La Zarpa de la Esfinge

Antonio de Hoyos y Vinent


Cuento



La ofrenda

Tórtola:

tú eres el símbolo de la belleza única. Antes de conocerte yo te había visto danzar ante Herodes como Salomé, bailar en el desierto entre los tigres como Cleopatra… Eres el ensueño hecho carne. Estás más allá de la vida, del tiempo y del espacio. Deja que te ofrezca en homenaje la historia trágica de una pobre danzarina que fue hermética y hierática y tuvo zarpa de piedra como la Esfinge y corazón de carne como hija de Eva. Déjame depositar a tus pies, ¡divinos pies enjoyados de Icono!, la ofrenda.

«A la gloria de Tórtola Valencia: Oro, Incienso, Mirra».

Parte 1

1. El cortejo de Terpsícore

La presencia de la marquesa Elvira en el baile de La Dalia fue un escándalo. Toda la concurrencia (y el hecho de ser Martes de Carnaval, agravado por el de celebrar el Niño del Piano, que tantismas—frase estampada en las invitaciones en que se ofrecía la fiesta a dos docenas de jóvenes y señoritas, distinción tan propia como digna de encomio, así como a unos cuantos astros coletudos entre los que brillaba con luz propia el Cautivito, más conocido en los colmados que en las plazas, y más que por los públicos, por las damas que celebran mercado de sus encantos, y que en el caso de Cipriano hacíanse una dulce carga de atender a la satisfacción de sus necesidades y boato, con largueza digna de encomio—, simpatías contaba en el barrio, hacíale imponente) había desfilado ante el grupo formado por la marquesa Elvira de Moncada, Judith Israel, la admirable danzarina, Julito Calabrés, Gregorito Alsina, Wifredo Silvano, el compositor de La Danza de Walpurgis, Fabricio Remanso, el poeta evocador de El Amor de Antinous, y Miguel Ángel Estrada, escultor vidente e iluminado que creara las alucinantes figuras de «La Lujuria» y «La Muerte», el inquietante grupo que en la última Exposición provocó un conflicto de orden público.

Ni una sola de las personas reunidas en el amplio salón de la Sociedad Recreativa de Baile dejó de reconocer, bajo los disfraces vulgares, a la aristócrata y a la artista. Verdad que Elvira, enamorada de las cosas sensacionales, soñando con vivir las novelas de Jean Luis Talón, de Dumas, de Gautier, todas aquellas espagnolades de marquesas y toreros, de bandidos y de damas del gran mundo, no había puesto tampoco gran empeño en pasar desapercibida. En vez de modestas interioridades que, bajo el plebeyo capuchón de percal rosa, diesen la sensación de una criadita u obrerilla lanzada a una noche de juerga, había conservado el mismo traje con que comiera en casa de la vizcondesa de Pancorbo, una toilette firmada Paquín, una creación exquisita de gasa rosa, muy pálida, sostenida por grandes bandas de moaré negro, prisioneras en hebillas Luis XV de brillantes. Los zapatos de antílope negro cerrados con strass, y las medias de encaje, completaban la indumentaria que, semioculta por el hórrido disfraz, denunciaba a la mujer chic. Pero aunque nada de ello hubiese existido, y en vez de muselinas, sedas y blondas, cubrieran su cuerpo menudo, de firmes y armoniosas curvas, el merino, el percal y la batista de las coquetonas servidoras de casa grande, hubiese bastado el oro desvaído de su ondulada cabellera, tan pálida que parecía empolvada, las pupilas de turquesa, ingenuas y soñadoras en que había un breve dejo de ironía, ese matiz de leve burla sentimental de los epigramas de Beaumarchais, la boca de corazón, golosa y sensual, bajo cuyos labios se cobijaba un lunar de terciopelo negro, y, sobre todo, aquella gracia maciza y alada a un tiempo mismo, en una liviana y señoril, gracia frívola, despreocupada y juguetona de ninfa de Versalles, prisionera de largo corsé, que corriera entre corderos lazados de rosa por praderas de esmeraldas sobre los altos tacones de sus chapines de plata, muy siglo XVIII, que le hacía evocar, aun bajo los ceñidos trajes actuales, las pomposas sayas florecidas de rosas y los cuadrados escotes que mostraban apetitosas las duras pomas de los senos. Porque Elvira Moncada era una de esas mujeres, cuyo tipo evoca una época. Hay siluetas que forzosamente hacen vivir ante nosotros el viejo Bizancio fastuoso, y magnífico, y aun entre harapos o con indumentaria chulesca, son viejos iconos nimbados de oro; otras conjuran Grecia, o las misteriosas historias medievales. La marquesa Elvira recordaba el siglo galante, y lo mismo en el suntuoso esplendor de los vestidos de baile que en los trajes de sport o los severos atavíos sastre, era siempre la pastora Watteau, cándida y libertina, que jugaba con sus amantes a Filis y Amarilis en una Arcadia de guardarropía.

Pero como si aun su tipo y su popularidad fuese poco para ser reconocida, la gente que le rodeaba —aquel Julito Calabrés, perpetuo explorador de la noche, que se empeñaba en encontrar en la calle del Grafal a los héroes de Hoffmann y a los escalofriantes personajes de Baudelaire; el inconfundible Gregorito Alsina y, sobre todo, Judith Israel, con su cortejo de artistas decadentes— no hubiera dejado lugar a dudas, aun en caso que hubiese podido haberlas.

¡Judith Israel! La bailarina sagrada que había hecho de sus danzas una evocación del Oriente remoto, la que puso en la canallesca grosería de los Music—Halls la nota exquisita de su arte exotérico, fascinador e inquietante. Sus bailes no eran, tal vez, sino poses artísticas hechas al ritmo de una música sabia y primitiva, música de encantador de áspides; poses semejantes a otras muchas exhibidas por cien artistas de Café—Concierto, pero… Hay muchos que escriben, muchos que pintan cuadros o labran esculturas, infinidad de mujeres que cantan o bailan, y, sin embargo, el chispazo del genio, la varita mágica que hace de la obra vulgar la obra de arte, la obra única, esos pocos la poseen, y Judith tenía su secreto.

Alta, ondulante hierática a una, poseía una hermética belleza de esfinge. El rostro frío, clásico, sereno, blanco e inmóvil como una mascarilla de alabastro, hallábase encuadrado en una cabellera peinada a la moda egipcia, tan espesa y negra que parecía en ébano; sus labios, finos y delgados, eran un leve trazo de púrpura, y en sus ojos raros, verdes, luminosos, triangulares, había un extraño poder de fascinación. Siempre moldeada en blandas y pesadas estofas rieladas de oro y plata, con ajorcas de cabalísticas pedrerías —los ópalos de maleficio, las peridotas, las amatistas de la cábala— en los brazos blancos, delgados y osciladores como reptiles, había en sus gestos, mecidos por la música bárbara de ignoradas melodías, una elegancia ofidiana que contrastaba con su quietud de otras veces, una quietud de esfinge, mejor de Sibila, rígida sobre la piel de Pitón, prisionera en la pesada magnificencia de un templo de oriente.

¡Judith Israel! La leyenda la decía oriunda de muy humilde estirpe, de no sé qué errante familia bohemia; hacíale algo muy miserable, muy bajo, a que el arte, con su salutación, purificara como el carbón ardiente purificó los labios de Isaías. Vivía ahora en las regiones inaccesibles de la gloria, sólo de tarde en tarde la sangre canalla despertaba en sus venas, y entonces echábalo todo a rodar y huía a revolcarse en el fango. Y era la revancha del pasado, unos días de vida miserable y canallesca. Luego volvía altiva, inabordable, más profunda, lejana y misteriosa que nunca.

Amores no se la conocían a Judith Israel. Conocíasela, sí, un adorador viejo apasionado de ella, a quien trataba con glaciedad desdeñosa. Por lo demás, vivía rodeada de pseudogenios que, alucinados por el arte, vivían lejos de las impurezas de la carne en una perpetua maceración espiritual, y para quienes ella encarnaba el símbolo.

Aquella noche, sobre el traje negro irisado de oro, había echado un extraño pañolón de Manila, de un verde rabioso, florecido de monstruosas rosas negras. Desdeñosa en su hermetismo de la mascara, ostentaba, como una careta trágica, el rostro albo y traslúcido encerrado en el sombrío nimbo de su cabellera. La tela, floja y pegajosa del mantón, arrastrada por el peso de flecos y bordados, adheríase a su cuerpo subrayando la rigidez de sus gestos, una rigidez mecánica, casi alucinante.

Pasado el primer momento de estupor, causado por la presencia de los intrusos, el baile habíase reanudado. El organillo cantaba las notas de una habanera, y las parejas, muy ceñiditas, columpiábanse en lentos vaivenes. Eran mujeres de rompe y rasga, hembras de trapío, mozas de partido y alguna trabajadora endomingada que andaba buscándole tres pies al gato. Las más llevaban el castizo pañuelo filipino, unas terciado a la torera, otras clásicamente colgado de los hombros, algunas a la manera gitana que cupletistas y bailarinas han deshonrado por esos tablados de Dios; también había unas cuantas mujeres disfrazadas de japonesas, pierrots y patudos bebés. En cuanto al elemento masculino, formábalo en su mayoría señoritos aflamencados, chulos de mujeres, criados y chauffeurs, y como nota selecta algún torero de barrio, de los que tienen por campo de sus proezas Getafe, Vaciamadrid, Arganda o Morata.

El salón era grande, aunque un tanto ahogado por lo bajo del techo y lo estrecho de las ventanas. Un papel oscuro, con floripondios color chocolate, cubría los muros, que alegraban como gayas notas los hórridos colorines de unos cuantos carteles de toros. Como adorno extraordinario pendían aquella noche, por techo y paredes, polícromas cadenetas de papel.

