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Cuento


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  Cuento.
51 págs. / 1 hora, 30 minutos / 222 KB.
18 de junio de 2018.


Fragmento de La Torería

Hijo único de honrados campesinos que a fuerza de fidelidad y de trabajo habían llegado a administrar las fincas de un riquísimo aristócrata, crecía en la paz geórgica entre mimos y halagos. Toda su alegría era correr los inmensos predios, escalar los montes, bañarse en los ríos y revolcarse en las praderas entre las patas de los toros de la famosa vacada.

Aprendió desde chiquito a mirarlos como juguetes hechos para su recreo; aquellas bestias, mansas y tranquilas unas veces, feroces otras, le atraían con la fuerza irresistible del peligro. Su mayor placer consistía en escaparse a escondidas de su madre y correr a los prados donde pastaban, y allí, burlando la vigilancia de los vaqueros, jugar con ellas, azuzarles, huirles salvado por la oculta providencia, que parece velar sobre las temeridades de los niños. Sabía vagamente que aquellos animales valían miles de pesetas; que había una fiesta luminosa y magnífica en que, en circos de gloria, hombres vestidos de sedas y de oro se jugaban la vida ante ellas. Y de aquellos ensueños nació en el alma del niño una afirmación: «yo quiero ser torero». En las largas veladas del invierno, al amor de la lumbre, leía su padre descripciones del popular festejo y con ingenua admiración hablaba de sus héroes, de aquellos hombres, rudos campesinos, toscos trabajadores, miserables vagabundos ayer, hoy héroes del pueblo, elevados al pedestal de la guapeza por un rasgo de bárbara valentía. En el alma ingenua del pobre hombre, hecho a la lucha diaria, al lento batallar con las miserias de la vida, al trabajo, al ahorro, a la fidelidad, para quien la visión de la existencia se contenía en un estrecho marco de obligaciones morales y materiales, había una admiración inmensa por aquellos valientes que triunfaban al precio de su vida, que sabían mirar la muerte cara a cara y luego derrochaban ríos de oro entre juergas, amores fáciles y aventuras. La imaginación del niño, de José María, el futuro «Lucero», contagiada por los victoriosos panoramas, diose a soñar. Pasaron, sin embargo, los años indiferentes a aquel anhelo; los trabajos de cuidado y vigilancia compartidos con su padre, a quien largos días de fatiga habían gastado, fueron borrando implacablemente las bellas imágenes y el sueño tomó la inconsistencia de las cosas lejanas. Un día, tras algunos preparativos, vieron llegar a la finca coches y automóviles llevando a una fiesta de acoso y derribo bellas damas o ilustres caballeros, elegantes, toreros de fama, periodistas. Fue una tarde triunfal, el revivir de castizas costumbres, feria de donaires y elegancias en que bellas vestidas de chaquetillas de terciopelo grana adornadas de argentados alamares, la frente sombreada por el cordobés y la garrocha bajo el brazo, derribaron toros, llevando por escuderos a los diestros famosos y a los aristócratas de más rancio abolengo. Entre todas ellas, suprema de goyesca gracia en su majo atavío, la mirada enigmática de los ojos dorados luciendo bajo el pequeño calañés de terciopelo negro, el cuerpo andrógino oprimido en la aterciopelada fulgencia, ceñido el talle por sangrienta faja, destacábase en el airoso caracolear de su potro cordobés la turbadora figura de Tina Rosalba.


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