicho con sequedad:

"Cállate", y la señorita Paulina había añadido: "Riquet, no seas ridículo."

Renunció, por fin, a dar avisos inútiles y a luchar solo para defender los bienes comunes; deploraba en silencio las ruinas de la casa, y buscaba inútilmente, de habitación en habitación, un poco de sosiego. Cuando los mozos de cuerda entraban en el cuarto donde él se había refugiado, se ocultaba con prudencia debajo de un mueble; pero sus precauciones eran más perjudiciales que inútiles, porque al poco rato el mueble, tambaleándose, subía y bajaba, crujía y amenazaba aplastarle; huraño entonces y con el pelo de punta, buscaba un nuevo escondite, no más duradero y seguro que el anterior.

Las molestias y hasta los peligros que le hacían sufrir carecían de importancia comparados con las congojas de su corazón; como suele decirse, lo más afectado en Riquet era lo moral.

Los muebles de la casa no significaban para él objetos inertes, sino seres animados y bondadosos, genios favorables, cuya traslación auguraba crueles desgracias. Platos, azucareros, sartenes y cacerolas, todas las divinidades de la cocina; butacas, alfombras, almohadones, todos los ídolos del hogar, sus dioses lares y sus dioses domésticos, habían desaparecido. Seguro de que tan inesperado trastorno era irreparable, sintió por ello toda la pena que su almita pudo sentir. Por fortuna, semejante al alma humana, la de Riquet se distraía con facilidad y olvidaba pronto las desdichas. En ausencia de los bruscos mozos de cuerda, mientras la escoba de la vieja Angélica removía el viejo polvo del piso, Riquet recreaba su ligera imaginación con el paso de una araña o el olor a ratones; pero pronto la tristeza y el abatimiento le invadían de nuevo.

El día de la partida se desoló al ver que todo empeoraba por instantes. Le impresionaba dolorosamente ver las ropas recogidas en oscuras cajas. Con alegre precipitación, Paulina quiso arreglar su baúl. Riquet se apartó como si la hubiera sorprendido en el momento de cometer una malaacción, y, acurrucado junto a la pared, pensaba: "¡Esto es lo peor de todo! ¡Esto es el final de todo!" Ya sea porque creyese que las cosas no existían cuando no las veía, o que tratara sólo de evitarse un penoso espectáculo, tuvo buen cuidado de no mirar hacia donde Paulina estaba. La casualidad hizo que Paulina, en su constante ir y venir, advirtiese la actitud de Riquet; aquella actitud triste parecióle cómica, rióse y llamó al perro:

—¡Ven, Riquet, ven!

Pero el perro no se movió de su rinconcito, ni siquiera volvió la cabeza. No tenia humor de acariciar a su amita, y por un instinto secreto, por una especie de presentimiento, temía 'acercarse al baúl abierto. Paulina lo llamó repetidas veces; como el perro no atendía, fue a cogerlo y lo alzó entre sus manos. "¡Qué desgraciado eres! ¡Me das lástima!", le dijo irónicamente. Riquet no interpretaba la ironía; inerte y tristón entre las manos de Paulina, fingió no ver nada ni oír nada. "¡Riquet, mírame!" Tres veces le repitió lo mismo, y las tres veces en vano; después de lo cual, simulando una violenta cólera, le dijo: "Animal estúpido, ¡ desaparece!", y lo arrojó dentro del baúl, cuya tapa dejó caer.

Por haberla llamado su tía en aquel instante, al salir de la habitación dejó a Riquet dentro del baúl.

El perro sintió grandes inquietudes; ni un momento supuso que le habían metido en aquel baúl por juego y sin mala intención. Creía su estado bastante comprometido y esforzóse para no agravarlo con investigaciones desatentas, por lo cual permaneció breves instantes inmóvil, silencioso. Luego, sin temer ya nuevas desgracias, juzgó necesario explorar su oscuro encierro, tanteó con las patas las enaguas y las camisas, sobre las cuales había sido tan miserablemente arrojado, y buscó algún resquicio que le permitiera escapar. Hacía dos o tres minutos que se hallaba ocupado en aquella tarea, cuando el señor Bergeret, dispuesto a salir, le llamó:

—¡Ven, Riquet, ven! Vamos a despedirnos de Paillot, el librero. ¡Ven!... ¿Dónde estás?

La voz del señor Bergeret consoló al perrito, que arañaba desesperadamente su cárcel de mimbre para contestar de algún modo a su amo.

—¿Dónde está Riquet? —preguntó el señor Bergeret a Paulina, que entraba con un montón de ropa.

—Está dentro del baúl, papá.

—¿Y por qué está en el baúl? —Porque yo lo he metido.

El señor Bergeret acercóse al baúl y dijo:

—De igual modo, el niño Comatas, que tocaba la flauta mientras guardaba las cabras de su amo, fue encerrado en un cofre, y las abejas de las musas lo alimentaron con su miel. Pero tú, Riquet, no eres grato a las musas inmortales y te hubieras muerto de hambre dentro del baúl.

Después de hablar así el señor Bergeret libertó a su amigo. Riquet le seguía y meneaba el rabo, pero en la antesala tuvo de pronto una idea feliz: retrocedió hasta donde se hallaba Paulina, se puso en pie y apoyó sus patitas en la falda; sólo después de hacerle tumultuosas caricias, en señal de acatamiento, se reunió con su amo, que lo aguardaba en la escalera. Hubiérase creído falto de prudencia y de religión al salir sin dar pruebas de amor a una persona cuyo poder lo había arrojado en un baúl profundo.

Al señor Bergeret parecióle triste y fea la tienda de Paillot, quien estaba muy atareado, revisando con su dependiente los pedidos de la Escuela Municipal. Aquel trabajo no le permitió despedir al profesor con el afecto que las circunstancias requerían; nunca fue muy expresivo, y al envejecer perdía poco a poco el uso de la palabra. Cansado ya de vender libros, como el negocio iba de mal en peor sólo deseaba traspasarlo y retirarse a vivir en su casa de campo, donde se recogía todos los domingos. El señor Bergeret, según costumbre, se metió en el rincón de los pergaminos y pastas viejas y sacó de un estante el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes; también aquel día se abrió el libro por las páginas 212-213, y el señor Bergeret leyó una vez más estos párrafos insípidos.

"...trar un camino hacia el Norte. A este contratiempo, dijo, debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las Islas Sandwich y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento que, a pesar de ser el último, tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico. Las dichosas predicciones que se anunciaban así, desgraciadamente, no se vieron realizadas.

Aquellas líneas que leía por centésima vez y que le recordaban tantas horas de su vida modesta y dificultosa, embellecida, sin embargo, por escogidos trabajos intelectuales; aquellas líneas cuyo sentido no había intentado comprender nunca, le entristecieron y desalentaron como si encerrasen un símbolo de lanulidad de todas nuestras esperanzas y la expresión del vacío universal. Cerró el libro que tantas veces había abierto, que ya nunca volvería a abrir, y salió desolado de la tienda del librero Paillot.

En la plaza de San Exuperio dirigió una última mirada a la casa de la reina Margarita. Los rayos del sol poniente realzaban las vigas historiadas, y en el contraste violento de luces y sombras, el escudo de Felipe Tricouillard lucía soberbio los varoniles atributos de su blasón, armas parlantes colocadas como un ejemplo y como un reproche sobre aquella ciudad estéril.

De regreso en la casa desamueblada, Riquet se frotó las patas contra las piernas de su amo y alzó hacia él sus hermosos ojos afligidos, cuya mirada decía:

"Tú, que hace poco eras tan rico y poderoso, ¿te has vuelto pobre? ¿Te has vuelto débil, dueño mío? ¿Permites que hombres desconocidos, cubiertos de harapos viles, invadan tu salón, tu alcoba tu comedor, se arrojen sobre tus muebles y se los lleven fuera de aquí, arrastren por la escalera tu cómoda butaca, tuya y mía, la butaca donde reposábamos todas las noches y, con frecuencia, también por la mañana el uno junto al otro? Al verse presa de hombres mal vestidos, oí gemir a nuestra butaca, que es un ídolo fuerte y un espíritu bondadoso. No resististe a esos invasores. Si ya no posees ninguno de los genios que llenaban tu morada, si has perdido hasta las pequeñas divinidades con que te calzabas al levantarte del lecho (las zapatillas que yo mordía, juguetón), si eres indigente y miserable, ¡oh dueño mío!, ¿qué será de mí!

—Luciano, no queda tiempo que perder —dijo Zoé— . El tren sale a las ocho y no hemos comido aún; comeremos en la estación.

—Mañana estarás en París —dijo el señor Bergeret a Riquet—. París es una ciudad ilustre y generosa, pero su generosidad no se halla repartida entre todos sus habitantes, sino, por el contrario, entre un pequeño número de ciudadanos. Toda una ciudad y toda una nación residen en algunas personas que piensan con más energía y más tino que las otras; las restantes nada significan. Lo que llamamos el genio de una raza sólo se patentiza entre imperceptibles minorías. Escasean en todos los países los espíritus bastante independientes para libertarse de los terrores vulgares y descubrir por sí mismos la verdad oculta.

III

El señor Bergeret al llegar a París habíase instalado con su hermana Zoé y su hija Paulina en una casa que pronto sería derribada, y, al saber que no era posible vivir allí mucho tiempo, encontróse a gusto en ella, ignorante de que, aun cuando no la derribaran, la señorita Bergeret había decidido ya dejarla pronto, pues la tomó solamente para darse tiempo de buscar otra más cómoda, por lo cual se opuso a que se hiciesen gastos de instalación.

Era una casa de la calle del Sena, por lo menos de cien años, que, sin haber sido nunca bonita, volvióse fea al envejecer. Su puerta principal se abría humildemente a un patio húmedo, entre la tienda de un zapatero y la de un embalador. El señor Bergeret ocupaba uno de los aposentos del segundo piso, y tenía por vecino a un restaurador de cuadros, cuya puerta, al entreabrirse, dejaba ver varios lienzos sin marco, colocados en torno de una estufa: paisajes, retratos antiguos y un desnudo de mujer de carne ambarina, tendida en un bosque sombrío bajo un cielo verdoso. La escalera, bastante clara y con telarañas en todos los rincones, tenía los peldaños de madera y suelo de baldosas en los descansillos, donde por la mañana se veían hojas de verduras caídas de las cestas de las inquilinas. Todo esto era desagradable para el señor Bergeret, y, sin embargo, le entristecía la idea de perderlo después de haber perdido tantas otras cosas que tampoco eran muy gratas, pero cuya sucesión formaba la trama de su vida. Después de sus tareas cotidianas, dedicado a buscar un aposento, dirigíase con preferencia por la orilla izquierda del Sena, donde su padre había vivido y donde creía respirar la existencia plácida y los estudios serios. Lo que más dificultaba sus investigaciones era el estado lamentable de las calles, en las que se abrían zanjas profundas y se alzaban montones de tierra, y de los malecones intransitables desfigurados para siempre. Nadie ignora que durante el año 1899 todo París estuvo removido ya porque las nuevas condiciones de la vida exigiesen la ejecución de muchas obras, ya porque la proximidadde una maravillosa feria universal excitara en todas partes actividades desmesuradas y un repentino afán de modificación. Al señor Bergeret le afligía el desconcierto de la ciudad, sin creerlo suficientemente justificado; pero, como era prudente, sus reflexiones le consolaban y tranquilizaban, y cuando llegaba a su hermoso muelle Malaquais tan cruelmente devastado por los implacables ingenieros, dolíase de los árboles arrancados, de los libreros de viejo desaparecidos, y pensaba serenamente:

"Al volver a esta ciudad no encuentro a mis amigos ni lo que me agradaba en ella. Su paz, su gracia, su hermosura, sus antiguas elegancias y su noble paisaje histórico desaparecen de pronto; pero es necesario que la razón se anteponga al sentimiento. No debemos entregarnos a lamentaciones vanas ni quejarnos de las variaciones que nos importunan, puesto que variar es la norma de la vida. Acaso estos trastornos sean indispensables, y acaso también sea preciso que esta ciudad pierda su belleza tradicional para que la existencia de la mayor parte de sus habitantes sea menos penosa y menos dura."

El señor Bergeret sumábase al grupo de los ociosos repartidores de pan y de los policías indolentes para ver cómo los braceros destruían el pavimento de la orilla ilustre, y reflexionaba:

"Adivino la imagen de la ciudad futura, donde los más grandiosos edificios están sólo señalados aún por hondas zanjas, lo cual hace suponer a los hombres poco perspicaces que los braceros empleados en la reforma de esta ciudad (cuyo esplendor nosotros no veremos) abren abismos, cuando realmente preparan tal vez la vivienda próspera, el refugio pacífico y alegre."

De tal modo el señor Bergeret, hombre bondadoso, juzgaba con benevolencia las reformas de la ciudad real, expuesto por sus constantes distracciones a caerse en un hoyo a cada paso.

Entre tanto, buscaba casa, pero con cierta fantasía; las casas antiguas le agradaban porque sus piedras tenían para él un significado; la calle de Gitle—Coeur le atraía singularmente; veía el cartelillo de una casa que se alquilaba, prendido junto al mascarón de la clave de un arco sobre una puerta, desde la cual se divisaba el arranque de una barandilla de hierro forjado, y al subir los escalones, seguido por una portera astrosa, respiraba un olorinfecto de mil generaciones de ratas que, de piso en piso, hacían más asfixiantes las emanaciones de las cocinas indigentes; los talleres de encuadernadores y de estuchistas añadían un repugnante hedor a engrudo y cola podridos, y el señor Bergeret se alejaba triste, desilusionado.

Y de regreso en su casa, mientras comían, explicaba a su hija Paulina y a su hermana Zoé el resultado lamentable de sus investigaciones. La señorita Zoé lo oía sin inmutarse, resuelta, desde un principio, a buscar y a encontrar la casa conveniente. Admiraba la inteligencia de su hermano, pero le creía incapaz de una idea razonable en la vida práctica.

—He visto un piso en el malecón de Conti. Ignoro si os parecerá bien. Recibe luces de un patio donde hay un pozo, hiedra y una estatua de Flora mohosa y mutilada; sin cabeza, teje aún su guirnalda de rosas. He visto otro pisito en la calle de la Chaisse; los balcones dan a un jardín donde arraiga un tilo enorme, una de cuyas ramas entrará en mi estudio cuando llegue la primavera. Paulina tendrá su gabinete espacioso, que puede adornar muy bien con algunos metros de cretona, rameada.

—¿Y mi alcoba? —preguntó la señorita Zoé— Nunca te ocupas de mi alcoba. Y también...

Se distrajo y no terminó la frase, porque daba poca importancia a lo que su hermano decía.

—Quizá nos veamos obligados a meternos en una casa nueva —adujo el señor Bergeret, prudente y acostumbrado a someter sus deseos a la razón.

—Mucho lo temo papá —dijo Paulina—; pero no te preocupes: encontraremos un arbolito que llegue a tu ventana; te lo aseguro.

Paulina se interesaba por lo de la casa, risueña y complaciente, sin preocuparse mucho de sí misma, tal vez porque las mudanzas no intimidan a las criaturas cuyo destino no está fijado aún y que viven como en espera del ignorado porvenir.

—Las casas modernas —repuso el señor Bergeret — están mejor decoradas que las antiguas, pero no me gustan, acaso porque al rodearme de lujo mezquino me hacen sentir más la torpeza de una vida angustiosa. No lamento, ni siquiera por vosotras, la medianía de mi posición, pero lo vulgar y lo común me desagrada... Os parecerá absurdo.

—¡Oh no, papá!

—En una casa moderna lo que me resulta más odioso es la exacta correspondencia de ladistribución, la estructura demasiado visible de las habitaciones, que se descubre desde fuera. Hace tiempo que los ciudadanos viven unos sobre otros; y puesto que tu tía no quiere oír hablar de una casita en las afueras, me resignaré a vivir en un piso tercero o cuarto; pero me duele renunciar a las casas antiguas, cuya irregularidad hace más soportable el hacinamiento. Al pasar por una calle moderna reflexiono inmediatamente que la superposición de los hogares en las construcciones recientes presenta una ridícula uniformidad. Sus comedorcitos, colocados unos sobre otros, con los mismos cristales y los mismos quinqués de bronce que se encienden a la misma hora; sus cocinas muy pequeñas, con las fresqueras por la parte del patio y con unas criadas muy sucias; los salones con sus pianos, colocados unos sobre otros. La casa moderna, por la precisión de su estructura, descubre las funciones cotidianas de los seres que a su amparo se cobijan tan claramente como si las paredes fueran de cristal; los inquilinos comen unos sobre otros, tocan el piano unos sobre otros, acuéstanse unos sobre otros con absoluta monotonía, y representan así un espectáculo cómico y humillante.

—Los inquilinos no se dan cuenta de ello — dijo Zoé, firmemente decidida a instalarse en una casa nueva.

—En verdad —observó Paulina, pensativa—, en verdad resulta un espectáculo cómico.

—Veo en diferentes sitios pisos que me gustan — repuso el señor Bergeret—, pero rentan mucho más de lo que puedo pagar. Esta experiencia me hace dudar de la veracidad de un principio establecido por un hombre admirable, Fourier, quien aseguraba que la diversidad de gustos es tal que los chiribitiles serían tan rebuscados como los palacios, si viviéramos en armonía, porque si nuestra vida fuese armónica tendríamos todos una cola adherente para colgarnos de los árboles. Fourier así lo ha dicho. Un hombre de bondad reconocida, el afable príncipe Kropotkin, nos aseguró recientemente que llegará un día en que los hoteles de las grandes avenidas serán abandonados por sus dueños, cuando éstos no encuentren criados que los sirvan; y será una satisfacción para los ricos cedérselos a las mujeres del pueblo, que, acostumbradas a trabajar, podrán habitarlos sin sentir la molestia de sus anchuras. Mientras esto llegue, el problema de la casa es arduo y difícil. Zoé, hazme el favor de ir a ver el piso delmalecón de Conti, de que ya os hablé. Se halla bastante deteriorado, porque ha servido de depósito durante treinta años a un fabricante de productos químicos. El dueño no quiere hacer obra y se propone alquilarlo para almacén. Sus ventanas son abuhardilladas, pero se ve desde ellas una pared cubierta de hiedra, un pozo musgoso y una estatua de Flora sin cabeza. No es fácil encontrar todo esto en un París.

IV

—Se alquila —dijo la señorita Zoé Bergeret frente a la puerta de la casa —; pero no lo alquilaremos. Es un piso demasiado grande para nosotros. Y además...

—No, no lo alquilaremos. ¿Quieres que lo veamos? Siento curiosidad de volver a verlo —insinuó tímidamente el señor Bergeret a su hermana.

Dudaron. Parecióles que al entrar bajo la bóveda profunda y triste entraban en la región de las sombras.

Recorriendo la ciudad en busca de un aposento, habían pasado casualmente por la estrecha calle de los Grands—Augustins, que continúa en estado. primitivo y cuyo pavimento se halla siempre húmedo. Recordaron que habían vivido seis años de su infancia en una casa de aquella calle. Su padre, catedrático de la Universidad, instalóse allí en 1856, después de arrastrar durante cuatro años una existencia errante y precaria bajo el dominio de un ministro enemigo que lo zarandeaba de ciudad en ciudad; y aquel piso donde Zoé y Luciano comenzaron a aletear y a sentir el amor de la vida, hallábase desalquilado, como lo atestiguaba una tablilla agitada por el viento.

Al atravesar el vestíbulo, bajo el ancho cuerpo delantero de la casa, experimentaron una emoción inexplicable de tristeza y de piedad. En el patio húmedo se alzaban las paredes que las brumas del Sena y las lluvias enmohecían lentamente desde la minoría de edad de Luis XIV; un cobertizo situado a la mano derecha hacía las veces de portería; junto a la mampara de cristales, una urraca bailaba en su jaula y una mujer cosía junto a un tiesto.

—¿Es el piso segundo interior el que se alquila?

—¿Desean ustedes verlo?

—Sí; tenga la bondad de enseñárnoslo.

La portera los guió con una llave en la mano; la seguían silenciosos; la lúgubre antigüedad de aquella casa hizo revivir en un insondable pasado los recuerdos que el hermano y la hermana conservaban de aquellas piedras renegridas. Subieron la escalera con dolorosa ansiedad, y cuando la portera huboabierto la puerta de la habitación, permanecieron inmóviles en el descansillo, temerosos de entrar en aquellas habitaciones, donde sin duda yacían amontonadas y muertas las memorias de su infancia.

—Pueden entrar. Ya se fueron los inquilinos.

De pronto no les asaltó el pasado en el inmenso vacío de las habitaciones empapeladas de nuevo, y se asombraban de sentirse indiferentes a lo que en otro tiempo les era familiar.

—Por aquí se va a la cocina —dijo la portera—.

La obligaban a bajar inmediatamente, y se dirigió a la escalera con paso lento, lamentándose.

Solos allí, el hermano y la hermana recordaron, y las huellas de las horas inimitables, de los desmesurados días de la infancia, comenzaron a aparecérseles.

—Mira el comedor —dijo Zoé—. El aparador estaba aquí, contra la pared.

—El aparador de caoba "destrozado por sus muchos errores", como decía nuestro padre cuando él, su familia y su mobiliario se veían lanzados sin tregua del Norte al Mediodía, de Levante a Occidente por el ministro del Dos de Diciembre; descansó aquí ;durante algunos años, maltrecho y cojo.

—Mira la chimenea.

—Han cambiado el tubo.

—¿Por qué lo supones?

—No lo supongo, lo sé, Zoé. Había en el nuestro una cabeza de Júpiter Trofonio. Los alfareros de la Corte del Dragón tenían la costumbre de adornar con un Júpiter Trofonio los tubos de barro.

—¿Estás seguro?

—¡Cómo! ¿No te acuerdas de aquella cabeza ceñida por una diadema y con la barba en punta?

—¡No!

—Después de todo, no lo extraño; siempre fuiste indiferente a la forma de las cosas, no te fijas en nada.

—Soy mejor observador que tú, ¡ pobre Luciano!

—Tú sí que no ves nada. El otro día no advertiste que Paulina se había rizado el pelo... Gracias que yo...

No acabó la frase. Paseaba en torno de la habitación vacía la mirada de sus ojos verdes y la punta saliente de su nariz.

—Ahí, junto a la ventana, sentábase la señorita Verpi, con los pies sobre la reja. El sábado teníamos siempre costurera; la señorita Verpi no faltó ni un solo sábado.—La señorita Verpi —suspiró Luciano—, ¿qué edad tendría ahora? Era ya vieja cuando nosotros éramos niños. Nos contaba lo que le había sucedido con una caja de cerillas. Recuerdo muy bien su relato y puedo repetirlo palabra por palabra: "Era cuando colocaban las estatuas en el puente de los Saints— Péres. Hacía un frío espantoso, punzante. Al regresar de la compra me detuve para ver los trabajos. Había una muchedumbre ansiosa de averiguar cómo podrían subir a los pedestales aquellas estatuas tan pesadas. Yo llevaba una cesta al brazo. Un caballero elegante me dijo: 'Señorita, se abrasa usted.' Entonces sentí un fuerte olor a azufre y vi que salía humo de mi cesta. Mi caja de cerillas estaba ardiendo." Así refería con frecuencia la señorita Veri aquella aventura —añadió el señor Bergeret— que debió de ser la más importante de su vida.

—Olvidas lo mejor del cuento, Luciano. He aquí las palabras de la señorita Verpi: "Un caballero elegante me dijo: 'Señorita, se abrasa usted' Yo le respondí: 'Siga su camino sin ocuparse de mí.' El repuso: 'Como usted guste, señorita'... Entonces sentí un fuerte olor a azufre...

—Tienes razón, Zoé; yo mutilaba el texto y omitía un detalle importante. Por su respuesta, la señorita Verpi, que era jorobada, demostró ser una muchacha seria y prudente. Este detalle histórico no se debe omitir. También creo recordar que la señorita Verpi era extremadamente pudorosa.

—Nuestra pobre madre tuvo la manía de los remiendos. ¡Cuánto se zurcía en casa!...

—Sí; hacía siempre costura; pero lo más delicioso era que antes de sentarse a coser, en el comedor, colocaba junto a ella, en el lado de la mesa donde había más luz, un manojo de alhelíes en una jarrita de loza, margaritas o frutas con hojas en un plato. Aseguraba que las manzanas son tan bonitas como las flores, y no sé de nadie que admire tanto como admiraba ella la hermosura de un melocotón o de un racimo de uvas. Cuando le enseñaban los cuadros de Chardin en el Louvre reconocía su belleza, pero le agradaba más lo natural. ¡ Con qué firme convencimiento me decía!: "Fíjate, Luciano, ¿puede haber cosa más admirable que esta pluma caída del ala de un palomo?" No creo que la Naturaleza haya sido admirada jamás con tanto candor y sencillez.

—¡Pobre mamá! —suspiró Zoé—. Y ¡qué mal gusto tenía para vestir! Una vez, en el Petit Saint—Thomas,me compró un vestido azul, azul eléctrico, ¡horrible! Aquel vestido fue la pesadilla de mi infancia.

—Nunca fuiste presumida.

—¿Eso crees...? Pues te equivocas. Me hubiera gustado mucho vestir bien; pero regateaban el dinero en los trajes de la hermana mayor para los uniformes de colegio del niño Luciano; cosa natural.

Entraron en una habitación estrecha, una especie de pasillo.

—Este era el despacho de nuestro padre —dijo Zoé.

—¿No te parece que lo han dividido por la mitad con un tabique? Tenía más anchura.

—La misma de ahora. El escritorio estaba en este lado, y en la pared había un retrato de Víctor Leclerc. ¿Por qué no conservaste aquel grabado, Luciano?

—¡Cómo! ¿Este espacio tan reducido encerraba la multitud confusa de sus libros, y contenía tribus enteras de poetas, filósofos, oradores e historiadores? En mi niñez escuchaba yo su silencio que estremecía mis oídos con un zumbar de gloria; indudablemente, semejante asamblea ensanchaba este lugar: yo lo creí una sala espaciosa.

—Todo estaba muy revuelto, y papá nos prohibía que tocáramos ni limpiáramos nada en su despacho.

—Aquí trabajaba nuestro padre sentado en su viejo sillón rojo; tenía siempre a sus pies, echada sobre un almohadón, a su gata Zobeida, y nos miraba con aquella sonrisa bondadosa que supo conservar durante su enfermedad hasta el último instante. Le vi sonreír a la muerte con dulzura, como había sonreído a la vida.

—Te aseguro que te engañas, Luciano. Nuestro padre no sospechaba que se moría.

El señor Bergeret reflexionó un momento, y después dijo:

—Extraño que no conserve yo el recuerdo de mi padre encanecido y con el cansancio de la edad, sino joven y ágil como lo vi en mi niñez, con sus cabellos negros y alborotados. Aquellos mechones de pelo rebelde, como si el viento los azotase caracterizaban muy bien las cabezas entusiastas de los hombres de mil ochocientos treinta y de mil ochocientos cuarenta y ocho. No ignoro que sólo a fuerza de cepillo conseguían la despreocupación aparente de su peinado; pero lo cierto es que lograban presentarse como si vivieran en las cimas y entre tormentas. Sus ideales y sus convicciones eran muyelevarlos y generosos. Nuestro padre creía en el advenimiento de la justicia social y de la paz universal, anunciaba el triunfo de la República y la armoniosa formación de los Estados Unidos de Europa. Su desencanto sería cruel si volviese a vivir entre nosotros.

Bergeret hablaba todavía, y su hermana se había ido ya; reunióse con ella en el salón vacío y resonante. Allí recordaron los sillones y el sofá de terciopelo granate que muchas veces tuvieron por murallas y castillos en sus juegos infantiles.

—¡Oh! ¡La conquista de Damieta! —exclamó el señor Bergeret—. ¿Te acuerdas, Zoé? Nuestra madre, que lo aprovechaba todo, guardaba las envolturas de papel de estaño de las libras de chocolate. Un día me regaló muchas y las recibí como un donativo regio. Forré cascos y corazas, construidas con las cartulinas de mapas viejos; y cuando nuestro primo Pablo vino a comer a casa, le presté una de las armaduras, la de sarraceno, y me puse la otra, que me convertía en un San Luis. Ambas armaduras eran bruñidas. En realidad, ni los moros ni los caballeros cristianos armábanse de aquel modo en el siglo XVIII; pero este anacronismo irreflexivo no fue obstáculo para que yo conquistara la fortaleza de Damieta.

"Su recuerdo renueva la más cruel humillación de mi vida. Dueño ya de la fortaleza, hice prisionero a mi primo Pablo, lo até con una cuerda de saltar, y empujéle con tanto brío que se cayó de bruces. Como se lamentara de un modo estrepitoso a pesar de su arrogancia fiera, mi madre acudió al punto, y al ver atado a Pablo, que lloraba tendido en el suelo, levantóle, secó sus lágrimas, y, después de besarle, me dijo: ¿No te avergüenza, Luciano, pegar a un niño más pequeño que tú?' Ciertamente, Pablo, que tampoco ahora es alto, era entonces muy bajito. No me atreví a disculparme alegando que así ocurría en la guerra; no me disculpé de ningún modo, y quedé confuso y avergonzado; pero mi humillación aumentaba con la magnanimidad de mi primo, que, mientras lloriqueaba, repetía: ¡Si no me ha hecho daño!' Hermoso salón el de nuestros padres suspiró el señor Bergeret—. Ahora está empapelado de nuevo; pero me lo represento poco a poco, ¡ tan agradable, con su feo papel de ramaje verde! ¡ De qué modo aquellas horribles cortinas de reps encarnado cernían la luz y conservaban el calor! Sobre la chimenea desde lo alto del reloj y con los brazos cruzados, tenía Espartaco una expresión indignada; yo solía jugar con sus cadenas, que se rompieron unavez entre mis manos. ¡Hermoso salón! Mamá nos llamaba de cuando en cuando para que nos viera un viejo amigo. Besábamos a la señorita Lalouette, que tenía entonces más de ochenta años. Su cutis era terroso y peluda su barbilla; un diente amarillento asomaba entre sus labios negruzcos. ¿A qué magia se debe que la imagen de aquella espantosa anciana se me presente ahora con un delicioso encanto? ¿Qué atracción me induce a rebuscar los vestigios de aquel rostro extravagante y lejano? La señorita Lalouette disfrutaba, para vivir con sus cuatro gatos, una renta vitalicia de mil quinientos francos, y gastaba la mitad en imprimir folletos referentes a Luis Diecisiete. Siempre llevaba en su saquito una docena de sus folletos. Aquella señorita obstinábase en demostrar que el Delfín se había escapado del Temple en un caballo de madera. ¿Recuerdas, Zoé, que un día nos convidó a comer en su casita de la calle de Verneuil, donde bajo la roña antigua se guardaban riquezas misteriosas, polveras de oro, encajes y brocados?

—Sí —dijo Zoé—; nos enseñó unos encajes que habían pertenecido a María Antonieta.

—La señorita Laloutte era una mujer muy bien educada —dijo el señor Bergeret—. Sabía expresarse correctamente y conservaba la pronunciación antigua; por ella conocí a fondo el reinado de Luis Dieciséis. También nos llamaba nuestra madre para saludar al señor Mathaléne, que no era tan viejo como la señorita Lalouette, pero también era feísimo; nunca se albergó un espíritu tan delicado bajo una forma tan odiosa. Era un sacerdote a quien le retiraron las licencias; el año mil ochocientos cuarenta y ocho, mi padre le había encontrado en los clubes, y se aficionó a él por sus opiniones republicanas. Era más pobre que la señorita Lalouette, y hasta se privaba de comer para imprimir folletos, en los cuales se proponía demostrar que el Sol y la Luna giran alrededor de la Tierra, y no son en realidad mayores que un queso. Opinaba en esto como Pierrot, pero el señor Mathaléne no lo había comprendido hasta después de treinta años de meditaciones y cálculos. Aún suelen encontrarse alguna vez los folletos suyos en los puestos de libros viejos. El señor Mathaléne deseaba la dicha de todos los hombres, y los espantaba con su imponente fealdad; sólo hacía una excepción en su misericordia infinita: decía que trataban de envenenarle, y se preparaba él mismo su comida, tanto por prudencia como por pobreza.De este modo, el señor Bergeret, en la casa deshabitada, como Ulises en el país de los cimerianos, evocaba las sombras del pasado, y, después de quedar un momento pensativo dijo:

—Zoé, una de dos: o bien cuando éramos niños había más locos que ahora, o nuestro padre los acaparaba todos. Creo que le gustaban los locos, ya sea porque le inspirasen lástima, o porque le resultaran menos fastidiosos que las personas razonables; el caso es que tenía un gran cortejo de locos.

La señorita Bergeret meneó la cabeza.

—Nuestros padres trataban a gentes muy sensatas y a hombres de mérito. Lo que te ha sucedido, Luciano, es que las extravagancias inocentes de algunos viejos fijaron tu atención y conservas de ellas un vivo recuerdo.

—Zoé, no lo neguemos: crecimos entre personas que no pensaban de manera común y corriente. La señorita Lalouette, el señor Mathaléne y el señor Grille no tenían sentido común; esto es indudable. ¿Te acuerdas del señor Grille? Alto, grueso, rubicundo, con una barba blanca muy corta; en verano como en invierno llevaba unos trajes de tela de colchón, desde que sus dos hijos habían perecido en Suiza al subir a un ventisquero. Era, según nuestro padre, un helenista delicioso; sentía con delicadeza la poesía de los líricos griegos; cogía con mano firme y ligera el fatigoso texto de Teócrito; su locura consistía en negar la muerte de sus dos hijos, y mientras los aguardaba con obstinación inverosímil, se vestía de máscara en la generosa intimidad de Alcestes y de Safo.

—Nos daba caramelos —dijo la señorita Bergeret.

—Hablaba con prudencia, con elegancia, con sabiduría —repuso el señor Bergeret—, y nos asustaba mucho porque un loco infunde más miedo cuando más acertadamente razona.

—Los domingos —dijo la señorita Bergeret— nos apoderábamos del salón.

—Sí —respondió el señor Bergeret—. Después de comer nos entretenían los juegos de prendas. Hacíamos "ramos" y "retratos" y mamá sorteaba las prendas. ¡Oh candor! ¡Oh sencillez pasada! ¡Oh placeres ingenuos! ¡Oh encanto de las costumbres antiguas! Representábamos charadas, y para disfrazarnos revolvíamos tu armario, Zoé.

—Una vez descolgasteis los cortinajes blancos de mi cama. —Sí; para vestirnos de druidas. Nuestra especialidad fueron las charadas. ¡Y qué bondadoso espectador era nuestro padre! Nunca escuchaba y constantemente sonreía. Estoy seguro de que yo hubiera sido un buen actor; pero los mayores lo acaparaban todo y me tenían arrinconado. Siempre querían hablar ellos.

—No te hagas ilusiones, Luciano. Eras incapaz de representar un papel importante en una charada; careces de aplomo y decisión. Ya sabes que te reconozco inteligencia y talento; pero nunca fuiste improvisador. Necesitas vivir entre tus libros y tus papeles.

—Tienes razón sobrada, Zoé; confieso que no soy elocuente; pero cuando Julio Guinaut y el tío Mauricio tomaban parte en las charadas, nadie podía meter baza.

—Julio Guinaut mostraba una verdadera intuición cómica y una verbosidad inagotable —dijo la señorita Bergeret.

—Era estudiante de Medicina —repuso el señor Bergeret —, y guapo mozo.

—De esa fama gozó.

—Me parece que te quería.

—No lo creo.

—Se ocupaba mucho de ti.

—Esto es otra cosa.

—Y desapareció de pronto. —Sí.

—¿Nunca volviste a saber de él?

—No... Luciano, vayamos ya.

—Sí, vayámonos, Zoé. Los fantasmas del pasado nos obsesionan en esta casa.

Y el hermano y la hermana, sin volver la cabeza, salieron del deshabitado aposento, donde resurgía su infancia; bajaron en silencio la escalera de piedra, y cuando se vieron en la calle de los Grands­-Augustins, entre los coches y los ómnibus, las cocineras y los artesanos, la ruidosa y movible actividad ciudadana los aturdió, como si volviesen de un prolongado y silencioso retiro.

V

El señor Panneton de La Barge tenía los ojos saltones y el alma expansiva; mostraba orgullosa desenvoltura y satisfacción de sí mismo, sin creerse jamás importuno. El señor Bergeret sospechó que aquel hombre iba a pedirle un favor.

Se conocieron años antes. El profesor contemplaba con frecuencia en sus paseos el caserón cubierto de pizarra fina, situado a la orilla del lento río sobre un verde altozano, donde habitaba el señor de La Barge con su familia. El señor Bergeret había tenido poco trato con el señor de La Barge, quien se relacionaba solamente con la nobleza de la comarca, sin duda, por no considerarse bastante noble para parecerlo entre personas modestas, y sólo cuando se acercaban los exámenes de sus hijos mostrábase atento con el profesor Bergeret. Al visitarle aquella vez en París, hizo todo lo posible para que su inesperada presencia fuese agradable.

—Querido señor Bergeret, ante todo, vengo a darle la enhorabuena.

—No prosiga usted, se lo ruego —respondió el señor Bergeret, atajándole con un gesto que el señor de La Barge tuvo el poco acierto de creer inspirado por la modestia.

—No quisiera importunarle, pero insisto en mi felicitación, señor Bergeret; una cátedra en la Sorbona es muy codiciada..., y en el caso de usted, muy merecida.

—¿Y su hijo Ademar? —pieguntó el señor Bergeret al recordar aquel nombre como el de un candil dato al título de bachiller que había interesado en favor suyo todas las potencias de la sociedad civil, eclesiástica y militar.

—¡Ademar! Está muy bien, muy bien. Se divierte mucho. Sin embargo, tal vez sería preferible que tuviera una ocupación. Es muy joven; el tiempo da para todo... Se me parece mucho, y estoy seguro de que se formalizará cuando haya normalizado su vida.

—¿No fue uno de los manifestantes de Auteuil? —preguntó con suavidad el señor Bergeret. —Se puso de parte del Ejército—respondió el señor Panneton de La Barge—, y le confieso a usted que no encuentro motivo alguno para reprochárselo. ¿Qué hacer? Me ligan al Ejército mi suegro el general, mis cuñados, mi primo el comandante...

Acaso por modestia no incluía en la enumeración el nombre de su padre, el mayor de los hermanos Panneton, relacionado también con el Ejército como abastecedor, quien, por entregar calzado con suelas de cartón a los cazadores de la división del Este, que operaban sobre la nieve, fue condenado en 1872 por el Tribunal militar a una pena levísima, pero con circunstancias agravantes, y murió diez años después en el caserón de La Barge, rico y respetado.

—Fui educado en el culto del Ejército —prosiguió el señor Panneton de la Barge—. Desde niño profesé la religión del uniforme; era tradicional en mi familia. No oculto que soy hombre del antiguo régimen; es un sentimiento que me domina, lo llevo en la masa de la sangre. Soy monárquico y autoritario por temperamento; soy realista, y el Ejército es lo único que nos queda de la Monarquía. En él se cifran los restos de un pasado glorioso, que nos consuela del presente y nos anima para lo porvenir.

El señor Bergeret hubiera podido hacer algunas observaciones de orden histórico, pero no las hizo, y el señor Panneton de La Barge prosiguió su patriótico discurso:

—Por esto me parecen criminales los que atacan al Ejército, y locos los que se permiten denigrarle.

