Historia de una Anguila y Otras Historias

Antón Chéjov


Cuentos, Colección



Historia de una anguila

Es una mañana de verano; reina en la Naturaleza una tranquilidad absoluta; óyese solamente, de vez en cuando, las estridencias de los grillos. Junto a la caseta de baños en construcción, bajo las ramas verdes de un sauce, se agita en el agua el carpintero Guerasim, campesino alto, flaco, de rizosos cabellos bermejos; sopla, refunfuña, guiña los ojos y procura sacar algo de entre las raíces del sauce. A su lado, con el agua hasta el cuello, está otro carpintero, Liubim, hombre joven, bajo de estatura y jorobado; su cara es triangular y tiene ojos de chino. Entrambos llevan blusas y calzones y parecen hallarse ateridos de frío, lo cual se comprende, porque hace más de una hora que permanecen en el agua.

—¿Por qué empujas sin cesar con la mano?—grita el jorobado, tembloroso—. ¡Cabeza de burro! ¡Tenlo!..., ¡tenlo!..., ¡que no se te escape el maldito pez! ¡Te repito que lo agarres bien!

—¡No se escapará!... ¿Por dónde quieres que se nos escape?

—Se ha metido por debajo de los troncos— contesta Gnerasim con su voz de bajo ronco—. No hay por dónde cogerla.

—¡Cógela por las agallas! ¡Cógela y no la sueltes!

—¡Espera! Ya la tengo, no sé por dónde. El caso es que la tengo. ¡Cáspita! La maldita muerde.

—Por las agallas te he dicho; no la sueltes...

—No se ven las agallas. Espera. Ya la he cogido por alguna parte; por el labio creo que la he cogido.

—¡No; ¡por el labio no tires de ella! Se te va a escapar. ¡Por las agallas, por las agallas! Otra vez empujas con la mano. ¡Qué imbécil eres, válgame Dios! ¡Agárrala!

—¡Agárrala!...— exclama Guerasim irritado—. Es muy fácil dar órdenes... ¡Métete tú mismo en el agua y agárrala, diablo de jorobado que eres! ¿A que estás sin hacer nada?

—Bien la agarraría si pudiese. Bajo de estatura como soy, no puedo meterme allí; es muy hondo.

—No importa que sea hondo; échate a nado. El jorobado viene nadando y se coge de las ramas. Pero a la primera tentativa de ponerse en pie se hunde.

—Ya te decía yo; aquí el agua es profunda—grita con enfado al salir a flote—; ¿dónde me he de colocar? ¿He de sentarme en tu cuello?

—Súbete a uno de los troncos; los hay como si fueran una escalera.

El jorobado busca con el pie un tronco y se sitúa en él, asiéndose a las ramas. Resuelto este problema, empieza a rebuscar en el agua entre las raíces. Está agachado y hace lo posible por no tragar agua. Sus manos se enredan entre las algas, resbalan por el musgo que cubre los troncos, y, finalmente, topan con las pinzas de un cangrejo.

—¡Diablo! ¿Qué haces tú aquí?—exclama Liubim y, furioso, lanza el cangrejo en la orilla.

Prosiguiendo las investigaciones, su mano encuentra la de Guerasim y llega hasta una cosa fría.

—¡Aquí está! ¡Qué enorme es la muy estúpida!... Deja que meta la mano... Ahora... Por las agallas... No me empujes con el codo... Ahora mismo... Ahora... Deja que la agarre bien... Está muy metida entre los troncos... No sé por dónde cogerla... El vientre está por todos lados... ¡Mátame ese mosquito que me pica en el cuello...! ¡Ya la cogí, ya!

El jorobado hincha los carrillos, detiene la respiración; evidentemente toca las agallas, cuando las ramas a que está asido se rompen. Liubim pierde el equilibrio y ¡patapum! cae en el agua. Fórmanse círculos concéntricos, y en la superficie aparecen burbujas. El jorobado reaparece nadando, da un fuerte resoplido y vuelve a colgarse de las ramas.

—Te vas a ahogar, ¡demonio!, y luego seré yo el responsable. ¡Vete al infierno! ¡La sacaré yo!

Los dos hombres se injurian recíprocamente. El Sol, entre tanto, sigue su curso. Las sombras se acortan, se repliegan como los cuernos de un caracol; la hierba caldeada por los rayos exhala un perfume intenso.

Las doce del día están a punto de sonar... Mientras, Guerasim y Liubim continúan, debajo del sauce, engolfados en su tarea.

La voz ronca del uno y la voz aguda del otro resuenan sin cesar en el silencio de esta jornada de verano.

—¡Sácala... por las agallas!... Espera, que yo empujaré. ¿Dónde metes el puño? Con el dedo, no con el puño. ¡Animal!, ¡animal! Córrete hacia la izquierda... que a la derecha hay un hoyo. ¡Tírala del labio!

Por la vertiente vecina baja un rebaño; el pastor Efim, que es muy viejo, tuerto y con la boca contraída, anda despacio, mirando fijamente al suelo. Los carneros llegan a la orilla del agua; luego los caballos; detrás de los caballos, las vacas...

—¡Empújala por debajo!—grita Liubim—. Pasa el dedo por aquí. ¿Estás sordo? ¡Imbécil!

—¿Qué hacéis, hijitos míos?—les pregunta Efim.

—Una anguila... No la podemos sacar. Se ha metido debajo de un tronco... Por este lado... ¡Ahora, ahora!

Efim quédase unos momentos mirando con su único ojo a los pescadores. De repente se desata las sandalias, tira al suelo el saco y se quita la camisa, conservando el pantalón. Persígnase y, extendiendo sus brazos morenos y escuálidos, se mete en el agua. Camina unos cincuenta pasos por el suelo fangoso, y luego se echa a nadar.

—¡Esperad, esperad, muchachos!—les grita aproximándose—. Vais a dejarla escapar. Hay que saber cómo se hace esto.

Efim únese a los carpinteros, y los tres individuos, empujándose con los codos y rodillas, insultándose y estorbándose mutuamente, patalean en el mismo sitio.

El jorobado no cesa de tragar agua y tiene accesos de tos convulsiva.

—¿Dónde anda el pastor?—grita alguien desde la orilla—. ¡Efim! ¡Pastor! ¿Dónde estás? El rebaño se te ha metido en el jardín. ¡Echalo, échalo del jardín! ¡Pronto! ¿Dónde está ese viejo bandido?

Se oyen voces de hombres y mujeres. Por la verja del jardín asoma el dueño, Andreievitch, vestido con una bata de tela oriental; en la mano tiene su periódico. Mira con aire interrogativo en qué dirección vienen los gritos, y se encamina apresuradamente hacia el río.

—¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Quién vocea de ese modo?—pregunta severamente al percibir las tres cabezas mojadas que emergen del agua—. ¿Qué diablos enredáis ahí?

—Un pez...; cogemos un pez...— responde Efim sin levantar la cabeza.

—¿Cómo? ¡Ya te daré yo el pez! El rebaño se mete en el jardín mientras tú pescas. ¡Y la caseta! ¿Cuándo estará lista? Trabajáis hace dos días y no habéis adelantado nada...

—Estará..., estará la caseta—refunfuña Guerasim—. El verano es largo; tendréis tiempo, señor, de remojaros... ¡Brrr!... No podemos con la anguila... Se ha metido debajo del tronco, y allí permanece como en una madriguera.

—¿Una anguila?—pregunta el dueño, y sus ojos se animan—. ¡A sacarla pronto!

—¡Nos darás cincuenta copecs; verás qué pieza! Es gorda como un cerdo. Los vale, señor, los cincuenta copecs... por las penas que nos ha causado... No la aprietes, Liubim; no la aprietes... reventará... Empuja desde abajo... Tú, abuelito, tira hacia arriba..., ¿entiendes?, hacia arriba; no hacia abajo, ¡demonio!

Pasan cinco minutos, luego diez; el dueño se impacienta.

—¡Vasili!—grita volviéndose hacia la finca—. ¡Vaska! Mándame a Vasili...

Vasili, el cochero, llega a todo correr; está mascando algo y respira con dificultad.

—¡Métete en el agua! Ayúdales a sacar la anguila, que no pueden con ella...

Vasili se desnuda rápidamente y se mete en el agua.

—¡Despacho en un instante! ¿Dónde está? Ya veréis cómo esto va a ir aprisa. ¡Tú, Efim, vete de aquí! ¿A qué meterse en estas honduras un hombre viejo? Vete, y déjanos en paz; yo la sacaré. ¡Ya!... ¡Aquí está!... ¡Quitad de ahí las manos!...

—¿Quitar las manos? Las quitaremos cuando hayas agarrado el pez. ¡A ver cómo te las compones!

—De este modo no haré nada; hay que cogerla por la cabeza...

—¡Bruto! Ya sé que es por la cabeza por donde hay que cogerla; pero ¿dónde está la cabeza? ¡Búscala! Debe de estar debajo del tronco.

—No ladres; si no... ¡Bestia!

—¡Callaos ya! ¿Cómo os atrevéis a proferir en presencia del señor palabras semejantes?—murmura Efim—. No la sacaréis, chicos; es más testaruda que vosotros.

—¡Aguarda! Veo que no lograréis nada—dice el dueño—, y se desnuda apresuradamente, añadiendo:

—Sois cuatro majaderos; no sois capaces de acabar con una anguila.

Andrei Andreievitch, desnudo, espera un rato para orearse y se mete en el agua.

—Hay que cortar el tronco—decide Liubim—. ¡Guerasim, Guerasim, trae el hacha! ¡Alcánzamela!

—No os vayáis a cortar los dedos—advierte el dueño, oyendo golpes de hachas debajo del agua—. ¡Efim, vete de ahí! Yo sacaré la anguila. Vosotros no servís para nada.

El tronco está partido, lo levantan un poco y Andrei Andreievitch siente con gran satisfacción cómo sus dedos se introducen debajo de las agallas de la anguila.

—¡Ya la tengo! ¡Muchachos, no empujéis!... ¡Quedaos quietos!... ¡Ya va fuera!...

Aparece a la superficie una gran cabeza de anguila, y detrás de ella un cuerpo negro de un metro de largo.

La anguila menea la cola y busca manera de escurrirse.

Una sonrisa triunfante resplandece en todas las caras. Después de unos momentos de admiración silenciosa, prorrumpen en gritos:

—¡Ea! ¡Ya te tenemos!

—¡Soberbia anguila!—balbucea Efim, rascándose el pecho—. Pesa lo menos diez libras.

—Seguramente—afirma el dueño—. ¡Y lo gorda que está! Diríase que va a reventar... ¡Ah!..., ¡ah!...

La anguila hace con su cola un movimiento tan rápido como imprevisto, y los pescadores la ven zambullirse en el agua...

Todos alargan las manos, pero ya es tarde; la anguila ha desaparecido para siempre.

El incendio

Pieza en dos actos

Acto primero

Sesión en el concejo

El Alcalde (Rascándose la oreja y mascando.):
Propongo a los señores presentes que escuchen al jefe de los bomberos, Sima Vavolovitch, quien, en el asunto de que se trata, es más entendido que yo. El nos dará las explicaciones necesarias y nosotros decidiremos.

El jefe de los bomberos:
Yo lo comprendo de este modo... (Se suena con un gran pañuelo a cuadros.) Los diez mil rublos asignados a los bomberos representan acaso mucho dinero... (Se limpia el sudor de la calva.) Pero esto es sólo en apariencia. Esto no es dinero. Esto es una ilusión; esto es aire... Indudablemente, con diez mil rublos se puede mantener un destacamento de bomberos; pero la cosa hará reír. Ustedes saben la importancia vital, la enorme importancia que tiene la torre vigía de los bomberos. Esto se lo afirmarán todos los sabios. Pues bien; para expresarme categóricamente, diré que nuestra torre no vale nada, ¡nada! Es demasiado baja. Junto a ella, todas las casas son más altas. Ocultan la torre. Si los bomberos no descubren un incendio, no es suya la culpa. En cuanto a los caballos y a los barriles... (Se desabrocha el chaleco, suspira y prosigue su discurso.)

Los concejales (Unánimemente.):
Que el presupuesto sea aumentado en mil rublos.

(El alcalde interrumpe la sesión por algunos minutos para expulsar de la sala de la audiencia a un reportero.)

El jefe de bomberos:
Muy bien. ¿Ustedes convienen, pues, en que la torre sea alargada en dos metros? Muy bien. Pero hay que fijarse que en este asunto andan mezclados los intereses del Gobierno y del país todo, y que si un maestro de obras lo toma por su cuenta, no pensará en los intereses del Estado, sino en los suyos propios. En cambio, si emprendemos el trabajo por nosotros mismos, sin apresuramiento, la cosa vendrá a costarnos... (Levanta los ojos hacia el techo, como calculando.) Los ladrillos, a quince rublos el millar; el transporte, en los vehículos de los bomberos... Además, cincuenta vigas de a 12 metros...

Los concejales (Interrumpiéndole.):
Que la construcción se encargue a Simeón Vavilovitch, a quien serán entregados desde luego 1.523 rublos 44 copecs.

La esposa del jefe de los bomberos (Sentada entre el público, cuchichea con su vecina.):
No me explico por qué mi Senia se compromete a esto. ¡Con su precaria salud ocuparse de construcciones!... ¡Qué divertido! ¡Qué gusto en pasar todo el día insultando a los obreros! Ello le reportará una ganancia de 500 rublos acaso; más perderá por 1.000 rublos de salud. Su buen corazón le pierde.

El jefe de bomberos:
Hablemos ahora del personal. Yo, como principal interesado, puedo decir... (Turbándose.) que ello me es igual... Soy hombre de edad, de salud delicada; de un día a otro podré morirme. El médico me advirtió que tengo una dureza en los intestinos. Como no me cuide, una vena es capaz de romperse, y deberé morir, de sopetón, sin recibir los últimos Sacramentos... (Murmullos en el público: Una muerte de perro.)

El jefe de bomberos:
No lo digo por mí. He vivido bastante. Nada necesito. Me extraña solamente, y hasta me siento ofendido. (Hace con la mano un gesto de desesperación.) Trabaja uno honradamente por su sueldo, sin aprovecharse en lo más mínimo, sin descansar ni de noche ni de día, sin cuidar de su salud, y... después de todo, ¿para qué?... ¿Para qué me afano? ¿Cuáles son mis ventajas? No lo digo por mí, repito; lo digo en general... Otro no viviría con un sueldo semejante... A un borrachín cualquiera le cuadraría ese salario. Un hombre honrado e inteligente, antes se dejaría morir de hambre que trabajar por tan poco dinero y andar en líos con caballos y bomberos. (Se encoge de hombros.) ¿Cuál es mi beneficio? Si en el extranjero conocieran nuestro modo de proceder, ¡bien nos pondrían los periódicos! En Europa, por ejemplo en París, en cada calle hay una torre para señalar el fuego, y a los jefes de bomberos les dan cada año una gratificación igual al sueldo entero. Así se puede servir.

Los concejales:
Que se entregue a Simeón Vavilovitch, a título de recompensa por sus muchos años de servicio, 200 rublos.

La esposa del jefe de bomberos (A su vecina.):
Me alegro de que no haya necesitado pedirlo. ¡Qué listo es! Anteayer, en casa del párroco, jugando a la brisca, perdimos 100 rublos, y ahora lo sentimos tanto... (Bostezando.) No sabe usted cuánto lo sentimos... Ya es hora de ir a casa a tomar el te.

Acto segundo

Escena junto a la torre.

El guarda (Desde lo alto de la torre, pitando hacia abajo.):
¡Oye, tú! ¡Hay fuego en el almacén de maderas! ¡Toca alarma!

Otro guarda (Desde abajo.):
¿Y no te has enterado hasta este momento? Hace más de media hora que la gente corre. Mucho has tardado en apercibirte de ello... (Pensativo.) Que lo pongan arriba, que lo pongan abajo, para un tonto todo viene a ser igual. (Toca la campana de alarma.)

(Tres minutos después, el jefe de bomberos, en paños menores y medio dormido, asómase a la ventana de su casa, la cual está enfrente de la torre.)

El jefe de bomberos:
¿Dónde es el fuego, Dionisio?

El guarda de abajo (Cuadrándose y haciendo el saludo militar.):
En el depósito de maderas, señor.

El jefe de bomberos (Meneando la cabeza.):
¡Todo sea por Dios! Con esta sequedad y el viento que reina... ¡Que Dios los guarde a esos pobres! ¡Qué desgraciados son!... Oye, Dionisio, que los bomberos enganchen y acudan tranquilamente al lugar del siniestro... Yo iré allá dentro de un ratito... mientras que me visto y tomo el te...

El guarda de abajo:
El caso es que no hay nadie; todos se han ido. Unicamente Andrés se encuentra aquí.

El jefe de bomberos (Como asustado.):
¡Canallas! ¿Dónde están?

El guarda de abajo:
Macario ha echado unas medias suelas a las botas del diácono y ha ido a entregarlas. A Miguel, usted mismo le encargó que fuera al mercado a vender la avena de los caballos... Yegor se marchó con el carro de los bomberos al otro lado del río en busca de la cuñada del sargento. Kikita está borracho...

El jefe de bomberos:
¿Y Alexis?

El guarda de abajo:
Alexis, en el río, a coger cangrejos. Usted mismo se lo mandó, porque espera usted convidados.

El jefe de bomberos (Con desdén.):
¿Cómo puede uno servir teniendo a sus órdenes gentecilla semejante? Hombres sin cultura, groseros, borrachos. Si lo supieran en el extranjero ¿qué se diría de nosotros? En París, por ejemplo, los bomberos corren de continuo por la calle, aplastando a los transeúntes. Que haya o no fuego, han de correr siempre. Mientras que aquí, arde el almacén de maderas, ocasionando un desastre inmenso, y nadie se encuentra en su puesto. ¡Que el diablo se los trague! ¡Cuán lejos estamos de Europa! (Vuelve el rostro hacia dentro de la habitación y habla en tono cariñoso.) Máchinka, prepara mi uniforme.

Los nervios

El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, hállase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Vaksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, esta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita empezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicar con los espíritus. Llamó a su tío Klavdi Mironovitch y le preguntó mentalmente si no sería propicio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siempre está bien.»

—En la Naturaleza hay muchas cosas misteriosas... y temibles—reflexiona Vaksin tapandóse con la manta—. No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre...

Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch, colgado en la pared, frente a la cama.

—¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío?—pensó Vaksin—. ¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas son producto de cabezas incultas...

Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.

—¡Qué diablo! ¡Tengo miedo como un chiquillo!... ¡Es absurdo!

Tic tac, tic tac, óyese el sonido del reloj detrás de la pared. En la iglesia lugareña suenan las campanas; el toque es lento... triste... Vaksin siente un frío en la espalda y en la nuca. Le parece que alguien respira al lado suyo; que el tío sale del marco y se inclina sobre él... Tiene un miedo invencible. Aprieta los dientes y contiene la respiración. En fin, cuando por la ventana abierta entra zumbando un moscardón, no puede más y toca desesperadamente el timbre.

—Dmitri Osipovitch, ¿qué quiere usted?—dice al cabo de unos minutos la voz de la institutriz alemana.

—¿Es usted, Rosalía Cariovna?—dice con alegría Vaksin—. ¿Por qué se molesta usted? Gavrile hubiera podido...

—A Gavrile le dió usted mismo permiso para que se fuera al pueblo; la chica ha salido también... No hay nadie en casa... Pero, ¿qué es lo que necesita?

—Es que yo quería... Pero entre usted..., no se avergüence; está obscuro...

La gorda y sonrosada alemana entra en el dormitorio y se para en espera de la explicación.

—Siéntese un momento... Verá usted de qué se trata... («¿Sobre qué la puedo interrogar?»—reflexiona Vaksin, mirando de reojo el retrato del tío y sintiendo cómo sus nervios se tranquilizan.) Le quería pedir... que mañana, cuando el criado vaya a la ciudad... le recuerde que me traiga... cigarrillos... ¡Pero siéntese!

—¿Quiere usted algo más?

—Sí; quiero... no quiero nada... Pero, ¿por qué no se sienta usted? (Pensaré todavía otra cosa.)

—No es decente que una señorita permanezca en la alcoba de un caballero... Veo que usted, Dmitri Osipovitch, es un travieso..., un burlón..., lo comprendo... Por los cigarrillos no se despierta a la gente..., lo comprendo...

Rosalía Carlovna sale de la habitación. Vaksin, algo tranquilizado por la conversación y avergonzado de su cobardía, se tapa la cabeza con la sábana y cierra los ojos. Pasan unos diez minutos relativamente soportables; pero luego se repiten las mismas cosas. Saca la mano a tientas, busca los fósforos y enciende la vela sin abrir los ojos. Pero la claridad no le alivia. Su imaginación turbada ve que su tío guiña los ojos y que alguien le contempla desde un rincón...

—¡La llamaré otra vez! ¡Que el demonio se la lleve!...—se dice Vaksin—. Diré que estoy malo... Pediré gotas...

Vaksin toca el timbre. No obtiene contestación. Llama otra vez, y solamente responden las campanas de la iglesia. Presa de un temor ciego, sale como loco de la alcoba y, persignándose, echa a correr por el pasillo hacia el cuarto de la institutriz. Está descalzo y en paños menores.

—¡Rosalía Carlovna!—llama con voz temblorosa—. ¡Rosalía Carlovna! ¿Duerme usted? Estoy... estoy enfermo...

Nadie le contesta. El silencio es completo.

—Se lo ruego..., ¿comprende usted?; se lo ruego. ¿Para qué tantos... melindres? No lo entiendo..., y sobre todo si uno está enfermo... A su edad y tan escrupulosa...

—Se lo diré a su señora... ¡Déjeme en paz! ¡Soy una muchacha honrada!... Cuando yo servía en casa del barón Anzig y el barón quiso entrar en mi cuarto en busca de fósforos, lo comprendí todo... Inmediatamente comprendí qué fósforos buscaba y se lo advertí a la baronesa... Soy una muchacha honesta...

—¡Qué diablos tengo que ver con su honestidad! Estoy enfermo... y quiero unas gotas..., ¿entiende usted? Estoy malo...

—Su señora es una mujer buena, honorable; usted debe amarla. ¡Sí! ¡Es una persona noble! No tengo intención de ser su rival.

—¡Estúpida! ¡Es usted una estúpida! ¿Me comprende usted?

Vaksin se apoya en el dintel de la puerta, cruza los brazos y quédase así, esperando que el miedo se le pase. No tiene fuerzas para volver a su cuarto y ver aquella lucecita centelleante y el retrato del tío. Tampoco le es posible quedarse medio desnudo en el pasillo. ¿Qué determinación tomar? Suenan las dos. El miedo no le abandona. El pasillo está obscuro; le parece que en cada rincón algo tenebroso le aguarda. Vuélvese de cara a la pared, pero en el mismo momento se le antoja que le tiran de la camisa y que le tocan en el hombro...

—¡Demonio!... ¡Rosalía Cariovna!

Ninguna respuesta. Vaksin, indeciso, entreabre la puerta y echa una mirada al cuarto. La virtuosa alemana duerme tranquilamente. Una lamparita ilumina los relieves de su cuerpo macizo. Vaksin entra en el cuarto y se sienta en el baúl al lado de la puerta. La presencia de un ser vivo, aunque dormido, le tranquiliza; siéntese aliviado.

—¡Que duerma la tonta! Me quedaré aquí hasta que amanezca y me iré... Ahora amanece temprano...

