La Conquista del Reino de Maya por el Último Conquistador Español Pío Cid

Ángel Ganivet


Novela



Capítulo I

Donde hablo de mí mismo, de mis ideas y de mis aficiones, y comienzo el relato de mis descubrimientos y conquistas.—Primeros viajes desde la costa oriental de África a la región de los grandes lagos.


Me llamo Pío García del Cid, y nací en una gran ciudad de Andalucía, de la unión de una señora de timbres nobiliarios, con un rico vinicultor. Nada recuerdo de mi niñez, aunque, si he de dar crédito a lo que de mí dicen los que me conocieron, fui sumamente travieso y pícaro; y es casi seguro que lo que dicen sea verdad, porque mi falta de memoria proviene justamente de una travesura que estuvo a pique de cortar el hilo de mi existencia entre los nueve y diez años. Era yo aficionadísimo a pelear en las guerrillas que sostenían los chicos de mi barrio contra los de los otros barrios de la ciudad, y en una de estas batallas campales, luchando como hondero en las avanzadas de mi bando, recibí tan terrible pedrada en la cabeza, que a poco más me deja en el sitio. De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la memoria de todos los hechos de mi corta vida pasada, y como feliz compensación un despabilamiento tan notable de todos mis sentidos, que mis padres, que hasta entonces habían tenido grandes disensiones con motivo de la carrera que había de dárseme, llegaron a ponerse de acuerdo. Mi madre había adivinado en mí un gran orador forense, y mi padre quería dedicarme a los negocios de la casa: triunfó mi madre, y seguí la carrera de leyes hasta recibirme de doctor cuando aún no tenía veinte años. Entonces mi padre creyó conveniente enviarme al extranjero a perfeccionar mi educación. El estudio de las lenguas vivas comenzaba a estar muy de moda, y poseer varios idiomas era punto menos que indispensable para hablar en todas partes y sobre todas materias con visos de autoridad. Aparte de esto, mi padre oía decir que nuestra patria estaba en un lamentable atraso, y creía firmemente que el medio más seguro para salir de él eran los viajes y los estudios en el extranjero. Para armonizar mis gustos con los de mi padre, y mis intereses con los de nuestra hacienda, se decidió enviarme a las principales ciudades comerciales de Europa, donde a un mismo tiempo podría hacer estudios científicos y adquirir conocimientos prácticos, y entablar, si llegaba el caso, relaciones comerciales muy necesarias para el porvenir de nuestra nación. A estos estudios y prácticas debía dedicar cinco años, el tiempo preciso para cumplir la edad que se exige para ser diputado, pues mi padre tenía gran prestigio en nuestro distrito natural, y daba por segura mi elección, y con ella y mis excelentes dotes, el comienzo de una rápida carrera política.

Residí por breve tiempo en Ruán para inteligenciarme en el negocio de vinos y ver el medio de aumentar la exportación y los precios de los caldos, que mi casa había comenzado a enviar a Francia desde algunos años atrás. De Ruán pasé al Havre, empleado en el escritorio de un naviero representante de una línea directa de vapores entre los puertos del Norte de Francia y los puertos españoles y franceses del Mediterráneo. Por lo mismo que no los solicité, ni los necesitaba, me salieron al paso éste y otros buenos empleos, que me fueron útiles, no sólo para adquirir los apetecidos conocimientos prácticos, sino también para vivir casi independiente del bolsillo paterno, en lo que se complacía mucho mi carácter presumido y orgulloso.

Para aprender el inglés me trasladé a Liverpool, donde me ofrecieron su representación algunas casas españolas exportadoras de frutas; pero este negocio no me dio buen resultado, y me agregué, como encargado de la sección española, a una «Sociedad de exportación de productos químicos para abonos», establecida en Londres. Aquí ensayé también la venta, en comisión, de cigarros habanos, y aunque la empresa no fracasó, tampoco pudo tomar vuelo. Sea que mi deseo de ir demasiado deprisa me impidiera dar a los negocios el tiempo necesario para madurar, sea que, distraído con otros proyectos fantásticos, que siempre andaba revolviendo en mi magín, no les concediera toda atención que exigían, lo cierto es que la mala fortuna me acompañó constantemente en cuanto emprendí por cuenta propia. A la inversa, mis trabajos por cuenta ajena eran siempre acertados, y en todas las casas en que presté mis servicios merecí la confianza de mis jefes, y se me encomendaban las cuestiones más difíciles. Esto me ocurrió en Marsella, en el Havre, donde residí por segunda vez, y en Hamburgo, donde por fin senté la cabeza, aceptando una excelente colocación en la Compañía intercontinental dedicada al transporte marítimo y propietaria de dos líneas de vapores.

En los seis años que transcurrieron en este género de vida, fui adquiriendo un inmenso caudal de experiencia y una dosis mayor aún de patriotismo; porque es un hecho probado que el amor a la patria, en los individuos que son capaces de sentirlo, se acrecienta viviendo fuera de ella, y más cuando se la abandona imbuido en ciertos rutinarios prejuicios exageradamente favorables a los países extranjeros. A tal punto llegó mi patriotismo, que, reconociéndome incapaz para desempeñar en mi patria ciertos papeles que antes me seducían, desistí de emprender la carrera política, a la que mi padre, como dije, me destinaba, por parecerme censurable desplegar mis esfuerzos para desempeñar una función que otros antes que yo desempeñaban satisfactoriamente. Bien que, vista desde muy lejos la organización interior de mi patria, me parecía tan perfecta que no necesitaba de piezas tan inútiles como mi persona para seguir funcionando con regularidad: una monarquía constitucional con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia política; ministros responsables oportunamente sustituidos en cuanto se nota que se hallan bastante desgastados; dos Cámaras siempre ocupadas en renovar la legislación, acomodándola a la naturaleza humana y a las exigencias diarias de la opinión, y ocho grandes focos administrativos irradiando sus efluvios luminosos sobre toda la faz del país. Sólo notaba yo algunas deficiencias en el cultivo de la tierra y en las industrias, y de buena gana me dedicara a remediarlas; mas como también el comercio ofrecía ocasión para desplegar grandes iniciativas, y yo tenía hecho ya mi penoso aprendizaje, me sentí poco a poco inclinado a dedicarme a él y a permanecer fuera de España, continuando el camino emprendido. Mi única tristeza era tener que vivir alejado de la patria; pero esta tristeza se compensaba con el placer de conservar incólume mi patriotismo, que acaso se debilitase al volver a ella y percibir ciertos lunares borrados por la distancia. Escribí, pues, a mis padres exponiéndoles claramente mis nuevas aspiraciones y solicitando sus consejos; y aunque éstos fueron desfavorables, no bastaron a convencerme, antes me llevaron más lejos en la nueva vía que trataba de seguir. La Intercontinental tenía importantes relaciones con las colonias europeas del África oriental, y decidió enviar un representante a Zanzíbar para darles mayor impulso, aprovechando las ventajas del protectorado alemán; la comisión me fue ofrecida, y yo la acepté deseoso de cortar por algún tiempo los lazos que me ligaban a mi familia y a las naciones de Europa. Mi primer acto, pues, de hombre libre fue, como el de muchos hombres de genio (y no se eche esto a presunción), un acto de rebeldía contra la autoridad familiar.

En dos años de residencia en la isla de Zanzíbar y en Bagamoyo, un cambio radical se fue operando en mis ideas. El trato con los exploradores que tienen aquí el punto de partida para emprender sus viajes al interior del Continente, y la lectura de libros de viajes, a la que me aficioné poco a poco, me hicieron variar de rumbo; el comercio me pareció ahora un fin demasiado prosaico, y la levadura científica y artística que me había quedado de mis años de estudiante reapareció con gran fuerza, y me hizo pensar que el hombre no debe seguir ciegamente un derrotero fijo, con rigor mecánico más propio del instinto de los animales que de la inteligencia libre. Así como después de estudiar jurisprudencia me había dedicado al comercio, y no lo había hecho mal, muy bien podría dejar ahora el comercio por las exploraciones, y quizás lo haría mejor. La historia parece demostrarnos que casi siempre los hombres, por lo menos en España, desempeñan mejor aquello para lo que no se han preparado previamente: los que se dedican a las armas suelen distinguirse como legisladores, y los jurisconsultos como guerreros, los literatos como hacendistas, y los hacendistas como poetas; los comerciantes como políticos, y los políticos como comerciantes.

Aparte de estas razones, contaba con algunos elementos de mayor solidez: había aprendido el árabe, el ki-suahili, idioma muy extendido por las comarcas del interior, y algunos rudimentos del bantú, término general, y por cierto bastante impropio, por el que se designa varios dialectos indígenas; conocía prácticamente todos los detalles de la organización de las caravanas, y poseía apuntes muy minuciosos, con los que pensaba poder aventurarme sin grandes riesgos a recorrer el África central. Mis primeros ensayos los hice agregado a las caravanas árabes en el Usagara y en el Ugogo; residí algún tiempo en Mpúa-púa, donde los alemanes tienen una estación, y, por último, determiné establecerme en la colonia árabe de Tabora, dejando como corresponsal en Zanzíbar a un rico negociante zanzibarita, de origen portugués, llamado Souza. Nuestro plan consistía en abrir en Tabora un bazar europeo y arrancar de manos de los árabes el monopolio comercial que allí ejercen, puesto que sin gran esfuerzo podíamos ofrecer a los indígenas un mercado más ventajoso que el árabe para la compra de tejidos y de quincalla, y para la venta de sus riquezas naturales, especialmente del preciado marfil. Este proyecto fue realizado con mayor éxito del que esperábamos y del que conviniera a nuestros intereses; porque los mercaderes árabes, alarmados por la rapidez con que en su propia casa se les despojaba de un filón tan rico y tan hábilmente explotado por ellos, se confabularon con las autoridades indígenas, dispuestas siempre a venderse por unas cuantas botellas de alcohol, y me obligaron a cerrar la tienda, temeroso de que promovieran una algarada, a favor de la cual, según mis noticias, trataban de despojarme y asesinarme. Un comerciante hindi, asociado a nuestra empresa, fue el encargado de transportar las existencias del bazar a Bagamoyo, y yo me quedé en Tabora para el arreglo de la liquidación.

Decidido a no perder el tiempo, aproveché esta coyuntura para hacer excursiones por los países comarcanos. Visité toda la parte oriental del Tanganyica, asolada a la sazón por las correrías del feroz sultán Mirambo, el «Napoleón africano», y al Norte gran parte del distrito de Usocuma, hasta la vecindad de los cuncos, tribus que tienen fama de guerreras y de refractarias al trato con los blancos. Cerca de estos lugares están Anranda, desde donde se ve el Victoria Nyanza, y las misiones del Usambiro, una católica y otra protestante, dedicadas ambas, en competencia, a cristianizar a los indígenas, los cuales, según tuve ocasión de saber, son tan perversos que, después de obtener cuanto pueden de una misión, se hacen feligreses de la otra, y luego que explotan a las dos se quedan con sus viejas supersticiones, y aun en éstas creen a medias. En Anranda me encontré inesperadamente con una caravana árabe, dirigida por un antiguo conocido mío, Uledi-Hamed, hijo de un árabe y de una negra, y hombre muy práctico en el país. Según me dijo, se dirigía al Alberto Nyanza, atravesando el Uzindya, el Yhanguiro, el Caragüé y el Uganda, para regresar de seguida con cargamento de marfil. Yo me incorporé con mucho gusto a la caravana, pues deseaba conocer estos países y me parecía muy arriesgado y costoso viajar solo, con mis cuatro ascaris por toda defensa, y mis seis pagazis o porteadores. Emprendimos, pues, todos juntos la marcha, costeando el lago Victoria, y a las veinte jornadas entramos en el Ancori, país dependiente del Uganda, donde se acordó hacer un alto de varios días, que yo aproveché para hacer una ascensión al monte Ruámpara y una breve excursión al territorio de Ruanda, donde se interrumpió bruscamente mi viaje.

Largamente podría escribir con sólo evocar las impresiones de mis viajes, especialmente del último, realizado en compañía de Uledi; pero mis relatos carecerían de un mérito esencialísimo, la originalidad, estando como están estos territorios trillados por los viajeros europeos y descritos por los numerosos émulos de Livingstone. Más interés tendrían acaso mis conversaciones con Uledi y sus juicios sobre la sociedad europea, fundados algunos de ellos en noticias retrasadas en más de medio siglo. Uledi creía que las sociedades cristianas estaban en su último período y que muy en breve la dominación de Mahoma sería universal. De España tenía ideas muy vagas, recordando sólo con gran precisión los últimos tiempos de la dominación árabe en Granada. A su juicio, no se haría esperar una guerra invasora de Marruecos contra nuestra patria, y el fin de esta guerra sería la reconquista de la ciudad de Boabdil, por la que suspiran todavía todos los buenos creyentes. Esta opinión, bien que aventurada, la hago constar aquí como aviso útil al Gobierno español, para que refuerce convenientemente las guarniciones andaluzas y viva apercibido contra cualquier descabellado intento.

De regreso del Ruámpara a nuestro campamento oí hablar a todo el mundo de unas tribus, habitantes del cercano distrito de Ruanda, y entré en deseos de visitar este país. Acampábamos en las márgenes del río Mpororo, que puede ser considerado como frontera natural del Ruanda, y según el testimonio de Uledi, a las doce horas de camino se encontraban las primeras tribus; de suerte que en los dos últimos días de descanso era posible ir y volver y aun explorar gran parte de la comarca deshabitada que está entre el río y las primeras ciudades ruandas; pero todos me aconsejaban que no me empeñase en tan peligrosa aventura y que recordase el proverbio árabe que dice: «Es más fácil entrar en el Ruanda que salir de él.» «En diversas ocasiones —decían— han intentado los árabes penetrar en este país, acaso el único que no reconoce su poder, extendido desde hace un siglo por todo el centro de África. Ninguna de las expediciones invasoras ha regresado, ni ha dado la más pequeña señal de vida, creyéndose que todas han perecido a manos de los feroces ruandas. El número de éstos se eleva a una cifra de muchos millares; son antropófagos, y ordinariamente viven de la caza. Por su carácter y por su oficio, todos son excelentes guerreros y pueden formar ejércitos formidables. Pero lo más peligroso es su táctica militar, la astucia con que acechan al enemigo, con que le dejan internarse en el país y penetrar en los bosques, donde le aprisionan con lazos hábilmente preparados, le torturan, le matan y le devoran.»

Acostumbrado a no dar crédito a las palabras de los árabes, mentirosos y exagerados por la fuerza de la costumbre y por la exuberancia de su imaginación, no me dejé convencer por el relato de Uledi, y menos aún por las terroríficas invenciones que corrían por el campamento, y al día siguiente hice una llamada a las gentes de la caravana para ver quiénes querían acompañarme voluntariamente en mi breve exploración y recibir una buena recompensa: cinco días de paga ordinaria los ascaris, y dos los pagazis. Diez de los primeros y cuatro de los segundos aceptaron la propuesta bajo condición de regresar dentro del plazo de dos días al campamento de Mpororo, y sin pérdida de tiempo nos pusimos en camino los quince expedicionarios. Yo iba delante, acompañado por cinco ascaris; en el centro marchaban los pagazis con los fardos de provisiones, y otros cinco ascaris cerraban la retaguardia. Tomé la dirección Sudoeste, dejando el río a la izquierda y poniendo de trecho en trecho señales que nos facilitaran el regreso. Todo el territorio que recorrimos en la primera jornada era llano y descubierto, de vegetación pobre y sin huellas de ser viviente. Para pernoctar elegimos un paraje sombreado por algunos grupos de árboles y cubierto de hierba agostada, próximo a unas llanuras pantanosas, que en tiempo de lluvias deben formar un gran lago. Conforme descendíamos en la misma dirección, los árboles menudeaban más, hasta convertirse en floresta cerrada, al través de la cual anduvimos cerca de dos horas. En el extremo de ella había un lago cuya superficie estaba casi cubierta por espesas algas. El ruido de nuestros pasos espantó a un antílope que tranquilamente se bañaba y que penetró huyendo en el bosque, no sin que dos de mis ascaris dispararan contra él. Al mismo tiempo de sonar las detonaciones vimos arrojarse al agua varios hipopótamos que dormían a la orilla, ocultos a nuestra vista por el ramaje; uno de ellos estaba cerca de mí, pero su inmovilidad y su color terroso le daban la apariencia de un montón de tierra y me impidieron distinguirlo. Di orden a los ascaris de no repetir los imprudentes disparos, que podrían comprometernos, y proseguí la marcha siguiendo el curso de un arroyo o riachuelo que fluía al Sur del lago, y que, a mi juicio, debía conducir a algún río, no indicado en las cartas, en cuyos bordes se encontrarían probablemente las moradas de los famosos ruandas, a los que pensaba presentarme en son de paz y amistad, ya que la escasez de nuestras fuerzas y el valor legendario de los indígenas no me permitía acudir a los medios violentos. Para acelerar la marcha dispuse que en la misma embocadura del riachuelo, oculto entre los árboles, permanecieran los cuatro pagazis con sus fardos, y seis ascaris, esperando nuestra vuelta, y yo continué con los cuatro ascaris que me inspiraban más confianza, a paso forzado y en dirección primero de la desembocadura del río, y después de un gran macizo de árboles que un poco más a la derecha corre a lo largo de Norte a Sur. De repente, una banda de salvajes, escondidos en el bosque, apareció a nuestra vista y vino corriendo hacia nosotros; yo me detuve y volví la cabeza para ordenar a mis fieles ascaris que se detuvieran también; pero apenas si me dio tiempo para verles huir como gamos, a lo lejos, en busca de sus compañeros. Entre tanto yo me vi rodeado por los salvajes, que, viéndome solo e inerme, me golpearon con sus lanzas, me arrojaron contra el suelo y me aprisionaron sin que yo intentara hacer la más pequeña resistencia.

Capítulo II

Mis comienzos en el reino de Maya.—Curioso relato de mi prisión por los ruandas y de mi evasión.


Lo primero que me llamó la atención cuando me repuse del vahído de estupor que el brusco ataque de los salvajes me había producido, fue no verme lanceado en medio del campo y notar que aquellos hombres que delante de mis turbados ojos estaban, no eran salvajes, sino guerreros uniformemente vestidos y armados; pues se les conocía a primera vista esa rigorosa táctica en los movimientos y esa severa marcialidad en la apostura que caracterizan al soldado de profesión. El aire particular que imprime a los hombres la comunidad de oficio sobrenada por encima del espíritu nacional y aun del espíritu de raza, y es seguro que si en estas latitudes hubiera barberos y diplomáticos, serían tan charlatanes y reservados, respectivamente, como nuestros diplomáticos y nuestros barberos.

Esta impresión comenzó a tranquilizarme, porque siempre he temido más al hombre que obra por impulso natural, con los medios que en sí mismo tiene, que al que ejecuta una consigna y se prepara con armas de combate. Nunca son tan crueles las invenciones humanas como las creaciones de la naturaleza; cayendo en poder de hombres desnudos y sin otro armamento que sus uñas y dientes, me hubiera considerado de hecho muerto entre sus garras y digerido por sus estómagos; en poder de hombres vestidos y armados había lugar para la esperanza, o cuando menos para confiar en que la muerte vendría un poco más tarde, después de algún respiro y con arreglo a ciertas formalidades, que en los trances supremos producen alguna resignación.

Otra sorpresa no menos agradable fue oírles expresar sus primeras palabras en uno de los varios dialectos de la lengua bantú, del cual tenía yo algunos conocimientos, adquiridos en el comercio con las tribus uahumas, que lo hablan. ¿Serían acaso estos guerreros del grupo huma, esto es, hombres del Norte, dominadores de la raza propiamente indígena, y por lo tanto, como originarios de la India (según se cree), hermanos míos de raza? Éste era un punto capital, del que acaso estaba pendiente mi existencia; mas por el momento me congratulaba de que, en caso de muerte, serían mis propios hermanos los autores de ella, y de que podría morir hablando con mis semejantes. Quien no ha estado a dos pasos de la muerte no comprende el valor que tienen estos matices del morir, al parecer pequeños, pero quizás más diferentes entre sí que lo son la muerte y la vida.

Varios acompasados toques de cuerno dieron la señal de llamada al jefe, y en tanto que éste acudía, intenté entablar conversación con mis aprehensores, comenzando por declararles que yo era un nyavingui, término por el que las tribus africanas designan a los negros procedentes del Norte, y en sentido especial también a los europeos o uazongos. Mi propósito era evitar que equivocadamente me tomaran por árabe, pues suponía que, después de sus tentativas de invasión en el país de Ruanda, los árabes serían objeto de un odio profundo y justificado. A pesar de la proverbial ligereza de lengua de los africanos, hube de convencerme de que éstos estaban libres, por mi desgracia, de ese defecto, o de que cumplían una consigna rigurosa, al ver que mis palabras, aunque comprendidas, no eran contestadas.

Aprovechando este momento de espera, pude examinar a mi sabor aquellos curiosos tipos, tan diferentes de todos los que hasta entonces había observado desde la costa de Zanguebar hasta el lago Victoria. Eran de alta y bien formada talla; de color negro claro, muy distinto del de los negros de pura raza; las facciones semejantes a las del indio, de expresión altiva y perezosa; la cabeza pequeña, muy poblada de cabello fuerte y rizado, y el rostro imberbe. Su atavío consistía en dos pedazos de piel atados a la cintura, dejando ver los muslos; un casquete de huesos labrados y entrelazados les cubría la parte superior de la cabeza, y varios caprichosos objetos, como dientes, placas de marfil y pedazos de hierro, taladraban sus orejas; los pies completamente desnudos. Su armamento se componía de una gran lanza de hierro que sostienen con la mano derecha, y de una especie de carcaj de tela muy fuerte, suspendido del hombro izquierdo. Estos guerreros disparan las flechas sin necesidad de arco.

Puse muy especial cuidado en verles los dientes, porque hay tribus que acostumbran a limárselos, y estas tribus acostumbran también a comerse a sus víctimas; pero mi examen fue tranquilizador. En este punto me hallaba cuando apareció, saliendo del bosque, el jefe de aquella tropa, seguido de numerosa comitiva. Su aspecto era imponente: alto y musculoso como un atleta, duro y torpe de mirada, medía la tierra a largos y reposados pasos, como un héroe teatral, llevando por única y suficiente arma un enorme sable de hierro, cuyo peso no bajaría de treinta libras. Su vestimenta era análoga a la de los soldados, diferenciándose en que el casquete era mucho mayor, adornado con plumas; en que los brazos y piernas llevaban anillos de hierro, y sobre todo en que la piel delantera, muy bien entrelazada con una cuerda de miombo, era más larga y se abría por delante de un modo inconveniente. En ciertas tribus la jefatura se concede atendiendo a los atributos viriles, signo indudable de fortaleza, y en tales casos el jefe ha de introducir en el vestido ciertas modificaciones, que equivalen a la presentación del real nombramiento en los países monárquico-civilizados.

Dos hombres se destacaron del grupo en que yo estaba y se adelantaron al encuentro de Quizigué (que así llamaban a aquel guerrerazo), cruzando con él respetuosamente algunas palabras, sin duda para ponerle al corriente de la situación. Quizigué se me encaró con la mayor brusquedad posible, y comenzó por insultarme. Según él, yo no era nyavingui, sino árabe, a juzgar por mi rostro y por mi traje. —Los hombres blancos —dijo— caminan solos, como jefes, nunca al servicio de las caravanas árabes, y tú ibas en la de un feroz enemigo nuestro. Pero de todas suertes, tú has penetrado en el reino de Maya, y este crimen será fatal para ti.

—¡Cómo —exclamé yo:— éste es el reino de Maya! Yo creía haber penetrado en el territorio de Ruanda; jamás fue mi intento faltar a vuestra ley.—Mas a esto repuso Quizigué que los pueblos vecinos llaman Ruanda al país de Maya, pero que el nombre de Ruanda es el propio de los guerreros mayas. —No intentes defenderte —concluyó, volviéndome desdeñosamente las espaldas. Se internó en el bosque, y tras él siguieron los soldados, llevándome por delante y sin dejar de amenazarme con sus lanzas.

A poco de penetrar en el bosque pude ver por entre los claros, que detrás de él se levantaban numerosas cabañas. Ya más cerca, vi que todas ellas formaban una sola, unida y prolongada indefinidamente a derecha e izquierda, alta como de diez palmos, con grandes aberturas cuadradas a modo de puertas, y encima de ellas agujeros redondos por todo balconaje. De trecho en trecho pendían, desde el alero del tejado de pizarra hasta el suelo, largas sartas de objetos, que al principio tomé por sartas de frutas, recordando haber visto mil veces en las blancas casitas de mi tierra andaluza las ristras de pimientos y tomates puestos al seque; pero después vi que eran ristras de cabezas humanas, todas ya perfectamente momificadas.

El largo cobertizo empezó a arrojar por sus numerosas puertas soldados, que conforme salían se iban colocando en doble fila a poca distancia de la pared. Quizigué fue cogido en hombros por dos de sus acompañantes, y les dirigió una arenga, de la que yo entendí bien poca cosa. Sus primeras palabras fueron saludadas con un sordo rugido, señal de salutación entusiasta, y sus últimas con un Quinya Quizigué, signo de aprobación. Me pareció que el fondo de su discurso se encaminaba a explicar que quería castigarme, porque yo era un espía enemigo, infractor de la ley sagrada; pero intrigábame muy particularmente la enumeración que hizo de todas las partes de mi cuerpo, pues no comprendiendo la ilación de su discurso, no sabía si aquel ensayo descriptivo se enderezaba a llenar una simple formalidad de procedimiento, o si a encomiar cada una de las partes de mi querido organismo, con fines siniestramente culinarios.

Aquellas palabras retumbantes, que, realzadas por un órgano prosódico de potencia extraordinaria, sonaban a hueco en mi aturdida cabeza, terminaron, y Quizigué descendió de su sitial y dirigiose hacia mí. Le seguían los hombres de su escolta y los caudillos de segundo orden, que se distinguen de los soldados rasos en que llevan en el casquete varias plumas engarzadas, cada una de las cuales representa una cabeza humana a cargo del portador. Entre los mayas, el sistema de ascenso en el ejército se reduce al principio de que si el soldado sirve para destruir al enemigo, el mejor es el que más enemigos mata. De una a cuatro plumas, jefe de escuadra; de cinco a ocho, centurión; y pasando de ocho se puede optar al generalato mediante elección real, que se inspira en los motivos ya explicados. Mientras me inspeccionaban los jefes, los soldados penetraron en los cuarteles o se internaron en el bosque para ocupar sus puestos de guardia.

Uno de los que habían servido de trono a Quizigué fue encargado de mi custodia, y me condujo a una tienda próxima a otra en que los jefes se reunieron para deliberar. Ardía yo en deseos de saber lo que todo aquello significaba, teniendo por averiguado que estos hombres no eran una tribu independiente, puesto que la organización militar pura exige que detrás de un grupo de valientes desocupados haya una nación trabajadora que los sostenga. En toda el África oriental no había yo observado, en punto a milicia permanente, otro ejemplar que el de los rugas-rugas, bandidos, incendiarios y secuestradores, que como soldados mercenarios suelen servir a los innumerables muanangos o reyezuelos, empeñados continua y recíprocamente en destrozarse. Pero estos mayas no tenían nada que ver con los rugas-rugas; su severa organización dejaba entrever un pueblo muy distinto de todos los visitados por mí en el continente negro. Motivo más de tristeza, pues en caso de muerte no era sólo mi vida lo que perdía, sino mis esperanzas de penetrar en una región no visitada aún por los exploradores, y conocer un pueblo que por estos primeros indicios parecía reservar a un hombre blanco legítimas sorpresas.

No se mostró mi guardián excesivamente reservado, y se dignaba contestar a alguna de mis preguntas, aunque extrañando por sus gestos mi deseo de saber en medio de mi angustiosa situación. ¿Cómo explicar a un hombre de tan pocos alcances que existe en el mundo un espíritu universal que piensa en nosotros, y que acaso las ideas que se forjaban en mi mente en aquellas tristes horas se reproducirían en alguna cabeza de sabio europeo y no quedarían perdidas para la ciencia?

De las contestaciones de mi custodio pude colegir que en el interior del país, defendido por estos destacamentos militares, habitaba un enjambre de tribus, cuyo centro político era la gran ciudad de Maya, cerca de la gruta de Bau-Mau (el padre y la madre, o la pareja primitiva), donde tuvo lugar el parto de la tierra. Hay muchos reyes; pero el rey de todos es Quiganza, cuyas mujeres pasan del quene-icomi (cuarentena). Aunque es el más esforzado de los hombres, no puede vencer a Rubango (calentura), espíritu poderoso, fuente de todos los males.

Éstas y otras mil interesantes noticias iba yo recogiendo ávidamente de labios de mi interlocutor, y hubiérase prolongado mucho más la conferencia, a no interrumpirla una palabra inoportuna. Aunque temeroso de mi suerte, una secreta esperanza me hacía aguardar resignado la resolución final, porque Quizigué, bajo su rudo aspecto, me había parecido una naturaleza sentimental poco propensa a las escenas de carnicería. Bien que el hombre desee en el fondo la muerte de casi todos sus semejantes, rara vez su cobardía le permite poner por obra sus propósitos; ya le asalta el temor de que la víctima se rebele y se convierta en verdugo, ya le horroriza la idea de que el fantasma de la muerte se le fije demasiado en el cerebro y le moleste con representaciones desagradables. Por esto, cuando la sociedad ha tenido necesidad de matar, ha instituido tribunales compuestos con numerosos elementos auxiliares. Reunidos varios hombres la situación es distinta, porque los instintos naturales se refuerzan, la cobardía disminuye con el contacto recíproco, y el fenómeno de la representación fantasmagórica no se presenta o se presenta en fracciones pequeñas e incompletas, por lo mismo que se disgrega entre gran número de partícipes.

Júzguese, pues, mi pavor cuando mi vigilante manifestó de una manera incidental que ya estaría próxima la hora de la votación en que me iba la cabeza. Contra lo que yo había creído, no era a Quizigué a quien correspondía resolver de plano en mi causa. En Maya han penetrado muchas ideas de progreso, y no basta ya el juicio de un hombre para entender de las cuestiones que afectan a la salud pública. Sin sospecharlo, estaba, en el centro de África, sometido a un Consejo de guerra que, después de amplia discusión y maduras deliberaciones, decidiría de mi suerte por mayoría de votos. Ante este nuevo aspecto de las cosas, mis esperanzas volaron y me vi perdido sin remedio. Sin saber lo que me hacía, en un ciego arranque cogí una flecha del carcaj del infeliz centinela y le atravesé la garganta, sin darle tiempo siquiera para gritar. Después me lancé por una estrecha claraboya abierta en la pared trasera de mi prisión, y viendo, al caer, delante de mí un espesísimo bosque, penetré en él velozmente y seguí corriendo horas y horas sin dirección fija, hasta que empezaron a entorpecer mi vista las primeras sombras de la noche.

Forzado me era buscar un árbol donde acogerme hasta que llegase el nuevo día; en los árboles sólo corría el riesgo de que me molestaran los innumerables monos que en ellos habitan; pero en tierra era casi seguro que las bestias salvajes diesen cuenta de mi persona. Después de varios tanteos me decidí por un hermoso baobab, aislado en uno de los claros del bosque. El tronco tenía varias hendeduras que facilitaban el ascenso, y las ramas bajas se cruzaban formando un descansadero seguro, ya que no fuese muy cómodo, en el que pasé aquella larga noche, desvelado por la inquietud y trastornado por un olorcillo desagradable que no sabía a qué atribuir, hasta que la rosada aurora me permitió ver que el tronco hueco del baobab estaba lleno de cadáveres. Esto me tranquilizó un tanto, porque el olor de la carne en putrefacción era indicio seguro de la existencia de una ciudad, y yo estaba resuelto a seguir adelante, ya que tampoco me era permitido retroceder.

En los pueblos africanos se emplean varias clases de sepultura, y una de ellas consiste en arrojar en lo hueco de los árboles los despojos humanos que no son dignos de inhumación. Ésta se reserva para los reyezuelos, a los que, no sólo se les sepulta en la tierra, sino que sobre sus sepulturas se suele hacer un sacrificio de mujeres, que se consideran afortunadas acompañando a su rey al reino de las sombras. Fuera de estos dos sistemas, hay otro que consiste en arrojar los cadáveres a las hienas, para aplacar a estos insaciables carnívoros e impedir que destrocen los rebaños; por último, el más elemental es practicado por las tribus extremadamente pobres, obligadas por la miseria a comerse sus propios muertos. La antropofagia ha sido mal explicada por algunos exploradores, que sólo han visto la exterioridad de las cosas y de los acontecimientos; se ha llegado a afirmar y a creer que los antropófagos forman las tribus más salvajes y crueles, cuando la observación, libre de miedo y de otras bajas pasiones, descubre todo lo contrario. Las tribus antropófagas son las más débiles y cobardes, ordinariamente agrícolas y poco aficionadas a los alimentos azoados; son las que menos molestan a las fieras, a las que temen y aun veneran, y son las que más sufren las depredaciones de otras tribus batalladoras, que a veces les arrebatan las mujeres, obligándoles a ofrecer el vergonzoso espectáculo de la distribución por turnos de una hembra que los vencedores les dejaron como limosna, y a veces les arrasan los campos, forzándoles a devorarse unos a otros.

Ciertamente que, una vez adquirida la costumbre, a la que el hombre es muy dado, este pobre salvaje sigue comiendo carne humana, aunque le sobre el alimento vegetal, como el soldado, una vez que fue al campo de batalla y se enardeció con sus triunfos, se acostumbra en cierto modo a matar a sus semejantes, y desea continuar matándolos, después que la guerra terminó; pero de esto no se desprende que sea más retrasado que los otros, ni tampoco más cruel. El rasgo terrorífico que señalan muchos viajeros de limarse los dientes para devorar con más facilidad y prontitud, revela a las claras que su naturaleza es buena, puesto que si fuese mala los tendría afilados ya y no tendría necesidad de afilárselos.

Dispuesto a afrontar con audacia los peligros en que me hallaba envuelto, descendí del baobab hospitalario y tomé una senda que me condujo a los bordes de un riachuelo, cuyo curso se dirige al Occidente. Siguiendo la ribera, a los pocos pasos vi un magnífico hipopótamo reposando con la serenidad del justo sobre las cuatro columnas que le sirven de patas, y me causó agradable extrañeza notar que sobre los anchos lomos llevaba unas a manera de alforjas de fibra vegetal, y alrededor del cuello una especie de collera muy holgada, que, sujeta por la parte superior al centro de las alforjas, hacía las veces de brida y pretal.

Varias veces se me había ocurrido la idea de que el hipopótamo podría ser domesticado como en otros tiempos lo fue el elefante africano y hoy lo está el indio. Al parecer, mi idea estaba ya realizada por tribus que sólo en este rasgo demostraban, si no bastara la organización de su ejército, una superioridad considerable sobre todas las que viven desde la costa a la región de los lagos.

Conocedor de la nobleza de carácter de los hipopótamos, me acerqué sin desconfianza al enjaezado paquidermo, que volvió pesadamente la cabeza, sin intentar desenclavarse de su sitio. Yo monté sobre él, y sin necesidad de espoleo previo, me vi convertido en el más original caballero andante que se haya visto en el mundo. Al poco tiempo la senda se metía en el río, y mi conductor se metió también sin vacilar, y, siguiendo el curso de las aguas, nadaba con tal serenidad que parecía estar en tierra y no moverse del suelo.

Capítulo III

Ancu-Myera.—Boceto de una ciudad centroafricana.—De cómo una falsa apariencia me elevó desde la humilde situación de condenado a muerte a los altos honores del pontificado.


Después de una hora de feliz navegación, que aproveché para meter honda mano en las bien provistas alforjas, el hipopótamo, dueño absoluto de sus movimientos y de los míos, se desvió del centra de la corriente, arribando a una pequeña ensenada, donde tocamos fondo. Ni entonces, ni durante el viaje, aparecieron rastros de ser humano, y yo me preguntaba si no había sido imprudencia abandonarme al capricho de un animal cuyas intenciones desconocía. Pero hay momentos difíciles en la vida del hombre, en los cuales éste se ve forzado a abdicar su soberanía y a obedecer sumisamente al primer animal que se atraviesa en su camino. Hube, pues, de resignarme, y los hechos posteriores demostraron que el mejor partido fue el de la resignación.

Abandonando el fondeadero, ascendimos el hipopótamo y yo por una larga y suave pendiente hasta entrar en un camino llano que la cortaba y que, sin apariencias de obra de mano, me pareció casi tan ancho y cómodo como las carreteras de España. Sin vacilar tomó el hipopótamo la derecha, siguiendo el curso del río, y esta seguridad en la dirección me hizo creer que su instinto, como el de nuestros animales domésticos, le llevaría a la casa de su dueño, ante el que intentaba yo por adelantado justificarme con todos aquellos gestos y razonamientos que fuesen propios para demostrar mi honradez y para granjearme su protección.

Apenas entramos en el nuevo camino, y al volver de un recodo que éste forma para dirigirse hacía el Sur, apareció al descubierto un hermoso bosque, cuyo verde intenso, como fondo de un gran cuadro, hacía resaltar una multitud de pajicientas cabañas, colocadas en primer término y semejantes desde lejos a un rebaño paciendo desparramado.

Los habitantes de estas chozas salieron a mi encuentro en actitud que yo creí hostil, pues lanzaban fuertes gritos y eran hombres solos. En África, como en Europa, la mujer no toma parte en los combates, y por esto la ausencia de las mujeres me dio mala espina y me pareció indicio de disposiciones belicosas. Bien que mis enemigos no llevasen ningún género de armas, tampoco para habérselas conmigo las necesitaban.

Antes que yo intentase, aunque lo pensaba, detenerme y esperar, varios hombres se destacaron de la turba y vinieron hacia mí; a los pocos pasos uno de ellos, separándose de los demás, que se detuvieron, se acercó hasta tocar la cabeza del hipopótamo e hizo una reverencia, a la que yo me apresuré a contestar. Después se fueron adelantando gradualmente los rezagados y me abrumaron con sus reverencias, cada vez más rastreras y acompañadas siempre de los gritos que me habían asustado. Entre ellos sólo percibí clara la palabra ¡quizizi!, fórmula de saludo matinal.

Aunque en diversas ocasiones y distintos países había podido observar que los pueblos otorgan sus favores y hacen objeto de sus entusiasmos al último que llega por ser el que menos conocen, no dejó de producirme extrañeza aquel desbordamiento de simpatías súbitas. Alegrándome por el momento, no dejé de ponerme en guardia, temeroso de que las cañas se volviesen lanzas. Es aventurado cimentar algo sobre la voluntad de un hombre; pero cimentar sobre la voluntad de una multitud es una locura: la voluntad de un hombre es como el sol, que tiene sus días y sus noches; la de un pueblo es como el relámpago, que dura apenas un segundo.

Más todavía se aumentaron mis dudas cuando pude distinguir entre el ruido de las aclamaciones, además de la palabra quizizi, otras dos, igana iguru, que iban a mí dirigidas. ¿Habría tal vez en la religión de aquel pueblo la creencia en la venida de un «hombre de lo alto»? O dada la abundancia de símbolos en uso entre los africanos, el nombre Igana Iguru ¿designaría a un hombre de carne y hueso con el cual me confundían? Y ¿cómo era posible esta confusión?

Pero fuese como fuese, yo estaba decidido a ir hasta el fin, tanto más cuanto que el azar se ponía de mi parte. Precedido y acompañado de los indígenas, que no bajarían de mil, entré triunfalmente en la ciudad, que, según supe después, lleva el nombre de Ancu-Myera, por su situación «entre el bosque y el río», y está habitada por pescadores mayas, que sostienen por la vía fluvial un activo comercio con los pueblos del interior, con los que cambian los productos de la pesca por frutas, granos y artículos industriales.

El que hacía de jefe, y luego resultó ser rey y llamarse Ucucu, me condujo al centro de la ciudad, donde se alza, completamente aislado, su palacio, una cabaña o tembé de gran extensión, adornado con innumerables aberturas cuadradas y redondas, y defendido por una verja de toscos barrotes de hierro. El techo, tanto del palacio como de las restantes cabañas, es de caballete, denotando cierta influencia europea, pues las tribus, separadas de toda influencia exterior, construyen sus cabañas circulares y de techos cónicos, sin ninguna empalizada defensiva.

Montado siempre sobre el sesudo y tranquilo paquidermo me detuvieron a la puerta misma del tembé, dando frente a un cadalso, alrededor del cual se agrupaban ansiosos los súbditos de Ucucu, de todo sexo y edad. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de una amplia túnica flotante, sujeta por debajo de los sobacos y larga hasta las rodillas. Las piernas y brazos completamente desnudos, y la cabeza cubierta por ancho cobertizo en pirámide, formado con cuatro hojas anchas y picudas de cierta especie de palmera. Algunos pequeñuelos estaban completamente desnudos, y en cambio ciertas personas de distinción llevaban, además de las prendas descritas, algunos adornos raros, injertados en la túnica de una manera caprichosa, amén de los brazaletes y collares.

El tipo general de los hombres es el huma, o sea el mismo de los guerreros, aunque de talla más mediana y de facciones más adulteradas por las operaciones quirúrgicas a que se someten para embellecerse; el de las mujeres es bastante agraciado, pero las afea mucho el excesivo desarrollo de los pechos, que se procura estirar hasta que llegan a las ingles. La razón de esta moda es sumamente práctica, pues las mayas amamantan a sus hijos sin abandonar sus faenas ordinarias. Siéntanse en el suelo o en taburete muy bajo, y cruzando las piernas en forma de tijera, colocan en el hueco a sus crías, que sin ningún esfuerzo ni molestia se encuentran en posesión constante de los pechos maternales.

Esperaba lleno de ansiedad el desenlace de aquel espectáculo, que no comprendía, cuando un grupo de hombres armados de lanzas cortas y de machetes apareció conduciendo prisioneros a un hombre joven y de buen parecer y a un asno de poca talla y de pelo claro como de cebra, de la que acaso procediera alguno de sus ascendientes. Ambos prisioneros subieron al cadalso, que se levantaba muy poco del suelo, y a seguida Ucucu habló para someter a mi arbitrio aquel juicio, nuevo en los fastos judiciales de Ancu-Myera. Sucesivamente hablaron dos hombres del séquito del rey para defender al hombre y al asno, que impasibles presenciaban aquella ceremonia forense.

Según pude colegir, el crimen consistía en la profanación del tembé, donde se hacen las ofrendas al funesto espíritu Rubango, única sombra de divinidad en quien creen todos los mayas. Realizado el crimen, había surgido una duda grave acerca de quién fuese el responsable, si el asno, autor material del hecho, o su dueño, culpable por negligencia. Por esta razón el conflicto había sido reservado al Igana Iguru, el gran juez y gran sacerdote.

No es nuevo el caso de que un juez se entere de un proceso merced a lo que oye decir a los contendientes, pero sí era para mí nuevo, original, inaudito, todo aquello que presenciaba. En un pueblo que yo tenía por semisalvaje descubría de improviso la existencia de un poder judicial grande, sabio y ambulante para mayor comodidad de los súbditos; descubría la existencia de principios jurídicos admirables, que constituyen el anhelo de los más adelantados penalistas de Europa, como son la igualdad de todos los seres creados ante la ley y el jurado popular, conforme a los sanos principios de la más pura democracia.

Oídos los discursos, vi que todas las miradas estaban pendientes de mi boca, y me hice cargo de que había llegado el momento de juzgar. La decisión era fácil, porque se veía a las claras que la opinión general estaba con el último de los abogados, con el abogado del asno, y aun no faltó quien gritara: «¡Afuiri Muigo!», lo que equivalía a pedir la muerte. Así, pues, mis primeras frases en Ancu-Myera, frases que me pesarían como losa de plomo si no hubiera descargado la responsabilidad de ellas sobre los indígenas, fueron para condenar a Muigo, que así se llamaba el desventurado reo humano. —¡Afuiri Muigo!—dije en tono solemne; y un inmenso clamor salió de todas aquellas bocazas africanas, en el que se mezclaba la satisfacción, el odio, y sobre todo la admiración por mi sabiduría. Sin más preámbulos los sayones cortaron la cabeza a Muigo y se llevaron el asno, que lanzaba rebuznos no sé si de alegría o de dolor.

Según costumbre nacional, los acontecimientos extraordinarios, sean tristes o alegres, se celebran con regocijos públicos. El acontecimiento del día era mi presencia en la ciudad, y para festejarla se habían suspendido desde el amanecer todas las faenas de la pesca y dado suelta a los siervos. Previa invitación de Ucucu, descendí del hipopótamo como magistrado que deja su tribunal, y penetré en la morada regia.

Estaba ésta construida a la manera de las cortijadas de mi tierra: dentro de la verja de hierro se levanta, hasta una altura de doce palmos, una galería cuadrangular, donde tienen sus habitaciones el rey, sus hijos y sus siervos. En el espacio cerrado por estas galerías, cuya cabida no bajará de dos fanegas de marco real, hay numerosos tembés y templetes rústicos, diseminados sin regularidad, donde se contiene cuanto es necesario para la comodidad, recreo e higiene del señor. En las habitaciones de éste resplandecía un gran aseo, y se respiraba esa atmósfera de sencillez y tosquedad reveladora de una gran pureza de costumbres.

Después de refrigerarnos con algunas libaciones de fresco vino de banano, a una indicación mía, Ucucu me llevó al interior del palacio para mostrarme sus riquezas. Entretanto, sus acompañantes, casi todos funcionarios públicos, quedaron conversando sobre asuntos de gobierno. Nuestra primera visita fue a un kiosco, donde pude ver más de un centenar de loros de varias pintas, todos muy vivarachos y charlatanes. Una de las aficiones, acaso la principal, de los mayas, es la cría de loros, a los que maestros muy hábiles que hay para el caso, instruyen en diversas gracias, chistes y aun largos discursos. Ucucu me mostró particularmente algunos de aquellos oradores, que, según él, se expresaban con tanta facilidad que pudieran ser tenidos por personas de juicio y ser escuchados como oráculos. A esto asentí yo, pero indicándole que no siempre la sabiduría acompaña a la fácil elocución; aun entre los hombres, que son los seres más sabios de la tierra, suele encontrarse alguno que no es tan sabio como los demás, y que se distingue porque habla más que los otros. Pues así como con el estómago ligero se anda con más agilidad, con la cabeza vacía la boca se abre y las palabras escapan velozmente.

Desde el kiosco de los loros fuimos al harén, que Ucucu no tuvo reparo en enseñarme. El harén es una copia reducida del palacio, aunque sin ventanas ni claraboyas al exterior. Las diversas habitaciones toman sus luces de un patio anchísimo, plantado de árboles de sombra y separado de las habitaciones por galerías descubiertas, semejantes a los cenadores andaluces. Cada mujer tiene su habitación de día, en la que vive con sus hijos hasta que éstos cumplen los cuatro años y pasan a poder del padre, que los confía a ciertos pedagogos o siervos, que saben relatar de coro la historia del reino, única ciencia que se considera necesaria, porque sirve para entusiasmar a la plebe y para olvidar las miserias del presente con el recuerdo de las grandezas del pasado.

El último año, los habitantes de Ancu-Myera fueron apaleados y lanceados por un grupo de guerreros que, no teniendo enemigos exteriores que combatir, debían librar batalla con los habitantes del interior para no perder el ardor bélico. Tal fue la desesperación de los de Ancu-Myera ante su vergonzosa derrota, que muchos querían abandonar la ciudad, y lo hubieran realizado sin una arenga enérgica de Ucucu, gran conocedor de la Historia, en que les recordó la del valiente Usana, el rey Sol, que, de simple pescador, llegó a ser rey de todos los reyes mayas, a reunir grandes riquezas y a dejar un recuerdo imperecedero. Con esto el pueblo recobró su animación habitual, llegando, por último, a olvidar el agravio cuando se comprendió que sus causas habían sido la profanación de la casa de Rubango y el deseo de venganza de éste. Así se explica el furor popular contra Muigo, la patriótica indignación que yo torpemente había juzgado en los primeros momentos como salvaje brutalidad.

Después de pasar un largo y tortuoso corredor llegamos al patio del harén, en donde había dos docenas de mujeres que cantaban con voz cadenciosa y dormilona una canción en que se repetía con frecuencia el nombre de Ucucu. Cada día se recita una canción diferente para ensalzar las últimas hazañas del señor, y la de este día era como sigue:


Felicidad a Ucucu, al valiente muanango.
Con el canto del gallo (ucucu) fue Ucucu al Unzu.
En la mano llevaba el inchumo (especie de lanza),
Pero la pesca de Ucucu no fue el anzú (pez):
Ha matado al terrible angüé (leopardo).


El principal deber de una muntu, de la mujer en general, es cantar las alabanzas de un hombre del esposo, del padre o del hijo, según las circunstancias. La honestidad de la mujer exige que ésta, ya sea con sinceridad, ya con hipocresía (si es que tan bajo sentimiento cabe en el corazón de estas mujeres), tenga siempre en sus labios el nombre de aquel que la mantiene.

Sin ser psicólogos, los mayas conocen la virtud extraordinaria de la repetición de una palabra, y saben que la mujer ama y respeta por la fuerza de la costumbre. Para ellos, las pruebas de amor que a nosotros nos satisfacen y nos enloquecen serían motivo de irrisión, pues entenderían que la mujer que libremente ama, libremente deja de amar. Como a los animales domésticos se les impone la obligación del trabajo, a la mujer se le impone la del amor, cuyas formas exteriores son el servicio del esposo y la cría de los hijos. La mujer holgazana es vendida como sierva para los trabajos agrícolas; la estéril es devuelta a su antigua familia, mediante la devolución de la mitad del precio dotal. Pero si la mujer es hermosa (y para el gusto del país las hay hermosísimas) se la dispensa la holgazanería y la esterilidad, y entra a formar parte de los harenes ricos, que se honran teniendo algunas mujeres de lujo.

Al mismo tiempo que las mujeres de Ucucu entonaban su canción, inventada bien de mañana por uno de los siervos pedagogos, se entretenían en sus quehaceres; sólo tres dormitaban tendidas sobre pieles de leopardo; las demás estaban sentadas y tejían con fibras vegetales una pleita, de la que se forma después la tela para las túnicas, o amamantaban a sus pequeñuelos, o lavoteaban en una pocilga varias prendas de vestir. En medio del patio, unos cuantos negrillos se entretenían jugando con la arena, completamente desnudos. Algunas de las mujeres estaban también desnudas, y a nuestra llegada entraron a engalanarse, no por pudor, sino por deferencia a Ucucu. El pudor no existe, quizás porque la piel, sin ser negra, es excesivamente morena y carece de matices para reflejarlo. De esta observación he deducido yo que acaso lo que llamamos pudor sea, más que una cualidad espiritual, una propiedad del cutis, una caprichosa irritabilidad del tejido pigmentario.

Una de las mujeres que, tumbadas sobre pieles, holgaban, especie de matrona de carnes abundantísimas, después de obtener la venia de Ucucu, me dirigió la palabra para pedirme noticias de la corte de Maya, donde había nacido y pasado su juventud. Yo procuré salir del paso con respuestas ambiguas que no descubrieran mi superchería y que me proporcionasen alguna luz sobre mi verdadera situación. Esto ofrecía serias dificultades, porque Niezi, o Estrella (que así se llamaba la matrona), se expresaba en un lenguaje rápido y confuso, muy diferente del que hasta entonces había yo oído.