—Cuando Napoleón —adujo el señor Bergeret— se propuso elogiar una obra de Luce de Lancival, dijo que era una tragedia de Cuartel general; ahora yo, para imitarle, diré que tiene usted una filosofía de Estado Mayor. Puesto que vivimos bajo un régimen de libertad, bueno sería que nos amoldáramos a sus costumbres. Cuando se vive entre hombres que dominan la oratoria es preciso habituarse a oírlo todo. No espere usted que en Francia nada se libre de la discusión. Considere también que el Ejército no es inmutable; no hay nada inmutable en el mundo. Para subsistir, las instituciones deben modificarse continuamente. El Ejército ha sufrido muchas transformaciones en el transcurso de su existencia, y es muy probable que varíe aún más en lo porvenir; no es aventurado suponer que dentro de veinte años será muy distinto.

—Vale más que se lo diga, desde luego replicó el señor Panneton de La Barge—; cuando se trata delEjército, no admito discusión; de ciertas cosas no hay derecho a opinar. El Ejército es un arma, y con las armas no se juega. En la última sesión del Ayuntamiento que tuve el honor de presidir, la minoría radicalsocialista votó en favor del servicio obligatorio de dos años; me indigné contra aquel voto antipatriótico, y no me costó mucho trabajo demostrar que la reducción del servicio obligatorio a dos años sería la muerte del Ejército. No se forma un buen soldado en dos años, y menos un soldado de Caballería. Ustedes llaman innovadores a los que piden el servicio obligatorio de dos años; yo los llamo destructores. Todas las innovaciones que se les ocurren a los socialistas son como ésa; maquinaciones contra el Ejército. Sería mucho más noble decir claramente que desean reemplazarlo por una numerosa Guardia Nacional.

—Los socialistas —repuso el señor Bergeret — ,contrarios a toda empresa conquistadora, únicamente se proponen organizar milicias para la defensa del territorio. No ocultan sus ideas, las proclaman, y sus ideas acaso merecen un examen serio. No tema usted que se realicen demasiado pronto, porque todos los progresos son inseguros y lentos, y casi siempre van seguidos de reacciones. El avance hacia un orden más conveniente es indeciso y confuso; las fuerzas innumerables y profundas que ligan al hombre con el pasado le hacen estimar los errores, las supersticiones, los prejuicios y las barbaries, como atributos preciosos de su tranquilidad. Cualquiera innovación bienhechora le espanta; es retrógrado por prudencia, y no se atreve a salir del inseguro abrigo que guareció a sus padres, aun cuando se derrumbe sobre él. ¿No opina usted lo mismo, señor Panneton? —añadió el señor Bergeret con una sonrisa bondadosa.

El señor Panneton de La Barge respondió que él defendía al Ejército, por desgracia de sobra desconocido, perseguido y amenazado; y con voz rotunda, prosiguió:

—Esa campaña que se organiza en defensa del traidor, esa campaña obstinada y ardorosa, sean cuales fueren las intenciones de los que la promovieron, produce un efecto seguro, visible, innegable: debilita la dignidad del Ejército y alcanza a sus jefes.

—Ahora voy a decirle cosas sencillísimas —respondió el señor Bergeret—. Si el Ejército se ve atacado en la persona de alguno de sus jefes, la culpa no es de los que piden justicia, sino de los quedurante tanto tiempo se negaron a que se hiciera justicia; no son culpables los que han exigido luz, sino los que la oscurecieron tenazmente con una estupidez desmesurada y una perversidad terrible. Puesto que los crímenes existen, lo malo no es que se descubran, sino que se cometan. Se ocultaban en su misma enormidad y deformidad; no eran figuras reconocibles; pasaron sobre las muchedumbres como nubes oscuras. ¿Era posible que no se disiparan alguna vez, que no brillase jamás el sol en la tierra clásica de la Justicia, en el país que aleccionó en el Derecho a Europa y al mundo?

—No hablemos del proceso —respondió el señor de La Barge—. No lo conozco, ni quiero conocerlo. No he leído una sola línea del sumario. Mi primo, el comandante La Barge, me aseguró que Dreyfus era culpable; su afirmación me basta... Hoy vine, señor Bergeret, a pedirle un consejo. Se trata de mi hijo Ademar, cuya situación me preocupa. Un año de servicio obligatorio es demasiado para un hijo de familia; tres años, sería un verdadero desastre. Es preciso hallar un recurso que le libre. Había pensado que se licenciara en Letras... Mucho estudio y muy difícil para él. Ademar es inteligente, pero no tiene afición a la literatura.

—¿Por qué no trata de ingresar en la Escuela de Estudios Comerciales, en el Instituto Comercial o en la Escuela de Comercio? No sé si quedan también exceptuados los alumnos de la Escuela de Relojería de Cluses. Me han dicho que hay facilidades para el ingreso.

—Pero Ademar no puede hacer relojes —dijo con cierto pudor el señor de La Barge.

—Que intente entrar en la Escuela de Lenguas Orientales —repuso con afabilidad el señor Bergeret—. Al principio era una institución excelente.

—Se ha estropeado mucho —suspiró el señor de La Barge.

—Aún hay algo bueno en ella. Fíjese usted en el tamoul.

—O el malgache.

—El malgache, tal vez.

—Existe un idioma polinesiano que hablaba a principios de siglo una vieja malaya. Aquella mujer, al morir, dejó un loro. Un sabio alemán recogió en el pico del loro algunas palabras del extinguido idioma: lo bastante para formar un léxico. Quizá lo enseñen en la Escuela de Lenguas Orientales. Aconsejo a su hijo que lo averigüe. Al tropezar con semejante advertencia, el señor Panneton de La Barge saludó, y se retiró muy preocupado.

VI

Sucedió lo que tenía que suceder: el señor Bergeret dedicóse a buscar casa y fue su hermana quien la encontró; de este modo, el espíritu positivo aventajó al espíritu especulativo, y es preciso reconocer que la señorita Bergeret estuvo acertada en su elección, porque no carecía ni de experiencia de la vida ni de sentido práctico. Cuando era institutriz había vivido en Rusia y había viajado por toda Europa; tuvo el prurito de los hombres; conocía bien el mundo, y este conocimiento la ayudaba a conocer París.

—Aquí es —dijo a su hermano; y se detuvo ante una casa nueva, situada frente al jardín de Luxemburgo.

—La escalera es decente, pero muy empinada.

—Calla, Luciano; eres bastante joven aún para poder subir cinco pisitos sin cansarte.

—¿Lo crees así? —respondió Luciano, muy satisfecho.

Zoé tuvo buen cuidado de hacerle notar que la escalera estaba alfombrada hasta el último piso.

El, sonriente, reprochó que la sedujeran tan insignificantes vanidades, y luego dijo:

—Sin embargo, es posible que me lastimase ver el término de la alfombra en el piso anterior al nuestro.

"Aunque seamos razonables, nos queda siempre cierta vanidad. Esto me recuerda la escena que ayer presencié al pasar por delante de una iglesia, después del almuerzo. La escalinata del atrio estaba cubierta con una alfombra roja, que había sido pisoteada por el numeroso cortejo de una boda elegante. Unos modestos novios, con su modestísimo acompañamiento, esperaban para entrar en la iglesia cuando la boda lujosa hubiera salido, y sonreían satisfechos pensando subir la escalinata cubierta por aquella lucida alfombra, sobre la cual había puesto ya la novia sus piececitos blancos; pero el sacristán les ordenó que retrocediesen; los empleados de pompas nupciales arrollaron lentamente la alfombra, y sólo después de formar con ella un cilindro enormepermitieron a la humilde pareja subir por la escalinata descubierta. Observé que aquellas gentes, lejos de sentirse agraviados, comentaban el percance burlonamente; y es cierto que los seres humildes se avienen con admirable facilidad a las desigualdades sociales. Lamennais tiene razón al decir que la sociedad entera se funda en la resignación de los pobres".

—Ya hemos llegado —indicó la señorita Bergeret.

—Me ahogo —dijo el señor Bergeret.

—Porque no dejaste de hablar mientras subías —repuso la señorita Bergeret—, y no deben hacerse comentarios al subir una escalera.

—Después de todo —arguyó el señor Bergeret —el sino común de los sabios es vivir junto a las tejas; la ciencia y la meditación están, en su mayoría encerradas en los desvanes, y en realidad no hay galería de mármoles que valga lo que una buhardilla poblada de ideas hermosas.

—Esta habitación no es abuhardillada —dijo la señorita Bergeret—; recibe luz por una hermosa ventana y puede ser tu despacho.

Al oir aquellas palabras, el señor Berceret miró con espanto las cuatro paredes, como si se hallara al borde de un precipicio.

—¿Qué te pasa? —preguntó su hermana con inquietud.

Pero él nada respondió. Aquella habitación cuadrada, empapelada de claro, le parecía negra ante el futuro ignoto; al entrar, con paso vacilante y lento, como si penetrase en el oscuro Destino, medía en el suelo el espacio que necesitaba su mesa de trabajo, y dijo:

—Aquí viviré. No es conveniente conceder excesiva importancia al pasado y al futuro; son ideas abstractas que el hombre no posee al principio y que por su desdicha sólo adquiere con dificultad; el recuerdo del pasado es de suyo bastante doloroso. Nadie quisiera vivir todo lo vivido. Hay horas agradables y momentos deliciosos, no lo niego; pero son perlas y piedras preciosas esparcidas entre la ruda y sombría trama de la vida. El transcurso de los años, por su misma brevedad, es de una lentitud fastidiosa, y si a veces agrada recordar, se debe a que nuestro espíritu descansa unos instantes en el recuerdo, pero hasta esa dulzura es pálida y triste.

En cuanto al futuro, no se le puede mirar de frente, por las muchas amenazas que se adivinan en su apariencia tenebrosa. Al decirme tú: "Este será tu despacho", heme visto encarado con lo por venir;¡un espectáculo insoportable! Creo tener cierto valor para luchar con la vida, pero reflexiono, y la reflexión perjudica mucho a la intrepidez.

—Lo más difícil —dijo Zoé— era encontrar una casa con tres alcobas independientes.

—Sin duda, la Humanidad, en su juventud —prosiguió el señor Bergeret—, no concebía como nosotros lo por venir y el pasado. Esas ideas que nos devoran carecen de realidad fuera de nosotros; desconocemos la vida; su desarrollo en el transcurso del tiempo es una ilusión, y sólo por una deficiencia de los sentidos no vemos realizarse el día de mañana como el de ayer; sin embargo, podemos imaginar seres organizados a propósito para percibir simultáneamente fenómenos que parecen separados por un apreciable intervalo de tiempo. ¿Por qué no, si ya percibimos la luz y el sonido sustrayéndolo al curso del tiempo? Al levantar los ojos al cielo abarcamos con una sola mirada aspectos que no son contemporáneos: los resplandores de las estrellas, que nuestros ojos perciben en menos de un segundo, provienen de siglos y de millares de siglos. Con aparatos diferentes de los que ahora disponemos, en lo mejor de nuestra vida podríamos ver la hora de nuestra muerte. Puesto que el tiempo no existe en realidad y sólo es apariencia la sucesión de los hechos, todos los hechos hanse producido a la vez y lo por venir está ya realizado, pero lo advertimos poco a poco. Zoé, ¿comprendes ahora por qué me quedé atónito al entrar en el cuarto donde me propongo trabajar? El tiempo es una preocupación, y el espacio no tiene más realidad que el tiempo.

—Es posible que así sea —dijo Zoé—, pero en París cuesta muy caro, como pudiste comprenderlo cuando buscabas un piso. Me parece que no tienes curiosidad por ver mi alcoba. Ven, la de Paulina te interesará más.

—Veamos tu alcoba y la de Paulina —dijo el señor Bergeret, que paseaba dócilmente su máquina animal a través de las habitaciones tapizadas con papeles rameados, mientras proseguía el hilván de sus ideas.

—Los salvajes no hacen distinción ente el pasado, el presente y lo por venir, y los idiomas, verdaderos monumentos, sin duda los más antiguos de la Humanidad, permiten descubrir las edades y las razas de que procedemos, las cuales no habían operado aún ese trabajo metafísico. El señor Miguel Breal, en un hermoso estudio recientemente publicado, prueba que el verbo, ahora tan rico enrecursos para señalar la anterioridad de una acción, no tenía en su origen ningún órgano que indicara el pasado, y esto se logró valiéndose de formas que implican una redoblada afirmación del presente.

Mientras hablaba volvió de nuevo al gabinete donde instalaría su estudio, que en el primer momento se le apareció invadido por sombras del inefable porvenir. La señorita Bergeret abrió la ventana:

—Mira, Luciano.

Y el señor Bergeret, mientras contemplaba las desnudas copas de los árboles, sonrió y dijo:

—Estas ramas negras se engalanarán con el color violáceo de los retoños, acariciadas por el tímido sol de abril; luego estallarán en brillante verdura, y el espectáculo será encantador. Zoé, tú eres una persona prudente, una venerable ama de casa y una hermana muy cariñosa. Quiero besarte.

Al besar a su hermana Zoé, el señor Bergeret añadió:

—Eres buena, Zoé. La señorita Zoé adujo:

—Nuestro padre y nuestra madre, los dos eran muy buenos.

El señor Bergeret quiso besarla otra vez, pero ella le dijo:

—Me despeinas, Luciano, y me horroriza verme despeinada.

El señor Bergeret acercóse a la ventana y extendió el brazo:

—Mira, Zoé: a la derecha, en el sitio que ocupan esos edificios tan feos, estaba la Universidad antigua. Según me han dicho mis viejos amigos, los paseos del jardín formaban laberintos entre arbustos y celosías pintadas de verde. Nuestro padre se paseó por ellos en su juventud. Leía las obras de Kant y las novelas de Jorge Sand, sentado en un banco, detrás de la estatua de Velleda soñadora, la cual unía los brazos sobre su mística hoz y cruzaba las piernas, tan admiradas por una juventud generosa. Al pie de la estatua, los estudiantes hablaban de amor, de justicia y de libertad; no se alistaban entonces en el partido del embuste, de la injusticia y de la tiranía.

El Imperio derribó aquella Universidad. Fue una mala acción. También los edificios tienen alma; y al arrasar aquel jardín, arrasaron los nobles pensamientos juveniles. ¡ Qué hermosos delirios, qué magníficas esperanzas se concibieron ante la Velleda romántica de Maindrón! Nuestros estudiantes tienenahora palacios con el busto del presidente de la República colocado sobre la chimenea del salón de actos. ¿Quién les devolverá los caminos tortuosos de aquel jardín donde investigaban los medios conducentes a la paz a la felicidad y a la libertad del mundo? ¿Quién les devolverá el jardín donde repetían jovialmente, entre los cantos de los pájaros, las generosas palabras de sus maestros Quinet y Michelet?

—Sin duda —dijo la señorita Bergeret—, los estudiantes de otros tiempos eran entusiastas, pero ahora son ya médicos y notarios viejos en sus provincias. Es preciso resignarse a la vulgaridad de la vida; no ignoras cuán difícil es vivir, y que a los hombres no se les puede exigir gran cosa... En fin: ¿estás satisfecho de la casa...?

—Sí. Estoy seguro de que a Paulina le encantará. Su alcoba es muy bonita.

—Sin duda; pero las muchachas no están nunca satisfechas.

—Paulina no se encuentra mal entre nosotros.

—Cierto; es muy feliz, pero sin darse cuenta.

—Yo me voy a la calle de Saint—Jacques —dijo el señor Bergeret— para encargarle a Roupart que ponga unos estantes en mi despacho.

VII

El señor Bergeret estimaba mucho a los hombres dedicados a oficios manuales; pero como no hacía nunca obras de importancia le faltaban ocasiones que le permitieran tratarlos, y sólo al emplear alguno en el arreglo de la casa dialogaba con él, seguro de oír sesudas frases.

Por esto acogió afablemente al carpintero Roupart cuando se presentó una mañana para colocar los estantes en el estudio.

Entre tanto, Riquet, según su costumbre, dormía tranquilamente hundido en el sillón de su amo; pero el recuerdo inmemorial de los peligros que asediaban en los bosques a sus antepasados selváticos avizora el sueño de los perros domésticos; también conviene advertir que semejante aptitud hereditaria estaba sostenida en Riquet por el sentimiento de su deber.

Riquet se juzgaba a sí mismo un perro guardián y, firmemente convencido de que su obligación era guardar la casa, sentíase orgulloso de ello; pero imaginaba que son todas las casas como las de los pueblos y las de las fábulas de La Fontaine, con patio y jardín, de modo que se pueda dar la vuelta en torno oliscando el suelo perfumado con emanaciones de animales y de estiércol, por lo cual nunca pudo comprender la distribución de la vivienda de su amo en el quinto piso de un confuso inmueble.

Ignorante de los límites de su dominio, sin saber exactamente lo que debía guardar, era un guarda feroz y supuso muy peligrosa para su vivienda la llegada de aquel desconocido con pantalón azul remendado, que olía a sudor y arrastraba por el suelo unas tablas. Abandonó la butaca de un salto para ladrar al carpintero, a la vez que se retiraba con una lentitud heroica, y cuando el señor Bergeret le mandó que se callara, obedeció muy a pesar suyo, sorprendido y triste al ver que su abnegación era inútil y sus advertencias despreciadas. Con los ojos fijos en su amo parecía decirle:

"Recibes a este anarquista que arrastra sus artefactos; yo cumplo con mi obligación y no me atiendes; ahora, ¡suceda lo que haya de suceder!"

Acogióse a su retiro acostumbrado y volvió a dormirse. El señor Bergeret abandonó los comentaristas de Virgilio para hablar con el carpintero; le hizo varias preguntas referentes a la venta, corte y pulimento de la madera y a las ensambladuras de las tablas; le agradaba instruirse y conocía las excelencias del lenguaje popular. Roupart le respondió de cara a la pared; interrumpía sus respuestas con prolongados silencios, durante los cuales tomaba medidas. En aquella postura trató de los chapeados y de los ensamblajes.

—El de cola de milano no necesita otra sujeción que su ajuste, si es perfecto.

De aquel modo el profesor se instruía con las respuestas del artesano. Después el carpintero volvió la cabeza para encararse con el señor Bergeret. Su rostro enflaquecido, sus facciones muy acusadas, su color moreno, su cabello lacio sobre la frente y sus barbas de chivo cubiertas de polvo gris, le daban el aspecto de una figura de bronce. Su sonrisa, forzada y bondadosa, descubría sus dientes blancos y juveniles.

—Lo conozco a usted, señor Bergeret.

—¿Ciertamente?

—Sí, sí, le conozco..., señor Bergeret; ha hecho usted algo que no todos hacen... ¿Le molestará que se lo diga?

—De ninguna manera.

—Pues bien: ha hecho usted algo para lo cual se necesita valor: oponerse a sus colegas y no transigir con los defensores del sable y del hisopo.

—Detesto a los falsarios, amigo mío —respondió Bergeret—; esto debería serle permitido a un filólogo. No he ocultado mi opinión, pero tampoco la he divulgado. ¿Cómo la conoce usted?

—Se lo voy a explicar. A mi obrador de la calle de Saint—Jacques va mucha gente de los unos y de los otros, gordos y flacos; y mientras labraba la madera oía decir a Pador: "¡Ese canalla de Bergeret!", y Pablo preguntó: "¿Cuándo le ahorcan?" Entonces comprendí que usted era partidario de la verdad y de la justicia; no son muchos los que se atreven a opinar contra sus camaradas en el dichoso proceso.

—¿Y qué dicen los amigos de usted?

—Los socialistas no son muy numerosos, y no están de acuerdo. El sábado sólo asistieron cuatro pelanas a la "Fraternal", y nos tiramos los trastos a lacabeza. El compañero Flechier, un anciano, un veterano del setenta, un comunero, un deportado, en fin, ¡todo un hombre!, subió a la tribuna y nos dijo: "Ciudadanos, tranquilizaos. Los burgueses intelectuales no son menos burgueses que los burgueses militares; dejad que los capitalistas se muerdan unos a otros; cruzaos de brazos y contemplad a los antisemitas: en este momento hacen el ejercicio con fusiles de caña y sables de madera. Pero cuando se trate de proceder a la expropiación de los capitales, no veo inconveniente ninguno en empezar por judíos." Al oír aquellas palabras, los compañeros le aplaudieron. Dígame usted: ¿es así como debe hablar un comunero, un revolucionario? No soy tan instruido como el ciudadano Fleicher, que leyó las obras de Marx, pero me figuro que no razona cuerdamente. Sin duda, el socialismo, además de ser la verdad, es también la justicia y la bondad, y todo lo bueno y justo se produce naturalmente como la manzana del árbol. Me parece que combatir una injusticia es trabajar por nosotros los proletarios, sobre quienes pesan todas las injusticias. A mi entender, todo lo equitativo es un comienzo de socialismo. Creo, como Jaurés, que unirse a los defensores de la violencia y del embuste es volver la espalda a la revolución social. No conozco a los judíos ni a los cristianos; sólo conozco a los hombres y sólo distingo entre ellos a los justos de los injustos. Judíos o cristianos, a los ricos les es muy difícil ser justos; pero cuando las leyes sean justas los hombres lo serán también. Al presente, los colectivistas y los liberales preparan lo por venir combatiendo todas las tiranías e inspirando a los pueblos el odio a la guerra y el amor al género humano; desde ahora podemos hacer algún bien; esto evitará que muramos desesperados y rabiosos, aunque seguramente no presenciaremos el triunfo de nuestras ideas, pues para cuando el colectivismo se haya establecido en el mundo, habré salido ya de mi casa con los pies por delante... Pero mientras charlo, el tiempo corre.

Sacó su reloj, y al ver que ya eran las once se puso la chaqueta recogió sus herramientas, encasquetóse la gorra hasta el cogote y dijo, sin volver la cabeza:

—¡La verdad es que la burguesía está perdida! Claramente se ha visto en el asunto Dreyfus.

Y Roupart se fue en busca del almuerzo.

Entonces, ya porque mientras dormía ligeramente, un sueño hubiese turbado su alma oscura, ya porque al despertar espiase la retirada del enemigo y se aprovechó de aquella ventaja, ya porque el nombre que acababa de oir le enfurecía — como fingió creerlo su amo—, Riquet se abalanzó con la boca abierta, el pelo erizado y los ojos encendidos sobre los talones de Roupart, a quien persiguió con ladridos frenéticos.

Luego, el señor Bergeret, en tono cariñoso y triste, le dirigió las siguientes frases:

—También tú, pobre ser oscuro, tan débil a pesar de tu ancha boca y tus dientes puntiagudos que ridiculizan con su aspecto de fiereza tu debilidad y tu graciosa poltronería; también tú profesas el culto de las grandezas humanas y la religión de la antigua iniquidad; también tú adoras las injusticias por respeto al orden social que te asegura casa y comida; también tú creerías verdadera una sentencia irregular lograda por el embuste y el fraude; también tú eres juguete de las apariencias, te dejas seducir por las mentiras y te atiborras de fábulas groseras; tu espíritu tenebroso se alimenta de confusiones, te engañan y te engañas con una plenitud deliciosa.

También tienes odios de raza y prejuicios crueles, también desprecias a los desgraciados.

Los ojos de Riquet le miraron con inocencia infinita, y el señor Bergeret prosiguió, todavía con más dulzura:

—No ignoro que tienes una bondad innata, la bondad de Calibán. Eres religioso, conforme a una teología y a una moral, y crees conducirte bien sin darte cuenta de lo que haces. Guardas la casa, hasta contra los que la defienden y la adornan. El artesano a quien te proponías arrojar de aquí manifiesta con sencillez ideas admirables; y tú no le has escuchado; tus orejas peludas no atienden al que habla con más acierto, sino al que grita más. El miedo, el miedo natural que guió a tus antepasados y a los míos en la edad de las cavernas, el miedo creador de los dioses y de los crímenes, te aparta de los desdichados, y te hace desconocer la piedad. No quieres ser justo; miras como a un forastero importuno la clara justicia, divinidad nueva, y te arrastras ante los antiguos dioses de la violencia y del miedo, oscuros como tú. Admiras la fuerza brutal, porque la supones absoluta soberana, y no sabes que se devora a sí misma; ignoras que todos los armamentos se desploman ante una idea de justicia. No sabes que laverdadera fuerza está en la sabiduría, y que sólo por ella son poderosas las naciones; no sabes que no se funda la gloria de los pueblos en los clamores estúpidos lanzados en las plazas públicas, sino en el pensamiento augusto que se oculta en alguna buhardilla, y que una vez extendido por el mundo cambiará la faz de la Tierra. No sabes que honran a su patria los hombres que han sufrido la prisión, el destierro y la injuria por la justicia. Tú no sabes, Riquet...

VIII

El señor Bergeret hablaba en su estudio con su discípulo Goubin:

—He descubierto hoy en la biblioteca de un amigo un librito raro y quizá único —le decía—. Ya sea porque lo desconozca o porque lo desprecie, Brunet no lo menciona en su manual. Es un pequeño volumen, titulado Caracteres y fisonomías trabadas conforme a los modelos antiguos. Fue impreso en la docta calle de San Jacobo, en el año mil quinientos treinta y ocho.

—¿Quién es el autor? —preguntó el señor Goubin.

—Un parisiense llamado Nicole Langelier —respondió el señor Bergeret—. No escribe tan agradablemente como Amyot, pero se muestra claro y discreto. Me ha complacido la lectura de su obra y he copiado un capítulo muy curioso. ¿Quiere usted oírlo?

El señor Bergeret cogió un papel sobre la mesa y leyó el siguiente epígrafe:

DE LOS TURBULENTOS QUE NACIERON EN LA REPÚBLICA

Goubin preguntó quiénes eran aquellos turbulentos, y el señor Bergeret le respondió que pronto lo averiguaría y que, sin duda, era conveniente no comentar los textos antes de conocerlos.

Y leyó lo siguiente:

"Aparecieron en la ciudad unos hombres que gritaban mucho, y fueron designados con el nombre de turbulentos', porque obedecían a un jefe llamado Turbo, persona de alta alcurnia y de poco saber, con la impericia propia de la juventud. Tenían además los turbulentos otro jefe llamado Cencerro, el cual pronunciaba hermosos discursos y arengas admirables. Había sido lastimosamente arrojado de la República por ley y uso de ostracismo. En realidad, el llamado Cencerro era enemigo de Turbo; cuando éste iba hacia adelante el otro tiraba hacia atrás; pero los turbulentos eran tan locos que ni sabían hacia dónde iban.

"Vivía entonces en la montaña un campesino llamado Grifodemiel, ya viejo, cauto y taimado, experto en el arte de fingir, que se proponía gobernar la ciudad apoyado en los turbulentos, los adulaba, y para que le atendieran suavizaba su voz a estilo de flauta, como lo hace un astuto pajarero que tiende la red y pone la liga. Estaba el buen Cencerro intranquilo y atormentado por aquellas intenciones, con mucho temor de que Grifodemiel le cazara sus pájaros.

"Tres redomados truhanes.

"Por debajo de Turbo, Cencerro y Grifodemiel tenían autoridad entre la caterva turbulenta:

"Veintiún moriscos.

"Un cuarterón de buenos frailes mendicantes.

"Ocho confeccionadores de almanaques.

"Cuatro demagogos, misóginos, xenófobos, xenóctonos, xenófagos.

"Y seis arrobas de hidalgos devotos de Nuestra Señora de Lourdes, en Navarra.

"Como se ve, tenían los turbulentos jefes distintos y contrarios. Eran tiempos difíciles, y como las arpías descritas por Virgilio, que, posadas en los árboles gritaban horriblemente y malbarataban todo lo que yacía debajo de ellas, aquellos malvados turbulentos se encaramaban por las cornisas y pináculos de las hosterías e iglesias, y para molestar a mansalva emporcaban con orines a los burgueses bondadosos.

"Y habían elegido con entusiasmo a un viejo coronel llamado Gelgopolo (el más inepto en el arte de la guerra que pudiera encontrarse y el má sopuesto a toda justicia, despreciador de las leyes augustas), para hacer de él su ídolo y parangón.

Vociferaban por toda la ciudad; ¡Viva el viejo coronel!', y los mozalbetes de la escuela repetían aquellos gritos: ¡Viva el viejo coronel!' "Formaron los turbulentos muchas asambleas y conventículos, en los cuales vociferaban la gloria del viejo coronel con tal vehemencia de garganta que atronaban los aires, y los pájaros que volaban sobre sus cabezas caían aturdidos o muertos. En verdad, era una torpe manía y un frenesí horrible. "Creían los turbulentos que para servir a la ciudad y merecer la corona cívica (la cual está formada solamente por hojas de roble sujetas por un cordoncillo de lanas, y es respetable entre todas las coronas), necesitaban lanzar gritos furiosos y discursos insanos, y que los conductores de carros, los que siegan y recogen la cosecha, los que llevan a pastar los rebaños y los que podan losárboles en este bello país de viñedos y de trigales, de verdes praderas y de frondosos jardines, no sirven a la ciudad, ni tampoco esos compañeros que tallan la piedra y construyen las casas cubiertas con tejas rojas o con finas pizarras, ni los tejedores, ni los vidrieros, ni los canteros que abren las entrañas de Cibeles, y que tampoco la sirven los hombres doctos que trabajan en sus estudios apartados para conocer los secretos de la Naturaleza, ni las madres que amamantan a sus hijos, ni la buena vieja que hila junto a la lumbre y entretiene con cuentos a sus nietecillos. Sólo sirven a la ciudad esos turbulentos, que rebuznan como asnos en feria. Y digamos, para ser justos, que al hacer lo que hacen piensan obrar cuerdamente, porque sin otros elementos que el humo de sus cerebros y el viento de su boca, soplan con brío para el bien público y el provecho común.

"Y no sólo gritaban ¡Viva el viejo coronel!', sino que gritaban también a voz en cuello su amor a la ciudad, con lo cual inferían grave ofensa a los otros ciudadanos, dando a entender que si no se vocifera no se tiene amor a la ciudad materna y al dulce lugar de nacimiento, lo cual es una impostura manifiesta y un insoportable insulto, pues los hombres maman con la primera leche ese amor materno, y es grato respirar el aire natal. Pero había en aquel tiempo en la ciudad y en sus contornos muchos hombres honrados y prudentes, los cuales amaban la ciudad y la República con un amor más entrañable y puro que aquellos turbulentos, porque los aludidos honrados y prudentes ciudadanos querían que su ciudad se conservara prudente y honrada como ellos, floreciera con todos los dones y virtudes y llevara gallardamente en su diestra el cetro de oro que ostenta la Justicia en su mano; querían que fuese risueña, pacífica y libre pero de ningún modo pensaban impulsarla contra la corriente, como pretendían aquellos turbulentos que empuñaban el garrote para despachurrar a los pacíficos ciudadanos y el bendito rosario para mascullar avemarías, con el propósito de mantener la ciudad estúpida y miserablemente sometida al viejo coronel Gelgopolo y a Cencerro. Porque lo cierto era que la querían someter a los frailes hipócritas, mojigatos, santurrones, impostores, piojosos, togados, cogullas, rapados y descalzos, que se comen los santos; mendicantes, sochantres, engañosos y cazadores de testamentos, que entonces pululaban y habían adquirido ya furtivamente, tanto en casas como enbosques, praderas y sembrados, la tercera parte del territorio francés.

"Esforzábanse aquellos turbulentos en dar a la ciudad un aspecto rudo y falto de elegancia porque miraban con odio y disgusto la meditación, la filosofía, todo argumento deducido por sentido recto y fina razón, todo pensamiento sutil; no respetaban más que la fuerza, y aun preferían la fuerza brutal. Así amaban su ciudad y el lugar de su nacimiento aquellas gentes...

En su lectura de aquel texto antiguo, el señor Bergeret se abstenía de pronunciar todas las letras que erizaban su dictado, según la moda del Renacimiento; por instinto, gozaba con las hermosas cadencias de su idioma nativo, se burlaba de las reglas ortográficas como de una cosa despreciable, y, en cambio, sentía el respeto de la vieja pronunciación, tan ligera y tan fácil, que, por desgracia, iba dificultándose y recargándose en nuestra época. El señor Bergeret leía su texto conforme a la pronunciación tradicional; su dicción rejuvenecía y daba novedad a las vetustas frases, cuyo sentido manaba claro y límpido para Goubin, que hizo la siguiente observación:

—Lo que me agrada más en este fragmento es la sencillez del lenguaje.

—¿Está usted seguro? —preguntó el señor Bergeret.

Y prosiguió su lectura:

"Decían los turbulentos que defendían a los coroneles y a los soldados de la República, lo cual era una burla y un escarnio, ya que los coroneles y soldados, que se hallan armados de mosquetes y disponen de artillería y otras máquinas de guerra muy terribles, tienen la misión de defender a los ciudadanos, sin que los ciudadanos, desarmados, hayan de acudir a su vez a defenderlos, porque sería necio imaginar que hubiera en la ciudad gentes bastantes locas para atacar a sus propios defensores; y los hombres honrados y prudentes, enemigos de los turbulentos, pedían sólo que los coroneles permanecieran sumisos a las leyes augustas y santas de la ciudad y de la República. Así, los llamados turbulentos vociferaban sin cesar y no se daban a partido, porque la Naturaleza, avara con ellos, les había negado la claridad del entendimiento.

"Alentaban los turbulentos los odios de las naciones extranjeras, y al solo nombre de dichas naciones o pueblos se les saltaban los ojos de la cara,como cangrejos de mar, de una manera terrible, y agitaban los brazos como aspas de molino; y no había entre ellos pasante de notario ni aprendiz de carnicero que no se propusiese desafiar a un rey o reina o emperador de algún famoso país, y el más humilde gorrero o tabernero, a todas horas, mostraba sus bélicos alardes; pero luego decidía quedarse tranquilamente en su casa.

"Como es cierto que en todas épocas los locos son más numerosos que los cuerdos, al son de los inútiles tambores, gentes de poco saber y entendimiento (las cuales abundan tanto entre los pobres como entre los ricos) acompañaban a los turbulentos y aumentaban así la turbulencia. Fue aquello una barahúnda horripilante que aturdía a la ciudad, mientras la prudente y virginal Minerva, sentada en su templo, para no quedar ensordecida por aquel alboroto de cacerolas arrastradas y papagayos furiosos, tapóse los oídos con la cera que le habían llevado en ofrenda sus muy amadas abejas del Himeto, y así dio a conocer a sus fieles (hombres doctos, filósofos y buenos legisladores de la ciudad) que sería trabajo inútil entrar en sabia disputa y docto combate con los turbulentos y los cencerreadores. Y algunos en el Estado, no los menos, aturdidos por aquella barahúnda, temían que aquellos locos llegasen a trastornar la República y pusieran a la insigne y noble ciudad patas arriba, lo cual hubiera sido una lamentable aventura. Pero llegó un día en que los turbulentos reventaron, porque estaban llenos de aire."

Acabada su lectura, el señor Bergeret dejó el manuscrito sobre la mesa.

—Esos libros viejos dijo— divierten el espíritu y nos hacen olvidar los tiempos actuales.

—En efecto —afirmó Goubin.

Y sonrió, cosa extraña en él, porque no solía sonreír nunca.

IX

Durante las vacaciones, el señor Mazure, archivero provincial, fue unos días a París con varios propósitos: solicitar en las oficinas del ministerio la cruz de la Legión de Honor, hacer investigaciones históricas en los archivos nacionales y conocer el Moulin-Rouge. Antes de efectuar dichos trabajos, al día siguiente de su llegada, a eso de las seis de la tarde, visitó al señor Bergeret, quien le recibió afablemente, y como el intenso calor del día abrumaba a los hombres retenidos en la ciudad bajo los techos sofocantes y en las calles llenas de polvo, el señor Bergeret concibió la feliz idea de ir con el señor Mazure a un merendero del Bosque, cuyas mesas estaban colocadas debajo de los árboles, junto al agua adormecida.

Allí, a la sombra fresca del tranquilo ramaje, mientras tomaban una cena muy bien condimentada, en tono familiar hablaron de serios estudios y de las varias maneras de gozar el amor. Luego, sin saber cómo y por una fatal propensión, hablaron del proceso.

El señor Mazure estaba muy preocupado respecto de este asunto; jacobino por doctrina y por temperamento, patriota como Barére y Saint Just, se había unido a la multitud nacionalista del departamento y vociferado en compañía de los realistas y los clericales —su pesadilla— por el interés superior de la patria y por la unidad y la indivisibilidad de la República. Llegó a entrar en la Liga presidida por el señor Panneton de La Barge; pero como esa Liga dirigió un mensaje al rey, el señor Mazure supuso que no era republicana y empezó a temer que peligrasen las instituciones. En cuanto al hecho, por su costumbre de manejar papeles y con suficiente capacidad para dedicarse a investigaciones críticas no muy dificultosas, le molestaba verse obligado a defender la obstinación de aquellos hipócritas que, para condenar a un inocente, desplegaban en la fabricación y falsificación de documentos una audaciadesconocida hasta entonces. Sentíase rodeado de imposturas, pero no quería reconocer que se había equivocado; sólo espíritus bien templados pueden sentirse capaces de una confesión semejante. El señor Mazure sostenía obstinadamente que estaba en lo cierto, y es justo reconocer que la masa compacta de sus conciudadanos le mantenía apretado, prensado, comprimido en la ignorancia. El estudio del sumario y la discusión de los documentos no llegaron aún a su ciudad que descansa indolentemente sobre las verdes laderas de un río perezoso.

Para evitar que se aclarase el asunto, había en las oficinas del Gobierno y en la magistratura una porción de politicastros y de clericales, a quienes poco antes aún cobijaba el señor Meline bajo los faldones de su levita, y que prosperaban por desconocer a sabiendas la verdad. Aquel grupo escogido, que deslizaba la iniquidad entre los intereses de la patria y de la religión, logró presentarla de manera que pareciese respetable a todos, incluso al farmacéutico radical—socialista señor Mandar.

La vigilancia de un prefecto israelita se oponía en el departamento a la divulgación de los hechos, por muy comprobados que estuvieran. Worms-Clavelin, por la sola razón de ser judío, creíase obligado a favorecer los intereses de los antisemitas con mayor celo del que en su lugar hubiera desplegado un prefecto católico. Ahogó con mano pronta y segura, en su departamento, el nuevo partido de la revisión; favoreció las Ligas de los piadosos engañadores y las hizo prosperar tan maravillosamente que cuando los ciudadanos Francisco de Pressensé, Juan Pischari, Octavio Mirbeau y Pedro Quellard llegaron a la capital de la provincia decididos a discutir con absoluta libertad, creyeron hallarse en una ciudad del siglo XVI. Solamente les salieron al encuentro papistas idólatras que amenazaban con gritos de muerte y querían asesinarlos. Como el señor Worms-Clavelin, convencido de la inocencia de Dreyfus desde el fallo de 1894, exponía sin escrúpulo sus convicciones mientras fumaba un cigarro después de comer, los nacionalistas, cuya causa favorecía, encontraron en él un apoyo leal, ajeno a las convicciones personales.

Aquella actitud resuelta del departamento, cuyos archivos ordenaba, imponía mucho al señor Mazure, ,jacobino apasionado, capaz de cualquier heroísmo pero que (como las muchedumbres heroicas) sóloavanzaba al son del tambor. El señor Mazure no era tonto, y se creía en el deber de explicarse y explicar a los demás sus pensamientos. Después de comer la sopa de verduras, en espera de las truchas, con los codos apoyados en la mesa, dijo:

—Amigo Bergeret, soy patriota y republicano. No sé ni quiero saber si Dreyfus es inocente o culpable; no me interesa. Quizá Dreyfus sea inocente; pero los dreyfusistas, desde luego, son culpables. Al sustituir por su opinión personal un acuerdo de la Justicia republicana, cometen una desconsideración enorme. Además, han agitado a la República, y el comercio padece.

—¡Vaya una mujer bonita! —dijo el señor Bergeret—. Es alta, esbelta y arrogante.

—¡Bah! —opinó el señor Mazure—. Es una muñeca.

—Habla usted muy a la ligera —dijo el señor Bergeret—. Una muñeca viva es un poderoso elemento de la Naturaleza.

