La Torería

Antonio de Hoyos y Vinent


Cuento



Capítulo 1

En la «visera» hubo un movimiento de expectación. Por la carrera de San Jerónimo desembocaba en la Puerta del Sol, al trote de dos soberbias jacas andaluzas, la victoria, yantada de goma, de Tina Rosalba.

Los émulos de «Costillares» y Pedro Romero, que discutían, formando pintorescos corrillos, transcendentales cuestiones de tauromaquia; los traspillados hampones y las billeteras, en funciones a las altas horas de la noche de sacerdotisas de la señora Venus, agolpáronse en la acera contigua a la Carrera para ver pasar el joyante tren. Entre todos destacose con gran algazara el grupo formado por tres o cuatro admiradores (con más hambre que vergüenza) del «Lucero», el futuro astro, el que, según los vaticinios de algunos aficionados que se jactaban de no haberse equivocado nunca, había de emular las glorias de «Pepe Hillo» y de «Frascuelo», el que empezaba a ser ídolo de bellezas fáciles y envidia de las taurinas estrellas de Getafe y Tetuán.

Anochecía. Envuelto en un bochorno de la tarde primaveral, bajo el milagro azul del cielo, en que arrastraba aún por occidente la roja púrpura de su regio manto el sol agonizante, vibraba Madrid entero en cascabelera alegría. Ríos humanos rodaban en ondas de colores calle Alcalá abajo de vuelta de los toros. Por San Jerónimo, por Carretas, por Montera afluían incesantemente a la gran plaza, centro del vivir de la coronada Villa, gentes de todos tipos y pelajes, que se desbordaban de las aceras, poseídas de nerviosa alegría, prensándose, empujándose, dándose encontronazos, mezclando sus voces, sus gritos y sus risas en ensordecedora algarabía, sobre lo que dominaba el agudo de los pregones, el repiqueteo de los timbres de los tranvías y el bronco son de las bocinas de los automóviles. Coches de lujo con damas tocadas de inverosímiles sombreros de campana, soberbios eléctricos, carruajes de círculo con elegantes caballeretes, y vulgares «manuelas», llevando hembras de «trapío» que, envueltas en los chinescos mantones de vivos tonos y quiméricas floras, o cobijados los rostros por el Almagro de las mantillas, hacían surgir flores, picantes como granos de pimienta, en los labios de los toreros acampados a las puertas de Levante y Puerto Rico, pasaban en democrática promiscuidad entre vocear de golfos que pregonaban «La Corrida» y «El Tío Jindama», ofertas de floristas y burlas de guasones; y destacándose de todos aquellos coches, envuelto en el áureo polvillo, bañado por la atmósfera lujuriante, llena de sensualidades, de inconscientes sadismos, de morbideces y de lujurias, impregnada de aromas de perfume, de suciedad, de fuerza, de brutalidad y de deseos, atmósfera en que aún parecía flotar el vaho a sangre de toro y el tufillo a vino de bota, atmósfera insalubre, exasperadora de inconfesadas perversidades, avanzaba en apoteosis triunfal el milord de la Rosalba.

Las negras jacas andaluzas trotaban, erguidas las nobles testas, que agitaban orgullosas, haciendo rebrillar con cegadores chisporroteos los dorados hebillajes de los arneses avellana, ensangrentados en las orejas por dos claveles púrpura. Al ritmo del paso elegantísimo, en que alzaban los remos con ademanes de montura ecuestre, agitaban las largas colas en belleza suprema de gesto que evocaba los triunfales paseos de los gomeles por la vega de Granada, el caracolear en las cañas de los jinetes moros, el triunfo de los Califas en las batallas fabulosas.

Un mantón de Manila que tendía su parterre de ensueño a modo de manta, y una flor roja en el ojal de la librea cocheril, completaban la elegancia jarifa, un poco achulada, elegancia española, a lo Próspero Merimée, del tren.

Sobre los almohadones, en un abandono lleno de gracia, Tina Rosalba lucía el turbador enigma de su hermosura. No era bella, en el sentido que el vulgo entiende la belleza; era… eso: turbadora, inquietante; señora y maja; dama y moza de rompe y rasga; cambiante, camaleóntica, rebelde a toda rutinaria clasificación. Era un rostro incorrecto, tal vez un poco tosco de facciones; los ojos castaños, rodeados de livores, brillaban llenos de viveza, de inteligencia y picardía; ojos netamente madrileños, ojos de chula, mejor de golfo; burlones, desvergonzados, audaces, cínicos, y a veces tristes con tristeza malsana, llena de anhelos y de curiosidades, tristeza de niño enfermizo y vicioso para quien la noche no tiene misterios. En las mejillas descoloridas se marchitaban dos rosas pálidas, y la boca… la boca era en aquel rostro el complemento de los ojos. De labios abultados, muy rojos, que mostraban al sonreír la cegadora blancura de los dientes, húmeda, entreabierta, era lúbrica en su oferta perpetua de besos, lúbrica y triste gracias al rictus que plegaba sus comisuras en doliente mueca de sarcasmo.

Envolvía su cuerpo frágil, ondulante y alargado como los de las majas—duquesas de Goya, en un traje de encajes cremosos; trágicos claveles rojos se apoyaban en los cabellos obscuros, y una mantilla negra, colocada sencillamente, sin artificio de peineta, caía hasta rozar la fina línea de las cejas, dejando adivinar por entre la telaraña de sus encajes la albura de magnolia de la frente.

Junto a ella iba Julito Calabrés que, exageradísimo, como siempre, y rematando su elegancia Alfred de Musset y sus gemas fantásticas —jacintos neronianos y esmeraldas de los Valois— se había plantado, con la misma gracia con que podría hacerlo una cupletista francesa, un cordobés blanco.

Al pasar la pareja, algunos comentarios chocarreros, acompañados de risas y requiebros enteramente primitivos, partieron de los grupos. Tina paseó por ello sus pupilas desafiadoras con ademán de desdeñosa indiferencia, y de pronto las abatió en caricia de terciopelo sobre el rostro del «Lucero». Extraña humedad veló su vista, tenue carmín le arreboló las mejillas, la lengua roja y fina humedeció sus labios, y como Julito saludara al grupo con afectado ademán chulesco, interrogó:

—¿Le conoces?

Hízose de nuevas «para que se desatara aquella loca».

—¿Yo?… ¿A quién?

—¿A ése?

Comprendió él muy bien de quién se trataba, pero no dio su brazo a torcer.

—¿Cuál?, ¿el moreno?

—¡No seas cargante ni te hagas el tonto! El rubio.

—¡Ah!, sí; «el Lucero». Lo vi de lejos en una «guñolería» —afirmó imitando el habla desfigurada de aquellas gentes—. ¿Te gusta?

La Rosalba lo miró fijamente.

—Ya sabes que no me gusta nadie.

—Se me olvidaba —formuló con un matiz levemente irónico—. La princesa sin corazón.

—Tampoco —afirmó ella con extraordinaria gravedad—. ¡Bien sabes que tengo corazón!

—¡Verdad!, ¡verdad! —aseguró Julito acentuando la ironía—. No eres más que una perversa imaginativa, una sentimental romántica.

Un velo de melancolía se había tendido sobre el rostro de Tina; nada quedaba en él de gracia pícara, de la cínica desenvoltura que eran su gala; las pupilas ambarinas se habían obscurecido y, soñadoras, parecían escrutar en lejanía una añoranza amada, y la boca roja marcaba un pliegue de tristeza ensoñadora.

—¡Si supieras… ! Ese chico despierta en mí un recuerdo… El recuerdo —evocó con voz grave— de un instante en que ante la muerte vi lucir en unos ojos azules un flamear de pasión y de valentía sobrehumanos; la memoria de un hombre primitivo a quien amé con locura durante media hora.

Julito rió cínico:

—No es mucho; pero tratándose de un hombre primitivo, basta.

El «Lucero» devoraba con los ojos la bella figura que, por un instante, le envolviera en la fascinación de sus pupilas de cobre y, mientras al correr del coche se alejaba, evocaba también reminiscencias de una figura amada.

—¡Vaya una hembra! —murmuró.

—Una «gachí» de «chipén» —corroboró «Morenito» con la seguridad que su frecuente trato con las damas le prestaba.

—Y está por ti —bromeó «el Temerario».

Los otros «chuflearon» al héroe. ¡Vaya una conquista! ¡Eso se llama tener pupila! ¡Una duquesa! Que supiese aprovecharse, y antes de un año, la alternativa.

¡Cómo se iba a poner!: hembras, aplausos, dineros…

—Porque, vamos a ver, ¿a qué están las mujeres si no es a eso? —formuló «Morenito» echándose el cordobés a la nuca con un golpe del índice—. Yo, aquí donde «ustés» me ven, le sorbí el seso a una gabacha que bailaba tango, «mismamente» que una girafa, en el salón Madrileño, y al principio «too» iba bien: « ¡Oh, tú «sej» mi «toguego» bonito! ¡Yo querer a tú!» Y mucho sobeteo, pero «pelás»… «¡Miau!» Total y que voy y digo: «míe» usté, u hay de aquí o tocan al «ahuequen».

«El Huesca» intervino:

—¡Si es que éste es un «panoli»! ¡Como fuese yo! —y siguió azotándose la pierna con el junquillo que llevaba en la mano.

«El Lucero» se defendía refugiándose, como todas las inteligencias primitivas, en la brusquedad. Sabido es que la vergüenza y la huida son la única defensa de ciertas almas rudimentarias, como la ironía y la indiferencia son privativas de los espíritus superiores.

«El Leñe», un chulo aburrido que ambulaba siempre por allí, perpetuo satélite de futuros planetas, le dio una palmada familiar en la espalda.

—Chócala… y convida para celebrar.

—¡Que os quitéis de ahí! —se defendió «el Lucero»—. ¡A que «vos» rompo la cara, «amos»!

—¡Valiente tía te has «echao, gachó»! —celebró «el Peque», muy chulo, con su pantalón abotinado y su chaquetilla plegada de lienzo.

—¡Que te «calle» tú, niño, «estamo»!

De regular estatura, más bien enjuto, pero fuerte y bien plantado, «el Lucero» tenía la varonil apostura de un hijo de la tierra. El traje gris claro, ligeramente achulado, no acababa de darle el aire rufián de sus compañeros, ese aire civilizado y perverso en su misma estética primitiva de las criaturas de placer con que las mórbidas costumbres modernas han sustituido a los antiguos gladiadores, a los esclavos nubios y a los legionarios favoritos de emperatrices y cortesanas; aire familiar que hace hermanos a los «apaches» de la barrera del Trono, a los golfos napolitanos y a los chulos de Lavapiés y del Rastro, perpetuos huéspedes de las trotacalles, recreo de princesas histéricas y de duquesas en mal de amor. En contraste con la corbata roja, su rostro aniñado era muy blanco; en sus ojos azules, claros, ingenuos, había una gran dulzura que bañaba su faz entera, y sólo en la boca, cobijada por aguileña nariz, vagaba una sombra de picardía por los labios rojos, cortados en la derecha comisura por la cicatriz de una cornada. Sus cabellos rubios se escapaban del fieltro tabaco, caído a la nuca, y subrayado por la tosquedad algo brusca del gesto, tenía toda su persona algo de pueril.

No había pasado «el Lucero» por el cruel aprendizaje que curtiera en los linderos de la vida a la mayoría de los que un ensueño de gloria o de riqueza lleva a exponer la piel ante la fiera. No conocía los días con hambre y las noches con frío, esas eternas noches de dolorosa peregrinación a lo largo de los callejones sombríos, mirando con envidia, al través de las vidrieras de las buñolerías, a los que toman un chocolate de treinta céntimos; no podía evocar en su memoria las rápidas escapadas, huyendo de sabuesos policíacos por vueltas y revueltas del Rastro y Embajadores, y por los descampados de la Fábrica de Tabacos y del Gasómetro, en una fantasmagórica carrera de pesadilla, para salvar un pañuelo de seda afanado a un desconocido y que representaba la pitanza del día siguiente; no recordaba, el niño mimado de honrados campesinos, las felpas propinadas por un padre borracho o por una mujerona violenta y cruel, traída para satisfacer el vicio de su progenitor, ni las lúbricas escenas entrevistas mientras lloraba en un rincón; ni podía tampoco evocar, en la sucesión de mejores tiempos, las juergas canallas en los colmados, entre criaturas de venta estucadas y oliendo a esencias baratas; las noches tumultuosas rodando en coches de alquiler, entre gritos y canciones por las afueras, ni las escenas violentas de celos, las riñas y peleas llenas de bofetadas y blasfemias, de una grosería inaudita, en las mancebías; ni las equívocas aventuras, entre las propicias sombras de la noche, en las calles extraviadas, con pálidos adolescentes pintados y perfumados como mujeres o con graves caballeros de venerable aspecto; ni menos aún las horas interminables de cárcel, las sombrías horas pobladas de vagos temores e irrazonados sobresaltos. Ningún recuerdo amargo y cruel torturaba, pues, su cerebro llevándole a fieras rebeldías. Para él fue la torería un cuento de encantamiento.