A lo que pude entender, el Igana Iguru, cuyo título y preeminencias usurpaba yo en aquellos momentos, era el primer magistrado o sacerdote del rey Quiganza, y su misión, además de presidir los sacrificios era recorrer de tiempo en tiempo todas las ciudades del reino y decidir, como supremo juez, las cuestiones judiciales arduas. Niezi había sido en primeras nupcias esposa de un Igana Iguru llamado Arimi, el hombre «elocuente», cuya muerte fue misteriosa. Habiendo llegado cerca de Mbúa, se apeó del hipopótamo sagrado y se dirigió a la gruta de Rubango, que hay en el lago Unzu, para hacer una ofrenda e inspirarse antes de entrar en la ciudad y condenar a muerte al culpable reyezuelo Muno. Al cabo de cinco días, el hipopótamo fue encontrado solo en el bosque, y en la gruta la túnica y las sandalias de Arimi, que, bañándose en el lago, había sido devorado por un cocodrilo, según anunció el espíritu de Rubango por boca de Muana, hermano de Arimi, sucesor de su dignidad, y condenado poco después a muerte por el rey. A este hecho debieron la libertad las mujeres del Igana Iguru, entre ellas Niezi, vendida por su padre a Ucucu. El nuevo lgana Iguru fue el hijo del ardiente rey Moru, Viaco, cuya muerte ignoraban los hijos de Ancu-Myera, bien que se alegrasen de ella, como todos los mayas, pues a la crueldad de Viaco había sucedido la piedad, de que yo daba tantas señales.

Esta charla me puso al corriente de la situación, y, como hombre que se resuelve a jugar el todo por el todo, adopté mi plan, convencido de que los mayores imposibles se logran con audacia cuando se cuenta con inteligencias pobres y exaltadas, propicias a aceptar más fácilmente lo absurdo que lo razonable.

Apenas había acabado Niezi de hablar, cuando yo, con tono solemne y plañidero, le manifesté ser el propio Arimi, su antiguo señor, a quien una serie de desventuras había conducido al destierro y a la cautividad. Grandes clamores acogieron estas palabras mías, y Niezi estuvo un momento vacilante, no queriendo dar crédito a mis palabras y menos aún a sus ojos; pero al fin se arrodilló delante de mí e hizo signos de reconocerme y de condolerse de mis males. Viéndola hincada de hinojos sentí un movimiento de generoso entusiasmo en pro de nuestra pobre raza humana, tan injustamente vituperada. ¿Dónde encontrar un ser que diese crédito a mi voz con esta noble confianza, con este agradecido reconocimiento? Ni entre las especies animales más celebradas por sus virtudes e inteligencia, como el perro, el caballo o el elefante, hubiera encontrado un rasgo semejante de leal sumisión.

Contra lo que creen algunos pesimistas, es más difícil gobernar a los animales que al hombre, porque los animales no se someten más que a la fuerza o a la razón, interpretada por su instinto, en tanto que el hombre se contenta con algunas mentiras agradables e inocentes, cuya invención está al alcance de hombres de mediano entendimiento. Júzguese, pues, la torpeza de los que, tomando al hombre por animal perfeccionado, intentan someterle por la violencia y derramamiento de sangre o con auxilio de leyes e imposiciones penales. Estudiando de cerca estos pueblos más primitivos, se ve claro que el gobierno de las naciones no exige hombres de Estado, ni legistas, ni soldados, sino poetas, comediantes, músicos y sacerdotes. Una canción tiene más fuerza que un código, y una letanía alcanza más lejos que un cañón rayado.

Entre estas reflexiones no olvidé lo que convenía a mis intereses, y después de levantar del suelo a Niezi, viéndome rodeado de oyentes deseosos de escucharme, comencé un relato, que inventaba al correr de la palabra y pronunciaba con unción y pausa.

«Cuando el día que ocurrió mi supuesta muerte, penetré en la gruta de Rubango, varios hombres, pagados por mi envidioso hermano Muana, estaban al acecho; me despojaron de mis ropas y me arrojaron al lago. En el fondo de éste se abre una galería que conduce a un mundo distinto del nuestro; allí viven los que mueren sobre la tierra, gobiernan los espíritus y se habla un idioma desconocido. En estas mansiones subterráneas, donde no penetra el sol, los hombres se vuelven blancos, sus cuerpos se cubren de pelo y la memoria olvida el pasado porque aprende a conocer el porvenir. Bien que mi deseo hubiera sido permanecer allá, mi deber me había impulsado a volver a la vida terrestre para salvar a Quiganza de una horrible conjuración y al pueblo maya de una completa ruina.»

Terminado mi discurso, comprendí que todos los ánimos se hallaban embargados por una profunda impresión. De este primer movimiento dependía el éxito futuro, porque las palabras que buscan el apoyo de la fe sólo necesitan, como el amor, un primer destello, que después crece y se propaga y se convierte en amplísimo incendio; son como el rayo que cae de lo alto, y si encuentra a su paso, materias inflamables, reduce en poco tiempo una ciudad a escombros. A su lado, las palabras que se dirigen al entendimiento son las mortecinas luces que arden por toda la ciudad sin disipar siquiera las sombras.

Ucucu deseaba comunicar al pueblo estas nuevas, y me hizo abandonar el gineceo para volver al lado de sus auxiliares. Todos ellos sufrieron el contagio, y aquel mismo día Ancu-Myera estaba convertido en un foco de entusiastas defensores de Arimi. La opinión popular había interpretado libremente mis revelaciones y me consideraba como un reformador religioso y político y como un defensor de sus intereses particulares.

Por la tarde hubo yaurí, o consejo, en el palacio de Ucucu, con asistencia de todas las autoridades locales: el consejo es realmente el que forman los uagangas, «adivinos», asesores del rey, pero en circunstancias extraordinarias concurren también los más respetables cabezas de familia a quienes de antemano se haya otorgado esta preeminencia. En el consejo, al que yo asistí, se acordó expedir correos a varias ciudades próximas y a la capital. Con gran sorpresa mía vi que uno de los uagangas sabía escribir en caracteres semejantes a los latinos, trazados sin ligamen, y redactaba, sobre pedazos de piel, los despachos que habían de enviarse, así como el acta del yaurí, que se junta con las precedentes, formando el archivo histórico de la localidad.

Cuando me quedé a solas con Ucucu le hablé del rescate de Niezi, ofreciéndole la restitución del precio dotal. No se crea que esta proposición era una imprudencia política, inspirada por censurables apetitos. Niezi no me inspiraba ningún deseo impuro, y en cuanto a Ucucu, nada había que temer dada mi nueva situación. En Europa no se ve que los hombres tengan a honra entregar sus mujeres a los que tienen un rango superior, bien para sacar provecho, bien para recibir de rechazo el honor que la mujer recoge en el trato con hombres superiores; pero en estos pobres países africanos, donde la vida es muy candorosa, nada tiene de extraño que las gentes de sangre inferior deseen elevarse mediante cierta comunidad con los superiores. De aquí que no sólo sea un honor regalar o vender una esposa al que tiene superior categoría, sino que el adulterio existe exclusivamente cuando el adúltero es de clase igual o inferior al marido. En Maya no sufre excepción la regla, y aun está admitido que, si el adúltero es superior, el agravio se convierta en beneficio y el adulterio se llame yosimiré, gracia señalada. Como vemos, en el fondo de cada maya se oculta un pequeño general Anfitrión, bien que conformándose con algo menos que con un Júpiter.

El móvil que me impulsaba a solicitar a Niezi no era de carácter pasional. Me convenía adquirir esta mujer, educada en la corte y conocedora de detalles interesantísimos para mí, que siendo el alma de toda la intriga, marchaba completamente a ciegas. Me era preciso soltarme en el manejo del idioma, que Niezi hablaba con gran perfección y finura; y juntábase a todo esto ¿por qué no decirlo? un agradecimiento que hubiera degenerado rápidamente en simpatía, y quizás en amor, si ciertas particularidades de raza no fueran por lo pronto bastantes para impedirlo.

Gran parte de aquella noche la pasé al lado de Niezi, arreglándome una vestimenta al uso del país y dirigiéndole innumerables preguntas e instruyéndome con sus respuestas. Pude hacer valiosos descubrimientos psicológicos sobre la mujer maya y sobre la mujer en general, los cuales, completados en el tiempo que se sucedió, merecerían un tratado especial, aunque no dejaré de apuntar más adelante algunas ideas.

Cuando me separé de Niezi, de mi esposa, puesto que lo era con arreglo a la ley del país, pensaba con tristeza que aquella noche otros hombres celebrarían sus bodas más alegremente que yo; pero me consolaba pensando también que la noche de bodas de un enamorado no sería tan pura como mi noche de bodas, consagrada toda ella a los trabajos de sastrería y a la observación psicológica.

Capítulo IV

Desde Ancu-Myera a Maya, por Ruzozi y Mbúa.—Mi recepción en el palacio de los representantes.—Espectáculo original, llamado danza de los uagangas.


Muy de mañana me despertaron los rumores populares que llenaban la plaza pública. Abandoné las duras piedras que me habían servido de lecho, y eché una ojeada por la claraboya de mi alcoba sobre los grupos de pescadores que aguardaban mi aparición.

Me dirigí hacia la puerta de entrada del palacio, encontrando en el zaguán al rey con sus hijos y con algunos de su servidumbre. Un siervo abrió la puerta y me mostré a la multitud, que me aclamó y que, satisfecho ya el deseo que la retenía, se fue dispersando en dirección del río para preparar sus canoas y emprender las faenas diarias de la pesca.

Los personajes que en la tarde anterior habían asistido al yaurí nos hicieron el saludo matinal, y después dedicamos la mañana a visitar todas las piezas del palacio: los graneros, bien repletos de maíz rojo, de trigo obscuro, muy semejante al centeno, de cierta clase de habas, a las que llaman macuemé, y de otras varias legumbres secas; la armería, donde había muestras de un notable adelanto industrial; los establos de mcazis o vacas de leche, de mbusis o cabras, de cebúes y de cebras; la pescadería, donde son secados al fuego los peces del río (pues los mayas no practican la salazón, y conservados en sartas para las épocas de escasez; por último, las cocinas, en las que hicimos alto para tomar el almuerzo, que consistió en leche, diversas legumbres, pasta de trigo y abundantes tragos de vinos diversos, hechos con jugos de frutas pasadas.

Mientras comíamos, uno de los hijos de Ucucu me refirió el origen del nombre de su padre. Ucucu significa «gallo», y este animal, en el país maya, es muy parecido a los gallos ingleses que se crían para las riñas. Su valor supera al de los demás animales, pues aunque le rompan las espuelas, le rajen la cabeza, le salten los ojos y le despedacen el cuerpo, lucha hasta triunfar o perder la vida. Así es Ucucu. Un día, luchando con una pantera, recibió cinco veces en su cuerpo la garra del irritado animal, y no obstante, siguió luchando cuerpo a cuerpo hasta vencerla. Después de esta hazaña le cambiaron sus súbditos el nombre, que antes fue Nindú, «Narizotas», como nuestro buen rey Fernando VII.

Así como el nombre de Ucucu tiene su historia, el de Nindú tiene su filosofía. Uno de los rasgos que caracterizan al africano es su entusiasmo por lo monstruoso, que para su gusto vale tanto como para el nuestro lo bello. La regularidad es la vulgaridad, y si para distinguirse moralmente hay que acometer algún hecho extraordinario, para valer corporalmente hay que ostentar alguna particularidad chocante, que deje una impresión durable del individuo: la nariz muy desarrollada, la boca muy grande, los pechos muy largos en la mujer, son las cualidades preferidas, y siguen después las manos, el cuello, los dientes y las orejas. Si naturalmente no se posee ninguno de estos rasgos, se suele acudir al artificio, a los injertos, taladros y demás extravagancias que pueden verse en los relatos de los exploradores.

Es, sin embargo, indudable, dicho sea en descargo de los africanos, que estos gustos y estas costumbres existen también entre los europeos, bien que suavizados, porque nosotros somos más tímidos y respetamos más nuestro organismo. Fuera de algunos usos crueles, que aún conservamos como el del corsé, el de los zapatos estrechos, el del cuello engomado, el del sombrero de copa alta y el de los quevedos ornamentales, en general, puede decirse que logramos distinguirnos sin grandes martirios merced a los progresos de la fabricación de tejidos y de las artes indumentarias.

Terminado el almuerzo me retiré a mis habitaciones, donde me entretuve hablando con Niezi, que a falta de aviso mío se había levantado muy tarde, hasta que llegaron emisarios de Ruzozi y de Mbúa, y poco después de Maya, anunciando que en todas partes había tenido eco la voz de Ucucu y su consejo, y que el rey Quiganza me ordenaba emprender sin demora el viaje a Maya. No esperé segundas órdenes, e inmediatamente hice traer el hipopótamo y enjaezar una vaca para el servicio de Niezi, y me despedí de Ucucu, de sus hijos y de sus mujeres en medio de recíprocas muestras de amistad. Después emprendimos la marcha, siguiéndonos a pie los emisarios y un hijo y dos siervos de Ucucu como escolta de honor.

Desde Ancu-Myera a Maya hay seis horas de camino por el que yo traje a mi venida, y ocho siguiendo el curso del Myera; yo elegí el más largo para pasar por las dos ciudades amigas que hay en el trayecto: Ruzozi, la ciudad de la «colina», y Mbúa, llamada así por la fidelidad «canina» con que sus habitantes han seguido siempre la buena y la mala fortuna de los reyes mayas. Ruzozi está distante del Myera, y es una ciudad de agricultores y ganaderos; Mbúa se dedica a la pesca y a los trabajos metalúrgicos, y es muy rica y populosa. Sus habitantes pasan de ocho mil, mientras que Ruzozi tendrá unos tres mil, y Ancu-Myera quizás no llegue a esta cifra. En ambas ciudades fui recibido con entusiasmo y se agregaron a la comitiva algunos personajes de la intimidad de Nionyi y Lisu, que son los reyezuelos respectivos. Nionyi se llama así porque su marcha es tan rápida como el vuelo de un «pájaro», y Lisu u Ojazos (porque, en efecto, los tenía desmesuradamente grandes y abiertos) era el jefe leal que depuso a su predecesor Muno, con motivo de cuya condena había ocurrido mi muerte, esto es, la supuesta muerte de Arimi. Sus intereses estaban ligados con los míos, y sus muestras de adhesión fueron, por tanto, muy vehementes.

A la salida de Mbúa el río se ensancha y permite el paso de los hombres y de las bestias, que es necesario porque Maya se encuentra en la margen opuesta. Algunos de los hombres de a pie cruzaron por un puente de madera que está mucho más abajo, sobre dos tajos, entre los cuales el río se estrecha para precipitarse en altísima catarata.

Desde los tajos se contempla ya el panorama de la ciudad de Maya, situada en el término de un suave declive y extendida en un espacio tal, que la mirada no puede abarcarla en conjunto. Como los edificios son de planta baja y separados los unos de los otros, una población de veinte mil habitantes exige un área tan extensa como la de Madrid. El plano de la ciudad está formado por más de cien núcleos diferentes, pues cuando ha sido preciso ensanchar el núcleo primero, que constituyó en lo antiguo un pueblo insignificante, se han ido levantando a distancia como de mil pies, edificios centrales para residencia de la autoridad, y alrededor de ellos casas irregularmente diseminadas, hasta tocar en las pertenecientes a otro grupo. Tal sistema parece desde cerca muy irregular, pero desde lejos produce el efecto agradable de una gigantesca colmena, y permite conocer la marcha que ha seguido en su evolución la ciudad primitiva.

Entre cuatro y cinco de la tarde hice mi entrada en Maya, y difícilmente olvidaré las circunstancias que la acompañaron. A las puertas de la ciudad estaba el rey Quiganza rodeado de un centenar de próceres. Todos vestían túnicas de colores verde y blanco, excepto la del rey, que era verde y roja. El rey llevaba además, como signos de distinción, un collar de piedras brillantes, y sobre su cabeza colosal, a la que debía su nombre de Quiganza, una diadema de plumas irisadas. Sus acompañantes ¡levaban sólo penacho de plumas blancas y rojas, areles y cinturón de piel. Detrás de este grupo había otro de gentes de inferior calidad y presencia, y, por último, dos largas filas de soldados vestidos como los del ejército de Quizigué.

Después de la pesada ceremonia de las salutaciones, descendí del hipopótamo (del cual, así como de conducir a Niezi a mi antigua morada, se encargaron cuatro de los circunstantes de segunda fila) y presenté al monarca a los hombres de mi séquito, que, cumplida su misión, emprendieron el regreso a sus hogares. Rompíase la marcha por entre la doble fila de tropas, y llegamos a una gran plaza en cuyo centro se eleva un espacioso tembé que yo creí ser el palacio real, y era el sitio donde se reunían los representantes del país. Esto no me extrañó, pues por las indicaciones de Niezi sabía ya que el gobierno maya tenía mucho de parlamentario, y sin necesidad de tales indicaciones, bastaba conocer la organización del gobierno local para inferir la existencia de un yaurí colectivo que asumiera la representación de los diferentes yauríes locales.

El edificio era una nave cuadrilonga, como, según la tradición, era el arca de Noé, y por sus cuatro costados guarnecida de pórticos de estilo griego. Las columnatas eran hileras de árboles desmochados a diversas alturas, y los arquitrabes y cornisas zarzos de cañizo cubiertos de una especie de pizarra que sirve también para reforzar el pajote de los tejados y para enlosar los pavimentos. En el interior, las paredes, revestidas de barro gris, no ostentaban ningún adorno, y en el testero principal, a la derecha de la puerta de entrada, había un dosel, debajo del cual nos sentamos el cabezudo Quiganza, su sobrino, que es el príncipe heredero, y yo; los representantes, cuyo número era de ciento uno, se fueron sentando por orden en un banco de madera adosado a la pared. Un grupo de cincuenta a la derecha, otro de veinticinco enfrente, y el resto en el banco de la izquierda. De esta suerte, el centro del salón quedaba libre, y los muros parecían adornados por numerosas estatuas, en las que se combinaban de un modo extraño los colores verde y blanco de las túnicas, con el negro de la cara y los brazos, y el blanco y rojo de los penachos.

A un silbido lanzado por el cabezudo Quiganza, el ala derecha de los uagangas, que así se llaman por extensión los representantes, aunque este nombre es más propio de los consejeros, se levantó, y, avanzando hasta la mitad de la sala, se dispuso a ejecutar una danza originalísima, de la que difícilmente podré aquí dar idea.

El que figuraba a la cabeza de la fila, hombre viejo y de fisonomía expresiva, llamado Mato por ser muy «orejudo», hizo unas muecas muy raras: abría la boca hasta formar con ella una O; elevaba los ojos al ciclo y cruzaba las manos sobre el pecho; después cerraba los ojos, descruzaba las manos y juntaba la boca, bostezando con gran ruido. Y lo curioso del espectáculo era que, como si todos los hombres de su fila estuvieran unidos por una corriente eléctrica, según se iban mirando unos a otros, abrían todos la boca como el orejudo Mato la abría; alzaban los ojos como él los alzaba; juntaban las manos como él las juntaba, y deshacían todas estas gesticulaciones como él las deshacía, hasta venir a parar en el bostezo, que resonaba como un fuerte huracán. Esta primera figura de la danza es la salutación.

Después siguió un cuadro muy bello, en que además de mover la boca y guiñar los ojos de muy extraños modos, se meneaban las piernas y los brazos como en el clásico fandango andaluz, y no se sabía qué admirar más, si la perfección artística con que el director representaba la figura, o si la rapidez y exactitud con que todos, cual si fuesen monos amaestrados, la copiaban. Sin embargo, con sus habituados ojos, el cabezudo Quiganza debió ver algo que yo no veía, pues antes que terminase el cuadro silbó de una manera particular, e inmediatamente el jefe separó de la fila a uno de los danzantes, que fue a sentarse en los bancos de la izquierda.

Al fandango (si así es permitido llamarle) siguió otra figura que, si bien muy difícil de ejecutar, me pareció menos artística. Consistía en sacar la lengua todo lo más posible, sujetarla con los dientes y hacerla girar en redondo con gran velocidad. Esta es la gimnasia que emplean como preparación para el arte oratorio, en el que llegan a una considerable altura. El final de este cuadro no me atreveré a reproducirle, porque, sin contener nada que amengüe el prestigio de la respetable clase de uagangas, pudiera chocar un tanto con nuestras costumbres, más exigentes en materia de aseo que las de los pueblos africanos. Basta saber que no cayó en falta ninguno de los ejecutantes.

Para terminar, el director dejó caer los brazos, y sin gran esfuerzo se puso a cuatro patas, si bien las traseras (o sea los verdaderos pies) quedaron un poco encogidas. Todos le imitaron casi instantáneamente, y a seguida emprendieron unos tras otros una rápida carrera alrededor de la sala, a la que dieron seis vueltas, hasta que jadeantes se sentaron en sus bancos en medio de un rumor de aprobación. Diez hombres habían caído en la carrera, y se sentaron en los bancos de la izquierda.

Este último ejercicio, que a los lectores europeos parecerá un poco brutal, tiene su razón de ser en que los valientes mayas recurren para cazar las fieras al artificio de cubrirse con pieles semejantes a las de éstas, y acometerlas corriendo a cuatro pies y llevando un cuchillo en la boca. Antes que el desgraciado animal conozca el engaño, su acometedor le sepulta impunemente el cuchillo en lugar donde la muerte sea segura e inmediata.

Tras un breve reposo sonó un nuevo silbido del cabezudo Quiganza, y el ala izquierda, reforzada por los excluidos de la derecha, en conjunto treinta y siete uagangas, entró en juego, comenzando, según costumbre, por donde la anterior había terminado. Dieron una carrera completa, con mayor velocidad, si cabe, que las precedentes, y el director, viejo muy flaco y ágil, llamado Menu por el descomunal tamaño de su «dentadura», para terminar, se plantó en el centro de la sala, se puso en cuclillas y comenzó a moverse con tal habilidad, que parecía una campana. Aunque todos pretendían imitarle, no llegó a dos docenas el número de los que lo consiguieron, pues la figura exigía que las piernas se sostuvieran firmes como caballetes, y que sobre ellas el cuerpo y la cabeza, en perfecto equilibrio, se balancearan sin caer para atrás ni dar de hocicos en el suelo. En esta forma reman los mayas, que siendo un pueblo muy dado a la navegación, pone sus cinco sentidos en educar la juventud para la marinería, y tiene el gran sentido práctico de convertir los ejercicios de instrucción en juegos populares, mezclando, con el supremo arte de los clásicos, lo agradable con lo útil.

Otra figura de la danza consistió en imitar gritos de animales, y lo hacían con tan maravillosa perfección que llegué a sentir miedo. Estos son los gritos que emplean en la caza y en la guerra.

Por último, ejecutaron una marcha muy extraña, valiéndose también de pies y manos, pero en forma distinta de la primera, pues ahora saltaban como saltan los conejos, dando al mismo tiempo agudos chillidos como las ratas. Así recorrieron varias veces la sala en distintas direcciones, hasta que el rey dio la señal de alto. De todos estos juegos sólo habían salido diez y ocho airosamente, y los demás se fueron acogiendo al banco que estaba frente a nosotros.

Los que en él se sentaban siguieron la danza, y aun a riesgo de ser pesado, no omitiré la indicación de las que ejecutaron. El comienzo fue la marcha a saltos, que terminó con una pantomima muy graciosa, en que todos los saltarines hacían con la cara gestos muy semejantes a los del conejo cuando come. En este extremo ninguno igualaba al jefe, que es el inventor del juego, y por esta razón se llama Sungo, que quiere decir «conejo».

Noté que de todas las figuras ésta era la que más agradaba al rey, quien retrasó el silbido reglamentario y tuvo a los ejecutantes cerca de media hora moviendo la boca, la nariz y las orejas. En todos los pueblos hay un animal que simboliza la astucia: en Asia, el chacal; en Europa, la zorra. En Maya no hay zorras ni chacales, y el instinto popular cifra todos los rasgos de la astucia en el conejo, cuyo fruncimiento constante de hocico, contrastando con la impasibilidad de su mirada y la posición expectante de sus orejas, ofrece cierto aire de picardía, que nosotros los psicólogos europeos no hemos advertido. Un artista como Sungo, haciendo la figura del conejo revela más graciosa malicia y zahiere con más refinada intención, que la cantante parisiense más procaz o el orador parlamentario más maestro en el arte de las reticencias.

Cuando el cabezudo Quiganza tuvo a bien darse por satisfecho, el malicioso Sungo inició un baile del corte de nuestros tangos cubanos, con el que se mezclaban gritos feroces en los que creí notar la alegría salvaje de los cantos de triunfo. Después siguió un cuadro de natación en el que muchos cayeron en falta, pues había que poner el cuerpo horizontal, sostenerse sobre una sola pierna, como las grullas, y mover la otra pierna y los brazos como cuando se nada. Veintiséis uagangas quedaron excluidos en esta suerte y tuvieron que abandonar el local; de donde yo deduje que acaso estas ceremonias equivaldrían a nuestros complicados procedimientos electorales y servirían para aquilatar el mérito de los candidatos y excluir a los que no fuesen dignos de tomar parte en las deliberaciones.

Ello fue que, cuando sólo quedaron los que habían imitado con exactitud los ejercicios, danzas, gestos y gritos de alguno de los tres directores, todos se levantaron, y confundidos en un solo grupo se dirigieron hacia la puerta principal, dando saltos y con los brazos extendidos y las manos colgantes a la manera de los osos. Así fueron hasta la plaza, mientras Quiganza, el príncipe y yo, nos, quedábamos en el dintel presenciando el nuevo espectáculo.

Todos los ciudadanos en masa habían acudido frente al palacio, y cuando salieron de él los uagangas, la danza se generalizó. Era maravilla ver cómo un gesto, un salto, una zapateta, un chillido, corrían de cara en cara, de cuerpo en cuerpo, de boca en boca, de tal suerte que, siendo miles los danzantes que allí estaban, parecían sólo tres, Mato, Menu y Sungo, cuyas figuras se reflejaran en mágica combinación de impalpables espejos y se multiplicaran de una manera prodigiosa.

Jamás en mis viajes por Europa, en los que siempre procuré profundizar cuanto mis alcances me permitían sobre el carácter y las costumbres, las virtudes y los vicios de la sociedad, había yo presenciado nada comparable a esta diversión. Y no estaría de más que la presenciaran muchos censores de mala voluntad, que todo lo que no es europeo lo encuentran detestable y que afirman con error patente que en Europa están los únicos centros de producción del «servum pecus», tan útil para la vida ordenada y próspera de las naciones.

La fiesta se prolongó hasta la puesta del sol; pero antes el cabezudo Quiganza, al que seguimos el príncipe y yo y una pequeña escolta, se dirigió a su palacio, en cuyos umbrales obtuve permiso para retirarme a descansar. El príncipe, que se me había mostrado muy solícito, me acompañó hasta mi morada, que estaba muy cerca de la del rey.

Capítulo V

La vida privada de los mayas.—Antigua organización de la familia.—Recuerdos de mi primera noche en la mansión de Igana Iguru.


En Maya la vida social duraba hasta la puesta del sol. No se tenía idea del alumbrado público, ni de los espectáculos nocturnos; no existían cafés ni otros lugares de reunión. Al anochecer, cerradas las puertas de la ciudad, que están unidas entre sí por altas y espesas empalizadas, ningún ser viviente podía entrar ni salir hasta el nuevo día. Junto a cada una de las puertas había un pequeño cuartel, donde vivían los soldados con sus familias; pero las guardias no las hacían hombres ni mujeres, sino gallos, de sueño más ligero, que daban el grito de alarma al menor ruido de hombres o de fieras que escuchaban media legua a la redonda. Dentro de la ciudad, cada hombre se refugiaba en su guarida; las calles quedaban silenciosas, y en cada habitación comenzaba una nueva vida, la vida íntima del hogar, llena de pequeños placeres y de menudos cuidados, de expansiones y de misterios.

He de confesar que si la vida exterior de estas ciudades no llegaba a satisfacerme por completo, la vida doméstica me seducía hasta el punto de hacerme olvidar, durante meses enteros, mi querida patria. Los mayas son sobrios en el dormir, más aún que en el comer, y con seis horas de reposo tienen más que suficiente; las otras seis horas de la noche (pues la duración de días y noches es constantemente de doce horas) las consagraban a la vida de familia. Ya trabaje el hombre en su propia casa, ya fuera de ella, durante el día vive en trato exclusivo con otros hombres. De día sólo eran visibles las mujeres que en virtud de condena tenían que trabajar en los campos; las demás vivían incomunicadas, muy a su placer, dentro de los gineceos, entretenidas en sus quehaceres, según vimos en casa de Ucucu.

Esta existencia, que parecerá insoportable, es en realidad, justo es decirlo, la más propia del sexo débil, siempre que tenga el natural complemento de la poligamia, institución creada en su beneficio, pues gracias a ella se hace imposible la miseria y la prostitución de la mujer, y se resuelve un problema doméstico que en las naciones civilizadas es insoluble. Me refiero a la necesidad que tiene la mujer de vivir dentro de casa para llenar cumplidamente su misión, y a la necesidad que también tiene de tratarse con otras personas de su sexo y de su clase. Entre nosotros, la cuestión se resuelve rara vez armónicamente: hay mujeres que llevan la vida de pobres prisioneras, y hay otras que trasplantan su hogar a la casa de sus amigas, a los paseos y a los teatros. Entre los mayas la solución es perfecta. Si el hombre cuenta con riquezas, crea dentro de su casa una sociedad femenina, en la que cada mujer ocupa el rango que corresponde a sus méritos, y todas satisfacen dos aspiraciones inherentes a su naturaleza: la de hallar un protector que atienda a sus necesidades y a las de sus hijos, y la de tener compañeras con quienes departir, murmurar, enfadarse y desenfadarse, reñir y hacer las paces, distraer, en suma, el espíritu por medio de juegos inofensivos, que por falta de libertad no pueden degenerar en faltas vituperables. Los hombres pobres que no pueden sostener varias mujeres ni servidumbre, se asocian (generalmente los individuos de una misma familia) para vivir en una sola casa, que se divide con equidad y procurando que las habitaciones de las mujeres comuniquen entre sí. De este modo, las mujeres viven en comunidad durante el día, sin los peligros que serían de temer entre nosotros, habituados a entremeternos a todas horas en los asuntos caseros. Esto entre los hombres libres; los que voluntariamente o por herencia o por delito vivían en la servidumbre, tenían por casa la de su señor, quien se obligaba, en cambio de los servicios recibidos, a sostener al siervo y a su familia: a su mujer o a sus mujeres, que de día acompañaban como siervas a las mujeres del señor, y a sus hijos, que vivían también hasta cierta edad con los hijos del señor.

Dentro de cada mansión, que representa un organismo social más perfecto que nuestros municipios, cada grupo tiene su hogar propio: el señor, los siervos, las mujeres y los hijos. Estos pertenecen a la madre hasta los cuatro años, y después pasan a manos del padre, quien los confía al cuidado, bien de pedagogos domésticos, bien de pedagogos libres, que representan a nuestros maestros de escuela. A los doce años la vida común de la infancia se disuelve, y cada cual adquiere la consideración que corresponde a su sexo y a su clase, pero sin romperse por completo los vínculos familiares creados; las jóvenes entran en gineceo con sus madres en espera de matrimonio; los jovenzuelos viven cerca de sus padres, ayudándoles o aprendiendo una profesión hasta que son capaces de crear familia. Los siervos tenían derecho, desde los veinte años, a que el señor les sostuviera una mujer; y sus hijas, si llegaban a tenerlas, pasaban de ordinario a ser esposas del amo de la casa. Lo hermoso de esta organización familiar, sin embargo, más que en lo dicho, estaba en la vida nocturna. En cuanto el sol se ponía y las puertas de la ciudad se cerraban, todos estos organismos descritos se deshacían hasta el día siguiente, y en cada uno de los hogares, ya aislados, ya unidos bajo un mismo techo, quedaba constituida una verdadera familia natural; el hombre libre dejaba el trabajo, el siervo sus servicios, la mujer el gineceo y sus faenas, los hijos la escuela pública o privada, y todos se reunían para gozar de las dulzuras del amor familiar, mucho más vivo que entre nosotros por no ser posible saborearlo a todas horas. Había en estas reuniones, cuyo interés se renovaba cada día, cierto candor bíblico, difícilmente comprensible para nosotros, acostumbrados ya a las casas de muchos pisos y a las familias de pocos miembros; a trabajar incansables para tener familia y casa propias, para pasar el día y la noche lejos de ellas.

La reunión terminaba siempre cuando se iban a apagar las teas, cuya duración era de cuatro o cinco horas. Las mujeres se retiraban a descansar solas o con sus hijos menores si los tenían; las hijas mayores a sus alcobas, junto a las de las mujeres, y los hijos cerca de sus padres.

En Maya no era tampoco conocida la costumbre de permanecer en el lecho los señores y hacer madrugar a los siervos y a las mujeres; los usos obligaban al señor a ser el primero en levantarse y tocar a diana en un cuerno de búfalo. Al primer toque se levantaban sus mujeres e hijas, que, pasando por la sala de reuniones nocturnas, saludaban al señor y después entraban en el gineceo; al segundo, sus hijos, que se presentaban a recibir órdenes. Estos dos toques servían también para la servidumbre, y cada siervo recibía de los suyos iguales saludos y reverencias. A un tercer toque toda la casa entraba en movimiento con la regularidad de una máquina convenientemente reparada y engrasada.

La mansión del Igana Iguru está cerca del palacio real, y si el verdadero Arimi se hubiera encontrado en mi puesto, la habría hallado casi como el día que la abandonó. Después de la condena de Muana, el cabezudo Quiganza había confiscado y vendido todos sus bienes particulares, mujeres, hijos, siervos, ganados y provisiones, respetando exclusivamente las pertenencias anejas al cargo, las cuales pasaron a poder de Viaco, miembro de una familia nueva en la dignidad. Pero a la noticia de mi reaparición, el rey hizo depositar en su palacio todos los bienes de Viaco, y ordenó por edicto que se me restituyesen los míos, siempre que fuera posible, bajo promesa de indemnización, y todos los antiguos adquirentes se apresuraron a obedecer. De mis quince mujeres, que en mis veinte años de ausencia habían naturalmente envejecido, no faltó ninguna, pues Niezi era la única que había salido de Maya. De mis veintidós hijos habían muerto siete; pero en cambio adquiría, por accesión a sus madres, cinco menores de cuatro años. Mis tres siervos y sus familias fueron entregados por el mismo Quiganza. En suma, las únicas pérdidas sensibles recaían sobre los establos y graneros.

Por el momento no pude observar qué impresión produjo mi persona sobre la servidumbre, pues a poco de llegar sonó la hora de retirada. Se me acercaron mis hijos varones, algunos de los cuales eran más viejos que yo; todos cinco estaban casados y solicitaron de mí que aprobase los actos que habían realizado creyéndose libres. Yo concedí mi aprobación y noté con gusto que eran de los uagangas que habían formado en el ala del centro, y que el mayor de ellos no era otro que el listísimo Sungo. Aunque sea adelantar noticias, debo decir que la representación nacional en Maya no se basaba en la elección, ni tampoco, como yo había creído, en la selección mediante ejercicios difíciles, sino en el parentesco. Todos los parientes del rey, del Igana Iguru, de los uagangas consejeros, que eran tres, de los reyezuelos locales, que eran veintitrés, y de los jefes del ejército, que eran y continúan siendo doce, figuraban en aquélla por derecho propio, que sólo se perdía cuando en tres danzas seguidas se caía en falta. En la celebrada con motivo de mi resurrección habían quedado excluidos definitivamente siete, que eran otros tantos enemigos míos, puesto que yo había sido causa, bien que inocente, de su inhabilitación.

Muy satisfechos se retiraron mis hijos a sus respectivas moradas, a tiempo que entraban en mis habitaciones todas mis mujeres, llevando cinco de ellas a sus pequeñuelos desnudos, tres niños y dos niñas; detrás venían mis diez hijas, ocho de las cuales, habiéndose casado, traían sus hijuelos, en número de veinte. De las ocho hice entrega a sus maridos, que, de acuerdo con ellas, esperaban a la puerta, confiando en que yo accedería a convalidar el contrato hecho por el cabezudo Quiganza. Esta conducta mía, que después supe fue muy celebrada por todo el mundo, no tenía mérito alguno, porque, aparte de no haberme hecho cargo aún de la utilidad que podía sacar de una numerosa familia, encontraba un alivio a mi turbación disminuyendo el número de los que me rodeaban. No puedo menos de admirar la soltura con que estos hombres, que nos parecen inferiores, se mueven en medio de una familia de cincuenta o cien personas, y atienden a mil cuidados, preguntas y peticiones, sin aturdirse y sin fatigarse. Creo sinceramente que cualquier negro maya haría en nuestros salones figura más suelta y airosa que muchos encumbrados aristócratas y espirituales literatos.

Cuando me quedé solo con mis quince mujeres, mis dos hijas mayores y mis cinco hijos accesivos, pude respirar con algún desahogo y adquirir el aplomo necesario para dominar la situación. Por lo que pude ver al turbio resplandor de las teas que desde los rincones de la habitación alumbraban, sólo tres de mis mujeres conservaban restos del brillo juvenil, aunque ya pasarían de los treinta y cinco años; las demás estaban en pleno período de descenso, y algunas tocaban en la edad sexagenaria. Mis hijas eran dos robustas doncellas, de diez y nueve y veinte años, y ambas habían nacido de Memé, la más joven de mis mujeres y la favorita de Arimi después que Niezi, que lo había sido, avanzó en años. Memé y sus hijas eran las únicas que no habían salido de la casa, pues de Arimi pasaron a Muana, y luego las adquirió el fogoso Viaco. Según me dijeron, una de las jóvenes debía casarse en breve con el príncipe Mujanda, el que tan solícito se me había mostrado.

La primera que rompió el silencio fue Niezi, para decirme que todas sus hermanas, esto es, mis mujeres, estaban ya enteradas de mi maravillosa historia y se habían alegrado de volver a su antigua casa, y que ella estaba muy triste por la ausencia de Nera, una de las mujeres del bravo Ucucu, a la que amaba entrañablemente. Así, pues, me rogó que tomase a Nera por mi mujer, en lo cual Ucucu recibiría un nuevo honor.

Después de ofrecer a Niezi lo que me pedía, usé brevemente de la palabra para repetir el relato de mi inmersión en el Unzu, y de las maravillas que se encierran en los palacios de Rubango. Entonces pude observar que la razón de la rápida creencia en mis invenciones, estaba en que los mayas, tanto hombres como mujeres, no habían llegado, como nosotros, a sentir la necesidad de la noble mentira (sin la cual muchos adelantos religiosos, políticos y sociales serían imposibles), y creían a ciegas en la veracidad de la palabra humana. Como es natural en el árbol echar hojas y en el río llevar agua, lo es en la palabra anunciar la verdad. Ni en el procedimiento civil ni en el penal se admite otra prueba que la declaración de los litigantes o de los reos, y los abogados (esto pudo verlo el lector en el juicio de Ancu-Myera) se limitan a conmover al juez, que a veces falsea la ley, no por error, sino por exceso de sensibilidad.

Cada una de mis mujeres fue exponiendo sus impresiones, y por último mis hijas me manifestaron, llenas de candor, que el fogoso Viaco se había negado a entregarlas a los diversos pretendientes que habían tenido, y que ellas deseaban que yo las casara a la mayor brevedad. Ante declaraciones tan ingenuas me apresuré a ofrecerlas, a la una, que al día siguiente concertaría el enlace proyectado con Mujanda, y a la otra, que la enviaría al valiente Ucucu a cambio de Nera; todo lo cual fue muy del agrado de la reunión, y de las jóvenes en particular, y se realizó, en efecto, al día siguiente.

Tras estas explicaciones vinieron los deseos de cerciorarse de los cambios que me habían ocurrido en mi vida subacuática; me tocaron la barba y me palparon los brazos, que yo mostré para que vieran su blancura; me encontraban más joven que antes de mi desaparición, y se extrañaban de las mudanzas de mi fisonomía, de la que tampoco tenían recuerdo exacto, pues cada cual la reconstruía de un modo distinto.

La esbelta Memé, que ejercía sobre las demás mujeres cierta supremacía, cogió un laúd, cuyas cuerdas, untadas de resina, lanzaban roncos sonidos, como los bordones de una guitarra, y tocó en él una triste melodía, que acompañaba con su canto y coreaban todas las mujeres con gran afinación. La música era muy antigua y popular, y la saben desde pequeños todos los mayas; pero la letra había sido compuesta aquella mañana por el siervo Enchúa. Este nombre significa lo mismo que nuestra palabra «anchoa», y dada la estrecha relación fonética y morfológica que existe entre uno y otra, no es inútil hacer aquí esta indicación y recomendarla al estudio de nuestros modernos y sagaces filólogos. La canción decía así:


«Arimi, el de la lengua de fuego,
Arimi, enmudeció durante miles de soles.
El gran Arimi escapó de las prisiones de Rubango,
Y ya sabe conocerle, y vencerle.
Los mayas esperan a Arimi,
Y Arimi será el fuerte escudo de Quiganza.
Se acabará la ruina de las cosechas;
Arimi sujetará el viento destructor.
Arimi detendrá las aguas del río.
Las lágrimas se acabarán con la llegada de Arimi.»


Como los predicadores de aldea conmueven casi siempre a sus oyentes con sólo repetir sin tregua ni reposo el nombre del santo Patrón del lugar, así los poetas mayas utilizan el recurso de repetir en cada verso el nombre del héroe en cuyo loor cantan. Sin embargo, bajo la tosca estructura de esta canción, compuesta en mi obsequio, se encubre todo el pensamiento religioso nacional, pesimista y candoroso; y todo un programa político, puesto que en ella se contienen los dos elementos integrantes de un programa: la enumeración de los males que acostumbran los pueblos a padecer y la promesa de remediarlos.

Después de la música y del canto vino un baile ejecutado graciosamente por las hijas de Memé, que al final, despojándose una de ellas de su túnica, quedaron enlazadas en un grupo muy artístico. Este baile es con rigorosa propiedad un episodio dramático de la historia de Usana, y el fin representa un momento culminante de la vida del gran rey: cuéntase que después de vencer al rey de Banga y de tenerle tendido bajo sus rodillas, éste le declaró que era una mujer, se arrancó la túnica y con sus maravillosos encantos prendió el corazón de Usana en las redes del amor.

Tocó el turno a los niños, que recitaron varias canciones y algunas tiradas de historia, aprendidas de labios de sus hermanos mayores; el más pequeño, que tendría poco más de dos años, les superaba a todos por su despejo y por su gracia. Así agradablemente fueron pasando las horas, y llegó la de dormir, marcada por las teas, a punto ya de consumirse. Cada mujer se retiró a su alcoba, y los pequeños con sus madres, y yo quedé solo embebecido en la interior contemplación de tantos y tan extraños acontecimientos como en aquel día habían ido sucediéndose. Toda la noche la habría pasado sobre mi estrecho taburete, medio dormido, medio despierto, de no volverme a la realidad la presencia de Memé, que, llena de azoramiento y completamente desnuda, penetró en la estancia, se acercó a mí rápidamente y me dijo al oído con voz agitada: —¿Arijo? Arijo Viaco. ¿Estás aquí, señor? Viaco está aquí.

De un salto me incorporé, e instintivamente miré en torno mío buscando un arma. La esbelta Memé se dirigió a un rincón, arrancó de la pared un cuchillo que servía de palmatoria, y separando de la hoja la tea, aún encendida, me le ofreció con valiente ademán. Era una figura hermosa que me hizo reconocer por primera vez la belleza de una mujer negra. Su cuerpo tenía esa plenitud y perfección de formas que sólo se encuentran en las mujeres que han pasado ya los años de la juventud; el pecho, que las afea tanto por su excesivo y monstruoso desarrollo, era en ella pequeño y muy recogido (de donde sin duda la venía el nombre de Memé, que quiere decir «cabrilla»); la cabeza airosa y de expresión enérgica y arrogante, y como coronamiento de la obra unos ojos grandes, tristes y hechiceros como los de una gitana.

La alarma fue inútil, porque Viaco no pareció. Quizás, descubierta a tiempo su tentativa, tomaría el partido de escapar, pues oímos un vivo cacareo de gallos, que, según Memé, indicaba el paso del fugitivo. Quizás todo fuera una alucinación muy común en la exaltada naturaleza de las mujeres africanas. Quizás una treta de la hermosa Memé para atraerme y reconquistar sobre mí el ascendiente que había ejercido veinte años atrás.

Capítulo VI

La religión maya.—El afuiri y el ucuezi.—Descripción de estas ceremonias y de la vida maya en un día muntu.


Aunque las mujeres mayas vivían en absoluto aislamiento, tenían cada mes lunar un día libre, el día muntu o de la mujer, en que se presentaban en público para concurrir al ucuezi y al afuiri, ceremonias religiosas instituidas por la ley. A estos dos ritos estuvo reducida la religión maya, la antigua y la nueva, hasta mi pontificado, y en ambos el sacerdote único era el Igana Iguru, después del rey, la primera figura de la nación.

Examinando los manuscritos del archivo de Arimi (acrecentado con los posteriores a su muerte), encontré en diversas piezas numeradas todas las noticias necesarias para reconstituir la historia religiosa del país. Cada manuscrito o ruju es una piel de buey un poco recortada y redondeada, y su conservación es perfecta; pero su manejo es tan penoso y su interpretación tan difícil, que tuve que auxiliarme de mis dos siervos pedagogos. Todos los rujus, en número de ochenta, pertenecen a una época reciente, pues de su contexto se deduce que la escritura fue introducida en Maya por un indígena llamado Lopo, que había vivido largos años fuera del país en otras tierras donde habitan hombres caídos del cielo. A este Lopo se le llamó Igana Iguru, fue el iniciador de un nuevo período histórico de carácter revolucionario, y, según mis cómputos, debió vivir hace unos tres siglos, allá por los reinados de nuestros Felipes II y III. Sin embargo, los manuscritos abarcan mayor extensión de tiempo y transmiten muchas tradiciones antiguas que sobrevivieron a la época revolucionaria, y que representan en la actual uno de los elementos de la religión vigente.

Los antiguos mayas creían exclusivamente en un espíritu malo. Recordando las noticias transmitidas de boca en boca de unas a otras generaciones, aprendían que jamás los campos dieron en un año doble cosecha, ni los árboles echaron dos veces hojas y frutos, ni las fieras dejaron de devorar al hombre, ni éste dejó de trabajar bajo la inclemencia del sol y de la lluvia. La naturaleza, que para el maya no es buena ni mala, sigue su curso sin mostrarse una sola vez generosa con el hombre, dándole siempre lo ordinario. En cambio, ¡cuántas tradiciones no refieren que tal año se desbordó el río y anegó los campos, que tal otro huracán arrasó los sembrados y abatió los árboles! ¡Cuántas hambres, guerras, incendios y enfermedades! Los mayas creían, pues, que toda alteración en la marcha de la impasible naturaleza era para daño del hombre, y personificaban todos los males en un solo ser incognoscible, llamado Rubango, por ser el más funesto de los males la enfermedad, la «fiebre». En la patología maya toda la nomenclatura de los padecimientos se reduce a la palabra rubango, y por una sencilla traslación metafórica, todo el arte médico se reduce también al acto de aplacar el espíritu irritado de Rubango. Este acto era el afuiri, sacrificio jurídico, y se conservó en la religión reformada.

La explicación de esta doctrina y de su ritual religiosa llena veintitrés pieles; los restantes rujus se refieren a la época moderna y pueden dividirse en dos grupos: uno de catorce, que contienen la parte fija o dogmática, y otro de cuarenta y tres, con la parte movible o histórica, después del edicto de Usana. Sobre este último grupo mi examen fue muy somero, porque los relatos se repiten constantemente, variando sólo los nombres del rey, del Igana Iguru, de los individuos sometidos al afuiri y de los concurrentes al ucuezi. Son, más que otra cosa, censos de población. Los Kim o dogmas sí merecen examen, porque, bien que bajo formas rudimentarias, encierran los fundamentos de un curioso monoteísmo.

En un principio la tierra era lisa y hueca, como una calabaza de agua, y dentro de ella vivían los animales; pero tanto crecieron éstos que faltó espacio para contenerlos, y la corteza terrestre tuvo que irse estirando. Así se formaron las montañas, y los valles. Las lluvias, que antes resbalaban por la superficie de la tierra, ahora descendían de las montañas y se reunían en los lagos, que son los depósitos de los ríos. Con la humedad aparecieron las plantas. Por último, la tierra se abrió por diversos lugares y dio a luz un par de animales de cada una de las especies que contenía en su interior. Entre ellos figuraba un par de soccos o monos antropomorfos, primera forma del hombre terrenal, aparecida en el mismo lugar donde hoy se alza Maya, en una gruta llamada Bau-Mau, gruta de los primeros padres. Este primer Kim no se opone a la aparición de otras parejas fuera del reino de Maya; al contrario, se cree que cada reino se formó de una pareja distinta, y por esto no es lícita la conquista territorial. Aunque los pueblos guerreen unos contra otros y se despojen de sus riquezas, especialmente de sus mujeres y ganados, jamás se deben modificar las fronteras, ni una ciudad de un reino debe pasar a otro reino distinto. Lo que la tierra hace, el hombre no debe deshacerlo, dice una sentencia maya.

El segundo Kim comprende la construcción del gran enyu y la ascensión del Igana Nionyi. Estos dogmas no son más que una deforme mezcolanza de la leyenda de la torre de Babel y de la fábula de Ícaro. Cuando estos hechos ocurrieron, los mayas no tenían ya cola, y sabían hablar correctamente; su deseo de conocer lo que hubiera en las alturas les impulsó a construir una cabaña en forma de pirámide; pero como no percibieran desde tal observatorio más de lo que habían percibido desde la tierra llana, eligieron de entre ellos a un hombre valiente y audaz, le hicieron subir a la cúspide de la pirámide, y después de adaptarle dos alas, hechas con plumas de pájaro, soplándole por ambos conductos le hincharon de tal suerte, que adquirió el volumen de un hipopótamo; inmediatamente el Igana Nionyi se elevó como un globo y fue subiendo, subiendo, hasta perderse de vista, sin que hasta el día haya vuelto a parecer.

El tercero y último Kim refiere cómo el Igana Nionyi llegó a una tierra que está en el firmamento y que ocupa sobre nuestra tierra la misma posición que ésta ocupa sobre la inferior, de donde nacieron los mayas; porque el mundo es como un inmenso edificio compuesto de muchos pisos de gran altura, y cada capa terrestre es a un tiempo el tejado del mundo que está debajo y el suelo del que está encima. En esta nueva tierra, cuyo suelo es muy pobre, no existen hombres ni mujeres; pero hay muchas ciudades habitadas por monos, blancos como el armiño, y hábiles en toda suerte de industrias, los cuales, aunque no saben hablar, reconocieron a Igana Nionyi por su rey y le juraron ser sus esclavos. Pasando el tiempo, el rey, forzado por la necesidad, se unió con numerosas esclavas, y de sus enlaces nacieron seres mixtos, morenos, habladores e irracionales, que por su doble naturaleza recibieron el nombre de cabilis. Tenían de las madres la voracidad y el amor a la esclavitud, y del padre el don de la palabra y cierta tendencia a rebelarse cuando no sentían el látigo sobre las espaldas; por lo cual, entristecido el rey, bien que amara su obra con el amor de padre, y temeroso de que la nueva raza, cuya propagación era muy rápida, agotase todas las subsistencias, determinó hacer envíos de ella a la tierra baja para que trabajase en provecho de sus antiguos hermanos, los hombres. Son muchas las comarcas afortunadas donde se verificó ya la irrupción de los cabilis, y en todas las demás se verificará si los hombres saben congraciarse con Igana Nionyi. El día que Maya reciba su lote se acabarán para siempre las penalidades y los trabajos, cada hombre tendrá un grupo de cabilis a su servicio y se dedicará a holgar y a bendecir el nombre de Igana Nionyi. Ese día está próximo; será forzosamente en el ucuezi, esto es, en el segundo día de un plenilunio, que por esta razón se celebra con fiestas en honor del gran padre de los cabilis.

Sin entrar en una crítica detallada y comparativa de estas creencias, cabe hacer una ligera exégesis que nos aclare su sentido y nos oriente en cuanto a su verdadero valor. A mi juicio, el primer Kim, o sea todo lo relativo a la creación de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, es de puro origen africano, puesto que, más o menos adulterada, esta creencia se extiende por casi toda África, y antes de llegar a Maya la había yo recogido en dos distintas localidades: en Sinyanga, pequeño Estado regular cerca del Seque, en el Usocuma, y en Mavona, en la frontera del Caragüé.