La concurrencia podía decirse enorme, y aunque la mayoría, después de la bronca del Cautivo con el Posturas —un golfo explotador de las mujeres de baja estofa— habíase refugiado en el ambigú, donde Cipriano refrescaba la sangre irritada por el sofocón, aún quedaba gente para llenar el salón en que las parejas, sudorosas, jadeantes, despeinadas, apenas si podían moverse incrustadas las unas en las otras.

La noche había sido por demás turbulenta. Primero, la expulsión, en nombre del decoro y la moral, de la Chavita y Mercedes, la del Morapio, que, sin saberse a ciencia cierta el por qué, habían descubierto que una de las dos estaba de más en el mundo (por lo menos en el baile), y que como preludio habían atentado a la integridad de sus cabelleras respectivas. Luego, la bronca del Cautivito con el Posturas.

Aquello ya fueron palabras mayores. Una futesa cualquiera, la intemperancia del maleta que desde el trípode de su pseudo gloria de novillero habíase permitido tratar al otro despectivamente, y la legendaria desvergüenza del chulo que contestó con unas cuantas frescas a los desdenes, fueron el origen de la cuestión. Sin embargo, todo hubiese parado en leve tirantez de relaciones, si, en el calor de la improvisación, no se le hubiese escapado al Posturas la palabra miedo.

¡Miedo! Hablar a Cipriano del miedo era mentar la soga en casa del ahorcado, poner el dedo en la llaga o dar en el blanco. ¡Miedo! Aquel era el punto negro en la vida del Cautivo, la muralla de hielo que se alzaba infranqueable entre él y la gloria. Los buenos aficionados, los que llevan escrupulosamente la cuenta de cada estocada y cada capotazo de sus ídolos, recordaban algunas proezas de Cipriano. Una tarde, en Aravaca había toreado por verónicas, que ni los mismos ángeles; otro día, en Talavera de la Reina, puso un par de banderillas al quiebro, que los reyes del toreo no hubiesen desdeñado en su haber; otro aún, y aquel en la plaza vieja de Barcelona, toreó de muleta admirablemente y remató de una estocada hasta la cruz, que hizo a los entusiastas proclamar su aparición como la de un nuevo Rafael Guerra. Pero, sobre todo, lo que ningún buen amante de los toros podía olvidar era el volapié monumental, digno de Mazzantinni, con que arrebató de júbilo a los concurrentes de la plaza de Tetuán de las Victorias. Y, sin embargo, Cipriano Sánchez, el Cautivo, no pasaba de ser un modesto, un ínfimo novillero. Una sombra negra, algo invencible, una fatalidad cruel pesaba sobre su vida deshonrándole, inutilizando sus esfuerzos, manchando sus éxitos. ¡Tenía miedo! Pero no un miedo natural, basado en el instinto de conservación y fácilmente dominable por la voluntad, sino un miedo tremendo, ciego, irrazonado, irresistible, que le hacía huir, temblar, cerrar los ojos, un pánico loco que le arrebataba todo sentimiento de pundonor torero, haciendo de él un animal cobarde y débil, una pavura necia como la que hace gritar a los niños en las tinieblas.

Avergonzado, evocaba en sus horas de desaliento la crisis atroz de su debut en el coso bilbaíno. Era el día de la consagración; la afición de Bilbao, (y sabido es que la vizcaína forma entre las más entendidas y entusiastas de España), agolpábase en el circo taurino deseosa de conocer al nuevo diestro. En el paseo, algunos aplausos le confortaron; luego, en el primer toro unos recortes, un toreo emocionante de rodillas y algunas otras proezas, valiéronle palmas en abundancia, y cuando, tras brindar al pueblo, colocose ante el astado bruto con los trastos de matar en la mano, sin causa justificada, de improviso, el fantasma de su cobardía se alzó ante él. Y comenzó el suplicio. El toro, a sus ojos se ofreció como una bestia apocalíptica, negra y enorme. La gloria, los aplausos, el pundonor profesional, el público, el cielo, el sol, todo se borró, esfumose, desapareció, quedando él solo en medio de un abismo tenebroso, húmedo y frío, cuya glaciedad helábale la sangre junto al toro, de momento en momento mayor, y cuyos cuernos a cada movimiento se agrandaban rozándole el pecho, el vientre, el cuello. El pueblo, asombrado, calló primero con un silencio de muerte, luego, indignado, prorrumpió en hórrido griterío, los silbidos eran ensordecedores, los apóstrofes llovían sobre él. Un huracán de injurias, de groseros insultos, de amenazas llenaba la plaza. Comenzaron a caer a los pies del infortunado diestro todo género de proyectiles: naranjas, botellas, almohadillas. Cautivito cada vez peor, más incapaz de dominar su pánico, acabó por retirarse llorando, entre barreras, mientras los mansos se llevaban al toro a los corrales. Desde entonces, la fatalidad parecía perseguirle, y mientras en las plazas pueblerinas triunfaba en difíciles empresas, cada vez que reaparecía en algún circo de importancia, el miedo, el miedo invencible, tremendo, fatal como una maldición, se erguía ante él.

Seguía el baile: y mientras las parejas giraban lentas en la cansada lascivia de un inacabable abrazo, el Cautivo, rodeado de amigos y admiradores, explicaba a su manera la bronca.

—Porque el Posturas…

Un incondicional entusiasta, deseoso de halagar a su matador, aseguró:

—¡Es un golfo!

Desde lo alto de su posición, Cipriano afirmó desdeñoso:

—¡Un chulo!

—A ver si no pones motes. ¿Estamos? Ni que tu madre hubiese sido la madama Pum—pum, la del «cine».

Al oír la voz de su contrincante, el torero se puso en pie, y empuñando una silla permaneció a la defensiva. El otro había avanzado lentamente, con calma amenazadora, y, por fin, a tres pasos de su enemigo, habíase detenido. Hubo un momento de sobresalto en la concurrencia. Los dos hombres, frente a frente, estaban en actitud expectante. El Cautivo tenía una apostura canalla, un tipo de golfo, sabio en artes de Monipodio y Caco, una gracia innoble, un poco bárbara y otro poco cínica, de colillero ducho en descuidos y en productivos amores de encrucijada. No muy alto, más bien recio de complexión, sin que la reciedumbre perjudicase a cierta agilidad airosa de felino, su cabeza era pequeña y bien moldeada; tenía el rostro muy moreno, los labios gruesos, carnosos, húmedos y rojos, los pómulos salientes, pequeños, pero vivos y llenos de picardía los ojos y estrecha la frente, que hacía aun más pequeña, el pelo recortado en flequillo, que se alargaba en las sienes hasta formar tufos a la manera gitana. El Posturas era más fino, más elegante. Alto, delgado, su tipo era el tipo árabe, no sólo en la distinción serena de los gestos sobrios y armoniosos, sino en la palidez mate del rostro, en los labios delgados, en los ojos grandes, negros, melancólicos y soñadores, y en el pelo negrísimo que caía en una onda de azabache sobre la frente alta y despejada.

Los dos rivales, mirándose desdeñosos, permanecían sin decidirse a acometerse ni tampoco a despejar el campo; algunos amigos oficiosos comenzaron a interponer sus buenos oficios, y parecía que la cosa iba a quedar así, cuando la Discordia, en forma de Pura, la Sencilla (aquel viborezno con faldas, que incapaz de perdonar a la Naturaleza cruel, su cara picada y sus ojos bizcos, complacíase en encizañar a todo el mundo), lanzó su manzana.

—¡Ay, qué miedo! ¡sujetarlos que se pierden… un día de estos, en la calle del mírame y no me toques! —y luego, en voz más baja, siguió refunfuñando—: ¡Madre mía, qué hombres! Mucho de boquilla, pero aluego…

Nadie le hacía ya caso. El Posturas habíase encarado con Cipriano y le conminaba enérgico:

—A ver si va a poder ser que no pongas motes.

El Cautivo escupió desdeñoso:

—Haré lo que me dé la repajolera gana.

Con fría calma, en que había un reto, pidió el otro:

—Repite.

El torero alzó la silla, pero ya Posturas había retrocedido un paso, y con gesto rapidísimo, sacando una navaja del bolsillo:

—Anda.

Otra pausa. A la vista del acero que brillaba, lívido Cipriano, sentía flaquear su valor. La idea del hierro desgarrando sus carnes, la atroz sensación de frío de la hoja fina y puntiaguda, la glutinosa tibieza de la sangre, encogíanle el corazón, y el miedo, aquel miedo instintivo, animal, de las plazas de toros, le acometía, se apoderaba de él, vencíale en una vergonzosa derrota espiritual.

Las gentes se impacientaban. Ellos esperaban hule, y la pasividad, muy parecida al pánico, del torero, les irritaba, defraudando sus secretos anhelos de sadismo salvaje. Con una hermosa crueldad de carnívoros, deseaban una tragedia. La Sencilla, siempre malévola, fue la primera en azuzarles irónica:

—Que avisen a la ambulancia. ¡Socorro, que se matan!

Una voz anónima apostrofó a Cipriano:

—¡Que te mientan la madre!

Y otra:

—¡Déjale a la mamá tranquila, que era del Club de las solteras!

El Cautivo se puso muy pálido. Con un esfuerzo supremo dominose, y encarándose con el chulo amenazó:

—Si vuelves a tomar en tu cochina boca a mi madre, te estrello.

El Posturas, ni pestañeó siquiera.

Ahora, el choteo fue con él.

Una hembra rió:

—Digo, que dije, que he dicho que no he dicho nada… ¡Viva el miedo!

Y la voz incógnita:

—El miedo es libre.

El chulo árabe dio un paso.

—Cipriano, aquí, uno de los dos está de más.