—A mí —dijo el señor Mazure— no logran interesarme las mujeres, acaso porque la mía está muy bien formada.

Al decirlo quería engañarse a sí mismo. Se había casado con la criada manceba de sus dos antecesores, la cual, durante diez años vivió aislada,

sin que la honrase con su trato la sociedad burguesa; pero en cuanto se adhirió su esposo a las Ligas nacionalistas del departamento, las personas más distinguidas de la capital la admitieron entre sus relaciones. El general Cartier de Chalmot la trataba con cierta intimidad, y la coronela Despautáres salía siempre con ella.

—Lo que más reprocho a los dreyfusistas —añadió el señor Mazure— es haber debilitado, exasperado, la defensa nacional y haber disminuido nuestro prestigio en el extranjero.

El sol lanzaba sus últimos rayos rojizos entre los oscuros troncos de los árboles.

El señor Bergeret creyó oportuno contestar:

—Considere usted, Muzure, que si el proceso de un insignificante capitán se convirtió en una cuestión política, no fue por culpa nuestra, sino de los ministros que se aferran a un fallo erróneo e ilegal y lo imponen como un programa de Gobierno. Si el ministro de Justicia, en cumplimiento de su deber, hubiera autorizado la revisión del proceso cuando le demostraron que era imprescindible, todo el mundo callaría. Sólo se alzaron voces contra el error lamentable de la Justicia. Lo que ha perturbado al país, lo que pudo perjudicarle en el interior y en elexterior, ha sido la obstinación de los Poderes públicos al mantener una iniquidad monstruosa, que iba en aumento de día en día, gracias a las nuevas falsedades con que pretendieron disfrazarla.

—¡Qué quiere usted! —replicó el señor Mazure—. Soy patriota y republicano.

—Si es usted republicano —dijo el señor Bergeret—, debe sentirse como forastero y aislado entre sus compatriotas. No quedan ya muchos republicanos en Francia; la República no favorece su desarrollo; se forman mejor bajo un Gobierno absoluto. El peso de la realeza o del cesarismo aguza el amor a la Libertad, que se entumece en un país libre o llamado libre. No acostumbramos a estimar lo que tenemos; mas la realidad no es agradable, y sólo nos impone la prudencia. Se puede afirmar que hoy por hoy, los franceses nacidos de cincuenta años acá no son republicanos.

—Tampoco son monárquicos.

—No, no son monárquicos. Los hombres no suelen estimar lo que tienen, porque lo que tienen casi nunca es agradable; pero evitan lo nuevo, porque lo nuevo es desconocido, y lo desconocido les amedrenta. Esto se advierte en el sufragio universal, que produciría efectos incalculables si el terror a lo desconocido no los anulara. Su fuerza debería realizar prodigios en bien o en mal, pero el miedo a lo desconocido la contiene, y el monstruo se deja poner la cuerda al cuello.

—¿Desean los señores algún melocotón con marrasquino? —preguntó el mozo.

Su voz era suave y persuasiva, y sus ojos vigilantes recorrían la extensión de las mesas ocupadas; pero el señor Bergeret no le respondió, atento a observar cómo se aproximaba por el paseo enarenado una señora que lucía una pamela de paja de arroz adornada con rosas; llevaba un vestido de muselina blanca; la blusa flotante, sujeta al talle por un cinturón de color de rosa, y la gola de tul que rodeaba su cuello era como un collar alado en torno de su cabeza de querubín. El señor Bergeret reconoció a la señora de Gromance, cuya encantadora presencia le había emocionado más de una vez en la desapacible monotonía de las calles provincianas, y vio que la acompañaba un joven elegante, excesivamente correcto para no dar a entender que se aburría.

El joven se detuvo ante una mesa próxima a la del archivero y el profesor, mientras la señora de Gromance desparramaba su vista, y en cuanto vio alseñor Bergeret sintióse contrariada y se alejó con su acompañante para ocultarse detrás de un árbol. La aparición de la señora de Gromance ofreció, una vez más, al señor Bergeret la dulzura cruel que impone a las almas voluptuosas la belleza de las formas vivas.

Entonces preguntó al mozo si le eran conocidos aquel caballero y aquella señora.

—Los conozco sin conocerlos —respondió el mozo—. Vienen aquí con mucha frecuencia; pero no sé quiénes son. ¡Ve uno tanta gente! El sábado tuvimos que añadir mesas sobre el césped y bajo los árboles, hasta el seto vivo.

—¿De veras había mesas bajo todos estos árboles? —dijo el señor Bergeret.

—Y sobre la terraza y también en el quiosco. El señor Mazure, que, divertido en partir almendras, no había visto el traje de muselina blanca, preguntó de qué mujer hablaban; pero el señor Bergeret no respondió. Saboreaba en secreto la presencia de la señora de Gromance.

Anochecía. Sobre el césped oscuro y bajo el ramaje, un resplandor, atenuado por la pantalla de papel blanco o rosa, marcaba el sitio de cada mesa y dejaba adivinar en torno formas movibles. En una de aquellas discretas claridades, el penacho blanco de un sombrero de paja se acercaba poco a poco al reluciente cráneo de un hombre maduro. Algo más lejos, en la oscuridad próxima, se advertían dos cabezas juveniles aturdidas como las falenas que revoloteaban en torno.

La luna mostraba en un cielo pálido su forma blanca y redonda.

—¿Han quedado satisfechos los señores? —preguntó el mozo.

Y, sin esperar a que le respondieran, fuese a prodigar en otro lado sus atenciones. El señor Bergeret dijo sonriente:

—Mire usted esas gentes que comen bajo la enramada protectora. Fíjese en aquellos penachos blancos, y allá, en el fondo, junto a un grueso árbol, fíjese en aquellas rosas de un sombrero de paja de arroz. Comen, beben y gozan de sus amores, que para el mozo son propinas. Tienen instintos, deseos, y acaso también ideas. ¡Y son propinas!

—Hemos comido muy bien —dijo el señor Mazure al levantarse de la mesa—. Frecuentan este lugar personas muy encopetadas.

—Esos copetes —respondió el señor Bergeret — no son de los más elevados, aun cuando haya entre todos ellos alguno muy lucido. Declaro que sientomenos satisfacción al ver personas elegantes desde que una malicia solapada impulsa el fanatismo débil y la crueldad aturdida de esos pobres cerebros. El proceso ha revelado el mal moral que padece nuestra sociedad, como la vacuna de Koch revela en un organismo los estragos de la tuberculosis. Afortunadamente, existe una profunda corriente humana bajo esa espuma brillante; pero ¿cuándo se verá libre mi país de la ignorancia y del odio?

X

La viuda del barón, la madre del baroncito, la baronesa, la dulce Isabel, perdió a su amigo Raúl Marcien en circunstancias ya conocidas. Tenía demasiado corazón para vivir sola, y realmente hubiera sido una lástima. Sucedió que una noche de verano, entre el bosque de Bolonia y el Arco de la Estrella, encontró un nuevo amante. Conviene tener en cuenta este suceso particular por hallarse relacionado con los asuntos públicos.

La baronesa de Bonmont, después de pasar el mes de julio en Montil, a orillas del Loira, cruzó por París para ir a Gmunden. Como tenía la casa cerrada, fue a cenar a un restaurante del bosque con su hermano el barón Wallstein, los señores de Gromance, el señor de Terremondre y el joven Lacrisse, que también se hallaban de paso en París.

Eran todos ellos personas de buena sociedad; todos, nacionalistas, el barón Wallstein tanto como los otros. Judío austríaco, ahuyentado por los antisemitas vieneses, se había establecido en Francia. Costeaba la publicación de un importante diario antisemita y se confundía con los partidarios de la Iglesia y del Ejército. El señor de Terremondre, modesto aristócrata y más modesto propietario, hacía gala de un apasionamiento militarista y clerical, suficiente para identificarse con la aristocracia rural, cuyo trato frecuentaba. Los Gromances necesitaban con demasiada urgencia el restablecimiento de la monarquía para no desearlo sinceramente; su situación pecuniaria era muy comprometida. La señora de Gromance, bonita, bien formada, libre, aún encontraba recursos para cubrir sus necesidades; pero Gromance, que ya no era joven y había llegado a la edad en que se necesita cierto reposo, bienestar y consideración, suspiraba por tiempos mejores y aguardaba impaciente la llegada del rey. Creía seguro que la restauración del reinado de Felipe le nombraría par de Francia. Fundaba sus derechos a una poltrona del Luxemburgo en su condición de resellado, y se contaba entre los republicanos del señor Meline, a quienes el rey tendría querecompensar para atraérselos. El joven Lacrisse era el secretario de la Juventud realista del departamento donde la baronesa tenía fincas, y los Gromance, deudas. Ante la mesita colocada bajo el ramaje, al resplandor de las bujías y en torno de las pantallas rosadas sobre las cuales revoloteaban las mariposas, aquellas cinco personas sentíanse unidas por un mismo pensamiento, que José Lacrisse expresó acertadamente en pocas palabras:

—¡Es preciso salvar a Francia!

Era la época de los grandes proyectos y de las grandiosas esperanzas. Es cierto que habían perdido al presidente Faure y al ministro Meline, que, de frac el primero, con zapato escotado y apostura gallarda, y el segundo con chaquetón de campo, recias botas claveteadas y pasito corto, sostenían la República y la Justicia. Meline había abandonado el Poder, y Faure, la vida en lo mejor de la fiesta. Es verdad que los funerales del presidente nacionalista no produjeron los resultados que se esperaban y había fracasado el efecto del catafalco; es verdad que, después de haber abollado el sombrero del presidente Loubet, los caballeros del Clavel blanco y de la Azulina sufrieron que los socialistas les abollaran los suyos a puñetazos; es verdad que se constituyó un Ministerio republicano y le fue posible tener mayoría; pero la reacción contaba con el clero, con la magistratura, con el ejército, con la aristocracia rural, con la industria, el comercio, una parte de las Cámaras y casi toda la Prensa; y, como decía sentenciosamente el joven Lacrisse, si al ministro de Justicia se le ocurriera ordenar algún registro en los locales de los Comités realistas y antisemitas, no hallarían en toda Francia un comisario de Policía capaz de apoderarse de los documentos comprometedores.

—De todos modos —dijo el señor de Terremondre—, el pobre Faure nos hizo importantes favores.

—Tenía mucho amor al Ejército —suspiró la señora de Bonmont.

—Sin duda —repuso el señor de Terremondre—; y, además, con su lujo, preparó al pueblo para que no le sorprenda la monarquía. Después de tal presidente, un rey no parecerá ostentoso y su séquito no resultaría ridículo.

La señora de Bonmont preguntó con curiosidad si el rey entraría en París en una carroza tirada por seis caballos blancos.—Una tarde del verano último —prosiguió el señor de Terremondre—, al pasar por la calle de La Fayette, encontré detenidos todos los coches; los agentes de la autoridad se reunían en grupos y los transeúntes formaban fila en las aceras. Un buen hombre a quien interrogué me respondió que aguardaban el paso del presidente, que iba al Elíseo después de visitar a Saint—Denis. Observé a los mirones respetuosos y a los burgueses atentos y tranquilos que, con un paquetito en la mano, detenidos en su coche de alquiler, perdían el tren con gusto por contribuir a aquella manifestación de deferencia. Me agradó comprobar que toda la gente se amolda fácilmente a las costumbres de la monarquía, y que el parisiense ya estaba en condiciones de recibir al soberano.

—París deja de ser una ciudad republicana. Todo nos favorece —dijo Lacrisse.

—¡Tanto mejor! —contestó la señora de Bonmont.

—Y su padre de usted, ¿tiene las mismas esperanzas? —preguntó la señora de Gromance al secretario de la Juventud realista.

Porque la opinión del viejo Lacrisse, abogado de las congregaciones, no era desatendible. El viejo Lacrisse trabajaba con el Estado Mayor y preparaba el proceso de Rennes; redactaba las declaraciones de los generales, y se las ensayaba. Era una de las lumbreras nacionalistas del foro; pero se creía que no confiaba mucho en los resultados de los complots monárquicos. En otro tiempo había trabajado para el conde de París y para el conde Chambord; sabía por experiencia que la República no se deja derribar fácilmente y que no es tan sumisa como parece. Desconfiaba del Senado, y con el poco dinero que ganaba en la Audiencia se resignaba a vivir en Francia como en una monarquía sin rey. No abrigaba las mismas esperanzas que su hijo José; pero su mucha indulgencia no le permitía criticar el ardor de la juventud entusiasta.

—Mi padre —respondió José Lacrisse— trabaja por su lado; yo, por el mío. Nuestros esfuerzos son convergentes.

Inclinóse hacia la señora de Bonmont, y dijo en voz baja:

—Daremos el golpe durante el proceso de Rennes.

—¡Dios le oiga! —dijo el señor de Gromance, y suspiró devotamente— Ya es hora de que salvemos a Francia.

Hacía mucho calor. Tomaron los helados en silencio. Luego se reanudó la conversación lánguidamente, con frases corrientes y observaciones insignificantes.

La señora de Bonmont y la señora de Gromance hablaron de modas.

—Este invierno se van a llevar los vestidos muy amplios —dijo la señora de Gromance, complacida, porque imaginaba a la baronesa deforme con una falda muy hueca.

—¿A que no adivinan ustedes dónde he estado hoy? —dijo el señor de Gromance—. Pues en el Senado. Como no había sesión, he recorrido con Laprat-Teulet todo el edificio: el salón, la galería de bustos, la biblioteca. Es un local hermoso.

Pero calló prudentemente que en el hemiciclo, donde deberían sentarse los pares después de la restauración del rey, había palpado los sillones de terciopelo y había elegido su sitio en el centro. Antes de salir le había preguntado a Laprat-Teulet dónde estaba la tesorería. Aquella visita al palacio de los pares futuros había reanimado su codicia. Con gran sinceridad repitió:

—Salvemos a Francia, señor Lacrisse; salvemos a Francia sin perder tiempo.

Lacrisse lo aseguraba. Mostró mucha confianza y fingió absoluta discreción. Era preciso creerle;

todo estaba dispuesto ya. Se verían obligados, sin duda, a acogotar al prefecto Worms-Clavelin y a dos o tres dreyfusistas del departamento. Después de tragarse un pedazo de melocotón con azúcar, añadió:

—Todo irá a pedir de boca.

El barón Wallstein tomó la palabra. Habló largo rato; demostró un profundo conocimiento de los asuntos; dio algunos consejos y narró cuentos vieneses que le hacían mucha gracia.

Luego, como conclusión:

—Está muy bien —dijo, con un inextinguible acento alemán—, está muy bien. Pero es preciso reconocer que perdieron ustedes una coyuntura en los funerales del presidente Faure. Les hablo de este modo porque soy su amigo, y a los amigos se les debe decir la verdad. Si volvieran a equivocarse, ya nadie les seguiría.

Sacó el reloj y al ver que le quedaba el tiempo justo para llegar a la Opera antes de que acabase la representación, encendió un cigarro y se levantó de la mesa.

José Lacrisse era discreto por necesidad. Conspiraba, pero le seducía que admirasen su importancia y su influencia. Sacó una carta de lacartera de piel azul que llevaba en el bolsillo, sobre el corazón; se la ofreció a la señora de Bonmont, y dijo sonriente:

—Ya pueden hacer indagaciones en mi casa: lo llevo todo conmigo.

La señora de Bonmont cogió la carta, la leyó para sí, ruborosa de respeto y emoción, y con mano temblorosa se la devolvió a José Lacrisse. Cuando aquella augusta carta estuvo guardada de nuevo en su estuche de piel azul y ocupó su sitio sobre el pecho del secretario de la Juventud realista, la baronesa Isabel clavó en aquel pecho una mirada ardiente y humedecida por las lágrimas. El joven Lacrisse aparecióle de pronto radiante de belleza heroica.

La humedad y el frescor de la noche se dejaron sentir poco a poco entre las personas entretenidas a deshora bajo los árboles del restaurante. Los resplandores sonrosados que se reflejaban en las flores y en las copas extinguiéronse uno a uno sobre las mesas solitarias. A petición de la señora de Gromance y de la baronesa, José Lacrisse sacó por segunda vez del estuche la carta del rey, y con voz apagada, pero clara, leyó:

"Querido José:

"Me hace feliz el entusiasmo patriótico que manifiestan nuestros amigos impulsados por usted. He visto a P. D., y lo supongo en buena disposición. "Le saluda cordialmente, Felipe."

Al acabar su lectura, José Lacrisse guardó de nuevo el papel en la cartera de piel azul, sobre su corazón, bajo el clavel blanco del ojal.

El señor de Gromance murmuró algunas frases de aprobación.

—Muy bien. Es el lenguaje de un jefe, de un verdadero jefe.

—Tal creo —respondió José Lacrisse—. Resulta agradable ejecutar las órdenes de semejante señor.

—Su forma es excelente por lo concisa —prosiguió el señor Gromance—. Parece que el duque de Orleáns conoce el secreto del estilo epistolar del conde de Chambord... Ya saben ustedes, señoras mías, que el conde de Chambord ha escrito las cartas más hermosas del mundo. Tenía una pluma deliciosa. Su especialidad era la correspondencia. Hay algo de su grandeza en la carta que el señor Lacrisse acaba de leernos. El duque de Orleáns tiene además el impulso y el ardor de la juventud... ¡ Qué figura la del príncipe! Una hermosa figura marcial y muy francesa; agrada y seduce. Me han asegurado que hasido casi popular en los arrabales con el apodo de Gamella.

—Su causa progresa mucho entre las masas populares —dijo Lacrisse—. Los alfileres con el retrato del rey, que repartimos profusamente, empiezan a penetrar en las fábricas y en los talleres. El pueblo tiene mejor sentido de lo que se supone. Estamos muy próximos al éxito decisivo.

El señor de Gromance respondió en tono bondadoso y autoritario:

—Con celo, prudencia y abnegación semejantes, señor Lacrisse, podemos prometérnoslo todo; y estoy seguro de que para triunfar no tendrá que hacer muchas víctimas. Sus adversarios, en tropel, saldrán a recibirle espontáneamente.

Su condición de resellado a la República, sin prohibirle desear el restablecimiento de la Monarquía, no le permitía conceder una aprobación demasiado franca a los medios violentos indicados por el joven Lacrisse, a los postres. El señor de Gromance, que asistía a los bailes de la Prefectura y coqueteaba con la señora de Worms—Clavelin, había guardado un silencio de buen tono cuando el joven secretario del Comité realista declaró la necesidad de reventar al prefecto; pero ninguna conveniencia social le impedía reconocer los méritos de la carta del príncipe, ni dar a entender que se hallaba dispuesto a todos los sacrificios por el bien del país.

El señor de Terremondre no se mostró menos patriota, ni saboreaba con menor entusiasmo el estilo de Felipe; pero era tan insigne coleccionista de curiosidades y tan gran entusiasta de los autógrafos, que ante todo pensaba obtener del joven Lacrisse la carta principesca, bien como cambio, bien como don gratuito, bien como préstamo. Por distintos medios había conseguido adquirir cartas de diversos personajes interesados en el proceso Dreyfus; tenía ya una colección muy curiosa.

Deseaba formar el expediente del complot e incluir en él la carta del príncipe como documento capital. Seguro de que le sería difícil conseguirlo, aquella idea le preocupaba.

—Vaya usted a verme, señor Lacrisse —dijo—, vaya usted a verme a Neuilly, donde pienso permanecer algunos días aún, y le enseñaré documentos curiosos.

Ya hablaremos de esa carta. La señora de Gromance había escuchado con discreta atención la carta del rey. Era una persona bien educada y tenia sobrado trato social para no ignorar lo que a unpríncipe se le debe. Al oír la palabra "Felipe" había inclinado la cabeza como lo hubiera hecho al ver pasar el servicio del rey, si lograra el honor de verlo pasar; pero carecía de entusiasmo y le faltaba el sentimiento de la veneración. Por añadidura, sabía de sobra lo que es un príncipe. Había tratado muy íntimamente a un pariente del duque, con el que se vio una tarde en una misteriosa casa del barrio de los Campos Elíseos. Se dijeron cuanto se podía decir en una sola entrevista. Monseñor mostróse correcto, sin magnificencias; ella se consideraba favorecida, pero no creyó aquello una honra extraordinaria ni singular. Sentía estimación por los príncipes; en ciertas ocasiones los amaba, pero nunca soñó con ellos. Aquella carta no le produjo emoción. En cuanto a la simpatía que le inspiraba el joven Lacrisse, no era tumultuosa ni ardiente. Parecíale bien aquel joven rubio, delgado, bastante agradable, que no era rico y trabajaba mucho para salir de apuros y gozar de cierta consideración. Ella también sabía por experiencia que no es fácil vivir entre personas distinguidas cuando no se tiene mucho dinero. Los dos brujuleaban en la elevada sociedad, y esto era bastante motivo para entenderse bien y ayudarse si se ofrecía una ocasión, pero nada más.

—Mi enhorabuena, señor Lacrisse —dijo la señora de Gromance—. Le deseo un éxito. En cambio, ¡qué tiernas y caballerescas fueron las emociones de la baronesa de Donmont! La dulce vienesa se interesaba muy apasionadamente por aquel elegante complot, cuyo emblema era un clavel blanco. ¡Precisamente adoraba las flores! Verse mezclada en una conspiración de aristócratas, en favor del rey, era para ella como sumergirse en la antigua aristocracia francesa, en los salones más encopetados, y acaso asistir a las ceremonias de la Corte. Estaba emocionada, encantada, conmovida. Menos ambiciosa que sensible, su corazón, fácilmente exaltado, admiraba, sobre todo, la poesía, en la carta del príncipe.

—Señor Lacrisse, ¡esa carta es muy poética!

La inocente mujer lo dijo como lo pensaba:

—Ciertamente —respondió José Lacrisse.

Y cambiaron una penetrante mirada.

Ninguna frase memorable se cruzó entre los dos aquella noche de verano ante las flores y las bujías de las mesas del restaurante.

Llegó la hora de separarse. Mientras José Lacrisse cubría con el abrigo el abundante y carnoso escote de la baronesa, ella daba la mano al señor deTerremondre, que iría a pie hasta Neuilly, donde habitaba provisionalmente.

—Está muy cerca, señora; a quinientos pasos de aquí. Tengo la completa seguridad de que no conoce usted Neuilly. He descubierto en Saint—James un antiguo parque con un grupo de Lemoine en un cenador de celosía. Quisiera enseñárselo a usted.

Y su larga y robusta silueta se alejó en el camino azulado por el reflejo de la luna.

La baronesa de Bonmont ofreció a los Gromance llevarlos en su coche, un coche del círculo que le había enviado su hermano Wallstein.

—Suban; cabremos muy bien los tres.

Pero los Gromance eran discretos. Dirigiéronse hacia un coche que se hallaba parado a la puerta del restaurante, y subieron tan precipitadamente que la baronesa no pudo detenerlos. Se quedó sola con Lacrisse ante la portezuela abierta de su coche.

—¿Quiere usted que lo lleve, señor Lacrisse?

—No puedo consentir que se moleste.

—No es molestia. ¿Dónde quiere usted que lo deje?

—En el Arco de la Estrella.

Y se internaron en el camino azulado, entre el negruzco ramaje, a oscuras, en la noche silenciosa...

Así llegaron a su destino.

Al pararse el coche, la baronesa preguntó con voz que se tiene al salir de un ensueño:

—¿Dónde estamos?

—En la Estrella —respondió José Lacrisse.

Y después que éste se hubo apeado, sola y en el coche frío, que rodaba por la avenida Marceau, con un clavel blanco, marchito entre los dedos desenguantados, con los ojos adormecidos y los labios entreabiertos, estremecíase aún la baronesa por la suave y ardiente caricia que aproximó su pecho a la carta principesca, y acababa de unir en ella la dulzura del amor al orgullo de la gloria.

No dudaba de que la carta comunicó a su aventura íntima una grandeza nacional, toda la majestad de la historia de Francia.

XI

En el fondo del patio de una casa de la calle de Berry había un entresuelito, triste y lóbrego como las piedras, a lo largo de las cuales se apoyaba pesadamente. El hijo del duque Juan, Enrique de Brecé, presidente del Comité ejecutivo, sentado en su escritorio ante una hoja de papel blanco, convertía un borrón de tinta en un globo sin más que añadirle la red, los tirantes y la barquilla. A su espalda colgaba de la pared una fotografía de gran tamaño, la del príncipe, macilento en su solemnidad vulgar y su fofa juventud. Banderas tricolores, flordelisadas, rodeaban aquella imagen. En los ángulos de la habitación se desplegaban algunos estandartes, sobre los cuales las damas bretonas y vandeanas habían bordado en oro flores de lis e insignias realistas.

Colgaban del testero del fondo sables de caballería, con unos cartoncitos, en los que se leía: "¡Viva el Ejército!" Debajo, clavada con alfileres, veíase una caricatura de José Reinach en forma de mono. Una taquilla y una caja de caudales, un sofá, cuatro sillas y un escritorio de madera negra componían el mobiliario de aquella habitación, a la vez íntima y administrativa. Folletos de propaganda se amontonaban junto a la pared.

En pie, recostado en la chimenea, José Lacrisse, secretario del Comité provincial de la Juventud realista, repasaba silenciosamente la lista de los afiliados. A horcajadas en una silla, con la mirada fija y la frente arrugada, Enrique León, vicepresidente de los Comités realistas del Sudoeste, explanaba sus ideas. Tenía fama de impertinente, de taciturno y de pesimista; pero sus talentos hereditarios en cuestiones financieras resultaban muy útiles para sus asociados. Era hijo de aquel León León, banquero de los Borbones de España, que se arruinó en la quiebra de la "Unión general".

—Nos acorralan; aun cuando a usted no se lo parezca, nos acorralan. Lo adivino. De día en día estrechan más el círculo en torno nuestro. ConMeline teníamos aire y libertad, mucha libertad; podíamos movernos desahogadamente.

Separó los codos y agitó los brazos como para dar idea de la facilidad con que se movían en aquellos tiempos felices y pasados. Luego continuó:

—Con Meline, los realistas disponíamos de todo: del Gobierno, del Ejército, de la magistratura, de la administración y de la Policía.

—De todo eso disponemos aún —dijo Enrique de Brecé—, y la opinión pública está más que nunca de nuestra parte desde que el Gobierno es impopular.

—Pero de una manera muy distinta. Con Meline disfrutábamos de una posición oficial; éramos gubernamentales, conservadores, y nos hallábamos en situación admirable para conspirar. No se equivoquen ustedes; generalmente, los franceses son conservadores y sedentarios. Las mudanzas los asustan. Meline nos había hecho el grandísimo favor de proclamar que no éramos sospechosos y de suponernos inofensivos, muy inofensivos, tan inofensivos como él. Al verle la cara nadie pudo suponer que se permitiera bromas. Gracias a él se ocupó de nosotros la opinión pública. Aquel fue un buen servicio que debemos agradecerle.

—¡Meline era un hombre honrado! —suspiró Enrique de Brecé. Hay que hacerle justicia.

—¡Era un patriota! —dijo José Lacrisse.

—Con ese ministro —prosiguió Enrique León— lo éramos todo, lo podíamos todo, lo teníamos todo; ni siquiera necesitábamos ocultarnos. No estábamos fuera de la República, estábamos por encima de ella, y la dominábamos desde la altura de nuestro patriotismo. Eramos la mayoría, éramos la Francia. No soy indulgente con la República, pero comprendo que algunas veces no se porta mal. En tiempo de Meline, la Policía era complaciente, delicada, suave..., ¡no exagero! En una manifestación realista que usted, Brecé había organizado muy acertadamente, grité hasta desgañitarme: "¡Viva la Policía!" Lo hice con espontaneidad. Los polizontes acosaban a los republicanos... A Gerault Richard lo prendieron por haber gritado "¡Viva la República!" Meline nos endulzaba con exceso la vida: ¡ era una nodriza! ¡Nos arrullaba, nos dormía!... ¡Ya lo creo! El mismo general Decuir dijo: "Puesto que se nos concede cuanto deseamos, ¿a qué nos conducía preparar intentonas arriesgadas y exponernos a un cochino fracaso?" ¡Oh tiempos felices! Meline dirigía el cotarro; nacionalistas, monárquicos, antisemitas,plesbiscitarios, bailábamos al son de su violín campestre.

"¡Todos rurales, todos afortunados! Con Dupuy ya me sentía yo menos satisfecho; la situación era menos franca; estábamos menos tranquilos. No nos deseaba ningún daño, ciertamente, pero no era un amigo leal; no era el buen ministril de un pueblo que dirige un baile de boda; era un cochero tosco que nos arrastraba en su vehículo. Dábamos tumbos, expuestos a volcar. Tenía la mano dura. Me dirán ustedes que sus torpezas eran fingidas, pero la torpeza fingida, el fingimiento de la falta de' tacto, se parece mucho a la verdadera falta de tacto. Además, ignoraba dónde quería ir. Los hay como él, que, sin conocer el camino por donde han de llevarnos, nos pasean por calles imposibles y guiñan el ojo con malicia. ¡Son desesperantes!

—No defiendo a Dupuy —dijo Enrique de Brecé.

—Yo no le ataco: le observo, le estudio, le clasifico. No lo aborrezco. Nos ha hecho un gran servicio; no lo olvidemos. Si no hubiera sido por él, a estas horas estaríamos todos a buen recaudo. Sin su intervención, el día del alzamiento paralelo, durante los funerales del presidente Faure, después de errar el golpe del catafalco, ¡estábamos escabechados, corderitos míos!

—No lo hizo por nosotros, ni le preocupaba salvarnos —dijo José Lacrisse con las narices metidas en el registro.

—Ya lo sé. En seguida comprendió que nada conseguiría, que se hallaban comprometidos algunos generales y que la cosa era muy gorda. Sin embargo, le debemos un señalado servicio.

—¡Bah! —dijo Enrique de Brecé—. Nos hubieran absuelto, como a Derauléde.

—Es posible; pero le agradezco que nos dejara rehacernos tranquilamente después de la desbandada de los funerales, lo confieso. Por otra parte, sin malicia, sin proponérselo tal vez, nos ha hecho muchísimo daño. De pronto, cuando menos lo esperábamos, aquel hombre fingió encolerizarse contra nosotros, como si defendiera la República. Su posición así lo exigía, ya lo sé; pero aquello no era serio y fue de mal efecto. No me canso de repetirlo: este país es conservador. Dupuy no decía como Meline, que nosotros éramos los conservadores y que nosotros éramos los republicanos. Además, aunque lo hubiese dicho, nadie lo hubiera creído. Nadie lo creería nunca. Durante su Ministerio hemos perdido algo de nuestra preponderancia en el país; hemos dejado de intervenir en el Gobierno;. dejamos de inspirar confianza, intranquilizamos a los republicanos de profesión. Era respetable, pero peligroso. Nuestros asuntos andan peor con Dupuy que con Meline, y peor con Waldeck-Rosseau que con Dupuy. Esta es la verdad, la triste verdad.

—Evidentemente —replicó Enrique de Brecé mientras se atusaba el bigote—, evidentemente, el Ministerio Waldeck-Millerand tiene peores intenciones; pero repito que resulta impopular y que no logra sostenerse.

—Es impopular, sin duda —repuso Enrique León—; pero ¿están ustedes seguros de que no durará el tiempo bastante para perjudicarnos? Los Gobiernos impopulares duran tanto como los otros. Por de pronto, los Gobiernos populares no existen. Gobernar es desagradar. Estamos en la intimidad: no debemos engañarnos con simplezas. ¿Creen ustedes que cuando nosotros gobernemos nuestro Gobierno será popular? ¿Cree usted, Brecé, que las poblaciones llorarán enternecidas al ver una llave colgada en la espalda de su casaca de gentilhombre? Y usted, Lacrisse. ¿cree que le aclamarán en los arrabales un día de huelga cuando sea prefecto de Policía? Mírese al espejo y dígame si tiene cara de ídolo de muchedumbres. No nos engañemos. Decimos que el Ministerio Waldeck está compuesto de idiotas. Hacemos bien en decirlo, pero haríamos mal en creerlo.

—Lo que debe tranquilizarnos —opinó José Lacrisse— es la debilidad del Gobierno, que no será bendecido.

—Hace ya tiempo —adujo Enrique León— que tenemos Gobiernos débiles; pero todos nos han derrotado.

—El Ministerio Waldeck no tiene ni un comisario de Policía a su disposición —replicó José Lacrisse— ¡Ni uno solo!

—¡Enhorabuena! —dijo Enrique León—, pues bastaba con uno para encerrarnos a los tres. Ya se lo dije a ustedes: nos estrechan el círculo. Mediten la siguiente frase de un filósofo, pues vale la pena: "Los republicanos gobiernan mal, pero se defienden.

Entretanto, Enrique de Brecé, inclinado sobre su pupitre para convertir en coleóptero un segundo borrón de tinta, le añadía la cabeza, dos antenas y seis patas.Después de dirigir a su obra una mirada complacida, se irguió y dijo:

—Tenemos aún buenas cartas en la mano: el Ejército, el clero...

Enrique León le interrumpió: —¡El Ejército, el clero, la magistratura, la burguesía, los carniceros! ¡Todo el tren recreo de la República!... Y, entre tanto, el tren corre, y correrá hasta que el maquinista frene la máquina.

—¡Ah! —suspiró José Lacrisse—. ¡Si viviese aún el presidente Faure!

—Félix Faure —repuso Enrique León— se unió a nosotros por vanidad. Era nacionalista para cazar en las posesiones de los Brecé, pero se hubiera declarado contra nosotros en cuanto nos creyese próximos al triunfo. No tuvo empeño en restablecer la monarquía. ¿Qué le hubiera dado la monarquía? ¿La espada de condestable? Lamentamos su desdicha, porque amaba al ejército; llorémosle, pero no nos mostremos inconsolables por su pérdida. Además, no era el maquinista: el presidente de la República, sea quien sea, no conduce la máquina. Loubet tampoco es el maquinista. Lo más espantoso, amigos míos, es que el tren de la República lo conduce un maquinista fantasma. No se le ve, y la locomotora sigue avanzando. ¡Esto me aterra! Nótase, por añadidura, la falta de energía general. Oigan la conversación que sostuvimos el ciudadano Bissolo y yo en una de las manifestaciones espontáneas contra Loubet que preparamos unidos a los antisemitas. Nuestros grupos vociferaban en los bulevares "¡Panamá! ¡Dimisión! ¡Viva el ejército!" Un espectáculo admirable. El joven Ponthiew y los dos hijos del general Decuir iban a la cabeza de la manifestación con sombrero de copa, clavel blanco en el ojal y bastón con puño de oro en la mano. Los principales vagabundos formaban en la columna. Pudimos elegirlos a nuestro antojo. Buena paga y ningún peligro. Les hubiera contrariado mucho faltar a una fiesta semejante. ¡Vaya unas gargantas, vaya unos puños, vaya unos garrotes!

"No tardó en formarse una contramanifestación. Grupos menos numerosos y menos brillantes que los nuestros, pero fuertes y decididos, avanzaban a nuestro encuentro, gritando: ¡Viva la República! ¡Abajo los bonetes!' A veces, del grupo de nuestros adversarios alzábase un grito de ¡Viva Loubet!' Aquel clamor insólito excitaba la cólera de los policías, que precisamente en aquel momentoformaban en el bulevar filas semejantes a la cenefa de lana negra de una alfombra. Pero al poco rato aquella cenefa, animada por un movimiento instintivo, se precipitó sobre el frente de la contramanifestación, atacada también en dirección opuesta por un grupo de agentes. De aquel modo, la Policía desbandó a los partidarios de Loubet y arrastró algunos desconocidos a las insidiosas profundidades de la Comisaría del barrio Drouot. Así reinaba el orden en aquellos días. ¿Ignoraba el señor Loubet en el Elíseo, los procedimientos empleados por su Policía para hacer respetar en los bulevares al jefe del Estado? ¿O, tal vez advertido, no quería ni podía en absoluto variar los acontecimientos? Lo ignora. ¿Comprendió acaso que su impopularidad, aunque sólida y enorme, se disipaba, se desvanecía casi, con aquel agradable y original espectáculo, ofrecido todas las noches a un pueblo inteligente? No lo creo. En este caso, sería un hombre temible, tendría talento, y yo no estaría seguro de dormir este invierno en el Elíseo ante la puerta del rey. No. Creo que Loubet acertó, una vez más, al no conseguir nada. Es verdad, sin duda, que los policías obraron espontáneamente, y, haciendo simpática la represión, consiguieron extender sobre el advenimiento del presidente algo de la alegría popular, que faltaba por completo; pero de este modo, en realidad, nos hacían más daño que beneficio, pues alegraban al pueblo cuando teníamos interés en que aumentase el descontento general. Sea como sea, una noche, una de las últimas de la memorable semana, al ejecutarse la maniobra esperada, cuando la contramanifestación se hallaba envuelta por los agentes y por nosotros, vi al ciudadano Bissolo destacarse del frente de los amenazados elisianos y, a grandes zancadas, retorciendo furiosamente su cuerpecillo, volvió la esquina de la calle Drouot, donde yo estaba con una docena de vagabundos a mis órdenes, que gritaban: ¡Panamá! ¡Dimisión!' Yo llevaba el compás y mis hombres cortaban las sílabas Panamá'. Resultaba muy bien. Bissolo se acurrucó entre mis piernas; me temía menos que a los policías, y era justo. Durante dos años, el ciudadano Bissolo y yo nos habíamos encontrado cara a cara en todas las manifestaciones, a la entrada de todas las reuniones y al frente de todas las comitivas. Nos habíamos lanzado toda clase de insultos políticos: ¡Vendido, hipócrita, traidor, asesino, despatriado!' Todo esto une y crea simpatías. Además, me agradaba ver a un socialista,casi un libertario, proteger a Loubet, que en su género es más bien un moderado. Yo pensaba: ¡ Cómo le debe molestar al presidente que le aclame Bissolo, un enano con voz de trueno que en las reuniones públicas reclama la nacionalización del capital! Más le agradaría que le aclamase un burgués como yo; pero ya puede esperar sentado. ¡Panamá, Panamá! ¡Dimisión, dimisión! ¡Viva el Ejército! ¡Abajo los judíos! ¡Viva el rey!' Todo esto contribuyó a que yo recibiese a Bissolo con amabilidad. Bastábame decir: Aquí está Bissolo', para que mis doce vagabundos lo acogotaran: pero me parecía inútil, y callé. Estábamos muy tranquilos el uno junto al otro mientras desfilaban los detenidos loubetistas, que eran llevados sin consideración alguna a la Calle Drouot. La mayor parte habían sido previamente apaleados; se tambaleaban, sujetos por los agentes, como si fueran muñecos de estopa. Entre ellos había un diputado socialista, hombre guapetón y barbudo, con las dos mangas rotas; un aprendiz, que lloraba y gritaba: ¡Mamá, mamá!', y un redactor de un periódico incoloro, con los ojos abotagados y la nariz como una fuente luminosa. ¡Vaya! ¡De pronto, La Marsellesa! Me llamó la atención uno que parecía más respetable y más calamitoso que los otros. Era una especie de profesor, un hombre maduro y grave. Evidentemente había querido explicarse, se había esforzado por hacer oír a los agentes frases sutiles y persuasivas. Sin duda por esto, ellos acariciaron su espalda con los clavos de sus zapatos y le dieron puñetazos retumbantes. Como era alto, delgado, débil y de poco peso, al sentir los golpes brincaba de un modo ridículo, con una tendencia cómica a escaparse hacia arriba. Su cabeza, sin sombrero, ofrecía un aspecto lamentable; tenía esa expresión de sumergido que adquieren los miopes cuando pierden los lentes. Su rostro revelaba la desventura infinita de un ser que no tiene con el mundo exterior otro contacto que los puños sólidos y las suelas claveteadas que le golpean.