Esperando la luz del día, Vaksin encoge los pies, pone la mano bajo la cabeza y quédase reflexionando: «¡Cuidado con los nervios!... Yo, hombre culto, instruído, y tengo miedo... miedo como un niño... ¡Qué vergüenza!...»

Poquito a poco, oyendo la respiración monótona de Rosalía Carlovna, tranquilízase completamente...

A las seis de la mañana, la señora Vaksin, de vuelta de su peregrinación, entra en el dormitorio y, no encontrando allí a su marido, va al cuarto de la alemana a pedirle dinero suelto para pagar el coche. Al entrar ve el siguiente cuadro: Rosalía Carlovna, sofocada de calor, duerme en su cama, y a un metro de ella, acurrucado en el baúl, su marido ronca dulcemente. Está descalzo y en paños menores. Qué hizo la mujer y cuál fué la cara del marido al despertarse, que lo describan otros. Estoy agotado y entrego las armas.

El álbum

El consejero titular Craterof, hombre delgado como la flecha de un campanario, se adelanta, y volviéndose a Imikof le dijo:

—¡Excelencia! Conmovidos por la bondad que nos demostró usted durante los años que fué nuestro jefe...

—Más de diez años—interrumpe Zakusin.

—Más de diez años hemos tenido el honor de ser presididos por vuecencia, y hoy, en celebración del aniversario de su carrera, le ofrecemos este álbum con nuestros retratos y le rogamos que lo acepte como prueba de nuestro profundo respeto y gratitud, deseando que por muchos años no nos abandone...

—Ni nos prive de sus consejos paternales en el camino del progreso—intercala Zakusin, enjugándose la frente. Por lo visto él tenía un discurso preparado y experimentaba un gran deseo de hablar—. Que su bandera ondee siempre en las sendas del talento, trabajo y genio...

Por la mejilla izquierda de Imikof desciende lentamente una lágrima.

—¡Señores!—dice con voz temblorosa—. No esperaba que celebraran ustedes mi modesto aniversario... Estoy conmovido... y... hasta... hasta... la muerte me acordaré de estas atenciones. Créanme, amigos míos; nadie les desea más felicidad que yo... y si hubo alguna vez cualquier incidente desagradable, fué únicamente por el bien de ustedes...

Con estas palabras, el consejero de Estado abraza al consejero titular Craterof, el cual no contaba con un honor semejante y hasta se pone pálido de satisfacción. Luego el jefe hace un gesto con la mano, mostrando que la emoción le impide hablar, y prorrumpe en llanto, como si en vez de regalarle un hermoso álbum se lo quitaran. Recobrada la tranquilidad, pronuncia algunas palabras conmovidas, tiende a todos la mano, baja la escalera acompañado de bendiciones y alegres vivas y toma asiento en su coche. Por el camino experimenta nuevamente la sensación de ese acontecimiento feliz e imprevisto, y otra vez prorrumpe en llanto.

Otras alegrías mayores le aguardaban en casa: la familia, los amigos y conocidos le dispensan una ovación tal, que él llega a convencerse de que en realidad ha trabajado muchísimo por la gloria de la patria y de que si no fuera por él la patria estaría en peligro. En una palabra, Imikof no sospechaba tamaño aprecio.

—¡Señores!—pronuncia antes de los postres—. Hace dos horas he sido compensado de todos los sacrificios que he hecho a mi patria, de todas las penas que sufre un hombre que cumple con su deber. Siempre he sido fiel a la máxima «que somos nosotros para el público, y no el público para nosotros». ¡Hoy he sido recompensado! Mis subordinados me han regalado un álbum... Aquí está...

Todas las caras inclínanse para contemplar el álbum.

—¡Es muy mono!—declara Olia, la hija de Imikof—. Lo menos habrá costado cincuenta rublos. ¡Muy mono! Papá, dame a mí este álbum. ¿Oyes? Lo guardaré... ¡Es muy bonito!...

Después de comer, Olia se lleva el álbum a su cuarto y lo guarda en su mesa. Al siguiente día saca los retratos de los funcionarios y los tira al suelo; en lugar de ellos coloca las fotografías de sus compañeras de colegio. Los rostros barbudos son reemplazados por caritas juveniles. Kolia, el hijito del consejero, recoge los funcionarios y les pintarrajea los uniformes con pintura encarnada. Les pone bigotes y barbas largas. Cuando no queda nada por pintarrajear, recorta las figuras, les agujerea los ojos y se pone a jugar con ellas a los soldaditos. Al recortar el consejero titular Craterof, lo sujeta con alfileres en una cajita de fósforos y se lo llevó al gabinete de su padre.

—¡Mira, papá; una estatua!

Imikof, riéndose, le abraza y besa sus carrillos sonrosados, encantado de su ingenio:

—Anda, pillo; enséñaselo a mamá; ¡que lo vea ella también!

La condecoración

El maestro de escuela León Pustiakof vive al lado de la casa de su amigo el teniente Ladenzof. Allí dirige sus pasos en aquella mañana del día de Año Nuevo.

—Verás de qué se trata, amigo Gricha—le dice después de las felicitaciones y enhorabuenas usuales—; no te molestaría si no se tratara de un asunto urgente. Préstame por el día de hoy tu condecoración de San Estanislao. Estoy convidado a comer en casa del comerciante Spitchkin y tú conoces a este imbécil: está loco por las condecoraciones; a los que no ostentan ninguna en el uniforme les considera casi como a unos burros. Además, tiene dos hijas... Nastia y Zina... Te lo confieso como a un amigo..., ¿me comprendes, querido? ¡Préstamela, te lo ruego!

Todo este discurso es pronunciado balbuceando. Pustiakof está enrojecido de confusión, y a cada palabra se vuelve, mirando tímidamente hacia la puerta de entrada. El teniente le riñe, pero le cede la condecoración.

Aquella misma tarde, a las dos, Pustiakof, en un coche de alquiler, va a casa de Spitchkin; lleva el abrigo entreabierto y contempla su pecho. Allí, con su esmalte de color y puntas doradas, resplandece la condecoración ajena.

—Hasta uno mismo se tiene más consideración gracias a este juguetito—reflexiona el maestro—. Un chisme tan insignificante, costará todo lo más unos cinco rublos, y ¡cuánta importancia tiene!

Al llegar a casa de Spitchkin se desabrocha completamente el gabán y saca el dinero para pagar al cochero. Le parece que éste se ha quedado aturdido al ver sus hombreras, los botones relucientes y la condecoración. Pustiakof tose satisfecho y entra en la casa. Al quitarse el abrigo en la antecámara, mira hacia el salón. Hay allí ya unos quince convidados. Se oye rumor de voces y ruido de platos.

—¿Quién es?—pregunta el dueño—. ¡Hola! ¿Es usted, León Nicolaevitch? ¡Enhorabuena! Llega usted un poco tarde; pero no importa...; acabamos de sentarnos.

Pustiakof, con el pecho alzado y la cabeza erguida, entra restregándose las manos. Al mismo instante observa algo terrible: al lado de Zina está sentado un compañero suyo—el maestro de francés Tramblin—. Dejarle ver la condecoración sería exponerse a una multitud de preguntas y averiguaciones desagradables. Su primer impulso fué arrancar la condecoración o echarse a correr; pero está fuertemente cosida, y escaparse ya no es posible.

Tapándose el pecho con la mano derecha y encogiéndose tanto como puede, entra rápidamente, hace un saludo general y se sienta en la primera silla vacía que puede encontrar, la cual resulta hallarse frente al francés.

—Seguramente está algo bebido—piensa Spitchkin al notar su cara avergonzada.

Le sirven un plato de sopa. Coge la cuchara con la mano izquierda; pero, acordándose de que esto no se usa, dice que ya ha comido y no tiene gana.

—Dispénseme... He ido a visitar al canónigo, y me ha convidado... obligándome a comer...

Se encuentra muy molesto; le ahoga la ira. La sopa huele muy bien y el pescado tiene un aspecto de lo más apetitoso. Prueba dejar libre su mano derecha tapándose la condecoración con la izquierda; pero le resulta incómodo. «Lo notarán; tendré la mano puesta sobre el pecho, como un tenor que se prepara a cantar. ¡Dios mío, que se acabe pronto esta comida! Iré luego al restaurante y tomaré algo.»

Después del tercer plato, levanta tímidamente los ojos hacia el francés. Tramblin está también visiblemente molesto; lo mira con un aire desconcertado, y tampoco come. Al notar que se miran mutuamente, ambos se avergüenzan y fijan los ojos en sus platos vacíos.

—La habrá visto el canalla; por su aspecto noto que la habrá visto—piensa desesperadamente Pustiagof—, y es un miserable, un chismoso; se lo contaré mañana al director.

Sirven el cuarto plato, y el quinto... Un caballero alto, con las ventanillas de la nariz anchas y velludas y los ojos pequeños, se pone en pie, se acaricia la cabeza, y exclama: «Brindo por la salud de las señoras.»

Los comensales se levantan ruidosamente y toman las copas en sus manos. Alegre «¡viva!» resuena por todas las habitaciones. Las señoras sonríen y alzan también sus copas. Pustiagof se pone a su vez en pie y coge la suya con la mano izquierda.

—Haga usted el favor, León Nicolaevitch; déle esta copa a su vecina—dice uno de los convidados al maestro—; hágala usted beber.

No hay más remedio. Pustiagof, muy a su pesar, tiene que separar la mano de su pecho para coger la copa, y la condecoración, con su arrugada cinta roja, resplandece a la luz del día. El maestro palidece, baja la cabeza y lanza una tímida mirada al francés, que lo contemplaba lleno de asombro y con aire interrogativo; sus labios sonríen astutamente, y el malestar desaparece de su semblante.

—Juli Avgestovitch—le dice el dueño al francés—; alcánceme la botella que tiene delante.

Tramblin, indeciso, alarga la mano y... ¡qué felicidad! Pustiagof ve en su pecho una condecoración. ¡Y no la de San Estanislao: la de Santa Ana! De modo que el francés ha hecho la misma trampa. Puntiagof, de contento, se echa a reír y se recuesta en su silla... Ya no tiene motivo de ocultar su condecoración: los dos han pecado; ninguno puede denunciar al otro.

—¡Ah!—murmura el dueño, al notar la condecoración en el pecho del francés.

—Es extraordinario. Qué pocos han sido condecorados en nuestra escuela—dice Pustiagof al francés—. Tenemos un personal tan numeroso, y somos los dos únicos agraciados.

Tramblin le saluda alegremente con la mano y se yergue en toda su majestad, para que de todas partes vean su solapa ornada con la condecoración de Santa Ana, de tercera categoría.

Después de la comida, Pustiagof se pasea por todos los cuartos, y de un modo satisfecho enseña a las señoritas su condecoración. Siéntese contento y satisfecho, a pesar de un cierto vacío en el estómago.

—Si lo hubiese sabido antes—piensa mirando con envidia la Santa Ana del francés, que habla con el dueño respecto a condecoraciones—, habría pedido la de San Vladimiro. ¡He sido un bobo!

Esta sola idea le molesta un tanto. Por lo demás, es completamente feliz.

Medidas preventivas

Trátase de una pequeña capital de distrito, que, según la expresión del celador de la cárcel, no se encuentra ni con telescopio en los mapas. Todo está silencioso y tranquilo bajo el sol ardiente del mediodía.

Desde el Ayuntamiento, y hacia la fila de tiendas del mercado, se dirige lentamente la comisión sanitaria compuesta del médico, del inspector de Policía, de dos procuradores del Ayuntamiento y de un diputado comercial. Detrás de ellos caminan respetuosamente los municipales... La ruta de la comisión, como la del infierno, está sembrada de buenos propósitos; los señores sanitarios andan hablando de la sociedad, de los malos olores, de medidas preventivas y de otras materias semejantes, propias del tiempo del cólera. Las conversaciones son tan instructivas, que el inspector de Policía se entusiasma y, volviéndose hacia los otros, declara:

—Así es como tendríamos que reunirnos y discutir las cuestiones de interés público con más frecuencia. Además, da gusto; se siente uno en sociedad, en vez de dedicarnos al chismorreo y a las querellas. ¿No le parece justo lo que digo?

—¿Por quién vamos a empezar?—pregunta el diputado comercial volviéndose hacia el médico y hablando con un aire de verdugo escogiendo su víctima—. ¿No le parece conveniente ir primeramente a la tienda de Ocheinikef? Es un bribón..., y además es hora que le llamemos al orden. El otro día me trajeron de su tienda sémola que estaba llena de... ustedes dispensarán, de inmundicias de ratones... Mi esposa no se atrevió a comerla.

—¿Por qué no? Si quiere usted ir a la tienda de Ocheinikef, que sea así—replica el médico con indiferencia.

Los señores de la comisión entran en la tienda de «te, café, azúcar y otros comestibles, de A. M. Ocheinikef», y, sin gastar más palabras, empiezan la inspección.

—¡Muy bien!—dice el médico, contemplando las hermosas pirámides de jabón—. ¡Qué torres Eiffel has construído! ¡Mirad qué inventos! ¡Hum!..., pero ¿qué significa esto? Miren ustedes, señores. ¡Demian Gavrilovitch corta el jabón y el pan con el mismo cuchillo!

—¡Esto no traerá el cólera!—interviene el dueño de la tienda.

—¡Tienes razón; pero es asqueroso!... ¡Yo también te compro el pan!

No se incomode usted. Para los clientes de más importancia tenemos un cuchillo especial. Puede usted comerlo tranquilamente... se lo juro...

El inspector de Policía pestañea largo rato con sus ojos miopes mirando el jamón, lo raspa con la uña, lo huele, soplando, y luego, palpándolo, interroga:

—¿Es con trichina?

—¿Qué me dice? ¡Por Dios! ¡Puede usted suponerlo!

El inspector se turba, se aparta del jamón y se fija en la lista de los precios de tes de la casa Asmalof &.

El diputado comercial mete la mano en el barril con sémola y su mano tropieza allí con algo blando, velludo y caliente... Mira adentro, y la admiración y la ternura resplandecen en su semblante:

—¡Minino!... ¡Minino!... —balbucea—. Se han hecho un nidito en la sémola, y duermen... están blanditos... Mándame, Demian Gavrilovitch, un gatito a mi casa.

—Con mucho gusto... Señores: sírvanse inspeccionar los entremeses, los embutidos, el queso... Aquí está el balik... El balik lo recibí el jueves pasado; es de lo mejor... Michka, ¡trae el cuchillo!...

Los presentes cortan trozos del balik, lo huelen y lo saborean.

—Tomaré yo también un bocadito—dice como hablando consigo mismo el dueño de la tienda, Demian Gavrilovitch—. Tenía yo por ahí una botellita... Bebiendo un trago la comida sabe mejor... Michka, ¡venga la botella!...

Michka, con los carrillos hinchados y los ojos dilatados, descorcha la botella y la coloca en el mostrador.

—Beber en ayunas...—observa el inspector de Policía rascándose la nuca—. En tal caso, una solamente, y que sea pronto, Demian Gavrilovitch; es que no tenemos tiempo.

Un cuarto de hora después, los sanitarios, enjugándose los labios y mondándose los dientes con cerillas, se encaminan hacia la tienda de Goloribenko. Pero, como si fuera a propósito, la entrada está obstruída... Unos cinco mocetones están atareados sacando un gran barril de manteca.

—¡Hacia la derecha!... ¡Déjalo rodar!... ¡Tira, tira de este lado!... ¡Pon una viga por debajo!... ¡Qué diablo! ¡Señores, apártense; les aplastaremos los pies!

El barril se encaja en la puerta y no hay quien lo saque... Los mozos lo empujan con toda la fuerza, soplan y se injurian mutuamente.

Cuando, a consecuencia de tantos esfuerzos, el aire pierde su pureza, el barril sale por fin; pero inmediatamente torna, y rodando vuelve a encajarse sólidamente en el dintel de la puerta.

—¡Diablo!—exclama el inspector—. Vamos a casa de Schibukin; estos demonios se quedarán aquí hasta la noche.

Pero la tienda de Schibukin está cerrada.

—¡Si estaba abierta hace poco!—dicen asombrados los sanitarios—. Cuando entrábamos en casa de Ocheinikef, Schibukin estaba delante de su puerta enjuagando una tetera de cobre. ¿Dónde está?—preguntan a un mendigo que está sentado al lado de la tienda cerrada.

—¡Una limosnita por el amor de Dios!—entona el mendigo con voz ronca—. ¡Tengan piedad de un lisiado, por el amor de Dios! ¡Por el descanso de las almas de sus padres!...

Los sanitarios le manifiestan con la mano su impaciencia y se alejan todos, excepto el procurador del Ayuntamiento, Pliumin, que le da al mendigo un copec, y luego, como asustado, se persigna y corriendo alcanza a los demás.

Al cabo de dos horas, la comisión regresa; todos tienen el aspecto cansado y fatigado; pero no han ido en balde: un municipal lleva triunfalmente detrás de ellos una cesta con manzanas podridas.

—Ahora, después de haber trabajado, conviene tomar una copita—declara el inspector de Policía guiñando el ojo y señalando a una taberna—. ¡Vamos a reponernos! ¡Sí; no estaría mal! Entremos si les parece.

Los sanitarios entran en la taberna y siéntanse alrededor de una mesa coja. El inspector hace una señal al dependiente, y varias botellas aparecen en la mesa.

—¡Qué fastidio que no haya nada para tomar un bocadito!—dice el diputado comercial tragando de un golpe el contenido de una copa y haciendo una mueca.—¿No tendrías tú siquiera algunos pepinos?... ¡Cualquier cosa!...

El diputado se vuelve hacia el municipal y escoge una manzana, menos podrida que las demás.

—¡Vaya!... ¡Si hay aquí algunas que no están del todo echadas a perder!—advierte el inspector—. ¡Escogeré también una! Puedes dejar la cesta en la mesa y elegiremos las mejores. En cuanto a las demás, podrás destruirlas después. ¡Anikita Ivanovitch, eche usted vino! Convendría reunimos más frecuentemente y discutir sobre las medidas necesarias...; pero vivimos como en un desierto; no hay ni vida social, ni casinos, ni instrucción... ¡Como si viviéramos en Australia! ¡Una copita más! ¡Echense, señores! ¡Doctor! Esta manzana la escogí para usted...

* * *

—¡Señor inspector! ¿Qué hago con esta cesta?—le dice al inspector de Policía el municipal, cuando la comisión sale de la taberna.

—¿La cesta?... ¿Cuál de ellas? ¡Ah... ya!... Destruirla al mismo tiempo que las manzanas... ¿Comprendes? Está contagiada...

—Las manzanas se las han comido ustedes.

—¡Ah!..., pues me alegro mucho. Vete a mi casa y dile a mi señora que no se enfade..., que me voy una horita... a casa de Pliumin, a dormir... ¿Comprendes? A dormir un ratito... en los brazos de Morfeo.

Y lanzando miradas al cielo, el inspector mueve tristemente la cabeza, levanta los brazos y dice:

—¡Así se pasa la vida!...

Los veraneantes

En el andén del apeadero de un lugar veraniego paséase una parejita de recién casados. El la estrecha amoroso el talle y ella se inclina ligeramente hacia él; los dos se sienten felices. La Luna los contempla desde las nubes y frunce el ceño; seguramente los envidia en su inútil soledad. El aire, inmóvil, está impregnado del perfume de las lilas y de los cerezos. Al otro lado de la vía óyese el chillido agudo de los grillos.

—¡Qué hermoso, Sacha!

—¡Qué hermoso!—repite la joven—. Me parece un sueño. Fíjate qué hermoso y atrayente es aquel bosquecito, qué bellos estos enormes postes telegráficos. ¿No es verdad que animan el paisaje?... Hablan de la gente... de la civilización. ¿Te gusta cuando el viento nos trae el sonido lejano de un tren en marcha?

—Sí...; pero ¡qué manos tan calientes tienes, Varia! Estás nerviosa. ¿Qué hay para cenar?

—Okrochka y pollo...; habrá bastante. De la ciudad he hecho traerte sardinas en conserva.

La Luna hace una mueca y se esconde detrás de las nubes; la felicidad humana le recuerda su aislamiento y su lecho solitario detrás de los montes y valles...

—¡El tren llega! ¡Qué hermoso!—exclama Varia.

A lo lejos aparecen tres ojos centelleantes. El jefe de estación sale al andén. Por todos lados aparecen luces de señales.

—Miraremos cómo se marcha el tren y nos iremos a casa—dice Sacha bostezando—. ¡Qué dichosos somos, Varia! Es verdad; parece un sueño.

El monstruo negro acércase al andén y se detiene... Por las ventanas alumbradas vense hombros, sombreros, caras dormidas...

—¡Hola, hola! —dicen desde un vagón—. Varia con su marido han salido a recibirnos. ¡Están aquí! ¡Varia! ¡Varia! ¡Hola!

Dos niñas saltan del coche y cuélganse de Varia. Detrás de ellas aparecen una señora regordeta y un caballero largo y flaco; luego dos colegiales cargados de maletas; después la institutriz, y, por último, detrás de la institutriz, la abuela.

—¡Ya nos tienes aquí, querido!—dice el caballero estrechando la mano a Sacha—. ¡Ya sé que nos esperabas! Perdías la paciencia esperando al tío; te enfadabas conmigo, seguramente. ¡Kolia, Kostia, Nina, Fifa... chiquillos! Abrazad al primo Sacha. ¡Todos hemos venido, toda la familia, y por unos tres o cuatro días! ¡Sé que no te estorbamos!... ¡Sólo te ruego que no gastes cumplidos!

Viendo al tío con su familia, el matrimonio quédase aterrorizado. Mientras el tío habla y le abraza, Sacha prevé lo que va a suceder: que él y su mujer cederán a los huéspedes sus tres cuartos, las mantas, las almohadas; que las sardinas, el pollo y la sopa serán engullidas por los recién llegados; que los primos arrancarán las flores, derramarán la tinta; que la tía no cesará de hablar de su enfermedad, la solitaria, y sus dolores de estómago, y de recordarles que es baronesa de nacimiento.

Sacha mira con odio a su joven esposa y la dice en voz baja:

—¡Han venido por ti! ¡Que el demonio se los lleve!

—¡No, por ti!—le contesta ella, pálida de coraje—. ¡No son mis parientes, son los tuyos!

Y volviéndose a los huéspedes, les dice con sonrisa afable:

—¡Vaya, sed muy bien venidos!

La Luna reaparece; ahora sonríe; parece alegrarse de no tener parientes.

Sacha mira al otro lado para ocultar su cara desesperada; hace un esfuerzo para dar a su voz un sonido alegre y bondadoso, y exclama:

—¡Enhorabuena, enhorabuena, queridos míos!

Iván Matveievitch

Son las seis de la tarde. Uno de nuestros sabios más conocidos, cuyo nombre no hace al caso—le llamaremos sencillamente el Sabio—, está en su despacho impacientándose y mordiéndose las uñas.

—Es inconcebible—dice, y no cesa de mirar el reloj a cada momento—. Esto es no respetar ni el trabajo ni el tiempo ajenos; en Inglaterra un hombre semejante no ganaría ni un penique y tendría que morirse de hambre. ¡Ya verás cómo te voy a arreglar!

El Sabio siente la necesidad de hablar y desahogarse. Acércase a la puerta que comunica con el aposento de su mujer, y luego entra.

—¡Oye, Katia!—exclama con indignación—. Si ves a Pedro Dmitrievitch, dile que su modo de proceder no es digno de un caballero. ¡Esto es abominable! Recomienda a un copista sin conocerlo. El mozuelo viene diariamente una o dos horas más tarde de lo convenido. ¿Es esto trabajar? Cuando llegue, lo trataré como a un perro, no le pagaré, le despediré; con gente así no hay que gastar contemplaciones.

