El Portón de Baqueta

Leyenda

Antonio Afán de Ribera


Cuento, leyenda


I
II
III

I

Es una hermosa mañana de primavera del año de 1569. Vencida la rebelión morisca la Alpujarra, por el valor de los tercios castellanos, y por la nunca desmentida condición tornadiza y sediciosa de los moriscos para con sus caudillos, Granada vio entrar triunfantes sus huestes, y la calma con tanta razón perdida, volvió a ostentarse sus ámbitos.

Los sectarios del profeta, que aún no abandonaron sus antiguas viviendas, ocultaba su vergüenza y su espanto en los más ocultos pasadizos, y lágrimas de rabia surcaba sus tostadas mejillas, pesándole el trágico fin de Aben-Humeya, y la pérdida total de sus locas esperanzas de restauración musulmana.

II

Al pie de la torre de la antigua parroquia de San Cristóbal, y como respiradero abierto para el monte inclinadísimo que desde aquel edificio bajaba el arrecife de la Alcazaba, tan cruzado por los jinetes zegríes las eternas revueltas del Albaicín contra la Alhambra, se hallaba la entrada de una espaciosa cueva que ensanchándose por grados muchas varas en redondo, concluía en una angosta mina, tal vez salida oculta, o tal vez subterráneo de respiración desconocida.

No estaba, como las que hoy existe, al borde de una vereda, y sujeta a las miradas profanas; antes bien, una cerca extensa de agudos espinos y punzantes nopales, defendía el terreno de aquella, formando una especie de murado recinto, de vista portentosa desde la altura, y de adorno del cerro por los opuestos costados.

Allí lozanas parras lucían sus opimos racimos, y por la estación que nos ocupa, la blanca flor de los perales, y la rojiza de los albaricoqueros, perfumaban el ambiente y alegraban la vista, mientras los alelíes jaspeados alentaban abrirse a los capullos de los rosales, que empezaban a colorarse al sol primaveral.

Una bulliciosa fuentecilla saltando a pocas varas de la entrada repartía sus caudales claros arroyos, llevando la vida y la frescura a los acirates llenos de matas de claveles de todos colores.

Un frondoso limonero, señal inequívoca de lo templado del sitio, a cubierto del helado viento del norte, se alzaba a la izquierda de la cueva, desde donde un estrecho camino guiaba a la falda del monte, terminando en un grueso portón claveteado de hierro, forrado de baqueta, y encajado en dos gruesos muros de mampostería, única entrada para aquella escondida vivienda.

Y, cosa extraña, el cuero durísimo del forro de la extraña puerta, estaba rayado con signos cúficos, y lo mismo la clavazón, aunque ennegrecida por la intemperie.

Los moradores de aquellos contornos la conocían por la Cueva del portón de baqueta, y fuese temor a los reforzados y punzantes setos de su cercado, o a los ladridos de un terrible alano, guardián feroz de la propiedad extraña, o a la reputación de los moradores de ella, lo cierto es, que ningún indiscreto se atrevía a dirigir sus miradas ni sus pensamientos al interior.

Veamos si estos temores estaban motivados.

Tres solamente eran los habitantes de aquel sitio.

Un anciano moro, de barba blanquísima, traje limpio, pero modesto; un esclavo etíope, también en la edad madura, y que se ocupaba en los trabajos agrícolas del recinto y una bellísima joven que no había cumplido aún sus diez y siete abriles.

Nada más hechicero que aquel rostro de hurí, ni nada más gallardo que su esbelto cuerpo que se cimbreaba a cada oscilación de su flexible talle, y otros ojos más negros y seductores se vieron en ninguna de las vírgenes del profeta.

Pero lo que llamaba la pública atención de conquistados y de conquistadores, lo que unía a su hermosura un encanto inexplicable, era el metal de su voz, un dulcísimo acento como y los más suaves trinos de los más melodiosos ruiseñores, y que le había valido entre el vulgo el sobrenombre de Pico de oro.

Ignoraban los cristianos su origen, y tenía al moro por un santón de la falsa creencia, fundándose en el respeto que le profesaban los antiguos señores de Granada.

Antes de la rebelión de los monfíes, veíase todas las tardes al anciano acompañado de la joven, situarse en un ángulo de la muralla de la Alcazaba Cadima, hablando con los peones que llegaban de la vega. Cuando estalló la guerra, el moro fue muy vigilado por la justicia; pero no encontraron nada que perjudicase a su conducta y por otra parte la niña era considerada por todos, por su esmero en cuidar al que creía su padre y por su rectitud y entereza de carácter.