El reformador Lopo, ya por habilidad, ya por instinto, había sin duda aprovechado una creencia arraigada y popular para establecer sobre ella el castillo de naipes de sus fábulas. Porque esto son, y no otra cosa, la erección del gran enyu, la ascensión del hombre pájaro, la formación de la raza de los cabilis y la venida de éstos a la tierra. No es posible que un pueblo tan atrasado en Arquitectura y en Física haya siquiera concebido la idea de construir una pirámide y de lanzar al espacio un hombre globo; y en cuanto a la invención de una nueva tierra en el firmamento, la contradicción es patente con el primer Kim; porque con éste el mundo es semejante a una calabaza hueca, y en aquélla se le compara a un edificio que, como un teatro o una plaza de toros, tuviese varias galerías superpuestas, dejando un gran hueco central para que alumbraran el sol y la luna.

Lopo tuvo relaciones con los navegantes portugueses que por aquel tiempo arribaron a diversos puntos de la costa occidental de África, y no es aventurado suponer que les acompañase hasta Europa, y que de las impresiones de su viaje compusiera una religión acomodada a las necesidades de su patria, introduciendo el principio fecundo de un dios bienhechor, Igana Nionyi, contrapeso muy conveniente del dios malo Rubango. Esta suposición explica el origen de las reformas religiosas de Lopo, y nos ofrece el medio de conocer, en su curiosa invención de los cabilis, las impresiones y juicios de un hombre de África sobre la sociedad europea de fines del siglo XVI.

Pero la principal reforma de Lopo consistió en instituir el culto público. La religión antigua de Rubango tenía carácter individual o familiar, y si algún acto público se realizaba, era con el concurso de hombres solos; la religión de Igana Nionyi fue pública y nacional, y no admitía distinción de sexos en cuanto al cumplimiento del deber religioso. Nació de aquí un inevitable dualismo; sin flaquear en la fe, los hombres se inclinaban a la creencia antigua, que estaba más en su naturaleza; y las mujeres a la reformada, que comprendían con más dificultad; entre los hombres, visto que el tiempo pasaba en balde, se generalizó la opinión de que la venida de los cabilis tendría lugar un poco más tarde, cuando quizás toda la generación viviente hubiera perecido; entre las mujeres se hizo de día en día más popular el ucuezi, y bien pronto el día libre se llamó muntu, y fue el pensamiento constante del bello sexo. Este dualismo cesó con el edicto de Usana, quien dispuso muy cuerdamente que el ucuezi y el afuiri se celebrasen en un mismo día y con el mismo carácter público: la oposición no tuvo ya razón de ser, y bien pronto el espíritu nacional, sobreponiéndose a los convencionalismos, exaltó la ceremonia clásica y deprimió la ceremonia nueva, que hoy ha perdido toda su significación.

En los primeros tiempos de la reforma, el afuiri se celebraba sin día fijo, siempre que, con motivo de un crimen, se imponía al autor la última pena; el ucuezi tenía lugar el día segundo de los plenilunios, y se festejaba con gran pompa. Toda la ciudad entraba en júbilo y concurría al templo del nuevo dios, donde el Igana Iguru entonaba bellos cánticos caminando alrededor de un altar que servía de peana al hipopótamo sagrado, provisto para esta solemnidad de dos grandes alas extendidas, como si fuera a volar. Todos los asistentes cantaban en coro y gritaban llenos de entusiasmo; había discursos, banquetes y danzas; se repartía trigo a los enfermos pobres, y para terminar se leía el tercer Kim, que contiene la promesa de la venida de los cabilis.

Después del edicto de Usana el afuiri se celebró en el plenilunio; se separaron las jurisdicciones, quedando a cargo de jueces ordinarios los delitos menores, y a cargo del Igana Iguru los de muerte, y la pena capital no pudo aplicarse más que un día de cada mes, lo cual representaba un gran progreso jurídico. En cambio, el ucuezi fue decayendo: dejó de darse trigo a los enfermos pobres; se suprimieron los banquetes y los cánticos; después se suprimieron las alas del hipopótamo, las cuales se habían roto con el uso, y, por último, para facilitar la ceremonia se suprimió también el hipopótamo, poniendo en su lugar un gallo, al que por medio de una cuerda se le hacía bailar.

A los diez días de mi llegada a la corte presencié, siendo yo el actor principal, estos ejercicios religiosos y demás divertimientos que caracterizaban el día muntu. Muy de mañana, contra la costumbre ordinaria, me despertaron mis mujeres, cuyo número ascendía ya a diez y siete con la llegada de Nera, la amiga de Niezi, y de Canúa, otra bella joven, regalo de Lisu, rey de Mbúa, y notable por su boca grande y sensual, a la que es deudora de su nombre. Me levanté y me vestí al instante, porque me aguardaba a la puerta el hipopótamo, ricamente engalanado por mis siervos; y montando sobre él, me encaminé al lugar de la fiesta, fuera de la ciudad. Toda mi familia, sin exclusión de persona, me acompañaba, y en el camino íbamos encontrando nuevas familias, dirigidas siempre por sus jefes, con los cuales nos reuníamos sin confundirnos. A la salida del sol todo el mundo está en los alrededores del templo, en la hermosa colina del Myera, y la animación es tan viva como en las ferias, verbenas y romerías españolas.

Cada familia elige un lugar para hacer alto y para depositar los pequeñuelos y las provisiones; y una vez el sitio elegido, todo el mundo se desparrama y se mezcla, grita, danza y corre y hace cuantas diabluras le sugieren sus malos instintos. Aquí un grupo de hombres graves se dedica a apurar panzudos cazolones de vino dulce, ligero e inofensivo; allá un coro de mujeres, cogidas de la mano, danza al compás de una canción, mientras los jóvenes las rodean y las dirigen frases más o menos galantes; ya es un montón de negrillos desnudos que se revuelcan por el suelo, ya una banda de galancetes que, laúd en mano, rondan de un lado para otro festejando a las mujeres que son de su agrado, ya una pareja de negros tórtolos que desaparece en el bosque vecino.

Un hecho que se compadecía mal con la sujeción de la vida diaria, era la libertad en que los padres dejaban a sus hijas para retozar con quien bien las pareciera. Esa libertad, sin embargo, no producía malos resultados, porque, aparte de la poca importancia concedida a la castidad de las doncellas, era muy raro el caso de que una joven con hijos —y algunas solían llevar varios como dote— no se casara con el padre de éstos, quien se apresuraba a concertar la boda o por amor o por interés. Como un hijo representaba un valor constante, pues varón se le podía vender como siervo, y hembra como esposa, no ocurría, como entre nosotros, que un padre se negara a reconocer a su hijo. En Maya todos los hijos tenían padre, y el infanticidio, según pude ver, era cosa inaudita. En los casos de adulterio en que por la calidad superior del amante no había ofensa personal, el marido consideraba como honroso y lucrativo aceptar los hijos ajenos, sin que jamás mediara ignorancia, pues estas mujeres no supieron jamás mentir ni tenían interés en engañar a sus esposos. Por una extraña anomalía, los hijos nacidos de una manera irregular, los que nosotros llamamos naturales y adulterinos, eran allí mirados con predilección, por suponérseles engendrados en día muntu y porque, como hijos de la pasión, solían aventajar en méritos y defectos a los hijos del deber. Vese, pues, que en Maya existían, iguales vicios que en otras sociedades, pero con la ventaja de tener día fijo; el padre y el esposo podían ser ofendidos en su autoridad o en su decoro, pero solamente un día de cada mes.

Las ceremonias del día muntu se regían por la marcha del sol. El ucuezi tenía lugar cuando el sol había recorrido la cuarta parte de su arco, hora de almorzar; el afuiri, cuando estaba en el cenit, hora de las libaciones. El regreso se emprendía después de comer, antes que el sol se pusiera. Ya he dicho que la puesta del sol suspendía la vida pública, abriendo la vida de familia. Llegada la hora del ucuezi, todos los concurrentes se colocaron de pie alrededor del templo, cuya cortina descorrida dejó a la vista cuatro altos pilarotes sobre los cuales descansa una montera piramidal de fajina y pizarra, y en el centro un túmulo de piedras toscas, que apenas levantaría una vara del suelo. Me acerqué a uno de los pilarotes, y desatando la cuerda que a él estaba amarrada, la dejé correr por un travesaño enclavado en lo alto del techo. De la extremidad de esta cuerda pendía un gallo joven o pollo muy zancón, degollado aquella mañana por mi bella esposa Memé, al que hice bailar en el aire un buen rato ante el silencioso concurso. Después volví a amarrar la cuerda al poste, hice correr la cortina y di por terminada la ceremonia, que en realidad era poco divertida.

Comenzó de nuevo la algazara, y una vez terminado el almuerzo o primera merienda del día, aproveché el tiempo para recorrer la colina y conocer a las mujeres más notables de la ciudad. Me acompañaba la esbelta Memé, cuyas relaciones eran muy numerosas. Vi en primer término unas ochenta mujeres que formaban la familia real, entre las cuales estaban interinamente las mujeres del desaparecido Viaco; las cincuenta esposas del cabezudo Quiganza eran notables por su obesidad, pues éste las elegía con un criterio exclusivamente cuantitativo, y en particular la favorita, a la que llamaba el pueblo la reina Mcazi, la «vaca», dejaba entrever bajo su túnica verde, adornada con plumas de colores, dos pechos gigantescos, según fama, los más grandes de todo el país. La hermana mayor del rey, madre de mi yerno Mujanda, era una gallarda negra con los bríos de una sultana mora; entre las esposas del orejudo Mato había una mujer de bello y puro tipo etiópico, que me hizo descubrir la existencia de un dualismo de razas, cuya fusión no se ha realizado aún en absoluto, pues al lado de aquella mujer y de otras que, como la esbelta Memé, conservan indudables rasgos de la raza superior, se encuentran entre la gente baja muchas de talla más pequeña y de color más claro, de tinte moreno verdoso, que deben proceder de la raza indígena. Mis impresiones, sin embargo, en esta primera ojeada fueron muy confusas, porque la falta de costumbre no me permitía distinguir las particularidades de cada tipo, y fuera de algún caso excepcional, todos me parecían iguales, con pequeñas diferencias. Lo que sí comprendí a primera vista fue que las mujeres más bellas, las de facciones más regulares, como Memé, eran las menos apreciadas por el público, de lo cual me alegré no poco, pues así me sería fácil completar mi harén a poco costo y sin excitar rivalidades.

Nada hay tan fatal para el hombre como el medio que le rodea, y yo, que al principio me ahogaba entre mi nueva familia, la encontraba ahora insuficiente viendo las de los demás. Cuando nos habituamos a vivir con una sola mujer, no sólo no queremos otras, sino que ésta única acaba por cansarnos y hacernos amar la soledad; pero si nos acostumbramos a vivir con varias, desearemos ir aumentando el número y no nos encontraremos bien sin ellas; porque si una familia pequeña sirve de martirio, una familia numerosa sirve de diversión.

En Maya, de ordinario, el hombre sólo busca la primera mujer, que es la favorita, y ésta, por no vivir sola, se encarga después de traer nuevas compañeras, procurando siempre que sean de su confianza o que no tengan méritos suficientes para desbancarla. Y como las mujeres se conocen entre sí mejor que los hombres pueden conocerlas, se ven elecciones muy acertadas, y no ocurre que jóvenes de bellas cualidades queden postergadas por su aparente fealdad. El día de que voy hablando me presentó Memé una joven muy flaca (y fea, según los gustos mayas), habilísima en el manejo del laúd y en el canto, y a sus instancias la acepté por esposa mediante la oferta de tres onuatos de trigo. El onuato, medida en forma de «canoa», equivale próximamente a dos fanegas de Ávila. Mis demás mujeres entraron en deseos, y visto que yo no ofrecía resistencia, me concertaron hasta una docena de mujeres, naturalmente de entre sus amigas, por precios variables desde tres a cinco onuatos.

Estas chalanerías eran frecuentes en toda la feria, pues entre el ucuezi y el afuiri se celebran, siempre gran número de transacciones matrimoniales, sin que haya temor de que las mujeres escaseen, porque vienen muchas de otros puntos del reino. La desproporción entre los sexos es tan grande, que, según mis cálculos, de las veinte mil personas allí reunidas, no llegarían los hombres a cuatro mil.

Cuando llegó el sol al cenit tuvo lugar la segunda ceremonia, el afuiri. Cinco hombres y dos mujeres eran acusados: uno de ellos de profanación, dos de hurto de ganados reales, y los otros dos y las mujeres, de adulterio cometido en el día muntu precedente, con la circunstancia agravante de ser ellos servidores de los esposos ofendidos; a estos delitos se atribuyó una herida que el cabezudo Quiganza se había hecho en un pie mientras afilaba una flecha, y que, según la creencia general, era un aviso de Rubango. Por los mismos procedimientos usados en Ancu-Myera, todos fueron condenados a muerte, bien a mi pesar y sólo por dar gusto a la concurrencia, que lo deseaba unánimemente, y decapitados sobre una plataforma que para el efecto está construida junto al templo de Igana Nionyi.

Después de terminado el fúnebre acto hice redactar el acta del día, con la que terminaron las fiestas religiosas. Desde este momento hasta la retirada, el espectáculo se convirtió en una espantosa bacanal, en cuya comparación las saturnales romanas serían autos de moralidad y cuadros de edificación. La pluma no se atreve a describir lo que estos hombres en un rato de expansión se complacen en hacer.

Capítulo VII

Algunas noticias históricas y geográficas del reino de Maya.—La antigua organización y el juego de los partidos políticos.


El día que siguió a las fiestas religiosas fue de calma y de recogimiento, porque todo está tan sabiamente previsto en la naturaleza humana, que el dolor, impotente para destruirla, se prolonga sin medida, en tanto que el placer, que la aniquilaría en breve término, es fugaz y se desvanece por sí mismo, transformándose en un nuevo dolor más lento, en el dolor de la pasividad, a que vivimos sometidos. Así, aquellos hombres vigorosos, que, con afán ciego de morir entre las brutalidades de la orgía al aire libre, caían fatigados, se levantaban después y se rehacían para emprender, como una manada de ovejas, la vuelta a los hogares y continuar a otro día sus faenas con mayor regularidad que la acostumbrada. Unas cuantas horas consagradas a la religión y a la crápula aseguran un mes de trabajo y honestas costumbres, y era tal la pureza regeneradora del día muntu, que al siguiente se resolvían los negocios graves del país con más calma y más justicia que en una sociedad constantemente trabajadora y honesta. Por la tarde debían reunirse los uagangas, y estaba acordado que yo hablaría para ampliar la relación de mi vida subterránea y para proponer algunas reformas de utilidad pública. Este programa no pudo realizarse; pero antes de referir los acontecimientos que lo impidieron, y que inopinadamente cambiaron la faz del país, presentaré algunos antecedentes indispensables para conocer el teatro de los sucesos y los actores que en ellos tomaron parte.

Los documentos que pude consultar relativos a la historia de Maya son demasiado modernos y no traslucen nada de la antigüedad. Se ha supuesto que en época muy remota, que algunos fijan en la de los Faraones, se verificó una irrupción de gente asiática en el África central, y que desde entonces se entabló una lucha a muerte, cuyo término, con el transcurso de los siglos, fue la fusión de razas, bien que conservando el predominio los invasores o sus más puros descendientes. En medio de la lucha constante de unas tribus con otras, aparecieron varios núcleos de poder y centralización, y antes que llegaran los primeros navegantes europeos a las costas africanas, puede afirmarse que las tribus del litoral, más ricas y más adelantadas, ejercían sobre las del interior ciertos derechos soberanos.

Este lento trabajo de formación fue interrumpido por la presencia de los europeos, que, con su absurda política de conquista, se apresuraron a someter a los jefes de las tribus costeñas, debilitándolos y disolviendo en una hora los imperios embrionarios que, después de guerras sin cuento, comenzaban a dibujarse sobre el suelo africano. Las relaciones de las tribus del interior con las marítimas fueron extinguiéndose, porque el temor a los invasores hizo que se adoptase una política de retraimiento, acentuada más aún al aparecer un nuevo enemigo: el árabe. El plan de los árabes, bien que con menos aparato militar, era también de conquista: introducirse en el corazón de las tribus, comerciar con ellas, atizar la discordia por todas partes, adquirir como esclavos los vencidos en las guerras intestinas, y, por fin, sustituir poco a poco la autoridad hereditaria de los reyes indígenas por su propia autoridad.

Ante estos elementos extraños, que pretendían meter por fuerza la felicidad en los países de África, sólo el reino de Maya supo defenderse y resistir, porque sólo él tuvo a su cabeza un verdadero hombre de Estado, Usana, el legendario rey Sol. Mas no se crea que me coloco parcialmente del lado de la raza indígena, como pudiera desprenderse de mis palabras; entre los más altos fines del esfuerzo del hombre he colocado siempre los descubrimientos geográficos. Amante de la humanidad, me ha regocijado siempre la idea de que esos descubrimientos de nuevas tierras y de nuevos hombres no son inútiles, puesto que llevan consigo, por el carácter humanitario de nuestra especie, el deseo de mejorar a nuestros hermanos, de colonizar los países que ellos ocupan, civilizándolos con mayor o menor suavidad, según el temperamento de la nación colonizadora.

Grande es en sí esta idea; pero más grande es aún cuando se nota que nosotros sufrimos también las tristezas y dolores de esta vida, y que, a pesar de estas tristezas y de estos dolores, sacamos fuerzas de flaqueza y acudimos en auxilio de otros hombres que juzgamos más desventurados que nosotros. Este es un rasgo característico y consolador de la humanidad en todos los tiempos y en todas las razas; yo tengo por seguro que si esos mismos pueblos retrasados y aun salvajes de África tuvieran un claro concepto de la ley de solidaridad de los intereses humanos y una navegación más perfeccionada, vendrían a su vez a llenar en nuestra propia casa la misma humanitaria misión que nosotros cumplimos en la suya.

Cuando Usana ocupó el trono, el reino se hallaba dividido en banderías de toda especie; y como era necesario realizar la unión de los súbditos antes de intentar alguna acción provechosa en el exterior, dio varios edictos notables que restablecieron la paz. Ya hablé del edicto que dio fin a las divergencias religiosas originadas por la reforma de Lopo. Otro edicto célebre fue el que instituyó la asamblea de los uagangas, encaminada a aplacar las ansias de mando de algunos ambiciosos y a dar más estabilidad a los tres uagangas consejeros, que antes estaban sometidos a cambios frecuentes. Creó el cuerpo de pedagogos y estableció que el rey y los reyezuelos hicieran concesiones temporales de parcelas de tierra a los hombres libres y a los siervos, (a quienes su señor debería dejar tiempo libre para cultivarlas), con la condición de labrarlas diez años seguidos y devolverlas con las mejoras introducidas. En suma, Usana fundó la paz de los corazones y la justicia en la distribución de la riqueza. «Mas no por eso —dice el documento de donde saqué estas noticias— los hombres dejaron de sufrir; sufrían, aunque con más contento y resignación.» El coronamiento de la obra de Usana fue una serie de victoriosas campañas contra los pueblos vecinos, la fijación de los límites del reino y el establecimiento de las tropas fronterizas para aislarlo completamente del exterior.

El reino de Maya tiene próximamente la misma extensión que el de Portugal, y su figura es la de un bacalao preparado para el comercio. La raspa central es el río Myera, que lo divide en dos porciones casi iguales de Oriente a Occidente, hacia donde cae la cola. La región Norte, la más abundante en bosques, tenía, cuando yo llegué al país, trece ciudades: Maya, la capital, y Misúa, en el interior, en tierra abierta; más al Norte, en el bosque, Viti, Uquindu, Mpizi, Cari, Urimi y Calu; y en la margen derecha del Myera, Unya, Quitu, Zaco, Talay y Rozica. La región Sur tenía once ciudades; sólo dos en el bosque, cerca de la frontera, Viloqué y Tondo; cuatro en tierra abierta, Ruzozi, Boro, Quetiba y Viyata, y cinco en la margen izquierda o inferior del río, Ancu-Myera, Mbúa, cerca del Unzu, Upala, Arimu y Nera, casi enfrente de Rozica, en el extremo occidental de la nación. En resumen: diez ciudades fluviales, cuyas riquezas consistían en la pesca y algunas pequeñas industrias; seis en tierra llana, que se dedicaban principalmente a la agricultura y a la cría de ganados, y ocho en los bosques, las más pobres y retrasadas, cuya ocupación era cazar, recoger las frutas alimenticias y construir canoas y otros objetos de madera y de hierro, que cambiaban por artículos de primera necesidad. Todas estas ciudades estaban unidas por sendas que permitían el paso de los hombres y de las caballerías, excepto Urimi, cuyas sendas fueron interceptadas por orden del antecesor del cabezudo Quiganza, en castigo de varios hurtos cometidos por sus naturales. Urimi es nombre moderno y quiere decir «ciudad sin caminos»; antes se llamaba Mtari.

Siglo y medio hacía de la muerte de Usana, y en todo este tiempo parece como que su espíritu había seguido dirigiendo la vida de los mayas. Ninguna reforma importante se había hecho después de él, y la dinastía plebeya de Usana se había sostenido en el trono y reinado sin dificultad. Después de Usana, que fue rey durante veintiocho años, su sobrino Ndjiru, del que se decía que era dueño de la «lluvia», gobernó medio siglo; su hijo Usana, que fue proclamado en edad muy avanzada, diez años; su nieto Viti, corpulento como un «árbol», cuarenta y cinco, Moru, el rey de «fuego», sobrino de Viti, cuarenta, y el cabezudo Quiganza, sobrino de Moru, hasta la actualidad. La transmisión de la corona sigue la línea femenina, porque los mayas temen mucho la adulteración de la sangre de sus reyes, y, en caso de duda, confían más en la honestidad de las madres que en la de las esposas; así el heredero es siempre el hijo de la hermana mayor, y sólo a falta de sobrinos entra a heredar el hijo de la primera mujer del rey, como ocurrió en tiempo del segundo Usana.

La causa de esta sorprendente estabilidad de los gobiernos, que envidiarán muchos monarcas de Europa, era, de un lado, la sabia organización política, y del otro, la prudencia de los partidos gobernantes. La monarquía absoluta, concentrando el poder en unas solas manos, era la única forma de gobierno posible en estos pueblos, en que se carecía de soltura para sacrificar las ideas propias cuando convenía aceptar las ajenas; pero ofrecía el peligro de negar toda participación en los negocios públicos a algunos hombres distinguidos que se sentían con aptitudes políticas y gubernativas, y que, si no encontraban medios de expansión, conspiraban contra el poder constituido. Este peligro lo desvaneció Usana creando la asamblea de los uagangas y el cuerpo de pedagogos.

Los primitivos uagangas eran tres, y tenían, como hoy tienen, funciones de secretarios de despacho o ministro con cartera; eran asesores del rey y ejecutores de sus órdenes. Esta organización era general en todo el reino, con la particularidad de que los uagangas locales, asesores del reyezuelo, son ordinariamente herreros y albéitares de profesión y ofrecen ciertas extrañas conexiones con nuestro tipo clásico del fiel de fechos. Además de los uagangas, existía el auxiliar del Igana Iguru para la parte religiosa y judicial. Instituyendo la asamblea de los uagangas, Usana dio participación en el gobierno a gran número de personas de arraigo en las ciudades, sin entorpecer la marcha del Estado, pues sólo les concedió facultades deliberativas. Todos los meses se reunía la asamblea para deliberar, y en casos extraordinarios para danzar; pero el rey solía no hacer caso de sus deliberaciones y atenerse a la opinión de los tres consejeros. En cuanto al cuerpo de pedagogos, su misión era doble: eran como jueces de menor cuantía, pues los juicios de muerte estaban sometidos a la jurisdicción del Igana Iguru y sus auxiliares, en todo el reino, o sólo del primero si la resolución era muy difícil, y al mismo tiempo profesores públicos, que enseñaban lectura, escritura e historia natural. El ingreso en este cuerpo me pareció muy curioso: se exigía como prueba la presentación de seis loros adiestrados en todas las artes de la palabra merced al esfuerzo del futuro profesor, que de esta manera práctica, quizás superior a nuestras oposiciones y concursos, certificaba sus grados de habilidad y de paciencia.

Un edificio político tan firme y tan bien trabado como el concebido por Usana, no se conmueve con facilidad; pero en caso necesario tenía aún otro inquebrantable sostén, el ejército, signo seguro de la existencia de una nación regular y soberana. El ejército maya, salvo pequeños destacamentos que guarnecían las ciudades para defenderlas de los ataques nocturnos de las fieras, ocupaba constantemente sus cuarteles fronterizos, y su misión era impedir que fuesen violadas las fronteras del reino; pero si algún año (y entiéndase siempre por año doce meses lunares) no tenía enemigos con quien combatir, debería volver sus armas contra el interior. Mediante esta sencilla estratagema se evitaba la confabulación del pueblo y la milicia, cuyos resentimientos recíprocos se refrescaban de tiempo en tiempo; lejos de temer una confabulación, existe siempre la seguridad de que un movimiento civil contra las autoridades sería ahogado por el ejército, más que por cumplir un deber, por tomar una sabrosa venganza, y que un movimiento militar levantaría en armas a todo el pueblo, antes dispuesto a sufrir al peor de los tiranos que a dejarse gobernar por los odiosos ruandas.

Pero estos resortes supremos no habían funcionado desde el tiempo de Usana, y gloria no pequeña del gobierno maya era mantener las fuerzas opuestas en equilibrio y en paz. Esto se conseguía por la prudencia del rey y por la unión de los partidos. Aunque el día de mi recepción los uagangas se dividieron en tres grupos, la separación era puramente caprichosa y obedecía a simpatías de familia, a la disposición especial de la sala y a la imposibilidad de que todos danzasen al mismo tiempo. Pero entre los jefes Mato, Menu y Sungo, existía completa unidad de miras, y los tres aconsejando al rey, imprimían al gobierno un movimiento uniforme, inspirado en el carácter nacional y en las grandes tradiciones patrias. Su política no era retrógrada, pero tampoco progresiva; era una política sabia, fundada en el más saludable pesimismo, que acaso pudiera condensarse en aquel gran pensamiento tomado de la crónica de Usana, cuyo autor, después de enumerar las gloriosas empresas del rey, grande entre los grandes, anunciaba con profunda filosofía: «Mas no por esto los hombres dejaron de sufrir; sufrían, aunque con más contento y resignación.» Lo cual valía tanto como afirmar que los gobiernos no pueden refundir la naturaleza del hombre, ni pueden establecer por medio de leyes la felicidad de sus súbditos: o la felicidad humana no existe, o si existe hay que buscarla por otro camino que por el de los cambios de ley. Tal estado de cosas sería perfecto si no existiera, como existe en todos los Estados, una minoría de hombres descontentadizos que encuentran motivo de censura en toda obra en que ellos no son partícipes. Sea cual fuere la regla que se adopte para proveer los cargos públicos, quedan siempre excluidas algunas personas de valer; y esto sucedía, con mayor razón en Maya, donde el criterio adoptado era el del parentesco, que no es signo constante de inteligencia. Había, pues, un grupo de políticos sin ejercicio, descontentos del gobierno y aspirantes a reformarlo, que siguiendo un principio elemental de la lógica política, habían elegido como bandera el sistema diametralmente opuesto al de sus contrarios, y ofrecían realizar la felicidad de todos los hombres mediante una nueva organización. Se consideraban a sí mismos como continuadores de Lopo, y hablaban con desprecio de la mayoría creyente en la antigua religión de Rubango; deseaban la supresión del afuiri y de los sacrificios cruentos, y aspiraban a la disolución de las actuales ciudades y a la dispersión de sus habitantes por el territorio, donde cada familia ocuparía un espacio determinado, un ensi, en el que viviría absolutamente autónoma, trabajando para sustentarse en tanto que tuviera lugar la venida de los cabilis, y con ellos la supresión del trabajo humano.

En esta original organización sólo se conservaría una autoridad: la del rey; todas las demás se concentrarían en el jefe de familia. El rey debía recibir una participación en los productos de cada ensi para sostener las tropas fronterizas; distribuir el territorio; legislar y resolver, con el auxilio de sus consejeros, las cuestiones que pudieran surgir por el contacto de unas familias con otras. Dentro de cada ensi el jefe sería dueño absoluto y con derecho a castigar aun con pena de muerte a los transgresores de la ley, fuesen de su familia o extraños; fuera de él, estaría sometido a la ley y al jefe del territorio que pisara; pero el interés general sería mantenerse cada uno en su respectiva demarcación, sin abandonarla más que para los actos precisos del comercio o de la política en caso de pertenecer al consejo real.

Los instigadores de estas ideas de reforma eran en su mayoría siervos pedagogos, que no habían podido conseguir plaza de pedagogos públicos, y la masa del partido estaba reclutada entre los siervos y los agricultores. Los siervos deseaban, naturalmente, constituir familia libre y trabajar sólo en provecho propio; los agricultores estaban interesados en que las concesiones de tierra se perpetuaran, pues con el sistema actual cada diez años quedaban sin efecto, y si se obtenía una nueva concesión, había que recomenzar los trabajos de cultivo.

Mi siervo y poeta familiar, Enchúa, era uno de los jefes de la facción ensi o territorial, llamada por otro nombre facción de los hijos de Lopo. Parecerá extraño que un siervo del Igana Iguru estuviese afiliado a una banda que se proponía suprimir esta dignidad; pero más extraño es que uno de los siervos del rey figurase como cabeza del partido. No por prescripción legal, ni por amplitud de criterio de gobierno, sino por costumbre, en Maya se toleraban los abusos de la palabra, considerados como un desahogo benéfico; en cambio se castigaba severamente la falsedad, delito rarísimo en este país. Afirmar que Quiganza tenía la cabeza pequeña, teniéndola tan grande como la tenía, llevaba aparejada la pena de muerte; creer que Rubango no existe y decirlo en público era un acto lícito, porque Rubango no podía presentarse a desmentirlo de una manera contundente. Aparte de esto, así como el rey acostumbraba a hacer caso omiso de las deliberaciones de los uagangas, éstos hacían oídos de mercader a lo que decían los reformadores, y así el resto de los súbditos; en lo cual influía mucho también el hábito de oír a los loros charlar continuamente de asuntos que ni entendían ni les interesaban.

No tuve dificultad para asistir, acompañado del vate Enchúa, a una reunión de los ensis, que se celebró en la mañana siguiente al día muntu, en las horas libres, después del almuerzo. La asamblea se reunió a campo raso, cerca de la catarata del Myera, y yo fui de los primeros concurrentes, cuyo número subiría a doscientos. Un siervo del rey, llamado Viami, el dormilón, se colocó de pie en el centro, mientras los demás nos sentábamos alrededor sobre la hierba. Era un hombre muy viejo, alto y enjuto, de ojos grandes y soñolientos, de voz cavernosa, flaquísimo de cuello y muy cargado de espaldas; había sido el fundador de la facción cuarenta años antes, en el reinado del ardiente Moru, y gozaba de gran autoridad. Todos deseaban oír su parecer sobre los últimos acontecimientos, y él no defraudó las esperanzas de los oyentes, según deduje de lo que vino a afirmar en sustancia.

«El día esperado largos años por los hijos de Lopo está próximo, y Viaco, hijo del Moru, será el ejecutor de la justicia. Viaco, hijo del Moru, despojado de su dignidad y de sus riquezas por Quiganza, está cerca de la ciudad, seguida de numerosos ruandas, y anuncia a los ensis que si le conceden auxilio disolverá las ciudades, focos de servidumbre, y dispersará las gentes por todo el país. El verdadero Arimi se conserva, sepultado en la gruta del lago Unzu; el nuevo Arimi es un hijo de Igana Nionyi, que se oculta bajo ese nombre para conocernos y saber si somos merecedores de la venida de los cabilis.»

Con asombro mío, pues sabía que figuraban en la asamblea los primeros pensadores del país, entre otros mi siervo y poeta familiar Enchúa, vi que cuando el dormilón Viami acabó de hablar, todos aceptaron sin réplica sus opiniones y comenzaron a disolverse cada cual en distinta dirección, como conejos que, habiendo acudido al centro del corral para roer el forraje diario, después que se acaba se van retirando a sus madrigueras. El dormilón Viami se quedó solo, se sentó, sacó un pequeño ruju, y con un estilete de pedernal untado de un jugo verdoso que se extrae de ciertas plantas, escribió el extracto de su discurso tal como yo lo he transcrito. Luego se marchó, y al entrar en la ciudad clavó en una de las puertas el pergamino; así se hacía siempre para que el pueblo bajo, que leía u oía leer en tono declamatorio estos cartelitos, se los asimilara y poco a poco fortaleciera su pensamiento. Esta es la única forma, muy rudimentaria en verdad, que existía en Maya de la creación más admirable de nuestro tiempo, la prensa periódica.

Capítulo VIII

Revolución.—Batalla de Misúa y destronamiento y muerte de Quiganza.—De cómo Viaco dominó todo el país y estableció la reforma territorial o ensi.—Contrarrevolución y restablecimiento del poder legítimo.


Cuando el fogoso Viaco, quizás distraído por un deber urgente, volvió al sitio donde había dejado el hipopótamo, y lo echó de menos, sin que, recorriendo por diversos puntos el bosque, pudiera encontrarlo, determinó, según supe por la bella Memé, regresar a Maya, adonde llegó a la caída de la tarde, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Al día siguiente, muy de mañana, acompañado de dos siervos, salió para dar una nueva batida en el bosque, y en esta faena le cogió la noticia de la reaparición de Arimi y del edicto del cabezudo Quiganza restituyendo a éste en su antiguo cargo.

Entre Viaco y el rey mediaban graves disentimientos, porque, como hijo del ardiente Moru, el fogoso Viaco pretendía obtener del cabezudo Quiganza excesivas concesiones en riquezas y en dignidades. De aquí se originó la muerte del elocuente Arimi y la condena de su hermano Muana; pero bien que, a pesar de los deseos del rey, el fogoso Viaco consiguiera ser Igana Iguru, cargo reservado siempre a los hijos o nietos de rey, la enemistad entre ambos subsistió, pues sus caracteres no congeniaban. El cabezudo Quiganza era hombre templado, pacífico y transigente, familiar y sencillo en sus hábitos y palabras; el fogoso Viaco era, por el contrario, hombre de pasiones vehementes, altivo y emprendedor, liberal y ambicioso; el vicio dominante en el uno era la gula, en el otro la lujuria. Sus retratos podían hacerse por medio de sus esposas favoritas: la del rey, Mcazi, mujer obesa, engrosada, cebada; la de Viaco, Memé, sensible como un laúd y ágil como una pantera.

Convencido o sin convencer, que esto jamás llegué a averiguarlo, el cabezudo Quiganza aceptó el hecho de mi resurrección como un medio para aniquilar a su pariente sin cometer injusticia, estando como estaba consignado en la ley el precepto de la restitución. El fogoso Viaco, persuadido de la impostura del nuevo Arimi, pues el cadáver del verdadero permanecía donde él lo sepultó, pudo creer que todo aquello era una farsa consentida por el rey e inspirada por el listísimo Sungo, hombre de invención fértil y deseoso de vengar a su padre. La muerte de éste había tenido lugar del siguiente modo: una hermana del ardiente Moru, muy hermosa, la celestial Cubé, había sido la primera favorita de Arimi y madre del primogénito Sungo; a Cubé siguió Niezi, y a Niezi Memé. Para congraciarse con el díscolo Viaco, Arimi le entregó a Cubé, pues aunque eran tía y sobrino, la ley no prohibía este género de enlace; las prohibiciones son entre los ascendientes y descendientes y los hermanos de doble vínculo. Cubé fue devuelta bajo pretexto de esterilidad, y la misma noche de su reingreso en la casa de Arimi, facilitó la entrada a Viaco para que asesinara al elocuente sacerdote. El cadáver fue sepultado muy hondo en el patio, junto al harén; después se simuló la excursión a Mbúa y la muerte misteriosa en la ruta del Unzu; se acusó a Muana, y Viaco quedó triunfante. Pero disuelta la casa de Arimi, Sungo continuó siendo el jefe de la familia en la nueva casa, y se llevó consigo a su madre, que antes de morir, siguiendo la costumbre nacional, le confesó el crimen para que lo vengara. En Maya, el afuiri prescribe al año, porque se supone que si el crimen ha permanecido oculto, es por disposición de Rubango; pero los odios son inextinguibles, y el fogoso Viaco vivía apercibido contra la venganza, pronta o tardía, del listísimo Sungo.

Así, pues, no soñó en parar de frente el golpe que se le asestaba, y a lo sumo intentaría asesinarme, si es que la alarma de la bella Memé la noche de mi llegada tuvo fundamento; ni menos pensó en someterse a sus enemigos. Su primera determinación fue refugiarse en Urimi, ciudad propicia a una rebelión, por haber sido privada de sus caminos. En Urimi comienzan los grandes bosques del Norte, y cerca se encuentra uno de los doce destacamentos de la frontera, mandado a la sazón por Quetabé, hermano de Viaco. El lugar elegido por éste no podía ser más a propósito para una tentativa sediciosa; los habitantes de Urimi acogieron al fugitivo y se mostraron deseosos de defenderle; Quetabé apoyó los planes de su hermano, y el grupo rebelde, compuesto de dos mil urimis y de doscientos ruandas, se preparó para atacar a Maya sin pérdida de tiempo, con esa rapidez asombrosa con que acometen los africanos las empresas más arduas. Entre Urimi y Maya están Cari, en el bosque, y Misúa, bella ciudad habitada por pastores; los de Cari tomaron las armas por Viaco, y los de Misúa, donde establecieron el cuartel los insurrectos, fueron obligados a tomarlas también por la fuerza.

Desde aquí enviaron emisarios a Maya, que está a dos horas de camino, para hacer prosélitos entre los ensis, seduciéndoles con promesas, y sin más tardanza vinieron sobre la ciudad, según lo había anunciado el dormilón Viami, cuando apenas el cabezudo Quiganza y sus fieles habían tenido tiempo para apercibirse a la resistencia. Sin embargo, se adoptaron prontas medidas: cerráronse las puertas de la ciudad; pusiéronse en pie de guerra los cincuenta hombres de la guarnición; armáronse todos los hombres útiles, libres y siervos, en número de tres mil, y Quiganza confió la dirección de la guerra al consejero y hábil estratégico, Menu, el de los grandes dientes, asesorado por ocho uagangas de los más peritos en el arte militar. Hechos los preparativos, abandonando la ciudad a las mujeres, salimos a campo abierto y marchamos contra el enemigo, que retrocedía en busca de un lugar ventajoso para hacer frente, y se detuvo, por fin, junto a una arboleda que está a la vista de Misúa. Entonces nosotros nos detuvimos también, y el dentudo Menu reunió su consejo para resolver el plan de ataque. Acordaron dividir las fuerzas en tres alas, que atacarían por distintos lados y se reunirían después por sus extremos, formando un circuito (un triángulo era su idea) donde quedaría encerrado el enemigo. En consonancia se hizo la distribución de las tropas, y compuestas las tres alas, comenzó el combate; pero bien pronto notamos que nuestros cincuenta ruandas se pasaban al grupo de Quetabé y que casi toda el ala del centro, que debía llevar el peso de la batalla y estaba formada por siervos, se unía al grupo dirigido por el fogoso Viaco. De suerte que el ejército contrario, entrando por nuestro centro, separó las alas derecha e izquierda, las cuales, vista la imposibilidad de luchar con ventaja, se desbandaron y huyeron.

Faltando tan lastimosamente los tres lados de nuestro ejército, el triángulo soñado por el dentudo Menu no pudo formarse, y los que presenciábamos la lucha desde lejos, huimos despavoridos hacia Maya; los que pudimos escapar entramos en la ciudad, recogimos nuestras familias y nos refugiamos en la fiel Mbúa. Entre los refugiados estaban el príncipe Mujanda, tres hijos del rey, dos consejeros, Menu y Sungo, veinte uagangas y todas nuestras mujeres y nuestros hijos, así como la familia real. Antes que cerrara la noche llegaron más fugitivos, trayéndonos terribles nuevas: Viaco, había entrado en Maya y había sido proclamado rey; Quiganza, hecho prisionero, después de presenciar la proclamación de Viaco, había sido decapitado, y su gran cabeza paseada por la ciudad como trofeo de la victoria.

Al día siguiente partieron de la corte, para todas las ciudades del reino, correos, portadores de un edicto real en que se exigía la sumisión y se anunciaba el perdón de los partidarios de Quiganza que se presentaran en el plazo de diez días. Todos los habitantes de Maya volvieron a sus hogares, salvo quince que habían muerto en el campo de batalla, entre ellos el orejudo consejero Mato; las ciudades del Norte se apresuraron a proclamar a Viaco, y sólo las del Sur se mostraban propicias por el rey legítimo, Mujanda. Pero la intervención mía evitó la guerra civil.

Era fácil comprender que, por muy grandes que fueran los esfuerzos de las ciudades leales, sería imposible resistir el primer empuje de un ejército triunfante; los destacamentos del Norte estaban de parte de Viaco, mientras nosotros no contábamos con los del Sur porque las poblaciones se negaban a llamarlos en nuestro auxilio temiendo ser víctimas de su rapacidad; valía más ceder en los primeros momentos y esperar un cambio favorable. El peligro principal para Viaco era el mismo ejército que ahora le apoyaba, y que le impediría afirmar su poder. Gracias al influjo que yo ejercía sobre Mujanda, príncipe joven e inexperto, y yerno mío por añadidura, pude hacer imperar mis ideas, que todos aceptaron como buenas, no sé si porque comprendieran que la razón estaba de mi parte, o si a causa del temor que les inspiraba afrontar una lucha a muerte.

La esposa favorita del cabezudo y desventurado Quiganza, la gorda Mcazi, era hija del reyezuelo de Viloqué, ciudad situada en el extremo Sudeste del país, en el interior de los bosques, y solicitó de su padre el favor de establecer allí nuestro oculto refugio mientras pasaban las horas de desgracia. El viejo Mcomu, llamado así por tener el dedo pulgar de la mano derecha extraordinariamente grande, nos concedió su apoyo, y entonces se hizo saber que Mujanda y sus fieles abandonaban el reino. Las ciudades del Sur reconocieron al usurpador Viaco, y el dentudo Menu y los uagangas que nos habían seguido se presentaron también a él. Sólo Mujanda y la familia real, y Sungo, enemigo de Viaco, y yo, con nuestras familias, partimos para el destierro confiados en la lealtad de Lisu, el de los espantados ojos, del veloz Nionyi, del valiente Ucucu y del viejo Mcomu, únicos reyezuelos que estaban en el secreto de nuestra resolución. De Mbúa pasamos a Ruzozi; de Ruzozi a Boro, la ciudad de la «montaña»; de Boro a Tondo, en medio de un bosque de árboles de este nombre, y de Tondo a Viloqué, la pequeña ciudad de los «bananos», donde entramos de noche para no ser vistos de nadie. El camino de Ruzozi a Viloqué es muy penoso, y exige a hombres muy andadores cinco jornadas: dos a Boro, dos de Boro a Tondo, y una desde aquí a Viloqué, marchando a diez leguas por día; pero nosotros tardamos veinte días y sufrimos grandes penalidades por la falta de provisiones y la torpeza de las mujeres, poco habituadas a caminar. El viejo Mcomu nos acogió con buena voluntad en su palacio, en cuyo interior había construido varios tembés para acomodarnos. No obstante, nuestra permanencia allí fue muy breve, porque el temor de que una denuncia nos perdiera, y el anuncio de la próxima venida de Viaco, nos obligó a buscar otro sitio más seguro en el centro del bosque, en un lugar que inspira gran terror a los naturales y adonde mis compañeros de destierro sólo se atrevieron a ir cuando les aseguré de la benevolencia de Rubango.

Construimos una gran cabaña, cercándola con un vallado para defenderla de las fieras, y la dividimos en tres partes: la mitad para Mujanda y para su familia, compuesta de su madre, de su única mujer, Midyezi, la hija de Memé, y de la familia real, de la que él vino a ser jefe, y que se componía de cincuenta mujeres y veintidós hijos, tres de éstos varones mayores de edad. Una cuarta parte fue para Sungo, cuyas esposas eran ocho, y diez sus hijos. La otra cuarta parte para mí y para mis veintinueve mujeres y cinco hijos menores. Así vivimos diez meses de los frutos del bosque y de la caza, sufriendo las tristezas de la falta de sol y de la abundancia de lluvias y los males de una ruda aclimatación, en la que estuvimos todos a punto de perder la vida. El espanto que estos parajes producen a los de Viloqué se funda en mil leyendas fantásticas, de las que Rubango es el héroe; pero lo que hay en ellas de positivo, es que toda esta parte del país está rodeada de lagunas, cuyas emanaciones producen fiebres pertinaces y disenterías de desenlace tan rápido como una invasión colérica. Merced a un sistema de sudoríficos y antiflogísticos inventado por mí los estragos no fueron muy sensibles, y sólo perecieron sesenta y ocho individuos de la colonia entre ciento treinta y siete; las pérdidas más sensibles fueron la de la obesa Meazi, la de los hijos varones de Quiganza, de los que sólo se salvó el tercero, llamado por esta razón Asato, y la de las dos entrañables amigas Niezi y Nera, muertas en un mismo día.

El fogoso Viaco, entretanto, visitaba el país en son de paz, y establecía por todas partes la organización ensi. Contra lo que yo esperaba, había sabido evitar los peligros del militarismo, enviando las tropas a sus cuarteles con buenas recompensas, y pretendía cimentar su poder con el apoyo de los hijos de Lopo. Esta fidelidad a un compromiso adquirido en horas de apuro, me pareció un error grave; porque si una minoría descontenta puede en circunstancias críticas decidir de la suerte de una nación, no por esto será bastante fuerte para continuar imponiéndose en condiciones normales. Viaco había visto que en la batalla de Misúa la defección de los ensis había decidido en su favor la victoria, y creía que el apoyo de éstos le bastaba en tiempo de paz. El triunfo, sin embargo, era de los descontentos de Urimi, de los mismos que, satisfecho su rencor, se volverían contra él y contra el nuevo sistema. ¿No era lógico que una ciudad ofendida porque se había visto privada de sus caminos, de sus medios de comunicación, se ofendiera más cuando se viese disgregada, cuando la incomunicación fuese, no ya de ciudad a ciudad, sino de familia a familia?

Pero el errar es propio de los hombres de Estado más conspicuos, y en estos errores se funda siempre la esperanza de los caídos. El error del cabezudo Quiganza consistió en no hacer caso de los hijos de Lopo, y el error del fogoso Viaco, consistirá en hacer caso de ellos. Se puso, pues, por obra la reforma territorial, con sólo dos limitaciones: la primera, no destruir de una vez las ciudades, por si en un caso de necesidad imprevista tenían alguna aplicación: la segunda, conservar la autoridad de los reyezuelos, para evitar los retrasos que acarrearía la acción de un solo rey sobre territorio tan dilatado. El rey, los reyezuelos y sus consejeros quedaban residiendo en las ciudades, y el resto de los súbditos, sin distinción ya entre libres y siervos, fue distribuido por el país, que Viaco tuvo el acierto, justo es decirlo, de repartir con suma equidad. Cada jefe de familia recibió un lote de tierra, proporcionado a sus necesidades y a su profesión. La cantidad fue igual para todos, pero variaban las circunstancias: los labradores y pastores recibían sus parcelas en tierras de labor o de pastos; los pescadores, a las orillas del río para que pudieran pescar, y los cazadores, en los bosques para que pudieran cazar. A los industriales se les asignó toda la cuenca del Unzu y gran parte de los bosques, según que trabajaban en piedras y metales, y necesitaban estar en un punto céntrico, y en comunicación con el río, o en maderas, y necesitaban tener a mano la primera materia de su industria.

Nosotros, en nuestro retiro, no dejábamos de estar al corriente de los sucesos, porque tres hijos de Sungo, tan diestros y astutos como su padre, recorrían el país como vendedores de pieles, y volvían de vez en cuando con noticias cada vez más desconsoladoras: por ninguna parte asomaba la revolución; el reparto territorial se realizaba sin resistencias en el Norte y en el Sur, dirigido por Viaco y por las autoridades de cada localidad, y en tres meses la obra tocaba a su fin. Las antiguas ciudades habían sufrido algo, porque al construir las nuevas viviendas se aprovechaba bastante material de las antiguas: maderas, cañas, lienzos y pizarras. Yo me imaginaba el reino de Maya como una ciudad colosal: la arteria más importante era el río, donde pululaban los pescadores; el corazón, el lago Unzu, donde hormigueaban los herreros y pizarreros; los barrios, los ensis, en cada uno de los cuales se levantaba solitaria una quinta rústica; las calles, los senderos que separaban los ensis; las murallas, las grandes forestas que por el Norte y por el Sur la rodean, pobladas por hábiles carpinteros y por valientes cazadores; las fortalezas, los cuarteles donde los ruandas vigilantes acampaban.

Una de las últimas ciudades visitadas fue Viloqué, y cuando Viaco llegó ya estaba formado el plan de reparto. El viejo y honrado Mcomu permanecía en la ciudad con los tres uagangas consejeros, reservándose en las cercanías cuatro grandes lotes, cada uno con más de cinco mil árboles; los jefes de familia, que eran cerca de doscientos, recibían por sorteo los suyos, que comprendían todo el distrito, exceptuado el paraje donde nosotros vivíamos, que fue abandonado a las furias de Rubango.

Todo parecía augurar bien del nuevo sistema, y los primeros días el país vivió atareado en arreglar sus nuevas viviendas, antes que llegase la estación de las lluvias, la mazica; los siervos, alegres de ver realizado su afán de libertad y de independencia, y deseosos de acrecentar sus bienes para aumentar el número de sus esposas, que son bienes mayores; los hombres libres resignados con el cambio, porque candorosamente creían que así como se había cumplido, cuando parecía imposible, el ideal de los hijos de Lopo, se cumpliría también la última parte de su programa, la pronta venida de los cabilis. La única dificultad que surgió en los primeros momentos fue la de aplicar el reparto entre los pueblos de los bosques del Norte, donde era muy frecuente la poliandria, pues en caso de apuro los hombres acostumbraban a vender sus mujeres en Maya, mercado muy favorable, y se concertaban para vivir con una mujer sola, usufructuada por turnos regulares. Los mayas no se detienen nunca en el término medio, esto es, en la monogamia, y sólo son monógamos el tiempo necesario para adquirir más mujeres. Cuando comprenden que por su pobreza o por su invencible holgazanería no llegarán nunca a tener un harén, no se resignan a vivir siempre con una mujer, que les obliga a poner casa sin promesa de grandes beneficios; así, pues, la venden y viven en los árboles o en una simple choza suficiente para meter el cuerpo por la noche, y se ponen de acuerdo con otros hombres que viven en condiciones parecidas para sostener una esposa, a la que cada cual mantiene el día de turno. Aparte de la manutención, la mujer tiene derecho a una cabaña y a un vestido cada año, y conserva la propiedad de los hijos comunes. Hay una ciudad, Rozica, donde la poliandria está muy generalizada, y en ella las mujeres y los hijos comunes son los más considerados, siendo una grave tacha pertenecer a un solo hombre o tener padre conocido.

Viaco resolvió este problema disponiendo que en los casos de poliandria la mujer fuese considerada como núcleo de familia, y que se diese un ensi a cada mujer, juntamente con sus agregados. Esta solución no satisfizo a los varones, quienes se creyeron ofendidos en su dignidad; porque debe notarse que la poliandria, que en Europa desprestigia a los hombres que la practican, en Maya los enaltece; se considera como rasgo de noble desinterés contribuir al sostenimiento de una mujer libre, de la cual no se obtienen los beneficios que de la poligamia solían obtener muchos hombres industriosos. Un pequeño capital empleado con fortuna en mujeres laboriosas y prolíficas es una mina inagotable de bienes, explotada por hombres de manga ancha, que así resuelven el problema de enriquecerse sin trabajar. En vista del descontento, Viaco modificó su primer plan y dispuso que en los ensis ya asignados se hiciera una nueva división, señalando a cada hombre una parte, y otra en el centro, más pequeña, para la mujer. Esto fue del agrado de todos.