Hijo único de honrados campesinos que a fuerza de fidelidad y de trabajo habían llegado a administrar las fincas de un riquísimo aristócrata, crecía en la paz geórgica entre mimos y halagos. Toda su alegría era correr los inmensos predios, escalar los montes, bañarse en los ríos y revolcarse en las praderas entre las patas de los toros de la famosa vacada.

Aprendió desde chiquito a mirarlos como juguetes hechos para su recreo; aquellas bestias, mansas y tranquilas unas veces, feroces otras, le atraían con la fuerza irresistible del peligro. Su mayor placer consistía en escaparse a escondidas de su madre y correr a los prados donde pastaban, y allí, burlando la vigilancia de los vaqueros, jugar con ellas, azuzarles, huirles salvado por la oculta providencia, que parece velar sobre las temeridades de los niños. Sabía vagamente que aquellos animales valían miles de pesetas; que había una fiesta luminosa y magnífica en que, en circos de gloria, hombres vestidos de sedas y de oro se jugaban la vida ante ellas. Y de aquellos ensueños nació en el alma del niño una afirmación: «yo quiero ser torero». En las largas veladas del invierno, al amor de la lumbre, leía su padre descripciones del popular festejo y con ingenua admiración hablaba de sus héroes, de aquellos hombres, rudos campesinos, toscos trabajadores, miserables vagabundos ayer, hoy héroes del pueblo, elevados al pedestal de la guapeza por un rasgo de bárbara valentía. En el alma ingenua del pobre hombre, hecho a la lucha diaria, al lento batallar con las miserias de la vida, al trabajo, al ahorro, a la fidelidad, para quien la visión de la existencia se contenía en un estrecho marco de obligaciones morales y materiales, había una admiración inmensa por aquellos valientes que triunfaban al precio de su vida, que sabían mirar la muerte cara a cara y luego derrochaban ríos de oro entre juergas, amores fáciles y aventuras. La imaginación del niño, de José María, el futuro «Lucero», contagiada por los victoriosos panoramas, diose a soñar. Pasaron, sin embargo, los años indiferentes a aquel anhelo; los trabajos de cuidado y vigilancia compartidos con su padre, a quien largos días de fatiga habían gastado, fueron borrando implacablemente las bellas imágenes y el sueño tomó la inconsistencia de las cosas lejanas. Un día, tras algunos preparativos, vieron llegar a la finca coches y automóviles llevando a una fiesta de acoso y derribo bellas damas o ilustres caballeros, elegantes, toreros de fama, periodistas. Fue una tarde triunfal, el revivir de castizas costumbres, feria de donaires y elegancias en que bellas vestidas de chaquetillas de terciopelo grana adornadas de argentados alamares, la frente sombreada por el cordobés y la garrocha bajo el brazo, derribaron toros, llevando por escuderos a los diestros famosos y a los aristócratas de más rancio abolengo. Entre todas ellas, suprema de goyesca gracia en su majo atavío, la mirada enigmática de los ojos dorados luciendo bajo el pequeño calañés de terciopelo negro, el cuerpo andrógino oprimido en la aterciopelada fulgencia, ceñido el talle por sangrienta faja, destacábase en el airoso caracolear de su potro cordobés la turbadora figura de Tina Rosalba.

De entre todas aquellas damas surgió única ante los ojos de José María la joven duquesa como un ideal de belleza. Desde aquel instante sus pupilas de niño, dulces y candorosas, la siguieron esclavas. Ella, audaz, valiente, arrogantísima, lanzábase a los lugares de mayor peligro, anhelante de impresiones fuertes. Con la verde hierba por tapiz, por fondo la azulada serranía, por dosel la turquesa del cielo, tenía, jinete en su caballo de sangre, el prestigio de un castizo retrato. Acababa la fiesta sin incidentes desagradables, recogían los vaqueros las reses entre gritos y trotadas y reuníanse los invitados comentando los lances de la tarde, cuando uno de los toros escapó dirigiéndose hacia el lugar en que se hallaba la Rosalba. Esperó ésta impávida la ciega acometida, detúvose el toro a unos pasos de ella, escarbó la tierra, dobló la testuz, resopló. Asustado el corcel se irguió rampante, haciendo perder el equilibrio a la amazona, y al querer ésta afirmarse dejó caer la garrocha, en el instante que la fiera se arrancaba. Hubo un grito de horror, pero en aquel momento José María se arrojó ante el toro y con la chaqueta por capote lo arrastró tras él, lanceó un instante, diole algunos pases admirables, y quedó en pie erguido, una mano sobre la cabeza del bicho.

Bravos, enhorabuenas, parabienes, halagüeños vaticinios. ¡Era un héroe!, ¡un gran torero! De su madera habían salido «Frascuelo», Montes y «Guerrita». ¿Por qué no iba a Madrid? Allí todos le ayudarían y triunfaría seguramente. Y unos le ofrecieron su ayuda, otros, sus escritos, y Tina le ofreció una rosa, una rosa roja y pomposa que prendía junto a su corazón, mientras sus ojos de princesa de Oriente le acariciaban en un prometer de ignoradas dichas.

Y fue a Madrid. Sus padres, ante las gloriosas profecías, perdieron la cabeza. ¡Un hijo torero! ¡Un hijo aplaudido y festejado, héroe de multitudes! Y su corazón de humildes latía de entusiasmo ante la sola idea de aquella redención. De sus ahorros fuese una parte no pequeña en equiparle, y por fin un buen día partió a la corte.

De todo hubo en su estancia en ella. Las promesas, en contacto con la realidad, redujéronse a su justo término. Tina Rosalba viajaba por Suiza y los demás volvieron a ofrecer, aunque dando largas al asunto. Verían… Había que esperar ocasión propicia… Cuando viniese don Diego, el revistero taurino que estaba en Sevilla… Decidiose por la espera. Su candor campesino no acertaba a descifrar toda la indiferencia que la diplomática amabilidad encubría. Creyó a todas aquellas gentes poseídas del mismo entusiasmo del primer momento y resignose a aguardar la coyuntura invocada. En aquellos largos días de alto se aburría. No conocía a nadie; los encopetados caballeros que tratara en la dehesa tenían otras cosas que hacer que acompañar a «un maleta», y la gran ciudad, alegre, llena de bullicio, se abría como un desierto para él. Entonces tropezó con Rosita.

Bajita, vivaracha, simpática, sin ser una hermosura, era prodigio de gracia; su cuerpo, menudo, frágil, vibraba al ritmo de sus meneos sandungueros, llenos por el descoco de las hijas del viejo Madrid. Sabía pisar fuerte y andar con suave contoneo de caderas, que dejaba entrever los pies menudos, irreprochablemente calzados, y sabía reír con frescas risas, lanzando una burla al rostro del descuidado transeúnte y subrayar con una donosura sus observaciones callejeras. En su carita encuadrada de negros cabellos, acusadores en su artificio de la experta mano de la Aniceta, la peinadora de «moda», lucían los ojos grandes, negros y alegres, y se tendía la boquita roja en un gesto mimoso de niña consentida.

Sola en el mundo, vivía de su trabajo (la costura) en una guardilla alegrada de pájaros y flores, y era honrada, con la despreocupada honradez propia del bajo fondo social de esta la coronada Villa. No se asustaba de alternar con damas fáciles de la vecindad, ni se privaba de entretener palique con los apuestos caballeros del organillo que le daban serenata, ni hacía dengues para aceptar un «refresco» en el «tupi» de Novedades, cuando «los chicos» del cercano Matadero, en fondos, la invitaban con algunas compañeras de taller; bajaba los domingos a marcarse unos «schotis» a los merenderos de la Bombilla o del Puente de Vallecas, y llegaba hasta frecuentar con las vecinas los bailes «de sociedad» en que se beneficiaba algún «pianista» de los de mayor «tronío» o algún torero con más suerte en las alcobas que en las plazas; y aún, aún por Carnaval se dejaba caer por las reuniones del Lírico o el Frontón. Pero aquí paz y después gloria. Ella no quería conversación, lo que se llama conversación, de ningún hombre. ¿Que a la Patro le «hablaba» «el Gorritis»?; ¡tal día hará un año! ¿Que «la Fantasiosa» estaba «Chalá» por «el Antoñito»?; ¡expresiones a la familia! ¡La hija de su madre no quería «conversación»! ¿Los novios? ¡Líos, músicas, disgustos y quién sabe si una puñalada! Y mátese usted a trabajar para que venga un hombre a quitarle el resuello y se vaya luego a correrla con el primer pendón que le salga por ahí. ¡No!, ¡no!

Y agitaba negativamente sus manos de virgen, tal vez profanadas por la brutal lascivia de los machos, y con deliciosa inconsciencia y falta absoluta de sentido moral hacía una afirmación: el día que ella se entregase había de ser porque encontrara un hombre honrado y porque la quisiera con los «reaños» del alma, y había de ser para siempre.

Cuando la casualidad le puso en su camino al «Lucero», cuando un anochecer del mes de Mayo se vio seguida por él calle de la Montera arriba, creyó que sería como todos y comenzó por tomarlo a broma. A sus requiebros, carentes aún del cínico desparpajo de los galanes cortesanos, contestó con cuchufletas; a sus promesas de amor, con guasonas admiracianes, y a sus ruegos, con veladas negativas. Volvió a encontrarle al otro día, y al otro aún, y en sus palabras apasionadas y sinceras comenzó su sutil instinto a adivinar verdad, y como al mismo tiempo el buen mozo no le pareció costal de paja, llegó el momento en que le dio el ansiado sí. Y cumplió Rosita su promesa, poniendo en aquel amor todas las potencias de su alma y todos los ardores de su cuerpo. Fundió sus ilusiones en aquel niño grande, y desde entonces soñó con ayudarle a recorrer el sendero de gloria que, seguramente, se abriría ante él. Fuéronse a vivir juntos, y juntos pasaban noche y día. Acabado su trabajo daban largos paseos por las afueras, y por las noches visitaban cinematógrafos y teatros. Ella le animaba, alentándole en las horas de desengaño, siendo su guía y consuelo.

Con ella «el Lucero» era feliz. Sólo de tarde en tarde veía pasar por su memoria como un fantasma la imagen de la bella amazona en su majo traje de garrochista, y entonces sombra de tristeza tendía sobre su frente el velo de una preocupación, que no huía hasta que las risas de su querida, que cascabeleaban en el aire como trinar de pájaro cantor, le volvían la perdida alegría. Sin embargo —dos meses iban transcurridos desde su llegada—, las promesas de sus protectores no se cumplían y comenzaba a desesperar cuando le llamaron. No era nada; una becerrada de amigos, pero podía darse a conocer y así se preparaba el terreno… Aceptó encantado, hizo primores de habilidad, ganó aplausos y, ya lanzado, le hablaban de mostrarse en una novillada en la Plaza de Madrid, cuando fue requerido con urgencia para regresar al pueblo. Su padre se moría.

Su vida cortesana quedó rota; los amigos le olvidaron nuevamente y sólo Rosita guardó su imagen. Vio en la tristeza inmensa del campo, más triste ahora después de las delicias de la Capua cortesana, morir su padre, y por vez primera tuvo que abordar la vida cara a cara y pensar en el problema del subsistir cotidiano.

Así pasó un año. En su transcurso vio morir a su madre y arruinarse al amo. El nuevo dueño, labrador enriquecido, comenzó por tomar él mismo la administración de su hacienda. Entonces, despertando de su letargo, recogió sus cuatro ochavos y vínose a la corte.

Comenzó una vida nueva. Rosita le amaba siempre, pero las circunstancias habían cambiado mucho. Muertos sus padres, arruinado el amo, ausente siempre aquella duquesa de Rosalba, a quien, por otra parte, no hubiera osado acudir, no había ya la pensión mensual del padre ni la protección de los amigos influyentes. Era preciso buscarlo todo; ella cosía, él frecuentaba los centros —el Inglés, Levante, la calle Sevilla, la «visera»— donde podía conocer diestros o apoderados y contratistas que le proporcionasen corridas, y así habían de permanecer separados largas horas. Además, la falta de numerario suprimía teatros y excursiones y llevábales fatalmente a frecuentar el mundo del hampa, esa amable sociedad de damas de frágil virtud —vendedoras de flores y de amor indistintamente—, zurcidoras de gustos en funciones de peinadoras y prestamistas; toreros tan diestros en las artes de Monipodio como en las de «Pepe Hillo» y músicos callejeros duchos en tocar cualquier registro; gentes todas con ventana a la Plaza de Toros y al «Abanico», a la Bombilla y a San Juan de Dios, que lo mismo servían para dar dos duros a un amigo, que un timo o un pinchazo a un desconocido. Gentes todas que pululaban por aquellos barrios en los ocios que les dejaban sus excursiones al casco de la población en busca de dineros y amores fáciles y las forzadas temporadas de descanso en su «chalet» de la Moncloa.