Vencidos los monfíes y muerto el último pretendiente a una corona imposible, Ben-Abdala que así se llamaba el viejo, devorado interiormente por los pesares, perdió del todo la vista.

Ya no salía de su Carmen y solo se aseguraba su existencia oyendo los alegres cantares de la doncella.

Cuando en el siguiente año, en el desastroso mes de marzo de 1370 fue decretada la total expulsión de los musulmanes, fue con su hija y el esclavo encerrado en el Hospital Real del Triunfo, para hacerle saber la incalificable resolución que tantas ruinas trajo al floreciente comercio y a la portentosa agricultura granadina.

Su misma inutilidad física le salvó, y quizás alguna secreta influencia, pues le achacaban poseer inmensos tesoros.

Presenciando la formación de los grupos de estos desgraciados que habían de ser conducidos a país lejano, se hallaba D. Alonso de Correa, de una noble familia valenciana y voluntario en los tercios de D. Juan de Austria, de quien trajo una comisión a la ciudad para el presidente de la cancillería.

Ver a Fátima, escuchar su argentina voz, y quedar perdidamente enamorado, fue obra de cortos instantes.

Siguió sus pasos, averiguando cuanto le concernía, y sin respeto a su elevada clase y diferencia de razas, solicitó una entrevista con Ben-Abdala.

—Soy le dijo, pronunciando su nombre, un hidalgo cuyo blasón se remonta a D. Pelayo y primogénito de un mayorazgo de los más ricos del país. Mi padre, impedido como vos por sus achaques, me ha enviado a las órdenes del valiente entre los valientes a cumplir mis deberes de noble, ejercitando las armas. La guerra está para terminarse, pero yo he quedado cautivo de los ojos de vuestra hija. Si como indica vuestra permanencia aquí, vais a dejar las falsas creencias por la religión verdadera, prescindo de todo, y con arreglo a mi clase os pido la mano de vuestra hija.

Cuando D. Alfonso esperaba plácemes y gratitud, quedó sorprendido de la respuesta.

—Sin duda creéis, hidalgo, que me dispensáis merced de vuestra petición. Os equivocáis. Tal vez siendo de tan alto linaje, seáis poco para la descendiente de los ilustres almorávides. Sangre de reyes circula por sus venas, y cuando su heroico padre y sus hermanos murieron en la batalla de Lucena, tocó quedar al mío al reparo de vástago tan ilustre. Fátima no es mi nieta, yo soy únicamente el guardián de su descendencia, mas juré por Alá que nunca permitiría se uniese a los enemigos de mi Dios y de mi patria. Vuestra nobleza y juventud me ha hecho hablar de lo que no debiera; si sois leales, olvidadlo, así como la existencia de unos seres que no volveréis a contemplar. Y envolviéndose en su albornoz, conducido por el esclavo, se introdujo en sus habitaciones interiores.

Don Alonso quedo atónito, y cuando meditaba proyectos y temeridades recibió una orden del marqués de Mondéjar de que en lo sucesivo se abstuviera de molestar al mahometano.

El favor de este con los poderosos estaba bien a las claras.

Entonces la pasión del joven, en lugar de apagarse con el desprecio, tomó nuevo incremento. Abandonando otras ocupaciones, se le veía errante por los alrededores del encantador paraje, mudo, respetuoso, esperando poder contemplar la bella figura de Fátima, pero sin conseguirlo en infinitas ocasiones.

A ella, le chocaba, al aproximarse a la cerca de rosales que formaba una olorosa guirnalda, que la hacía invisible, descubrir el gallardo caballero, que con su airoso chambergo, su coleto anteado, ceñida la flamante espada de Toledo, y envuelto en roja capa, no quitaba la vista de aquel paraje, siendo objeto de compasión de los moradores del barrio, que sabían que aquel recinto era fortaleza inexpugnable.

Poco a poco se fue acostumbrando a contemplarlo, y aun en sueños se le presentaba su imagen, perturbando sin saber por qué su alegría infantil y su reposo.

Algo debiera entender su padre adoptivo, o bien por indicaciones del esclavo, que Fátima después de una ligera conversación, no volvió a reaparecer en el cercado.

