San Sebastián, Coso Taurino

San Sebastián Citerea

Antonio de Hoyos y Vinent


Cuento


—«¡Che!» ¿«É» lindo mi «camote» verde?

Julito, riendo y matizando las palabras con dejo chulesco, asintió:

—¡Ha estado pero que «mu» bueno!

Mientras, Daniel Roncal, «el Gauchito», excitado por los aplausos, habíase aproximado al toro, e hincando la rodilla en tierra, ofrecía a la fiera el rojo trapo. Así, envuelto en las áureas reverberaciones del traje de matador —oro y grana—, el rostro un poco salvaje y otro poco pueril, de indio joven, iluminado por una sonrisa de inconsciencia suprema, tenía una gracia bárbara de héroe o semidiós azteca y una gran simpatía generada en su arrojo ante el peligro y en aquella petulante confianza en sí mismo, hecha de valor temerario y de ignorancia del riesgo.

El amplio circo refulgía en maravilloso incendio de sol. Comparada con las corridas madrileñas o sevillanas, la fiesta de toros en la Plaza nueva de San Sebastián es más cosmopolita, más elegante, más indiferente; uno de tantos espectáculos donde matar el tiempo, nota de color que intercalar en la monotonía de las excursiones en automóvil, de los concursos de «tennis» o tiro de pichón, de las regatas de balandros y, sobre todo, de los conciertos clásicos y de los terribles «caballitos». El público no es el concurso de aficionados que se entusiasma o protesta; es una reunión de gentes que buscan ocasiones de exhibirse, de hombres que se reponen de los descalabros del tapete verde sosteniendo queridas, de aventureras que van en busca del mirlo blanco, y de mujeres honradas que quieren robar sus amantes a las aventureras, gentes que pasan la vida en un perpetuo embarque con rumbo a Citerea.

Bajo los arábigos arcos de herradura que cierran los palcos, las pamelas dejaban caer sus enormes alas, agobiadas de rosas, de lilas y de orquídeas, sobre rostros de blancura artificial en que brillaban las pupilas garzas, negras o azules, cernidas de falsos libores, o erguíanse empenachadas de absurdas plumas sobre cabelleras pintadas de matices inverosímiles. Cuerpos de ondulosa elegancia moldeábanse bajo los encajes de los atavíos veraniegos, y cuellos de cisne, ceñidos de fabulosas perlas, se doblaban tronchados por las noches de insomnio. Todas las elegantes de Madrid y Biarritz atalayábanse en sus palcos; allí Lina Monreal, en el ocaso (noche cerrada, según la mayor de las Campanadas) de su belleza, flirteaba aún (¡!) con Jesús Valtierra, mientras María Montaraz, nostálgica tal vez de sus amores con «el Arrojadito», flechaba con los anteojos a Daniel, ignorante de tales avances. En el palco de al lado, Casimira Pereira, entregada al cosmopolitismo desde que Julito le había convencido de que el cosmopolitismo era cosa muy «chic», lució a Madame Ofir—Wan—Honnerdoff, una judía presidenta de no sé cuántas asociaciones católicas, esposa del famoso millonario Ofir. Era una estrafalaria que esculpía sus delgadeces, realmente esqueléticas, con los más costosos y extravagantes atavíos que pueden inventarse. Contábanse de ella historias fantásticas, unas verdaderas, otras no, y ponían en sus labios frases de un impudor cínico realmente admirable. Decíase, por ejemplo, que, sorprendida en Turquía por una de las matanzas de armenios, las turbas furiosas la habían violado, y que cuando, meses después, y ya de vuelta en París, preguntábale una amiga suya, entre grandes aspavientos de horror: «¿Y tú qué decías cuando esos bandidos te forzaban?», la dama, sonriendo enigmática y entre dos suspiros de añoranza, respondió: «¿Yo?… Pues… ¡bandidito mío !»

Dos palcos más allá, las de la Campanada reían y alborotaban, como siempre, sin importarles un ardite de las miradas furibundas con que pretendía anonadarles la condesa viuda de San Serenín, que, muy fea bajo aquella torta de cerezas que sobre sus pintados cabellos hacía las veces de sombrero, presidía el palco de niñas casaderas que Julito había bautizado el «Club de las solteras».

Rosaura, muy pálida, en la boca florentina una sonrisa de Gioconda y en los negros abismos de sus pupilas un ensueño, languidecía, como siempre, en su blanco atavío de novia muerta, mientras Paca, risueña, inquieta, turbulenta, fumaba cigarrillos de cuarenta y cinco y decía procacidades a Monsieur y Madame Bourgeois, un matrimonio que veraneaba en Biarritz. A la condesa de la Campanada aquel «menage dernier cri» no le encantaba. Su españolismo, plantado en los tiempos de Goya, repudiaba el cosmopolitismo imperante en la buena sociedad; pero aquellos señores vivían en el «Palais» de Biarritz; allí se comía a maravilla, y ante aquella y otras varias razones sentimentales—alimenticias, hacía de tripas corazón y transigía con la amistad de «las chicas». La pareja era por demás pintoresca. Ella semejaba con su cutis de nieve, sus ojos de cielo y sus cabellos de miel, una figurita de «biscuit». Estaba enamorada del «Bomba», pero no como suelen enamorarse las hembras de su tierra de los toreadores, con una pasión violenta, sedienta de emociones fuertes, sino con un amor romántico, lleno de melancolías y sentimentalismos. El marido sonreía bondadoso ante los desvaríos de su amada consorte y se consolaba de ellos con una lagartona que «hacía» las mesas del «Boulaut». Era un hombre amable, correctísimo, siempre impecable en su británica elegancia y su ramito en el ojal. Julito habíale bautizado don Corniflor.

Abajo el espectáculo era más pintoresco, más alegre, más bullanguero. En las gradas reclinábanse, como en los frescos de la Florida, la flor y nata de las bellas, recargada en sus jacareras personas; la elegancia de las damas de los palcos hasta los lindes de la caricatura, pero no de la bárbara y agresiva caricatura española, sino más bien de esos finos dibujos llenos de humorismo de las modernas revistas francesas. Y era de ver, bajo las abracadabrantes plumas de un Rembrant, el desgarro de la chulesca sonrisa —sangre y nieve— de Lolita Acuña, o en el impertinente alalí de interminable pluma verde, la castiza gracia de la Sevilla, o bajo la monería pueril de una pamela de encajes, la frágil y aniñada belleza de la Navarrita. Luego, a los pies de aquellas señoras, los caballeros hacinábanse en los tendidos en un confuso bullir de gentes de todas castas y países. Dominaban los señoritos con ternos veraniegos y sombreros de paja, y confundidos con ellos, algunos chulos y toreros con el clásico cordobés; luego venían los estirados ingleses, que se indignaban de la barbarie del espectáculo; los franceses de rubicundo rostro; los rusos, los alemanes, los griegos, y hasta algunos sacerdotes de allende el Pirineo, con sus baberos blancos y sus negros tricornios y por fin en una barrera muy parisiense, muy bonita, un poco artificiosa y otro poco afectada, la «Fornarina» aplaudía al «Bomba» con sus dedos enjoyados como los de bizantino icono.