'Al verle tan infeliz, el ciudadano Bissolo, aun cuando se hallaba en el campo enemigo, no pudo callarse, y dijo:

—"De todas maneras, tiene gracia que los republicanos sean tratados así en una República.

"Yo respondí afablemente que, en realidad, aquello era chusco.

"—No, ciudadano monárquico —repuso Bissolo—; no es chusco, ¡es triste! Pero no es ésta la verdaderadesdicha. La verdadera desdicha está en el relajamiento público. Así me habló el ciudadano Bissolo con una confianza que nos honraba a los dos. Yo dirigí una mirada a la muchedumbre, y la juzgué indecisa y sin vigor. Estallaba de cuando en cuando, como un petardo lanzado por un niño, el grito de ¡Abajo Loubet! ¡Abajo los ladrones! ¡Abajo los judíos! ¡Viva el Ejército!'; se manifestaba su simpatía bastante cordial hacia los policías, pero todo ello sin entusiasmo, sin el menor síntoma de tormenta. Y el ciudadano Bissolo, con una filosofía melancólica, prosiguió:

'—El mal, el verdadero mal, está en el relajamiento público. Nosotros los republicanos, nosotros los socialistas y libertarios, sufrimos hoy las consecuencias; ustedes, los monárquicos y los cesaristas, las sufrirán mañana, y a su vez aprenderán que es muy difícil hacer beber a un burro que no tiene sed. Ahora encarcelan a los republicanos y nadie protesta; cuando les llegue el turno a los realistas, tampoco protestará nadie. Puede usted estar seguro de que la muchedumbre no se amotinará para libertarle, señor León, ni para libertar a su amigo el señor Derouléde.

"Confieso que, iluminado por aquellas palabras, creí entrever lúgubres profundidades del futuro. Pero, sin embargo, respondí con arrogancia:

"—Ciudadano Bissolo, existe entre ustedes y nosotros una diferencia, y es que para el pueblo son ustedes un hato de bribones y descamisados, y nosotros, los monárquicos y los nacionalistas, disfrutamos de la pública estimación: somos populares.

"Al oír estas palabras, el ciudadano Bissolo sonrió afablemente, y dijo:

"—Ahí está el burro; no tienen más que aparejarlo; pero cuando lo monten ustedes, se tumbará tranquilamente en la cuneta de la carretera y los dejará caer. No hay un burro más falso; se lo advierto. ¿A cuál de sus jinetes no ha desriñonado la popularidad? ¿Ha socorrido el pueblo a alguno de sus ídolos al verlos en peligro? No son ustedes tan populares como dicen, señores nacionalistas, y su pretendiente Gamella es un desconocido para el público; pero si alguna vez la muchedumbre los estrecha cariñosamente entre sus brazos, pronto descubrirán ustedes la enormidad de su impotencia y de su cobardía."No pude contenerme y reproché al ciudadano Bissolo con severidad, en vista de que calumniaba al pueblo francés. Me respondió que era sociólogo y que su socialismo se apoyaba en bases científicas, que guardaba en una cajita una colección de hechos exactamente clasificados para operar la revolución metódica, y añadió:

"—En la ciencia y no en el pueblo está la soberanía. Una sandez repetida por treinta y seis millones de bocas, no deja de ser una sandez. Las mayorías han demostrado con frecuencia una magnífica aptitud para el servilismo; entre los débiles, la debilidad se multiplica por el número de individuos. Las masas populares son siempre inertes; sólo tienen alguna fuerza cuando se mueren de hambre. Puedo probarle que en la mañana del diez de agosto de mil setecientos noventa y dos, el pueblo de París aún era realista. Hace diez años que hablo en las reuniones públicas y me he ganado muchos coscorrones. El pueblo está sin educar; esto es lo cierto. En el cerebro de un obrero y en el sitio donde un burgués colocaría sus prejuicios torpes y crueles, hay un vacío. Es necesario llenarlo. Se conseguirá, pero a fuerza de tiempo. Entre tanto, es preferible tener la cabeza vacía que llena de sapos y culebras. Todo esto es científico; todo está en mi caja; todo está conforme con las leyes de la evolución. El relajamiento general me repugna, y si yo me hallara donde usted, tendría miedo. Contemple a sus partidarios, a los defensores del sable y del bonete, y verá qué blanduchos están y qué gelatinosos.

"Así dijo, alargó el brazo, gritó con furia, y con la cabeza baja se metió entre la muchedumbre al grito de: ¡Viva la social!'.

José Lacrisse, que había oído sin gusto aquel relato, preguntó si el ciudadano Bissolo era una bestia.

—Es, por el contrario, un hombre de talento —respondió Enrique León—, a quien quisiéramos tener de vecino en el campo, como decía Bismarck al hablar de Lassalle. Bissolo está en lo cierto cuando afirma que nadie consigue hacer beber a un burro que no tiene sed.

XII

La señora de Bonmont concebía el amor como un abismo de felicidad. Después de aquella cena en el restaurante Madrid, ennoblecida por la lectura de una carta regia al volver emocionada del bosque, en el coche caldeado aún por una caricia histórica, había dicho a José Lacrisse: "¡Así, eternamente!"; y esta frase, que parecerá frívola, si se considera la inestabilidad de los elementos que sirven de sustancia a las ansias amorosas, probaba un oportuno espiritualismo y una tendencia elegante hacia lo infinito. "Estamos de acuerdo", había respondido José Lacrisse.

Dos semanas pasaron desde aquella noche generosa; dos semanas, durante las cuales el secretario del Comité provincial de la Juventud realista compartió su tiempo entre sus ocupaciones políticas y sus entretenimientos amorosos. La baronesa con un traje de hechura sastre, y con el rostro cubierto por un velo de encaje blanco, acudió puntual, a la hora convenida, al entresuelo de una discreta casa de la calle de Lord Byron, compuesto de tres habitaciones amuebladas por ella con toda la delicadeza de su corazón, y cuyas paredes estaban cubiertas con la seda azul—celeste que envolvía poco tiempo antes los amores olvidados de Raúl Marcien. José Lacrisse estuvo correcto digno y hasta un poco reservado; insinuante y juvenil, pero no como ella deseaba verle. Tenía mal humor y parecía estar muy inquieto. Su entrecejo arrugado, sus labios delgados, le hubieran recordado a Rara si no poseyera en toda su plenitud el delicioso don de olvidar el pasado.

Sabía que a él no le faltaban motivos para estar preocupado; sabía que conspiraba, que se proponía enloquecer a un prefecto de primera clase y a los principales republicanos de un departamento muy populoso, y que en aquella empresa arriesgaba su libertad y su vida en provecho del altar y del trono. Precisamente por ser conspirador le prefirió de momento, pero le sería ya más grato encontrarle placentero y amoroso. No la recibió malamente,puesto que dijo: "Ansiaba verte. Hace quince días que realizo mi ensueño celestial.

Luego, añadió: "¡Eres encantadora!" Pero sin mirarla casi, dirigióse inmediatamente a la ventana, levantó una punta de la cortina y estuvo en observación durante diez minutos.

Al fin, dijo, sin volver la cabeza:

—Ya te advertí que nos convenía una casa con dos puertas, y no me atendiste... Felizmente, desde este piso se descubre la calle; pero el árbol me impide ver.

—¿La acacia? —suspiró la baronesa, mientras se desprendía lentamente el velo.

Aquella casa tenía delante un patio, en el centro del cual había una acacia y una docena de arbustos; estaba cerrado por una verja cubierta de hiedra.

—La acacia; naturalmente.

—Pero ¿qué miras, amigo mío?

—A un hombre que está apoyado en la pared de enfrente.

—¿Y quién es ese hombre?

—Lo ignoro. Sospecho que sea uno de mis agentes. Me vigilan sin cesar. Desde que vivo en París me siguen a todas partes dos agentes, ¡y esto es fatigoso! Creía que los había despistado.

—¿No puedes dar una queja?

—¿A quién?

—No sé... Al Gobierno...

Nada respondió, y siguió en observación algunos minutos más. Luego, convencido de que aquel hombre no era uno de sus agentes, tranquilo ya, se acercó a ella.

—¡Cuánto te quiero! Estás más hermosa que de costumbre. Te aseguro que eres adorable... ¿Y si me hubiesen cambiado a mis agentes...? Dupuy los elogió. Uno era alto, y el otro, rechoncho. El más alto usaba gafas negras. El rechoncho tenía una nariz semejante al pico de un loro y unos ojos de pájaro que miraban atravesados. Los recuerdo muy bien. No eran terribles. Cuando estaba yo en el Círculo, cada uno de mis compañeros me decía al entrar: "Lacrisse, acabo de ver a tus agentes en la puerta." Y yo les enviaba cigarros y cerveza. A veces me preguntaba si Dupuy les habría ordenado que me protegieran; porque Dupuy, a pesar de su brusquedad caprichosa y fantástica, era un patriota. No tiene comparación con los ministros actuales, que me obligan a vivir más prevenido. ¡Si esos canallas me hubieran cambiado a mis agentes!

Volvió de nuevo a la ventana.

—No. Es un cochero que fuma su pipa; yo no había reparado en su chaleco de rayas amarillas. El miedo deforma los objetos; esto es indudable. Te confieso que he tenido miedo, pero sólo por ti, como puedes imaginar. No quiero que te comprometas por culpa mía. ¡Tú, tan encantadora, tan deliciosa...!

Acercóse más para oprimirla entre sus brazos, y asediarla con apasionadas caricias. Pronto advirtió ella que sus vestiduras se hallaban ya en tal desorden, que un leve pudor, a falta de otro sentimiento, le hubiera obligado a quitárselas.

—Isabel, dime que me quieres.

—Me parece que si no te quisiera...

—¿No oyes en la calle pisadas insistentes y firmes como de alguno que aguarda?

—No, amigo mío.

Sumida en un abismo delicioso, no prestaba atención a los ruidos del mundo exterior.

—Ahora sí que no me equivoco. Es él, mi agente, el rechoncho, el pájaro. Tengo sus pasos metidos en las orejas. Los distinguiría entre mil.

Y volvió a la ventana.

Sus zozobras le exasperaban. Desde el fracaso del 23 de febrero había perdido su envidiable tranquilidad. Empezaba a suponer que aquello sería largo y difícil. El desaliento se apoderaba de la mayoría de sus asociados. Volvíase taciturno; todo le irritaba.

Además, ella tuvo la inoportunidad de decirle:

—No olvides que te hice invitar por mi hermano Wallstein para la comida de mañana. Así tendremos una ocasión más de vernos.

El exclamó, enfurecido:

—¡Tu hermano Wallstein! ¡Ah, sí! ¡Hablemos de tu hermano! ¡Ese no desmiente su raza! Enrique León le propuso esta semana un asunto importante, un periódico de propaganda que sería conveniente repartir gratuita y profusamente por los campos y en los centros obreros; fingió no comprenderle y se limitó a darle buenos consejos. ¿Creerá tu hermano que le pedimos consejos?

Isabel era antisemita, y segura de que le sería imposible defender a su hermano Wallstein, de Viena, a pesar de quererle mucho, permaneció silenciosa.

Lacrisse jugueteaba con el revólver que había dejado sobre la mesa de noche.

—Si vienen a prenderme... — dijo.

Una roja oleada de cólera le subió a la cabeza.Vociferó que quisiera azotar en una plaza pública a los judíos, a los fracmasones, a los librepensadores, a los parlamentarios, a los republicanos, a los ministeriales, y administrarles lavativas de vitriolo. Usaba con elocuencia el devoto lenguaje de las "Cruces".

—Entre los judíos y los masones devoran a Francia, nos arruinan y nos consumen. Pero ¡paciencia!, que aguarden el proceso de Rennes y verás cómo los degollamos para sangrarlos, para salar sus jamones, para trufar su piel, para colgar sus cabezas en los escaparates de las carnicerías Todo está dispuesto. La asonada estallará simultáneamente en Rennes y en París. Reventaremos a los dreyfusistas en las calles y a Loubet le encerraremos en el Elíseo incendiado... ¡Lástima que no haya sucedido ya!

La sefiora Bonmont concebía el amor como un abismo feliz. No creyendo suficiente para una entrevista olvidar una sola vez el Universo en aquel gabinete tapizado de azul celeste, se esforzaba por conducir a su amigo hacia más cariñosas preocupaciones.

—¡Qué largas son tus pestañas! —le decía.

Y le besaba con ternura los párpados. Cuando la enamorada abrió los ojos y en su dichosa languidez saboreó aún el infinito en que se había desvanecido un momento, vio a José pensativo y muy distante de ella, a pesar de que le sujetaba aún entre sus hermosos brazos desnudos. Con una voz suave como un suspiro, le preguntó:

—¿Que te pasa, amigo mío? ¡Eramos tan felices hace un instante!

—Mucho —respondió José Lacrisse—; pero me preocupa tener que enviar antes de que anochezca tres telegramas cifrados. Es obra complicada y peligrosa. Por un momento creíamos que Dupuy había interceptado nuestros telegramas del veintidós de febrero. Su contenido bastaba para procesarnos a todos.

—¿Y no los había interceptado, amigo mío?

—Me figuro que no, puesto que nadie nos dijo nada; pero tengo mis razones para creer que, desde hace quince días, el Gobierno nos acecha, y hasta que no hayamos estrangulado la República no viviré tranquilo.

Entonces ella, cariñosa y radiante, echóle al cuello los brazos como una guirnalda florida y perfumada; clavó en él los húmedos zafiros de suspupilas, y acompañando sus palabras con una sonrisa de su boca fresca y ardiente, le dijo:

—No te preocupes, amigo mío. No te atormentes. Triunfaréis; te lo aseguro. La República está perdida. ¿Cómo es posible que tú no la venzas? Ya nadie quiere a los parlamentarios, nadie los quiere; lo sé bien. Tampoco nadie quiere a los masones, a los librepensadores, a esos infames que no creen en Dios, que no tienen religión ni patria. La religión y la patria son una misma cosa, ¿verdad? Se advierte un impulso admirable de las almas; los domingos las iglesias están llenas de gentes que van a misa, no sólo mujeres, como dicen los republicanos, van también muchos hombres, caballeros elegantes y militares. Créeme, amigo mío, ¡triunfaréis! Yo pienso ponerle unas velas a San Antonio para que os ayude.

El, reflexivo y serio, dijo:

—Sí; daremos la señal en los primeros días de septiembre. La opinión pública es favorable. Las provincias nos animan y nos aguardan. Tenemos las simpatías de todos.

Ella, imprudentemente, le preguntó qué les faltaba:

—Lo que nos falta, o al menos lo que podría faltarnos si se prolongara la campaña, es el nervio de la guerra. ¡ Canastos!, el dinero. Nos han dado bastante, pero necesitamos mucho más. Tres señoras muy distinguidas nos entregaron trescientos mil francos. Monseñor agradeció aquella generosidad patriótica. ¿No es cierto que en esa ofrenda de tres señoras a la realeza hay algo encantador, delicioso, y que recuerda la antigua Francia, el linaje antiguo?

Entretanto, la baronesa, ante el espejo, se vestía como si no le oyera.

El puntualizó su pensamiento:

—Corren, corren y corren sin cesar aquellos trescientos mil francos entregados por manos blancas. Monseñor, con generosidad caballeresca, nos dijo: "Gasten los trescientos mil francos hasta el último céntimo." Si otra mano encantadora nos entregase cien mil francos más sería bendecida y contribuiría a la salvación de Francia. Una mujer elegante y rica puede ocupar un lucido puesto entre las amazonas del cheque y en el escuadrón de las hermosas conspiradoras. Prometo, sin temor de ser desautorizado, regalar a la que primero nos auxilie con semejante donativo, una carta autógrafa delpríncipe, y lo que es más, para este invierno una almohada en la Corte.

Al verse de tal modo aludida, la baronesa recibió una impresión desagradable. No era el primer asalto a su bolsa, pero sin sorprenderse ni rendirse lamentaba semejante insistencia. Siempre consideró inútil contribuir con su dinero a la restauración del trono. Estimaba mucho al príncipe, tan guapo, tan sonrosado, con una bonita barba sedosa y rubia; deseaba ardientemente su regreso; esperaba con impaciencia verle entrar en París; pero con dos millones de renta, sólo necesitaba que le ofreciesen cariño, entusiasmo y flores. A las palabras de José Lacrisse siguió un silencio penoso. Ella, delante del espejo, murmuró:

—¡Qué despeinada estoy, Dios mío! Y después de arreglarse, sacó del portamonedas un trébol de cuatro hojas metido en un medallón de cristal con anillo de plata dorada; se lo entregó a su amigo y dijo sentimentalmente:

—Te dará buena suerte. Prométeme que lo llevarás siempre.

José Lacrisse fue el primero que salió del cuarto azul para llamar la atención de los agentes si le habían seguido. En el descansillo de la escalera murmuró con gesto desapacible:

—Es una verdadera Wallstein. Aunque las bauticen..., las banastas huelen siempre a sardinas.

XIII

En la tibia y luminosa puesta del sol, el jardín del Luxemburgo aparecía impregnado por un polvillo de oro. El señor Bergeret se sentó en la terraza, entre los señores Denis y Goubin, al pie de la estatua de Margarita de Angulema.

—Señores —les dijo—, deseo leerles un artículo que ha publicado esta mañana el Fígaro. No les nombraré al autor; sin duda lo reconocerán ustedes. Puesto que la casualidad así lo dispuso, daré gustoso mi lectura ante esta amable mujer que apreciaba la buena doctrina que estimaba a los hombres de corazón, y que por haber sido docta, sincera, tolerante, piadosa y por haber querido arrancar a los verdugos sus víctimas amotinó a los frailes contra ella, y los estudiantes de la Sorbona la persiguieron; obligóse a los pilletes del colegio de Navarra a que la insultaran, y si no fuera hermana del rey de Francia, seguramente la hubiesen arrojado al río metida en un saco. Su alma era dulce, profunda y risueña. No sé si en vida tuvo la expresión de malicia y coquetería que se revela en este mármol obra de un escultor poco famoso, que se llamaba Lescorné; pero es cierto que no la tiene en los retratos al lápiz hechos sinceramente por los discípulos de Clouet. Yo más bien creo que su sonrisa estaba impregnada de tristeza y que sus labios formaban un pliegue doloroso cuando dijo: "Al repartir el aburrimiento común a todas las criaturas bien nacidas me han adjudicado más de lo que me corresponde." No fue dichosa en su existencia privada, y vio triunfar a los malvados aplaudidos por los ignorantes y por los cobardes. Me parece que hubiera escuchado con simpatía lo que voy a leer, cuando sus oídos no eran de mármol.

Y el señor Bergeret, después de desdoblar el periódico, leyó lo siguiente:

"La oficina.

"Para orientarse en este asunto será necesario al principio bastante atención, cierto método crítico y tiempo sobrado para practicarlo. Por esto advertimos que los primeros en ver claro fueron losque, gracias a las cualidades de su inteligencia y la naturaleza de sus trabajos, eran más aptos que los otros para ordenar sus difíciles investigaciones. Luego sólo fueron necesarios buen sentido y atención. Hoy en día el sentido común es suficiente.

"No debe extrañarnos que la multitud se haya resistido mucho tiempo a creer la verdad apremiante. No debemos admirarnos de nada. Todo tiene su razón de ser, y nosotros somos los llamados a descubrirla. En el caso actual no se necesita reflexionar mucho para convencerse de que al público lo han engañado vilmente, aunque abusaron de su conmovedora credulidad. La prensa ha favorecido el éxito de la mentira. La mayor parte de los periódicos apoyaron a los hipócritas con la publicación de muchos documentos falsos o fingidos injurias o embustes. Pero es preciso reconocer que, generalmente, lo hacían para dar gusto al público y halagar los sentimientos íntimos del lector, y, sin duda, la verdad encontró resistencia en el instinto del pueblo.

"La multitud, y al decir la multitud me refiero a las personas incapaces de tener ideas propias, no comprendió, no podía comprender. La multitud se había formado una idea sencilla del Ejército; para ella, el Ejército era la parada, el desfile, la revista, las maniobras, los uniformes, las botas de montar, las espuelas, las charreteras, los cañones y las banderas; eran también las quintas, con las cintas en el sombrero y las botellas de vino, el cuartel, el ejercicio, el rancho, el calabozo, la cantina; era, además, la estampería nacional, los cuadros llamativos de nuestros artistas militares, que pintan uniformes tan nuevos y batallas tan limpias; era, en fin, un símbolo de fuerza y de seguridad, de honor y de gloria. ¿Cómo creer que aquellos jefes que desfilaban a caballo con la espada en la mano, entre los resplandores del acero y el brillo del oro, al son de la música y al compás de los tambores, se encerraban luego en una habitación, inclinados sobre las mesas, y, confabulados con los agentes de policía, raspaban, borraban, frotaban con resina, para poner o quitar un nombre en un documento; cogían la pluma para imitar caracteres de letra con el propósito de condenar a un inocente? ¿Y cómo creer que imaginaban disfraces burlescos para citas misteriosas con el traidor a quien querían salvar?

"En concepto de la muchedumbre, carecían de verosimilitud aquellos crímenes, porque, en vez de rodearlos un ambiente noble y libre de paseo matinal, de maniobras, de campo de batalla, olían a oficina y a rancio; no se presentaban con aspecto militar. En efecto, todas las prácticas a que recurrieron para ocultar el error judicial de 1895, todo el expediente hipócrita, todo el embrollo ignominioso y cobarde, apestaba a oficina, a vil oficina. Todas las imaginaciones absurdas y los pensamientos infames que las cuatro paredes de papel verde, la mesa de pino, el tintero de porcelana rodeado de esponja, el cuchillo de madera, la botella de cristal sobre la chimenea, la papelera, el sillón de cuero, pueden sugerir a esos sedentarios, a esos chupatintas intrigantes y perezosos humildes y vanidosos, holgazanes hasta en el cumplimiento de su trabajo inútil, envidiosos los unos de los otros y orgullosos de su oficina; todo lo más denigrante, falso, pérfido y torpe que puede hacerse con papel y tinta, malicia y estupidez, salió del edificio sobre el cual están esculpidos los trofeos de armas y granadas humeantes.

"Los trabajos que allí se realizaron durante cuatro años para disponer contra un condenado de las pruebas que no se les había ocurrido preparar antes de la condena, y para absolver a un culpable a quien todo acusaba y que hasta se acusaba él mismo, son de tal monstruosidad que se sobreponen al espíritu moderado de un francés, y se desprende de ellas una bufonería trágica que sienta mal en un país cuya literatura repugna a la confusión de los géneros. Es necesario haber estudiado de cerca los documentos y las informaciones para admitir la realidad de esas intrigas y de esas maniobras, prodigios de audacia y de ineptitud. Se comprende que el público, distraído y mal enterado, se negase a creerlas, aun después de ser divulgadas.

"Sin embargo, es muy cierto que en el fondo de un corredor del ministerio, sobre 30 metros cuadrados de madera encerada, algunos oficiales militares, perezosos y trapaceros unos, agitados y turbulentos otros, han hecho traición a la justicia y han engañado a un heroico pueblo con su documentación pérfida y fraudulenta. Pero si ese proceso, que resulta el proceso de Mercier y de los oficinistas, reveló perversas costumbres, ha suscitado también hermosos caracteres. En aquella misma oficina hubo un hombre distinto de sus compañeros. Tenía lucidez intelectual, carácter noble, alma tenaz intensamente humana y bondadosa; con razón pasaba por ser uno de los oficiales más cultos del Ejército. Y aun cuandoaquella singularidad, propia de los seres de naturaleza excepcional, pudo perjudicarle, había sido nombrado teniente coronel cuando era el más joven de todos, y se le podía augurar un brillante porvenir. Sus amigos conocían su condescendencia, un poco irónica, y su arraigada generosidad. Sabían que estaba dotado del sentido superior de la belleza, que era apto para comprender la música y la literatura y para vivir en el mundo etéreo de las ideas. Como todos los hombres cuya vida interior es profunda y reflexiva, desplegaba en la soledad sus facultades intelectuales y morales. Su tendencia a reconcentrarse, su natural sencillez, su espíritu de abnegación y sacrificio, el sublime candor que adorna a las almas capaces de comprender más fácilmente la dolencia universal, le caracterizaban como uno de aquellos soldados que Alfredo de Vigny vio o adivinó, héroes en todas sus acciones, que infunden a cuanto hacen su propia nobleza, para los cuales el cumplimiento del deber cotidiano es la poesía familiar de la vida.

"Ascendido a jefe de negociado, descubrió un día que se condenó a Dreyfus por el crimen de Esterhazy, y se lo dijo a sus jefes. Primero con suavidad y luego con amenazas, procuraron detener sus investigaciones, que al revelar la inocencia de Dreyfus revelaban también los errores y los crímenes de los demás. Comprendió que su perseverancia le perjudicaría, y sin embargo, perseveró. Como proseguía con reflexión pacífica, lenta y segura, con enérgica tranquilidad su obra justiciera, le separaron del ministerio para enviarle a Gabe y hasta la misma frontera tripolitana con un pretexto injustificado y sin otra idea que hacerle asesinar por los bandidos árabes.

"No pudieron matarle y trataron de deshonrarle con un diluvio de calumnias. Con pérfidas promesas quisieron impedir que hablara en el proceso de Zola; pero habló, habló con la tranquilidad del justo, con la serenidad de un alma sin temor y sin deseos, en el tono de un hombre que cumple con su deber aquel día como los otros días, sin pensar ni un momento que en aquella ocasión se necesitaba un valor extraordinario para cumplirlo. Ni las amenazas ni las persecuciones le hicieron vacilar.

"Varias personas han dicho que para realizar su misión y poner de relieve la inocencia de un judío y el crimen de un cristiano, tuvo que dominar prejuicios religiosos y vencer pasiones antisemitas, muy arraigadas desde su infancia en su corazón,mientras se desarrollaban su espíritu y su cuerpo en aquella tierra alsaciana que le consagró al Ejército y a la patria. Los que le conocían saben que no hay nada de esto, que no tiene fanatismo de ninguna clase, que jamás ni uno solo de sus pensamientos fue el de un sectario, que su inteligencia le coloca por encima de los odios y de las parcialidades y que, en fin, es un espíritu libre.

"Aquella libertad interior, la más preciosa de todas, no pudieron arrebatársela sus perseguidores. En la cárcel donde le encerraron, y cuyas piedras formarán el pedestal de su estatua, sentíase libre, más libre que sus enemigos. Sus abundantes lecturas, sus pensamientos honrados y bondadosos, sus cartas rebosantes de propósitos elevados y serenos, atestiguaban, lo sé bien, la libertad de su espíritu. Eran sus perseguidores y sus calumniadores los que estaban prisioneros entre sus propias mentiras y sus propios crímenes. Varios testigos le han visto inconmovible, risueño, indulgente, detrás de la reja. Cuando los ánimos estaban excitados, cuando se organizaban aquellas reuniones públicas adonde acudían millares de sabios, estudiantes y obreros, y cuando se cubrían de firmas muchos pliegos para pedir al principio y exigir al fin que cesara la detención escandalosa, dijo a Luis Havet: Estoy más tranquilo que ustedes.' Sin embargo, creo que sufría. Creo que le han hecho sufrir cruelmente la ruindad y la perfidia, la injusticia monstruosa, la epidemia de crimen y de locura, los furores odiosos de aquellos hombres execrables que engañaban a la muchedumbre, los furores perdonables del pueblo ignorante. El también ha visto a la mujer anciana que, con santa sencillez, llevaba el haz de leña para el suplicio del inocente. ¿Cómo no ha de sufrir al cerciorarse de que los hombres son peores de lo que suponía, al sentirlos menos valerosos o menos inteligentes de lo que imaginaban los psicólogos en sus obras? Creo que ha sufrido mucho en su interior, en su alma silenciosa envuelta en un manto estoico; pero me avergonzaría de compadecerle temeroso de que un murmullo de piedad humano llegado a sus oídos ofendiese la dignidad de su corazón. Lejos de compadecerle, diré que fue dichoso, porque el día de la prueba se hallaba dispuesto y no desmayó; dichoso, porque se mostró siempre honrado, con heroísmo y con sencillez; dichoso, porque su conducta servirá de ejemplo a los soldados y a los ciudadanos. La piedad debereservarse para los culpables: al coronel Picquart sólo se le debe admiración."

El señor Bergeret, ya terminada su lectura, dobló el periódico. La estatua de Margarita de Navarra aparecía sonrosada. En el Poniente, el cielo abrillantado y espléndido se revestía como de una armadura con una cadena de nubes semejantes a escamas de cobre rojo.

XIV

Aquella noche, el señor Bergeret recibió la visita de su colega Jumage.

Alfonso Jumage y Luciano Bergeret habían nacido el mismo día, a la misma hora y de dos madres muy amigas, para las cuales aquella casualidad fue en lo sucesivo un inagotable asunto de conversaciones. Se habían criado juntos. A Luciano no le intranquilizaba lo más mínimo haber entrado en la vida al mismo tiempo que su camarada. Alfonso, más minucioso, pensaba en ello con satisfacción. Acostumbrado a comparar, en el transcurso de su existencia, aquellas dos vidas comenzadas simultáneamente, se persuadió poco a poco de que era justo, equitativo y saludable que sus progresos fuesen idénticos.

Observaba con interés las dos carreras gemelas consagradas a la enseñanza, y al comparar con la otra su fortuna, se procuraba una serie de cuidados inútiles y constantes que turbaban la limpidez natural de su alma. Eso de que fuera Bergeret profesor de la Facultad, mientras Jumage no había pasado de profesor de Gramática de un modesto Liceo, no estaba conforme con la idea de justicia divina que llevaba Jumage impresa en su corazón. Era de sobra honrado para mostrarse quejoso de su amigo; pero cuando nombraron a Bergeret profesor de la Sorbona, Jumage se dolió, por simpatía.

Como resultante, un poco extraña, de aquel estudio comparativo de ambas existencias, Jumage se acostumbró a pensar y a obrar siempre en oposición a Bergeret, no por falta de sinceridad y de honradez, sino porque no dejaba de sospechar alguna malicia en los éxitos de carrera mayores y mejores que los suyos, y, por consiguiente, inicuos. De modo que, por las varias razones honrosas que se había dado a sí mismo y por el afán de ser el contradictor de Bergeret, se unió a los nacionalistas al ver que el profesor de la Facultad se había alistado en el partido revisionista; se hizo inscribir en la Liga de Agitación francesa, y hasta pronunció discursos.En todo absolutamente sostenía opiniones contrarias a las de su amigo, ya se tratara de sistemas de calefacción económica, ya de reglas de Gramática latina; y como Bergeret no siempre tenía razón, Jumage no se equivocaba siempre.

Aquella divergencia, que con los años había adquirido la exactitud de un sistema razonado, no alteró su antigua amistad. Interesaban a Jumage las contrariedades que Bergeret sufría en el transcurso a veces atormentado de su vida, y le visitaba cuando le suponía desdichado. Era el amigo de las circunstancias difíciles.

Aquella tarde se acercó a su viejo camarada con la expresión borrosa y turbia, con el rostro alegre y triste a la vez que Luciano reconocía.

—¿Estás bien, Luciano? ¿Te molesto?

—No. Leía en Las mil y una noches, traducidas recientemente por el doctor Mardrus, la historia de "El esportillero y las mozas". Dicha versión es literal y muy distinta de Las mil y una noches de nuestro viejo Galland.

—Venía a verte... —dijo Jumage— porque deseo hablar contigo... Pero esto no tiene importancia... ¿De modo que leías Las mil y una noches...?

—Las leía —respondió Bergeret—. Las leía por primera vez, porque el honrado Galland no nos dio una idea exacta de ellas. Es un narrador excelente que ha corregido con minuciosidad las costumbres árabes. Su Scherezade, lo mismo que la Ester, de Coypel, tiene mérito; pero en esta nueva traducción hallamos la Arabia con todos sus perfumes.

—Te traía un artículo —repuso Jumage—. Aunque, te repito, que no es nada importante.

Y sacó su periódico del bolsillo. Bergeret hizo ademán de cogerlo y Jumage lo retiró; entonces Bergeret encogió el brazo y Jumage, con mano temblorosa, dejó el papel sobre la mesa.

—Te repito que no tiene importancia; sin embargo, creí oportuno... Quizá sea conveniente que lo sepas... Tienes enemigos, muchos enemigos.

—¡Adulador! —dijo Bergeret.

Cogió el periódico y leyó los renglones señalados con lápiz azul:

"Un vulgar pasante dreyfusista, el intelectual Bergeret, que vegetaba en provincias, ha sido nombrado profesor de un nuevo curso en la Sorbona. Los alumnos de la Facultad de Letras protestan enérgicamente contra el nombramiento de dicho protestante antifrancés, y no puedesorprendernos que muchos dei ellos hayan decidido recibir con silbidos a ese indecente judío alemán que el ministro de la traición pública ha tenido la insolencia de imponerles como profesor.

Cuando Bergeret hubo terminado su lectura, Jumage dijo:

—No leas eso. No vale la pena. ¡Es tan poca cosa!

—Es poco, sin duda; opino como tú —respondió Bergeret—. Sin embargo, basta como testimonio oscuro y débil, pero honroso y verdadero, de mi proceder en los tiempos difíciles. Aunque no ha sido mucho, he arrostrado algún peligro. El decano Stapfer quedó cesante por hablar de la justicia sobre una tumba. Bourgeois era entonces rector de la Universidad. Hemos atravesado circunstancias más difíciles, y gracias a la generosa energía de mis jefes, no he sido expulsado de la Universidad por un ministro falto de talento. Entonces no se me ocurrió pedir nada; pero ahora puedo reclamar una recompensa por mi conducta. ¿Y qué premio más digno, más hermoso y más elevado que la injuria de los enemigos de la justicia? Hubiera preferido que el escritor, cuando, sin pretenderlo, me facilita semejante testimonio, supiera expresar su pensamiento en forma memorable. Pero sería demasiado pedir.

Después de hablar así, el señor Bergeret hundió la hoja del cuchillo de marfil entre las páginas de las nuevas Mil y una noches. Le agradaba cortar las hojas de los libros. Era un sabio que se creaba voluptuosidades propias de su condición. El austero Jumage, envidioso de aquel goce inocente, le tiró de la manga, y le dijo:

—Oyeme, Luciano: no comparto ninguna de tus opiniones respecto al proceso. Reprobé ya tu conducta. La repruebo aún. Temo que tenga consecuencias graves para tu porvenir. Los franceses verdaderos no te perdonarán jamás. Sin embargo, haré constar que también repruebo enérgicamente la actitud agresiva que algunos periódicos mantienen contra ti. La repruebo. ¿No lo dudas, verdad?

—No lo dudo.

Y, después de un breve silencio, Jumage prosiguió:

—Observa, Luciano, que te difaman por el cargo que desempeñas oficialmente. Podrías denunciar a tu difamador; pero no te aconsejo que lo hagas, porque le absolverían.—Esto es de suponer —dijo Bergeret—, a no ser que yo entrara en la sala con sombrero de plumas, una espada al cinto, espuelas, botas de montar, y me siguieran veinte mil alborotadores pagados por mí. En ese caso los jueces y los jurados atenderían mi denuncia. Si cuando sometieron a su juicio aquélla carta que Zola escribió a un presidente de la República mal preparado para leerla, los jurados del Sena condenaron al autor, fue porque deliberaron entre gritos inhumanos, entre amenazas odiosas, entre un inaguantable ruido de hierro viejo y entre todos los fantasmas del error y la mentira. Yo no dispongo de tan atronadora mojiganga, y es muy probable que mi difamador fuese absuelto.

—Sin embargo, no puedes permanecer insensible a los ultrajes. ¿Qué piensas hacer?

—Nada. Me doy por satisfecho. Me envanecen tanto las injurias de la Prensa como sus elogios. La verdad ha sido tan realzada en los periódicos por sus enemigos como por sus amigos. Cuando un pequeño grupo mantenía el honor de Francia denunciando la condena injusta de un inocente, aquellos hombres se vieron tratados como enemigos por el Gobierno y por la opinión. Sin embargo, hablaron, y con la palabra fueron los más fuertes. La mayoría de los periódicos trabaja contra ellos, ¡ ya sabes con cuánto ardor! Pero sólo consiguió con sus mentiras fortalecer la verdad. La publicación de falsos documentos...

—No hubo tantos documentos falsos como tú supones, Luciano...

—...ha permitido que se descubriese la falsedad. El error, una vez propalado, no pudo reunir sus fragmentos dispersos. Al fin, sólo subsiste lo que tiene ilación y continuidad. La verdad presenta un encadenamiento de que el error carece; ante la injuria y el odio impotentes, formó una cadena que ya nadie podría romper. El triunfo de nuestra causa se lo debemos a la libertad y al libertinaje de la Prensa.

—Pero ¡si no habéis triunfado aún —exclamó Jumage— ni estamos vencidos! Al revés: la opinión del país se declara en contra vuestra. Siento decirte que a ti y a tus amigos os aborrecen, os odian y os desprecian por unanimidad. ¿Vencidos nosotros? Lo dirás en broma. Todo el país está de nuestra parte.

—Pero interiormente estáis vencidos. Si me fiara de las apariencias, podría creeros victoriosos y desconfiar de la justicia. Hay criminales impunes; la felonía y los falsos testimonios están aprobadospúblicamente como actos laudables. No espero que los adversarios de la verdad confiesen que se han equivocado; semejante esfuerzo sólo es propio de almas nobles.

"Sufren pocas variaciones las ideas corrientes. La ignorancia pública apenas ha sido turbada. No se han producido esos bruscos cambios de las muchedumbres, que sorprenden; no sucedió nada sensible ni extraordinario. Sin embargo, no estamos ya en los tiempos en que el presidente de la República rebajaba al nivel de su alma la justicia el honor de la patria, las alianzas extranjeras, cuando el poder de los ministros era la resultante de su buena armonía con los enemigos de las instituciones que debieron proteger... Tiempos de brutalidad y de hipocresía, en los cuales el desprecio de la inteligencia y el odio a la justicia eran a la vez una opinión popular y una doctrina del Estado, en que los poderes públicos amparaban a los portadores de matracas, en que era un delito gritar: ¡Viva la República!' Aquellos tiempos están lejos, en un pasado profundo, sumergidos en la sombra de las edades bárbaras.

"Pueden volver: nada sólido, ni aparente, ni palpable nos separa de ellos; se han desvanecido como las nubes del error que los habían formado. El menor soplo puede traer de nuevo aquellas sombras. Pero aunque todo conspirase para fortaleceros, no dejaríais de hallaros irremediablemente perdidos. Estáis derrotados por dentro, y ésa es la derrota irreparable. Cuando sólo se está vencido por fuera, se puede aún resistir y esperar un desquite. Vuestra ruina está dentro de vosotros; las consecuencias inevitables de vuestros errores y de vuestros crímenes se producen a pesar vuestro, y veis con extrañeza iniciarse vuestra derrota. Por injustos y violentos os destruyen vuestra injusticia y vuestra violencia. He aquí de qué modo el enorme partido de la iniquidad, que hasta el presente permaneció intacto, respetado, temido, cae y se desploma por sí solo.

"¿Qué importa, pues, que las sanciones legales se retrasen o no lleguen? La única justicia natural y verdadera está en las mismas consecuencias del acto y no en las fórmulas exteriores, con frecuencia estrechas y a veces arbitrarias. ¿Por qué lamentar que los culpables escapen a la ley y conserven minúsculos honores?... Esto, en nuestro estado social, tiene la misma importancia que pudo tener en la juventud de la Tierra, cuando los saurios de losocéanos primitivos eran reemplazados por otros animales de más perfectas formas y de un instinto más feliz, la permanencia entre el limo de las playas de algunos monstruos supervivientes de una raza condenada."

