Tristán e Iseo

Anónimo


Novela



1. Infancias de Tristán

Señores, ¿os agradaría oír un hermoso cuento de amor y de muerte? Se trata de la historia de Tristán y de Iseo, la reina. Escuchad cómo, entre grandes alegrías y penas, se amaron y murieron el mismo día, él por ella y ella por él. El relato de sus amores se extendió por la verde Erín y la salvaje Escocia, se repitió en toda la isla de Miel, desde el muro de Adriano hasta la punta del Lagarto, halló sus ecos en los bordes del Sena, del Danubio y del Rhin, encantó a Inglaterra, Normandía, Francia, Italia, España, Alemania, Bohemia, Dinamarca y Noruega. Su memoria durará mientras exista el mundo.

El tiempo destructor, que no perdona obras de poetas ni otra cosa humana, ha destrozado y reducido a polvo muchos cuadernillos y destruido más de un pliego en el que los buenos troveros de antaño se habían esforzado por honrar la memoria de los amantes de Cornualla. Béroul, Thomas, Eilhart y Gottfried narraron sus aventuras para que pervivieran en las mentes de las gentes.

Hace muchos años reinó en Cornualla un poderoso rey llamado Marcos. Tuvo que hacer frente a una dura lucha contra sus vecinos que muchas veces penetraban en su territorio y devastaban sus campos y sembrados. Rivalín, señor de Leonís, tuvo noticias de la guerra y acudió en su ayuda. Sirvió al rey Marcos con su consejo y su espada como si fuera uno de sus vasallos porque deseaba conquistar con sus hazañas a la bella hermana de Marcos, Blancaflor. Cuando se hicieron las paces el rey se la dio en recompensa.

Las bodas se celebraron en el monasterio de Tintagel, donde Marcos tenía su corte. Luego Rivalín regresó a sus tierras llevando consigo a Blancaflor. No fue largo el tiempo del solaz para los jóvenes esposos; no había transcurrido un año cuando llegaron noticias a Rivalín de que su viejo enemigo, el duque Morgan, se había sublevado y saqueaba sus burgos y ciudades. Rivalín publicó su bando, reunió sus huestes, confió la reina encinta a su mariscal Roald, al que por su fidelidad todos llamaban el Feguardante, y marchó a guerrear a los confines de sus reinos. Roald condujo a la reina al castillo de Kanoel, donde fue recibida con los honores que correspondían a su rango.

La guerra fue dura. Rivalín y sus barones causaron grandes pérdidas en las tropas de sus enemigos, pero en uno de los combates Rivalín perdió la vida.

Meses y semanas esperó Blancaflor su regreso. Al fin nadie pudo ocultarle la triste noticia. Ni una lágrima escapó de sus ojos, ni un grito, ni un lamento, pero sus miembros se tornaron débiles y flojos; parecía como si su alma, en su deseo, quisiera arrancarse de su cuerpo. Roald no sabía cómo consolarla:

—Reina —le decía—, no queráis acumular los duelos sobre vuestro país; todos cuantos nacen están condenados a una misma muerte. Dios reciba en su seno el alma del rey, nuestro señor, y vele por la salud de los vivos.

Pero la reina no lo escuchaba. Durante tres días esperó reunirse con su señor. Al cuarto, dio a luz un hijo al que tomó en sus manos diciéndole:

—Hijo, ¡cuánto he deseado verte! ¡Eres la más hermosa criatura que nunca mujer llevó en su seno! Triste te he traído al mundo, triste es la primera fiesta que puedo hacerte, por ti siento tristeza de morir. Y como has llegado al mundo en medio de la tristeza, tu nombre será Tristán.

Mientras decía estas palabras lo besaba. Poco después entregaba su alma. Roald el Feguardante recogió al huérfano y lo confió a una dama noble, viuda de un caballero muerto en la guerra, que se encargó de amamantarlo.

Cuando el infante cumplió siete años, y no necesitó ya cuidados de mujeres, Roald lo confió a Governal, que se convirtió en su maestro y mejor amigo. Aprendió a leer y a escribir y en poco tiempo conoció las artes que convienen a un caballero. Governal le enseñó a correr y a franquear de un salto los más anchos fosos, a manejar la lanza, la espada, el escudo y el arco y a lanzar discos de piedra. También se acostumbró a detestar toda felonía, a socorrer a los débiles y a guardar la palabra dada. Le enseñaron diversas formas de canto y pronto supo tocar a la perfección el arpa, la rota y la cítara. Era admirable en la caza y corría el ciervo, el gamo, el corzo y el jabalí como pocos jóvenes en el país.

Al llegar a los quince años, un buen día Governal lo llamó aparte y le dijo:

—Tristán, ya eres un perfecto doncel; sólo una cosa te falta: buscar tierras lejanas y mostrar tu habilidad en cortes extranjeras. Mucho puedes aprender viajando y así conseguir precio y renombre. Pide a Roald que te permita abandonar Carlion durante uno o dos años para probar aventura.

Tristán se alegró al escuchar los deseos de Governal.

—Maestro —le dijo— diríase que habéis leído en mi corazón. Me gustaría ir a Cornualla, donde mi padre fue a tomar mujer, según lo que me habéis contado.

Acudió en busca de Roald, quien, con gran tristeza, lo bendijo y le dejó marchar en busca de aventuras.

Hicieron los preparativos para el viaje. Herraron rocines y acémilas. El Feguardante entregó a Tristán un palafrén de buen andar con una silla de alto precio. Tristán marchó, acompañado de su fiel ayo Governal, llevando el arpa colgada del arzón de la silla. Seis donceles de su edad, un cocinero y dos mozos de cuadra fueron con él. Largo tiempo cabalgaron a través de eriales, matorrales, landas y oteros. Atravesaron bosques y vadearon ríos de aguas profundas hasta llegar a los confines de Cornualla. Entonces Tristán ordenó detenerse a sus compañeros y les dijo:

—Pronto llegaremos hasta el señor de este país, pero os pido que ninguno sea tan imprudente u osado como para declararle quién soy ni de dónde venimos.

Todos asintieron y reemprendieron la marcha hasta acercarse a una villa rupestre, donde encontraron a unos segadores que conducían una carreta de heno. Tristán quiso informarse acerca del lugar en el que se hallaban.

—Amigo —dijo llamando a uno de ellos—, ¿sabes dónde se asienta el castillo del rey?

—Señor, ¿por cuál de ellos preguntáis? El rey Marcos posee varios y vive en uno u otro según la época del año, unas veces en Lancien, otras en Tintagel.

—¿Está lejos de aquí Tintagel?

—No sé —respondió el campesino—. Nunca estuve allí. Pero si marcháis en dirección de poniente, veréis el mar y a la izquierda, sobre un acantilado, encontraréis, según creo, el castillo preferido de Marcos. Dicen que Tintagel es ciudad hechizada: desaparece dos veces al año, una en invierno y otra en verano y se hace invisible incluso para las gentes de la región. Está rodeada de bosques ricos en agua y caza. Un muro poderoso defiende la ciudad del lado del puerto. Cuentan que en otro tiempo lo levantaron gigantes para su defensa.

—Gracias, amigo —le dijo Tristán—. Venimos de lejos y no somos ricos. Ten, sin embargo, para mostrarte nuestro agradecimiento.

Tristán le tendió un ferlín.

Siguieron su camino durante dos días y dos noches hasta descubrir el mar en la lontananza. Poco después vieron los muros de Tintagel que relucían al sol como metales bruñidos. A la vista de la ciudad, se detuvieron en un prado, junto a una fuente. Los palafreneros desensillaron los caballos, el cocinero preparó la comida y todos se sentaron sobre la hierba para el almuerzo.

Apenas habían terminado cuando oyeron, en la lejanía, los cuernos y la algarada de una cacería. Un gran ciervo apareció en la linde del bosque. Poco después, en medio de los ladridos y trompetas, surgió la jauría de galgos y bracos, seguida de los monteros. El ciervo, viendo su fin próximo, se introduce en el río; la corriente lo arrastra, el animal lucha por volver a la orilla y, acosado, dobla las patas sucumbiendo. Los cazadores lo rodean y con sus cuernos tocan a pieza cobrada.

Tristán atónito observa cómo el montero mayor se apresta a cortar el cuello del animal y a dividir su cuerpo en cuartos.

—¿Qué hacéis?, señor —exclama—. ¿Son éstas las costumbres de vuestro país? ¿Pensáis despedazar tan noble animal como si fuera un cerdo degollado?

El montero mayor era cortés, prudente y de noble conducta. Vio la belleza del joven, sus ricos ropajes, su noble estatura.

—Amigo —le respondió—. Primero cortaré la cabeza, luego dividiré el animal en cuatro partes que llevaremos colgadas de los arzones al rey Marcos, nuestro señor. Tal es la costumbre de nuestro país. Desde los tiempos de los más antiguos monteros, así lo hicieron siempre las gentes de Cornualla. Pero si tú conoces una costumbre mejor puedes mostrárnosla.

—Señor, puesto que me lo permitís, os mostraré cómo se deshace el ciervo, según la usanza de nuestro país.

Tristán se hincó de rodillas y desolló el ciervo antes de deshacerlo; luego despedazó la cabeza, dejando intacto el hueso sacro, según conviene; separó las extremidades, el morro, la lengua, las criadillas y la vena del corazón. Entretanto, monteros y lacayos de jauría lo contemplaban arrobados.

—Señores —les dijo—, el ciervo está despedazado. Ahora preparad la encarna y el cebo.

—¡Nunca oímos hablar de tales cosas! —le respondieron.

Tristán tomó las entrañas y los despojos de la cabeza y dio la encarna a los perros. Más tarde enseñó a los monteros cómo debían preparar la porción destinada al cebo. Se dirigió al bosque y cortó grandes ramas. En cada una de ellas enristró los pedazos bien divididos y los confió a los diferentes monteros: a uno la cabeza, a otro la grupa y los grandes filetes, a éste los hombros, a aquél las ancas y a este otro los romos. Les indicó cómo debían colocarse de dos en dos, para cabalgar en buen orden, según la nobleza de los pedazos enristrados en las horquillas.

—Ofreceréis las piezas al rey —les dijo Tristán—. Los lacayos os precederán y anunciarán a toque de cuerno vuestra llegada al castillo.

—Las usanzas de tu país son nobles —le respondieron—. Acompáñanos a la corte pues nuestro rey, que es gentil y cortés, se alegrará al verte.

Mientras cabalgaban, los monteros buscaron la manera de averiguar quién era este joven y de qué país procedía que tenía tan nobles costumbres.

—Parecéis cortés y bien enseñado —le dijo el montero mayor—. Debéis de ser hijo de un gran noble extranjero.

—Mi nombre es Tristán. Mi padre no era un noble caballero: soy hijo de un mercader de Leonís a quien sus viajes llevaron a países diferentes y le enseñaron las más nobles costumbres.

—Noble y cortés debe de ser tu país —le respondió el montero extrañado— cuando los hijos de mercaderes poseen tan bellas costumbres y son tan diestros en el arte de montería.

Llegaron a las puertas del castillo. Tristán tomó una trompa de caza y la tocó. Todos los monteros lo imitaron hasta que Marcos, sorprendido por tan insólita costumbre, acudió a las murallas. El montero mayor se llegó hasta él y le explicó la habilidad del joven que les había enseñado a despedazar noblemente el ciervo. El rey lo recibió con alborozo, ordenó a su chambelán que lo albergase junto a Governal y a todos sus compañeros y lo confió al cuidado de su senescal, Dinas de Lidán, un caballero joven, fiel y prudente, mesurado y cortés con sus amigos pero fiero y aguerrido en la batalla.

El rey tenía entonces unos cuarenta años. Era alto, fornido, fuerte y bien plantado, de mirada fiera y altiva, de porte majestuoso. Vestía un manto bermejo y ceñía corona de oro adornada con pedrería. Era gentil, cortés y dadivoso. ¡Nunca se vio rey menos tacaño! Tan limosnero era que no pasaba semana sin que regalase corceles, palafrenes, mantos de escarlata bordados y ricos pellizones. No pasó mucho tiempo sin que sintiese gran afecto por el noble extranjero. Tal vez fuese la voz de la sangre que lo inclinaba, sin saberlo, hacia él. Tres años vivió Tristán con el rey Marcos. Durante el día lo acompañaba a la caza. Marcos le había confiado sus aves cetreras, sus halcones, neblíes y sus gavilanes y el cuidado de sus arcos y aljabas. Le dio autoridad sobre sus chambelanes, sus mariscales, lacayos, cocineros y servidores. Todos lo apreciaban y admiraban.

Al caer la tarde, Tristán distraía las veladas del rey con su arpa o su rota. Sentado a sus pies sobre un tapiz sarraceno, cantaba lays y los acompañaba con sus manos finas, delgadas y blancas como el armiño. Marcos se complacía escuchando el bello lay de Gaelent, al que un hada había amado, o las desgraciadas aventuras de Dido, reina de Cartago, o la lastimosa historia de Píramo y Tisbe, que murieron por su amor.

Llegó el tiempo en que Tristán debió ser armado caballero. Recibió las armas de manos de su tío y regresó a su país, dispuesto a vengar la muerte de su padre. Con la ayuda de Roald, reunió un gran ejército, retó a Morgan y lo mató en duelo; luego restableció sus dominios usurpados por el duque. Después de unos meses, confió el gobierno de su reino al reguardante y regresó a Cornualla.

2. El Morholt de Irlanda

En aquellos tiempos Cornualla debía pagar a Irlanda, cada cinco años, un tributo deshonroso. La costumbre se había impuesto tras una guerra desgraciada cuando Marcos era todavía un niño. Reinaba entonces en Irlanda Gormón, hombre poderoso y fuerte, temerario en la guerra, ávido de riquezas y victorias, despiadado para sus enemigos. Había acrecentado su poder y su renombre al tomar por esposa a la hermana del más fiero y temido barón que nunca existió, el Morholt. Por su tamaño descomunal, su altura que alcanzaba la de cuatro hombres, la fuerza de sus músculos, la anchura de sus hombros, más parecía gigante que hombre. Se había enfrentado con reyes poderosos, había conquistado grandes dominios y reunido gran haber y nunca había sido derrotado. Tal era su fama y su fiereza que ningún barón osaba arriesgar su cuerpo luchando contra él. El rey Gormón le había encomendado recoger el tributo de los diversos países a los que había sojuzgado sin que, hasta el momento, nadie hubiera logrado sacudir tan duro yugo. A la entrada de mayo, cuando se cumplía el término de los cinco años, el Morholt se hacía a la mar en dirección a Tintagel para reclamar los trescientos jóvenes y las trescientas doncellas, todos de quince años, que debían ser entregados.

Un gran clamor se levantó en la ciudad al llegar la noticia de que una nave irlandesa había arribado al puerto. Las gentes gritaban por las calles. Damas y caballeros hacían duelo y decían a sus hijos: «Hijos, ¡en mala hora nacisteis y en mala hora os engendramos si habíais de ser esclavos en Irlanda! ¡Más os valdría que se abriese la tierra y os engullese en su seno antes que ser siervos en tierra extraña! Mar, ¿cómo consentiste que la nave llegase al puerto y no la hiciste perecer entre tus olas?». Corría de boca en boca que pronto se echarían las suertes para saber quiénes serían conducidos como esclavos a Irlanda.

El rey Marcos había enviado sus cartas selladas y sus mensajeros para convocar a todos los barones de su reino. Desde días atrás había perdido su alegría: pasaba el tiempo encerrado en la cámara real, pensativo y taciturno. Nada lograba distraerlo: ni tablas, ni dados, ni ajedrez, ni juglares con sus bellos sones, ni aves de cetrería o grandes monterías.

El Morholt llegó a la sala abovedada en la que Marcos estaba reunido con sus barones. Su voz retumbó en la cámara:

—Rey Marcos, mi señor, el rey Gormón de Irlanda, me envía a recoger el tributo que debes satisfacer cada cinco años. En el plazo de dos días reunirás los trescientos jóvenes y las trescientas doncellas que embarcarán en mi nave para llevarlos como siervos a Irlanda. Si alguno de tus barones, de igual nobleza que yo, osase declarar que mi señor levanta este tributo contra todo derecho y justicia, yo lo desafío a luchar conmigo en la isla de San Sansón, a pocas leguas de aquí.

Cabizbajos y avergonzados, los barones callaban. Se reprochaban su cobardía, sin atreverse a entrar en lid contra el Morholt. Señores, ¿quién habría sido lo suficientemente audaz o temerario como para medir sus armas contra el poderoso barón cuya sola vista espantaba? ¡El oprobio caiga sobre todos ellos! Contemplaban su espada que tantas cabezas de intrépidos campeones había hecho rodar. ¿De qué serviría tentar a Dios aceptando reto tan desigual? Los barones se miraban los unos a los otros. ¡Ni uno sólo osó afrontar al fiero irlandés ni aceptar su reto para liberar a Cornualla de tan infamante servidumbre!

Tristán escuchaba las palabras del Morholt y pensaba en remediar esta infamia. Se acercó en secreto a Governal y le dijo:

—Maestro. Ningún caballero se atreve a medirse con el irlandés para defender la libertad de Cornualla. Si tú accedes, yo lo haré: si venzo conquistaré gran renombre, si perezco no tendría oprobio muriendo a manos de tan temible guerrero.

—Hijo —contestó Governal suspirando—, nadie logró nunca derrotar al Morholt y tú eres aún muy joven para enfrentarte con un adversario tan poderoso.

Tanto insistió Tristán que Governal tuvo que acceder. Tristán se acercó a su tío y arrodillándose a sus pies le dijo:

—Señor, durante varios años os serví con lealtad. Os pido que me concedáis el don de librar la batalla y devolver la libertad a vuestro reino. ¡Que no puedan decir los irlandeses que este país sólo está habitado por siervos!

En vano intentó Marcos hacerle desistir de su propósito. Tristán era joven e intrépido: no le amedrentaba la fuerza del gigante de Irlanda.

Al segundo día volvió el Morholt a la sala, convencido de que, como en veces anteriores, se habían echado suertes e iban a entregar a los jóvenes. Al verlo Tristán se levantó y lo interpeló:

—Señor, nunca este tributo fue pagado por justicia, sino por fuerza y oprobio. Estoy dispuesto a combatir cuerpo a cuerpo con vos para defender mis palabras y probar con las armas que las gentes de Cornualla son libres y no están sometidas a los irlandeses.

Fijaron las condiciones de la lucha, que tendría lugar al tercer día. El irlandés exigía que el campeón fuese de igual nobleza que él. En medio de la asamblea preguntó el nombre y el origen del muchacho extranjero. Poco sabía el rey mismo del joven por el que sentía una profunda amistad. Mientras todos callaban esperando su respuesta, Tristán permaneció unos instantes en suspenso y luego dijo en voz alta:

—Señores, mi origen no es menos noble que el del Morholt de Irlanda. Rivalín, rey de Leonís, me engendró. El rey Marcos es mi tío y mi nombre es Tristán.

El rey Marcos se levantó, lleno de alegría al ver que su favorito era su sobrino, pero angustiado al pensar que había accedido a una lucha tan desigual. Governal avanzó hacia él.

—Rey Marcos —le dijo—, Tristán ha dicho la verdad. Mirad el broche que antaño disteis a vuestra hermana Blancaflor como regalo nupcial. Roald el Feguardante, mariscal de mi señor, me lo entregó para que un día pudierais reconocerlo.

Marcos tomó el broche y comprobó que era el que había dado a su hermana cuando, tras sus bodas, embarcó en el puerto de Tintagel. Era de oro, labrado con piedras preciosas y llevaba grabadas las armas de Leonís y de Cornualla.

Al amanecer el tercer día, se armaron los combatientes. Governal vistió a Tristán con una loriga de acero colado, cubrió sus piernas de grebas de hierro, enlazó su yelmo, fijó a sus pies las espuelas de oro y lo revistió del escudo. El rey Marcos le ciñó la espada y le entregó un corcel bien enjaezado. Luego lo abrazó encomendándolo a Dios. Entre tanto las gentes del Morholt armaron a su señor.

Los cornualleses escoltaron a Tristán hasta la marina donde habían preparado dos barcas: en cada una de ellas embarcaría uno de los combatientes con sus monturas. El Morholt tomó el primero una barca, ató al mástil una rica vela de púrpura, cogió el remo y se dirigió a la isla. Atracó la barca a la orilla mientras Tristán tocaba tierra y con el pie empujaba la suya hacia el mar.

—¿Qué haces?, joven insensato —le dijo el irlandés—. ¿No ves que el mar arrastra tu barquilla?

—Morholt —respondió Tristán—, sólo uno de los dos regresará con vida: una barca será suficiente.

El Morholt contemplaba conmovido la juventud y valentía de su adversario. Le ofreció su amistad y grandes riquezas si desistía del combate, arrepentido de matar a tan buen caballero. Pero Tristán no podía acceder si no lograba devolver a Cornualla su libertad y eximirla del deshonroso tributo.

Montaron en sus corceles. El Morholt se cubrió con el escudo, bajó la lanza, espoleó su montura y la empujó contra Tristán que lo recibió lanza en ristre, el cuerpo cubierto por el escudo. Tan fuerte fue el choque que las lanzas volaron en pedazos y los dos caballeros cayeron a tierra heridos. Se incorporaron y, sacando la espada, prosiguieron el combate. El Morholt era fuerte y robusto como nunca se vio hombre igual. Tristán esquivaba diestramente sus golpes y le replicaba con valor. Allá en la orilla los cornualleses batían palmas en señal de duelo mientras que los irlandeses, sentados ante sus tiendas, reían festejando ya su victoria segura. Tristán blandió la espada y asestó sobre la cabeza de su adversario tan duro golpe que le hendió el yelmo, atravesó el almófar y la cofia y un pedazo de su espada quedó clavada en la cabeza del gigante. Enfurecido, el Morholt logró alcanzar con su espada el costado izquierdo de Tristán, hiriéndole en la cadera. El esfuerzo y la herida hicieron sucumbir al gigante, que cayó a tierra muerto. Tristán embarcó y se dirigió hacia la costa. Era la hora de nona cuando los cornualleses vieron aparecer a lo lejos la vela púrpura del irlandés: «El Morholt», exclamaron y un clamor de angustia y aflicción resonó en la playa. De repente, en la cresta de una ola, pudieron apreciar al caballero que se erguía en la proa: era Tristán. Todas las barcas volaron a su encuentro. Los jóvenes se tiraban al mar para recibirlo. Tristán saltó a la playa: las madres se arrodillaban a su paso y besaban sus calzas.

—Señores irlandeses —gritó a los compañeros del gigante—, el Morholt luchó con todas sus fuerzas hiriéndome duramente. Pero su cuerpo quedó en la isla. ¡Id a recogerlo y decidle a vuestro rey que éste es el tributo de los cornualleses!

Las gentes de Tintagel los despidieron entre gritos de alborozo, risas y algaradas: «¡Marchaos y nunca más piséis nuestras costas! ¡En mala hora acudisteis a Cornualla!».

En medio de los cantos de alegría, del tañido de las campanas, de la algarabía de trompas y bocinas, llegó Tristán hasta el rey que había salido a su encuentro. Entonces se desplomó en sus brazos mientras la sangre brotaba de sus heridas.

Los hombres del Morholt regresaron a Irlanda. Antaño, cuando el Morholt abordaba en el puerto de Weiseforte, se alegraba al ver a sus hombres reunidos que lo aclamaban. La reina Iseo, su hermana, y su sobrina, Iseo la Brunda, una muchacha de catorce años bella como el alba al apuntar el día, acudían a su encuentro. La reina y su hija conocían la virtud de cada planta y preparaban bálsamos y brebajes capaces de curar todas las heridas y de reanimar a los enfermos en los que ya aparecía el color de la muerte. Mas ¡de qué servirían ya sus recetas mágicas, sus filtros, sus ungüentos y las hierbas recogidas a la hora propicia! El Morholt yacía muerto, cosido a una piel de ciervo, el fragmento de la espada de Tristán aún clavado en su cráneo. Condujeron el cadáver al castillo. Los caballeros acudieron a su encuentro. Las gentes se lamentaban: «¡Por nuestro mal se reclamó el tributo!», decían. La rubia Iseo lavó el cadáver y extrajo de su cabeza el pedazo de acero que guardó en una arqueta de marfil, tan preciosa como un relicario. Inclinada sobre el cadáver, repetía sin fin el elogio del muerto, lloraba y maldecía al joven asesino, el tributo y las tierras de Cornualla. Su duelo se unía al de su madre y al de todo el pueblo. Ese día, Iseo la Brunda aprendió a odiar el nombre de Tristán de Leonís.

3. El viaje a la aventura

Entretanto en Tintagel los criados del rey Marcos habían conducido a Tristán a una bella cámara, adornada con tapices preciosos y hermosas pinturas. Acudieron los más prestigiosos médicos del reino. Le dieron brebajes de hierbas diversas, le pusieron ungüentos y bálsamos; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudieron curar la herida que había recibido en la cadera. Comprendieron que el Morholt lo había atacado con una espada emponzoñada y que nada podían sus pócimas y remedios contra el veneno. La herida empeoraba: supuraba una sangre negra y corrompida. Tal era su hedor que ni parientes ni amigos podían resistir su compañía, salvo el rey Marcos, su fiel ayo Governal y Dinas de Lidán. Al conocer su estado, los barones decían entristecidos: «Tristán, amigo. ¡Caro comprasteis la libertad de Cornualla!», y lamentaban su juventud y valentía que tan mal fin habían de tener.

La angustia y el dolor impedían a Tristán encontrar reposo. Rechazaba todo alimento. De día en día disminuían sus fuerzas. Su rostro se volvió pálido, su cuerpo adelgazó: nadie que lo hubiera conocido antes podría reconocerlo. Pidió al rey que lo llevasen a una pequeña cabaña junto a la costa allí, recostado ante el mar que había traído al Morholt, esperaba la muerte.

Un día que se entretenía mirando los acantilados que se extendían más allá del puerto, pensó buscar remedio en un país lejano, allende el mar, donde tal vez encontrase curación su herida. Llamó a Governal y lo envió al rey rogándole que acudiese a su lado. Marcos escuchó los deseos de su sobrino achacándolos a delirio. Pero Tristán persistía en su propósito y al final el rey accedió a preparar una barquilla con alimentos y un tonel de agua dulce. Cuando estuvo aparejada, lo llevaron hasta ella. Tristán se hizo a la mar en la nave, sin más compañía que su arpa. Governal empujó la barquilla con sus brazos temblorosos. El rey contempló, con lágrimas en los ojos, cómo Tristán se alejaba, arrastrado por las olas, en la barca sin vela ni remos.

Siete días y siete noches navegó sin rumbo por las aguas. Entretenía su tristeza tocando el arpa. Al fin, las olas lo empujaron hacia la costa. Esa noche, unos pescadores que habían salido del puerto para echar las redes oyeron una dulce melodía que parecía surgir de las aguas. Escucharon sorprendidos y, con los primeros rayos del alba, descubrieron la barquilla errante. «Una música celestial —se decían— rodeaba la nave de San Borondón cuando bogaba hacia las Islas Afortunadas por el mar más blanco que leche». Remaron hasta aproximarse a la nave que iba a la deriva: no parecía existir vida en ella salvo los sones del arpa. Al alcanzarla descubrieron a Tristán, recostado sobre su lecho, el arpa entre las manos. Lo vieron tan pálido y enfermo que se compadecieron y lo llevaron hasta el puerto, donde la reina y su hija podrían curarlo. Tristán les preguntó qué tierras eran y en qué reino había abordado. ¡Por desgracia aquel país era Irlanda! ¡Las olas lo habían empujado hacia el puerto de Weiseforte donde yacía, en el campo de los muertos, el Morholt y donde la reina Iseo deseaba su venganza! Tristán se sobresaltó al pensar que alguno de los compañeros del Morholt pudiera reconocerlo.

Los pescadores lo condujeron ante el rey, y contaron su extraordinaria habilidad con el arpa. El rey quiso informarse de su nombre y procedencia:

—Señor —le respondió—, mi nombre es Tantrís. Soy un juglar y embarqué en una nave de mercaderes; viajaba hacia España, donde pensaba aprender el arte de leer en las estrellas; los piratas nos abordaron, robaron cuanto encontraron y mataron a todos los hombres. Sólo yo logré escapar, malherido, en esta barquilla que me ha traído a tu reino. Durante días y noches anduve a la merced de las olas salvajes que me empujaron hacia estas costas.

Todos lo creyeron. Ninguno de los compañeros del Morholt pudo reconocer en él al joven caballero que había luchado en la isla de San Sansón: el veneno de la herida había ennegrecido su tez y deformado sus rasgos. El rey ordenó que fuese albergado en una casa, hizo disponer un buen lecho y pidió a su hija que curase al pobre juglar herido.

Iseo la Rubia, que había aprendido de su madre la virtud de las hierbas, los sortilegios, las pócimas y ungüentos, abrió su herida, quemó la carne muerta, la hizo sangrar y retiró el veneno que aún quedaba en ella. Luego lo curó con bálsamos medicinales. En pocos días mejoró la herida y Tristán inició a Iseo en el arte de componer trovas, pastorelas, lays y de tocar el arpa y la rota.

Al cabo de cuarenta días la herida se había cerrado y Tristán había recuperado su aspecto. Recordó a su tío, que lo esperaba sin tener noticias suyas, y a su fiel ayo Governal y, pues temía que alguien pudiera reconocerlo y vengar en él la muerte del Morholt, se despidió del rey, de la reina y de la rubia Iseo. Embarcó en la nave de un mercader que atracó en Tintagel de paso hacia Francia. Marcos y toda su corte lo recibieron con grandes muestras de alegría y todos se maravillaron al escuchar el relato de su viaje y de su curación.

4. El cabello de oro

Tristán regresó a Tintagel curado de la herida que había recibido en el combate contra el Morholt. El rey lo honró como a su mejor guerrero y más sabio consejero. Nada se hacía en palacio sin que Marcos consultase a Tristán y cuando salían a cabalgar, Tristán marchaba a su derecha.

Hacía tiempo que el rey había llegado a la edad de hombre y nunca había querido tomar mujer que le diese herederos. En vano lo exhortaban sus consejeros; ahora, al regresar su sobrino, decidió más que nunca envejecer sin hijos y dejar su reino a Tristán.

Había en la corte cuatro barones felones que odiaban a Tristán por su valentía, su nobleza y porque gozaba de la confianza del rey. Eran Andret, Ganelón, Godoine y Denoalen. El duque Andret era sobrino de Marcos como Tristán. Poseía grandes alodios, bellos castillos y numerosas tierras ricas. Era fuerte y bien plantado, de pelo rojizo y piel pecosa, fanfarrón y amigo de chanzas y zumbas. Al escuchar los felones el relato de Tristán pensaron que era brujo y que por arte de nigromancia había logrado curarse.

—¡Ved! —decía Andret a sus compañeros—. ¡Demasiadas maravillas! ¿Qué magia pudo curarlo de la fatal herida del Morholt? ¿Qué encanto usó para engañar a la hija del rey de Irlanda, su mortal enemiga? Es un hechicero y así ha logrado hacerse con el corazón del rey.

Así convencieron a la mayoría de los barones que incitaron al rey a tomar esposa que le diese herederos, amenazándole con retirarse a sus tierras y hacerle la guerra si no aceptaba sus consejos. El rey rechazó sus propósitos con firmeza, diciéndoles que nunca tendría su reino mejor heredero que Tristán. Marcos se resistía y juraba en su corazón que, mientras viviera su sobrino, ninguna hija de rey entraría en su lecho. Tanto maquinaron los barones que Tristán advirtió sus manejos y temiendo que alguien pudiera pensar que él, por codicia, había influido en el ánimo de su tío, acudió a él y le dijo:

—Tío, deberías seguir el consejo de tus barones que buscan tu gloria y buen nombre. Un rey no puede ser cura ni canónigo. Deberías tener una reina que realzase tu corte y te diese un hijo que un día pudiera sucederte en el gobierno de tu reino. Evitarías así los manejos de los envidiosos y, a tu muerte, el país no tendría que soportar las luchas y querellas de la sucesión.

Al ver que el rey no accedía a seguir su consejo, Tristán lo amenazó con dejar la corte y marchar a tierras extrañas a servir a otros señores. Tanto dijo, insistió y rogó que el rey accedió a convocar a sus barones.

No hubo noble ni señor que no acudiera el día señalado. Todos rogaron al rey que tomase mujer. Marcos los despachó malhumorado, declarando que en el plazo de quince días los volvería a reunir para comunicarles quién debía ser la reina de Cornualla.

Llegó el día. El rey aguardaba, solo en su cámara, la llegada de sus barones. «¿Dónde hallaré hija de rey tan lejana e inasequible que me permita fingir tomarla por esposa?», se preguntaba angustiado. En ese momento entraron por la ventana dos golondrinas que dejaron caer sobre las manos del rey un cabello de mujer más suave que la seda y brillante como un rayo de sol. Marcos lo tomó. Al poco rato llegaron los barones y Tristán. Todos venían con un partido para proponer al rey: uno hablaba de la hija del rey de Northumberland, el otro prefería una sobrina del rey Arturo cuya belleza era de todos celebrada, este otro pensaba en la hija del duque de Bretaña. El rey los acalló diciendo:

—Señores, he meditado vuestro consejo y accederé a seguirlo si os comprometéis a buscar la princesa que he elegido. Todos asintieron y preguntaron quién podría ser.

—He elegido a la bella a quien este cabello pertenece. Sólo ella aceptaré como reina de Cornualla.

—¿A quién pertenece? —dijeron los barones—. ¿Quién os lo trajo? ¿De qué país?

—Pertenece a la bella de los cabellos de oro —replicó el rey—. Dos golondrinas me lo trajeron. Preguntadles: ellas saben de qué país procede.

Perplejos y sorprendidos, los barones pensaron que el rey se mofaba de ellos. ¡Tristán había inventado esta burla para eludir el matrimonio del rey! Tristán comprendió sus sospechas y cuanto contra él maquinaban. Observó el cabello y recordó a la bella Iseo. Sonrió y dijo:

—Rey Marcos. Vuestro ardid levanta contra mí las sospechas de vuestros barones. Yo iré en busca de la bella de los cabellos de oro para acallar sus negros pensamientos en contra de vos y de mí. Sabed que la empresa es más arriesgada que cuanto nunca hice. ¡Más difícil será regresar de su país que de la isla en la que luché contra el Morholt! Pero para que vuestros barones sepan que os amo con lealtad, pongo mi fe en este juramento: o bien moriré en el intento o bien traeré a la corte de Tintagel a la reina de los cabellos dorados.