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?

—¡Iván Matveievitch!—dice con voz temblorosa el hombre de ciencia haciendo un paso atrás y cruzando los brazos—. ¡Iván Matveievitch!

Luego se abalanza sobre el copista, le coge por los hombros y le sacude débilmente.

—¡Qué hace usted!—prosigue con desesperación—. ¡Usted es un hombre malo, abominable! ¿Qué hace usted conmigo? Usted se burla de mí. ¡Confiéselo!

—¿Qué? ¿Qué dice usted?

—¿Se atreve usted a preguntármelo? Bien sabe usted que no puedo perder el tiempo, a pesar de lo cual llega usted siempre con retraso. Hoy se ha retrasado usted dos horas.

—Es que no vengo directamente de mi casa—balbucea Iván Matveievitch, e indeciso se desata la bufanda—. Es el santo de mi tía, que vive a unos seis kilómetros de aquí.

—Usted no tiene sentido común. Se pasa usted el tiempo rodando por las casas de sus tíos, desatendiendo mi trabajo urgente. ¡Por Dios, acábese de quitar esa bufanda! ¡Esto es insoportable!

El Sabio se abalanza de nuevo sobre el copista y le ayuda a desenredar su tapabocas.

—¡Venga pronto, se lo ruego!

Sonándose con su pañuelo sucio, arreglándose su chaquetilla gris, Iván Matveievitch atraviesa la sala y el salón y penetra en el gabinete.

Todo está preparado: el papel, la pluma y hasta los cigarrillos.

—Siéntese, siéntese de una vez—dice el Sabio con impaciencia—. Usted sabe bien que el trabajo que hay que hacer es urgente, y no obstante llega tarde.

El Sabio paséase por la habitación, concéntrase y dicta:

«El hecho radica... coma... en su radicación uniforme... ¿Ha escrito usted?... uniforme... depende del mismo principio... coma... en cuyas profundidades tiene sus raíces, y de ellas solamente puede tomar su encarnación... otra línea... Un punto, naturalmente... Las causa socialísticas son más uniformes que las políticas... coma...»

—Los colegiales ahora usan otro uniforme... gris...— murmura Iván Matveievitch—; en mis tiempos el uniforme era mejor.

—Déjese de observaciones, escriba—exclama encolerizado el Sabio—. Escriba... políticas... ¿Lo ha escrito usted?... tratándose de los cambios de las funciones gubernativas... y de las nuevas condiciones de vida de los trabajadores... coma... ¿Qué decía usted del colegio?

—Que cuando yo estudiaba el uniforme era muy diferente al de ahora.

—¡Ah... bueno!... ¿Cuándo terminó usted sus estudios en el colegio?

—Ayer se lo conté. Tres años ha que no estudio.

—¿Y por qué dejó usted de ir al colegio?—pregunta el Sabio, repasando lo escrito por Iván Matveievitch.

—Por causas particulares.

—Otra vez debo repetírselo, Iván Matveievitch. ¿Cuándo abandonará usted la costumbre de escribir tan ancho? En cada línea no ha de haber menos de cuarenta letras.

—¿Cree usted que lo hago a propósito? En cambio, en otras líneas pongo más de cuarenta letras... las puede usted contar... Como no sea así, disminuya mi sueldo.

—Pero si no se trata de eso. ¡Qué poco delicado es usted! Por la menor cosa insiste usted en hablar de dinero. Lo importante es el orden, sí señor, el orden... Usted se tiene que acostumbrar al orden.

Entra la doncella con el servicio de te en una bandeja. Iván Matveievitch coge torpemente un vaso y empieza a beber. El te está ardiente. Para no quemarse, Iván Matveievitch lo toma a pequeños sorbos. Come un bizcocho, luego otro; un tercero, y alarga tímidamente la mano para coger otro más. Su manera ruidosa de sorber y de mascar exasperan al Sabio.

—Acabe usted, acabe usted; el tiempo es precioso.

—Siga usted dictando; yo puedo escribir y beber al mismo tiempo. A decir verdad, tengo hambre.

—Naturalmente, puesto que viene usted andando.

—En efecto, ¡qué tiempo tan malo! En mi país es ya la primavera.

—¿Es usted del Mediodía?

—De la provincia del Don. En marzo se siente allí calor. Aquí hay que llevar pellizas; allí todo está verde..., hasta se puede cazar tarántulas.

—¿Para qué las cogía usted?

—Para pasar el rato. Es un entretenimiento muy divertido. Se amarra un pedacito de pez en una guita y se introduce en una madriguera; el maldito bicho se enfada, coge la guita con las patas y se queda pegado... ¿Sabe usted qué hacíamos con ellas? Las poníamos en una vasija con una bihorca.

—¿Qué es una bihorca?

—Es una especie de araña que se parece a la tarántula. Luchando puede matar a cien tarántulas.

—Sin embargo, tenemos que seguir escribiendo... ¿Dónde estábamos?

El Sabio dicta unas veinte líneas más y se queda reflexionando.

En el intervalo, Matveievitch esfuérzase en arreglar el cuello de su camisa. La corbata está floja, el botón se ha caído y el cuello ábrese constantemente.

—Oiga—pregunta el Sabio—, ¿encontró usted por fin su empleo?

—No por cierto... Es cosa difícil... He decidido ingresar en el ejército como voluntario. Verdad es que mi padre prefiere que yo practique en una farmacia.

—Lo mejor sería que ingresara usted en la Universidad... Los exámenes son duros; pero trabajando se puede conseguir algo. Estudie... lea... ¿Tiene usted libros?

—Muy pocos—contesta Iván Matveievitch encendiendo un cigarrillo.

—¿Ha leído usted a Turguenef?

—No.

—¿Y a Gogol?

—Tampoco.

—¿Cómo? ¿No ha leído usted nada de Gogol? ¿Es esto posible? Usted, joven tan simpático, tan original, y no ha leído nada de Gogol. Tiene usted que leerlo. Le daré sus obras. Absolutamente tiene usted que leerlo, si no me enfadaré.

Otra vez se hace el silencio. El Sabio está recostado en un canapé y reflexiona. Iván Matveievitch deja el cuello de su camisa y se fija en sus botas. No había notado que éstas, al deshelarse la nieve pegada en las suelas, habían producido dos charcos. Está confuso.

—Las ideas no vienen a mi mente—dice el Sabio—. Me parece que es usted también aficionado a cazar pajaritos.

—En el otoño; aquí no, pero en mi tierra.

—Muy bien... Es necesario escribir.

El Sabio se pone en pie y vuelve a su dictado; mas al cabo de algunas líneas siéntase de nuevo en el sofá.

—Dejémoslo para mañana. Venga usted temprano, a las diez. Guárdese bien de retrasarse.

Iván Matveievitch deja la pluma, levántase y se sienta en otra silla.

Cinco minutos de silencio. El joven sabe que tiene que marcharse, que está demás; pero el gabinete del Sabio está tan claro, tan confortable y tan caliente; la impresión de los bizcochos y del te azucarado es tan viva, que su corazón se oprime a la idea de tener que regresar a su casa, donde le aguardan la miseria, el hambre, el frío, los regaños del padre... Todo aquí es tranquilo, todo respira paz. Hasta hay quien se interesa por sus pájaros y sus tarántulas.

El Sabio mira el reloj y coge un libro.

—¿Así, pues, me dará usted las obras de Gogol?—dice Iván Matveievitch disponiéndose a marchar.

—Sí, se las daré; mas no tenga usted prisa, hombre; cuénteme usted algo.

Iván Matveievitch vuélvese a sentar. Una sonrisa ilumina su cara. Casi todas las veladas las pasa en el gabinete del Sabio. En la voz y en la mirada del último hay tanta amabilidad y bondad, que a veces Iván Matveivitch imagínase que el Sabio tiene una verdadera afición por él y que si le riñe por llegar tarde es porque se aburre al no escuchar sus habladurías y los relatos de su vida en las márgenes del Don.

Las sensanciones fuertes

Lo que voy a relatar ocurrió hace poco en el Tribunal de Moscú. Los miembros del Jurado, obligados a pasar la noche en el Tribunal, entablaron, antes de acostarse, una conversación acerca de las sensaciones fuertes, a propósito de un testigo que, según parece, quedóse tartamudo y con el cabello blanco a consecuencia de un instante de terror. Los jurados estuvieron de acuerdo en contar cada uno a su vez, antes de irse a acostar, alguna historia de sus vidas respectivas. La vida humana es corta, lo cual no impide que en ella ocurran multitud de peripecias.

Uno de los jurados refirió cómo él estuvo a punto de ahogarse; el otro relató cómo viviendo en el campo, en un sitio alejado de toda farmacia y de todo médico, envenenó a su propio hijo dándole por equivocación vitriolo en vez de bicarbonato de sosa. La criatura sucumbió, y el padre por poco se vuelve loco. El tercero, hombre joven, pero enfermizo, describió sus dos tentativas de suicidio: una vez se pegó un tiro, y la segunda se echó debajo de un tren. El cuarto, un hombrecito regordete y vestido a la última moda, nos contó lo siguiente:

«Tenía yo veintidós o veintitrés años cuando me enamoré locamente de mi actual esposa y pedí su mano... Ahora me pegaría gustoso una buena paliza por haberme casado demasiado joven; pero entonces no sé lo que habría sido de mí si Natacha me hubiera rechazado. Era éste un amor verdadero, tal como lo pintan en las novelas, un amor loco, apasionado, etcétera. Mi felicidad me ahogaba y, en verdad, fastidiaba a todos: a mi padre, a mis amigos, a los criados, pues yo no me cansaba de describirles lo ferviente de mi amor. La gente feliz es tonta y aburrida. Debía de estar insoportable; pero hacía como todo el mundo.

Entre mis amigos había un joven abogado que empezaba su carrera. Ahora su nombre es conocido en toda Rusia; pero en aquellos tiempos era un principiante; aun no había ganado dinero ni alcanzado el derecho de pasar por la calle al lado de sus amigos sin reconocerlos. Yo venía a verle unas dos veces a la semana. Al llegar a su casa nos echábamos en los divanes y empezábamos a filosofar.

Una vez estaba yo tendido en el sofá y trataba de convencerle de que la carrera de abogado es la más ingrata. A mi parecer, el Juzgado no necesitaba ni procuradores ni abogados; después de oír a los testigos, la opinión está formada y los discursos no pueden ni cambiarla ni influir en ella; más bien la embrollan. Si un hombre mentalmente normal tiene la convicción de que fulano de tal es culpable, o de que el techo es blanco, no hay Demóstenes que lo obligue a cambiar su juicio, y es inútil luchar contra esto. ¿Quién me convence de que mi bigote es rojo, cuando sé que es negro? Al oír un buen orador, me puedo conmover hasta llorar; pero esto no cambiará mi íntima convicción, basada en la evidencia y en los hechos. Mi abogado me decía que yo era un joven inexperto y que no decía mas que tonterías. Según él, un hecho evidente se pone más claro si gente de conciencia y talento lo aclara, y, además, el talento es una fuerza tan poderosa que puede transformar las piedras en polvo y mucho más las opiniones de mercaderes y burgueses. La debilidad humana no puede luchar con el talento: es igual que mirar al sol o parar el viento. Un solo misionero convierte con su palabra millares de salvajes al cristianismo. Ulises era un hombre de muchísima convicción, y a pesar de esto se dejó engañar por las sirenas, etc. La historia entera está llena de ejemplos semejantes; mas en la vida se encuentran a todo paso, y esto no puede ser de otro modo; si no, no habría ninguna diferencia entre un hombre de talento y un estúpido.

Yo persistía en mi opinión e insistía que la convicción es más fuerte que el talento, a pesar de no poder definir claramente lo que es convicción y lo que es talento. Seguramente hablaba solamente por hablar.

—Vamos a ponerte a ti como ejemplo— me dijo el abogado—. Tú estás convencido de que tu novia es un ángel y de que eres el más feliz de los mortales; pero yo te aseguro que me bastan diez o veinte minutos para que te sientes a esta mesa y la escribas a tu novia una carta rompiendo con ella.

Solté una carcajada.

—No te rías; hablo seriamente—observó mi amigo—. Si yo quiero, al cabo de veinte minutos te asustará la idea de casarte. No soy un gran talento, pero tú tampoco eres muy fuerte.

—¡A ver, prueba!—le contesté.

—¿Para qué? Lo digo sin intención de hacerlo. Eres un buen chico, y sería una crueldad someterte a prueba semejante. Además, hoy no tengo ganas de hablar.

Nos sentamos a cenar. El vino y el pensar en mi novia me llenaban de alegría; estaba rebosando juventud y felicidad. Mi amor era tan inmenso, tan poderoso, que el abogado, sentado frente a mí, me parecía chiquito y desgraciado...

—¡Haz la prueba!—le repetí varias veces—. ¡Anda, te lo ruego!

El abogado movió la cabeza, frunciendo el ceño. Evidentemente empezaba a fastidiarle.

—Sé que tú después de mi experimento me lo agradecerás; pero hay que pensar también en la novia. Ella te quiere, y tu repulsa la haría sufrir. Y, además, ¡qué bonita es! Te envidio.

El abogado suspiró y entabló una conversación sobre lo encantadora que era mi Natacha. Tenía gran poder descriptivo. Las pestañas de una muchacha o sus deditos eran para él temas inagotables. Yo le escuchaba con delicia.

—He encontrado multitud de muchachas; pero te confieso, como amigo, que una que se pueda comparar a tu novia no la he visto nunca: es una perla, una excepción. Tiene sus defectos, es natural; pero, a pesar de todo, es encantadora.

El abogado empezó a hablar de los defectos de mi novia. Ahora comprendo perfectamente que hablaba de las mujeres en general; pero entonces parecíame que trataba exclusivamente de Natacha. Notó con entusiasmo su naricita respingada, sus exclamaciones, su risa chillona, sus mimos; en una palabra, justamente lo que encantaba más. Todo eso parecíame infinitamente mono y gracioso. Luego, sin hacérmelo notar, pasó del tono entusiasta al paternal y hasta ligeramente despreciativo... Estábamos solos; no había ningún presidente de Tribunal para imponer silencio al abogado... No me daba tiempo de abrir la boca, y, además, ¿qué le podía objetar? No decía nada de nuevo: todo lo sabíamos. El veneno no consistía en las palabras, sino en la forma infernal en que lo decía. Escuchándole me convencí de que una palabra tiene millares de significaciones según el tono que se la da. Ahora no puedo repetirlas ni reproducir la intención que daba a sus frases; diré solamente que entonces, paseando a lo largo del cuarto, me indignaba, me sublevaba y me despreciaba a mí mismo. Hasta le creí cuando, con lágrimas en los ojos, me declaró que yo era un gran hombre, que debía aspirar a algo mejor, que en el porvenir debería cumplir hazañas extraordinarias y que el casamiento me ataría para siempre.

—¡Amigo mío!—exclamaba apretándome las manos—. Te lo suplico; aprovecha, ahora que es tiempo, y detente: ¡Te conjuro! No lo hagas. ¡Que Dios te proteja de una equivocación semejante. ¡Amigo mío, no desperdicies tu juventud!

Créalo usted o no, pero media hora después estaba yo sentado a la mesa y le escribía una despedida a mi novia. Escribía y me alegraba, porque aun era tiempo y podía reparar mi error. Pegué el sobre y me fui a la calle a echar la carta; el abogado vino conmigo.

—¡Muy bien; perfectamente!—me elogió cuando la carta desapareció en las tinieblas del buzón—. ¡Te felicito con toda mi alma! ¡Me alegro por ti!

Dió algunos pasos al lado mío y luego siguió:

—Es natural; el matrimonio tiene también sus ventajas. Yo, por ejemplo, soy de los que consideran el matrimonio y la vida de familia como la mayor felicidad.

Y me pintó su vida solitaria de tal modo, que aparecieron ante mis ojos todos los horrores de la soltería.

Describió con entusiasmo su futura esposa, las dulzuras del hogar, y lo hacía con tanta veracidad y hermosura, que al llegar a su puerta me sentía desesperado.

—¿Qué has hecho conmigo, hombre abominable?—exclamaba jadeando—. ¡Eres culpable de mi perdición! ¿Por qué me obligaste a mandarle aquella carta? ¡Si yo la quiero, la quiero!...

La juraba amor eterno, y me horrorizaba de mi acción insensata y estúpida. Ninguno de ustedes se puede imaginar una sensación tan hondamente desesperada. ¡Ah! ¡Lo que sufrí yo en aquellos momentos!... Si entonces hubiera tenido un revólver al alcance de mi mano, me hubiera suicidado sin vacilar.

—¡Basta, basta!...—dijo el abogado riendo y golpeándome en el hombro—. No llores. La carta no llegará a manos de tu novia. La dirección en el sobre la puse yo, y no tú, y la embrollé de tal modo que nadie la comprenderá. Que te sirva esto de lección: no discutas lo que no puedes comprender.»

—¡Ahora, caballero, he acabado! Que cuente el siguiente.

El quinto jurado acomodóse en su butaca; abría ya la boca para empezar su relato, cuando dió la hora el reloj de la torre de Spasskauja.

—Las doce...—dijo uno de los jurados—. ¿De qué clase serán las sensaciones que experimenta en este momento nuestro acusado? El asesino pasa la noche aquí, en el edificio del Tribunal. Estará sentado o acostado, pero seguramente no duerme, y oye las campanadas de este reloj. ¿Qué piensa? ¿Cuáles son sus sensaciones?

Y los jurados olvidaron de repente «las sensaciones fuertes». Lo sufrido por el compañero que escribió la carta a su Natacha ya no parecía ni importante ni gracioso... Nadie volvió a relatar historias... Silenciosamente se desnudaron y se acostaron...

Grischa

Grischa, chiquitín de dos años y medio, rollizo y sonrosado, paséase con su niñera por la alameda. Lleva abriguito, gorra de pieles y bufanda; calza unas botas de goma que le llegan hasta las rodillas. Siente calor; los rayos calurosos del sol de abril le molestan los ojos.

Toda su pequeña y torpe figurita, andando tímidamente junto a su niñera, revela indecisión.

Hasta ahora Grischa no conocía más mundo que la habitación cuadrada en uno de cuyos rincones está su camita, mientras en el otro yace el baúl de la niñera; en el tercero, una silla, y en el cuarto cuelga una lámpara de aceite, donde flota una mariposa. Debajo de la cama se encuentran una muñeca sin brazos y un tambor.

Detrás del baúl hay gran variedad de objetos: carretes sin hilos, papeles, cajas rotas y un payaso. En este mundo, además de Grischa y de la niñera, aparecen frecuentemente mamá y la gata. Mamá se parece a una muñeca, y la gata, a la pelliza de papá, sólo que a la pelliza le faltan los ojos y el rabo. Del mundo que lleva el nombre de «cuarto del niño» ábrese una puerta que comunica con el espacio donde se come y se toma el te. Allí está la silla alta de Grischa y un reloj, el cual sirve para mover la péndola y hacer sonar una campanilla. Contiguo al comedor hay un aposento amueblado con butacas encarnadas. La alfombra ostenta una mancha sospechosa, por la cual le amenazan a Grischa con el dedo. Detrás de esta habitación hay todavía otra, cuyo ingreso es vedado a Grischa, en la que habita papá, personalidad harto vaga. La presencia de la niñera y de mamá se explica; ellas le visten, le dan de comer, le acuestan; pero la utilidad de papá nadie la comprende. No olvidemos a otra persona enigmática, la tía, la que regaló a Grischa el tambor. Ella aparece y desaparece a voluntad.

¿Dónde se oculta? Grischa miró más de una vez debajo de la cama, detrás del baúl y del diván, pero en ninguna parte puede hallarla...

Existen en este nuevo mundo, hay tal cantidad de mamás, papás y tías, que no se sabe a cuál de ellas acudir. Pero lo más extraordinario son los caballos. Grischa mira sus pies que se mueven rápidamente, y mira a la niñera para que le explique este fenómeno; pero ella no dice esta boca es mía.

De repente óyese un fuerte pataleo, acércase a paso lento un destacamento de soldados; tienen caras amenazadoras y palos en las manos. Grischa, aterrorizado, levanta los ojos hacia la niñera para ver si el peligro es grande. Pero la niñera no corre ni llora. Esto quiere decir que no hay tal peligro. Grischa sigue a los soldados con los ojos y procura dar pasos lentos como ellos.

Dos grandes gatos atraviesan la alameda; tienen hocicos largos, llevan la lengua fuera y la cola levantada. Grischa cree que hay que seguirles y corre detrás de ellos.

—¡Para!—grita rudamente la niñera, cogiéndole por los hombros—. ¿Dónde vas? ¿Quién te ha permitido correr?

Pasan delante de una niñera que está sentada con un cestito lleno de naranjas. Grischa coge una y quiere seguir su camino.

—¿Qué haces?—exclama su compañera; le arranca la naranja y le da un golpe en las manos.

—¡Estúpido!

Ahora Grischa ve en el suelo un pedacito de cristal; lo cogería con gusto. El cristalito brilla como la mariposa. Pero lo deja por temor de que vuelvan a pegarle.

—¡Hola! ¿Qué tal?—dice de pronto una voz por encima de Grischa, y el niño ve un hombre alto con botones relucientes.

Con gran satisfacción suya ve que la niñera se para, le da la mano al hombre y se quedan conversando. La luz del Sol, el ruido de los coches, los caballos, los botones relucientes, todo es tan nuevo, extraordinario y hermoso, que Grischa está lleno de alegría y ríe.

—¡Vamos, vamos!—grita tirando al hombre alto por los faldones de su abrigo.

—¿Adonde?—le pregunta el hombre.

—¡Vamos!—insiste Grischa.

Quisiera decir que desearía coger de camino a mamá, papá y la gata; pero su lengua no lo sabe articular.

Al cabo de un rato la niñera se marcha de la alameda y entra en un gran patio lleno de nieve y obscuro. El hombre de los botones relucientes viene con ellos. Los tres atraviesan el patio y suben por una escalera negra. La puerta se abre y entran en un cuarto. Hay mucho humo; huele a guisado. Una mujer fríe algo en el hogar. La cocinera y la niñera se abrazan, se sientan en un banco y hablan con el hombre. Grischa, envuelto en su ropa de pieles, se sofoca de calor.

—¿Por qué será?—piensa, y mira el techo negro, el hogar, las paredes obscuras.

—¡Ma-a-má!—grita lloriqueando.

—¡Calla!—chilla la niñera.

La cocinera pone en la mesa una botella, tres copas y un gran pastel. Las dos mujeres y el hombre de los botones relucientes beben varias copas, brindan, cantan, y el hombre abraza una u otra de sus compañeras.

Grischa alarga la mano hacia el pastel y le dan un pedacito. Lo come, y sigue con los ojos a la niñera, que bebe... Tiene sed.

—¡Dame! ¡Dame!—le pide.

La cocinera le da un sorbo de su copa. Siente algo que le abrasa la boca; abre los ojos desmesuradamente, mueve los brazos. La cocinera le contempla, riéndose...

De regreso a su casa, Grischa le cuenta a mamá, a las paredes, a la cama, dónde ha estado y lo que ha visto. Habla más con las manos y la cara que con la lengua. Enseña cómo brilla el sol, cómo corren los caballos, qué hogar tan grande hay allí, qué temeroso está aquel cuarto y cómo bebe la cocinera...

De noche no puede dormir. Los soldados con sus palos, los grandes gatos, los caballos, el cesto de naranjas, el cristalito, los botones relucientes, todo baila delante de él y le atormenta. Se revuelve de un lado al otro, habla y, por fin, empieza a llorar.