Pero ni las damas de los palcos, ni las bellas de la grada, ni los ingleses y los rusos, ni aun siquiera los curas toreros, constituían el número sensacional de la tarde. La atracción, lo que robó desde un principio la atención del público, aquello que cautivaba todas las miradas, era la presencia en barrera de Eloísa Roldán de Cienfuegos.

Bajita, con una belleza admirable de criolla, el cutis moreno, los ojos negros, inmensos, tenebrosos, cobijados por largas pestañas de seda; los labios gruesos y rojos rasgados sobre el marfil de unos dientes perfectos, el pelo de azabache, corto y rizado, tenía en el goyesco atavío con que se vistiera para la fiesta un extraño encanto, algo como una excitación al deseo, aroma de sensualidad que turbaba a distancia. La mantilla de blonda blanca, sostenida apenas por la peineta de carey colocada al desgaire y por los rojos claveles reventones que resbalaban hasta apoyarse en su cuello, caía sobre la frente velando los fulgores de carbunclo de los ojos y tendiendo sobre el rostro entero una suave penumbra semiazulada que le daba esa rara transparencia de las figuras de cera, de que sólo escapaba, en estallido sangriento, la boca. Luego, los encajes resbalaban bordeando el duro y rebujado escote, que con la proximidad de las albas blondas dorábase aún más, ofreciendo su áureo fondo a las purpúreas flores que dormían sobre el pecho. El traje de liberti tabaco, con abalorios de oro y golpes de terciopelo rosa, ceñía su cuerpo de bien marcadas curvas, y completando la indumentaria, un poco pintoresca, resbalaba de uno de sus hombros, y desbordándose sobre la grada de piedra caía hasta el suelo, un soberbio mantón de Manila. Era como red de nardos y rosas, de geranios y jazmines; eran caireles de parra trenzados con almendros en flor, claveles que reventaban sangrientos entre la nieve de las azucenas; jardín de sol, parterre de ensueño donde nacían las flores que tejen las coronas triunfales de las epopeyas bárbaras de sangre y amor.

Eloísa Roldán de Cienfuegos era cubana. Según Julito Calabrés, había llegado a la metrópoli empaquetada en un cajón con un letrero que decía: «¡frágil!» Tenía un alma de niña y un desconocimiento absoluto del mundo. Su infancia y primera juventud transcurrieron, allá en el moderno paraíso, entre los bosquecillos de palmeras del «Ingenio» paterno. Huérfana desde muy niña, abandonada por su padre, que sólo pensaba en acrecentar sus millones en perpetua fiebre de especulaciones, habíase criado al cuidado de Niña Pancha, una mulata que fue su nodriza y que se miraba en ella. Un día había estallado la guerra, una cosa terrible que no sabía para qué era, ni de qué servía, pero que debía de ser algo muy malo que quemaba «Ingenios», asolaba campos y asesinaba hombres, y su padre la cogió y se la trajo a Europa. Al principio languideció de pena, y de nostalgia; en los grandes hoteles de París y Londres, mientras, acurrucada junto al fuego, tiritaba envuelta en costosas pieles, soñaba con las tardes del trópico cuando, semidesnuda, bajo las gasas de su traje, se adormecía al monótono sonsonete de las canciones que entonaban las negras, y era una sensación de lánguida dulzura, de bienestar infinito la que sentía. Pero pronto su juventud se sobrepuso; su alma salvaje tuvo como un deslumbramiento ante la magnificencia de las civilizaciones occidentales, y lanzose con entusiasmo en el ciego torbellino de la vida parisiense. Primero fueron las tiendas; los modistos, que resucitaban los fastuosos esplendores de Bizancio o las frívolas elegancias de la corte de Versalles; los joyeros, que imitaban los collares de los radjas de Oriente o fabricaban con prodigios de arte tiaras capaces de emular la de los viejos sátrapas; las sombrereras, que robaban a las aves sus plumajes y a la Naturaleza su secreto para fabricar las flores, y todos los días llegaban al hotel emisarios que traían fantásticas preseas para la cubanita. Después fue la literatura el refugio de los extraños deseos que torturaban su alma. Y leyó, leyó mucho, sin orden ni concierto; historias truculentas de robos y asesinatos, libros románticos, versos decadentes y novelas malsanas en que almas y cuerpos se torturan en inverosímiles aberraciones. Sué, Bécquer, Zorrilla, Espronceda, Pérez Escrich, Gastón Leroux, Rollinat, Moreas, Verlaine, Rodenbach, Poé, Oscar Wilde, Lorrain, Rachilde fueron pasando por sus manos o imprimiendo una huella en su espíritu, moldeable como la cera.

Después fue el arte; y corrió teatros, circos, «music—halls» y «cabarets», y un día, al volver de una representación de Sada Yacco y mirarse, ensayando una postura ante el espejo, creyó adivinar en sí una gran artista. Desde entonces acarició en su alma el ensueño de llegar y, por fin, un día confesó a su padre sus ilusiones. Él sonrió ante aquel nuevo capricho de la «niña», y en su residencia de los Campos Elíseos hizo construir un escenario donde, aleccionada por la gran Sara, Eloísa representaba ante amigos.

Después fue el amor el que la atrajo, y amó el amor por el amor, sin amar en el fondo a nadie, presa de extraña hiperestesia pasional. Y así, viviendo en una rara intensidad la vida, no sabía nada de la vida misma y veía las cosas como las cosas se ven en un teatro, entre bambalinas, con una luz especial, no diciendo cada personaje sino lo que debe decir, lo que la voz del apuntador le dicta, sin que jamás acertase a otear ni la más pequeña parte de la verdad.

Y de pronto sobrevino la catástrofe. Don José Ramón comenzó a preocuparse; su frente se ensombreció; súbitas ráfagas de ternura le llevaban a acariciar a su hija, y él, tan poco amigo de los mimos, la estrechaba largamente contra su pecho. Además, en contraste con su habitual reserva, comenzó a hablar de negocios ante Eloísa, que por primera vez en su vida oía barajar términos técnicos —«trust», obligaciones, alza y baja, dividendos—, y, por fin, comenzó a explicarse. Las cosas iban muy mal: la quiebra de un «trust» norteamericano le llevaba una buena parte de su fortuna; la baja de las obligaciones de no sé qué sociedad ponía en peligro el resto. Se decidió, y levantando la casa de París, embarcaron para América. Allí, la salud de don José Ramón, ya muy resentida por los disgustos y por una vida de perpetua lucha, acabó por desquiciarse, y un buen día murió casi repentinamente. Unos cuantos amigos, compadecidos de la huérfana, trataron de poner orden en los asuntos, y, por fin, después de dos años de perpetuo batallar, Eloísa embarcó para Europa con un centenar de miles de duros.

¡Estaba arruinada! Aquella fortunita, que en manos de una persona modesta era el bienestar, en las suyas significaba la miseria. Acostumbrada a la vida fastuosa y a no privarse de ningún capricho, con aquello no tenía ni para comenzar a vivir. Entonces se acordó del arte. ¿Por qué no había de ser una gran artista? Durante la travesía acabó de decidirse. Y en las noches azules, entre el mar y el cielo, en vez de meditar, soñó. Soñó que era una trágica portentosa que entre oro y aplausos recorría el mundo, y en ese mundo encontraba algo que hasta entonces no hallara nunca: amor.