Tristán eligió a cien caballeros de entre los más nobles y valientes para acompañarle en su viaje. Luego embarcó, llevando a Governal, en una nave bien provista de víveres, bebidas, buen vino, harina y numerosas mercancías como si fuera nave de mercader. Todos vestían sayal y capa de carmelín basto, pero bajo el puente de la nave escondían sus calzas de buen paño, sus camisas de ranzal blanco, sus briales ricamente bordados.

Cuando todo estuvo dispuesto para zarpar, el piloto preguntó:

—Señor, ¿hacia dónde nos dirigiremos?

—Singlaremos hacia Irlanda —respondió Tristán—, y desembarcaremos en el puerto de Weiseforte.

El piloto se sobrecogió. ¿No sabía Tristán que después de la muerte del Morholt el rey de Irlanda apresaba las naves cornuallesas y colgaba en el puerto, de grandes horquillas, a los marineros que cogía? Obedeció, sin embargo, y navegó hasta acercarse a las peligrosas costas.

Llegaron a Weiseforte. Tristán envió a Governal con un joven escudero a pedir al preboste del puerto autorización para negociar en la ciudad con sus mercancías.

—Señor —le dijo Governal—, somos mercaderes; vamos de tierra en tierra vendiendo nuestros productos: no conocemos otro oficio. Cargamos nuestra nave en Bretaña y nos dirigíamos a Flandes, pero unos vientos contrarios nos desviaron de nuestro camino.

A cambio de satisfacer el pago de una blanca esterlina el preboste accedió a su petición. Governal regresó a la nave satisfecho del resultado de su embajada. Entraron la nave en el puerto, la anclaron y cargaron las velas. Después dispusieron las mesas y cenaron alegremente. Bebieron, jugaron al ajedrez, a las tablas y a los dados y se divirtieron con toda la suerte de juegos que corresponden a caballeros.

A la mañana siguiente cada uno de ellos se atavió a guisa de mercader. Vistieron sayo de paño burdo, calzaron bastos brodequines y se echaron sobre los hombros un capote tazado. Bajaron a tierra con sacos y canastas, un bastón claveteado del brazo. Llevaban asnos cargados de calderos, cazos, sartenes, lebrillos, pucheros, cuchillos, navajas y todo tipo de utensilios domésticos; agujas, hilos, piezas de grueso camelote; tejidos de precio como el aceituní, la escarlata, el cendal; orfreses, hilos de oro, pasamanerías, pieles de vero y marta cibelina; especies como el anís, el clavo, la canela; piedras preciosas como carbunclos, berilos, esmeraldas y topacios; instrumentos diversos: flautas, jugas, chirimías; perros adiestrados para la caza, gavilanes de Noruega y halcones de Cerdeña. Tristán los acompañaba con una carga de jihuelas, cascabeles y capirotes de cuero.

5. El dragón

Al llegar a la plaza del mercado oyeron un grito tan extraño y espantoso que más parecía rugido de demonio que gañido de animal. Hombres y mujeres huían despavoridos en dirección al mar; como almas en pena corrían enloquecidos ante el misterioso peligro.

—Señora —dijo Tristán interpelando a una mujer—, ¿de dónde viene el grito que he oído? ¿Por qué huye la gente de este modo?

—¡Bien se ve que sois forastero —le respondió—, pues no conocéis la bestia del Valle del Infierno! Sabed que es el más temible animal que nunca existió. Mide más de diez anas de largo, tiene los ojos rojos y llameantes como carbones encendidos, dos cuernos en la frente. Tiene cabeza de bicha con cresta como un basilisco, patas como un lagarto, la cola enroscada, el cuerpo escamoso de un grifo y garras más fuertes que las de una quimera. Dicen algunos que de día repliega las alas y de noche vuela dejando una gran cola de fuego. De su boca salen llamas y un humo que envenena y quema cuanto halla a su paso. Dos veces a la semana baja de su guarida y se aposta ante una de las puertas de la ciudad. Nadie puede entrar o salir sin ser devorado. Devasta el país y los campesinos no se atreven a salir a los campos por temor a la bestia.

—Señora —replicó Tristán—, ¿nadie libró batalla contra ella?

—Sí —dijo la dama—. Más de veinte caballeros, de los más fieros y avezados en la lucha, lo intentaron. Pero todos perecieron devorados por el dragón. El rey Gormón ha puesto en pregón que dará a su hija y la mitad de su reino a quien logre matarlo. Mas ya nadie se atreve a enfrentarse con la bestia y los más valientes huyen al oírla acercarse.

Tristán regresó a la nave. Tomó en secreto sus armas y arneses. Desembarcó su caballo y lo montó. Salió al galope, llevando escudo y lanza, espada ceñida y yelmo enlazado, y se dirigió hacia la puerta que la mujer le había mostrado. Nadie pudo verlo: el puesto estaba desierto por temor a la terrible serpiente. Mientras cabalgaba, cruzó en su camino a un caballero armado que volvía precipitadamente hacia la ciudad, las riendas sueltas y espoleando su caballo con todas sus fuerzas, como aquel que escapa a una gran apretura. Tristán lo agarró por sus largas trenzas rojizas:

—¡Dios os salve!, caballero —le dijo—. Decidme, ¿por qué camino viene el dragón?

El fugitivo se lo mostró y le gritó que se alejase si no deseaba ser devorado por la bestia. Tristán lo soltó y siguió su camino. Poco tardó en descubrir al animal: tenía el morro levantado, los ojos chispeantes, la lengua fuera y vomitaba fuego y veneno. Al ver al caballero pegó un gran rugido e hinchó el cuerpo. Tristán espoleó su corcel con tal violencia que el animal, erizado de miedo, brincó contra el monstruo. La lanza del caballero chocó con las escamas de su cuerpo y voló en pedazos. El monstruo, al sentir el ataque, lanzó sus garras contra el escudo, hundiéndolas en él y haciendo saltar sus ataduras. El valiente sacó presurosamente la espada y golpeó con todas sus fuerzas la cabeza del dragón, pero su piel era tan dura que no logró hacer mella en ella: en vano intentaba herir su cuerpo invulnerable. Entonces el dragón abre sus fauces para devorarlo; vomita llamas venenosas que ennegrecen el yelmo de Tristán como carbón apagado; el caballo cae muerto al suelo. De un brinco se incorpora Tristán y hunde su espada en la garganta de la bestia con tal fuerza que penetra hasta el fondo y le parte en dos el corazón. Por última vez retumba el aire con el terrible gañido del dragón agonizante.

Tristán cortó de raíz la lengua del dragón y la guardó en su jubón. Luego, aturdido por el humo acre, dio unos pasos en dirección a un estanque que se hallaba en las cercanías. Pero el veneno de la lengua de la bestia infectó su sangre y paralizó sus miembros. Su cuerpo se volvió negro y lívido y el héroe cayó inanimado entre los altos juncos que bordeaban el pantano.

¡Señores! Sabed que el fullero que Tristán había encontrado cuando cabalgaba hacia la aventura no era otro sino Aguyn-guerren el Rojo, senescal del rey de Irlanda. Era cauteloso, disimulado, duro de corazón, mentiroso y trapacero. Hacía tiempo que amaba a la princesa Iseo y, desde que el rey había pregonado su bando, todos los días se armaba para combatir al dragón. Pero era cobarde y al grito de la serpiente huía despavorido sin que todo el oro de Irlanda pudiera hacerle regresar. Cuando llegó a la puerta de la ciudad, se le ocurrió que tal vez aquel joven caballero tan resuelto tuviera más fortuna que él en la empresa. Volvió grupas y encontró el dragón muerto, el corcel abatido en el suelo y el escudo roto. No vio a Tristán, oculto por las hierbas del pantano, y, pensando que el monstruo lo había devorado, cortó la cabeza al dragón, la colgó de su silla y se presentó ante el rey reclamando la recompensa prometida.

El rey, que conocía su cobardía, se maravilló de que el senescal pudiera haber realizado tamaña proeza. Tanto insistió Aguyn-guerren que acabó convenciéndolo. Convocó a sus vasallos para que acudieran a la corte en el plazo de ocho días: el senescal mostraría ante la asamblea la prueba de su victoria. Luego acudió a la cámara de las mujeres para comunicar la noticia a la reina y a su hija.

Cuando la rubia Iseo supo que su padre quería entregarla al senescal rompió en lamentaciones:

—¡No quiera Dios —decía— que comparta el lecho de ese pelirrojo, cobarde y embustero! ¿De dónde le vinieron valor y fuerza para enfrentarse con el dragón, él que siempre se mostró cobarde ante cualquier valiente caballero?

No tardó en caer en la cuenta de que el senescal había inventado una impostura y engañado al rey. A la mañana siguiente, acompañada por su paje, el rubio y fiel Perinís, y por su doncella, la joven Brangel, salió del castillo al alba por una puerta que daba al jardín. Cabalgaron en dirección a la guarida del dragón. En el camino, observó las huellas de un caballo con herrajes distintos de los del país. Siguiéndolas encontraron el monstruo decapitado y el caballo muerto enjaezado según usanzas extranjeras. Descubrieron el escudo roto sobre el que aparecía un dragón de oro reluciente: nunca Aguyn-guerren había usado un emblema semejante.

Mucho tiempo buscaron al caballero. Al final Brangel vio brillar, entre las hierbas del pantano, su yelmo. Tristán yacía inanimado, el cuerpo ennegrecido e hinchado mas todavía con vida. Iseo observó sus rasgos, que le recordaban a Tantrís, el juglar al que meses antes había salvado de la muerte. Perinís lo subió sobre su caballo y, en secreto, lo llevó a las habitaciones de las damas. Al llegar al castillo, Iseo contó a su madre su aventura. Luego preparó sus bálsamos y ungüentos y, al quitarle la armadura, cayó al suelo la lengua envenenada del dragón. Iseo la recogió gozosa y guardó celosamente la prueba de la impostura del senescal cobarde y felón.

Al día siguiente, Iseo la Rubia le preparó un baño con raíces y hierbas aromáticas y saludables. Tristán, reanimado por el calor del agua y la fuerza de los ungüentos, sonreía al pensar que había conquistado a la bella de los cabellos de oro.

—Esta lengua demuestra que tú mataste al dragón —le dijo Iseo—. Pero el senescal de mi padre, un barón traidor y embustero, le cortó la cabeza y reclama para sí el premio de la aventura. De aquí a seis días mi padre convocará a sus barones y, ante la asamblea, tendrás que mostrar su impostura.

—Señora —respondió Tristán—, convenceré al senescal de engaño y si quiere mantener su impostura con las armas mostraré en el combate que os reclama con mentiras y falsedad.

Tristán permanecía en el baño mientras Iseo limpiaba sus armas deslustradas por el veneno. Sacó la espada ensangrentada de la vaina y observó la brecha de la lámina. Una sospecha la asaltó. Abrió la arqueta en la que guardaba el pedazo de acero extraído del cráneo del Morholt. Unió el fragmento a la brecha y vio que se ajustaban. Entonces comprendió que el juglar al que había curado y el vencedor del dragón era Tristán de Leonís, quien un día había matado al Morholt frente a las costas de Cornualla.

Iseo se estremeció; un escalofrío de rabia recorrió su cuerpo; roja de ira, la frente bañada en sudor, corrió hacia Tristán blandiendo la espada sobre su cabeza:

—¡Ah! ¡Tristán, sobrino del rey Marcos! ¡Ya no podrán valerte tus engaños! ¡Con esta espada mataste a mi tío el Morholt! ¡Con ella misma morirás!

Tristán intentó detener su brazo. Fue en vano. Su cuerpo debilitado era incapaz de conseguirlo. Pero su mente trabajaba para salvarlo. Con gran habilidad le dijo:

—¡Sea! ¡Moriré! Pero antes escúchame no sea que un día te arrepientas de mi muerte. Tienes derecho a quitarme la vida porque dos veces me la devolviste. La primera cuando, casi moribundo por la herida envenenada, me curaste: entonces yo te enseñé los lays de arpa; la segunda cuando me encontraste desvanecido junto al estanque. ¡Sí! Yo maté al Morholt. Pero lo hice en combate leal. Él me había desafiado y si hubiera podido habría tomado mi vida. Por ti luché contra el dragón y liberé a tu país de su terrible plaga. Pero tienes derecho a matarme. Hazlo si piensas que así ganarás gloria y alabanza. Tal vez un día, cuando estés acostada en los brazos de tu valiente senescal, recuerdes al huésped herido que arriesgó su vida para conquistarte y al que tú quitaste la vida cuando estaba indefenso en su baño.

—¡No haré caso a tus engañosas palabras! ¿Por qué mataste al dragón para conquistarme? ¡Querías vengar la antigua afrenta del tributo y como antaño el Morholt llevaba en su nave a las jóvenes doncellas de Cornualla tú quisiste llevar como sierva a aquélla a la que el Morholt más amaba!

—¡No!, hija de rey. Vine a Irlanda para rendirte homenaje. Un día dos golondrinas volaron hacia Tintagel y llevaron en su pico uno de tus cabellos: era un mensaje de paz y amor. Por eso acudí en tu búsqueda de allende el mar y luché contra el dragón. Mira este cabello, cosido entre los hilos de mi brial: el color de los hilos de oro se ha deslucido, pero el brillo del cabello no se ha empañado.

Iseo guardó la espada. Tomó en sus manos el brial, contempló el cabello de oro, tratando de ocultar su emoción. Luego besó a Tristán en los labios en señal de paz y amistad y lo revistió con sus ricas ropas.

Llegó el día fijado para la asamblea. Tristán envió secretamente a Perinís, el fiel criado de Iseo, hacia su nave para ordenar a sus compañeros que acudiesen a la reunión vestidos con sus mejores ropas. Los compañeros de Tristán recibieron con alivio y alegría la noticia: en vano lo habían buscado Por campos, caminos, bosques y eriales, sin poder dar con él. Los caballeros vistieron ricos briales de ciclatón obrados con oro y pellizones de vero y marta cibelina adornados con pedrería. Montaron en sus corceles enjaezados con sillas de oro y, cabalgando de dos en dos, se dirigieron al palacio. Subieron a la sala y se sentaron en los bancos altos, junto a los más nobles vasallos. Los irlandeses se preguntaban extrañados quiénes serían estos ricos y poderosos señores tan lujosamente engalanados.

El rey tomó asiento bajo el dosel. La reina fue introducida en la sala con todos los honores que correspondían a su rango y se colocó junto al rey. Tristán, que la seguía, se sentó al lado de la princesa Iseo. Todos admiraron la belleza del extranjero, sus ojos claros, sus cabellos rubios y rizados.

El senescal Aguyn-guerren el Rojo se alzó, de entre el círculo de los barones, y lleno de orgullo exclamó:

—Señor. Un rey debe ser fiel a la palabra dada. Vos ofrecisteis vuestra hija Iseo y la mitad de vuestro reino a quien acabase con el dragón que asolaba vuestras tierras y atemorizaba a vuestras gentes. Yo lo maté y en prueba de ello presentaré la cabeza del monstruo.

Entonces Iseo se incorporó, avanzó hacia su padre e inclinó la cabeza ante él.

—Rey —le dijo en voz alta—. En esta asamblea hay un hombre que puede convencer de engaño y felonía al senescal. ¿Prometéis olvidar todos sus daños pasados, por grandes que sean, y otorgarle vuestro perdón y vuestra paz si demuestra ser él quien libró vuestra tierra de la terrible plaga del dragón?

El rey permaneció un rato pensativo como hombre sabio que gusta de meditar sus resoluciones. Sus barones lo incitaron a acceder. Al final habló y dijo:

—Lo otorgo.

Iseo fue a buscar a Tristán y lo condujo de la mano ante el rey. A su vista, los cien caballeros se levantaron, lo saludaron con los brazos en cruz sobre el pecho y se colocaron a su lado. Los irlandeses comprendieron que era su señor. Pero los que en otro tiempo habían acompañado al Morholt ante las costas de Cornualla lo reconocieron: un gran clamor se levantó en la asamblea: ¡Es Tristán de Leonís, el asesino del Morholt! Todos desenvainaron las espesad y con gran estruendo repitieron: «¡Que muera!». El rey Gormón los acalló con sus palabras:

—¡Tristán! ¡Gran oprobio causasteis a nuestro país cuando matasteis al Morholt! ¡Pero prometí a mi hija perdonaros si lograbais demostrar que vos librasteis a nuestro país del terrible dragón y cumpliré mi palabra!

Ante todos los barones, Tristán mostró la lengua del dragón. Trajeron la cabeza y pudieron comprobar que había sido cortada. Ofreció al senescal probar con las armas sus engaños, pero el cobarde felón no se atrevió a aceptar la batalla y reconoció su impostura. Todos los vasallos hicieron burla y vituperio del falso senescal, que abandonó el país avergonzado y deshonrado. Luego Tristán se dirigió a la asamblea y habló así:

—Señores, maté al Morholt en justa lid como él me habría matado a mí si la suerte le hubiera sido favorable. Pero atravesé el mar para ofreceros una buena satisfacción. Para liberar vuestra tierra de la plaga del dragón puse mi vida en peligro y venciéndolo conquisté a la rubia Iseo. Pero, a fin de que los reinos de Cornualla e Irlanda olviden sus viejas rencillas y gocen de paz y armonía, el rey Marcos, mi señor, la tomará por esposa. Todos los príncipes y barones de Cornualla le rendirán homenaje y la servirán como a reina y señora. Estos cien caballeros que me han acompañado están dispuestos a jurar sobre las reliquias sagradas que el rey Marcos os pide paz y tomará a Iseo como su mujer desposada.

Trajeron los cuerpos sagrados en un relicario de marfil obrado con piedras preciosas. Los cien cornualleses juraron sobre ellos, levantando la mano derecha, que el rey Marcos tomaría a Iseo como mujer legítima. Luego el rey Gormón Preguntó a Tristán si la conduciría lealmente a su señor. Delante de los cien cornualleses y de todos los barones de Irlanda, Tristán juró que así lo haría. Entonces el rey puso la mano derecha de Iseo en la de Tristán y Tristán la recibió en señal de que la tomaba en nombre del rey de Cornualla.

Hubo grandes fiestas y los irlandeses se felicitaban al pensar que este matrimonio les traería la paz con Cornualla y que serían bien recibidos allí donde habían sido más odiados.

De este modo, gracias a su esfuerzo y a su astucia, Tristán conquistó, por amor del rey Marcos, la princesa de los cabellos dorados.

6. El filtro

Se hicieron los preparativos para el viaje. Equiparon una bella nave. Las doncellas de Iseo dispusieron el ajuar de la novia. Llenaron cofres y baúles con ricos vestidos, bellos atavíos y joyas preciosas. Los criados embarcaron las vituallas, la harina, la bebida, el vino y todos los alimentos necesarios para el viaje.

Entre tanto la reina recogió por montes y prados flores, raíces y hierbas, las mezcló en vino y compuso, por artilugios de magia, un brebaje misterioso que vertió en una redoma y entregó un secreto a la fiel Brangel.

—Brangel —le dijo—, acompañarás a mi hija al país del rey Marcos y la servirás con amor y lealtad. Toma esta redoma y guárdala celosamente. Cuida que nadie la vea ni acerque sus labios a ella, pues gran mal podría sobrevenir. Cuando llegue la noche de bodas y los esposos estén en su lecho, verterás su contenido en una copa que presentarás al rey y a Iseo para que lo beban juntos. Es el vino herbolado que preparé con mis manos. En cuanto lo hayan bebido, ambos se amarán de suerte que nadie podrá sembrar la discordia entre ellos. Durante tres años no podrán vivir separados sin enfermar y pasado ese tiempo seguirán amándose hasta la muerte.

Brangel lo tomó y prometió a la reina cumplir fielmente su voluntad.

Llegó el día de la partida. Iseo embarcó con su fiel doncella Brangel y su paje Perinís. Numerosas jóvenes, hijas de nobles, la acompañaban. Una multitud de caballeros, damas y escuderos se congregó para despedir a la hermosa princesa. No había mujer en el país que no llorase al verla marchar, pues todos la amaban por su cortesía y su belleza. Iseo se despidió de sus padres y sonrió tristemente al abandonar Irlanda. Subieron a la nave y Tristán dio la señal de partida. Levantaron el ancla, el timonel empuñó la barra, los marineros amuraron a proa las velas y halaron de las bolinas para coger el viento. La vela se hinchó y la nave se alejó de la costa, empujada por un viento propicio.

En una parte de la nave vivían Tristán y sus compañeros, en la otra estaban los apartamentos de las mujeres. Habían dispuesto un pabellón bien guarnecido de cólcedras, cojines y ricos tapices sarracenos donde Iseo pasaba el día. Ningún hombre, salvo Tristán, podría penetrar en él. Iseo contemplaba tristemente las costas lejanas de su patria. A medida que se iban alejando aumentaban sus sombríos pensamientos. Sentada junto a su fiel Brangel, se lamentaba al recordar a Irlanda. ¿Dónde la conducían estos extranjeros? ¿Hacia quién? ¿Qué destino le aguardaba en ese país extraño donde siempre habían odiado a las gentes de Irlanda? Tristán se acercaba e intentaba consolarla con dulces palabras. Con su arpa procuraba disipar su tedio y enfado. ¡Todo era vano! Iseo se irritaba y lo rechazaba, el corazón lleno de rabia. ¡Con sus astucias la había arrancado a su madre y a su patria, él, el raptor y el matador del Morholt! ¡No se había dignado conservarla para sí, sino que la llevaba, presa, a una tierra extranjera para entregarla a un rey anciano!

—¡Pobre desgraciada! —se decía—. ¡Maldito sea este mar que me lleva hacia Cornualla! ¡Mejor querría estar muerta en mi país que reinar allá!

Todos los esfuerzos de Tristán para confortarla eran inútiles. Iseo se mostraba esquiva y rencorosa.

—¡Dejadme! —le decía—. ¡Por mi mal atravesasteis el mar! ¡Por vuestra culpa sufro penas y tristezas! No contento con matar al Morholt, inventasteis la historia de las golondrinas para llevarme prisionera en esta nave que me conduce a tierras enemigas. ¡Quién diría cuántas tristezas y tribulaciones me aguardan allí, lejos de los míos!

—Bella Iseo. Mi vuelta a Irlanda no os trajo penas y tristezas, sino honor y alegría. Allá en Cornualla seréis una reina poderosa, amada y honrada. Tendréis por señor al bondadoso rey Marcos, que os respetará y amará como a su mujer desposada. En Irlanda sólo podríais ser la esposa de un duque o un barón, en Cornualla seréis reina. ¿Acaso pensáis que seríais más feliz teniendo como señor al cobarde y embustero senescal Aguyn-guerren el Rojo?

Así se esforzaba Tristán por acallar el odio y el resentimiento que hacia él sentía la bella Iseo.

La nave proseguía su camino. El sol había entrado en el signo de cáncer. Era la víspera de San Juan. Desde la hora de tercia, un calor sofocante se levantó sobre el mar y disipó todas las nubes. El viento cayó. Las velas colgaban desinfladas sobre el mástil. La nave detuvo su marcha. Después del almuerzo, marineros, caballeros, hombres y mujeres permanecían tumbados y sesteaban, somnolientos y amodorrados por el ardor del aire. Tristán acudió, como todos los días, a consolar a Iseo con sus canciones. El sol era ardiente, el calor les hizo sentir sed. Enviaron a una joven doncella en busca de una bebida. La muchacha acudió a Brangel que dormitaba tumbada sobre una estera. La doncella se incorporó Perezosamente, tomó una copa de oro, bajó al pañol donde a tientas llenó la copa de una redoma que estaba junto a tantas otras que guardaban los mejores vinos de Irlanda. Luego subió al pabellón de las damas y lo presentó a Tristán quien de un trago vació la mitad y ofreció el resto a Iseo. La bebida era clara como vino y les pareció buena y suave.

Al instante se miraron extrañados. Parecía como si el vino al extenderse por sus venas mudase sus corazones y pensamientos. La emoción y el temor asomaron al rostro de Iseo y disiparon su rencor. El amor, tormento del mundo, los sometía y sojuzgaba. Brangel los observa. Una terrible duda la asalta. ¡Dios! ¡Si se hubiera equivocado de recipiente! Baja presurosa al pañol y descubre la redoma del brebaje de amor que la reina le había confiado casi vacía. «¡Desdichada! —se dice—. ¡Mal cumplí el mandato de mi señora! ¡En mala hora nací y en mal día embarqué en esta nave fatídica! Iseo, amiga, y tú, Tristán, noble caballero, ¡habéis bebido vuestra perdición y vuestra muerte! ¡No fue vino, ni celia, ni cerveza lo que tomasteis, sino la bebida encantada que la reina de Irlanda había preparado para las bodas del rey Marcos! ¡Por mi desidia bebisteis la pasión y la muerte!».

De esta manera Tristán e Iseo, por un error de la fiel Brangel, tomaron en el mar, la víspera de San Juan, el brebaje fatal que tantas penas y alegrías les había de acarrear y entraron en la rota que nunca podrían abandonar. La bebida les pareció suave y dulce. ¡Nunca dulzura fue pagada a tan alto precio!

Volvió a levantarse el viento; la nave singlaba hacia Tintagel. Parecía a Tristán que una zarza vivaz, de agudas espinas y flores olorosas, echaba raíces en la sangre de su corazón y con fuertes lazos unía su cuerpo, su pensamiento y su deseo al bello cuerpo de Iseo. El veneno de amor se expandía por sus venas sin que nunca pudiera curarse. Con tristeza pensaba: «Andret, Denoalen, Ganelón y Godoine, ¡felones que me acusabais de codiciar la tierra del rey Marcos! ¡Soy más vil aún de lo que vosotros sospechabais y no es su tierra lo que deseo! Querido tío, tú que me amaste huérfano antes de reconocer en mí la sangre de tu hermana Blancaflor, tú que llorabas cuando me dejaste en la barca sin vela ni remos, ¿por qué no expulsaste al muchacho errante que acudió a tu país para un día traicionarte? ¡Ah! ¿Qué digo? Iseo es vuestra mujer y yo vuestro vasallo. Iseo es vuestra mujer y yo vuestro hijo. Iseo es vuestra mujer y no puede amarme».

Pero Iseo lo amaba. Quería detestarlo: ¿no la había desdeñado después de vencer al dragón? Quería odiarlo y no podía. Se irritaba en su corazón por este amor más poderoso que el odio. «¿Cómo podría querer al asesino del Morholt, al hombre que con astucias me arrancó a mi tierra? —se decía—. Pero no existe entre el cielo y la tierra caballero que pueda compararse a Tristán en destreza y valentía. Siempre pensé que el amor sería dulce, ahora comprendo que es amargo». Inútilmente se atormentaba. Quería ocultar su amor sin poder apagar el fuego que el filtro había encendido en su corazón.

Brangel los espiaba con angustia, pues sólo ella conocía el mal que había causado. Los vio buscarse como ciegos que caminan a tientas el uno hacia el otro, tristes al estar separados, más desgraciados aun cuando, reunidos, temblaban ante el temor a confesar sus pensamientos. Acudió en busca de Governal: así supo el fiel ayo el error fatal que tantos males había de ocasionar a su querido señor.

Al caer la tarde, Tristán acudió al pabellón donde permanecía Iseo. Ella lo vio acercarse y le dijo tristemente:

—¡Ah! ¡Tristán! ¿Por qué no avivé entonces las llagas del juglar herido? ¿Por qué no dejé perecer entre las hierbas del pantano al vencedor del dragón? ¿Por qué no asesté sobre su cabeza la espada que contra él había blandido cuando yacía en el baño? No sabía entonces el tormento que hoy me embargaría.

—¿Qué es lo que os atormenta? —preguntó Tristán.

—Todo lo que veo me atormenta: este cielo, el mar y mi cuerpo y mi vida.

Apoyó su brazo sobre el hombro de Tristán. Sus ojos claros se cubrieron de lágrimas que apagaron su brillo, sus labios temblaban. Tristán repitió:

—Amiga, ¿qué es lo que os atormenta? Iseo respondió:

—El amor de vos.

Entonces Tristán posó sus labios sobre los suyos y le dijo:

—Amiga. Tú sola me has hecho perder todos mis sentidos y olvidar mis proezas y honores pasados. Todo ello me parece nada a tu lado.

Ambos gozaban por primera vez de las alegrías del amor. Brangel que los acechaba se echó a sus pies retorciendo los brazos como desesperada, el rostro cubierto de lágrimas:

—Amigo Tristán, Iseo amiga —les dijo—. ¡Deteneos si aún podéis! Mas, ¡no!, el camino no tiene retorno, la fuerza del amor os arrastra y ya nunca conoceréis alegría sin dolor. El brebaje de amor que vuestra madre, Iseo, había preparado os posee. ¡Mal lo he guardado! Sólo el rey Marcos debía beberlo con vos, noble Iseo. Pero el enemigo se ha burlado de nosotros y habéis vaciado la redoma. ¡Por mi pecado habéis bebido, en la copa maldita, el amor y la muerte!

Los amantes se estrecharon, sus bellos cuerpos se estremecían de deseo, de juventud y de vida. Y, al llegar la noche, sobre la nave que caminaba velozmente hacia la tierra del rey Marcos, unidos para siempre, se abandonaron al amor.

7. Brangel entregada a los siervos

La nave de Tristán se acercó a la costa de Tintagel. Las gentes del país la reconocieron. Al verla, un joven escudero saltó a su caballo y voló a dar la noticia al rey que cazaba en las cercanías. Marcos acudió al puerto con sus barones. Tristán tomó de la mano a la rubia Iseo y la entregó al rey, quien, con grandes honores, la condujo hasta el castillo. Cuando Iseo apareció en la gran sala, ataviada con sus mejores galas, su belleza produjo tal claridad que las paredes se iluminaron como doradas por el sol mañanero. Marcos contemplaba su rostro hermoso, su porte esbelto y bendecía a las golondrinas que le habían traído su cabello suave como la seda. Alabó a Tristán y a los cien caballeros que, sin temor al peligro, partieron en la nave aventurera en busca de la bella. ¡Por desgracia, noble rey, la nave te trae el triste duelo y los terrible tormentos!

El rey Marcos decidió casarse en breve plazo. Envió sus mensajeros hasta los confines de su reino para enunciar a todos sus barones que las bodas tendrían lugar en el plazo de dieciocho días. Llegó la mañana en que el rey debía tomar por mujer a la rubia Iseo. Las campanas del monasterio repicaron, las calles se adornaron de paños bordados y tapices venidos de tierras lejanas, la tierra se cubrió de flores. Doscientos barones, una multitud de caballeros y donceles vestidos de vero y de seda, quinientas damas y doncellas, con los cabellos trenzados y adornados con oro, formaban el cortejo de la reina. Un arzobispo, dos obispos y el abad del Monte de San Miguel, con un tropel de clérigos, curas y monaguillos, salieron al encuentro de la rubia Iseo. Todos admiraban su gracia y su belleza. La reina recibió el anillo y ciñó la corona. Luego, la alegre comitiva se dirigió al palacio, donde se celebró el festín.

Ese día el generoso Marcos ordenó que todas las puertas del palacio permanecieran abiertas: pobres y ricos obtuvieron cuanto pudieron desear. El rey hizo distribuir diez mil panes y barrenar trescientos toneles de vino. No hubo juglar en la comarca que no acudiera al castillo. Se recitaron fábulas, se cantaron trovas y bellos lays de amor. Resonaron trompas y bocinas, se tañeron arpas, vihuelas, cítaras, flautas y atabales. Las doncellas bailaron en coro. Todos los juglares que allí estuvieron regresaron con ricos presentes: éste un pellizón de peñas veras, aquél un brial de ciclatón, otro un rocín, aquél una mula. El rey designó cincuenta donceles, de los compañeros de Tristán, de la mejor nobleza de Leonís y Cornualla, para ser armados caballeros.

Llegó la noche. Condujeron a los esposos a la cámara real ricamente engalanada. Tristán y Governal ayudaron al rey a despojarse de sus vestidos. Marcos sonreía, contento, algo trastornado por el vino. Cuando el rey entró en el lecho, Tristán sopló sobre los hachones que iluminaban la sala:

—¿Cómo? —dijo el rey—, ¿habéis apagado la luz?

—Señor —respondió Tristán—, tal es la costumbre de Irlanda: cuando un gran señor yace por vez primera con una doncella se hace la oscuridad en la habitación. La reina de Irlanda me encomendó que así lo hiciera.

Tristán y Governal se retiraron. En medio de la oscuridad Brangel, la fiel doncella, entró en la habitación del rey para ocultar el deshonor de su señora y salvarla de una muerte segura. Era Brangel de buen porte y de fina figura: de no ser por sus cabellos, que eran del color de la avellana, con su piel clara y suave, sus ojos verdes, sus cejas como trazos de pincel, la tomarían por la reina misma. El rey, sin percatarse del cambio, la tomó en sus brazos y la besó. Halló de su agrado a su compañera y, cuando el sueño lo rindió, Brangel se levantó de puntillas y salió de la habitación, cuidando no despertarlo. Iseo, que había permanecido escondida temiendo que Marcos descubriera su engaño, entró bajo las cortinas y ocupó su lugar junto al rey dormido.

Varios días duraron las bodas. Luego los barones venidos de lejos se retiraron a sus dominios. El rey partió, con sus más próximos parientes, a Lancien, donde pasaba unos meses al año. Iseo vivía feliz. El rey la amaba, los barones la respetaban y honraban. Veía en secreto a Tristán. Pero, como el rey había confiado a su sobrino la custodia de la reina a la que él había traído de Irlanda, durante un tiempo nadie sospechó la extraña amistad que los unía.