Diez meses habían transcurrido desde la muerte del cabezudo Quiganza, y una paz octaviana parecía reinar en todo el país; las noticias de los hijos de Sungo no nos daban ninguna esperanza, porque las que yo tenía, fundadas en el mal éxito seguro del sistema, se me volaron cuando supe que éste no existía ya. Al principio, el entusiasmo o el temor habían movido los ánimos a la obediencia; pero bien pronto la razón recuperó su lugar. En Viloqué, por ejemplo, a los quince días de marcharse Viaco, cada familia estaba en su antigua casa de la ciudad, con aquiescencia del viejo Mcomu. Aunque el reparto había sido justo, ocurrió que algunos cazadores no pudieron tirar en dos semanas una sola pieza por no encontrarla en su distrito, mientras otros hacían su agosto sin moverse de sus cabañas. Y los más favorecidos fueron los ruandas de toda aquella parte, porque la caza empezó a correrse hacia la frontera para buscar refugio en el país vecino. Hubo algunos ensis donde las enfermedades se desataron con furia por estar próximos a las charcas corrompidas que a nosotros nos rodeaban. Sin previo acuerdo, impulsadas por el hambre y por la enfermedad, las familias perjudicadas regresaban a Viloqué dispuestas a morir antes que a abandonarlo; luego las familias favorecidas siguieron el ejemplo, porque se les hacía dura la vida aislada en los bosques; aun los siervos libertados encontraban preferible la tranquila servidumbre a la penosa libertad que les proporcionó el esfuerzo de sus más adelantados colegas, los de Maya.

Lo mismo que en Viloqué ocurría en Tondo, en Boro, en Viyata, en Quetiba, en Upala, en todo el Sur, y era de suponer que ocurriese en el Norte. Y esta situación anómala, esta ficción legal, sostenida por los prudentes reyezuelos, y más que por los reyezuelos por la necesidad, venía a echar por tierra mis cálculos. Yo confiaba en los graves conflictos que inevitablemente habían de sobrevenir, y el régimen se disolvió con los pequeños; yo esperaba como santo advenimiento el día de la cobranza del impuesto, porque era seguro que los mayas, no habituados a pagarlo y poco previsores para reservar una parte de sus productos durante tres meses, se rebelarían contra los reyezuelos y contra Viaco; pero el día de la exacción llegó, y cada reyezuelo envió al rey o al cuartel militar de su región (pues doce ciudades sostenían las cargas militares, y otras doce las cargas reales) sus acostumbrados cargamentos de cereales, de frutas, de pescado seco o de pieles, reunidos en sus depósitos por las entregas diarias o temporales de sus súbditos, según el sistema antiguo de contribuciones. Esto evitaba males al país, pero perpetuaba nuestras miserias; y sólo mis éxitos de curandero me salvaron en estos días terribles, en que mis profecías políticas se confirmaban al revés, y en que la colonia desterrada maldecía la hora en que yo impedí el levantamiento del Sur y los azares de una guerra, que la imaginación, favorable siempre a lo pasado, pintaba con bellos colores, sembraba de numerosas victorias y coronaba con un triunfo final.

De este profundo abatimiento pasamos a la alegría súbita. Un hijo de Sungo nos trajo la nueva, recogida en Mbúa, de la muerte violenta de Viaco. Una revolución había estallado en Maya contra el usurpador, y la ciudad era presa del incendio. Poco después, un correo de Ruzozi se presentaba al viejo Mcomu y le entregaba un aviso del veloz Nionyi, llamándonos a toda prisa. Mujanda había sido proclamado en Maya, en Mbúa, en Ancu-Myera y en Ruzozi. Inmediatamente lo fue en Viloqué y partió llevándome en su compañía y quedando Sungo encargado de dirigir el resto de la caravana hasta que nos reuniéramos en Mbúa. El viaje de regreso fue más rápido y más cómodo que el de venida, porque las ciudades del paso se apresuraron a entregarnos las caballerías y provisiones que fueron menester.

Capítulo IX

Por qué y cómo se realizó la revolución.—Estado del país.—Primeras medidas restauradoras.—Creación de la piel moneda.


Mujanda quería marchar directamente a la corte, temeroso de que la presa se le escapara; pero mis consejos, ahora en auge, le convencieron de que era conveniente retrasarnos para que las primeras determinaciones que habría que tomar, y que no serían nada suaves, las tomasen nuestros partidarios, y sobre ellos recayera toda la odiosidad. El arte de un príncipe consiste en hacer el bien personalmente, y el mal por segunda mano, con lo cual los aplausos recaen sobre él, y las maldiciones sobre sus agentes; así se consolidan las instituciones, pues el hombre no es como el perro, que lame la mano que le castiga y la que le halaga, y reconoce la razón de los golpes y de las caricias; el hombre odia más al que le hace mal que al que le hace bien, y de aquí la necesidad de un hábil juego de manos.

Enviamos, pues, a la corte, desde Ruzozi, una orden para que el dentudo Menu, que se anunciaba como jefe de nuestro bando, tomase medidas a su arbitrio para restablecer el orden, y entretanto hicimos varias visitas a las ciudades del Sur. Al pasar habíamos visitado Tondo, cuyo reyezuelo, Ndjúdju, forzudo como un «elefante», nos ofreció cuatro de sus hijas, y Boro, situada en lo alto de una montaña, la única del país donde, según la tradición, había sido edificado el gran enju Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un «cuchillo», nos acogió como mejor pudo, nos cambió nuestras cebras por búfalos domesticados, y nos hizo donativo de dos siervos. Desde Ruzozi fuimos a Ancu-Myera, donde el recibimiento fue delirante, y aquí aparejamos varias canoas para seguir por la vía fluvial. Tocamos brevemente en Mbúa y pernoctamos en Upala, después de hacer un difícil transbordo en la catarata del Myera para ir al día siguiente, por tierra, a Quetiba y Viyata. Este viaje nos llevó tres días, pero los reyezuelos Niama y Viaculia nos resarcieron ampliamente del sacrificio de tiempo con regalos de gran estima: Niama, el gordo, el «carnoso», nos dio cuatro mujeres de su harén y dos siervos, y Viaculia, el «glotón», una punta de cincuenta cabezas de ganado cabrío. Tanto en una como en otra ciudad me llamó la atención el extraordinario cultivo de la patata; Viyata debe su nombre a este producto, y Quetiba, nombrada así porque está construida sobre dos bancales cortados por una albarrada en forma de escalón, y desde lejos parece una «silla», no le va en zaga en cuanto a la producción del tubérculo.

Desde Viyata, última ciudad del interior, regresamos por otro camino a Upala, para continuar río abajo hasta Arimu y Nera; pero el aviso de la llegada de Sungo a Ruzozi más pronto de lo que nosotros creíamos, nos hizo dejarlo para más tarde, y nos despedimos del reyezuelo Churuqui, encargándole del reenvío de las canoas; formamos una caravana con las mujeres, siervos y ganados recibidos y los que añadió el reyezuelo de Upala, y emprendimos la vuelta por el Unzu. Por el inteligente Churuqui tuve la primera noticia de que en el país maya se celebraban, en ciertas épocas del año, carreras de hombres, especie de juegos olímpicos rudimentarios; Churuqui, el gran «corredor», había triunfado en diez carreras seguidas, y tenía en su palacio un pequeño museo de armas ganadas como premio y de sandalias que le habían servido el día de una victoria.

El lago Unzu, que acaso sea el Onzo u Ozo de los árabes, es una dilatación del Myera. En los tiempos prehistóricos no debió existir ni la catarata ni el lago, y el lecho del río sería más hondo y más inclinado; pero sea que la vigorosa vegetación de las márgenes del río levantara el suelo de éste, sea que los árboles derribados por los huracanes formaran, con el detritus acarreado por la corriente, una presa natural o muro de contención, las aguas se fueron embalsando, y se produjo, al mismo tiempo que la catarata, el desbordamiento por la margen izquierda y el estancamiento de las aguas en la región baja del Sur, que es hoy la cuenca del Unzu. En toda ella la vegetación es tan intensa que no permite el paso, y para penetrar hay que seguir la vía abierta cerca de Mbúa, que los pescadores y cazadores cuidan de conservar expedita. Nosotros bordeamos el bosque, dejando el lago a la izquierda, y llegamos a Mbúa a la hora del afuiri. Aquí nos esperaban ya nuestras familias, deseosas de vernos, y se organizó la última expedición hacia la corte, donde la presencia del rey se hacía necesaria. El dentudo Menu, para congraciarse con Mujanda, había ordenado decapitar cincuenta personas cada día de su mando, y no habiendo ya más siervos, se temía que comenzase con los hombres libres. Desde la catarata del Myera hasta la ciudad, todos los árboles del camino estaban cuajados de cadáveres, expuestos para festejar nuestra llegada; hubo danza de uagangas y entusiasmos sin límites cuando, antes de darla por terminada el rey, por consejo mío anunció que suspendía las ejecuciones; y por fin nos pudimos retirar a nuestras moradas, en las que Menu había cuidado de reparar los grandes estragos del tiempo y del incendio.

Nuestra primera reunión familiar fue mezclada de tristezas y alegrías; ocho de mis mujeres, entre ellas Niezi y Nera, y mis cinco hijos accesivos, habían muerto en el destierro de Viloqué; mis tres siervos habían sido decapitados, y de sus mujeres, sólo una, la de Enchúa, se me presentó con sus seis pequeñuelos. A esta pobre viuda la desposé aquella misma noche con un siervo del corredor Churuqui, único presente que acepté de Mujanda, a quien, para halagarle, permití que se quedara con todos los regalos que nos habían hecho. En cambio, tenía la satisfacción de ver tres verdaderos hijos míos, habidos de la esbelta Memé, de la sensual Canúa y de la flaca Quimé, la hábil tocadora de laúd, que, a pesar de su extremada delgadez, había llegado a ser una, quizás la primera, de mis esposas favoritas.

Grande era mi deseo de conocer el origen y el desarrollo de esta revolución, que cada persona relataba a su manera, quedando sólo como testigos irrecusables los cadáveres y las ruinas. Yo recogí diferentes versiones, y con todas ellas pude reconstruir de una manera bastante aproximada el cuadro de los acontecimientos. Mientras las localidades del Norte, como las del Sur, burlando la autoridad de Viaco, volvían a su antiguo régimen, en Maya se llevó la reforma a punta de lanza. El fogoso Viaco no quiso ceder, ni aunque quisiera podría hacerlo, porque el partido ensi, que en las regiones era sólo nominal e imitativo, en la corte era vigoroso y se había exaltado con su triunfo. Al mismo tiempo las dificultades del sistema eran menores, porque el distrito de Maya es el más rico del país, y todos los colonos tuvieron tierra sobrada para sus necesidades; sólo hubo quejas de parte de los que recibieron sus lotes alejados de la capital, o de los que no teniendo riqueza adquirida para esperar la nueva cosecha, tenían que solicitar anticipos a interés usurario.

De otra parte soplaron los vientos de tempestad. La nueva organización se oponía al día muntu, pues si legalmente no había sido éste suprimido, y las ceremonias podían celebrarse en los nuevos ensis, lo característico de la fiesta, la congregación de hombres y mujeres, desaparecía. Aparte de esto, surgió otro peligro gravísimo: los siervos eran enemigos del afuiri porque casi siempre los sacrificios

recaían sobre los de su clase; los hombres libres creían que un día muntu era incompleto si no había sacrificio jurídico, y afirmaban con la historia en la mano que jamás se había celebrado sin él una fiesta religiosa en el país. Por grande que sea la moralidad de una población, nunca transcurre un mes lunar sin que se cometan varios crímenes, y así se comprende que sin visos de crueldad se sostuviera el cruento afuiri; pero el sistema ensi, a la vez que dificultaba la comisión de delitos, supuesto que cada cual se mantuviera en su propia casa, exigía por lo menos un reo mensual para cada demarcación, so pena de quebrantar las tradiciones. Con temor debió saber el fogoso Viaco que en el primer día muntu de su gobierno cuatrocientas víctimas habían sido sacrificadas, y que se continuaría haciendo esto mismo en lo sucesivo en virtud de las facultades omnímodas de los jefes territoriales. A este paso, bien pronto se le acababan los súbditos, y con ellos las ventajas que le proporcionaban.

Diose, pues, un edicto restableciendo el día muntu en su forma antigua, y nombrando Igana Iguru al dormilón Viami; y la solemnidad próxima tuvo lugar en la colina del Myera, en el templo de Igana Nionyi. Las dificultades, sin embargo, aumentaron: mientras unos residían cerca de Maya, otros necesitaban cuatro horas de camino para llegar a la colina, y cuando llegaban se sentían fatigados y poco dispuestos a divertirse; cuando se vivía en Maya, se cerraban las puertas de la ciudad y todo quedaba seguro; pero viviendo en el campo, unos venían a la colina, y otros, los incrédulos, se quedaban en sus casas, y aprovechaban el tiempo para saquear las del vecino. Un nuevo edicto declaró obligatoria la asistencia a las ceremonias religiosas, sin adelantar más, porque el recuento era imposible, y los autores de los robos descargaban la culpa sobre los habitantes de los distritos próximos. De esta suerte, los jefes tuvieron que resolver que cada día muntu quedara en los ensis una parte de la familia encargada de la vigilancia; y sin quererlo, pusieron la chispa que produjo la explosión.

Si los hombres se habían resignado a sufrir, esperando, bien que con progresiva desconfianza, la venida de los cabilis, de la cual yo era el anuncio, las mujeres estaban preparando sordamente la obra de liberación. No podían consentir que del único día libre de cada mes se les robase, primero las horas del viaje de ida y vuelta, y luego el día de vigilancia, siquiera fuese uno de cada seis; excitaron las pasiones de sus esposos y de sus padres, tomando como blanco al dormilón Viami, al que consideraban indigno de ser Igana Iguru y al que atribuían todos los males: los robos, los adulterios, las muertes, obra de Rubango, irritado por la condición servil de su ministro. Llegó el décimo muntu del cómputo revolucionario y la hora del ucuezi. Viami se adelantó, descorrió las cortinas del templete, desató la cuerda y la dejó correr; a los primeros tirones, el gallo ¡cosa nunca vista! agitó las alas (sin duda porque no estaba bien muerto). Toda la concurrencia profirió en maldiciones contra el pobre ex-siervo, y mientras los hombres se esforzaban por descubrir el misterio que haber pudiera en el estremecimiento del gallo, y veían en él una señal de la indignación de Igana Nionyi, las mujeres, con instinto más certero, se arrojaron sobre Viaco, y una de ellas, llamada Rubuca, le cortó la cabeza con un cuchillo. Esta Rubuca «la tejedora», era la etíope, la esposa del desgraciado y orejudo Mato, muerto en Misúa, confiscada por el rey usurpador y agregada después a su harén.

Todos presintieron la matanza y se agruparon para defenderse; los antiguos siervos a un lado, dirigidos por el dormilón Viami, se apercibían para sostener la lucha, y junto al cadáver, el dentudo Menu proclamaba al príncipe Mujanda, mientras la familia real lloraba y gesticulaba según las costumbres del país, al mismo tiempo que reconocía como señor al nuevo rey para asegurar la vida y la manutención. Menu, en nombre del rey legítimo, acordó suprimir aquel día las ceremonias religiosas, y dedicar el tiempo al traslado de los hogares a la ciudad, por turnos designados a la suerte. La falta de armas impidió por el momento la lucha; pero los siervos tuvieron una idea que creyeron salvadora. Trataron de deshacer el error cometido al conservar la ciudad, de la que ahora se aprovechaban los enemigos, y se dirigieron a Maya, sembrando por todas partes la destrucción y el incendio; el dentudo Menu, con buen golpe de hombres y de mujeres, los persiguió y los obligó a huir; mas, por desgracia, no había otra agua que la del río, que está lejos, y no fue posible atajar el incendio, que destruyó media población. Sin embargo, destruida hasta los cimientos, hubiera reaparecido nuevamente; porque no era la ciudad material lo que atraía, sino la ciudad espiritual, la vida antigua en mal hora interrumpida por los quiméricos reformadores.

En los diez días del gobierno provisional del dentudo Menu, la traslación se fue realizando; las sendas de todo el distrito de Maya eran largos hormigueros de mujeres afanosas, que ya iban ligeras a los ensis, ya volvían cargadas con vestidos, pieles, telas, jaulas de pájaros, taburetes y demás menudencias de su uso; los muchachos guiaban el ganado a los nuevos establos; cebúes y cebras acarreaban las provisiones y materiales de construcción; y dentro de la ciudad, los hombres, convertidos en albañiles y carpinteros, construían casas nuevas y restauraban las deterioradas. Mientras tanto, Menu perseguía a los incendiarios, ordenaba a los reyezuelos vecinos la entrega de los que cogiesen, y todas las tardes, después de concluidos los trabajos, hacía enfrente del palacio del rey una ejemplar hecatombe.

Al amanecer del día siguiente al de nuestra llegada me dirigí al palacio real y me encerré a solas con Mujanda, para acordar con él lo que debía hacerse en tan críticos momentos; algunos incendiarios se habían refugiado en las fronteras del Norte, y los jefes militares se negaban a entregarlos; Menu sabía que en tiempo de Viaco muchas ciudades occidentales se habían resistido a enviar los impuestos; por todas partes la indisciplina asomaba la cabeza, porque, viendo que el rey toleraba el abandono de un régimen que él mismo había personalmente implantado, le creyeron impotente para reprimir otros abusos; muchos reyezuelos soñaban con declararse independientes, y cada general aspiraba a ser el amo del país. Esto no nacía sólo del reparto territorial, que apenas había dado sus frutos, sino de la debilidad del fogoso Viaco; toda la energía del organizador se convirtió en flojedad en el gobernante; el que había resistido un año de fatigas en la guerra, no soportó una semana de deleites en la paz; los artículos asignados al pago de los funcionarios fueron invertidos en la compra de mujeres, y las horas que debía consagrar al gobierno las dedicaba a satisfacer sin medida sus sensuales pasiones.

Urgía, pues, remediar pronto estos males, y así se lo hice presente a mi yerno; pero éste, que por una extraña coincidencia aprovechada por los vates caseros, se llamaba «Buen Camino» (que esto significa la palabra mujanda), no quería comprenderme. Era un hombre de la misma madera que Viaco, y con gran sentimiento mío supe que hasta entonces no se había preocupado lo más mínimo por la suerte del reino, cuando yo, sin otro interés que él puramente humanitario, me había pasado las horas en vela cavilando sobre la situación y revolviendo en mi mente toda la historia de la humanidad en busca de las triquiñuelas más sencillas y más seguras para restaurar la monarquía legítima, las fuentes de la riqueza y las sabias tradiciones nacionales.

La falta capital de los gobernantes mayas es la pobreza de memoria. Viven al día porque, careciendo del hábito de la abstracción, no ven más que lo visible, y no pueden abarcar las series de hechos históricos para comprender en qué punto se hallan y qué dirección es la más segura. Sus recuerdos son exclusivamente pasionales: una ofensa se les graba con tenacidad, y subsiste durante veinte generaciones; una enseñanza les hace tan poca mella como el son de los roncos bordones del laúd, que apenas llegan al oído. Después de diez meses de privaciones, Mujanda despertaba en su gran palacio, se veía rodeado de doscientas mujeres y cincuenta siervos, y halagado por las adulaciones de las personas distinguidas y por las aclamaciones de la plebe; nada tan difícil como hacerle comprender que el camino del destierro seguía donde antes estaba; que aquellas mujeres podían pasar legalmente, en veinticuatro horas, de sus manos a las de un usurpador; que aquellos siervos podían imitar, en caso de apuro, la bochornosa conducta del ala central de nuestro ejército en la batalla de Misúa; que aquellos aduladores habían adulado antes que a él al cabezudo Quiganza y al fogoso Viaco; que aquellos aclamadores habían aclamado cuando proclamaron a Quiganza y cuando le cortaron la cabeza; cuando Viaco triunfó y cuando fue asesinado; cuando Menu degollaba y cuando se suspendió la degollación.

Yo, que sabía por la historia que los príncipes amamantados en las enseñanzas de la adversidad, cuando llegan a restaurar el trono de sus ascendientes suelen ser los más ciegos, los más sordos y los más disolutos, no intenté variar el orden de la sabía naturaleza y me abstuve de dar consejos. Únicamente solicité algunas facultades para trabajar por mi cuenta, y en este punto hay que honrar a Mujanda con el título de modelo sin par de reyes constitucionales. No sólo me concedió lo que yo deseaba, sino que me dio amplísimos poderes para hacer y deshacer a mi antojo, y hasta me hizo entrega de los rujus amarillos, donde se escriben los edictos reales. Estos rujus no los poseía nadie más que el rey, porque eran de preparación antigua, y ya no se sabía hacer en Maya la tintura con que se les daba su extraño color; pero yo descubrí el procedimiento, que se reduce a extraer el jugo de las flores grandes y pajizas de la gayomba o de una planta muy parecida, que abunda en las orillas del Niyera, y a mezclarlo con sangre de conejo y aceite de palma. Este hallazgo fue trascendental, porque a la abundancia de rujus, y no a otra cosa, se debió la salvación del país.

Varios peligros inmediatos amenazaban, y había que atacar de frente: la indisciplina de las tropas, la desobediencia de los reyezuelos y la inmoralidad pública. Una de las consecuencias inseparables de los períodos de agitación y de cambios políticos, lo mismo entre los negros que entre los blancos, es la desmoralización. Los que han visto a una autoridad caer hoy para levantarse mañana, pasar del destierro a los honores y de la pobreza a la abundancia; los que han tenido que adular en poco tiempo a los desposeídos, a los usurpadores y a los restauradores, y acaso han obtenido triples beneficios, se acostumbran a considerar la vida como una danza continua de hombres y de cosas, pierden gran parte del temor a la ley, que confían no ha de cumplir el que gobierna por falta de tiempo, ni el que gobernará después por espíritu de oposición, y sienten un deseo violento de medrar, de aprovechar el momento oportuno para meter los brazos hasta los codos (y los brazos de los mayas son extremadamente largos) en la hacienda de la comunidad y aun de los particulares; las tropas aspiran a despojar al país para cobrar de una vez la soldada que el gobierno les da en pequeñas raciones; los reyezuelos quieren fundar cada uno su dinastía independiente y descargarla del vasallaje; los consejeros, los uagangas, los pedagogos, husmean de dónde sopla el viento, para volver las espaldas al que manda hoy y ponerse del lado del que mandará mañana; los ciudadanos se dedican a expoliarse mutuamente, confiados en hallar amparo presente o futuro para la conservación de los bienes de procedencia turbia. El estratégico de Misúa, el dentudo Menu, es un tipo característico de la época: con el cabezudo Quiganza fue consejero y se enriqueció; con el fogoso Viaco fue consejero y dobló su fortuna; muerto Viaco, fue jefe del partido de Mujanda, y se redondeó con los despojos de los siervos que hizo decapitar; con el débil Mujanda continuó de consejero, y se dispuso a seguir acumulando, insaciable, cuanto cayera entre sus garras.

En situación semejante no había más recurso eficaz que calmar los apetitos, y para esto faltaban los medios materiales. Entonces tuve yo una idea, que llamaré genial. Me encerré solo en mi habitación con el paquete de rujus amarillos, con varios pedazos de plomo, con un cuchillo y con un tarro de tinta verde, de la que se usa para escribir. En aquellos cuatro elementos estaba la regeneración nacional. Corté cuatro pedazos de plomo en placas redondas, que alisé por una de las caras, y grabé con la punta del cuchillo diversas figuras: una hermosa vaca, cuyas ubres llegaban al suelo; una cabrita con cuernos muy retorcidos; un cebú mocho, con su enorme giba en la cruz; una cebra primorosamente listada. Luego unté los grabados con la tinta verde, y los estampé sobre las pieles, cuidando de aprovechar el espacio; y cuando se secó la estampación, los recorté en redondo con el cuchillo y los fui colocando unos sobre otros en cuatro montones, para prensarlos y desarrugarlos. En el primer día hice cien estampitas, veinticinco de cada serie, y quedé satisfecho de mi obra, que, sin ser un prodigio de arte, debía parecerlo a quienes yo las destinaba. Faltábame ahora un detalle importante: lanzar este papel moneda a la circulación. Para ello redacté un edicto breve y claro, del que, por su importancia, doy aquí la copia:

«A los hijos de Maya.—Un motivo de la furia de Rubango es la marcha de los animales por las sendas; así veis que los destruye con los rayos del sol, con las aguas de los ríos, con los ataques de las fieras. En el reino de Rubango los ganados se conservan en las cuadras y en las colinas. Cuando Rubango quiere enviar vacas, envía pequeños rujus amarillos en los que su mirada crea vacas. Un ruju es una vaca, una cabra o lo que Rubango desea. Sus reyezuelos dan una vaca al que tiene un ruju con una vaca de Rubango. Arimi ha venido de las mansiones de Rubango y tiene la mirada de Rubango; Arimi crea vacas y cabras y toda clase de ganados. Los reyezuelos de Maya harán como los de Rubango.—MUJANDA.»

Después de leer este edicto, que hice circular por todo el país, los mayas debieron quedar sumidos en la mayor confusión; la idea sin el hecho visible, es para ellos un arcano. Pero bien pronto llegó el hecho. Un pastor de la corte iba a Misúa a vender cinco cabras, y se presentó en el palacio real. Yo estaba allí; le hice dejar las cinco cabras y le di en cambio cinco rujus, que él miraba con ojos de asombro. Marchose a Misúa, y el pacífico reyezuelo Mtata, muy adicto a Mujanda, de quien temía un fuerte castigo, a la vista de los rujus entregó al pastor cinco cabras, al parecer más gordas que las que en Maya quedaron. Este pastor fue el primer agente de propaganda. Bien pronto se comentó el hecho en la corte y en Misúa, y todo el mundo deseaba ver los milagrosos rujus, cuya fabricación proseguía yo sin descanso previendo los acontecimientos. En un mes se hicieron diez transacciones como la primera con distintas localidades, y ni uno de los rujus que salían fue devuelto al cambio, porque los reyezuelos, por regla general bien acomodados, encontraban preferible conservar aquellas figuras que parecían vivas, creadas en pergamino regio por la mirada de Rubango o de su ministro. No tardaron en llegar peticiones de rujus, mediante la entrega de ganados, que los establos de Mujanda eran pequeños para contener. La confianza se engendró en poco tiempo, y otro hecho palpable acabó de cimentarla. Lisu, el de los espantados ojos, reyezuelo de Mbúa, vino el día de costumbre a entregar el impuesto, y mientras los demás reyezuelos mandaban trigo o cabezas de ganado, él, por indicación mía, se limitó a contar cierto número de rujus. El pago fue válido, y además Mujanda, a la vista del pueblo, le obsequió con un bonito puñal. Esto puso el sello a la reputación de los rujus, y no hubo maya que no trabajase por alcanzar siquiera uno de cada clase, convencido de que en un ruju se poseía un amuleto de Rubango, y además, en caso preciso, un animal como el que se había entregado, en caso de que no fuera más gordo. Lejos de tropezar en el peligro que yo creí, tropezaba en el opuesto, en la exageración de la confianza, en el deseo de convertir todas las riquezas en papel. Esta exageración me proporcionó un conflicto con el imprevisor Mujanda, que, a gobernar a su gusto, hubiera liquidado en pocos días el reino.

Él quería que jamás faltasen rujus dispuestos para el cambio, y se irritaba cuando alguien exigía la devolución del ganado. Así es que el día del pago de Lisu, habiéndole yo dado instrucciones para que recibiera los rujus e hiciera el regalo del puñalito, que era mío, se resistió a obedecerme. Él comprendía la primera parte de la operación, la de recoger el ganado; pero no la segunda, la de entregarlo. ¿Qué ventaja había en recibir, si después existía la obligación de devolver, si era necesario conservar tantas cabezas de ganado como rujus, expedidos, para darlas a sus dueños cuando éstos lo desearan? Esto era un trabajo inútil. Pero entonces le expliqué yo cómo, si existía la seguridad de que en cualquier momento los establos reales poseían ganados para cambiar los rujus, la mayoría, sea por confianza, sea por el gusto de poseer las estampitas, sea por la comodidad para transportar sus bienes de un punto a otro sin molestar a Rubango, dejarían en paz los establos mientras no les precisara, y siempre tendríamos una gran cantidad de animales que no nos pertenecían. «Los rujus no multiplican el ganado, pero permiten que éste tenga dos dueños: uno, el que posee el ruju; otro, el que posee el animal; el que tiene un ruju con figura de vaca, es el dueño de una vaca; pero la vaca la tenemos nosotros, disponemos de ella, nos bebemos la leche y nos quedamos con las crías.»

Este último ejemplo fue el que iluminó al imbécil Mujanda; su inteligencia era obscura, pero, una vez que atrapaba una idea, la percibía con gran penetración. Su aire de torpeza se desvaneció de improviso, y cuando el caso de la vaca le hizo comprender la parte jugosa del cambio de los rujus, estiró la boca hasta las orejas para reírse de una manera que, si en Maya hubiese diablos, podría llamarse diabólica.

Capítulo X

Pacificación del país y abolición de la servidumbre.—Invasión y establecimiento de los uamyeras y de los accas.—Continúan las emisiones de valores fiduciarios.


Gracias a mi ingenio y al candor de los súbditos de Mujanda bien pronto me hallé en disposición de resolver la crisis por que atravesaba el país, y de trabajar por la felicidad de aquellos hombres que, no obstante la diferencia de color, yo consideraba como mis hermanos. No eran tampoco mis móviles exclusivamente humanitarios, pues sentía una noble curiosidad científica, un vivo deseo de hacer ensayos y experimentos sobre esta nación, para deducir principios generales de arte político. En estas sociedades primitivas, los órganos están más desligados y las funciones se presentan de una manera más descarnada, permitiendo a un mediano observador descubrir ciertas leyes de carácter elemental, base de toda la estática y la dinámica políticas.

Mis primeros esfuerzos se encaminaron a restablecer la disciplina militar de los destacamentos del Nordeste, que se habían negado a proclamar a Mujanda. Esta proclamación no tenía para ellos ningún interés, porque las raciones las recibían directamente de las ciudades próximas, y éstas no dejaban de entregarlas con puntualidad. Yo dispuse que todas las ciudades, sin distinción, pagaran el impuesto al rey, y que éste entregara de sus fondos las soldadas. Tal sistema hubiera sido muy penoso cuando los pagos se hacían en especies, y parecería además inútil enviar los cargamentos a la corte para reenviarlos desde la corte a la frontera; pero con auxilio de los rujus era sencillísimo, y ofrecía la ventaja de permitir a los ruandas la compra diaria de sus provisiones. Sin embargo, la medida produjo gran descontento en las ciudades y en los cuarteles; en las ciudades se temía que, si el rey se olvidaba de pagar a tiempo oportuno, se amotinaran las tropas y saquearan las haciendas particulares; en los cuarteles se rechazaba esta intervención desusada de la autoridad real, y se manifestaba un desconocimiento absoluto del mecanismo de la compraventa. Hubo varias asonadas militares, y cinco destacamentos, el de Unya, el de Uquindu, el de Mpizi, el de Urimi y el de Viti, puestos de acuerdo y dirigidos por el jefe de este último, el guerrerazo Quizigué, de quien no había yo encontrado aún el medio de deshacerme, se declararon en abierta rebeldía e intentaron apoderarse de Maya. Las ciudades de la orilla izquierda del río nos enviaron refuerzos e iba a comenzar la guerra; pero antes acudí a un hábil recurso, que hizo inútiles los procedimientos de fuerza y evitó la siempre dolorosa efusión de sangre. Publiqué, firmado por Mujanda, un edicto anunciando que si las tropas sublevadas volvían a sus cuarteles no sufrirían ningún castigo, y que en adelante se doblaría la ración a todo el ejército, pues ésta, y no otra, era la idea del rey al tomar a su cargo el abono de los salarios. La obediencia fue inmediata, y para mayor garantía y demostración de nuestras promesas se hizo una entrega anticipada.

Este ejemplo decidió a los reyezuelos remisos en el cumplimiento de sus deberes a acatar al nuevo rey, quien para ganarles más la voluntad les perdonó los atrasos, y como término feliz de la pacificación acordó la condonación de un mes de impuesto a todas las ciudades. Siempre alabaré el patriotismo de todas las clases de este país, y el espíritu de sumisión de que dieron repetidos ejemplos en época tan azarosa. Bien es verdad que si de un modo rudo y grosero se hubiese exigido a cada uno de los ciudadanos la entrega de una parte de sus bienes, acaso la solución de la crisis se realizara más lenta y difícilmente; pero en tal caso la responsabilidad sería del gobernante inhábil, que no había sabido revestir sus medidas de esa forma suave y poética que tanto agrada a la imaginación popular. Aun la conducta de las tropas, que parecerá un tanto interesada, la encontré digna de aplauso, porque revelaba un gran amor al orden y a la estabilidad. Hay organismos que aspiran a cambiar de postura con demasiada frecuencia, y que son un germen de continuos trastornos; hay otros más sensatos, que sólo cambian para mejorar, y a ellos pertenece el ejército ruanda; por esto no aceptaron la innovación en el sistema de pagos hasta que vieron que les producía algún beneficio.

Este levantamiento militar, tan noblemente ahogado por sus mismos iniciadores, fue motivo de un suceso feliz, de un hecho que formará época en la historia nacional. Apenas quedaron libres las fronteras de los distritos de Urimi y Mpizi, comenzaron a invadir el país numerosas tribus de aspecto misérrimo, hambrientas, desnudas y fatigadas por largas marchas al través de los bosques. Los reyezuelos reclamaron auxilio para expulsarlas, y los sublevados se disponían a enviar fuerzas para destruirlas. Pero, realizada la sumisión de los rebeldes, yo me dirigí a los parajes invadidos so pretexto de combatir personalmente a los intrusos y con ánimo de entablar negociaciones. Procedían estas tribus de los bosques del Norte de Maya, y quizás algunas venían desde las forestas del alto Congo, y desde los bordes del Aruvimi, hostigadas por los tratantes árabes que dominan toda esa vasta región; sus tipos eran muy diversos, pero la diferencia principal estaba entre dos, que representaban, sin ningún género de duda, dos razas muy distintas: una muy semejante a los puros indígenas mayas, habitantes del bosque, y otra de estatura más pequeña y de rasgos muy análogos a los de la raza acca, al Norte del Aruvimi. Sin embargo, los exploradores han exagerado estos rasgos, puesto que los accas no son ni con mucho, liliputienses; su talla es como dos tercios de la de un hombre ordinario; su color es moreno verdoso, como el de todas las tribus que viven a la sombra; su inteligencia es viva, y su agilidad extraordinaria. Según me dio a entender uno de los jefes (pues su idioma me era desconocido), venían en son de paz buscando refugio contra las persecuciones de unos hombres de tipo extraño que habían llegado por Oriente.

Yo persuadí a Mujanda para que les permitiera establecerse y ya que nuestro reino era muy extenso, y el número de los invasores no tan grande que los hiciera temibles; cuanto mayor fuera el número de sus súbditos, mayores serían sus ganancias, y en las ciudades nada tendrían que padecer por la vecindad de estas gentes pacíficas. Así, pues, fue acordado admitirlos, y yo, por mi parte, les anuncié que avisaran a sus congéneres que aún quedaban en el exterior antes que se cerrara la frontera. En menos de dos meses penetraron en el país más de sesenta mil personas, esto es, una cuarta parte de la población que yo calculaba en todo el reino. Esta gran masa humana fue distribuida en cinco grupos: uno formado por los accas, en número de diez mil, quedó cerca de Maya, sostenido a nuestras expensas; de los cuatro restantes, de raza común, a los que el pueblo llamó uamyeras, «hombres del río», uno se estableció al Norte, entre Viti y Mpizi, y los otros tres al Sur, entre Tondo y Nera, todos en el bosque. Según el convenio hecho, recibieron algunas provisiones y reyezuelos de nuestra nación; los tres hijos mayores del listísimo Sungo, y el único hijo sobreviviente del cabezudo Quiganza, fueron favorecidos con estos cargos.

Respecto de los accas, un plan más vasto había surgido en mi mente. Era para mí incuestionable que una restauración no podía ser perfecta mientras no se aceptase algo de lo que se había hecho durante el período de gobierno ilegítimo. Gobernar es transigir, y yo buscaba con afán las personas o el partido con quien pudiera acordarse una honrosa transacción. En la cuestión del reparto territorial no era posible transigir, porque los mismos reformadores habían tolerado que quedara sin efecto, y ahora, con la presencia de los nuevos colonos, la división sería más difícil, por no decir de todo punto irrealizable; la cuestión religiosa era muy dada a conflictos, y además Viaco la había retrotraído a su antigua pureza, con aplauso general. Realmente, este extremo lo consideraba yo perfecto, y nada necesitado de mejoras ni de componendas; una religión que afirma la existencia de un ser superior o supra terreno, fuente de bienes y de esperanzas, y de un ser inferior o subterráneo, fuente de males y de terrores, es una religión completa, especialmente si cuenta, como la de los mayas, con ritos externos, que proporcionan de vez en cuando alguna expansión a los espíritus y algún reposo a los cuerpos.

Por tanto, no quedaban más que dos puntos de transacción. El primero, reconocer que Urimi, la ciudad sin caminos, había tenido algún fundamento para asociarse a Viaco y permitir, como así se hizo, que continuara usando las sendas abiertas sin autorización, cuando el régimen ensi fue abandonado. El segundo, y más importante, conceder la libertad a los siervos. La mayoría de éstos había entrado de nuevo en la servidumbre con aparente satisfacción; mas era de temer que bajo esta falsa apariencia se ocultase un juego peligroso. Los destacamentos sublevados entregaron al hacer la paz cinco siervos incendiarios, entre los cuales se contaba el dormilón Viami, únicos que habían podido escapar a la furia del dentudo Menu. Estos cinco siervos representaban, a mi juicio, una minoría vencida, siempre digna de respeto, y con ella me entendí para hacer la tan deseada transacción.

Se acordó que los cinco siervos, con sus familias, fundasen una nueva ciudad, que llevaría el nombre de Lopo, entre Unya y Maya, en la orilla derecha del Myera. Estos siervos, y los que se fueren agregando, recibirían como presente una familia acca, y los dueños de los siervos que reclamaran su libertad recibirían igualmente dos familias enanas. De esta manera se abría una puerta para que la liberación se fuese poco a poco realizando, sin perjuicio de nadie, hasta llegar a la completa abolición de una costumbre ofensiva para el decoro del hombre. En cuanto a los enanos, su interés manifiesto estaba en no morir de hambre, y se conformarían con la servidumbre hallándose en un país de hombres más altos, más fuertes y mayores en número, y desconociendo la lengua que se les hablaba. Un año tardé en invertirlos a todos: a cada reyezuelo le fueron enviadas cincuenta parejas, y a los que gobernaban ciudades a cielo descubierto, cincuenta más para los trabajos agrícolas; y era tal la fecundidad de las mujercillas accas, que en cinco años se había duplicado el número de los nuevos siervos. Yo tomé a mi servicio cuatro reyes y cuatro reinas, y en ese período de tiempo aumentaron su familia con veinticuatro príncipes.

Entretanto, los uamyeras se propagaban también muy rápidamente y fundaban cuatro grandes ciudades, que se llamaron: la del Norte, Bangola, y las del Sur, Bacuru, Matusi y Muvu.

La ciudad libre de Lopo se desarrolló con más lentitud, porque los antiguos siervos no llevaban de ordinario más que una esposa; casi todos se proveyeron de mujeres enanas para acrecentar su familia, pero el cruce de razas no fue muy feliz. La fundación de esta ciudad proporcionó a Mujanda una inesperada ventaja, pues, aparte de la no pequeña de separar de Maya y de otras ciudades elementos perturbadores, los libertos nos descargaron del peso del dentudo Menu. Éste, creyendo que en Lopo podría continuar explotando a los siervos, que afluían en gran número, más que por su voluntad porque sus dueños los despedían para recibir en cambio las dos familias enanas ofrecidas, solicitó ser nombrado reyezuelo, y a los pocos días de su llegada fue asesinado, no se supo por quién, a la puerta de su palacio. El listísimo Sungo fue a sustituirle y a restablecer el orden; y Mujanda, nada torpe en esta ocasión, confiscó en provecho propio las grandes riquezas de Menu, sin exclusión de su familia.

Aún no había cumplido el nuevo rey un precepto tradicional en este país, la visita a todas las ciudades y cuarteles del reino, después que ha tenido lugar la proclamación y el recibimiento en la corte. Mujanda estaba deseoso de cumplir este grato deber; porque, insaciable de riquezas, soñaba con los regalos que recogería en su excursión; el pueblo pedía con insistencia que la visita se realizara, porque existe la superstición de que el súbdito que muere sin ver a su rey es muy mal recibido en las mansiones de Rubango. A esto se agregaba el miedo de que el mal recibimiento fuese todavía peor por haber aceptado un rey ilegítimo. Muchos se vanagloriaban de no haber visto a Viaco, y algunos decían verdad: los que conservan la pureza de las tradiciones son en este país tan exagerados en materia de legitimidad real, que la presencia sola de un rey usurpador les turba y les hace llorar; mientras que la contemplación de un rey legítimo les inunda de placer y les hace llorar asimismo, pero de alegría. Después de muchas prórrogas, fundadas en mis planes secretos, aconsejé por fin a Mujanda que hiciera la visita, quedándome yo en la corte al frente del gobierno y dándole instrucciones precisas sobre lo que debía hacer.

A cada reyezuelo que le hiciera algún regalo, debería entregarle cinco rujus; a cada destacamento militar, una soldada extraordinaria, a cada consejero, un ruju; a los pueblos les perdonaría seis entregas en especie, de las que hacen a diario a las autoridades. Era preciso hacer ver que con ningún rey se obtendrían tantos beneficios como con Mujanda, y el medio demostrativo, afortunadamente no nos costaba gran cosa. Pero el punto culminante de este viaje no era tanto la entrega de los donativos, como la particularidad de éstos, nueva invención mía.

Dos inconvenientes me había descubierto la experiencia en los rujus anteriores: uno, el valor excesivo de cada pedazo de piel, y otro, el más grave, la aglomeración del ganado en nuestra provincia, cuyos prados no bastaban ya para contenerlo, y menos para alimentarlo. No todos los distritos poseían ganados, y en éstos las transacciones eran imposibles, porque los mayas no habían caído en la cuenta de separar el valor figurado de los rujus de su valor equivalente en otras especies; aunque una cabra valiese un onuato de trigo, no se había ideado el recurso de cambiar un ruju de cabra por un onuato. En los destacamentos militares cambiaban los rujus por ganado, y después, cuando era preciso, éste por otros artículos. De aquí mi idea de estampar nuevos rujus y de aprovechar el viaje del rey para lanzarlos, con éxito seguro, a la circulación. Pero tampoco pude pensar, ni por un momento, que los nuevos grabados representaran directamente las especies, porque, ni era posible figurar el trigo, el maíz o las habas, ni sustituir las figuras por inscripciones que no todos sabrían leer y que no tenían la fuerza artística sugestiva de la representación pictórica. Acudí, pues, a otro medio e hice tres troqueles en los que representé una mujer desnuda y obesa, cuyos pechos caían hasta las rodillas; un hombre, portador de un carcaj, a la usanza de los guerreros, y un niño desnudo, sentado en el suelo, jugando con la tierra. El secreto de mi invención estaba en que, abolida la servidumbre de los indígenas, no había medio de utilizar estos rujus, sino cambiándolos por sus antiguos valores representativos; una mujer valía por su precio dotal (pues la mujer no se compró nunca como sierva), de tres a seis onuatos de trigo, que es la semilla más abundante y la que sirve de regulador; un siervo, de dos a cuatro onuatos, y un niño, medio onuato, o sea una fanega de Avila.

El éxito de mis nuevos rujus fue completo, y en adelante todas las especies, reguladas por el trigo, fueron objeto de compraventa, y la circulación fiduciaria llegó a representar la mitad de la riqueza del país, pues, aparte de la que estaba en continuo movimiento, había una gran cantidad destinada a usos fijos. No había casa regularmente acomodada que no tuviese como principal adorno en las habitaciones de reunión nocturna, a modo de galería de cuadros, una serie completa de rujus, de las siete clases de emisión, con preferencia los de mujer. Estas incipientes aficiones artísticas las exploté yo, variando los tipos femeninos hasta el número de ocho, pues sabía que cada nuevo tipo representaba una cantidad enorme de onuatos de trigo en los graneros reales. Los ricos, que antes enseñaban con orgullo sus montones de semillas, y sus manadas de vacas y de cabras, ahora introducían al visitante en su cámara familiar, y le enseñaban la colección de rujus colgados de las paredes. Así inmovilizaban gran parte de sus bienes, que pasaban a manos de Mujanda. Los rujus de mayor circulación eran los de figura de niño, utilizados para la mayor parte de los cambios.

La prosperidad de la hacienda del rey y de la general, puesto que un rey rico distribuye entre sus súbditos, aun siendo tacaño, como Mujanda, más que pueda distribuir un rey pobre, no bastó, sin embargo, a aquietar los ánimos de una manera permanente, de donde saqué yo en claro una vez más, que la felicidad de un pueblo es cosa imposible de conseguir. Bien es cierto que las medidas adoptadas eran las primeras, las perentorias, y que aún conservaba yo preparadas para después otras de mayor transcendencia, que quizás alcanzarían lo que las primeras no habían alcanzado; pero no era indicio tranquilizador que la recompensa inmediata de mis esfuerzos fuera la ingratitud y la enemistad de los que recibían de mí tantos beneficios. Todo el pueblo murmuraba en voz baja, acusándome de abusos y de robos, porque suponían, demostrando con ello ser capaces y aun estar deseosos de hacer lo que me imputaban, que, siendo yo el autor de los rujus, mi riqueza podía aumentarse a mi arbitrio; los uagangas y pedagogos me acusaban de dilatar la provisión de los cargos de consejero, para ser solo en el torpe ánimo y en la floja voluntad de Mujanda, y este mismo llegó a sospechar que yo cambiaba rujus por mi cuenta y me enriquecía a expensas reales. No le bastaban los inmensos bienes acumulados por mi buen ingenio, sino que su ansia envidiosa se extendía, hasta los míos, que si, a decir verdad, algo y mucho habían crecido con mis trabajos de grabador, no eran suficientes para recompensar mi inteligencia y mis esfuerzos. Yo percibía, oído avizor, estos primeros leves rumores, y me apresuré a acallarlos con abundantes dádivas a los pobres, en la seguridad de que éstos, al menos, cederían mientras estuvieran ocupados en digerir mis donativos; pero comprendí que allí hacía gran falta una reforma orgánica. El equilibrio político, indispensable para la buena marcha del gobierno, se había roto en beneficio del rey y de los siervos, y en daño de la clase media, y había que restablecerlo por cualquiera de los medios que se emplean para restablecer el equilibrio de una balanza: o quitando del platillo que tiene de más, o añadiendo al que tiene de menos, o partiendo la diferencia. Esto último, que era lo más justo, me pareció desde luego lo más impracticable y lo más expuesto a desatar las envidias y los odios. El sistema de aligerar el platillo más pesado, ofrecía, además de las resistencias naturales en quienes viesen disminuidos sus privilegios, otro peligro más grave: si los desequilibrios eran muy frecuentes, y hoy se quitaba de un lado y mañana del otro, siguiendo con constancia el mismo procedimiento sustractivo, no tardarían en quedar los dos platillos vacíos. No había, pues, otro recurso que el de nivelar, añadiendo donde fuera menester. Este último sistema no ofrecía más inconveniente que uno: aumentando sin cesar los privilegios, hoy a unos, mañana a otros, siempre para conservar el ansiado equilibrio, no tardaría en ser tan enorme el peso total que se tronchara el eje de la balanza gubernamental y todo viniera abajo. Pero como esta catástrofe, aunque posible, no sería inmediata, y acaso ocurriría cuando yo hubiese muerto, me decidí desde luego por el criterio aumentativo, y con arreglo a él me dispuse a redactar una Constitución.

Capítulo XI

Continúa la restauración.—Reformas introducidas en el mobiliario y en la indumentaria.—Invención de la pólvora.


Seis meses duró la ausencia de Mujanda; pues aunque el viaje hubiera podido terminarse en menos de la mitad de tiempo, el rey se complacía en prolongar sus visitas más de lo que conviniera a su alta dignidad. Los súbditos no se hartaban de ver a su legítimo soberano, y el soberano no se hartaba de vivir a costa de sus súbditos; y el único atractivo que podía apresurar el regreso del rey a Maya, el amor de sus esposas, estaba neutralizado por otro de igual fuerza, porque los reyezuelos y próceres, conocedores de la afición de Mujanda al sexo femenino, le ofrecían la flor de sus harenes, deseando recoger en cambio algún vástago regio. En este punto, sin embargo, les defraudó su soberano, que en la corte y fuera de ella dio señales de que nunca tendría sucesión.

Mientras tanto yo continuaba en Maya encargado del gobierno y dedicado a implantar algunas reformas menudas, preliminares de otras más importantes, cuya ejecución requería ciertos datos que el rey, por encargo mío, había de recoger en todas las localidades, y reunir en un acta confiada a la pericia de un pedagogo, que juntamente con cuatro uagangas formaba parte de la real comitiva. Sólo tuve que abandonar mi puesto dos veces para asistir a dos ceremonias jurídicas, una en Upala, con cuyo motivo volví a ver al corredor reyezuelo Churuqui, y otra en Lopo, la naciente ciudad creada por mi famosa transacción, donde el listísimo Sungo se veía y se deseaba para conservar el orden entre sus díscolos conciudadanos. Sólo la pesca en el río había podido librarles de morir de hambre, porque estos antiguos siervos manifestaban una invencible aversión al cultivo de la tierra, del que habían hecho cargo a sus siervos enanos; pero los hombrecillos accas, unos solos, otros con sus familias, se habían fugado de Lopo y refugiado en la vecina ciudad de Bangola; el reyezuelo Asato, el hijo del cabezudo Quiganza, les había concedido amparo y los había distribuido entre los uamyeras, sus súbditos, en calidad de siervos, sin que hasta el día uno solo hubiera vuelto a aparecer por su antigua morada. La causa de esta fuga eran, como ocurre de ordinario, las mujeres: los amos querían apropiarse las esposas de sus siervos (que, aunque enanas, no dejaban de apetecérseles), y éstos, conformes en prestarlas a su señor, se negaban a cederlas por completo. Muchos amos, irritados por la resistencia, habían impuesto duros castigos, y en algún caso habían dado la muerte a los pobres accas, que, aterrorizados, escaparon como pudieron, mientras los criminales quedaban impunes, porque la ley no decía nada sobre estos hechos. La población estaba excitadísima contra los de Bangola, a quienes se consideraba como extranjeros y enemigos, y deseaba la muerte de una mujercita acca, muy joven y graciosa, acusada de haber asesinado, durante el sueño, a su señor para vengar la muerte de su marido. En la ley antigua se reconocía la legitimidad de la venganza personal entre gentes de igual condición; por venganza, un hombre libre podía matar a un hombre libre, y un siervo a otro siervo. Si la condición era distinta el crimen no era legítimo, y el autor debía en castigo, si era hombre libre, libertar a toda la familia del muerto y pagar una multa al rey, y si era siervo, sufrir la última pena. El problema planteado era difícil, porque la opinión común negaba a los accas la dignidad personal; y aunque para este caso se les consideró como personas, quedaba aún otro punto obscuro. Un siervo establecido en Lopo, libertado por su dueño sin cumplir las formalidades antiguas, ¿era siervo como antes para los efectos de la ley penal, o gozaba de los privilegios del hombre libre? Era clarísimo en el caso presente que la condición civil había variado, porque la transacción borró de hecho los antiguos procedimientos para manumitir, y que la enana debía sufrir la pena de los siervos, en cuyo lugar se encontraban los individuos de su especie. Yo condené a muerte a la intrépida heroína, mas para librarla hice saber que en la corte no había reos para el próximo afuiri y que deseaba llevármela. Estas transferencias de víctimas de unas ciudades a otras eran muy frecuentes, porque en ninguna se quería celebrar el día muntu sin derramamiento de sangre; pero en el momento actual mi decisión produjo malísimo efecto, y la plebe se encargó de revocarla, amotinándose, apoderándose de la reo, y sacrificándola acto continuo.