Días después desembarcaba en el Havre como podía desembarcar un niño salvaje a quien la conquista del orbe se le antojase empresa fácil para sus flechas.

De pie ahora junto a Julito, que encantado en el fondo de hacer sensación aparentaba horrorizarse, Eloísa aplaudía exageradamente las proezas de «el Gauchito». Los ojos fulgurantes de entusiasmo, los labios entreabiertos, sonriente, estaba bella, con sana belleza hecha de amor y de entusiasmo.

Las negras pupilas del torero buscaban de vez en cuando las de la cubana, y a su vez sonreía con su fresca risa de salvaje.

Toque de banderillas.

«El Gauchito» cogió los palitroques, y yéndose al centro de la Plaza, citó al toro. Arrancó la bestia con ciego impulso, y el diestro, hurtando el cuerpo con rapidez y tendiendo los brazos, dejó un par al quiebro, elegantísimo. Aplausos. Volvió a coger los palos el torero y tornó a citar. Esta vez el monstruo, receloso, en vez de arrancar, escarbó la arena con la pata y luego quedó inmóvil; el muchacho acercose a él tres o cuatro pasos y tornó a retroceder; dió una patada en el suelo y alzó las banderillas en alto. Nada. Lentamente fue acercándose al toro, que, quieto, petrificado en medio del ruedo, parecía uno de esos viejos ídolos de bronce que se adoraron en remotos tiempos en los templos egipcios. El torero se acercó más aún; nada. Dio otro paso y, de pronto, la fiera arrancó de un bote formidable, y enganchando a su enemigo por la taleguilla, le arrojó en alto. En la Plaza sonó un alarido de horror; luego hízose un silencio expectante al ver alzarse al supuesto herido del suelo, y, por fin, brotó un clamoreo de entusiasmo al verle saludar sonriente, tranquilo, al público, y cogiendo de nuevo las banderillas, dirigirse a la bestia, que habíase vuelto al centro del ruedo. Eloísa, nerviosísima, perdido todo dominio de sí, reía, lloraba y aplaudía, en crisis de exaltación nerviosa.

—¿Has visto qué valiente? Como «el Gauchito»…

Calló de súbito; la sonrisa se apagó en sus labios, y sus ojos, como los de ciertas aves, que tiemblan ante el peligro, parpadearon rápidamente. Acababa de sentir una sensación opresora, la impresión de una mirada que buscaba su mirada, de unos ojos que pesaban sobre los suyos con extraña fuerza hipnótica. Pasado el primer impulso de miedo, buscó la causa de su turbación. Entre barreras había un hombre, y ese hombre la miraba fijamente. Debía de ser el mozo de estoques de «el Gauchito». Era un indio viejo, de rostro muy moreno, surcado de profundas arrugas, gruesos labios rojos y grasientos, y pelo espesísimo, crespo y plateado. Y en aquella cara vulgar, a que los labios daban expresión de bestial sensualidad, brillaban como antorchas dos ojos redondos, rojos; dos ojos circulares y sangrientos de alimaña feroz; dos ojos en acecho, fijos, fascinadores; dos ojos que lucían bajo las hirsutas cejas grises como los de un felino en las sombras de una caverna.

La cubana se había puesto muy pálida; sus dedos crispados se clavaban en el brazo de Julito, que atribuía tales nerviosidades al entusiasmo por el supuesto «camote», y tomaba buena nota para contarlo luego, hasta que ella murmuró, angustiada:

—¡Mira!

—¿Qué? —preguntó con extrañeza.

Eloísa, más tranquila al no sentirse sola en medio de la multitud, y distraída de la extraña fascinación por las palabras cambiadas con su amigo, murmuró:

—Ese hombre.

Julito rió, guasón:

—¡Ya! Un adorador.

—¡Los ojos! —musitó ella temerosa, sintiéndose nuevamente presa del extraño maleficio.

Calabrés, curioso de todo lo raro, de todo lo que rompía la monotonía de los hechos y las ideas, de cuanto salíase de los límites de lo corriente, comenzó a prestar atención, intrigado por el pánico de su amiga, pánico que él calificó como el terror que anuncia a las palomas la llegada del gavilán.

—Es verdad —habló al fin—; ese hombre tiene ojos de felino, ojos de tigre; deben de relucirle de noche —y añadió riendo—. Te mira como a una presa; parece que quiere saltar sobre ti —y como la viese estremecida, próxima a desmayarse, cambió el rumbo de sus palabras—. Debe ser un indio, un nieto de los Incas, el último rebelde que, refugiado en los bosques vírgenes, y acostumbrado a luchar con bestias feroces, a comer carne cruda y a dormir en los árboles, no siente la civilización europea; tal vez es un fascinador de serpientes. Debe ver la presa a kilómetros de distancia, oír el más ligero ruido en la noche y sentir trepidar el suelo al paso de las panteras. Además, debe saber de hechizos y leer en los intestinos de las bestias. Quizá…

Como la viese cada vez más pálida se interrumpió:

—¿Pero de veras lo tomas en serio y te da miedo?

Contestó con otra interrogación:

—¿Pero has visto cómo mira?

—¡Bah! —bromeó el otro—. No hagas caso. Se habrá enamorado de ti.

Y para distraerla añadió:

—Mira, ahí viene tu pasión.

Era cierto. Entre las salvas de aplausos que saludaron su magistral faena con las banderillas, «el Gauchito» había cogido los trastos de matar, y con ellos en la mano se dirigía al sitio ocupado por Eloísa. Al fin llegó ante ella, y descubriéndose le brindó el toro:

—Brindo por las mujeres bonitas, por la nobleza y por la afición. —Y girando rápido, tiró la montera y lentamente encaminose al bruto. Eloísa se había incorporado. El corazón le azotaba el pecho hasta hacerle daño y sentía una honda corriente de simpatía ligarle a aquel niño que, como ella misma, nada sabía del vivir. Mientras la cubana seguía sus pasos anhelante, el matador se había acercado al toro y comenzado su faena.

El bicho, demasiado castigado en la suerte de puyas, había llegado receloso al último tercio. Por más que su enemigo trataba de alegrarle con la muleta, contentábase con escarbar la arena, sin arrancarse a embestir. Por fin, cuando el torero menos lo esperaba, dio súbita arrancada y, derribándole, alejose de aquel sitio. «Gauchito» alzose del suelo magullado y de mal talante, desconfiado ya, inquieto, y con presentimientos de un percance empezó a pasar de muleta bailando más de lo debido, y apenas vio cuadrado al toro entró a matar de lejos, dejando una estocada atravesada.

El público comenzó a protestar: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Para eso pagaban ellos sus localidades, para que el indio aquel salvase el pellejo con una faena de novillero de feria! ¡Para eso alternaba con «Bombita» y «Machaquito» ! Y con la grosería colectiva de las multitudes comenzaron a chillar, unos furiosos, otros burlones, los más por el gusto de armar ruido.