—Tiene calentura—dice mamá tocándole la frente—; ¿de qué será?

—¡Hogar!—llora Grischa—. ¡Hogar, vete!

—Seguramente ha comido demasiado—declara mamá.

Y Grischa, rebosando de las impresiones de la vida nueva que acaba de conocer, recibe de mamá una cucharada llena de aceite de ricino.

La celebridad

Son las doce de la noche. Mitiá Kuldarof, muy excitado, los cabellos en desorden, entra como un torbellino en casa de sus padres y empieza a correr por todas las estancias.

Sus padres están acostándose. La hermana, ya en el lecho, acaba de leer la última página de una novela. Los hermanos colegiales duermen.

—¿De dónde vienes?—le preguntan sus padres—. ¿Qué te ocurre?

—No me lo preguntéis. Yo no me lo esperaba, no; nunca me lo podía esperar. Es increíble.

Déjase caer en una butaca, riendo a carcajadas. La felicidad le impide tenerse en pie.

—Es increíble. No os lo hubierais imaginado nunca. Podéis mirar.

La hermana salta de la cama, se echa un manto sobre los hombros y se acerca a él. Los colegiales se despiertan.

—¿Qué te pasa? Diríase que te has vuelto loco.

—Es de alegría, mamá. Toda Rusia me conoce ahora, toda... Antes erais vosotros los únicos en saber que en este mundo existe Dimitri Kuldarof. En adelante toda Rusia lo sabrá. Madrecita. ¡Dios mío!

Mitiá salta, da algunos pasos y vuelve a arrellanarse en su sillón.

—Pero, ¿qué pasa, en fin? Cuéntalo razonadamente.

—Vosotros vivís sin vida, como unos salvajes. No leéis los periódicos. No hacéis caso alguno de la publicidad. Y la verdad es que los periódicos contienen cosas extraordinarias. Nada de lo que sucede puede mantenerse oculto. ¡Qué feliz soy, Dios mío! En los periódicos solamente se habla de gente célebre, y he aquí que ahora se han ocupado también de mí.

—¿Que hablan de ti? ¿Dónde?

El papá se pone pálido. La mamá mira los grabados y se santigua. Los colegiales saltan de sus camas, tapados apenas por sus camisas de dormir, muy cortas, y se acercan al hermano mayor.

—Sí, señor; se han ocupado de mí; toda Rusia me conoce. Vea usted este periódico, mamá; guárdele como recuerdo. De vez en cuando lo volveremos a leer. Míralo.

Mitiá saca de su bolsillo un periódico, lo presenta a su padre y le indica un párrafo marcado con lápiz azul. El padre se pone los lentes.

—¡Lea!

La madre contempla otra vez los grabados y se santigua nuevamente. El padre tose y comienza la lectura: «El día 29 de diciembre, a las once de la noche, Dimitri Kuldarof...»

—¿No lo ven ustedes? Continúe...

«Dimitri Kuldarof, al salir de una cervecería sita en la Pequeña Bronnaram, en casa de Kasijin, se encontraba en estado de embriaguez...»

—Sí, sí; ¡era yo! Carfineos Petrovich, mi amigo; todo está reseñado con los menores detalles... ¡Siga!

«...Y encontrándose en estado de embriaguez, resbaló y cayóse entre los pies de un caballo enganchado a un coche de alquiler. El caballo se asustó de él, saltóle por encima, arrastró el trineo sobre su cuerpo y echó a correr por las calles hasta que los dvonih le detuvieron. Al principio, Kuldarof estaba desmayado y hubo que transportarlo al puesto de policía, a fin de que el médico lo reanimara. ¡El golpe recibido por él en la nuca!...»

—Fué con la lanza del coche, papá... ¡Lee, lee!...

«...El golpe recibido por él en la nuca resultó leve. Levantóse acta, y a la víctima le prestaron los cuidados que su estado requería.»

—Ordenaron que me pusieran en la nuca compresas de agua fría. ¿Os habéis enterado? Eso es; la noticia ha circulado por toda Rusia. Venga el periódico.

Mitiá coge el periódico y se lo mete en el bolsillo.

—Voy corriendo a casa de Makarof, para enseñárselo. También hay que mostrarlo a los Ivarmitskó, a Natalie Ivanovne, a Nissim Vanlievitch. Me voy a escape. ¡Adiós! Mitiá se pone la gorra y, excitado y alegre, sale corriendo a la calle.

Un buen fin

En casa del jefe de conductores Stichkin, en uno de sus días libres, está sentada Liubof Grigorievna, señora alta y gruesa, como de cuarenta años, que tiene varias ocupaciones y entre ellas la de arreglar casamientos. Stichkin, algo confuso, pero, a pesar de esto, serio y grave como siempre, pasea a lo largo de la habitación con un cigarro en la boca, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerla. Un amigo me ha hablado de usted desde el punto de vista de la ayuda que puede usted prestarme en un asunto delicado, asunto del cual depende la felicidad de mi vida. Yo, señora mía, tengo cincuenta y dos años. Hay gentes que a esta edad son padres de hijos mayores. Ejerzo un buen empleo. No poseo gran fortuna, pero sí lo bastante para sostener una familia. Le confieso que, además de mi sueldo, tengo en el Banco dinero que ahorré gracias a mi vida morigerada y sobria. Soy un hombre tranquilo, serio; no soy bebedor; me gusta el orden, y mi vida puede servir de modelo a muchos. Lo único que me falta es un hogar y una compañera fiel. Llevo una vida de gitano, sin alegrías, sin tener nadie que me dé un consejo. Cuando estoy enfermo, no tengo quien me dé un vaso de agua... Le diré también que en sociedad un hombre casado tiene más importancia que un soltero... Soy hombre culto; pero, con todo, ¿qué represento? Nada. Por lo dicho notará usted que me animan deseos de contraer matrimonio con una persona digna.

—Esto es perfectamente natural—suspiró la casamentera.

—No conozco a nadie en este pueblo. ¿Adonde dirigirme si toda la gente me es desconocida? He ahí la causa de que mi amigo me haya aconsejado que me dirigiese a una persona especialista en estas cuestiones, que esté consagrada a forjar la felicidad humana. Por lo tanto, le ruego, respetable Liubof Grigorievna, que tome este asunto en sus manos y dé nuevo rumbo a mi vida solitaria. Usted sin duda conocerá todas las señoritas de este pueblo y no le será difícil complacerme.

—No es difícil...

—Haga el favor... una copita...

La casamentera tomó una copita y la vació de un golpe.

—No es difícil—repitió —. Pero, ¿qué clase de novia desea usted, Nicolai Nicolaivitch?

—¿Yo? La que la suerte me depare.

—Es cierto que esto depende de la suerte; pero unos prefieren las morenas, a otros les placen las rubias... Cada hombre tiene su gusto.

—En este concepto tengo que advertirla—dijo Stichkin suspirando—que soy hombre serio y positivo; para mí la hermosura y el exterior son cosas secundarias. Usted misma comprenderá que una cara bonita y una mujer guapa dan mucho que hacer. Yo supongo que en una mujer lo principal no es el exterior, sino las cualidades de su interior, es decir, el alma. Una copita, le ruego... Naturalmente, sería muy agradable tener una mujer regordeta, pero ello no es indispensable para la felicidad conyugal. Lo primero es el talento. O, mejor dicho, ni siquiera el talento, porque con éste una mujer suele darse demasiada importancia y va en pos de muchos ideales. De lo que no se puede prescindir en estos tiempos es de la instrucción. Es muy agradable si la esposa conoce el francés, el alemán; pero aviado estaría uno si ella, con todo su saber, no supiera coser un botón. Yo soy de clase culta. Con el príncipe Canitelen hablo como ahora con usted, con toda confianza, lo cual no impide que sea de costumbres sencillas. Me hace falta una joven que me acomode y, sobre todo, que me respete y que sepa agradecerme el honor que la dispenso.

—¡Es natural!

—Ahora hablemos de lo práctico. No busco una rica; no me permitiría nunca la bajeza de casarme por el dinero. No quiero comer el pan de mi mujer; quiero que ella coma el mío y que se dé cuenta de ello; empero, una pobre no me conviene. A pesar de que soy hombre acomodado y no me caso por interés, sino por amor, no puedo tomar una pobre. ¿Usted misma comprende? Todo se ha puesto tan caro... y tendremos hijos.

—La encontraremos, y con dote—dijo la casamentera.

—¡Una copita... hágame el favor!

Ambos quedáronse callados. La casamentera suspiró, observó al conductor de reojo y le dijo:

—¿En punto de distracción? Dispongo de señoritas de gran valía... una francesa y otra griega...

El conductor reflexionó un momento y meneó negativamente la cabeza:

—No, se lo agradezco... Ahora, en vista de sus atenciones, permítame que me entere. ¿Cuál es el precio que me llevará usted para buscarme una novia?

—No pediré mucho... Si me da usted veinticinco rublos y género para un traje, como es de costumbre, me quedaré satisfecha. Por lo del dote, la gratificación varía según su cuantía.

—Es muy caro...

—¡No es caro, Nicolai Nicolaivitch! Antes, cuando los casamientos eran más fáciles de arreglar, tomaba menos. Pero en los tiempos que corremos ganamos muy poco... Si el mes reporta unos cincuenta rublos podemos estar satisfechos... y no son los casamientos los que los procuran...

Stichkin miró a la casamentera con estupefacción y se encogió de hombros.

—¿Cómo?—exclamó—. ¿Cincuenta rublos le parecen pocos?

—¡Naturalmente, es poco! Antes me ganaba cien rublos mensuales, y a veces más.

—¡Hum!... Nunca hubiera sospechado que este negocio fuera tan lucrativo... ¡Cincuenta rublos! Pocos hombres hay que ganen tanto... Pero ¡una copita, hágame el favor!

La casamentera trasegó otra copita sin pestañear... Stichkin la observó atentamente de la cabeza a los pies, y declaró:

—¡Cincuenta rublos!... Eso hace seiscientos rublos al año... ¡Una copita, hágame el favor! Con unos dividendos semejantes, puede usted, Liubof Grigorievna, encontrar un buen partido...

—¿Yo?...—echóse a reír la casamentera—. Soy una vieja...

—¡Por ningún concepto!... Tiene usted una figura... y una cara... blanca, llena...

La casamentera se turbó; Stichkin también, pero vino a sentarse a su lado.

—Usted puede gustar a cualquiera—le dijo—. Si encontrara usted un hombre serio, positivo, cuidadoso, aquí entre nosotros, ganaría usted bastante para convenirse mutuamente y contraer un matrimonio muy ventajoso...

—¡Por Dios! ¿Qué es lo que me cuenta usted, Nicolai Nicolaevitch?

—Nada... es natural...

Otra vez quedáronse callados. Stichkin sonóse ruidosamente; la casamentera ruborizóse y, mirándole confusa, le interrogó:

—¿Y usted, Nicolai Nicolaevitch, cuánto gana?

—Setenta y cinco rublos, sin contar las gratificaciones... Además, tenemos los beneficios de las bujías y de las liebres.

—¿Le gusta la caza?

—No; llamamos liebres a los pasajeros sin billete.

Pasaron otros momentos en silencio. Stichkin levantóse agitado y emprendió un paseo por la habitación.

—Una esposa joven no me conviene—pronunció por fin—; tengo cierta edad... y deseo una... así... por el estilo de usted..., tranquila, razonable, y con figura semejante...

—¡Por Dios! ¿Qué es lo que dice?—balbuceó la casamentera tapándose el arrebolado rostro con el pañuelo.

—¡No hay que pensarlo mucho! Usted me gusta y me conviene por sus cualidades. Soy un hombre tranquilo, sobrio, y si le gusto... ¿qué puede ser mejor? ¡Permítame que le pida su mano!

La casamentera reía y lloraba, y en señal de asentimiento brindó con Stichkin.

—Y ahora—dijo Stichkin, contento y feliz—, permítame que le explique la conducta y el modo de vida que deseo verla llevar... Soy un hombre serio, positivo y severo; tengo sentimientos nobles, y deseo que mi mujer los tenga iguales y comprenda que soy su bienhechor y su dueño.

Se sentó, suspiró y empezó a explicar a su novia sus gustos de vida doméstica y los deberes de esposa.

La obra del arte

Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:

—Es, en realidad, una obra de arte; pero... es demasiado; su expresión es... demasiado franca...

—¿Por qué lo toma usted así?

—El diablo en persona no hubiera ejecutado nada más indecente... Colocar esto encima de una mesa es manchar toda la casa.

—¡Qué modo de juzgar el arte tiene usted, doctor!—replicó Sacha—. Es en alto grado artístico, fíjese solamente. Contiene tanta hermosura, que el alma se eleva a las regiones de la inmortalidad... Contemplando semejante belleza olvida uno todo lo terrestre... ¡Fíjese, fíjese cuánta vida, cuánta expresión!...

—Todo esto lo comprendo divinamente—le interrumpió el doctor—; pero, amigo mío, soy padre de familia; aquí vienen los niños, entran señoras...

—Naturalmente. Para la muchedumbre, esta obra de arte acaso tenga otra significación. Pero usted, doctor, tiene que considerarla por encima del vulgo; además, rehusándonos este presente ofenderá usted a mi mamá y a mí. Soy hijo único de mi madre... Me salvó usted la vida... Le entregamos la cosa más preciosa que tenemos; lo que siente es que nos falte la pareja de este candelabro...

—Gracias, amigo mío; se lo agradezco mucho... Mis expresiones a su mamá; pero, en realidad, póngase en mi situación: los niños juegan aquí, vienen señoras... ¡Pero vamos, déjelo!... Usted no lo comprende...

—¡Muy bien!—exclamó Sacha gozoso—. Ponga el candelabro aquí, al lado de este jarrón. ¡Qué lástima que no tenga pareja! ¡Qué lástima! ¡Adiós, doctor!

Al quedarse solo, el doctor se estuvo largo rato pasándose la mano por la frente y reflexionando.

—No hay duda que es una obra de arte. Sería lástima tirarla... Pero tampoco es posible conservarla... ¡Hum!... Es un problema... ¿A quién se la regalo?

Después de mucho reflexionar, acordóse de su amigo el abogado Uhof, de quien era deudor por haberle ganado un proceso.

—¡Admirable!—afirmó el doctor—. Como amigo, no querrá cobrarse en metálico y será muy hábil el regalarle esto. Le llevaré ahora mismo esa diablura; es soltero y pícaro...

El doctor vistióse inmediatamente, envolvió el candelabro y dirigióse a la casa de su amigo.

—¡Hola, amigo!—exclamó entrando—. Me alegro de haberte encontrado en casa... Venía a darte las gracias por tu trabajo..., y ya que no quieres recibir honorarios, toma este objeto. Fíjate... ¡Es admirable!...

Uhof quedóse encantado del regalo.

—¡Vaya una alhaja!—dijo riendo—. ¡Qué demonios! ¿Quién habrá inventado esto? ¡Magnífico! ¡Soberbio! ¿Dónde lo has encontrado? Después de haberse extasiado, Uhof miró medrosamente la puerta y pronunció:

—Es admirable; pero llévatelo... No puedo aceptar tu regalo.

—¿Por qué?—dijo asustado el doctor.

—Porque... mi madre viene aquí...; vienen los clientes... y, además, me avergonzaría hasta de los criados...

—¡Ca!... No te atreverás a desairarme— exclamó el doctor agitando los brazos—. ¡Es una obra de arte!... ¡Mira qué movimiento... qué expresión!... Ni lo quiero oír...; me ofenderías...

—Si hubiera por lo menos unas hojitas...

Pero el doctor no le escuchaba. Movió la mano en señal de despedida, y, contento, se dispuso a marchar.

Volvió a su casa encantado de haberse librado del obsequio.

Al encontrarse solo, el abogado contempló el candelabro por los cuatro costados; le tocó, e, igual que el doctor, quedóse largo rato pensando qué haría con aquel utensilio.

—Es una obra de arte magnífica; da lástima tirarla; pero ¿cómo la voy a guardar? Lo mejor sería entregársela a alguien... ¡Ya lo encontré! ¡Esta misma noche se la regalo al cómico Chachkin, cuyo beneficio tendrá lugar hoy!

Aquella misma noche el candelabro fué entregado al cómico Chachkin, cuyo cuarto fué tomado por asalto por los espectadores, que venían a aplaudir la obra de arte; se oían chillidos y risas parecidas a relinchos de caballos. Cuando alguna de las artistas se acercaba y llamaba a la puerta preguntando si podía entrar, el cómico invariablemente contestaba:

—¡No, chica, no! Estoy vistiéndome...

Después del espectáculo, el cómico se frotaba las manos y encogía los hombros preguntando:

—¿Qué haré con esta porquería? Vivo en una casa particular..., recibo artistas. Si fuese una fotografía, sería posible ocultarla en el cajón de la mesa...

—¡Véndala, señor!—le aconsejó el peluquero, ayudándole a vestirse—. Aquí cerca vive una anciana que compra antigüedades... Pregunte usted por Smirnova...; todo el mundo la conoce...

Así lo hizo el cómico...

Dos días después, el doctor Cochelkof estabaensu gabinete reflexionando sobre los ácidos biliosos, cuando la puerta se abrió con estrépito y Sacha Smirnof penetró en la estancia... Toda su figura resplandecía de felicidad... En sus manos llevaba algo envuelto en periódicos:

—¡Doctor!—dijo jadeante—. ¡Imagínese usted mi alegría! Hemos encontrado la pareja de su candelabro. Mi mamá es completamente feliz... Soy hijo único de mi madre... Usted me salvó la vida...

Sacha, temblando de agradecimiento, colocó delante del doctor el candelabro. El doctor abrió la boca, quiso decir algo; pero no pudo pronunciar ni una frase; se quedó paralítico.

La lengua larga

Natalia Mihailovna, señora muy joven y muy guapa, acaba de llegar en el tren de Jalta, donde ha pasado el verano, y mientras come charla sin cesar, refiriendo los encantos de aquel país. El marido, alegre y satisfecho de su llegada, mira su cara entusiasmada con ojos enternecidos y de vez en cuando le dirige alguna pregunta.

—Dicen que la vida es allí muy cara—le preguntó, entre otras cosas.

—¿Cómo decirte? Creo que la carestía no es tan grande como la suelen pintar. Temamos con Julia Petrovna una habitación bastante confortable por veinte rublos al día. Todo depende de saber arreglarse. Naturalmente, si va uno en excursión a los montes, por ejemplo Al Ai-Patri... el caballo... el guía... resulta caro... ¡carísimo!... Pero, chico, ¡qué montes aquellos! Imagínate unos montes altísimos... mil veces más altos que la iglesia... Arriba, niebla... nada más que niebla... Abajo, piedras, nada más que piedras... ¡Ah! ¡Cuánto lo recuerdo!

—A propósito. Durante tu ausencia leí no pocas atrocidades sobre aquellos guías... ¿Es cierto que son tan perversos?

Natalia Mihailovna hace una mueca y mueve la cabeza negativamente.

—Son tártaros como todos los demás tártaros—contesta—. Pero, después de todo, yo no los vi mas que de lejos una o dos veces... Me los indicaron, pero no les hice caso... Sentía siempre aversión hacia toda clase de circasianos, griegos, moros...

—Parece que son unos tenorios.

—Puede ser... Hay algunas descaradas que... Natalia Mihailovna salta de su silla, y con ojos dilatados, como si viese algo terrorífico, le dice a su marido, recalcando las frases:

—¡Vasitchka! ¡Qué mujeres tan ligeras se encuentran!... ¡Qué inmorales!... Y no de baja extracción o de clase media, no, ¡aristócratas, del mejor mundo!... ¡Yo lo veía y no lo creía! ¡No podré nunca olvidarlo! Es posible carecer de principios hasta tal punto... que no me atrevo a contarlo... Tomaremos por ejemplo mi compañera Julia Petrovna... Tiene un marido tan simpático, dos hijos, forma parte de la mejor sociedad..., quiere pasar por una santa, y ¿sabes lo que hacía?... No te lo puedes figurar...; pero esto quedará entre nosotros... ¿Me das tu palabra que no lo contarás a nadie?

—¡Vaya qué idea! ¿A quién se lo voy a contar?

—¿Palabra de honor? Bueno, tendré confianza...

La señora deja el tenedor en la mesa, y con aire misterioso le dice a su marido bajando la voz:

—Imagínate lo siguiente... Se fué aquella Julia Petrovna a dar un paseo a caballo por los montes. El tiempo era magnífico. Delante iba ella con su guía; detrás yo. A los dos o tres kilómetros de la población, Julia Petrovna lanzó un grito y se llevó las manos al pecho. El tártaro la sostuvo; se hubiera caído de la silla sin su auxilio... Me acerqué a ella con mi guía... «¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?» «¡Me encuentro mal, me muero! No puedo seguir más adelante.» ¡Imagínate mi susto! «Volvamos atrás», le dije. «No puedo volver, me contestó; si doy un solo paso, me muero. Tengo espasmos.» Y nos suplicó a mí y a Suleiman que fuéramos a casa a traerle sus gotas, que la aliviarían.

—Espera; no entiendo...—balbucea el marido—, Me referías que a los tártaros no los veías más que de lejos, y ahora hablas de un tal Suleiman.

—¡Ya vuelves con tus tonterías!—interrumpe la señora sin dejarse turbar—. ¡Odio estas suspicacias! ¡No las puedo soportar! ¡Es idiota y absurdo!

—No soy suspicaz; pero... ¿de qué sirve mentir? Te paseabas con los tártaros, ¡que sea enhorabuena! ¿Para qué estos embustes?

—¡Eres imposible!—contesta indignada la señora—, ¡Estás celoso de Suleiman! ¡Quisiera ver cómo ibas tú a los montes sin guía! ¡Lo quisiera ver! Si no conoces ni entiendes aquella vida, barias mejor en callarte. ¡Escucha y calla! Allí no se puede dar ni un solo paso sin guía.

—¡Naturalmente!

—¡Hazme el favor de dejar esas tontas sonrisitas! No soy una Julia cualquiera para soportarlas. Yo, aunque no pretendo pasar por una santa, no me permitiría ciertas cosas... ¡Ca!... Mametkul; aquél pasaba todo el tiempo con Julia Petrovna, y yo no... En cuanto daban las once, basta... «¡Suleiman, largo!» Y mi tonto tartarito se marchaba. Yo le trataba con mucha severidad... Apenas me venía con algunas pretensiones, por lo del dinero, o alguna otra cosa, en seguida: «¿Cómo? ¿Qué quiere decir esto?» ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!... No le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Sabes, Vasitchka? Tenía unos ojos negros como el carbón... Una cara morenita, una cara de tártaro tan graciosa... ¡Ah, le trataba con mucha severidad!...

—Me lo imagino—dice el esposo haciendo bolitas de miga de pan.

—¡Eres tonto, Vasitchka; muy tonto!... Ya sé lo que piensas... Conozco tus ideas... Pero te aseguro que paseándose no se propasaba nunca. Por ejemplo, íbamos de excursión a los montes o a la cascada de Ucha-Su. Yo le ordenaba siempre: «¡Suleiman, atrás! ¿Oyes?» Y el pobrecillo tenía que seguirme... Y hasta en los momentos más patéticos le advertía siempre: «¡A pesar de todo, no has de olvidar que tú eres un tártaro, y yo la señora de un consejero del Estado!» ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!...