Cipriano retrocedió instintivamente. ¡El miedo! No podía. Apoderábase de él un ansia vergonzosa, ridícula, estúpida de huir, de esconderse, de tirarse al suelo y romper a llorar. Sentía todas las miradas fijas en él, hostiles, malévolas o simplemente curiosas, y todos los juicios suspendidos sobre su cabeza; comprendía que le iba en ello su prestigio de matador, su cartel de Don Juan callejero, su porvenir, hasta su bienestar actual, y, sin embargo, no podía.

Los curiosos y, sobre todo, las curiosas, comenzaban a darse cuenta del miedo, y a cada gesto, a cada movimiento de retroceso una nube de denuestos, de burlas, de groseros desdenes se elevaba. El chungueo hacíase general.

—¡Ay, mamá, que me comen, que me comen!

—¡Que viene el toro!

—¡Árnica!

—¡Azahar, que se desmaya el niño!

—¡Jesús, qué miedo!

—¡Ay, hija!

—¡Miau!

—¡Zape!

El Posturas había avanzado, y la navaja tendíase a un palmo del pecho del torero que, incapaz de vencerse ya, seguía retrocediendo.

En aquel momento dibujose en la puerta la alta silueta de Judith Israel.

Con sus ojos verdes, duros y altivos de reina fabulosa, contempló la escena. De improviso divisaron al Cautivo, y un leve estremecimiento onduló en su rostro. Avanzó un paso y clavó las pupilas triangulares, glaucas y fascinadoras como las aguas de un estanque encantado, con una mirada imperativa en el cobarde, que seguía perdiendo terreno. Súbitamente, Cipriano alzó la cabeza, y sus ojos azorados tropezaron con los de la danzarina. Fue como una descarga eléctrica; sintió calor, vida nueva, algo que era lava y hierro, energía, valor, circulando por las venas. Irguiose, arrojado, magnífico, y, sin importarle la hoja que amenazaba su pecho, saltó sobre el chulo.

Fue una lucha épica, en que el Cautivo, sin más armas que sus manos, defendíase de los certeros golpes de la navaja. Al fin, la navaja cayó al suelo, y los dos hombres enlazados forcejearon un instante formando una masa confusa que al fin se deshizo, rodando el Posturas por el suelo, mientras el torero se alzaba vencedor.

Una explosión de entusiasmo y admiración saludó su victoria; los mismos que un momento antes denigrábanle, cantaban ahora loores al vencedor, mientras unos cuantos amigos llevábanse a su contrincante, maltrecho y pesaroso.

Pasado el primer momento del triunfo, y como calmados los ánimos, habíase reanudado el baile; Cipriano dirigiose a Judith Israel.

La danzarina permanecía rígida, inmóvil en una absurda tensión de arco, como una Pitonisa después del esfuerzo de videncia. El torero se detuvo ante ella y balbuceó turbado:

—¿Quiere usted bailar esta polka?

No respondió ella; desplomose en los brazos del galán, y rota la tensión nerviosa su cuerpo entero moldeose a él.

El Cautivo murmuró con voz velada de emoción.

—¡Cayetana, mi vida, te acuerdas!

Una sonrisa tembló en los labios de la Esfinge. Una voz lejana como un eco, una voz timbrada de no sé qué violencia pasional, musitó:

—¡Cipriano, chaval!

Las notas del organillo brincaban alegres y retozonas, frívolas y sentimentales, desgarradas y chulescas. Judith, abandonada en los brazos del galán que la oprimía contra su pecho, parecía agonizar de voluptuosidad. Todo su cuerpo distendido ceñía en un abandono absoluto al de su pareja. Sus ojos de quimera dormían en los de su caballero, como duerme la luna en el fondo del mar, y en el rostro, muy pálido, los labios de cera sonreían.

Julito rió al oído de Elvira.

—¡Atiza! Parece que se ciñe.

Elvira, entre admirada y envidiosa, se santiguó verbalmente… En el nombre del Padre.

—¡Hijo, qué fresca!

Con dejo chulesco rectificó el otro:

—Siempre será al revés.

2. La esfinge

¡Judith Israel! Como las emperatrices legendarias del pasado remoto, alzó su trono sobre cadáveres. No mató, pero dejó morir. Una leyenda extraña, la hacía andar por el desierto con los pies desnudos, calcinados por las ardientes arenas y la cabellera negra y revuelta, por única defensa del sol. Otra la hacía dormir bajo el puente de Triana envuelta en la luna como en un manto real. Ella sonreía y dejaba hacer.

La verdad era que todo aquello no tenía de cierto sino que anduviese muchos días desgarrándose los pies en los guijarros de las calles y durmiendo con el cielo por dosel. No era árabe ni el Simeu habíala arrastrado entre olas de polvo, ni habían arrullado su sueño los rugidos de los tigres y los leones. Lo único positivo es que, pese a la nobleza suprema de su tipo, pertenecía al misterio del pueblo. Era madrileña. Su madre, allá en las horas felices de la juventud, tuvo un salón de peinar. Luego vinieron días malos en que el reuma y la vejez dieran al traste con el relativo bienestar, y comenzó para las dos mujeres una miseria negra. La señora Segunda, siempre práctica, pensó, y pensó bien, que la chica podía ganarse su vida (y hasta la de ella si se terciaba), entrando en un taller de costura mientras llegaba la hora de dedicarla, si era posible (y su naciente belleza decía a voces que sí), a más elevados menesteres. Pero la chiquilla tenía un alma brava y sublevose ante la perspectiva del encierro. Ella quería ser florista, o vendedora de periódicos, o pordiosera, o golfa, cualquier cosa con tal de ser libre y poder volar lejos, muy lejos, como vuelan los pájaros, para correr el mundo. Ni las zurras, ni los airados apóstrofes, ni las amenazas truculentas, tuvieron virtud para disuadirla de sus arriesgados proyectos, y un día, en los linderos de los quince años, salió para no volver. Anduvo muchos días librándose milagrosamente de los absurdos peligros que rodean la vida del hampa, sola siempre, un poco salvaje y otro poco niña, hasta que una noche conoció a Cipriano.

Hacía un frío espantoso. Después de caminar horas y horas en busca de unos céntimos que la permitiesen refugiarse en un cafetín, llegó rendida de sueño a los escalones de la Plaza Mayor. En aquella posada, harto ventilada, donde toda incomodidad tiene lecho y toda miseria yantar, dormían hacinados una veintena de pobres, prestándose mutuamente el calor que bien habían menester. Un hedor insoportable, pese al aire helado que se colaba por allí, flotaba sobre ellos. Pero Cayetana, la Narditos, no era persona que anduviese en remilgos de damisela delicada, y sin que los demás huéspedes la hicieran maldito el caso (no eran bastante cortesanos para recibirle con palio, ni tan egoístas que una durmiente más les importase), instalose con todo confort entre dos personajes que desaparecían bajo un montón de carteles y periódicos, y se quedó dormida.

Un puntapié aplicado con cierta consideración la hizo despertar. Tenía la cabeza apoyada en las rodillas de un caballero hampón, de unos diez y seis años, y frente a ella, de pie, inexorable como la imagen de la sociedad severa, estaba un guardia que conminó perentorio:

—¡A ver si sus largáis! ¡Pues hombre, me gusta! ¡Las siete de la mañana y tumbados aquí a la bartola!

Al caballerete debió de sentarle muy mal la intemperancia de la autoridad, pues rumió no sé qué sordas imprecaciones, pero su miedo superaba indudablemente a su furor, y dispúsose a obedecer.

Ella le interrogó con extrañeza:

—Pero, ¿por qué no me despertaste?

Sonrió con cierta galantería bárbara:

—Estabas tan guapísima dormía. Amos, que de mistó.

El guardia les azuzaba:

—¡A ver si os largáis!

Comenzaron a caminar juntos. Cayetana, tras examinar a su galán de pies a cabeza, interrogó con ingenuo descaro:

—¿Tú, qué eres?

Irguiose el chiquillo con infantil petulancia:

—Yo… torero.

Y como ella, ante las alpargatas rotas, el pantalón con flecos y la chaquetilla mugrienta, pareciese incrédula, arrancose la gorra que cubría las revueltas greñas, y mostró triunfalmente una larga coleta.

—¿Cómo te llamas?

—El Cautivo.

Lo dijo con el mismo orgullo que pudo decir el «Espartero», el «Bomba», o el «Machaco»; luego, a su vez, interrogó:

—Y tú, ¿qué eres?

—Yo… florista.

—¿Tienes novio que te hable?

—No.

—Pues si quieres que andemos juntos… —propuso el futuro astro.

Desdeñosa para la fatalidad del destino encogiéndose ella de hombros:

—Bueno…

Y juntos anduvieron. Cipriano la quería con un amor vehemente y apasionado. Ella también le quería, pero en vez de vivir del presente deliraba con algo misterioso y vago, ese algo de los sueños habidos de niño y cuyo recuerdo es, al través de la vida, como la confusa evocación de una ciudad de maravilla apenas entrevista. Cipriano, el Cautivito, era un golfo. Pendenciero y vicioso jugábase al cané o a la brisca, la bufanda, la camisa, las botas, y un día llegó a jugarse la coleta. Perdido, sus compañeros, compadeciéronse de él y respetaron aquel trofeo de su gloria futura. Cayetana asistía a las partidas; impávida, sentada en el suelo, las piernas encogidas, los brazos cruzados sobre las rodillas y la barba en la palma de las manos presenciaba insensible la hecatombe. La cabeza ladeada la cabellera caída sobre la frente y los ojos verdes fijos en la baraja, tenía el equívoco aspecto de una terracotta. Otras veces, cuando venía la buena, íbanse los dos de paseo a merendar en los ventorrillos de los alrededores. Vagaban todo el día errantes por lomas y barrancos, y luego, a la caída de la tarde, tras comprar comestibles, tumbábanse a descansar en algún tejar. Entonces Cipriano, dejando galopar su fantasía, divagaba evocando futuros días de gloria en que los aplausos serían los himnos triunfales y el oro tejería un tapiz a su paso. Tendida junto a él, Cayetana le escuchaba embelesada; ella también soñaba con cosas confusas y magníficas, con sedas, con joyas y con trenes, con una mascarada fastuosa y extrambótica.