Iseo es reina y parece vivir en alegría. El rey la ama como siempre la amará. Pues, pese a todas las angustias, sospechas y tormentos, Marcos nunca pudo arrojar de su corazón a la bella Iseo ni a su sobrino Tristán. Los barones la honran y rinden homenaje, las gentes humildes celebran su belleza y la quieren. Su vida transcurre en habitaciones ricamente engalanadas y cubiertas de flores. Tiene los nobles joyeles, las telas de púrpura y los tapices venidos de Tesalia, los cantos de los arpistas y las cortinas con ricos bordados que representan leopardos, aguiluchos, papagayos y todos los animales de los bosques y de los mares. Tristán está cerca de ella y lo puede ver a su antojo. Sin embargo, a veces tiembla y se angustia. ¿Por qué temblar si mantiene ocultos sus amores? ¿Quién podría sospechar de Tristán, el sobrino del rey, que puso su vida en peligro para traerla de Irlanda y entregarla a Marcos? Todos ignoran su secreto salvo Brangel y Governal, el fiel ayo de Tristán.

Un día que, sentada en sus habitaciones, pensaba en sus amores, le asaltó una cruel sospecha: Brangel conoce su secreto. ¡Si un día llegase a revelarlo, si lo traicionase aun a pesar suyo! El temor y la angustia la enloquecen. ¡Si Brangel los descubriera ella quedaría deshonrada y Tristán sería odiado y cubierto de oprobio! ¡Señores! ¡Escuchad cómo el diablo le inspiró una negra traición y cómo la reina recompensó la fidelidad de su doncella!

Tristán había salido ese día de caza con el rey lejos de la ciudad: nunca conoció su negro crimen. Iseo hizo venir a dos siervos que había traído de Irlanda. Les prometió la libertad y sesenta besantes de plata si juraban cumplir fielmente sus deseos y guardar su secreto. Ellos hicieron el juramento.

—Acompañaréis a una joven —les dijo la reina— a lo más profundo del bosque. Allí la degollaréis donde nadie pueda descubrirlo y me traeréis su lengua. Poned atención a cuanto diga para luego repetírmelo. Id sin tardanza: a vuestro regreso seréis libres y os colmaré de riquezas.

Luego se fingió enferma y llamó a Brangel.

—Amiga —le dijo—, el mal que siento en el corazón se me ha extendido por todo el cuerpo. Mira cómo languidezco y sufro. Ve al bosque a coger hierbas que puedan servirme de remedio. Estos dos siervos te acompañarán: ellos saben dónde crecen las plantas medicinales. ¡Síguelos!

—Señora —respondió Brangel—, vuestro mal me causa gran pesar. Partiré en el acto para buscaros remedio.

Brangel marchó con los siervos. Caminaron hasta llegar a un lugar donde crecían raíces, hierbas y plantas medicinales. Brangel quiso detenerse, pero los siervos la condujeron más lejos alegando que no era el sitio conveniente. Abandonaron los caminos hollados y anduvieron a través de zarzas, espinas, matorrales y cardos enmarañados. Uno de los siervos iba delante de ella y su compañero la seguía. De repente, en lo más negro del bosque, el siervo que la precedía se detuvo, desenvainó la espada y se volvió hacia ella. Brangel, asustada, quiso pedir auxilio al otro hombre, pero también él la amenazaba con su espada afilada. La muchacha cayó sobre la hierba, temblando de miedo. Llena de angustia les preguntó:

—¡Por Dios!, amigos, ¿qué pensáis hacer?

—Muchacha, gran crimen debes de haber cometido pues Iseo, tu señora y la nuestra, nos ha ordenado que te demos muerte.

—Señores —respondió Brangel, las manos juntas en actitud suplicante—. No recuerdo haber cometido ningún mal contra mi señora, salvo uno solo. Cuando salimos de Irlanda, llevábamos cada una, como nuestra mejor gala, una camisa de seda, más blanca que la nieve, para nuestra noche de bodas. Durante la travesía la reina mancilló la suya. Cuando llegamos a Tintagel y tuvo que entrar por vez primera en el lecho del rey, yo le presté la mía. Creo que por esta bondad desea mi muerte, pues, si no es esto, nunca le hice ningún mal ni desoí ninguna de sus órdenes. Pero, ya que quiere que muera, saludadla en mi nombre y decidle que le deseo gran honra y le agradezco todo el bien y el honor que me hizo desde que, siendo niña, entré al servicio de su madre.

Los siervos se miraron, compadecidos de sus lágrimas, conmovidos por sus palabras y arrepentidos de haber aceptado el mandato de la reina. Deliberaron un momento y decidieron que sería gran maldad matar a una doncella tan bella y gentil y que nada en su conducta parecía merecer semejante castigo. La ataron a un árbol y la dejaron abandonada. Luego mataron un perro y le cortaron la lengua, que presentaron a la reina Iseo.

—¿Qué dijo antes de morir? —les preguntó la reina con gran inquietud.

—Señora —le respondieron—. Dijo que trajisteis de Irlanda dos camisas más blancas que la nieve. Vos ensuciasteis la vuestra durante la travesía y ella os prestó la suya para vuestra noche de bodas. Dijo que no recordaba haberos hecho otro mal salvo éste. Os envió sus saludos y rogó a Dios que protegiese vuestro honor y vuestra vida.

—¡Asesinos! —gritó la reina—. ¿Qué habéis hecho? ¡Devolvedme a mi fiel sirvienta! ¡Habéis matado a mi mejor doncella! ¡Traédmela tal como os la confié para conducirla al bosque o vengaré sobre vosotros su muerte! ¿No sabíais que era mi mejor amiga? ¡Asesinos! ¡Sois peores que sarracenos!

—¡Dios nos valga!, señora —replicaron los siervos—. ¡Mucho han variado vuestros pensamientos! ¡Nos mandasteis matarla y ahora deseáis perderos por amor a vuestra doncella! Con razón se dice que la mujer muda de opinión en pocas horas: tan pronto ríe como llora.

—¿Cómo podría yo haberos mandado matar a mi fiel doncella? ¿No era mi dulce compañera? Vosotros lo sabíais. ¡Os la confié para que le sirvierais de guarda y protección cuando la envié a buscar unas hierbas medicinales al bosque! ¡Canallas!, ¡ruines serpientes!, ¡cobardes asesinos! ¡Devolvédmela si no queréis morir ahorcados o quemados sobre carbones encendidos!

—¡Que Dios os perdone!, señora. Sabed que Brangel vive y que os la traeremos sana y salva.

—Si así lo hacéis os concederé la libertad y os colmaré de riquezas.

Pero la reina no podía dar crédito a las palabras de los siervos. Gritaba como enloquecida, maldecía su falta de juicio, su ligereza y su ingratitud. Retuvo a uno de los siervos y despachó al otro en busca de la doncella.

—Bella —dijo el siervo al llegar junto a Brangel—, Dios se ha apiadado de vos: vuestra señora os llama.

Cuando Iseo volvió a ver a Brangel toda su tristeza se mudó en alegría. Corrió a su encuentro, la abrazó y la besó llorando.

8. El encuentro espiado

El buen acuerdo y la amistad reinaron de nuevo entre la reina y Brangel. Desaparecieron los temores del corazón de Iseo. El rey la honraba y siempre que lo deseaba podía encontrarse con su amigo. Pero ¿cómo podrían guardar sigilo sus corazones ardientes? Amor los acosa y hostiga como la sed precipita al río al ciervo sediento o el gavilán, al que se da rienda suelta tras largo ayuno, cae sobre la presa. ¡El amor no puede ocultarse!

Quiso su hado adverso que una noche de luna, estando el rey ausente, Andret saliese a pasear por el vergel que comunicaba con la cámara de la reina. La nieve había caído durante todo el día y pudo descubrir sobre la hierba las pisadas recientes de un hombre que, con paso presuroso, se había dirigido hacia las habitaciones de las damas. Siguió el rastro con sigilo, ocultándose entre los arbustos. Llegó hasta la Puerta y vio que el pestillo no estaba echado. A tientas, tocando los muros y paredes para guiarse, llegó hasta la cámara donde la reina yacía en brazos de Tristán. Andret ahogó un grito de sorpresa. Hubiera deseado desafiar a Tristán y proclamar su infidelidad, pero temía su habilidad en el manejo de las armas. Volvió sobre sus pasos y al día siguiente, con palabras veladas, dio a entender a Tristán que sabía dónde había pasado la noche. No tardó en contar a Ganelón, Godoine y Denoalen su descubrimiento. Los cuatro felones ardían de envidia y deseaban perder a Tristán, al que el rey tanto admiraba por sus proezas y valentía. Pensaban acudir a Marcos para darle la noticia y se alegraban imaginando que Tristán sería expulsado de la corte o sometido a una muerte infamante. Pero vacilaban en hacerlo por temor a la cólera de Tristán, que era valiente caballero. Al fin, su odio triunfó sobre su temor; un día los cuatro barones acudieron al rey y le dijeron:

—Rey. Os daremos una noticia por la que vuestro corazón se enojará. Mucho lamentaremos vuestra tristeza, mas es deber de todo buen vasallo velar por el bien de su monarca y revelarle cuanto sea de su interés aun al precio de sufrir su enojo. Habéis puesto vuestro corazón en Tristán, vuestro sobrino, y él busca vuestra deshonra. En vano os advertimos: por el amor de un solo caballero despreciáis a toda vuestra baronía y este caballero no es digno de vuestra estima. Sabed que Tristán ama a la reina: es verdad probada que ya está en boca de muchos.

—¡Callad, cobardes embusteros! —replicó el rey sañudo y malhumorado—. ¡Qué felonía habéis pensado! ¡Por más que digáis no creeré en la infidelidad de Tristán! Cierto que mi corazón está en él: cuando vino el Morholt a ofreceros batalla, todos bajasteis la cabeza, temblando y callados como mudos; sólo Tristán aceptó su reto por el honor de esta tierra y se expuso a un combate desigual. Por eso lo odiáis y yo lo amo más que a vosotros. Si sólo hubiera sido por esto merecería mi aprecio más que todos vosotros, pero mostró además su valentía en muchas otras circunstancias. ¡Cobardes! Más os valdría acrecentar vuestra gloria en batallas que como mujeres perder vuestro tiempo en viles calumnias.

Los barones se retiraron después de haber sembrado el veneno de la sospecha en el corazón del rey. El buen Marcos se resistía a creer sus palabras, pero sentía cómo el recelo se enseñoreaba con él. Desde ese día buscó las ocasiones para espiar a la reina y a su sobrino. Fingió que deseaba marchar de romería y confiar a Iseo a los cuidados de Tristán, pero la reina, ayudada por la astuta Brangel, deshacía todas sus argucias. Inquieto, sin poder hallar reposo, llamó a su sobrino y le ordenó que saliese del reino durante un tiempo.

Tristán abandonó el castillo con Governal. No pudo, sin embargo, salir del país. Buscó refugio en el burgo de Lancien, donde fue albergado en casa de un rico hombre. Allí esperó tristemente la noticia de su amiga. Iseo languidecía. Habría perecido si no fuera por los buenos servicios de Brangel, que acudió en busca de Tristán y le confió un ardid para encontrarse con la reina.

Detrás del castillo se extendía un largo vergel, cercado de grandes empalizadas. Bellos arbustos crecían en él, repletos de frutos, de pájaros y de flores de suave olor. En el lugar más alejado del castillo, cerca de las estacas del vallado, se alzaba un pino, alto y recto. A sus pies, una fuente abundante y cristalina: el agua se expandía primero en una ancha capa, clara y tranquila, cercada por un poyo de mármol, luego corría en angosto cauce por el jardín y penetraba dentro del castillo, atravesando la habitación de las mujeres. Todas las noches, mientras las gentes dormían, Tristán tallaba con arte trocitos de corteza y de ramas menudas y escribía en ellos su mensaje. De un salto franqueaba las estacas puntiagudas, llegaba hasta el pino y arrojaba los trocitos de madera en la fuente. El agua los arrastraba hasta la habitación de las damas, donde Brangel los recogía y corría a advertir a la reina. Las noches en las que Brangel había logrado alejar al rey y a los felones, Iseo corría hacia su amigo.

La reina venía, ágil y temerosa, observando a cada paso si los felones estaban emboscados detrás de los árboles. En cuanto Tristán la veía, corría a su encuentro, los brazos abiertos. Entonces la noche y la sombra amiga del pino los cobijaban.

Las sospechas de Marcos se habían despejado. Iseo había recuperado su alegría, pero esto hacía sospechar a los felones que se reunía en secreto con su amigo. Durante un tiempo los traidores los espiaron sin resultado. Un día Andret decidió recurrir al enano Frocín y ofrecerle una recompensa si lograba descubrir el encuentro de los amantes. El enano era astrólogo, solía errar por el jardín contemplando las estrellas. Leyó en el cielo las visitas nocturnas de Tristán a la reina. Por instigación de los felones acudió gozoso a contar al rey la traición de su sobrino:

—Ofrezco mi cabeza como prueba de la veracidad de mis palabras —le dijo.

Para cerciorarse, el rey inventó una argucia con la que descubrir a los amantes. Hizo preparar sus caballos y jaurías, convocó a sus monteros, mandó levantar sus tiendas en el bosque y guarnecerlas de vino y víveres. Luego anunció que durante siete días y siete noches permanecería cazando fuera del castillo. Marchó de caza muy de mañana, mas, al caer la noche, dejó a los monteros en el bosque y regresó a Lancien. Entró en el jardín y se escondió entre las ramas del pino que se alzaba junto a la fuente.

Subido en el árbol pudo ver cómo su sobrino saltaba sobre las estacas puntiagudas que formaban la empalizada, cómo se acercaba al árbol y arrojaba al agua los trocitos de madera tallados. La noche era clara, la luna brillante y, al inclinarse sobre el riachuelo para echarlos, Tristán descubrió, reflejada en el agua, la imagen del rey. «¡Dios mío! —se dijo— ¡estamos perdidos! ¡Si al menos pudiera detenerlos!». Pero el agua los arrastraba hacia la habitación de las mujeres, donde Iseo y Brangel espiaban su llegada.

Iseo acude a la cita. Tristán la espera inmóvil, sentado al pie del pino. El temor lo atenaza y oye, en el árbol, cómo la flecha se empulga en la cuerda del arco. La reina se sorprende al ver que su amigo no acude a su encuentro. «¿Qué puede haber ocurrido para que Tristán no venga a abrazarme?», piensa. Escudriña la espesa negrura y, de repente, a la luz de la luna, observa la sombra del rey reflejada en la fuente. ¡Señores!, ¡escuchad el ardid que inventó la astuta Iseo!

—Señor Tristán —dice a su amigo con lágrimas fingidas—, ¿cómo os atrevéis a hacerme venir a estas horas? No volváis a hacerlo pues no vendré, os lo aseguro. ¿No sabéis que el rey piensa que os amo con loco amor? Los felones de este reino, por quienes luchasteis contra el Morholt, se lo han hecho creer. Pero ¡Dios es testigo de mi fidelidad! ¡Que Él me castigue si jamás quise a otro hombre que aquel que me tomó virgen en sus brazos! ¡Antes preferiría ser quemada viva y que mis cenizas fueran esparcidas al viento que traicionar a mi señor! Pero el rey no me cree. No es extraño que sintáis afecto por mí: yo curé las heridas que recibisteis en el combate contra el dragón. El rey no entiende que la causa de mi afecto por vos es vuestro parentesco con él. Mi madre honraba y quería a la familia de mi padre y siempre decía, con razón, que una mujer no ama de verdad a su señor cuando no ama también a sus parientes. Señor, por amor al rey os he amado y ésta es la causa de mi desgracia. Ahora tengo que marcharme: mi vida correría peligro si el rey me descubriera.

Tristán da gracias a Dios al ver que su amiga ha advertido la presencia del rey.

—Reina —le responde—, no es el rey el responsable de esta situación, sino los consejeros que le inspiraron estas injustas sospechas.

—¿Qué decís?, señor Tristán —responde Iseo—. El rey, mi esposo, es generoso y nunca habría imaginado tal infamia sin la influencia adversa de los felones: es fácil inducir a error a las gentes y llevarlas a mal obrar. Pero llevo demasiado tiempo aquí y tengo que volver.

—Señora, ¡por el amor de Dios!, ¡escuchad mi súplica! Iseo, hija de rey, reina noble y cortés. Muchas veces os rogué con recta intención que vinieseis. ¡Ayudadme! Me desespera haber perdido la fe de mi rey. ¡Ojalá no hubiera escuchado las falsas palabras de los felones que sólo buscaban alejar de su lado a una persona de su linaje! Lo han engañado esos cobardes que fueron incapaces de tomar las armas cuando apareció el Morholt. Yo tomé las armas y combatí para salvar su reino. ¿Cómo puede entonces creer mi tío las viles calumnias que contra mí levantan? ¡Antes preferiría ser colgado de un árbol que traicionar al rey! Pero él no me permite justificarme: decidle que encienda un gran fuego y que entraré en él; si un solo pelo de mi cabeza se quemase que me deje abrasarme entero, pues no puedo justificarme luchando porque no hay hombre en su corte que ose enfrentarse conmigo. Noble dama, os ruego que os compadezcáis de mí y que intercedáis por mí ante el rey.

—Señor, hacéis mal pidiéndome que interceda por vos ante el rey: ¿cómo podría hacer semejante cosa si él sospecha que sois su rival y os ha negado la entrada en su casa por mi causa? Sería gran atrevimiento por mi parte y me expondría a una muerte deshonrosa, pues estoy sola en esta tierra, sin ningún pariente que pueda luchar para defenderme. No podré interceder por vos, aunque mucho me alegraría que el rey os perdonase y abandonase su rencor y su cólera. Ahora tengo que marcharme: si el rey supiera que he venido aquí sería mi muerte. ¡Adiós!

Iseo hace ademán de alejarse, pero Tristán vuelve a llamarla.

—Señora, por el amor de Dios, dadme al menos vuestro consejo. No es extraño que no os atreváis a permanecer aquí más tiempo, pero ¿a quién podría yo dirigirme fuera de vos? El rey me odia y he empeñado todo mi arnés: lograd al menos que me sea devuelto; entonces marcharé a la aventura a servir a otro señor. Antes de un año mi tío, como hombre generoso que es, se arrepentirá de sus sospechas y me hará regresar a su corte. Iseo, recordad las hazañas que por vos realicé y obtened de mi tío que libere mis prendas.

—¡Por Dios!, Tristán, ¿cómo podéis aconsejarme tal cosa? Seríais causa de mi desgracia. Ya conocéis la desconfianza de mi señor; si le ruego que libere vuestras prendas nuestra culpabilidad le parecerá evidente. Nunca osaría hacer tal cosa.

Iseo se marcha. Tristán la saluda llorando. Recostado sobre el poyo del mármol gris se lamenta: «¡Dios! ¡Nunca pude imaginar que caería en una desgracia semejante: huir pobre y desprovisto de todo, sin armas, ni caballos, ni hombres salvo Governal! ¿Quién podrá tener aprecio por un hombre sin recursos? ¿Cómo podré correr aventuras y enfrentarme con caballeros sin armas ni arnés? ¡Tendré que afrontar mi mala fortuna! Buen tío, mal me conocía quien imaginó que yo podía haber seducido a la reina: ¡Nunca soñé tal locura!».

Encaramado en lo alto del pino, el rey había escuchado la conversación. Sentía compasión por su sobrino y maldecía al enano traidor: «Maldito enano jorobado: con tus embustes lograste enfadarme con mi sobrino y con la reina. Merecerías la horca o la hoguera. Tu muerte será más terrible que la de Segozón, a quien Constantino castró por haberlo encontrado con su mujer —se decía—. ¿Cómo he podido prestar atención a las habladurías? Si se amasen con amor loco este encuentro habría sido muy distinto: los habría visto besase y abrazarse, mientras que sólo se lamentaban». El rey descendió del árbol convencido de la inocencia de la reina y de su sobrino, dispuesto a hacer las paces con Tristán y a castigar las calumnias de los felones.

Entre tanto el enano observaba el cielo. Vio Oriente y Lucifer y el curso de los siete planetas: comprendió el peligro que le acechaba y huyó despavorido hacia el país de Gales.

Iseo regresó a la habitación de las mujeres. Al verla lívida y temblorosa Brangel comprendió que algo le había ocurrido.

—Querida amiga —le dijo la reina—. Alguien nos ha traicionado: el rey estaba oculto en el árbol sobre el poyo de mármol. Por fortuna vi su reflejo en la fuente y nada dije que pudiera descubrir mis verdaderos pensamientos.

—Iseo, mi señora —replicó Brangel contenta al conocer cómo la reina había logrado salir airosa de la dificultad—. ¡Dios os ha concedido una gran merced y ha hecho por vos un gran milagro! Él es padre compasivo que no desea el mal para los que son inocentes y leales.

También Governal daba gracias a Dios al oír el relato de Tristán.

Marcos se dirigió a su habitación decidido a comprobar la inocencia de la reina.

—Señora, ¿habéis visto a mi sobrino? —le preguntó.

—Señor, os descubriré toda la verdad, aunque no me creáis. ¡Dadme la muerte si miento! Vi a Tristán y hablé con él bajo el pino. Me pidió que acudiese y lo hice pues no podía mostrarme demasiado severa con él: él me trajo de Irlanda para hacerme vuestra esposa. ¡Si no fuera por los villanos que os han hecho creer que lo amo con loco amor lo trataría con los honores que, por ser vuestro sobrino y por su valentía, le corresponden! Tristán me pidió que lo reconciliase con vos, pues se marcha, allende el mar, pobre y sólo a causa de vuestro rencor. ¡Gustosa habría intercedido para que le ayudaseis a recuperar sus armas si no fuera por temor a levantar las sospechas! Señor, toda la verdad os he dicho.

El rey comprueba satisfecho la veracidad de sus palabras. Iseo rompe en sollozos. Marcos la abraza y consuela. Promete no hacer caso a los calumniadores. Volverá a aceptar los servicios de su sobrino y compartirá con él todo su haber. Tristán podrá entrar y salir libremente en palacio. Cuenta a la reina cómo, subido en el pino por consejo del malvado enano, pudo escuchar sus palabras. Su corazón se sobrecogió al oírle recordar la dura batalla que afrontó por él, los peligros que arrostró en el mar, cómo trajo de Irlanda a la bella Iseo. A la mañana siguiente envía a Brangel en busca de su sobrino. Saltando de gozo acude la doncella a cumplir su cometido. Halla a Tristán en la casa en la que había buscado albergue y lo conduce hasta el palacio.

—Querido tío —dice Tristán—, Dios nos es testigo de que nunca ni la reina ni yo pensamos cometer villanía contra vos. ¡Guardaos de los malos consejeros que os odian y buscan vuestro mal!

El rey abrazó a su sobrino. Lo restableció en su amistad y en todos sus honores y prometió no volver a sospechar de él.

De este modo recuperó Tristán el favor de su tío y volvió a palacio, donde podía encontrar a la reina a su placer.

9. La flor de harina

El rey Marcos había olvidado su enojo. Un día que el senescal Dinas de Lidán había salido para un largo viaje encontró en un lejano bosque al enano felón que llevaba una vida errante y miserable. El buen senescal ignoraba cómo Frocín había perdido el favor del rey. Movido a compasión, lo condujo a palacio y Marcos lo perdonó y permitió que viviese junto a él.

Pero los barones felones no habían abandonado su rencor contra Tristán. Seguían espiando a los amantes y habían vuelto a sorprenderlos, desnudos, en el lecho real. Cuando el rey marchaba de cacería, Tristán le decía: «Señor, yo os seguiré». Pero permanecía en palacio y entraba en la habitación de la reina. Los traidores se juramentaron: o bien el rey exiliaba a su sobrino o bien ellos partirían a sus tierras, desde donde guerrearían contra el rey. Un día acudieron ante Marcos y le dijeron en privado:

—Señor, vuestro sobrino y la reina se aman. No queremos ser cómplices de la deshonra de nuestro rey. O bien expulsáis para siempre a vuestro sobrino de esta corte o bien nosotros dejaremos de serviros para combatiros.

Marcos los escuchaba en silencio. Suspiró y bajó la cabeza, perplejo, sin saber qué responder:

—Señores, sois mis vasallos y no desearía perder vuestros servicios. No puedo creer que mi sobrino busque mi deshonra.

—Rey —replicaron—, si no queréis creer lo que todo el mundo comenta en la corte, vos mismos podréis comprobarlo. El enano adivino que conoce muchas ciencias podrá aconsejaros.

Los felones se despidieron gozosos de haber conseguido su propósito. Avisaron al enano, que inventó una negra astucia para prender a los amantes.

¡Señores!, ¡escuchad la traición con la que el enano jorobado sedujo al rey! ¡Malditos sean todos los adivinos de su calaña! ¡Dios lo castigue! ¿Quién imaginó nunca felonía semejante?

—Señor —dijo el enano al rey—. Envía a tu sobrino a Carduel con un mensaje para el rey Arturo. Partirá mañana al amanecer, pero no le digas nada de este viaje antes de la hora de acostarse. Al primer sueño, sal de tu habitación esta noche: si Tristán ama a Iseo con loco amor querrá despedirse de ella. Los culpables serán sorprendidos en flagrante delito.

Durante toda la tarde preparó el enano su felonía. Acudió a casa de un panadero y compró cuatro denarios de flor de harina que guardó en su regazo. Por la noche, después de cenar, Tristán acompañó al rey a su habitación.

—Querido sobrino —le dijo Marcos—, tengo un encargo para ti. Mañana partirás al alba, irás a Carduel y entregarás esta carta a Arturo. Procura estar de vuelta antes de siete días.

—Rey, cumpliré vuestra voluntad —responde Tristán ocultando su disgusto.

Tristán imagina la manera de comunicar a la reina su partida. —¡Dios! ¡Qué locura! Entre su lecho y el de su tío mediaba la longitud de una lanza: piensa que cuando el rey esté dormido se acercará a Iseo.

Cuando todos estaban acostados, el enano se introdujo sigilosamente en la habitación y esparció entre los lechos la flor de harina. Por ventura Tristán estaba despierto y comprendió que el felón buscaba sorprenderlo. A medianoche el rey abandonó la habitación. Tristán se incorporó en medio de la oscuridad. ¡Por qué lo haría! Juntó los pies, calculó la distancia y saltó cayendo en el lecho real. Pero la víspera lo había herido en la pierna un jabalí durante una cacería. Del esfuerzo la herida se abrió y la sangre cayó sobre las sábanas. Tal era la alegría de Tristán al poder estar con su dama que no se dio cuenta de la sangre que corría y mancillaba la cama.

Fuera, el enano vio por la ventana, a la luz de la luna, a los amantes juntos. Temblando de alegría dijo al rey:

—Id y si no los atrapáis juntos podéis hacerme colgar.

Allí estaban también los cuatro barones felones que habían preparado esta traición. Sonreían pensando que al fin cumplirían su venganza.

Tristán oye los pasos del rey. Salta rápidamente y retorna a su lecho. Pero al saltar la sangre vuelve a brotar de sus heridas y cae sobre la harina. El rey regresa a la habitación con el enano, que lleva una antorcha, y los felones. ¡En vano finge dormir Tristán, roncando ruidosamente! El rey descubre las sábanas teñidas de sangre y las manchas sobre la harina. Los felones se lanzan sobre Tristán, lo insultan y amenazan a la reina.

—¡Ahí tenemos la prueba! —grita el rey rojo de ira— ¡Ya de nada servirán vuestros alegatos y protestas! Tristán, mañana moriréis.

—Señor, ¡piedad! —gime la reina—. ¡Por el Dios que por nosotros sufrió la pasión, compadeceos!

—Tío —dice Tristán—. Nada os pido para mí. Si no fuera por el respeto que siento por vos, caro habrían pagado estos felones su traición y no habría permitido que pusieran sus manos sobre mí. Por vuestro amor aceptaré lo que queráis hacer conmigo. No me importa morir. Sólo os pido que tengáis piedad de la reina. ¡Ningún hombre puede alegar que yo sea, por locura, amante de la reina sin encontrarme armado dispuesto a responderle!

Atan a Tristán y a la reina. ¡Si Tristán hubiera sabido que no le sería permitido demostrar su inocencia en duelo judicial, antes hubiera preferido ser despedazado vivo que soportar estas ataduras! Pero confiaba en Dios y sabía que, si le concedían batirse, nadie osaría armarse contra él. Por respeto al rey evitó toda violencia. ¡Si pudiera prever lo que iba a ocurrir habría matado a los cuatro felones sin que el rey lo pudiera impedir! ¡Dios! ¡Por qué no lo haría!

10. El salto de la capilla

Corre por la ciudad el rumor de que Tristán y la reina han sido hallados juntos y de que el rey se dispone a darles muerte. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, todos lloran y se lamentan.

—¡Ah! Tristán, ¡el mejor y más valiente caballero! ¡Esos glotones os han tomado a traición! ¡Vil enano! ¿Para eso sirven tus artes? ¡No vea a Dios cara a cara quien te encuentre y no traspase con su espada tu deforme cuerpo! Noble y digna reina, ¿en qué lugar podrá encontrarse hija de rey que te iguale en belleza? Tristán, ¿cómo podríamos consentir que tu cuerpo fuese condenado a perecer? Cuando llegó el Morholt dispuesto a llevarse a nuestros hijos ningún barón fue capaz de armarse contra él. ¡Sólo tú arriesgaste la vida!

Aumenta el tumulto y la irritación. Todos corren a palacio pidiendo clemencia sin, por ello, lograr apiadar al rey, rojo de furor y de ira.

Llega el alba. Cavan una fosa, traen sarmientos y los mezclan con espinas blancas y negras. Preparan la hoguera para los amantes. Los pregoneros recorren el país e incitan a todos a acudir a la corte. Las gentes llegan presurosas. Todos hacen duelo salvo el enano y los felones. El rey anuncia que hará quemar a la reina y a su sobrino.

—Rey, ¡gran crimen cometerías si antes no los sometieras ajuicio! —exclaman las gentes.

—¡Por el Señor que creó el mundo y cuanto en él se halla! —responde el rey airado—. ¡Antes preferiría perder mi reino que aplazar este castigo!

Ordena encender el fuego y traer a su sobrino.

Tristán se despide de la reina que le dice llorando como desesperada:

—Amigo. ¡Qué ultraje veros así maniatado! ¡Mejor sería morir y veros a salvo, pues moriría segura de que os vengaríais!

Los guardianes lo sacan fuera a empellones. Lo llevan a gran escarnio. Tristán llora de vergüenza.

¡Escuchad, señores, cómo Dios, que no quiere la muerte del pecador, mostró su gran misericordia y escuchó las súplicas y lamentos que las gentes sencillas y humildes hacían en favor de los condenados!

Junto al camino que Tristán debía seguir había una capilla. Se alzaba en la cima de un acantilado dominando el mar por el norte. El coro se asentaba sobre una roca de granito escarpada. Un santo había hecho construir una ventana con vidriera en el ábside que daba sobre el precipicio. ¡Una ardilla que hubiera saltado desde esta roca no habría escapado a la muerte!

—Señores —dice Tristán a los guardianes que lo conducían—. Mi fin se acerca. Dejadme entrar en esta capilla. Quiero pedir a Dios clemencia, pues mucho he pecado. Sólo tiene una entrada y vosotros estáis armados: no podré escapar.

Los guardianes deliberan y acceden. Desatan sus manos. Tristán entra en la capilla. ¡No rezó ni un ave maría! Atraviesa el coro, se acerca a la ventana, la abre y, sin perder tiempo, salta.

— ¡Prefiere esta caída a perecer en la hoguera delante de asamblea! Pero el viento se introduce entre sus ropas y amortigua su caída. Tristán se posa sano y salvo sobre un pico que aún hoy las gentes de Cornualla llaman el Salto de Tristán. Mientras sus guardianes lo esperan a la puerta de la capilla, él huye. Corre por la orilla hasta quedar sin aliento. Oye ya crujir los sarmientos y las espinas de la hoguera. ¡Gran merced le ha concedido Dios!

Ante su tardanza, los guardianes hunden la puerta y entran en la capilla. Corre la voz de que Tristán ha logrado escapar. Al saberlo la reina sonríe contenta. ¡Poco le importa ya la sangre que las cuerdas apretadas hacen brotar de sus puños! «Gracias a Dios —se dice—. Poco me importa ya vivir o morir». Por temor a que el rey lo haga perecer en lugar de su señor, Governal abandona la ciudad, llevando consigo las armas y el caballo de Tristán. A la vuelta del camino, Tristán lo descubre:

—Maestro. ¡Dios me ha ayudado! Mas ¿de qué me vale haber escapado de la capilla si perece la reina en la hoguera?

—Amigo, no desesperes. Escondámonos tras estas zarzas espesas. Pronto podremos tener noticias de Iseo. Si dan muerte a la reina, jura que no montarás en silla hasta que la hayas vengado. Mira, he traído tu espada, tu loriga y tu yelmo.

—Dámelos. Acudiré a salvar a la reina y haré pedazos a los que la llevan presa.

—No te precipites, hijo. Dios te dará mejor ocasión para vengarte sin correr ese riesgo. No está en tus manos hacerlo ahora. El rey, enfurecido, te ha puesto en bando y ahorcará a quienes intenten ayudarte. Todos antepondrán sus vidas a la tuya.

Tristán calla, abatido. Si no lo impidiese su maestro, ni el temor a las gentes de Lancien ni el miedo al suplicio, podrían impedir que corriese a salvar a su amiga.

Marcos ha pregonado un bando contra Tristán. Maldice a los guardianes que lo dejaron escapar. Lleno de desmesura quiere acallar su cólera haciendo perecer a la reina. Ordena que la traigan sin tardanza. Al verla tan bella y maniatada, las gentes se espantan y lamentan:

—Reina noble y honrada —dice—, ¡qué duelo han creado en el país los felones que os han acusado! ¡No necesitarán grandes alforjas para guardar el provecho que obtendrán por este mal! ¡La maldición caiga sobre ellos!

Cuando la reina es conducida a la hoguera, Dinas, señor de Lidán, que mucho apreciaba a Tristán, se postra ante los pies del rey:

—Señor —le dice—, escuchadme. Muchos años os he servido como vasallo generoso y fiel sin obtener ningún provecho: nadie en este reino, ni huérfano ni viuda, por pobre que fuera, daría una blanca bovesina por la senescalía a la que he consagrado mi vida. Señor, ahora os pido clemencia para la reina. Queréis condenarla a la hoguera, mas no es justo que perezca sin juicio quien no se ha reconocido culpable. Grandes males podrían sobrevenir a vuestro reino si persistís en vuestra intención: Tristán ha escapado. Es valiente y audaz. Nadie conoce como él los llanos, bosques y vados. Vos sois su tío y no levantará su espada contra vos. Pero atacará a vuestros barones y vuestros campos serán devastados. ¿Creéis que podrá dejar sin venganza la muerte de esta noble princesa que él trajo de Irlanda? Rey, en recompensa por los numerosos servicios que durante toda mi vida os he prestado, otorgadme la vida de la reina.