La señora suelta una carcajada, luego pone una cara asustadísima y cuchichea:

—¡Pero esta Julia!... ¡Esta Julia!... Una puede distraerse, hacer alguna travesura... ¿Por qué no? Hay que descansar de la frivolidad de la vida mundana. Lo concibo así. Diviértete, nadie te lo echará en cara; pero tomarlo en serio, dar escándalos... ¡esto no es admisible! ¡Imagínate, ella estaba celosa!... ¡Qué majadería!... Una vez llegó Mametkul... Es su galán... Ella estaba ausente. Lo llamé a mi cuarto..., charlamos..., pasamos el rato..., son muy graciosos..., la tarde pasó sin sentir... De pronto llegó esta Julia como un torbellino... Se encaró conmigo, con Mametkul; nos armó una escena... ¡horror!... Esto, Vasitchka, no lo concibo...

Vasitchka lanza un ¡hum! muy significativo, frunce el ceño y camina a grandes pasos.

—¡Por lo visto os habéis distraído!—dice sonriendo.

—¡Qué estúpido!—replica la señora—. ¡Ya sé lo que piensas! Tienes siempre malas ideas. ¡Otra vez no te contaré nada! ¡Nada!

La señora se calla y pone una cara compungida.

Una noche de espanto

Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.

Si hay que creer en las palabras de Espinosa, esta noche mi muerte vendrá, acompañada de ese gemido... ¡brr!... ¡qué horror... Encendí un fósforo. El viento aumentó, y el gemido se convirtió en aullido furioso; los postigos se estremecían como si alguien tirase de ellos.

«Desgraciados los que carecen de hogar en una noche como ésta», pensé...

No tuve tiempo de seguir mis pensamientos; cuando la llama amarilla del fósforo alumbró el cuarto, un espectáculo inverisímil y horroroso se presentó ante mi vista...

Lástima que un golpe de viento no alcanzara a mi fósforo; apagado éste, hubiérame evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, lleno de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

La lucecita del fósforo ardió poco tiempo; sin embargo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mis ojos. Era de brocado rosa, con una cruz de galón dorado en la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce, todo indicaba que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto era una joven de alta estatura.

Sin razonarlo ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era obscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. Cómo no me caí y no me rompí los huesos, no lo comprendo. Al verme en la calle me apoyé en un farol y traté de tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca... No me hubiera asombrado si hubiera encontrado en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado si el techo se hubiera hundido, si el piso se hubiera desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero ¿cómo vino a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd de precio, hecho evidentemente para una joven rica; ¿cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío, o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién es esa desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

Si no es un milagro, será un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. La puerta estaba siempre cerrada en mi ausencia, y el sitio donde escondía la llave solamente lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a ponerme un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo trajo allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar su importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán provisto tal vez de ataúd?

Yo no creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero una coincidencia semejante desconcertaría a cualquiera.

«Es imposible. Soy un cobarde, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa estaba tan mal impresionado, que los nervios me hicieron ver lo que no existía. ¡Es claro! ¿Qué otra cosa puede ser?»

La lluvia me mojaba; el viento me arrebataba el gorro y me arremolinaba el abrigo... Estaba chorreando... Tenía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adonde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Me decidí por ir a pasar la noche en casa de un amigo.

Panihidin secóse la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió su relato:

—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que se hallaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo tiré al suelo y caí desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía con más fuerza; en la torre del Kremlin se oyó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la claridad no me tranquilizó; al contrario, lo que vi me llenó de horror. Vacilé unos momentos y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡de doble tamaño que el otro!

El color marrón le daba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba aquí? No cabía duda: era una alucinación... No era posible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde fuera, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto sufría yo una enfermedad nerviosa, contraída a consecuencia de aquella sesión espiritista y de las palabras de Espinosa.

«Me vuelvo loco», pensaba, aturdido, cogiéndome la cabeza. «¡Dios mío! ¿Cómo remediar esto?»

Sentía vértigos... Mis piernas se me doblaban... Llovía a cántaros; estaba mojado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo... Imposible volver a buscarlos; estaba seguro que todo aquello era alucinación y, sin embargo, el temor me aprisionaba, mi cara estaba inundada de sudor frío, los pelos de punta...

Me volvía loco y exponíame a pillar una pulmonía. Por suerte, me acordé de que en la misma calle vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí hacia su casa; en aquel tiempo aun no estaba casado y tenía su cuarto» en un quinto piso de una gran casa.

Mis nervios tuvieron que soportar todavía otro choque... Al subir la escalera oí un ruido atroz: alguien bajaba corriendo, batiendo las puertas y gritando con todas su fuerzas: «¡Socorro, socorro! ¡Portero!»

Un momento después vi aparecer una figura obscura que bajaba rodando las escaleras...

—¡Pagostof!—exclamé al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagostof se paró y me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad; su cuerpo temblaba; sus ojos erraban desmesuradamente abiertos...

—¿Es usted, Panihidin?—me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? ¡Pero está usted pálido como un muerto! ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...

—Pero ¿qué le pasa?... ¿Qué ocurre?...

—¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted verdaderamente! ¡Qué contento estoy de verle! Esta maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted lo que se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo pude creer, y pedí que me lo repitiera.

—¡Un ataúd, un verdadero ataúd!—dijo el médico cayendo extenuado en la escalera—. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría de encontrarse con un ataúd en su cuarto después de una sesión espiritista...

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico lo de los ataúdes que había visto yo también. Por algunos momentos nos quedamos mudos mirándonos uno al otro. Luego, para convencernos que todo esto no era sueño, empezamos a pellizcarnos.

—Nos duelen los pellizcos a los dos—dijo por fin el médico—; esto quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen de veras. ¿Qué haremos?

Pasó una hora en conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar nuestro temor y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, quien subió con nosotros. Al entrar encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

—Ahora vamos a enterarnos—dijo el médico temblando—de si el ataúd está vacío... o habitado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, arrancó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío.

No había cadáver; pero había una carta con el contenido siguiente:

«Querido amigo: Ya sabrás que los negocios de mi suegro van de capa caída; tiene muchas deudas. Un día de éstos vendrán a embargarle, y esto nos arruinará y nos deshonrará. Hemos decidido esconder todo lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), tuvimos que poner a salvo los mejores. Confío que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender nuestra honra y nuestra fortuna, y a consecuencia de esto te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd no se quedará en tu cuarto mas que una semana. A cuantos se consideran amigos míos les he mandado muebles de ésos, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin.»

Después de aquella noche tuve que curarme los nervios durante tres meses. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó su fortuna y su honra. Ahora tiene una funeraria y vende panteones; pero sus negocios no prosperan, y cada noche, al volver a mi casa, temo ver junto a mi cama un catafalco o un panteón.

El miedo

Tres veces en mi vida he tenido miedo.

El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.

Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.

Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.

El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.

Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.

Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.

Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.

—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.

—Sí; ten las riendas.

Cogí el caballo del ramal para detenerlo en la bajada y observé. Al primer vistazo fuí sorprendido por una circunstancia extraordinaria: en lo alto de la torre, a través de una ventanilla, brillaba una lucecita. Esta luz parecía la de una lamparita, y ora se apagaba, ora resplandecía con mayor fuerza.

Su procedencia me era completamente incomprensible. No podía arder tras las ventanas, porque en el campanario no había habitantes ni lamparitas; lo sabía perfectamente; allí no se encontraban sino vigas, telarañas y polvo; además, era imposible llegar allí, porque la entrada estaba clavada. Me figuré que la lucecita podía ser el reflejo de alguna otra exterior; pero en vano trataba de encontrarla. Todo el inmenso espacio estaba obscuro, menos aquel único punto luminoso. Tampoco había luna; el pálido rayo del poniente no podía reflejarse en el campanario, porque este último se orientaba del lado opuesto. Todas estas reflexiones llenaban mi cabeza, mientras yo guiaba el caballo; al llegar abajo tomé asiento en el coche y miré otra vez en dirección de la torre. La luz centelleaba como antes.

—¡Qué raro!—pensé, haciendo diferentes suposiciones—, ¡qué extraordinario!

Y poquito a poco sentí cómo una angustia se apoderaba de mí. Al principio pensé que era el disgusto de no encontrar la explicación de un fenómeno raro; pero luego, cuando volví la cabeza, comprendí que era el miedo... Agarré a Pachka y una sensación de soledad y de terror apoderóse completamente de mi alma. Parecíame estar solo en un abismo obscuro y que la torre me observaba con su único ojo encarnado.

—¡Pachka!—exclamé cerrando los ojos.

—¿Qué?

—¡Pachka! ¿Qué brilla arriba en el campanario?

Pachka miró a la torre por encima de mi hombro, bostezó y dijo tranquilamente:

—¡Quién sabe!

Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:

—Tengo miedo...

Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo

—¡Qué tontería!—pensaba interiormente—. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.

Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no paraba de fustigar al caballo.

Al llegar a la estación, me entretuve una hora en charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no me abandonaba. Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el monte me parecían animados.

A estas horas todavía no he podido averiguar la procedencia de aquella luz.

* * *

La segunda vez que me sentí presa de terror fué igualmente por una causa insignificante... Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche..., hora en que la Naturaleza está sumergida en el más profundo y dulce sueño, el sueño que precede a la madrugada. Sin embargo, esta vez la Naturaleza no dormía y la noche no se podía llamar tranquila. Los ruiseñores trinaban; los grillos lanzaban sus estridencias; otros insectos producían ruidos misteriosos. Una ligera niebla se extendía a ras del suelo, y por delante de la luna pasaban, corriendo, una nube tras otra. La Naturaleza no dormía, como temerosa de perder estos momentos encantadores.

Caminaba por una estrecha vereda, al lado del terraplén de la vía férrea. Los rayos de la luna deslizábanse por los rieles cubiertos de rocío. Las sombras de las nubes corrían por el terraplén. A lo lejos brillaba la luz verde del guarda.

—Todo está en orden...—pensé mirándola.

Lo propio que en mi alma. Volvía de una cita, no tenía para qué apresurarme, no tenía sueño, la juventud rebosaba en mí.

Ignoro lo que yo experimentaba; lo que sé decir es que me hallaba bien.

Caminé así cerca de un kilómetro, cuando escuché detrás de mí un ruido semejante al murmullo de un gran arroyo. Se acercaba a cada instante, crecía, aumentaba en intensidad. Me volví; detrás aparecía la silueta negra del bosque que acababa de atravesar. El terraplén torcía a la derecha y trazaba un bonito semicírculo, yendo a perderse en la arboleda. Me detuve asombrado y esperé. Inmediatamente una desmesurada forma obscura se mostró en la curva de la vía, abalanzóse hacia mí y siguió adelante con una velocidad vertiginosa. Antes que transcurriese medio minuto la forma desapareció...

Era un vagón de mercancías. El mismo, de por sí, no tenía nada de extraordinario; pero su aparición sin locomotora me dejó perplejo. ¿De dónde venía y qué fuerzas lo empujaban con aquella velocidad?

Si yo fuera supersticioso, hubiese creído que eran brujas y diablos dirigiéndose hacia el sabaot, y hubiese continuado tranquilamente mi camino; pero esta aparición me dejó turbado; no sabía si creer lo que mis ojos veían y me perdía en mil suposiciones, como la mosca en una telaraña...

Una sensación de soledad se apoderó de mi corazón. El vasto espacio se me antojaba de mal agüero. La noche perdió para mí su encanto; millares de ojos observaban mis movimientos; los ruidos extraños y las aves nocturnas parecíanme existir tan sólo para angustiarme. Sin darme cuenta aceleré los pasos, y luego me eché a correr con toda la velocidad de que era capaz, y al punto escuché el llanto lastimoso de los alambres telegráficos, que no había notado antes.

—¿Qué ocurre?—pensaba, tratando de tranquilizarme—. Es cobardía, estupidez...

Pero el terror era más fuerte que la razón. Detuve mis pasos al llegar a la luz verde, al lado de la casa del guarda, cuya figura distinguí en el terraplén.

—¿Has visto?—le interrogué jadeante.

—¿A quién? ¿Qué tienes?

—¿Ha pasado por aquí un vagón?

—Ha pasado...—replicó apáticamente el aldeano—; se desprendió del tren de mercancías. A veinte kilómetros hay un declive... Los vagones suben tirados de la máquina... Por lo visto, las cadenas eran viejas y se rompieron, y volvió atrás... Trabajo les va a costar cogerlo...

El fenómeno estaba aclarado y el misterio se desvaneció igual que el miedo... Proseguí mi camino sin otras aventuras.

* * *

El tercer susto lo pasé una vez, en primavera, volviendo de caza. Obscurecía. El camino atravesaba un bosque. El suelo estaba impregnado de agua después de una lluvia torrencial. El poniente rojo atravesaba el follaje y pintaba de color rosa los troncos blancos de los árboles. Encontrábame cansadísimo, apenas podía con mi alma.

Faltaban aun cinco o seis kilómetros para llegar a mi casa, cuando repentinamente percibí delante mí un gran perro negro. Al cruzarnos, el perro miróme fijamente a la cara y siguió corriendo.

—¡Qué hermoso animal!—pensé—. ¿De quién será?

Volví la cabeza. El perro estaba parado a unos diez pasos y me contemplaba sin apartar los ojos. Nos quedamos así algunos momentos observándonos mutuamente; en fin, el perro, halagado por mi atención, acercóse a mí meneando el rabo...

Yo seguí mi camino; el perro detrás.

—¿De quién será? ¿Cómo ha venido a parar al bosque?

Yo conocía a todos los propietarios de la comarca, y sabía que ninguno de ellos poseía un perro semejante. ¿Cómo había venido a parar a este bosque, a un camino por donde no pasaba nadie y que sólo utilizaban los leñadores? Me repetí que no podía haberse extraviado, porque no era un camino para personas poseedoras de perros de lujo.

Sentéme en un tronco a descansar, y entretanto examinaba a mi compañero, que se había echado frente a mí y clavaba su vista en mi rostro... Miróme largo rato sin pestañear. No sé si bajo el influjo del silencio que me rodeaba, o por el cansancio que me deprimía, sentí un malestar extraño ante la mirada fija de aquel perro para mí desconocido. Me acordé de Fausto y de su bull-dog, y de que las personas nerviosas suelen tener alucinaciones a consecuencia de una gran fatiga. Me levanté bruscamente y proseguí rápido mi ruta. El perro detrás...

—¡Vete!—le grité.

Mi voz debió ser del agrado del animal, porque al oírme dió un salto alegre y echóse a correr delante de mi.

—¡Vete!—le grité nuevamente.

El perro volvió la cabeza, miróme otra vez y, satisfecho, meneó el rabo.

Era evidente que no me temía. Lo más natural era que yo lo acariciase; pero el recuerdo del bull-dog de Eausto no me abandonaba, y un sentimiento me torturaba. Entre tanto, obscureció del todo; mi turbación aumentó, y cuando el perro se acercó y me tocó con su rabo cerré cobardemente los ojos, repitiéndose la misma historia que en otro tiempo se había verificado con la lucecita del campanario y con el vagón de mercancías: perdí la cabeza y eché a correr...

En casa encontré un huésped, un antiguo amigo; después de saludarnos contóme que el cochero se equivocó de camino y le hizo atravesar un bosque, en el cual hubo de extraviársele su hermoso perro.

Entre chiquillos

Papá, mamá y la tía Nadia no están en casa. Están convidados a un bautizo en casa de aquel oficial anciano que tiene una jaquita gris.

Esperándolos, Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei, hállanse en el comedor, sentados alrededor de la mesa, jugando a la lotería. Es la hora de irse a acostar; pero ¿quién puede dormir sin saber por mamá qué hacía el niñito cuando lo bautizaron y qué cenaron? La mesa, alumbrada por una lámpara, está cubierta de papelitos cifras, cáscaras de avellanas y trocitos de cristal.

Delante de cada uno hay dos cartones de lotería y un montoncito de cristalitos para tapar las cifras. En medio de la mesa hay un platillo con cinco moneditas de a cinco copecs. Al lado del platillo se encuentran una manzana medio comida, unas tijeras y un plato donde echar las cáscaras.

Los niños juegan dinero: cada apuesta es de un copec. La condición: si uno hace trampa será expulsado inmediatamente. En el comedor no hay nadie mas que los jugadores. El aya, Agafia Ivanovna, está abajo en la cocina enseñando a la cocinera cómo se corta un vestido, y el hermano mayor, Vasia, alumno de la quinta clase del Gimnasio, hállase tendido en el sofá de la sala y se aburre por no tener nada que hacer.

Se juega con mucho afán. Gricha es el más entusiasta. Es un niño de nueve años, completamente pelado, de cara redonda y labios gordos, como los de un negro. Está en la primera clase, y por esto le consideran como el más sabio y el mayor. Juega exclusivamente por el afán de ganar. Si no hubiera copecs en el platillo, dormiría tiempo ha. Sus ojuelos pardos corren intranquilos y celosos por los cartones de los jugadores. El miedo de perder, la envidia y las combinaciones numéricas llenan su cabeza pelada y no le permiten concentrarse: se mueve en su silla como si estuviese sentado sobre alfileres. Cuando gana coge el dinero con avidez y lo esconde inmediatamente en el bolsillo. Su hermana Ania, de ocho años, con inteligentes y brillantes ojos y barbita de punta, también tiene miedo de que los otros ganen; palidece y enrojece de emoción y vigila atentamente a los jugadores. Pero los copecs no la interesan; es la suerte la que reviste importancia para ella—; es cuestión de amor propio.

La otra hermana, Sonia, tiene seis años, cabecita rizada y una tez como solamente se ve en los niños muy sanos o en las muñecas. Juega tan sólo por distraerse. Su cara está alegre, aplaude y se ríe a cada ganancia, cualquiera que sea el ganador.

Aliocha es un chiquitín redondo como un bolo; sopla y mira los cartones; para él no hay ni avidez ni amor propio. No le mandan a dormir, ni le echan de la mesa: ya está contento. Tiene aspecto tranquilo; pero en realidad es un granuja. No juega por distracción, sino por las riñas que son inevitables en el juego. Disfruta cuando hay una pelea o alguno pega al otro. Hace tiempo que siente una pequeña necesidad; pero no se atreve, por el temor a que le substraigan sus cristalitos y sus copecs. No conoce más cifras que las primeras y las que acaban en cero; su hermana Ania le ayuda y tapa por él sus cartones.

El quinto jugador es el hijo de la cocinera, Andrei; es moreno y enfermizo; está vestido de una blusa de algodón; lleva al cuello una crucecita de cobre. Está inmóvil y fija sus miradas soñadoras en los números. A éste la ganancia y los éxitos ajenos le dejan indiferente; está por completo sumergido en la aritmética del juego y su sencilla filosofía: ¡Qué de cifras hay en el mundo! ¿Cómo no se embrollan?

Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Como éstos se repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos; así, el siete se nombra el gancho; el once, los palitos; el noventa, el abuelo, etc. El juego sigue con viveza.

—¡El treinta y dos!—exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están los pequeños cilindros amarillos—. ¡Diez y ocho!... ¡El gancho! ¡El veintiocho!

Ania ve que Andrei no ha notado que tiene el veintiocho en sus cartones; se lo hubiera advertido en otro tiempo, pero ahora triunfa porque en el platillo, al par del dinero, está puesto su amor propio.

—¡El veintitrés!—sigue Gricha—. ¡El abuelo! ¡El nueve!

—¡Una cucaracha! ¡Una cucaracha!—exclama Sonia, señalando una que corre por la mesa.

—No la mates—dice Aliocha en voz baja—; quizás tenga hijitos...

Sonia sigue con los ojos la cucaracha y reflexiona cómo será su casa y qué pequeños han de ser sus hijitos.

—¡El cuarenta y tres! ¡El uno!—continúa Gricha, padeciendo ante la idea de que Ania tiene ya casi todos los números tapados—. ¡El seis!

—¡He ganado! ¡He ganado!—grita Sonia levantando los ojos y chillando.

Las caras de los jugadores se estiran.

—¡Hay que comprobar!—dice Gricha mirando a Sonia con odio.

Aprovechándose de la fama de mayor y de más inteligente, Gricha se adjudicó el derecho de litigar las diferencias. Se hace todo lo que él manda. Durante mucho tiempo y con minuciosidad comprueban los cartones de Sonia; pero, con grave disgusto de los jugadores, todo está en regla y no hay trampas.

Empiezan otra partida.

—¡Qué cosa he visto ayer!—dice Ania hablando como consigo misma—. Filip Filipovitch se volvió sus párpados y sus ojos se pusieron encarnados, terribles como los de un diablo...

—Yo también lo vi—contesta Gricha—. ¡El ocho! Tenemos en la clase un discípulo que mueve las orejas. ¡El veintisiete!

Andrei levanta las miradas hacia Gricha y dice:

—Yo también sé mover las orejas...

—¡A ver..., muévelas!

Andrei mueve los ojos, los labios y los dedos. Le parece que sus orejas se ponen también en movimiento. Risa general.

—Es un hombre malo este Filip Filipovitch—prosigue Sonia—; ayer entró en nuestro cuarto y yo estaba en camisa. Me avergoncé...

—¡He ganado!—grita con toda su fuerza Gricha, cogiendo apresuradamente el dinero del platillo—. ¡He ganado! ¡Podéis comprobar!

El hijo de la cocinera palidece, levanta los ojos y balbucea:

—En tal caso, no puedo jugar más.

—¿Por qué?

—Por qué... Porque no tengo más dinero.

—Sin dinero no se puede jugar—decide Gricha.

Andrei rebusca por si acaso en sus bolsillos. No encuentra nada más que migajitas de pan y un lapicerito medio roído. Su boca se contrae y se le nublan los ojos; llorará en seguida...

—Te prestaré—dice Sonia, no pudiendo ver su cara de mártir—; pero no te olvides de devolvérmelo.

Sonia pone el dinero, y el juego vuelve a empezar.

—Parece que se oyen campanas—dice Ania.

El juego se interrumpe; todos miran por la ventana obscura con la boca abierta. En la obscuridad se ve el reflejo de la lámpara.

—Te pareció...

—Por la noche las campanas solamente suenan en el cementerio—declara Andrei.

—¿Por qué suenan allí las campanas?

—Para que los bandidos no entren en la iglesia... Ellos temen el campaneo...

—¿Y para qué tienen los bandidos que entrar en la iglesia de noche?—pregunta Sonia.

—Para matar a los guardianes; todo el mundo lo sabe.

Todos quedan silenciosos algunos momentos y se miran unos a otros temerosos.

El juego sigue. Esta vez gana Andrei.

—¡Ha hecho trampas!—declara repentinamente Aliocha.

—¡No he hecho ninguna trampa! ¡Mientes! Andrei palidece, contrae la boca y ¡pan! le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Este abre desmesuradamente los ojos, salta furioso encima de la mesa y a su vez le da a Andrei un bofetón... Se reparten algunos cachetes más y se echan a llorar... Sonia, que no puede soportar horrores semejantes, llora también y el comedor retiembla de sollozos. Pero no crea usted que el juego termina por este motivo, No transcurren cinco minutos sin que los niños vuelvan a charlar pacíficamente y a reír. Las caras están aún llorosas; pero a pesar de esto sonríen. Aliocha está satisfechísimo; ¡ha habido pelea!

En el comedor entra Vasia, el colegial de quinta clase. Su aspecto es dormilón y desencantado.

—¡Es abominable!--murmura notando cómo Gricha tienta su bolsillo, en que suenan los copecs—. ¡Cómo se puede dar dinero a los niños y permitirles jugar a juegos de azar! ¡Buena educación!... ¡Abominable! ¡Abominable!

Pero los niños juegan con tanto afán, que le asalta el deseo de probar también su suerte y de distraerse con ellos.

—¡Aguardaos un momentito, yo jugaré también!

—Pon un copec.