* * *

Al salir de casa de su amigo, encontró Jumage delante de la verja del Luxemburgo al joven Goubin.

—Vengo de ver a Bergeret —le dijo—. Me da lástima. Está muy abrumado, muy abatido. El proceso le aplastó.

XV

Enrique de Brecé, José Lacrisse y Enrique León se hallaban reunidos en el local del Comité ejecutivo, en la calle de Berri. Después de despachar los asuntos del día, José Lacrisse le dijo a Enrique de Brecé:

—Querido presidente, le voy a pedir una Prefectura para un realista leal. Estoy seguro de que no me la negará usted cuando le haya expuesto las condiciones de mi candidato. Su padre, Fernando Dellion, dueño de una metalúrgica de Valcombe, merece en todos conceptos las atenciones del rey. Es un patrono que se preocupa mucho del bienestar físico y moral de sus obreros; distribuye entre ellos medicinas y cuida de que vayan los domingos a misa, de que envíen a sus hijos a las escuelas congregacionistas, de que voten como deben y de que no se asocien. Pero desgraciadamente, le combate el diputado Cottard y no le apoya como debiera el subprefecto de Valcombe. Su hijo Gustavo es uno de los miembros más adictos y más inteligentes de mi Comité provincial; ha dirigido con energía la campaña antisemita en nuestra ciudad y le detuvieron en Auteuil mientras vociferaba contra Loubet. No puede negarme, usted, querido presidente, una Prefectura para Gustavo Dellion.

—¡Una Prefectura! —murmuró Brecé mientras hojeaba el registro de los funcionarios—. Una Prefectura... Sólo nos queda Gueret y Draguiñán. ¿Quiere usted Gueret?

José Lacrisse sonrió, y dijo: —Querido Presidente, Gustavo Dellion es mi colaborador, y en la fecha convenida realizará conmigo la supresión violenta del prefecto Worms-Clavelin. Sería justo que le sustituyera.

Enrique de Brecé, con la mirada fija en el registro, respondió que le era imposible complacerle. El sucesor de Worms—Clavelin estaba ya nombrado. Monseñor había designado a Jacobo de Cadde, uno de los primeros suscriptores que figuran en las listas Henry.Lacrisse objetó que Jacobo de Cadde era desconocido en el departamento. Enrique de Brecé declaró que las órdenes del rey no se discuten, y la conversación tomaba ya un giro desagradable, cuando Enrique León, a horcajadas sobre una silla, extendió el brazo y adujo con expresión contundente:

—El sucesor de Worms-Clavelin no será Jacobo de Cadde ni Gustavo Dellion: será Worms-Clavelin.

Lacrisse y Brecé se indignaron.

—Sin duda, sería chocante —repitió León—. Worms-Clavelin, que antes de nuestra llegada enarbolará en el tejado de la Prefectura la bandera realista, y a quien el ministro del Interior nombrado por el rey habrá sostenido por teléfono al frente de la administración provincial.

—¡Worms-Clavelin prefecto de la monarquía! No puede ser —exclamó desdeñosamente Brecé.

—Sin duda, sería chocante —replicó Enrique León­; pero si nombran prefecto al "caballero Clavelin" nada habrá que reprochar. No nos hagamos ilusiones: no serán para nosotros los mejores puestos en el reparto que haga el rey. La ingratitud es el primer deber de un príncipe; ningún Borbón lo ha desmentido. Lo hago constar en elogio de la Casa de Francia.

"¿Creen ustedes que el rey gobernará con el clavel blanco, con la azulina, con la rosa de Francia? ¿Que nombrará ministros a Jockey y a Puteaux, y a Christiani jefe superior de Palacio? ¡Error! El clavel blanco, la azulina y la rosa de Francia seguirán arrinconados en la sombra donde se oculta la violeta. Christiani será puesto en libertad, pero nada más. Lo mirarán con desprecio por haber abollado el sombrero a Loubet. ¡Perfectamente!... Loubet, que sólo es ahora para nosotros un vil pelagatos será un predecesor cuando le reemplacemos. El rey ocupará su mismo sillón en las carreras de Auteuil, y seguro entonces de que Christiani ha establecido un precedente lastimoso, se lo reprochará. Nosotros, que conspiramos hoy, seremos sospechosos después del triunfo. Los conspiradores no inspiran confianza a los cortesanos. Hablo así para evitar a ustedes amargas decepciones. Vivir sin ilusionarse es el secreto de la felicidad. Yo, por mi parte, aunque mis servicios sean olvidados y despreciados, no me quejaré. La política no es asunto de sentimentalismo, y sé muy bien cuáles serán las obligaciones de su majestad cuando le hayamos repuesto en el trono desus padres. Antes de recompensar las abnegaciones gratuitas, paga un rey los servicios que le venden. No lo duden ustedes: los principales honores, los empleos más productivos serán para los republicanos, que formarán seguramente dos terceras partes de nuestro personal político y antes que nosotros pasarán por la caja. Es lo justo. Gromance el antiguo cabecilla resellado en la República de Meline explica su situación con mucha lucidez cuando nos dice: Me hacen ustedes perder un sillón del Senado; me deben un nombramiento de par. Lo tendrá, y, después de todo, lo merece. Pero la parte de los resellados será pequeña comparada con la de los republicanos fieles que sólo se hayan vendido en el momento supremo.

"A ésos irán a parar las carteras, los entorchados, los títulos y las prebendas. Nuestros primeros ministros y la mitad de los pares de Francia, ¿saben ustedes dónde se hallan en este momento? No los busquen en los Comités, donde nos exponemos a que nos prendan como a los rateros ni en la Corte errante de nuestro joven y hermoso monarca, cruelmente desterrado: los hallarán en las antesalas de los ministros radicales, en los salones del Elíseo y en todas las ventanillas donde la República paga.

¿No han oído ustedes hablar de Talleyrand y de Fouché? ¿No han leído la Historia, ni siquiera en los libros de Imbert de Saint-Amand? No era un emigrado, era un regicida a quien Luis Dieciocho nombró ministro de Policía en mil ochocientos quince. Nuestro rey no es, sin duda, tan ducho como Luis Dieciocho; pero no debemos suponerle desprovisto de inteligencia. Semejante juicio, además de irrespetuoso, acaso resultaría de sobra severo. Cuando sea rey se dará cuenta de las necesidades de su situación. A todos los jefes del partido republicano que no hayan muerto, que no estén desterrados, deportados, y que no sean incorruptibles, habrá que recompensarlos, sin lo cual ese partido se reorganizaría, y, más poderoso y extendido, se revolvería en seguida contra el rey; hasta el propio Meline sería entonces un adversario austero.

"Y ya que nombramos a Meline, dígame Brecé: ¿sería más provechoso para la monarquía que el duque, padre de usted, presidiese a los pares a que los presidiera Meline, duque de Remiremont, príncipe de los Vosgos, gran cruz de la Legión de Honor y del Mérito Agrícola, caballero de la Flor de Lis y de San Luis? No hay duda posible: el duque de Meline aseguraría más partidarios a la corona que el duque de Brecé. ¿Habrá que enseñarles a ustedes el abecedario de las restauraciones?

"A nosotros nos darán los impuestos y los títulos que los republicanos no quieran. Contarán con nuestra abnegación gratuita; no temerán desagradarnos, porque nos considerarán inofensivos. No se les ocurrirá que podamos hacerles oposición.

"¡Y se engañan! Nos veremos obligados a hacérsela, ¡se la haremos! Será provechosa y no será difícil. Claro que no nos uniremos a los republicanos; sería una falta de tacto, y la lealtad nos lo prohibe. No podremos ser menos realistas que el rey; pero podremos serlo más. Monseñor, el duque de Orleáns, no es demócrata; hay que hacerle esa justicia. No se preocupa de la condición de los obreros. Es antirrevolucionario; pero aunque se siente a la mesa con calzón corto, chaleco bretón y con el pecho cubierto de condecoraciones, al rodearse de ministros liberales será liberal. Nada nos impedirá entonces ser ultras, inclinarnos hacia la derecha, mientras los republicanos tiren hacia la izquierda. En cuanto nos crean peligrosos, nos atenderán. ¿Quién dice que no seamos entonces los redentores de la monarquía? Tenemos ya un Ejército incomparable. El Ejército, hoy por hoy, es más religioso que el clero. Tenemos una burguesía incomparable, una burguesía antisemita, que piensa como se pensaba en la Edad Media. Luis Dieciocho no tenía tanto. Que me den la cartera del Interior, y con tan excelentes elementos me encargo de sostener la monarquía absoluta durante diez años. Luego llegará el turno al socialismo; pero sostenerse diez años no es poco.

Después de hablar así, Enrique León encendió un cigarro; José Lacrisse, insistente, rogó a Enrique de Brecé que viera si le quedaba una Prefectura importante. El presidente repitió que sólo quedaban Gueret y Draguiñán.

—Resérveme Draguiñán para Gustavo Dellion —dijo Lacrisse—. No quedará satisfecho; pero le daré a entender que lo importante es poner el pie en el estribo.

XVI

La baronesa de Bonmont había invitado a los aristócratas y a los principales industriales y hombres de negocios de la región a una fiesta de caridad proyectada para el 29 de aquel mes en su ilustre castillo de Montil, construido en 1508 por Bernardo de Paves, gran maestre de artillería durante el reinado de Luis XII, para Nicolaseta de Vaucelles, su cuarta mujer, y comprado por el barón Julio con posterioridad al empréstito francés de 1871. Tuvo la delicadeza de no enviar ninguna invitación a las residencias señoriales de los judíos, aun cuando entre ellos contaba amigos y parientes. Consagrábase por completo a la religión y al patriotismo, porque se había bautizado después de morir su esposo y se hallaba nacionalizada en Francia desde cinco años atrás. Tanto ella como su hermano Wallstein, de Viena, se distinguían honrosamente de sus antiguos correligionarios por ser antisemitas muy sinceros; sin embargo, no era ambiciosa, y su carácter la inclinaba a los goces íntimos; se hubiera contentado con un modesto lugar entre la nobleza cristiana si su hijo no la obligase a lucir. El baroncito Ernesto fue quien la introdujo en casa de los Brecé; fue también el baroncito quien inscribió todos los linajes de la provincia en la lista de los invitados a la fiesta que se preparaba, y del baroncito salió la idea de llevar a Montil, para que tomara parte en la representación de una comedia, a la duquesita de Maussac, la cual suponía que su aristocrático abolengo la autorizaba para cenar en casa de las titiriteras y para beber con los cocheros.

El programa de la fiesta lo componían una representación de Gioconda por aficionados, una Kermesse en el parque, una fiesta veneciana en el estanque y las iluminaciones.

Llegó el día 17. Los preparativos eran cada vez más precipitados y confusos; los cómicos ensayaban en la extensa galería de estilo Renacimiento, cuyo techo lucía, con una ingeniosa variedad de combinaciones, el pavo real de Bernardo de Pavesatado por una pata al laúd de Nicolaseta de Vaucelles.

El señor Germaine acompañaba al piano a los cantantes, mientras en el parque los carpinteros martillaban ruidosamente al fijar los mástiles de las barracas. Largilliére, de la Ópera Cómica, era el director de escena.

—Usted ahora, duquesa.

Los dedos del señor Germaine, desprovistos de sortijas, excepto el pulgar, recorrieron el teclado.

—La... La...

Y la duquesa le dijo, al tiempo de coger el vaso que le ofrecía el baroncito de Bonmont:

—Déjeme beber mi cóctel. Cuando hubo terminado, Largillière insistió:

—Vamos duquesa.


Tout me seconde,
Je l'ai prévu...

 

Y los dedos del señor Germaine, sin oro ni más piedras que una amatista en el pulgar, corrieron de nuevo sobre el teclado; pero la duquesa no cantaba: miraba al pianista con interés.

—Germaine, está usted admirable. Ha ensanchado de pecho y de caderas. ¡Mi enhorabuena! Usted lo ha conseguido; pero yo... ¡Mire!...

Y se pasó las manos desde el cuello a la cintura sobre su traje de paño.

—Me quedé sin nada.

Dio una vuelta.

—Pero ¡sin nada! ¡Todo ha desaparecido! Mientras yo perdía, usted ganaba. ¡Es curioso! ¡Qué hacerle! ¡Paciencia! Es algo así como una compensación.

Entre tanto, René Chartier, que cantaba la Gioconda, permanecía inmóvil, con el cuello alargado como un tubo de chimenea; sólo se preocupaba del terciopelo y de las perlas de su voz; su aspecto era grave y algo triste. Impacientóse, y dijo ásperamente:

—Nunca llegaremos a dominarlo. ¡Esto es deplorable!

—Repitamos el cuarteto y sigamos —dijo Largilliére.


Tout me seconde,
Je l'ai prévu;
pauvre Joconde!
Il est vaincu.

 

—Usted, señor Quatrebarbe.

Gerardo Quatrebarbe era hijo del arquitecto diocesano. Le admitían en sociedad desde que había roto los cristales al zapatero Meyer, reputado como judío. Tenía muy bonita voz, pero nunca entraba a tiempo. René Chartier le dirigía miradas furibundas.

—No está usted en su sitio, duquesa —dijo Largilliére.

—Es verdad que no —respondió la duquesa.

René Chartier, amargado, se acercó al baroncito de Bonmont y le dijo al oído:

—Le ruego que no dé más cóctel a la duquesa.

Lo estropeará todo.

Largilliére también se lamentaba; las masas corales no conseguían armonizar.

—Señor Lacrisse, no está usted en su sitio.

José Lacrisse, no estaba en su sitio. Es conveniente advertir que no era suya la culpa. La señora de Bonmont se lo llevaba continuamente a todos los rincones; lo atosigaba.

—¡Dime que nunca dejarás de quererme! Si no me quisieras me moriría.

También deseaba que le diese noticias del complot; y el complot iba mal. Era un fastidio. Por añadidura, José Lacrisse mostrábase disgustado desde que la baronesa no quiso darle dinero para la causa. Con paso firme fue a reunirse al coro, mientras René Chartier cantaba con énfasis.


Dans un delire extreme
on veut fuir ce qu'on aime.

 

Bonmont se acercó a su madre.

—Mamá, desconfía de Lacrisse —le dijo.

Ella hizo un movimiento brusco; luego, con afectada indiferencia, respondió:

—¿Qué quieres decir? Es muy formal, más formal de lo que se acostumbra a su edad; se ocupa de cosas serias, se...

El baroncito encogió sus hombros de atleta jorobado:

—Te digo que desconfíes; quiere atraparte cien mil francos. Me ha pedido que le ayude a conquistar el cheque. Por ahora no me parece necesario hacer semejante sacrificio. Soy adicto a la causa del rey, pero cien mil francos son una cantidad respetable.

René Chartier cantaba:

On devient infidéle.On devient infidéle.

Un criado entregó una carta a la baronesa. Era de los Brecé, que, obligados a marcharse antes del 29, se disculpaban de no asistir a la fiesta de caridad, y enviaban su óbolo.

La baronesa mostró la carta a su hijo, el cual sonrió desapaciblemente al preguntar:

—¿Y los Courtrais?

—Se han disculpado ayer; lo mismo que ha hecho la generala Cartier de Chalmot.

—¡Qué animales!

—Vendrán los Terremondre y los Gromance.

—¡Ya lo creo; no tienen otra cosa que hacer!

La madre y el hijo reflexionaron acerca de su poco satisfactoria situación. Terremondre no había prometido, como de costumbre, llevar a sus primas y tía; toda la nidada de aristócratas rurales. La acaudalada burguesía industrial tampoco había decidido asistir, y buscaba pretextos para excusarse. El baroncito de Bonmont dedujo:

—¡Bonita fiesta la tuya, mamá! No quieren nada con nosotros; está visto.

Al oír aquellas palabras afligióse la dulce Isabel, y en su bello rostro, donde lucía siempre una sonrisa amorosa, se nubló el encanto.

Al otro extremo de la sala dominaba todos los ruidos la poderosa voz de Largilliére:

—¡No es así! ¡Nunca lograremos dominarlo! —¿Oyes? —murmuró la baronesa—. Dice que nunca lo cantarán bien. ¿Y si ahora suspendiéramos la fiesta, puesto que no puede ser lucida?

—Eres muy débil, mamá... No te lo reprocho. Cada uno tiene su manera de ser. Tú siempre serás una malva; yo, en cambio, nací para luchar. Soy fuerte. Estoy reventado pero... —Hijo mío...

—No te enternezcas. Estoy reventado, pero lucharé hasta el fin.

La voz de René Chartier manaba como una fuente pura:

On pense, on pense encore á celle qu'on adore, y l'on revient toujours á ses premiers a...De pronto se paró el piano y hubo un gran tumulto. El señor Germaine perseguía a la duquesita, que después de coger sobre el piano las sortijas del pianista, huía con ellas y se refugiaba en la chimenea monumental, sobre cuya campana estaban esculpidos los amores de las ninfas y las metamorfosis de los dioses. La duquesita mostraba el bolsillo de su chaqueta, y decía:

—Aquí están sus sortijas, Germaine; ¡venga usted a buscarlas! Mire: ahí tiene para cogerlas las tenazas de Luis Trece.

Y hacía castañetear, junto a las narices del músico, unas tenazas enormes.

René Chartier lanzaba miradas feroces; arrojó su partitura sobre el piano y amenazó con devolver su papel.

—No creo que vengan los Luzancourte —dijo suspirando la baronesa.

—No desconfiemos aún. Tengo una idea —repuso el baroncito—. Hay que saber hacer un sacrificio cuando puede ser útil. No le digas nada a Lacrisse.

—¿Que no le diga nada a Lacrisse?

—Nada concreto... Déjame a mí.

Separóse de ella para acercarse al grupo tumultuoso de los coristas. Cuando la duquesita le pidió otro cóctel, respondió con mucha dulzura:

—Déjeme usted en paz, señora.

Luego fue a sentarse junto a José Lacrisse, que meditaba en un rincón y le habló durante un momento al oído.

—Ciertamente —le dijo al secretario del Comité de la Juventud realista—; tiene usted razón; es necesario derrotar la República y salvar a Francia, para lo cual se necesita dinero. Mi madre es del mismo parecer; está dispuesta a ingresar, por lo pronto, en la caja del rey, cincuenta mil francos para gastos de propaganda.

José Lacrisse le dio las gracias en nombre del rey.

—A monseñor le agradará mucho saber que la baronesa de Bonmont une su ofrenda patriótica a la de las tres damas francesas que demostraron una generosidad caballerosa. Puede usted estar seguro de que corroborará su gratitud en una carta autógrafa.

—No hablemos de eso —dijo el joven Bonmont.

Y después de un breve silencio, añadió:

—Amigo Lacrisse, cuando vea usted a los Brecé y a los Courtrais, dígales que vengan a nuestra fiestecita.

XVII

Era el día de Año Nuevo. Aprovecharon un momento en que cesó la lluvia torrencial, y, pisando el barro amarillo que cubría las calles, el señor Bergeret y su hija Paulina fueron a felicitar a una tía materna muy anciana que vivía en absoluto aislamiento en un pisito de la calle Rousselet, con vistas al jardín de un convento y arrullado por las campanas. Paulina estaba alegre sin motivo, acaso porque las solemnes festividades, al señalar el transcurso del tiempo, ponían de relieve los progresos encantadores de su juventud.

El señor Bergeret, en aquel día solemne mostraba su natural indulgencia sin esperar grandes favores de los hombres ni de la vida, pero seguro, como el señor Fagon, de que es necesario perdonarle mucho a la Naturaleza. A lo largo de las calles, los pordioseros, erguidos como candelabros o aparatosos como altares, constituían el ornato de aquella fiesta social. Habían acudido a engalanar los barrios burgueses, mendigos, truhanes vagabundos, lisiados, leprosos, raquíticos, mistificadores, peregrinos, epilépticos y tullidos; pero arrastrados por la confusión universal de caracteres se resignaban con la medianía corriente de las costumbres y no exhibían, como en tiempos del gran Coesre, deformidades horribles y llagas espantosas. No rodeaban con vendas sucias sus miembros mutilados: eran sencillos, y sólo fingían lisiaduras soportables. Uno de ellos, cojeando, pero sin perder su agilidad, siguió largo rato al señor Bergeret.

Luego se detuvo y se colocó en el filo de la acera, como un candelero.

El señor Bergeret dijo entonces a su hija:

—Acabo de cometer una mala acción; acabo de dar limosna. Cuando Clopinel ha tomado mis diez céntimos he sentido la alegría vergonzosa de humillar a mi semejante, he transigido con el pacto odioso que asegura al fuerte su poder y al débil su impotencia; he sellado con mi sello la antiguainiquidad, he contribuido a que ese hombre sólo tenga media alma.

—¿Tú has hecho todo esto, papá? —preguntó Paulina, incrédula.

—Casi todo —respondió el señor Bergeret—. He vendido a mi hermano Clopinel la fraternidad mal pesada. Me he humillado, al humillarle, porque la limosna envilece tanto al que la recibe como al que la da. He obrado mal.

—No lo creo —dijo Paulina.

—Tú no lo crees —respondió el señor Bergeret—, porque no tienes filosofía y no sabes sacar de una acción, inocente al parecer, las infinitas consecuencias que encierra. Ese Clopinel me ha inducido a que le dé limosna. No he sabido resistir a su importuna y quejumbrosa voz. Me han dado lástima su cuello flaco y desnudo, sus rodillas, que, gracias al pantalón desfigurado por el uso, parecen las de un camello; sus pies, que arrastran una botas con las puntas abiertas, semejantes al pico de un pato. ¡Seductor! ¡Oh peligroso Clopinel! ¡Clopinel delicioso! Por ti he cometido con una moneda una maldad. Transrnitiéndote un símbolo de la riqueza y del poder te convertí en capitalista irónicamente y te invité, sin honra, al banquete de la sociedad, a las fiestas de la civilización; y en seguida comprendí que, a tu juicio, yo era uno de los poderosos del mundo, que a tu lado yo era rico, dulce Clopinel pordiosero, amable y adulador. Me has regocijado, me has enorgullecido y me has complacido al suponerme opulento y soberano.

¡Vive, oh Clopinel! Pulcher hymnus divitiarum pauper inmortalis.

"¡Qué detestable costumbre la de dar limosna! ¡Piedad bárbara! ¡Antiguo error del burgués, que al ofrecer una moneda cree realizar una obra caritativa, y se considera en paz con todos sus hermanos por la acción más miserable, más torpe más necia y más ridícula de cuantas pueden realizarse cuando se busca un reparto equitativo de la riqueza. La costumbre de dar limosna contradice la beneficencia y es un horror para la caridad.

—¿Es cierto? —preguntó Paulina ingenuamente.

—La limosna —prosiguió el señor Bergeret— es tan comparable a la beneficencia, como el gesto de un mono a la sonrisa de la Gioconda. La beneficencia es tan grata como absurda es la limosna. La beneficencia vigila, y, en caso necesario, ayuda. Eso es, precisamente, lo que yo no hice con mi hermano Clopinel. La sola palabra "beneficencia" despertabatiernas ideas en las almas sensibles del siglo de los filósofos. Tenían la convicción de que aquel nombre fue creado por el virtuoso párroco de Saint—Pierre; pero es más antiguo y se halla ya en los libros del viejo Balzac. En el siglo dieciséis, la palabra "beneficencia" tenía un perfume piadoso, pero ahora el mecanismo benéfico ha borrado su belleza primitiva.

Los fariseos lo desfiguran todo. En nuestra sociedad existen muchos establecimientos benéficos: Montes de Piedad, Sociedades previsoras, Seguros mutuos; algunos son útiles y proporcionan buenos servicios, pero tienen todos el mismo defecto original, puesto que mantienen la iniquidad que se obligaron a corregir. La beneficencia universal exige que cada uno viva de su trabajo propio y no del ajeno. Aparte del cambio y la solidaridad, todo es vil, vergonzoso e infecundo. La caridad humana es el concurso de todos en la producción y el reparto de los frutos.

"Es justicia y es amor; los pobres son más hábiles para ejercerla que los ricos. ¿Qué ricos ejercieron tan plenamente como Epicteto o Benoit Malon la caridad del género humano? La verdadera caridad es la donación de las obras de cada uno a todos los demás; es la hermosa bondad, es el impulso armonioso del alma que se inclina como un vaso lleno de magníficos nardos y esparce su perfume: es Miguel Angel pintando la capilla Sixtina, es los diputados de la Asamblea nacional en la noche del cuatro de agosto; es el don repartido en su feliz plenitud; es el dinero difundiéndose, mezclado con el amor y el pensamiento. Fuera de nuestro propio ser, nada nos pertenece, por lo cual sólo podremos dar nuestro trabajo, nuestra alma, nuestro genio; y esta ofrenda magnífica de todo lo nuestro a todos los hombres enriquece tanto al donante como a la comunidad.

—Pero tú no podías darle amor y belleza a Clopinel —objetó Paulina—. Le has dado lo que más le hace falta.

—Es cierto que Clopinel se ha vuelto un bruto. De todos los bienes que pueden agradar al hombre, sólo prueba el alcohol. Juzgo así por lo mucho que apestaba a aguardiente cuando se me acercó; pero tal como existe, Clopinel es nuestra obra: nuestro orgullo fue su padre, nuestra iniquidad, su madre.

Es el fruto podrido de nuestros vicios. En la sociedad, todos los hombres deben dar y recibir.Acaso ese hombre no da bastante porque no recibió lo suficiente.

—Tal vez sea un holgazán —dijo Paulina—. ¿Qué hacer, Dios mío, para que no haya pobres, ni débiles, ni holgazanes? Papá, ¿no te parece que los hombres son buenos por instinto y que la sociedad les obliga a ser malos?

—No; no creo que los hombres sean buenos por instinto —respondió el señor Bergeret—; más me inclino a creer que salen poco a poco y difícilmente de la barbarie innata, y que sólo con gran esfuerzo realizan una justicia incierta y un acto de bondad precario. Está lejos aún la época en que serán bondadosos y complacientes los unos para con los otros; está lejos aún la época en que no lucharán para quitarse unos a otros la hacienda y la vida, y en que los cuadros que representen batallas serán escondidos por inmorales, por ofrecer un espectáculo vergonzoso. Creo que el reino de la violencia prevalecerá; que durante mucho tiempo los pueblos se destruirán unos a otros por razones frívolas; que durante mucho tiempo los ciudadanos de una misma nación se arrebatarán furiosamente unos a otros aquellos bienes indispensables para la vida, en vez de hacer un reparto equitativo; pero también creo que los hombres son menos feroces cuanto menos miserables son, y que los progresos de la industria poco a poco suavizan las costumbres. Un botánico dice que el espino, transportado de un terreno seco a un suelo fecundo, cambia sus espinas en flores.

—¿Ves, papá? Eres optimista. Ya lo sabía yo —exclamó Paulina, deteniéndose en medio de la acera para fijar en su padre la mirada de sus ojos grises, rebosantes de luz y de frescura matinal—. Eres optimista y contribuyes con tu obstinada labor a edificar la casa futura. Sí, haces bien; es muy hermoso edificar la nueva república entre los hombres de buena voluntad.

El señor Bergeret sonrió al oír aquella frase de esperanza y al ver aquellos ojos de aurora.

—Sí —dijo—, sería muy hermoso establecer una sociedad nueva donde cada cual recibiese la recompensa de su esfuerzo.

—Sin duda, será una realidad algún día; pero ¿cuándo? —preguntó Paulina, cándidamente.

Y al responder, el señor Bergeret puso en sus palabras tanta dulzura como tristeza.

—No me pidas que profetice, hija mía. No sin razón, los antiguos han considerado el poder deadivinar el porvenir como el don más funesto que pueda tener un hombre. Si nos fuera posible adivinar lo que ha de suceder, la muerte sería nuestra única esperanza y quizá cayéramos desplomados de dolor y de espanto. Debemos labrar nuestro porvenir como los obreros labran los tapices, por el revés, sin verlo.

Así hablaban el padre y la hija. Ante el jardincillo de la calle de Sévres encontraron a un pordiosero como arraigado en la acera.

—No llevo suelto —respondió el señor Bergeret—.

¿Tienes una moneda de cincuenta céntimos, Paulina?

Esa mano tendida me cierra el paso. Aun cuando estuviésemos en la anchurosa plaza de la Concordia, también me cerraría el paso. El brazo de un miserable es una barrera que yo no sabría franquear. Es una debilidad que no puedo vencer. Dale una moneda a ese truhán. La limosna es un mal perdonable. No debemos exagerar el mal que producimos.

—Papá, me preocupa saber qué harías de Clopinel en tu república. ¡Me figuro que no tendrás la pretensión de que viva del producto de su trabajo!

—Hija mía —respondió el señor Bergeret—, creo que Clopinel no tendría inconveniente en desaparecer; ya está muy consumido. La pereza y la afición al descanso le predisponen al agotamiento final. Entraría en la nada fácilmente.

—Creo, contra tu opinión que vive muy satisfecho.

—Es verdad que tiene sus alegrías. Para él, sin duda, es delicioso absorber el veneno de la taberna. Desaparecerá con el último tabernero. En mi república no habrá tabernas. No habrá compradores ni vendedores pobres ni ricos, y cada cual disfrutará del producto de su trabajo.

—¿Todos seremos felices, papá?

—No. La santa piedad que constituye la belleza de las almas perecería al agotarse el sufrimiento. Esto no puede suceder. El mal moral y el mal físico, constantemente combatidos, compartirán constantemente el imperio de la Tierra con la dicha y con el goce, lo mismo que las noches suceden a los días. El mal es necesario. Tiene, como el bien, su manantial profundo en la Naturaleza, y si uno se agotara, se agotaría el otro. Sólo somos felices porque somos desgraciados. El sufrimiento es hermano de la alegría, y sus alientos gemelos, alpasar sobre nuestras cuerdas, las hacen vibrar armoniosamente. El aliento de la felicidad sola produciría un sonido monótono, fastidioso y semejante al silencio. Pero a los males inevitables, a esos males a la vez vulgares y augustos, que son consecuencias de la condición humana, no habrá que añadir los males artificiales, que son consecuencia de nuestra condición social. Los hombres no se deformarán en un trabajo inicuo que los mata en vez de ayudarles a vivir. La esclavitud saldrá de la ergástula y las fábricas, no devorarán millones de cuerpos.

"Esta liberación la espero de la máquina misma. La máquina, que ha triturado a tantos hombres, acudirá, suave y generosamente, a socorrer la tierna carne humana. La máquina, cruel y dura en un principio, se convertirá en bondadosa, favorable y amiga. ¿Cómo se transformará su alma? Escucha. La chispa que salta de la botella de Leiden, la minúscula estrellita que se apareció en el siglo pasado al físico sorprendido, realizará ese prodigioso adelanto.

La desconocida que se ha dejado vencer sin desenmascarar, la fuerza misteriosa y cautiva, la inasequible aprisionada por nuestras manos, el rayo dócil encerrado en una botella y distribuido luego por los innumerables hilos que, formando una red, envuelven la tierra, la electricidad, prestará su fuerza y su ayuda en todas partes donde haga falta: en las casas, en las habitaciones, en el hogar, donde el padre, la madre y los hijos vivirán sin separarse. No es un sueño. La maquinaria feroz que muele en las fábricas las carnes y las almas, será doméstica, íntima y familiar; pero de nada servirá que las garruchas, los engranajes, las bielas, las manivelas, las excéntricas y los volantes se humanicen si. los hombres conservan su corazón de hierro.

Esperemos y ansiemos un cambio, más portentoso aún. Llegará un día en que el patrón, revestido ya de belleza moral, se convertirá en un obrero entre los obreros libertados, y no habrá salario, sino cambio de bienes. La enorme industria como la antigua aristocracia, a la que pretende reemplazar y la imita, tendrá también su noche del cuatro de agosto; abandonará las ganancias codiciadas y los privilegios amenazados; será generosa cuando comprenda que debe serlo. ¿Qué dice, hoy por hoy, el patrón? Que es el alma y el pensamiento, y que sin él su ejército de obreros sería un cuerpo privado de inteligencia. Pues bien: si es el pensamiento que se contente con ese honor y esaalegría. Ser espíritu y pensamiento, ¿es bastante razón para colmarse de riquezas? Cuando el insigne Donatello fundía una estatua de bronce, ayudado por sus compañeros, era el alma de la obra: lo que el príncipe o los ciudadanos le pagaban lo guardaba en una cesta, que se alzaba con una garrucha hasta una viga del estudio.

Cada compañero bajaba la cesta cuando le hacía falta y cogía lo que necesitaba. ¿No es bastante satisfacción producir con la inteligencia para que, además, el maestro evite repartir la ganancia entre sus humildes colaboradores? Pero en mi república no habrá ganancias ni salarios y todo será de todos.

—Papá, esto es el colectivismo —dijo Paulina tranquilamente.

—Los bienes más preciosos —respondió el señor Bergeret— son comunes a todos los hombres y lo fueron siempre. El aire y la luz son comunes a todos los que respiran y tienen ojos. Después de los trabajos seculares del egoísmo y la avaricia, a despecho de los esfuerzos violentos de los individuos para apoderarse de los tesoros y conservarlos, los bienes individuales de que disfrutan los más ricos son aún muy poco en comparación de los que pertenecen indistintamente a toda la Humanidad. Y en nuestro tiempo, ¿no ves que los bienes más gratos y espléndidos, caminos, ríos, bosques, bibliotecas y museos, podemos disfrutarlos todos? Ahora ningún rico es más dueño que yo de un antiguo roble de Fontainebleau o de un cuadro del Louvre; hasta serán más míos que de los poderosos en cuanto mi personal aptitud para disfrutarlos sea mayor que la suya. La propiedad colectiva, a la cual se teme como a un monstruo lejano, nos rodea ya bajo mil aspectos familiares. Nos estremece hablar de ella, pero gozamos de las ventajas que nos proporciona.

"Los positivistas que se reúnen en la casa de Augusto Comte, en torno del venerado Pedro Laffite, no se apresuran a convertirse en socialistas; pero uno de ellos ha observado que la propiedad es la fuente social. Nada más cierto, puesto que toda propiedad adquirida por un trabajo individual sólo ha podido nacer y subsistir con el concurso de toda la Humanidad. Y si la propiedad privada es la fuente social, extenderla a la comunidad y someterla al Estado, del que depende forzosamente, no es desconocer su origen ni corromper su esencia. ¿Qué es el Estado?La señorita Bergeret se apresuró a responder a esta pregunta:

—El Estado, papá, es un señor mísero y zafio que se asoma por una ventanilla. Comprenderás que nadie sienta deseos de desprenderse de todo para entregárselo a él.

—Lo comprendo —respondió el señor Bergeret, sonriente—. Siempre me sedujo el afán de comprensión, y así, he perdido energías preciosas. Descubro demasiado tarde que "no comprender" es una fuerza poderosa que a veces basta para conquistar el mundo. Si Napoleón hubiera sido tan inteligente como Spinoza, limitárase a escribir cuatro libros en un desván. Comprendo. Pero a ese señor mísero y zafio, sentado detrás de una ventanilla, le confías tus cartas, Paulina, y no se las confiarías a la agencia Tricoche; administra una parte de tus bienes, y no la menos importante ni la menos preciosa; le ves adusto, pero cuando lo sea todo no será nada, mejor dicho, no será más que nosotros; anonadado por su universalidad, dejará de parecer molesto; cuando no se es nadie, no se es malo, hija mía. Lo más fastidioso de todo es que se ensaña en la propiedad individual, que va cortando, limando y mordiendo un poco a los gordos y mucho a los flacos; esto le hace insufrible. Es ambicioso; tiene también sus necesidades. Semejante a los dioses, en mi república no sentirá deseos, lo tendrá todo y no tendrá nada; y al ser lo mismo que nosotros, no nos abrumará; existirá como si no existiese. Cuando supones que sacrifico los particulares al Estado y la vida a una abstracción, subordino la abstracción a la realidad, y lo que hago es suprimir el Estado, identificándolo por completo con la actividad social.

"Aunque mi república no pudiese existir nunca, me felicitaría por haber acariciado semejante idea. Está permitido construir en utopía, y el mismo Augusto Comte, que se jactaba de no construir más que con los productos de la ciencia positiva, ha colocado a Campanetta en el calendario de los hombres geniales.

"Los ensueños de los filósofos interesaron en todo tiempo a los hombres activos que hicieron lo posible para realizarlos. Nuestro pensamiento crea lo por venir. Los hombres de Estado en lo futuro trabajarán con arreglo a los planes que dejemos a nuestra muerte, son nuestros aprendices y nuestros peones. No, hija mía, no construyo en utopía; mi ensueño, que no me pertenece y que en este momento es el ensueño de mil y mil almas, esverdadero y profético. Toda sociedad cuyos órganos ya no corresponden a las funciones para que han sido creados, y cuyos miembros no son fortalecidos en proporción al trabajo útil que producen, ¡mueren!, turbaciones profundas y desórdenes íntimos preceden a su acabamiento y lo anuncian.

'La sociedad feudal estaba sólidamente constituida. Cuando el clero dejó de representar la sabiduría y la nobleza dejó de defender con la espada al campesino y al artesano; cuando aquellas dos clases fueron sólo miembros hinchados y perjudiciales, todo el cuerpo pereció; una revolución inesperada y necesaria se llevó al enfermo. ¿Quién podría asegurar que en la sociedad actual los órganos corresponden a las funciones, y que todos los miembros están mantenidos proporcionalmente al trabajo útil que producen? ¿Quién sostendría que la riqueza está justamente repartida? ¿Quién puede creer en la duración de la iniquidad?

—¿Y cómo conseguir que cese, papá? ¿Cómo cambiar el mundo?

—Con la palabra, hija mía; nada es tan poderoso como la palabra. El encadenamiento de las razones y de los pensamientos elevados es un lazo que no puede romperse. La palabra, lo mismo que la honda de David abate a los violentos y arrebata a los fuertes. El ejército invencible. Sin ella, el mundo pertenecería a los brutos armados. ¿Quién los tiene a raya? Sola, sin armas y desnuda, "la idea".

"Yo no veré la ciudad nueva. Todos los cambios en el orden social como en el orden natural son lentos, insensibles casi. Un geólogo de espíritu profundo, Carlos Lyell, ha demostrado que las huellas espantosas del período glaciar, las rocas enormes arrastradas en los valles, la vegetación de los países y los animales velludos que suceden a la flora y a la fauna de los países cálidos, las apariencias de cataclismos fueron en realidad obra de acciones múltiples y prolongadas; y estos grandes cambios producidos con lentitud clemente de las fuerzas naturales, ni siquiera los advertían las innumerables generaciones de seres animados que las presenciaron. Las transformaciones sociales se operan también insensiblemente y sin cesar. El hombre tímido imagina como un cataclismo futuro el cambio comenzado antes de su nacimiento, que se desarrolla en su presencia sin hacerse notorio, y que sólo será sensible dentro de un siglo.

XVIII

Félix Panneton subía lentamente por la avenida de los Campos Elíseos. Resuelto a formar parte del senado, al dirigirse hacia el Arco de Triunfo calculaba las probabilidades y la composición de su candidatura. El señor Panneton pensaba, como Bonaparte: "Preparar, calcular, actuar..." Circulaban dos listas entre los electores del departamento. Los cuatro senadores salientes: Laprat-Teulet, Goby, Mannequin y Ledru, se presentaban de nuevo; los nacionalistas presentaban al conde de Brecé, al coronel Despautéres, al señor Lerond, antiguo magistrado, y al carnicero Lafolie.