Pero como en la vida se da una de cal y otra de arena, y Dios aprieta pero no ahoga, saliole contrata para una novillada en Tetuán, luciose con los trastos en la mano y comenzó a abrirse paso a fuerza de arte y bravura; los «aficionados» principiaron a conocerle y encontró amigos y admiradores que formaron su cortejo.

—Lo que a ti te «jase farta é un apoderao» —formuló con suficiencia «Petaquita».

—¡Eso! —corroboró «Morenito».

Todos discutieron tan interesante punto. En el fondo, estaban conformes, el mismo «Lucero» lo reconocía así. ¡Un apoderado!; ¡ahí estaba la piedra de toque! Un representante que se interesase por «su» diestro, que le buscase corridas y bombos, que tuviese influencia… ¡Nada! ¡Un mirlo blanco!

Por Alcalá entraban en la Puerta del Sol, con gran estrépito de almidonadas enaguas, fuerte aroma de «patchulí» y recio meneo de caderas, Rosita con la «Patro» y la «Visajes»; muy sencilla en su falda de hilo crudo y su pañolillo de crespón negro la primera, que venía a recoger a «su» hombre; de vuelta de los toros las otras, espléndidas en sus relumbrantes atavíos —faldas de fular de vivos colorines, blusas de encajes y pañuelo de crespón—, embadurnadas las caras de afeiteis baratos (la sabia «mano de gato» de la Aniceta) y entre los cabellos, ondulados, ensortijados, untados de bandolina en un artístico artificio capilar, espléndidas peinetas de concha falsa adornadas de suntuosos culos de vaso.

Orgullosas, satisfechísimas de tanto esplendor, y llevadas de cierto antojo que sentía la «Visajes» por «el Huesca», dieron en el grupo.

—¡Hola, chavalas! ¿De «aónde» salís? —formuló «Morenito» mientras, en explosión de entusiasmo ante tan excelsa belleza y elegancia, todos las rodeaban, manifestando su admiración en atrevidos conceptos y algún tacto más atrevido aún, manera primitiva de amar que rechazaban las interesadas (¡!) con recios manoteos (¡pues, hombre, me gusta; no era cosa de que las chafaran las galas!), encantadas, en medio de todo, del éxito, de aquella revolución armada con su sola presencia. Venían de los toros entusiasmadas, locas… ¡Qué «corría», madre, qué «corría»!… El «Bomba»…

La «Patro» interrumpió a su amiga:

—¡No, no! ¡El «Machaquito»! ¡Ay el «Machaquito»! ¡Ay mi nene!, ¡qué «reteguapismo»!, ¡qué valiente!; ¡vamos, si cuando se arrodilló delante del toro pensé que «espichaba» de emoción!

Y como «Morenito», aprovechándose de tanto entusiasmo, se empeñase en averiguar si una cadera era de «carne natural», le dio un abanicazo.

—¡Que a ver si «arrebaja» las «pata»! —y siguió su panegírico. ¡Aquél era un «gachó»!; ¡por un hombre así podía sacrificarse una «señora»! ¡Lo que se habían perdido!

—¡Habernos «convidao»! —arguyó con excelente criterio «el Peque».

—Si es que «seis mu» cabras —apostrofó «Morenito»—. Si no «tenís» un tanto así de «lacha».

—Quita de ahí «esaborío» —devolvió la «Patro» agresiva—. ¡«Pa» eso estábamos, «pa» pagarte a ti los toros! ¡Me gusta éste!, ¡ja! ¡ja!… ¡Chulapón! ¡Sin vergüenza!

—Oye tú, que no «farte, ¿etamo?»

Intervino conciliador «el Huesca»

—¡«Na»!; ¡aquí no ha «pasao na»! Vosotras nos convidáis a unas copas y tan amigos.

La «Visajes», ante la intervención de su amado, se sintió rumbosa:

—¡Ea! «Vos» convido yo. ¡«Arreando pa» la Concha!

Le hicieron una ovación. ¡Vivan las hembras de rumbo! ¡Ole su madre!

Rosita hubiera preferido llevarse al «Lucero» a cenar, pero no era cosa de despreciar el convite; ¡paciencia!

El alegre grupo se puso en movimiento con gran algazara de risas y retozos; al enfilar la Carrera vieron venir hacia ellas nuevamente el tren de la Rosalba, y esta vez Julito saludó aún más exageradamente y Tina no se contentó con mirar. Mientras sus pupilas envolvían al torero en los oros de una mirada cargada de promesas, sus labios rojos y sensuales sonreían el relámpago de sus dientes blancos.

«El Lucero» se detuvo y a su vez devolvió la sonrisa; luego, viendo los dolientes ojos de su querida fijos en él, tristes, reprochadores, siguió su camino, pensativo.

Capítulo 2

—¡Cocherito, para!

Los jamelgos escalaban fatigosamente la cuesta de San Vicente en lamentable exhibición de osamentas que amenazaban traspasar la pelada piel, y a su tardo paso, los desvencijados armatostes, coches por mal nombre, que arrastraban tras sí, se bamboleaban, crujían, se inclinaban de modo sospechoso, amenazando dar en tierra con su alegre carga. Dentro, amontonados en los duros y estrechos asientos, los excursionistas reían, gritaban y cantaban en escandalosa algarabía que profanaba procaz el majestuoso silencio de la noche.

Ocupaban el primer vehículo «el Lucero», que, reclinado en el fondo, se envolvía en silenciosa displicencia; Rosita, triste por el reflejo de la tristeza de su amante; «Morenito», locuaz y jaranero, y la «Patro», que, un si es o no bebida, no paraba de decir ternezas al «Peque», encaramado, a falta de sitio mejor, en el pescante. En el segundo, además de la «Visajes» y «el Huesca», que decididamente se entendían, como con harta claridad hacía sospechar su empalagoso besuqueo, iban don Saturnino, un «aficionao», gordo, bromista, un poco ridículo con su leontina de oro y su pequeño hongo café caído sobre la ceja izquierda, rico (relativamente a sus aspiraciones), antiguo jugador de ventaja, furibundo apasionado de las corridas, de las que no perdía una, y donde lo mejor que llamaba al presidente —a poco que se apartase de las leyes, para él sagradas como un decálogo, del arte supremo del toreo— era «¡morral!» o «¡ladrón!», gran conocedor de ganaderías y protector de diestros, a quienes trataba con una mezcla de admiración y superioridad condescendiente que le dictaba su «don» sobre los nombres a secas de los «chicos»; la «Ricitos», una nena de grandes ojos azules, ingenuos y candorosos y carita de vicio, encaramada sobre sus rodillas, y «el Chulo de la raya», que se les había incorporado al pasar por la estación.

De pie, y ya parados los coches, «Morenito» interpeló a gritos a los del otro simón:

—Bueno, vosotros, ¿«aónde» vamos?

Don Saturnino dio la respuesta.

—¡Adónde hemos de ir! ¡A casa de la Manola!

Rosita saltó como si le hubiesen puesto un par de banderillas de fuego.

—Yo no voy.

—Mujer, ¿qué te importa, si va ése contigo? —intervino conciliadora la «Patro».

—¡Que no!, ¡que no! y ¡que no! ¡Pues hombre, hasta ahí podíamos llegar!…

Todos trataron de convencerla, pero fue inútil. Se había puesto terca y no había quien la llevase a razón.

—«¡Dejarla!» ¡Si ya se sabe que es el aguafiestas! ¡Si con ella no se puede ir a ninguna parte! —dejó caer «el Lucero», hasta entonces sumido en su indiferencia. Y encarándose con ella: —Mira, si quieres, vienes; y si no, te quedas, porque nosotros vamos.

—Además —apoyó don Saturnino—, Julito ha dicho que iría allí a buscarnos con la francesa del Trianón Palace.

—Maldito sea ese tío y «toa» su casta —fulminó Rosita.

Y «el Lucero» sin hacer caso:

—¡Arrea, cochero! A casa de la Manola—. Y, rumiando, malhumorado: —¡Pues, hombre, estamos lucidos!

Se sentía brutal sin saber por qué. Desde aquella tarde, desde la reaparición de la bella imagen que iluminó un instante su vida con un sueño de gloria y amor, sentía nacer en él un odio inconsciente, irrazonado por los que le rodeaban en su fracaso: por aquellos «chulos aburridos», por aquellas «mujerzuelas» a merced de todos, y hasta por Rosita, la sin par, la celeste Rosita, su alentadora, su consuelo y sostén. ¡Qué fea, qué vulgar y tonta la veía junto a la bella amazona que se cruzara en su camino!

La víctima, caída en el fondo del coche, lloraba silenciosamente, sin hacer caso de los consuelos que trataban de verter sobre su oprimido corazón; lloraba, sumida en asombro doloroso, ante la primera brutalidad, ante la crueldad presentida por la tarde al paso del espléndido tren.

Y sentía la cuitada alzarse un odio inmenso en su alma contra aquella duquesa y aquel elegante, contra Tina Rosalba y Julito Calabres, a quienes hasta entonces no conociera, pero de quienes oía hablar constantemente en perpetuo narrar de extraordinarias e indecorosas aventuras; contra aquellos frívolos y extraños personajes que vivían rodeados de una leyenda capaz de avergonzar a una persona honrada, pero que ellos cultivaban con amor, como un «chic» más de su turbulento vivir, y recordaba involuntariamente las historias en que Tina Rosalba, enigmática, sin saberse a ciencia cierta si era una viciosa o una estrafalaria ansiosa de llamar la atención, apareciera tratando de emular a la clásica duquesa Francisca de Alba que amara Goya, nuestro señor, y en que Julito, vestido de frac y cubierto de brillantes, rodaba a las altas horas de la noche por temerosos antros rodeado de gentes maleantes.

El coche, tras de cruzar la plaza de Oriente y la calle Mayor, había enfilado la del Sacramento, camino de la calle del Grafal, y rodaba con gran estrépito por los tortuosos callejones empedrados de puntiagudos guijarros. Llegaban. A la puerta la Lolita, con roja bata de rico percal, esperaba a los oficiantes del culto venusino para hacerles los honores del templo e iniciarles en los encantos del pagano paraíso. Sobradamente conocía a los recién llegados, y así, gratamente sorprendida en el aburrimiento de su larga espera, prorrumpió en exclamaciones entusiastas:

—¡Vaya lo bueno que se viene por aquí! Pasen, pasen, que ama Manola se alegrará. Arriba para con don Julito una francesona; en el comedor están la «Bilbaína» y la «Sorbitos».

Refociláronse con tan gratas nuevas los juerguistas y, tras obsequiar a la cancerbera con algún amable achuchón, cruzaron el comedor y coláronse por sucia escalerilla.

Vulgar, poco más o menos la sala de todas las mancebías, ofrecía la de la Manola el más peregrino fondo que un pintor de decadencia a caza de contrastes monstruosos podía soñar al extraño mundo allí congregado. Cubría las paredes papel gris perla que hacía destacarse algunos hórridos cromos sensuales—amatorios. Eran éstos una mora en lánguida postura, mostrando entre los descompuestos ropajes morbideces que seguramente harían nacer en los clientes del establecimiento esperanzas pronto defraudadas por aquellas señoras; una pareja bogando en lancha, cautivos de ternísimo deliquio, bajo la mirada satisfecha de un Cupido mofletudo y congestionado; un bodegón con sandías y melones —no se ha averiguado aún qué secreta conexión halló el decorador entre aquellos frutos y el amor (tal vez era un «civilizado» y pensó en las extrañas perversidades de la «Dame de Beauté» de «monsieur de Bougrelon»)— y una pareja Luis XV besándose en un jardín. El testero principal ocupábalo el espejo, envuelto en gasa verde y enriquecido por multitud de tarjetas de comercios. Cortinas de reps rojo cubrían puertas y ventanas, y una sillería de imitación de palosanto, forrada de la misma tela, brindaba, a más de unos divanes, sus cómodos asientos a los tertulios.