Los felones que habían maquinado la traición se acercan al rey y lo incitan a cumplir su venganza. Marcos toma de la mano a Dinas y jura por Santo Tomás que por nada del mundo renunciará a su justicia. El buen senescal se desespera: todos sus esfuerzos para impedir la destrucción de la reina son inútiles.

—Rey —dice levantándose—. Regreso a Lidán. El Dios que creó a Adán es testigo de que, por todo el oro del mundo acumulado desde tiempos de Roma, no podría sufrir la vista del suplicio de la reina.

Sube a su corcel y se aleja, cabizbajo y con aire triste, hacia sus dominios.

Iseo camina hacia la hoguera rodeada de la muchedumbre que chilla, se lamenta y profiere gritos injuriosos contra los traidores. Las lágrimas corren por su rostro. Va vestida con un brial gris bordado con un fino hilo de oro. Sus cabellos caen hasta sus pies en trenzas doradas. ¿Quién viéndola tan bella no se compadecería?

Había en Lancien un malato llamado Iván. Acudió al juicio de la reina con sus cien compañeros. ¡Nunca nadie viera seres más deformes, contrahechos y repugnantes! Llevaban muletas, bastones y unas tablillas como corresponden a quienes padecen tan horripilante enfermedad. Al ver que la reina se aproximaba a la hoguera, se llegó hasta el rey y le gritó con su voz ronca.

—Señor, elegisteis la hoguera para hacer justicia de vuestra mujer: el suplicio es terrible mas de corta duración; pronto el fuego consumirá su cuerpo y el viento esparcirá sus cenizas. Si quisierais escucharme os propondría un castigo mucho más duro por el que la reina viviría una vida miserable y añoraría la hoguera todos los días.

—Si así es —respondió el rey—, y me enseñas un castigo más terrible que el fuego, serás recompensado.

—Rey —respondió el gafo—. Dadnos a Iseo. Dádnosla a los leprosos: será nuestra mujer común. Nunca dama tuvo peor fin. Bajo estos andrajos que se nos pegan a la piel, arde en nosotros el deseo insatisfecho, pues nunca mujer pudo soportar nuestro comercio. Con vos la reina vivía honrada y feliz, vestía ricas peñas veras y grises, se adornaba con joyas preciosas, descansaba en habitaciones de fino mármol, asistía a delicados festines y se divertía en fiestas. Si nos la entregáis compartirá nuestras sucias chozas, nuestras escudillas y nuestros jergones, se alimentará de los restos que nos tiran a las puertas. Entonces Iseo, la víbora, comprenderá la vileza de su conducta y lamentara no haber muerto en la hoguera.

Unos momentos permaneció el rey meditabundo. Luego se acercó a Iseo y la tomó de la mano.

—Señor, ¡piedad! —dijo la reina—. ¡Mejor quemadme que entregarme a esas gentes!

Marcos prestó oídos sordos a sus lamentos y la entregó a Iván. Los leprosos se arremolinaron a su alrededor profiriendo gritos de júbilo. Iván arrastró a la reina aproximándose a los matorrales tras los cuales se ocultaban Tristán y Governal.

—¡Hijo! —dice Governal—. ¿Qué vas a hacer? ¡Mira a tu amiga!

—¡Dios! —exclama Tristán estupefacto—. Bella Iseo. ¡Qué aventura! Mejor hubieras muerto por mí y yo por ti antes que ser entregada a estas gentes.

Espolea su caballo y se lanza fuera de la maleza, cortando el paso al leproso.

—¡Basta! ¡Suéltala en el acto si no quieres perder la cabeza!

—¡Compañeros! ¡Usad los bastones! ¡Van a ver quiénes somos!

¡Había que ver a los malatos resoplar, quitarse capas y pellizas, blandir sus bastones y muletas, proferir gritos e injurias! Repugnaba a Tristán herir a tales gentes. Governal, que acude al griterío, golpea a Iván con una rama de verde encina y le hace soltar a Iseo. La sangre brota y fluye hasta sus pies.

Algunos narradores dicen que Tristán y Governal ahogaron a Iván: son charlatanes que conocen mal la historia y la deforman. Béroul, cuya memoria es más fiel, sabe que Tristán era demasiado gentil y cortés para matar al leproso.

La reina sube al caballo de Tristán. Ambos emprenden la huida al galope, seguidos por Governal. Atraviesan las llanuras. Iseo sonríe feliz: ha olvidado los sufrimientos pasados. Los tres se alejan de la corte del rey Marcos y buscan refugio en el bosque de Morois.

Pasaron la noche en una colina. Tristán se sentía tan seguro como si estuviera en un castillo rodeado de gruesas murallas y grandes fosos. El temor había agotado a la reina. Al caer el día sintió sueño y se durmió recostada sobre su amigo.

Mucho tiempo vivirían en el bosque salvaje. ¡Largo sería su destierro!

11. El bosque de Morois

¡Poco aprovechó el enano felón su traición! ¡Mal paga el enemigo a los que le sirven! ¡Señores!, ¡ved lo que poco tiempo después le ocurrió por mal servidor! Era el único en conocer el secreto del rey: por imprudencia lo reveló. Esta locura le costó la vida.

—Un día que había bebido se encontró con los barones, que preguntaron por qué el rey tenía un trato tan familiar con él y qué maquinaban juntos.

—El rey me estima porque siempre he sido fiel guardando su secreto —les respondió alocadamente.

—¿Qué secreto? —dijeron los felones.

—Ya sé que queréis conocerlo, pero no puedo traicionar mi promesa.

Tanto insistieron que al final el enano les dijo:

—Iremos al Vado Aventurero donde hay un espino blanco cuyas raíces llegan hasta un hoyo. Meteré la cabeza en el agujero y desde fuera podréis oír lo que diga. De este modo sabréis lo que el rey oculta sin que yo quebrante mi promesa.

Se dirigieron al lugar. El enano era bajito, pero tenía una gran cabezota: los felones tuvieron que ensanchar el agujero y empujarlo para que entrase hasta los hombros. Desde allí habló:

—¡Escuchad!, señores marqueses. ¡Escucha, espino blanco, a ti me dirijo que no a los barones! Marcos tiene orejas de caballo.

No pasó mucho tiempo sin que una tarde, después de la cena, mientras Marcos conversaba con sus barones, se llegasen los cuatro felones hasta el rey. Seguro desde que Tristán vivía lejos de él, Andret se adelantó y le dijo:

—Señor, conocemos lo que ocultáis. Marcos hizo un gesto de furor:

—Si lo sabéis, la culpa es de este adivino fullero y mentiroso —dijo señalando al enano que, para su desgracia, se hallaba en la sala. Se levantó, desenvainó su espada y de un tajo lo decapitó.

Así acabó sus días el astrólogo traidor. Mucho se alegraron todos los que lo odiaban por culpa del daño que había hecho a Tristán e Iseo.

Entre tanto Tristán, Iseo y Governal se adentraron en el bosque salvaje. Durante un tiempo llevaron una vida errante, durmiendo en el suelo, cambiando cada noche de refugio. Tristán era un excelente arquero. Su habilidad le habría bastado para asegurarse su sustento, pero no tenía ni arco ni flechas. Governal robó uno a un florestero con dos flechas bien emplumadas y arpadas. Todos los días salía Tristán de caza. Se ponía al acecho, veía un corzo, empulgaba el arco y disparaba: el animal, herido en el flanco derecho, grita, salta y vuelve a caer. Al anochecer regresa con buena provisión de ciervos, corzos y gamos. Carecían de pan y de sal, pero Tristán lo conseguía trocando una parte de su caza por unos panes de cebada y unos puñados de sal morena a unos pastores que guardaban sus ovejas en las lindes del bosque. Governal hacía un gran fuego y cocinaba la caza. Tristán era diestro en el arte de la pesca y dicen las gentes de Cornualla que fue el primero en usar la caña.

Un día, en sus correrías por el bosque, descubrieron un claro agradable y solitario. Tristán cortó ramas con su espada, Governal reunió el ramaje y construyeron dos cabañas que Iseo cubrió con hierbas y juncos. Cuando venía la noche, los amantes dormían el uno en brazos del otro. A veces oían aullar a los lobos, otras la lluvia caía, en medio del rugido sobrecogedor del viento, de los relámpagos y de los truenos. No tenían tapices ni cojines ni ricas alfombras; dormían sobre esteras de juncos. Pero se amaban tanto que la presencia del uno hacía olvidar al otro el dolor. Su «fino amor» les hacía olvidar su dura condición de proscritos.

Tristán e Iseo cabalgaban por el bosque cuando descubrieron, en la lejanía, una ermita.

El azar les había llevado hasta allí. Fray Ogrín, el ermitaño, estaba a la puerta, apoyado en su bastón. Al instante reconoció a Tristán y le advirtió:

—Señor Tristán. ¿Conocéis el bando que el rey ha publicado por toda Cornualla? El que os entregue recibirá en recompensa cien marcos de plata. Todos los barones han jurado capturaros vivo o muerto. —Y añadió con dulzura—: Tristán, Dios perdona al pecador que se arrepiente si cree y se confiesa.

—Señor Ogrín —replicó Tristán—. No entendéis la razón de nuestro amor: Iseo me ama de buena fe, a causa del filtro que bebimos en el mar. No puedo separarme de ella ni ella de mí. Es la verdad.

—¿Qué consuelo puede darse a un muerto? —insiste el ermitaño—. Muerto es quien vive en pecado y no se arrepiente. Que Dios tenga compasión de vosotros porque habéis perdido este mundo y el otro.

—Señor, no puedo separarme de la reina. Antes preferiría mendigar y alimentarme de hierbas y raíces que ser señor del reino de Otrán sin ella.

—Tristán, el que traiciona a su señor merece ser descuartizado por dos caballos, perecer en la hoguera y que allí donde caigan sus cenizas no crezca la hierba, la tierra se vuelva estéril y las plantas y los árboles se marchiten. Devolved la reina al que la tomó por esposa según la ley de Roma.

—Ya no le pertenece; la entregó a los leprosos; de ellos la conquisté. Ahora es mía y no puedo separarme de ella ni ella de mí.

El ermitaño los sermonea y exhorta al arrepentimiento. Les recuerda las profecías de las Escrituras y les reprocha su vida. Iseo llora a sus pies. Pálida y sofocada implora piedad:

—Señor, por el Dios que hizo el cielo. Si Tristán me ama y yo a él es por un brebaje que bebimos durante la travesía de Irlanda: ésta es nuestra única culpa. Por ello el rey nos persigue.

—¡Que Dios os conceda el arrepentimiento! —respondió el ermitaño.

Pasaron la noche en la ermita y partieron al alba. El ermitaño los despidió tristemente y, desde ese día, el buen hombre multiplicó por ellos sus mortificaciones.

¡Señores!, ¡escuchad ahora una bella aventura! Tristán había criado un braco llamado Husdén. Nunca viose perro más vivo, ligero, rápido y fiel. Desde que su dueño se había marchado estaba triste. Lo habían dejado encerrado en el torreón, un trangallo entre las patas; allí gruñía, pataleaba, gemía y arañaba el suelo, mirando para todas partes. Rechazaba el pan y toda pitanza. Todos cuanto lo veían se compadecían de su aire lastimero: «Deberían soltarlo —decían—. Acabará volviéndose rabioso. Pocos perros mostrarían una afección semejante por su dueño. Con razón decía Salomón que el mejor amigo del hombre es su lebrel».

—Es la ausencia de su dueño lo que lo enfurece —decía el rey arrepentido de la dureza que había mostrado con su sobrino—. Tiene razón, pues no existe en nuestros días caballero en Cornualla que pueda compararse a Tristán.

Los felones recomendaron al rey que lo soltase:

—Así sabremos si este perro está rabioso o lamenta solamente la ausencia de su dueño —le dijeron.

El rey ordenó a un escudero que lo soltase. ¡Todos se encaramaron en sus asientos por temor a que los mordiese! Pero ¡el animal no pensaba en atacarlos! Una vez libre se dirigió hacia la habitación en la que vivía Tristán. Allí ladra y gime hasta que encuentra sus trazas. Sigue los pasos de su señor cuando fue apresado y condenado: va a la cámara en la que fue traicionado y capturado, corre hasta la capilla y salta por la ventana, hiriéndose en una pata. En la linde del bosque se detiene unos momentos, como si buscara su pista, luego se introduce en él. El rey y sus barones lo siguen conmovidos.

Al llegar a los primeros árboles de la floresta los caballeros recomiendan a Marcos regresar:

—Mejor haríamos dejando de seguir a este perro: podría llevarnos a un lugar del que fuera difícil volver.

El bosque retumba con los ladridos del braco. Tristán estaba con la reina y Governal cuando llegaron hasta ellos sus gritos lejanos.

—Es Husdén —dice Tristán—. Cuidad que el rey no lo siga.

Piensa que los felones y el rey han seguido la pista del animal. Angustiado se levanta de un salto, coge su arco y lo tensa. Los tres se ocultan tras la maleza. No tarda en llegar el animal. Al reconocer a su dueño, levanta la cabeza, mueve la cola, se revuelca y brinca de alegría. Luego salta sobre la rubia Iseo y Governal. ¡Hasta al caballo hace fiestas! Tristán se aflige.

—¡Lástima que nos hayas encontrado! Un perro no puede permanecer silencioso en el bosque y es un peligro para un proscrito. Sus ladridos nos descubrirían. El rey Marcos nos busca por llanos, montes y arboledas para hacernos perecer en la hoguera. ¡Más valdría matarlo, pero sería una cruel recompensa a su fidelidad!

—Señor —dice Iseo—, no lo matéis. Oí contar de un florestero gales que poseía un perro al que había adiestrado para cazar en silencio. Podríamos intentarlo.

Tristán reflexionó unos momentos y compadecido dijo:

—No podría matarlo. Voy a enseñarle a cazar en silencio.

Tristán va de caza con Husdén. Otea la pieza, se pone al acecho, dispara su arco y la hiere. El perro la persigue ladrando y el bosque retumba con sus gañidos. Tristán le pega. El perro calla, pero abandona la persecución de la pieza; mira a su amo sin saber qué hacer. Tristán lo coloca detrás de sí y bate el bosque con una varilla de castaño. El perro vuelve a ladrar, pero Tristán no abandona su entrenamiento. Antes de un mes había aprendido a perseguir la presa por la hierba, el hielo o la nieve a la muda. Nunca dejó escapar una pieza y les prestó muy grandes servicios. Cuando coge un corzo, un ciervo o un gamo, si es en el bosque lo cubre de ramas; si es en la landa lo esconde bajo hierbas y vuelve, sin un ladrido, a advertir a su amo.

Un día sucedió que Ganelón, uno de los cuatro felones, se adentró en el bosque para cazar. Governal había ido a caballo hasta un riachuelo que surgía de una fuente. Desensilló su montura y se tumbó sobre la hierba mientras el animal pacía tranquilamente. Entre tanto Tristán dormía en la cabaña tapizada de hierbas; tenía en sus brazos, estrechamente abrazada, a la reina por la que tantas calamidades había soportado y afrontado tantas dificultades. Governal oyó la jauría que perseguía a un ciervo. Saltó sobre su corcel, lo espoleó con todas sus fuerzas y corrió a emboscarse detrás de un grueso árbol. El traidor se había separado de sus monteros y cabalgaba solo, sin escudero. Iba veloz sin saber lo que le aguardaba. Poco pensaba entonces en el mal que había hecho a los amantes. Governal lo ve avanzar, lo acecha y espera sin temor, recordando cómo, por sus malos oficios, estuvieron a punto de ser destruidos Tristán y la reina. Al pasar junto a él, sale de su escondite, sujeta el caballo del felón por el freno, lo tira a tierra, lo despedaza y se marcha llevando su cabeza en trofeo. Los monteros que perseguían al ciervo no tardaron en encontrar, junto al árbol, el cuerpo decapitado de su señor; emprenden una huida veloz, seguros de que había muerto a manos de Tristán, el proscrito.

Governal regresa a la cabaña y cuelga la cabeza de su enemigo de una horquilla. Tristán despierta y ve la cabeza medio oculta por las hojas. Reconoce al traidor y, sobresaltado, se incorpora de un brinco.

—No te preocupes —dice Governal riendo—. Puedes estar tranquilo. Lo maté con esta espada porque era tu enemigo.

Se extiende por el país la noticia de la muerte de Ganelón. Desde aquel día todos temen el bosque. Ya nadie se atreve a adentrarse en él por miedo a Tristán, temible en el llano y mucho más en la arboleda, propicia a las emboscadas. Los proscritos pueden vivir en él tan seguros como en un reino fuerte y protegido.

En estos lugares salvajes inventó Tristán el arco-que-no-falla. Nunca erraba el blanco y acertaba a herir en el lugar deseado. Por eso Tristán le dio este nombre. Era un arma de gran utilidad para los proscritos: les permitía nutrirse de caza, ciervos, liebres, gamos y jabalíes sin salir al llano.

Largos meses vivieron en el bosque. Su vida era dura, pero la presencia del uno bastaba al otro para hacerle olvidar todos sus sufrimientos. A veces, sin embargo, la bella Iseo temía que Tristán se arrepintiese y añorase su gloria pasada. Tristán sufría por las calamidades que debía soportar la reina pensando que quizá un día le hicieran lamentar su amor. Si el amor les hacía olvidar todas sus penalidades, sus rostros delgados y pálidos, sus figuras escuálidas y sus ropas desgarradas en harapos indicaban la dureza de su vida.

¡Señores! ¡Ocurrió un día de verano, en el tiempo de la siega, poco después de Pentecostés! Una mañana, al alba, salió de su cabaña Tristán, la espada al cinto. Fue a inspeccionar el arco-que-no-falla y después a cazar por el bosque. A su regreso, una gran pena le oprimía el corazón: ¿hubo jamás alguien tan desgraciado como ellos? ¡Nadie superó tantas calamidades! Sólo el estar juntos se las hacía olvidar. Cuenta la historia que nunca amantes se quisieron más ni pagaron tan alto precio por su amor. Iseo ha salido a su encuentro. El día es caluroso, el sol plomizo los amodorra. Tristán abraza a la reina.

—Amigo, ¿dónde has estado?

—Anduve por el bosque siguiendo a un ciervo; la persecución me ha agotado y desearía descansar.

Descubren una cabaña de ramas verdes, el suelo cubierto de hierbas. Iseo entra la primera y se echa sobre los juncos. Tristán lo hace después; saca su espada y la coloca entre los dos. Se acuestan vestidos: ¡si ese día hubieran estado desnudos gran mal les habría sobrevenido! La reina llevaba el anillo de gruesas esmeraldas que el rey le había regalado el día de la boda. Tanto habían adelgazado sus dedos que era maravilla que no se cayese. Dormían abrazados, los labios muy juntos, pero sin tocarse. Ni una brizna de viento los molestaba; sólo un rayo de sol, que se filtraba por entre las ramas, descendía sobre el rostro de Iseo que brillaba como cristal. Están solos. Governal cabalgaba lejos. ¡Señores!, ¡escuchad la aventura que pudo causarles tantos males!

Un florestero descubrió, cabalgando por el bosque, la cabaña en la que habían pasado la noche anterior. Siguió sus trazas hasta llegar al refugio donde descansaba Tristán. Reconoció a los amantes. La sangre se le heló en las venas: si Tristán despertara pagaría con su vida el descubrimiento. Huye sobresaltado: conoce el bando del rey y se felicita por la recompensa que obtendrá. Al llegar al palacio, Marcos administra justicia rodeado de sus barones:

—¿Qué noticia tan urgente me traes? —dice el rey al recién llegado—. ¡Vienes como alma que lleva el diablo! ¿Qué queja urgente te hace venir con tanta prisa? ¿No te han restituido una prenda? ¿O es que te han expulsado de mi bosque?

—Escuchadme, señor. Os lo explicaré brevemente. Oí el bando que pregonasteis sobre vuestro sobrino. Yo lo he visto dormido, con la reina. Gran miedo pasé al descubrirlo, pero vine a advertiros por temor a vuestra ira.

El rey llamó aparte al florestero y le preguntó en voz baja:

—¿Dónde los encontraste?

—En una cabaña, en el Morois. Si venís rápido podréis aún vengaros de ellos.

—Escucha —le replica el rey—, y por tu propia vida no digas a nadie, pariente o extraño, lo que has visto. Ve y espérame junto al cementerio, en el cruce de caminos al que llaman la Cruz Roja. Si es cierto lo que me dices te daré tanto oro y plata como desees.

El florestero se encamina hacia la Cruz Roja. ¡Ojalá le revienten los ojos! ¡Más le hubiera valido haber sido prudente que no, señores, morir de mala muerte como luego veréis!

El rey ordena que nadie le siga. Pese a las protestas de sus barones se deshace de su escolta. Hace ensillar su caballo y parte, espada al cinto. Durante el camino recuerda la traición de Tristán, cuando huyó con Iseo, la del claro semblante. Lleno de ira y rencor, marcha decidido a castigarlos si los encuentra. En la Cruz Roja se reúne con el florestero. Penetran sin perder tiempo en el espeso bosque. ¡Si Tristán estuviera despierto uno de los dos perdería la vida! Cuando se aproximan al lugar se detienen. El florestero le sostiene el estribo, el rey descabalga y ata las riendas a una rama de manzano verde. Se acercan a la cabaña. El rey se despoja de su manto: aparece su cuerpo robusto y gallardo. Hace señas al florestero para que se retire. Desenvaina la espada y avanza dispuesto a la venganza. Blande su arma, va a golpearlos (¡Dios! ¡Qué desgracia si lo hiciera!). Pero ve que Iseo lleva puesta su camisa y Tristán sus calzas, sus bocas no se juntan, la espada desnuda separa sus cuerpos.

—¡Dios mío! —exclama—. ¿Debo matarlos? Si se amasen con loco amor no dormirían vestidos, la espada desnuda entre ellos.

Contempla sus rostros: Iseo le parece más bella que nunca. La fatiga la había dormido y coloreado sus mejillas. Un rayo de sol caía sobre su rostro. El rey coloca su guante sobre el hueco por el que se filtra el rayo que abrasa el rostro de la reina. Suavemente sustituye el anillo de Iseo por el suyo y coloca su espada en lugar de la de Tristán, con la que un día su sobrino había matado al Morholt. Antaño, cuando el rey le había regalado el anillo, entraba con dificultad: tanto había adelgazado Iseo en su vida de fugitivos que ahora se le escapaba del dedo y era milagro si no lo perdía. El rey sale de la cabaña, despide al florestero y emprende su viaje de regreso. Renuncia a tomar venganza y oculta celosamente a todos lo ocurrido.

Entre tanto la reina soñaba que estaba en una rica tienda plantada en medio de una gran landa. Veía dos leones hambrientos que se acercaban a ella con ánimo de devorarla. Inesperadamente cada uno de ellos la tomaba por una mano. Dio un grito de miedo y despertó. El guante adornado de blanco armiño cayó sobre su rostro. Su grito despierta a Tristán. La sangre se le hiela en el pecho. Se incorpora y coge la espada: por el puño de oro y las piedras preciosas descubre que es la del rey. La reina se da cuenta del cambio de los anillos.

—Señor —dice Iseo con gran congoja—. ¡Estamos perdidos! ¡El rey nos ha descubierto!

—Tienes razón. Ha cambiado mi espada por la suya: podría habernos matado. Sin duda estaba solo y ha ido a buscar refuerzos. Salgamos del Morois, huyamos hacia el país de Gales.

En aquel momento llega su escudero con el caballo. Governal se sorprende al ver la palidez de su señor.

—¿Qué os ocurre? —le dice.

—Maestro —responde Tristán—. El fiero Marcos nos ha sorprendido mientras dormíamos. Ha cambiado las espadas y los anillos. Ha dejado su guante. Ha ido en busca de sus hombres y temo que nos prepare una celada. Querrá colgarnos o quemarnos y esparcir nuestras cenizas en presencia del pueblo. Sólo huyendo podremos salvarnos.

Escapan precipitadamente. Llenos de temor y angustia, cabalgan a rienda suelta durante varias jornadas. Salen del Morois, se adentran en el país de Gales. ¡Cuántos sufrimientos les deparó su amor! Más de dos años vivieron en el bosque, como ciervos acosados, unas veces errantes, otras refugiados en grutas o cabañas.

12. El ermitaño

¡Señores! Habéis oído que la causa del amor, que tantas alegrías y tristezas les proporcionó, había sido el brebaje que habían tomado durante la travesía de Irlanda. La madre de Iseo, que lo preparó para las bodas del rey Marcos, había dispuesto que el lovendrin fuese eficaz tres años. Durante ese tiempo los amantes no podían vivir separados ni abandonar la compañía el uno del otro más de una semana. Pasado esos tres años, la virtud del brebaje disminuía, pero el amor perduraba a lo largo de sus vidas.

La víspera de San Juan se cumplió el plazo previsto por la reina de Irlanda. Tristán se levantó muy de mañana y salió de caza. Persiguió por el bosque a un ciervo herido. Al llegar la tarde, se sentó cansado sobre una gran piedra. Era la hora en que, sobre la nave, bebió el filtro: los remordimientos lo acosaron, una gran tristeza lo invadió.

—Dios mío —se dijo—, ¡cuántas penalidades! ¡Durante tres años no conocí descanso ni respiro! Abandoné la caballería, las bellas hazañas, las luchas y justas, la vida de corte. Dejé a mis compañeros de armas. Debería estar en la corte con cien donceles a mi servicio. Pero vivo exiliado, vestido de andrajos y he perdido el amor de mi tío. Debería haber ido a otras cortes y a otros países para luchar al servicio de otros señores y conquistar renombre. Por mi culpa, la reina vive en una cabaña de ramas en vez de en ricas cámaras adornadas con bellas cortinas; tiene el bosque por morada en vez de habitar en un palacio, rodeada de doncellas. Ruego a Dios, señor del mundo, que me dé valor para devolverla a su esposo. Lo haría de buen grado si Marcos quisiera reconciliarse con Iseo a la que tomó por mujer según la ley de Roma.

Apoyado sobre su arco, Tristán se aflige; recuerda a su tío, que lo acogió cuando por vez primera llegó a Tintagel, lamenta el ultraje que le causó y el vituperio al que sometió a la reina.

Iseo, por su parte, se sumía en tristes lamentos: «¡Desgraciada! ¿De qué te sirve tu juventud? Vivo en el bosque como si fuese sierva sin una doncella que me acompañe. Debería morar en palacios, rodeada de nobles doncellas, hijas de vasallos libres, que me servirían con lealtad y a las que yo, en recompensa, casaría con caballeros. Soy reina pero el filtro que bebimos durante la travesía me hizo perder la dignidad que me correspondía. Brangel, ¡mal guardaste el encargo de mi madre!»

Tristán regresa a la cabaña. Como otros días, siente el cansancio de sus largas correrías, pero mucho más le atormentan los remordimientos que lo asaltan. La reina sale a su encuentro, el rostro triste, bañado de lágrimas.

—Amigo Tristán —le dice—, ¡gran mal nos causó quien nos dio a beber el vino de amor!

—Noble reina. ¡Mal usamos nuestra juventud! Bella amiga, ¡si pudiera ganar el favor del rey y obtener su perdón! ¡Si quisiera aceptar mi juramento de que nunca, por nuestra voluntad, tuvimos relaciones culpables, no habría caballero en todo su reino, desde Lidán a Durelme, que si pretendiese acusarnos de villanía y loco amor, no me encontrase armado para responderle! Si el rey Marcos me aceptase en su mesnada, le serviría como merece y no encontraría mejor vasallo en la guerra. Pero si prefiere retenerte a su lado y rechazar mis servicios, marcharé a la corte del rey de Frisia o a Bretaña sin más compañía que Governal. Noble reina, donde quiera que vaya siempre me reclamaré tuyo. Amiga mía, nunca me habría venido a la mente separarnos si pudiéramos vivir juntos sin sufrir las penurias que por mí soportas en estas tierras salvajes. Por mí has perdido el rango de reina. Vivirías honrada, en palacio, junto al rey mi señor, si no fuera por el brebaje que nos dieron en el mar. Noble Iseo, ¡aconséjame!

—Señor. Recuerda las palabras del ermitaño cuando estuvimos en su morada, allá en el fondo del bosque. Acudamos a él: nos dará preciosos consejos.

Llamaron a Governal. Volvieron a atravesar el bosque en el que tanto tiempo habían pasado. Cabalgaron durante toda la noche. Al despuntar el día llegaron a la ermita. El ermitaño leía a la puerta de la vieja capilla.

—¡Pobres proscritos! —les dijo—. ¡El amor os arrastra de miseria en miseria! ¡Cuánto tiempo ha durado vuestra locura! ¡Mucho habéis errado por los caminos del pecado! ¡Arrepentíos!

—Escuchad —responde Tristán—. Si largo tiempo llevamos esta vida, es porque era nuestro destino. Durante tres años sufrimos, día a día, todas las tribulaciones del amor. Si pudierais ayudarnos para que la reina obtuviera paz y reconciliación al lado del rey, yo aceptaría alejarme del reino y dirigirme a Bretaña o a Leonís. O si mi tío quiere conservarme junto a él, le serviría en su corte como vasallo fiel. Dadnos vuestro consejo y os escucharemos.

Iseo se inclina a los pies del ermitaño suplicándole que los reconcilie con el rey.

—Nunca volverá a haber en mí pensamiento de locura —le dice—. No es que me arrepienta de haber seguido a Tristán ni que renuncie a amarlo sin deshonor, pero nunca más nuestros cuerpos se unirán.

Conmovido por sus palabras el ermitaño da gracias a Dios:

—Señor Dios, rey todopoderoso. Os doy gracias por haberme permitido vivir para ver a estos dos venir arrepentidos a mi ermita. Dios me ayudará para daros consejo loable. Escuchadme: cuando un hombre y una mujer se dan el uno al otro y pecan juntos, Dios les perdona su culpa, por grande que sea, si vienen a penitencia y se arrepienten con corazón sincero. Pero, para evitar la vergüenza y encubrir el mal, es conveniente a veces ocultar la verdad con habilidad. Tristán, escribiremos una carta que enviaréis a Lancien. Diréis al rey que estáis en el bosque con la reina. Le pediréis que deponga su enfado y olvide su rencor. Ofreceréis defender con las armas que nunca amor deshonesto os unió a Iseo: no habrá barón en su corte que ose armarse contra vos. Marcos deberá aceptar vuestra justificación, pues cuando os condenó a la hoguera, instigado por los felones, rechazó vuestro juicio. Dios fue misericordioso y os salvó de una muerte segura cuando saltasteis de la capilla: de lo contrario habríais perecido deshonrado. Es cierto que habéis vivido juntos en el bosque, mas trajisteis a la reina de Irlanda para dársela en matrimonio: no podíais permitir que permaneciera en manos de los leprosos. Vuestra conducta hizo recaer sobre vosotros las sospechas pero sólo así podíais salvar vuestras vidas.

—Lo otorgo —dijo Tristán—. Mas añadid que cuelgue su respuesta de la Cruz Roja, en medio de la Landa, porque desconfío de él a causa del bando que contra mí ha divulgado y no deseo que conozca dónde estoy.

Ogrín tomó pluma, tinta y pergamino. Escribió la carta y la selló con su anillo. Cuando estuvo terminada preguntó:

—¿Quién la llevará?

—Yo mismo —dijo Tristán.

—No, Tristán, correrías demasiado riesgo.

—Señor. Conozco bien Lancien. Partiré de noche con mi escudero y dejaré a la reina bajo vuestra custodia. Governal cuidará mi caballo mientras yo entraré solo en la ciudad.

Cuando cayó el día, Tristán y Governal se pusieron en camino. Cabalgaron gran parte de la noche y llegaron a Lancien cuando los vigías tocaban al alba. Tristán desciende por el foso y trepa hasta el castillo. Se aproxima a la ventana del rey y en voz baja lo llama. Marcos despierta:

—¿Quién eres que vienes a interrumpir mi sueño a horas tan tempranas? ¿Qué asunto urgente te trae? ¡Dime tu nombre!

—Señor, me llaman Tristán. Traigo una carta que dejo aquí, en el dintel de la ventana. Leedla. No me atrevo a quedarme más tiempo.

El rey se incorpora. Tres veces lo llama en voz alta:

—Tristán, querido sobrino. Espera.

Pero Tristán ya ha desaparecido. Alcanza a Governal que lo aguarda impaciente: «¡Insensato! ¡Vayámonos cuanto antes!», le dice su ayo. Saltan a sus caballos y emprenden el regreso a la ermita.

Ogrín había pasado la noche rogando a Dios que los protegiera. La reina no había cesado de llorar. Al verlos volver salieron a su encuentro dando grandes muestras de alegría. El ermitaño impaciente le preguntó:

—Amigo, por el amor de Dios. ¿Llegasteis hasta la corte del rey?

Tristán contó todo lo ocurrido.

—¡Dios sea alabado! —decía el buen hombre—. No tardaremos en recibirla respuesta de Marcos.

Tristán descabalga. Pasaron el día en la ermita hasta recibir la carta del rey Marcos.

13. El Vado Aventurero

Desde que había oído la voz de Tristán, el rey se revolvía impaciente en su lecho. Mandó despertar a su capellán. Lo hizo venir a su cámara, le entregó la carta y escuchó atentamente su lectura. Sentía una gran alegría: su rencor hacía tiempo que había desaparecido y seguía amando a la reina. Despertó a sus barones y llamó a consejo a sus más allegados. Entonces les dijo:

—Señores, esta carta he recibido. Escuchad su contenido y luego aconsejadme noblemente como corresponde a los vasallos con su señor.

—Señores, escuchad —dijo Dinas levantándose el primero—. Conozcamos el contenido de esta carta y después quien tenga buen consejo que dar que lo haga, pues no hay peor mal que dar mal consejo a su señor.

