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—¿Vamos a ir a este paso todo el camino?—pregunta el agrimensor, aturdido por el traqueteo y asombrado de ver cómo se armonizaba el paso de tortuga del animal con aquel vaivén tan atroz.
—Llegaremos, no tenga cuidado... La jaquita es joven y vivaracha... Déjela tiempo de estirar las piernas, y verá cómo luego no habrá modo de pararla... ¡Arre, maldita; arre!
Cuando el carro sale de la estación es casi de noche. A la derecha extiéndese una llanura helada sin fin. En el punto del horizonte donde se junta con el cielo se ve una raya luminosa, indicando el poniente. A la izquierda de la carretera destácanse unos montones pardos, sin que sea posible distinguir si eran pilas de heno o chozas de una aldea. Lo que hay por delante el agrimensor no lo ve porque la ancha espalda del carretero se lo impide. Hace un frío glacial.
«¡Qué desierto!—se dice el agrimensor, procurando taparse las orejas con el cuello de su gabán—. ¡Buen lugar para bandidos! Aquí pueden matar a cualquiera sin que nadie se entere. No me había fijado antes de ahora; pero el carretero tiene trazas bastante sospechosas. ¡Qué espalda, qué músculos! De un puñetazo es capaz de dejar a un hombre en el sitio. ¡Qué cara de bruto!» —¡Oye, amigo! ¿Cómo te llamas?—dice a su automedonte.
4 págs. / 7 minutos.
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Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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