Eucaristía

Antonio de Hoyos y Vinent


Cuento


Ah! le douceur de vivre indeciblement pur!

Edmond Harancourt (L’âme nue)


A don Carlos Octavio Bunge


Genuflexos, ante el altar del Santo Gonzaga, oraban en la gloria de la mañana de mayo, bañados en polícroma fanfarria de luz, con que el Sol, filtrándose al través de las historiadas vidrieras, inundaba la capilla. En la iglesia, de ese risueño gótico, todo blanco y oro, típico de las residencias de la orden, la Santa Virgen María fulguraba envuelta en un nimbo de llamas. La cabeza de la imagen se inclinaba ambigua, sin que pudiese saberse si era fatigada por el peso de la corona empedrada de diamantes y zafiros —los heráldicos gules símbolo del amor y de la alegría celestiales— o en un gesto amable de gran dama recibiendo un homenaje mientras con una mano sostenía un Jesús mofletudo, y recogía con la otra su manto de rara magnificencia zodiacal. A sus pies la imagen andrógina del franco príncipe Luis, el Santo, alzaba hacia la bóveda tachonada de luceros sus ojos pintados de azul. En búcaros de irisado vidrio, azucenas litúrgicas erguían sus tallos y abrían el virginal enigma de sus flores mientras a entrambos lados del altar descendían como por la escala de Jacob, angélica procesión de concertantes.

Arrodillados en sus reclinatorios, Juan y Jesús, oraban en espera de la reconciliación con que sus almas puras hallaríanse dignas de recibir la visita de Dios hecho hombre. Cruzados los bracitos lazados de blanco, sobre el pecho, alzadas hacia la imagen las cabezas donde aún no anidara el ave siniestra de un mal pensamiento, eras las preces en sus labios como cándidas palomas que dejando el nido volaban hacia el trono de Dios.

Rubio, pálido, de doradas crenchas y pupilas de cielo, Jesús, moreno de rasgados ojos de sombra y ensortijados bucles, Juan —Murillo y Rafael— a la endeble elegancia del primero oponía el segundo la viril petulancia candorosa de sus doce años. Y sus figuras eran trasunto fiel de sus almas, toda ternura, temor y melancolía la de Jesús; toda resolución, apasionamiento y valor la de Juan.

Huérfano, rico, noble, enfermizo, confinado, por el egoísmo de sus tutores, en aquel colegio, Jesús, duque de Nazareth, había hallado su defensa, en las duchas de educandos, en la adolescente energía de Juan Jordán, segundón de noble familia provinciana. Eran inseparables los dos amigos; fraternal afecto les unía y la vida deslizábase para ellos feliz, igual, monótona, llena por aquel cariño que les ayudaba a sobrellevar las contrariedades de la existencia de encierro, compartiendo estudios, recreos, devociones, venciendo Jesús la hostilidad de sus compañeros, gracias a la victoriosa y audaz simpatía de Juan, benévolos, a las travesuras de éste, los maestros, ante la intervención del de Nazareth. Así al volar del tiempo llegó, insensiblemente, el día, deseado con fervor, de acercarse a la Sagrada Mesa.

Un débil llamamiento del Padre sacó a Jesús de su devoto rezar y llevole a los pies del confesionario; el negro manteo abríase como dos alas negras, inmensas —alas que dicen servir para volar al cielo— aprisionado al Inocente. La mano enjuto, descarnada, dorada de tabaco posose en la áurea guedeja y la voz pastosa tras breve musitar de oraciones comenzó las preguntas de rúbrica.

—A ver hijo si recuerdas algún otro pecadillo... Piensa que Dios Nuestro Señor que murió por nosotros te hace hoy la gran merced de venir a ti.

Tras un instante de pausa la voz pura negó:

—No, Padre.

—A ver —insistió el cura—. Piensa bien... Alguna mentirilla... Alguna falta de respeto...

—No recuerdo, Padre —tornó a replicar.

El confesor se detuvo y miró al niño. La divina claridad que emanaba de sus ojos, ojos de color de cielo irradiaba sobre el rostro cándido prestándole un aura de luz.

—¿Papás no tienes, verdad hijo mío?

—No, Padre.

—¿Hermanitos? —interrogó nuevamente.

—Tampoco.

Calló el presbítero de nuevo. Vacilaba; aquel candor que lucía en el rostro infantil le imponía respeto. Sin embargo siguió:

—¿Amigos?... ¿Algún amigo a quien quieres mucho?

Con espontaneidad entusiasta replicó vivaz:

—Sí, Padre, uno a quien quiero mucho, Jeck. Es como un hermano.

Los ojos sagaces, fríos, grises, que penetraban cortantes como navajas en la carne escudriñaron al penitente como si quisiesen leer hasta el fondo de su alma. Reflejaba inocencia tal que el jesuita vaciló. ¿Seríale permitido sondear abismos que tal vez no existían?

La pregunta infame detúvose en sus labios un instante y al fin surgió velada.

El niño con los ojos muy abiertos, llenos de temor y asombro denegó enérgico con la cabecita de querube, apretando los labios para no sollozar e inclinando la frente para recibir el exorcismo de aquella cruz que borraría el pecado pero no retornaría el candor perdido.

Nuevamente arrodillado ante el altar esperaba el supremo instante. De lo alto de la bóveda, el órgano dejaba caer sus notas graves, armoniosas; un coro de voces entonaban un Hosana a la gloria del Hacedor. Y el Sol, triunfal, rutilaba en los dorados y espolvoreaba con el iris de sus rayos el recinto Santo. Ante el eucarístico misterio, hasta una docena de niños arrodillados hacían ofrenda de sus vidas. Eran los unos frescos y rosados como —311→ plebeyos frutos, eran los otros pálidos y elegantes como infantes de un legendario país de ensueño. El oficiante revestido con magnificencia avanzó hacia ellos sosteniendo en una mano el cáliz de oro incrustado de piedras preciosas y en la otra la hostia, cuerpo de Dios, mientras sus labios murmuraban las preces litúrgicas.

Juan y Jesús habían inclinado la frente entre sus manos y arrobados daban gracias por la alta merced. Pero tal vez la paz había huido de sus almas y algo que no era santo conturbaba su espíritu. Porque hay revelaciones que a semejanza de ciertos trágicos males, con su contacto mancillan una vida entera.

Acabó la misa y fueron a reunirse todos, alegres, locuaces, risueños, con los suyos que les aguardaban en las inmensas galerías.

Juan y Jesús también salieron. A ellos nadie les esperaba. Jordán más fuerte se encogió de hombros y en ademán adorablemente fraternal tendió sus brazos a Jesús. El niño le miró, rechazole suavemente y se alejó llorando...


Madrid, noviembre de 1907.


Publicado el 27 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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