Pero la vida es muy cruel, y hay que comer casi todos los días. Los triunfos taurinos, aquellas corridas pueblunas de las que se volvía unas veces maltrecho y zurrado por el toro, otras entre la pareja de la guardia civil, casi nunca con un puñado de pesetas en el bolsillo, no resolvían el problema de la existencia, y Cipriano, incapaz de trabajar, volvió a las amables artes que permiten hacerse con lo ajeno contra la voluntad de su dueño y con el menor esfuerzo posible. Al principio todo fue bien; pero un día…

El Cautivo tenía dinero largo y ofreciose un banquete, en compañía de su amada, en uno de los merenderos de la Bombilla. La tarde era primaveral; en el cielo, azul pálido, algunas nubecillas blancas y luminosas volaban como las cigüeñas de un paisaje japonés. El río, pintoresco entre las frescas verduras, relucía a trechos, y como fondo, divisábanse las frondas de la Casa de Campo. Un organillo desgarraba en el aire sus notas cascabeleantes que hacían danzar a algunas parejas. Y en aquel ambiente de poesía popular, unos policías zafios y vulgares detuvieron a Cipriano, acusándole de no sé qué desaguisado. El no pareció inmutarse gran cosa, y acercándose a su novia besola con pasión y luego interrogó:

—¿Me esperarás?

Pareció ella reflexionar un rato. Al fin, con voz firme, ofreciole:

—¡Te esperaré!

Desde entonces, sabiendo a su amante en la Modelo, Cayetana iba todos los días a los desmontes de la calle de Romero Robledo, y echada en el suelo pasaba horas y horas con los ojos fijos en las ventanas enrejadas. Tendida cuan larga era, las piernas juntas, el torso erguido sobre los codos y la cabeza echada hacia atrás, lo violento de la postura doblándose en arco hacía destacarse, bajo el liviano cendal de la blusa, los pechos redondos y suaves, dándole la inquietante apariencia de una esfinge. El rostro impasible, con un no sé qué de inmutable, y las cabalísticas esmeraldas que brillaban sombreadas por la revuelta maraña de sus cabellos, aumentaban su belleza trágica, pero no con la trágica belleza de Carmen, sino con la belleza implacable de Hécate o de Pentesílea.

Inmóvil bajo la caricia del sol de agosto, indiferente al fuego que caía del cielo, dando la sensación de algo eterno e indestructible, como esos monstruos de piedra, mitad mujer y mitad león que surgen de la lava que cubrió antaño las viejas urbes de pecado y abominación, la vio una mañana Javier Fontaura, el pintor de la Lujuria, el pobre artista que, enamorado de las creaciones de Gustavo Mareau, soñó con las heroínas fuertes y crueles como la muerte, con los cortejos fastuosos, los paisajes de maravilla y los símbolos oscuros y alucinantes que evocan la locura, y que, incapaz de crear aquello apenas entrevisto, moría de su obra. Viola, y una sacudida eléctrica conmovía sus nervios. Durante un rato permaneció petrificado, incapaz de arrancarse a la contemplación de la chiquilla. Al fin, aproximose a ella:

—¿Quieres ser modelo?

Mirole con salvaje desconfianza.

—Y eso, ¿qué es?

—Venir a mi estudio para que te pinte en un cuadro.

Pareció vacilar aún; al fin preguntó:

—¿Y por eso se gana dinero?

—Te daré un duro por cada vez que vengas.

Sus pupilas verdes posáronse en él con un resto de desconfianza, pero la perspectiva de la moneda de plata que relucía ante ella acabó por decidirla.

—Bueno, iré.

Desde el día siguiente comenzaron las sesiones.

En el estudio de Javier Fontaura vivía la Quimera, y a la sombra de sus alas Cayetana fue Daltagut, Salomé, la Reina de Saba, la Lujuria, la Locura, la Muerte. Semidesnuda bajo imprevistos joyeles que la imaginación y el arte de Fontaura creaba, apenas velada por sutiles estofas que unas pinceladas convertían en portentoso velo de Cachemira o peregrina seda de Smirna, entregose a Satanás o danzó ante Herodes, desfiló por el desierto sobre un tapiz de Oriente en el fulgor de sus collares, fue apasionada, atrabiliaria y trágica.

Pero el pintor enamorose de su obra, y un día cayó a los pies de su modelo. Entonces sucedió un fenómeno extraño. En el alma de la chiquilla brotó una energía desconocida, un ansia de ser y de llegar. Ella misma no sabía definir sus deseos. Quería… quería que las ficciones se convirtiesen en realidades; ser aquello: danzarina de ensueño o princesa de leyenda, tener joyas, sedas, alfombras que pisar y caballos que le arrastrasen por un nuevo jardín de las Espérides. No sería nunca suya. Si la quería, era preciso que primero le diese todo aquello. Fue inexorable, y Javier, enloquecido, comenzó la lucha. El que hasta entonces viviera encerrado en su torre de marfil, comenzó a batallar, a buscar periódicos que le alabasen, potentados que comprasen sus cuadros…

Un atardecer habían encarnado en Cayetana la inquietante figura de Astarté, la Venus fenicia. En la semipenumbra que comenzaba a invadir el estudio, la chiquilla, sentada sobre unas rocas, su cuerpo, de una lividez trasparente y azulada, como hecho de una piedra más fina que el alabastro, tenía una belleza casi impúber, malsana y andrógina, que contrastaba con la absurda serenidad del rostro en que, bajo el arco de la ceja y engastadas en los finos tramos de azabache de las pestañas, lucían claras, trasparentes, luminosas como dos pálidas esmeraldas, las pupilas. La cabellera, de un negro imposible, de un negro desconocido, alucinante, ponía su casco de sombra sobre la mascarilla de eucarística blancura. Una serpiente, de un azul metálico, resbalaba por su hombro, y al llegar al regazo tendía su achatada cabeza de ojos triangularse y abiertas fauces.

Anunciaron la visita de Gutiérrez Sarmiento, el millonario americano instalado en España para sus negocios, y Fontaura, loco de contento, precipitose a su encuentro. Cayetana, ni se movió; tenía el impudor magnífico de las cortesanas antiguas, el desdén altivo de las criaturas lejanas. Ante ella quedó el prócer encantado; su admiración fue entusiasta y efusiva. Jamás he visto una belleza al mismo tiempo más serena y más inquietadora —habló con entusiasmo—. Sería una bailarina única para esas danzas que gustan ahora, y que son como una evocación del mundo antiguo.

Halagado por el triunfo de su modelo, el pintor le interrogó:

—¿No sabes bailar? A ver, prueba.

¿Fue una intuición? ¿Fue como el violento surgir de una vocación oculta? Cayetana alzose lentamente y avanzó al través del estudio en un paso de danza inverosímil. Bailaba serena, sin romper la armonía de sus líneas, y aquel baile era una mezcla bárbara de las estatuarias posturas vividas en los lienzos con los ritmos de los bailes populares, era la gracia perversa de la hija de Herodías, fundida en la vehemencia pasional de Carmen, la ecuánime elegancia de Belkis desgarrada en los procaces cimbreos de la Camarona; era algo turbador, de una perversidad exquisita que, ora tenía la gravedad de las marchas triunfales, ora la canallería voluptuosa del tango chulesco; era una rapsodia de danzas, desde las sagradas danzas de la India hasta los retorcimientos de los cafés de cante. Y en aquel incongruente danzar destacábase la bailarina, unas veces con la elegancia rígida de esas figuras que decoran los vasos etruscos, otras con la armonía suprema de los Tanagras, de vez en cuando con la resbaladiza elasticidad de los invertebrados, algunas con la hórrida inarmonía de los caprichos goyescos.

—Sería una bailarina única —afirmó convencido don Francisco Gutiérrez Sarmiento, cuando acabó la chiquilla—. ¿Por qué no baila? —Y encarándose con ella—. ¿No te gustaría trabajar en un teatro?

Ocho días después, Cayetana era la querida de Sarmiento, y Javier Fontaura aparecía muerto en su estudio con un balazo en la sien, tendido a los pies de la imagen de Astarté. Y entre los millones del banquero y la sangre del artista, la Narditos, trasformada en Judith Israel, debutaba con éxito clamoroso.

Cuando la señora Segunda, reconciliada ya con su hija, la vio convertirse en una artista de postín, sonrió beatíficamente. No la engañaba su corazón (el corazón de una madre no engaña nunca) cuando le decía que su hija tenía porvenir. Aquella, aquella era la única carrera que convenía a una mujer decente. Gracias a Dios que, por fin, se había dejado de golferancia y había entrado por el buen camino. Verdad que en ella no veía la necesidad de meterse en aquellos trotes de teatro, pudiendo ganarse la vida honradamente, y menos ponerse motes de hereje; pero, en fin, mientras hubiese cuartos y la cabeza rigiese bien…

Sin embargo, no las tenía todas consigo; y cada vez que se acordaba del Cipriano, aquel chulo de mala muerte con que su hija anduvo descarriá, dábale un vuelco el corazón. ¿Qué haría el muy golfo cuando saliese de la cárcel? ¿Conformaríase con dejar las cosas como estaban o intentaría cambiar el curso de los acontecimientos? Ante el posible de tal monstruosidad, la señora Segunda bufaba de indignación.