Bajo el espejo, extraña, imponente, casi repulsiva, con algo de ídolo indostánico o chinesco, reposaba su monstruosa humanidad la Manola. Debió ser bella en otros tiempos; pero la balumba de carnes que el buen trato y los forzados ocios habían hecho nacer, anegaba en ella toda apariencia, no ya femenina, sino humana. Bajo el pelo negro, suelto sobre la espalda (le dolía la cabeza aquella noche), la frente tersa y blanca cobijaba dos ojos castaños que serían bellos de no encogerse agobiados por la carnosa masa de las mejillas; la parte inferior del rostro desaparecía borrada por desaforada papada, que iba a descansar sobre los senos, que, a su vez, enormes, flojos como dos odres semivacíos, apenas prisioneros en una chambrilla de percal, reposaban en el vientre hinchado, hidrópico, tremendo, bajo el delantal de cuadros azules y blancos, en uno de cuyos bolsillos tintineaban con alegre campanilleo las ganancias de la noche; sus manos torpes, carnosas, de amorcillados dedos cargados de prodigiosos anillos —turquesas de palidez de cielo, rubíes sangrientos, esmeraldas misteriosas como pupilas de encantadores zafiros inquietantes en el candor de su azul—, una reposada sobre el vientre, mientras la otra llevaba a los labios de vez en cuando un pitillo de cuarenta y cinco. Y junto a ella, horrendo, con ese horror grotesco y trágico de los monstruos favoritos de antiguos reyes —enanos velazqueños, bufones inmortalizados por Antonio Moro—, compartía la gloria señoril de sofá Pedrito, su esposo y esclavo. ¿Qué le encontró la hembra aquella que supo volver locos en su día a aristócratas y toreros, a príncipes y artistas, al feo y desgarbado enanillo para elevarlo en prodigioso salto desde las humildes funciones de criado de casa pública a las gloriosas de amo? ¡Vaya usted a saber! Bajo, muy bajo, enclenque, manco y bizco, sucio y torpe, vivía junto a ella con derecho a ensuciarlo todo, a estropearlo todo como esas bestezudas mimadas de estrafalarias solteronas. Y allí, esclavo de ella, dueño y señor de las niñas, que le respetaban, halagado por sus iguales y aun atendido por los concurrentes a la tertulia cotidiana, vivía feliz. ¡Y qué tertulia!

En una butaca, dejando ver por el gabán entreabierto la albura de la bordada pechera, en que nacaraba su claridad de aurora gruesa perla, Julito Calabrés contaba historias de extrañas aberraciones modernas y tenía ahora patitiesos a sus auditores después de haberles dejado turulatos con las evocaciones antiguas —Parsifae de Creta, Calimante y su buena amiga la baronesa de Casa Vieja—, mientras con exquisita afectación accionaba atusándose la pequeña melena con las manos finas, blancas, femeniles, en que lucía un ágata prodigiosa de lechosa claridad.

Frente por frente, envuelta en gasas y encajes, que dejaban ver sobre la nieve del escote el relieve de un hilo de gotas de rocío (vulgo brillantes), cobijada por un sombrero inverosímil agobiado de negras plumas, se destacaba la más ideal muñeca que puede soñarse en la frágil persona de «Diane D'Anvers». Eso era la francesa: una muñeca fría, rígida. Muy blanca, con blancura de nardo, lucían en su rostro menudo dos ojos enormes, serenos, de porcelana azul, y una boca de coral pequeña y admirable de trazo. Y había en toda su persona una inmovilidad macabra de figura de cera; sólo en el fondo de sus pupilas brillaba una lucecita siniestra de lujuria, y en la comisura de sus labios había un rictus cruel de animal carnívoro.

En un rincón un cabo de artillería en traje de faena se retorcía pedantescamente el fino bigote, dejándose adorar por Cirila, «la de la casa de empréstamos», que lo tenía a qué quieres boca, mientras lord Ewards (un amigo de Julito) hablaba con Petra la «Jerezana» y su chulo «el Cuchillada», un tío peligroso que contestaba a las chapurreadas preguntas del inglés con luminosas explicaciones sobre el difícil arte de «afanar» y el no menos noble de dar «mulé», y un poco apartado, Alberto Guacani, el poeta excelso, desfallecía murmurando un soneto de «Verlaine».

Al ver entrar a los recién venidos, la dueña y señora del harén tuvo sentidas exclamaciones de júbilo; no se movió de su asiento, porque semejante esfuerzo no entraba en sus mandamientos de urbanidad, pero ordenó, eso sí, que cerrasen ya y se subieran las «niñas». Ella no era ninguna tirana, y en cuanto «hacía» los veinte duros diarios, portazo, para dar descanso a aquellas en sus peliagudas faenas. Al fin y al cabo eran también hijas (aunque descarriadas) de Dios.

Como los asientos fuesen escasos para tan numerosa concurrencia, acomodáronse como pudieron, y señora que no encontró lugar de descanso, hallolo muelle y regalado en las rodillas de algún caballero.

Mientras las damas se instalaban, «Morenito», poseído de sus altas funciones de introductor, presentó «el Lucero» a Julito.

—«El Lucero», un amigo…

El elegante le tendió la mano.

—Tengo mucho gusto; hace días que quería conocerle. Además, hoy me han hablado de usted toda la tarde: ¡un héroe!

Cortado por el elogio, el torero sonreía.

—Yo también lo conocía de vista.

Sentábanse todos. Por orden de Calabrés habían subido Montilla y pasteles, y aquellas damas y sus caballeros hacían honor al agasajo hincando el diente con fruición a las hiperbólicas pastas enriquecidas de sospechosas cremas. «Diane» se había sentado junto al «Lucero», y en sus ojos de porcelana, fijos en él, brillaba una chispa de ansia amorosa, mientras que de vez en cuando, asomando entre los labios la lengua roja y fina, los humedecía con gesto goloso de gata. En tanto la francesa «camelaba» al torero, don Saturnino emprendía valerosamente la conquista de Rosita, instalada a su vera.

Entraron las niñas en lamentable teoría de vestales. Primero Lolita la «Madrileña», con su bata roja y su cara enharinada; después la «Sorbitos», insolente en el respingado de su nariz y las precoces arrugas de su marchita cara de histrionisa; tras ella la «Bilbaína», de cabeza caballar y amplias posaderas de vaca, que hacían aullar de entusiasmo a los carreteros y otras conquistas de la cercana calle de Toledo, y por fin, Rosalinda, pálida y exangüe, oliendo a brea y fenol, dejándose morir en lenta agonía que hacía de marfil sus pobres mejillas y hundía en azulados abismos sus ojos tristes de tísica.

Don Saturnino se había ido entusiasmando con su conquista, y Rosita, que en los comienzos le dejó hacer, para dar celos al «Lucero», comenzaba a cansarse del juego, e impaciente, aburrida, se revolvía a un lado y otro con esa nerviosidad inquieta que precede al drama, con gran júbilo de Julito, a quien tales cosas encantaban. Mientras, lo de la francesa y el torero iba viento en popa; cada vez estaban más cerca y cada vez sus ojos se acariciaban con mayor insistencia; y eran rozamientos, choques de rodilla, súbitos enlaces de las manos que se encontraban en un ademán rematado con tierna presión.

Los demás no se ocupaban de tales menudencias entretenidos en sus juegos; la «Patro», medio borracha, se revolcaba de risa, prisionera entre «el Peque» y «Morenito»; la «Visajes» había llegado a la cima de su amor por «el Huesca», a quien se lo manifestaba de modo harto expresivo; Calabrés compartía su atención entre Rosalinda, a quien daba consejos estéticos, y la escena de las dos parejas; las «niñas» jugueteaban, como ninfas caprichosas, con «el Chulo de la raya», e inmóvil, sonriente como deidad propicia, la «Manola» presidía desde su alto trono la saturnal.

De pronto, «Diane», con un gesto espléndido de reina apasionada, se quitó una sortija de brillantes y rubíes que lucía en una de sus manos, cargada de joyas como la de bizantino icono, y se la colocó en el anular al «Lucero». Rosita rebotó de rabia, pero con supremo esfuerzo se contuvo aún. La otra se puso en pie y, cerrando con un gesto teatral el flotante abrigo, se encaró con Julito y le habló en francés. Tomó él la palabra.

—«Diane» ha pasado un rato delicioso, pero está un poco cansada y se va. —Y encarándose con el torero advirtió:— Tú la acompañas.

—¡Que la acompañe el Nuncio! —bramó la querida, ciega de ira.

Trataron de convencerla de la imposibilidad de que el representante de Su Santidad acompañase a una cupletista a las altas horas de la noche. ¿Por qué se enfadaba? ¿Tenía algo de particular que «el Lucero» diese guardia a una señora hasta su casa? ¡Qué tontería! ¡Era ridículo ponerse así! ¡Ni que lo fuese a comer!

Todos rivalizaban en oficiosidad para convencerla, pero ella no se dio a partido.

—¡Os digo que no va!, ¿sabéis?; ¡porque a la hija de mi madre no se le ríe nadie en las narices, y menos una franchuta que parece una muñeca de las que dicen «papá» y «mamá»!

Julito intervino:

—¡Mujer, no seas bestia!

—¡Malos «mengues» te lleven a ti y a todos los de tu pijotera casta!; ¡vosotros tenéis la culpa de «muchismas» desgracias!

El elegante rió guasón.

—«Jetatura».

—¡Narices! —saltó furiosa—. ¡Lo que te digo es que no va, que no, vamos, que no!

«El Lucero» tuvo un gesto magnífico de desdén:

—¡Haré lo que me dé la gana!

—¡Ah!, ¿sí? ¿De veras? —escupió encarándose con él ahora, presa en sorda furia—. ¡Pues yo te digo que no vas!

La miró de arriba abajo desdeñoso y frío.

—¿Oye, niña, en qué «mercao m'as comprao»?

—En ninguno, pero eres mi novio y no vas.

—¡Voy!

—¡No!

—¡Que sí! —y dio un paso.

Ella se interpuso.

—Habremos «acabao».

Fue canalla:

—¡Mejor! ¡«Pa» lo que me das!

Sintió ella toda la crudeza del ultraje y vaciló; su furor fundiose en lágrimas y dejose caer en una silla sollozante. Entre hipos reprochó:

—Te doy «too» lo que tengo.

Siguió inabordable:

—Así echo yo este pelo…

—Me daré a la vida y así ganaré más —gimió entre suspiros.

Julito no pudo menos de aplaudir tan prudente resolución y bromeó:

—Te haré «reclame».

«El Lucero», altivo, desdeñoso, se dirigió a la puerta con la francesa, y tras un «¡aliviarse!» salió. La abandonada siguió llorando. Don Saturnino se sentó junto a ella y empezó la tarea de consolarla, paternal como un viejo patriarca que hiciese olvidar a una esclava la partida del amado. Poco a poco el temporal amainó, y entre los celajes de lágrimas se abrió paso el rayo de sol de una sonrisa. Julito rió irónico:

—¡Dido olvida a Eneas!

Capítulo 3

Saltó al suelo sin aceptar la mano que Julito le tendía, envió el automóvil a esperarles al merendero de la Florida, y dio algunos pasos resueltamente para luego detenerse perpleja:

—¿Hacia dónde vamos?

Envuelta en el amplio guardapolvo de crespón malva, cubierta la cabeza por el gran velo de gasa, tenía la Rosalba una gracia un poco decadente llena de elegancia que resaltaba más sobre el fondo del popular festejo.

Noche de verbena. La ermita de San Antonio se alzaba, toda albura, sobre la sombría esmeralda de las frondas. Los puestos de flores tendían sus tapices, en que, dominando los cuadros de humildes albahacas, se alzaban las hortensias, un poco vulgares, en su pompa insípida, y florecían enclenques, en agonía de aromas, los rosales junto a los claveles jactanciosos; en los tenduchos de mercancía, en un aburrimiento resignado, y junto a los tableros cargados de toscas figuras de los marchantes de muñecas, animaban éstos a los compradores con chabacanas chirigotas.

Más allá, al fondo, casi detrás de la capilla, hacíase el espectáculo más majo, más típico, agitado en una borrachera de vino y alegría. De las buñolerías se elevaban columnas de humo que apestaban a aceite frito, y a la luz de los hornos veíanse hombres semidesnudos ennegrecidos, que manejaban la grasienta mercancía, mientras en torno de las mesas, bulliciosas parejas reían y gritaban. Cascabeleaba la música de los Tíos—vivos, y a sus notas, lanzadas en el clarobscuro de las humosas lámparas, se veían pasar, arrebatados en infernal torbellino, sobre lomo de las inclasificables alimañas, niñeras y soldados, chulos y menegildas, que gritaban y retozaban en grotescos abrazos evocadores de los grabados de Torop. Por la pendiente de un «tobbogan» se deslizaban algunas señoritas, pobres muchachas héticas, que con aquellos resbalones engañaban su ansia de otras caídas imposibles; y a la puerta de los barracones, hombres roncos y sudorosos halagaban, rogaban, apostrofaban a los transeúntes para que entrasen a ver el hombre insensible o la mujer cañón.