—¡Ahora!—dice buscando en sus bolsillos—. No tengo copecs; tengo un rublo. ¡Pongo un rublo!

—¡No, no; un copec!

—¡Sois unos estúpidos! El rublo vale más que un copec—les explica—; el que gane me dará la vuelta.

—No, no; haz el favor de irte.

El colegial encoge los hombros y se dirige a la cocina a pedir a los criados alguna moneda suelta; pero en la cocina no hay moneda suelta.

—En tal caso, cámbiame el rublo—le pide a Gricha al volver de la cocina—; te pagaré por el cambio. ¿No quieres? Entonces, véndeme diez copecs por un rublo.

Gricha mira a Vasia de reojo; sospecha algún engaño... no se fía.

—¡No quiero!—repite, y aprieta su bolsillo.

Vasia empieza a encolerizarse, riñe a los jugadores, les llama «brutos y cabezas de asno».

—Vasia, te prestaré yo—dice Sonia—. ¡Siéntate! El colegial se sienta y pone delante de sí dos cartones. Ania lee las cifras.

—¡Se me ha caído un copec!—exclama Gricha inquieto—. ¡Esperad!

Cogen la lámpara y se arrodillan debajo de la mesa en busca del copec. Se empujan con las cabezas; sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces, pero no el copec. Vuelven otra vez a buscarlo, hasta que Vasia le quita a Gricha la lámpara de las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue sus pesquisas a obscuras.

Por fin encuentra el copec. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren proseguir el juego.

—¡Sonia está dormida!—declara Aliocha.

Sonia tiene su cabecita rizada puesta en los brazos cruzados y duerme con un sueño dulce y tranquilo, como si estuviera en su cama. Se durmió sin notarlo mientras que los otros buscaban el copec.

—Anda, échate en la cama de mamá; acuéstate—le dice Ania sacándola del comedor—. ¡Vámonos!

Todos la acompañan, y cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo extraordinario: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha; Gricha y Ania tienen las cabezas descansando en las piernas de sus hermanas y están igualmente profundamente dormidos, así como el hijo de la cocinera, acurrucado al pie de la cama. Alrededor están esparcidos los copecs, que han perdido su valor hasta el próximo juego. ¡Buenas noches!

La joya robada

Máchenka Pavlezkaya, jovencita recién salida de la pensión, torna del paseo y entra en la casa de Cuchin, donde sirve como institutriz. El portero Miguel que le abre la puerta está agitado y encarnado como un cangrejo.

—De arriba llega un ruido extraordinario. Seguramente al ama le ha dado un ataque...—piensa Máchenka—o bien se habrá peleado con su marido.

En la antesala y en el pasillo se cruza con las doncellas, una de las cuales llora.

Acercándose a su cuarto ve al dueño, Nicolás Serguievitch, que salía de él a toda prisa. No es un hombre viejo; sin embargo, tiene la cara arrugada y ostenta una gran calva. Su cuerpo se estremece... Pasa alzando los brazos y exclama sin advertir la presencia de la institutriz:

—¡Qué espanto! ¡Qué falta de delicadeza! ¡Tonto! ¡Abominable!

Máchenka entra en su cuarto y experimenta por primera vez en su vida el vivo sentimiento que sufren a menudo las personas condenadas a depender de gente rica. En su cuarto efectúase una pesquisa. El ama de la casa, Fedosia Vasilevna, gorda, de hombros anchos, bigotuda, con espesas cejas negras, de manos encarnadas y modales bruscos, más semejante a una verdulera que a una señora, está al lado de su mesa, recogiendo en el saquito de labores los ovillos de lana, los trozos de telas, los papelitos... Evidentemente no cuenta con ver a la institutriz, porque al volver la cabeza y al advertir su presencia su rostro pálido y asombrado turbóse ligeramente y balbucea:

—Dispénseme... he... he derramado esto sin querer... lo enganché con la manga...

La señora Cuchin añade algo más y sale majestuosamente. Máchenka echa una mirada en derredor suyo, y se siente temerosa, sin saber por qué. ¿Qué busca Fedosia Vasilevna en su bolsa? Si es verdad que involuntariamente la enganchó y la derramó, ¿por qué Nicolás Serguievitch salía del cuarto tan agitado? ¿Por qué un cajón de la mesa está entreabierto? ¿Por qué la alcancía donde la institutriz deposita las moneditas y los sellos usados está también abierta? No han sabido cerrarla. La estantería, la mesa, la cama, todo presenta huellas de pesquisas. Lo propio se nota en el cesto de la ropa blanca. La ropa está evidentemente doblada de distinto modo que ella acostumbra. Por lo visto todo ha sido revuelto, escudriñado; pero ¿cuál es el motivo? Máchenka, acordándose de la faz turbada del portero, de su agitación, que continúa aún, de la cara llorosa de la doncella, quiso explicarse... ¿Si habrá en el fondo de todo esto algún crimen? Máchenka, trastornada, siéntase en el cesto de la ropa.

La doncella entra.

—Lisa, ¿sabe usted por qué han hecho pesquisas en mi cuarto?

—A la señora le falta un broche de dos mil rublos—responde Lisa.

—¿Qué tiene que ver eso con lo que ha ocurrido aquí?—dice con asombro la institutriz.

—Han registrado a todos, y a mí también. Hemos tenido que desnudarnos por completo... Dios es testigo de que no solamente yo no tenía el broche, sino que ni siquiera me acerqué al tocador... Así se lo diré a la Policía.

—Pero ¿para qué buscarlos entre mis efectos?—añadió la institutriz.

—¡Pero no le digo a usted que han robado el broche de la señora! Ella personalmente ha hecho todas las pesquisas. Incluso ha registrado al portero Mijaib. ¡Una vergüenza! El señor, que lo presenciaba, no se ha opuesto a ello, limitándose a cacarear como una gallina. Pero tranquilícese, señorita, no tiemble así. En su cuarto no han encontrado nada. Como usted no es la que cogió el broche, no tiene para qué apurarse.

—Pero es una ofensa... un ultraje...—dice Máchenka sofocada de indignación—es abominable... es una vileza... ¿Qué derecho tiene ella de sospechar de mí y buscar entre mis cosas?

—Vive usted en una casa ajena, joven—replica Lisa—. Es usted una señorita; pero, a pesar de todo..., se la cuenta a usted en el número de los criados... No es lo mismo que vivir en casa de sus padres...

Máchenka rompe en sollozos. Nunca le habían inferido tamaña injuria. Ella, una señorita bien educada, fina, es sospechosa de haber robado, y la registraban como a una cualquiera. No puede nadie imaginarse mayor afrenta. A este sentimiento únese el temor de lo que pueda ocurrir en lo futuro. Quizás la detendrán, la desnudarán, la meterán en la cárcel obscura, fría, llena de ratones y escarabajos.

¿Quién la defenderá? Sus padres viven lejos; no tienen recursos para el viaje. Ella está sola en la capital, sin amigos, sin parientes. Pueden permitirse con ella todo lo que quieran.

«Buscaré a los jueces, a los abogados...—pensaba Máchenka temblorosa—les contaré todo, prestaré juramento... me creerán, pues no soy una ladrona...»

Máchenka se acuerda de pronto que en su cuarto, entre la ropa, tenía algunos dulces que le sobraban de las comidas y que se echaba al bolsillo. La idea de que ese pequeño misterio hubiera sido descubierto por los dueños le dió tanta vergüenza, que se ruborizó y sintió latidos en las sienes.

—¡La comida está servida!

Máchenka se arregla los cabellos, se pasa por la cara una toalla mojada y se encamina al comedor. Ya han empezado a comer... A un extremo de la mesa está Fedosia Vasilevna, orgullosa, muy seria. Al otro, Nicolás Serguievitch. A los lados, los convidados y los niños. Dos lacayos sirven la comida. Todos saben que la dueña tiene un disgusto y callan. No se oye más ruido que el producido al masticar y deglutir.

—¿Qué hay para tercer plato?—interroga Fedosia Vasilovna con voz angustiada.

—Esturiones al Rin—contesta el criado.

—Lo he encargado yo, Fenia—dice Nicolás Serguievitch —. Hoy se me antojó comer pescado. Si no te gusta, que no lo sirvan...

A Fedosia Vasilevna no le agradan los platos que ella misma no ha encargado. Sus ojos se inundan de lágrimas.

—¡Ea! Se ha agitado usted demasiado—dice melosamente Mamikof, su médico, sonriendo con dulzura—. Es usted excesivamente nerviosa. Olvide lo del broche... ¡La salud vale más que dos mil rublos!

—No siento los dos mil rublos—replica la dueña, y una lágrima corre por sus mejillas—. Es el hecho en sí lo que me trastorna. No puedo permitir que haya ladrones en mi casa. No siento nada... nada; pero robarme a mí... es una ingratitud... ¿Así me pagan mis bondades?

Todos miran sus platos; pero a Máchenka parécele que todos se fijan en ella. Siente como una opresión en la garganta y rompe a llorar, tapándose la cara con su pañuelo.

—Dispénsenme—balbucea—; la cabeza me duele... me voy...

Levántase torpemente, haciendo ruido con la silla y, turbándose aún más, sale del comedor.

—¡Dios mío! ¿A qué practicar pesquisas en su cuarto?—dice Nicolás Serguievitch—. Ha sido una torpeza...

—Yo no digo que sea ella la que ha cogido el broche—contesta Fedosia Vasilevna—; pero ¿puedes tú responder por ella?

—Claro que no... Pero registrarla ha sido una torpeza... Además, la ley no te confiere derecho para hacerlo.

—Yo no conozco vuestras leyes; lo que sé es que me han robado el broche y quiero encontrarlo. ¡Y lo encontraré!...—exclamó encolerizada y dando un golpe con su tenedor en el plato—. Y tú, come y no te metas en mis asuntos.

Nicolás Serguievitch suspira y baja tímidamente los ojos.

Entre tanto, Máchenka llega a su cuarto y déjase caer en la cama. Ya no siente temor ni vergüenza; siéntese presa de un deseo irresistible de ponerse ante aquella mujer altiva, insensible, estúpida y feliz, y abofetearla. Piensa qué placer sería el suyo si pudiera ir en aquel momento a comprar un broche de lo mejor y arrojárselo a la cara: gózase con la idea de que Fedosia Vasilevna perdiera toda su fortuna y se viera obligada a pedir limosna, en tanto que ella, Máchenka, la ofendida por su altivez, le prestara auxilio... ¡Ah! Entonces comprendería las amarguras de la miseria y de la esclavitud. ¡Ah, si fuera posible recibir una herencia, comprar un coche y pasar ruidosamente por delante de sus ventanas!...

Pero todo eso era ilusorio; en realidad, no había sino abandonar sin tardanza la casa. Por otra parte, ¡qué terrible era volver a vivir en casa de su familia, donde faltaba lo más preciso! Máchenka no se siente capaz de ver de nuevo a la dueña, ni de seguir viviendo en su cuartito, donde se asfixia. Fedosia Vasilevna, medio loca con su pretendido aristocratismo y sus enfermedades imaginarias, le inspira horror, y todo lo que se relaciona con aquella mujer parécele feo e insoportable. Máchenka salta de la cama y empieza a embalar su equipaje.

—¿Puedo entrar?—pregunta en voz baja, del otro lado de la puerta, Nicolás Serguievitch, que se había acercado sigilosamente—. ¿Se puede?

—Entre usted.

Nicolás empuja la puerta. Sus ojos están velados y su nariz roja brilla. Después de comer solía beber cerveza, y esto dejábase notar en su modo de caminar y en la flojedad de sus manos.

—¿Qué es esto?—pregunta.

—Embalo mis cosas. Usted me dispensará, Nicolás Serguievitch; pero me es imposible seguir en su casa. Me siento profundamente humillada.

—Lo comprendo... pero es demasiado; ¿para qué? Han hecho un registro... ¿Qué tiene usted que ver con eso? Por ello no le ha ocurrido nada malo...

Máchenka calla y prosigue la operación. Nicolás Serguievitch atúsase los bigotes, buscando argumentos.

—Lo comprendo muy bien; pero hay que ser condescendiente. Usted sabe muy bien que mi mujer es muy nerviosa y que no se la puede tomar en serio...

Máchenka continúa callada.

—Si hasta tal punto se siente usted ofendida—añade Nicolás Serguievitch—, ¿quiere usted que le dé mis excusas? Dispénseme...

Máchenka no contesta; pero se inclina más sobre su baúl. Este borrachín sin carácter no representaba nada en su casa. Desempeña un papel nulo a los ojos de todos, incluso de la servidumbre, y sus excusas carecen de valor...

—¡Hum!... Se calla usted... ¿No le basta? En tal caso, le presento mis excusas en nombre de mi mujer. En su nombre, repito... ella procedió mal y sin delicadeza; lo confieso como caballero...

Nicolás Serguievitch da un paseo por el cuarto, suspira y prosigue:

—Veo que usted no me permite que mi conciencia se tranquilice...

—Pero yo sé que usted no tiene la culpa—dijo Máchenka fijando en él sus grandes ojos llorosos.

—Naturalmente... Sin embargo... no se marche usted... se lo ruego...

Máchenka mueve negativamente la cabeza. Nicolás Serguievitch párase ante la ventana y golpea los cristales.

—Para mí, estos disgustos son un verdadero martirio... ¿Quiere usted que me ponga de rodillas? La han humillado, usted llora y quiere marcharse; pero yo también tengo mi orgullo, y usted no hace caso. ¿O quiere usted que le diga una cosa que no me atrevería a decir ni en la confesión? ¿Quiere usted que le confiese lo que no diré sino en la hora de mi muerte?

Máchenka sigue muda.

—Soy yo quien ha cogido el broche de mi mujer. ¡Ya está usted satisfecha! Sí, soy yo quien lo ha cogido... Naturalmente, confío que usted no se lo dirá a nadie... Por Dios, ni una palabra a nadie, ni siquiera una alusión.

Máchenka, entre asustada y asombrada, sigue embalando su ropa. Coge sus efectos y los tira al azar en la maleta y en el cesto. Después de la confesión de Nicolás Serguievitch no puede quedarse un solo momento, ni sabe qué partido tomar.

—En esto no hay nada de asombroso—prosigue al cabo de un rato Nicolás Serguievitch—. Es una cosa completamente natural... Necesito dinero, y ella me lo niega. Todo lo que hay aquí procede de mis padres, todo. Ese broche era de mi madre. Pero mi mujer se apoderó de todo... Usted se hará cargo. Yo no la puedo llevar a los tribunales... Le suplico que me perdone... ¡Quédese!... Comprender es perdonar. ¿Se queda usted?

—¡No!—afirma Máchenka temblando, pero enérgica—. Déjeme que me vaya.

—¡No, no! Que Dios la bendiga—suspira Nicolás Serguievitch, sentándose en un banquito junto a la maleta—. Confieso que admiro a quienes saben aún indignarse y ofenderse. Me quedaría aquí una eternidad mirando su cara irritada... ¿De modo que no quiere usted quedarse? Lo correcto... esto no puede ser... es natural... pero ¿qué he de hacer yo? ¿Marcharme a una de nuestras fincas? Allí tampoco hay mas que dependientes de mi mujer. Todos, administradores y colonos, ¡que el diablo se los lleve!, no hacen mas que hipotecar y rehipotecar. ¡Bribones!

—¡Nicolás Serguievitch!—grita desde la escalera la voz de Fedosia Vasilevna.

—¿De modo que no se queda usted?—insiste Nicolás Serguievitch levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. Quédese usted; vendré a verla en su cuarto... charlaremos... Cuando usted se vaya no quedará en la casa un rostro humano: ¡Qué horrible perspectiva!

La cara pálida de Nicolás Serguievitch suplica; mas Máchenka mueve negativamente la cabeza. El hace un gesto desesperado y sale.

Media hora después Máchenka está en camino.

La venganza

León Savitch Turmanof, uno de tantos individuos con pequeño capital, joven esposa y calvicie inveterada, está jugando al bridge en casa de uno de sus compañeros. Después de perder una fuerte suma experimenta un calor desusado y acuérdase que aun no ha tomado una copita de vodka. Levántase, pasa por entre las mesas, atraviesa el salón, en el que la juventud habla, y se detiene allí un instante, mirando en derredor suyo con sonrisa indulgente; en fin, métese por una puertecita que comunica con el comedor, donde en una mesa circular figura toda una batería de botellas y garrafas con varias clases de aguardientes y licores. En otro lado de la mesa están los entremeses, sin olvidar los arenques en su lecho de cebolla y perejil, que atraen todas las miradas. León Savitch se acerca, bebe una copita, hace una ligera mueca y prepárase a comerse un arenque, cuando una voz resuena detrás de la pared.

—Estoy de acuerdo—dice con desenvoltura una voz de mujer—; pero ¿cuándo va a ser ello?

—¡Es mi mujer! ¿Con quién diablos conversa?—piensa León Savitch.

—Cuando quieras, alma mía—replica una voz de bajo profundo—. Hoy, sin embargo, no es posible; mañana estaré ocupado todo el día.

—Es Degtiaref...

León Savitch lo reconoce por la voz. Degtiaref, uno de sus mejores camaradas.

—¿Tú también? ¡Ah! ¡Idiota!—murmura León Savitch—. Ella tendrá la culpa de seguro. ¡Qué mujer tan insaciable! Cada semana tiene una nueva aventura.

—Mañana—repite la voz de bajo—estaré sumamente ocupado, como te he dicho; escríbeme, si quieres, mañana; me causará gran satisfacción recibir una carta tuya. Habrá que organizar nuestra correspondencia. Habrá que inventar algo; hacer que el cartero no pueda enterarse de lo que yo te escriba, y arreglarnos de modo que mi cara mitad no se entere durante mi ausencia de lo que tú me escribas.

—¿Qué hacer, pues?

—Utilizar a la servidumbre, ni pensarlo.

—Oye, chiquilla; ya di con una combinación extraordinaria. Mañana, a las seis en punto de la tarde, saldré de mi despacho y me dirigiré al Parque, con cuyo inspector necesito hablar; procura colocar tu esquelita en el jarrón de mármol que está a la derecha de la glorieta. ¿Te acordarás? Pero no tardes. Ha de ser antes de las seis precisamente.

—Está bien, así lo haré.

—Idea poética, misteriosa y nueva. ¿Cómo se lo van a imaginar el panzudo de tu marido y mi costilla?... ¿Has entendido?

León Savitch apura una segunda copita y torna a la mesa de juego. Su descubrimiento no le causa ni rencor ni asombro. Antaño se indignaba, promovía escenas, reprendía y hasta pegaba. ¡Cuán lejanos se hallaban aquellos tiempos! Doce años han transcurrido; los encantos de su esposa le son del todo indiferentes y sus amores le tienen perfectamente sin cuidado. No obstante, en esta ocasión, su amor propio se siente ofendido. En el coloquio que acababa de oír se le han aplicado calificativos que él consideraba no merecer.

—¡Valiente canalla es ese Degtiaref!—dice para sus adentros, mientras apunta sus nuevas pérdidas en el bridge—. Al encontrarse conmigo pone buena cara, parece que soy su mejor amigo, muéstrase tan contento y satisfecho, que poco le falta para abrazarme; mas a espaldas mías ¡buenos cumplidos me suelta! Me llama pavo, panzudo y otras lindezas.

Pierde continuamente, y a cada pérdida siéntese más ofendido.

—¡Pillete! ¡Sinvergüenza!—piensa.

Sus dedos estrujan el yeso hasta desmenuzarlo. Durante la cena no puede mirar a Degtiaref, el cual no cesa de interrogarle sobre su aspecto triste, su suerte en el juego y otras cosas semejantes. Hasta tiene el descaro de aprovecharse de su calidad de amigo íntimo para regañar a su mujer por lo mal que cuida a su esposo. Entre tanto, ella se ríe, le mira con aire afable, charla...; el diablo en persona no hubiese puesto en duda su fidelidad.

Al regresar, León Savitch siéntese descontento, como si en vez de ternera le hubiesen servido para cenar un chanclo viejo. La charla de su esposa no le permite olvidar lo de pavo, etc.

—¡Le hartaría de cachetes! ¡El miserable!—piensa—. Le daría algún desaire público... Le mataría en duelo... o le haría perder su empleo... No estaría mal sacar la carta del jarrón y poner en su sitio algo asqueroso... una rata muerta... por ejemplo.

Turmanof entretúvose largo rato con estas imaginaciones.

—¡Yo sé lo que tengo que hacer!—exclama con alegría—. ¡Qué idea! ¡Magnífica!

Cuando su mujer se queda dormida, siéntase a la mesa, coge la pluma y, contrahaciendo su letra, escribe la carta siguiente:

«Al comerciante Dulinof. ¡Muy señor mío: Si hoy, 12 de septiembre, a las seis de la tarde, no coloca usted en el jarrón de mármol al lado de la glorieta del jardín público 200 rublos, será usted asesinado y una bomba será depositada en su almacén.»

Acabando esta carta, León Savitch da un rinco de satisfacción.

—¡Soberbia idea! ¡Magnífica! ¡Es venganza digna de Satanás!—piensa, frotándose las manos—. El tendero se asustará, naturalmente; requerirá el auxilio de la Policía; mandarán seguramente algunos agentes para que observen el jarrón; probablemente les ordenarán esconderse en el matorral, y a las seis, en cuanto introduzca la mano para tomar la esquela, ¡lo cogerán! ¡Buen susto se llevará! Tendrá tiempo para meditar sobre sus amores mientras que se instruyan las averiguaciones y el asunto se ponga en claro... ¡Viva!

León Savitch pega el sello y personalmente lleva la carta al buzón. Duérmese con sonrisa de satisfacción y pasa la noche soñando en cosas agradables. Por la mañana, al recordar su hazaña, se pone a cantar y hasta acaricia el rostro de su esposa. En su oficina sonríe de continuo, representándose el terror de Degtiaref al caer en la trampa...

Antes de las seis puede calmar su impaciencia y va corriendo al jardín público para regodearse con la situación desesperada de su amigo.

—¡Ya están allí!—piensa viendo a un polizonte.

Al llegar a la glorieta se sienta debajo del matorral y clava sus miradas en el jarrón. Su impaciencia no tiene límites. A las seis en punto Degtiaref aparece. Por lo visto, el joven se halla de excelente humor. Lleva el sombrero de copa echado hacia atrás y su abrigo entreabierto; silba un aire alegre y fuma un cigarro.

—¡Ahora vas a conocer al pavo y al panzudo! ¡Aguarda un ratito!—se dice Turmanof.

Degtiaref se acerca al jarrón y mete en él la mano.

León Savitch se incorpora, devorándole con los ojos. El joven extrae del jarrón un pequeño paquete, lo inspecciona por todos los lados, encogiéndose de hombros, y lo abre, vacilante... De nuevo se encoge de hombros y el asombro se dibuja en sus facciones. El paquete contiene dos billetes de cien rublos. Durante largo rato contempla Degtiaref los billetes; finalmente, sin dejar de encogerse de hombros, se mete los rublos en el bolsillo y exclama:

—Muchas gracias.

El desgraciado León Savitch oye esta frase. Luego se pasa toda la noche delante de la tienda de Dulinof, amenazándole con los puños cerrados y murmurando con indignación:

—¡Cobarde! ¡Tendero infame! ¡Alma de liebre!... ¡Cobarde!...

Dos valientes

El agrimensor Gleb Gavrilovitch Smirnof llega a la estación de Gniluchki. Unos trece kilómetros le separan de la hacienda adonde se dirige; esto admitiendo que el cochero no esté borracho y que los caballos no sean unos rocines, en cuyo caso el trayecto equivaldrá a 50 kilómetros.