Y hete aquí, que un día al salir a la calle, lo primero con que se tropieza es el Cautivo, el cual, con una frescura sin precedentes, se acerca a ella y le pregunta por la Cayetana. La Cayetana, señor, la Cayetana. Creyó morirse del berrinche, y mandando noramala al importuno, siguió su camino. Desde aquel momento no pensó sino en la mejor manera de impedir que su hija se avistase con el gandul. De todos los caminos que podían conducirla a su fin eligió el peor, hablarla a ella, contando con que prorrumpía en exclamaciones de indignación y en airadas protestas. De una pieza se quedó cuando oyola manifestar su intención de avistarse con su antiguo amante. Invocó su condición de madre, los dolores habidos durante nueve meses, lo esmerado de la educación con que obsequió a su hija… Pero todo fue inútil.

Celebrose la entrevista una mañana otoñal allá por los altos del Hipódromo. El Cautivo, más enamorado que nunca, defendió su causa con calor, empleando toda su chulesca elocuencia (sin desdeñar el uso de las manos en los momentos álgidos) para convencerla. Ella le oyó presa de dulce turbación, los ojos entornados y entreabiertos los labios. Pero cuando él, creyéndola rendida, musitó apasionado: «¿Me quieres, nena?» Judith Israel irguiose:

—No puede ser —formuló con voz fría—. Te quiero, pero somos pobres y no comprendo la vida así.

Entonces habló Cipriano. El sería rico. Lucharía, sentiríase valiente y llegaría a ser un gran torero. Su verbo pintoresco de madrileño se inflamaba en locas llamaradas de gloria y de fortuna, y, en un incendio de apoteosis, un río de oro corría por su vida.

La bailarina sonrió:

—Triunfa —dijo por fin—; los que triunfan se encuentran siempre… arriba.

Después, hermética, inabordable, alejose de él.

3. La mascarada

A media calle de Villanueva se detuvo un momento para contemplar el espectáculo de la agonía del Carnaval. Llegaban hasta ella como alaridos de endemoniada cohorte, horrísonos, inacordes, los destemplados gritos de las máscaras. Anochecía, la lluvia, que después de caer durante toda la mañana en incesantes chaparrones había dado una tregua al festejo popular, recomenzaba nuevamente, y en la neblinosa tristeza del crepúsculo, al través del tenue velo de agua, pasaba lamentable y grotesco el cortejo de Momo. Desfilaban las carroza, rotas, sucias, deslucidas por la humedad, manchadas por el lodo, bamboleándose como si a cada sacudida fuesen a desplomarse sobre los coches que pasaban a su lado. Sobre los desalmenados torreones medievales, en los lomos de los elefantes de cartón sin cola ni trampa, en los maltrechos canastillos de flores, las máscaras, los atavíos (rotos, sucios, perdido todo carácter después de cuatro días de batalla) pegados al cuerpo por la lluvia, se agitaban epilépticas con gestos bruscos, rotundos, violentos, que la distancia hacía aún más incoherentes, dándoles cierto aspecto de embrujados conducidos a la hoguera inquisitorial en una estampa del tiempo de Carlos II, el Hechizado, echaban flores marchitas y confetis desteñidos sobre las damas que pasaban a su alcance. Tras los desvencijados armatostes, un ejército de golfos, puercos, haraposos, las caras llenas de churretes y desgarrados los trajes, luchaban por apoderarse de los dulces y ramilletes que caían en el barro, gritaban como energúmenos, se peleaban, caían al suelo, forcejeaban allí, y al fin alzábanse triunfantes con su presa para arrojar las rosas llenas de lodo a las espléndidas victorias o a los abiertos automóviles, donde las mujeres, tiritando de frío, empapadas hasta los huesos, se impacientaban ante las interminables lentitudes del desfile. Grupos de máscaras pasaban en una promiscuidad gris e inquietadora, de la que se destacaba de vez en cuando la nota rabiosa de un diablillo rojo, o la tétrica de negro encapuchado que hacía pensar en los misteriosos penitentes de los cortejos de disciplinantes. Por las aceras, en río humano deslizábase hacia la calle de Alcalá, formando una masa confusa y uniforme. De vez en cuando, una pandilla de enmascarados hendía la multitud profiriendo agudos chillidos; había un momento de confusión en que las gentes se arremolinaban, y luego la masa tornaba a fundirse para seguir rodando paseo abajo.

En vez de amilanarse, Judith Israel apresuró el paso. Sentía la atracción, irresistible del festejo, bárbaro como los antiguos festejos en honor de Baco y Venus, el encanto acre y malsano, hecho de alegría brutal y de hastío triste, de tensión nerviosa y de cansancio, de bestialidad, de estupidez y de lascivia, que como un perfume de podredumbre, de miseria, de suciedad, de lujuria y vino, emanaba de la multitud. La tarde interminable pasada a solas con un libro, la tristeza del ambiente y la confusa algarabía que llegara hasta sus oídos, había sacudido sus nervios. En uno de esos momentos de debilidad pasional, que eran a manera de talón de Aquiles en su voluntad firme y templada, sentía el deseo de confundirse con el cortejo báquico, de sentirse estrujada, sacudida, brutalizada por cien manos. La extraña fuerza que como una fascinación de pesadilla arrastrara a las antiguas emperatrices, desnudas bajo los velos, a ofrecerse a los caminantes como una prostituta en las calles de la Suburra, la llevaban a ella a confundirse con el pueblo que, entre dicharachos soeces y tragos de mosto, volvía de enterrar la sardina.

Un traje de paño negro muy sencillo, moldeaba la suprema elegancia de su cuerpo, una toca de nutria cubría sus cabellos, una piel al cuello y el espeso velo que tapaba su rostro concluían de hacerle, no insignificante, pues nada podía borrar la distinción suprema de su figura, pero sí anónima. Sin acobardarse por la lluvia ni por el frío, que se acentuaba por momentos, siguió bajando, y al fin, ya en Recoletos, confundiose con la multitud.

Cerraba la noche. Las carrozas encendían bengalas verdes y rojas, que tras brillar un momento con lívidos resplandores, eran apagadas por la lluvia. Mascarones de un hermafroditismo imbécil y chocarrero, bailaban con grandes brincos a los ecos de la música ratonera, tañida por otros fantasmones; máscaras sacrílegas entonaban con voz lúgubre cantos funerales; patudos bebés chillaban con voz de falsete, groserías y estupideces, mientras que diablos, magos, monjas y salvajes corrían atropellando a la gente y lanzando atroces alaridos. En los andenes del paseo, hombres y mujeres, a pesar del agua que caía cada vez con más fuerza, disparaban los últimos proyectiles. Alguna vez, en el calor de la batalla, un grupo de chulos o de soldados borrachos rodeaba a algunas mujeres con facha de criadas de servir que se defendían a puñetazos, y acabadas las municiones, eran las manos las que proseguían la batalla. Las hembras, como bacantes ebrias, eran las más procaces y desafiadoras, las primeras en excitar a los hombres con risas, con encontronazos, con gritos, cerrándoles el paso.

Judith sentíase zarandeada implacablemente y vuelta a sus años de juventud cuando, golfa, viciosa y andariega, y en compañía de Cipriano, frecuentaban los bailes de los Cuatro Caminos donde se rindió culto al dulce parcheo, y los más sombríos del Puente de Toledo y Carabanchel, acabados muchas veces a golpes, era casi feliz.

Súbitamente, como un eco de sus evocaciones, una voz conocida, una voz que era en sí la misma evocación, murmuró a su oído:

—¡Cayetana, nena!

Volviose rápidamente y se encontró frente a frente del Cautivo.

—¡Tú!

—¡Si tú supieras! —murmuró él.

Le miró sonriendo provocadora.

—¿Qué hay que saber?

—Desde ayer no vivo. Toíta la noche pensando en mi chavala.

Tornó a clavar en él los ojos, y le examinó entre curiosa y enternecida. Después sonrió con leve ironía.

—¡Vamos, que ya sería algo menos!

—¡Nena, no me hagas sufrir, que te quiero más que a las niñas de mis ojos!

Llegaban a la Cibeles. Allí la confusión era enorme. Coches y carrozas obstruían el paso, pese a los esfuerzos de los guardias que, entre los empujones de los de a pie, las protestas de los que ocupaban los coches y los soeces dicharachos de las máscaras, luchaban por ordenar el desfile.

Cipriano propuso.

—Vámonos por el Prado…

—Bueno.

Lo dijo con la misma naturalidad con que la mañana de su primera entrevista aceptó andar juntos por el mundo.

Ahora, por el Prado abajo, muy pegaditos, como dos enamorados, Cipriano volvía a su tema. Con palabra ardiente, pintábale su pasión, el amor inmenso que sentía por ella, la tristeza de su soledad después de los años dichosos… El entusiasmo le prestaba una elocuencia tosca y convincente, una elocuencia que acariciaba y hería a un tiempo.

Cayetana, muy cerca de él, casi abandonada sobre su pecho en las lentitudes de la marcha, espiábale. Era el mismo. Aquel su rostro cínico de golfo vicioso; aquellos sus ojos pequeños, pero vivos, ardientes algunas veces; aquella su boca grande de labios sensuales y dientes fuertes y blancos, que tantas veces la habían mordido en las horas de amor. Sentíase languidecer ante el deseo intenso y sincero que sentía latir allí. La voluptuosidad salvaje con que Calimante palpitara bajo las garras del león, se apoderaba de ella en una necesidad absurda, canalla, de entrega. ¡Ah, si en lugar de implorarle como a una criatura civilizada, pudiera tomarla allí mismo como una presa entre zarpazos y mordiscos que la cubriesen de sangre, haciéndola retorcerse en un dolor imposible que fuera a la vez dolor y voluptuosidad! ¡Ah, el encanto áspero y amargo de sentirse deseada así, en la tarde de lluvia, entre lodo, brutalidad y grosería!

—¡Nena, Cayetana! —gemía el torero—. ¡Quiéreme una vez, una siquiera, aunque luego me pidas que me deje coger por el toro!