Daniel palideció. ¡Maldita suerte! Aquello era el fracaso, el fracaso definitivo. Todas las gentes que le detestaban, que envidiosos de su valor, de su habilidad y su fortuna habían hecho los imposibles para hundirle, los que afirmaban que su encumbramiento era debido a la casualidad, los que esperaban con impaciencia la revancha, los mismos compañeros que a los odios profesionales unían un mal encubierto desdén por su nacionalidad, por su origen salvaje, harían de él leña. Sentía ganas de llorar ante aquel imprevisto desmoronamiento de sus ilusiones. Sin embargo, con un esfuerzo sobre sí mismo, se repuso y, ciego de coraje, se encaminó al toro, decidido a jugarse la vida, a vencer o morir en el empeño.

Acercóse, pues, al bicho decidido, entre la rechifla del público, y citole; arrancó el toro y pasó, llevándose en un pitón un alamar de la taleguilla; retrocedió la bestia y tornó luego a embestir con más furor; «el Gauchito» limitose a doblar un poco el cuerpo sin mover los pies del suelo. Hízose un silencio; el público, en expectación, comenzaba a dejarse dominar por el valor del diestro que, cada vez más dueño de sí y adivinando un triunfo próximo, hacía prodigios de arrojo. Dio un pase muy ceñido, después otro, otro aún y, apenas juntó el toro las patas, acostose sobre el morrillo en una estocada hasta la cruz.

El público en masa se había puesto de pie y aplaudía furiosamente al torero, como si quisiese indemnizarle de sus pasados desvíos, y el héroe, olvidado ya de los pretéritos sinsabores, dirigiose a la presidencia y luego ante la barrera ocupada por Eloísa. A su paso caían cigarros, sombreros, flores y hasta prendas de vestir en un loco desbordamiento de entusiasmo.

La Roldán, arrebatada en el común torbellino, aplaudía frenéticamente, sin preocuparse de la expectación que tales fervores despertaban. Al fin, «el Gauchito» llegó ante ella y sonriente saludó; entonces la americana, puesta de pie, llevose la mano a la boca y echó un beso con la punta de los dedos a su adorador. Oyéronse algunos «olés» irónicos y algunos aplausos de chunga. Las damas de los palcos intentaron ruborizarse ante la desfachatez de aquella grandísima loca, aunque en honor de la verdad precisa confesar que no lo consiguieron. Eloísa, sin hacer maldito el caso de tales aspavientos, seguía aplaudiendo. De súbito quedó inmóvil, las manos en alto; apagose la sonrisa en sus labios y sus ojos reflejaron un gran terror; con voz queda murmuró al oído de Julito:

—¡Esos ojos! ¡Esos ojos!


Había concluido el almuerzo. En el comedor, no suntuoso, pero sí alegre y veraniego, del Palais, no quedaban sino algunos hombres rezagados, que, como buenos trasnochadores —el tapete verde y las amables damas a quienes la madre Venus ha revestido de su representación sobre la tierra obligábanles a hacer de la noche día—, en justa compensación, madrugaban poco, y Eloísa, que fantástica en su atavío de piqué rojo y su minúsculo gorrillo negro, rematado por enorme pluma coral, almorzaba frente a frente con «el Gauchito».

Fuera, en la terraza, Casimira Pereira, vestida ya, demasiado vestida —en su atavío había exceso de encajes, de perlas, de lazos y de plumas—, sentíase portavoz de la moral perorando en un grupo formado por las de Gambana y Lilí Alcorcón, que, pese a sus sesenta y dos primaveras, posaba de «sport», montaba a caballo y hacía «skating», conservando cierto aire varonil que ella subrayaba con el perpetuo atavío sastre. Casimira Pereira, especie de Ofelia de Guadalajara, que cantaba arias sentimentales y bordaba tapices Luis XV, entrometida de golpe, y gracias a la futura herencia de tía Rudesinda, en la buena sociedad por su boda con el bala perdida de Paco Aljubarrota, era tonta, frívola y vanidosa. Ya durante el almuerzo no había cesado de pegar respingos; la presencia allí de «el Gauchito» la había sacado de quicio. ¡Un torero en el hotel! Bueno que estuviese «el Bomba»; al fin y al cabo, aquél era otra cosa y podía mirársele como a persona de mundo. ¡Pero «el Gauchito»! ¡Aquel salvaje! ¡Horror! Y los abuelos, magistrados, hombres de curia, inquisidores, de ella, pero, sobre todo, los capitanes, los condes, cruzados y ministros por parte de Aljubarrota, removíanse en sus tumbas llenos de santo furor, lanzando anatemas por boca de la descendiente. Y lo que colmara la indignación de la dama fue el cinismo de Julito Calabrés, que, como la oyese protestar de la presencia del torero en el hotel, murmuró irónico, encogiéndose de hombros: «¡Ni que un hotel fuese una escuela de buenas costumbres! Es una cursilería». Aquella fatídica palabra cursi, que tantas noches le quitase el sueño, se le había atragantado y aumentado aún la dosis de su ira contra la grandísima perdida de la Roldán. Pero el verdadero motivo de su enfado era que hacía ya tres días que notaba la inclinación del marqués viudo de Casa—Temblante por la cubanita. Y no es que ella tuviese nada que ver con el banquero, no; eso, no. No por virtud, que era tan frívola que hasta de virtud era incapaz, sino por ciertos escrúpulos, «muy» de Guadalajara, que tenía en engañar a su marido. Pero, eso sí, vanidosa hasta la hipérbole, sentíase muy halagada de tener un orador, y, además, práctica, con maliciosa y vulgar práctica provinciana, dábase cuenta vagamente de que gastaban más de lo que podían y de que lo mismo los restos de la fortuna de Paco que la no muy cuantiosa dote de ella, de seguir el derrotero emprendido a caza de la elegancia, no durarían mucho, y puesta en aquel caso de conciencia, de escoger entre su honra y la elegancia, no dudaría de sacrificar al interés lo que no sacrificaría al amor o al capricho. Y entonces, ¡quién sabe!, aquel viejecillo pulcro, elegantísimo, podría ser una solución a los apuros pecuniarios de Casimira.

A pesar del calor, y como día de concurso hípico, en la amplia terraza no cesaba el ir y venir de gentes. Llegaban automóviles de Biarritz, Zarauz, San Juan de Luz, cuantas playas francesas y españolas vecinas de San Sebastián sirven de refugio a privilegiados de la fortuna. Coches, autos, «cestos», comenzaban a partir, llevando gentes hacia el campo del concurso, y en el atrio del hotel era un continuado desfile de elegancias. Casimira Pereira pasaba revista a todos los que entraban o salían, y para todos tenía una crítica mordaz en que desahogaba la bilis que se iba acumulando en su pecho…

¡Decididamente, el marqués viudo de Casa—Temblante estaba haciendo del ojo a la loca de Eloísa! Y Casimira, dada a los mismísimos demonios, lanzaba miradas furibundas a su adorador, mientras, sonriendo con la risa del conejo, criticaba la indumentaria, realmente fantástica, de aquellas damas.