Los nobles asintieron viendo la cordura de sus palabras. El capellán comenzó la lectura de la carta:

«Tristán, el sobrino de nuestro señor, envía sus saludos y sus deseos de amor al rey y a toda su baronía. Rey, recordad vuestro matrimonio con la hija del rey de Irlanda. Yo atravesé el mar y la conquisté con mi esfuerzo: me fue entregada en recompensa por haber dado muerte al dragón con cresta y escamas. La traje a vuestro reino y vos la tomasteis por mujer delante de vuestros barones. Poco tiempo habíais vivido con ella cuando los detractores os hicieron creer sus calumnias. Para demostrar la inocencia de la reina, me batiré con cualquier caballero que se atreva a afirmar que Iseo y yo nos amamos con amor culpable. Señor, recordad que en vuestro enfado quisisteis condenarnos a la hoguera. Dios tuvo piedad de nosotros. Escapé a la muerte saltando desde una alta roca. Entregasteis la reina a los leprosos, pero yo se la arranqué y la llevé conmigo para salvar su vida. ¿Cómo podía abandonar a la princesa que yo traje de Irlanda y que había sido injustamente condenada por mí? Con ella huí al bosque, pues, por temor a vuestro bando, no podía mostrarme en terreno descubierto. Habíais ordenado nuestra captura y sólo podíamos huir. Si queréis volver a tomar a Iseo, la del rostro claro, como vuestra esposa, no hallaréis en todo el país barón que os sirva con más lealtad que yo. Pero si os aconsejan alejarme de vuestra corte, cruzaré el mar, entraré al servicio del rey de Frisia y nunca más oiréis hablar de mí. Tomad consejo prudente. ¡Muchas penalidades hemos soportado en el bosque! O bien aceptáis nuestra reconciliación o bien devolveré la hija del rey a Irlanda, de donde la tomé, y será reina en su país».

Los barones oyeron que Tristán los retaba en duelo por la hija del rey de Irlanda. ¡Quién podía recoger el desafío! ¡Más valía acceder a la reconciliación y aceptar a la reina!

—Rey —dijeron a coro—, volved a tomar a vuestra esposa. Fueron insensatos los que levantaron calumnias contra la reina. En cuanto a Tristán, más vale que vaya a servir al poderoso rey de Galvoya a quien Corvos hace la guerra. Allí hallará de qué vivir y si un día lo deseáis podréis hacerlo volver a vuestra corte.

El rey preguntó tres veces:

—¿Hay alguien que acuse a Tristán de villanía y amor deshonesto con la reina?

Al ver que sus barones callaban, el rey se dirigió a su capellán:

—Ponedlo por escrito. Decid que acepto la reconciliación y que tomaré a la reina. Tristán marchará a otras cortes. ¡Estoy impaciente por ver a la bella Iseo que tantas calamidades ha soportado! Una vez sellada la carta, la colgaréis de la Cruz Roja esta misma tarde. No olvidéis los saludos de mi parte.

El capellán cumplió los deseos de Marcos. Tristán, por su parte, atravesó la Blanca Landa antes de la medianoche y recogió la carta sellada. Reconoció los emblemas de Cornualla y volvió a casa del ermitaño, que la leyó.

—Alegraos, Tristán —dijo el buen hombre—. El rey accede a lo que pedíais y vuelve a tomar a su esposa, según el consejo de sus barones. Pero no desean que permanezcáis en su corte: iréis a guerrear al servicio de otro señor durante uno o dos años. Después, si el rey lo quiere, podréis regresar junto a él. Dentro de tres días entregaréis a la reina en el Vado Aventurero.

—¡Dios! —dijo Tristán—. ¡Pronto nos separaremos! ¿Existe dolor mayor que el de perder a su amiga? Bella Iseo, ¿cómo podríamos evitarlo? Muchas penalidades has soportado por mí en este bosque salvaje. Cuando llegue el momento de despedirnos, te haré un presente en prueba de mi amor y tú a mí. En cualquier parte del mundo en que esté, en paz o en guerra, te haré llegar mis mensajes y acudiré en tu ayuda siempre que lo desees.

Iseo suspira y dice:

—Tristán, déjame a Husdén. Nunca montero tuvo perro tan bien tratado como éste lo será. Amigo, al verlo me acordaré de ti y por triste que esté recobraré la alegría. Tomarás a cambio mi anillo de jaspe verde. Si un día un mensajero dice venir de tu parte no lo creeré, por más que haga o diga, si no me muestra este anillo; pero si yo lo veo nada podrá impedir que haga cuanto me hayas mandado, por más que pueda parecer locura o insensatez.

Al otro día salió el ermitaño muy de mañana. Fue al monte de San Miguel de Cornualla, donde había un rico mercado. Compró peñas veras y grises, telas de seda, pieles diversas, lana fina y lino blanco más brillante que flor de lis, un palafrén de suave andar enjaezado con arneses de oro reluciente. Ogrín regatea, compra fiado y al contado, mira y remira hasta conseguir un rico vestido para la reina.

Los pregoneros proclaman por todo el país que el rey se reconcilia con la reina y que el encuentro ocurrirá en el Vado Aventurero. Damas y caballeros se preparan para acudir gozosos al lugar señalado: todos amaban a la reina, salvo los felones que la acusaron. ¡Dios los castigue! ¡No tardarán en pagar sus malas artes! ¡Dios abatirá su fiero orgullo y vengará a los amantes!

Al tercer día, Marcos se dirigió al Vado con gran tropel de gentes. Alzaron ricas tiendas y lujosos pabellones en la pradera. Tristán cabalga con su amiga revestido con la loriga, oculta bajo el brial, por temor a una emboscada. Ve las tiendas, los pendones y estandartes y reconoce al rey Marcos. Dulcemente se dirige a Iseo:

—Amiga, mira al fondo al rey, tu esposo, con todos sus barones, que han salido a recibirte. Ya no podremos hablarnos mucho tiempo. Guarda a Husdén, cuídalo bien. Recuerda que si algo te pidiese, por el Dios de gloria, cumple mi voluntad.

—Amigo Tristán, si me envías este anillo de jaspe verde no habrá torre, muralla, fortaleza que puedan retenerme e impedir que siga tu mandato.

Tristán la toma en sus brazos, la abraza y la besa.

—Amigo. Escucha una última petición. Me conduces al rey y a él me entregarás siguiendo los consejos del ermitaño. En su corte estaré rodeada de gentes extranjeras, sin nadie de mi linaje que me defienda: no abandones el país hasta saber cómo el rey se comporta conmigo. Al caer la tarde, cuando me hayas dejado junto al rey, ve a casa del florestero Orri: en la bodega de su cabaña encontrarás un refugio seguro. Te enviaré a Perinís que te llevará noticias de la corte. Amigo, mucho temo a los felones que nos acusaron. ¡Ojalá el infierno se abra para tragarlos y tengan pronto su castigo!

—Nada podrán, querida amiga. Permaneceré oculto. ¡Quién se atreva a acusarte tendrá que cuidarse de mí más que del Enemigo!

Abandonan el bosque. Se adentran en la llanura. Intercambian los saludos. El rey cabalga briosamente con Dinas de Lidán, a un tiro de arco de sus caballeros. Tristán avanza llevando por las riendas el palefrén de la reina.

—Rey —dijo Tristán—. Os devuelvo a la noble Iseo. ¡Nunca hombre hizo restitución más valiosa! Señor, nunca fui juzgado. Me condenasteis sin juicio, dando oído a calumnias. Dejadme justificarme ante vuestros hombres aquí reunidos y probar con las armas, a pie o a caballo, que nunca amor culpable me unió a la reina. Si soy derrotado, hacedme quemar en azufre, pero si salgo victorioso permitidme vivir en vuestra corte o retornar a Leonís.

Un barón de Nicole, hombre sabio y mesurado, se acerca al rey e intercede por su sobrino:

—Rey, conservadlo en vuestra corte. Si lo retenéis a vuestro lado seréis mucho más temido y respetado.

El rey vacila y guarda silencio. Confía la reina a Dinas, que la recibe gozoso. Le hace los honores, bromea con ella y le ayuda a despojarse de su manto de escarlata. Su cuerpo aparece bajo su brial de seda blanca adornado con hilos de oro. ¡Si el ermitaño pudiera verla tan hermosa no se arrepentiría de lo que gastó y trajinó para comprárselo! Todos contemplan su rico vestido, su porte majestuoso, sus ojos verdes y sus cabellos rubios. El senescal charla alegremente con ella. ¡A poco revientan de rabia los felones al verla tan bella y honrada! Como venenosos reptiles se acercan al rey:

—Señor —le dicen—, escuchad nuestro consejo. La reina fue acusada y huyó al bosque. Si ahora consentís que vuelva a la corte con Tristán todos pensarán que sois cómplice de su traición y seréis vilipendiado. Alejad a vuestro sobrino por un año: en ese tiempo podréis probar la lealtad de Iseo y volverlo a llamar.

El rey pensó que era consejo prudente y proclamó su decisión. Tristán se acerca a la reina para despedirse. Intercambian una larga mirada. Iseo enrojece, avergonzada ante tanta gente. Tristán se dispone a marchar. El rey se compadece: le pesa verlo alejarse tan desprovisto.

—¿Dónde irás con estos andrajos? —le dice—. ¿Qué rey podrá honrarte viendo tu indigencia? Toma de lo mío cuanto hubieras menester.

—Rey —responde Tristán—, no tomaré ni una blanca de vuestro haber. Iré gozoso, sin más compañía que Governal, a servir al poderoso rey de Galvoya que está en guerra.

El rey y gran parte de sus barones forman cortejo y lo acompañan camino del mar. Iseo lo sigue con la mirada, sin volver la cabeza hasta que desaparece del horizonte. Todos regresan, salvo Dinas, que, durante un tiempo, sigue cabalgando a su lado.

—Dinas —le dice Tristán—, saldré del país. Si un día te pido algo por medio de Governal, haz lo que te ordene.

Dinas le asegura su amistad, ambos se prometen ayuda mutua. Luego se abrazan y se separan tristemente.

A la noticia del regreso de la reina a la ciudad, todos salieron a recibirla, entristecidos por el exilio de Tristán. Las campanas repicaron, las calles se engalanaron de guirnaldas y tapices de seda, el suelo se cubrió de alfombras para festejar la vuelta de Iseo. La comitiva se dirigió al monasterio de San Sansón. Obispos, clérigos y monjes, revestidos con albas y casullas, acuden a recibirla y la conducen de la mano hasta el altar. El generoso Dinas le entrega una rica tela con recamados de oro que bien valdría cien marcos de plata. Iseo la ofrece al monasterio: de ella se hizo una hermosa casulla que sólo se usaba en los días de fiesta. Todavía se guarda en San Sansón como dan fe los que la han visto. Cuando Iseo salió del monasterio, el rey, sus condes y duques la condujeron hasta el castillo. Grandes festejos se hicieron. No hubo puerta del palacio que permaneciera cerrada y se dio de comer a cuantos pobres quisieron acudir. El rey eligió a trescientos siervos a los que dio la libertad, entregó armas a veinte donceles y los armó caballeros. Nunca, desde el día de su boda, conoció Iseo honores semejantes a los de este día.

Entre tanto Tristán cabalgaba. Dejó el camino que lo llevaba a los confines de Cornualla, tomó un sendero, volvió hacia atrás y, después de largos rodeos y mucho andar, llegó a la casa del florestero Orri que lo ocultó en su bodega. Nada le faltó: Orri era generoso y buen cazador; todos los días salía al bosque y regresaba trayendo jabalíes, jabatos, ciervos, corzos y gamos. Allí vivía Tristán oculto en el sótano con Governal. A través de Perinís, el fiel servidor, tenía noticias de su amiga.

14. El juramento ambiguo

Los felones se felicitaban por el exilio de Tristán. Su marcha los había envalentonado. No había transcurrido un mes cuando ya maquinaban cómo perder a la reina. Pensaban que Tristán estaba lejos, en tierras extrañas, y que ya nada tenían que temer. Marcos había salido de caza. Retenía su caballo mientras oía los gritos de la jauría que perseguía al ciervo, cuando Andret, Godoine y Denoalen se llegaron hasta él:

—Señor. Un consejo de honor os quisiéramos dar. Recordad que la reina no ha jurado en público su inocencia como reclamaban vuestros barones. Esta noche, a solas con ella, exigidle que lo haga y expulsadla de vuestro reino si se niega.

—¡Por Dios!, señores de Cornualla. ¡No cesan vuestras acusaciones contra la reina! ¿Qué pretendéis? ¿Que retorne a Irlanda? ¿No oísteis cómo Tristán ofreció defenderla en duelo? ¿Por qué no aceptasteis su desafío? Por vuestra culpa salió del país. Escuché vuestros falaces consejos y lo expulsé del reino. ¡Ahora pretendéis que expulse a la reina! ¡Maldito sea el que intente convencerme de tal desatino! ¡Poco os importa mi tranquilidad! ¡Con vosotros nunca podré tener paz! ¡Dios os confunda! Buscáis mi deshonra mas no lo conseguiréis: ¡haré que vuelva Tristán al que exilié por vuestros malos oficios!

Los felones tiemblan al pensar en el regreso de Tristán. Si esto ocurriera, ¡poco valdrían sus vidas! Piensan hacer las paces con el rey y evitar que éste, enojado, recurra a su sobrino.

—Señor —le dicen—, os mostráis enojado con nosotros porque hemos querido preservar vuestro honor y daros consejo leal. Puesto que no nos creéis haced vuestra voluntad. Nunca más volveremos a importunaros. Deponed vuestra cólera y perdonadnos.

Marcos se apoya sobre su arzón y les habla, sin dignarse mirarlos, como hombre enfadado:

—Señores, cuando escuchasteis el desafío de mi sobrino en defensa de la reina, fuisteis incapaces de coger los escudos para responder. Ahora os prohíbo que volváis a hablar de juicio. ¡Salid de mi reino! ¡Por San Andrés, venerado en Escocia!, habéis producido en mi corazón una herida que durará un año: con vuestras palabras engañosas lograsteis que expulsase a mi sobrino.

El rey se retira sin quererlos escuchar. Los tres barones, enojados, le responden con amenazas:

—Señor, dejaremos vuestra corte. Marcharemos a nuestros dominios donde poseemos castillos fuertes, rodeados de empalizadas y construidos sobre rocas inexpugnables. Desde allí os llegarán noticias de guerra.

No esperó Marcos a que tocasen a presa cobrada. Dejando en el bosque a su jauría y monteros, regresó malhumorado a palacio. Marchó solo, sin escolta y llegó al torreón sin ser visto por nadie. Descabalgó y entró en sus habitaciones. Iseo se levantó al verlo, salió a su encuentro, lo despojó de su espada y se sentó a sus pies. El rey la tomó de la mano y la levantó. La reina se inclinó ante él y al levantar la cabeza observó su rostro cruel y altanero. Comprendió que Marcos estaba enfadado. ¡Dios! ¿Qué puede ser? Piensa que ha encontrado y capturado a Tristán. La sangre le sube a la cabeza. Siente que el corazón se le hiela. Flaquea, palidece y cae desvanecida a los pies del rey. Marcos la levanta en sus brazos, la abraza y la besa. Piensa que está enferma. Al volver en sí le pregunta:

—Querida amiga, ¿qué ocurre?

—Señor, tengo miedo.

—¿De qué?

Iseo se tranquiliza. Los colores le vuelven:

—Señor, veo en vuestro rostro que tuvisteis un contratiempo con los monteros. No debéis enfadaros por una simple cacería.

El rey sonríe y la abraza:

—Señora, tres de mis más poderosos barones se han marchado de la corte, enojados conmigo. Tienen poderosos castillos bien fortificados y numerosos hombres de armas: no vacilarán en guerrearme. Desde largo tiempo buscaban mi mal; por sus consejos expulsé a mi sobrino mas hoy los he arrojado de mi corte por sus insidias.

La reina sonríe. Da gracias a Dios en su corazón al ver que su señor está enojado con los felones que los acusaron. Prudentemente pregunta al rey:

—Señor, ¿por qué los desterrasteis?

—Os acusaban.

—¿De qué?

—Porque no habéis demostrado vuestra inocencia con respecto a Tristán.

—Señor, estoy dispuesta a hacerlo.

—¿Cuándo?

—Dentro de quince días.

—Breve plazo es.

—Será suficiente. Señor. Escuchadme y dadme vuestro consejo. ¡Cómo es posible que no me dejen ni una hora en paz! Si Dios me ayuda me justificaré, pero yo misma fijaré las condiciones. Rey, no tengo en este país parientes ni hermanos que levanten un ejército para defenderme: así de poco serviría que me disculpase delante de la corte y de los barones; antes de tres días los felones volverían a exigir otra prueba. Pero, si se demuestra mi inocencia ante el rey Arturo y sus caballeros, ellos serán mis fiadores y se batirán con quien ose levantar una nueva calumnia. Por ello quiero que estén todos presentes: los cornualleses son maldicientes y poco nobles. Señor, fijad vos mismo el día y ordenad que todos, pobres y ricos, acudan a la Blanca Landa donde se hará el juicio. Anunciad que confiscaréis los bienes del que, desoyendo vuestra orden, no acuda.

—Bien habéis hablado —dice el rey.

Por todo el país se proclama que el juicio se celebrará dentro de quince días. Todos acudirán so pena de perder sus casas y heredades. El rey hace regresar a los felones. Vuelven contentos a la corte. ¡Señores! ¡Poco imaginaban lo que les ocurriría!

Ya conocen en todo el país la fecha fijada para la asamblea. Dicen que el rey Arturo acudirá con sus caballeros a la cita. Mientras tanto Iseo no pierde el tiempo. Envía a Perinís con un mensaje para Tristán, rogándole que recuerde todos los sufrimientos que por él soportó y le dé su ayuda para acallar las sospechas.

—Dile que acuda al vado al que llaman del Mal Paso. Se sentará sobre el montículo, junto a la ciénaga más acá de la Blanca Landa, donde un día me salpiqué el vestido. Irá disfrazado de leproso para que nadie pueda reconocerlo y pedirá humildemente limosna a cuantos por allí pasen.

Perinís atraviesa la llanura, se adentra en el bosque y a la caída de la tarde llega al refugio de Tristán. Acaban de levantarse de la mesa. Tristán se alegra al verlo pensando que le trae noticias de su amiga. Escucha atentamente el mensaje y promete acudir al lugar señalado, jurando que en breve tomará una venganza ejemplar de sus enemigos. El fiel paje se despide de Tristán. Sube de un salto las escaleras de la bodega, monta en su caballo y pica espuelas. Se dirige a Carduel, donde transmitirá al rey Arturo el mensaje de Iseo. Quiso la suerte que al llegar a la ciudad le informasen de que el rey estaba en Isneldone. Allá fue el buen Perinís. Al llegar encontró en una de las puertas a un pastor que tocaba el caramillo y le preguntó dónde estaba el rey.

—Señor, está en su trono con sus caballeros. Entrad. Veréis la Tabla Redonda que gira como el mundo.

Perinís entra en palacio. En una gran sala adornada con frescos y cortinas, encuentra al rey Arturo rodeado de sus caballeros:

—Dios salve al rey Arturo y a toda su compañía —saluda gentilmente Perinís—, de parte de mi señora, la reina Iseo de Cornualla.

—Que el Dios del cielo la salve y la guarde —responde Arturo—. Mucho me place escuchar su mensaje.

—Señor. Os diré el motivo de mi viaje. La reina se reconcilió públicamente con su esposo y Tristán ofreció luchar para mostrar su inocencia. No hubo nadie capaz de recoger su desafío. Ahora, los barones felones que odian a Tristán han pedido al rey que exija el juramento de la reina. Marcos vacila: ora escucha a los unos, ora a los otros. Nadie hay en la corte que sea del linaje de Iseo. Por eso os suplica que, dentro de doce días, acudáis al Vado Aventurero para que, una vez justificada la reina, podáis servir de garantes.

Arturo lo aprueba. Galván, Girflet e Iván, hijo de Urien, juran que tomarán buena venganza de los traidores. Luego preparan minuciosamente su viaje a Cornualla.

15. La Blanca Landa

Catorce noches habían pasado: llegó el día de la justificación de la reina. Tristán, su amigo, no había permanecido inactivo. Vestido de burda lana, sin camisa, con sayal de bastos paños, capa deslucida y botas remendadas, todos lo tomarían por leproso. Sin embargo, bajo los ropajes andrajosos esconde la espada atada al costado. Al salir de su refugio Governal, su fiel ayo, le recomienda prudencia:

—Señor Tristán —le dice—, sed cauteloso. ¡Cuidad que la reina no os haga una señal que os delate!

—Maestro —le responde Tristán—. No olvidaré tus palabras. Mas está tú atento para seguir mis indicaciones. Tráeme mi lanza, mi escudo y ten presto mi caballo ensillado. Permanecerás emboscado cerca de la pasarela. Oculta mi caballo, blanco como flor de lis, no sea que alguien lo descubra y reconozca. Vendrá el rey Arturo con sus caballeros y Marcos con sus barones. Habrá torneo y yo participaré en él por amor a Iseo: por eso ata a mi lanza la manga que ella me dio.

Tristán cogió su cuenco, su muleta y las tablillas de leproso y se puso en camino. Governal preparó su arnés y marchó hacia el lugar convenido. Al llegar al Mal Paso, Tristán se sienta sobre un montículo, junto a la ciénaga. Coloca ante sí el bordón que le cuelga del cuello, atado con una cuerda. A su alrededor se extienden los lodazales fangosos. Erguido no parece enfermo ni deforme: es fuerte y de gentil porte, pero tiene el rostro hinchado y tumefacto. La comitiva se acerca. Cuando alguien pasa delante de él, agita las tablillas, golpea el cuenco y grita:

—¡Ay de mí! ¡Nunca pensé verme reducido al oficio de pedir limosna! ¡Mas ahora no puedo hacer otra cosa!

Tanto insiste que todos echan manos de sus bolsas. ¡Con qué habilidad logra obtener limosna! ¡Uno que durante siete años hubiera sido truhán no sería tan avezado! ¡Incluso los correos de a pie y los garzones le dan algo de lo suyo! Unos le dan limosnas, otros golpes. El vil populacho lo empuja y lo trata de pícaro y holgazán. Pero Tristán los rechaza con su muleta, y ¡a más de quince hace sangrar! Los jóvenes nobles y bien nacidos le dan un ferlín o una blanca esterlina. Él los recoge y promete beber a su salud, pues tiene en su cuerpo un fuego que no logra apagar. Unos ríen, otros se compadecen: nadie sospecharía que no fuera leproso.

Los criados van y vienen. Aprestan las tiendas de sus señores. La pradera resplandece con los pabellones de colores diversos.

Llegan los caballeros, cabalgando por caminos y sendas. Al llegar al Mal Paso, el terreno, demasiado hollado, está lleno de fango: los caballos se hunden hasta los flancos, unos resbalan, otros caen. Tristán ríe y les grita:

—¡Sujetad fuertemente las riendas y espolead con fuerza los caballos: sólo hay este trozo lleno de barro!

Los caballeros intentan pasar, pero se hunden en la ciénaga: quien no tiene botas altas pasa serias dificultades. El malato no piensa en socorrerlos. Por el contrario, cuando ve a uno que resbala hace sonar sus tablillas y golpea el cuenco con el jarro, gritándoles:

—¡Tened compasión de mí! ¡Que Dios os ayude a salir del Mal Paso! ¡Dadme una ayuda con la que pueda comprarme ropas!

¡Curioso lugar para pedir limosna! Tristán lo ha elegido por maligna diversión: quiere que cuando pase su amiga, Iseo, la de los cabellos dorados, se divierta.

Grande es el tumulto en el Mal Paso. Los que han logrado atravesar la ciénaga salen con las ropas salpicadas y los gritos de los que resbalan en el fango se oyen desde lejos.

Llega el rey Arturo con su séquito. Los de la Tabla Redonda vienen con sus escudos nuevos, sus caballos bien cuidados, las armas con bellos emblemas y las corazas relucientes. Hacen unas justas delante del Mal Paso. Inspeccionan el terreno por temor a hundirse en el fango. Tristán reconoce al rey y le llama:

—Rey Arturo, soy un pobre gafo enfermo, jorobado, contrahecho y extenuado. Soy hijo de un hombre pobre que nunca poseyó tierras. Vine aquí para pedir limosna: no puedes negarme tu ayuda, pues mucho bien oí de ti. Tú vistes buen paño gris de Ratisbona y camisa de seda de Reims, tu cuerpo es blanco y robusto, calzas polainas de fina lana. Mientras que otros van calientes, mi cuerpo, convulsionado por los picores, tirita. ¡Por el amor de Dios, dame tus polainas!

El rey se compadece. Dos jóvenes lo descalzan y entregan sus polainas al leproso que las recoge y vuelve a sentarse sobre su montículo, sin dejar de pedir a cuantos pasan: ¡buenos ropajes obtuvo ese día!

El rey Marcos, con porte fiero y altanero, se aproxima al charco. El leproso lo aborda, haciendo sonar las tablillas y gritando con voz ronca:

—Rey Marcos, ¡tened compasión de este pobre leproso! El rey se despoja de su capucha y se la ofrece.

—Toma, hermano —le dice—, póntela sobre la cabeza. Con ella evitarás las inclemencias del tiempo.

—Dios os lo pague, señor —dice Tristán tomándola y guardándola bajo su capa.

—¿De dónde eres? —le pregunta el rey.

—De Carlion, soy hijo de un gales.

—¿Desde cuándo vives alejado de las gentes?

—Desde hace tres años, señor. Mientras estaba sano, tenía una amiga cortés. Por ella tengo estas corcovas. Ella me hace tocar, día y noche, estas tablillas para atraer con su ruido a los transeúntes que me dan limosna por amor de Dios.

—¿Cómo te produjo este mal tu amiga?

—Señor rey, su marido era malato. Como hacía el amor con ella, este mal me vino de nuestra vida en común. Pero no existe mujer más bella que ella.

—¿Y quién es? —pregunta el rey divertido.

—La bella Iseo se viste como ella.

El rey ríe al escucharlo. Arturo se acerca al rey, lo saluda y le pregunta por la reina. «Viene por el páramo —dice Marcos—. Dinas la acompaña». Y ambos comentan la dificultad de atravesar el Mal Paso.

Llegan los tres felones. ¡El fuego del infierno los engulla! Preguntan al malato el lugar de más fácil acceso. Tristán señala con su cachava una gran grieta:

—Veis la turbera detrás de esta charca. Es el mejor sitio para pasar: por allí vi atravesar a varios.

Entran en el fango por donde el malato les señala. Los caballos resbalan y se hunden hasta los arzones.

—¡Espolead fuerte los caballos! —les grita el enfermo desde su montículo—. ¡Un esfuerzo más y basta! ¡Y, por el santo Apóstol, dadme una limosna!

Pero los caballos se hunden cada vez más y sus jinetes hacen esfuerzos desesperados para escapar. ¡Escuchad al gafo cómo los engaña!

—Señores, sujetaos bien sobre los arzones. ¡Mal haya de este fango! ¡Despojaos de los mantos y nadad: otros han escapado así!

Por fin llega la bella Iseo. Ve a sus enemigos enlodados y a Tristán sentado sobre el montículo y sonríe contenta. Descabalga y se dirige a pie al borde de la ciénaga. Del otro lado la esperan los reyes y los barones que observan cómo los felones enfangados gesticulan y se hunden en el barro. El malato los hostiga sin cesar:

—Señores, ha llegado la reina que viene a demostrar su inocencia. ¡No faltéis al juicio! Luego se dirige a Denoalen:

—¡Agárrate a mi bastón con las dos manos! ¡Yo te sacaré de aquí!

Alarga su cachava que el barón agarra como desesperado. Tristán da un fuerte tirón y suelta la cachava: el felón cae de espalda sumergiéndose en el lodo.

—No he podido evitarlo —le grita el leproso—. Las articulaciones no me responden. Tengo las manos entumecidas por el mal de Acre, los pies hinchados de la gota y los brazos secos como corteza de árbol. Desde que atrapé la enfermedad he perdido la fuerza.

Dinas acompaña a la reina. Hace un guiño a Tristán, al que ha reconocido bajo su disfraz. ¡Mucho se divierte al ver la mala pasada que ha jugado a los felones! Tras grandes esfuerzos logran salir de la ciénaga, cubiertos de lodo hasta la cabeza. Del otro lado del paso, Dinas comenta en voz alta a la reina.

—Señora, lástima sería que ensuciaseis vuestros vestidos en este fango.

Iseo sonríe al ver que Dinas comprende su astucia. Dinas se aleja y cruza por un vado, junto a un espino blanco. La reina se acerca al palafrén, le ata las franjas de la gualdrapa por encuna de los arzones, coloca las riendas bajo la silla, le quita el pretal y el freno: ningún escudero o palafrenero lo haría mejor para protegerlo del barro. Llega hasta el vado, da un golpe de fusta al palafrén y el animal pasa al otro lado. Los dos reyes y todos sus barones la contemplan admirados. Iseo vestía brial de seda venida de Bagdad, forrado de blanco armiño, y pellizón gris con larga cola. Sus cabellos caían sobre sus hombros trenzados con hilos de oro. Su piel es blanca, fresca y sonrosada. Se adelanta hacia Tristán.

—Malato —dice—, te necesito.

—Reina noble y digna. ¿Qué puedes querer de mí? Pero estoy a tus órdenes.

—No quiero enlodar mis vestidos: tú me servirás de asno para llevarme al otro lado.

—¡Ay!, noble reina. ¿Cómo me pides tal cosa? ¿No ves que soy malato, jorobado y contrahecho?

—¡Ven acá, tunante! ¿Crees que me vas a contagiar tu mal? No te preocupes, no ocurrirá.

—¡Sea lo que Dios Quiera!

— ¡Venga! Estás fuerte. Vuélvete e inclina la cabeza: montaré a caballo sobre ti.

El enfermo se vuelve con una sonrisa maliciosa. La reina monta a caballo sobre su espalda y aprieta sus piernas contra sus costados. El malato avanza despacio, por momentos hace como si fuese a caer y aparenta un gran sufrimiento. Del otro lado de la ciénaga, reyes y barones la miran extrañados y acuden en su ayuda. Ora tropiezo, ora me inclino, el malato alcanza la otra orilla. Antes de retirarse pide a la reina que le dé para su sustento.

—Dadle algo, reina —dice Arturo—, que bien se lo ha merecido.

—¡Fe que os debo! —responde la bella Iseo—, ¡este truhán es fuerte y bastante ha recaudado por hoy: no podrá comer en una semana todo lo que tiene! He sentido bajo su capa su zurrón lleno de panes y de carne. Vendiendo vuestras polainas podrá obtener cinco sueldos esterlinos y con el capuchón de mi señor podrá comprar un lecho o borrego para hacerse pastor o un asno para pasar a los que quiera atravesar la ciénaga. Es un holgazán que bastantes limosnas ha recibido hoy. No seré yo quien le dé ni un ferlín ni una malla.

Ríen los dos reyes. Ayudan a subir a su palafrén a la reina y se alejan conversando alegremente.

Entretanto Tristán abandona la ciénaga y vuelve a reunirse con Governal que lo espera con dos caballos de Castilla, con sillas y frenos, dos lanzas y dos escudos. Ambos pusieron buen cuidado en no ser descubiertos. Governal lleva cofia de seda blanca que no le deja ver sino los ojos. Tristán cabalga sobre Bello Jugador, el rostro oculto tras un velo negro, la loriga, la silla y el escudo cubiertos por una sarga del mismo color. En la punta de la lanza lleva la enseña de su amiga. Atraviesan un verde prado, entre dos valles, y surgen al galope en la Blanca Landa.

—Ves a esos dos caballeros —pregunta Galván, el sobrino de Arturo, a Girflet—. No los conozco. ¿Sabes tú quiénes son?

—Sí —responde Girflet—, el de las insignias negras es el Negro de la Montaña. También conozco al otro, al de las armas moteadas: es un color que no se usa en este país. Ambos son seres de otro mundo.

Comienzan las justas. No tardaron Tristán y Governal en derrotar a todos sus adversarios. Ignorando quién es, Andret embiste contra Tristán que para el golpe y lo tira a tierra rompiéndole el brazo. Iseo reconoce a su amigo y sonríe. Entonces Governal descubre al florestero que había querido entregar a Tristán y la reina cuando dormían en el bosque. Salía de las tiendas. El fiel ayo corre hacia él y lo atraviesa con su lanza de parte a parte. Cae el traidor al suelo, muerto sin tiempo para pedir confesión.

Acabaron las justas y juegos. Tristán y Governal vuelven a pasar el vado ante los ojos extrañados de todos los barones que piensan que son fantasmas y no hombres terrenales.

Arturo cabalga al lado de Iseo. Ambos se dirigen a la Blanca Landa. ¡Corto se le hizo el camino! Resplandece la pradera con las tiendas ricamente engalanadas. Brilla el oro de tapices y alfombras. Muchos caballeros pasean con sus amigas.

Resuenan a lo lejos los cuernos de caza de los que persiguen al ciervo. Los reyes atienden las demandas de sus vasallos y los ricos distribuyen generosos presentes entre los menos afortunados. Nunca viose fiesta más esplendorosa. Juglares tañían arpas y cítaras y cantaban fábulas y lays. Se oían trompas y bocinas. Dispusieron las mesas para la cena. Después de la comida el rey Arturo visitó, con sus más íntimos caballeros, el pabellón del rey Marcos. Los dos reyes dispusieron el juramento de la reina, que tendría lugar al día siguiente. Entrada la noche se retiraron a sus pabellones. Todos la pasaron en la landa.

Los atalayas tocaban al alba. Era la hora de prima: el sol calentaba ya, y había disipado la bruma y el rocío. Los cornualleses se reúnen: no había caballero en todo el reino que no hubiera venido con su mujer. Ante el pabellón de Arturo extienden un tapiz de seda y brocado venido de Nicea, bordado con menudas figuras de animales. Sobre él ponen todas las reliquias de Cornualla que se guardan en tesoros, relicarios, filacterios, estuches, arcas y cajas. Arturo habló el primero:

—Rey Marcos. Mal te aconsejó quien te incitó a reunir esta asamblea. Quien lanzó la sospecha debería haber defendido sus propósitos con las armas y no rehuir el combate. Prestas demasiada complacencia a las palabras calumniadoras. La reina Iseo se adelantará y, a la vista de todos, jurará, con la mano derecha puesta sobre las reliquias, que nunca tuvo relaciones ilícitas con tu sobrino, ni lo amó con pasión culpable. Sepan todos que después de su justificación, colgaré a los que se atrevan a acusarla de locura y tú ordenarás a tus barones que no vuelvan a molestarla con propósitos maldicientes.