Tina avanzaba, hendiendo la multitud, del brazo de Julito. Sus narices, un poco gruesas, respiraban dilatadas el pesado ambiente, los ojos brillábanle extrañamente, y su brazo tenía súbitos estremecimientos. Malsana atmósfera les envolvía en su caricia; olor de humanidad, de cuerpos sudorosos, de aceite frito, de perfumes, de flores y de amor hería su olfato; fuertes encontronazos en que se sentía el sobresalto de un contacto; apreturas en que el calor de otros cuerpos adivinados bajo las livianas vestiduras veraniegas crispaba la piel en una adaptación de todos los miembros, irritaba el tacto; frases truncadas, lascivas, evocadoras, acariciaban el oído, y bellezas bárbaras —ojos que quemaban, labios que mordían— tendían ante la mirada el panorama de un amor primitivo, brutal.

Antojósele a Rosalba detenerse en una rifa. Con grandes esfuerzos consiguió colocarse en primera fila y jugó. La dueña, una vieja de aquelarre, puso en su rostro rugoso, de sutiles ojillos grises, su mueca más amable, la mejor sonrisa de su repertorio; unas mujeres que jugaban quedáronsela mirando procaces, desafiadoras —¡qué se habría creído la señorona aquélla!—; un chulo arriesgó una caricia sobre su cadera, y un golfillo de ojos negros y encrespados pelos murmuró a su oído una obscenidad.

Azorada, la Rosalba retrocedió, y del brazo siempre de su acompañante internose en los boscajes de la Moncloa. Desde la alta bóveda, la luna, como una lámpara de plata, vertía su luz sobre el jardín, bañando las verdes hojas en argentina claridad; la música de la cercana fiesta llegaba vagarosa, impregnada de una melancolía malsana; de tarde en tarde traía la brisa, como un aroma afrodisíaco, el intenso olor de la verbena; por entre los altos árboles circulaban lentamente parejas sospechosas, los labios en los labios y los talles enlazados —faldas de percal y pantalones abotinados—, y se escuchaba rumor de besos y suspiros, frases truncadas, juramentos y promesas. Un bochorno horrible caía a plomo sobre la tierra, y tornaba a subir de ella, a mezclarse con otros olores en acre olor de humedad fecunda.

Tina se dejó ir indolente sobre el brazo de su amigo y suspiró:

—¡Qué noche!

Él sonrió.

—Una noche de amor.

Los dos callaron un instante para escuchar. Dos amantes: ella se resistía débilmente, «¡no, no! ¡Luego no me querrás!», él porfiaba. Al fin se oyeron besos, gemidos y un leve jadear. La Rosalba apretó el brazo de Julito hasta hacerle daño; luego, con voz velada, habló:

—¡Comprendo que una noche así no se pueda resistir!

El elegante ironizó:

—Me alegro por «el Lucero».

—No, no hablo por mí —replicó aún más velada la voz—. Yo soy de otra raza gastada, que puede dominarse. —Y sonrió tristemente.

Aconsejó él:

—No te domines.

Sin hacerle caso, prosiguió la apasionada exaltándose gradualmente:

—¡Ah, las noches así de juerga y amor! Estas noches yo quisiera ser una cigarrera, una mujerzuela (sonrisa irónica de su interlocutor) y tener un chulo que me quisiese y me pegase y me diese una puñalada por celos!

—Pues no es difícil —aseguró Julito muy serio.

—¿Que no? ¡Pero no ves que yo sería siempre para él la duquesa de Rosalba, «una tía con mucho 'parné'», a quien no querría ni media hora y no desearía ni cinco minutos! ¡Ah! —siguió con voz lejana llena de añoranzas—. ¡Ser deseada!, ¡deseada hasta la brutalidad!, hasta el crimen! ¡Leer en los ojos y los labios de los demás un anhelo ansioso, feroz como el hambre o la sed! ¡Ser deseada!

—Pero deseada lo habrás sido, mujer —arguyó con excelente sentido el otro.

La réplica pareció desconcertar a la triste dama.

—Mira… deseada, sí, pero… ¡nunca por quien yo quise!

—¡Ya!… eso es otra cosa. Así pasa siempre en el mundo, uno desea al que va delante; ése, al que va más alante; ése, al de más alante aún; con volver la cabeza encontrarían la felicidad, y, sin embargo, nadie lo hace. Pero es también porque al alcanzarla dejaría de ser tal felicidad, porque perdería su condición de imposible.

Poco a poco comenzaron a destacarse sobre el fondo sombrío las luces de los merenderos, y a sonar de nuevo las alegres músicas de los pianos de manubrio.

Ya en el cuarto, un reservado de merendero sucio y feo —paredes empapeladas de gris, meridiana de cretona y espejo con dorado marco—, despojose con gesto teatral del guardapolvo, y apareció bella en la imprevista elagancia del traje de sociedad.

Acercose al espejo, arreglose en su luna, cubierta de amatorios recuerdos, los desperfectos ocasionados en el traje por el paseo; fuese luego a la puerta—ventana y, abriéndola de par en par, salió a la galería que daba sobre el jardín.

Julito la llamó.

—¿Qué cenamos?

El camarero, en pie, esperaba recibir órdenes, y el elegante, sentado ante la mesa, leía la lista.

—Esperaremos —y volviose al balcón.

En torno al amplio patio con honores de jardín, los cenadores se alineaban como chinescos templetes revestidos de follaje, y por entre las enlazadas cañas y las verdes cortinas se veía a los juerguistas bajo la rojiza luz de las bombillas eléctricas. Hombres y mujeres reían, gritaban, se besaban, bebían en las mismas copas, en calenturiento bullicio de bacanal. Había manos audaces que se ocultaban en el remolino de los ropajes femeniles; senos que se ofrecían provocativos, en la violenta contorsión de un torso agitado por locas risas, y bocas que brindaban, impúdicas, un fruto sazonado por el sabor de los labios pintados de bermellón. Y había risas y gritos, y cantares y amenazas que se perdían en el horrísono son de la música del organillo que, en un extremo del patio, entonaba las alegres notas de los «schotis», las poleas y las habaneras.

Bañadas en la escasa claridad de las bombillas, pendientes, como luminosos frutos, de las ramas de los árboles, que rielaban de extraños fulgores esmeralda, a los sones del piano algunas parejas bailaban.

La musiquilla era canalla, impregnada de sensualidad casi triste; sonaba a veces lánguida, en voluptuosidad del espasmo que temblara su desfallecer postrero; otras, rápida, alocada como un torbellino. A sus sones las parejas oscilaban despacio, muy despacio, ceñidos, mejor incrustados los cuerpos en abrazo de lascivia inmensa; en unas los labios del galán se posaban sobre la frente de la dama; en otras iban labios con labios mientras los ojos dormían en los ojos o volteaban en agonía de lujuria, Y los cuerpos fundidos tenían dislocaciones comunes de una extravagancia grotesca.

Desde su alto mirador, la Rosalba sentía pesar sobre ella toda la sensual caricia de la noche. El malsano encanto del sitio y de la escena caían sobre su morbosa impresionabilidad de histérica, exaltándola hasta el llanto. ¡La sensación aquella misteriosa y atrayente; la que bordeara tantas veces como bordearía un abismo a cuyo fondo las pupilas verdes y misteriosas de Astartea, la diosa de la lujuria, le atrajesen; la impresión de escalofrío, de temblor, que dilataba sus narices y cerraba sus ojos en una entrega tácita de todo su ser, y a la que, sin embargo, había sabido siempre resistir! Porque ella era honrada…

Una sonrisa melancólica vagó un instante por sus labios al rememorarlo. ¡Honrada! Y pensó en su leyenda, en aquellos vicios de emperatriz legendaria —una mujer de Claudio o una Teodora— que le atribuían las gentes, y en aquella otra que se complacía en cultivar y que hacía de ella una maja—duquesa de las que el pincel de don Francisco de Goya inmortalizó desnudas. Y pensaba en todas aquellas peregrinas historias que corrían de boca en boca, y en aquellos chistes, capaces de ruborizar a un regimiento, y que como suyos rodaban por salones y cafés.

¡¡Honrada!! No sólo honrada, sino buena, toda corazón, toda bondad; capaz de cualquier noble acción. ¡Su vida entera rota, deshecha, por la frivolidad ambiente de las gentes que, riendo, le llevaban al abismo!

Otra vez el perfume malsano de la noche de fiesta llegaba a ella; el perfume que tantas veces en horas de curiosidad perversa, rematada en la tristeza inmensa de un amanecer sin amor, galvanizó sus nervios.

Tras ella sonó la voz de Julito:

—Tengo el gusto de presentarte al «Lucero», futuro «Costillares», que no ha echado su capa grana a tu paso porque estamos en verano, pero que echa su corazón.

Volviose rápida y le tendió la mano, mientras sus ojos le envolvían en una caricia y los labios murmuraban:

—¿No se acuerda usted de mí?

El torero protestó con vehemencia:

—¡No había de acordarme!

Después ella le ofreció una silla, y con habilidad de conversadora mundana comenzó una de esas charlas ligeras en que no se dice nada substancioso. Ella era apasionada de los toros, española de corazón, muy española (acentuaba su españolismo); la fiesta nacional le fascinaba con su bárbaro encanto. Admiraba a los toreros; su guapeza, su ciego valor, su arrojo ante la bestia le seducían. Era la única fiesta europea que conservaba algo del alma de otros siglos, algo del aroma de aquellos tiempos en que los hombres eran hombres, no los civilizados a lo Ferrere, cobardes, tristes, egoístas. Ella…

Julito se levantó aburrido. Aquella disertación le estaba cargando. ¡Lo único que le faltaba! Él esperaba una escena más pintoresca, más picante, algo más a lo vivo. Y pensaba con sobrado juicio que había de dejar fundirse el hielo; protestó:

—Me voy un momento abajo. Está Perico Alfaro y tengo que darle un encargo.

La Rosalba, sintiendo por primera vez en la vida una sensación de debilidad, se apresuró a protestar con extraña viveza:

—¡No!, ¡no! ¡Por Dios!

—¿Pero te da miedo?… ¿Quedándose éste aquí?

Ganas le pasaron de responder que, justamente, en eso estribaba su temor; pero vio los ojos irónicos de Calabrés fijos en ella, e hizo un gesto de desdén:

—¿Miedo?, ¡ninguno! Vete, pero no tardes.

—Descuida; en cuanto venga la cena, aquí estoy. Lo primero, el estómago —aseguró cínico.

—¡Qué poca «lacha» tienes, hijo!

—¡Ni falta! El que no tiene vergüenza, toda la calle es suya. La vergüenza es una enfermedad de primitivos —y salió risueño, saludado por la voz de su amiga que decía:

—¡No morirás de ella!

Solos, frente a frente, callaron, mecidos en el arrullo de la música; callaron mirándose largamente al fondo de los ojos, como si quisiesen leer algo escrito en el misterio de su pensamiento. Al fin, repitió la pregunta:

—¿No se acuerda usted de mí?

Como si de la primera a la segunda vez en que ella formulaba su demanda no hubiese mediado ningún otro sujeto de conversación, aceptó el reto con vehemencia:

—¡No había de acordarme! ¡No se olvida lo mejor de la vida!

Ella sonrió, con su sonrisa triste de mundana cansada:

—¡Lo mejor de la vida! ¡Qué exageración!

—¡Lo mejor! —ratificó con calor creciente—. Lo más grande, lo más hermoso, el día que vi esa cara de cielo, esos luceros que brillan en ella, esos labios… —se detuvo torpe para seguir tropezando su lirismo en la pobreza del léxico.

—También vio usted la muerte —afirmó ella.

Tuvo él una frase magnífica, digna de un drama romántico:

—«Pa» llegar a la gloria hay que pasar por la muerte.

Le dio las gracias con una sonrisa, y luego insinuó felina:

—¡Bah! ¡Habrá usted querido a tantas!

—A ninguna. Desde que la vi sólo pensé en usted. —Y con pueril fanfarronería alardeó:

—A mí sí me han «querío», pero yo… ¡a nadie!

—Ni a mí tampoco —rió ella enardeciéndole procaz.

Protestó con apasionamiento. Él la quería más que a nada ni a nadie en el mundo. Desde que la vio… Y hablaba arrebatado, en un torbellino de pasión, fogoso, en un lirismo bárbaro, lleno de hipérboles magníficas, que surgían entre balbuceos extraños e imprevistos.