La primera en arrancar fue Madame de Rodríguez Fonseca, una paraguaya que traía deslumbrado Biarritz con su lujo. Era guapa, con belleza estrepitosa que soliviantaba a los hombres e indignaba a las mujeres. Hacía pensar en la Eva futura de D'Aurevilly, porque en ella nada era natural, sino hábil producto de la alquimia moderna. Su cuerpo, de un extraño moldeado florentino, desaparecía bajo la suntuosidad de las telas blandas recarnadas de oro y plata, que resultaban, como el tiempo en opinión de los cronistas adocenados, realmente impropias de la estación. Su rostro, de una blancura absurda, hacía resaltar en dos círculos violáceos los ojos verdes, ojos de agua marina, que, como los de los gatos, se punteaban de oro, y, por último, su cabellera, de un rubio imposible, un rubio de cuento de hadas, se rizaba en verdaderas ondas de hilado oro, que ella aprisionaba ahora en una redecilla de perlas rematada por airoso penacho de nevadas plumas.

Después salieron María Montaraz, siempre graciosa, risueña y alocada, estrepitosa y llamativa, con su traje verde loro y su calañés de terciopelo negro, y Lina Monreal, disimulando los estragos de los años y las pasiones con su elegancia, muy femenina, muy armoniosa, hecha de gasas, de perlas y de matices suaves. Tras ellas aparecieron en la terraza, en fantástico desbordamiento de plumachos, las de Gutiérrez, unas chilenas que traían a mal traer a todos los cazadores de dotes y que eran la comidilla de San Sebastián. Venía ahora la francesa de tanda hecha el mismísimo diablo con una pamela roja que hacía resaltar su cutis de cordobán y sus cabellos demasiado negros, y un traje color de zanahoria que, dadas sus delgadeces, le sentaba como un tiro.

La animación llegaba a su período álgido; en la terraza formábanse corrillos que comentaban los lances de la víspera, las pérdidas de Manolo Cortézar, las pérdidas, pero éstas sentimentales, de Chichita Játiva, las desvergüenzas de Paca Campanada. Mientras los grupos se disolvían lentamente, Eloísa y «el Gauchito», acabada ya la comida, habíanse instalado en veraniegas butaquitas de mimbre, ante una mesita, con sendas tazas de café delante.

Los dos sentíanse satisfechos de verse juntos; no era sólo la pasión que pudieran inspirarse; era algo más íntimo, más hondo, algo instintivo que les hacía adivinar el uno en el otro un amigo, un igual, un compañero. Eloísa, con efusión infantil de que parecía incapaz, contaba al torero sus cuitas y hablábale de su entusiasmo por el arte.

—Usted es feliz —murmuraba la americana nostálgica—; usted es feliz porque ha triunfado, porque ha llegado ya.

—¡Bah! —replicaba él—. Hay profesiones en que no se llega nunca. Además, si viese usted cuántos obstáculos hay que vencer y qué luchas hay que sostener… Luego, no es sólo la batalla en la Plaza; la peor es la lucha con las gentes; con su antipatía y mala voluntad. Los toreros de por aquí tienen sus enemigos, pero tienen también sus amigos, sus defensores, sus apasionados. Son las gentes que han vivido siempre con ellos; los de su casa, los de su pueblo, los de su barrio; gentes que van donde van ellos, que les aplauden, que están dispuestos a andar a bofetadas si fuese menester a la mayor gloria de su ídolo, que les festejan y que cuando están mal y el público se les echa encima, les confortan con sus aplausos, les sostienen, toman partido por ellos; gentes que cuando llega la hora de la retirada se encargan de que nunca les falte el calor del triunfo, de que pasen a ser el «maestro», el héroe. Pero yo, extranjero y solo… Es preciso que no tenga un momento de desfallecimiento ni de debilidad, que esté siempre alerta, siempre dispuesto a jugarme la vida, seguro de que en cada espectador tengo un enemigo que espera el desfallecimiento pasajero para caer sobre mí. ¡Y si viese usted qué difícil es en nuestro oficio no tener miedo, nunca! Hay días que siente uno un pánico invencible, algo más fuerte que la voluntad, algo como un presentimiento que nos hace temblar.

Calló «el Gauchito» y ambos permanecieron silenciosos un momento.

Luego, Eloísa siguió en voz alta el hilo de sus ocultos pensamientos:

—¡Pues, y yo, Dios mío, y yo! Algunas veces lo veo todo de color de rosa, me parece que la victoria es fácil, que todo consiste en llegar y vencer; pero otras me parece cosa imposible, superior a las fuerzas mías. En unos momentos deseo ardientemente que llegue el de presentarme en público, y me siento artista, muy artista, y creo que valgo mucho, más que otras a quienes aplauden por ahí, y entonces me parece estar ya en escena, sentir la caricia de las luces y escuchar el ruido de los aplausos. Otras, me entra el pánico y creo que no valgo nada, que no sirvo para nada, que me van a silbar, que se van a reír de mí. Luego, todas estas gentes a quienes he ido conociendo, son tan descorazonadoras, que serían capaces de quitar las ilusiones al más iluso. De todo se ríen, todo lo toman a guasa, nada les importa ni a nadie quieren. ¡Viven tan a la ligera! Hablan del amor como de una cosa episódica, frívolamente; del dinero como de algo fantástico, y, sin embargo, se arruinan y ven arruinarse a los demás como la cosa más natural. Y parece que no les importa nada ni nadie; se burlan hasta de su sombra; su familia es una cosa indiferente y nunca se sabe a qué atenerse. Y si esto pasa entre ellos, ¿qué será para los demás? —Y añadió melancólicamente:

—¡Yo estoy tan sola!

El torero tejió un madrigal a su oído. Él la quería. ¿Por qué no había de quererle ella también? Estaban los dos solos en medio de aquellas gentes como dos niños perdidos en el bosque, como dos pájaros perdidos sobre la inmensidad del mar…

La llegada de Julito Calabrés, que adivinando algo se acercaba para fisgonear, cortó el torrente de ruda elocuencia que la pasión hacía brotar de los labios del galán. Azorada ella, y deseando despistar al curioso, buscó un sujeto de conversación, algo hacia donde encauzar la suspicacia y, sin querer, se vendió.

—Hablábamos de mi debut —dijo a modo de excusa.

El elegante ni aun pestañeó. Encantado de haber descubierto aquella noticia sensacional, que, por otra parte, iba a llevar la turbación al ánimo de todas aquellas señoras, ya bastante indignadas con la intrusa, y a dar lugar, indudablemente, a una serie de lances graciosísimos que pondrían una nota pintoresca en la monotonía del verano donostiarra, y viendo, al mismo tiempo, confirmadas sus sospechas de que en la vida de la salvaje aquélla había gato encerrado, no quiso, sin embargo, mostrar asombro para no levantar la caza, y con la mayor naturalidad, y como si se tratase de la cosa más corriente del mundo, interrogó:

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—La fecha no la sé aún —aseguró la futura estrella—. El sitio creo que en el «Palacio de la Ilusión».

Después empezó a contar sus planes; ella pensaba debutar a todo lujo. La mitad del espectáculo sería una concesión a los gustos del público; cantaría «couplets» picarescos y recitaría monólogos graciosos; la otra mitad, arte puro; haría pasos de tragedia. De decorado y trajes…

Pero Julito, incapaz de permanecer callado, y mucho menos de guardar un secreto, estando para irse la muy cursilona Casimira Aljubarrota, y pudiendo darle el disgusto hache con el tal secretito, y hasta amargarle la tarde, buscaba un pretexto para largarse a asestar la puñalada trapera a la de Guadalajara.

