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213 págs. / 6 horas, 13 minutos / 456 KB.
26 de mayo de 2017.


Fragmento de Los Dioses tienen Sed

El arte francés, tan extendido hasta entonces por Inglaterra, por Alemania, Rusia y Polonia, ya no encontraba salida en los mercados extranjeros. Los entendidos en pintura, los aficionados a obras de arte, los aristócratas y los capitalistas poderosos estaban arruinados, emigrados o escondidos, y aquellos a quienes la Revolución enriqueció, acaparadores de bienes nacionales, agiotistas, abastecedores de los ejércitos en campaña, bolsistas, no se atrevían aún a dar señales de su opulencia ni se interesaban mucho por la pintura. Era indispensable tener la fama de Regnault o la habilidad del joven Gérard para vender un cuadro. Greuze, Fragonard, Houin vivían en la indigencia; Prud’hon apenas ganaba lo suficiente para mantener a su esposa y a sus hijos con dibujos que después reproducía el grabador Copia. Los pintores patriotas Hennequin, Wicar, Topino-Lebrun, pasaban hambre. Gamelin, falto de recursos para tener modelos y comprar colores, nunca trabajaba en su lienzo El tirano perseguido en los Infiernos por las Furias, que cubría la mitad de su estudio y lo poblaba de figuras borrosas, terribles, enormes, de multitud de serpientes verdes con dobles lenguas puntiagudas y retorcidas. Veíase a la izquierda, en primer término, un Carón terrible y escuálido en su barca, estudio vigoroso y bien dibujado, pero con resabios de escuela. Más dominio del arte revelaba un lienzo mucho menor, también sin acabar, colgado en el sitio donde había mejor luz: era un Orestes, a quien su hermana Electra incorporaba en su lecho de dolor, y con ademán de conmovedora ternura le apartaba de los ojos los cabellos enmarañados. La cabeza de Orestes se destacaba trágica, hermosa, y ofrecía bastante semejanza con el rostro del pintor.

Los Dioses tienen Sed

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