En la semipenumbra brillaban sobre su rostro blanco con fulgores de zafiro los ojos azules, y los labios rojos se entreabrían sobre la nieve de los dientes. Sus gestos rudos, llenos de fogosidad, subrayaban sus decires.

Tina, caída la cabeza atrás, le contemplaba, bebiendo con ansia la azulada claridad de sus pupilas, y dejándose adormecer por el encanto de su voz, que se mezclaba como una nota más en la musiquilla riente, triste y sensual. Sentía la elegante una inmensa debilidad, un ansia inconfesada de entregarse. «¡La noche y la música!», pensó tratando de recobrarse contra aquella impresión que, en otro lugar cualquiera, lo hubiese hecho reír.

Él cada vez le hablaba con más ardor, poniendo en sus palabras ternuras de niño, apasionamiento de fanático y altiveces de macho. Por momentos se inclinaba más sobre ella; sus rostros se tocaban y le abrasaba con su aliento.

La Rosalba, caída en el respaldo, sentíase morir; comprendía que por vez primera en su vida un hombre le dominaba, que iba a poseerla sin que gritase ni se defendiese, que iba a ser suya allí, en la terraza de un colmado, al alcance de la vista de unos juerguistas, que era preciso resistir y… no podía. Experimentó la sensación de una mano de fuego que aprisionaba la suya desgajada, fría como la de un muerto; algo como el aleteo de una mariposa desfloró sus labios, y cerró los ojos para entregarse.

La puerta se abrió dando paso a Julito, seguido del camarero, y la vencida se irguió, frívola, risueña, dueña ya de sí misma al romperse el misterioso encanto que le aprisionaba como maleficio de hechicería.

«El Lucero» bebía mucho; bebía con esa inconsciencia de la clase baja que se echa las copas al coleto por beber, por remojar el gaznate, sin saborear la bebida. Bebía mucho y comía toscamente con ignorancia de urbanidad, apenas disimulada por el deseo de parecer educado, útil sólo para darle un amaneramiento que crispaba los nervios de Tina, sentada junto a él.

Por extraña reacción, después del pasajero ataque de debilidad había ido la neurótica a parar de rechazo mucho más allá del punto de partida. Era uno de esos momentos en que se sentía «señora»; sufría agobiada en fiera sublevación contra su rebajamiento, y aquel dolor tomaba forma en una rabia desdeñosa hacia el que media hora antes le turbaba.

Le contemplaba fijamente entre desdeñosa, burlona y compasiva; en sus labios flotaba una sonrisa conmiserativa, y sus ojos dorados lucían con frialdad metálica.

Julito conocía de sobra aquellos ojos y lo que su mirada quería decir, y psicólogo observador, sabía que el «cuarto de hora» había pasado.

El «Lucero», no. Medio borracho, brillantes los ojos, congestionado el rostro, seguía creyéndose dueño del albedrío de aquella mujer que poco antes casi fue suya, sin acertar en su rudimentario juicio a notar el inmenso abismo que se había abierto de improviso, y fiel a su idea, seguía haciéndole el amor de un modo enteramente pastoril. Al principio la dama, a cada nuevo avance, alejaba su silla un poco; luego limitose a echarse atrás con ademán de resignado aburrimiento.

Al fin un gesto más atrevido, el ademán de cogerla por la barba, colmó la medida. Irritada se puso en pie.

—Estese quieto, o me voy —amenazó.

—No te enfades, gitana —e inició un avance hacia ella.

Indignada por el tuteo, le miró altiva:

—Haga el favor de no tutearme. ¿En qué bodegón hemos comido juntos?

—En el de la Florida —apuntó Julito en voz baja.

Una mirada fulminada por los ojos de su amiga le hizo callar.

El torero, completamente borracho, inconsciente, exasperado por aquella resistencia, trató de abrazarla.

—¡Ven, mi chula, mi negra!

Rápida, como movida por una descarga eléctrica, se puso en pie:

—¡Canalla!

«El Lucero» se alzó también y logrando alcanzarla la aprisionó en sus brazos. Ella forcejeó; él buscaba ansioso los labios, balbuceando palabras incoherentes de deseo; al fin Tina rompió el lazo, con nervioso esfuerzo, y dejó caer su mano sobre el rostro del torero. Después su brazo se tendió y sus dedos señalaron la puerta:

—¡Salga usted!

Vuelto a su lucidez, el amante imploró:

—¡Perdón!; ¡estaba borracho y no sabía lo que hacía!

Y ésta, justiciera, repitió:

—¡Salga usted!

Se hizo aún más humilde:

—¡No me eche usted!; ¡estaba loco!

Con glaciedad imperturbable conminó nuevamente:

—¡Salga usted!

Se humilló más:

—¡No me haga irme así! ¡Por lo que más quiera, déjeme rezarla de rodillas como a una Virgen!

Amenazó sin compasión:

—¡Salga o le haré echar!

Bajó la cabeza y lentamente se encaminó a la puerta, parándose a cada paso como si esperase un perdón. Al llegar se detuvo y la miró implorando:

—¡Perdóneme!

Ni contestó. La mano de mármol señalaba fatal la puerta, y «el Lucero», vencido, humilló los ojos y salió.

Julito murmuró con ironía compasiva:

—¡Pobre chico! Piensa en la pena que le has causado.

Quiso la Rosalba pasar de fuerte, de nietzchana:

—¡Bah! ¡No se debe volver la cabeza para mirar el dolor que se deja atrás!

Capítulo 4

Que ta bouche soit bénie, car elle est adultere;
Elle a le gout des roses nouvelles et dela vielle terre;
Elle a sucé les sucs, obscurs des fleurs et des roseaux;
Quand elle, parle, en entand comme un bruit trés lotain de roseaux,
Et cet rubis impie du volupté, toute sanglat et tout froid
C'est la dernière blessure de Jésus sur la croix.

La voz pastosa de Julito remató prosopopéyica la sacrílega poesía de Gourmond. Después se hizo un silencio poblado de cuchicheos, y luego sonó un chasquido, y otro, y otro. Era doña Egilona Romo del Bengali, la «Virgen del Chulampo», que aplaudía.

De todas las personas congregadas en el «amable nido de soltero» que habitaba Calabrés, la poetisa nicaragüense era la única que tomaba en serio los desplantes poético—decadentes del elegante. Sentada junto a la condesa viuda de la Campanada, profanando con el roce de su impermeable a cuadros verdes y amarillos el superbo brocado recamado de oro que tapizaba el diván, gorda, baja, bigotuda, el sombrero en una oreja y las gafas en la punta de la nariz, ponía sus cinco sentidos en los versos, mientras repetía mentalmente una «improvisación» (que llevaba aprendida de memoria) con que pensaba obsequiarles, y aplaudía con sus manos de fregatriz, enriquecidas de sortijas de pacotilla.

¡¡La «Virgen del Chulampo»!! Ella, en misión redentorista y educadora, había luchado con los salvajes; a caballo sobre un potro, en pelo, había corrido por los bosques inexplorados y las landas inmensas, y había lanzado flechas y dormido al arrullo de las alimañas feroces, hasta que un día… ¡horror!, los pieles rojas la habían violado. Como por las ciudades arrasadas, un escuadrón entero pasó sobre ella. Heroica, indomable, volvió a empezar sus luchas, pero la naturaleza fue cruel, y la «Virgen del Chulampo» hubo de cambiar el caballo por la hamaca, el rifle por el abanico, el pantalón por la falda de vuelo; ¡la «Virgen del Chulampo» dio a luz un niño muerto! Desengañada se retiró a su país, y bajo el peso de su escarmiento, en lo que a las condiciones para la civilización de los pieles rojas se refería, dedicó sus esfuerzos al feminismo y fundó un periódico, «Encajes y Filigranas». Desde entonces la «Virgen roja (había añadido el rojo para matizar algo, el blanco virgen) del Chulampo» fue portaestandarte del feminismo.

En aquel momento desarrollaba un curso sobre poesía ante la condesa viuda de la Campanada, que daba cabezadas aprobadoras, sonriendo con el aire inteligente de quien llegó al cabo de la calle, obligada como estaba a entretener su fama erudita y «dilettanti» de las letras, mientras se zampaba una tostada pensando en su fuero interno en el procedimiento que usaría Julito para untar de aquel modo, la manteca que daba por resultado tan ricas tostadas.

Reinaba en el despacho una atmósfera tibia, cargada de aroma de rosas y de humo de cigarrillos turcos. En chinescos vasos, en canastillas de Sajonia, en altos búcaros de Venecia y Bohemia se deshojaban rosas de tenues coloraciones de carne. Alto zócalo de caoba cercaba el cuarto, y de él al techo tendía su acuosa irisación rico brochado verde pálido. En dorados marcos de barroca talla retratos del siglo XVIII lucían su frívola elegancia; marquesas de Versalles deshojaban, sobre las faldas huecas, pálidas flores, mientras, tendido el cuello que había de segar la guillotina, reían con los labios pintados su risa de muñecas. Junto a ellos las acuarelas de Moreau daban al través del deslumbramiento de un ensueño de poeta la visión prodigiosa del vivir remoto —danzantes princesas consteladas de joyeles y cortejos de insólita magnificencia—, y las aguafuertes de Goya, encerradas en cuadros de ébano, producían un escalofrío de horror de monstruosas obsesiones.

Sobre aquel fondo de estética rebuscada, que denunciaba al artista y al «poseur», reuníanse aquella tarde hasta unas veinte personas. Mujeres «chics», literatos, pintores, cómicos y aventureros se confundían en el híbrido decamerón, donde ponía, por raro capricho de Julito, siempre a caza de contrastes, una nota castiza la presencia del «Lucero», el astro taurino que prometía en la próxima temporada emular las glorias de los héroes del toreo. A la sombra de colosal palmera, moldeada en los pliegues de la túnica de terciopelo mirto, Floria Acebedo escuchaba, con su impasibilidad de esfinge, las apasionadas razones de Jaime Sigüenza que, extraño en su exageradísima elegancia 1830 y su melena nazarena, le hablaba, lívido el demacrado rostro, con el fondo de las pupilas que el éter había cernido de anulados abismos, un fulgor de pasión y de locura. Sonreía ella, tenuemente, los ojos inmensos, negros, profundos y misteriosos fijos en el vacío, la frente de niña pura bajo los bandos hieráticos, sin una arruga de preocupación, y en los labios, muy finos, muy delgados, muy rojos, un no sé qué de cruel.

Un poco más allá Rolando Fuensanta, el poeta admirable, el creador de la nueva escuela, el que en sus versos, sonoros como melodías de órgano, había encontrado notas imprevistas de inaudita magnificencia, el peregrino evocador del mundo antiguo peroraba con su altiva prosopopeya habitual. En otro grupo del ferial cosmopolitismo, cuyos integrantes habíanse encontrado en aquella plataforma social unos a fuerza de subir, los otros a fuerza de bajar, el vizconde de Malibrán hablaba de sus ascendientes, según él, los heroicos capitanes, y que efectivamente debieron serlo, pero de bandoleros en las montañas de Calabria. Y por fin, junto a la chimenea, en otra peña de hombres en que se fumaba y se bebía té a la rusa, Tina Rosalba hacía chistes capaces de avergonzar a un autor sicalíptico; chistes que acogían con entusiamo los oyentes, más por venir de quien venían, y por el gusto de presumir luego de intimidad con aquella extraña mujer, que por su gracia.

Hacía ya un rato que la vena de la Rosalba iba en decadencia. Vio a Julito perderse por la puerta de la biblioteca con el torero, e impaciente por reunirse a ellos para la ansiada declaración, empezó a buscar un pretexto decoroso para escabullirse. Al fin, no pudiendo aguantar más, acercose a la mesa de té y se puso a servirse otra taza.

La «Virgen del Chulampo» habíase puesto en pie ante la condesa, que daba cabezadas en los horrores de la digestión, comenzando a recitar una poesía:

Por la Pampa solitaria, que se extiende vagorosa,
van los gauchos, caballeros en sus potros arrogantes.

Y su brazo se tendía en un gesto que ella soñaba escultural, bajo la manga del impermeable a cuadros verdes y amarillos.

Tina se deslizó hacia la puerta.

Sobre el severo fondo de la biblioteca, decorada según el gusto del reinado de Enrique IV… altas estanterías de tallado nogal, butacones de enorme respaldo con antiguas tapicerías, grandes mesas de labrados soportes y gran chimenea, en que lucía entre ricas tallas el retrato de un pálido adolescente de aterciopelado traje negro, ojos de violeta y manos de marfil (un príncipe inglés o algún flamenco prócer fanático de la Reforma), el «Lucero», de palique con Julito, destacaba la popular arrogancia de su persona.