Yo regresé a Maya disgustado por estos procederes, y para castigarlos, de acuerdo con el listísimo Sungo, envié a los jefes de los destacamentos de Viti y de Unya orden de atacar a Lopo. Al mismo tiempo, para mi tranquilidad, encargué a Sungo que aprovechase la ocasión de matar a Quizigué, del que le dije temer un acto de rebeldía; al frente del destacamento de Viti colocaríamos a Asato, el hijo de Quiganza, más aficionado a las armas que al gobierno; Sungo pasaría a gobernar la gran ciudad de Bangola, populosa y fructífera, como Maya, y su hijo cuarto, deseoso de obtener algún cargo, quedaría de reyezuelo en Lopo. Tan extensa combinación se realizó en seis días; Lopo quedó medio en ruinas, y Cané, el hijo de Sungo, encontró disminuidos sus súbditos en una mitad, pero más dóciles para someterse a sus mandatos.

El gobierno interior de la casa real, a falta de hijos, corría a cargo de la madre de Mujanda, la sultana Mpizi, «la hiena», llamada así porque su amor de madre era tan intenso que, habiéndosele muerto un hijo, le dio piadosa sepultura en su propio estómago. Como en Maya las atribuciones domésticas de un rey no están perfectamente deslindadas de las facultades públicas, tuve que entenderme, para evitar conflictos de jurisdicción, con el ama del palacio, y de aquí nacieron ciertas relaciones íntimas y censurables, no deseadas por mí, en verdad, que si fueron benéficas para la marcha de los negocios públicos, no dejaron de producir murmuraciones y críticas en todas las clases sociales. Desentendiéndome de ellas yo, continué mis trabajos de restauración, deseoso de contribuir, con cristiano desinterés, a la felicidad de los que tanta malquerencia me mostraban, y comencé por algunas reformas de carácter doméstico.

Mi primera innovación fue en el lecho, que era muy incómodo; se reducía a una tarima estrecha y alargada, puesta al ras del suelo de pizarra, más propia para quebrantar los huesos que para reposarlos. Construí para mi uso un catre de tijera, e hice rellenar de plumas dos colchones anchos y una almohada, y con estos elementos compuse un lecho blando y aseado sobre el cual se podía dormir beatíficamente. Mis esposas, ya por curiosidad, ya por deseo de agradarme, solicitaron tener camas como la mía, y yo, instruyendo a los veinte accas que tenía a mi servicio, cuyas facultades imitativas estaban muy desarrolladas, les hice construir catres para todas, en tanto que ellas mismas se cuidaban de hacer los colchones y las almohadas. En el primer día muntu que subsiguió la novedad se hizo pública, y en todas las familias entró el deseo de gozar del precioso invento. Yo no hice de él ningún misterio; al contrario, deseaba que se generalizara y que conocieran las comodidades que producía, para que se mostraran mejor dispuestos a recibir las reformas que vendrían después. Mis esperanzas, sin embargo, no se realizaron por el momento, y conforme se extendía el uso del catre de tijera, se iba aumentando la malquerencia de mis conciudadanos; porque, acostumbrados a dormir casi en el suelo, solían, cuando les molestaba el calor, rodarse instintivamente fuera del lecho y dormir sobre la fresca pizarra; y cuando comenzaron a hacer uso del catre, todas las noches se caían de él, y muchos se hacían contusiones, de las que yo, sin culpa real, era el único responsable. Este mismo inconveniente lo habían sufrido mis mujeres, pero no se habían atrevido a quejarse, y yo lo remedié aconsejando el uso de ligaduras al pecho y a las piernas. Otra de las contras de mi innovación era su costo excesivo, que para las familias numerosas se elevaba a una fortuna, pues el precio de cada juego completo no bajaba de cinco rujus pequeños, o sea dos onuatos y medio de trigo. Por último, en las noches de calor, el lecho de plumas se les hacía insoportable, y más insoportable aún cuando los insectos, abundantes en estas latitudes, se conjuraron también contra mi reforma. El tiempo se encargó de desvanecer estos males; las plumas fueron sustituidas por granzones majados, que antes se perdían en los rastrojos y que no costaban más que la molestia de recogerlos; se empleó otra madera más dura, que resistía los ataques de los insectos; en suma, el catre de tijera, con sus accesorios, se aclimató en el país, y los rudos cuerpos de sus habitantes creo que me lo agradecerán eternamente; pero mi recompensa fue un largo período de impopularidad, de la que participó el dios Rubango, de cuyas mansiones decía yo, así a propósito de éste como de todos mis inventos, haber traído las nuevas ideas.

Resuelto a seguir con tenacidad la obra emprendida, dedicaba todo el tiempo a preparar sorpresas, y no pasaba día muntu sin que mis mujeres, vehículo inconsciente de la regeneración de su patria, llevasen a la colina alguna nueva relación, que los indígenas, sin dejar de hablar contra mí, escuchaban con interés; no había fiesta completa si faltaba la comidilla habitual, la última cosa que el Igana Iguru había pensado por inspiración de Rubango. Y no era lo menos interesante de estas escenas la forma de que se valían mis mujeres para explicarse, y el público para comprenderlas, siendo casi todas las novedades tan fuera de los usos y del vocabulario del país. Después del lecho siguieron la mesa y la silla. En el país sólo era conocido el taburete para sentarse, y para comer, el suelo; de ordinario, los hombres comían de pie, y las mujeres sentadas, y en cuanto al uso de la vajilla, era muy limitado, porque los alimentos son por lo general secos y se sirven a la mano: pastas de trigo de maíz o de manioc, frutas, legumbres, huevos, pescado seco, y alguna vez tasajos de carne asada, son los platos ordinarios. El uso de las sillas y las mesas producía una verdadera revolución en las costumbres, y tuvo encarnizados partidarios y detractores; en cuanto a la silla, la variación principal estaba en el respaldo, absolutamente desconocido en Maya, y la ventaja sobre el simple taburete era innegable. Las mujeres, que pasan el día sentadas, se declararon en mi favor; pero los hombres estaban en contra porque su costumbre era sentarse en el bajo taburete o en el suelo, cruzar los brazos alrededor de las rodillas, y echar la cabeza sobre éstas para descansar o dormir. Tal postura les parecía más cómoda que permanecer tiesos sobre las nuevas sillas; y en cuanto a retreparse no había que pensar en ello, porque se mareaban y aun se desvanecían mirando un poco tiempo hacía arriba. El principal motivo de la oposición estaba, sin embargo, en que, juntamente con la silla y la mesa, apareció la idea de aplicarlas a las comidas familiares.

Yo había dispuesto, para no aburrirme a solas, que en el patio del harén se colocara una larga mesa, capaz para mis cincuenta mujeres, y que en torno de ella, todos sentados, hiciéramos las comidas en común. Los siervos se encargaban de entretener a los niños y del servicio de la mesa, y después quedaban libres para comer, a su vez, en el patio o en las galerías exteriores de la casa. Esto exigía dos interrupciones de la vida aislada, sostenida por la tradición; pero no me pareció imprudente la reforma, porque, si antes se temía el contacto de las mujeres y los siervos, ahora que éstos eran, con ligeras excepciones, de la raza enana, no había peligro, dado el desprecio con que las mujeres los consideraban. Sin embargo, los indígenas habían conservado rutinariamente la idea de que entre hombres y mujeres no debe haber relación fuera del día muntu, y, aparte de esto, rechazaban el pensamiento de familiarizarse con sus esposas e hijos, de igualarse con ellos, comiendo todos los mismos alimentos, en la misma mesa y a la misma altura. La costumbre autorizaba al padre a comer mejor que los demás, y sólo los hijos mayores eran admitidos en su compañía; las mujeres comían todas juntas, señoras y siervas, madres e hijas, por turnos rigurosos de elección, y los siervos después de su señor, con los jóvenes aún sometidos al cuidado de los pedagogos. Había, por tanto, tres comidas diferentes, según sexo, edad y categoría, y en sustitución de ellas implantaba yo dos, haciendo caso omiso del sexo y la edad. Las ventajas del nuevo sistema eran grandes: las comidas hechas en familia adquirían ciertos atractivos que no podían tener haciéndolas cada cual por separado; se igualaba la condición de las mujeres y de los hijos a la del padre, y se instituían dos horas de reposo de las doce dedicadas al trabajo o a los pasatiempos. En el sistema antiguo la comida era un mero accidente, que no suspendía por completo las faenas ni proporcionaba ningún solaz. A pesar de todo esto, después de algunos días de boga, mi proyecto fracasó, arrastrando en su caída las mesas, sillas y demás accesorios del servicio que yo había ido agregando; sólo contadas familias, entre ellas la mía y la del rey, conservaron en parte el nuevo uso, y muchos vendieron los muebles, que se convirtieron en objetos de adorno y de distinción, siendo así que yo los introduje con propósitos igualitarios. Todos mis buenos deseos se estrellaron contra la incapacidad de los mayas para educarse en el arte de comer, contra el orgullo de los jefes de familia y su errónea creencia de que sus mujeres y sus hijos no eran dignos de equiparárseles, contra la prevención que inspiraba el contacto con los siervos, fuesen o no fuesen enanos. Para ser completamente veraz, no omitiré que las mismas mujeres, que al principio se mostraron partidarias de la silla con respaldo, la rechazaron después y se negaron a comer en familia por conservar viejas preeminencias. Las favoritas, que eran las más influyentes, encontraban preferible comer a solas, tumbadas sobre una piel y eligiendo los alimentos, con tal que sus compañeras de menos prestigio comieran de las sobras y sentadas en sus taburetes o en el suelo.

Para reconquistar las simpatías del sexo débil acudí a un invento que me desquitó con creces de la caída anterior y que adquirió en todo el país una rápida popularidad: las telas de colores. En Maya sólo eran conocidos, y muy imperfectamente, los colores rojo (o más bien encarnado) y verde; el rojo se obtenía mojando las telas en sangre de búfalo, y el verde, restregando sobre ellas tallos y hojas de plantas jugosas que crecen en los bordes del río. No obstante lo sencillo de la manufactura, era difícil hallar bellas túnicas de color; éste se daba antes de formar la prenda, cuando la tela está en tiras estrechas, como de media cuarta, a modo de pleitas formadas con fibras textiles del miombo y de algunos otros árboles, muy groseramente entretejidas; de suerte que al unir estas tiras con un cabo entrecruzado, dándoles vueltas para formar un largo miriñaque (forma primera de las túnicas, antes que el uso las arrugue y las aje), el color no quedaba compacto, sino muy mal distribuido, y más en las túnicas verdes que en las encarnadas. Yo recurrí al auxilio de punzones de caña, por el estilo de las almaradas que usan los talabarteros, y pude formar telas de gran ancho, de costuras poco perceptibles, y componer túnicas de hechura más fácil y airosa. Estas telas anchas eran sometidas a la estampación en una prensa de madera, compuesta de dos cilindros giratorios, uno de ellos seco, y el otro untado de diversas tinturas minerales y vegetales, en las que representé todos los colores del iris en sus matices más vivos y chillones. Primeramente hice telas de colores lisos y listados, y después, por medio de toscos grabados en la madera, saqué dibujos caprichosos a cuadros y a lunares, y algunos con cabezas representativas de toda la fauna del país.

Mi flaca esposa Quimé tuvo una idea que a mí no se me había ocurrido: emplear estas telas en el adorno de los sombreros, los cuales, creo haber dicho ya, se componían sólo de cuatro hojas anchas y picudas, unidas en forma de pirámide. Como los hombres los usaban de igual forma que las mujeres, fuera de los que por su dignidad llevan en día de gala la diadema de plumas, estos adornos servirían para embellecer a la mujer, y al mismo tiempo para distinguirla del hombre. Hay que tener en cuenta que los mayas de ambos sexos visten del mismo modo, y que los hombres no tienen barba ni otras señales muy claras y visibles de su sexo, para comprender el afán con que los varones procuraban distinguirse de las hembras, ya por el tamaño del sombrero, que algunos agrandaban hasta convertirlo en quitasol o paraguas, ya por la forma de las sandalias, ya por la longitud de las túnicas. El signo más seguro del sexo fue hasta entonces el cinturón, usado sólo por las mujeres el día muntu; pero como este adherente impedía la circulación del aire, era justamente odiado, y muchas lo descuidaban. El pensamiento de la flaca Quimé tenía, pues, extraordinaria transcendencia, y con aplauso de todo el mundo los sombreros de la mujer fueron en adelante cubiertos con retazos de colores y adornados con escarapelas y lacitos en combinaciones muy variadas.

El primer día que mis mujeres se presentaron en la colina del Myera luciendo sus vistosas túnicas, todas distintas y a cuál más llamativas y caprichosas, y sus sombreros de última novedad, fue tal la impresión del público, que no hubo atención para las ceremonias sagradas, ni sosiego para los esparcimientos, ni ojos para otra cosa que para contemplar con misteriosa delectación el brillante espectáculo. Veíase a las claras que no había mujer que no quisiera en aquel momento pertenecerme a trueque de obtener una túnica de colores, y que no había varón que no me envidiara mis esposas, con el nuevo atavío resplandecientes de hermosura. La murmuración encontró un tema inagotable, dentro del tema favorito por este tiempo: mis relaciones con la sultana Mpizi, que eran públicas y notorias, porque ésta, con su franqueza nacional, declaraba el secreto a todo el mundo. La arrogante sultana lució aquel día una túnica pintarrajeada con rojas cabezas de león, regalo que yo le había hecho despreciando las habladurías de la plebe; las mujeres de Mujanda, disgustadas ya por el abandono en que las tenía su señor, me dirigían dardos enconados y ardían en celos contra su suegra colectiva.

Otro en mi lugar hubiera explotado el entusiasmo del público, y hubiera convertido la fabricación de telas en una industria muy lucrativa; pero yo no tenía gran apego a las riquezas, y contaba con suficientes y aun sobradas para el sostenimiento de mi casa y mi dignidad; concedía más importancia a mi intento de granjearme el amor de los mayas, y, aunque recientes ejemplos me hubieran demostrado la inutilidad de mis desvelos y de mis sacrificios, persistía en él, confiado en que la innegable bondad que, según se cree, hay en el fondo de la naturaleza humana, se dignaría al cabo asomar la cabeza. Me apresuré, pues, a vulgarizar mi invención, reservando dos puntos: la tintura amarilla y los grabados, que podrían servir de indicio para falsificar los rujus o para hacerles perder gran parte de su mérito. Esta contingencia me pareció muy poco probable; pero nunca está de más que un gobernante peque por exceso de precaución. Fuera de estas especialidades, que, según les dije, eran obra de mi vista, que no podía transmitirles, el resto fue del dominio público desde el día siguiente, en que mi casa estuvo convertida en jubileo. Todos los carpinteros de la ciudad y del reino aprendieron a hacer prensas estampadoras, y todas las mujeres aprendieron a manejar los punzones de caña, a hacer telas anchas y a confeccionar túnicas a la moda; en cuanto a las tinturas, muy pocos supieron prepararlas, tanto por la dificultad que en ello había y por la torpeza natural de estas gentes para las manipulaciones químicas, cuanto por la corruptela que yo introduje de regalarlas a todo el que las deseaba. La molestia que recayó sobre mí por este motivo la di, sin embargo, por bien empleada, puesto que me creó una clientela obligatoria, sobre la que pude ejercer más tarde cierta autoridad.

Por un contraste muy frecuente en la vida gubernamental, esta reforma, que di a luz sin pretensiones, como un ligero entretenimiento impropio de un hombre de Estado, fue muy fecunda en bienes, y quizás la más humanitaria de las que fueron debidas a mi gestión. Hubo un período de paz y de trabajo incesante mientras se renovó por completo la indumentaria nacional; las túnicas sin teñir cayeron en desuso, y muchos siervos accas, que continuaban desnudos como el día de su llegada al país, las utilizaron con gran contentamiento para cubrir sus carnes, y aun no faltó alguno que se ingeniara y consiguiera teñirlas para aproximarse más a sus amos en el parecer. Por último, la educación estética de los ciudadanos dio un gran paso, y el prestigio de la mujer se elevó hasta un punto desconocido, merced a las seducciones que las airosas y elegantes túnicas y los lindos y caprichosos sombreros agregaron a las que ya ellas naturalmente poseían.

Otro invento que corresponde a esta fecunda época, pero que guardé oculto para más adelante como un gran elemento de poder, fue el de la pólvora, que al principio fabriqué en pequeñas cantidades por vía de ensayo. Pude hacer mucha (aunque de calidad bastante inferior) con pocos dispendios, por abundar en el país los elementos indispensables; cerca de Boro existen grandes yacimientos de azufre, con el que se suele untar la punta de las teas para encenderlas mejor; en el Unzu se recoge un excelente salitre, y las márgenes del Myera están pobladas de sauces de diversas especies, sobre todo de mimbreras comunes; pero como me atreví a almacenar grandes reservas temiendo los peligros de una explosión. Con la primera que fabriqué hice cohetes largos, que reuní en haces y escondí en los graneros, en espera de ocasión oportuna para emplearlos con el debido aparato y con fines útiles para la comunidad. Nunca me hubiera atrevido a descubrir imprudentemente las aplicaciones de aquel inocente polvillo negro, que en manos de los mayas hubiera dado al traste en pocos meses con la nación.

Capítulo XII

Regreso de Mujanda a la corte.—Información sobre el estado del país.—Reorganización del poder central y creación de los cuerpos de escala cerrada.—Reformas radicales en la asamblea de los uagangas.


Aunque éstas y otras reformas de poco fuste me consumían casi todo el tiempo, no dejaba de aprovechar los ratos perdidos para mi trabajo capital, el proyecto de Constitución, en el que llegué al artículo 117, punto donde ciertas dudas graves me asaltaron el espíritu, me desalentaron y detuvieron mi pluma. Mi primer propósito había sido seguir las huellas de los más ilustres restauradores, comenzando por promulgar una Constitución, continuando por las leyes orgánicas complementarias, y concluyendo por las medidas de carácter práctico y por los utilísimos reglamentos. Pero ocurrióseme pensar que si esta Constitución había de ser, como recomiendan los tratadistas, un reflejo exacto de la vida nacional, no era yo el llamado a redactarla. ¿Cómo podría yo reflejar por medio de mi pluma el carácter y el temperamento de un país que me era casi desconocido? Y aunque esto llegara a conseguirlo por un fenómeno de adivinación y con auxilio de los datos que me traería Mujanda, ¿no era expuesto lanzar precipitadamente en este período transitorio una Carta constitucional que, publicada en la mañana, quizás necesitaría reformas por la tarde? ¿Qué hubiera sido de una Constitución escrita en los primeros días del nuevo reinado, cuando a poco el establecimiento de los uamyeras modificó la división territorial, y la liberación de los siervos cambió el estado civil de las personas?

Más adelante me fijé en otro hecho importantísimo: en Maya, las leyes se establecen por medio de la acción, no de palabra ni por escrito. Un decreto no significa nada si no le acompaña la ejecución inmediata de sus preceptos. Cuando Usana realizó la concordia religiosa, publicó un edicto el día anterior al ucuezi para prevenir a sus súbditos; pero al día siguiente organizó de hecho las ceremonias religiosas en el orden en que se continuó celebrándolas después, salvo algunas variantes simplificadoras toleradas por el uso. Así se hizo siempre. Las cosas percibidas por los ojos se graban con más fijeza en la memoria que las que entran por las orejas, y esta desigualdad potencial de los órganos se ha agrandado con el hábito de tal suerte, que los mayas poseen una memoria plástica maravillosa, y en cambio carecen casi en absoluto de memoria auditiva. Júzguese, pues, de lo aventurado que sería dictarles una Constitución, que hasta aquí constaba de 117 artículos y que tendría probablemente el doble; era de temer que ni los súbditos la leyeran, cosa después de todo muy disculpable porque la mayoría no sabía leer, ni las autoridades la aplicaran, lo cual era menos digno de disculpa. Dejando en suspenso mis trabajos de redacción para época más oportuna, decidí acomodarme a las costumbres mayas e implantar de una manera tangible reformas parciales bien combinadas, cuyo conjunto sería una Constitución de hecho, sobre la cual, como bello florón, podría más tarde colocar una Constitución escrita, que, conservada en los archivos reales, sirviese de documento histórico inapreciable para los siglos venideros.

Entretanto regresó el rey, y hubo con tal motivo las fiestas acostumbradas: la recepción a las puertas de la ciudad; la danza de uagangas, en que a falta de consejeros, hicieron de jefes los miembros más antiguos de cada grupo, y la danza general hasta la puesta del sol. Mujanda se mostraba contentísimo del viaje y satisfecho del buen orden que yo había sabido mantener en el gobierno; de las innovaciones introducidas, alguna de las cuales, la de teñir las túnicas, había derramado la alegría por el país, y, sobre todo, de los valiosos regalos que por todas partes le habían hecho. El hábil calígrafo Mizcaga me hizo entrega de cinco grandes pieles, en donde había ido escribiendo las observaciones diarias del rey; en descifrarlas pasé gran parte de aquella noche, y jamás recuerdo haber perdido el tiempo más inútilmente. Algunos estadistas han llegado a creer en la Providencia observando la armonía con que en el mundo se producen los hombres necesarios para las cosas, y esto mismo me ocurrió a mí aquella noche; la época de gobierno absoluto (aunque con apariencias de parlamentario) había producido una serie de hombres geniales: el ardiente Moru, el corpulento Viti, el lluvioso Ndjiru, con el radiante Usana a la cabeza; la época de gobierno constitucional que yo abría con mi presencia, se iniciaba con un rey mentecato. Aunque mis acendrados sentimientos políticos y mi respeto hacia la personalidad del débil Mujanda no me permiten publicar íntegro su informe, extraeré de él algunas noticias.

De los doce destacamentos militares sólo había visitado cinco, los que están muy próximos a las ciudades; de éstas, que eran veintiocho, exceptuada la corte, no había querido visitar seis: Lopo, Urimi y las cuatro habitadas por los uamyeras, en las que no se consideró seguro. Estuvo en las restantes, pero en las de los bosques, cuya residencia era poco agradable, no hizo más que entrar y salir. En resumen, sus visitas se redujeron a las ciudades fluviales; pero aun respecto de éstas, sus observaciones eran baladíes e inoportunas. De aquel diario monstruoso no saqué en limpio más que un catálogo de objetos recibidos como regalo, una pesada descripción de banquetes y de los seis días muntus que había celebrado fuera de la corte, una enumeración de las personas más ricas que había conocido, traída no sé con qué propósito, y una larga lista de nombres de mujeres que le habían agradado y que pensaba adquirir a la primera ocasión. Nada de esto era interesante para el asunto que ya traía entre manos, y tuve que acudir a las luces del redactor, a quien tenía en muy buen concepto. Mizcaga, llamado así por tener seis dedos al fin de cada extremidad torácica, era el decano de los pedagogos, un viejo de mirada aguda y penetrante, de nariz afilada, de barba prominente y carácter firme y enérgico. Sus palabras fueron para mí como un relámpago en las tinieblas.

Los destacamentos militares no eran ya verdaderos destacamentos. En lo antiguo, los ruandas eran hombres fuertes, de veinte a cuarenta años; sólo podían tener una esposa a lo sumo; si reunían más de dos hijos, eran trasladados a las guarniciones del interior, y cuando tenían más de cinco o cumplían los cuarenta años, eran dados de baja, se les asignaba casa propia, y muchos desempeñaban cargos públicos. Ahora se había relajado de tal suerte la disciplina, que cada cuartel era una ciudad; el número de soldados era menor que antes, con lo cual los jefes obtenían un gran lucro; muchos ocupaban dos o más celdas del cuartel, con varias mujeres y numerosa prole; no se observaba la regla de la edad, ni la de la familia, y según se iban desarrollando los hábitos de ciudadanía, se iban perdiendo las cualidades propias del buen militar. Sólo se seguían las buenas tradiciones en algunos destacamentos del Sur y en el de Rozica, al Norte, donde el ejército practicaba la poliandria y sostenía una mujer para cada siete soldados.

En las miserables ciudades del bosque la poliandria se generalizaba y la población disminuía, no obstante el refuerzo suministrado con los envíos de accas; casi todas las mujeres eran vendidas en la corte y, desde que se dobló la paga al ejército, en los cuarteles; los caminos estaban interceptados y los reyezuelos descontentos; la aspiración general de éstos era pagar menos tributos, así como la de los generales era recibir mayor soldada. En las ciudades agrícolas y fluviales la situación material era satisfactoria; pero cada día se acentuaban más las rencillas y los odios locales. Entre Unya y Ancu-Myera, entre Quitu y Arimu, entre Zaco y Talay, y entre Nera y Rozica, existían rivalidades enconadas porque, siendo vecinas, querían ejercer la supremacía en el río; para ello acudían a todas las malas artes de la guerra encubierta; violando el reposo de la noche, algunos reyezuelos enviaban partidas de gente pagada para robar las canoas de los enemigos, o si no podían robarlas, para echarlas a pique, pues el número de canoas era el signo más seguro de poder. Y como estos desmanes eran pagados con la misma moneda, los constructores de canoas no daban abasto a los pedidos, y repetidas veces se hubo de sufrir la escasez y carestía por no poder pescar. No faltaban tampoco, aparte de éstas y otras maniobras solapadas, combates navales a la luz del día; puestos en línea los bandos enemigos, se abordaban con furia y luchaban cuerpo a cuerpo, y los que se apoderaban de una canoa contraria, ataban a sus tripulantes de pies y manos y los arrojaban al río para que sirviesen de pasto a los peces. Entre Mbúa y Upala la lucha era mortal por el predominio en el Unzu; los de Mbúa habían conseguido cerrar las entradas occidentales, y como los de Upala no podían fácilmente remontar la catarata para penetrar por la ruta de Mbúa, casi se veían privados de la pesca en el lago; pero se vengaban acechando emboscados a los de Mbúa y matando a cuantos podían. El irritante privilegio de éstos estaba apoyado por el rey, que pagaba con él la fidelidad canina de los súbditos de Lisu.

Otro privilegio no menos censurable era el que se había arrogado Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada que gobernaba a Boro. Era costumbre que los mayas de buena posición fuesen todos los años a visitar la montaña donde se verificó la ascensión del dios bueno, del hipopótamo alado, padre de los cabilis. El narilargo Monyo imponía un fuerte derecho de peaje a los devotos romeros y condenaba a muerte a los defraudadores. El descontento por este abuso era general, y se hablaba de una alianza guerrera de Ruzozi, Viyata y Quetiba contra Boro, para vengar la muerte de un hijo del glotón reyezuelo Viaculia, condenado últimamente por defraudador. Urimi y Cari, las dos ciudades levantadas en armas por el fogoso Viaco, también estaban ahora separadas por un rencor profundo, que se avivaba de vez en cuando por ser su causa permanente. Entre ambas ciudades, y sirviendo de frontera natural a sus respectivos distritos, corre un arroyuelo que va a dar en el Myera, junto a Zaco. Después de varias guerras, el corpulento Viti arbitró que los ganados de una y otra ciudad pudieran abrevar en el arroyo, puesto que el agua no había de acabarse aunque acudieran a beber todos los rebaños del reino. Conformes ya en el aprovechamiento común, el conflicto siguió en pie y hubo nuevas guerras, porque las dos ciudades pretendían el derecho de prioridad en el caso posible de que rebaños diferentes se encontrasen junto al arroyo y hubiera, para evitar confusiones, que esperar, ya de la una, ya de la otra parte. El ardiente Moru resolvió que la prioridad fuese del que llegase primero; mas se daban tal maña los pastores rivales, que casi siempre acudían todos a la vez, y las disputas se recrudecían y las refriegas nunca terminaban. Durante la permanencia del rey en Cari un combate había tenido lugar, y catorce pastores quedaron muertos en ambas márgenes del arroyo. Como éstos, en cada palmo habitado del territorio existían motivos de discordia, contra los que no había solución en lo humano. Yo me alegré mucho de estas noticias, porque el trato con los mayas de la corte me hizo temer que todos fueran tan habladores y holgazanes como ellos, y que no hubiera energías en la nación; pero estas luchas intestinas demostraban que sí había fuerzas y aun exuberancia de ellas, bien que, por desgracia, estuviesen empeñadas en destruirse mutuamente.

Pero de las revelaciones del calígrafo Mizcaga, las que más fijaron mi atención fueron dos: la primera, que casi todos los reyezuelos estaban quejosos porque sus parientes no podían asistir al congreso de los uagangas. Como éste se celebraba el día siguiente al muntu, los consejeros que residían lejos de Maya, o tenían que perder la fiesta religiosa, o dejar de concurrir al congreso. De aquí resultaba que casi todos los uagangas del reino que no podían residir en la corte se vieran incapacitados para usar de su derecho a hablar y a danzar, y que las ciudades carecieran de representantes. La otra revelación era que había producido excelente efecto la combinación de cargos entre Sungo, Asato y Cané, y la noticia que yo hice circular de que los reyezuelos que se distinguieran por su obediencia y su rectitud serían trasladados a otros gobiernos mejores. Casi todos los funcionarios soñaban ya con un cargo mejor que el que tenían, y yo encontraba en estas aspiraciones el elemento indispensable para centralizar más el poder.

Mi primer acuerdo fue nombrar los consejeros. En vez de tres debían ser seis y con crecidos emolumentos: tres de la clase de uagangas, uno de la de reyezuelos, otro de la de generales y otro de la de pedagogos. Así eran más los favorecidos y tenía yo más facilidad para imponerme, porque, entre seis hombres, cuatro por lo menos votarían siempre con el rey, esto es, conmigo. Mujanda me estimaba más de día en día, y marcadamente cuando tuvo conocimiento de mis relaciones con la reina Mpizi, la cual ejercía sobre su hijo un gran ascendiente. Difícil era la elección entre tantos dignos de ella, y no fue escaso mérito acertar. En mi lista figuraba a la cabeza mi hijo Sungo, cuyos servicios a la causa de Mujanda eran superiores a los de cualquier otro reyezuelo, sin excluir a Lisu, y cuyas pruebas en el arte de gobernar estaban hechas con brillantez. Seguía un uaganga, jefe del ala izquierda y suegro mío, llamado Quiyeré, «patazas», veloz en la carrera como el divino Aquiles, y de inteligencia tardía pero segura. En tercer lugar mi hijo Catana, quinto y último hijo de la celestial Cubé y hermano de madre de Sungo. Catana pertenecía al ala del centro, y sobresalía imitando los gritos de los animales. El cuarto consejero fue Quetabé, hermano de Viaco y fautor de la revolución; su elección fue la única debida a la iniciativa regia, pues por este medio Mujanda le atrajo a la Corte para asesinarle y quitarse un enemigo de encima. Luego figuraba el jefe del ala derecha de los uagangas, un sobrino del dentudo Menu, nombrado como su tío y famoso por la sonoridad de sus interminables bostezos en la figura de la salutación; y, por último, el pedagogo Mizcaga, como consejero secretario, por ser el más inteligente de todos en historia y en caligrafía. Este consejo estaba presidido por el rey; y yo, como dignidad intermedia entre éste y los consejeros, me reservaba el derecho de asistir a él y de tomar parte en las deliberaciones; pero rara vez usé de esta facultad, porque el consejo fue siempre dócil a mis deseos y a los del rey, que eran los míos propios.

En el primer yaurí, celebrado por los flamantes consejeros en la sala de recepciones nocturnas del palacio real, se tomaron tres acuerdos radicales: reorganizar el ejército, el gobierno de las localidades y el congreso de los uagangas, todo según pautas dadas por mí y con arreglo al fecundo principio de las escalas cerradas. En adelante, todos los mayas podrían aspirar a todas las funciones públicas, exceptuada la de rey, a la que no creí prudente tocar; no habría privilegios de herencia ni favoritismos de elección; el que consiguiera por sus méritos ingresar en uno de los grados inferiores, y tuviera calma para esperar y celo para cumplir sus deberes, estaba seguro de morir de reyezuelo, o cuando menos de uaganga local.

Todos los soldados fueron inscritos en varias pieles a modo de escalafón; para el ingreso se exigió un juramento de practicar la poliandria, porque se dispuso que en los cuarteles no hubiera más que una mujer por cada siete hombres. Por excepción, los jefes de escuadra estaban autorizados para tener una mujer sola, los centuriones dos y los generales cinco. Se completaron los cuadros, entrando en el servicio más de dos mil ruandas nuevos, todos habitantes del bosque y acostumbrados a la poliandria, y los que no quisieron aceptar el nuevo régimen fueron trasladados a las guarniciones de las ciudades, con propósito de licenciarlos poco a poco y sin peligro del orden. Pero la mayoría se conformó con las nuevas prácticas, estimulados por el deseo de ascender y de llegar al generalato. Un gran número de mujeres fueron vendidas, y con satisfacción general vinieron a restablecer la prosperidad de algunos centros, que languidecían por falta de producción de seres racionales.

Para asegurar el éxito de la reforma se aumentó en cada destacamento un centurión y dos jefes de escuadra, y hubo gran movimiento en las escalas. Dos ascensos de general en las vacantes de Quetabé y de Asato, que sucedió bien pronto en el cargo de consejero a éste, a quien, como se esperaba, hizo asesinar el rey auxiliado por Menu. Los dos puestos dejados por los centuriones ascendidos, y los doce de nueva planta, fueron ocupados por los catorce jefes de escuadra más antiguos, y a esta categoría se dieron treinta y ocho ascensos. En adelante todos los días hubo ascensos que dar; porque si antes era necesario, y no muy fácil, matar enemigos para ascender, ahora había un recurso más sencillo para hacer huecos: matar a los que estaban por encima. Esta corruptela se evitó en parte disponiendo que ningún ruanda pudiera ascender en un mismo destacamento. Era natural que el crimen cometido en provecho ajeno tuviera menos atractivos que cuando se cometía en provecho propio.

Armónicamente con el escalafón militar se organizó el escalafón civil, en el que fueron inscritos en primer término los consejeros del rey; después los reyezuelos, según la importancia de sus localidades, empezando por Bangola y concluyendo por la ingobernable Lopo; luego los pedagogos y los consejeros locales, y por último los ayudantes del rey y de los reyezuelos. De estos ayudantes, o mnanis, los había alcaldes de barrio con funciones gubernativas, recaudadores y simples polizontes, encargados de prender y vigilar a los reos y de decapitarlos en los afuiris. El ingreso en este orden civil tendría lugar, o bien por la clase de pedagogos mediante el antiguo e inmejorable procedimiento de presentar los loros amaestrados, o bien por la de polizontes, reservada muy particularmente a los separados del ejército. Así se nivelaba la dignidad de todas las autoridades, desde la del verdugo y del recaudador hasta la del rey. Aunque pongo delante al verdugo, no dejaré de indicar que para los mayas este cargo no es tan odioso como para los europeos, y lo es mucho menos que el de recaudador.

Con arreglo al nuevo escalafón, hubo una contradanza general de autoridades. Lisu, el de los espantados ojos, fue trasladado a Bangola. Este gobierno era muy fructífero, porque los uamyeras, reforzados por los accas fugitivos de Lopo, se dedicaban al cultivo de la tierra y a la cría de ganados con gran éxito. Aunque se les señaló para establecerse un lugar del bosque, ellos se habían ido corriendo hacia los campos limítrofes con aquiescencia de los primeros reyezuelos, Asato y Sungo. Además de los grandes rendimientos, Bangola tenía el atractivo de estar realmente gobernada por los jefes de la raza extranjera; el reyezuelo maya era una figura decorativa, que en nada tenía que intervenir y que se limitaba a recoger su abundante ración y la del rey. Por todo ello se dio esta prebenda a Lisu, deseoso de redondearse y de establecer su residencia en la corte, al lado de su hermana Mpizi y de su sobrino Mujanda. A Mbúa fue destinado Churuqui, el corredor, con intento de que las discordias por el usufructo exclusivo del Unzu se calmaran, y al gobierno de Upala pasó el valiente Ucucu. Con estos cambios, los dos reyezuelos veían doblado el número de sus súbditos. El veloz Nionyi, el de Ruzozi, que deseaba gobernar una ciudad fluvial, fue trasladado a Ancu-Myera; y el viejo Mcomu, desde las obscuridades del bosque de Viloqué, a los alegres prados de Ruzozi. Cané, el hijo cuarto de Sungo, harto de bregar con los antiguos siervos, pasó a Viloqué, y para Lopo fue creado el primer reyezuelo de nuevo cuño, el prudente Uquima, pedagogo y primogénito del consejero Mizcaga. Estos nombramientos produjeron gran júbilo en el país. Todos los reyezuelos del bosque estaban ya seguros de pasar los últimos años de su vida gobernando una ciudad fluvial; todos los pedagogos soñaban con las vacantes de Mizcaga y de Uquima, y todos los mnanis se consideraban de hecho con las riendas supremas del poder entre sus manos. La ambición servía de freno y de estímulo: de freno, para obedecer con humildad; y de estimulo, para trabajar con ardor por el bien común.

Yo, sin embargo, no me dejaba llevar de estos primeros entusiasmos. Lo principal estaba conseguido: que Maya tuviera un centro político adonde todos acudieran en busca de granjerías; pero el desencanto podía llegar muy pronto, y los apetitos democráticos revolverse con furia cuando se viesen frustrados. Hacía falta crear un canal de desagüe muy ancho, por donde todos los malos humores escaparan, y de aquí nació la necesidad de la tercera reforma, que desenvolvió de una manera amplísima el organismo creado por una feliz intuición de Usana, el congreso de los uagangas. Los miembros de este curioso senado gozaban de pequeños emolumentos, pero de gran dignidad; yo, suprimí los emolumentos y elevé las preeminencias por encima de todas las conocidas hasta el día. Les concedí derecho de tutear al rey y a los reyezuelos, de entrar en la corte montados en sus caballerías, sin ofensa para Rubango, y de alojar éstas en los patios del palacio real. Aumenté el número de ellos considerablemente, puesto que se concedió la dignidad de uaganga, no sólo a los hijos y hermanos del Igana Iguru, de los consejeros de los reyezuelos y de los generales, sino a todos los parientes de éstos de cualquier línea y grado. Esta modificación no era un principio nuevo de gobierno; era una exacta interpretación del pensamiento del antiguo legislador. En el edicto original no se hablaba más que de parentesco; pero los sucesores de Usana habían restringido la idea, reduciéndola a sus términos más escuetos, a los grados de consanguinidad más inmediatos. Asimismo se preceptuó que la sesión mensual de la interesante asamblea debía celebrarse ocho días después del muntu, para que de todos los lugares del reino se pudiese asistir a ella, y que no hubiera lugar a exclusión por torpezas cometidas en la danza, ni por excesos en las peroraciones. El rey sí conservaba el derecho de silbar, y aparte de éste, un nuevo derecho, el de aplicar un cogotazo a los ejecutantes torpes, por vía de afectuosa advertencia, cuando las faltas fuesen muy numerosas. Con estas medidas el número total de los uagangas fue por el momento de dos mil, y bien a las claras se veía que no era posible que se congregaran en su antiguo palacio. Entonces Mujanda acordó que se dividieran en dos grupos, uno de viejos y otro de jóvenes, y que hubiera dos sesiones sucesivas, una por la mañana y otra por la tarde, en los frescos prados del Myera, dentro de un redil (o cosa semejante) construido a imitación de la valla circular que sirve para cercar el palacio del rey. Este excelente acuerdo, que produjo gran entusiasmo en todas las clases sociales, me inspiró la idea de aprovechar el vacío e inactivo palacio de los uagangas para establecer en él un nuevo y curioso organismo gubernamental.

Capítulo XIII

Medidas higiénicas.—Creación de los canales de Rubango.—Invención del jabón.—Establecimiento de un lavadero público y del lavado obligatorio nacional.


Uno de los puntos en que la nación maya dejaba más que desear, era el de la higiene pública y privada. Fuera de los edificios jamás se había adoptado medida alguna de aseo, y dentro de ellos la limpieza tenía lugar muy de tarde en tarde. En cuanto a las personas, algunas acostumbraban a bañarse, y había también mujeres que, no pudiendo hacer esto, se lavaban de vez en cuando; pero en general se huía el contacto del agua. Las túnicas servían sin interrupción meses y años, y sólo en contadas casas se tenía la buena costumbre de lavarlas, aunque con resultados muy deficientes por escasear el agua en las ciudades. Los siervos la recogían del río, de los arroyos o de las lagunas en vasijas de barro, y la traían a domicilio para el gasto diario; los sobrantes eran vertidos en un hoyo o pilón abierto en el patio de los harenes, en el que las mujeres mojaban las telas, para secarlas después al sol.

Era, por lo tanto, de urgente necesidad traer a las ciudades agua corriente; en algunas no era posible por no haber otra que la de las charcas; pero en la mayor parte bastaba desviar el curso de los arroyos, y en casi todas las de la margen izquierda del río, y en Maya, podía tomarse el agua de éste. Me parecía imposible que ni los incendios, ni las sequías, ni las molestias de ir y venir continuamente con los ganados o con las cazuelas, hubieran abierto los ojos de los indígenas y les hubieran hecho ver la conveniencia de una operación tan fácil como abrir boquetes en el río y dejar que el agua por sus propios pasos viniera a las ciudades cuando fuere menester. La razón de ello era, sin embargo, muy fuerte, y para dominarla tuve yo que sostener una lucha gigantesca. Decía la tradición que en el Unzu había existido en el tiempo una gran ciudad, cuyos habitantes intentaron, hace ya muchísimos años, robar las aguas del río; por lo cual éste, irritado, desbordándose, la destruyó en una sola noche y se quedó dormido encima de ella para que jamás volvieran a verla ojos humanos. Tal vez en el fondo de esta leyenda se oculte algún hecho histórico; los mayas la aceptaban como artículo de fe y sentían invencible temor a tomar aguas del río. Aunque las cosechas se perdieran por falta de lluvias, no se atrevían a abrir tomaderos ni canales para regar sus sembrados.

Yo acudí al supremo recurso de decir que las aguas serían conducidas debajo del cadalso donde se celebraban los afuiris y que Rubango se las bebería. Así se aplacaría su furor y sería más benigno con los hombres. Mi intento era encauzar las aguas por la colina, hacia los lugares sagrados, para darles después la salida, aprovechando el desnivel del terreno, por debajo de la catarata. Después, cuando se familiarizaran con el agua y perdieran el miedo a las inundaciones, abriría a la derecha de la acequia primitiva una secuela que penetrara dentro de la misma ciudad. No faltaron profetas de males, y el día de la apertura de la acequia, que fue día muntu, la población en masa seguía mis pasos y observaba mis últimas maniobras llena de cobarde curiosidad. Tales maravillas me habían visto hacer, que, dominando sus temores, todos querían asistir a la realización del nuevo milagro. Las aguas, sumisas, siguieron el curso previamente trazado en la colina, entraron bajo la plataforma de Rubango, y salieron después más negras, según el testimonio unánime de los espectadores, para continuar su camino y precipitarse al pie de la gran catarata. Y no sólo ocurrió esto, sino que después anuncié que iba a suspender el curso de las aguas, y subiendo hasta el tomadero eché la compuerta preparada para el caso, la retapé con broza y dejé el cauce en seco. Estos acontecimientos produjeron un pasmo general.

Al cabo de algún tiempo conseguí abrir el segundo canal, al que se llamó pomposamente, así como al primero, canal de Rubango; era una atarjea o canalizo de dos palmos de profundidad, por cuatro de anchura, que atravesaba la ciudad por el centro, y describía después una curva hacia la izquierda, para juntarse con la acequia madre bajo el mismo altar de los afuiris. Las ventajas de tener agua corriente a mano eran tales, que hubo que abrir cinco nuevos canalizos como el primero para surtir todos los barrios. En las plazas públicas hice grandes estanques, que sirvieron de abrevaderos públicos y de escuelas de natación, donde los negrillos ensayaban sus fuerzas, sin peligro, antes de lanzarse a nadar en el Myera.

Como mi pensamiento era acostumbrar a los mayas a la limpieza del cuerpo, preparación muy conveniente para limpiar después sus espíritus, la conducción de las aguas no era más que la mitad del camino que había que recorrer, si bien una mitad no despreciable. Sin ir más lejos, se había conseguido purificar la corte, centro del poder y albergue de las instituciones más altas del país, de muchas inmundicias que antes atormentaban los ojos y las narices, y que ahora las benditas aguas arrastraban en su carrera. Para los indígenas, sin embargo, este detalle valía bien poca cosa, porque carecen del importante sentido del olfato. Ven muy bien y oyen regular, pero huelen y gustan muy imperfectamente. Se había conseguido también adelantar algo en el aseo de los hogares, no habiendo ya miedo a gastar agua sin medida, y, por último, se habían generalizado los baños. Cerca del templo, del Igana Nionyi las aguas formaban un tranquilo remanso, agrandado más cada día, y el muntu, una de las distracciones favoritas, fue con el tiempo bañarse las mujeres y verlas los hombres nadar y hacer juegos acuáticos. Esta diversión no era inmoral, como pudiera creerse, porque los hombres están habituados a ver a las mujeres desnudas en sus harenes, y las mujeres están acostumbradas a ser vistas de los hombres; se mira allí una mujer desnuda con menos malévola intención que en Europa la mano o la cara de una mujer vestida, y la mujer se exhibe sin malicia, a lo sumo deseosa de que su figura agrade y le atraiga un buen esposo.

Lo que seguía sin enmienda era el abandono pesimista de las túnicas. Estas eran muy resistentes, y la práctica más general era apurarlas sin lavarlas. Aunque las lavaran, como era con agua sola y con mucho retraso, no se conseguían mejoras sensibles. Agréguese a esto que el alumbrado era de teas muy resinosas, cuyo humo tiznaba tanto como el hollín, y se comprenderá que con estas costumbres los mayas debían estar sucios y asquerosos, siendo necesaria mucha grandeza de alma para vivir entre ellos y para amarles como a hermanos. Yo no desesperé de mejorar su exterior, como tampoco desesperaba de mejorarlos por dentro, y lleno de fe emprendí la fabricación de jabones. Los hice duros y blandos, de sosa y de potasa; comunes para el lavado de la ropa, y finos para el lavado de las personas; los hice también de esencias para mis mujeres, cuyo olor me mortificaba fuertemente, y más tarde para otras personas que aprendieron a olfatear. Hay en el país muchas vides silvestres, cuyos pámpanos dejan cenizas muy cargadas de potasa, de las que me serví con preferencia para fabricar el jabón, pues con ellas se hacen lejías excelentes; como grasas, utilicé varios aceites, en primer término el de palma, que abunda por todas partes. La clase común la hacía de ordinario con una mezcla de sebo y de aceite de palma. En una sesión nada más hice próximamente quince arrobas de pasta suave y acaramelada, con la que se podía lavar todas las túnicas de la nación.

Pero lo más importante era organizar el lavado. Los hombres no sabían lavar, y de las mujeres, contadas eran las que habían tenido en sus manos una túnica para zapatearla. Y en este punto, la dificultad eterna era la incomunicación del sexo femenino. Era muy complicado repartir agua corriente a domicilio, porque los canales abiertos llevaban muy poca y no se disponía de aparatos elevadores; el único que introduje mucho después, fue la noria para facilitar los riegos; la conducción del agua a mano exigía depósitos para conservarla, lavaderos de madera o piedra, y caños de agua sucia. Lo más sencillo hubiera sido que las mujeres salieran a la calle a lavar en los canales; pero en esto no había que pensar, porque la experiencia me había demostrado que las reformas que alteraban en el fondo las costumbres estaban condenadas a un seguro fracaso.

Por todos estos motivos, antes de emprender la apertura de los canales y la fabricación de los jabones, había yo compuesto mi plan, que abarcaba varios extremos y que resolvía de plano todas las dificultades. Mil veces me había entristecido el espectáculo de las pobres mujeres condenadas a trabajos forzados en las haciendas del rey. Su delito era por lo común la holgazanería, la esterilidad o el adulterio, y más que todo, el ser feas, puesto que, siendo bellas, nunca carecían de protectores que las adquiriesen como esposas. Muchas de ellas eran ancianas, y arrastraban penosamente los últimos años de su vida bajo los rayos del sol, con el punzón de hierro en la mano abriendo agujeros para la siembra; las más fuertes manejando un largo almocafrón, que sirve para cubrir los agujeros y remover un poco la capa laborable, o el cuchillo corvo, en forma de hoz, empleado para la siega, o acarreando al palacio real gavillas y haces de leña. Aunque el rey cedía a estas pobres mujeres por muy poco precio, yo no me atreví a libertarlas, porque la faena que juntamente con los accas cumplían era utilísima e indispensable para la vida nacional, y si no iba a cargo de ellas, recaería sobre otras personas tan infelices como ellas mismas; pues siempre el buen orden de la república exige que haya quien trabaje por los que, ocupados en las altas cosas del espíritu, en los manejos del gobierno, en las ciencias y en las artes, en sostener la guerra y en negociar la paz, en presidir el orden de sus palacios y en ser ornamento de las ciudades, no tienen tiempo libre para procurarse los elementos materiales de la vida.

Por fortuna, la laboriosidad de los accas era ejemplar, y desde su llegada, los pedagogos habían podido aflojar la mano y condenar menos mujeres a los trabajos agrícolas; antes sí era preciso condenar, a veces sin motivo, para que la hacienda del rey no padeciera. Yo concebí el noble propósito de acabar para siempre con el rudo trabajo de las mujeres delincuentes dedicándolas a una tarea más dulce, al lavado de la ropa sucia de las ciudades. Por lo que toca a la corte, Mujanda no era muy favorable a mis ideas en este punto; pero yo le acallé asegurándole que el nuevo trabajo le produciría tantos beneficios como el antiguo. Hacía falta un local para lavadero público, y yo había pensado desde luego en el vacío palacio de los uagangas, que me pareció que ni pintado para el caso. En primer término, lo recomendaba su situación céntrica y despejada; después su mismo orden arquitectónico, que permitiría al público presenciar las faenas desde la calle, y sobre todo, la proximidad de una de las escuelas de natación, de donde fácilmente podría tomarse el agua necesaria. El rey no opuso reparo a mi proyecto, y la única objeción partió del consejero Asato, que, por lo que vi, deseaba destinar el local para alojamiento de las caballerías de los numerosos uagangas que el día marcado para las reuniones llegaban de todas las partes del reino; pero el rey manifestó que en su inmenso palacio cabían (y esto era exacto) todas las del país, y mi propuesta fue aprobada.

Auxiliado por el listísimo Sungo, yo mismo me encargué de transformar el palacio de la manera conveniente. Se respetaron los bancos adosados a las paredes para que en ellos pudieran descansar las fatigadas lavanderas, y el dosel, debajo del cual pusimos el remojadero de la ropa sucia; se abrió una zanja en forma de herradura, y ancha, para que pudieran lavar arrodilladas las mujeres, por dentro y por fuera de ella, y se colocaron cien piedras inclinadas, como es costumbre ponerlas en los lavaderos. El agua limpia entraba por la puerta principal, desde el estanque de la plaza, y se repartía por los dos callos de la herradura, y la sucia escapaba por la curva, para caer en el canal primitivo de Rubango. Las cuatro puertas debían permanecer abiertas para la mejor ventilación, y las operaciones serían públicas, para que las personas interesadas pudieran presenciar el lavado de sus prendas.

El consejero y calígrafo Mizcaga se encargó de redactar el edicto estableciendo el lavado nacional. Cada jefe de familia estaba obligado a entregar, por turnos mensuales, su ropa sucia, que le sería devuelta en el mismo día convenientemente lavada. Todas las mujeres condenadas a trabajos forzados en la actualidad y en lo sucesivo serían lavanderas públicas, alimentadas a expensas del rey, y éste, en cambio, recibiría de seis en seis muntus una cabeza de ganado por cada casa de la ciudad; las casas pobres, aunque albergaran varias familias, darían sólo una cabra; las ricas una vaca. Los que cumplieran estos preceptos serían gratos a Rubango, y evitarían enfermedades y miserias.