D. Alonso se sentía desfallecer, ignorando ya de qué medios valerse para poder comunicar con la joven. Supo que el judío Simuel, que habitaba junto a la mezquita mayor, era banquero y grande amigo de Ben-Abdalá. Llenando un bolsillo de oro se presentó ante él, pintándole con los más vivos colores su respetuoso amor y los fines que le encaminaban.

El israelita, avariento como todos los de su raza, le escucho con paciencia, respondiéndole:

—Por nada del mundo haría traición a mi amigo, si no comprendiera que no debe quedar sola y abandonada la noble doncella, orgullo un tiempo de mi país; al presente, nada más puedo deciros, volved la semana próxima.

El hidalgo fue exacto a la cita. Nada bueno pudo decirle el judío, asegurándole que una pequeña indicación había enloquecido de furia al anciano. Lo que ocurre es otra novedad, el negro ha sido enviado a África, e ignoro el motivo, y me ha encargado le busque otro, o un buen servidor.

Una idea cruzo rápida por la mente del joven.

—Recomendadme, le dijo. Entiendo el árabe, y drogas tendréis y traje, para disfrazar mi fisonomía y mi persona.

—¿Pero os someteréis a esa humillación?

—¿No soy esclavo de mis amores desde que la vi? No vacilemos, estoy dispuesto.

D. Alonso penetró de caballero en la trastienda, y salió enteramente desconocido. El sedoso bigote cortado, así como el cabello, la tez cobriza, y las prendas de vestir en armonía con su nuevo ejercicio. Fue recibido por la doncella, quien leyendo a su padre el pergamino del hebreo, lo dio por admitido.

¡Qué no vence las pasiones! ¡Quién viera al opulento hidalgo cavar la tierra, y hacer las faenas más rudas y enojosas!

Y si embargo era feliz. A todas horas miraba a la dueña de su corazón, y en adivinar sus más mínimos pensamientos cifraba toda su dicha.

También Fátima era más dichosa. A poco de la llegada del esclavo, se encontraba en su aposenta un cartel firmado por un D. Alonso, que suponía ser el hidalgo que antes la rondara. En vez de enterar a su padre lo guardaba, y con Alí, que tal había dicho llamarse el fingido esclavo, entablaba en la glorieta del huerto, largas conversaciones sobre los caballeros de Castilla, mas sin atreverse a indicar nada que pudiera descubrirla.

Estas frases colmaban de felicidad a D. Alonso, que redoblaba los billetes y las misivas. Solo el anciano, a pesar de los solícitos cuidados de los jóvenes, se entorpecía e iba apagándose por momentos.

Una noche el mancebo se colocó en el ángulo más lejano del jardín, y acompañándose con su laúd, cantó al sentir que se aproximaba la morisca, lo siguiente:


En tus ojos brilladores
arde un fuego celestial;
tus mejillas son dos flores
arrancadas de un rosal.

¡Quién al verte no suspira
con ardiente frenesí!
Queda preso el que te mira
en tus labios de carmín.


Ella se detuvo ante aquella inesperada música.

¡Cómo suponer que el esclavo sintiese y se expresara de tal manera! Si saber qué partido tomar, retrocedió a su cuarto encontrando otro billete que decía:

—Mañana probara Don Alonso que el amor le hizo esclavo.

La curiosidad mujeril y el cariño que se había despertado por primera vez en su alma, hicieron que Fátima anhelara las nuevas tinieblas.

A la hora convenida, los preludios de la canción volvieron a escucharse. Ella se adelantó anhelante, y cuál fue su sorpresa al encontrarse a Alí, con el cutis blanco, el cabello rubio, y vestido como el caballero de la capa encarnada, salvo el poblado bigote que sombreaba su rostro.

Este se adelantó y arrodillándose la dijo:

—No temas, hermosa de mi vida, tan esclavo tuyo soy ahora como cuando me presenté para servirte. Mi amor inextinguible, eterno, y la imposibilidad de expresártelo me obligaron a tamaño disfraz. Es una osadía, lo conozco, pero sin ella ya hubiera muerto de pesar.

La joven no pudo contenerse ante tan grandes pruebas.

—Sí, os amo, le respondió, pero mi padre me lo ha prohibido, y si sabe lo que ocurre se vengara de ambos. Salid de esta casa, es lo primero; después la Providencia dispondrá de nuestros destinos.

Vencido lo principal, lo accesorio era más fácil.