La bailarina consiguió dominarse un momento.

—¿Por qué no luchas? Me prometiste que serías un gran torero: ¿qué has hecho?

—Es que yo sin ti no soy nada, ni me siento nada. Es que, cuando estoy a tu vera, sería capaz de tóo, pero cuando tú te vas, se acabó. Si vieras…

Siguió hablando, hacíase apremiante, rogaba, exigía…

Judith, presa otra vez en el malsano encanto, resistía débilmente.

Él imploró:

—¿Quieres, di, nena?

No contestó ella, pero se dejó llevar. Por la calle de Cervantes fueron a parar a la de Jesús, y desde allí a la de Lope de Vega. A la puerta de una casa de sospechosa catadura, dos mujeres pintarrajeadas, vestidas una de odalisca y la otra de niña chica, hablaban con unos soldados de caballería que retozaban con ellas entre grandes risotadas. El torero entró en el portal y Judith le siguió. Dejaron a un lado una sala en que tres hombres vestidos de mamarracho bebían vino en compañía de unas hembras, y subieron una escalera que crujía bajo sus pies de un modo lamentable. Al fin se hallaron en una habitación fría y triste.

Cipriano acercose a su amada y quiso hablar, pero ella envolviole en una inmensa caricia, mientras gemía quedamente: ¡Nene!

4. La mueca de la esfinge

El telón se alzó lentamente, mientras las luces de la sala se apagaban. Una claridad roja, tan intensa que casi hacía daño —claridad de sol agonizante— fulminó el escenario y apareció el desierto a los ojos del público. La llanura amarilla, inacabable, se perdía en lontananza bajo un cielo implacablemente azul. Ni una planta, ni una flor, ni un ser humano. En primer término, sobre un plinto de tosca piedra, tendida boca abajo, erguido el busto y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, inquietante, interrogadora, dormía Judith. Israel. Sobre sus brazos cruzados descansaban sus senos breves, andróginos, bajo los fulgores de sus raros collares de amarillos crisopacios. El rostro blanco, encuadrado en las líneas perfectas de su cabellera espesa, y negrísima, tenía una serena calma de eternidad. Sobre el largo friso ondulaba su cuerpo de una rara perfección.

La orquesta apoyábase en dos únicas notas de los violines que subrayaban el tambor dando una sensación de monotonía abrumadora. Lentamente, como en un amanecer de esmeralda, Judith abrió los ojos. Después, muy despacio, sin romper la armonía, levantose y comenzó los quiméricos pasos de «La Danza de la Esfinge». Estaba toda desnuda bajo el iris de las piedras preciosas que pendían en finas cadenas desde el cinturón de oro que ceñía sus caderas. Áureas ajorcas incrustadas también de pedrerías aprisionaban sus puños y tobillos, y raras sortijas lucían en los dedos de sus pies. Parecía más delgada, más fina, casi irreal, así.

Danzaba lentamente; cada gesto era definitivo, subrayado, seguido de una pausa, como si fuese el último. En sus menores movimientos había la gracia plástica y animada a la vez, de las Tanagras. Ni un ademán más violento, ni un giro que rompiese la elegancia exquisita de su plasticidad.

En una de las últimas filas de butacas, el Cautivo seguía anhelante los pasos de su amada. Cinco días sin verla. Cuando creía haberla recuperado, se encontraba con que estaba tan lejos de ella como antes. Su ser primitivo, violento y apasionado, sublevábase ante el hermetismo de aquella mujer que había dormido con él en el quicio de las puertas, en las interminables noches de invierno, y con quien había compartido el hambre y el frío. Sin darse exacta cuenta de sus sentimientos, asombrábase de encontrarla tan lejana, tan inabordable, y sentía una rebelión de hombre primitivo pronto a apelar a la violencia ante la hembra que se le resistía.

Desde la tarde del Miércoles de Ceniza no había conseguido volverla a ver. Sus intentos de avistarse con ella habíanse estrellado contra la consigna del portero, rígido e intratable, y como, por otra parte, con esa cortedad que queda siempre en la gente del pueblo cuando por su valor escala ciertas cumbres, no se atreviese a insistir mucho, limitábase a acudir todas las noches al teatro que su amada ennoblecía con la rara evocación de sus danzas. Judith Israel no parecía ni aun notar su presencia. Desdeñosa, indiferente, abstraída del mundo, parecía vivir en la ilusoria región de sus bailes. Pero aquella noche, no. Cipriano adivinó los ojos de esmeralda líquida que le buscaban en la oscuridad. Sintió un vago malestar, las pupilas verdes, hipnóticas, dominadoras y atrayentes como las de un reptil clavadas en su presa, permanecieron fijas en él con constancia obsesionante, adivinándole en la oscuridad.

Un soplo perverso había animado a la Esfinge. En la desolación infinita del desierto, una desolación de cataclismo geológico, era el monstruo quimérico, el Misterio, el Remoto, hecho pecado, pero no un pecado vulgar, sino eso, el pecado que vive en el fondo oscuro del Misterio y del Remoto, el pecado monstruoso y horrendo de la leyenda, el pecado tremendo y alucinante, el pecado de la Biblia y de la antigüedad, el que hizo rameras de las Emperatrices, y convirtió en bestias a los Sátrapas, el pecado infame y terrible que vive en el fondo de nuestras vidas como el Dragón en el fondo de los círculos infernales. El vendaval de Lujuria que, como un ardiente soplo del arenal, había hecho temblar la estatua, se alejaba. Los gestos de la danzarina se hacían más lentos, más cansados, se iban extinguiendo, y, al fin, Judith Israel cayó sobre su pedestal para tornar a su inmutable serenidad.

La cortina descendió entre una salva de aplausos que, redoblando, hiciéronla alzarse otra vez. Entonces, en plena luz, apareció la artista envuelta en amplio albornoz de seda negra, y saludó. El público, preso de loco entusiasmo, no se cansaba de aplaudir. Judith, rígida, doblada en una zalema de rendimiento casi oriental, permanecía quieta, pero sus ojos verdes vagaban por la sala buscando algo. Al fin, tropezaron con Cipriano. Una sonrisa brotó de los labios y revoloteando sobre el público, como una tórtola, fue a acariciar con sus alas los ojos del torero.

Al entrar en su cuarto, la artista sonrió a Gutiérrez Sarmiento, repanchigado en una butaca, y luego al ver allí a Roncalito, el gran torero, tendiole la mano en un impulso cordial.

—Gracias a Dios. Creí que me había olvidado ya.

—Olvidado —protestó él—. Olvidado… Esta mañana he llegado de Sevilla para firmar mis contratos con esta Empresa, y lo primero aquí estoy. ¡No se me olvida así como así lo mejor del mundo!

—Cuidado. Que está Sarmiento delante y va a tener achares.

La cara del torero ensombreciose con una nube de tristeza romántica que le sentaba muy bien a su tipo de abencerraje cantor de las huríes ocultas tras la celosía de la Alhambra. Con voz timbrada de melancolía afirmó:

—Ya sabe él que no hay de qué. Que ni me quiere, ni me querrá nunca.

—No sé, no sé —bromeó el millonario—. Voy teniendo celos.

—Bien conoce que no, don Francisco. Ella le quiere a usted bien.

La Israel acercose a su amante, y posando en él los ojos con cariño, aseguró:

—Ya lo creo que te quiero. Tú has sido para mí más que Dios. El nos sacó de la nada, y tú a mí me has sacado de algo peor… de la miseria, de la porquería, de la degradación. Todo lo que soy y todo lo que valgo, a ti te lo debo; tú me hiciste artista y… casi mujer.

Hablaba seria, poniendo una atención reflexiva en lo que iba diciendo. Parecía otra más serena, más noble en una extraña evocación casi cristiana, ahora. El amplio ropaje de seda negra hacíala más delgada, más alta, más exotérica.

El fondo era propicio. Grandes paños de terciopelo negro manchados con lágrimas de plata, daban al camerino el inquietante aspecto de una capilla ardiente. Divanes, también negros, con almohadones en que campeaban bordados en metales los signos de la quiromancia, rodeaban la habitación, y pequeñas mesas árabes de ébano con incrustaciones de marfil completaban el decorado.

Judith giró y, frívola nuevamente, en una de aquellas rápidas evoluciones de su camaleónica personalidad, encarose con el Roncalito.

—Pues vamos a poner a prueba ese amor tan grande, porque le voy a pedir un favor.

—¡La vida!

—Es mucho y poco. Alguna vez nos parece tan buena, que aun con calvario la adoramos, otras, nos pesa tanto, que la daríamos por un minuto de amor o de placer. Lo que voy a pedirle…

Un empleado entró llevando una tarjeta en la mano. La bailarina ordenó:

—Que pase.

Luego, encarándose con su amante, explicole:

—Es un compañero de la niñez. Hemos pasado muchos años juntos, y quisiese hacerle bien.

En la puerta apareció Cipriano. Cohibido al ver al gran maestro, pero sobre todo, ante Sarmiento, balbuceó un «buenas noches» lamentable.

Judith salió a su encuentro y le tendió la mano.

—¡Cuánto me alegro verte!

Y sin soltarle, llevole primero ante el americano, y luego ante Roncalito:

—Mi amigo Cipriano Gómez, el Cautivo, matador de novillos—toros…

El espada sonrió con un tenue matiz de ironía.

—Le vi torear en Bilbao…

Sintió la danzadora toda la crueldad de la evocación.

—Una tarde mala la tiene cualquiera, aun el más valiente —protestó con calor.

Y luego, vagamente irritada por aquella inhumanidad, y sobre todo por tropezar con un obstáculo que se oponía a su deseo, acercose al espada, y con voz serena afirmó:

—Justamente, ese era el favor que iba a pedirle. Quiero que Cipriano toree en Madrid.

—¿De novillero?

—¿Banderillero?