Era difícil saber cuál de las dos listas triunfaría. Los senadores antiguos se recomendaban a los pacíficos habitantes del departamento por una larga práctica del Poder legislativo y como guardianes de las tradiciones, a la vez autoritarias y liberales, que se remontaban a la fundación de la República e iban unidas al nombre legendario de Gambetta. Se recomendaban también por algunos favores distribuidos con mesura y por abundantes promesas. Su partido era numeroso y disciplinado. Aquellos hombres públicos, contemporáneos de los grandes acontecimientos, manteníanse fieles a sus doctrinas con una firmeza que embellecía los sacrificios realizados al atender las exigencias de la opinión bajo el imperio de las circunstancias. Eran oportunistas antiguos y se llamaban radicales. Cuando se suscitó el proceso, los cuatro habían demostrado un profundo respeto al Consejo de guerra, y en uno de ellos aquel respeto llegó a ser sentimental; el anciano abogado Goby hablaba siempre de la justicia militar con lágrimas en los ojos. El predecesor, el republicano de los tiempos heroicos, el hombre de las grandes luchas, Laprat—Teulet, hablaba del Ejército nacional en términos conmovedores; en otros tiempos hubiérase juzgado más oportuno aplicar ternura semejante a una pobre huérfana que a una institución poderosa con tantos hombres y tantos millares de millones. Aquellos cuatro senadores habían votado la ley de expropiación yexpresado ante la Diputación provincial su deseo de que el Gobierno tomase disposiciones rigurosas para contener la agitación revisionista. Eran tenidos por dreyfusistas en el departamento, y como no había otros, los nacionalistas los combatían furiosamente. Reprochaban a Mánnequin ser cuñado de un consejero del Tribunal Supremo. En cuanto a Laprat—Teulet, que encabezaba la lista, recibía injurias y ofensas bastantes para salpicar la lista entera. Le recordaban los tiempos en que, comprometido en Panamá, bajo la amenaza de un auto judicial, dejóse crecer la barba blanca para tener un aspecto venerable, y se hizo pasear en un coche de paralítico por su devota mujer y por su hija con traje de beata. Rodeado por tales apariencias de santidad cruzaba todos los días el paseo a la sombra de los olmos, tomaba el sol y hacía rayas en la arena con la punta del bastón, mientras en su espíritu astuto preparaba su defensa, que un sobreseimiento hizo innecesaria. Luego se rehabilitó, pero el furor nacionalista ensañóse contra él. Era panamista y le supusieron dreyfusista.

—Ese hombre —dijo Ledru— desacreditará la candidatura.

Y participó asimismo sus inquietudes a Worms-Clavelin.

—Señor prefecto, ¿no habría manera de hacer comprender a Laprat-Teulet, a quien debe la República tan señalados servicios, que ya le llegó la hora de retirarse a la vida privada?

El prefecto dijo que lo reflexionaran mucho antes de decapitar la candidatura republicana.

Entre tanto, el periódico La cruz, introducido en el departamento por la señora de Worms-Clavelin, hacía una activa campaña contra los senadores salientes y apoyaba a los candidatos nacionalistas hábilmente elegidos. El señor de Brecé reunía a los realistas, que en su departamento eran bastante numerosos; el señor Lerond, antiguo magistrado y abogado de las congregaciones, era agradable al clero; el coronel Despautéres, oscurecido anciano, representaba el honor del Ejército; había alabado mucho a los falsarios y figuraba en la lista de socorros para la viuda del coronel Henry; el carnicero Lafolie agradaba a los obreros semicampesinos de los barrios. Empezó a suponerse que la candidatura de Brecé obtendría más de doscientos votos y lograría triunfar. El señor Worms-Clavelin no estaba muy tranquilo, y dejó deestarlo en absoluto cuando La cruz^ publicó el manifiesto de los candidatos nacionalistas. Ultrajaban al presidente de la República, llamaban al Senado "corral" y "muladar", calificaban al Gabinete de "ministerio de traición".

"Si esas gentes triunfan, me dimiten" —pensó el prefecto.

Y con mucha dulzura, dijo a su mujer:

—Amiga mía, no debiste patrocinar la propaganda de La Cruz^ en este departamento.

—¿Qué quieres? —respondió la señora de Worms-Clavelin—. Como soy judía, creí prudente exagerar los sentimientos católicos. Este sistema nos ha dado buenos resultados.

—Es cierto —respondió el prefecto—. Pero me parece que tal vez hemos ido ya demasiado lejos.

El secretario de la Prefectura, el señor Lacarelle, a quien su notorio parecido con Vercingetorix predisponía al nacionalismo, hacia alusiones favorables a la candidatura de Brecé. El señor Worms-Clavelin, sumido en sus tristes preocupaciones, olvidaba sobre los brazos de las butacas sus cigarros mascados y encendidos.

Por entonces, el señor Panneton fue a visitarle. Félix Panneton, hermano menor de Panneton de La Barge, negociaba con los abastecimientos militares.

Nadie podía acusarle de no estimar al Ejército, puesto que lo vestía y calzaba. Era nacionalista gubernamental, nacionalista con el señor Loubet y con Waldeck-Rousseau. No lo ocultaba, y cuando le ponían de manifiesto la imposibilidad de serlo así, respondía:

—No es posible, ni siquiera difícil. Basta sólo proponérselo.

Panneton, nacionalista, no dejaba de ser gubernamental. "Hay siempre motivo para dejar de serlo", pensaba, y todos los que se enemistaron apresuradamente con el Gobierno, tuvieron que arrepentirse.

No calcularon bastante que un Gobierno, aunque se halle ya hundido, puede reventar a cualquiera de una patada".

Esta previsión procedía de su espíritu práctico y de ser abastecedor. Era ambicioso, pero se esforzaba en satisfacer su ambición sin que se resintieran en lo más mínimo sus negocios y sus goces, los cuadros y las mujeres.Así, pues con actividad extremada iba y venía constantemente desde su fábrica a París, donde tenía tres o cuatro domicilios.

La idea de deslizar su candidatura entre los radicales y los nacionalistas verdaderos se le había ocurrido de pronto, y fue a visitar al prefecto Worms-Clavelin, para decirle:

—Lo que vengo a proponerle, señor prefecto, de seguro le agradará, y me prometo su apoyo. ¿Usted desea que triunfe la candidatura Laprat-Teulet? Es su deber. En este punto respeto sus intenciones, pero no puedo secundarlas. Teme usted el triunfo de la candidatura Brecé. Nada más legítimo. Por este lado puedo serle útil. Con tres amigos míos formo una candidatura nacionalista. Este departamento es nacionalista, pero es moderado. Mi programa será nacionalista y republicano. En contra mía estarán las congregaciones, y en mi favor el obispo. No me combata usted. Observe una neutralidad bondadosa. No restaré muchos votos a la candidatura Laprat, y, por el contrario, restaré bastantes a la candidatura Brecé. No le oculto que espero triunfar en la tercera votación, y mi triunfo será un éxito para usted, pues los violentos se quedarán en la calle.

El señor Worms-Clavelin respondió:

—Señor Panneton, hace mucho tiempo que puede usted estar seguro de mi simpatía. Le agradezco la interesante noticia que ha tenido la amabilidad de comunicarme. Reflexionaré y obraré como convenga a los intereses del partido republicano, esforzándome en penetrar las intenciones del Gobierno.

Y mientras ofrecía un cigarro al señor Panneton, le preguntó amistosamente si acababa de llegar de París' y si había visto el último estreno del Variétés. Le dirigió aquella pregunta porque sabía que Panneton era el amante de una actriz de aquel teatro. Félix Panneton tenía fama de mujeriego.

Era un hombre corpulento, de unos cincuenta años, calvo, con la cabeza hundida entre los hombros, feo y con fama de chispeante.

Algunos días después de su entrevista con el prefecto Worms-Clavelin, atravesaba los Campos Elíseos, preocupado por su candidatura, que se presentaba bastante bien y que debería lanzarse lo antes posible. Pero en el momento de publicar la lista a cuya cabeza figuraba su nombre, uno de los candidatos, el señor de Terremondre, habíase arrepentido. Era el señor de Terremondre sobradamente moderado para separarse de losvientos, y volvió a reunirse con ellos al oír redoblar sus gritos. Me lo esperaba —pensó Panneton—. El contratiempo no es irreparable; pondré a Gromance en el lugar de Terremondre; Gromance me servirá lo mismo. Gromance es propietario, y aun cuando no tiene ni una hectárea de tierra sin hipotecar, esto sólo puede perjudicarle en su distrito. Está en París. Voy a verle.

En este punto de sus reflexiones y de su paseo, vio acercarse a la señora de Gromance, que, a pesarde ir envuelta hasta los pies en un abrigo de marta, lucía la esbeltez de su figura. A Félix Panneton le pareció deliciosa.

—Encantado de verla, señora. ¿Cómo está el señor de Gromance?

—Bien...

Cuando le preguntaban por su marido, siempre temía que la pregunta encerrase una intención irónica de mal gusto.

—¿Me permite usted que la acompañe un momento, señora? Tengo que hablarle de cosas importantes... Aprovecharé la ocasión.

—Diga.

—Ese abrigo le da un aspecto huraño... Parece usted una deliciosa salvaje.

—Son ésas las cosas importantes que...

—Vamos a ello. Es preciso que el señor de Gromance presente su candidatura de senador. El interés del país lo exige. El señor de Gromance es nacionalista, ¿verdad?

Ella le miró algo indignada.

—Seguramente no es un intelectual.

—¿Es republicano?

—Sí... Pero... le diré... Mi marido es realista... Y usted comprende...

—Señora, esos republicanos son los mejores. Pondremos el nombre del señor de Gromance entre nuestros nacionalistas re—republicanos.

—¿Y usted cree que Dieudonné querrá?

—Creo que sí. Tenemos de nuestra parte al obispo y a muchos electores senatoriales que, nacionalistas por convicción y por impulso propio, están ligados al Gobierno por sus funciones y sus intereses. En caso de que fracasáramos, sería de un modo honroso, y el señor de Gromance podría contar siempre con la gratitud de la administración y del Gobierno. Se lo diré a usted en confianza: el señor Worms—Clavelin nos apoya.

—Entonces no veo inconvenientente en que Dieudonné...

—¿Me asegura usted que aceptará?

—Háblele usted mismo.

—Sólo a usted atiende.

—¿Lo cree usted así?

—Estoy seguro de ello.

—Pues... convenido.

—No, no está convenido. Hay mil detalles delicados que no se pueden arreglar así, en la calle. Vaya usted a verme. Al mismo tiempo le enseñaré mis Baudouines. Vaya mañana.

Y le dijo al oído el número de una calle solitaria en el barrio de Europa. Allí, a una respetable distancia de su hogar legal y espacioso de los Campos Elíseos, tenía un hotelito que había sido edificado poco antes para un pintor mundano.

—¿Tanta prisa corre?

—¡Sí, tanta! Considere usted, señora, que sólo nos quedan tres semanas para preparar nuestra campaña electoral, y los Brecé la preparan desde hace seis meses.

—Pero ¿es de absoluta necesidad esa visita?

—Ver mis Baudouines... Es indispensable...

—Cree usted...

—Oigame y juzgue usted misma, señora. El nombre de su marido ejerce cierto prestigio sobre las poblaciones rurales y, principalmente, en los cantones donde no es muy conocido. No puedo ocultarle que cuando resolví que formara parte de nuestra lista, algunos pusieron inconvenientes, que subsisten aún. Es indispensable que usted me dé fuerzas para vencerlos. Es necesario que yo adquiera con... su amistad, esa irresistible decisión que... En fin: siento que si no me anima usted mucho, me faltará energía suficiente para...

—No es muy correcto que yo vaya...

—¡Oh! ¡En París!

—Si voy, será por la patria y por el Ejército. Hay que salvar a Francia.

—Lo mismo pienso yo.

—Salude usted en mi nombre a la señora de Panneton.

—Lo haré con muchísimo gusto, señora. Hasta mañana.

XIX

En el hotelito de Félix Panneton hay una sala inmensa donde en otro tiempo había tenido su estudio un pintor mundano, y que el nuevo propietario amuebló con la magnificencia de un excelente aficionado a curiosidades y con la discreción de un experto amigo de las mujeres. El señor Panneton dispuso con arte y orden premeditado los sofás, las meridianas y los divanes de muy distintas formas.

Al entrar, lo primero que descubría la mirada, de derecha a izquierda, era un sofá de seda azul, cuyos brazos, en forma de cuello de cisne, recordaban los tiempos en que Bonaparte restauraba las costumbres en París como Tiberio en Roma; luego otro sofá más ancho, con los brazos de tapicería; luego, una "duquesa" de tres cuerpos, tapizada con seda; luego, un banco de madera cubierto con un tapiz turco; luego, un amplio sofá de madera dorada y de terciopelo carmesí brochado, que había pertenecido a la señorita Daxnours; luego, un soberbio diván bajo, blandamente acolchado y recubierto de raso granate. Más allá, sólo había un montón de almohadones mullidos, que amenazaban derrumbarse sobre un diván oriental bañado por una penumbra rosada junto al departamento de los Baudouines, a la izquierda.

Como desde la puerta y de una sola mirada se descubrían todos esos muebles, cada visitante podía elegir el que mejor conviniera a su carácter moral o a las emociones de su alma. Panneton empezaba por observar a sus nuevas amigas; acechaba sus impresiones, adivinaba sus preferencias y cuidaba de hacerlas sentar precisamente donde ellas querían sentarse. Las más púdicas iban, desde luego, al canapé azul y apoyaban su enguantada mano sobre el cuello del cisne. Había también un sillón muy alto, de terciopelo de Génova y madera dorada, antiguo trono de la duquesa de Módena y de Parma, preferido por las orgullosas. Las parisienses solían sentarse en el sofá con brazos de tapicería. Las princesas extranjeras se dirigían indistintamentehacia uno u otro sofá. Gracias a aquella disposición juiciosa de los muebles íntimos, Panneton sabía en seguida a qué atenerse. Hallábase en el caso de respetar todas las conveniencias, cuidadoso de no promover transiciones demasiado bruscas en la necesaria sucesión de sus actitudes y evitar de este modo, tanto a la visitante como a sí mismo, demoras inútiles entre las atenciones prodigadas al llegar y la contemplación de los cuadros de Baudouin. La seguridad y la maestría de su proceder le honraban.

La señora de Gromance demostró, desde luego, un tacto que Panneton supo apreciar. Sin mirar siquiera al trono de Parma y de Módena, dejó a su derecha el cuello de cisne consular y se acercó al sofá de brazos de tapicería, como lo hiciera una parisiense. Clotilde había languidecido entre la nobleza agrícola del departamento, algo atraída por jovenzuelos mal educados; pero era oportuna por instinto... Los apuros de dinero la obligaron a aguzar mucho el entendimiento y empezaba a comprender los deberes sociales. Panneton no la disgustaba del todo. Aquel hombre calvo, con el cabello muy negro pegado a las sienes, los ojos saltones y un aspecto de amante apoplético, le daba ganas de reír y satisfacía su ansia de elemento cómico que le inspiraba el amor. Sin duda, hubiera preferido un guapo mozo; pero era bastante propicia a las fáciles alegrías y dispuesta siempre a la diversión que proporciona un hombre con chanzas algo escandalosas y con alguna fealdad. Después de un instante de encogimiento, muy natural, convencióse de que nada de lo que allí le sucediera podría horripilarla y mucho menos aburrirla.

Todo resultó muy bien. El paso del sofá a la meridiana y de la meridiana al diván se hizo sin tropiezos. Juzgaron inútil detenerse en los almohadones orientales, y entraron desde luego en el gabinete de los Baudouines.

Cuando Clotilde se decidió a contemplarlos, sobre el suelo del gabinete se hallaban ya esparcidas, como en el de los cuadros del pintor erótico, las deliciosas y elegantes vestiduras de mujer.

—¡Ah!, son éstos sus Baudouines. Tiene usted dos...

—Exactamente.

Poseía El jardinero galante y El carcaj vacío, dos acuarelas que le habían costado sesenta mil francos cada una en la subasta Godard; pero que ahora le resultaban mucho más costosas por el empleo a que las destinaba.Examinaba como un práctico inteligente, ya muy tranquilo y un tanto melancólico, aquella figura de mujer delicada, elegante y esbelta, y al hallarla bonita sentía una satisfacción de amor propio, que iba en aumento, mientras ella poco a poco recobraba con sus vestidos su carácter social.

Clotilde preguntó cuáles eran los candidatos.

—Panneton, industrial; Dieudonné de Gromance, propietario; el doctor Fornerol; Mulot, explorador.

—¿Mulot?

—El hijo de Mulot. Gastaba demasiado en Paris, y su padre decidió que diese la vuelta al mundo. Desiré Mulot, explorador. Un candidato explorador es una cosa excelente. Los electores supondrán que ha de abrir nuevos mercados a sus productos, y sobre todo, les halagará el amor propio.

La señora de Gromance se convertía en mujer seria. Deseó conocer la proclama a los electores senatoriales. Panneton se la explicó primero, y después le recitó algunos párrafos que sabía de memoria.

—Ante todo, les prometemos tranquilidad. Brecé y los nacionalistas puros no han insistido mucho acerca de la tranquilidad. En seguida la emprendemos con el partido incalificable.

Ella preguntó:

—¿Cuál es el partido incalificable?

—Para nosotros, el de nuestros adversarios; para nuestros adversarios, el nuestro. No hay equívoco posible... Atacamos a los traidores, a los vendidos. Combatimos el poder del dinero. Esto es de gran utilidad para la nobleza arruinada. Enemigos de toda reacción, repudiamos la política de aventuras. Francia quiere, resueltamente, vivir en paz; pero el día que desenvaine la espada..., etc., etcétera. "La patria pone con orgullo sus ojos y su corazón en su admirable Ejército nacional..." Habrá que cambiar un poco esta frase.

—¿Por qué?

—Porque está escrita exactamente como en los manifiestos electorales de los nacionalistas y de los enemigos del Ejército.

—¿Y usted me promete que Dieudonné será elegido?

—Dieudonné o Goby.

—¿Cómo..., Dieudonné o Goby? Debió advertirme que no tenía seguridad... ¡Dieudonné o Goby! Cualquiera supondría que lo mismo es uno que otro.—No es lo mismo, pero en los dos casos Brecé fracasará.

—Brecé es amigo nuestro.

—Y mío... En los dos casos, decía, Brecé fracasará con toda su candidatura, y el señor de Gromance, por contribuir a ese fracaso, merecerá el agradecimiento del prefecto y del Gobierno. Después de las elecciones, sea cual fuere el resultado, vuelva usted a ver mis Baudouines, y su marido será... lo que usted quiera.

—Me agradaría que lo hiciesen embajador.

En el escrutinio del 28 de febrero, la candidatura de los nacionalistas: conde de Brecé, coronel Despautéres, Lerond, antiguo magistrado; Lafolie, carnicero, obtuvo unos cien votos. La de los republicanos progresistas: Félix Panneton, industrial; Dieudonné de Gromance, propietario; Mulot, explorador, y doctor Fornerol, obtuvo unos ciento treinta votos; Laprat-Tenlet, comprometido en Panamá, sólo reunió ciento veinte votos. Los otros tres senadores salientes, republicanos radicales, obtuvieron doscientos votos. En el segundo escrutinio, Laprat-Teulet fracasó con sesenta votos en contra. En el tercer escrutinio, fueron elegidos Goby, Mannequin y Ledru, senadores radicales salientes, y Félix Panneton, republicano progresista.

XX

—Contemple ese espectáculo —dijo el señor Bergeret en la escalinata del Trocadero a Goubin, su discípulo, el cual limpiaba los cristales de sus lentes—. Vea usted cúpulas, minaretes, agujas, campanarios, torres, frontones, tejados de paja, de pizarra, de vidrio, de tejas, de ladrillos de colores, de madera, de pieles de animales; terrazas italianas y terrazas moriscas; palacios, templos, pagodas, quioscos, cabañas, tiendas, castilletes de agua, castilletes de fuego, contrastes y armonías de todas las viviendas humanas; feria del trabajo, juego maravilloso de la industria, recreo del ingenio moderno, que han instalado las artes y los oficios universales.

—¿Cree usted —preguntó Goubin— que Francia sacará algún provecho de esta inmensa Exposición?

—Puede obtener grandes ventajas —respondió el señor Bergeret—, siempre que no conciba por ello un orgullo estéril y hostil. Esto es sólo el decorado y la envoltura; el estudio del interior dará lugar a que se conozcan bien el cambio y la circulación de los productos; el consumo a su verdadero precio, la importancia del trabajo y del salario, la emancipación del obrero. ¿No admira usted, señor Goubin, uno de los principales beneficios de la Exposición Universal? En primer lugar, ha derrotado a Juan Gallo y a Juan Cordero. ¿Dónde quedan Juan Gallo y Juan Cordero? Ni se les ve ni se les oye. Hasta poco ha no era posible ver otra cosa: Juan Gallo iba delante, con la cabeza erguida y la pata levantada; Juan Cordero le seguía, gordo y lanudo... en toda la ciudad retumban sus quiquiriquíes y sus be... be... pues eran elocuentes... Un día del pasado invierno oí decir a Juan Gallo:

"—Se impone una guerra. El Gobierno la hizo inevitable por su cobardía.

"Juan Cordero respondió:

"—Me gustaría mucho una guerra naval.

—Claro que una naumaquia sería muy conveniente para exaltar el nacionalismo —decía JuanGallo— ¿Y por qué no hacer la guerra por tierra y por mar? ¿Quién nos lo impide?

—Nadie —respondió Juan Cordero—. Me gustaría saber quién se atrevería a impedírnoslo. Pero antes es necesario exterminar a los traidores, a los vendidos, a los judíos y a los masones. No hay más remedio.

"—Opino lo mismo que tú —decía Juan Gallo— Y solamente iré a la guerra cuando el suelo nacional esté limpio de nuestros enemigos.

"Juan Gallo es vivaracho, Juan Cordero es dulzón; pero los dos saben perfectamente cómo se templan las energías nacionales, para no esforzarse por todos los medios posibles en asegurar a su país los beneficios de la guerra civil y de la guerra extranjera.

"Juan Gallo y Juan Cordero son republicanos. Juan Gallo, en todas las elecciones, vota por el candidato imperialista, y Juan Cordero, por el candidato realista; pero los dos son republicanos plebiscitarios, y no imaginan cosa mejor para asegurar el Gobierno a su gusto que entregarlo a los azares del sufragio oscuro y tumultuoso, en lo cual demuestran ser astutos, porque, si se tiene una casa, lo más oportuno es jugarla contra un haz de heno...

"Juan Gallo no es religioso, y Juan Cordero no es clerical, aunque tampoco es librepensador, pero respetan y estiman a los frailes que se enriquecen con la venta de milagros y que redactan papeles sediciosos, injuriosos y calumniadores. ¡Ya sabe usted cuántos frailes de tal especie abundan en este país y lo devoran!

"Juan Gallo y Juan Cordero son patriotas. Usted cree serlo también y se siente ligado a su país por las fuerzas invencibles y suaves del afecto y de la reflexión; pero es un engaño; y si desea usted vivir en paz con el Universo, le consideran cómplice del Universo, Juan Gallo y Juan Cordero nos lo demuestran aturdiéndonos con sus matracas al grito de guerra: ¡Francia, para los franceses!' ¡Francia, para los franceses!' Es la divisa de Juan Gallo y de Juan Cordero; y como evidentemente estas cuatro palabras dan una idea exacta de la situación de un pueblo poderoso entre los otros pueblos, expresan las condiciones necesarias de la vida, la ley universal del cambio, el comercio de las ideas y de los productos; como también encierran una filosofía profunda y una vasta doctrina económica, Juan Gallo y Juan Cordero, para asegurar la Francia de los franceses, habían resuelto cerrarla a los extranjeros, yde este modo extendían así a los seres humanos, con una resolución genial, el sistema que el señor Meline había aplicado solamente a los productos agrícolas e industriales para mayor provecho de un pequeño número de hacendados. Y la idea que concibió Juan Gallo de prohibir a los hombres de naciones extranjeras que pisaran nuestro suelo nacional, se impuso por su salvaje belleza a la admiración de una muchedumbre de burgueses y cafeteros.

"Juan Gallo y Juan Cordero no tienen malicia, y son, con absoluta inocencia, los enemigos del género humano. Juan Gallo es vehemente; Juan Cordero es melancólico; pero, sencillos los dos, creen de buena fe todo cuanto dice su periódico. Esto demuestra su candidez, pues lo que dice su periódico no es fácilmente creíble. Os aseguro, impostores célebres, falsarios de todos los tiempos, embusteros insignes, mistificadores ilustres, artífices famosos de ficciones, de errores y de ilusiones, cuyos fraudes venerables han enriquecido la literatura profana y la literatura sagrada con tantos libros supuestos, autores de tantas obras apócrifas, griegas, latinas, hebraicas, sirias y caldeas, que habéis abusado durante mucho tiempo de los ignorantes y de los doctos, falsos Pitágoras, falsos Hermes-Trimegisto, falsos

Sachoniathion, engañosos autores de poesías orfeicas y de libros sibílicos, falsos Enoc, falsos Esdras, seudo Clemente, seudo Timoteo, sacerdotes que para asegurar la posesión de vuestras tierras y privilegios atropellasteis en el reinado de Luis Noveno los códigos de Clotario y de Dagoberto, doctores en Derecho canónico que apoyasteis las pretensiones de la Santa Sede valiéndoos de un montón de sagradas decretales que compusisteis vosotros mismos, fabricantes al por mayor de memorias históricas, Soulavie, Courchamps, Touchard-Lafosse, falso Weber, falso Borrienne, fingidos verdugos y policías fingidos que escribisteis las Memorias de Samson y las Memorias de Claude; y tú, Vrais—Lucas, que supiste trazar con tu propia mano una carta de María Magdalena y otra de Vercingetorix; y vosotros, cuya vida entera fue una hipocresía, falsos Esmerdis, falsos Nerones, falsas doncellas de Orleáns, que engañasteis hasta a los hermanos de Juana de Arco; falsos Demetrios, falsos Martín Guerre y falsos duques de Normandía, facedores de prestigios milagreros por los que fueron seducidas las muchedumbres; Simón el Mago, Apolonio de Taina; Cagliostro, conde de San Germán, viajeros que, procedentes de tierras lejanasy con facilidades para mentir, abusasteis de ellas, los que aseguráis haber visto los Cíclopes y los Lestrigones, la montaña de imán, el pájaro Rok y el pez obispo; tú, Juan de Mandeville, que hallaste en Asia varios diablos que escupían fuego; vosotros, inventores de cuentos y de fábulas: Mi madre la Oca, Tül el travieso, EL barón de Munchausen, vosotros españoles caballerescos y picarescos, grandes charlatanes: os invoco; sed testigos de que todos vosotros juntos no habéis acumulado tantas mentiras en tantos siglos como las que publican en un solo día los periódicos leídos por Juan Gallo y Juan Cordero. Después de lo cual, ¡ cómo podemos admirarnos de que Juan Gallo y Juan Cordero tengan tantos fantasmas en la cabeza!

XXI

Complicado en las persecuciones intentadas contra los autores del complot, José Lacrisse se puso en salvo y se llevó consigo toda la documentación. El comisario de Policía encargado de apoderarse de la correspondencia del Comité realista, era un hombre sobradamente mundano para abstenerse de anunciar su visita a los miembros del Comité. Avisóles con veinticuatro horas de anticipación, y puso de este modo su cortesía en consonancia con su legítimo deseo de cumplir su deber, seguro, conforme a la opinión común, de que el Ministerio republicano sería pronto derribado y le reemplazaría .un Ministro Meline o Ribot. Cuando se presentó en el local del Comité, todas las carpetas y todos los cajones estaban vacíos. El magistrado selló la casa y puso igualmente sellos en un Boletín de 1897, en un catálogo de automóviles, en un guante de esgrima y en una cajetilla de cigarros abandonada sobre la chimenea. De este modo, al cumplir los formulismos de la ley, mereció plácemes, porque siempre se han de respetar los formulismos de las leyes. Era un magistrado distinguido y un hombre inteligente. Se llamaba Jonquille. En su juventud había compuesto canciones para los cafés cantantes. Una de sus obras Las cucarachas en el pan, obtuvo un gran éxito en los Campos Elíseos, en 1885.

Después de la extrañeza producida por aquella persecución inesperada, José Lacrisse se tranquilizó. Convencióse pronto de que bajo el régimen actual es menos peligroso ser conspirador que bajo el primer Imperio o bajo la monarquía legítima y de que la tercera República no es sanguinaria. Esto hizo que la estimara menos, pero le tranquilizó mucho. Solamente la señora de Bonmont le creía una víctima, y como era generosa encariñóse más con él y le demostró su amor con lágrimas, sollozos y desmayos; de modo que los quince días pasados con ella en Bruselas fueron inolvidables. En eso consistió todo su destierro.

Viose incluido en uno de los primeros sobreseimientos que dictó el Tribunal Supremo. Yono lo lamento y si me hubiesen pedido parecer, el Tribunal Supremo no hubiera condenado a nadie. Ya que no se atrevían a perseguir a todos los culpables, era injusto condenar solamente a los que no les inspiraban terror y condenarlos por fechorías imaginarias o que se diferenciaban poco de otras por las cuales habían sido ya perseguidos. De todas maneras, resultó muy extraño que en un complot militar sólo fuesen perseguidos algunos paisanos.

Personas excelentes me han objetado: "Cada cual se defiende como puede."

José Lacrisse no había perdido sus energías. Estaba dispuesto a atar los cabos sueltos del complot, pero en seguida comprendió que era imposible. Aun cuando la mayor parte de los comisarios de Policía encargados de efectuar registros obraron con la misma delicadeza que el señor Jonquille, la malicia de la casualidad o la imprudencia de los conspiradores dejó en manos del Gobierno bastantes papeles, que le pusieron al tanto de la organización íntima de los Comités. Ya no se podía conspirar tranquilamente, y se perdió toda esperanza de ver entrar al rey cuando volvieran las golondrinas.

La señora de Bonmont vendió los seis caballos blancos que había comprado con intención de ofrecérselos al príncipe para que hiciera su entrada en París por la avenida de los Campos Elíseos. Atenta al consejo de su hermano Wallstein, se los cedió al señor Gilbert, director del Circo Nacional del Trocadero. Felizmente, no sólo no perdió al venderlos, sino que tuvo alguna ganancia; sin embargo, sus hermosos ojos derramaron abundantes lágrimas cuando aquellos seis caballos, blancos como azucenas, salieron de su cuadra para no volver jamás. Le pareció que iban a los funerales de la majestad que debieron conducir en triunfo.

* * *

Entretanto el Tribunal Supremo, después de instruir el proceso sin profundizar mucho en sus investigaciones, deliberaba detenidamente.

Un día, en casa de la señora de Bonmont, el joven Lacrisse se permitió el natural desahogo de renegar de los jueces que le habían indultado, porque no indultaban a todos los demás.

—¡Bandidos! —exclamó.

—¡Ah! —suspiró la señora de Bonmont— el Senado depende del Ministerio. Tenemos un Gobierno espantoso. De fijo el señor Meline no hubiera instruido tan abominable proceso. Era republicanoel señor Meline, pero además de republicano era hombre de bien. Si hubiera seguido en el Ministerio, el rey estaría ya en Franca.

—Desgraciadamente, aún está muy lejos de Francia nuestro rey —dijo Enrique León, que nunca se había forjado grandes ilusiones.

José Lacrisse meneó la cabeza. Hubo un momento de silencio.

—Quizá sea favorable para usted —prosiguió Enrique León.

—¿Cómo?

—Decía que acaso sea favorable para usted la permanencia del rey en el destierro. Y es más, esto debería encantarle por todos estilos, menos por sus ideales patrióticos, naturalmente.

—No comprendo.

—Es muy sencillo. Si fuese usted hacendista como yo, la monarquía podría serle ventajosa, por lo pronto, con el empréstito de la coronación. El rey tendría que recurrir a un empréstito en cuanto le coronaran, porque nuestro amado príncipe no puede reinar sin dinero. En este asunto yo hubiera ganado un caudal; pero usted, un abogado, ¿qué ganaría con la restauración? ¿Una Prefectura? ¡Bonito negocio!

"Puede usted conseguir mucho más de la República, mientras sea monárquico. Habla usted bien, muy bien. No; no me contradiga con modestia vana. Su oratoria es fluida y elegante; es usted uno de los veinticinco o treinta miembros del Foro que el nacionalismo admira. Créame usted; no lo digo por halagarle: un hombre que habla bien, puede sacar más provecho sin la monarquía. Si estuviera Felipe en el Elíseo, usted se vería obligado a administrar, a gobernar. Administrando y gobernando pronto se desgasta y se desacredita cualquiera. Si defiende los intereses del pueblo, desagrada al rey, que prescindirá de usted; si le es fiel al rey, el pueblo le recriminará, y el rey también prescindirá de usted. El rey comete errores, como usted; y a usted le condenan por los errores de ambos. Popular o impopular, cae usted en desgracia fatalmente. Pero mientras el príncipe siga desterrado, usted no puede cometer ningún error, usted no puede nada; no tiene ninguna responsabilidad, es una situación excelente la suya; no ha de temer usted ni la popularidad ni la impopularidad; está por encima de la una y de la otra; no puede usted equivocarse; ningún defensor de una causa perdida puede equivocarse; el abogadode la desdicha es siempre elocuente. En una república puede ser monárquico sin peligro quien lo sea sin esperanza. Se le hace al poder una oposición serena; se es liberal; se tienen las simpatías de todos los enemigos del régimen existente y la estimación del Gobierno, al que se combate sin perjudicarle. Acatando a la monarquía destronada, la veneración con que se arrodille a los pies de su rey realzará la nobleza de su carácter, y podrá usted, sin desdoro, agotar todas las adulaciones. Puede también, sin inconveniente ninguno, aconsejar al príncipe, hablarle con ruda franqueza, reprocharle sus alianzas, sus abdicaciones, sus consejos íntimos, y decirle, por ejemplo: Monseñor, le advierto respetuosamente que se encanalla mucho.' Los periódicos repetirán tan noble frase; su fama de generoso aumentará, y dominará usted en su partido con toda la grandeza de su alma. Como abogado y como diputado, tiene usted en la Audiencia y en la tribuna actitudes magníficas; es usted incorruptible, y los clericales todos le protegen. Lacrisse, no se ciegue usted hasta el punto de no ver su conveniencia".

Lacrisse replicó secamente:

—Acaso tiene gracia lo que usted dice, León, pero no estoy conforme con ello, y sus bromas no me parecen oportunas.

—No lo digo en broma —arguyó Enrique León.

—¡Sí, usted bromea! Es usted muy escéptico, y tanto escepticismo desagrada, molesta, porque neutraliza el impulso. Es necesario actuar impulsivamente en todo y por todo.

Enrique León protestó:

—Le aseguro que hablo muy en serio.

—Pues bien, amigo mío; siento decirle que no comprende usted el espíritu de su época cuando esboza la figura de un hombre semejante a Berryer. Un monárquico por el estilo no hubiera encajado del todo mal en el segundo Imperio, pero le aseguro que ahora resultaría muy anticuado y sin el menor interés. El cortesano de la desdicha es un personaje ridículo en el siglo veinte. La victoria se impone y los débiles son los equivocados; la razón es del que triunfa, y no hay otra moral, amigo mío. ¿Acaso nos agitamos ya en favor de Polonia, de Grecia o de Finlandia? No, no; ya no hacemos vibrar esas cuerdas; ya no hay tontos. Es verdad que gritábamos: "¡Vivan los bóers!", pero seguros de lo que hacíamos.

Nuestra intención era aburrir al Gobierno y crearle dificultades con Inglaterra, porque supimos que los bóers vencerían. Además, no estoy desalentado; espero derribar la República con ayuda de los republicanos.

"Lo que no podamos conseguir solos podremos con seguirlo unidos a los nacionalistas de todos los matices. Con ellos ahogaremos la República. Por de pronto, es preciso prepararnos para las elecciones municipales.

XXII

José Lacrisse, como él mismo decía, era un hombre de acción; la ociosidad le hastiaba. De secretario de un Comité monárquico, sin la menor actividad, pasó a un Comité nacionalista que intervenía en todo con inaudita violencia, donde se respiraba un amor a Francia rebosante de odios y un patriotismo exterminador obstinado en preparar manifestaciones feroces, realizadas ya en los teatros, ya en las iglesias. José Lacrisse iba al frente de tales manifestaciones. Cuando se producían en las iglesias, la señora de Bonmont, que era devota, se presentaba vestida con un traje oscuro. Domus mea, domus orationis. Un día, después de haberse unido a los nacionalistas en la catedral para orar públicamente, la señora de Bonmont y José Lacrisse se reunieron en la plaza de Parvis a un grupo de hombres que expresaban su patriotismo con gritos frenéticos y acompasados. Lacrisse unió su voz a la voz de la muchedumbre, y la señora de Bonmont alentó aquellas energías con la risueña exaltación de sus ojos azules y de sus labios rojos que brillaban bajo el velo.

El clamor fue augusto y formidable. Iba en progresión creciente. Atentos a una orden de la Prefectura, los guardias de la paz se dirigieron contra los manifestantes, y Lacrisse, que los contemplaba tranquilo, cuando los vio a una distancia tal que pudieran oírle, gritó entusiasmado:

—¡Viva la Policía!

Aquel entusiasmo era prudente a la vez que sincero. Lazos de amistad habían unido a las brigadas de la Prefectura con los manifestantes nacionalistas en la época no comparable a ninguna otra del ministro labriego, que permitió a los matraquistas reventar en las calles a los republicanos silenciosos. ¡A esto se llama obrar con moderación! ¡Oh suaves costumbres agrícolas! ¡Oh sencillez primitiva! ¡Oh días felices! ¡Quien no os conoció no ha vivido! ¡Oh candidez del hombre de los campos!, que decía: "La República no tiene enemigos. ¿Dónde ven ustedes conspiradores monárquicos ni frailessediciosos? ¡No los hay!" Los llevaba orgulloso a todos bajo su larga levita dominguera. José Lacrisse no había olvidado aquellas horas felices; y ante el recuerdo de la antigua alianza de los amotinados con los agentes aclamaba a las brigadas negras; en la primera fila de los manifestantes agitaba en la punta de su bastón el sombrero, símbolo de paz, y vociferaba:

—¡Viva la Policía!

Pero los tiempos habían cambiado. Indiferentes a tan afectuoso recibimiento, sordos a los gritos halagadores, los agentes dieron una carga. El choque fue rudo; el grupo nacionalista osciló y retrocedió. Justa compensación de las cosas humanas; a Lacrisse, que, al ver lo inútil de sus propósitos, se había encasquetado el sombrero, de un puñetazo se lo metieron hasta las orejas. Indignado por aquella ofensa, rompió su bastón en la cabeza de un guardia, y sin las mañas de que se valieron sus amigos para salvarle hubiera sido conducido a la Delegación y encerrado en el calabozo como un socialista.

El agente víctima del bastonazo fue llevado al hospital, donde recibió del prefecto de Policía una medalla de plata, y el Comité nacionalista del barrio de las Cocheras designó a José Lacrisse candidato para las elecciones municipales del 6 de mayo.

Era el antiguo Comité del señor Collinard, conservador derrotado en las anteriores elecciones, que ya no presentaba su candidatura. El presidente del Comité, señor Bonnaud, carnicero, se comprometió a que triunfara la candidatura de José Lacrisse. El concejal saliente, Raimondin, republicano radical, pedía la renovación de su cargo, pero había perdido la confianza de los electores porque descontentó a todo el mundo al desatender los intereses del barrio. Ni siquiera había conseguido la concesión de un tranvía reclamado desde doce años antes, y se le acusaba de haber sido complaciente con los dreyfusistas. El barrio era de los más opulentos; sus propietarios eran exaltados nacionalistas; y sus comerciantes recriminaban severamente al Ministerio Waldeck—Millerand; había varios judíos, pero todos antisemitas: las Congregaciones, numerosas y acaudaladas, ayudarían; se podía contar, sobre todo, con los frailes que abrieron la capilla de San Antonio; el éxito era seguro. Faltaba sólo que el señor Lacrisse no se declarase francamente realista, en atención alcomercio, que temía un cambio de régimen, sobre todo durante la Exposición.