—¡Ah!, señor Arturo —responde Marcos—. ¿Qué puedo hacer? Con razón me reprochas el haber prestado oídos a los envidiosos. ¡Bien a mi pesar les hice caso! Pero, después de la prueba, no habrá quien se atreva a maldecir de la reina que no reciba su merecido. En contra de mi voluntad he aceptado esta justificación. ¡Que tengan cuidado de hoy en adelante los detractores!

Todos se sientan en filas bien ordenadas. Sólo los dos reyes permanecen de pie y toman a Iseo de la mano. Los caballeros de Arturo rodean las reliquias.

—Reina —dice el rey Arturo—, ¿juráis que nunca Tristán sintió por vos amor deshonesto, sino sólo el afecto que debía tener por la esposa de su tío?

—Señores —dice Iseo—. Juro por Dios, por San Hilario, por estas sagradas reliquias y por todas cuantas existen en el mundo que nunca hombre entró entre mis piernas, salvo el malato que me tomó sobre su espalda para cruzar el vado y el rey Marcos, mi señor. Si alguien pide que haga otra prueba estoy dispuesta a aceptarlo.

Todos aceptan el juramento y rechazan otras pruebas:

—¡Con qué fiereza ha jurado! —dicen todos—. ¡Bien se ha justificado! ¡Más ha dicho de lo que exigían los felones! ¡No hacen falta más pruebas! Después del juramento que hemos oído desaparece toda sospecha del rey hacia su sobrino. ¡Mal le venga a quien dude de su palabra!

Galván, sobrino de Arturo, se levanta y en voz alta, para que todos puedan oírlo, dice a Marcos:

—Rey, hemos presenciado el juramento. Si uno de los felones vuelve a acusar a la reina y la noticia llega hasta nuestros oídos, acudiremos en el acto en su defensa.

—Gracias, señor —responde Iseo.

Iseo, la de los cabellos dorados, da las gracias al rey Arturo:

—Señora —le responde el rey—. Mientras yo viva nadie osará mencionar vuestro nombre si no es para alabaros. Ruego al Rey, vuestro señor, que nunca vuelva a escuchar a los traidores.

—Si algún día lo hago —dice Marcos—, caiga sobre mí vuestro oprobio.

Los dos reyes se separan. Arturo marcha a Durelme, Marcos emprende el camino de la corte. Los cortesanos los despiden. Iseo sonríe feliz y envía en secreto a su fiel Perinís a casa del florestero Orri para dar cuenta a su amigo de cómo transcurrió el día.

16. Tristán ruiseñor

El rey ha hecho la paz con los barones de su reino: todos lo respetan y lo temen. Rodea de honores a la bella Iseo y multiplica sus manifestaciones de afecto. Iseo se esfuerza por adaptarse a la vida en común con el rey. Durante el día aparenta alegría, pero su verdadero refugio son sus sueños. Cuando llega la noche, mientras duerme, comienza su verdadera vida. Entre tanto, Tristán se debatía en terribles dudas. El efecto del filtro pasó, pero su amor es de tal naturaleza que el recuerdo es peligroso y mata en él el arrepentimiento. El deseo renacía a cada ocasión desde que en el Mal Paso había sentido palpitar junto a él el bello cuerpo de la reina. Se consumía, incapaz de librarse de las redes del amor, triste de traicionar su fe de caballero. Sólo le quedaba un remedio: cumplir la promesa hecha a Marcos y alejarse del país. ¿Para qué seguir merodeando por los alrededores? En vano arriesgaba su vida y la del florestero Orri y la tranquilidad de la reina. Durante tres días se debatió en la duda, no pudiendo decidirse a alejarse del país donde vivía Iseo. Al cuarto llamó a su ayo, se despidió del buen florestero que los había albergado y emprendieron el camino hacia el país de Gales.

Marcharon tristemente, en medio de la noche. El camino bordeaba el jardín donde, en otro tiempo, Tristán acudía al encuentro de su amiga. La luna brillaba e iluminaba el gran pino donde antaño venía para arrojar sus trocitos de madera tallada.

—Maestro, aguárdame en el bosque próximo. Volveré en breve tiempo.

—¿Dónde vas, hijo? ¿No sabes que puedes encontrar la muerte?

Sin vacilar, Tristán dio un gran salto, franqueó las estacas del vallado y se acercó al gran pino.

La reina estaba en su cámara. El rey, dormido, la tenía en sus brazos. De repente escuchó un canto suave y triste como el del ruiseñor que se despide al terminar el verano. La reina reconoció a su amigo que en el Morois imitaba el canto del ruiseñor, del papagayo, de la oropéndola y de todos los pájaros del bosque. «Es Tristán —pensaba—, que viene a darme su último adiós». Allí fuera, la melodía dulce y lastimera se hacía más vibrante. «Es Tristán que aguarda fuera, en medio de la oscuridad y del frío». ¿Cómo podría no acudir?

Suavemente se desliza de los brazos del rey. Sobre su camisa echa un manto de peñas grises. Para llegar al jardín tenía que atravesar la sala vecina donde diez caballeros vigilaban, por la noche, los accesos al castillo: mientras cinco dormían, los otros cinco guardaban puertas y ventanas. Por fortuna, el sueño había rendido a los diez vigilantes: cinco dormían en lechos, cinco sobre esteras. Con paso firme y decidido, llegó a la puerta y corrió el cerrojo. Al rozar contra la gruesa barra de hierro su anillo tintineó, pero no se despertó ninguno de los vigías. Llegó hasta el jardín y la voz del ruiseñor se calló.

Tristán salió a su encuentro y la abrazó en silencio. Como cosidos por lazos invisibles permanecieron unidos hasta el alba. Durante gran parte de la noche, a despecho del rey y de los vigías, se entregaron al amor y al placer.

Esta noche enloqueció a los amantes. Olvidaron toda prudencia. ¡Lejos quedaron los propósitos hechos ante el ermitaño! A partir de ese día, como el rey había marchado a San Lubín para administrar justicia, Tristán volvió a casa de Orri y por la noche atravesaba entre las sombras el jardín y penetraba hasta las habitaciones de las mujeres.

Un día un siervo lo divisó y acudió a prevenir a los felones, Andret, Denoalen y Godoine, deseoso de obtener una recompensa.

—Señores —les dice—, el rey os guarda rencor porque exigisteis el juramento de la reina. Podríais vengaros si demostráis que vuestras sospechas eran exactas. Tristán tiene más argucias que Renart.

Ha hecho creer a todos que se ha alejado del país, pero permanece escondido en los alrededores y cuando el rey está ausente sale de su guarida y acude a la habitación de la reina.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto esta mañana.

—¿Iba solo?

—Con su amigo Governal.

—¿Dónde viven? ¿En casa de Dinas?

—¡Yo qué sé!

—¿Cómo podremos verlo?

—Yo os lo indicaré, pero el servicio merecerá una buena recompensa.

—Fija tú mismo el precio.

—Un marco de plata.

—Mucho más obtendrás si es cierto lo que dices. ¡Nunca volverás a lamentarte de pobreza!

—Escuchad entonces —dice el villano—. En la habitación de la reina hay una pequeña ventana, cubierta por una cortina, que da sobre el riachuelo del jardín. Uno de vosotros se encaramará sobre la pared y se acercará a la ventana: con una rama de punta afilada enganchará la cortina y la correrá de forma que podáis ver lo que ocurre cuando Tristán se llegue a la reina.

Los felones aceptaron el plan y deliberaron sobre quién treparía hasta la ventana.

Segura por su juramento, la reina había olvidado toda prudencia. Sabiendo que el rey dejaría el palacio antes del amanecer, envió a Perinís a Tristán para que acudiese muy temprano.

Al día siguiente, Tristán se puso en camino siendo todavía de noche. Caminaba entre las zarzas espesas cuando vio a Godoine que venía por la llanura. Se ocultó tras un matorral, desenvainó la espada y le tendió una emboscada. Por desgracia, Godoine cambió bruscamente de ruta. Tristán salió de su escondite y oteó el horizonte: el traidor estaba demasiado lejos para alcanzarlo. No pasó mucho rato sin que viera, en la lontananza, a Denoalen, cabalgando sobre un palafrén negro con dos grandes lebreles: iba a levantar un jabalí en un soto. Tristán lo aguarda detrás de un manzano. ¡Antes de que los perros logren desalojar la pieza de su cubil, su dueño habrá recibido un golpe que nadie podrá curar! Se despoja de la capa. Denoalen se acerca sin sospechar su presencia. De un salto Tristán le cierra el paso. En vano intenta huir el felón. Tristán le asesta tal golpe con su espada que de un tajo le separa la cabeza del cuerpo. Luego le corta las trenzas y las guarda en su jubón para mostrarlas a Iseo, su amiga. Durante el camino hacia el castillo lamenta que Godoine no haya corrido una suerte pareja.

Pero el felón había alcanzado ya el castillo. Apostado en la ventana, había levantado la cortina con una larga rama de espino afilada y contemplaba la habitación ricamente tapizada. Primero entró Perinís. Luego apareció Brangel, que acababa de peinar a su señora y llevaba aún el peine en la mano. Vio después a Iseo. Al final, apareció Tristán, en una mano su arco con dos flechas, en la otra las largas trenzas de su enemigo. La reina acude a saludarlo y descubre, en el marco de la ventana, la sombra que proyecta la cabeza del felón. Hábilmente oculta un gesto de temor y de rabia.

—¡Mira estas trenzas! —le dice Tristán—, ¡eran de Denoalen! ¡Ya nada tendrás que temer de él! ¡He tomado buena venganza! ¡Éste no volverá a comprar ni vender escudo ni lanza!

Iseo no tiene humor para bromas.

—Tristán —le responde—. Tensa el arco, quiero ver si está bien tirante. Empúlgalo y cuida que no se retuerza la cuerda. Veo algo que me molesta.

Tristán perplejo medita un instante. Comprende que Iseo ha visto algún peligro. Levanta la cabeza y descubre, a través de la cortina, a Godoine. «¡Ah, Dios! —se dice—, ¡no permitáis que yerre el blanco!». Se vuelve hacia la pared, tensa el arco y dispara. Más veloz que un esmerejón o una golondrina parte la saeta, se clava en el ojo del traidor y le atraviesa el cráneo y el cerebro más rápido que si hubiera sido una manzana madura. El felón cae, se golpea contra una alcaceña y se estrella contra el suelo. Iseo, asustada, dice a Tristán:

—Amigo, tienes que huir. ¡Ya ves que los felones conocen tu refugio! ¡Ya no estarás a salvo en la cabaña del florestero! Andret podría decírselo al rey. ¡Huye, amigo! Perinís ocultará en el bosque el cuerpo del traidor y Marcos nunca sabrá lo que ocurrió.

—Amiga Iseo, ¿cómo podré vivir lejos de aquí? Pero no puedo evitar marchar sin saber dónde ni a qué país. Si un día alguien te presenta el anillo de jaspe verde, ¿harás lo que te pida?

—Nada ni nadie podrá impedir que siga tu voluntad.

17. Petit-crú

Tristán se dispuso a abandonar el país de Marcos y de la bella Iseo. Tras varios hechos de armas, se dirigió a Norgales, en Galvoya, donde sirvió con su espada a los reyes y duques de esta región. Entre otras hazañas desafió y mató en combate cuerpo a cuerpo a Nabón el Negro y liberó a sus dos mil prisioneros: desde ese día el Valle de la Esclavitud trocó su nombre por el de la Libertad de Tristán y los bretones compusieron un lay para celebrar su hazaña.

Después de diversas correrías, marchó al país de Gales, donde gobernaba el duque Gilán, un caballero joven, poderoso y liberal. El duque lo acogió gozoso y lo honró más que a todos su amigos por la fama, nobleza y valentía de Tristán. Un día estaba Tristán sentado triste y pensativo. En vano intentaba el duque distraerlo: hizo traer tablas y dados, pero Tristán continuaba taciturno; pidió un tablero de ajedrez, más, absorto en sus pensamientos, olvidaba el juego. Entonces el duque decidió mostrarle su pasatiempo favorito, que a nadie enseñaba y con el que se solazaba en sus horas de tristeza. Llamó a su chambelán y le pidió que le trajese a Petit-crú. Sus criados extendieron sobre el suelo un tapiz jaspeado; encima pusieron un perrillo apenas más grande que una corneja. Venía del Avalón: un hada lo había regalado al duque. Tal era la belleza de su cuerpo que nadie podría describir sus cualidades. De cualquier lado que lo mirasen brillaba con colores tan diversos que era imposible decir si su piel era bermeja o plateada, índigo o variegada. Observado de frente parecía blanca, negra y verde como cebolla; visto de lado, su piel se volvía bermeja y quien lo viera por detrás diría que era pardo y amarillento como pluma de oriol. Nunca se vio animal más bello, dócil, diestro y obediente y quien lo contemplaba quedaba extasiado. Los criados le quitaron ante el duque la cadena de oro que lo ataba y, al sacudirse, el cascabel que llevaba al cuello empezó a sonar con un tintineo tan suave y maravilloso que parecía proceder del paraíso. Al escucharlo, Tristán olvidó su tristeza, pues tal era la virtud del cascabel de Petit-crú que quienquiera que lo oyera olvidaba al instante sus penas y se alegraba por doliente, apesadumbrado o ceñudo que estuviera. Tristán lo escuchaba extasiado y acariciaba su piel dulce como la seda. Contemplaba el sortilegio y pensaba que Iseo abandonaría todas sus tristezas si lograse enviarle a Petit-crú con su cascabel mágico.

Al día siguiente, mientras el príncipe se solazaba en su cámara, Tristán acudió a él con su arpa.

—Tristán —le dijo el duque— mucho me agradaría escuchar vuestras canciones.

Tristán tomó el arpa y comenzó a cantar algunos de los lays que había compuesto durante su vida errante: el Lay de las Lágrimas, que recordaba su viaje a la aventura en busca de remedio para la herida recibida en su lucha contra el Morholt; el Recuerdo de Victoria, en el que hablaba de su triunfo contra la serpiente crestada. El duque los escuchaba arrobado, admirando su canto y la suave melodía que se desprendía de su arpa.

—Tristán, pídeme lo que quieras, pero no ceses de cantar.

—Señor —le dijo Tristán—. Escucharéis el Lay del Brebaje de amor: es la triste historia de una bella princesa a quien su madre entregó en las vísperas de su boda un brebaje hecho por nigromancia para retener en las redes del amor a su señor. Por desgracia no fue su señor quien lo bebió. Luego os cantaré el Lay de Alegría, en el que los dos amantes se encuentran en la llanura una mañana clara de mayo. Pero antes oíd la Madreselva.

Tristán lo había compuesto un día que acechaba el cortejo de la reina. Había cortado una rama de avellano, la había alisado y pulido y había grabado en ella estas palabras: «Ni tú sin mí, ni yo sin ti». Era la señal para que Iseo, al verlo, supiera que su amigo estaba en las cercanías. Tristán se comparaba, en este lay, a la madreselva que se prende al avellano y mientras están enlazados pueden vivir largo tiempo, pero, si los separan, ambos perecen.

Al terminar el día, Tristán dijo al duque:

—Señor, me habéis prometido una recompensa.

—Cierto —replicó el duque—, y estoy dispuesto a otorgártela. Dime lo que deseas.

—Algo de lo que os costará mucho desprenderos.

—No, amigo. Nada puedes pedirme que no te dé gustoso por la alegría que me produjo tu canto.

—Entonces, señor, dadme el perrillo del cascabel mágico.

El duque Gilán se hizo de rogar: preferiría que le hubiera pedido un traje, un palafrén o una parte de su reino. Pero no podía faltar a su palabra. Tristán buscó a un gentil juglar y le entregó el perrillo para que fuese a Cornualla y lo pusiera en manos de la reina. Iseo recibió a Petit-crú: toda su tristeza desapareció al escuchar el tintineo de su cascabel; sólo alegría sentía al recordar a Tristán y pensar en sus amores pasados. Nunca se separaba la reina del perrillo: cuando cabalgaba lo hacía llevar delante de ella en una jaula de oro; cuando permanecía en su cámara Petit-crú dormía a su lado sobre un cojín de seda. Mas apenas oyó su cascabel se apiadó del triste sino de Tristán. «¿Cómo podría estar alegre mientras él vive desterrado y triste por mí?», se decía. Entonces arrancó a Petit-crú el cascabel mágico que perdió así toda su virtud y ya nunca su dulce tintineo pudo alejar las penas.

Tristán marchó del país de Gales. Su vida errante lo llevó de aventura en aventura a Normandía. Más tarde sirvió al emperador de Roma. Tras un tiempo pasó a España donde luchó contra el sobrino del Gran Orgulloso, quien en otro tiempo se había batido contra Arturo. Soberbio, valiente y audaz, el Gran Orgulloso de África había derrotado a reyes y príncipes de diversos países guardando como trofeo sus barbas, con las que había tejido un gran pellizón de larga cola. Un día oyó hablar del rey Arturo, al que su fuerza y valor hacían invencible, y le envió un mensaje amistoso en el que le pedía que, por su amor, se cortase las barbas para enviárselas como presente. Como deferencia hacia él, las colocaría en su pellizón encima de todas las otras, formando el cuello y el ribete. Lleno de dolor y de ira al escuchar su mensaje, el rey Arturo lo retó y el gigante vino, en su arrogancia, hasta los confines de su reino. Durante todo un día lucharon con denuedo: al día siguiente, Arturo arrebató al gigante el abrigo y la cabeza.

18. Iseo la de las Blancas Manos

El azar llevó a Tristán hasta las tierras de Bretaña. Un día cabalgaba en compañía de Governal cuando penetraron en un país, antaño rico y floreciente, hoy arrasado y devastado. Durante tres días siguieron su camino sin encontrar una casa habitada, un hombre, un perro o un gallo. A la tercera noche divisaron una capillita y junto a ella la humilde morada de un ermitaño. El buen hombre les ofreció cobijo; compartió con ellos su pan de cebada y su pobre condumio y, después de la cena, sentados juntos al fuego, respondió a las preguntas de Tristán:

—Estas tierras, en otro tiempo fértiles —les dijo el anciano—, son el feudo del duque Hoel de Bretaña. El duque tiene una hija muy bella que el conde Riol de Nantes deseaba tomar por esposa. Hoel se negaba a darla a un vasallo y el conde enfurecido intentó tomarla a la fuerza: desencadenó la guerra y arrasó sus sembrados y praderas hasta que el duque tuvo que refugiarse en la plaza fuerte de Carahes, no lejos de aquí.

A la mañana siguiente, Tristán y Governal se despidieron del ermitaño y cabalgaron hacia el castillo. A la puerta encontraron una tropa de hombres entre los cuales estaba el duque Hoel. Tristán lo saludó y le ofreció sus servicios:

—Soy Tristán, rey de Leonís, y Marcos, rey de Cornualla, es mi tío. Supe que vuestros vasallos os guerreaban y he venido a ofreceros mis servicios.

—Tristán. ¡Que Dios os recompense! —le contestó tristemente el duque—. ¡No podemos aceptar vuestra ayuda! ¡El conde Riol nos acosa y no quedan en el castillo provisiones, salvo unos sacos de habas! ¡No podemos permitir que compartáis nuestra penuria!

—Señor —replicó Tristán—, dos años viví en el bosque sin pan ni sal, alimentándome de hierbas y de caza. Por pobre que sea podré compartir vuestro sustento. ¡Dejadme que os ayude!

El duque Hoel tenía un hijo llamado Kaherdín. Era valiente, osado y cortés. Tenía la edad de Tristán y al ver al extranjero intercedió ante su padre, que acabó aceptándolo.

Kaherdín introdujo a Tristán en el castillo y desde ese día se hicieron amigos y compañeros. Lo llevó a las torres, le mostró sus fuertes murallas flanqueadas de troneras donde se ocultaban los ballesteros: desde allí se divisaba el real del conde rebelde, asentado a pocas millas de la ciudad.

A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Tristán, acompañado de Kaherdín, salió del castillo armado y, ocultándose entre los bosques cercanos, lograron acercarse hasta el campamento y robar una carreta de provisiones con la que lograron abastecer el castillo durante una semana. A partir de ese día Tristán y su compañero multiplicaron sus salidas, hasta que llegaron noticias de la venida de dos sobrinos de Hoel con nuevos refuerzos y provisiones. El duque otorgó a Tristán el mando de las nuevas tropas. Tanto acosaron al conde rebelde que le obligaron a levantar el cerco y a huir a una ciudad gobernada por uno de sus aliados. Un día, al regresar al castillo, Kaherdín cayó en una emboscada en la que habría perecido de no acudir en su ayuda Tristán.

Los dos compañeros atacaron con sus tropas la ciudad en la que el conde se había hecho fuerte. En vano los sitiados la defendieron con ahínco, arrojando lanzas, saetas, venablos, dardos y piedras. Tras dura lucha, los asaltantes tomaron la torre y el conde Riol, vencido, tuvo que pedir la paz y restituir al duque sus tierras y posesiones.

El viejo duque hizo grandes honores a Tristán como convenía por su audacia y sabio consejo.

Kaherdín tenía una hermana, bella y cortés como ninguna mujer de este reino. Se llamaba Iseo, la de las Blancas Manos. Al oír su nombre Tristán se había sobrecogido: «Perdí a una Iseo —se dijo—, a una Iseo he vuelto a encontrar». Luego se maravilló al comprobar el parecido que tenía no sólo en el nombre, sino también en el rostro y en el cuerpo con su dama. Iseo la de las Blancas Manos era rubia como la reina, pero el color de sus cabellos se asemejaba al de la avellana, mientras que los de la hija del rey de Irlanda eran dorados y relucientes como el sol. Tristán se complacía mirándola porque le recordaba a su dama, y la hija del duque de Bretaña, viéndolo bello y valiente, buscaba su compañía.

Por aquel entonces Tristán había compuesto numerosas trovas, cancioncillas y lays de amor que cantaba para distraerse y consolarse. Muchas veces repetía como refrán: «Iseo mi amada, Iseo mi amiga; en ti mi amor, en ti mi vida». Todos cuantos lo oían creían que cantaba por amor a la hija del duque Hoel y se alegraban, sobre todo Kaherdín que buscaba la manera de retener en el reino a su fiel compañero de armas. Un día en que Tristán se recreaba cantando este lay, Kaherdín lo escuchó y se llegó hasta él:

—Tristán, amigo. ¿Por qué no me confiaste que deseabas a mi hermana? Mi padre te honra y te la otorgaría con gozo. Yo intercederé ante él.

Tristán comprendió el error de su amigo, pero su corazón se debatía en terribles dudas desde que no había vuelto a tener noticias de la reina Iseo y no se atrevió a contradecir a Kaherdín.

Por la noche, solo en su habitación, los temores le asaltaban y pensaba cómo podría deshacerse de su deseo inalcanzable. ¡Tal vez el amor de la hija del rey de Irlanda se había enfriado! ¿Cómo podía seguir amándolo sin enviarle sus noticias? Entonces, como si estuviera presente, se dirigía a ella: «Iseo, bella amiga —le decía—. ¡Cuán distintas son nuestras vidas! Nuestro amor sólo ha sido para mí fuente de tristezas y desdichas, por ti he perdido la alegría y el placer. Sin descanso deseo tu cuerpo que el rey posee mientras que tú, dichosa y satisfecha con su amor, tal vez me hayas olvidado. Por ti he despreciado a las demás mujeres y he rechazado los deseos de la carne, pero tú no me envías ningún consuelo aun conociendo la angustia que me atormenta». Las dudas le asaltaban: tal vez Iseo ignoraba dónde se encontraba, tal vez temía a su señor. Pero la inquietud renacía en él: «¿Por qué seguir deseándola si se deleita con su señor? ¿Qué puede mi amor contra el placer que le da el rey? Pero ¿puede existir el deleite sin el amor? ¿Cómo podría amar a su señor y olvidar nuestras alegrías pasadas? Otra mujer me desea y requiere de amor: tomaré por esposa a la hija del duque y así conoceré lo que siente la reina». Tristán se angustia. Quisiera saber si el placer y la voluptuosidad pueden ser armas contra el amor. Desearía conocer lo que siente Iseo junto a Marcos. La belleza de Iseo la de las Blancas Manos ha despertado en él el deseo. ¡Señores! ¡Pensaba librarse de su pena y encontrar el placer, pero sólo lograría sumirse en una tristeza aún más profunda!

Fijaron el día de la boda. Tristán acude con sus amigos, el duque con los suyos. El capellán celebra la misa. Cumplido el servicio según la ley de la Iglesia, todos marchan alegremente al festín. Grandes celebraciones y diversiones se prepararon: hubo torneos, justas y tiros de jabalinas; todos se solazaron en diversos juegos y luchas como conviene a tales fiestas. Pasó el día, al llegar la noche las doncellas prepararon el lecho y condujeron a él a la novia. Los servidores de Tristán lo despojaron de su brial, que tan bien le sentaba. Al hacerlo, como era estrecho y ajustado en los puños, cayó al suelo el anillo de verde jaspe que la reina le había entregado al separarse en el Morois. Tristán lo mira confuso y pensativo. Recuerda su amor, su vida en común, su promesa a Iseo. Una nueva angustia lo embarga. ¿Cómo rechazar a la hija del duque de Bretaña sin injuriarla? Se introduce en el lecho; Iseo lo abraza, lo besa y lo estrecha contra ella, buscando satisfacer un deseo que él rechaza. El recuerdo de la reina lucha en él contra la atracción hacia su bella esposa: el amor de su amiga vence su voluptuosidad. Confuso, evita a la novia, diciéndole:

—Querida amiga, no toméis a injuria mi conducta. Os revelaré un secreto que nunca confié a nadie. Desde hace tiempo, tengo en el costado derecho una dolencia que me tortura; hoy se ha reavivado el dolor: no me atrevo por ello a hacer el amor. No os molestéis, otro día será mejor.

—Mucho siento vuestro mal —responde Iseo—. En cuanto a lo demás me abstendré gustosa.

Pero cuando, a la mañana siguiente, sus doncellas le ajustaron la cofia de las mujeres casadas, sonrió tristemente y pensó que no le correspondía tal adorno.

Allá en Cornualla, la reina Iseo suspira por su amigo al que tanto desea. No tiene otra voluntad, otro pensamiento, otro amor, ni otra esperanza. Hace tiempo que no recibe noticias suyas. Ignora en qué país está y si vive o si ha muerto.

Un día estaba sola en su cámara y se entretenía componiendo su bello lay sobre la triste historia de Guirón que murió por su amor. Contaba cómo los sorprendió el marido celoso, lo mató y dio a comer a su esposa el corazón de su amigo y el sufrimiento de la dama. Iseo cantaba con voz dulce y se acompañaba con el arpa.

En tanto, llegó Andret, que muchas veces merodeaba alrededor de la reina desde que Tristán se había alejado del país.

—Señora —le dijo—, vuestro canto sobrecoge: es más triste aún que el de la zumaya del que todos dicen que es presagio de muerte.

—Muchos búhos y zumayas hay por el mundo que cantan ante la desgracia ajena —respondió Iseo enojada—. Debéis temer la muerte cuando teméis mi canto y venís ante mí como zumaya de mal agüero: nunca traéis mensaje alegre, sino malas noticias. Os asemejáis a aquel perezoso que sólo salía para calumniar a los demás: mucho contáis calamidades y, entre tanto, pocas hazañas realizáis por las que recibáis gloria y celebridad y de las que se honren vuestros amigos y creen envidia en vuestros enemigos.

—Sin motivo estáis enojada conmigo —respondió Andret—. No lo tendré en cuenta. Tal vez sea yo el búho y vos la zumaya, tal vez mi muerte esté próxima, pero mala noticia os traigo de vuestro amigo Tristán. Señora, lo habéis perdido; en tierras extrañas tomó mujer. Buscad otros amores: Tristán desdeña el vuestro y casó, a gran honra, con la hija del duque de Bretaña.

—Siempre fuisteis búho —responde Iseo despechada— para maldecir a Tristán. ¡Dios me repudie si no soy zumaya para vos! ¡Quién sabe si un día no tendréis que lamentar todo el mal que por vos sufrió Tristán!

Al ver su enfado, Andret se regocija y se marcha. La reina se abandona a su dolor y se desespera. ¡Cómo podría dar crédito a la noticia!

19. La sala de las imágenes

Tristán vivía en la angustia, recordando a la reina, pero ocultaba celosamente su tristeza. Fingía la alegría y todos lo creían un hombre sano, fuerte y contento. El viejo duque nada podía sospechar y Kaherdín ignoró su tristeza durante mucho tiempo. A todos hacía buen semblante. Participó en diversas luchas con Kaherdín. Siempre estaba dispuesto a entablar una partida de ajedrez o de tablas o a aceptar una cabalgada o a perseguir por el bosque ciervos, corzos o gamos en compañía de su amigo. Un día que salió con el duque de cacería por el bosque, llegaron a un río ancho y profundo que corría impetuoso por entre los grandes riscos.

—Tristán, amigo —le dijo el duque—. Aquí acaban mis dominios. Antaño se extendían al otro lado del río, pero hubo terribles combates, en los que perecieron muchos caballeros de este reino. En la otra orilla guarda la región un temible gigante, llamado Moldagog, y si alguno de mis hombres osase atravesar el río siquiera para perseguir un corzo, invadiría mis tierras y las pondría a sangre y a fuego. Todos mis barones juraron este pacto. Os lo digo para que nunca atraveséis este vado: sería vuestro fin y el de nuestras tierras.

—Moldagog puede guardar sus tierras en paz mientras yo viva —respondió Tristán—. ¿Qué me empujaría a penetrar en sus dominios? Existen otros muchos lugares donde perseguir el ciervo con mis perros y no me faltarán bosques donde cazar mientras viva.

Sin embargo, miró la floresta y contempló sus bellos árboles, altos, derechos y robustos, con las más diversas esencias que nunca vio. La selva era hermosa y solitaria; por un lado descendía hasta el mar, por el otro cerraba su paso el río que nadie podía franquear. Regresaron al castillo, pero esa noche Tristán pensó en el terrible gigante que guardaba tan bello lugar.

Días después revistió sus armas y salió sin decir a nadie hacia dónde se dirigía. Cabalgó hasta el vado del río que separaba las tierras del duque de las del gigante. La corriente del río era violenta, su lecho profundo y las peñas que lo bordeaban escarpadas. Pero Tristán se decidió a tentar la aventura. Picó espuelas y se lanzó al torrente. ¡Poco le faltó para ser arrastrado por la fuerza de las aguas! Tiró con fuerza de las riendas, varió la dirección del caballo y logró llegar a la otra orilla. Una vez allí, descabalgó, liberó al corcel de su silla, lo dejó descansar y secó sus ropas. Después espoleó el caballo y se introdujo en el bosque. Tomó su cuerno y tocó con tal fuerza que montes y valles retumbaron repitiendo sus sonidos.

Hasta que el gigante Moldagog acabó por oírlo. Acudió cual alma que lleva el diablo, armado con una gran maza de dura madera de fresno. Era de tamaño descomunal, mediría unas dos anas de la cabeza a los pies, era corpulento y zanquilargo, con una cabeza grande y cuadrada y unos ojos hundidos que brillaban como brasas.

—¿Quién sois? ¿Qué venís a hacer en mis dominios? —gritó al ver a Tristán.

—Señor, mi nombre es Tristán y soy el yerno del duque de Bretaña. Vi este bosque y pensé que era el lugar adecuado para albergar una casa que deseo construir; al ver estos árboles pensé abatir los más bellos para obtener madera.

—Señor truhán. Sois un loco. Si no fuera porque hice la paz con el duque y prometimos vivir en amistad no saldríais con vida de estos lugares. ¡Idos al instante de mis dominios y dad gracias al cielo por haberos conservado la vida!

—Señor gigante. ¡La deshonra caiga sobre el que acepte vuestra merced! Es mi deseo abatir cuantos árboles me plazca y si os oponéis a ello, os reto al combate: el vencedor dispondrá a su antojo del bosque.

—Tu desmesura te perderá. ¡Crees que soy como el gigante Urgán el Velloso al que abatiste o como aquél al que mataste en España!

Loco de ira, el gigante blandió su maza y la lanzó con todas sus fuerzas. Tristán esquivó el golpe y, antes de que el gigante pudiera recuperar su arma, saltó, ligero como una ardilla, alcanzando al gigante y seccionándole de cuajo una pierna. Al verle abatido, intentó golpearlo en la cabeza, pero Moldagog gritó implorando piedad.

—¡Sea! —dice Tristán—, os perdonaré la vida si juráis servirme fielmente y poner a mi disposición todos vuestros tesoros y riquezas que me serán de gran utilidad para un proyecto que deseo realizar.

Tristán curó la herida del gigante y le talló una pierna de madera. Luego concluyeron un pacto por el que Moldagog proporcionaría al vencedor cuantos albañiles, carpinteros, herreros, portaventaneros, picapedreros, cristaleros, pintores e imagineros necesitase, así como las más preciosas maderas y piedras. Al caer la tarde, Tristán regresó a la corte. Contó que durante todo el día había errado por el bosque persiguiendo un jabalí que había logrado escapar y que no cesaría hasta darle caza. Al día siguiente se levantó con el alba y cabalgó hasta las tierras del gigante. Durante un mes vino todas las mañanas hasta concluir su obra.

En lo más espeso del bosque descubrió un otero, una de cuyas laderas ocultaba la más bella gruta que nunca nadie pudo imaginar. En su interior se abrían dos grandes salas abovedadas, separadas por un arco de piedra natural, la segunda de las cuales estaba alumbrada por una hendidura estrecha y profunda que dejaba penetrar la luz del sol, la lluvia y el rocío. Tristán hizo cerrar la entrada de la gruta con una gran puerta hecha de diversas maderas y cerradura dorada. Tapó la abertura de la bóveda con una gran vidriera con cristales de colores diversos, engastados en plomo: al filtrarse el sol por ella diríase que la sala se inundaba de rubíes, granates, zafiros, alabandinas y crisólitos relucientes. Tallaron las paredes de las salas y las cubrieron de mosaicos y pinturas que representaban flores, frutos, árboles, grifos, quimeras, dragones, hombres cornudos y todo tipo de monstruos peligrosos. Carpinteros, orfebres y pintores se aplicaron con ahínco a la labor, sin que ninguno de ellos conociera las intenciones de Tristán.