—¡De matador! Quiero que le de la alternativa.

Había clavado en su interlocutor las pupilas hipnóticas y su voluntad, en un impulso violentísimo, tendíala hacia él como un arco próximo a lanzar la flecha.

El torero vacilaba. Irónica flageló recordando sus palabras de momentos antes.

—¡No es la vida!

—Es más difícil de lo que parece… La Empresa…

—La Empresa hace lo que usted quiera.

Halagado comenzó a ceder.

—Es que yo…

Inclinose hacia él, y embaucadora conminó:

—De usted depende. De su voluntad. Si es verdad que desea tanto complacerme, sí. En caso de indiferencia, en el supuesto de que todo no es más que palabras, palabras, palabras, vanidad de matador de cartel que necesita a la bailarina de moda, no. Conque, a elegir: ¿sí o no?

—Sí. Usted lo quiere, pues se hará.

—¿Palabra?

—Palabra de honor. En la primera corrida que toree en Madrid le doy la alternativa.

Judith ofreciole las dos manos en fervor de agradecimiento.

—¡Gracias!

Luego, volviéndose a Cipriano, desconcertado, cohibido, avergonzado por la extraña escena de que era protagonista, díjole con la voluntariosa energía de una dama de leyenda, conminando a su galán al heroísmo:

—¿Y tú vas a ser valiente, muy valiente, verdad?

El Cautivo inclinó la cabeza. Ella anunció:

—Por otra parte, yo estaré allí para juzgar…

Roncalito y Gutiérrez se extrañaron. El primero formuló una pregunta:

—¿Pues no sale mañana para Londres y Nueva York?

—¿Qué importa? —y en las palabras de la incomprensible había un desdén magnífico por el tiempo y la distancia—; esté donde esté volveré aquí aquel día.

Después inició un paso de danza, y, girando rápida, de improviso abrió las flotantes vestiduras y mostrose magnífica de impudor, toda desnuda, como una Afrodita de mármol sobre el negro raso de un estuche, ante los ojos estupefactos de los tres hombres.

Parte 2

1. La tarde de gloria

A los sones del pasodoble torero desfilaban las cuadrillas en río de luz. Un cielo anubarrado entoldaba la plaza, y sobre el fondo azul—gris, las gayas notas de la fiesta nacional eran más vivas, más pintorescas, más armónicas que en la bárbara crudeza del sol. Un público abigarrado llenaba las localidades bajas con loco desbordamiento de alegría, en que de trecho en trecho ponía la borrachera de sus colorines un mantón de Manila llevado por alguna moza de trapío. Arriba, en los palcos, triunfaban los sombreros en exótica exhibición de plumas y de flores.

Entre el Roncalito, de rosa y oro, y Fontanitas, de oro y violeta, el Cautivo, vestido de rojo, recamado con áureos bordados y relucientes alamares, caminaba tristemente. Estaba muy pálido, y un pliegue de honda preocupación cruzaba su frente.

Impresiones varias y heterogéneas habían agitado su espíritu rudimentario, durante aquellos cuarenta días con vaivenes de marea. Primero fue una incredulidad temerosa, como si aquello todo no fuese sino pesada broma o solamente se tratase de un sueño suyo. Al primer momento de estupor siguió el triunfo de su vanidad profesional de novillero de pueblo, convertido de la noche a la mañana en matador de cartel, recibiendo la alternativa nada menos que de manos del Roncalito, el primero de los toreros. Y vinieron las apoteosis, las exhibiciones con el gran sevillano, la elección de apoderado, el corro de antiguos aficionados y hasta el alternar con críticos taurinos de autoridad y categoría. Al fin aproximose el día supremo y vio su nombre impreso en el cartel. Algunas líneas más abajo la palabra fatídica: «Miuras».

¡Mejor! Así sabría lucirse y colocarse de un salto entre los primeros. Ni por un segundo sintió el menor temor. Recordaba la promesa de Cayetana de estar allí, y tenía la seguridad de encontrar en sus ojos la energía precisa para vencer. Pero según el día se aproximaba, experimentaba una vaga inquietud. ¿Había olvidado la bailarina su promesa? Nada sabía fijamente de ella, de vez en cuando, un suelto lacónico inserto en algún periódico hablaba de sus triunfos, de aquellas peregrinas creaciones del Empayer de Londres, de la Danza del Silencio, la Danza de la Locura, y la Danza de la Voluptuosidad, pero nada más. Faltaban tres días para la tarde de la alternativa y, según las probabilidades de que Judith llegase se alejaban, Cipriano sentía fundirse su bravura. Asaltábanle deseos de echarlo todo a rodar, de fingirse enfermo, de pretextar un viaje, cualquier cosa antes de verse así, solo y desamparado, cara a cara con la muerte. Pero era ya tarde; su pundonor, su reputación, su carrera y hasta su bienestar material, esa cosa bárbara que un gran torero definió en una frase heroicamente salvaje, «más cornás da el hambre» estaban en juego y había que vencer… o morir. Morir no. ¿Por qué morir? Quizá la Israel llegaría a tiempo, quizás él mismo se creciese ante el peligro… Las horas pasaron, la bailarina no acudió a la cita, y Cipriano, desesperado, convencido de que solo no vencería nunca, vio llegar la hora fatídica de la corrida. Por eso, en vez de alegre como un saludo triunfal, la música de las charangas sonaba en sus oídos como el «Ave César» de los gladiadores que iban a la muerte.

Al pisar el callejón, sus ojos recorrieron ansiosamente, con un último rayo de esperanza, la hilera de palicos. Nada. Niñas zangolotinas con presuntuosos sombreros; gordas mamás que charlaban de sus cosas sin hacer gran caso del espectáculo; alguna matrona que defendía sus ruinosas gracias con el encaje de la mantilla; de Cayetana, ni rastro. Un solo palco permanecía vacío, no debía de haberse vendido, pues no se veía allí ni criado, ni preparativos, ni nada que anunciase la próxima llegada de un dueño posible.

Sonó un toque de clarín, abriose la puerta del toril y, de un ciego impulso, el primer Miura se precipitó en la plaza y quedó inmóvil, atento y amenazador. Era un toro negro, enjuto de carnes, de fina lámina y afilados pitones. Tras mirar a un lado y a otro con reconcentrado furor, arrancó, y bajando la testuz embistió contra uno de los picadores. Por un momento, hombre, caballo y toro formaron un grupo de brutal belleza, del que manaba, la sangre en abundancia. Al fin, deshízose, y mientras el caballo, despanzurrado, agonizaba en doliente cocear, y el centauro gateaba innoble y grotesco bajo su dorado caparazón, el bruto, embravecido por el dolor y por la sangre, volvía al centro del redondel.

El Cautivo salió a su encuentro, algunos lances de capa fueron muy aplaudidos, y cobró valor. Unos cuantos quites oportunos y unas filigranas, que remató arrodillándose, acabaron de ganarle la simpatía del público. Pero Cipriano sentía flaquear su valor. Judith no llegaba. De vez en cuando, el torero fijaba los ojos en el palco vacío con infinita amargura. Nada. Y la hora suprema sonaba ya. Como la trompeta del juicio final escuchó el toque del clarín que avisaba a muerte.

En una pesadilla horrenda, vio al Roncalito acercarse a él con los trastos de matar en la mano. Lentamente, el maestro tomó el capote del neófito y entregole en cambio la muleta y el estoque.

El Cautivo, ante el palco presidencial brindó con voz ininteligible. Sus ojos buscaron por última vez el palco desocupado. Nada. Atroz desaliento le invadió. Ya era tarde. Cuando Judith llegara, si es que llegaba aún, sólo alcanzaría o su vergüenza o su muerte. Dirigiose al toro, la fiera, furiosa, crecida al castigo de las banderillas, escarbaba la arena tirando derrotes, sin moverse del sitio, a los peones que intentaban cansarla. Cipriano se aproximó: sentía flaquearle las piernas y una atroz sensación de malestar invadirle por momentos. La imposición de pavura de la tarde de Bilbao volvía más fuerte, más invencible. Era miedo, un miedo enorme que hacía de él una pobre criatura temblorosa y débil, incapaz de hacer cosa de provecho. El toro se le antojaba algo monstruoso, absurdo, una alimaña mágica que echaba fuego por ojos y nariz; los cuernos se agrandaban, se afilaban convirtiéndose en dos garfios puntiagudos que a cada movimiento amenazaban engancharle. Temblaba, y un sudor de agonía corríale por la frente. Aturdido, ciego y sordo, sólo pensaba en escapar. Daba capotazos absurdos, brincaba, huía, bailaba ante el toro una extraña zarabanda.

El público, asombrado primero, indignado después, chillaba, bramaba, apostrofaba con atroces epítetos. Un clamoreo horrísono, alzábase en todos los ámbitos del circo.

—¡Cobarde! ¡Cobarde!

—¡Fuera!

—¡Maleta!

—¡Ay, que te coge el toro, que te coge!

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¡Que se vaya!… ¡Que se vaya!…

—¡Corre, que te coge!

—¡Ay, ay, ay!

—¡Que baile! ¡que baile!

—¡Que te coge tu padre!

—¡No, que ese era buey!

El escándalo arreciaba.

No contentos con la grita, arrojaban ahora toda clase de proyectiles al ruedo. Y eran botellas que volaban por el aire, y almohadillas a las que les brotaban alas, y naranjas disparadas con la fuerza de cañonazos.

El toro, extrañado ante la algarabía, miraba a un lado y otro indeciso.

De improviso, Cipriano sintió fundirse su miedo, una sangre más ardiente, más generosa, más viril, circuló por sus venas; el terror, como un fantasma que la luz del día disipa, se esfumó, e irguiose el torero ante la fiera. Dio una patada en el suelo y citó al toro. Arrancó el bruto, y el Cautivo, sin apenas hurtar el cuerpo, dio un pase magnífico, y volvió a citar. El público, desconcertado, inició un aplauso.