—Hágame el favor de indicarme dónde podría alquilar un coche—le dijo el agrimensor a un guardia de Seguridad.

—¿Un coche? En cien leguas a la redonda no hallará usted nada que parezca un coche... Pero ¿adonde va usted?

—A Defkino, la finca del general Jojotof.

—Le aconsejo que vaya a la posada que hay detrás de la estación, en la cual paran a veces los lugareños con sus carros. Trate usted de que alguno de ellos le conduzca—le dice bostezando el guardia.

El agrimensor suspira y se dirige lentamente a la posada. Después de muchas averiguaciones, dudas y coloquios, logra ponerse de acuerdo con un carretero enorme, mohino y picado de viruelas que viste un andrajoso capote.

—¡Valiente carro el tuyo! El diablo en persona no alcanzaría a decir cuál es su parte trasera y la delantera—exclama el agrimensor encaramándose en el vehículo.

—Ello no es muy difícil de saber. Donde está la cola del caballo es la parte de delante, y donde se sienta vuestra señoría es la parte de detrás.

El caballo es joven, pero flaco, con piernas torcidas y orejas desmesuradas. Al primer latigazo el rocín menea la cabeza sin moverse del sitio; al segundo pega un tirón al carro; al tercero da una sacudida, y solamente al cuarto se pone en marcha.

—¿Vamos a ir a este paso todo el camino?—pregunta el agrimensor, aturdido por el traqueteo y asombrado de ver cómo se armonizaba el paso de tortuga del animal con aquel vaivén tan atroz.

—Llegaremos, no tenga cuidado... La jaquita es joven y vivaracha... Déjela tiempo de estirar las piernas, y verá cómo luego no habrá modo de pararla... ¡Arre, maldita; arre!

Cuando el carro sale de la estación es casi de noche. A la derecha extiéndese una llanura helada sin fin. En el punto del horizonte donde se junta con el cielo se ve una raya luminosa, indicando el poniente. A la izquierda de la carretera destácanse unos montones pardos, sin que sea posible distinguir si eran pilas de heno o chozas de una aldea. Lo que hay por delante el agrimensor no lo ve porque la ancha espalda del carretero se lo impide. Hace un frío glacial.

«¡Qué desierto!—se dice el agrimensor, procurando taparse las orejas con el cuello de su gabán—. ¡Buen lugar para bandidos! Aquí pueden matar a cualquiera sin que nadie se entere. No me había fijado antes de ahora; pero el carretero tiene trazas bastante sospechosas. ¡Qué espalda, qué músculos! De un puñetazo es capaz de dejar a un hombre en el sitio. ¡Qué cara de bruto!» —¡Oye, amigo! ¿Cómo te llamas?—dice a su automedonte.

—¿Quién, yo? Klim.

—Pues dime, Klim, los caminos de por acá ¿son seguros?

—Gracias a Dios, nunca pasa nada.

—¡Muy bien! Me alegro que no haya bribones. Por si acaso, llevo conmigo tres revólveres. (El agrimensor mentía.) Ya sabes que con el revólver no se bromea. Soy capaz de hacer frente a diez bandidos.

Se obscurece completamente. El carro, dando chirridos y tambaleándose, tuerce a la izquierda.

«¿Adonde me lleva? Seguíamos la derecha y de repente torcemos a la izquierda. No me vaya a meter en alguna emboscada», reflexiona el hombre. Y luego en voz alta:

—¡Oye, Klim! De modo que aquí no se corre peligro alguno. Es lástima. Me gusta pelearme con salteadores. No hagas caso de mi aspecto enfermizo y débil; soy fuerte como un toro. Una vez me atacaron tres bandidos y ¿sabes lo que hice? Al primero le asesté un porrazo que le causé la muerte; a los otros dos los agarré y fueron a parar a presidio... ¡Dios sabe de dónde me vienen tales fuerzas! A un hombretón como tú lo cojo y lo aplasto.

Klim vuelve la cara, mira al agrimensor y empieza a fustigar su caballo.

—Como te lo digo, amigo mío; no envidio a quien se enrede con mi persona; no tan sólo le dejaré sin brazos y sin piernas, sino que le mandaré a presidio. Todos los jueces y todos los jefes de Policía son amigos míos. Aquí donde me ves soy persona importante. Cuando voy de viaje la Policía está alerta no me vaya a ocurrir algo malo. En cada matorral hay un guardián que vigila... ¡Alto! ¡Alto! ¿Dónde me llevas?

—¿No lo ve usted? Es un bosque.

«En efecto, es un bosque—piensa el agrimensor—. ¡Qué susto me ha dado! Pero necesito disimular mi agitación. Creo que ha notado mi espanto. ¿Por qué se vuelve con tanta frecuencia para mirarme? Estará preparando algún golpe... Antes su caballo apenas se movía y ahora va al galope.» —¡Oye, Klim! ¿Por qué haces correr tanto a tu caballo?

—Si no le hago correr. Es que cuando empieza no hay quien lo detenga.

—¡Mientes, tunante! Observo que mientes. Haces mal en mentir. ¡Detén el caballo! ¿Me oyes? ¡Detenlo!

—¿Para qué?

—Porque espero a cuatro camaradas en el camino. Me prometieron reunirse conmigo en este bosque... Cuando estemos juntos, el viaje será más alegre...; son mocetones de pelo en pecho... cada uno provisto de su revólver... ¿Por qué te vuelves hacia mí? ¿Qué te ocurre? Nada tengo de extraordinario para que me mires así...; tengo solamente el revólver. ¿Quieres que te lo enseñe? Lo sacaré, si te place.

El agrimensor hace ademán de buscar algo en sus bolsillos; pero al mismo tiempo Klim salta del carro y, corriendo a gatas, va a esconderse en la espesura del bosque.

—¡Socorro! ¡Socorro!—grita desesperadamente—. Toma, maldito, el caballo y el carro y llévatelos adonde te parezca; pero ¡no me mates a mí! ¡Socorro!

El rumor de sus pasos se pierde a lo lejos y todo queda en silencio. El agrimensor, mudo de asombro, detiene el caballo, se sienta más cómodamente y entrégase a sus reflexiones.

—Se ha escapado el tonto... Le he asustado. ¿Cómo me las arreglaré ahora sin él? Yo no conozco el camino. Será capaz de propalar que le he robado el caballo... ¡Klim, Klim!

—Klim...—contesta el eco.

La idea de tener que pernoctar en el bosque obscuro, escuchando el aullido de los lobos, le causa un estremecimiento grande.

—¡Klim, hijo mío, Klimuechke! ¿Dónde estás?—grita con toda la fuerza de sus pulmones.

Al cabo de llamar dos horas seguidas, el agrimensor se pone ronco; de pronto le parece oír un débil gemido:

—¡Klim! ¿Eres tú, hijito? ¡Ven aquí!

—¿No me matarás?

—¡Pero si todo fué una broma! ¡Ven aquí, muchacho! Dios es testigo que sólo quise bromear. Ni siquiera tengo revólver. Lo decía por el miedo que tenía. Te lo suplico, vámonos de aquí; estoy helado.

Klim juzga que un verdadero bandido ya se hubiera ido hace tiempo con el caballo y con el carro; sale indeciso del bosque y se acerca a su pasajero.

—¿De qué te asustas, tonto? Lo que te decía era por reír, y tú te asustaste. Sube y vámonos.

—¡Que Dios se lo pague, señorito!—murmura Klim subiendo al carro—. De haber previsto lo que me ha sucedido no le hubiera llevado ni por cien rublos... Por poco me muero de miedo.

Klim da un latigazo al caballo, y el carro cruje. Da un segundo, un tercero... y después del cuarto, el jamelgo arranca por fin. El agrimensor se tapa las orejas con el cuello del gabán y se tranquiliza. Ya no les teme ni a Klim ni al camino.

El orador

El entierro de Kiril Ivanovitch Vavilonski, fallecido a consecuencia de dos enfermedades muy frecuentes en nuestra patria, el alcoholismo y la mujer iracunda, tiene lugar en una hermosa mañana. Cuando la comitiva emprende el camino del cementerio, un tal Poplavsko, compañero del difunto, sepárase de ella, toma un coche y ordena que le lleven a toda prisa a la casa de su amigo Grigori Petrovitch Zapoikin, hombre joven pero, no obstante, popularísimo. Muchos de los lectores conocen el talento extraordinario de Zapoikin para pronunciar discursos e improvisaciones en todas las circunstancias de la vida, como bodas, aniversarios, entierros. Puede hablar a cualquiera hora que convenga, medio dormido, en ayunas, borracho o con fiebre. Habla con extrema facilidad y abundancia, como un chorro de agua que brota de una cañería; en su vocabulario menudean palabras capaces. Me enternecer a una roca. Sus discursos son siempre elocuentes y largos; a veces, sobre todo en las bodas, hay que acudir a la Policía para hacerle callar.

—¡Vengo a buscarte!—le dice Poplavsko—. Vístete y vámonos inmediatamente. Uno de los nuestros se ha muerto y lo estamos despachando para el otro mundo... Hay que decir alguna tontería para la despedida... Eres el único capaz de sacarnos del apuro. No te molestaríamos si el muerto fuese un cualquiera; pero se trata del secretario... de la Cancillería. No se puede enterrar a una persona tan importante sin un discurso.

—¿El secretario?...—dice, bostezando, Zapoikin—. ¿Aquel borrachín?...

—¡Sí, el borrachín! Después iremos a comer, habrá entremeses, buñuelos; te pagarán el coche. ¡Vámonos, chico! Haz por pronunciar en el cementerio un discurso digno de Cicerón; te lo agradeceremos en el alma.

Zapoikin, acorde con su compañero, da a su fisonomía un aire melancólico, y ambos salen a la calle.

—Conozco bien a vuestro secretario —dice, subiendo en el coche—. Era un canalla y un bribón (¡que Dios le tenga en su santa gloria!) como hay pocos.

—¡Calla! No conviene insultar a los difuntos.

—Tienes razón: aut mortuis nihil bene; sin embargo, ha sido un tunante; nadie lo negará.

Los amigos alcanzan al acompañamiento y se unen a él. La comitiva adelanta a paso lento, lo que les permite entrar en las tiendas de bebidas que hallan al paso y tomar algunas copitas de aguardiente.

En el cementerio se canta un responso. La suegra, la esposa y la cuñada lloran mucho, según la costumbre. Cuando los sepultureros bajan el ataúd al hoyo, exclama la esposa: «Dejadme ir con él»; pero no le sigue a la tumba, acordándose seguramente de la pensión que ha de percibir. Cuando todo se calma, Zapoikin adelántase y toma la palabra:

«¡Qué veo y qué oigo! ¡Si serán una pesadilla ese féretro y esas facciones desesperadas! No, por desgracia; no es un sueño, y los ojos no me engañan. Ese a quien vimos hace poco tan vigoroso, tan juvenil y tan entusiasta, que a la vista de todos llevaba una vida laboriosa, acarreando a la colmena del Estado el fruto de su trabajo..., aquí está, inmóvil, convertido en polvo... La muerte inflexible nos lo arrebató cuando él, a pesar de su edad, estaba en la plenitud de su fuerza y lleno de esperanzas. ¡Qué pérdida irreparable! ¿Quién lo podrá reemplazar? Ha sido esclavo de su honroso deber; no sosegaba nunca; pasaba las noches en vela; era honrado y desinteresado... Desdeñaba a quienes le incitaban a proceder en detrimento de los intereses públicos, a los que procuraban sobornarle haciendo brillar ante sus ojos los bienes terrenales. Hemos sido testigos cómo Prokopi Osipovitch repartía su pequeño sueldo entre sus compañeros necesitados; acabamos de oír las lamentaciones de los huérfanos y de las viudas que vivían de su limosna. Consagrado a su deber y a las obras benéficas, no pensaba en distracciones ni en las alegrías domésticas, prefiriendo permanecer soltero. ¡No tendremos nunca un compañero más leal! Paréceme que veo ante mí su rostro afeitado, su sonrisa bondadosa, que oigo su dulce voz. ¡Descansa en paz, Prokopi Osipovitch! ¡Reposa tranquilo, noble trabajador!»

Zapoikin continúa su discurso, sin advertir que en el auditorio se miran unos a otros con muestras de asombro. Su discurso gusta a todos, hasta hacer verter algunas lágrimas; pero muchas frases causaban estupefacción. Primeramente, porque al difunto se le designaba por Procopi Osipovitch, siendo así que su nombre era Kiril Ivanovitch; en segundo lugar, porque era sabido de todos que el difunto pasó su vida batallando con su legítima esposa, y por esa causa no se le podía llamar soltero; en fin, porque disfrutó de una gran barba bermeja y no se afeitaba desde que tenía uso de razón, y no se comprendía que se hiciese alusión a su rostro afeitado. Los auditores, extasiados, hablan en voz baja y se encogen los hombros.

«¡Prokopi Osipovitch!—continúa el orador—, tu cara no era hermosa, más bien era fea; tenías un genio difícil y sombrío; mas todos sabíamos que bajo ese aspecto rudo latía un corazón fiel de buen amigo.»

Repentinamente nótase en el orador algo extraordinario. Fija sus miradas en un punto, da visibles signos de agitación y permanece callado con la boca abierta.

—¡Pues si está vivo!—exclama con voz temblorosa, volviéndose a Poplavsko.

—¿Quién está vivo?

—¡Prokopi Osipovitch! Ahí está, al lado del panteón.

—¡Es natural! ¡Como que no se ha muerto! Quien ha fallecido es Kiril Ivanovitch.

—¿No me dijiste que vuestro secretario se había muerto?

—El secretario era Kiril Ivanovitch. ¡Tú, que lo embrollaste! Prokopi Osipovitch fué secretario; pero hace dos años que lo trasladaron al segundo departamento como jefe de sección.

—¡Que el demonio lo desenrede!...

—¿Y por qué te callas? ¡Sigue! Te están mirando.

Zapoikin vuélvese hacia la tumba y prosigue su discurso interrumpido.

Al lado del panteón, en efecto, hállase Prokopi Osipovitch, hombre viejo, de cara afeitada, que mira al orador frunciendo el ceño.

—¡Valiente plancha la tuya!—le dicen los empleados al regresar del cementerio con Zapoikin—. Has enterrado a un hombre vivo.

—¡Es imperdonable, señor mío!—murmura Prokopi Osipovitch—. ¡Su discurso atañía a un muerto; pero cuando se trata de un vivo, ¡vaya una burla! ¡Acuérdese de lo que decía!: desinteresado, incorruptible. Y además, ¿quién le autorizaba para hablar de mi cara? Por feo y desagradable que parezca, ¿a qué exponerlo públicamente? Esto es una afrenta.

El vengador

Fedor Fedorovitch Sigaef hállase convencido de la infidelidad de su esposa. Lleno de ira y de aflicción se dirige al almacén de armas Schmuts para comprar un revólver. Su semblante expresa una decisión irrevocable.

«¡Sé lo que tengo que hacer!... El hogar está destruido; el honor, burlado; el vicio triunfa, y yo, como hombre y como ciudadano, tengo que ser el vengador. ¡La mataré a ella, a su amante, y luego me suicidaré!...»

No ha matado aún a nadie, y ni siquiera ha tenido un revólver en la mano; pero su imaginación le pinta el cuadro horroroso de tres cadáveres ensangrentados, cráneos rotos, sesos esparcidos, aglomeración de curiosos, la autopsia. Se representa, con malevolencia de hombre ultrajado, la agonía de la traidora, el horror de los parientes, y lee en su imaginación los artículos periodísticos comentando la descomposición de la vida familiar.

El dependiente de la tienda, un francés algo obeso, pone delante de él los revólveres, sonríe respetuosamente y dice:

—Le aconsejo que elija este magnífico revólver sistema Smitch y Wessor, el último adelanto de la ciencia. Es de triple acción, sistema central con extractor; alcanza hasta seiscientos pasos. Un revólver de moda... El de más venta; diariamente vendemos docenas, que se emplean contra bandidos, lobos y amantes. El disparo es muy justo y fuerte; atraviesa a gran distancia a la mujer y al amante... En cuanto a especialidad para suicidios, no conozco mejor sistema...

El dependiente levanta y baja el gatillo, sopla encima de los cañones, apunta y hierve de entusiasmo. Diríase que él mismo se hubiera gustosamente pegado un tiro si fuese poseedor de aquel arma maravillosa.

—¿Cuál es su precio?—pregunta Sigaef.

—Cuarenta y cinco rublos.

—¡Hum!... Es demasiado caro para mí.

—En tal caso le ofreceré otro sistema más barato. Sírvase mirar por aquí. Tenemos armas para todos los gustos y precios... Por ejemplo, este revólver del sistema Lafoucheux no cuesta mas que diez y ocho rublos; pero...— el dependiente tuerce la boca con desprecio—es un sistema anticuado. Lo compran solamente los proletarios y los histéricos... Está considerado como de mal gusto el suicidarse o matar a su mujer con un revólver semejante... Un hombre que se respeta no usa mas que el Smith y Wessor.

—No tengo necesidad de suicidarme ni de matar a nadie—replica Sigaef—; lo compro para asustar a los ladrones en mi casa de campo...

—Esto no es asunto nuestro. Poco nos importa el porqué se nos compran armas...—dice sonriendo el dependiente, bajando los ojos—. Si tuviéramos que averiguar el motivo por el cual se adquieren las armas, rudo trabajo sería el nuestro. El Lafoucheux no sirve ni para asustar a los ladrones, porque el disparo tiene un sonido débil. Para el caso, le recomendaré la pistola Mortimor, llamada de duelo...

«¿Sería tal vez, preferible desafiarlo?—piensa Sigaef—. Es demasiada honra para canallas de esa índole; a esos no se les desafía, se los mata como a perros...»

El dependiente sigue sonriendo, charlando y agitándose. Ha amontonado encima del mostrador una porción de revólveres. El Smith y Wessor es el más sugestivo de todos. Sigaef clava sus miradas azoradas en uno de ellos, lo examina por todos lados y se queda reflexionando. Su imaginación le representa cuadros sangrientos, cráneos destrozados, sangre que corre por la alfombra; la traidora que muere entre convulsiones horribles... Pero todo parécele poco a su alma indignada... la sangre, las lamentaciones, el terror, no le satisfacen... quiere inventar algo más terrible.

«Será mejor si lo mato a él, y me suicido, dejando que ella viva. ¡Que se consuma de remordimientos, despreciada por todos! Para una naturaleza nerviosa como la suya, ello será peor que la muerte...»

Y se imagina su propio entierro. El ultrajado está en el féretro, con una dulce sonrisa en el rostro, y ella, pálida, martirizada por su conciencia acusadora, sigue el cortejo fúnebre como una Níobe y no sabe cómo aguantar el desprecio de la turba indignada...

—Veo que le gusta el Smith y Wessor—añade el dependiente—. Si le parece caro, le rebajaré cinco rublos... Pero tenemos también otros sistemas más baratos.

El dependiente insiste en sacar de las estanterías otra docena de estuches con revólveres.

—Aquí verá usted: éste es de treinta rublos; no es caro, sobre todo teniendo en cuenta que el curso del rublo ha bajado mucho y que los derechos de importación suben más cada día. ¡Es abominable! Estas tarifas han logrado que las armas estén solamente al alcance de los ricos... Yo soy conservador y, no obstante, comienzo también a murmurar... Ahora los pobres han de contentarse con las armas de Tula o con los fósforos... Las armas de Tula son harto conocidas; con ellas, cuando uno apunta a su mujer se pega un tiro a sí mismo.

Repentinamente Sigaef siente que una gran tristeza se apodera de su alma al pensar que tendría que morirse y no asistir a los sufrimientos de la traidora. La venganza es dulce cuando uno puede contemplarla y palpar sus frutos. Es una falta de sentido común el estar en un ataúd y no darse cuenta de nada.

«Quizá fuera mejor hacerlo así; matarle a él. Yo quedaré para ver pasar su entierro, y luego me suicidaré... No puede ser, porque me arrestarán antes del entierro y me quitarán las armas. De modo que lo haré así... Le mataré, dejaré que ella viva, y yo..., por de pronto, no me suicidaré; dejaré que me detengan. Para suicidarme habrá tiempo. El arresto tiene la ventaja de permitirme demostrar a los jueces y a la sociedad la bajeza de la conducta de mis víctimas. Si me suicido, ella será capaz, con su frescura habitual, de echarme toda la culpa, y la sociedad acaso le dé la razón, con lo cual aun habrá quien se burle de mí, mientras que si yo vivo... Naturalmente, si me suicido creerán que he sido llevado a este extremo por algún otro motivo... y, además, ¿qué crimen he cometido para tenerme que matar? Suicidarse es falta de ánimo, pusilanimidad... En fin, mi resolución es la siguiente: le mataré a él; a ella la dejaré viva, y yo seré llevado a los tribunales. Me juzgarán, ella figurará como testigo... Ya me imagino su turbación, su vergüenza, cuando mi defensor le interrogue. Las simpatías de los jueces, del público y de la Prensa serán, naturalmente, para mí...»

Así reflexiona Sigaef en tanto que el dependiente recomienda su mercancía y charla a todo trapo.

—Estos son ingleses; los hemos recibido hace poco; pero le advierto que no valen lo que los Smith y Wessor. Estos días un oficial ha comprado aquí un revólver de este sistema. Lo habrá usted leído seguramente. Disparó sobre el amante; pero el proyectil atravesó una lámpara de bronce y un piano; del piano dirigióse hacia un perrito, lo mató, y luego contusionó a su mujer. Fué un hecho brillante, que hizo honor a nuestra casa. El oficial está arrestado. Le van a juzgar y le mandarán a presidio. Nuestras leyes son muy atrasadas, y el tribunal está siempre del lado del amante. ¿Por qué? ¡Es muy sencillo! Los jueces, los jurados, el fiscal, el defensor, todos viven con mujeres ajenas, y se encuentran más tranquilos cuando en Rusia hay un marido menos. La sociedad desearía que todos los maridos fueran enviados a presidio. ¡No sabe usted lo indignado que estoy con las malas costumbres de hoy día! El amar a las mujeres de otros está tan admitido como el fumar cigarrillos o leer libros ajenos. Nuestro comercio decae de día en día. Esto no quiere decir que haya menos amantes, sino que los maridos soportan su situación con más calma. Temen sobre todo el escándalo, la justicia y el presidio.

El dependiente baja la voz y añade:

—¿Quién tiene la culpa? ¡El Gobierno!

«¡No veo la gracia de que me manden a presidio por un cochino!—se dice Sigaef—. Si me ocurriera esto, mi mujer se aprovecharía de ello para casarse en segundas nupcias y engañar a su segundo marido. ¡Seria ella quien triunfara!... Lo mejor será dejarla viva. No me suicidaré, y en cuanto a él... no le mataré tampoco. Hay que buscar algo más razonable. Los castigaré con mi desprecio; entablaré un proceso de divorcio...»

—He aquí, señor, otro sistema más—prosiguió el dependiente, sacando otra docena de revólveres—; su originalidad está en el cerrojo...

Pero tomada por Sigaef la decisión de perdonar a todos la vida, el revólver ya no le hace falta. Entre tanto, el dependiente sigue mostrándole revólveres. El marido ultrajado se avergüenza de haberle hecho gastar en balde la elocuencia y el tiempo.

—Volveré más tarde... o mandaré a alguien—balbucea confuso.

No se atreve a mirar la cara del hombre, y siente la necesidad de comprarle algo para disimular su turbación. ¿Pero qué? Mira alrededor suyo buscando algún objeto barato, y fíjase en una red verde colgada junto a la puerta.