—Me parece que se van las de Gambana.

Y, sin esperar respuesta, precipitose hacia el grupo.

Casimira, en la indignación por su visita a la apestada, le recibió con una piedra en cada mano.

—Hijo, ¡qué poquísima vergüenza tienes! ¡No sé ni cómo te hablamos en público las señoras!

Julito sintió loco prurito de soltarle una desvergüenza a la muy idiota; pero pensando en las banderillas que le iba a dejar al quiebro, se contuvo, y con voz engolada anunció:

—¡Noticia sensacional!

A la Pereira se le olvidó su furor.

—¿Cuál? —interrogó ansiosa.

Él complaciose en hacerla rabiar.

—¡Ah!

La Aljubarrota se irritó.

—Mira, no hagas misterios. Más valía que, en vez de fastidiar, tuvieses un poco más de decoro y no te acercases a saludar a esos dos salvajes que se están arrullando ahí como si todavía estuviesen subidos en el cocotero donde los cogieron con lazo.

El cínico no hizo caso de la catilinaria, y con el mismo énfasis de antes repitió: —¡Noticia!

Ahora fue Lilí Alcorcón la que se impacientó.

—¡Desembucha, hombre, y no seas pesado! —azuzó con su voz hombruna.

—¿A que no sabéis quién debuta?

—Paca Campanada —indicó Lilí.

—La Fonseca —apuntó con su voz de flautín la madre Gambana.

Y la mayor de las dos chicas, con la intención de un Miura, comenzó a guiñar un ojo señalando a la Pereira.

—Pues, no, señor —anunció triunfante Julito—. No dan ustedes en el clavo: la Roldán.

Casimira cayó sobre la noticia como una fiera.

—¡Bah! ¡Si ya decía yo! —chirrió, con su voz destemplada, agresiva—. ¡Si por ahí tenía que concluir! ¡Tengo yo una pupila que, ya, ya! Ni es señora, ni Cristo que lo fundó. No hay más que verla. Lo que es que en nuestra sociedad la gente tiene la manga demasiado ancha.

Y a una risita irónica del elegante añadió crispada:

—Lo que es yo no la vuelvo a saludar más.

Él complaciose en darles cuerda para verlas desatinadas, y comenzó a acumular detalles fantásticos para llevar su indignación a los linderos de lo épico.

La Cienfuegos debutaría en una obra sicalíptica en que había, según sus noticias, unos cuplés «de la ratonera» completamente verdes y subrayados por unos movimientos capaces de hacer pecar a… a… al marqués viudo de Casa—Temblante, pongamos por santo. Pues ¿y los trajes? Cosa sensacional. Sacaba uno que no era más que una hoja de parra de lentejuelas y dos racimos de uvas (y ésos en la mano) que iba a llamar la atención.

—¡Qué indecencia! ¡Qué desfachatez de mujer! —clamó, indignada, la de Gambana—. ¡Parece mentira que haya criaturas que lleven su impudor hasta enseñar todo lo que Dios les dio! —Y ella, que era fama que llevaba su pudor hasta bañarse con camisa puesta y apagar la luz antes de acostarse con sus amantes, esquivó un gesto de horror y habló de tomar una determinación contra aquella mujerzuela (así la calificó ella) que deshonraba el hotel.

Lilí Alcorcón, que se había dejado coger en el cepo de los supuestos millones y había llegado hasta exhibirse en público con la futura artista, puso el grito en el cielo:

—Estoy asustada, asustada. Parece mentira: una mujer que tiene el aire pacato de la que en su vida ha roto un plato y lanzarse a las tablas. ¡Qué horror!

Casimira se bañaba en agua de rosas al ver por los suelos a su rival.

—No sé de qué se asombran ustedes. Yo ya lo tenía dicho. Es una perdida, y el día menos pensado da el escándalo mayúsculo. ¡Pero si no hay más que verla! ¡Miren, miren ahora qué expansiones! Ni que estuviese en su cuarto.

Volviéronse todos a mirar sin disimulo ninguno, con el desdén abrumador que merece por parte de las personas honradas la gentuza que vive fuera de toda ley.

Eloísa, emocionada por las palabras llenas de ternura que murmuraba «el Gauchito» a su oído, y en uno de los impulsos de sentimentalismo frecuente en su naturaleza melosa y acariciadora, le había cogido la mano y se la estrechaba largamente. De súbito soltó la mano de su amigo y se puso muy pálida.

La Pereira aseguró satisfecha:

—Nos ha visto mirarla y se ha azorado.

Se equivocaba. Eloísa, en el momento en que arrebatada en súbita simpatía se dejaba arrastrar de su amor por el torero, había visto lucir al otro lado de la verja que circunda el patio del hotel dos ojos brillantes que le fascinaban como los ojos de las víboras fascinan a los pájaros.

Lolita Acuña aproximose lentamente, arrastrando con majestad de reina la larga cola de su vestido de encajes blancos y sonriendo, bajo el enigma de su pastora agobiada de lirios, con su fresca sonrisa de marfil y grana, al grupo en que Julito Calabrés loaba los ojos de Carolina Acosta, las claras pupilas en que parece dormir un ensueño romántico.

A las mesas del treinta y cuarenta era casi imposible acercarse, pues, como domingo, la concurrencia era numerosísima, reforzados los habituales con las gentes venidas para los toros, más los papás domingueros que, mientras las niñas bailaban el cotillón, daban una vueltecita por las nefandas salas del crimen, y, además, hacía un calor terrible, exasperado por la tormenta que amagaba, sin llegar a estallar.

En la salita chica acababa de abrirse la partida de «bacarrat», y Fuentes tallaba bancas y las perdía con la misma serena elegancia con que pasaba los toros en la Plaza. Paca Campanada jugaba, fumaba, decía chistes y, contenta de ganar, más por la alegría de la buena suerte que por la ganancia misma, repartía dinero a los que perdían para que siguiesen jugando, con aquella su generosidad llena de airoso desprendimiento, clásica generosidad de maja duquesa que le hacia simpática. Junto a ella, el marqués viudo de Casa—Temblante jugaba fuerte, y contento de su fortuna, daba rodillazos a Eloísa, que, desatinada en un juego contrario al de todos los demás, era la única que perdía.

Estaba guapa la cubana. El traje de gasa azul cobalto, bordado de nácar de colores, hacía aún más dorado su cutis de princesa oriental, y el sombrero minúsculo, coronado por enorme pluma esmeralda, dejaba escapar los negros rizos que nimbaban de infinita gracia el rostro de la criolla.