Cuando las dos salas estuvieron prestas, colocó en la primera de ellas un raro instrumento, a la manera de un órgano, con cien tubos, en el que podían oírse unos tras otros o a la vez los acordes de la jiga, del arpa, de la flauta, de los címbalos, campanillas, tambores, chifonías. Al cerrar la puerta de la gruta comenzaban sus sones mientras doce donceles, tallados en madera de sándalo y marfil, y otras tantas doncellas vestidas de seda y orfrebes, danzaban y dirigían la carola. La segunda sala estaba adornada aún más ricamente que la primera. En ella dispuso Tristán dos figuras de talla humana, talladas y pintadas con tal destreza que cuantos las vieran creerían hallarse ante seres vivos. La primera de ellas representaba a la reina Iseo, la segunda a su fiel camarera Brangel, con la que había compartido sus secretos y arcanos. Vestía la reina una gran túnica de púrpura dorada adornada con pieles de armiño, un ceñidor de herretes de plata ajustaba su figura: la púrpura simbolizaba el duelo, la aflicción y miseria de la reina por Tristán. Sobre su cabeza, de la que colgaban sus dos trenzas doradas, llevaba una corona del más puro oro de Arabia, adornada de rubíes y zafiros; en el florón que ceñía su frente brillaba una gruesa esmeralda cual nunca rey ni reina habían lucido. En su mano derecha llevaba el anillo de jaspe verde y una banda desenrollada en la que se leían estas palabras: «Tristán, tomad este anillo y conservarlo por mi amor y recordad nuestras penas y alegrías». Bajo sus pies, a manera de escabel, aparecía la figura del malvado enano Frocín, fundida en cobre. La imagen hollaba al deforme ser que tantas veces los había denunciado ante el rey. Enfrente de Iseo, sobre un pedestal, aparecía Brangel, con Husdén, el fiel perro de Tristán, tallado en oro, recostado a sus pies. Vestía sus más bellos atavíos y en sus manos tenía una copa cincelada con un letrero: «Reina Iseo, tomad este brebaje». Era la bebida de amor que un día la reina de Irlanda había macerado para su hija y el rey Marcos. En la primera sala, protegiendo la entrada, Tristán había dispuesto una gran imagen que representaba al gigante Moldagog, con su única pierna, blandiendo la maza de hierro como para alejar a los intrusos. Se cubría con una piel de cabra, rechinaba los dientes y lanzaba furiosas miradas como si quisiera quitar la vida a cuantos osasen entrar en el recinto. Al otro lado de la puerta se tenía un fiero león todo fundido en cobre, cuya cola se enroscaba en torno a una imagen que representaba a Andret, el malvado consejero del rey Marcos que había deshonrado y calumniado a Tristán.

Concluidos los trabajos, Tristán cerró la puerta de la gruta, guardando la llave, y ordenó a Moldagog, como a su siervo y criado, que custodiase el lugar de forma que nadie osase acercarse a menos de un disparo de arco de él. Después, como todos los días, Tristán regresó al castillo por caminos desconocidos, de forma que nadie pudiera saber de dónde venía.

En sus horas de desaliento, cuando la tristeza lo embargaba, Tristán volvía a cruzar el profundo río, sorteaba los riscos escarpados, se adentraba en el bosque que otrora poseyó Moldagog y penetraba en la gruta. Allí cuenta a las imágenes sus placeres y alegrías de amor, sus trabajos y dolores, sus penas y angustias. Contento, abraza la imagen de Iseo como si abrazase a la reina. En ocasiones se enfada, se desespera pensando que la reina haya podido olvidarlo o al menos consolarse con su señor; entonces le vuelve la espalda y se dirige a Brangel: «Bella, a ti me quejo de la inconstancia y traición de tu señora». El reflejo del anillo de jaspe le hace dejar sus sombríos pensamientos: recuerda el rostro afligido de su amiga cuando se separaron y la promesa que se hicieron. Llora y pide perdón a la imagen por sus infundadas sospechas, convencido de la insensatez de sus celos. A nadie podía descubrir su voluntad y su deseo: construyó esta imagen para poder confesarle sus alegres pensamientos y sus locos enfados, sus penas y alegrías de amor. Amor le empuja a tan necia conducta: unas veces se marcha airado, otras vuelve gozoso, ora sonríe a la imagen, ora se enoja con ella. Amor lo había herido como hirió a Iseo, a Marcos y a la hija del duque de Bretaña: Marcos posee el cuerpo de Iseo y usa de él a su voluntad, pero el pensamiento de la reina está puesto en su amigo. Tristán no puede satisfacer su deseo con su amiga ni con su esposa a causa de su amor. La hija del duque de Bretaña es aún más desgraciada que la reina, pues no posee ni la compensación del placer.

20. El agua atrevida

Pronto se cumpliría un año de las bodas de Tristán. La bella Iseo, la de las Blancas Manos, vivía virgen con su señor. Todas las noches compartía su lecho, pero Tristán no requería de ella los placeres que a hombre desposado corresponde. Ella ocultaba celosamente su secreto a todos los suyos. ¡Ninguno de ellos podía sospechar lo que pensaba en su corazón!

Un día Tristán y Kaherdín fueron invitados por sus vecinos a una fiesta en la que se celebraban justas y torneos. Los dos amigos salieron de mañana llevando con ellos a Iseo. Cabalgaban conversando animadamente: Tristán iba a la izquierda de Kaherdín que sujetaba, con la mano derecha, las riendas del palafrén de su hermana. Contaban chanzas, hablaban de las lides en las que iban a participar y tan entretenidos estaban con su charla que dejaron a los caballos trotar a su aire. La montura de Kaherdín resbaló sobre las hierbas húmedas y arrastró a la de Iseo, que se encabritó. La joven picó espuelas y agarró fuertemente las riendas. El animal dio un brinco y cayó en un charco de lluvia; al hundirse en el fango, sus cascos recién herrados hicieron saltar el agua que salpicó las piernas de la joven separadas para volver a aguijonear a su montura. Con el frío de las gotas de agua, Iseo se sobresaltó, pegó un grito y rompió a reír.

—Iseo —le preguntó su hermano sorprendido—. ¿Qué os hace reír de este modo? ¿Acaso dije algo inconveniente? Decidme el motivo de vuestra risa, pues de lo contrario no volveré a tener confianza con vos ni os consideraré mi hermana.

Tanto insistió Kaherdín que Iseo, temiendo su enfado, le respondió:

—Reía de un loco pensamiento que me vino al saltar el caballo y salpicarme el agua del charco. «Agua —me dije—, eres atrevida, pues osaste aventurarte más alto de lo que nunca hizo mano de caballero, ni siquiera la de Tristán».

Kaherdín la escuchó sorprendido y angustiado, sin poder dar crédito a sus palabras. El caballo de Tristán, que había quedado rezagado, los alcanzó y los tres continuaron su viaje en silencio. Desde ese día Tristán observó que todas las antiguas muestras de amistad de Kaherdín hacia él habían desaparecido. Cuando encontraba a su antiguo compañero, éste fruncía el ceño, ponía mala cara y esquivaba su compañía.

—Amigo —le dijo un día Tristán—, ¿qué tenéis contra mí? ¿Hice algo que pudiera molestaros? ¿Tenéis alguna queja conmigo? Decidme la causa de vuestro enfado para que pueda deshacer vuestras sospechas infundadas.

Acallando su profundo resentimiento, Kaherdín le respondió:

—No puede existir amistad entre nosotros. Si os detesto, nadie, ni parientes ni amigos, podrá reprochármelo: la afrenta que hicisteis a mi hermana envilece a toda la familia. En toda nuestra tierra no existe mujer que pueda comparársele en belleza y cortesía. ¿Por qué la tomasteis por esposa si no queríais comportaros como un marido debe hacerlo con su mujer? Bien veo que no queréis tener herederos de nuestra sangre y si no fuera por la amistad que nos unió, caro habríais pagado el ultraje que habéis hecho a nuestra familia.

—Kaherdín, mi mejor amigo. A vuestro lado luché en este reino y con vos conquisté grandes honores. Si daño os hice quiero repararlo. ¡Para vuestra desgracia llegué a estas tierras! Vuestra hermana es bella y noble, pero tengo una amiga cuya belleza supera la de todas las mujeres vivas. ¡Si pudierais solamente conocer a la bella doncella que la acompaña podrías por ella juzgar de la nobleza y belleza de su señora y comprenderías por qué me fue imposible unirme con otra mujer!

Tristán contó a Kaherdín la historia de su triste existencia, su visita a Irlanda y el brebaje que ambos tomaron, por error, durante la travesía. Le rogó encarecidamente que le guardase el secreto. Conmovido por su acento de sinceridad, Kaherdín accedió a olvidar su agravio si le permitía comprobar la veracidad de sus palabras.

Pasada la noche Tristán acudió en busca de su compañero. Ensillaron los caballos y atravesaron landas y bosques hasta aproximarse al vado del río que marcaba los confines de los dominios de Hoel.

—Tristán —exclamó Kaherdín sorprendido al ver que se aprestaba a franquearlo—, ¿ignoras acaso que más allá de ese río se extienden las tierras del gigante Moldagog que mata a cuantos se aventuran a pasarlo?

Tristán sacó su trompa y tocó cuatro veces. A la cuarta apareció el gigante jadeando y cojeando sobre su pierna de madera en la cima de una roca.

—Permite a este caballero acompañarme y arroja tu maza.

Ambos atravesaron el río y mientras cabalgaban por la otra orilla Tristán contó a su amigo cómo lo había derrotado y la lucha en la que el gigante perdió la pierna. Entraron en la gruta. Kaherdín ahogó un grito de sorpresa al ver las figuras del gigante y del león que guardaban la entrada. Luego se extasió con el dulce perfume de rosa, incienso, mirra y cuantas flores olorosas hay en el bosque; escuchó la suave música que surgía del órgano, observó la dulce danza de los bailarines, mientras que el sol se filtraba por las vidrieras en rayos de púrpura, zafiro y esmeralda. Atónito vio cómo Tristán se internaba hacia la segunda sala y abrazaba la imagen de Iseo, suspirando y hablándole al oído. Luego su amigo lo condujo ante la imagen de Brangel y le dijo:

—¿No es esta joven más bella que vuestra hermana? La reina es mi amiga, pero os otorgo a su doncella.

—Tristán —respondió Kaherdín—, diríase que estas figuras son arte de nigromancia. ¡Tan reales y vivas parecen! Mas si no me mostráis las personas a las que representan no podré dar fe a vuestras palabras ni olvidar vuestro ultraje.

—Así lo haremos —respondió Tristán.

Poco después confiaron Iseo, la de las Blancas Manos, al viejo duque, diciendo que deseaban marchar de romería a satisfacer una vieja promesa. Tomaron la capa y el bastón de peregrinos, pero llevaron sus armas de guerra aludiendo al peligro de los caminos inundados de salteadores. Una mañana zarparon con sus escuderos en dirección a Cornualla.

21. El regreso a Cornualla

¡Señores! Tristán y Kaherdín llegaron a Cornualla. Desembarcaron sus corceles y, muy temprano, partieron en dirección al castillo de Dinas de Lidán. No habían recorrido la mitad del camino cuando escucharon el galope de un caballo que los seguía. Tristán abandonó el sendero y se refugió tras unas zarzas espesas y tupidas, temiendo que algún vasallo del rey pudiera reconocerlo y delatarlo. Comprobó divertido que el caballero venía con los ojos cerrados, dormitando sobre su silla.

—Es Dinas —dijo Tristán a su compañero—. Va dormido. ¡Volverá de ver a su dama y sueña todavía con ella! No sería cortés despertarlo.

Salió de su escondite, tomó las riendas del caballo de Dinas y cabalgó a su lado sin que el buen senescal advirtiese su presencia. Pero el caballo pisó una piedra musgosa, resbaló y se espantó. Su sobresalto despertó al caballero.

—Tristán, amigo —le dijo—. ¡Qué alegría verte! ¿Qué nuevas te traen por aquí? Desde que te fuiste, la reina languidece y tememos por su vida.

—Malas noticias traigo, amigo —respondió Tristán—. Vengo a pedirte ayuda y a rogarte que nos ocultes en tu castillo.

El buen Dinas los albergó con todos los honores. Luego se reunió en secreto con Tristán, que le contó su vida y el motivo de su viaje. Dinas aceptó llevar su mensaje a la reina. Tomó el anillo de manos de Tristán y se dirigió al palacio.

En la cámara real, la reina jugaba al ajedrez con su esposo. Dinas se sentó junto a ella, en un escabel. Dos veces, fingiendo indicarle la jugada, puso la mano sobre el tablero para que Iseo viese el anillo. La reina lo reconoció y fingió estar hastiada del juego. Esperó a que el rey abandonase la sala y se retiró a sus habitaciones haciendo venir a Dinas.

—Reina, Tristán me envía para que dentro de dos días vayáis, por su amor, con toda la corte y gran séquito de damas, doncellas y caballeros de caza, a la Blanca Landa.

La reina, muy alegre, dio las gracias al senescal y se dispuso a cumplir el deseo de su amigo.

El día señalado Tristán acudió con Kaherdín al camino por donde el rey debía de pasar y se ocultaron entre el ramaje de una encina.

¡Nadie vio nunca cortejo más fastuoso! Pasaron los lacayos, criados, cocineros, los maestros de jaurías con los galgos y los bracos, los cetreros llevando en el puño izquierdo halcones, gavilanes y neblíes. Luego aparecieron las doncellas, camareras, lavanderas, criadas.

—¡He visto a Brangel! —exclama Kaherdín desde su escondrijo, asombrado por el esplendor y la riqueza del séquito real.

—¡No! —contesta Tristán sonriente—, son las camareras corrientes que se ocupan de las faenas más bajas: lavan la ropa, ahuecan las almohadas y hacen las camas.

Aparece el chambelán seguido de los caballeros y donceles que cantaban bellas canciones, lays y pastorelas. Detrás de ellos cabalgaban las doncellas, hijas de príncipes y barones, en sus palafrenes. Al fin aparecen, en una carroza dorada, la reina y Brangel. Junto a ellas, en una jaula de oro, iba el perrillo de pelaje cambiante que había pertenecido a las hadas, Petit-crú.

—Tenías razón, Tristán —dice Kaherdín—. La reina es más bella de cuanto nunca hombre pudo imaginar, pero Brangel es tan hermosa que muchas bellezas admiradas se preciarían de ser sus camareras.

—Toma este anillo y muéstralo a la reina —le responde Tristán—. Acércate a Brangel que, al saber que llevas un mensaje mío, te ayudará. Pero desconfía del hombre que cabalga a la derecha de la reina: es Andret, el barón felón que tantos daños nos ha causado.

Kaherdín baja del árbol y se introduce entre los escuderos y criados. Al dar una vuelta el camino, la comitiva se estrecha y detiene el paso. La reina se acuerda de Petit-crú y pide a Brangel que se lo traiga. La doncella lo saca de su jaula de barrotes de oro, pero, al llevárselo, el animal salta al camino y huye en dirección al bosque. Kaherdín desmonta al instante, alcanza a Petit-crú y lo devuelve a Brangel, acariciándolo para que la doncella y su señora pudieran reconocer el anillo. En ese instante, de un matojo de espinos blancos surgieron cantos de alondras y currucas, que Tristán dedicaba a su amiga. La reina comprende que está cerca y entona una bella canción: «Pajarillos que alegráis estos bosques con vuestras canciones. ¡Cortejadme esta noche hasta el castillo de San Lubín!».

—Decidle a mi señor —dijo Iseo a Brangel en voz alta para que lo pudiera escuchar Kaherdín— que me siento enferma y agotada del viaje y que desearía pasar la noche en el castillo más cercano.

Kaherdín regresó junto a su amigo y dio por cumplida la palabra de Tristán.

A la hora de nona llegaron todos al castillo. Fingiendo enfermedad, la reina pasó la noche en habitación distinta de la del rey. Tristán y Kaherdín cabalgaron hasta acercarse a una legua del palacio. Allí tomaron la capa y el bastón de peregrinos, dejaron los caballos y armas al cuidado de los escuderos y se dirigieron al castillo donde entraron sin dificultad, pues el rey era hospitalario y limosnero. Brangel espiaba su llegada para conducirlos junto a la reina. ¡Nadie podría, por elocuente y virtuosa que fuera su lengua, describir la alegría de los amantes al volverse a encontrar! Iseo abraza a su amigo, hace aprestar un rico banquete y luego se recuesta a su lado, preguntándole por sus penas y angustias pasadas. Pero ¡de poco sirven las palabras cuando es el tiempo del solaz y deleite que el amor reserva a sus fieles servidores!

Kaherdín, por su parte, encontró a la fiel Brangel más bella de lo que la había imaginado, con su cuerpo gentil y la boca bermeja y sonriente. Mientras hablaba, sus manos no permanecieron ociosas para las caricias y abrazos. Kaherdín agradó a la bella, pero ella no quiso otorgarle la última merced. Como habría resultado peligroso despedirlo a tan altas horas, tuvo que consentir que pasase la noche a su lado. Pero Brangel era fértil en recursos y antaño, en Irlanda, se había iniciado en la magia. Poseía un cojín maravilloso que tenía la virtud de dormir en el acto a quien posaba su cabeza sobre él sin despertar hasta que le fuera retirado. Al preparar el lecho, lo colocó bajo la almohada del caballero. A la mañana siguiente se levantó al alba y retiró el cojín.

—Señor —dijo burlonamente a Kaherdín—. ¡Mucho habéis dormido! ¡Sin duda las fatigas del viaje os habían agotado! ¡Si hubiese sabido que es vuestra costumbre dormir tan decentemente con las damas, no habría puesto tantas dificultades para dejarme convencer!

Kaherdín escuchaba, rojo de rabia y vergüenza, las burlas de la muchacha. Pensó que había sido presa de un sortilegio y juró que en adelante tendría más cuidado.

A la noche siguiente Brangel repitió la astucia del día anterior. Kaherdín se introdujo en el lecho; se movía y revolvía en todos los sentidos, sin dejar descansar su cabeza sobre la almohada, temiendo un nuevo encanto. Tanto hizo que el cojín cayó al suelo. Comprendiendo el engaño, fingió, el muy astuto, que dormía hasta que vio acostarse a la doncella. Entonces se acercó dulcemente a la joven y le dijo:

—Bella, ahora tendréis que saldar vuestra deuda.

Y Brangel, a quien Iseo habría reprochado su dureza, no pensó en rechazar a su amigo, que era gracioso y bien formado. Le dejó hacer a su voluntad y dice la historia que lo halló de su agrado.

Los amantes vivieron felices durante más de una semana. Multiplicaron las astucias para volver a encontrarse. Pero no pasó mucho tiempo sin que los envidiosos descubrieran su comercio. Andret, que había sospechado el regreso de Tristán desde que Kaherdín se había acercado al cortejo, apostó sus espías junto a la reina. Sintiéndose vigilados, Tristán y Kaherdín decidieron huir. Corrieron hacia el lugar donde habían dejado sus armas y escuderos, dispuestos a regresar a Bretaña, aun en contra de su deseo. Por desgracia, el puesto estaba vacío: Andret, merodeando por el lugar con siete hombres armados, había descubierto su escondite. Al ver el peligro, los escuderos habían tomado las armas de sus señores y emprendido la fuga. Andret reconoció el escudo de Tristán y los persiguió gritando:

—¡Malhaya de estos caballeros cobardes y felones que huyen despavoridos!

Andret espolea su caballo intentando acortar camino con los fugitivos:

—Caballeros —les grita—. ¡Por el amor de vuestras damas, deteneos!

Pero los criados prosiguen su galope, atraviesan el valle, pasan la zona pantanosa y abandonan el camino abierto para tomar senderos estrechos y tortuosos, donde la maleza los oculta a los ojos de sus perseguidores.

Rojo de rabia, Andret abandona la persecución y regresa al castillo maldiciendo la cobardía de Tristán y de su compañero. Pronto se consuela, el malvado, pensando llevar la mala noticia a la reina. Acude ante ella a decir sus pullas y maldades:

—Señora, búho me habéis llamado. Pero tendréis que escuchar mi canto.

—No sois el búho, sino el milano, que se abate sobre los pequeños y envidia a los grandes.

—Tal vez yo sea el milano, pero vuestro amigo es el alcotán.

—¿Qué queréis decir? —pregunta la reina.

—Señora. Ayer encontré a dos caballeros en el bosque y pude reconocer el escudo de Tristán. Por tres veces lo interpelé en vuestro nombre para que se detuviera, pero él siguió huyendo sin volver la cabeza hasta desaparecer de mi vista.

—No puedo creer vuestras palabras —replicó Iseo malhumorada—. Mentira es cuanto decís y fruto de vuestra imaginación.

Luego acudió Andret en busca de Brangel y le dijo:

—Brangel, pasasteis la noche con el más cobarde caballero que nunca la tierra llevó. Por más que le conjuré para que se detuviera por amor a su dama, huyó ante mí como la liebre ante los galgos. ¡Bien elegisteis vuestro amor!

Enloquecida al escuchar estas palabras, furiosa, llena de ira y de rabia, Brangel corre adonde se encuentra la reina que permanecía triste, pensando en su amigo.

—Señora —le dice—. ¡En mala hora os conocí, a vos y a vuestro amigo Tristán! ¡Por vuestra culpa he caído en deshonor! Abandoné mi país por serviros y os sustituí junto al rey en el lecho nupcial para ocultar vuestra deshonra. En recompensa, ordenasteis a vuestros siervos que me quitasen la vida. No por ello busqué vuestra perdición. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Pero perdoné vuestra maldad. Ahora habéis pagado mi fidelidad y mi amor urdiendo la vil infamia de Kaherdín. ¡Mucho lo alababais! Decíais que era el hombre más noble, valiente y generoso. Con vuestros embustes y engaños intentabais hacerme caer en las redes de quien sólo deseaba una compañera para su lubricidad. ¡Nunca hombre más cobarde llevó escudo ni espada! ¡Quien huye despavorido ante enemigo tan poco temible como Andret merece la deshonra y la muerte! Señora, ¿dónde aprendisteis a ser Richeut? ¿Por qué me habéis envilecido entregándome a un ruin cobarde cuando tantos valientes me requerían de amores?

El corazón de la reina se llenó de angustia, de temor y de pesar al escuchar los reproches de quien había sido su mejor confidente y fiel guardián de sus secretos.

—¡Ay de mí! ¡Desgraciada! —dice la reina en medio de sus suspiros—. ¡De qué me ha servido la vida si sólo penas y sinsabores he conocido en esta tierra extranjera! ¡Tristán! ¡Mal os venga! ¡Tú me sacaste de mi patria, me separaste de los míos y me trajiste a este reino en el que sólo he conocido infortunios! ¡Por ti perdí el aprecio de mi señor y soporté calumnias, persecuciones y acusaciones! ¡Por ti pierdo a mi más fiel compañera y consejera! ¡Mal pago recibo por mi amor! Amiga, nunca maquiné ninguna traición contra vos. Si os quería dar a Kaherdín, lo hacía con recta intención. Es noble, duque poderoso, guerrero probado. No creáis que huyó de Andret por temor: no prestéis oídos a los mentirosos y embusteros. Brangel, los malvados envidiosos de esta corte urden nuestro enfado.

¡Qué alegría para ellos si lo consiguieran! Porque, ¿quién me honraría en este reino si vos me odiáis?, ¿quién me respetaría si me envilecéis? Conocéis mis acciones y mis pensamientos, pero ¿qué ganaríais si en un momento de ira me difamaseis ante el rey? Perderíais mi estima y quedaríais deshonrada pues fuisteis mi consejera. Brangel, amiga, ¡abandonad vuestro enfado!

—¡No! —responde Brangel—, mucho habéis perseverado en vuestro mal, pese a todos vuestros propósitos y promesas. ¡Mal pagasteis mi fidelidad y todos los peligros que por vos afronté! La maldad está en vos. ¡Ya no haré caso a vuestros ruegos!

22. Tristán leproso

Entre tanto Tristán y su compañero se habían alejado del castillo, como ya escuchasteis. Al no encontrar a sus escuderos en el lugar convenido, buscaron refugio en la morada de Dinas de Lidán, el fiel caballero. La reina y su doncella sufrían por las acusaciones que habían recibido contra sus amigos, a las que Iseo rehusaba dar crédito.

No pasaría mucho tiempo sin que Tristán se arrepintiera de su brusca partida. En secreto abandonó el refugio seguro que le había brindado el buen Dinas y volvió sobre sus pasos. Se vistió de pobres andrajos, cubrió sus hombros con una capa de buriel, vieja y desgarrada, ingirió un brebaje de hierbas con el que la cara se le hinchó y deformó como la de un enfermo, ennegreció sus pies y sus manos. Llevaba escudilla de madera veteada, cachava hecha de una rama de boj y tablillas cual mendigo malato. Bajo tan mísera apariencia, sin temor a ser reconocido, se acercó a la corte donde varios días esperó en balde recibir noticias de su amiga.

Un día de fiesta, el rey salió de palacio con su séquito y se dirigió al monasterio para oír misa. La reina le seguía con sus damas y doncellas. Tristán se acerca a ella y le suplica que, por amor de Dios, le dé de lo suyo y lo socorra. Iseo no lo reconoce. El malato camina detrás de ella, haciendo sonar sus tablillas e implorando su compasión. Los criados que escoltan a la reina lo escarnecen: uno lo amenaza, otro lo golpea, otro lo empuja, éste lo zarandea, aquél se mofa de él, hasta expulsarlo del cortejo. Sin atender a los golpes y amenazas, el gafo marcha tras ellos, salmodiando su triste estribillo. Llega hasta el monasterio sin dejar de implorar y golpear la escudilla contra el cuenco. Iseo se detiene a observarlo, ¿quién podría ser este enfermo que tan insistentemente la sigue a pesar de los insultos y escarnios de sus servidores? Al observar su cuerpo esbelto, su aspecto bien plantado, su silueta, comprende que es Tristán.

Palidece, atemorizada, por temor al rey, que la precede a pocos pasos. Mira el anillo que lleva al dedo, desearía dárselo para que Tristán sepa que lo ha reconocido pero ignora cómo ocultar su gesto a los ojos de cuantos la observan. Piensa echarlo en la escudilla del malato. Pero Brangel también ha reconocido a Tristán y comprende las intenciones de su señora. Lo increpa llamándole truhán holgazán, reprocha a los criados que hayan dejado aproximarse a la reina a un enfermo tan repugnante.

—Muy santa y generosa os veo, señora —dice a la reina—. ¿Queríais dar vuestro anillo al malato? No lo hagáis. Os arrepentiréis.

Los criados expulsan a Tristán del templo. Se marcha en silencio. ¿Cómo es posible que Brangel lo odie? Sufre por el trato ignominioso recibido. Las lágrimas le corren por el rostro al pensar en su triste destino, en su juventud malgastada, en su honor de caballero perdido, en su amor que tantos dolores, tristezas, temores, angustias, peligros, pruebas y exilios le deparó.

No lejos de la corte había una vieja morada, en otro tiempo rica y fastuosa, ahora medio en ruinas, con las paredes desconchadas y los muros agrietados. Allí buscó refugio Tristán y se recostó bajo la escalera. Las vigilias, los ayunos y las penalidades lo habían debilitado. Las fuerzas le faltan, detesta la vida y desea la muerte.

Entre tanto también Iseo se lamentaba de seguir con vida. Maldecía a Brangel por haber dejado marchar a Tristán. Acongojada no cesaba de llorar y suspirar. El día transcurría entre fiestas y alegrías sin que ella pudiera encontrar placer.

Ocurrió que, al atardecer, el portero de la vieja morada donde se había ocultado Tristán sintió frío y envió a su mujer a buscar leña. Ella se dirigió al hueco de la escalera donde guardaban troncos secos y leños cortados. En la oscuridad palpa la esclavina raída de Tristán: al sentir su cuerpo, se sobresalta y da un grito pensando, en su ignorancia, haber topado con el Maligno. Corre en busca de su marido, quien acude a las ruinas con una antorcha y descubre a Tristán reclinado sobre las pajas y los maderos, la cabeza apoyada en un tronco, medio moribundo. Acerca la antorcha y comprueba que es hombre y no ser sobrenatural, pese a estar más frío que hielo. Al resplandor de la tea, Tristán despierta y le cuenta quién es y por qué vino a esta morada en ruinas. Compadecido, el hombre lo lleva a su humilde casa, lo acuesta en un buen lecho mientras su mujer le prepara alimentos. Luego acepta llevar su mensaje a Iseo y a Brangel.

Por desgracia, Brangel era tenaz en sus enfados y la falsa huida de Kaherdín había creado en ella gran resentimiento.

—Noble doncella —le suplicaba Iseo—. ¡Ten compasión de nosotros! Tristán languidece de angustia y de tristeza. ¡Id a confortarlo! ¡Antaño lo amabais tanto! ¡Consoladlo ahora!

—¡No lo haré! No me importa que viva o muera. ¡No lo consolaré! ¡Ya nadie podrá acusarme de encubrir vuestros locos amores! ¡Os serví lealmente y habéis pagado mis esfuerzos dándome este amante que me deshonra!

—No creáis palabras engañosas. Acudid en ayuda de Tristán que disipará vuestro resentimiento explicando lo sucedido.

Iseo ruega, suplica, implora. Le pide mil veces perdón, la halaga y adula. Tanto insiste que logra convencer a la enojada doncella. Acude a la humilde casa donde encuentra a Tristán enfermo y débil, el rostro sin color, el cuerpo delgado. Tristán le pregunta la causa de su enfado y, al conocerla, le jura que Kaherdín no huyó a la vista de Andret y que pronto se vengará de quien lo acusó. La reconciliación hecha, Brangel conduce a Tristán junto a Iseo, en su cámara de paredes de mármol. Juntos pasan la noche en gran placer. Al alba se despiden. Tristán regresa a la nave, donde lo espera Kaherdín. Levan anclas y zarpan hacia Bretaña, donde Iseo la de las Blancas Manos se desespera por la tardanza de su señor.

Era el mes de mayo cuando Tristán regresó a Bretaña. Llegó la fiesta de San Miguel y la reina no había tenido noticias de su amigo. Al encontrarse sola, Iseo la Rubia lamenta su triste vida y su conducta. ¿No había llegado a dudar de Tristán cuando Andret vino a ella con sus mentiras y falsas acusaciones? ¿No había permitido que los viles criados lo expulsasen del templo delante de ella? ¿No lo había maldecido al escuchar las palabras de Brangel? Recuerda los sufrimientos de Tristán y quiere compartir sus penas. Pone sobre su cuerpo desnudo un cilicio y jura llevarlo noche y día hasta que tenga noticias de Tristán. Así vivió varios meses hasta que un día oyó desde su ventana la rota de un juglar: era Piloise que solía frecuentar la corte y distraer las veladas del rey. Lo llamó, le confió su pesar y le rogó que llevase su mensaje a Tristán.

El juglar llegó a Bretaña. Encontró a Tristán en el bosque donde había salido de cetrería, con sus halcones, gavilanes y cetreros. Su halcón voló, persiguió a un pajarillo, cayó sobre él, lo capturó y regresó para asentarse sobre el puño de su dueño. Piloise lo observó divertido. Luego se acercó a él y le habló de Iseo. Tristán recompensó generosamente al juglar, según era costumbre en el país. Hizo sus preparativos y, acompañado de Kaherdín, regresó a Cornualla. Bajo ropas de romeros lograron penetrar en el castillo, donde fueron muy bien recibidos por sus amigas. Durante más de dos semanas tuvieron sus entrevistas secretas sin que nadie sospechase su presencia.

El rey convocó a sus barones a cortes plenarias. Hubo grandes fiestas y, después del yantar, grandes juegos de esgrima y palestra, saltos galeses y galveses, concursos de tiro: se lanzaron dardos, jabalinas, lanzas y los caballeros participaron en justas y torneos. Tristán y Kaherdín se destacaron por su valentía y toda la asamblea se preguntaba quiénes podrían ser tan buenos luchadores. Realizaron grandes proezas sin ser reconocidos. En las lides, Kaherdín derribó y mató a Andret, vengando el oprobio que había hecho caer sobre él y cumpliendo la promesa que Tristán había hecho a Brangel. Los cornualleses deseaban vengar al conde; por fortuna, Dinas reconoció a Tristán y acudió en su ayuda con los dos mejores caballos del país, ensillados y dispuestos para la marcha. No tenían más remedio que huir si querían preservar sus vidas. A galope tendido, sin dejar de espolear sus corceles, corrieron hacia el mar, hasta desaparecer de la vista de las gentes de Cornualla. Embarcaron en la nave presta para zarpar, contentos de la venganza que habían tomado contra Andret, el maldiciente.

23. Tristán loco

A su regreso a Bretaña encontraron los campos devastados y desiertos: los campesinos atemorizados los abandonaban en largas caravanas. La ciudad de Carahes estaba sumida en gran duelo. El anciano duque Hoel había fenecido. Llegaban noticias de la sublevación de sus antiguos enemigos, los barones levantiscos, incitados por el conde Riol de Nantes, a quien Tristán había, en otro tiempo, derrotado. Tristán ayudó a Kaherdín a reconquistar sus tierras. Después de mucho guerrear, Riol se hizo fuerte en un castillo al que Tristán puso el cerco. Todos los esfuerzos de los asediados fueron inútiles. Por desdicha, al asaltar la gran torre, Tristán recibió una piedra en la cabeza que lo hirió gravemente.

Acudieron los mejores cirujanos del reino y a fuerza de ungüentos y bálsamos lograron curarlo. Pasó unos meses convaleciente y durante un tiempo tuvo que llevar la cabeza rapada. Cuando pudo volver a cabalgar como antaño, salió un día a pasear con Governal. Llegaron hasta la orilla del mar. Tristán suspiró mirando en dirección a Cornualla.

—Bella reina —dijo en voz alta recordando su precipitada marcha del país—. ¡Quién sabe si podré volver a verte!

—Hijo —le respondió Governal—. ¡Sigues con tus locos propósitos! ¡Aunque bien es verdad que ahora, con la cabeza rapada, más pareces loco que caballero! ¡Nadie sería capaz de reconocerte!