Lacrisse se resistió. Era monárquico y no quería prescindir de sus ideas ni disfrazarlas. El señor Bonnaud insistió; conocía bien a los electores y estaba seguro de convencerlos. Que se presentase Lacrisse como nacionalista y Bonnaud le haría triunfar; de otro modo no podría conseguirle nada.

José Lacrisse estaba perplejo. Pensó en escribir al rey, pero el tiempo apremiaba. Además, ¿podría el soberano, a tanta distancia, ser juez de sus propios intereses? Lacrisse consultó a sus amigos, y Enrique León le advirtió:

—Nuestra fuerza está en nuestro principio, y un monárquico no puede llamarse republicano ni siquiera durante la Exposición; pero a usted nadie le obliga a llamarse republicano, amigo mío; no es forzoso que se declare republicano progresista ni republicano liberal, que ya es muy distinto de ser republicano; solamente le exigen que se proclame nacionalista. Puede usted hacerlo y llevar la cabeza muy alta, puesto que es usted nacionalista. No vacile más.

El éxito depende de su elección, y la buena causa exige que sea usted elegido.

José Lacrisse cedió por patriotismo y escribió al monarca para ponerle al corriente de la situación y asegurarle su fidelidad.

Acordaron sin el menor tropiezo las bases del programa: defender al Ejército nacional contra una cuadrilla de facinerosos combatir el cosmopolitismo, apoyar los derechos de los padres de familia violados por el proyecto del Gobierno referente a la residencia universitaria, conjurar el peligro colectivista, unir por un tranvía el barrio de las Cocheras a la Exposición, tremolar la bandera de Francia y mejorar el servicio de aguas.

Del plebiscito nada se decía. En el barrio de las Cocheras no sabían lo que significaba. José Lacrisse tuvo que conciliar su doctrina, que era la del derecho divino, con la doctrina plebiscitaria. Estimaba y admiraba a Derouléde, pero no le obedecía ciegamente.

—Mandaré hacer carteles tricolores —le dijo a Bonnaud—. Será de buen efecto. No debe escatimarse lo que pueda impresionar favorablemente al pueblo.

Bonnaud aprobó; pero Raimondin, el concejal saliente, después de obtener a última hora la concesión de una línea de tranvías de vapor desdelas Cocheras al Trocadero, publicó aquel feliz acontecimiento con bombo y platillos.

Como en su manifiesto vitoreaba al Ejército y celebraba las maravillas de la Exposición, el triunfo del gremio industrial y comercial de Francia y la gloria de París, de pronto adquirió proporciones de contrincante muy temible.

Al comprender que la lucha sería ruda, los nacionalistas redoblaron sus esfuerzos. En innumerables reuniones acusaron a Raimondin de haber dejado morir de hambre a su anciana madre y haber votado la suscripción municipal para el libro de Urbano Gohier; zaherían todas las noches a Raimondin, candidato de los judíos y de los panamistas. Formóse un grupo de republicanos progresistas para defender la candidatura de José Lacrisse y se lanzó la circular siguiente:

"Señores electores:

"Las difíciles circunstancias que atravesamos nos obligan a pedir cuentas a los candidatos de las elecciones municipales sobre su opinión acerca de la política general, de la que depende el porvenir de la patria. Cuando los descarriados tienen el criminal propósito de sostener una agitación de naturaleza malsana para debilitar a nuestro amado país; cuando el colectivismo, descaradamente instalado en el poder, amenaza nuestros bienes, frutos sagrados del trabajo y del ahorro; cuando un gobierno declarado en contra de la opinión prepara leyes tiranas, voten ustedes, todos, a


JOSE LACRISSE
ABOGADO

Candidato de la libertad de conciencia y de la República honrada."
 

Los socialistas nacionalistas del barrio habían pensado designar un candidato cuyos votos en la segunda votación se unieran a los de Lacrisse; pero el peligro inminente imponía la unión. Los socialistas nacionalistas de las Cocheras, aliados a la candidatura de Lacrisse, hicieron este llamamiento a los electores:

"Ciudadanos:

"Les recomendamos la candidatura francamente republicana, socialista y nacionalista del ciudadano Lacrisse.

"¡Abajo los traidores! ¡Abajo los dreyfusistas! ¡Abajo los panamistas! ¡Abajo los judíos! ¡Viva la República social nacionalista!

Los frailes, que tenían en el barrio una capilla e inmensos inmuebles se guardaron muy bien de intervenir en un asunto electoral. Eran demasiado sumisos al Soberano Pontífice para desobedecer susórdenes, y las obras pías los alejaban del siglo; pero sus amigos seglares expresaron oportunamente en una circular las ideas de aquellos virtuosos regulares. He aquí el texto de la circular que fue distribuida en el barrio de las Cocheras:


OBRA DE SAN ANTONIO

para encontrar los objetos perdidos, joyas, valores y toda
clase de muebles e inmuebles, sentimientos, afectos, etc., etc.
 

"Caballeros: Principalmente en las elecciones, el diablo se empeña en turbar las conciencias, y para conseguir su propósito recurre a innumerables artificios. ¿No tiene, por desgracia, a su servicio todo un ejército de masones? Pero vosotros sabréis desviar las tentaciones del enemigo; rechazaréis con horror y repugnancia al candidato de los incendiarios, los salteadores de iglesias y otros dreyfusistas.

"Sólo si eleváis a las alturas del Poder a hombres honrados conseguiréis que cese la abominable persecución que tan cruelmente reina e impediréis que un Gobierno inicuo se apodere del dinero de los pobres. Votad todos por el


ABOGADO JOSE LACRISSE
Candidato de San Antonio
 

"No inflijáis a San Antonio el inmerecido dolor de ver fracasar a su candidato.

"Firmado: RIBAGOU, abogado. — WERTHEMIER, publicista. — FLORIMOND, arquitecto. — BECHE, capitán retirado. — MOLON, obrero".

Estos documentos prueban a qué altura intelectual y moral elevó el nacionalismo la discusión de las candidaturas municipales de París.

XXIII

José Lacrisse, candidato nacionalista, dirigió muy activamente la campaña electoral en el barrio de las Cocheras contra Anselmo Raimondin, concejal saliente y radical. En las reuniones públicas pronto se encontró en su centro. Abogado ignorante, hablaba extensamente, sin que nada le contuviera. Asombraba por la rapidez de su oratoria a los electores con quienes más había simpatizado por la pobreza y sencillez de sus ideas, porque siempre decía lo que ellos hubieran dicho, o por lo menos lo que hubieran querido decir. Le llevaba gran ventaja a Anselmo Raimondin. Hablaba sin cesar de su honradez y de la honradez de sus amigos políticos; repetía que era necesario elegir a hombres honrados, y que su partido era el de las personas honradas. Por ser el suyo un partido nuevo creían.

Anselmo Raimondin, en sus réplicas, repitió que era honrado, muy honrado; pero como sus declaraciones iban después de las del otro, no hacían efecto; y como ya era conocido por su participación en los negocios públicos, nadie creía que fuese honrado, mientras que a José Lacrisse pudieron suponerle un modelo de inocencia.

Lacrisse era joven, ágil y de aspecto militar. Raimondin era bajito, gordo y llevaba lentes. Todo el mundo hizo esta observación en un momento en que el nacionalismo sugirió en las elecciones municipales el género de entusiasmo y hasta de poesía que le es propio, y un ideal de belleza sensible a los tenderos.

José Lacrisse desconocía todos los asuntos de la municipalidad y hasta las atribuciones de los Ayuntamientos. Aquella ignorancia le favoreció; su elocuencia era espontánea y liberal. Anselmo Raimondin, por el contrario, se perdía en detalles; tenía la costumbre de los negocios y de las discusiones técnicas; ea aficionado a las cifras y a los expedienteos. Aun cuando conocía bien a su público, se ilusionaba al considerar el grado de inteligencia de los electores que le proclamaban; losrespetaba y no se atrevía a decirles enormidades; por lo cual parecía frío, confuso y fastidioso.

No era un cándido; conocía sus intereses y la intriga del politiqueo menudo. Al ver durante dos años su barrio sumergido entre periódicos, carteles y folletos nacionalistas, pensó que en un momento dado el mismo podría también llamarse nacionalista, puesto que no era difícil desacreditar a los traidores y aclamar al Ejército nacional; no temió a sus adversarios, convencido de que podría expresarse como ellos, en lo cual se equivocaba: José Lacrisse expresaba sus ideas nacionalistas de un modo inimitable; se le había ocurrido una frase feliz, que empleaba frecuentemente; parecía siempre hermosa y siempre nueva: hela aquí: "Ciudadanos, alcémonos todos para defender a nuestro admirable Ejército contra un puñado de hombres sin patria que han jurado destruirle." Era, precisamente, lo más interesante a juicio de los electores. Aquella frase, repetida una y otra noche, despertaba en la Asamblea un entusiasmo augusto y formidable. Anselmo Raimondin no halló ninguna frase tan oportuna, y aun cuando expresó ideas patrióticas, por falta del tono debido no produjo efecto.Lacrisse cubría las paredes con anuncios tricolores. Anselmo Raimondin mandó imprimir también carteles tricolores, pero ya porque las tintas fuesen demasiado claras o porque las decolorase el sol, sus carteles resultaban pálidos. Todo le abandonaba, todo le traicionaba. Perdía su aplomo; se presentaba humilde, prudente, modesto, casi oculto, imperceptible.

Y cuando en la sala de sesiones, entre un decorado de baile público, se levantaba para hablar, sólo parecía una sombra borrosa de la que salía una voz débil, velada por el humo de las pipas y los rumores de los ciudadanos. Recordaba su pasado; era, según él mismo decía, un viejo luchador; defendía la República. Ni siquiera esas frases produjeron efecto en sus labios; al punto se perdían sin resonancia ni sonoridad. Los electores de aquel distrito deseaban que la República fuese defendida por José Lacrisse, que había conspirado contra ella. Y lo deseaban obstinadamente.

Las reuniones no eran de controversia. Una sola vez Raimondin fue invitado a una reunión nacionalista. Acudió, pero no pudo hablar y fue difamado en una orden del día votada en la oscuridad, porque el dueño del local mandó cerrar lallave del gas cuando empezaron a romper los bancos. Las reuniones en el barrio de las Cocheras fueron, como en todos los demás, medianamente tumultuosas. Desplegaron de una parte y de otra la débil violencia propia de estos tiempos, que constituye el carácter más sensible de nuestros usos políticos. Los nacionalistas emplearon, según costumbre, las injurias monótonas, en las cuales las palabras "traidor, bandido, infame" adquieren un sentido pobre y lánguido. Los gritos del pueblo demostraban un extremado decaimiento físico y moral, un vago descontento, una profunda estupefacción y una ineptitud definitiva para reflexionar las cosas más sencillas. Muchos insultos y pocas pendencias. Apenas había cada noche dos o tres heridos o contusos en los dos bandos. A los del partido de Lacrisse los conducían a casa de Delapierre, farmacéutico nacionalista, junto al Picadero, y a los de Raimondin, a casa de Job, farmacéutico radical, frente al mercado. A las doce de la noche ya no se veía a nadie por las calles.

El domingo 6 de mayo, a las seis de la tarde, José Lacrisse, rodeado por sus amigos, esperaba el resultado del escrutinio en una tienda desalquilada, decorada con carteles y banderas. Era el centro del Comité. El señor Bonnaud, carnicero, fue a anunciarle que había tenido dos mil trescientos votos contra mil quinientos catorce del señor Raimondin.

—Ciudadano —le dijo Bonnaud—, mucho nos alegramos. Es una victoria para la República.

—Y para las gentes honradas —respondió Lacrisse. Luego añadió con bondadosa entereza: —Le doy las gracias muy afectuosamente, señor Bonnaud, y le ruego se las dé en mi nombre a nuestros valerosos camaradas.

Volvióse hacia Enrique León, que estaba a su lado, y le dijo al oído:

—Hágame el obsequio de telegrafiar inmediatamente nuestro triunfo a monseñor.

Entretanto, en la calle resonaban los gritos de: "¡Viva Derouléde! ¡Viva el Ejército! ¡Viva la República! ¡Abajo los traidores! ¡Abajo los judíos!

Lacrisse subió al coche entre aquellas aclamaciones. La multitud abarrotaba la calle. El barón israelita Golsberg se hallaba junto a la portezuela del coche, y al oprimir la mano del nuevo concejal, le dijo:

—He votado por usted, señor Lacrisse. ¿Oye? He votado por usted porque el antisemitismo es unafarsa; lo sé muy bien, y no es posible que usted lo ignore. Todo ello es una farsa. En cambio, el socialismo es cosa muy seria.

—¡Sí! ¡Sí! Adiós, Golsberg.

Pero el barón no lo soltaba:

—El socialismo es peligroso. El señor Raimondin hacía concesiones a los colectivistas, y ésa fue la causa de que yo votase por usted, señor Lacrisse.

Entre tanto, la multitud gritaba: "¡Viva Derculéde! ¡Viva el Ejército! ¡Abajo los dreyfusistas! ¡Abajo Raimondin! ¡Mueran los judíos!

El cochero pudo, al fin, abrirse paso entre el oleaje de electores.

José Lacrisse halló a la señora de Bonmont en su casa, sola, conmovida y entusiasmada. Ya lo sabía todo.

—¡Triunfante! —dijo con la mirada en alto y los brazos abiertos.

Y la palabra "triunfante", pronunciada por una señora tan piadosa, adquiría un sentido místico.

Le oprimió entre sus hermosos brazos.

¡Lo que más me regocija es que me debes tu elección!

No había contribuido con su dinero. Hubo fondos bastantes, porque el candidato nacionalista recurrió a más de una caja. Como la tierna Isabel no había contribuido, José Lacrisse no pudo explicarse al pronto aquellas palabras, que su amiga no tardó en aclarar.

—Todos los días puse una vela a San Antonio. Por esto te han votado. San Antonio concede cuanto se le pide. El padre Adéodat me lo asegura, y varias veces he tenido ocasión de convencerme.

Le cubrió de besos, y tuvo de pronto una idea que recordaba las costumbres caballerescas:

—Los concejales llevan una banda, ¿no es cierto? Esas bandas son bordadas, ¿eh? ¡Quiero bordarte la banda!

Lacrisse muy fatigado, cayó rendido en una butaca; ella se arrodilló a sus pies, y le dijo:

—¡Te adoro...!

Lo que siguió a estas palabras fue velado por la oscuridad que los rodeaba.

* * *

Aquella misma noche Anselmo Raimondin supo el resultado de la elección en su casa "de hijo de barrio", como él se llamaba. Sobre la mesa del comedor había puesto doce litros de vino y un pastel fiambre. Su fracaso le sorprendió, a pesar de lo cual dijo:

—¡Lo esperaba!

Y al hacer una pirueta se torció un pie.

—Tú tienes la culpa —insinuó para consolarle el doctor Maufle, presidente de su Comité, viejo radical con rostro de Sileno. Has dejado que los nacionalistas envenenaran el barrio; no tuviste valor para combatirlos; no intentaste nada para descubrir sus embustes; por el contrario, has mantenido, como ellos, una situación equívoca. Sabías la verdad y no te atreviste a desengañar a los electores cuando aún era tiempo. Te han vencido por cobarde; han hecho bien.

Anselmo Raimondin encogióse de hombros:

—¡No seas niño, Maufle! No comprendes lo que significa esta elección, ¡y no puede ser más claro! Mi fracaso tiene sólo una causa: el descontento de los tenderos, abrumados por los grandes almacenes y por las Sociedades cooperativas. Se ven perjudicados y me hacen sufrir las consecuencias. Esto es todo. Con una sonrisa forzada, añadió:

—¡Ya me las pagarán!

XXIV

El señor Bergeret encontró en un paseo del Luxemburgo a Goubin y Denis, sus discípulos.

—Tengo que darles una noticia agradable, señores. No se alterará la paz en Europa. Los propios turbulentos me lo han asegurado.

Y he aquí lo que refirió el señor Bergeret:

—He encontrado a Juan Gallo, Juan Cordero, Juan Aguilucho y Gil Mico, que aguardaban en la Exposición el hundimiento de los puentes, Juan Gallo se me acercó para dirigirme estas severas frases:

"—Señor Bergeret, usted ha dicho que pensábamos desencadenar la guerra y que lo conseguiríamos; ha dicho también que yo desembarcaría en Douvres, que ocuparía militarmente Londres con Juan Cordero, y que enseguida me apoderaría de Berlín y otras varias capitales. Usted lo ha dicho, lo sé; y lo ha dicho con mala intención, para perjudicarnos, para que los franceses nos crean belicosos. Pero sepa usted que todo ello es falso. No tenemos espíritu guerrero: tenemos espíritu militar, lo cual es muy distinto. Deseamos paz, y cuando hayamos establecido en Francia la República imperialista no lucharemos.

"Yo le respondí a Juan Gallo que estaba dispuesto a creerle, y con mayor motivo al saber que me había equivocado y que mi error era manifiesto, pues Juan Gallo, Juan Cordero, Juan Aguilucho, Gil Mico y todos los turbulentos habían demostrado suficientemente su amor a la paz, al abstenerse de ir a la China, para cuya campaña eran invitados en hermosos carteles blancos.

"—Entonces comprendí —les dije— toda la gentileza de sus sentimientos militares y la energía de su amor a la patria. No saben ustedes apartarse de su tierra. Le ruego, señor Gallo, que me dispense. Me regocija mucho verle tan pacífico.

"Juan Gallo me miró con aquel ojo que hace temblar al mundo.

"—Soy pacífico, señor Bergeret; pero gracias a Dios no lo soy tanto como usted. La paz que yo deseo no es la que usted ansía. Usted se contenta humildemente con la paz que nos imponen, y nosotros, tenemos un alma demasiado altiva para soportarla sin impaciencia. Esta paz silenciosa y blanda, que a usted le satisface, ofende cruelmente la dignidad de nuestros corazones. Cuando seamos los dueños reinará otra paz; habrá una paz horrísona, ecuestre, sonora; estableceremos una paz implacable y feroz, una paz amenazadora, terrible, deslumbrante y digna de nosotros, rugiente, refulgente, que lance rayos; una paz temible como la más temible de lis guerras, que aterrará, helará de espanto a todo el Universo y hará perecer a todos los ingleses, por inhibición. He aquí, señor Bergeret, de qué manera seremos pacíficos. Dentro de dos o tres meses verá usted estallar nuestra paz en todo el mundo.

"Después de aquel discurso me vi obligado a reconocer que los turbulentos eran pacíficos y que se confirmaba la verdad del oráculo escrito por la sibila de Panzoust sobre una hoja de sicomoro antiguo:


Tú que te engríes con viento,
minúsculo turbulento,
si quieres la paz completa
no nos hagas la...

XXV

Los salones de la señora de Bonmont estaban singularmente animados y brillantes desde la victoria de los nacionalistas en París y la elección de Lacrisse en el barrio de las Cocheras. La viuda del barón reunía en su casa la flor y nata del partido nuevo.

Un anciano rabino del barrio de San Antonio creía que la tierna Isabel atrajo a los enemigos del pueblo sagrado por un decreto especial de su Dios: pensaba que la misma mano que puso a la nieta de Mardoqueo en la cama de Asuero se había complacido en reunir a los jefes del antisemitismo y a los príncipes de los turbulentos en torno de una judía.

Es cierto que la baronesa abjuró la fe de sus padres, pero ¿quién puede comprender los designios de Jehová? Para los artistas que, como Fremont, recordaban las figuras mitológicas de los palacios alemanes, la carnosa hermosura de la Erigona vienesa pudiera ser una significación alegórica de las vendimias nacionalistas.

Sus banquetes presentaban un aspecto de alegría y de poder; en su casa, el más íntimo almuerzo adquiría un carácter verdaderamente nacional. Aquella mañana había reunido a su mesa varios ilustres defensores de la Iglesia y el Ejército. Enrique León, vicepresidente de los Comités monárquicos del Sudoeste, que acababa de dirigir felicitaciones a los elegidos nacionalistas de París; el capitán Chalmot, hijo del general Cartier de Chalmot, y su mujer, una americana que expresaba en los salones sus sentimientos nacionalistas con algarabía tal, que al oírla creyérase fácilmente que los pájaros enjaulados intervenían en las querellas políticas; el señor Tonnelier, profesor de Retórica declarado cesante en el Liceo de Sully. Es ya sabido que el señor Tonnelier, acosado de haber hecho ante sus discípulos la apología de un atentado cometido contra el presidente de la República, fue castigado con una pena disciplinaria y acogido inmediatamente por la más elevada sociedad, entre la cual supo lucirsu ingenio permitiéndose dar a sus palabras un sentido malicioso.

Fremont, antiguo comunero, inspector de Bellas Artes, que en el ocaso de la vida se avenía muy bien con la sociedad burguesa y adinerada, frecuentaba asiduamente las reuniones de los judíos ricos, guardadores de los tesoros del arte cristiano, y hubiera vivido satisfecho bajo la dictadura de un caballo con tal de poder acariciar durante todo el día chucherías preciosas y exquisitamente labradas. El viejo conde Davant, pintado, teñido, lustroso guapo, melancólico, recordaba siempre la época de oro de los judíos, cuando abastecía de muebles de Risener y de bronces de Thomyre a los fastuosos y prepotentes hacendados; al difunto barón le había proporcionado muebles y objetos de arte por valor de quince millones; pero en la actualidad, arruinado por varias especulaciones desgraciadas, entre los hijos recordaba lastimero a los padres, triste, desconsolado, parásito de los más insolentes, porque la experiencia le enseñó que los más insolentes son los únicos soportables. Sentaba también a su mesa a Jacobo de Cadde, uno de los promotores de la suscripción Henry; a Felipe Dellion, Astolfo de Courtrais, José Lacrisse, Hugo Chasson des Aigues, presidente del Comité nacionalista de la Ceille-Saint-Cloud, y a Pierna de Plata, que llevaba chaqueta y calzón de arpillera, una cinta blanca bordada de flores de lis en el brazo y una hermosa melena bajo el sombrero blando, que no se quitaba nunca, como tampoco abandonaba su rosario de huesos de aceituna. Era un cancionero de Montmartre llamado Dupont que, declarado faccioso, fue recibido en los salones más aristocráticos; comía con los dedos, sin abandonar su viejo fusil de chispa, que apoyaba siempre entre las piernas, y bebía desaforadamente. A partir del proceso, hízose una nueva clasificación en la encopetada sociedad francesa.

El baroncito Ernesto ocupaba, frente a su madre, el sitio del dueño de la casa.

Hablaron de política.

—Créame usted; hace mal —dijo Jacobo de Cadde a Felipe Dzilion—, hace usted mal en no vivir prevenido. No se sabe lo que puede suceder... después de la Exposición... Y desde el momento que organizarnos reuniones públicas...

—Lo que no puede dudarse —dijo Astolfo de Courtrais— es que para hacer unas buenas elecciones dentro de veinte meses hace falta prepararse desde ahora. Yo, por de pronto, les aseguro estardispuesto. Todos los días hago ejercicio de boxeo y de bastón.

—Y ¿qué profesor tiene? —preguntó Felipe Dellion.

—Gaudibert ha perfeccionado mucho el boxeo francés. ¡Es admirable! Usa unas zancadillas deliciosas y muy nuevas... Gaudibert es un profesor de primer orden, que comprende la importancia capital de la preparación.

—El éxito depende de la preparación! —dijo Jacobo de Cadde.

—Ya lo creo —repuso Astolfo de Courtrais—. Gaudibert emplea magníficos métodos de preparación, todo un sistema basado en la experiencia: masajes, fricciones, régimen a dieta precedido de una alimentación sustanciosa; y su divisa es: "¡Ninguna grasa; todo músculo!" Seis meses le bastan para ponerlo a uno en condiciones de dar un puñetazo tan hábil... y un puntapié tan ligero...

La señora de Chalmot preguntó:

—¿Cómo no derriban ustedes al insípido Ministerio?

Y al recordar el Ministerio Waldeck, agitaba con indignación su linda cabecita de pequeño Samuel.

—No se preocupe, señora —dijo Lacrisse—. Ese Ministerio será reemplazado por otro semejante.

—Otro Ministerio de derroche republicano —adujo el señor Tonnelier—. Francia quedará arruinada.

—Sí —añadió León—, otro Ministerio del proceso; nuestra Prensa necesitaría emprender una campaña de seis semanas por lo menos para hacerle odioso. ¿Ha ido usted al Petit-Palais? —preguntó Fremont a la baronesa.

Ella respondió que sí, que había visto unas cajas y unos carnets de baile muy bonitos.

—Emilio Molinier —repuso el inspector de Bellas Artes— ha organizado una Exposición admirable del arte francés. La Edad Media está representada por los monumentos más preciosos. El siglo dieciocho figura honrosamente, pero queda sitio aún. Señora, usted, que posee tesoros de arte, no nos niegue la limosna de alguna obra maestra.

Era cierto que el barón había dejado tesoros de arte a su viuda. El conde de Davant realizó para él verdaderas rapiñas en los castillos provincianos, recorriendo toda Francia por las orillas de Somme, del Loira y del Ródano, y sonsacando a los hidalgos bigotudos, ignorantes y pobretones, los retratos de sus antepasados, muebles históricos, regalos de losreyes a sus queridas, recuerdos augustos de la Monarquía, gloria de las familias más ilustres. En su castillo de Montil y en su hotel de la avenida de Marceau tenía obras de los más famosos ebanistas franceses y de los mejores cinceladores del siglo XVIII; cómodas, colecciones de medallas, escritorios, relojes, candelabros y tapices magníficos de colores pálidos. Aun cuando Fremont y Terremondre le rogaron que enviase algunos muebles, bronces y tapices a la Exposición retrospectiva, ella se negó rotundamente. Sentíase orgullosa de sus riquezas, deseaba lucirlas pero no quiso prestar nada. José Lacrisse mantenía su opinión alentadora: "No prestes nada para esa Exposición; te robarían o incendiarían tus preciosidades. ¿Sabemos siquiera, por ventura, si llegará a organizarse la feria internacional? Más vale no tener trato con esas gentes...

Después de sufrir varias negativas, Fremont insistió:

—Señora, usted, que posee objetos tan preciosos y es tan digna de poseerlos, muéstrese como es en realidad: liberal, generosa y patriótica, porque se trata de patriotismo. Envíe al Petit-Palais su mueble de Riesener. Con un mueble semejante no pueden temerse rivalidades, pues solamente hay algo comparable en Inglaterra. Encima colocaríamos los jarrones de porcelana que pertenecieron al Gran Delfín, esos dos maravillosos jarrones de china con pie de bronce, obra de Caffieri. ¡Sería una cosa espléndida!

El barón Davant creyóse obligado a contener a Fremont.

—Esos bronces no son de Felipe Caffieri. Están marcados con una flor de lis sobre una C: el sello de los Cressent. Esto puede ignorarse, pero no debe decirse lo contrario.

Fremont continuó, suplicante:

—Señora, para mostrar su magnificencia, añada a ese envío la tapicería de Leprince, La desposada moscovita, y se hará usted acreedora al agradecimiento nacional.

La baronesa inclinábase a ceder. Antes de decidirse interrogó con la mirada a José Lacrisse, el cual dijo:

—Envíe usted su siglo dieciocho, puesto que sólo eso les falta.

Luego por deferencia, ella le preguntó al conde Davant qué debía hacer.

El respondió:

—Haga usted lo que quiera; no necesita mis consejos. Envíe o no sus muebles a la Exposición, es igual. Nada importa nada, como decía mi viejo amigo Teófilo Gautier.

—¡Algo conseguimos! —pensó Fremont—. Inmediatamente iré a participarle al ministro que podemos contar con el beneplácito de la baronesa. Esto merece una condecoración.

Y sonrió interiormente. No era vano, pero no despreciaba las distinciones sociales, y le parecía gracioso que un individuo de la Commune fuese oficial de la Legión de Honor.

—Es preciso que yo prepare el discurso que he de pronunciar el domingo en el banquete de las Cocheras —dijo José Lacrisse.

—¡Oh! —suspiró la baronesa—. No se preocupe.

Es inútil. ¡Improvisa usted tan maravillosamente! Y, además —dijo Jacobo de Cadde— no es difícil hablar a los electores.

—No es difícil, en efecto —repuso José Lacrisse—, pero es comprometido. Nuestros adversarios vocean que no tenemos programa. Es una calumnia: tenemos un programa; y...

—La caza de la perdiz. Ese es el programa, caballeros —dijo Pierna de Plata.

Y el elector —prosiguió José Lacrisse— es más complicado de lo que a primera vista parece.

En las Cocheras me han votado los monárquicos, naturalmente, los bonapartistas y los... , ¿cómo diré yo?, los republicanos que están hartos de la República y que a pesar de todo son republicanos. Es una manera bastante generalizada entre los tenderos de París; por esto el presidente de mi Comité, un carnicero, me dice a gritos: "No quiero nada con la República de los republicanos. A ser posible la haría estallar, aunque estallase yo con ella. Pero por la de ustedes, señor Lacrisse, me dejaría matar. Indudablemente hay una inteligencia, un acuerdo.

Agrupémonos en torno de la bandera... No permitamos que ataquen al Ejército... Abajo los traidores que sobornados por el extranjero, conspiran contra la defensa nacional..." Es una manera de ver las cosas.

—También existe el antisemitismo —dijo Enrique León.

—El antisemitismo —respondió José Lacrisse— es un argumento mayúsculo en las Cocheras porque hay en el barrio judíos ricos y partidarios nuestros —¡Y la campaña antimasónica!— exclamó Jacobo de Cadde, que era muy religioso.

—En las Cocheras —respondió José Lacrisse— estamos todos de acuerdo para combatir a los masones. Los que van a misa los acusan de no ser católicos; los socialistas nacionalistas los acusan de no ser antisemitas, y en todas nuestras reuniones se repite mil veces el grito de "¡Abajo los masones!", a lo que el ciudadano Bissolo responde "¡Abajo los bonetes!", y al momento lo golpean, lo derriban, lo patean y es llevado a la Delegación por la policía. Los ánimos son excelentes en las Cocheras, pero hay que destruir muchas ideas falsas. Los modestos burgueses no comprenden aún que sólo un rey puede hacerlos felices; ni comprenden cuánto se elevan al inclinarse ante un altar. Los tenderos han sido envenenados por librotes funestos y por la Prensa; temen los abusos del clero y no admiten que los sacerdotes influyan en la política. Muchos de mis electores se llaman a sí mismos anticlericales.

—¡Es posible! —exclamó la baronesa de Bonmont, entristecida y asombrada.

—Señora —dijo Jacobo de Cadde—, lo mismo sucede en provincias; y a eso llamo yo ir en contra de la religión. Quien dice anticlerical, dice antirreligioso.

—No pretendamos engañarnos —dijo José Lacrisse—, nos queda mucho que hacer aún. ¿Por qué medios? Ahí está lo que deberíamos discutir.

—Yo —dijo Jacobo de Cadde— soy partidario de los medios violentos.

—¿Cuáles?... —preguntó Enrique León.

Hubo un silencio, y después Enrique León prosiguió:

—Hemos conseguido algunos éxitos prodigiosos, pero también Boulanger había conseguido éxitos prodigiosos, y se anuló.

—Porque abusaron de su popularidad —dijo Lacrisse—. No estamos en el caso de temer que abusen de nosotros. Los republicanos, que supieron defenderse muy bien contra él, se defenderán muy mal contra nosotros.

—No temo a nuestros enemigos: temo a nuestros amigos —dijo León—. En la Cámara tenemos amigos. ¿Qué hacen? Ni siquiera han podido ofrecernos una crisis ministerial complicada con una agradable crisis presidencial.

—Era muy conveniente —dijo Lacrisse—, pero no era posible. A ser posible, Meline lo haría. Seamos justos: Meline hace todo lo que puede.

—Entonces —dijo León— esperemos con paciencia que los republicanos del Senado y de la Cámara nos cedan el sitio. ¿Es ésta su opinión, Lacrisse?

—¡Ah! —suspiró Jacobo de Cadde—. ¡Aquel tiempo en que se repartían estacazos!

—Puede volver —dijo Enrique León.

—¿Usted lo cree así?

—Volverá en cuanto nosotros queramos que vuelva.

—¡Es cierto!

—Somos la mayoría como dice el general Mercier. ¡ Manos a la obra, y adelante!

—¡Viva Mercier! —gritó Pierna de Plata.

—No desmayemos —adujo Enrique León—. No perdamos tiempo...; y, sobre todo, ¡cuidado con enfriarse! El nacionalismo hay que tragarlo caliente. Mientras cuece es un cordial; frío es una droga.

—¡Cómo! ¿Una droga? —preguntó severamente Lacrisse.

—Una droga saludable, un remedio eficaz, una buena medicina; pero el enfermo no lo tomará con gusto ni sin resistencia. No debe dejarse reposar la mixtura. Agítese antes de usarlo, como aconseja el sabio farmacéutico. En este momento nuestra mixtura nacionalista, bien removida, tiene un color sonrosado, agradable a los ojos, y un sabor ligeramente ácido, grato al paladar. Si dejamos reposar en la botella el licor, perderá su color y su sabor; formará posos; las partes de monarquía y de religión que lo componen se quedarán en el fondo; el enfermo desconfiará y dejará las tres cuartas partes en el frasco. Agítese, caballeros, agítese.

—¡Lo que decía yo! —exclamó el joven de Cadde.

—¡Agítese! ¡Bueno! Es muy fácil decirlo, pero es necesario hacerlo oportunamente para no exponerse a descontentar a los electores —objetó Lacrisse.

—¡Oh! —dijo León—. ¡Si usted piensa en que le reelijan...!

—¿Quién dice que yo piense en eso? Ni se me ocurre.

—Tiene usted razón; no deben preverse las desgracias anticipadamente.

—¿Cómo? ¡Las desgracias! ¿Cree usted que mis electores cambiarán?

—Temo, por el contrario, que no cambien. Le eligieron a usted porque estaban descontentos; dentro de cuatro años también estarán descontentos,pero entonces será de usted. ¿Me permite que le dé un consejo, Lacrisse?

—Venga.

—¿Le han votado a usted dos mil electores?

—Dos mil trescientos nueve.

—Dos mil trescientos nueve... Es difícil contentar a dos mil trescientas nueve personas; pero no debe uno fijarse en el número sino en la calidad. Entre sus electores hay bastantes republicanos, anticlericales, tenderos, empleados humildes... No son los más inteligentes.

Lacrisse, que se había vuelto un hombre serio, respondió con calma y gravedad:

—Le diré: son republicanos, pero ante todo son patriotas. Han votado por un patriota que no pensaba como ellos, que tenía una opinión diferente a la suya en cuestiones que juzgaba secundarias. Su conducta es honrosa, y creo que no dejará usted de reconocerlo.

—Ciertamente, lo reconozco; pero aquí, en confianza, podemos decir que no son inteligentes.

—¿Que no son inteligentes...? —adujo con amargura José Lacrisse—. ¿Que no son inteligentes? No digo que sean tan inteligentes como...

Y en su imaginación buscó el nombre de un personaje inteligente; pero ya porque entre sus amigos ninguno tuviera esa condición, ya porque su memoria ingrata le negara el nombre deseado, ya porque una natural malevolencia le hiciera rechazar los ejemplos que se le ofrecían en la memoria, no terminó la frase, y objetó:

—No comprendo por qué los desacredita usted.

—Yo no los desacredito; digo que son menos inteligentes que los electores monárquicos y católicos, los cuales lo votaban a usted aconsejados por los frailes, a sabiendas. Tanto el interés de usted como su deber consisten en trabajar para ellos; primero, porque piensan como usted, y luego, porque a los frailes no se les engaña; y a los imbéciles, sí.

—¡Error! ¡Profundo error! —exclamó José Lacrisse—. Ya se ve que no conoce usted a los electores, amigo mío. A los imbéciles se les engaña con la misma dificultad que a los demás. Se equivocan, eso sí; ellos se equivocan a cada instante, pero no se les engaña.

—Se les engaña cuando se sabe hacerlo.

—No lo crea usted —respondió José Lacrisse con sinceridad.

Después de meditarlo, rectificó:

—Además, yo no pretendo engañar.

—Pero ¿quién le dice a usted que los engañe? Es preciso complacerlos, y puede usted conseguirlo a poca costa. ¿No visita usted con bastante frecuencia al padre Adéodat, que es un buen consejero? ¡Tan moderado! Con su eterna sonrisa y las manos cruzadas, le dirá: "Señor consejal, conserve y contente a su mayoría. A nosotros no nos ofende que voten aquí y allá por la imprescriptibilidad de los derechos del hombre y del ciudadano, o incluso contra la injerencia del clero en el Gobierno. En las reuniones públicas preocúpese de sus electores republicanos, y en las comisiones acuérdese de nosotros. En la paz y el silencio es como se trabaja bien. Que la mayoría del Ayuntamiento se muestre a veces anticlerical es un daño que soportaremos resignados; pero importa mucho que las Comisiones sean profundamente religiosas, y serán más potentes que el Ayuntamiento mismo, porque una minoría activa y compacta vence siempre a una mayoría inerte y confusa.

"He aquí, amigo Lacrisse, lo que le dirá el padre Adéodat. Es un prodigio de paciencia y de templanza. Cuando nuestros camaradas le dicen estremecidos: '¡Oh padre, qué nuevas abominaciones prepara la masonería! La residencia escolar, el artículo siete, la ley de Asociaciones, muchas cosas horribles!' El buen padre sonríe y nada contesta. Nada contesta, y reflexiona: ¡Hemos visto ya tantas cosas! Hemos visto el ochenta y nueve y el noventa y tres, la supresión de las Comunidades y la venta de los bienes eclesiásticos. Hace ya tiempo, bajo una monarquía muy cristiana, ¿creen ustedes que pudimos conservar y aumentar nuestros bienes sin grandes luchas y esfuerzos? Creerlo es desconocer la historia de Francia.

"'Nuestras famosas abadías, nuestros pueblos. y aldeas, nuestros esclavos, nuestros prados y nuestros molinos, nuestros estanques y nuestros bosques, nuestras justicias y nuestras jurisdicciones, nos han sido disputados sin cesar por poderosos enemigos, señores, obispos y reyes. Teníamos que defender a mano armada o ante los tribunales un día, un prado, un camino; al día siguiente, un castillo, una horca. Para sustraer nuestras riquezas a la avaricia del poder seglar, nos veíamos obligados a recordar los antiguos códigos de Clotario y Dagoberto que la ciencia impía enseña ahora en las escuelas gubernamentales.

'Durante diez siglos hemos pleiteado contra los servidores del rey. Sólo hace treinta años quepleiteamos contra los tribunales de la República. ¡Y suponen que nos hemos cansado! No, no nos sentimos asustados ni desalentados. Tenemos dinero e inmuebles. Nuestra fortuna es la fortuna de los pobres; para conservarla y multiplicarla contamos con dos recursos que no nos faltarán nunca: la protección del Cielo y la impotencia parlamentaria.'

"Tales son los pensamientos que se albergan bajo el reluciente cráneo del padre Adéodat. Usted, Lacrisse, ha sido el candidato del padre Adéodat es usted su elegido; véale con frecuencia y recibirá consejos excelentes. Aprenderá usted a contentar al carnicero, que es republicano, y a entusiasmar al vendedor de paraguas, que es librepensador. Vea usted al padre Adéodat, véale con frecuencia, con mucha frecuencia."

—He hablado con él varias veces —dijo José Lacrisse—. En efecto, es inteligentísimo. Esos virtuosos frailes se han enriquecido con una rapidez sorprendente. Hacen mucho bien en el barrio.