En torno de la mesa agolpábanse los puntos de todas castas y pelajes, en esa promiscuidad de los casinos en que un vicio común hace amigos y aun camaradas, por espacio de algunas horas, a gentes de las más diversas y antagónicas esferas sociales que, alejadas del tapete verde, ni aun se dignarían mirarse. Y así, veíase a las señoras consultar a las entretenidas jugadas, sonreírles ante un golpe común de fortuna y hasta prestarles esos menudos servicios posibles en las mesas de juego. Veíase a finchados caballeros, mil veces jueces severos en los tribunales de honor, codearse de igual a igual con aventureros, que si eran caballeros lo eran de industria; haciendo bueno el axioma que dice que el vicio es el único verdadero nivelador social que existe. Allí la baronesa de Torrante, con su noble belleza de Minerva clásica y su atavío muy sencillo, muy señora, reía las atrocidades de Pepita Chacón, una comiquilla injerta de «cocotte» cuya especialidad eran los papeles de golfo y gitanillo, que subrayaba deliciosamente con su sonrisa pícara y sus ojos desvergonzados de pillete. Un poco más lejos, Mercedes, «la Desequilibrada», con la cabeza tapada por una campana que apenas le dejaba ver, pedía luises a don Rosendo, el fanático jugador que perdía o ganaba miles de duros como podría beber un vaso de agua, y vigilaba amable los desvaríos amatorios de Chuchita y Pilili Gutiérrez, dos chiquillas que tenían demasiado corazón para vivir del amor; mientras que en la silla de al lado, y junto a la severa viuda de Chinchón Nolasco, envuelta aún en los crespones de su inconsolable viudez, Pilar Labra, espléndida en su belleza de retrato del siglo XVIII (aquella dama, con su cutis terso, sus labios rojos, sus claros ojos, sus cabellos blancos y la suntuosidad de sus «toilettes», tenía el prestigio de una marquesa de Pompadour), jugaba fuerte, sin perjuicio de vigilar los primeros pasos de su sobrina por los senderos de la virtud.

Casimira Pereira, sin apurarse mucho, pese a sus severidades de la promiscuidad a que en aquel medio estaba condenada, cruzó la sala grande, y con pretexto de gastar una broma a Paca Campanada, acercose a la mesa del «bacarrat» para ver lo que hacía el marqués.

Justamente en aquel momento Eloísa acababa de ver volar su último billete de cincuenta pesetas y se disponía a marcharse. El caballero, adivinando su intención o incapaz de resignarse a perder una compañera tan agradable y con quien aquellos tactos de rodilla prometían futuras y fantásticas delicias, la interrogó:

—¿Se va usted ya?

—Sí, no me queda aquí ni un cuarto. «Tout est perdu, moins l'honneur!»

El marqués ofreció amablemente:

—Si usted quiere, yo le prestaré. Así como así, gano un dineral.

—Muchas gracias; pero no vale la pena…

—¡Por Dios! —insistió él—. Entre compañeros es lo más natural.

Ella agradeció rehusando:

—Si es que no quiero jugar más. Estoy de malas y perderé lo mismo.

Insistió él reiterando la oferta:

—¿Es que no quiere usted aceptar nada mío?

—¡Qué tontería! Si lo toma así, présteme dos luises.

El vejete entregó dos fichas con la mejor de sus sonrisas. Casimira pegó un respingo y, volviéndose hacia Julito que observaba curioso, murmuró:

—¡Qué desvergüenza!

Él había visto perfectamente la escena, pero, por tirarle de la lengua, se hizo de nuevas:

—¿Cuál?

—El marqués, que le ha dado dos luises a esa mujer.

—Me parece barato —murmuró él, irónico.

Eloísa había puesto las fichas sobre el tapete, pero el banquero abatió con nueve y, cansada de perder y rehuyendo nuevas ofertas de su adorador, se puso en pie.

—Gracias, y mañana se lo daré.

—¡Qué tontería! —murmuró él galantemente.

La americana se abrió paso, y viendo a Julito con la Pereira, aproximose a ellos y les tendió la mano. Pero mientras que el muchacho se la estrechaba cordialmente, la seudo elegante le volvió la espalda y siguió su camino envuelta en su dignidad como en una clámide.

Tras un postrer adiós a Julito, que bajaba las escaleras, regresó a su cuarto y dejose caer en una mecedora, frente al balcón, abierto de par en par. El piso era demasiado alto y el mar estaba demasiado cerca; así que, saltando por cima del paseo, los ojos no veían sino el mar, la bahía de la Concha, con su isla de Santa Clara y sus dos montañas, Igüeldo, heroico como legendaria fortaleza, y el «castillo», más moderno, y, como más moderno, más prosaico. Y todo ello hundíase lentamente en el crepúsculo, palidecía, se esfumaba en una neblina de ensueño. Como en los paisajes chinescos, el cielo teñíase de rosa, de oro y de violeta, y sobre el fondo polícromo, nubarrones obscuros, pintados de cobre por la puesta solar, tomaban formas de arcaicos monstruos y erguíanse como rampantes dragones. Y luego, al fondo, el sol, un sol inverosímil, redondo y rojo, sin rayos ni reverberaciones, caía en el mar simulando el ingente proyectil lanzado por un titán contra los dioses.

Eloísa cerró los ojos, sintiendo una tristeza inmensa enseñorearse de ella, un desaliento enorme que lo vencía, sustituyendo a la nerviosidad en que su vanidad de mujer y su decoro de señora hallaron sostén en todos aquellos amargos lances por que pasara.

Sentía ahora en su abandono la tristeza de las cosas, esa tristeza que la vida, con su perpetuo vaivén, rara vez deja percibir; la melancolía de aquel cuarto de casa de viajeros; sin otro adorno que cortase su melancolía que el espejo de dorado marco envuelto en una gasa verde. El menaje formábalo un armario de luna, vacío aún; la cómoda, donde, bajo panzudo fanal, dormía un Niño Jesús de talla; el lavabo, pobre y mezquino, que decía poco en favor de las ideas que de la limpieza tenían en aquella casa; el lecho, blanco y frío, y, los baúles y cajas, cerradas con ese gesto melancólico que dice de éxodos inacabables.

¡Qué sola estaba! De todas las gentes que días antes, cuando, incógnita aún, la supusieron un anfitrión probable, una mina que explotar, una futura con quien resolver el problema del porvenir, o una querida cómoda y aun productiva, le rodearon halagándola, no le quedaba, al poner las cosas en su verdadero lugar, sino el amor luminoso de «el Gauchito» y la amistad de Julito Calabrés. Porque —pensaba la cuitada— Julito no es mala persona en el fondo. Se muere por llamar la atención, por inventar historias raras, por crear conflictos, por contar cosas extraordinarias; pero malo, en realidad, no es. Realmente es el único que desinteresadamente se había portado bien con ella. Los demás, unos la tomaron en broma, otros quisieron aprovechar su soledad y su abandono para abusar; nadie fue un amigo sino él. Julito fue el único que se mostró cordial con palabras de franca y afectuosa camaradería, el único que la consoló y que, cuando ella, vencida, confesaba su desolación: «¡Pero, Dios mío!, ¿yo qué les he hecho?», encontró palabras alentadoras, de fe y esperanza: «¡Bah! No te apures. Ahora te han vencido, pero eso no quiere decir nada. Con estas gentes no hay más que un talismán: la fuerza. Ahora lo tienen ellos… ¡Pues en vez de apurarte, lucha para tenerlo tú y les verás, derrotados, arrastrarse a tus pies. Esto que te ha pasado no debe ser un veneno que te mate, sino una lección y un aguijón que te espolee a luchar». Recapacitó sobre el sendero de espinas recorrido. ¿Por qué le odiaban? ¿Por qué tanta saña?