Se había afinado mucho en los diez meses trancurridos desde la juerga de los Viveros. Más delgado, menos tosco de ademán, sus ojos parecían agrandados al contacto de no sé qué cansancio impreso en su rostro marchito. La Rosalba habíale vuelto su perdón, pero no su amistad, y menos aún su amor.

La existencia había cambiado por entero para él. Rosita, empujada por su desdén, arrastrada por los consejos de los demás, se había echado «a la vida». No fue una «cocotte» de fama, porque demasiado castiza para los sombreros de plumas y los automóviles, prefirió los mantones de Manila y las «manuelas» de alquiler; pero fue una hembra de trapío que llevó solitarios en las orejas y supo gastarse mil duros en regalar a su chulo un brillante como una avellana. Tenían dinero y… no eran felices.

Habían huido las noches con sueño y las mañanas triunfales en su despertar inundado de sol, de risas y de besos. Vivían su nocturna vida cada cual por su cuenta para caer a la alborada el uno en brazos del otro, no entre caricias, sino entre amenazas, reproches y desdenes.

Entró, pues, Tina en la biblioteca con su aire varonil y resuelto, fuese a ellos y tendió la mano al torero:

—Aquí me tiene usted.

Él calló, presa de mal disimulada emoción.

Julito, siempre discreto, se despidió:

—Vaya, hechas las paces, no me necesitan. Me voy a hacer los honores. —Y salió.

La Rosalba aproximose a la chimenea, tomó asiento en un amplio sofá de cuero estilo Maplé, cruzó una pierna sobre otra con despreocupado gesto, y cogiendo de una caja de plata dos pitillos, encendió uno, ofreció otro al torero y luego, haciendo sitio en el diván, invitó:

—Siéntese usted aquí.

Obedeció él, siempre callado, en contemplación fervorosa de la dama.

—Hablemos como buenos amigos —prologó ella con voz serena—. Me ha dicho Julito que quería verme, que si no se iba, que… ¡qué sé yo cuántas cosas!

Su palabra era tranquila, clara, bien matizada, sin trémolos de emoción ni opacidades de disimulo; su gesto mesurado, un poco sobrio, como suyo; sólo los ojos la traicionaban, sus ojos de golfa o de princesa lejana, ojos desvergonzados y tristes, burlones y soñadores, que ahora lucían agobiados de deseos.

Él permaneció en un mutismo fosco, de salvaje prisionero.

—Sea franco conmigo, como yo lo soy con usted. Me ha dicho Calabrés que está usted como loco, que lo va a echar todo a rodar, que se vuelve al campo sin la alternativa… —y alzando sobre él la mirada, en que temblaba ahora la rojiza llamarada del hogar, interrogó osada:

—¿Qué quiere usted?

Cerró los ojos como si fuese a arrojarse en un abismo, y sombrío, casi trágico, murmuró:

—¡Te quiero a ti!

Esta vez no protestó ella, no se enfadó. Dejó vagar una sonrisa enigmática por los rojos labios, apoyó su mano en el hombro del torero, y los ojos bajos, comenzó a hablarle con el tono persuadido que emplearía con un niño caprichoso:

—¿No ves —también ella le tuteaba ahora— que eso no puede ser? Mira —siguió cada vez más insinuante, mientras su mano hacía dulce presión sobre su espalda—, tú tienes una querida, de quien estás enamorado…

—¡Maldita sea! —rumió en voz concentrada.

—Eso lo dices porque estoy yo aquí —rió ella frívola—. Pero la quieres…

—¡Mentira!

—Pero si eso no importa, no seas chiquillo; si hay algo peor. Tú —prosiguió persuasiva— no quieres pensar que yo soy una mujer casada y que lo que quieres no puede ser.

—¡Valiente cosa te importa! —murmuró en voz muy baja.

El fino oído de la dama cogió la frase al vuelo.

—¡No había de importarme!… Ahora, ya ves, debía enfadarme contigo por decirme una impertinencia, pero no quiero. —Y después, con esa ligereza de las mundanas, proyectó:

—Vamos a ser muy amigos, pero muy amigos, los dos. Yo te ayudaré; mis ojos te seguirán siempre y triunfarás. —Y como él callase tercamente, en un silencio casi amenazador: —¡Seremos más que amigos! ¡Como hermanos! —y nostálgica: —¡Tú no sabes qué cosa tan hermosa es la amistad!

—¡Pamplinas! —exclamó estallando en ira y pasión—. ¡Pamplinas «to» eso! ¡Yo te quiero! ¡Te quiero más que a mi «vía »! ¡No hago más que penar por ti; ni como, ni duermo, ni vivo! ¡Te quiero, y tú vas a ser mi perdición!

Ante la pasional avalancha, la turbadora sintió una sensación deliciosa, y la fina garra estrechó la mano del amado.

—¿Me oyes? ¡Te quiero, y no quiero pamplinas! —reanudó exaltándose—. ¡Te quiero y me has de querer!

Su mano apretaba rudamente el brazo de dama. Ella murmuró:

—¡Me haces daño!

—¡Mejor! ¡Te mataré si no me quieres!… ¿Me quieres, di, me quieres? —y apretaba el brazo brutalmente.

Tina sentía un desfallecimiento delicioso, un temeroso deseo de que la brutalizasen, una perversa voluptuosidad al doblegarse a la caricia del macho, e incapaz de resistir, inclinose sobre el respaldo del sofá. «El Lucero» la estrechó entro sus brazos con fiero transporte de pasión.

—¿Me quieres, di, me quieres?

Tina hizo un esfuerzo, y rompiendo el nudo de los brazos, escapó junto a la chimenea; tornó a alcanzarla, y sus brazos la hicieron prisionera nuevamente:

—¿Me quieres, di, me quieres?

La miró al fondo de los ojos; en el dorado abismo de las pupilas lucía una llamarada de pasión, la hoguera maldita que brilló un día fatal en los ojos de la hija del rey de Is. Fundió en un beso inacabable las bocas, y susurró sobre sus labios:

—¿Me quieres, di, me quieres?

Desfallecida suspiró:

—Sí.

—¡Por Dios!… ¡Julito! —protestá ella, y luchó por desasirse. Al fin lo consiguió en el instante en que el dueño de la casa, abriendo la puerta, aparecía en el umbral. Al verlos sonrió, y encarándose con su amiga bromeó:

—¡Te harás violar!

Ella chasqueó la lengua y luego rió cínica:

—¡Puede!

Capítulo 5

Bajo la lluvia de fuego con que el sol abrileño incendiaba Madrid en gloria de luz, entre la curiosidad de las gentes alineadas, corría la calesa camino de la Plaza.

Junto a «Bomba», que le hablaba con afectuosa sonrisa alentadora, envuelto en sedas, bañado en la áurea reverberación de los bordados, «el Lucero» iba triste.

En la tarde de Abril parecía respirarse una alegría ruda y bullidora que flotaba disuelta en el ambiente, y, sin embargo, «el Lucero» estaba triste.

No podía olvidar las palabras de Julito, aquellas palabras que para su rudo caletre tenían algo de terrible misterio que flotaba antaño en las profecías sibilinas. «¡Cuidado, «Lucero»! ¡Los amados de los dioses mueren pronto!» ¿Los amados de los dioses? ¿Era dios, no diosa, duquesa de Rosalba? Y algo muy triste le oprimía el corazón.

¡Morir! Nunca hasta entonces había pensado en la muerte. La frase vulgarizada de un torero famoso había sido un evangelio recitado por doquiera que fuese: «¡Más «cornás» da el hambre!» Los toros no eran un peligro; mejor, eran un peligro inconsciente. No se pensaba en ello; se pensaba en el puñado de duros, que daban derecho al disfrute de algunos de los goces de la vida. Se rezaba una salve a la virgen y ella cuidaba de salvar. Pero él, en el roce constante con aquellas gentes, sentía en su alma un vacío inmenso. Además, al jugarse antes la vida, ¡había tan poco que perder y tanto que ganar!

Y la vida no tiene más valor que el de lo que podemos perder con ella. Ahora era otra cosa; ahora había la gloria, el dinero, los goces todos, y como remate, el amor de aquella mujer. Y «el Lucero» no quería morir.

Entraban en la avenida que lleva a la Plaza. Al fondo el amplio circo arábigo reverberaba en un incendio de sol, rematado por la bandera roja y gualda que tremolaba altiva… En los merenderos que orillaban el camino se veían girar abrazados, a los sones de los organillos, chulos y criadas, cocineras y soldados, mientras que bullangueros grupos, sentados a las mesas, comían hiperbólicos manjares rociados de peleón, y la musiquilla canalla saludaba al coche con sus lentas notas, llenas de cadencias lascivas. Como en los cuadros de los clásicos tiempos de Quevedo, los mendicantes, tendidos al sol en lamentable feria de lacerias, mostraban sus llagas y su miseria y salmodiaban, imploradores, sus conjuras. Los golfos corrían, pregonando con destemplados gritos programas de la fiesta y retratos del matador. Y en medio del jolgorio, las músicas, los gritos, las risas y los aplausos que saludaban su paso sonaban en los oídos del «Lucero» como el «Ave César» de los gladiadores.

Dentro de la Plaza el espectáculo era aún más majo, más típico. En torno al amplio ruedo una muchedumbre, ansiosa de emociones fuertes, se prensaba en las barreras y los tendidos y se desbordaba por las gradas y andanadas en formidables ondulaciones de humana marca. Hombres de todas castas y pelajes gritaban, reían, aplaudían, en una exasperación enfermiza de la sensibilidad. Junto a elegantes, vestidas con britanismo irreprochable, taberneros en mangas de camisa; al lado de sesudos señores, «golfos» que habían «afanado» su entrada; codo con codo, pudibundas damiselas y mozas de partido; todos juntos, unidos en promiscuidad extraña, como cofrades de una masonería de sangre. Dominaban los caballeros; sombreros de paja, gorras, hongos, cordobeses formaban una superficie en que de vez en cuando ponía su gaya nota el parterre de filipino mantón. Arriba, en los palcos, como goyescas majas atalayadas en sus miradores, aristocráticos rostros mostraban su gracia un poco enfermiza entre los encajes de los mantillas.

En su palco, la vizcondesa de Pancorbo, instalada entre la generala Carreras y la esposa del ex ministro Suárez Salmón, pasaba revista a la concurrencia, poniendo su comentario sangriento a la presencia de cada uno.

¡Qué descaro de mujer! En sus tiempos…

En aquel momento la Suárez Salmón observaba el palco de Tina Rosalba, que tenía al lado, y deseosa de comunicar sus luminosas observaciones a la Pancorbo, a quien la unía la solidaridad profesional, le dio con el codo, mientras, redicha, con grandes aspavientos, murmuraba:

— ¿Pero ha visto usted qué palco?

—¡Una «menagerie»! —afirmó la Pancorbo, espiando a sus vecinas con el rabillo del ojo.

En el palco contiguo, rodeada de sus extraños amigos, Tina, en pie junto a una de las columnas de hierro, fijaba sus pupilas en el áureo páctolo que fulguraba en el callejón de salida. Toda de blanco, en una túnica a la vez suelta y moldeadora que dejaba adivinar las elásticas curvas de su cuerpo admirable, el rostro pálido, ensangrentado por la boca roja y carnosa, la mantilla de blonda blanca, sin peinetas ni horquillas, cayendo sobre la frente y sombreando los ojos llenos de vida, al pecho un ramo de claveles, emanaba un castizo encanto a la vez majo y señoril.

La vizcondesa sintió arder su pecho en santa ira. Ella era muy española (como atestiguaba su mantilla de ruedos y su traje tabaco) y aquellas porquerías le quemaban la sangre. ¡Qué palco, señor, qué palco! ¡Y qué gentes! ¡Y decía el sin vergüenza de Julito que eran «detraqueis»! ¡Memos, señor; memos de «nativitate»! —y con el desgaire propio de una verdulera de la plazuela del Carmen se reía.

—¡Dios los cría y ellos se juntan! En sus tiempos… ¡Claro que no eran ningunas santas (ni mucho menos) y que se les antojaban los toreros y los que no lo eran; pero, vamos, hacían las cosas de otro modo; como Dios manda!

Tina, siempre de pie, había conseguido divisar al «Lucero». Justo. Allí, junto al «Bomba» y «Machaquito». Con gesto lleno de cinismo le envió un saludo. La de Suárez Salmón repitió su codazo.

—¡Pero, en nombre del Padre… ! ¿Ha visto usted qué descaro?