—Mucho bien —replicó Enrique León—. Todo el enorme cuadrilátero comprendido entre la calle de las Cocheras, el picadero, el hotel del barón Golsberg y el bulevar exterior, les pertenece. Realizan pacientemente un plan gigantesco. Han emprendido la magnífica obra de levantar en pleno París, en su circunscripción, otro Lourdes, una inmensa basílica que atraerá todos los años a millones de peregrinos. Entretanto, construyen en sus extensos terrenos casas de pacotilla.

—Ya lo sé —dijo Lacrisse.

—También yo lo sé —dijo Fremont—. Conozco a su arquitecto. Florimond es un hombre extraordinario. Deben saber ustedes que los virtuosos frailes organizan peregrinaciones en Francia y en el extranjero. Florimond, con su pelo indómito y su agreste barba, acompaña a los peregrinos en sus visitas a las catedrales. Se ha confeccionado una cabeza de artífice del siglo trece. Contempla las torres y los campanarios con los ojos extáticos; explica a las señoras el arco terciario y el simbólico cristiano; muestra, en el centro de la gran rosa de los pórticos, a María, flor del árbol de Jessé; calcula la resistencia de las paredes entre lágrimas, suspiros y oraciones. En la mesa redonda que reúne a los peregrinos y a los frailes, su rostro y sus manos, ennegrecidas por las piedras que ha tocado, atestiguan su fe de artífice católico. Refiere su ensueño, que consiste en aportar, como un humilde obrero, su piedra "al nuevo santuario, tan durablecomo el mundo". Una vez de regreso en París, proyecta casas ignominiosas, construye inmuebles de pacotilla, con cascotes y ladrillos huecos puestos de canto, miserables construcciones que no durarán ni veinte años.

—Sí; no deben durar veinte años —dijo Enrique León—. Son los inmuebles de las Cocheras a los que debe sustituir la inmensa basílica de San Antonio y sus dependencias, una verdadera ciudad religiosa que ha de nacer dentro de quince años. Antes de esa fecha, los frailecitos serán dueños de todo el barrio parisiense que ha elegido a nuestro camarada Lacrisse.

La señora de Bonmont se levantó, y apoyada en el brazo del conde Davant, le dijo:

—Como usted comprenderá, no me gusta separarme de mis muebles... Los objetos prestados siempre corren algún peligro... Ocasionan molestias. Pero desde el momento en que se trata de un interés nacional... La patria es antes que todo. Elija usted con el señor Fremont lo que debe exponerse.

—Lo mismo da —dijo Jacobo de Cadde al levantarse de la mesa—; hace usted mal, señor Dellion, en no prevenirse.

Tomaron el café en el saloncito.

Pierna de Plata, cancionero faccioso, sentóse al piano. Acababa de añadir a su repertorio algunas canciones monárquicas de la Restauración, con las cuales tendría sin duda un éxito clamoroso en los salones.

Con la música de Centinela, cantó:


Sobre el campo del honor
con una herida mortal,
se inflama en bélico ardor
el caballero leal
obstinado en combatir
sin que le puedan vencer,
para besar al morir
la tierra que le dio el ser.
Juzga envidiable su suerte
y se acoge a cuanto ama,
defendiendo hasta la muerte
su rey, su pueblo y su dama.
 

Chassons des Aigues, presidente del Comité nacionalista, se acercó a José Lacrisse:

—Mi querido concejal, veamos: ¿qué haremos el Catorce de Julio?

—El Ayuntamiento —respondió gravemente Lacrisse— no puede organizar nada para influir en la opinión. Esto no entra en sus atribuciones, pero si hay manifestantes espontáneos...

—El tiempo apremia, el peligro aumenta —replicó Chassons des Aigues, temeroso de verse expulsado del Círculo porque pesaba sobre él una querella por estafa—. Es preciso decidirse.

—No se alarme usted —dijo Lacrisse—. Somos muchos y tenemos dinero.

—Tenemos dinero —repitió Chassons des Aigues, pensativo.

—Con la mayoría y con el dinero se ganan las elecciones —prosiguió Lacrisse—. Dentro de veinte meses estaremos en el poder y continuaremos en él durante veinte años.

—Sí, pero hasta entonces... —suspiró Chassonsdes Aigues, cuyos ojos redondos miraban inquietos hacia el vago futuro.

—Hasta entonces trabajaremos en provincias. Ya hemos empezado.

Más vale acabar de una vez —declaró Chassons des Aigues con profundo convencimiento—. No podemos permitir al Gobierno de la traición que desorganice el Ejército y paralice la defensa nacional.

—Es evidente —dijo Jacobo de Cadde—. Sigan bien mi razonamiento. Todos gritamos: "¡Viva el Ejército!" Es nuestro grito de unión. Si el Gobierno decide reemplazar a los generales nacionalistas por generales republicanos, no podremos gritar: "¡Viva el Ejército!"

—¿Por qué? —preguntó el joven Dellion. —Porque sería lo mismo que gritar: "¡Viva la República!" Esto salta a los ojos.

—No es probable —dijo José Lacrisse—. El ánimo de los oficiales es excelente. Lo más que puede hacer el Ministerio de la traición es dar de cada diez mandos uno a los republicanos.

—Sería muy desagradable —dijo Jacobo de Cadde—, porque nos veríamos obligados a gritar: "¡Vivan las nueve décimas partes del Ejército!", y es un grito demasiado largo.

—Esté usted tranquilo —adujo Lacrisse—. Cuando gritamos: "¡Viva el Ejército!", todos saben que queremos decir: "¡Viva Mercier!"

Pierna de Plata cantó al piano:


Nuestros viejos marinos sucumbían
gritando "¡Viva el rey!" con tanto ardor,
que al propio salvamento no atendían;
vitoreaban así, mientras morían,
al rey nuestro señor.
 

—De todos modos —dijo Chassons des Aigues—, el Catorce de Julio es un día oportuno para empezar el bombardeo. La multitud, electrizada en la calle, aclamará a los regimientos al regreso de la revista... Con tacto puede adelantarse mucho ese día. Lograremos amotinar importantes masas.

—Se engaña usted —dijo Enrique León—; desconoce por completo la psicología de las muchedumbres. El buen nacionalista que vuelve de la parada lleva un niño en los brazos y otro de la mano; su mujer le acompaña con una botella de vino, pan y fiambres en la cesta. ¡Vaya usted a sublevar a un hombre que lleva los hijos, la mujer y el almuerzo de la familia...! Además, las multitudes se inspiran por asociaciones de ideas muy sencillas. No conseguirá nadie que se subleven en un día de fiesta. Las guirnaldas de luces de gas y los fuegos de bengala sugieren al pueblo ideas alegres y pacíficas. El pueblo, al ver delante de las tabernas una hilera de farolitos venecianos y un estrado cubierto de percalina para los músicos, sólo piensa en bailar. Si se quiere hacer una sublevación en la calle, es preciso aprovechar el momento psicológico.

—No lo comprendo —dijo Jacobo de Cadde.

—Debe usted tratar de comprender —repuso Enrique León.

—¿Le parezco a usted poco inteligente?

—¡Qué ocurrencia!

—Sí se lo parezco puede decírmelo; no me molestará. He observado que los hombres que nos parecen inteligentes combaten nuestras ideas, nuestras creencias, y quieren destruir todo lo que nos agrada, y por esto me desconsolaría ser lo que suele llamarse un hombre inteligente. Prefiero ser un imbécil y pensar lo que pienso, creer lo que creo.

—Está usted en lo cierto —dijo León—. Debemos seguir siendo lo que somos; y si no somos tontos, debemos fingirlo. La simpleza es lo que más aceptación tiene en el mundo. Los hombres de talento son unos tontos; no consiguen nada.

—¡Qué verdad ha dicho usted! —exclamó Jacobo de Cadde.

Pierna de Plata cantó:


"¡Viva el rey!" —Este grito, en un momento
unirá toda Francia, ante el deber
de prestar a su rey acatamiento.
El santo y seña, en cada regimiento.
"¡Viva el rey!" ha de ser.
 

—¡De todos modos —dijo Chassons des Aigues—, hace usted mal, Lacrisse, en rechazar los medios revolucionarios: son los únicos buenos!

—¡Qué chiquillos! —dijo Enrique León—. Sólo tenemos un medio de acción, uno solo, pero seguro, poderoso, eficaz: el proceso. Hemos nacido del proceso; no lo olvidéis, nacionalistas. Nos hemos engrandecido y hemos prosperado por el proceso; él solo nos ha mantenido y nos mantiene aún; de él sacamos nuestro sustento y nuestro juego; él nos proporciona nuestra sustancia vivificadora. Si arrancado de la tierra se marchita y muere, languideceremos y pereceremos. "Finjamos extirparlo, pero alimentémoslo cuidadosamente; criémoslo, reguémoslo. El público es sencillo; está impresionado en favor nuestro. Al vernos cavar y escarbar en torno de la planta alimenticia, creerá que nos esforzamos por arrancar hasta la última raíz, y nos estimará, nos bendecirá por nuestro celo; nunca sospechará que la cultivamos con cariño. Ha florecido en plena Exposición, y este cándi do pueblo no se ha dado cuenta de que floreció gracias a nuestros cuidados.

Pierna de Plata cantó:


Ya que nuestro general
nos dio la feliz señal,
si agradecerle queremos,
amigos míos cantemos
del soldado al oficial:
"Por la ley
del honor
sirvo al rey.
¡Sí!
¡No hay orgullo ni goce mayor
para mí!"
 

—¡Qué bonita es esta canción! —murmuró la baronesa con los ojos medio entornados.

—Sí —dijo Pierna de Plata, sacudiendo su áspera cabellera— Se llama El Pequeño Bateaux en el regimiento o El soldado del rey. Es una obra maestra. Ha sido una idea feliz la de resucitar las antiguas canciones realistas de la Restauración."

"Por la ley
del honor
sirvo al rey.
¡Sí!
¡No hay orgullo ni goce mayor
para mí!"
 

Y de pronto dejó caer una mano desmesurada sobre la cola del piano donde había puesto su rosario y sus medallas y dijo:

—¡Rediós...! Lacrisse, no toque mi rosario. Está bendecido por el Santo Padre.

—Sea como sea —opinó Chassons des Aigues— hemos de manifestarnos en la calle. La calle es pública. Es necesario que todo el mundo se entere. Iremos a Longchamps el Catorce...

—Me parece muy bien —añadió Jacobo de Cadde.

—Y a mí lo mismo —exclamó Dellion.

—Esas manifestaciones resultan idiotas —adujo el baroncito, que hasta entonces permanecía silencioso.

Tenía bastante dinero para no verse obligado a pertenecer a ningún partido político.

Y añadió:

—El nacionalismo aburre ya.

—¡Ernesto! —dijo la baronesa con la suave severidad de una madre.

—Es verdad —repuso Ernesto—; sus manifestaciones resultan reventantes.

El joven Dellion que le debía dinero, y Chassorisdes Aigues que pensaba pedírselo, no quisieron contradecirle.

Chassons esforzóse para sonreír, como encantado, por aquel rasgo de ingenio, y Dellion asintió:

—Es posible; pero ¿hay algo que no sea reventante?

Aquella idea inspiró profundas reflexiones a Ernesto, que después de un breve silencio dijo con sincera melancolía:

—Es verdad; todo revienta.

Y muy pensativo, añadió:

—El automóvil siempre halla algún tropiezo donde menos lo esperamos. No me preocupa un retraso... ¡Para lo que hacemos en todas partes...! Paro el otro día estuve detenido cinco horas entre Marville y Boulay. ¿Sabe usted dónde? Antes de llegar a Dreux. Ni una casa, ni un árbol, ni un repliegue del terreno; todo piano, amarillo, igual, con un cielo estúpido que lo cubre como una campana.Se envejece en lugares como aquél. Sin embargo, voy a ensayar un nuevo sistema... Véngase conmigo, Dellion; salgo esta noche.

XXVI

—Los turbulentos —dijo el señor Bergeret— me inspiran el más vivo interés. Por esto me proporcionó una verdadera satisfacción encontrar en el curioso libro de Nicole Langelier, parisiense, un nuevo capítulo referente a los turbulentos. ¿Recuerda usted el otro, señor Goubin?

Goubin respondió que lo sabía de memoria.

—Le felicito por ello —dijo el señor Bergeret—, porque es un breviario. Voy a leerle ahora el segundo capítulo, que le agradará tanto como el primero.

Y leyó lo siguiente:

"De la confusión y del escándalo que armaron los turbulentos y de una interesante arenga que Zumbón Meloso les dirigió.

"Los turbulentos producían algazara enorme por la ciudad por el centro y por la Universidad; cada uno de ellos golpeaba con un cucharón un trublio, que suele llamarse marmita o cacerola de hierro; formaban entre todos un concierto muy armonioso, y repetían a irritos: '¡Mueran los traidores y los marranos!' Colgaban también de las murallas, y en los lugares secretos y apartados, pequeños carteles, con inscripciones que decían: '¡Mueran los marranos!' '¡Viva Cencerro!' Se armaban con armas de fuego y con armas blancas, porque eran hidalgos. También se acompañaban de Martín Bastón, y eran tan buenas gentes que, sin desdeñar los juegos de villanos, daban puñetazos. Sólo tenían el propósito de rajar y hendir, y proclamaban en su lenguaje idóneo, muy congruente y en consonancia con su pensamiento, que se proponían saltar los sesos a las gentes para dejarles vacío el cráneo donde se guardan por orden y disposición de la Naturaleza. Y lo hacían como decían en cuanto se les presentaba una oportunidad. Por su sencillez de espíritu creían ser los buenos, y creían también que aparte de ellos no había nada bueno, y eran malos todos los que no pertenecían a su partido, lo cual resultaba unprecepto maravillosamente claro, distinción perfecta y buen orden de batalla.

"Y había también entre ellos hermosas y encopetadas damas, las cuales, muy graciosamente, con halagos y melindres, incitaban a los gallardos turbulentos a despachurrar a todos los que no perturbaban. No os sorprendáis de tal cosa y reconoced precisamente en esto la inclinación natural de las señoras a crueldades y violencias, y su admiración por la bárbara valentía y arrogancia guerrera, como se ha visto en las historias antiguas, donde se refiere que el dios Marte fue amado por Venus y por otras diosas y por una muchedumbre de mujeres mortales, mientras Apolo, a pesar de su hermosura y de ser buen músico, solamente recibía desdenes de las ninfas y de las criadas.

"Y no había en la ciudad conventículo ni procesión de turbulentos, no había festines ni funerales de turbulentos, sin que un pobre hombre, o dos, o irás fuesen apaleados por ellos, hasta dejarlos sobre el arroyo medio muertos o casi muertos, cuando no del todo muertos. Era costumbre que, cuando se retiraban los turbulentos, el infeliz que por negarse a perturbar había sido magullado, fuese conducido piadosamente sobre una camilla a la oficina de algún boticario. Y por esta razón y por otras, los boticarios de la ciudad eran del partido de los turbulentos.

"Por entonces tenía lugar la gran feria de París en Francia, tan insigne, pero más extensa de lo que fueron jamás las ferias de Aquisgrán y de Francfort, ni la de Lendit, ni la hermosa feria de Beaucaire. Era la tal feria de París copiosa y abundante en mercaderías, obras de arte y famosas invenciones, hasta el punto de que un caballero llamado Cornely, que había visto mucho y que no era ningún pazguato, solía decir que a la vista, práctica y contemplación de aquella feria, olvidábase de los cuidados de su salud eterna, y hasta se olvidaba de comer y de beber. Los pueblos extranjeros se apiñaban en la ciudad de los parisienses para recrearse con lo que veían y hacer compras. Llegaban continuamente reyes y reyezuelos, que decían: Aquí nos sentimos honrados.' Los comerciantes al por mayor y al menudeo todo-ganancia y gana-en-todo, los que desempeñaban oficios e industrias, pensaban vender muchas mercancías a los extranjeros llegados a la capital para la feria y realizar grandes negocios. Los ambulantes y buhoneros desembalaban sus fardos, los tabernerosy figoneros preparaban sus mesas, y toda la ciudad estaba de extremo a extremo como un abundante mercado y un alegre refectorio. Añadamos que dichos mercaderes, no todos, pero sí la mayor parte, tenían afición a los turbulentos, a los cuales admiraban por sus voces potentes y sus braceos asombrosos, y hasta los banqueros marranos los miraban con respeto y con la humilde aspiración de que no los maltrataran.

"Era cierto que las gentes de oficio y los comerciantes se interesaban por ellos, pero se interesaban también por las mercancías y por los jornales, y llegaron a temer que a fuerza de irrupciones imprevistas, tumultos, atropellos y truhanerías, sufrieran perjuicio los escaparates y mostradores, y que también los tales turbulentos, con frecuencia furiosos y rápidos, atemorizasen a los pueblos extranjeros y les obligaran a huir de la ciudad con las bolsas aún repletas. Hay que añadir que este peligro no era grande. Los turbulentos amenazaban horrible y terriblemente; apaleaban a los conciudadanos en pequeño número, uno, dos, tres de una vez, como ya he dicho; pero no atacaban a ingleses, ni alemanes, ni gentes venidas de otro pueblos. No parecía oportuno que en aquella feria universal y abundante se mostraran los turbulentos con los dientes rechinantes, con los ojos encendidos, los puños apretados, gritos rabiosos y aullidos lamentables. Creían también los parisienses que los turbulentos consideraban aquel momento inoportuno para reventar cualquier diablo, y que dejaban esa tarea para más adelante, una vez acabada la fiesta y hecho el negocio.

"Entonces los ciudadanos empezaron a decir que la tranquilidad se imponía. Pero los turbulentos lo escuchaban sólo con una oreja: respondían: ¿Es posible vivir sin reventar a un enemigo o siquiera aun desconocido? Si dejamos en paz a los judíos, no ganaremos el cielo. ¿Cómo cruzarnos de brazos? Dios nos ha dicho que trabajemos para vivir.' "Un anciano turbulento, llamado Zumbón Meloso, reunió a los principales turbulentos, que le veneraban y le tenían en alta estima por ser muy experto en fullerías y fecundo en engaños y cautelas.

Abrió la boca, semejante a la de un antiguo lucio mellado, pero con bastantes dientes aún para morder pescados pequeños, y dijo suavemente:

"—Oíd, amigos míos, oídme todos. Somos honradas gentes y buenos compañeros; no estamos locos. Pedimos quietud; mejor dicho, queremosquietud; quietud y apacible vida. La quietud es un precioso ungüento; es una hermosa infusión medicinal de tila, malva y flor de malva; es azúcar, es miel. Es miel, os digo yo, que me llamo Zumbón Meloso. Me alimento de miel. Si volviera la Edad de Oro, lamería la miel en los troncos de las encinas venerables. Os lo aseguro; sólo quiero quietud, y vosotros no debéis desear otra cosa.

"Al oír semejantes palabras en labios de Zumbón Meloso, empezaron los turbulentos a gesticular y a murmurar entre sí: ¿Es nuestro amigo Zumbón Meloso quien habla de tal manera? Ya no le interesamos; nos hace traición. Quiere perjudicarnos o ha perdido el juicio.' Y los más exaltados decían: ¿Qué pretende ese viejo catarroso? ¿Piensa que guardaremos nuestros bastones, nuestras matracas y las pistolas que llevamos en el bolsillo? ¿Vivir en paz? ¡imposible! Nuestro mérito está en los golpes que repartimos.

¿Y pretende que no atropellemos? Se alzó un gran murmullo en la asamblea y aquel conciliábulo de turbulentos parecía un mar agitado.

"Entonces, el buen Zumbón Meloso extendió sobre las cabezas exaltadas sus manos flacas y amarillas, como una especie de Neptuno calmando una tempestad, y al ver ya casi tranquilo aquel océano, prosiguió cortésmente:

"—Soy vuestro amigo, hijos míos, y vuestro consejero. Antes de disgustaros, reflexionad mis palabras. Cuando yo digo queremos quietud', es claro que me refiero a nuestros enemigos, a nuestros adversarios, a todos nuestros contradictores y contrastadores. Es visible y claro que al decir quietud me refiero a todos menos a nosotros; quietud de la policía y de la magistratura opuesta o contraria; quietud de los tranquilos empleados civiles investidos de funciones y poder para prevenir, contener, reprimir y refrenar la perturbación; quietud de la Justicia y de la ley que nos amenaza. Quiero que se vean todos sumergidos en profunda y mortal quietud; quiero para todo aquel que no sea turbulento un abismo de quietud y de reposo Requiem aeternam dona eis Domine. Descanso eterno; eso ambiciono. No pido nuestra quietud; no debemos estar quietos. ¿Acaso cuando cantamos requiescat es por nosotros? No tenemos ganas de dormir tanto, y cuando uno se muere es para mucho tiempo. Nos qui vivimus, damos la paz a nuestros enemigos, no en este mundo, sino en el otro. Es la más segura. Yo quiero quietud. ¿Soy acaso unasalchicha? ¿No conocéis a Zumbón Meloso? Hijos míos, yo llevo muchas mañas en mis alforjas. Angeles inocentes aún, es menor vuestra picardía que la de los muchachuelos de la escuela, que si juegan al marro cuando uno de ellos quiere coger al otro descuidado, le grita: ¡Tregua!', que significa suspensión de hostilidades, y habiéndole desprovisto así de toda desconfianza y defensa, se lanza arteramente sobre él y le hace prisionero. Lo mismo hago yo, Zumbón Meloso, procurador del rey. Cuando tengo, como acontece con frecuencia, adversarios recelosos y prevenidos en la cámara del Consejo, les digo Paz, paz, paz, caballeros. Pax vobiscum; y les pongo disimuladamente un cacharro de pólvora de cañón y clavos viejos debajo de su banquillo, con una hermosa mecha, cuyo extremo dejo a mi alcance. Luego finjo dormir tranquilamente y prendo la mecha en la ocasión más oportuna. Si no saltan por el aire no es por culpa mía, sino porque la pólvora estaba mojada. Entonces lo dejo para otra vez.

"Amigos míos, tomad ejemplo y modelo de vuestros jefes, maestros y caudillos. ¿Veis acaso que Cencerro se agite? Por de pronto no cencerrea y aguarda ocasión favorable para cencerrear.

"¿Está sosegado? Seguramente no lo creéis. Y el joven Turbo. ¿desea quietud? No; aguarda. Oídlo bien: es útil, provechoso y necesario que finjáis tener favorable, benigno y lenitivo deseo de quietud. ¿Qué os cuesta? Nada; y os aprovechará mucho. Es preciso que vosotros, inquietos, parezcáis ansiosos de quietud, y que los demás (me refiero a los que no perturban), que de veras desean la quietud, parezcan inquietos, intranquilos, desasosegados, ariscos, furiosos, opuestos en absoluto, contrarios, hostiles a la hermosa tranquilidad tan deseada y tan amable. Así resultará patente que mostráis mucho celo y amor hacia el bien público y hacia la paz pública, y que a contrapelo vuestros contrarios tienen la maligna idea de perturbar y destruir la ciudad y sus alrededores; y no digáis que sea difícil esto; en vuestra mano está. El público sencillo verá las cosas del color que os convenga; el público creerá lo que le digáis. Colgaos de sus orejas. Si decís: 'Queremos quietud', creerá desde luego que no queréis otra cosa. Decídselo para agradarle. Esto no cuesta nada y entretanto, vuestros enemigos y adversarios, que balaban lastimosamente los primeros ¡Quietud!, ¡quietud!' (porque no se lespuede negar que se mostraron dulces como corderillos), se distraerán con vuestras voces y podréis abrir a gusto sus cabezas diciéndoles: No queremos quietud: fue un ardid.' Nuestra quietud llegará cuando seamos los únicos dueños. Es digna de alabanza una guerra que se desarrolla pacíficamente. Gritad: ¡Paz! ¡paz!', y no dejéis de repartir garrotazos. Esto es lo piadoso. ¡Paz! ¡Paz! Un hombre muerto. ¡Paz!, ¡paz! Ya he reventado a tres. Vuestra intención era pacífica y seréis juzgados por vuestras intenciones. Andad y decid '¡Quietud!', pero golpead de firme. Las campanas de los monasterios repiquetean para vosotros los pacíficos, y os colmarán de alabanzas los burgueses tranquilos, que, al ver a vuestras víctimas tendidas sobre las losas de la calle con el vientre abierto, dirán: 'Muy bien hecho. Todo por la quietud ¡Viva la quietud! Sin quietud no estaríamos a gusto.'"

XXVII

La condesa de Bonmont conocía la exposición por haber comido allí varias veces. Aquella noche cenaba la señora de Bonmont en La hermosa chocolatera, restaurante suizo situado al borde del Sena, rodeada por lo más florido y animoso del nacionalismo: José Lacrisse, Enrique León, Jacobo de Cadde, Gustavo Dellion, Hugo Chassons des Aigues y la señora de Gromance, que, según observó Enrique León, se parecía mucho a la linda sirvienta del pastel de Liotard, cuya copia, muy agrandada, servía de muestra al restaurante. La señora de Bonmont era suave y tierna. El amor, el inexorable amor, la había puesto en contacto con los exaltados. Tenía un alma formada como la de la Antígona de Sófocles, no para el odio, sino para el cariño. Compadecía a las víctimas. Era Jamont la másconmovedora que había descubierto, y la retirada prematura de aquel general arrancaba lágrimas a sus ojos. Pensaba bordar un almohadón para que descansara su cabeza gloriosa. Hacía con gusto esos regalos, cuyo mérito se cifraba en la buena voluntad. Su amor, agigantado por la admiración hacia el concejal José Lacrisse, le dejaba algunos ratos libres, que ella empleaba en compadecer enternecida las desgracias del Ejército nacional y en saborear pasteles. Engordaba mucho y estaba hecha una matrona respetable.

Los pensamientos de la señora de Gromance eran menos generosos. Había querido y había engañado a Gustavo Dellion, abandonándolo al fin; pero Gustavo, al quitarle el abrigo claro con flores sonrosadas en la terraza de La hermosa chocolatera la llamó al oído "indecente" y "bribona" ante los ojos bajos del camarero respetuoso. Aun cuando ella no exteriorizó ninguna emoción, interiormente aquellas palabras le fueron agradables, y pensó con gusto que volvería a quererle. Gustavo, reflexivo, comprendió que, por primera vez en su vida, había dicho una frase apasionada. Sentóse con solemnidad junto a Clotilde. Aquel banquete, último de la temporada, no resultó muy alegre. La melancolía de las despedidas se dejó sentir, aumentada con una especia de tristeza nacionalista. Sin duda, esperaban aún. ¡Qué digo!, tenían esperanzas inextinguibles; pero era muy doloroso esperar de lo por venir, del vago y lejano futuro, la satisfacción de ansias infinitas y de ambiciones apremiantes cuando se tiene todo, alcurnia y dinero. Sólo José Lacrisse conservaba alguna serenidad, seguro de haber hecho bastante por su rey al conseguir que los republicanos nacionalistas de las Cocheras le nombrasen concejal.

—En resumen —dijo—: todo resultó a pedir de boca el Catorce de Julio en Longchamps. El Ejército fue aclamado. Hubo gritos de "¡Viva Jamont! ¡Viva Bougon!" Reinaba el entusiasmo.

—Sin duda, sin duda —opinó Enrique León— Pero Loubet ha entrado incólume en el Elíseo y esta jornada no resulta favorable para nuestros propósitos.

Hugo Chassons des Aigues, que tenía una reciente cicatriz en su narizota regia, arrugó el entrecejo, y dijo, arrogante:

—Les aseguro que hubo gran entusiasmo en la Cascada cuando los socialistas gritaron "¡Viva la República! ¡Vivan los soldados!—La policía no debió consentir gritos semejante —dijo la señora de Bonmont.

—Cuando los socialistas gritaron: "¡Viva la República! ¡Vivan los soldados!", nosotros respondimos: "¡Viva el Ejército! ¡Mueran los judíos!" Los "claveles blancos", escondidos por orden mía entre los arbustos, reforzaron mi grito y cargaron contra las "rosas encarnadas" con una lluvia de sillas de hierro. Estuvieron admirables. Pero ¡ cómo ha de ser! La multitud no respondió a nuestro esfuerzo. Los parisienses iban con sus mujeres, sus hijos las cestas de víveres, y los parientes que habían llegado de provincias para ver la Exposición..., viejos campesinos de piernas rígidas, que nos miraban con ojos asombrados..., y las campesinas, con sus chales, mostrábanse asustadizas como los mochuelos. ¿Es posible amotinar a esas gentes?

—Sin duda, el momento no fue bien elegido —dijo José Lacrisse—. Además debe respetarse, hasta cierto punto, la tregua de la Exposición.

—De todos modos buenos golpes dimos en la Cascada. Yo, por mi parte, de un tremendo puñetazo le incrusté la cabeza en la joroba al ciudadano Bissolo. Se revolcaba como una tortuga... Y "¡Viva el Ejército! ¡Mueran los judíos!"

—Está bien, está bien —dijo gravemente Enrique León—; pero eso de "¡Viva el Ejército!" y "¡Mueran los judíos!" es muy fino para las muchedumbres. Demasiado literario, demasiado clásico y muy poco revolucionario. "¡ Viva el Ejército!" es hermoso, noble, digno, frío... Muy frío. Y si me lo permiten, les diré que sólo hay un medio de arrastrar a la multitud, uno solo: el pánico. Créanme: sólo se hace correr a una masa de hombres desarmados cuando se les asusta. Debieron gritar... qué sé yo... "¡Sálvese quien pueda! ¡Estamos vendidos! ¡Franceses, nos han hecho traición!" Si hubiesen gritado ustedes algo semejante con voz lúgubre y lanzados a la carrera sobre el césped, quinientos mil individuos hubieran corrido con ustedes, más de prisa que ustedes, sin parar, y el acto habría resultado terrible, soberbio. Los hubieran atropellado a ustedes, los hubieran pisoteado y aplastado... Pero la revolución estaría iniciada.

—¿Usted lo cree así? preguntó Jacobo de Cadde.

—No lo dude —contestó León— "¡Traición!, ¡ Traición!"; es el verdadero grito subversivo, el grito que da alas a las multitudes, que hace andar al mismo paso a los valientes y a los cobardes, que comunica un mismo impulso a cien mil hombres ydevuelve al paralítico su ligereza. ¡ Ay amigo Chassons!, si hubiesen ustedes gritado en Longchamps: "¡Estamos vendidos!", hubiera visto correr como liebres a la vieja del cesto de huevos duros y del paraguas, y a su pobre hombre con piernas de palo.

—Correr, ¿adónde? —preguntó José Lacrisse.

—¿Adónde? ¡Qué sé yo! ¿Se sabe adónde va la multitud cuando la sobrecoge el pánico? ¿Lo sabe ella misma? Pero, ¿qué importa? El movimiento habría comenzado. Esto basta. No se hacen sublevaciones metódicas. Ocupar puestos estratégicos era bueno en los tiempos antiguos de Barbés y de Blanqui. Hoy, con el telégrafo, el teléfono y las bicicletas, todo alzamiento concertado es imposible. ¿Imaginan ustedes a Jacobo Cadde atrincherado en la delegación de la calle de Gridonelle? No. Sólo son posibles los alzamientos vagos, inmensos, tumultuosos. Y el miedo, el miedo unánime y trágico es el único capaz de arrastrar la enorme masa humana en las fiestas públicas y en los espectáculos al aire libre. ¿Me preguntan ustedes dónde hubiera ido la multitud el Catorce de Julio, flagelada como por una inmensa bandera negra por los gritos lúgubres de: "¡ Traición!, ¡ Traición! ¡ El extranjero! ¡Traición!"...? ¿Me preguntan ustedes adónde hubiera ido entonces la muchedumbre de ciudadanos despavoridos? Me figuro que hacia el kg°.

—En el lago —dijo Jacobo de Cadde— se hubieran ahogado.

—Pues bien —repuso Enrique León—: ¿nada significan treinta ciudadanos ahogados? El ministerio y el Gobierno, ¿no hallarían entonces serias dificultades y un peligro real? ¿No hubiera sido ésa una jornada memorable? No son ustedes políticos... No son capaces de derribar la República.

—Ya se convencerá usted de lo contrario después de la Exposición —dijo Jacobo de Cadde con un candor fervoroso—. Yo, para empezar, reventé a uno en Longchamps.

—¡Ah! ¿Qué clase de persona era?

—Un obrero mecánico. Me hubiera sido más grato reventar a un senador; pero en una manifestación pública es más fácil encontrarse con un obrero que con un senador.

—¿Qué hacía ese mecánico? —preguntó Lacrisse.

—Gritaba: "¡Vivan los soldados!", y lo reventé.

Entonces, el joven Dellion, arrastrado por la emulación generosa, explicó que había estranguladoa un socialista dreyfusista que gritaba: "¡Viva Loubet!"

—¡Todo va bien! —opinó Jacobo de Cadde.

—Hay cosas que podrían ir mejor —dijo Hugo Chassons des Aigues—. No nos congratulemos demasiado. El Catorce de Julio, Loubet, Waldeck, Millerand y André volvieron sanos y salvos a sus casas, lo cual no hubiera sucedido si mis correligionarios me hubiesen atendido. Pero se resisten a las ejecuciones. Falta energía.

José Lacrisse repuso con solemnidad:

—No; no nos falta energía. Sólo que, por ahora, nada puede hacerse. Cuando pase la Exposición daremos el golpe de gracia; será un momento propicio. Después de la fiesta, Francia quedará rendida y malhumorada; habrá escasez de trabajo y quiebras; nada será entonces tan fácil como provocar una crisis ministerial, y hasta una crisis presidencial. ¿Opina usted como yo, León?

—Sin duda, sin duda —respondió León—; pero no debe ocultársenos que dentro de tres meses nuestro partido será menos numeroso, y Loubet algo menos impopular.

Jacobo de Cadde, Dellion, Chassons des Aigues, Lacrisse, todos los turbulentos, protestaron para ahogar con sus gritos aquella desagradable profecía; y Enrique León prosiguió tranquilamente:

—No es posible evitarlo: Loubet será cada día menos impopular. Le aborrecieron porque lo pintamos con rudos colores; pero le faltó grandeza para igualarse al retrato que, ofrecido por nosotros, horrorizó a las muchedumbres. Presentábamos un Loubet de cien codos de altura, protector de ladrones parlamentarios y destructor del Ejército nacional. La realidad resulta menos espantosa. No siempre le verán salvando ladrones y desorganizando el Ejército. Pasará revistas; esto realza mucho, irá en coche; y es más honroso ir en coche que a pie. Distribuirá honores; distribuirá profusamente las Palmas académicas. Aquellos a quienes haya condecorado no creerán que piensa entregar a Francia al extranjero. Pronunciará frases felices, no lo duden; las frases felices son las más estúpidas. Sólo necesita viajar para ser aclamado. Los campesinos gritarán a su paso: "¡ Viva el presidente!", como si fuera el buen curtidor a quien lloramos por su amor al Ejército. Y si la alianza rusa volviese a preocupar... ¡ sería espantoso! Entonces, nuestros amigos nacionalistas verían desenganchar los caballos del coche presidencial. No digo que seahombre de un talento admirable, pero no es más tonto que nosotros.

Trata de mejorar su posición. Es muy natural. Hemos querido derribarle, y nos anula.

—¿Anularnos? Que lo haga si puede —exclamó el joven Cadde.

—El tiempo basta para anularnos —repuso Enrique León—. ¡Qué hermoso, resultó nuestro Ayuntamiento de París la noche de la votación que nos daba mayoría! "¡Viva el Ejército!" "¡Mueran los judíos!", gritaban los electores, locos de entusiasmo, de orgullo y de amor. Y los elegidos, radiantes, respondieron: ¡Mueran los judíos! ¡Viva el Ejército!" Pero como el Ayuntamiento no podrá librar entre los comerciantes el dinero de los ricos israelitas, ni siquiera evitar a los obreros los sufrimientos que ocasiona la paralización de las obras, destruirá grandes esperanzas y llegará, por consiguiente, a ser más odioso cuanto más deseado fue. Se expone a perder su popularidad en la cuestión de los monopolios, gas, agua, ómnibus.

—¡Está usted en un error, amigo León! —exclamó José Lacrisse—. Nada hay que temer de la renovación de los monopolios. Diremos a los electores:

"Damos el gas barato", y los electores no se quejarán. El Ayuntamiento de París, elegido por su programa exclusivamente político, ejercerá una acción decisiva en la crisis política y nacional que estallará en cuanto se cierre la Exposición.

—Para conseguir eso debe ponerse a la cabeza del movimiento demagógico —dice Chasson des Ai gues­. Si es moderado, condescendiente, bondadoso y conciliador, todo está perdido. ¡ Que se convenza de que le han nombrado para destruir a la República y desacreditar el parlamentarismo!

—¡La trompa!... ¡La trompa! —exclamó Jacobo de Cadde.

—¡Que se hable poco, pero bien! —prosiguió Chassons des Aigues...

—¡La trompa! ¡La trompa!

Chassons des Aigues despreciaba las interrupciones.

—Que presenten de cuando en cuando alguna proposición, una proposición sincera, concebida en estos términos: "Acusación formulada contra los ministros.

Jacobo de Cadde gritó con más fuerza:

—¡La trompa! ¡La trompa! —En principio, no me opongo a que nuestros amigos toquen el alalí de los parlamentarios. Pero la trompa es, en las asambleas, el argumento supremo de las minorías. Es preciso preservarla para el Luxemburgo y el palacio Borbón. Le hago notar amigo mío, que en el Ayuntamiento la mayoría es nuestra.

Aquella observación no conmovió al joven Jacobo de Cadde, que gritaba con más fuerza que antes:

—¡La trompa! ¡La trompa! ¿Sabe usted tocar la trompa, Lacrisse? Si no sabe, yo le enseñaré. Es preciso que un concejal sepa tocar la trompa.

—Continúo —dijo Chassons des Aigues, tan serio como si estuviera tallando en una partida de bacarat— . Primera proposición del Consejo: "Acusación formulada contra los ministros." Segunda: "Acusación formulada contra los senadores." Tercera: "Acusación formulada contra el presidente de la República... " Después de algunas proposiciones así, el Ministerio procede a la disolución del Ayuntamiento. El Ayuntamiento resiste; reclama con vehemencia el fallo de la opinión; París, ofendido, se subleva...

—¿Cree usted —preguntó suavemente León—, cree usted que París, ofendido, se sublevará?

—Sí, lo creo —dijo Chassons des Aigues—.

—Yo no lo creo —dijo Enrique León—. Conoce usted al ciudadano Bissolo, a quien ha zurrado en la revista del Catorce de Julio; yo lo conozco también. Una noche, en el bulevar, durante una de las manifestaciones que siguieron a la elección del triste Loubet, el ciudadano Bissolo se acercó a mí, como al más constante y al más generoso de sus enemigos, y cambiamos algunas impresiones. Todos nuestros sublevados se aporreaban a los gritos de "¡Viva el Ejército!", que se oían desde la Bastilla hasta la Magdalena. Los transeúntes, divertidos y sonrientes, nos daban la razón. Después de alzar como a una guadaña su largo brazo de jorobado sobre la multitud, Bissolo me dijo: "La conozco. Es una indecente. Si admiten ustedes su apoyo, se revolcará por el suelo, cuando menos lo teman, para deslomarlos." Así habló Bissolo en la esquina de la calle Drouot la noche en que París se nos ofrecía.

—¡Esas afirmaciones de Bissolo denigran al pueblo! —gritó José Lacrisse—. ¡Bissolo es un infame!

—A mi juicio, es un profeta —replicó Enrique León.— ¡La trompa! ¡La trompa! No hay otro recurso —cantó con voz pastosa el joven Jacobo de Cadde.


Publicado el 23 de febrero de 2019 por Edu Robsy.
Leído 53 veces.