Este edicto circuló por todo el país, y los reyezuelos se apresuraron a cumplirlo por la cuenta que les tenía. Los efectos se sintieron, sin embargo, muy poco a poco, porque las ventajas para el público eran imperceptibles; sólo la costumbre de ver a los más avanzados con túnicas lavadas, sobre las que resaltaban mejor los colores y dibujos, y la satisfacción con que en tiempo caluroso se notaba la frescura de la ropa limpia, decidieron lentamente el triunfo del aseo personal. Cierto que algunas tinturas se perdían con el lavado, que otras bajaban de color y que había que repetir las operaciones del tinte; pero éstas se habían vulgarizado, todos tenían prensas estampadoras, y lo único costoso, las tinturas, seguían saliendo de mi laboratorio. El tropiezo, por lo tanto, no fue de gravedad. En muchas ciudades dirigí yo personalmente los trabajos de apertura de los canales o de desviación de las aguas, y las instalaciones de lavaderos, y para enseñar a lavar fueron enviadas algunas maestras de la corte.

En ésta, la acción inmediata de las instituciones apresuró la victoria del jabón. El día de la apertura del lavadero público, que coincidió, por cierto, con el segundo alumbramiento de la flaca Quimé y la venida al mundo del séptimo de mis hijos, fue de gran expectación. Ochenta mujeres eran entonces las condenadas, y las que entraron en el lavadero, abierto de par en par por los cuatro costados, a las miradas del público. Muchas de ellas no habían cogido jamás un trapo en sus manos, y ninguna tenía la más ligera noción de lo que allí iba a ocurrir. Bajo el antiguo dosel estaba en remojo la ropa que había de lavarse: la de la casa real. El rey, los consejeros y las demás autoridades ocupaban las primeras filas de la numerosa asistencia. Yo cogí una túnica del rey, que fue de color de caña, y que ahora, después de usada a diario durante los seis meses de viaje (fuera de los momentos solemnes, en que se ponía la verde y roja), parecía una negra sotana, y descendiendo de las alturas de mi pontificado para enseñar a las que no sabían, tomé una pellada de blando y acaramelado jabón, y enjaboné la túnica para comenzar a desmugrarla. Bien pronto el jabón levantó espuma, hasta cubrir por completo la tela; los espectadores observaban maravillados el fenómeno, y noté que no cesaban de mirarme a la boca.

Mientras daba esta primera vuelta, las futuras lavanderas ponían especial cuidado en aprender el modo de sacar espuma, que, según les dije, era lo esencial de la operación. Tres enjabonaduras distintas di a la túnica, porque, no pudiendo pasarla por la colada, había que cargar la mano en el jabón, y, por último, la zapateé con agua sola y la ondeé con gravedad, para imprimir cierto carácter litúrgico a mi labor. Cuando la ondeaba cogí una pompa de jabón, y, soplándola, la puse del tamaño de una naranja; la pompa se escapó de mi mano, y, por raro azar, antes de deshacerse ascendió un breve espacio. Entonces les dije que así habían hinchado a Igana Nionyi para que volara al firmamento, y paréceme que por primera vez los que me escucharon creyeron con verdadera fe en la ascensión del hombre-hipopótamo y en las aventuras que, según Lopo, le habían sucedido. Así, por la trabazón natural que entre sí tienen los hechos reales y los ideales, mi maniobra grosera e indigna de ocupar la atención de un legislador, servía para enaltecer las ideas religiosas de todo un pueblo y para consolidar sus vacilantes creencias. Quitando la suciedad de sus ropas, limpiaba de dudas sus entendimientos.

Al cabo de media hora de trabajo, que me hizo sudar copiosamente, di por terminada mi faena. No quedó la túnica de Mujanda blanca como el armiño, mas para los indígenas debía parecer de una blancura inmaculada, pues de seguro, ni por obra de la naturaleza ni por obra de la industria, se presentó jamás a su vista nada comparable. En estos países no nieva, y la leche, por la calidad de los pastos, es de color muy amarillento. Puesta la blanca túnica sobre la negra piel, realzaba vigorosamente la belleza de los indígenas por el vivo contraste de los colores y les alegraba con ese estremecimiento espontáneo de alegría que produce la blancura, símbolo de la vida. Los poetas caseros sacaron gran partido de este contraste, y se valieron para representarlo de mil comparaciones caprichosas; la más exacta y la más poética fue original de un joven siervo de Mujanda, que para celebrar al día siguiente la aparición de su señor con la túnica lavada por mí, compuso una canción en que le llamaba «árbol de fuerte tronco, envuelto en una nube blanqueada por la luz de la luna llena».

Para la segunda parte del ensayo, cada mujer tomó una túnica y ocupó su sitio, de rodillas, junto a las piedras de lavar, con las cazuelas del jabón al lado. Todas a un tiempo comenzaron a untar el jabón y a restregar las telas, demostrando poca memoria pero no común habilidad. Yo recorría las filas, exhortándolas a apretar bien los puños, a volver las prendas por todas partes, a distribuir la espuma equitativamente, para que la mugre desapareciera por igual, y ellas obedecían con prontitud y aprovechaban bien mis lecciones. Una joven condenada por glotona, según supe después, no sólo aprendió en el acto a lavar con perfección, sino que daba lecciones a sus compañeras como una maestra consumada, por donde yo vine a entender que quizás en el fondo de la naturaleza de las mujeres haya cierta particular o innata aptitud para el lavado, ya que tan sin esfuerzo lo dominaban. Ciertamente, si en lugar de mujeres hubieran sido hombres mis discípulos, no habría triunfado yo con tan poca molestia. Como premio a la precocidad de la joven glotona, llamada por el bello nombre de Matay, «la bebedora de leche», la rescaté en el acto por dos cabras, y, además de elevarla a la dignidad de esposa, la nombré mi lavandera familiar. Aunque yo estaba, como todos, sometido a la ley, y debía entregar mis ropas a las lavanderas públicas, esto no se oponía a que para el aseo de mi persona tuviera una mujer hábil que lavase a diario las ropas de mi uso, siquiera fuese a costa de un excesivo derroche de alimentos.

De esta manera se inició en la corte de Maya el lavado con jabón, una de las glorias más puras del glorioso reinado de Mujanda.

Capítulo XIV

Nuevas costumbres políticas.—Intervención de la mujer.—Camarillas palaciegas.—Luchas provocadas por la infecundidad de Mujanda.—Relación del embarazo y alumbramiento de la vieja Mpizi.


La centralización del poder traía consigo grandes bienes. Todas las discordias, que antes vivían desparramadas por la faz del país, se concentraron en la corte; los ciudadanos que, apartados de la escena política, peleaban por motivos fútiles, por la caza o por la pesca, por el aprovechamiento de los ríos o de los pastos, tenían ahora un asunto más elevado en que poner sus miras: el gobierno en cualquiera de sus órdenes y grados. Predominando antes el principio de la herencia, las luchas políticas eran familiares y se reducían al cruce de influencias de las mujeres para que sus hijos, si había varios, fuesen los preferidos por el padre; éste elegía a su arbitrio, y aplacaba los enojos con medidas de orden puramente doméstico. Raro era el caso de que el rey impusiera a las localidades reyezuelos de su familia, porque los miembros de ésta preferían vivir en la corte a expensas de su pariente y soberano. Algunos aficionados a las armas obtenían cargos militares; otros ejercían cargos palatinos puramente decorativos. Durante el reinado del cabezudo Quiganza, una sola excepción hubo a esta regla: el nombramiento de su hermano Lisu, el de los espantados ojos, para Mbúa; pero fue a petición de esta ciudad, y luego que Lisu derrotó al jefe rebelde Muno, el de los grandes labios.

El nuevo sistema cambiaba de arriba abajo todas las relaciones sociales. La lucha era ahora por obtener el favor del rey, del dispensador exclusivo de mercedes. Los reyezuelos habían aceptado gustosos que se les privara de la facultad de transmitir su cargo por herencia y de nombrar sus subordinados, viendo la compensación de una mejora inmediata, de un traslado favorable o de un ascenso a otra categoría; al mismo tiempo intrigaban para que sus deudos ocuparan los puestos vacantes. Del mismo modo, en todas las clases sociales, las aspiraciones hábilmente despertadas habían cegado los ojos para que no viesen lo que el interior de mi reforma contenía: un despojo de atribuciones en beneficio del poder central y en beneficio del país, si el rey sabía imponerse y dirigir todas las energías perdidas a fines útiles para la patria.

Mas por lo pronto ocurrió, y así tenía que suceder, que todos los que aspiraban a elevarse y todos los que se oponían a que otros se elevaran, esto es, la totalidad de la nación, dirigieron sus tiros contra el rey, y como el rey se escudaba con sus consejeros, contra los consejeros. No se tardó, en comprender que la fuente de los milagros era el rey en apariencia, y el Igana Iguru en realidad. En la nueva organización el rey no conservaba más que dos prerrogativas: oír a los uagangas, silbarles y acogotarles, y decidir con su voto en los consejos, cuando hubiera entre los consejeros lo que no habría nunca: empate. En una sola ocasión, con motivo de la apertura del lavadero público, el consejero Asato había estado enfrente de mí; a lo sumo, podía temerse que otro consejero, Menu, fuera en un momento crítico desleal a mi causa; pero siempre me sostendrían, sin vacilaciones ni veleidades, los otros cuatro: mis dos hijos Sungo y Catana, el pedagogo Mizcaga, hechura mía, y Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé. En cuanto a los uagangas, la mayoría era adicta a mi persona y a mi parecer, porque yo me granjeaba sus voluntades con atenciones y regalos; y aparte de esto, sus deliberaciones continuaban siendo platónicas. Los acuerdos efectivos arrancaban sólo del consejo.

Aunque la influencia del rey fuera tan limitada, había, no obstante, una excepción; el rey contaba con un recurso supremo, del que era propietario exclusivo: la legitimidad y el extraño poder que ésta ejerce sobre el pueblo y las autoridades. A una palabra de Mujanda, todos los mnanis estaban dispuestos a prender y a decapitar no importa a quién, al mismo Igana Iguru. En cambio yo, poseedor real del poder, no hallaría en parte alguna quien se prestase a matar a Mujanda. Tendría para ello que promover un levantamiento, destronarle y darle la muerte cuando estuviera caído. Por fortuna, la mediación de la reina Mpizi me aseguraba el favor del rey, y el interés de éste era dejarme vivir para enriquecerse con mis inventos y mis ingeniosos arbitrios.

Resultaba de aquí un dualismo en el gobierno y un dualismo en el juego de las influencias: los unos se dirigían a mí por lo que yo hacía, y los otros al rey por lo que podía hacer; y para los asuntos de menor importancia, a los consejeros, que, a cambio de su adhesión personal, justo es que fueran un poco atendidos. Mas como no siempre las pretensiones podían ser satisfechas, los desesperanzados acudían a otros medios más enérgicos que la simple petición, y en pocos días de nuevo régimen fueron peritísimos en las artes de la corrupción, del soborno, de la seducción y del cohecho. Para ejercitarlas utilizaban, como materia más blanda y dúctil, a la mujer, que adquiría a ojos vistas una gran importancia: el uso de las túnicas de colores y de los sombreros las había embellecido, el de los baños las había purificado, y el del jabón las hizo casi omnipotentes. A ellas se enderezaban las súplicas y los regalos, y ellas escuchaban las unas y se guardaban los otros, decididas a abogar por los obsequiosos suplicantes.

Yo pude convencerme de lo difícil que es resistir las seducciones de las mujeres. Más de veinte pedagogos locales pretendían suceder al calígrafo Mizcaga y al prudente Uquima, y, a falta de precisión en la antigüedad de los servicios, la elección recayó sobre un hijo del desleal reyezuelo Muno, impuesto por mi sensual esposa Canúa, la cual había pertenecido antes a Lisu, el de los espantados ojos, y antes que a éste a Muno, el de los grandes labios, y sobre un hermano de la tejedora Rubuca, recomendado por ésta al rey. Quedaron dos vacantes de pedagogo en Mbúa y Cari, y fueron: la de Mbúa, para un hijo de la misma Rubuca y del heroico y, orejudo consejero Mato, y la de Cari, para un primo de mi flaca esposa Quimé, siervo pedagogo del reyezuelo de esta ciudad. El nombramiento del hijo de Rubuca dio mucho que decir, porque se toleró que el joven presentase cuatro loros en vez de seis, y además se susurraba que no habían sido amaestrados por él.

En esta lucha de influencias las mujeres se dividían en bandos alrededor de las favoritas. Contra la costumbre, yo no hice jamás designación especial de ellas; pero de hecho resultaban designadas por el grado de afecto que cada una merecía y por su fecundidad. Mi criterio se guiaba por los méritos de cada mujer, más por los del alma que por los del cuerpo, por ser éstos escasos en todas ellas para un hombre de mi raza. Primeramente distinguí a la esbelta Memé, la cual las superaba a todas por la regularidad de las formas y por la vehemencia del carácter; luego a la flaca Quimé, cuya sensibilidad artística me parecía maravillosa para haberse desarrollado en la vida servil, entre los zafios pastores de Cari; la sensual Canúa atesoraba grandes bellezas plásticas, tenía excelentes aptitudes para los juegos mímicos y era fecundísima. Ella sola en menos de tres años que iban transcurridos del mi llegada, me había hecho padre de tres hijas, dos de ellas gemelas; Quimé había tenido una hija y un hijo, y Memé uno solo, en el destierro. Nera, al morir, me había dejado otro, que murió, y asimismo murieron, arrastrando consigo a sus madres, dos más, nacidos de dos diferentes reinas accas. De mezcla acca no salió adelante más que uno, llamado a desempeñar un gran papel en la historia nacional, e hijo de la reina Muvi, mujer tan pequeña por el cuerpo como grande por el corazón. Éste fue mi hijo predilecto; era enanillo como su madre, más negro que sus hermanos, y tan vivaracho que le puse el nombre de Tití. Los otros seis, y muchos más que llegué a reunir, eran de un tipo mulato muy semejante al gitano puro; aun siendo pequeños, dejaban ya ver, y creo que con el tiempo lo demostrarán, que eran inteligentísimos por efecto del buen cruce de razas. El primogénito, el de Memé, el más parecido a mí, era tan grave y reservado que no quería hablar nunca, razón por la cual (así como por ser el mayor) le di el nombre de Arimi, que en mi idea quería decir: niño elocuente por su silencio.

En torno de las tres madres se agrupaban, según sus simpatías, todas mis mujeres, así como las siervas reconocían la superioridad de Muvi. Las antiguas mujeres de Arimi seguían fieles a Memé. Canúa capitaneaba el bando más numeroso. Quimé era la más modesta, y aunque tenía sus partidarias, se inclinaba al bando de Memé, su protectora. Más tarde hubo una nueva y turbulenta parcialidad con la llegada de la revoltosa y glotona Matay, la lavandera, que llegó a ser madre de cuatro hijos y una de las favoritas. Pero igualmente cuando eran dos que cuando eran tres los bandos, mi táctica prudente y mi enérgica severidad redujeron las animosidades a su menor expresión. Un medio de que me valí, con éxito, para sostener el orden en mi casa y para influir de rechazo en la de los demás, fue la renovación continua de mi harén. Las mujeres que eran madres y las del difunto Arimi, demasiado viejas para mi objeto, quedaban como base inamovible de mis combinaciones; pero las demás eran regaladas por turno, cuando adquiría otras en sustitución. El rey, los consejeros, los reyezuelos y algunos uagangas distinguidos tuvieron en sus harenes alguna mujer que había sido mía, y que, por haberlo sido, ocupaba un lugar preeminente, si no el primero. Así afianzaba yo mi influencia y ganaba buenas amistades y adquiría fama de rectitud, por ser mi conducta desacostumbrada en este país, donde los más altos tienen el prurito de arrebatar sus mujeres a los más bajos. Con mi liberalidad yo nada perdía, pues mis mujeres eran siempre cincuenta, límite máximo que voluntariamente me impuse y que nunca traspasé, y para renovarlas contaba con los milagrosos rujus.

Mucho contribuyó también a modificar los malos hábitos de mis mujeres el de comer todas a la misma mesa y sin privilegios irritantes. En este punto conseguí verdaderos triunfos; uno de los motivos más fuertes de la oposición contra las comidas familiares, se recordará que fue el odio a codearse demasiado con los accas; yo realcé cuanto pude a los infelices enanos, y llegué hasta a sentar a la mesa común, sin protesta de nadie, a la reina Muvi cuando fue aceptada por mí como esposa. Séase por el poco amor que yo les demostraba, séase por mi raro aspecto y por las nebulosidades de mi historia, todas mis mujeres me tenían una suerte de veneración, rayana en el amor místico.

No sucedía así a Mujanda. Yo, incapaz de apasionarme de ninguna de mis mujeres, las consideraba como un medio de diversión y pasatiempo usado, es verdad, con mucha humanidad y tacto. Mujanda, poseído de su papel, y tomando la comedia por realidad, concebía amores súbitos, hoy por una, mañana por otra de sus mujeres. Además, el harén real era cuádruple del mío y muy heterogéneo; en él se veían, como en las formaciones geológicas, las diversas capas, superpuestas y perfectamente separadas, que lo habían ido formando.

La sultana Mpizi tuvo muchos hijos, de los cuales el único sobreviviente era el débil Mujanda, al que quería con pasión y al que gobernó a su antojo hasta la edad de veinte años. En este tiempo que fue el de mí llegada al país, el príncipe tomó su primera esposa, Midyezi, «la bebedora de agua», hija mayor de Memé. Suegra y nuera habían vivido en el destierro de Viloqué, formando el nucléolo del harén de Mujanda, y continuaban estrechamente unidas.

La segunda capa estaba formada por los restos del antiguo harén del cabezudo Quiganza, cuyas mujeres e hijas habían pasado a poder de Mujanda, después que éste fue proclamado rey. Sólo la madre del consejero Asato pasó a poder de su hijo, y la descendencia de la gorda y malograda Mcazi al del abuelo Mcomu, a la sazón reyezuelo de Ruzozi. Todas las demás mujeres pertenecían a Mujanda, y formaban un fuerte bando, cuya cabeza visible era la obesa Carulia, que había sido madre de doce hijos, y rival, por la cantidad de sus carnes, de la difunta Mcazi. Carulia profesaba odio mortal a su suegra y se sentía mortificada por su postergación, dado que el nuevo rey, sin hacer ascos a la abundancia excesiva de carnes, era menos esclavo de éstas que su tío, y se inclinaba en favor del tipo que yo he llamado etiópico. Por esto su íntima favorita era la tejedora Rubuca, capitana del tercer bando, compuesto, en su casi totalidad, por mujeres de los dos harenes de Viaco, antes y después de la revolución, así como por las confiscadas al dentudo consejero de Menu. A pesar de sus cuarenta años y de sus ocho hijos, no dejaba Rubuca de tener seducciones, aparte de la no pequeña de ser matadora de un usurpador. Era una mujer del mismo corte que Memé, y mantenía a raya el bando de la obesa Carulia, siquiera éste fuese más numeroso. Había, por último, una cuarta camarilla, la de las provincianas regaladas al rey en sus viajes, dirigida por la simple Musandé, hija predilecta del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba. Este bando, menos diestro en las intrigas de la corte, se aliaba de ordinario con el más pobre en número y rico en influencia, el de la sultana Mpizi.

Tan discordes elementos, excitados por las torpezas y por las parcialidades del rey, se hacían cruda guerra, y las rivalidades se acrecentaban con la incertidumbre del porvenir. El rey no había tenido hijos, ni se esperaba que los tuviera, y la idea fija del harén era averiguar qué se haría en caso de morir Mujanda. A falta de sobrinos, de hijos y de hermanos, caso nuevo en la historia dinástica de la prolífica nación, ¿quién sería el heredero? ¿Asato, hijo mayor, o Lisu, hermano menor de Quiganza? Mpizi y la camarilla de Musandé estaban por éste; la camarilla de Carulia, por aquél. Rubuca confiaba aún en la juventud y larga vida de Mujanda, y se mantenía indecisa. Ni una sola voz se levantó en defensa del principio de libre elección, por donde se comprenderá lo arraigado que está en este país el amor a la monarquía hereditaria. Desgraciadamente, la creencia de que el rey no estaba llamado a ser padre era tan ciega, aun en el ánimo del rey mismo, que todo rumor de embarazo daba lugar a imputaciones calumniosas y recrudecía los odios.

Hubo tres falsas alarmas: la primera de Rubuca, que fue a manchar la limpia reputación del listísimo Sungo; otra de Mbusi, hija de Mtata, reyezuelo de Misúa, antigua esposa del heroico y orejudo Mato, con cuyo motivo no quedó bien parado el mímico Catana, y la última de Risoma, que tuvo un desenlace trágico. Esta Risoma, llamada así, porque padecía de denteras y se las curaba mascando «salitre», era como Mbusi, del bando de Rubuca, pero procedente del harén del dentudo Menu, y fue acusada por sus celosas compañeras de querer introducir un heredero en la familia real con auxilio del consejero Menu, su ex-sobrino político. A mi juicio, la acusación era falsa como las anteriores, porque ofensa tan grave, ni podía caber en la mente de un consejero, ni era de hecho posible, dada la vigilancia de las camarillas; además, los acusados negaban, prueba plena en el procedimiento penal maya, y el embarazo no era visible; pero a instancias del rey al que parece que molestaba el rechinar de dientes de la malaventurada Risoma, tuve que condenar a muerte a los presuntos adúlteros. Un uaganga, Rizi, el más bello de los hijos del valiente Ucucu, sustituyó a Menu, y la posibilidad del empate entre consejeros se alejó hasta perderse de vista.

Cuando los ánimos estaban más empeñados en resolver el pavoroso problema de la sucesión de Mujanda, una noticia imprevista vino a cortar de raíz todas las querellas: la noticia del embarazo positivo e innegable de la sultana Mpizi, de quien nadie, a sus cincuenta y pico de años, esperaba este alarde de fecundidad. La nueva fue acogida por la nación con entusiasmo, y por mí con orgullo, porque veía la posibilidad de que naciera un varón y de que un hijo mío fuese rey de Maya. Sólo me entristecía el pensar que este hijo, si es que era hijo, fuera tan inteligente como sus hermanos; porque en la nueva organización política, un rey inteligente sería peligroso, y lo esencial, el bien de la patria, tendría mucho que padecer. Desde que los primeros rumores circularon hasta el día del alumbramiento, los bandos políticos estuvieron como adormecidos, y el pueblo esperaba con ansiedad la llegada del día muntu para recrearse en la contemplación del vientre, cada mes más desarrollado, de la vieja y engreída sultana. Allí en aquel vientre veían por entonces la representación de la legitimidad dinástica y de la paz social; y el mismo Mujanda se preocupaba mucho del desenlace de la preñez, deseando el nacimiento de un príncipe heredero, que por el solo hecho de ser dudoso, aventajaba a cualquiera de los dos conocidos, Lisu y Asato.

En Maya existe la costumbre, a mi juicio muy acertada, de que el marido haga de comadrón en los partos de sus esposas. El alumbramiento tiene lugar en el harén si es de día, o en la sala familiar si es de noche, y todas las mujeres rodean a la parturienta para asistirla en caso necesario y para presenciar la aparición del nuevo ser. No es que haya temor a un fraude, a una ficción de parto o a una sustitución de personas; aunque adelantados los mayas, no conocen aún estos progresos jurídicos; es que hay vivo deseo de ver el sexo a que pertenece el recién nacido, porque al sexo está ligado muchas veces el porvenir de una familia, y tratándose de Mpizi, el porvenir de una nación. Como yo no podía entrar y salir libremente en el harén real, y menos en la sala de familia, si el parto se presentaba por la noche, la sultana decidió vivir en mi casa los últimos días de su gestación. Realmente ella era mi esposa legítima, por haber dado Mujanda su beneplácito a nuestro enlace; pero el cambio de domicilio no había tenido lugar porque el que debía reclamarlo era yo, y jamás quise hacerlo, temeroso de enajenarme las simpatías del rey, amantísimo de su madre, y las de la misma Mpizi, para quien la mudanza significaba un descenso de categoría. Los partidarios de que las cosas vayan siempre por la línea derecha no comprenderán ni aprobarán este irregular concierto, mezcla de matrimonio y barraganía, del que sólo podía nacer un gravísimo desdoro para las instituciones; pero la vida es así, enemiga de lo simétrico y fecunda en formas nuevas e inadaptables a los patrones usados de ordinario. El fondo es el que continúa siendo eternamente igual; y el fondo en la unión del hombre y de la mujer, ya con arreglo a un modelo, ya con arreglo a otro, es la procreación de un nuevo organismo viviente, el cual, si tiene la fortuna de nacer varón y en las raras y felices circunstancias en que iba a venir al mundo el hijo de Mpizi, tiene grandes probabilidades de heredar una corona y de regir cerca de medio millón de sus semejantes.

Realizose la mudanza, y a los seis días el fausto acontecimiento. Cuando la descuidada ciudad dormía a pierna suelta, en la mansión del Igana Iguru todo el mundo velaba alrededor de Mpizi, hasta que ésta, a las altas horas de la noche, pudo dar a luz, sin señales de gran molestia y en medio de nuestros solícitos cuidados, un hermoso príncipe, que fue confiado a los desvelos de la reina Muvi, en tanto que la parida y mis demás mujeres se retiraban a sus alcobas a descansar. Muvi amamantaba aún a su hijo Tití, entrado en el sexto mes de edad, y aunque enana, era tan buena criadora que la elegí para que diera las primeras veces al recién nacido. Yo me quedé acompañándola todo el resto de la noche, porque la escena a que acababa de asistir me había producido mucha impresión y me había ahuyentado el sueño.

Esta elección mía fue uno de esos misteriosos acaecimientos en que los espíritus más incrédulos reconocen la mano providencial que rige los destinos del mundo y de las naciones; a no ser por ella, las esperanzas de los mayas hubieran sido frustradas, y la paz del reino puesta en peligro. No sé si por falta de desarrollo, muy justificada por la edad más que madura de su madre, o si por torpezas cometidas por mí, poco ducho en obstetricia, e incapaz, sobre todo, de hacer bien un ombligo, el príncipe que acababa de nacer fue tan poco viable que a las dos horas de venir al mundo dio su último y débil aliento en los brazos de Muvi. ¿Qué hacer en este angustioso trance? ¿Defraudar los sueños dorados de Mpizi y de toda la nación, alimentados durante tan largos meses? ¿Dejar que las camarillas y los bandos levantaran otra vez la cabeza y perturbaran el desarrollo normal de la vida política? Esto me pareció insensato mientras hubiera un recurso a mi alcance, e inspirándome en el bien de la nación concebí una idea patriótica: la sustitución del hijo de Mpizi por el de Muvi. Ambos eran hijos míos, ambos nacidos de reina y mulatos, y el enanito Tití, con sus seis meses, podía pasar por un recién nacido de raza común. Muvi era mujer capaz de comprender mi intento, y se sometió a mis mandatos con humildad, deseosa en el fondo de que mi fraude prosperara en bien de su hijo. En su vida de azares había aprendido a conocer la utilidad del engaño, al que a sabiendas quizás no se hubiera asociado ninguna otra de mis mujeres por falta de costumbre y de habilidad.

Muvi trasladó el cadáver de mi malogrado hijo a lo más oculto de su celda, y trajo a la sala familiar a mi otro afortunado hijo, al vivaracho Tití, y le envolvió en la misma tela que había servido para el primero. Por la mañana toqué el cuerno de búfalo, y mis mujeres pasaron al harén; pero a Mpizi le recomendé que no saliera de su cámara nocturna, y le di por compañera a Muvi, nodriza interina del príncipe, al que la sultana colmó de caricias, sin que la temible voz de la sangre deshiciera nuestro piadoso engaño. Entretanto, la noticia del parto había corrido por toda la ciudad, y la multitud se agolpaba a mis puertas para cerciorarse del acontecimiento; el harén real ardía en deseos de conocer al príncipe; Mujanda vino a ver a su madre y a su hermano, y los consejeros llegaron detrás del rey, a excepción de uno de ellos, Asato, que sufría un acceso de furia y de desesperación. Para satisfacer la justa y general curiosidad, y para asegurar el éxito de mi fraude, a los cuatro días de repetirse estas escenas del día primero deslicé suavemente la idea de que Mpizi, cuyo estado era excelente, podía trasladarse, montada sobre el sagrado hipopótamo, al palacio real, donde se encontraría con mayores comodidades y con más decoro y dignidad que en mi mezquina casa. Así se hizo aquella misma tarde.

Yo en persona enjaecé la tranquila bestia con tal arte, que sus lomos, adornados con almohadas, y telas, formaban un blando diván, nada impropio para servir de trono ambulante. Sobre él regresó al real palacio la reina Mpizi, llevando en los brazos al venturoso príncipe, que fue aclamado por las autoridades y por el pueblo bajo el nombre sonoro de Yosimiré, «don precioso», prenda de concordia y de paz. Mientras tanto, la pobre Muvi, escondida en su celda con el cadáver del verdadero príncipe, se deshacía en alegres lágrimas, y reía danzaba como una locuela.

Capítulo XV

Reformas agrarias.—Edicto estableciendo la propiedad individual.—Nuevos instrumentos de labranza.—Riegos y abonos.—Creación de un estercolero nacional bajo el patronato de Mujanda.


Durante el embarazo de la reina Mpizi tuvieron lugar importantes innovaciones, algunas de las cuales venía yo lentamente preparándolas de largo tiempo atrás. De todas ellas se hablará aquí por la gran resonancia que alcanzaron, y por el influjo que ejercieron en la marcha de la nación, comenzando por las famosas leyes agrarias, radicalísima transformación de la propiedad territorial y del sistema de cultivo.

Un presupuesto maya, reducido a sus términos más simples, no contenía más que un artículo consagrado a los gastos: sostenimiento de la casa real y de la servidumbre, del ejército y de los consejeros y demás autoridades de la corte. En cuanto a los ingresos, no había que determinarlos expresamente, porque lo eran todos los productos de la nación. En el distrito de Maya el rey labraba muchas tierras directamente por medio de sus siervos; en los demás distritos confiaba este cuidado a los reyezuelos, cediéndoles la mitad de los beneficios, para que sostuviesen las cargas del gobierno; pero como ni el rey ni los reyezuelos podían cultivar toda la tierra, así como tampoco podían cazar todas las fieras de los bosques, ni pescar todos los peces del río, se otorgaban concesiones a quienes las deseaban para labrar, cazar y pescar, mediante entrega de la mitad de las ganancias. Fuera de estas faenas, todas las demás, como las industrias, el comercio, la edificación, la cría de ganados, etc., eran libres y no estaban sujetas a gravamen. Había, sí, recursos eventuales, como la confiscación de bienes y las multas penales; más tarde, por mi intervención, hubo dos rentas: la de los rujus y la del lavado; pero siempre estos ingresos eran considerados como reintegro, porque fundamentalmente toda la riqueza era del rey. Las concesiones permanentes eran inconcebibles, y aun las temporales eran sólo una liberalidad real, un donativo momentáneo. La propiedad era siempre única, indivisible e inseparable de la persona del rey, y al mismo tiempo colectiva; porque el rey como representante de todos sus súbditos, aunque tenía el derecho de distribuir entre ellos a su antojo las riquezas, no por eso estaba menos obligada a distribuirlas con equidad o sin ella.

Me encontraba, pues, dentro de un régimen socialista rudimentario, y veía asomar por todas partes, rudimentariamente también, sus funestas consecuencias. El rey poseía más de lo que necesitaba para sus atenciones, y no estaba interesado en prosperar sus haciendas; los concesionarios se limitaban a obtener lo preciso para el día; los industriales tampoco se esforzaban para reunir riquezas que, aparte de ser mobiliarias o semovientes, nunca territoriales, estaban amagadas bajo la mano todopoderosa del rey. Existiendo un poder nivelador de la riqueza, y faltando estímulos permanentes para adquirir, los únicos móviles del trabajo eran el hambre y el amor. Quien reunía provisiones para un mes y lograba encerrar en su harén varias esposas, era hombre feliz. Si aún le quedaban ánimos para moverse, luchaba en los juegos públicos o se alistaba en un bando para combatir contra sus vecinos por cualquier pique o rencorcillo de poco momento, casi siempre por satisfacer la vanidad personal o local.

Mis reformas en el mobiliario, en el traje, en la higiene personal, habían forzado un tanto la perezosa marcha de estas gentes embrutecidas por la carencia de necesidades; con la creación de los escalafones, abriéndoles perspectivas grandiosas, les di un gran impulso en la vía de la civilización; la ley agraria les dio los medios para luchar, les señaló el terreno donde debían moverse. Yo establecí las concesiones permanentes; pero no a la manera de los inconscientes individualistas del partido ensi, sino según los principios elementales del derecho de propiedad. El rey continuaba siendo nominalmente el dueño absoluto y único, y otorgando concesiones a su antojo; pero estas concesiones eran para siempre si los colonos entregaban en cambio los frutos de cinco años, evaluados a ojo de buen cubero. Los nuevos colonos no tendrían que dar cada año, en lo sucesivo, más que una cuarta parte de los frutos en vez de la mitad, y podrían vender sus labores por ganados, por manufacturas o por rujus. Y para que la desamortización fuera completa, privé a los reyezuelos de sus derechos territoriales. El precio de las ventas y el canon anual serían percibidos por el rey, y los reyezuelos y demás autoridades locales tendrían un considerable sueldo fijo. Con esto hubo ocasión de colocar a más de cincuenta nuevos recaudadores y se satisficieron apremiantes exigencias de las camarillas.

Esta profunda reforma no era para ejecutarla en poco tiempo. Primeramente faltaban hechos prácticos que la hicieran comprensible, y después ahorros para poder comprar. Yo fui uno de los primeros compradores, y algunos consejeros y reyezuelos me imitaron; pero era sólo por complacerme, no porque sintieran el amor a la propiedad territorial, causa en otros pueblos de tantos desvelos y crímenes. Ellos luchaban por el aprovechamiento, mas nunca por la posesión; la idea de propiedad estaba circunscrita al hogar doméstico, a las esposas, a los hijos, a los ganados y a las provisiones, vestidos y muebles. Para facilitar el ahorro fueron muy útiles mis mejoras en el cultivo. El cultivo de las tierras en Maya era fatalista; el labrador arañaba un poco la corteza laborable, arrojaba la semilla y la cubría; en algunos casos hacía agujeros con el punzón de hierro para enterrar más honda la simiente, y los tapaba con el almocafrón, único instrumento usado para remover el suelo; después dejaba pasar los días hasta la época de la recolección. Si la cosecha era buena daba las gracias a Igana Nionyi; si era mala, se enfurecía contra Rubango. Este sistema era general, y practicábanlo desde el rey hasta el más ruin pegujalero.

No debe extrañar que me preocupase la reforma del cultivo. Veía un éxito seguro para mí y bienes incalculables para la nación. Por obra de la Providencia sin duda, las cosechas no se perdían; pero yo las aseguraría más; y cuando lograra meter en labor el suelo y el subsuelo, inactivos quizás desde la creación del mundo, la fertilidad sería tan asombrosa que no podría haber en adelante miseria ni hambre como las que registraban los archivos y las viejas tradiciones de la nación. Conociendo, sin embargo, que la rutina, fuerte en todas las clases sociales, es más fuerte aún entre los labradores (y en este punto los mayas son como sus congéneres de todas las partes del globo), no establecí nada por edictos, sino que fui poco a poco mejorando mis tierras, en la seguridad de que los demás me imitarían; por desgracia tardó mucho en despertarse la curiosidad, pues, inhábiles para investigar las causas de las cosas, los que veían mis abundantes recolecciones las explicaban por un favor de Rubango, que protegía mi hacienda y descargaba todas sus furias sobre las de los otros.

Había en Bangola algunos herreros muy hábiles que recorrían de vez en cuando el país vendiendo sus manufacturas: flechas de varias formas, lanzas, sables de diversos tamaños, cuchillos rectos y corvos, hachas, punzones, barrotes para verjas, almocafrones y otras varias herramientas de carpintero, y labores menudas para el adorno de las personas. De estos uamyeras de Bangola, y de algunos accas instruidos por ellos, me serví para hacer nuevos instrumentos de labranza, como picos muy agudos para cavar las duras tierras, azadas para tajarlas, escardillos y hoces. Más tarde introduje el arado de horcajo, de reja muy corta y de armadura muy ligera, para poder enganchar a los indígenas; mi deseo hubiera sido hacer arados grandes para yunta de cebras o cebúes; pero, no contando con buenos gañanes, temía que los braceros del país me estropeasen las bestias a rejonazos. Aunque yo los regalaba a todo el mundo, ninguno de los nuevos instrumentos logró abrirse camino, excepto el arado, y no como yo lo apliqué. Con gran sorpresa mía, los accas que trabajaban en mis labores, y sobre los cuales había recaído exclusivamente el penoso trabajo de arar, tuvieron la primera idea original observada por mí en este país, la idea de atar una cebra a los varales del instrumento y apalearla para que tirase. Esto me agradó mucho, porque me hizo ver que el espíritu inventivo no estaba completamente atrofiado en mis peones, y que sólo faltaba someterlos a una fuerte presión para despabilarlos, lo cual me propuse hacer siempre que fuera posible. El nuevo arado con tiro de bestias fue visto con mejores ojos, y no faltó quien lo ensayara.

Pero lo que obtuvo un éxito rápido, hasta convertirse en artículo de moda, fue el regado de las tierras, cuyo punto de arranque fue el mismo de la creación del lavadero. La apertura del primer canal de Rubango desvaneció las supersticiones que impedían el uso de las aguas; en adelante fue éste más fácil con el auxilio de norias de construcción muy sencilla, cuyos grandes cangilones de barro podían elevar el agua hasta a diez o doce palmos de altura. Estas norias estaban movidas a brazo; pero la idea ingeniosa de los accas se generalizó de tal suerte, que no sólo en el arado y en la noria, sino en donde quiera que había que hacer un esfuerzo, aparecía el nuevo motor. Las canoas, por ejemplo, eran antes arrastradas por hombres hasta la margen más próxima del río, donde eran botadas al agua; ahora se acudió al nuevo método, y los cebúes eran los encargados de la conducción. Lo mismo se hizo para tronchar los árboles y para arrastrar grandes piedras, utilizadas como hitos o mojones en los campos, después que el edicto sobre propiedad individual hizo necesarios los deslindes permanentes. Con gran asombro mío se aplicó la fuerza animal a la carretilla de mano, convertida por obra de los indígenas en carretón. La carretilla inventada por mí para el transporte de abonos, se componía de una ancha rodaja, cortada irregularmente de un tronco circular, en la que hacían de ejes dos punzones de hierro; sobre este cilindro giratorio se apoyaban los dos varales, que, sujetos por dos travesaños, formaban una parihuela móvil, donde iba la cubeta llena de abonos, y, en caso necesario, los haces de mieses o cualquier otra clase de carga. Los indígenas fueron ensanchando la rueda hasta convertirla en rulo apisonador, y uncieron a los varales cierta especie de cebra pequeña y de pelo basto, a la que yo he llamado, no sé si con derecho, borrico o asno. Al principio la carretilla se volcaba, y acudieron a dos largos palitroques puestos en la misma forma que las orejeras del arado; pero, según se alargaba el cilindro, la estabilidad era mayor. Estas innovaciones eran muy de mi agrado, pero no favorecían mis planes, porque los indígenas, en vez de volverse más trabajadores cuando el trabajo era más llevadero, descargaban todo el peso de él sobre las bestias y se hacían más a la holganza.

Si esencial fue el adelanto de los riegos, porque con ellos se duplicaba la fertilidad de las tierras, antes baldías en la estación estival, no le fue en zaga el de los abonos, reducido al redilado que los rebaños hacían involuntariamente dondequiera que pastaban. En este punto me favoreció la protección regia, a la que acudí para apresurar la lenta marcha de mis innovaciones. Los trabajos ya realizados servían de preparación y de prueba anticipada, pero no eran bastantes si el rey no imponía por la fuerza los nuevos usos, ni tomaba parte activa en ellos. Mucho hubiera deseado que el rey empleara en sus labores los útiles y procedimientos que yo empleaba en las mías; pero Mujanda era muy poco dado a la agricultura, y abundando en recursos de toda especie, tampoco tenía necesidad de molestarse. Tal era su desapego a las cosas del campo, que aceptó con júbilo la idea de las concesiones permanentes, que le libraba de los cuidados agrícolas; bien es verdad que le aseguré que con el nuevo sistema los trabajos irían a cargo de todos los súbditos y los beneficios seguirían siendo para él.

El único medio de interesar al imprevisor Mujanda en mi empresa, era convertir la reforma agraria en una nueva renta, como el lavado, que a la sazón llegaba a su apogeo. Pero esto no era fácil, porque si los nuevos instrumentos, regalados por mí a todo el mundo, tenían poca aceptación, ¿cómo la tendrían si se les ponía un precio, aun siendo el rey el expendedor? Y luego los ingresos por tal concepto serían momentáneos, porque los aperos de labor se renuevan muy de tarde en tarde, mientras convenía un ingreso seguro y constante que asegurara el apoyo seguro y constante de Mujanda. Más justificado me parecía un gravamen sobre los riegos; el río era, como todo, propiedad real, y el uso de sus aguas podía ser sometido a fiscalización. Únicamente me contuvo el miedo de que por no pagar las nuevas cargas cejaran los colonos en este camino, en el que tanto se había adelantado. Todo era posible por la fuerza, pero la fuerza debía ser suave para no hostigar demasiado a los labradores, ahora que se trataba de aumentar su número, de facilitarles los medios de adquirir propiedades, de interesarles por ellas como por sus mismas mujeres e hijos, de infundirles el amor al terruño, de transformarles en columnas bien basadas de una nación estable y fuerte.

El medio que buscaba yo en vano por todas partes, me lo ofrecieron los mismos labradores. Un colono de Maya, muy bien acomodado y de numerosísima familia cultivaba, lindando con mis tierras, en los mismos bordes del río, un haza de gran cabida, apreciada como una de las mejores concesiones reales. Porque de ordinario éstas eran de terrenos incultos y muy distantes de la capital, o de tierras cultivadas varios años por los siervos del rey, y cuya fecundidad se había agotado por el exceso de producción. Los colonos descortezaban el suelo endurecido, y aun limitándose a un trabajo superficial, su obra era brillante comparada con la de los siervos y equivalía a una roturación. El labrador vecino mío era padre de dos bellas jóvenes, desposadas por el fogoso Viaco, y a la sazón en poder de Mujanda, y adheridas al bando de la tejedora Rubuca, las cuales habían conseguido que el rey dejara a su padre en pacífico usufructo de las buenas tierras que Viaco le concediera cuando se hizo el reparto territorial. Este afortunado colono cuidaba con celo de su labor (tanto por virtud, cuanto por la necesidad de sostener su bien repleto harén), y fue uno de los pocos que se fijaron en los cambios que yo introduje en la mía, y el primero en solicitar mis instrucciones y en emplear el arado, la carretilla y los riegos. Como contrapeso de sus bellas cualidades tenía una flaqueza: la de amar los bienes ajenos y apoderarse de ellos siempre que la oportunidad se le presentaba. En esta misma escuela había educado a sus diez hijos varones y a sus cinco siervos enanos, y era tan patente su debilidad, que todos sus conciudadanos le llamaban (y este nombre le quedó) Chiruyu, «ladroncito». Es seguro que si no existieran sus hijas, que le hacían suegro doble del rey, sería llamado ladrón, y los pedagogos y mnanis le hubieran exigido cuenta estrecha de sus procederes. Yo le toleraba sus raterías por no malquistarme con hombre tan abierto a las ideas de progreso, y mi tolerancia tuvo su recompensa.

La primera vez que aboné mis tierras hice transportar en carretillas los estiércoles y demás inmundicias que había ido apilando en los corrales de mi casa, y juntarlos en montones para extenderlos después por parejo. El ladrón Chiruyu y su gente debieron creer que allí se ocultaba algún artificio, y, se apresuraron a robarme cuanto les fue posible; para formar también montones en su haza; desde la creación de los canales toda la basura de la ciudad iba agua abajo, y nadie la tenía en reserva, y es posible que, aunque la tuvieran, fuese preferida la mía por estar más a la mano y por parecer impregnada del influjo de mi persona. A imitación mía, el ladrón Chiruyu extendió después las pilas de estiércol, dio un riego abundante, removió un poco la tierra, y, por último, sembró maíz, como ya lo había hecho con buen resultado el verano anterior. La cosecha fue asombrosa, más la suya que la mía, y por primera vez se habló largamente en la corte de cosas agrícolas, y hubo peregrinación al haza del ladrón Chiruyu para ver las gigantescas matas de maíz y las colosales mazorcas, grandes, según la opinión general, como los pechos de la gorda y malograda Mcazi. La vanidad del ladrón Chiruyu saltó por encima de sus deseos de reservarse el secreto de aquel curioso fenómeno, y bien pronto se supo que la causa de él, así como de la prosperidad de mi hacienda, no era otra que el empleo de la basura que todo el mundo arrojaba a los canales.

Preparado el camino con tan buena fortuna, muy poco quedaba por hacer; un edicto apareció sin dilación estableciendo el estercolado obligatorio en esta forma: cada jefe de familia debía presentarse en el palacio real para recibir el regalo de una canoa de tierra (así llamaban a los volquetes y carretones), y desde el día siguiente, en este vehículo sería conducida al mismo palacio toda la basura que en cada hogar se recogiera, no sólo de los establos, sino también de las cocinas y retretes, y de los sitios públicos inmediatos. Cuando llegara el momento oportuno, una proclama sería publicada para anunciar el comienzo del estercolado de las tierras, y cada colono recibiría por ensi de cultivo cuarenta carretillas de abono, mediante la entrega al rey de una vaca los labradores ricos, y de una cabra los pobres. El abono, depositado en uno de los patios del palacio de Mujanda, quedaba bajo la custodia de los siervos del rey, y sometido a varias manipulaciones litúrgicas, dirigidas por mí con ayuda de Rubango.

A varios puntos se encaminaba este notable edicto: a asegurar el apoyo del rey por medio de un estímulo eficaz; a conseguir la alianza de ideas tan heterogéneas como el amor dinástico, la fe religiosa, la higiene pública y el uso de los abonos, y a sanear por completo las casas y las ciudades. En los edificios, las inmundicias estaban localizadas en los establos y en los retretes, pues de éstos los había diurnos y nocturnos, aunque muy elementales. Pero los ganados no estaban siempre en sus cuadras, ni los hombres siempre en sus hogares. En la práctica, los retretes eran sólo para el servicio de las mujeres, y los hombres hacían sus necesidades donde a bien lo tenían. Los canales de Rubango sirvieron mucho para que la limpieza interior fuera más frecuente y para que la suciedad exterior disminuyera de un modo sensible; pero la higiene no triunfó por completo hasta la promulgación de la ley sobre estercolado obligatorio.

Acaso se creerá que Mujanda y su numerosa familia se sentirían incomodados por la proximidad de los nada bien olientes depósitos; mas en realidad no fue así por carecer, como ya se dijo, del importante sentido del olfato los mayas de alta y baja categoría. Y tal hombre era Mujanda, que hubiera soportado cualquier molestia, incluso la de tapiarse las narices, si en ello iba el bien de sus súbditos y la prosperidad del erario nacional. La nueva institución no producía más que bienes: para el rey, una renta preciosa; para los labradores, una fuente de riquezas; para todos los ciudadanos en general, un mejoramiento sanitario, que no por poco apreciado dejaba de ser muy digno de estima. No era tampoco demasiado íntima la vecindad del estercolero, por haber dispuesto yo que se aislara con una empalizada de las otras piezas del palacio. Éste era inmenso. En tiempo del cabezudo Quiganza había dentro del circuito cerrado por la verja exterior, tres largos andenes, unidos por sus extremos, según la costumbre arquitectónica maya, y formando un enorme triángulo, en cuyo interior se contaban más de treinta tembés, destinados a diversos usos; en tiempo de Mujanda, después de la invención de los rujus, se fueron agregando nuevos tembés, y, por último, se amplió la verja y quedaron incorporados por la espalda varios edificios particulares, uno de ellos del dentudo consejero Menu. La expropiación no exigía más formalidad que entregar al expropiado una casa en cambio de la que se le quitaba, y el rey siempre tenía algunas vacías, procedentes de confiscaciones. Uno de los edificios incorporados, que ocupaba ahora casi el centro del palacio, fue separado del resto por medio de dos largas vallas; le derribaron los tembés interiores, y el largo patio que quedó libre, abierto por el Norte y por el Sur, fue convertido en depósito y pudridero, donde todos los ciudadanos debían venir a vaciar sus carretillas o hacer sus diligencias si les venía en deseo.

La importancia moral de la reforma estaba en la parte litúrgica, de donde nacieron notables progresos sociales y jurídicos. En las dos ceremonias religiosas del día muntu apareció un nuevo elemento: la carretilla sagrada, llena de estiércol recogido en los establos reales; en el afuiri, además de la carretilla, introduje otro más importante: la vaca, predestinada a sustituir, por un hábil escamoteo, a los reos humanos. En el ucuezi, la innovación se redujo a colocar la caja de los abonos sobre el ara mientras el gallo o pollo simbólico, suspendido de la polea, subía, bajaba y danzaba. En el afuiri, la carretilla ocupó el centro del cadalso, entre los reos y la vaca: después del juicio, los mnanis degollaban la vaca, cuidando que parte de la sangre cayera sobre el estiércol, e inmediatamente después decapitaban a los reos sobre el mismo receptáculo. Al día siguiente, muy de mañana, los abonos, consagrados por Igana Nionyi y regados con la sangre de las víctimas de Rubango, eran esparcidos por todo el estercolero, y la vaca (cuya provisión quedó a mi cargo, como muestra de que no me guiaba el interés) era distribuida, en pequeñas raciones, entre todas las familias de la ciudad. En las localidades, sin embargo, el suministro de las vacas recayó sobre los reyezuelos, porque los auxiliares del Igana Iguru eran muy pobres; y no todas las ciudades aceptaron los nuevos usos desde el primer momento, porque unas carecían de tierras laborables y no necesitaban abonos, y otras andaban muy escasas de ganados y no tenían recursos para adquirirlos.

Capítulo XVI

La reforma religiosa.—Supresión de los sacrificios humanos.—Cómo fue iniciado el nuevo afuiri, y cómo nació de él un segundo día muntu y una fiesta genuinamente nacional.


Aunque la religión maya me pareciera irreformable en lo substancial, la experiencia me había descubierto en ella algunos puntos flacos donde, sin ofensa para las buenas costumbres, se podía romper con la tradición. Tamaña empresa hubiera sido descabellada en los primeros días de mi gobierno, mas ahora sería facilísima; porque el hombre se habitúa a los cambios continuos con tanto gusto como a la inmovilidad, y una vez extendido el contagio reformador, no hay peligro en innovar a diario. El peligro estará en que las innovaciones no arraiguen, en que los naturales apetitos, no satisfechos con lo nuevo y privados de lo viejo, se inquieten, se indisciplinen y se desborden; y este peligro a mí no me amedrentaba, porque jamás concebí idea tan torpe como la de privar a un pueblo de sus más legítimos desahogos.

En un punto estaba yo conforme con los mayas: en la necesidad de conservar los sacrificios humanos; ellos los apetecían por puras exigencias de su naturaleza, y yo los aceptaba sin gran dificultad. La historia maya no registraba un afuiri sin efusión de sangre, y los mayas, que no estudian casi nada, aprenden, como sabemos, la historia nacional de boca de sus pedagogos. Pero, dada la precisión de matar, hay muchas formas de hacerlo, las cuales reflejan distintos estados sociales; en bien de los mayas creía yo llegado el momento de transformar la matanza grosera sobre el cadalso, en algo más noble y artístico. Todos los pueblos bárbaros han pasado desde la barbarie a la cultura por grados intermedios que se caracterizan por la aparición de nuevos elementos artísticos. Los juegos públicos no han sido otra cosa que transformaciones de las crudas escenas de la vida en cuadros bien combinados, mediante elección de tipos y asuntos. Un pueblo que se recrea en la contemplación de estos cuadros está muy bien encaminado para crear otros superiores a los de la realidad, y para mejorarse tomándolos por guía y modelo.