¡Vaya si lo había visto! ¡Media hora hacía que no veía otra cosa; pero también había visto unas enormes cestas de merienda que de fijo suplirían con creces lo menguado de la suya, y además, Calabrés, siempre maquiavélico, había susurrado a su oído no sé qué promesas de unos bocadillos de calandria, última invención del cocinero de Tina, que eran cosa de chuparse los dedos, y que llevó al magnánimo espíritu de la dama beatífico optimismo. No pareciéndole bien, sin embargo, darse a partido ante su amiga, contestó a su escandalizada actitud con un gesto harto ambiguo: «¡Ya! ¡Ya!» No se le escapó, sin embargo, al empecatado Julito, que, tirando de la falda de Tina, advirtió:

—¡Ten cuidado! Desde lo alto de ese palco cuarenta siglos nos contemplan.

Sonó un toque de clarín, abriéronse las puertas de los corrales, y a las alegres notas de un pasodoble torero, como un río de oro que se desborda, hicieron su entrada en el ruedo las cuadrillas. Al frente, tras los alguacilillos con su traje arcaico, después de los dos matadores, a la derecha «Bombita», de gris y oro; a la izquierda «Machaquito», de verde con dorados bordados; en el centro el novel diestro, «el Lucero», en una gloria de seda y azul recamada de áureos alamares. Tras ellos, en correcta formación, los peones; a continuación los picadores monstruosos sobre las bestias escuálidas; tras ellos los monosabios insolentes y procaces en sus diablescos atavíos, y cerrando la comitiva las mulillas, enjaezadas de cascabeles y empenachadas de banderolas. Entre los marciales acordes de la música la gaya cabalgata dio vuelta al redondel, descubriéndose los diestros ante la presidencia, y fueron a dejar sus capotes.

En aquel momento Julito apretó el brazo de Tina.

—Mira allí, en las gradas, tu odiada rival.

Era verdad. Junto a la «Visajes», que ostentaba un mantón de alquiler verde y blanco, Rosita envolvía la sandunguera gracia de su cuerpo de chula en espléndido pañuelo blanco florecido de rosas púrpura y alegrado de chinescos personajes. Entre los cabellos negros claveles prendidos con peinetas de brillantes, y en las orejas enormes solitarios, tenía la picante belleza de las hijas del Manzanares. Y sobre esa belleza pasaba, exaltándola, un velo de melancolía. Los ojos, nimbados de tristeza y cernidos de libores, miraban ansiosos a su amante, y los labios, nido de donaires, tenían ahora una crispación doliente. ¡Ah, la inmensa tristeza de aquellos días de triunfo! ¡La amarga, la negra tristeza de la victoria que le alejaba del amado! ¡Lo había perdido para siempre! Rosita pensaba en todas las horas de amarguras pasadas por aquel hombre, en las humillaciones y las bajezas, en su caída misma. El canalla había tenido el valor de reprochárselo como una afrenta imborrable; peor aún, como una mancha contagiosa. ¡Un matador de cartel no podía vivir con una mujer pública! ¡Él no era ningún chulo! Y había partido para poder adorar impunemente a aquella señorona, a la duquesa de Rosalba, en cuyas manos sería un juguete que se tira cuando está roto. Pero ¿qué le importaba a ella tener segura su venganza? ¡Le quería con toda el alma! Y nostálgica, en medio del bienestar actual, evocaba con pena las horas de lucha y de tristeza cuando le tenía al lado. Por eso el corazón de Rosita sangraba bajo las ropas monstruosas y las irónicas sonrisas de los hijos del Celeste Imperio.

«El Buñolero» abrió el toril y de un salto la fiera se plantó en la arena; miró a un lado y otro, olfateó la tierra y permaneció inmóvil como un ídolo de bronce. Tenía «Quemadito» fina estampa, tostado color y pitones cortos, afilados como agujas; su pata, delgada y nerviosa, escarbó el suelo un instante; después, al reclamo del rojo capote que «Bombita» desplegaba ante él, arrancó bajando la testuz; el torero le esperó a pie firme, desplegada la capa en abanico, quebró el cuerpo para dejarle paso, giró sobre sí mismo y tornó a ofrecerle el purpúreo trapo. Embistió el toro nuevamente y nuevamente quebró el diestro, hasta que al fin, tras cuatro o cinco pases, con ademán lleno de elegancia, enroscó a las piernas la capa, y quitándose la montera rozó con ella la cabeza del bruto y quedó inmóvil, en un gesto airoso de suprema arrogancia.

La Rosalba aplaudió con entusiasmo. ¡Bien por «Bomba»!

Mientras, el toro había divisado los centauros y corría a ellos en ciega embestida. Formidable, con un no sé qué de inamovible, a lomos de un escuálido jaco que apenas si podía sustentar en sus cuatro patas de alambre la monstruosa carga, un picador se destaca y, empuñando fuertemente la pica, aguardó la embestida. Fue tremendo; el fiero bruto creciose al castigo, y con voluntad y poder insistió en su ataque, y arrastrado por el caballo, que se vaciaba, por enorme herida, el jinete cayó a tierra, yendo su cuerpo a resbalar con gran estrépito contra la barrera.

—¿La habrá roto? —interrogó guasón Julito a su amiga.

No contestó ella. En pie, un poco pálida, dilatada la nariz, seguía la dama con ansiedad las peripecias de la lucha.

Al caer el picador, el toro había cargado sobre él; pero ya «el Lucero» tendía su capote, y andando hacía atrás se llevaba al bicho toreando «por faroles». Ágil, elegantísimo, con rápidos movimientos llenos de soltura fatigaba a la bestia, que cada vez embestía con mayor saña, hasta que al fin, en el centro de la Plaza, dio algunos recortes, y al ver parado al bruto le volvió la espalda; y andando lentamente, sin volver la cabeza, se alejó arrastrando la capa.

Sonó una formidable salva de aplausos. El héroe saludó y sus ojos buscaron en los palcos los de su amada.

La Rosalba aplaudía con entusiasmo nervioso, que hacía mirar a las gentes y arrancaba miradas reprochadoras a la Pancorbo.

—¡Señor, señor! —pensaba la vizcondesa—; en mis tiempos también se enamoraban las mujeres, pero no hacían aquellas tonterías —y comunicaba sus impresiones en voz muy baja a la Suárez Salmón, no fuera a oírle, pues unos pastelillos de fresones que el lacayo de la Rosalba sacaba de un cesto en aquel instante hicieron bajar tres grados su catoniana severidad.

Acababa de dar el presidente la señal de banderillas, y el público clamaba con griterío ensordecedor:

—¡Los matadores! ¡Los matadores!

Un pobre banderillero se destacó, temeroso, con los palos en la mano, y entre un chaparrón de injurias quiso clavar un par. Una de las banderillas quedó trasera y la otra rodó por el suelo.

Los espectadores, en pie, ululaban de indignación:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ladrón! ¡Que lo ahorquen!

Al fin «Bombita» cogió los rizados palitroques, y el pueblo soberano, con esa inconsciente rapidez con que muda de actitud, rapidez que tiene algo de las ondulaciones del mar, aplaudió con entusiasmo.

El diestro fuese al centro de la Plaza, y firme, en un alargamiento elegante de su silueta, citó al toro. Acudió el animal, y sin mover los pies, con sólo una ligera desviación del torso, dejó un soberbio par.

Cogió las banderillas «el Lucero»; en alto los brazos avanzó hacia el bruto, llegó hasta él, y en un gesto rapidísimo clavó los pinchos y esquivó la acometida.

Sonó el toque de muerte. «Bombita», con los trastos en la mano, se acercó al neófito; descubriéronse ambos; el maestro tomó el capote de manos del novicio y le entregó estoque y muleta. Ya armado caballero de la andante torería, dirigiose «el Lucero» al palco presidencial, saludó, y de allí fuese al de Tina.

—¡Brindo por las mujeres bonitas, por la grandeza, por Madrid, y porque si no mato al toro, el toro me mate a mí!

Julito murmuró:

—¡Atiza!

Y la Suárez Salmón sacudió otro golpe a su amiga.

—¿Pero ha visto usted?

—¡Ya! ¡Ya!

Rosita, mirando consternada a la «Visajes», musitó:

—¡Qué ingrato! ¡Yo que he pasado la vida queriéndole!

La otra la consoló a su manera:

—¡Déjate, que tiene ley y ya «golverá»!

Tina se quitó una sortija de brillantes, y sacándole el pañuelo a Julito la ensartó allí para obsequiar luego al matador.

Este, con la sangrienta muleta en la mano, se acercaba al toro tranquilo, sonriente. Por un instante la idea de morir rozó su frente como un pájaro agorero; pero los aplausos, los miles de miradas que sentía fijas en él, y, sobre todo, la dorada claridad de unas pupilas que le acariciaban, le infundieron valor. Sereno desplegó el trapo ante el hocico del toro, y con el pie azotó el suelo; embistió el bicho y «el Lucero» apenas hurtó el cuerpo; un pase de pecho, otro, otro… El público inició un aplauso ante la guapeza del torero.

Tina, anhelante, seguía el juego, sintiendo una deliciosa impresión de horror.

Otro pase aún, y éste tan de cerca, que el cuerno rozó la taleguilla. El torero, envuelto en áurea reverberación, permaneció inmóvil, frío y arrogante. Nutrida salva de aplausos premió su valentía.

—¡Es valiente! —aseguró la Pancorbo con irónica admiración.

Y la Suárez Salmón subrayó:

—¡Que lo diga Tinita, si no!

Había cuadrado al toro y se disponía a tirarse a matar. La fiera, a plomo sobre sus cuatro patas, parecía fascinada ante «el Lucero», que empuñando el estoque abatiera la muleta.

Un grito de horror se alzó de todos los ámbitos de la plaza, y luego se hizo un silencio de muerte. El toro, arrancando de improviso, había empitonado al diestro, y tras zarandearlo, lo arrojó por alto. Cayó al suelo y allí permaneció lívido, el pecho abierto en ancha herida, de que se escapaba un chorro de sangre.

Rosita se había puesto de pie, y desatentada, loca, hendía la multitud buscando una salida.

—¡Lo ha matado! —murmuró Julito, maligno, junto a Tina.

Pero la duquesa de Rosalba, muy pálida, hermética, oprimía en sus manos el pañuelo con la sortija y sonreía siempre, mientras sus ojos, dilatados de espanto, contemplaban al «Lucero», que yacía en medio de la plaza inerte, roto como un pobre pelele vestido de oro y seda.

Capítulo 6

—¡Si no nos dejarán pasar! —arguyó la «Visajes» tratando de detener a su amiga, que, sudorosa, despeinada, las lágrimas resbalando por el bello rostro, corría arrastrando el mantón. Rosita no hizo caso; como loca siguió su ruta. El fleco del pañuelo se enganchó en una puerta y ella tiró, rasgando el crespón y dejando el trozo prisionero. La otra trató aún de convencerla.

—¡Mujer! ¡Si no dejarán entrar ni a su «mare»!

La dolorosa se volvió a ella, y trágica, como si se tratase de un duelo a muerte entre ella y la Rosalba en un desierto, arguyó:

—¡Lo has visto! ¡Mío, mío! ¡Ella no se ha «movío»! —y siguió su camino.

Llegaron a la puerta de los corrales, y la «Visajes» advirtió:

—¡Ten «cuidao», porque si te «diñan» no te dejan entrar!

—¡Aunque me maten, entro!

El portero les cortó el paso.

—Aquí no se entra.

Rosita no contestó; como una avalancha trató de arrollar al cancerbero, pero éste la cogió del brazo.

La «Visajes», a su vez, le dio un empellón.

—¡«Amos», hombre! ¿Usted qué se ha «creío»? —Y pasaron. Él vaciló entre seguir en su puesto o alcanzarlas; al fin se encogió de hombros. ¡Fuesen con Dios!

Cruzaron el patio de caballos, todo lleno de charcos de sangre y porquerías, entre las que circulaban ágiles los monosabios arrastrando los cuerpos de dos pencos convertidos en obleas.

A la puerta de la enfermería compacto grupo de aficionados, picadores y curiosos que habían conseguido colarse allí cerraban el camino. Rosita se lanzó entre ellos, y con empujones y ruegos llegó a la entrada. Un médico quiso impedirla aún el acceso; pero con formidable empujón apartole y entró.

Sobre el lecho, medio desnudo, entre jirones de seda y trozos de áureos bordados, teñidos de sangre, blanco y delgado como la escultura de marfil de un santo mártir adolescente —un San Sebastián— yacía «el Lucero».

En el rostro exangüe la nariz se perfilaba afilada por la hemorragia y los labios se entreabrían como una flor de muerte. Sobre la frente de jazmín caían algunos cabellos rubios, y una serenidad augusta le envolvía como un sudario.

Rosita, desatentada, loca, corrió al lecho y estrechó ansiosa entre sus brazos el cuerpo de su amante, que ya no le disputarían más que los gusanos.


Publicado el 18 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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