Don Alonso la contaba entusiasmado sus desvelos que la niña escuchaba embelesada, cuando fuertes golpes resonaron en el macizo portón. El asunto se complicaba. Un escribano y cuatro ministriles acompañaban a un caballero de edad madura, con un rico traje negro, sobre cuyo costado se descubría el hábito de Montesa.

A las voces de «abrid a la justicia» que daban de fuera, Don Alonso se asomó retrocediendo al instante.

—¡Mi padre! dijo, en efecto, D. Fernando de Correa, lleno de pesar por su hijo único, cuyo paradero ignoraba hacía meses, marchó en su busca, y tanto y tan bien indagó que hubo de hallar el escondite del enamorado.

Al franquearse la puerta y presentarse D. Alosa, reprimió un movimiento de júbilo, y volviéndose a sus acompañantes, dijo:

—Gracias, señores, he encontrado a mi hijo y lo demás me incumbe. Decid al Sr. Presidente cuánto aprecio sus favores, y alargándoles un bolso, los despidió con gran cortesanía.

Cuando se retiraron se encaró con aquel.

—Corre esos cerrojos, y hablemos de tu conducta indigna del nombre que llevas. Me he enterado de todo y antes de salir es necesario pidas te perdón a esa noble criatura, tanto más digna de respeto, cuanto más carece de protectores.

Al descubrir a Fátima quedo prendado de la pureza y dignidad que emanaba de su persona, y des cubriéndose añadió:

—Noble doncella, por el bien de todos llevadme a que departa con vuestro guardador.

La conversación de ambos ancianos no fue larga.

—Estaba escrito, añadía el moro, pero no es posible acceder a vuestra súplica, caballero. Ni el llanto de Fátima ni las elocuentes frases de D. Alonso le conmovían.

—Lo he jurado, murmuraba, jamás alianza con los cristianos.

Un nuevo personaje se presentó en la escena.

El negro que acababa de llegar de Marruecos.

—Señor, le habló a su dueño. El caíd Abil Hassan, me entrega su anillo como testimonio de que os releva de vuestro juramento, si ha de causar la eterna desgracia de vuestra pupila.

Ala Acbar, Dios es grande, no eres mi hija, cúmplase la voluntad del Profeta. Hidalgo, añadió encarándose con Don Alonso, Fátima tiene una dote que apetecería un príncipe, estas son las llaves de los cofres donde se guarda su tesoro, y que ella los entregue a quien haya de ser su dueño.

Enseguida se tapó la cabeza con la capucha de su albornoz y no quiso pronunciar más palabras. Fueron inútiles cuantas gestiones cariñosas le hicieron para que abandonara con ellos la ciudad.

—Aquí he nacido y aquí deseo morir.

La joven decidió no abandonarlo.

—Mientras aliente soy su hija, repetía.

Su amante y Don Fernando no pudieron menos de alabar esta conducta.

El fin del activo musulmán llego pronto. Agobiado por la edad y el disgusto experimentado expiró en brazos de la joven y del esclavo.

A los pocos días después de entrar con gran ceremonia en el seno de la Iglesia Católica, se verificó la no menos solemne de sus bodas, asistiendo la flor de la caballería de los conquistadores y dándose a conocer el nobilísimo origen de la convertida.

Las joyas que cubría su tocado excitaron la admiración universal, y todos envidiaron no haber descubierto a sazón, los tesoros de hermosura y de riqueza que el joven D. Alonso se llevaba, lleno de felicidad, a su país.

La hacienda y valiosos presentes quedaron con su libertad al negro, que no dejo tampoco el sitio donde viviera.

III

Quien desde las Vistillas de San Cristóbal baje las cuestas que terminan en la Alhacaba, al examinar en la primer vereda, las cuatro o cinco cuevecillas con mezquinos huertos que cercan punzadoras higueras chumbas, al registrar aquellos nidos de miseria y desaseo, quién puede figurarse que tan menos llegasen las grandezas pasadas y la lozanía de aquellos, en otros siglos, encantadores paisajes.

De los restos de la hacienda de Ben-Abdalá, nada existe: la puerta claveteada y los motes y alabanzas del Corán, incrustados el fortísimo cuero de Tafilete, el tiempo los redujo a menudo polvo. Únicamente una cosa no ha podido destruir; el nombre. Aún en la actualidad se denomina, El portón de baqueta.


Publicado el 1 de febrero de 2023 por Edu Robsy.
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