En el pueblo maya habían ya aparecido los juegos públicos, los combates navales y las carreras de velocidad y resistencia; pero los juegos más bonitos, los coreográficos y mímicos, eran puramente domésticos. En general, la vida pública, reducida al comercio de los hombres, carecía de interés; sólo era digno de estudio el día muntu, único en que los mayas vivían socialmente; pero aun este día, como era uno solo cada mes, no creaba hábitos sociales, y sólo servía para dar suelta a las malas pasiones; no quedaba tiempo para que el contacto de sexos y clases produjera frutos variados; éstos eran siempre los mismos, los que produce el primer choque de los instintos contenidos: primero el encogimiento y la acción torpe y embarazada, después la desvergüenza y el desenfreno.

El detalle de los afuiris que más me molestaba, era, cuando se trataba de juicios extraordinarios, ir sobre el pacienzudo hipopótamo a las ciudades a administrar alta justicia. En tan perniciosa costumbre veía yo un riesgo constante para mi persona y una pérdida lamentable de tiempo para los graves menesteres de mi cargo; pero era muy difícil eludir este penoso deber, porque la justicia tenía un carácter marcadamente territorial, y los juicios debían celebrarse allí mismo donde el crimen era cometido. Sólo tratándose de reos ordinarios era corriente que se los prestasen unas ciudades a otras, para que nunca faltaran víctimas. No era posible delegar mis atribuciones en mis auxiliares; así como yo era el primer personaje después del rey, mis auxiliares eran de ínfima categoría, y estaban muy menospreciados de todo el mundo, porque en lo antiguo sirvieron también para recaudar los impuestos y para azotar a los delincuentes, y se habían hecho odiosos. Además, la suspensión de mis viajes hubiera irritado a los pueblos, y en particular a las mujeres, deseosas de verme, siquiera fuese de tarde en tarde, de recibir los dones a que yo consuma ligereza las acostumbré, y de gozar de un día de asueto fuera del muntu, que por tardío les parecía insuficiente.

Muy dolorosa me era también la asistencia a los afuiris ordinarios de la corte, obligado como me veía a condenar siempre por lo menos a una pareja de criminales y a presidir las degollaciones. El primer afuiri a que asistió la reina Mpizi con el príncipe Yosimiré, el mismo en que se consagró por primera vez la carretilla con los abonos, fue el vigésimo séptimo de los dirigidos por mí, incluido el que presidí antes de la revolución, y según aparecía de los rujus conservados en mi archivo, las víctimas sacrificadas eran ciento treinta, a las que debía agregar veinticinco de mis excursiones judiciales desde la famosa de Ancu-Myera, en que pereció el infeliz Muigo. Cierto es que en un día muntu, durante el reinado del fogoso Viaco o en diez días de gobierno provisional del dentudo Menu, el número de víctimas había sido doble del que arrojaba mi balance; pero de todas suertes me remordía la conciencia y me aguijoneaba el deseo de hacer algo contra estos cruentos sacrificios, de quitarles siquiera sus rasgos más horribles. Peor aún que las decapitaciones me parecía el entusiasmo popular que las acompañaba y el lúgubre epílogo que las ponía término; para que nada faltase al triste cuadro, los despojos de los afuiris no eran, como los demás, arrojados en lo hueco de los árboles, sino que quedaban sobre el cadalso, expuestos a la voracidad de las bestias necrófagas. Conforme se extendía, por mi acertada gestión, el bienestar público, se acentuaban más los instintos feroces y la afición a los sacrificios humanos. La naturaleza de estos hombres, exuberante de energías, no queriendo desfogarse en el trabajo ni pudiendo calmarse en la guerra, buscaba su expansión en las escenas fuertes. No he visto jamás alegrías tan puras y tan espontáneas como las de los mayas ante el cadalso cubierto de sangre caliente y de despojos palpitantes. Sin duda la civilización modifica la naturaleza humana, borrando estas tendencias innobles, que en los pueblos cultos quedan hoy reducidas a esa alegre e inocente curiosidad con que las masas se agolpan para ver cómo desciende la majestuosa guillotina sobre la cabeza del reo, cómo gira el tornillo que estrangula suavemente al condenado.

La brutalidad de los hombres tiene sobre la de los animales la ventaja (aparte de la de ser en éstos cuantitativamente superior) de poder variar de forma; de ello hay ejemplos en los mismos anales mayas; los antiguos pedagogos y soldados conquistaban sus puestos en combates singulares; desde Usana, los pedagogos ingresaron mediante la prueba de los loros, y fueron soldados los que se distinguían en la caza; bajo el gobierno de Mujanda, la creación de los escalafones dio aún aspecto más suave a la lucha por la vida. ¿Por qué no había de intentarse algo semejante en las ceremonias religiosas, purgándolas de la parte cruel? Con gran sentido político, el rey, aconsejado por mí, había ideado la degollación simultánea de los hombres y de la vaca. Si antes no era posible suprimir los reos, porque sin ellos faltaba al afuiri el principal atractivo, el derramamiento de sangre, ahora debía intentarse la prueba para ver si los indígenas se conformaban con la sangre de la vaca. No es que se pretenda poner aquí en irrespetuoso parangón, la sangre humana y la sangre de los rumiantes; pero sí cabe alegar que la diferencia entre una y otra, no era tan grande en Maya, como lo es entre nosotros, porque allí el precio de un hombre era muy poco superior al de una vaca. De ordinario se permutaba, el ruju de hombre por una vaca y una cabra, y el de mujer por dos vacas; éste fue siempre más apreciado por la belleza del dibujo y porque a la mujer iba aneja la idea de fecundidad, de que el hombre desgraciadamente carece.

No había, sin embargo, que pensar en la supresión de los sacrificios humanos, digno remate de la legislación penal maya. Si se conseguía reducirlos a las exigencias del buen orden social, y embellecerlos algún tanto, no era pequeño el triunfo; a las generaciones venideras correspondía perfeccionar nuestra obra cortándolos de raíz. Fue instituido, pues, el segundo afuiri. Después del primero, celebrado cuando el sol se colocaba sobre nuestras cabezas, no había más ceremonias sagradas; había, sí, bailes y banquetes, y más adelante baños y diversiones acuáticas. El nuevo afuiri tuvo lugar hacia las tres de la tarde, y fue una improvisación. Las ceremonias habían seguido su curso regular, y los concurrentes las presenciaban con muestras de impaciencia, deseosos de contemplar a sus anchas a la sultana Mpizi y al tierno príncipe Yosimiré, que, por un extraño fenómeno de precocidad, dejaba ver aquel día sus blancos dientecillos en número de cuatro. Llegó el momento critico del afuiri, y sobre el cadalso estaban la carretilla de los abonos en el centro, la vaca a la izquierda y tres reos a la derecha: un acca y una mujer indígena acusados de adulterio, y otra mujer cogida en el acto de robar una túnica del consejero mímico Catana. Ambos delitos eran de los más comunes; el de adulterio era muy frecuente en los días muntus, en que hombres, y mujeres se hallaban en contacto, y según la nueva jurisprudencia establecida por mí, se penaba con la muerte de los dos culpables sólo cuando el adúltero era enano. Tal disposición se enderezaba a proteger la pureza de la raza indígena. Los robos de ropas también menudeaban, y hubo que castigarlos con gran rigor en bien de la existencia y prosperidad del lavadero. Las dos mujeres habían confesado su delito, y el acca lo había negado, porque entre las virtudes de los enanos no se contaba la veracidad. Tres mnanis hablaron en defensa de los reos; limitándose, como de costumbre, a conmoverme, seguros de que no me conmoverían. Siguió la degollación de la vaca sobre la carretilla de los abonos, y con gran extrañeza de los verdugos, yo no pronuncié por segunda vez la palabra afuiri. Me dirigí al concurso para manifestarle que, antes de dar muerte a los culpables, era preciso someterlos a una segunda prueba, por exigírmelo así el severo Rubango.

Atónita quedó la asamblea escuchando estas palabras, y maravillada cuando presenció los hechos que las aclararon. Hice conducir a los adúlteros y a la ratera al redil donde los uagangas se reunían para bailar o discutir; los introduje en él, y después cerré la puerta. Dentro había dos bellos búfalos salvajes, traídos por orden mía desde Upala, donde hay muchos cazadores que se dedican a coger con lazos estos cornúpetos para domesticarlos si son pequeños, o para matarlos y vender sus despojos si son grandes. Entonces dije a los reos que combatieran cuerpo a cuerpo con los búfalos, y que si Rubango quería librarles de la muerte les concedería el triunfo. Comenzó una lucha feroz, que duró una hora y que mantuvo en tensión extraordinaria a los espectadores, asomados a aquella jaula legislativa transformada en plaza de toros o en circo romano. El miedo a la muerte hizo maravillas entre los gladiadores, y muchas suertes del arte taurino fueron inventadas en aquellos angustiosos momentos. Los búfalos atacaban con furor, y los infelices reos huían, se agachaban, se cogían al cuello de las bestias, hasta que, por último, eran enganchados y volteados, en medio del contento y de la gritería del público. El enano fue el primero que pereció en las mismas astas de una de las cornudas fieras, casi abierto en canal. La adúltera se defendió heroicamente: desgarrada la túnica, herida por seis partes, remontada tres veces por los aires, todavía tuvo fuerzas para abrazarse al pescuezo de la fiera y desgarrarle a mordiscos desesperados la garganta, haciéndole lanzar roncos bramidos de coraje. La ladrona fue la última víctima: ésta quería huir por lo alto de la verja, pero el público la impidió escapar, empujándola hacia dentro; ella no buscaba a los búfalos, pero los búfalos, irritados, después de destrozar a los otros dos gladiadores, se ensañaron contra ella y la remataron en el suelo.

Sólo en los días de grandes victorias ganadas en el campo de batalla he presenciado desbordamiento de pasiones semejante al que produjo esta primera corrida de búfalos, ideada por mí con fines tan loables. Yo, quizás obcecado por mi afición a las corridas de toros, rebosaba de contento, y creía de buena fe haber derribado de un solo golpe la tradición más arraigada en el alma de los mayas: la voz unánime era que el nuevo afuiri era preferible al viejo, y si esta creencia se consolidaba, y la ceremonia religiosa no exigía en adelante la decapitación de seres humanos, se quitaba a los sacrificios el firme sostén de la fe y se los reducía a una fiesta popular, que el tiempo y los buenos oficios irían depurando de su parte cruel y realzando en su parte artística. En la apariencia, nada se había ganado con mi ensayo; tres eran las víctimas de los búfalos, como tres hubieran sido las de los mnanis. Tal vez a un observador ligero y sentimental pareciera más suave la muerte sobre el cadalso, bajo las certeras cuchillas de los verdugos, que en el circo entre las formidables astas de los búfalos.

La única dificultad del nuevo afuiri era que descomponía la distribución tradicional de las horas. La corrida se había llevado toda la tarde, y quedó poco tiempo libre para los baños, los banquetes y para el amor; cuando los reos fuesen más, resultaría tan recargado el día muntu que no habría espacio para que todas las ceremonias y fiestas se sucedieran con la debida pausa. Yo anuncié que en las mansiones de Rubango, donde había visto por primera vez estos combates, que allí sirven para probar la culpa o la inocencia de los acusados, eran dos los días muntus y se celebraban dos fiestas diferentes: una religiosa, en el plenilunio, que comprendía el ucuezi y el afuiri, en el que sólo se sacrificaba la vaca y se preparaba la fecundación de las tierras, y otra judicial y que constaba de dos partes: la primera, el combate de los reos con las fieras; la segunda, la muerte de las fieras a cargo de hombres esforzados y justos, que, armados de todas armas, luchaban con las fieras hasta matarlas, para vengar la sangre humana vertida. Esta indicación se enderezaba a satisfacer un deseo que yo había adivinado en todos los rostros: es propio de quienes presencian un espectáculo hallar torpe y defectuoso cuanto hacen los ejecutantes, y creer que aventajarían a éstos si estuviesen en su lugar. Muchos de los que veían el desigual combate sentían impulsos, bien que sólo imaginativos, de entrar en el circo y pelear, seguros de vencer fácilmente. Ofreciéndoles el uso de armas y el animoso ejemplo de las victorias obtenidas por los súbditos de Rubango, todos ardían ya en deseos de ver a sus pies una fiera muerta en combate singular, en medio del asombro del público congregado, tal vez ante los envidiosos ojos de sus rivales, o bajo el blando y amoroso mirar de las más escogidas doncellas. La pasión de los mayas por la peligrosa caza en los bosques se acrecentaba con este nuevo aliciente de luchar en público, de recibir en el momento mismo de la victoria los homenajes debidos a la intrepidez y al esfuerzo.

Dos semanas después, en el novilunio, se celebró la primera fiesta jurídica según el nuevo estilo. Entre tanto se habían hecho importantes reformas en el círculo de los uagangas: se levantó y se espesó la reja para mayor seguridad; se colocaron fuera de ella varias jaulas, que hacían las veces de toril, donde las fieras permanecían aprisionadas hasta el momento de entrar en escena, y se construyeron cuatro grandes tablados, como de siete palmos de altura, sobre los cuales se encaramaba el público para dominar el redondel. Bien temprano, como en los días muntus, las familias acudieron a la pradera a divertirse y preparar el ánimo para saborear las maravillas y portentos que se anunciaban. Desde la salida del sol hasta la hora del afuiri eran seis las horas de vagar, en las cuales confiaba yo grandemente para refundir esta raza díscola; seis horas que para los demás eran un penoso retardo, y para mí lo esencial de la fiesta, a la que procuré yo mismo dar el tono disponiendo que mis mujeres tocaran el laúd, y cantaran, bailaran e hicieran juegos mímicos. Otras muchas familias, después de hacer coro para ver, siguieron el ejemplo; y lo que más llamó la atención fue que yo permitiera a algunos jóvenes mayas alternar con mis esposas en los bailes y mimos.

Mis esperanzas se realizaron con creces, pues, aparte de inaugurarse el nuevo muntu de una manera elevada y digna de una sociedad culta, me vino un refuerzo de donde menos lo esperaba. La noticia de las nuevas fiestas había corrido velozmente, y todo el país se moría de ganas de verlas antes que fuesen instituidas en las localidades; y como hasta el día que esto ocurriera, el segundo muntu era festivo sólo en la corte, acudieron de los pueblos cercanos bandadas de curiosos, ávidos de olismear lo que pasaba. De todos los pueblos ribereños venían por el río hasta la catarata, sacaban a tierra sus canoas, y se presentaban en la colina llenos de cortedad y de azoramiento. De Misúa y de Cari por tierra, y de Ancu-Myera, Ruzozi y Mbúa por los vados, llegaban a pie, trayendo algunos por delante las carretillas de mano con la merienda. Los reyezuelos Ucucu, Churuqui, y Nionyi y muchos uagangas, figuraban entre los concurrentes, y fueron recibidos y agasajados por el rey, por mí y por los consejeros. No faltaron murmuraciones contra esta invasión de gente forastera, pero la solemnidad del día no fue turbada por ninguna imprudencia, ni hubo crímenes que lamentar.

Yo estaba como sobre ascuas, temeroso de que hubiera colisiones entre los bandos, o de que mis planes quedasen en agraz a causa de alguna peripecia imprevista. En esta angustiosa situación de espíritu me sobrecogió la hora de dar principio a la fiesta. Seis eran las víctimas predestinadas: un acca, acusado de robo de tinturas de las que yo gratuitamente repartía a todo el mundo, y dos indígenas, sorprendidos en flagrante delito de robo en los campos del famoso innovador y ladrón Chiruyu. Todos éstos eran antes castigados con pena de azotes; pero ahora se les sometía a la nueva prueba judicial. Además había tres reos de muerte, tres profanadores enviados desde Upala, Mbúa y Ancu-Myera, como delicada atención de los tres reyezuelos que asistían al espectáculo. Los reos de muerte formaron el primer grupo, destinado a combatir contra dos búfalos, los mismos que inauguraron las corridas. Esta vez el combate fue más breve, pues los búfalos, con la primera lección, habían adquirido una notable maestría en el arte de dar cornadas certeras, mientras los reos eran novicios y no habían visto la corrida anterior. En cosa de un cuarto de hora los tres desventurados profanadores hallaron el fin de su vida, amargado aún por los insultos del populacho, que deseaba muriesen dando muestras de serenidad y de valor. Los otros tres delincuentes debían luchar uno a uno contra una pantera del Unzu, donde, según fama, se crían las más feroces de todo el país. Este combate fue más reñido y más animado. El enano pereció casi sin luchar, porque los accas no eran buenos cazadores; pero los indígenas, habituados a estos arriesgados ejercicios, acudían a mil tretas, ataques falsos, huidas, gritos y demás artimañas, de resultados seguros cuando van acompañadas de la lanza o del cuchillo. Aun sin armas, el último de los combatientes estuvo a punto de ahogar a la pantera entre sus robustos brazos, y la dejó por muerta sobre el césped. Una gritería enloquecedora saludó a este primer triunfador, que inmediatamente fue puesto en libertad, curándole yo mismo las numerosas heridas que recibiera en la lucha.

Sin embargo, la pantera se repuso poco a poco de su desmayo, se levantó, miró a todos lados con ojos imbéciles, y después de dar varias vueltas por el circo, aún tuvo fuerzas para ensañarse con los despojos inertes de los gladiadores que sucumbieron en la tremenda jornada, hasta que los laceros la encerraron en su prisión. Varios mnanis penetraron en el redondel y retiraron los restos de las víctimas, que en premio de su bella muerte no fueron ya abandonadas a las hienas, sino sepultadas al pie de un árbol, al son de los laúdes. Con tan varias y nuevas impresiones, los cortesanos y los forasteros estaban fuera de sí, subyugados por la grandeza y majestad del acto que presenciaban. Si grande era la satisfacción cuando los reos sucumbían, no fue menor cuando uno de ellos venció en el combate. De un lado se calmaba el apetito de ver brotar la sangre humana a la luz del sol; de otro, la vanidad de la especie. Las injurias contra los vencidos eran un desahogo benéfico de las malas pasiones que, por desgracia, sienten estos hombres unos contra otros; los aplausos al vencedor satisfacían otra necesidad muy urgente: la del engreimiento del hombre delante de todos los demás animales, sobrepujándoles por la fuerza o por la astucia. El reo victorioso fue aquel día un héroe popular; todos le admiraban y le envidiaban; se inventaron varias historias para probar que era inocente y que había sido injustamente acusado, y el rey le ofreció un cargo público local.

Después de un largo intervalo comenzó la segunda parte del programa. Más de veinte paladines, armados de lanzas y de cuchillos, pisaron la arena. Entre ellos estaba el valiente Ucucu, el joven y guapo consejero Rizi, mi hijo Mjudsu, notable por su corpulencia, y otros cuatro uagangas; los demás eran mnanis y personajes distinguidos de la corte, de Mbúa y Upala, patria de los más atrevidos cazadores. Tocó el rey el cuerno, y salió a la plaza la enardecida pantera, recelosa de verse entre tantos enemigos y turbada por el clamoreo de la muchedumbre. El bello Rizi se puso a cuatro patas, con el cuchillo en la boca, y, rápido como una saeta, partió contra la fiera, que, acorralada junto a la puerta de su jaula, se agachó y se apercibió para embestir. De repente, Rizi se incorporó, y, sesgando el cuerpo, le asestó una furiosa cuchillada; la pantera huyó a medias el golpe, que fue a herirla en un brazuelo, y revolviéndose contra su acometedor, le clavó una garra en el hombro y otra en la cabeza y le tiró una tremenda dentellada en la garganta. El valiente Ucucu acudió a socorrer a su hijo, y la pantera, al verle, soltó su presa; pero Ucucu, encegado, la persiguió alrededor del circo, la hirió por detrás con la lanza, y cuando la fiera se volvió para defenderse a la desesperada, se abalanzó sobre ella y la clavó el cuchillo hasta el mango en medio del pecho, recibiendo sólo una uñarada en el brazo izquierdo. Mientras tanto, el pobre Rizi yacía agonizante en el suelo, y no tardó en expirar en los brazos de su padre y rodeado de los demás combatientes. Retirado del redondel, Ucucu abandonó también el campo, llevando consigo la pantera, premio de un brillante triunfo, enturbiado tristemente por la malaventura de su hijo.

Quedaron los demás lidiadores distribuidos por la plaza, esperando la salida de los búfalos. El sol declinaba ya, y los espectadores contenían el aliento, temerosos de perder algún detalle del nuevo y más tremendo combate. Los dos búfalos se plantaron en medio del circo, como dudando entre atacar o defenderse. Un esforzado cazador de Upala fue el primero en romper plaza; desde la barrera, donde, como los demás, estaba resguardado, arrancó a correr por medio del ruedo, y al pasar por delante de uno de los búfalos, le tiró la lanza contra el testuz con tanto tino, que la bestia resopló roncamente, dio un bramido e hincó la rodilla. Todos la creímos muerta, pero aún se levantó y anduvo, tambaleándose una buena pieza, e intentando acometer, hasta que con varias lanzadas sin arte la acabaron los demás campeones. El de Upala le cortó la cabeza, que fue el premio de la victoria.

El segundo búfalo tuvo la muerte más dura; aunque muchos intentaban repetir la suerte que tan buena cuenta había dado del primero, no fueron afortunados, y sólo conseguían irritar más al cornúpeto, que en sus carreras cogió y volteó a tres lidiadores, hiriéndolos gravemente. Uno de los mnanis, familiarizado con las decapitaciones de seres humanos, intentó dar muerte a su enemigo clavándole el cuchillo en la nuca; el búfalo le enganchó por un sobaco, y, a pesar de que le acosaban los demás lidiadores, le paseó por el ruedo, y después de soltarle y recogerle varias veces, le dejó muerto en medio de él. Entonces, sobreponiéndose al miedo que era natural sintiesen todos, mi hijo, el corpulento Mjudsu, el de la trompa de elefante, corriendo por detrás de la fiera, montose sobre ella, abrazándose a su cuello. El búfalo corría y bramaba, y se sacudía con tal fuerza y ceguedad, que fue a topar contra la verja, donde quedó enganchado por los cuernos; Mjudsu aprovechó hábilmente esta feliz coyuntura, y cogiendo el cuchillo que tenía sujeto entre sus dientes, le remató con el aplomo y arte de un puntillero de oficio.

Mujanda dio por terminada la función, y el público, gritando y vociferando, abandonó los tablados. Una vez en tierra, yo ordené que todos los hombres se pusieran en filas, y llevando entre ellos, en dos carretillas, los restos mortales del bello Rizi y del mnani, todos nos encaminamos al baobab funerario, donde les dimos sepultura, no sin que yo pronunciara un breve elogio de los finados. Mujanda nombró en el acto para la vacante de Rizi a mi hijo Mjudsu, uaganga del ala central, y concedió la dignidad de uaganga al diestro cazador de Upala. Este detalle de la fiesta no era el menos interesante, pues con él se demostraba que, aparte de otras ventajas, el nuevo afuiri tenía la de aclarar las filas de los pretendientes y aumentar las probabilidades de obtener bellos cargos. Con esto se me quitó un gran peso de encima, viendo el felicísimo remate que tantas y tan diversas y azarosas peripecias habían tenido, y el artístico equilibrio con que se habían ido sucediendo. El triunfo era total y definitivo. Mientras los de la corte nos quedamos apurando las últimas delicias del día histórico en la hermosa colina del Myera, los forasteros se marchaban a gran prisa, llevando por todo el país la buena nueva. Para el siguiente afuiri, no hubo pueblo que no tuviera su circo y que no lo utilizara como en la corte. Se acabaron las excursiones judiciales; cayó en desuso el antiguo enjuiciamiento criminal; mis auxiliares, al perder gran parte de sus atribuciones, adquirieron mayor realce e influencia. Las artes, el espíritu de sociabilidad, el entusiasmo caballeresco, adelantaron mucho.

Capítulo XVII

Reformas en el alumbrado.—Las lamparillas de aceite y las velas de sebo.—Primeros ensayos de alumbrado público.—Institución de las fiestas nocturnas.


Intento referir en este lugar un ciclo entero de combates heroicos sostenidos contra un pueblo enemigo de la luz, y rematados con una victoria que reputaré siempre como la más grande de todas las que conseguí sobre el natural refractario e indomable del pueblo maya. No es privilegio exclusivo de esto el horror a las innovaciones en el alumbrado. Todos los pueblos son fotófobos en mayor o menor escala, y aun aquellos que figuran a la cabeza de la civilización han pasado por días de prueba al sustituir unas luces por otras. Dentro de las casas, el candil se defendió siglos y siglos contra el velón, el velón contra el quinqué y las lámparas de petróleo, el petróleo contra el gas, el gas contra la luz eléctrica. En los lugares públicos, la obscuridad tardó miles de años en ser turbada por las linternas portátiles y las débiles lamparillas de aceite, colgadas en algunos lugares piadosos, como ofrendas de la fe; y ¡cuántos esfuerzos para establecer el alumbrado regular con candilejas de aceite, para pasar de las candilejas a los faroles de gas, de los faroles a la lámpara incandescente y al arco voltaico!

Todo en el hombre es apegado a la tradición; pero la retina es, sin duda, la parte del organismo humano más refractaria al progreso; quizás el instinto, que silencioso vigila dentro de nosotros, siente con vigor, por medio del aparato óptico, una pena que nosotros sentimos vagamente: la pena de ver bien a nuestros semejantes. Amamos el día por oposición a la noche, símbolo de la muerte; pero amamos las tinieblas por oposición a la luz, emblema del conocimiento real de la vida que nos duele poseer. El ideal de la humanidad sería vivir semi a obscuras. Los mayas toleraban la luz del sol como la toleran todos los hombres, porque es fuerza que alumbre y vivifique la tierra; pero cuando el sol se ponía y suspendían sus faenas, y se refugiaban en sus hogares, no sentían la nostalgia de la luz: antes se hubieran entristecido si por acaso el sol se dignase venir a iluminar las escenas de su vida íntima, que con la turbia y humosa luz de las teas gozaba de poéticos encantos, y podía inspirar, aun a hombres de mi raza y de mi temple, sentimientos de benevolencia, mezclados, bien es cierto, con no pequeña dosis de amargo pesimismo.

Sin embargo, yo deseaba librarme del humo asfixiante y de la tizne pegajosa de las teas, y acudí esta vez, sin miras de reformador de las costumbres, a medios simplicísimos: cuatro cazuelas de barro, llenas de aceite; cuatro discos de corteza de miombo, taladrados y atravesados por torcidas de hilaza, y cuatro rinconeras que coloqué en los ángulos de mi sala familiar, donde antes estaban clavados los cuchillos portateas. Todo esto lo hice sin preparar los ánimos, creyendo dar una agradable sorpresa a mis mujeres; pero, como suele decirse, la erré de medio a medio. La primera noche que penetraron en la habitación familiar, que debió parecerles un ascua de oro, todas se llevaron las manos a la cara, como si obedecieran a una consigna. Aquella luz era demasiado fuerte para sus ojos, y las lastimaba tan cruelmente que tuve que apagar dos de las lamparillas, temiendo que se les produjera alguna peligrosa oftalmía. Mas a pesar de mi previsión no desapareció el malestar, pues, influido todo su organismo por los ojos, mis pobres esposas estaban como desasosegadas por una tremenda zozobra; no sabían sentarse bien, ni mantenerse con aplomo, ni hablar con acierto, ni mirarse sin desconfianza. Parecía que la luz, interponiéndose entre los cuerpos, separaba también los espíritus, individualizaba más las personas y abría entre ellas abismos infranqueables. Era una curiosa observación psicológica. El goce inefable que inundaba el alma de los mayas cuando se reunían en sus nocturnos hogares no provenía (como yo había creído, y era natural que creyese) de que se vieran todos juntos en amor y compaña, sino de que se veían confusamente, emborronados, sin personalidad, como siendo parte de un organismo humano complejo, semejante a una mancha de color, en la que, apenas indicados los perfiles, se adivinara la composición total, sin distinguir una a una, con su propia expresión y significado, las diversas figuras que la formaran.

De tal suerte determina la luz la conciencia de la personalidad, que con el antiguo alumbrado y que era la menor cantidad de alumbrado posible, ocurría un fenómeno extraño, que alguien pretenderá explicar por medio de la sugestión, hoy tan en candelero: en un mismo instante, cuando las teas se iban a extinguir, todas mis mujeres eran invadidas por el más profundo sueño. Con las lamparillas, que podrían alumbrar muchas horas seguidas, esta noble armonía se quebrantó dolorosamente, y la noche del ensayo nadie supo cuándo debía dormirse; algunas mujeres que estaban fatigadas por el trabajo del día, y la primera de todas la lavandera Matay, empezaron a dar cabezadas mucho antes de la hora de costumbre; las favoritas, que habían pasado el tiempo holgando, y que quizás habían dormido la siesta, no sintieron deseos de acostarse ni cuando yo di la orden de retirada. En las tinieblas, todos los cuerpos funcionaban a compás, como si fueran impulsados por un mismo motor; a la luz clara, aunque débil, de las mariposas, cada organismo recobraba su imperio y medía las horas con su propia medida, según su temperamento y necesidades. ¡Con cuánta razón se ha dicho siempre que la luz es el fundamento de la libertad!

Pero los mayas, aunque amantes de la libertad, atribuyen a esta palabra un sentido impropio, precisamente el contrario del que nosotros le damos, y encontraron en esta variación un achaque para renovar sus censuras. Pasada la primera desagradable impresión, los ojos se habituaron a la nueva luz, y no faltó quien comprendiera que las túnicas saltan ganando con el cambio; pero la opinión general se condolía del trastorno que yo había introducido en las veladas, de la inquietud que se apoderaba de los ánimos, por no saber cuándo era llegado el momento preciso de dormir. La innovación tenía carácter particular, y yo nunca pretendí imponerla; pero mis mujeres y mis siervos propalaron la noticia, y como el invento estaba al alcance de todo el mundo, se extendió con gran rapidez. Había yo llegado a ser algo así como un tirano de la moda, y, bien que a regañadientes, hasta mis más encarnizados enemigos me imitaban. Así son los mayas de ambos sexos, y así es la humanidad. En Europa, por ejemplo, existen dos grandes partidos: el uno favorable, el otro, el más numeroso, contrario al miriñaque. ¿Quién duda que si, por uno de esos infinitos azares que la guerra ofrece, la minoría se impusiera por un momento, todas las mujeres sacrificarían sus opiniones personales y aceptarían el miriñaque, aunque fuera a costa de su tranquilidad íntima y haciendo constar sus protestas más solemnes? Esto ocurriría, y ocurriría también que, mientras las más audaces exageraban la moda, usando miriñaques como piedras de molino aceitero, las menos osadas la atenuarían, llevándolos en forma de lavativas. Los mayas aceptaron sin necesidad las nuevas lamparillas, zahiriéndome muchos de ellos y alabándome algunos pocos, y las modificaron a su capricho. Quiénes las hicieron tan pequeñas que ardían con dificultad; quiénes las agrandaron desmesuradamente, con lo cual las rinconeras, no pudiendo soportar el peso, se desprendían y daban lugar a escenas de familia muy dolorosas. Entre los exagerados se llevó la palma el zanquilargo consejero Quiyeré, el cual llegó a construir lámparas cuyo depósito era un onuato, en el que navegaban con holgura docenas de lucecillas.

Con estos extremos, los males del alumbrado de aceite (que, como toda obra humana, debía traer algunos) se agravaban y se multiplicaban, siendo siempre el principal caballo de batalla el no poder fijar las horas. A falta de relojes, que jamás quise inventar porque los odiaba y los odio con todas mis fuerzas, tuve que acudir, por primera providencia, a una imprudente transacción, que consistía en encender al mismo tiempo que las lamparillas una tea, cuyo papel no era el de alumbrar, sino el de servir de cronómetro. Esta componenda produjo, contra mis esperanzas, un estúpido dualismo en el alumbrado: sin abandonar las luces de aceite, se restableció, como existía en lo antiguo, el uso de las teas; por estos caminos la reforma se desnaturalizaba, y venía a ser inútil y aun perjudicial. De aquí surgió la necesidad de mi segundo invento, el de las velas de sebo, que, a mi juicio, había de sentar las bases de una nueva industria. Los mayas poseían ciertos conocimientos rudimentarios sobre varias ramas de la metalurgia, pero ignoraban en absoluto cuanto se refería a la fundición; no tenían idea de lo que es un molde, ni pensaron jamás en derretir ninguna substancia mineral ni vegetal. Enseñándoles yo el procedimiento para construir moldes y para rellenarlos de materias derretidas, lo mismo podían fundir el sebo para hacer velas, que el plomo o el hierro para hacer estatuas.

En lo que aventajaban sobre todo las bujías a las luces de aceite, era en la mayor posibilidad de hacerlas, como yo las hice, de modo que viniesen a durar unas cinco horas, poco más o menos, que eran las que los mayas vivían de noche, no contando, naturalmente, como vividas las dedicadas al sueño. El sueño, que es en todas partes una interrupción de la vida consciente, es en Maya una anulación completa del vivir. Ningún pueblo iguala a éste en las facultades dormitivas. Un maya dormido era un ser inanimado, y luego de aclimatarse el catre de tijera, no habría inconveniente en llamarle inorgánico. Por esto los servicios de vigilancia nocturna, como vimos en otro lugar, corrían a cargo de los gallos, verdaderos serenos del país.

Aunque la manufactura de las velas era más complicada que la de las lamparillas, su uso era más fácil, más cómodo y menos dado a accidentes; así, pues, no tardaron en imponerse, condenando para siempre al olvido el antiguo alumbrado nacional. Cada familia, según sus posibles y su grado de resistencia óptica, se alumbraba con una vela o con una docena, sin grandes dispendios. Al principio la fabricación era libre y el precio muy inseguro; pero en vista de los bellos rendimientos del negocio, Mujanda, aconsejado por mí (bien que en esta ocasión mi consejo coincidiera con su real parecer), lo monopolizó en su favor, y dispuso que, tanto en la corte como en el resto del país, no se gastaran otras velas que las de procedencia real, señalando el precio fijo de un onuato de trigo por cada ochenta y cuatro velas. El número ochenta y cuatro representa en Maya, lo mismo que entre nosotros la centena, una cifra redonda que se obtiene sumando los días de tres meses lunares. La renta del lavado, se recordará, se cobraba por número doble de días, o sea por semestres, y la de los abonos por cuádruple, o sea por años lunares. A los contraventores de este edicto se les imponía, como a todos los que violaban los demás referentes a rentas reales, la pena de muerte, según los nuevos usos jurídicos. Más de cien siervos trabajaban continuamente en los patios del palacio real fabricando la nueva manufactura, y más de otros cien se ocupaban en transportarla en carretillas a todas las ciudades, donde los reyezuelos se encargaban de expenderla, con lo que obtenían beneficios no del todo ilícitos, y ganaban en prestigio y en autoridad.

El uso de las velas de sebo, al mismo tiempo que daba fin a la larga y ominosa dominación de las teas, hubiera ahogado en sus comienzos el incipiente reinado de las lamparillas sin un recurso ingenioso de que me valí para continuar utilizando éstas en nuevos y más importantes servicios. Como el gasto estaba ya hecho y el aceite era abundantísimo en el país, y se obtenía casi de balde, se me ocurrió colocarlas en la fachada de mi casa para que alumbraran por la noche. A una altura como de un hombre de talla ordinaria, y a trechos regulares, puse las cuatro cazuelas de aceite, sostenidas por estacas y cubiertas por piramidales sombreros en forma de pantallas. La cara delantera tenía una abertura ovalada, por donde salía la luz, y las superficies interiores estaban revestidas de yeso blanco para que hicieran las veces de reflector como por ensalmo, todas las casas de la ciudad aparecieron adornadas con estas originales farolas, que por la noche alumbraban sin molestia para nadie; pues si mis conciudadanos se apresuraron a imitarme, no pudo ocurrírseles aprovechar el alumbrado público para romper de un golpe sus arraigados hábitos de aislamiento nocturno.

La poligamia, creando una vida de familia más bella y variada que la de nuestras sociedades, comprimidas por los usos monogámicos, había hecho innecesaria la vida social nocturna; pero hay siempre elementos enemistados con las costumbres y prestos a ir contra la corriente, y en Maya los había, y se darían a conocer cuando las condiciones del medio social les fuesen favorables. Donde la vida de sociedad adquiere un desarrollo excesivo no faltan gentes que, por pesimismo o melancolía, tomen el partido del aislamiento y de la soledad, y vivan muy a su gusto escondidas como hurones en sus huroneras; donde predomina la insociabilidad, por el contrario, suele haber espíritus aficionados al activo comercio con sus semejantes, en particular entre la juventud, enamorada siempre del progreso, o de todo lo que huele a progreso, aunque en el fondo no lo sea. Mas en el punto concreto que aquí se ventila nadie osará suponer que no sea un progreso efectivo, quizás un foco de progresos, salir cada núcleo de la soledad de su celda para vivir en trato común unas familias con otras durante las horas libres de preocupaciones y trabajos. Asimismo sería un notable progreso, cuando el trato social absorbiera en demasía el tiempo debido a las operaciones de la vida interior, retraerse algún tanto de él y encerrarse entre cuatro paredes, siquiera media hora diaria, para pensar un poco a solas en lo que se ha hecho y en lo que se va a hacer. Esto tendría la virtud de permitir, ya que no a todos los hombres, por lo menos a los que poseyeran cierto caudal de sensatez, darse cuenta de las necedades que en las últimas veinticuatro horas hubieran cometido, y corregirse para en adelante. El abuso de la vida social tiene ese lado adverso: la imposibilidad de aquilatar las responsabilidades, dado que todos los desatinos corren como obra común; porque brotando al contacto de unos hombres con otros, éstos no han tenido después calma para reconocerse autores o cómplices de ellos, o para destruirlos antes que se propalen mucho, o para remediarlos con otros pensamientos más juiciosos y dignos de la racionalidad. Por todo lo cual se nota constantemente que los países mejor dotados de eso que suele llamarse espíritu de asociación son los más aptos para los trabajos de fuerza, v. gr., para construir puentes o para abrir canales; pero que, en cambio, están muy expuestos a admitir como artículo de fe todo género de tonterías, y concluyen por deshonrar su civilización material con la pesadumbre de su interna barbarie.

Nada de esto reza con los mayas, que, si bien tenían el vicio de hablar demasiado, se libraban de decir grandes disparates, porque en las horas que pasaban en la soledad de sus habitaciones se aprendían de memoria lo que habían de decir, que de ordinario era lo mismo que ya otros precedentemente habían dicho con aplauso de las asambleas. Al pedagogo y calígrafo Mizcaga le oí diez veces el mismo discurso, que luego resultó haber sido pensado hacía treinta años por el propio Arimi, mi alter ego, uno de los pocos hombres que, según parece, supieron en este país para qué les servía la cabeza. A mi suegro Quiyeré, el de las zancas largas, le ocurrió un lance gracioso, originado por estas raras costumbres oratorias: aprendiose de coro un discurso, nada menos que del gran rey Usana (según noticias que reservadamente tuve yo), y pronunciolo con motivo de la institución del estercolero. Él esperaba recoger muchos aplausos, pues a creer lo que decía el pergamino donde espigó las partes esenciales de su notable trabajo, de memoria de hombre no se recordaba entusiasmo igual al que produjo esta oración de Usana; pero las tres alas de jóvenes representantes estuvieron unánimes en apreciar la tal rapsodia como opuesta a mi proyecto, y arrojaron sobre el orador una nube de insultos, inspirados más que por nada por la envidia. Esto enseñó al viejo y zancudo Quiyeré que el espíritu nacional no es siempre el mismo, o, por lo menos, que no está siempre del mismo humor, y que mucho influye en lo que se dice la persona que lo dice, pudiendo recoger Quiyeré abundante cosecha de silbidos y de injurias, allí donde Usana conquistó aplausos y aclamaciones.

Pasa por averiguado que los hombres tienen cierta propensión innata a vivir de día y a dormir de noche, y que sólo al progreso debe culpársele de haber trastornado el orden natural de las cosas, inclinando lentamente el ánimo del hombre a alargar los días por el fin y a acortarlos por el principio, mediante el funesto empleo de la luz artificial. Pero aún está por resolver el problema de si ha sido el alumbrado la causa de la mutación de las primitivas costumbres, o si, a la inversa, ha sido el deseo de modificar las costumbres el origen de la invención del alumbrado. Mi experiencia personal en Maya me permite resolver esta intrincada cuestión, asegurando que el hombre, como otros muchos animales, tiene marcada predilección por la noche, aunque vive de día por pura necesidad, y llega a aficionarse al día por pura costumbre. Los ojos del hombre parecen dar a entender que éste no es animal nocturno, como los búhos o las lechuzas; pero si a los ojos vamos, muchas fieras del bosque y de los desiertos, teniéndolos también organizados para la vida diurna, viven más de noche que de día, porque de noche encuentran más sobre seguro el necesario sustento. Cuando el hambre aprieta, la función crea el órgano, y no ya fieras, sino hombres habrá que por satisfacer su apetito vean en noche cerrada más claro que ven los que están hartos, de día, con sol y sin nubes.

Esta tradicional costumbre de los mayas de vivir encerrados por la noche parecíame algo así como un pacto tácito y cobarde con las fieras, a las que dejaban en usufructo la nación durante doce largas horas, no obstante los infructuosos cacareos de los gallos, que rara vez producían el apetecido efecto de despertar a los soldados de guardia. Las fieras saltaban, cuando el hambre las impelía, los cercados de las ciudades, y hacían cuanto estaba en su poder, esto es, en sus garras y en sus dientes, para forzar las entradas de los establos y saciar su voracidad. El alumbrado público afianzó la seguridad de las personas y de los bienes, y tan manifiesta era su utilidad que hasta los más empedernidos y gruñones retrógrados cejaron en su quejumbrosa campaña y me dieron tregua y coyuntura para perfeccionar mi obra con el establecimiento alrededor de la ciudad de nuevas luminarias, que formaban un círculo de fuegos opacos, ahuyentadores de las asustadas fieras. Los antiguos guardianes se vieron convertidos en alumbradores, a cuyo cargo fue confiado el inapreciable servicio de preparar, encender y atizar las luces del interior y las del circuito, que bien pasarían de mil. El aceite era de cuenta de los particulares, y la reposición de cazuelas y mechas, de cuenta del rey; y desde el primer día los trabajos se llevaron con tal actividad y perfección, que me hicieron concebir halagüeñas esperanzas sobre la suerte de un país, criadero de hombres tan hábiles como éstos, que sin violencia ni embarazo dejaban las antiguas destructoras armas por las nuevas y benéficas que se les entregaban: los pedernales y yescas, los atizadores de hierro y las alcuzas de barro, una de las creaciones de la cerámica en este período.

No era éste un fenómeno aislado, antes en todos los ramos de la administración maya se tropezaba con la misma variedad de aptitudes: algunos de los antiguos verdugos pasaron sin esfuerzo a ser directores de la fabricación de bujías, y en cuanto toca a su transporte y expendición, los pedagogos no conocían rivales; mis auxiliares del orden sacerdotal eran maestros consumados en el arte de recaudar las contribuciones, y los uagangas, en los ejercicios de fuerza y en los juegos públicos. Era frecuente hallar hombres con aptitudes universales, lo mismo para guardar ganado que para arar, así para las armas como para las letras, para el consejo como para el gobierno comparativamente, los más torpes eran los pedagogos, que sabiendo leer y escribir aprendían más en los pergaminos que en la experiencia, y se distinguían más por la palabra que por la acción; de donde tuvo origen un profundo proverbio maya, que dice: «La ciencia no entra por los ojos, sino por el pellejo»; del cual parece una feliz traducción la sublime máxima: «La letra con sangre entra», que muchos dómines han desacreditado, interpretándola de una manera estrecha y disparatada. No hay saber tan alto como el saber dominar y enseñorearse de todos los estados de la vida, merced a la dura instrucción y práctica que los acontecimientos traen consigo.

Se estableció, pues, se extendió y arraigó, a pesar de su impopularidad, el alumbrado público, no sólo en la corte, sino también en todas las ciudades del país, e insensiblemente los ciudadanos fueron echándose a la calle por la noche. Empezaron los jovenzuelos con achaque de cortejar a las mujeres, que si durante el día estaban encerradas en los harenes, de noche hallábanse en estado de escuchar las músicas y cantos de los rondadores, pues las salas nocturnas estaban en las galerías exteriores y tenían claraboyas o tragaluces a la calle, por donde penetraban los roncos sones de los laúdes y las no muy bien entonadas canciones de los obscuros galanes, de quien ya es sabido que no eran muy famosos por la finura de sus orejas.

Con esto, la poesía subjetiva o lírica comenzó a tomar grandes vuelos, particularmente en la rama erótica, y la literatura nacional se enriqueció con variedad de trovas, serenatas y madrigales, que sin aliño retórico, con la ruda naturalidad que conviene a una lengua que, como la maya, posee sólo palabras que designan objetos palpables, o por lo menos visibles, expresaban los eternos amorosos sentimientos del varón por las hembras de su agrado. Aunque sea trabajo perdido traducir literalmente estas canciones a lenguas civilizadas, ofreceré como muestra un madrigal de los más célebres, que, bajo apariencias un tanto cándidas, encierra cuanto de substancial puede decir un enamorado galán a una doncella:


«Robusta e ignorante muchacha:
La anchura de tus caderas me enamora;
Tú serás madre de cuarenta hijos míos (el quené-icomí),
Tu vientre llegará a ser como el de una vaca (mcazi);
Tus pechos de chota (memé) se convertirán en pechos de cabra (mbusi).»


Detrás de los trovadores vinieron los demás ciudadanos, atraídos por el efecto mágico que a sus ojos producían las luminarias, eligiendo para sus salidas las noches serenas, en que ni el viento ni la lluvia desconcertaban los notables trabajos de los faroleros. Aun las mujeres, desamparadas de la autoridad de sus señores, se asomaban tímidamente a las puertas para ver a hurtadillas lo que la moral del país no les permitía ver por derecho propio. Comenzaron a cernerse en la atmósfera los preludios de una idea nueva, de las noches muntus, que hicieran juego con los días. Las mujeres no encontraban, ni en la ley ni en la tradición, nada en contra de sus pretensiones; los hombres decían que no pudo jamás preverse la aparición de tantos usos nuevos, pero que la sabia y prudente incomunicación de la mujer debía subsistir, y subsistir con más rigor durante la noche.

Está escrito que los progresos se rieguen y santifiquen con sangre humana, y sucedió que uno de los más agradables entretenimientos de los súbditos de Mujanda vino a ser, sin que nunca se haya sabido quién fuera el iniciador, divertirse a costa de los funcionarios encargados del nuevo servicio, ya apagando las luces, ya robando el aceite, ya rompiendo las cazuelas, ya produciendo intencionados incendios. Hacíanlo algunos por vía de inocente pasatiempo, y otros con el pícaro propósito de combatirme y desacreditarme; y quizás éstos hubieran realizado sus planes malévolos de no contar yo con la confianza de la corona, o sea con el apoyo firmísimo e inconmovible de Mujanda, quien respondió a estas torpes expansiones con un largo y bien meditado edicto, redactado por mí, imponiendo la pena capital a todo el que tocara una cazuela de aceite o desobedeciera a alguno de los alumbradores. Para hacer más apetecibles las noches públicas, se las reducía a cuatro al mes; fuera de éstas, no era permitido salir de casa sino a los que obtuviesen real patente de libre circulación. No se señalaban tampoco noches fijas, pues el rey se reservaba, como nueva e importante prerrogativa, que venía muy a punto a reforzar su un tanto mermado prestigio, el derecho de acordar cuáles habían de ser, en vista del estado del tiempo y del de su real humor. Para ganar el valioso auxilio de las mujeres, dejando siempre a salvo la incontestable supremacía que por la Naturaleza está señalada en favor del hombre, se disponía que de las cuatro noches dos fueran muntus, y que en ellas hubiera recepciones, conciertos y danzas, con otros esparcimientos populares.

Con esto se cortaron de raíz los abusos que comenzaban a nacer, entre los cuales había algunos muy peligrosos: el abandono de los hogares, amenazados de disolución si se exageraban los nuevos hábitos de vida social; las pendencias nocturnas entre los particulares y los serenos alumbradores, que ya habían producido numerosas víctimas; la exacerbación de las rivalidades amorosas, cuya existencia me parecía innecesaria en un país como éste, donde tanta facilidad había para reunir, con no muy grandes desembolsos, una colección completa de mujeres de todas las partes del reino. Al mismo tiempo se prepararon notables adelantos en el camino de la verdadera civilización, y por lo pronto se obtuvieron nuevos ingresos para el erario real. Sólo en la corte se recaudaron ciento veinte cabras por otras tantas licencias de circulación nocturna, la cual vino a quedar reservada para los personajes ricos en bienes y en influencia palaciega; y en la primera noche muntu, los graneros reales crecieron en más de tres mil panochas de maíz, admitidas en pago de los líquidos que el rey, por medio de sus siervos, vendía a la exclusiva en varios aguaduchos instituidos por mí con este objeto y con el de dar el primer impulso a una revolución más grande que todas las hasta aquí mencionadas: la revolución de la industria y del comercio.

Capítulo XVIII

Medidas políticas encaminadas a fortificar el poder central.—Fabricación y monopolio del alcohol.—Influencia capital de este importante líquido en el progreso de la nación maya.


El hombre es esencialmente salvaje mientras tiende a simplificar la vida y a prescindir de necesidades artificiales, e inhumano mientras conserva su amor al aislamiento, su odio a la solidaridad. La civilización no está, como muchos creen, en el mayor grado de cultura, sino en las mayores exigencias de nuestro organismo, en la servidumbre voluntaria a que nos somete lo superfluo; y los sentimientos humanitarios, más que de las doctrinas morales y religiosas profesadas, dependen de nuestra sumisión al poder absorbente de un núcleo social.

Superficialmente, parecía que los mayas caminaban con paso rápido hacia un estado envidiable de perfección, puesto que su sistema político era sinceramente democrático, sus costumbres cada día más suaves, su alimentación más abundante y sus vestidos más limpios; pero el exacto conocimiento que yo tenía de los medios por donde tales bellezas se habían conseguido me obligaba a ser cauto y a trabajar con prudencia para que los nuevos usos arraigaran. A veces ocurríaseme pensar qué pasaría allí si faltase mi dirección, y veía desaparecer mi obra como una decoración de teatro. Para que las costumbres sean duraderas han de ser también amadas, y para que sean amadas han de halagar los instintos, han de satisfacer una necesidad fisiológica violenta.

Faltaba, pues, a mis reformas un detalle importante: estar ligadas entre sí por algo que las asociara a la constitución espiritual y corpórea de los súbditos de Mujanda; y yo veía con inquietud que ninguna de ellas había podido tiranizar a estos hombres espartanos, que, sometidos en la apariencia, deseaban tirar, como suele decirse, la casa por la ventana, y volver a su estado primitivo, no porque les pareciera mejor, sino porque, molestándoles soberanamente pensar y trabajar, las ventajas de los adelantos que yo les impuse no les compensaban la incomodidad de sostenerlos y perfeccionarlos. Así como los animales tienen como centro principal de atracción los alimentos, los mayas, situados un escalón más arriba en la escala zoológica, tenían dos: la cocina y la alcoba. Se imponía un esfuerzo más y un centro vital más elevado: el comercio de ideas.