—Esto... ¿qué es esto?—le pregunta.

—Una red para cazar codornices.

—¿Cuánto vale?

—Ocho rublos.

—Envuélvala...

El marido ofendido paga los ocho rublos, coge la red y sale del almacén aun más ofendido que antes.

Un casamiento por interés

Novela en dos tomos

Tomo primero

En la casa de la viuda de Musurin celébrase un banquete de boda.

Veintitrés comensales; ocho de ellos no comen nada, dormitan y aseguran que están «mareados». Las velas, el quinqué y el candelabro cojo, alquilado en la hospedería vecina, resplandecen tanto, que uno de los convidados—el telegrafista—guiña los ojos y habla melindrosamente de la electricidad, profetizando el dominio de este último sistema de alumbrado: «A la electricidad en general le está reservado un gran porvenir.» Pero los comensales le escuchan con cierto desdén.

—La electricidad... —murmura el padrino, fijando sus miradas aturdidas en su plato—la electricidad, o sea el alumbrado eléctrico, no es, a mi sentir, mas que una trampa. Meten allí un carboncillo y se creen que la gente es tonta. ¡No, amigo; dame lumbre que no sea un carboncillo, sino algo substancioso, ardiente, que arda! Dame fuego, ¿comprendes? ¡Fuego verdadero!, no imaginario.

—Si usted viera de qué está compuesta una batería eléctrica—contesta el telegrafista, dándose tono—hablaría usted de otro modo.

—No tengo ningún deseo de verla... ¡estafadores que sois!... ¡Engañáis a la gente sencilla! ¡Os conozco! Y usted, joven, señor don..., no tengo el honor de saber su nombre y apellido, en lugar de hablar en favor de esas engañifas, beba usted e invite a los demás a que beban...

—Soy completamente de su opinión, padrino—interviene con voz de falsete el novio, Aplombof, joven de cuello largo y cabellos en punta—. ¿Para qué entablar estas conversaciones científicas? No me disgusta a mí tampoco hablar de inventos nuevos; pero en otra ocasión y otro lugar. ¿Qué te parece, machère?—prosigue, volviéndose a la novia.

La novia, Dachenka, que tiene marcadas en sus facciones todas las cualidades menos una, la facultad de pensar, ruborízase y balbucea:

—Veo que lucen ustedes su instrucción; siempre hablan de cosas incomprensibles.

—Hemos pasado, con el favor de Dios, toda la vida privados de instrucción, y, sin embargo, ésta es la tercera hija que casamos con un hombre de provecho—observa del lado opuesto de la mesa la madre de Dachenka, dirigiéndose al telegrafista—; si le parece que no somos bastante instruídos, ¿a qué viene usted aquí? ¡Váyase enhorabuena con los suyos, los ilustrados!

Se hace un silencio. El telegrafista está avergonzado; no podía suponer que la conversación respecto a la electricidad tomara un giro tan inesperado. Este silencio está preñado de hostilidad. Notando el descontento general, cree necesario disculparse y dice:

—He respetado siempre a su familia, y si habló ahora de la electricidad no ha sido por orgullo... En cuanto a beber, es asunto mío... Le deseaba siempre a Dachenka un buen marido; en los tiempos que corremos es difícil encontrar un hombre que reúna buenas condiciones. Todos quieren casarse por interés, por dinero...

—¿Es una alusión?...—pregunta el novio, mientras sus mejillas se enrojecen y su cabeza se mueve.

—No hay ninguna alusión—contesta el telegrafista asustado—; no se trata de los presentes; hablé en general... No lo tome usted a mal, ¡por Dios!... Todos saben que usted se casa por amor... El dote es, por lo demás, insignificante...

—No, nada de insignificante—replica, ofendida, la madre de Dachenka—. Habla lo que gustes, pero no digas necedades. No solamente le damos mil rublos, sino tres capotes, la cama y este mobiliario. ¡Que busque en otro sitio un dote semejante!

—¡Pero si yo no digo nada!... El mobiliario, en realidad, es muy bueno... Lo digo solamente en el sentido de que se cree ofendido... cree que es una alusión...

—No tiene usted para qué hacer alusiones. Le honramos por sus padres; le hemos convidado a la boda, y nos sale usted aquí con indirectas. Y si usted sabía que Jegar Fedorovitch se casa por interés, ¿por qué no lo dijo usted antes? Hubiera usted debido venir y decirnos claramente que fulano buscaba el dote... Y dirigiéndose al novio le dice con voz llorosa:

—Tú... tú eres un granuja... La he criado con mimos... la he cuidado como una alhaja... y tú, ¡tú vienes por el interés!...

—¿De modo que está usted dispuesta a creer todas las calumnias?—exclama Aplombof levantándose y mesándose los cabellos—. ¡Muchas gracias! ¡Le agradezco mucho la opinión en que me tiene! En cuanto a usted, señor Blinchikof—añade volviéndose al telegrafista—, pesar de ser usted conocido mío, no le he de permitir que venga a promover escándalos en casa ajena... Hágame el favor de marcharse...

—¿Qué es lo que dice usted?

—¡Que haga usted el favor de marcharse! Ya quisiera usted ser un hombre tan honrado como yo. En una palabra, ¡hágame usted el favor de marcharse!

—¡Cállate ya!—le dicen sus amigos, tratando de calmarle—. No vale la pena... ¡Siéntate! ¡Déjale!

—No; yo le quiero probar que no tiene ningún derecho a expresarse como lo hace; yo contraigo matrimonio por amor... ¿Por qué no se levanta usted? ¡Hágame el favor de marcharse!

—¡Pero si yo no soy culpable de nada!... Es que yo tan sólo...—balbucea el telegrafista, completamente atolondrado—. No comprendo por qué motivo... Si usted lo quiere, me iré...; pero antes devuélvame los tres rublos que me pidió para poderse comprar su chaleco de piqué blanco... Beberé todavía un vaso... y me iré; pero devuélvame antes el dinero...

El novio cuchichea largamente con sus amigos; aquéllos hacen una colecta y le entregan en moneda menuda los tres rublos, que el novio arroja al telegrafista, quien, después de muchas pesquisas, logra dar con su gorra, saluda y se marcha.

He aquí cómo pudo terminar una inocente conversación sobre la electricidad. Mas la cena está acabada... es de noche... el discreto autor pone freno a su fantasía y echa el velo del misterio sobre los acontecimientos...

Llega a su vez la mañana y hasta le da nuevo material para el

Segundo y último tomo

Es una mañana plomiza de otoño. Todavía no son las ocho; pero hay gran movimiento en la callejuela donde está situada la casa de la viuda de Musurin. Los porteros y unos guardias municipales corren con mucha agitación por las aceras. A la entrada se agolpan sirvientas con expresión de perplejidad en sus caras heladas por el frío... A todos los balcones asómanse los vecinos. En la ventana del lavadero aparecen numerosas cabezas de mujeres.

—¿Qué será esto? Parece nieve; pero no lo es—se oye de todas partes.

En el aire, desde los tejados hasta el suelo, revolotea algo blanco, muy parecido a la nieve. El empedrado, los faroles, las techumbres, los bancos de los porteros junto a las entradas de las casas y hasta los hombres y las gorras de los transeúntes, todo está blanco.

—¿Qué ocurre?—preguntan las lavanderas a los guardias...

Estos no contestan, hacen gestos desesperados y siguen presurosos su camino... Es que ellos mismos no saben nada.

Pero al fin aparece un portero que anda despacio, gesticulando y hablando consigo mismo. Evidentemente viene del lugar del suceso y conoce la ocurrencia.

—¿Qué ha pasado, compadre? ¿Qué ocurre?—le interrogan las lavanderas desde su ventana.

—¡Un disgusto!—responde—. En casa de la viuda de Musurin, donde ayer hubo boda, han engañado al novio, pues en lugar de mil rublos le han dado solamente novecientos.

—¿Y qué ha hecho el novio?

—Se ha encolerizado mucho... ha cogido una navaja... ha desgarrado el edredón y lo ha vaciado por la ventana. ¡Mira cuánto plumón; parece nieve!...

—¡Se lo llevan, se lo llevan!—óyese por todas partes.

De la casa de la viuda de Musurin sale una verdadera procesión. Delante marchan dos guardias municipales, con aspecto preocupado; luego viene Aplombof, con su abrigo nuevo y su sombrero de copa alta; su semblante parece decir: «Soy un hombre honrado; no permitiré que me engañen.»

—¡En el tribunal veréis de lo que soy capaz!—murmura volviéndose a cada paso.

Detrás de él, llorando, vienen Dachenka y su madre. Un guardia, seguido de una multitud de chiquillos y cargado de papeles, cierra la comitiva.

—¿Por qué lloras?—preguntan las lavanderas a la desposada.

—¡Cuánto siento lo del edredón!—contesta en lugar suyo la madre—. Pesaba nueve kilos. ¡Y qué plumón, amigas mías! ¡No tenía ni una caña! ¡Qué desgracia!

La procesión desaparece detrás de la esquina... La callejuela se tranquiliza...

El plumón revolotea hasta la noche.

En la obscuridad

Una mosca le entra por la nariz al vicefiscal, el consejero Gáguim. Que entrara allí por curiosidad o por ligereza, a favor de la obscuridad, el caso es que la nariz no soporta la presencia de un cuerpo extraño, y Gáguim empieza a estornudar con tanto estrépito, que hasta la cama cruje.

La esposa de Gáguim, Marie Michailovna, una rubia gorda y robusta, se estremece y se despierta. Abre los ojos, observa la obscuridad, suspira y vuélvese del otro lado. Al poco rato, vuélvese de nuevo, aprieta los párpados, pero el sueño no vuelve. Después de varias vueltas y suspiros, se incorpora, salta por encima de su marido, se calza las zapatillas y se aproxima a la ventana. Fuera de la estancia, la obscuridad es completa. Vense únicamente las siluetas de los árboles y los tejados pardos de las granjas. En la atmósfera dormida reina un silencio absoluto. El guardián nocturno a quien se paga para que turbe esa tranquilidad cállase como un muerto. Marie Michailovna, al mirar hacia el patio, grita de repente. Parécele que una figura obscura se destaca sobre el parterre del jardín y se acerca a la casa... Al principio figúrase que se trataba de una vaca o de un caballo; pero no tarda en distinguir los contornos de un ser humano. Frótase los ojos, y nota que la silueta obscura se acerca a la ventana de la cocina, ante la que se detiene indecisa unos momentos, luego pone el pie en el alféizar de la ventana y desaparece en el interior.

«¡Un ladrón!», se dice Marie Michailovna.

Su cara cúbrese de intensa palidez. A renglón seguido, su imaginación la hace representarse el cuadro que tanto terror inspira a los veraneantes. El ladrón se encarama, salta a la cocina, de la cocina pasa al comedor; en el armario están los cubiertos de plata; más lejos se encuentra el dormitorio; las joyas corren peligro... Sus piernas flaquean y siente escalofríos en la espalda.

—¡Vasia!—exclama sacudiendo a su marido—. ¡Vasili Pracovitch! ¡Dios mío! ¡Despiértate, Vasili, te lo suplico!

—¿Qué ocurre?—balbucea el consejero Gáguim, aspirando el aire y moviendo las quijadas.

—¡Despiértate! Te lo suplico en nombre del Creador. Un ladrón se halla en la cocina. He mirado hacia fuera y he visto que un hombre saltaba por la ventana. De la cocina pasará al comedor; allí están las cucharillas... ¡Vasili! En casa de nuestra vecina ocurrió el año pasado lo propio.

—¿Qué hay? ¿A quién llamas?...

—¡Dios mío! No oye nada. Pero ¡comprende mi terror! He visto a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia se va a asustar, y los cubiertos están en el armario.

—¡Qué majaderías!...

—Vasili, eres insoportable. Te digo que hay un ladrón en casa y duermes y roncas. ¿Qué quieres? ¿Que nos roben? ¿Que nos maten?

El vicefiscal se incorpora, siéntase en la cama y bosteza ruidosamente.

—¡Qué demonio! No le dejan a uno en paz ni durante la noche. ¡Imposible dormir tranquilo!

—Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre encaramarse por la ventana.

—¿Y qué, después de todo? ¿Y qué que se encarame? Será probablemente el bombero de Pelagia.

—¿Qué dices?

—He dicho que probablemente será el bombero que viene a ver a Pelagia.

—Tanto peor—replica Marie Michailovna—; peor que si fuera un ladrón. Yo nunca permitiré en mi casa cinismo semejante.

—¡Vaya una virtud! No permitir cinismo. Esto no es un cinismo. ¿A qué emplear vocablos extranjeros? Es tradicional que cada cocinera tenga su bombero.

—Esto prueba que tú no me conoces. Yo no puedo tolerar que en mi casa nadie se permita... Hazme el favor de ir a la cocina y ordenar al bombero que se vaya. ¡Pero en este mismo instante! Mañana diré a Pelagia que no se atreva a reincidir. Cuando yo me muera, puede usted emplear en esta casa todo el cinismo que le plazca; entretanto, le niego este derecho. Sin tardanza, vaya usted a decírselo.

—¡Diablos!—exclama Gáguim con un gesto de fastidio—. Reflexiona bien con tus sesos microscópicos. ¿A qué voy a ir yo allí?

—¡Vasili! Me desmayo.

Vasili escupe con desdén y se calza sus pantuflas; escupe de nuevo y vase a la cocina. Está obscuro como un barril tapado. Gáguim tiene que andar a tientas. De paso, entra en el aposento de los niños y despierta a la niñera.

—Vasilia—la dice—, tú has cogido esta mañana mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

—Se la he dado a Pelagia para que la limpiara.

—¡Qué desorden! No colocáis nunca las cosas en su sitio. Ahora me veo precisado a andar por la casa sin bata.

Entra en la cocina y se encamina al sitio donde, debajo de las estanterías y entre las cazuelas, duerme, encima de su baúl, la cocinera.

—¡Pelagia!—grita, sacudiéndola—. ¿Por qué te callas? ¿Quién ha venido a verte, saltando por la ventana?

—¿Por la ventana? ¿Y quién iba a entrar por la ventana?—dice Pelagia.

—Mejor es no representar una comedia. Dile a tu granuja que se largue, ahora que está todavía entero. Nada se le ha perdido por acá.

—¡Está usted soñando, señorito! ¿Me toma usted por tonta? Me canso durante todo el día; corro de un lado para otro desde la mañana hasta la noche; no tengo ni un momento de reposo, y ahora me sale usted con historias como ésta. Le sirvo a usted por cuatro rublos al mes, pagando yo mi ropa y mi azúcar, ¿y debo escuchar ofensas como la que usted me acaba de dirigir?

—Basta de letanía. ¡Que se vaya tu soldado inmediatamente por donde ha venido!

—Usted comete un pecado—dice la cocinera—. Parece imposible que un caballero rico ofenda a una desgraciada como yo, que no tiene quien la defienda. Estoy sola en el mundo.

Y empieza a llorar a lágrima suelta.

—¡Basta, basta, Pelagia! A mí me tiene todo perfectamente sin cuidado. Es la señora quien me lo manda. En cuanto a mí, poco me importa que dejes entrar al diablo por la ventana.

Después de esta conversación, no le quedaba al consejero sino explicar a su esposa que se ha equivocado. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.

—Escucha, Pelagia: ¿has cogido tú mi bata? ¿En dónde está?

—¡Ay, señorito, le pido mil excusas! Se me olvidó dejarla junto a su cama, y la colgué aquí en un clavo, al lado de la estufa.

Gáguim, a tientas, busca la bata junto a la estufa, se la pone y se dirige al dormitorio.

Marie Michailovna, al irse su marido, se mete en la cama a esperar que éste vuelva. Transcurren tres minutos de relativa tranquilidad, pero luego empieza a inquietarse.

—¡Cuánto tarda en volver!—piensa—. No faltaría más sino que topara con el ladrón.

Y en su imaginación se representa cómo en la obscura cocina Gáguim recibe en el cráneo un golpe de maza y muere sin proferir un grito; en el suelo hay un charco de sangre...

Pasan cinco minutos..., seis... Un sudor frío corre por sus sienes.

—¡Vasili!—grita—. ¡Vasili!

—¿Qué te sucede? ¿Por qué chillas?—le contesta su marido—. ¿Te ahorcan acaso?

Gáguim acércase y se sienta al borde de la cama.

—No hay nada—dice—; todo ha sido imaginación tuya. Puedes estar tranquila; tu estúpida Pelagia es tan virtuosa como Lucrecia. Eres muy cobarde, muy...

Y el consejero zahiere cuanto pudo a su mujer. Hállase desvelado y no siente la necesidad de dormir.

—Eres muy cobarde—prosigue—. Es necesario que mañana vayas a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones; eres una histérica.

—Huele a brea o a cebolla.

—Sí; algo hay en la atmósfera que huele mal. Encendamos la vela. ¿Dónde están los fósforos? Te voy a enseñar el retrato de mi jefe, que ayer se despidió de nosotros y nos dió a cada uno su retrato con su autógrafo.

Gáguim enciende la vela. Antes de haber dado un solo paso en busca del retrato, unos pasos resuenan detrás de él y se oye un grito tremendo, salido de los labios de su mujer. Esta le contempla con asombro, coraje y espanto.

—¿Has cogido esa bata de la cocina?—le pregunta con voz sorda.

—¿Por qué lo dices?

—Contémplate.

El consejero mírase al espejo y prorrumpe en un ¡ah! fenomenal. Sobre sus hombros, en lugar de su bata, ve el capote del bombero.

¿Cómo ha podido ir a parar ahí?

Mientras él trata de explicarse la cosa, su mujer se imagina otro cuadro terrible; su marido entra en la cocina; todo está obscuro, silencioso; se oye un cuchicheo, etc., etc., etc.

¿Qué es lo que pasa entre Gáguim y la cocinera? Marie Michailovna da rienda suelta a sus cavilaciones.

En la casa de huéspedes

—¡Oiga usted!—ruje encarándose con el dueño de la casa de huéspedes la inquilina del cuarto núm. 47, la coronela Machatirina, que está púrpura de coraje y echa espumarajos por la boca—. O me da otra habitación o me voy de esta maldita posada. ¡Esto es una guarida de golfos! ¡Tengo muchachas casaderas y aquí no se escuchan más que horrores! ¿Cómo puede uno soportarlo? ¡De día y de noche! Oyense a veces tales cosas, que no sabe uno ni dónde meterse. Gracias que mis niñas no comprenden aún nada; de otra suerte, tendría que escapar aunque me quedara sin albergue... Justamente ahora Carlaniza, mi vecino... Puede usted escucharle...

—Yo te contaré algo mejor—dice en la habitación contigua una voz de bajo profundo—. ¿Te acuerdas del teniente Drujkof? Pues bien; aquel Drujkof hizo una carambola y, según su costumbre, levantó la pierna en alto... De repente oyóse un trrrr... Pensamos que se había roto el paño del billar; pero pronto nos dimos cuenta de que «los estados unidos» habían estallado por todas las costuras. ¡El animal levantó la pierna tan en alto, que no quedó una costura sana! ¡Ja..., ja..., ja...! Y había señoras en la sala. Entre otras, la mujer de aquel papanatas de Okurin... Okurin se puso como loco, rabiando. ¿Cómo atreverse a tamaña indecencia delante de una señora? Cruzáronse de palabras... ya lo sabes. Acabó Okurin por mandar sus testigos a Drujkof, y Drujkof, que no tiene pelo de tonto, les respondió:

—¡Ja..., ja..., ja...! Que no me mande a mí sus testigos, sino a mi sastre, que me cosió mal estos pantalones. ¡Suya es la culpa! ¡Ja..., ja..., ja...!

Sila y Mila, las hijas de la coronela, que se hallan sentadas junto a la ventana, apoyando sus mejillas gordinflonas en sus puños, ruborízanse y bajan los ojitos.

—¿Ha oído usted?—sigue Nechatirina, volviéndose al dueño—. ¿Qué le parece? Yo soy, señor mío, una coronela! ¡Mi marido ha ocupado un puesto importante! ¡No he de permitir que en mi presencia cualquier carretero relate indecencias semejantes!

—¡Señora, si no es un carretero! Es el capitán Kikin. ¡Es un caballero!

—Si hasta tal punto olvida sus deberes de caballero, que se expresa como un vulgar conductor de carros, merece ser despreciado aun más. ¡En una palabra, no discuta usted; emplee medios enérgicos!

—¡Pero, señora! ¿Qué puedo hacer yo? No es usted sola... todo el mundo se queja... ¡Si no puedo nada con él! Cuantas veces he ido a su cuarto tratando de convencerlo: «¡Aníbal Ivanovitch! ¡Por Dios! ¡Es una vergüenza!», me pone los puños cerca de la cara, diciéndome: «¿Los quieres probar...?» ¡Es en realidad un escándalo!... Por la mañana se despierta y se va al pasillo en... usted dispense... en paños menores. O bien se emborracha, coge el revólver y la emprende a tiros con la pared. De día no cesa de beber vino, y por las noches juega a las cartas... de las cartas suceden las peleas.

—¿Y por qué no le despide usted a ese ganapán?

—¿Pero cómo despedirlo? Me debe tres meses. Ya renuncio al dinero con tal de que se vaya. El tribunal le ha notificado la expulsión. Apeló, entabló recurso de casación, y se las arregla como puede para dar largas... ¡Es una calamidad!... ¡Y si viera usted qué hombre! ¡Joven, guapo, listo...! ¡Cuando no está borracho da gusto tratarle! El otro día, como no se hallaba ebrio, pasó el día entero escribiendo a sus padres.

—¡Desgraciados padres!—suspira la coronela.

—¡Naturalmente, son unos desgraciados! No es poca pena tener un hijo semejante. Le reprenden, le echan de las fondas, le imponen multas todos los días por escándalos, etcétera... ¡Vaya una desesperación!

—¡Pobre, desgraciada esposa!—vuelve a suspirar la coronela.

—No, señora; si es soltero. ¿Acaso le es posible casarse? Gracias a que pueda sustentarse a sí mismo...

La coronela da un paseo por su cuarto.

—¿De modo que es soltero?—pregunta—. ¿Soltero?

La coronela da otra vuelta y se queda un momento pensativa.

—Así, pues... ¿soltero?... Lila, Mila, quitaos de delante de la ventana. ¡Hay corriente de aire! ¡Qué lástima! ¡Un hombre joven y de tan mala conducta! ¿Y de qué proviene esto? De que nadie ejerce sobre él una benéfica influencia... No hay quien... Es soltero... Aquí tiene usted el motivo... Hágame usted el favor—prosigue amablemente—de ir a verle en mi nombre y suplíquele que se modere un poco en su manera de hablar... Dígale usted que es la coronela Nachatirina quien se lo pide... Vive en el número 47 con sus hijas, y ha venido aquí desde su hacienda.

—Muy bien.

—No lo olvide; dígale que llegó con sus hijas. Que venga a disculparse por lo menos. Estamos siempre en casa después de comer. ¡Mila, cierra la ventana!

—Pero, mamá, ¿para qué ver a ese borracho?—le interroga Lila al marcharse el dueño—. ¡Valiente convidado: bebedor, pendenciero, tunante!...

—No hables, querida mía; vosotras tenéis siempre algo que decir y por eso no os casáis... ¿Por qué no? Cualquiera que sea, no hay motivo de despreciarle... Quizá sirva de algo... ¿Quién sabe?—suspira la coronela, fijándose con preocupación en sus hijas—. Tal vez esté ahí nuestra suerte. Id a vestiros por si acaso.


Publicado el 26 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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