Por la noche, en su habitación, Tristán piensa en lo que oyó a Governal y cavila su proyecto de regresar a Cornualla. Antes del amanecer, marcha sin advertir a Kaherdín, por temor a que quisiera hacerle desistir de su propósito, pues sus heridas aún estaban recientes.

En el camino trocó sus ropas contra la túnica de viejo buriel de un campesino, y su cachiporra; se embadurnó el rostro con el jugo de una hierba amarilla y llenó sus alforjas de monedas. Así, descalzo, el rostro amarillento como el de un bilioso, la cabeza rapada, una vieja túnica raída, la porra al cuello, un queso bajo el brazo, se dirigió hacia el mar. En la costa había una nave de mercaderes dispuesta para zarpar rumbo a Tintagel. Hablando necedades y arrojando las monedas de su alforja les rogó que lo llevaran con ellos. El patrón, viendo que podía pagar el viaje, lo tomó a bordo. Los marineros halan las velas y levantan el ancla. Tristán regresa a Cornualla.

Llegó a Tingagel y, rodeado por los gritos de los niños que le seguían y apedreaban, subió hasta el palacio. A la puerta la guardia lo detiene:

—¿De dónde venís, loco?

—Estuve en las bodas del abad del Monte San Miguel —responde—, que casó con una abadesa, una gruesa dama de cofia negra y anchas caderas. No hubo abad, monje, preste, cura, clérigo o monaguillo, de Besancon al Monte, que no fuese invitado; todos acudieron llevando bastones o cachavas y ricos pellizones. En la landa, bajo Bellencumbre, juegan y se solazan en la oscuridad. Yo me vine para servir la mesa del rey.

—Pasad. Vuestras sandeces divertirán a nuestro señor.

Criados, pajes y escuderos lo escoltan hasta la cámara real entre chanzas y risas, con ramas de boj y gritos: «¡Mirad el loco! ¡Hu! ¡Hu!».

—Bienvenido, amigo —dice Marcos contento del nuevo entretenimiento—. ¿Cómo os llamáis?, ¿de dónde sois?, ¿qué venís a buscar a estas tierras?

—Os lo diré, rey —responde el loco—. Mi nombre es Picolet. Mi madre era una ballena que vivía en el océano como una sirena. No sé dónde nací; una gran tigresa, que me encontró entre las rocas, me amamantó confundiéndome con sus crías. Tengo una hermana muy bella: te la daré y tú me darás a Iseo.

El rey reía:

—Si acepto el trueque, ¿qué harás?

—¿Qué haré? —respondió el loco—. Allá arriba, sobre los aires, tengo un palacio de cristal, grande y bello, que el sol ilumina con sus rayos. Flota en el cielo, colgado de las nubes, sin que una brizna de aire lo mueva. En una habitación de mármol y cristal, que iluminan las primeras luces del alba, nos solazaremos.

Caballeros, dueñas y doncellas se regocijaban con sus respuestas. «Es ingenioso el loco —decían—, discurre sobre cualquier cosa. Rey Marcos, deberías alojarlo en palacio; con sus necedades nos entretendría».

—No he terminado aún mi cuento —prosigue el loco—. Rey Marcos, Brangel dio a Tristán el brebaje por el que tantas penas sufrió. Pregunta a Iseo si es o no es verdad y si lo niega diré que fue un sueño que tuve durante una noche cálida. Rey, ¡más aún te diría! ¡Mírame! ¿no parezco Tantrís? Hice un gran salto, eché ramitas en el río, viví en el bosque de raíces y tuve entre mis brazos a la reina.

—¡Basta! ¡Basta! —dice el rey riendo—. Me compadezco de tus penas. Te daré albergue en mi palacio.

—¿Qué me importa tu compasión? ¡No daría por ella un puñado de barro!

—¿Quién puede discutir con un loco? —dicen los caballeros entre carcajadas.

—Rey —dice el loco, insistiendo en su propósito—. Recuerda tu temor cuando nos sorprendiste dormidos en la cabaña, la espada desnuda entre nuestros cuerpos. Un rayo de sol se filtraba entre el ramaje y te retiraste.

Marcos mira sonriente a la reina que esconde su rostro con su manto, rojo de ira:

—Loco —dice Iseo—. ¡Malditos sean los marineros que os trajeron a esta tierra y no os tiraron al mar!

—Señora —le replica el loco volviéndose hacia ella—. ¡Si supierais quién soy ni puertas ni ventanas ni murallas ni la autoridad del rey podrían impedir que os reunierais conmigo! Aún llevo el anillo que me disteis antes de aquella asamblea de mal recuerdo. ¡Cuántas dificultades y angustias he sufrido desde entonces! Ni Ider, que mató al oso, sufrió tantas penas por Ginebra, la mujer del rey Arturo. ¡Ahora espero que me recompenséis tantos sufrimientos con dulces besos de fino amor y abrazos entre cortinas!

Pálida y sorprendida, la reina intenta alejar al loco:

—¿Quién hizo entrar a este loco? ¡Fuera! ¡No quiero escuchar más sus cuentos y necedades!

El loco se vuelve, se pasea por la sala. ¡Con qué astucia representa su papel! A unos golpea, a otros empuja hacia la puerta gritando:

—¡Locos! ¡Locos! ¡Fuera de aquí! ¡Dejadme hablar a solas con Iseo! Vine a ofrecerle mis servicios.

El rey era amigo de chanzas y mofas. Decide seguir la broma:

—¡Fullero! ¡Ven aquí! ¿No es cierto que la reina Iseo es tu amiga?

—Así es y no podré negarlo. Yo vencí al Morholt que reclamaba un tributo de doncellas y acudí a Irlanda, disfrazado de mercader, en busca de la reina.

—Este hombre miente —dice la reina—. ¡Cuenta el sueño que tuvo anoche mientras dormía borracho! El alcohol le hizo divagar.

—Verdad es —responde el loco—. Borracho estoy por haber bebido un brebaje de hierbas del que nunca me pude librar.

Iseo se levanta impaciente, haciendo ademán de retirarse. El rey la retiene por la capa de armiño y la invita a sentarse de nuevo a su lado.

—Iseo, amiga. ¡Tened un poco de paciencia! ¡Escuchad al loco hasta el final! Dime, insensato. ¿Qué oficios sabes hacer?

—Rey, he servido a reyes, duques y condes.

—¿Entiendes de perros y de aves?

—¡Oh! ¡Sí! Los tuve muy buenos. Cuando me plazca cazar en el bosque, con mis señuelos atraparé grullas, de las que vuelan allá arriba, cerca de las nubes; con mis sabuesos cazo cisnes, con mis halcones ocas blancas y grises, con mi arco mato somorgujos y alcaravanes.

—Amigo —añade el rey riendo de buena gana—, ¿y qué coges en el río?

—Rey —responde el loco con una sonrisa—. Cojo cuanto allí encuentro. Con mis azores atrapo lobos salvajes y osos enormes, con mis gerifaltes capturo jabalíes que ni en monte ni en valle logran escapar, con mis neblíes de alto vuelo cojo ciervos y gamos, mi gavilán cala al zorro de larga cola, cazo la liebre con el esmerejón y el castor con el barbarí. Sé tocar el arpa, la rota y la cítara y cantar como los pájaros. Amo a una noble reina y no existe en el mundo amante que pueda igualarme. Con mi cuchillo tallo ramitas para arrojarlas al río. Soy hábil juglar y ahora podréis comprobar mis habilidades.

El loco golpea con su cachava a cuantos encuentra a su alrededor.

Poco después ordena el rey a su escudero que ensille sus caballos y avise a sus cetreros: según su costumbre, quiere salir de caza para ver cómo sus halcones capturan las grullas. Los caballeros le siguen, la reina se retira, pensativa y preocupada, a su habitación:

—Brangel —dice a su doncella—. Ese loco debe de ser brujo, adivino o nigromante. ¿Viste cómo conocía todos los detalles de mi vida y de la de Tristán? Ve en su busca y mándale que venga. Así podremos saber cómo aprendió tantas cosas.

Brangel regresa presurosa a la sala donde Tristán está solo, sentado en un banco.

—Loco, mi señora desea hablaros. Gran esfuerzo hicisteis para contar vuestra vida: estáis lleno de fantasías. ¡Gran bien os haría quien os mandase colgar!

—Brangel, sería gran crimen. ¡Cuántos más locos que yo cabalgan!

—¿Qué diablo con plumas grises y ojos de sangre os enseñó mi nombre?

—Bella. Tiempo hace que lo conozco. ¡Por mi cabeza que fue rubia! Perdí la razón por vuestra culpa: vos me disteis el brebaje que me privó de ella. Ahora os pido que convenzáis a la reina para que me recompense la cuarta parte de mis servicios o la mitad de mis sufrimientos. El filtro fue hecho de hierbas muy diversas y su virtud no actuó por igual; yo muero por la reina y ella permanece insensible. Soy Tristán, el desdichado, que en mala hora nació. Brangel observa sus brazos fuertes, su corva bien hecha, su cuerpo esbelto, sus manos finas. Piensa que no puede ser demente y reconoce a Tristán. Cae a sus pies, le pide perdón por sus insultos. Tristán la toma de la mano y la levanta, la besa más de mil veces y le pide que le ayude. La doncella lo conduce a la habitación de la reina, que lo recibe sobresaltada, recordando sus despropósitos. Tristán la saluda respetuosamente:

—¡Dios guarde a la reina y a Brangel, su doncella! Pronto me curaría con sólo llamarme amigo, pues yo soy su amigo y ella mi amiga. Pero no hubo, en el amor, reparto justo: sufro dos veces más que ella y ella no tiene compasión de mí. Pasé hambre, sed, dormí sobre piedras y barro, sufrí mil calamidades siempre con un solo pensamiento y una sola preocupación en mi alma. ¡Dios, que cambió el agua en vino en las bodas de Architriclinio, quiera librarme de esta locura!

—Señora —ruega Brangel a la reina al verla impávida—. ¿Es ésta la acogida que hacéis al más fiel amigo? Muchos trabajos le hizo soportar el amor: por vos vino rapado como demente. Señora: ¡es Tristán!

—Doncella, os equivocáis y queréis inducirme a error. Es un astuto tunante. Si fuera Tristán no me habría ultrajado delante de todos con sus burdas bromas.

—Señora. Lo hice para que nadie pudiera sospechar y que todos me tomasen por loco. Recordad cómo me salvasteis la vida cuando llegué herido por el Morholt o cuando me librasteis del mortal veneno del dragón. Yo estaba en el baño y vos descubristeis, al limpiar mi espada, la desgranadura que coincidía con la pieza de metal que guardabais en una arqueta, envuelta en una seda gris. Enfurecida, quisisteis quitarme la vida, pero yo os calmé contando la historia del cabello dorado. ¡Cuántas penas no me vinieron desde entonces! El rey, vuestro padre, os confío a mí y prepararon una nave para nuestro viaje. Pero un día, durante la travesía, el viento cesó. Hacía calor, teníamos sed y Brangel corrió a llenar una copa: por error tomó el brebaje. Era claro, sin grumos y ¡yo lo bebí!

—¡De buen maestro habéis aprendido! ¿Queréis hacerme creer que sois Tristán? ¡No lo conseguiréis! ¿Qué más cosas queréis contar?

—El salto de la capilla. Os condenaron a la hoguera y os entregaron a los leprosos. ¡Cómo discutían y se peleaban por vos! Echaron suertes para ver quién os poseería primero. Yo les preparé una celada con Governal. ¡Qué golpes les daba con las mismas muletas en las que apoyaban sus muñones! Un tiempo vivimos en el bosque donde tantas lágrimas derramamos. ¿No vive ya el ermitaño Ogrín?

—Dejad en paz al ermitaño. ¿Cómo os atrevéis a hablar de él? En poco os parecéis: él es un buen hombre y vos un truhán. Queréis engañar a las gentes: podéis haber sorprendido los secretos que contáis.

—Señora, cuando veáis quién soy os arrepentiréis. Dicen que los servicios de amor logran presta recompensa: bien veo que no es así para mí. Yo solía tener una amiga, ahora veo que la he perdido. ¡Cuánto más fiel no fue mi braco que, al no verme regresar al palacio, enfureció y rechazaba por mí toda comida! Hubieron de soltarlo y corriendo llegó hasta nosotros en el bosque. Señora, ¿qué ha sido de Husdén?

—Lo guardo para entregarlo a Tristán cuando nos volvamos a reunir.

—Mostrádmelo. Tal vez me reconozca.

—¿Reconoceos? ¡Qué locura! ¡No penséis que escuche vuestros embustes! Desde que Tristán se marchó no hay hombre que se acerque a él al que no quiera despedazar con sus dientes. Está en la habitación de al lado. ¡Traedlo, Brangel!

Brangel acude y lo desata. Al oírse llamar por su amo, hace volar la correa de las manos de la doncella que lo trae, corre hacia Tristán, levanta la cabeza, frota el morro contra él, escarba con las patas, le lame las manos y ladra de alegría. ¡Nunca vio nadie hacer tal fiesta a un perro!

Iseo se sobrecoge al ver el recibimiento que Husdén hace al loco. Palidece y tiembla. Se pregunta si no está ante un embaucador o encantador. Tristán, entre tanto, dice al braco:

—Tú no me has olvidado. Mucho mejor acogida me has hecho que la dama a la que tanto he amado. Ella piensa que soy un impostor pese a que llevo el anillo que me dio al separarnos. Siempre lo he llevado conmigo; muchas veces le hablaba, le contaba mis tristezas y le pedía consejo. ¡Cuántos días, al besar su piedra, sentía que los ojos se me cubrían de lágrimas!

Iseo ve el anillo y la alegría del perro. Estalla en sollozos y pide mil veces perdón a Tristán por no haberle creído. Cae desvanecida en sus brazos y al recobrar el sentido lo abraza, lo besa en la frente, en la nariz y en la boca una y mil veces.

—¡Ah!, Tristán. ¡Cuántas penas y dificultades sufres por mí! ¡No sea yo hija de rey si no te recompenso como te corresponde! Brangel, preparadle agua y ropas.

Poco después, mientras Marcos cazaba —¡ojalá consiga tantos animales que no vuelva en una semana!—, Tristán entraba bajo la cortina y tenía a la reina en sus brazos.

La reina mandó preparar un lecho bajo las escaleras, para el loco. Allí permaneció tres semanas. Cuando el rey salía de caza o marchaba a San Lubín a administrar justicia, Tristán subía a la habitación de la reina sin que nadie, salvo Brangel, lo supiera. Pero un día un ujier vio cómo Brangel abría de noche la puerta de la habitación de la reina y cómo entraba el loco. Lleno de curiosidad, se acercó al hueco de la cerradura para ver qué venía a hacer el loco en este sitio y a esta hora. Lo sorprendió acostado con la reina. Al día siguiente fue a contar su descubrimiento al chambelán a cuya custodia el rey había confiado a Iseo. Furioso, el chambelán apostó espías ocultos para sorprenderlos. Llegó la noche. Mientras se deslizaba a lo largo del pasillo, Tristán observó la presencia de hombres armados escondidos en la abertura de una ventana. Volvió presuroso a su jergón. Cuando vino el día, vio a la reina y le dijo:

—Amiga, me han descubierto. ¡Tengo que huir y quién sabe si podré volver! Los dos sollozaban.

—¡Ah!, Tristán —dijo Iseo—. Tal vez uno de los dos haya muerto cuando volvamos a encontrarnos.

—¿Quién sabe si nos volveremos a ver? —dice Tristán—. Pero prométeme que si un día te envío un mensajero con el anillo harás cuanto te pida.

Tristán abraza una última vez a su amiga. Desciende las escaleras, pasa el puente y se marcha, la cabeza rapada, la clava al cuello, vestido con su vieja túnica raída.

24. Tristán herido

Tristán regresó a Bretaña, donde fue recibido con alegría por Kaherdín. Los dos llevaban una vida agradable con sus amigos y vasallos. Salían de caza e iban a justas y torneos por los alrededores del país. La fama de su valentía y generosidad crecía por toda la región. Cuando no asistían a lides, galopaban por el bosque hasta la sala de las imágenes, donde se recreaban contemplando los retratos de sus amigas y se desquitaban de sus largas noches solitarias.

Un día habían salido de caza y al regresar por la landa vieron acercarse del lado del mar a un caballero que galopaba sobre un corcel blanco, ricamente armado con escudo de oro, lanza, pendón y emblema enzunchado de vero. Era Tristán el Enano. Venía en busca de ayuda contra Estolt de Castel Fer que había raptado a su dama. Tristán pide sus armas y marcha con él. Se acercaron a la plaza fuerte del raptor y dejaron sus caballos en la linde de un tupido bosque. Estolt era fuerte y temible. Tenía seis hermanos, todos ellos reputados de valientes, atrevidos y buenos guerreros. Dos de ellos volvían de un torneo: Tristán y su compañero los sorprendieron, los desafiaron y lucharon contra ellos hasta dejarlos muertos. Un tercer hermano que por allí pasaba alertó con sus gritos a las gentes del país y los del castillo salieron a combatirlos. La lucha fue dura y fiera; los dos amigos se defendieron como buenos caballeros y no cesaron hasta dar muerte a todos los hermanos. Pero Tristán el Enano sucumbió en la batalla y Tristán recibió una herida en la cadera, grave y profunda, de una espada emponzoñada. Él mismo se vengó de la herida y mató al que se la había causado.

Con grandes esfuerzos logra llegar hasta el castillo. Vienen los físicos que limpian y curan sus heridas, pero ninguno conoce remedio contra el veneno: cogen hierbas, muelen y trituran raíces, fabrican pociones mas nada logra curarlo. Tristán empeora: el veneno se esparce por su cuerpo hinchándolo; su piel ennegrece, sus fuerzas flaquean, los huesos se le señalan bajo la piel. Comprende que su vida se acaba y que morirá si nadie logra socorrerlo. Sólo la reina Iseo podría curarlo si estuviera a su lado como curó antaño la herida que había recibido del Morholt. Mas Tristán no puede ya soportar las fatigas de la travesía y teme volver a un país donde tantos enemigos tiene. Y la reina no puede venir. Tristán sufre al pensar que no tiene salvación. Languidece. Le atormenta el olor nauseabundo que se desprende de la herida infectada y el veneno que poco a poco se va apoderando de su cuerpo. Manda llamar a Kaherdín; dice que desea hablarle a solas y hace salir a todos de la habitación. Iseo, la de las Blancas Manos, observa sorprendida y se pregunta en su corazón qué desea hacer Tristán. ¿Acaso quiere abandonar el mundo para hacerse monje o canónigo? Mientras un hombre de su confianza vigila, pega el oído a la pared que linda con el lecho de Tristán y desde fuera escucha la conversación.

Tristán se incorpora con gran esfuerzo y se apoya contra la pared. Kaherdín se sienta a su lado. Ambos lloran: lamentan su buena amistad y su amor que tan pronto se verán quebrados. Hacen gran duelo por su próxima separación.

—Amigo —le dice Tristán—. Estoy en país extranjero sin pariente ni amigo, salvo tú. Si estuviera en mi país, mi mal podría curar, pero aquí nadie puede aliviarlo: por eso perderé la vida. Sólo la reina Iseo puede curarme: ella conoce remedios que podrían salvarme y si supiera mi estado me ayudaría. Pero, amigo, no sé cómo darle a conocer mi mal. Sólo tú puedes ayudarme: si pudiera enviarle un mensajero, ella acudiría a socorrerme. Por eso te pido, en nombre de nuestra amistad, que me hagas este servicio. Por el amor que sientes por mí y por la fe que juraste cuando Iseo te dio a Brangel, acepta ser mi mensajero. Te prometo que si por mí te pones en camino, siempre te estaré agradecido y nunca dejaré de hacer nada que pudieras pedirme.

Kaherdín, conmovido por sus lágrimas, sus lamentos y su desesperación, le responde con afecto:

—Compañero, no llores. Haré lo que deseas. No me importa afrontar los más temibles riesgos ni una aventura de muerte para lograr tu curación. No existen peligros ni obstáculos que puedan retenerme ni impedir que cumpla tus deseos. Dime cuál es el mensaje y me aprestaré para el viaje.

—Gracias, amigo —responde Tristán—. Lleva este anillo: es el signo por el que Iseo sabrá que vas de mi parte. Llegarás a la corte disfrazado de mercader, te acercarás a la reina y harás que vea el anillo: ella inventará un pretexto para hablarte a solas. Salúdala de mi parte y dile que de ella depende mi curación, que moriré si no viene en mi ayuda. Explícale mi mal. Recuérdale la dicha y el placer que conocimos en otro tiempo, día y noche, las penas y las tristezas, las alegrías y dulzuras de nuestro amor leal y verdadero. Dile que piense en cuando curó mi herida, en el filtro que juntos bebimos en el mar: en él estaba nuestra muerte, nunca más conocimos sosiego. Recuérdale los sufrimientos que me causó su amor: por ella sacrifiqué mi familia, mi tío el rey y su corte; fui expulsado vilmente y exiliado a países extraños. Tanto he sufrido penas y trabajos que apenas si me quedan fuerzas, apenas si vivo. Pero nada ni nadie pudo vencer nuestro amor ni nuestro deseo. Háblale de la promesa que nos hicimos al despedirnos cuando me entregó este anillo: me pidió que, dondequiera que fuera, nunca amase a otra mujer. Siempre fui fiel a esta promesa y nunca conocí amor por dama alguna, ni siquiera por tu hermana. Pídele, por la fe que me debe, que venga en mi ayuda. ¡Así sabré que me ama! Poco valdría cuanto hizo por mí si ahora no acude en mi socorro. Débil sería su amistad si me traicionase en estos momentos. ¿De qué me serviría su amor si me abandona en mi aflicción? De poco habrá servido la dicha que me dio si no me ayuda contra la muerte. Amigo, márchate con presura y regresa en cuanto puedas: cuarenta días te doy de plazo. No digas a nadie el motivo de tu viaje. Toma mi nave y lleva dos velas: una blanca y una negra. Si Iseo te acompaña, a tu regreso iza la vela blanca; si no viniera, la negra. Nada más tengo que decirte, amigo. ¡Que Dios te acompañe y te traiga sano y salvo! Tristán suspira, llora y se lamenta. Kaherdín lo abraza y se despide de él, los ojos llenos de lágrimas. Prepara su viaje. Con el primer viento favorable se hace a la mar. Levantan anclas, izan las velas, navegan a contracorriente con suaves brisas; quiebran las olas, atraviesan las aguas de mares profundos. Llevan ricas mercancías: cendales, ciclatones, costosas telas de seda, paños de extraños colores, vajilla fina de Tour, vinos del Poitou y aves de España. A plena vela navegan hacia Cornualla. Veinte días con sus veinte noches duró la travesía.

Ira de mujer es de temer y todos deben guardarse de ella, pues allí donde más haya amado, más prestamente se vengará. Rápida es para el amor, más aún para el odio; más dura en ella el rencor que la amistad. Sabe moderar el amor, pero no el odio mientras dura su enfado. Iseo, las de las Blancas Manos, había escuchado la conversación del otro lado de la pared. Descubre el amor de Tristán por la reina, le irrita pensar que lo amó mientras él pensaba en otra, entiende por qué no logró con él ninguna de las alegrías que esperaba. Finge no haber oído nada, pero conserva todo en su corazón y espera la ocasión propicia para vengarse de la persona a la que más ama en el mundo.

Como todos los días, entra en la habitación de Tristán. Oculta cuidadosamente su ira y lo sirve con rostro sonriente. Le habla con dulzura, lo besa y abraza, le da muestras de gran amor. Pero su corazón, dominado por la ira, maquinaba su venganza.

Kaherdín prosigue su viaje hasta llegar al puerto de Tintagel. Allí desembarca. Pone sobre su puño un azor, toma una tela rica de extraño color y una copa finamente tallada con relieves de niel y las ofrece al rey Marcos, pidiéndole su salvoconducto para poder comerciar libremente en su reino. El rey le otorga su protección delante de toda la corte. Se acerca a la reina para mostrarle sus mercancías y le ofrece un alfiler de oro y piedras preciosas.

—Señora, ved este oro —le dice.

Nunca había visto Iseo alfiler más hermoso. Kaherdín retira de su dedo el anillo de Tristán y lo coloca al lado del broche.

—Mirad, señora, este oro es más pálido que el del anillo que, sin embargo, es muy bello.

Al ver el anillo, la reina reconoce a Kaherdín: el corazón le da un vuelco, palidece y deja escapar un suspiro de angustia. ¿Si le trajera malas noticias de Tristán? Con el pretexto de comprar el anillo llama aparte a Kaherdín: de este modo burla hábilmente a los que la vigilan.

—Señora —le dice Kaherdín—, Tristán me envía a vos pues está en gran necesidad: sólo vos podéis librarlo de la muerte. Sufre una mortal herida de una espada emponzoñada que ningún médico ha sido capaz de curar. Os pide, por el amor y lealtad que le debéis, que vayáis a socorrerlo. Recordad vuestro amor y las penas y alegrías que os deparó. Pensad en los sufrimientos que por vos soportó Tristán. No olvidéis la promesa que le hicisteis cuando, al separaros, le entregasteis el anillo. Señora, compadeceos de él pues sin vos no podrá curar.

Iseo, angustiada, rompe a llorar. Llama a Brangel, le confía la causa de su tristeza y le pide consejo. Juntas preparan su marcha. Esa misma noche, la reina se levantó cuando todos dormían. Salió en silencio de su cámara. Llamó a Brangel y ambas pasaron las murallas del castillo por un postigo. Llegaron a la costa donde un bote las esperaba para conducirlas a la nave. Izan las velas, levantan el ancla, el viento es favorable: todos se alegran de navegar tan rápido hacia Bretaña.

25. La muerte

Tristán languidece en su lecho, acosado por el dolor que le produce la herida. Ningún remedio logra aliviarlo. Sólo espera la venida de Iseo: no desea otra cosa, todo lo demás le es indiferente. Ella es su única posibilidad de curación: sabe que sin ella no vivirá. Todos los días envía a sus gentes a la costa para ver si llega la nave. Muchas veces se hace llevar al borde del mar y allí permanece recostado, mirando a lo lejos para ver si la divisa: es su único pensamiento, su único anhelo y su única voluntad; todo cuanto hay en el mundo sería nada para él si Kaherdín regresase sin la reina. Unas veces espera confiado, otras le asaltan las dudas, teme que Iseo falte a su promesa y no acuda en su ayuda: entonces pide que lo lleven de nuevo al palacio, pues prefiere aprender por otro la mala noticia de que la nave regresa sin la reina.

¡Señores! ¡Escuchad la triste desventura que siempre sobrecogerá a los que saben amar: nunca destino ni amores fueron tan desgraciados! Tristán espera impaciente a Iseo. La reina querría llegar sin tardanza junto a él. La nave avanza rápidamente. Se aproxima a las costas: ya se ve tierra; todos se felicitan de la buena travesía. Kaherdín prepara la vela blanca para atarla al mástil. De repente, el cielo se oscurece, el aire se turba y se levanta un gran viento del sur que azota por medio a la vela. La nave interrumpe su marcha y gira sobre sí misma. Los marineros corren a barlovento y cambian de dirección a la vela: por más que deseen avanzar tienen que cambiar de rumbo y retroceder. El tiempo empeora, aumenta la tempestad, la lluvia y el granizo caen sobre la cubierta, las olas agitadas por el viento se alzan hasta el cielo para hundirse después en el abismo. El huracán se desencadena, rompiendo obenques y bolinas. Los marineros abaten la vela, toman los remos y navegan de bolina, luchando contra las olas y el viento. La chalupa que habían echado al agua al divisar la costa vuela en pedazos. Tan violenta es la tormenta que los más experimentados marineros no logran mantenerse en pie. Todos se desesperan y lamentan. La angustia y el temor atenazan sus miembros. En vano intenta Kaherdín calmar a sus hombres. Iseo llora y se atormenta:

—¡Ah! ¡Dios no quiere que viva para ver a mi amigo Tristán! Quiere que me ahogue en este mar. Tristán, si pudiera hablar contigo una última vez, no me importaría morir después. Amigo, cuando os anuncien mi muerte no podréis tener consuelo y el dolor, unido a vuestra debilidad, hará que no podáis encontrar curación. ¡Si Dios quisiera que yo pudiera llegar hasta vos os curaría! No me importa morir, sólo me entristece y atormenta saber que mi muerte os priva del único socorro que podríais tener. Pero al saberlo moriréis. Tal es nuestro amor: no puedo sufrir sin que vos sintáis dolor, no puedo morir sin que perezcáis ni vos sin que yo muera. Amigo, pero si he de morir desearía hacerlo en vuestros brazos y compartir vuestra tumba. ¡Mi deseo se verá frustrado! Pereceré en el mar y nadie escapará al naufragio para poderos informar. Dulce amigo, seguiréis viviendo y esperando mi llegada. Tal vez después de mi muerte, si lograseis curaros, llegaseis a olvidarme y a solazaros con otra mujer.

¡Mas no! ¡Dios permita que volvamos a vernos y que yo os pueda curar o que muramos juntos en una misma agonía!

Así gemía la reina mientras duró la tempestad. Más de cinco días estuvo el mar agitado. Luego cesó el viento, el cielo se despejó y el mar se calmó. Los marineros izaron la vela blanca y singlaron velozmente. Kaherdín ve las costas de Bretaña. Todos se alegran abordo. Alzan muy alta la vela para que puedan ver de lejos su color: ese día se cumplía el plazo de cuarenta días que Tristán le había dado. Sube el calor, el viento desaparece: el mar permanece inmóvil. La nave no puede avanzar en ninguna dirección, salvo cuando las olas la arrastran. No existen botes, pues perecieron en la tormenta. Intentan ganar la costa, aun zigzagueando, pero la nave no avanza. Iseo se desespera.

Allá en la costa Tristán aguarda la llegada de la nave. Se lamenta y suspira, llora y se retuerce en el lecho. La herida va minando sus fuerzas. Se siente morir por culpa del veneno y del deseo insatisfecho de ver llegar a Iseo. En medio de su angustia y de su dolor, su esposa se acerca a él: en su corazón ha maquinado una terrible venganza.

—Amigo —le dice—. Kaherdín regresa: he visto su bajel que navega con gran dificultad. ¡Dios quiera que os traiga nuevas que puedan reconfortaros!

—Amiga, ¿estáis segura de que es su nave? Decidme qué vela enarbola.

—La vela es negra. La han izado bien alta para aprovechar mejor el poco viento que hay.

Tristán sintió un profundo dolor. Se volvió hacia la pared y murmuró:

—¡Dios salve a Iseo y me salve! Puesto que no queréis venir a mí, moriré por vuestro amor. No puedo prolongar más mi vida: por vos muero, Iseo, bella amiga. No habéis tenido piedad de mi mal, pero mi muerte os afligirá. Amiga, me consuela pensar que lloraréis mi muerte.

Tres veces murmuró «Iseo, amiga» y a la cuarta rindió su espíritu.

Todos lloran en palacio a Tristán. Los caballeros, sus compañeros de armas, hacen gran duelo. Tristes son las lamentaciones. Lo quitan del lecho y lo recuestan sobre una sábana de seda rayada y lo cubren con una rica tela bordada en oro.

El viento se ha levantado sobre el mar. Hincha la vela y empuja la nave hacia la costa. Iseo salta a tierra. Oye los lamentos en las calles, escucha el doblar de las campanas de los monasterios e iglesias. Pregunta por quién se lamentan y por quién tocan las campanas. Un anciano responde:

—Señora, grande es nuestro dolor, como nunca hubo otro igual. El valiente y noble Tristán ha muerto: era generoso con los necesitados y audaz para acudir en ayuda del que sufría. Acaba de morir en su lecho de una herida que recibió.

Al conocer la noticia, el dolor corta a Iseo la palabra. La muerte de Tristán la ha enloquecido. Corre por las calles, el vestido en desorden, y llega antes que los otros al palacio. Nunca habían visto los bretones mujer tan bella: la contemplan sorprendidos, preguntándose perplejos quién puede ser y de dónde viene. Iseo llega hasta el cuerpo de su amigo. Se vuelve hacia Oriente y por él reza piadosamente.

—Amigo Tristán, cuando muerto os veo, no hay razón para que yo siga viviendo. Habéis muerto por mi amor, yo muero por cariño hacia vos. No pude llegar a tiempo para curar vuestro mal, amigo; por vuestra muerte no podré volver a tener consuelo, ni alegría, ni solaz, ni placer. ¡Maldita sea la tormenta que me retuvo en el mar! Si hubiera podido llegar a tiempo os habría devuelto la vida y os habría hablado dulcemente de nuestro amor; os habría recordado nuestro triste sino, nuestras alegrías, solaces y los sufrimientos y penas que vivimos por nuestro amor. Os habría besado y abrazado. Ya que no he podido devolveros la vida, que al menos nos reunamos en la muerte, que comparta la misma suerte que vos. Por mí habéis perdido la vida, por vos moriré como amiga fiel.

Se extiende junto a él. Lo abraza, lo besa en la boca y en el rostro, lo estrecha contra sí, cuerpo contra cuerpo, boca contra boca. Rinde así el alma y se extingue junto a su amigo. Iseo muere por amor a Tristán.

Cuando llegó al rey Marcos la noticia de la muerte de los amantes y supo por Brangel que Tristán había amado a Iseo por la virtud del filtro, a pesar de su voluntad, rompió en lamentos con gran dolor:

—¡Dios! —decía—, ¿por qué no he sabido esta aventura? ¡Yo habría podido remediarlo y Tristán nunca habría tenido que alejarse de mí! ¡Ahora los he perdido a los dos!

Atravesó el mar y vino a Bretaña. Hizo preparar dos ataúdes finamente labrados y los llevó en su nave hasta Tintagel. En la capilla del monasterio, a la derecha y a la izquierda del ábside, hizo levantar sus tumbas. Por la noche, de la tumba de Tristán surgió una viña que se cubrió de hojas y ramas verdes. Sobre la tumba de Iseo creció un hermoso rosal de una semilla traída por un pájaro salvaje; las ramas de la viña pasaban por encima del monumento y abrazaban el rosal, mezclando sus flores, hojas y racimos con los capullos y las rosas. Y los antiguos decían que estos árboles enlazados habían nacido de la virtud del filtro y eran símbolo de los amores de Tristán e Iseo, a quienes la muerte no había podido separar.


Publicado el 7 de enero de 2018 por Edu Robsy.
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