Devanábame los sesos para ver el modo de acrecentar sus necesidades y de despertarles algunas muy violentas que pudieran subsistir por su propia virtud, sin mi acción providencial permanente, y sirviesen de cimiento a tanta reforma útil hecha y por hacer. De las industrias creadas, las más importantes, como la fabricación de bujías y jabón y preparación de abonos, se habían convertido en monopolios reales, y ni servían para estimular la iniciativa industrial del país, ni para hacerles trabajar mucho más. Las emisiones abundantísimas de rujus fueron más beneficiosas en este sentido; pero la llegada de los accas las había compensado con exceso, y en general se veía a la simple vista que el pueblo maya era más holgazán bajo mi gobierno que bajo los gobiernos anteriores. La agricultura daba mayores rendimientos, la industria indígena había progresado notablemente en cuanto a la ejecución de sus diversas manufacturas, y el comercio era algo más activo a consecuencia de las mayores facilidades en las vías y medios de transporte; mas a pesar del crecimiento de esas fuerzas, que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para llamar fuerzas vivas de las naciones, la resultante total no cambiaba gran cosa la constitución económica del país por faltar una ley de división del trabajo, sin la que no puede haber progresos duraderos.

Los mayas continuaban considerándose como aislados en medio de aquella sociedad, que, por ser democrática, parecía deber inspirarles confianza en el porvenir; sin acertar a explicarlo, pensaban en su fuero interior que el Estado maya era una coalición impuesta por el miedo recíproco y por la necesidad de disfrutar algunos períodos de paz para consagrarse con todas sus fuerzas a la procreación, llenar los huecos dejados por las luchas pasadas, y preparar nuevas y numerosas falanges para las venideras. Y ¿quién sabe si en esta concepción nebulosa de la vida social habrá un fecundo germen de verdadero progreso, del progreso que brota de los combates, no del impuesto por una inteligencia superior arbitraria? De esta suerte, considerando como un hecho posible, y aun probable, la disolución del Estado, se tenían a sí mismos como centros de su propia vida y se educaban como si hubieran de vivir de su exclusivo trabajo. La industria y el comercio eran como accesorios de la agricultura, y nadie se consagraba a ellos por entero; todos eran agricultores en primer término, y si no disponían de tierras productivas, cazadores o pescadores. En el caso de dislocarse la nación, no existían clases sociales que quedasen en el aire y que se opusieran a la ruina y acabamiento final. Algún pequeño trastorno sufrirían los herreros o carpinteros, los vendedores de pieles o de pescado seco; pero trastorno momentáneo, pues a los pocos días los habitantes del bosque se darían por satisfechos con atracarse de frutas, los de tierra llana tendrían de sobra con sus cereales y legumbres, y los del río con los productos de la pesca.

El gran Usana debió pensar en tan importante cuestión, y sin duda para fundar la unidad nacional instituyó las fiestas religiosas y el congreso de los uagangas, que yo por mi parte había desarrollado hábilmente, con el propósito ya expresado de centralizar más el poder; pero tan firmes instituciones no bastaban, porque, habiendo sido imitadas por todas las ciudades, cada una de ellas tenía en sí los medios de vivir independientemente de la corte. Sabida es la premura con que las ciudades se apresuraban a copiar cuantas reformas se introducían en el gobierno, religión, fiestas, trajes y costumbres de la capital, y en un pueblo tan perezoso como el maya, ese apresuramiento quería decir que todo el mundo deseaba recobrar su autonomía o mantenerse en estado de disfrutar de ella una vez que la centralización actual desapareciese. Cuando la revolución promovida por Viaco y los hijos de Lopo, se vio de un modo experimental que la civilización maya había llegado ya a tal punto que repugnaba la autonomía de los ensis, bien por la imposibilidad de celebrar el afuiri y gozar de las tiernas expansiones de los días muntus, bien por la inseguridad de las personas y de los bienes, pero que aún no profesaba gran amor a la patria común, sin duda porque éste suele ser un estado superior del amor al terruño, amor que, por no haber tenido Usana el buen acuerdo de establecer la propiedad individual, los mayas no poseían. En vida del usurpador Viaco se habían reconstituido las ciudades contra el mandato de la ley, y aun después de muerto fue necesaria toda mi prudencia política para restaurar el imperio de la monarquía legítima sobre todo el país. Mi deseo, pues, había sido, y era, modificar de tal suerte la organización del Estado maya que, en caso de revolución, volviese éste por las solas fuerzas naturales a reconstituirse para presidir eternamente los destinos de la nación una e indisoluble.

A tal punto se enderezaron algunas de mis reformas, como la venta de tierras a perpetuidad y la unificación de los escalafones. Estas reformas eran, sin embargo, armas de dos filos; antes de engendrar el noble sentimiento de amor a la patria, la propiedad territorial atraviesa por fases muy peligrosas, y la primera que yo pude estudiar más de cerca fue un crecimiento formidable del egoísmo de los que poseían mucho, y un desencadenamiento de los odios de los que poseían poco o nada, y más aún de los que perdían sus propiedades. Antes de convertirse en columna de las instituciones, el propietario procura ser él mismo institución, feudalizarse, ennoblecerse y avasallar. Por fortuna, las arremetidas de los grandes propietarios y ambiciosos del poder estaban contrarrestadas por el excesivo número de funcionarios inútiles, creados por mí, y que en este período de transición fueron la tabla en que se salvó la monarquía y el país.

Es costumbre hablar mal de los funcionarios que desempeñan destinos poco o nada útiles para la marcha aparente del Estado, y se considera como ideal de una buena administración la ausencia de parásitos, que, en opinión de los mismos censores, no sólo dañan por lo que no hacen y por lo que no dejan hacer, sino más bien por lo que complican el engranaje administrativo y dificultan su ordenada marcha. Error grave, del que deben huir los estadistas deseosos de fundar instituciones duraderas, pues ninguna sociedad puede subsistir sin el parasitismo. En Maya observé yo la curiosa particularidad de que la vida de la nación estuviese principalmente sostenida y regularizada por el número, en verdad abrumador, de funcionarios públicos, que yo fui intercalando en donde quiera que las falanges administrativas me parecían poco espesas. Apenas ocurría algún trastorno, notaba que los empleados que desempeñaban una función necesaria, como los reyezuelos, eran los más inseguros, porque contaban sobre la realidad de su poder para sostenerse en el gobierno. Los particulares simpatizaban con cualquier tentativa de cambio político: los ricos, por ambición; los pobres, por descontentos; todos por variar y mejorar. Los únicos fieles defensores eran los funcionarios inútiles, que, convencidos de que la agitación nacía del deseo de turnar en el disfrute de las prebendas, se aprestaban sin vacilación a la lucha y, combatiendo por sus intereses, combatían por el Gobierno y le sostenían. El parasitismo es, ciertamente, una causa de debilidad; pero es también signo seguro de vida, porque los parásitos huyen de la muerte. Un Gobierno libre de ellos está a dos pasos de su fin, sea que termine por consunción, sea que se exponga a morir de exceso de salud; estado ideal al que los humanos deben procurar cuidadosamente no aproximarse.

Sin embargo de haber obtenido brillantes resultados de la unificación e indefinido alargamiento de los escalafones, con los que formé dos grandes grupos de funcionarios: pedagógicos y sacerdotales, que constituían la policía profiláctica, y militares, que representaban la terapéutica o represiva (amén de los numerosos mnanis o auxiliares de ambos grupos), aún no vi bastantes intereses creados a la sombra del orden y de la unidad nacional, y temía que estos numerosos funcionarios se acomodasen, en caso de necesidad, a vivir sobre estas o aquellas ciudades, en la misma forma en que lo venían haciendo sobre la nación entera, y que no tuviesen bastante interés en conservar a ésta su preciosísima unidad. En tal caso, como ellos eran el vínculo más fuerte que mantenía unidos los diferentes núcleos o cantones, la obra esbozada por Lopo, planteada por Usana y perfeccionada por mí, estaba expuesta a perecer.

Ese lazo de unión tan deseado lo hallé en un nuevo monopolio, que no fue admitido, como los anteriores, con indiferencia, sino con tan vivo entusiasmo, que vine a comprender que, en lo sucesivo, los mayas todos aceptarían y sufrirían el supremo poder de Mujanda y sus sucesores para asegurar el disfrute del nuevo producto de la industria real, el alcohol, cuya venta se inauguró la primera noche muntu. Ninguno de mis éxitos, ni el del lavado y estampado de las túnicas, ni la institución del segundo día festivo, de las luchas de circo y del alumbrado, puede compararse con el de la invención del alcohol, aceptado desde el primer momento sin oposición ni discusión.

Cuando por primera vez se me ocurrió utilizar el alcohol para afianzar los poderes públicos, anduve madurando bastantes semanas mi proyecto, examinando sus contingencias posibles, buenas y malas. El interés gubernamental no hubiera bastado a decidirme si comprendiera que había de seguirse algún daño para los individuos, o cuando menos para la raza. Dos razones, entre otras, hicieron gran mella en mi ánimo y determinaron mi decisión afirmativa. La primera fue, que si por acaso resultaban exactos los dichos de los sociólogos, y el alcohol producía grandes perturbaciones orgánicas y funcionales en los individuos que de él abusaran, y la degeneración de su descendencia, siempre habría tiempo para suprimirlo; pues siendo un monopolio, y no estando divulgado el secreto de la fabricación, bastaría para ello una decisión del poder real, que por algo es considerado por los estadistas como poder moderador. No era, sin embargo, probable que tales perniciosas consecuencias se presentaran, porque los sociólogos que yo había leído se referían en particular a la raza blanca, en la que es cierto que el alcoholismo suele terminar por la locura, el idiotismo, las deformaciones orgánicas y demás signos de degeneración. La raza negra es más robusta, y no sólo podría resistir mejor la acción de ese agente deletéreo, sino que acaso encontraría en él un estímulo para espiritualizarse; de suerte que, si el alcohol engendra el idiotismo en los seres civilizados, vendría a producir el desarrollo intelectual en estas razas primitivas, que ya poseen el idiotismo por naturaleza. En el caso de que mis suposiciones resultaran fallidas, y de que realmente hubiera que lamentar un salto atrás en estos individuos, que tan pocos habían dado hacia adelante, venía en mi auxilio la segunda razón, que me fue suministrada por el recuerdo de mis propias observaciones en el continente europeo, donde, no obstante las declamaciones de los mismos sociólogos, había notado que la prosperidad de las naciones dependía, en primer término, del embrutecimiento de sus individuos merced a varios abusos, y entre ellos el abuso del alcohol.

El progreso económico exige, como condición esencial, la sumisión de grandes masas de hombres a una inteligencia directriz. En tanto que los individuos se consideran a sí mismos como hombres enteros, completos, y se mueven independientemente los unos de los otros, y no se asocian sino contra su voluntad y para lo más necesario —en lo que los mayas pueden servir de tipo perfecto,— el trabajo no progresa; todos los hombres son libres, pero la suma de sus libertades da la instabilidad de la libertad general; ninguno es pobre, pero la reunión de sus mediocres fortunas da la pobreza colectiva. Si los individuos se transforman en fragmentos de hombres, en instrumentos especiales de trabajo, y se asocian de un modo permanente para producir la obra común, los resultados materiales son maravillosos, la obra es tanto más grande cuanto mayor es la humillación de los obreros, cuanto más completa es la abdicación de su personalidad; entonces todos los hombres son esclavos, pero la libertad colectiva es permanente; todos son pobres, pero la sociedad, representada por los que dirigen y unifican esas fuerzas brutales, desborda de riquezas. Parecíame, pues, disculpable y hasta conveniente el problemático embrutecimiento y degeneración de mis gobernados si la agricultura, la industria y el comercio, fuentes vivas del país, según indiqué antes, salían en ello gananciosas.

Aceptada la idea, preocupáme largamente la elección del líquido alcohólico que había de emplear, pues en el privilegiado clima de Maya se encuentran primeras materias para fabricarlos de todas clases. Lo más inofensivo hubiera sido introducir algunas modificaciones en las bebidas nacionales, entre las que la más usada era el vino de banano, obtenido, como todas las demás, por medio de la maceración de frutas; tanto el vino de banano, como el de spondio, el de fenezi o el tinto de amomé, eran licores ligeramente acidulados con cierto saborcillo a cosa podrida, al que no sin esfuerzo llegué a habituarme. Asimismo pensé en fabricar vino tinto, no de amomé, ni de uva, sino de materias tintóreas, que yo, como antiguo vinicultor, sabía emplear con gran habilidad. También la cerveza podía ser utilísima en este país cálido, y fácil era obtenerla por abundar la cebada de excelente calidad y multitud de plantas aromáticas muy superiores al lúpulo; pero me pareció inconveniente no pequeño la excesiva cantidad que habría que fabricar para producir el efecto apetecido; sin contar con que esta bebida lleva consigo, e infunde a los que la beben a todo pasto, el amor a las ideas plácidas, la serenidad epicúrea, no exenta de humorismo, y en particular la atrofia del sistema nervioso, que me interesaba mucho robustecer y desarrollar en mis gobernados. Por fin mereció mi preferencia el alcohol puro, que por exigir pequeñas dosis era más fácil de fabricar, conservar, transportar y vender.

Con auxilio de varios hábiles uamyeras que de Bangola se habían trasladado a Maya, construí en uno de los pabellones interiores de mi palacio un alambique de capacidad bastante para producir en un solo día hasta diez hectolitros de alcohol. El monopolio estaba reservado al rey, pero yo me hice cargo de la fabricación para poder instruir más fácilmente a los enanos a quienes la confié, así como para realzar el prestigio de mi cargo. Aunque el líquido podía expenderse sólo por la noche, el consumo fue tan considerable, que hubo que construir dos alambiques más; y cuando la venta se extendió a todo el país, el interior de mi palacio se convirtió en una inmensa fábrica, donde funcionaban veinte alambiques y tenían ocupación diaria más de doscientos enanos.

La afición al alcohol fue un estímulo nuevo y poderoso en la vida de los mayas, cuya primera aspiración unánime se cifró en obtener licencias de circulación nocturna para gozar del privilegio que antes disfrutaban unos pocos, y todo el poder de Mujanda no bastó para resistir el empuje de la opinión. Bien pronto todas las noches fueron públicas, y las escenas domésticas, que tanto me deleitaban, se transformaron en reuniones de taberna o de café, al principio entre hombres solos, luego entre hombres y mujeres.

El sexo débil, que en Maya es fortísimo por regla general, se conformó en los primeros días con salir una noche sí y otra no; pero, relajados los frenos sociales, quiso ser igual al hombre, y se vio favorecido por los excesos de aquellos poco prudentes varones, que se embriagaban hasta el punto de obligar indirectamente a sus mujeres a romper la reclusión para venir a recogerlos y llevarlos a cuestas a casa. Tales cosas vi, que se me ocurrió recomendar el empleo de un sistema que me había llamado la atención en algunos pueblos de Flandes. Es costumbre del país que el hombre lleve por delante una carretilla de mano, cuyos varales, atados a los dos extremos de una larga correa, penden del cuello, dejando las manos en libertad. Este uso es muy cómodo, porque en la carretilla se lleva el paraguas, indispensable en un país tan lluvioso, la merienda y algunas otras cosillas. Cuando el hombre de la carretilla queda atascado en una taberna, la mujer, oportunamente avisada o convenida de antemano, acude a recogerlo y lo acarrea al domicilio terciado en la providencial carretilla. Como quiera que ya había yo provisto a los mayas de este utilísimo aparato, no tuve más que apuntar la idea para que se introdujera el nuevo uso, que andando el tiempo se modificó un tanto, porque, embriagándose también las mujeres, hubo que imponer por turnos a los alumbradores la obligación de conducir a domicilio a los borrachos de ambos sexos.

No obstante estos disculpables abusos, el alcohol producía resultados benéficos, pues los mayas, para poder embriagarse por la noche, trabajaban con gran celo durante el día; salvo algunos, bastantes, que, a causa de su pereza congénita e invencible, obtenían por el robo lo que no eran capaces de ganar honradamente. En los primeros tiempos el pago del alcohol se efectuaba por medio de panochas de maíz, a razón de una por cada mcumo o pequeña vasija de barro, en la que entraba una media panilla de líquido, mezcla de alcohol puro y agua clara. Más adelante, y al mismo tiempo que se introducía en Maya el uso importantísimo de las tapaderas, hasta entonces absolutamente desconocidas, se estableció la equivalencia de varios productos para atajar el encarecimiento del maíz; y, por último, lancé a la circulación chapitas de hierro taladradas, complemento de los rujus y último grado de la evolución de la moneda, y causa originaria de un cambio trascendental en las túnicas. Me refiero a la apertura de los bolsillos laterales, que no sólo sirvieron para guardar la moneda, sino también, por una serie de gradaciones psico-fisiológicas, para albergar las manos de los mayas, y mediante la influencia refleja de la nueva y pacífica colocación de tan importantes aparatos gesticulatorios, para dulcificar el temperamento de mis gobernados y para dar a su apostura un aire más humano, más bello y más reflexivo.

Mediante los rujus se había creado plásticamente la confianza pública, y con ayuda de la excitación alcohólica surgió sin esfuerzo, y sin necesidad de acudir a Rubango, la moneda vulgar, y como consecuencia la moneda falsa, fabricada por cuenta y riesgo de los uamyeras. La moneda menuda tuvo gran influencia en la marcha económica del país, porque, no siendo ya necesario poseer productos de reserva para asegurar la vida, el trabajo se apartaba de la agricultura y buscaba en la industria y el comercio el modo de ganar más rápidamente las monedas o mcumos, llamados así porque desde el principio se los relacionó con las medidas de alcohol cuyo valor representaban. Nacieron de tan sencillo hecho los primeros asomos embrionarios de la fecunda ley de división del trabajo; y una vez que hubo hombres dedicados a una especialidad, se hizo necesaria la aparición de los comerciantes con tienda abierta, y con ellos otra ley no inferior a la precedente, la de la oferta y la demanda: las dos ruedas indispensables para que marche el carro del progreso.

Como el alcohol era el artículo más solicitado, los primeros establecimientos que abrieron sus puertas fueron los cafés y las tabernas, que no se diferenciaban, como en Europa, por la mayor o menor riqueza del decorado, o por la categoría social de los concurrentes, sino porque los cafés eran los primitivos establecimientos abiertos de orden y cuenta del rey, y dirigidos por funcionarios públicos del grupo de los mnanis, cuyo escalafón se triplicó con tan fausto motivo, mientras que las tabernas eran casas particulares, donde se vendía al menudeo el alcohol comprado al rey al por mayor y a más bajo precio. Para señalar estos establecimientos tabernarios se plantaba a la puerta un árbol frutal llamado mpafuí, que dio nombre a las tabernas en Maya.

Modificada de esta suerte la idea primera del monopolio, los mayas se acostumbraron a la de las casas de comercio, y no tardó en haber despachos de túnicas y sombreros, de cereales y legumbres, de carne, de pescado, de instrumentos de labranza y de transporte, y mil artículos nuevos que el buen ingenio de los mayas se apresuró a inventar, con arreglo a las ideas que yo les sugería, y que eran aceptadas con gusto porque facilitaban los cambios y porque venían a destruir las injusticias con que la Naturaleza les había repartido sus dones. Mientras las ciudades del bosque eran antes las más miserables, ahora prosperaban hasta sobrepujar en riqueza y cultura a las del llano, porque aplicadas al trabajo industrial, cuyos productos eran más estimados que los naturales, podían obtener éstos en abundancia y acumular el sobrante; también los pescadores ribereños del Myera y los cazadores del Unzu obtenían grandes ventajas del activo transporte de mercancías, del aumento de consumo de pescado seco y de la preparación de carnes y pieles. Las ciudades agrícolas comenzaban a perder su preponderancia, y sus habitantes, habituados a la vida fácil, con menos estímulos para aceptar desde un principio las nuevas industrias, se convertían en tributarios de las ciudades que antes les habían estado sometidas. Sólo Maya se salvó de este menoscabo por haberse iniciado en ella las reformas y poseer el monopolio del alcohol y por su privilegiada representación política; pero bien pronto hubo ciudades más ricas que ella, como Bangola, Mpizi, Calu y Muvu, merced al desarrollo de sus industrias metalúrgicas, a la perfección de sus tejidos o a sus adelantos en la construcción naval.

La única ciudad agrícola que, aparte de Maya, salió gananciosa con estos cambios, fue Boro, la ciudad de la montaña, y no por haber seguido las nuevas corrientes, sino por la industria del que allí desempeñaba el cargo de auxiliar del Igana Iguru. Sabido es que Boro disfruta en Maya de ciertos privilegios religiosos no establecidos por la ley, pero sí apoyados en la costumbre de los fieles de ir en peregrinación a la montaña donde fue construido el gran enju, y donde tuvo lugar la elevación del Igana Nionyi o hipopótamo alado; y creo haber dicho que Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un cuchillo, había provocado graves disensiones por exigir a los peregrinos ciertos derechos de peaje. Para arreglar estos incidentes aproveché la primera combinación de cargos que se me presentó (pues solía haberlas con frecuencia),y trasladé con ascenso a Monyo a la ciudad fluvial de Unya, cuyo reyezuelo, el viejo Inchumo, flaco como una lanza, acababa de morir; al glotón Viaculia, reyezuelo de Viyata, a Boro; a Edjudju, corpulento como un elefante, desde Tondo a Viyata; a Cané, el cuarto hijo del listísimo Sungo, desde Viloqué a Tondo, cerca de sus otros tres hermanos, que seguían gobernando las ciudades uamyeras de Bacuru, Matusi y Muvu; siendo nombrado para el arrinconado gobierno de Viloqué un hermano de la gorda y malograda Mcazi, hijo mayor del honrado Mcomu, reyezuelo de Ruzozi, que había quedado en Viloqué de jefe del yaurí local, y que a su industria de triturador de trigo, o molinero, debía su nombre de Nsano. Con igual propósito trasladé a mi auxiliar en Boro a Upala, vacante por ascenso a uaganga del valiente flechero y forzudo atleta Angüé, y nombré para Boro a un quinto hijo del listísimo Sungo, el joven Tsetsé, el moscón, llamado así porque de niño era muy aficionado a matar moscas y otros insectos que, desgraciadamente, abundan en el país. Mi objeto al enviarle allí era suprimir el impuesto establecido por el impopular y narilargo Monyo, sustituyéndolo por una contribución voluntaria: la venta de amuletos o fetiches. Y fue tal la habilidad del astuto Tsetsé, que en breve plazo creó la industria más floreciente del país y convirtió un cargo de tercer orden en la prebenda más ansiada de todo el reino, más aún que el gobierno de Bangola. Todos los progresos industriales eran aceptados sin pérdida de tiempo por mi agente, que, mediante la sencilla y nada costosa imposición de manos, transformaba toda clase de objetos en sagradas reliquias, y obtenía mayores ganancias que los artífices profanos. Mis demás auxiliares no se descuidaron en imitar tan notables procedimientos, con resultados variables y sin llegar nunca todas las ciudades reunidas a obtener tan pingües beneficios como la hierática Boro.

Capítulo XIX

Florecimiento de las bellas artes y de las ciencias.—Exaltación de los sentimientos patrióticos.—Guerra con el Ancori.—Muerte repentina de Mujanda e interesante sacrificio humano en la gruta de Bau-Mau.


Con ser tan considerable el progreso material de los mayas, no admitía comparación con el espiritual. Entregado el país, con su rey a la cabeza, a la alcoholización gradual y sistemática, sobrevino una especie de recalentamiento de aquellas vigorosas naturalezas; y, según mis previsiones, comenzó a echar chispas y a lanzar vivos destellos el espíritu nacional, hasta entonces esclavizado bajo el rudo imperio de las funciones animales; y como la vida social nocturna en cafés y tabernas facilitaba el cruce de las ideas, el despertar de las pasiones, el desgaste de los brutales sentimientos primitivos y el afinamiento de la palabra y de la gesticulación, las artes no tardaron en adquirir gran vuelo. De mí partían siempre las iniciativas, pero los mayas se apresuraban a recibirlas y a hacerlas fructificar.

En el orden de evolución de las artes, correspondió la prioridad a la escultura, no sé si porque el hombre primitivo encuentra más facilidad para cultivar este arte, en el que la cantidad de materia empleada es mayor, o si a consecuencia de una feliz invención mía encaminada a despertar en los mayas el deseo de amar y glorificar a sus héroes, cual fue la erección, frente al antiguo palacio de los uagangas, convertido después en lavadero nacional, de una estatua del gran rey Usana. Para construirla coloqué sobre cuatro columnas de hierro una montera muy sólida, cubierta de pizarra a fin de que la lluvia no destruyese mi obra, que tenía que ser de barro, porque, dada mi insuficiencia, yo no podía trabajar en otras materias menos dóciles. Después cubrí por los cuatro costados aquel cobertizo, para que los mayas no viesen el monumento hasta que estuviese acabado, y la impresión fuese más profunda.

Construí una plataforma de dos varas de altura, y sobre ella monté una armazón de madera, que representaba como el esqueleto de un hombre montado sobre el esqueleto de un asno (pues caballos no se crían en el país, y no había medio de que la estatua fuera completamente ecuestre), y por último, retapé, rellené y redondeé, como mejor pude, la armazón con blanda arcilla, hasta sacar, después de muchos tanteos, un conjunto suficientemente claro y expresivo. Para animar la composición, y para desvanecer las dudas que pudieran quedar acerca de quién fuese aquel personaje, coloqué entre las patas del asno la figura de un perrillo ratonero, pues, según las tradiciones populares, Usana iba siempre acompañado de un can, que los vates caseros celebran aún bajo el nombre de chigú, «el piojo», probablemente porque estaría plagado el pobre animal de estos parásitos cosmopolitas.

El día del descubrimiento de la estatua, que fue un segundo ucuezi, quedará inscripto entre los más famosos de los anales mayas, y sirvió de punto de partida a una revolución en el decorado de las habitaciones, y más tarde en la construcción de los edificios, por el deseo de sustituir los objetos simplemente útiles por otros que fueran a la vez útiles y figurativos. Yo he visto, y nunca lo olvidaré, ese estremecimiento de la naturaleza humana, esa invasión de la ardiente fe en un pueblo primitivo, que comienza a ver plásticamente reproducidas, por obra de la mano del hombre, las obras de la Creación. Primer «eureka» mezclado de alegría y de estupor; primer enlace espiritual del hombre con el mundo, para elevarse desde la ciega reproducción sexual a la creación libre de toda especie de seres, en la matriz infinita de la materia.

Después de la escultura y la arquitectura, florecieron la música y el canto. Conatos hubo antes de reproducciones pictóricas; pero yo logré ahogarlos prontamente, por temor a que sobreviniera la falsificación de los preciosos rujus, instrumento principal de mi gobierno. La música apareció por primera vez en los acompañamientos funerales de los héroes que morían en el circo. Con el tiempo hubo banda y orfeón nacionales, instituidos por mí, que amenizaban las fiestas de los días muntus juntamente con los mimos, danzas y juegos acuáticos. La mayor parte de los instrumentos musicales empleados eran, por su fácil construcción, tambores, zambombas, platillos de hierro y triángulos; pero no faltaban tampoco flautas y otros instrumentos de viento de difícil clasificación, así como de cuerda de forma rudimentaria, como el laúd y la chicharra. Con tan heterogéneos sonidos el conjunto era angustiosamente inarmónico; mas a ratos producía la impresión de profunda, pesada y monótona melancolía, de que están impregnados todos los aires populares mayas. Como entre éstos no había ninguno que pudiera servir para la marcha triunfal, indispensable después de las victorias de los gladiadores, hice que la banda y el orfeón aprendiesen el himno de Riego, que, una vez pegado bien al oído, se convirtió en himno nacional, cuya letra, naturalmente, no era la del himno español, sino una apología de las reformas de Usana, entre las que yo hábilmente enumeraba las mías para darles el indispensable sello tradicional. Las estrofas eran seis, y todas terminaban por un estribillo consagrado a dar gracias a Rubango por la felicidad que produce la embriaguez alcohólica.

En las danzas y mimos mi intervención no fue tan necesaria, porque ya existían y se iban desarrollando espontáneamente, conforme los hábitos de sociedad se afinaban. Sin embargo, yo fui el iniciador de los bailes combinados con los mimos, de donde salió el arte teatral, cuya forma primera fue el episodio, coreado por el público. En realidad, las artes aparecieron allí como han debido aparecer en todos los pueblos, como expansiones del espíritu público, que ansía desahogarse de las penalidades de la vida individual por medio de la algazara y del escándalo; y si alguna particularidad merece registrarse en la evolución de las artes mayas, es sólo la rapidez con que se realizó, por tener dos grandes fuerzas auxiliares: mi iniciativa y el alcohol. Las primeras tragedias fueron, más que otra cosa, motines populares, como aquel en que la tejedora Rubuca dio muerte al usurpador Viaco. No faltaba en ellas más que el público pasivo, que fue formándose poco a poco con los incapacitados y los inhábiles. De las masas informes, desenfrenadas, se destacaron por selección natural los especialistas de cada grupo de juegos artísticos, que venían a constituir ya verdaderos cuadros de ejecutantes, cuyo mérito forzaba a los demás a abstenerse con cierta inquieta resignación; entre el deseo de figurar y el de recrearse en el espectáculo, que le subyuga por su perfección, el hombre concluye siempre por dominar los arranques de su egoísmo. Sólo existe un arte, el de la danza, en el que a hombres y a animales es dificilísimo contener las violentas sacudidas de los más importantes aparatos nerviosos; y así, cuando después de las ceremonias del ucuezi y de la representación de alguna farsa y ejecución de alguna pieza de música, llegaba la hora de bailar, los frescos prados del Myera, que hasta entonces habían ofrecido el golpe de vista de un teatro al aire libre, se transformaban en confuso salón de baile, donde no sólo las personas, sino también los animales que solían acompañarlas, como los asnos, que servían de porteadores, los perros guardianes, las cabras y vacas de leche, ejecutaban tan complicados e incongruentes valses y galops, que jamás los concebiría el más robusto genio coreográfico.

El esplendoroso florecimiento del espíritu maya, que voy reseñando sumariamente, se extendió también a las ciencias; pero como éstas no despertaban tanto entusiasmo como las artes, fue necesario estimular su cultivo con recompensas metálicas. Todos los trabajos científicos eran considerados como funciones públicas, y sea por obtener los sueldos consiguientes, sea por curiosidad natural, que en este punto estoy en duda, los mayas demostraron gran afición a todo género de investigaciones. Aparecieron gran número de naturalistas, y se emprendió la construcción de un museo para coleccionar todas las especies de la fauna y flora del país; en Boro fue edificada una nueva torre, no para elevar otro Igana Nionyi, sino para observar el curso de los astros, comisionándose a este efecto a doce pedagogos, bajo la hábil dirección del enciclopédico Tsetsé; se instituyó un cuerpo de médicos para que estudiaran las nuevas enfermedades que iban apareciendo y para curarlas por el sistema hidroterápico, en el que yo les instruí rápidamente; y hasta se dio el primer paso en los estudios metafísicos, siendo iniciado en ellos el consejero y hábil calígrafo Mizcaga, el cual mostró desde un principio gran apego a la filosofía aristotélica. Pero la ciencia que atrajo mayor número de cultivadores, fue la ciencia geográfica.

Aunque tenían conocimiento de la existencia de otros pueblos, los mayas no habían sentido nunca curiosidad por conocer quiénes eran y cómo vivían. Las forestas que limitaban el país, y los cuarteles en ellas establecidos, fueron siempre considerados como una valla tras la cual el pensamiento, si penetrara, se extraviaría, como se extraviaba en el tenebroso y nunca surcado Océano, la imaginación de los europeos anteriores al descubrimiento de América. Una vez que yo tracé el primer mapa del país ante aquellos incipientes geógrafos, comenzó a tomar cuerpo la idea de averiguar qué había más allá de los bosques, en los inmensos territorios que yo señalaba como habitados por otros seres humanos y variadas especies de animales. Parece como que se les picó él amor propio al verse reducidos a un punto imperceptible en medio de tan vastas tierras, y acaso deseaban traspasar las fronteras de la nación, para convencerse de que los asertos que yo les presentaba como adquiridos en la sombría morada de Rubango eran una estúpida ficción. Los geógrafos, pues, lanzaron la idea de explorar los países vecinos, y crearon una corriente momentánea que yo procuré utilizar para resolver definitivamente el grave problema del orden interior. Porque la permanente excitación en que vivían los mayas, tan favorable para mantenerles en la vía del progreso, era más favorable aún para enconar las rivalidades y conflictos personales y locales, de que estaba sembrada la nación, y que, como ya dije, me apesadumbraban por un lado y me proporcionaban por otro el placer de gobernar a un pueblo enérgico y capaz de grandes empresas.

Por esto decidí hacer la guerra al extranjero, único recurso que tenía a mano para reunir las energías dispersas en una corriente nacional. Parecíame injusto hacer mal a unos hombres para asegurar el bien de otros; pero pensaba al mismo tiempo que la verdadera civilización exige imperiosamente, ya que no sea posible extinguir los odios entre los hombres, ir agrandando cada vez más las filas de combate, hasta llegar a destruir todos los odios parciales y a congregar a todos los hombres en dos grandes masas enemigas, que, o bien se destruyan recíproca y definitivamente, o bien se decidan a vivir en paz a causa del miedo mutuo y permanente.

Como pretexto para la guerra ideé un pequeño artificio de resultado seguro. Entre las mujeres de Mujanda figuraban, como es sabido, muchas que antes pertenecieron al cabezudo Quiganza, las cuales formaban una importante camarilla bajo la dirección de la obesa Carulia. Estas mujeres habían conservado como instrumentos para asegurar su poder, y como reliquias piadosas, algunos objetos usados por su infeliz señor, entre ellos una túnica verde de las que se usaban antes de mis reformas. Yo exhumé esta prenda, que tan dolorosos recuerdos despertaba, y después de dibujar en ella la cabeza de un asno y de bendecirla en la ceremonia del afuiri, al tiempo de degollar la vaca (porque desde la institución de la fiesta del circo, éste era el único sacrificio cruento, continuado por respeto a las tradiciones) la até al extremo de un palo muy largo, y la entregué, convertida ya en estandarte, al listísimo consejero Sungo. La costumbre había lentamente establecido que el desfile, en los días muntus, fuese iniciado por la banda y el orfeón, capitaneados por Sungo, como consejero del orden de muanangos y director de Bellas Artes; siguiendo por orden jerárquico el rey y su familia, el Igana Iguru y la suya, los consejeros, uagangas, pedagogos y demás rmnanis, el pueblo (en el que ya se empezaba a distinguir a los ricos o nobles, de los pobres o plebeyos), y, por último, los accas. Así, pues, la flamante bandera nacional marchaba, con Sungo, al frente, y por necesidad óptica venía a ser el punto adonde convergían las miradas de todos los desfilantes, que por un curioso fenómeno de autosugestión quedaban al instante sometidos al influjo de un sentimiento único, nuevo, extraño: el sentimiento patriótico. Porque así como existe un amor patrio, un amor al pedazo de tierra donde se nace y se van adquiriendo los sucesivos desarrollos, amor común a hombres y animales, así existe también un sentimiento patriótico impuesto por el hábito de caminar juntos los hombres de diversos territorios en una misma dirección o hacia un mismo ideal, dirigidos sus ojos o sus corazones hacia un punto fijo; un lugar: la Meca, el Sinaí, el Gólgota; un hombre: Alejandro, César; una demarcación geográfica: ¡cuántas naciones!; una etiqueta genérica: latinos, germanos, eslavos; una bandera hábilmente tremolada, una túnica verde, como la que a mí me servía, a falta de otra cosa, para imprimir cierta cohesión a los mayas, indisciplinados, rebeldes al sentimiento de solidaridad nacional. La túnica verde del tan desventurado como cabezudo Quiganza, fue un precioso símbolo del primer embrión de patria; todas las ciudades y guarniciones, llevadas de su manía imitativa, quisieron tener también una bandera, y Mujanda accedió, por indicación mía, a sus deseos, distribuyéndoles cuantas túnicas fueron menester; pero todas quedaron sometidas a la influencia centralizadora de la túnica primitiva, que, a la ventaja de ser única, reunía la de haber pertenecido a un rey mártir.

Organicé una expedición científica para que varios notables geógrafos explorasen los territorios comarcanos, y se decidió comenzar por el lado oriental, navegando contra la corriente del Myera y saliendo del país también por la vía fluvial, con un ligero destacamento de ruandas, tomado de la guarnición de Unya. La expedición iba dirigida por el listísimo consejero Sungo, y llevaba como secretario al consejero y calígrafo Mizcaga. Para asegurar el éxito se juzgó indispensable colocar la empresa bajo la bandera nacional, que yo confié a mi hábil auxiliar en Boro, a quien puse al corriente de mis secretos designios. Los días que estuvimos en Maya sin noticias de la expedición, la inquietud fue vivísima en todos los ánimos, y más aún en el mío, porque, falto de noticias sobre el estado de África durante mi largo período de aislamiento, había decidido a ciegas el camino que debía seguirse, y temía que, si los europeos ocupaban ya la región de los grandes lagos, ocurriese algún serio contratiempo y concluyese bruscamente mi ensayo político experimental. Al cabo de diez días se presentó un correo de Lopo anunciando el regreso de los expedicionarios y el fracaso de su misión: una tribu del Ancori les había sorprendido y atacado a traición, mientras el hábil calígrafo Mizcaga tomaba notas de gran interés científico, y les había obligado a buscar la salvación en la fuga, no obstante el probado valor de los ruandas; y al huir, el portaestandarte Tsetsé, en un momento de debilidad, había abandonado la túnica verde del cabezudo Quiganza. En vista de tan graves acontecimientos, el reyezuelo de Lopo, el prudente Uquima, concertado con el narilargo Monyo, reyezuelo de Unya, había decidido partir en guerra contra el Ancori para rescatar la bandera y devolverla al afligido Tsetsé.

Estas noticias produjeron tan honda impresión en todos los espíritus, que los uagangas, tanto los que deliberaban por la mañana como los que danzaban por la tarde, tuvieron una junta extraordinaria y declararon la guerra al Ancori, con la entusiasta aprobación de Mujanda, a quien los excesos alcohólicos iban compenetrando cada día más con el pensamiento de su nación. El gigantesco consejero Mjudsu, el de la trompa de elefante, fue el encargado de movilizar las fuerzas de las guarniciones, dejando en cada una un pequeño destacamento; y al consejero Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé, le fue confiada la dirección suprema de la guerra. También se abrió banderín de enganche para los que quisieran sentar plaza de voluntarios, y se activó considerablemente la fabricación de armas. Como por encanto cesaron las luchas intestinas, y la nación, con patriótica unanimidad, se puso al lado del Gobierno para sostenerle en este momento crítico en que había de habérselas con las tribus valerosísimas del Ancori.

Los primeros encuentros, según noticias recibidas con gran retraso, eran fatales para nuestras tropas. En ocho días habíamos sufrido ocho derrotas, ocasionadas por la cobardía de los ruandas, afeminados tras largo período de paz y de cobro puntual de pingües salarios, y por la valentía de las bandas de rugas-rugas a sueldo de los reyezuelos del Ancori. Estos mercenarios combatían con armas mortíferas que inspiraban profundo terror a los ruandas, quienes las consideraban como una invención diabólica de los nyavinguis u hombres del Norte. Sin duda las tribus del Ancori, en su comercio con las del Uganda, donde los europeos habían penetrado desde hacía muchos años, se habían provisto de armas de fuego, y en tal caso, la partida era más arriesgada para nosotros. Pero la opinión pública, que no podía razonar así, atribuía las derrotas a la impericia del zancudo Quiyeré y a la ausencia de Mujanda, cuyo primer deber, según costumbre nacional, era ponerse al frente de sus ejércitos.

Para robustecer el prestigio de las instituciones, y no obstante mi convicción de que el rey, entregado como estaba a la embriaguez, no serviría para nada de provecho, le aconsejé entrar en campaña; yo debía acompañarle y asegurarle la victoria con el auxilio del omnipotente Rubango. Mientras tomábamos estas decisiones, las derrotas sucedían a las derrotas, y cuando llegamos a Unya había sufrido nuestro ejército quince consecutivas. Su primer ataque al enemigo tuvo lugar muy en el interior del Ancori, y su último revés le había encerrado en Unya, que los rugas-rugas, después de destruir los cuarteles fronterizos, intentaban tomar por asalto. En tan desesperada situación adopté un rápido plan de defensa, cuya primera parte fue pronunciar, ante nuestras desmoralizadas tropas, una enérgica arenga, digna del verdadero Arimi, ofreciéndoles el apoyo de la divinidad para la próxima y decisiva batalla; les hice salir de la ciudad y situarse en las márgenes del Myera en correcta formación, bajo el mando del zanquilargo Quiyeré, y con orden expresa de que, en cuanto el enemigo intentase dar el asalto, se dirigieran a marchas forzadas por el camino de Viti, hacia el bosque, donde debían estar apercibidos para cortarle la retirada. Aparte de este cuerpo de ejército, de más de ocho mil hombres, quedaban dentro de la ciudad dos compañías escogidas, a las órdenes del prudente Uquima y del narilargo Monyo, la banda de música, que venía en el séquito del rey, dirigida por el listísimo Sungo, y un numeroso grupo de accas a las órdenes del astuto Tsetsé, quien me auxilió en la parte más delicada de mi plan, la preparación de morteros en el costado más desguarnecido de Unya, por donde era seguro que el enemigo nos atacaría, sin prever el movimiento rápido y envolvente de las fuerzas del zancudo Quiyeré, a las que, después de quince derrotas, los rugas-rugas considerarían como cantidad despreciable. En efecto, los enemigos, cuando fue bien de día y pudieron hacerse cargo de nuestras posiciones, nos atacaron briosamente por el lado oriental, y después de hacer algunos disparos al aire para producir el espanto en los ruandas, rompiendo las vallas exteriores, penetraron en la ciudad en número como de seis mil, sin encontrar resistencia, porque el narilargo Monyo y el prudente Uquima, siguiendo los consejos del astuto Tsetsé, se habían retirado al extremo opuesto, en donde nosotros estábamos para rehuir el primer choque. Entonces fue cuando, transmitido el fuego por conductos hábilmente preparados, comenzó la formidable y para todos, menos para mí, horripilante y terrorífica explosión de los morteros, que, sin producir gran mortandad, esparcieron el pavor en las filas de los rugas-rugas y en las de los ruandas, con su rey al frente; y es probable que se hubiese dado el caso original de huir ambos ejércitos, derrotados, en opuestas direcciones, si no hubiese impedido yo la desbandada con la oportuna invocación del nombre de Rubango, dios de nuestra bandería. Los ruandas, dominando su terror ante aquellos retumbantes estampidos, exaltándose ante mi ejemplo y el de los jefes, enardeciéndose con el ruido de los tambores, que repiqueteaban, y de los platillos, que metían el escalofrío en los huesos, cayeron sobre el enemigo, rompieron sus cuadros y le obligaron a huir hacia el bosque, donde las tropas del zancudo Quiyeré, allí apostadas, y las del narilargo Monyo y el prudente Uquima, que le perseguían, le infligieron una sangrienta derrota. Más de mil muertos, entre los que se contaba por anticipado a los heridos, rematados sin piedad, fueron recogidos entre la ciudad y el bosque, y arrojados al río para pasto de los peces; y más de tres mil hombres fueron hechos prisioneros y conducidos como esclavos a Zaco, Talay, Rozica y Nera, en el extremo occidental de la nación, donde, por imperar la poliandria, la población tendía constantemente a decrecer y necesitaba mucho de estos refuerzos. Como precioso botín de guerra, además de las flechas, cuchillos y demás armas blancas, recogimos cuarenta fusiles, que, aunque bastante deteriorados, serían utilísimos para continuar la campaña. Por nuestra parte hubo sólo ochenta muertos, que fueron enterrados al son de la música al pie del baobab funerario de Unya, en el que grabé una inscripción conmemorativa de la victoria; y ciento cincuenta heridos que fueron trasladados en carretillas a Lopo, donde organicé el primer hospital maya, deseando aprovechar en bien de la ciencia los funestos resultados de la guerra y valerme de estos héroes para ensayar algunas operaciones quirúrgicas.

Aunque la gloriosa batalla de Unya, que colocó a Mujanda a la altura del inmortal Usana, parecía resolver la contienda a nuestro favor, las tropas desearon tomar de nuevo la ofensiva, particularmente cuando se supo que entre las quince derrotas y el triunfo final habían muerto dos generales, cinco centuriones, cuarenta jefes de escuadra y más de mil soldados de número, con cuyas vacantes hubo gran movimiento en las escalas e ingresaron cerca de mil cien soldados voluntarios en el ejército regular, previo el juramento de la poliandria. Pero antes de proseguir las operaciones creí preciso remediar dos deficiencias capitales notadas, entre otras muchas, en la organización de nuestras tropas. Faltaba un cuerpo de administración militar que las abasteciese de todo lo necesario y evitase las numerosas deserciones ocasionadas por la carencia de mujeres, de alimentos y en particular del tan apetecido alcohol, y faltaba, asimismo, un servicio de información rápida entre el ejército y las ciudades más próximas al centro de operaciones.

Al regresar a Maya tomé el camino de Bangola, y asesorado por su reyezuelo Lisu, el de los grandes ojos, encargué a los más hábiles herreros la construcción de cien carretillas con tapaderas de cierre muy ajustado, que pudiesen servir para el transporte de líquidos, y ordené que las confiarán a las mujeres de los ruandas, para que acompañaran al ejército como cantineras. Para el servicio de correos utilicé, con excelente inspiración, el velocípedo, que después sirvió también para la exploración en las avanzadas, y vino a suplir la falta de caballería. Con dos ruedas, poco más grandes que las que se hacían para las carretillas, y un montaje lo más sólido y sencillo posible, quedaba formada una bicicleta, de marcha un poco brusca pero de gran duración. Esta novedad se extendió al vuelo por todo el país, y los mayas, cuyas aptitudes eran universales, hicieron grandes progresos; en este género de locomoción. Al poco tiempo pude notar, sin embargo, que el nuevo ejercicio les dañaba en su constitución física, pues el hábito de andar muy inclinados sobre ruedas les infundía vehementes deseos de andar luego a cuatro pies. También sus facultades intelectuales, y esto es más sensible, se debilitaban, y llegué a deducir de ello que la evolución cerebral debe depender de la posición del cuerpo y que si el hombre abandonara la estación bípeda por la cuadrúpeda, volvería prontamente a su estado originario de animalidad. Estas observaciones no pretendo generalizarlas; ni creo que hallen comprobación en los velocipedistas civilizados; los mayas están más cerca que éstos del estado animal, y vuelven a él más fácilmente.

Realizadas tan importantes comisiones, regresé a la corte para celebrar el segundo ucuezi, el cual fue turbado por un acontecimiento trascendental y previsto por mí, aunque no para tan cercana fecha: la muerte repentina de Mujanda en pleno día y rodeado de sus súbditos, primera e ilustre víctima de una enfermedad desconocida hasta entonces: el delírium tremens. Acto seguido procedí a la proclamación del nuevo rey, Josimiré, y a la designación de regentes que, durante su menor edad, rubricasen los acuerdos del Real Consejo. Como las mujeres están excluidas de los cargos públicos, no había que contar con la vieja Mpizi, a la que yo hubiera dado la preferencia, y entre los hombres, dada la importancia del cargo y la conveniencia de proveerlo sin tardanza, la elección debía recaer sobre uno de los tres consejeros que se hallaban presentes, el gran mímico Catana y el gigantesco Mjudsu, hijos del elocuente Arimi, y Asato, hijo del cabezudo Quiganza y aspirante al trono. Para no elegir sólo a Asato y para no desairarle tampoco, así como para dejar más vacantes de consejeros, opté por la regencia trina, y Catana, Mjudsu y Asato fueron proclamados regentes por el pueblo, con lo cual la mayoría estaba asegurada a mi favor.

Felizmente consumada la transmisión legal del poder, di permiso a todos los súbditos del nuevo rey para que se entregasen sin reserva a su sincero dolor por la pérdida del gran héroe de Unya, muerto en el apogeo de su grandeza y de su popularidad. Suspendiéronse las fiestas en el circo y todos los espectáculos anunciados para aquel día, y diose libertad a cuarenta siervos accas, acusados de adulterio y destinados a sufrir, unos, la muerte en las astas de los búfalos; otros, el apaleamiento. Después comenzose a formar, en el orden acostumbrado, el cortejo que antes de regresar a la ciudad debía dirigirse a la gruta de Bau-Mau para presenciar el sepelio de los reales despojos (que en Maya sigue inmediatamente a la defunción) y el sacrificio de las mujeres de Mujanda que quisieran acompañar a su esposo al reino de las sombras. Privilegio envidiable, de que gozan sólo las mujeres del rey en el momento preciso en que éste es arrojado en la gruta, pues según las creencias del país, el enterramiento al pie o en el tronco de los baobabs es una especie de purgatorio, que termina cuando la persona enterrada logra llegar por caminos subterráneos a la sima de Bau-Mau, mientras que el sepelio en la gruta representa la gloria inmediata, el más rápido acceso a la mansión de Rubango. Por esto todas las mujeres apetecen ser sacrificadas, y lo serían si no fuera por la oposición del rey sucesor, que retiene a muchas de ellas para ornamento de su harén; pero a la muerte de Mujanda, por la tierna edad de Josimiré, no había obstáculo para que todas realizasen su deseo, avivado aún más porque las muertes violentas del cabezudo Quiganza y del fogoso Viaco no habían permitido la celebración de los sacrificios.

Llegados a la gruta de Bau-Mau, que está cerca de la catarata, los tres consejeros regentes y yo, conductores del cadáver, le despojamos de la túnica, sandalias, penacho, collares, brazaletes y demás adornos, para devolverlo a la tierra en su pureza original, y separando las grandes piedras, que cerraban la ancha abertura de aquel profundísimo agujero, le dejamos caer de cabeza, en medio de la general suspensión de los ánimos. Yo apliqué el oído; y como el silencio era tan solemne, pude percibir un lejano eco, semejante al que produce un acetre al caer en lo hondo de una tinaja; por donde comprendí que la gruta era una especie de pozo natural, en comunicación con el río o quizás con el lago Unzu, por debajo del lecho del Myera.

Encaramándome sobre una de las enormes piedras que habíamos quitado de la boca de la gruta, con el cuchillo reluciente en la diestra, como un viejo druida, me apercibí a consumar el generoso sacrificio de las mujeres del malogrado Mujanda, las cuales se habían puesto presurosas delante de mí, separadas en cuatro grupos, como indicando que hasta la muerte conservarían los odios que en vida se habían tenido. Adelantose la primera la aguanosa Midyezi, hija de Memé, y se despojó rápidamente de todos sus atavíos, y por último de su túnica; ya no era aquella candorosa adolescente que representó con su hermana, la noche de mi llegada a la corte, el patético episodio de la vida del rey Sol, aquel en que el rey de Banga, vencido por Usana, descubre la ficción de su sexo y conquista el corazón del vencedor, sino que era una bella y robusta matrona, de nobles líneas ondulantes, a la que, no sin pena, descargué el golpe fatal, que la envió a la mansión de los muertos. Siguió el segundo grupo, de unas treinta mujeres, capitaneadas por la obesa Carulia, y luego más de cincuenta, agrupadas en torno de la tejedora Rubuca, y por fin otras setenta, dirigidas por la simple Musandé, la hija del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba, y todas fueron una, a una, inmoladas como lo había sido Midyezi, y arrojadas a la insaciable sima de Bau-Mau. Y no se oyó ningún lamento, ni se turbó la sublimidad del espectáculo con ningún acto de cobardía; y aun yo mismo llegué a creer que acaso sea preferible adelantar un poco el momento de la muerte si se ha de morir como morían las ilustres esposas de Mujanda, con tanta nobleza en la actitud y tanta felicidad en el semblante. Así como me repugnaba la muerte impuesta por mandato de la ley, me entusiasmó este sacrificio humano voluntario, y si de mí dependiera, lo restablecería sin vacilar en las naciones civilizadas. En cuanto se dificulta el único sacrifico noble que puede hacer el hombre, el de su vida en aras de su creencia o de su capricho, el ideal se desvanece, y no quedan para constituir las sociedades futuras más que cuatro pobres locos, que aún no han acertado con el modo de suicidarse, y un crecido número de seres materializados por completo, embrutecidos por sus demasiado pacíficas y prolongadas digestiones.


Publicado el 27 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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