En el palco vacío acababa de aparecer en extraña evocación goyesca, Judith Israel.

2. El zarpazo de Esfinge

Cuando el sub—expreso entró en agujas en la estación de Madrid, Judith Israel, que venía en pie junto a la ventanilla, interrogó por centésima vez a Gutiérrez Sarmiento, epanchigado en un diván:

—¿Qué hora es?

Sonrió él ante la impaciencia de su amiga:

—Las dos y treinta y cinco.

—Llegaremos tarde —murmuró desalentada.

Su amante la animó:

—Teniendo todo preparado para vestirte, en un vuelo estamos en la Plaza.

—No hay más que una hora.

—¡Bah! —objetó él—, todo será que lleguemos empezada la corrida.

—Será tarde, Cipriano mata en el primer toro.

Echose a reír el banquero.

—Ni que tú fueses el ángel de la guarda que tenía que defenderle contra el peligro.

Con sombría fijeza, la mirada lejana y los labios crispados en una mueca de angustia, murmuró:

—Tengo el presentimiento de que si no estoy allí, sucede una desgracia.

—Luego, como leyese una atención entre paternal e irónica en el rostro de su amigo, habló para disimular—: ¡Pobre chico! No quisiera que el bien que le hemos hecho degenerara en un mal irreparable.

Pese a su dominio de sí misma, su voz temblaba, y sus manos se crisparon dentro de los guantes de Suecia gris.

¡Aquel viaje! Treinta y seis horas hacía que, cumplido su contrato, había salido de Londres, y desde entonces, ni una hora, de calma, ni un minuto de paz había disfrutado. Inquieta, nerviosísima, presintiendo una catástrofe, hubiese deseado tener alas y poder volar. El tiempo huía vertiginoso, y en cambio, barcos, automóviles, trenes, parecían acometidos de una súbita lentitud. Las paradas en las estaciones parecíanle eternas, los túneles inacabables, la noche sin fin. No podía estarse quieta, salía y entraba en el coche, sentábase y poníase en pie, abría libros que no acertaba a leer… Y todo el tiempo sentía los ojos irónicos de Gutiérrez Sarmiento fijos en ella, como una curiosidad, levemente matizada de burla. Y tenía que disimular. Era la existencia, la existencia dura, implacable, que le obligaba a mentir, a encerrar el corazón de brasa en la estatua de frío mármol. Su hermetismo, su glaciedad desdeñosa, su rigidez de icono, fundíase, deshacíase, transformábase en cenizas que el huracán pasional aventaba al aire. La danzarina bíblica, la reina cruel e inabordable de la leyenda, la esfinge del desierto, no era más que una pobre mujer enamorada. Quería a Cipriano. Le quería con un amor canalla, apasionado y ardiente. Para ella era la vida, la vida verdadera, no aquella teatralidad yerta y artificiosa, y en plena fiebre de hiperestesia sentimental, soñaba en las noches de frío pasadas en los quicios de las puertas, como en un paraíso perdido.

El tren se detuvo, Judith, seguida del banquero, cruzó rápida el andén y precipitose en el automóvil que les esperaba fuera.

—¡A casa, y muy deprisa!

El coche subió rápidamente la cuesta de San Vicente e internose en la calle de los Reyes. Un carro atascado cortaba el paso y hubo que retroceder. La Israel trepidaba de impaciencia. Volvió a interrogar:

—¿Qué hora es?

—Las tres.

Ahora corría el vehículo por la calle de la Princesa para, por allí, coger los boulevares.

La ciudad tenía un aspecto dominguero que exasperaba los nervios de la inquieta. Las calles, a la vez alegres y tristes, daban esa extraña impresión que dan las poblaciones en día de fiesta a las gentes habituadas a circular durante la semana. Las tiendas cerradas y los zaguanes de casa grande vacíos, contrastaban con los portales modestos en que se formaban tertulias porteriles, los café llenos, los tranvías rebosantes, y sobre todo, la multitud que muy puesta con los trapitos de cristianar lo invadió todo. Veíanse familias artesanas; ellas de mantón, ellos de capa, llevando unos cuantos chiquillos presuntuosamente ataviados. Veíanse también matrimonios de clase media en que las mujeres, pálidas y tristes, lucían mantillas, y los hombres, gabán. Pasaba, en fin, alguna madre gorda, hinchada por el sempiterno cocido, llevando a su lado dos señoritas esmirriadas, ostentando en la cabeza extraños armatostes con honores de sombrero.

Al fin llegaron, y la Israel respiró.

Eran las tres y media.

Acababa de vestirse. El traje, creado bajo su dirección en uno de los mejores modistos de París, era un prodigio de gracia y arte. Judith había puesto a contribución los retratos de Goya y los grabados del XVIII francés, y así resultaba una extraña adaptación del Luis XVI a las modas de la majeza madrileña. Una falda en forma de campana, muy ancha, muy pomposa, de gasa blanca adornada de infinidad de volantes de blanco Chantilly, enguirnaldada de minúsculas rosas, dejaba al descubierto el fino tobillo ceñido por la media de alba seda, y el pie de brevedad de ensueño encerrado en leve chapín de plata. Un corpiño de raso azul muy pálido oprimía el talle cimbreante, y sobre la cabellera negra, sostenida por alta peineta de carey, caía la nevada mantilla de blonda prendida al pecho con una rosa.

Echó la última mirada al espejo y, mujer al fin, sonrió, pero, cuatro campanadas que desgranaba un reloj lejano le hicieron estremecer, e inquietísima dirigiose a la puerta en el momento que el banquero, abriéndola, avisaba:

—Ahí están esos con el auto.

El Mercedes volaba camino de la plaza.

Sus amigos, encantados de haberla recuperado, hablaban todos a un tiempo, loaban como merecía la gracia de su atavío, interrogábanla sobre sus nuevas creaciones y vaticinaban a la artista grandes triunfos en América. Pero ella, impaciente, nerviosa, llena de temores y presentimientos, apenas si prestaba vaga atención a sus palabras.

Mientras subía las escaleras, oyó la confusa algarabía y adivinolo todo. El Cautivo fracasaba. Apretó el paso sin hacer caso de sus compañeros, y entrando rápidamente en el palco y avanzando hacia el barandal, clavó los ojos en el torero con un supremo esfuerzo de fascinación, en que puso la tensión entera de sus nervios. Así permaneció un minuto de pie, las manos en el antepecho y las pupilas de esmeralda líquida clavadas magnéticas, dominadoras, en el lidiador.

Al fin sonó un aplauso y faltándole las fuerzas, palpitante, entumecida por el esfuerzo, dejose caer en el asiento. Habían llegado los demás y rodeábanla bromeando sobre su protegido.

Cipriano, en crisis de valor temerario, toreaba muy ceñido, dejando que los pitones le rozasen la taleguilla. Los demás matadores, que durante la bronca habíanse aproximado a él para auxiliarle y defenderle, entre curiosos y despectivos, alejábanse extrañados de la súbita mudanza. El mismo público, con esa justicia rudimentaria de las multitudes, acusábase ahora de haber pecado de injusto con el muchacho, y deseoso de darle el desquite, jaleaba cada uno de sus floreos, con fervientes aplausos.

El toro cuadró; cansado de encontrar el trapo en vez del hombre que se le escapaba, plantose juntando las pezuñas y bajando la cabeza. El Cautivo disipúsose a clavar el estoque.

Judith tuvo por un segundo la certeza de la catástrofe.

De improviso arrancó la fiera, y empitonando a su enemigo lo arrojó en alto. Fue algo monstruoso, horrendo, el cuerpo del infortunado diestro, volteó en el aire, cayendo pesadamente al suelo. Allí lo recogió el toro, y ensañose con él, corneándole con insaciable furor.

El público, alzado en un impulso supremo de espanto, gritaba ante la tragedia. Los otros toreros intentaban vanamente llevarse al bruto; el Roncalito, cogido a la cola, tiraba de él. Con algunos feroces conatos de embestida dispersoles el toro, y recogiendo en los cuernos el inanimado despojo del Cautivo, paseó su sangriento trofeo por la plaza. Lívido, exánime, desarticulado, la arrogancia de Cipriano pendía de las astas como un sangriento guiñapo. Las ropas desgarradas, manchadas, deshechas, no eran más que un girón de trapos entre los que aparecía semidesnudo, abierto en una inmensa herida, el cuerpo macerado del pobre muchacho.

Judith Israel se irguió trágica, magnífica, y como Sarmiento, adivinando su intención, quisiese detenerla, volvió su furor contra él, y abofeteole, exasperada, loca, reprochándole su redención como un crimen.

—¡Miserable, miserable! ¡Tú tienes la culpa!

Al fin venció el obstáculo, y abriendo la puerta del palco echó a correr por las amplias galerías de la Plaza en busca de la enfermería.

Desalentada, enloquecida, perdida toda noción de la realidad, bajó escaleras, cruzó corredores, volvió a subir, tornó a bajar sin encontrar salida. Oyó gritos, y medio muerta de angustia, acercose a una ventana.

Al través de la arábiga herradura, sobre el castizo fondo del Madrid majo, en el repulsivo cuadro del patio de caballos, entre los cuerpos de los destripados pencos, sobre los que comenzaban a zumbar los moscones, vio pasar el cortejo trágico y grotesco en que, sobre los rojos trajes de los monos sabios, se destacaba la verdosa lívidez del cadáver de su amante.

No pudo resistir más y, dejose caer al suelo. Allí, estática, anonadada ante su inutilidad, ante su impotencia, ante su estupidez. Permaneció, inerte, vencida por la crueldad de la vida, que había hecho de su alma ardiente y apasionada el alma fría y hierática de una figura de misal.


Publicado el 17 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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