Desde la noche del Casino adivinó una sorda antipatía que flotaba en la atmósfera. Por el pronto, tenía una enemiga, Casimira Pereira. La dama, no contenta con la grosería que le hiciera en las salas de juego, comenzó a hablar mal de ella sin recatarse; a alejarse de los sitios que ocupaba; a hacer gestos despectivos o reírse sin razón, con risa estrepitosa e insultante. Pronto no fue ella sola; otras damas imitaron su conducta. Lilí Alcorcón, que antes se paseara con ella, comenzó a saludar fríamente, luego se hizo la distraída y acabó por pasar a su lado sin dar ni una cabezada. Ya ni aun la condesa viuda de la Campanada quería nada con ella, pues como un día se atreviese a invitarla a comer, después de mirarle severamente, pronunció un pequeño discurso, lleno de énfasis, sobre el atrevimiento de ciertas gentes. Los hombres no la respetaban tampoco y muchas noches, cuando, después de una comida glacial en que le aislaban como a un apestado, subía a su cuarto conteniendo sus ganas de llorar, encontrábase en el camino caballeros que le gastaban bromas de mal gusto o pollitos atrevidos que le decían groserías. Por fin, un día recibió una carta fría y lacónica en que el dueño la rogaba, con frases de exquisita corrección, que dejase el hotel, pues tenía las habitaciones comprometidas, por ser aquél un establecimiento honorable que tenía su habitual clientela de gentes de gran posición social, a las que no podía disgustar.

Incapaz de decidir nada, acudió a Julito en demanda de consejo. Él la escuchó. Hacía tiempo que veía venir la cosa, aunque no creyó que llegase hasta ahí. Pero, en fin, a lo hecho, pecho, y no amilanarse. Y como ella no supiese dónde ir, dio su opinión. A otro hotel, no. Después de lo sucedido en aquél, en todos pasaría igual.

—No sabes lo que es esa gente —aseguró de buena fe—. Cuando se les mete una cosa en la cabeza no cejan. Y ahora es la cursi de Casimira Aljubarrota, que tiene celos del carcamal del marqués.

En ningún hotel de primer orden la dejarían en paz. Los de segundo eran malísimos, y puesto que ella tenía a medio arreglar su debut en San Sebastián y no se quería ir, lo mejor era instalarse en una casa de esas que se alquilan por apartamentos.

—Mira —dijo—, yo conozco una muy buena, pero tiene un inconveniente… que vive allí «el Gauchito».

Y como ella sonriese involuntariamente, añadió:

—¡Bah! ¡Mejor que mejor! Al fin y al cabo, te quiere, y así estarás menos sola. Ya que la gente te fastidia, líate la manta a la cabeza y les darás dentera. Una de las razones por que las mujeres honradas detestan a las que tienen el buen gusto de no serlo, es porque les tienen envidia.

Luego Julito la había ayudado a hacer la mudanza y habíase ocupado de todo, y, por fin, la había dejado instalada con algunas frases de despedida, llenas de aliento.

—Siento que tu «camote» no esté hoy, pero creo que ha ido en automóvil a pasar el día en Biarritz. Tú no seas tonta y ve al Casino, aunque no sea más que para darles una rabieta. Así verán lo que te importan.

Pero no tenía valor; una tristeza inmensa enseñoreábase de ella y lo veía todo negro. Sus quimeras parecíanle irrealizables; sus sueños de gloria, un imposible.

Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Entra la criada.

—¿Ofrécesele algo a la señora?

—Nada.

—Lo digo porque, si no se la ofrece, me iré a acostar.

—Váyase.

Salió la criada, y Eloísa púsose de pie. Luego caminó algunos pasos y encendió luz. Acercose al espejo y se contempló largamente. El ligero quimono de crespón verde, florecido, de enormes rosas blancas, moldeaba las suaves líneas de su cuerpo, hinchábase en leves curvas en los senos, tomando amplitudes de ánfora en las caderas. El rostro estaba lívido; los labios rojos y las pupilas brillaban en dos profundos círculos azules; el pelo, muy negro, caía en bucle de azabache sobre la frente. La luz le hacía daño, y tras unos momentos de muda contemplación, en que sus manos pálidas, bellamente enjoyadas, resbalaron sobre la seda del atavío japonés, dio vuelta a la llave, dejando el cuarto en las tinieblas, y volviose a su asiento. Pronto tornó a caer en sus meditaciones.

¿Por qué la odiarían así? Ella había venido llena de deseos de querer y de ser querida, de agradar, de hacer bien, y se encontraba en plena batalla de odios. ¡Había tantas cosas que ella no podía comprender! Era indudable que todas aquellas gentes obedecían a leyes que les dictaban sus pasiones, sus intereses, sus ideas, pero ¿cuáles eran aquellas leyes? Y diose cuenta de su absoluta ignorancia de la vida. ¡Era una salvaje que no sabía nada de nada! Hasta entonces había tenido el talismán mágico que lo hace todo posible: el dinero. Y con el dinero había sido artista y simpática e inteligente. Con el dinero tuvo aplausos, amigos, adoradores, y la vida fue cosa fácil. Si el dinero hubiese perdurado, habría cruzado por la existencia sin darse cuenta de nada, sin ver sino los senderos bordeados de rosas que ocultaban dolores y miserias de que jamás tuviera sospecha. Pero el dinero se acababa, y como en las funciones de magia, los macizos se hundían en el foso y quedaba la verdad cruda, cruel, amarguísima. ¡Habría que luchar, y ella estaba tan sola… !

Por primera vez sintió la sensación de soledad «física». Pensó con horror en las pupilas fascinadoras que le perseguían. ¡Era una locura haberse ido a vivir sola allí! Con terror miró a todas partes y, al fijar los ojos en la puerta, creyó ver brillar por el orificio de la llave una pupila brillante que le acechaba. Ahogó un grito y se puso violentamente en pie. Después, dominándose, fue a la puerta y abrió de golpe. Nadie. Buscó la llave y otra vez tembló loca de terror. ¡No estaba allí! Iba a chillar cuando su pie tropezó con algo que rodó por el suelo. La llave. Más tranquila, intentó reírse de su pánico, pero no pudo. Entonces, para tranquilizarse, fue a la puerta de la escalera y abrió. Habían apagado ya y la lóbrega sima oprimiole con súbito sobresalto. Pensó en llamar. ¿Para qué? ¿Con qué pretexto? ¿Cómo disculpar luego su alarma? Se burlarían de ella. Cerró la puerta de la escalera y dirigiose nuevamente a su habitación. De pronto se detuvo. La parecía oír pasos. Eran pisadas silenciosas de felino, pisadas blandas, sordas, de unos pies que se moldeaban al terreno. Escuchó. Nada. ¡Algún gato que andaría por allí! ¡Tonterías del miedo, que finge un fantasma en una sábana puesta a secar! Entró en el cuarto y, cerrando la puerta, se encaminó al balcón.

La noche dormía envuelta en soñadora poesía. En el cielo azul, muy obscuro, la luna se alzaba como una hostia de plata y su argentada claridad rielaba sobre el mar, adormecido en solemne fluir y refluir. Eloísa pensó en «el Gauchito», en su amor, en el triunfo. Romántica onda le envolvía y sus labios suspiraron una canción. Súbitamente calló sobresaltada. Oía una respiración a su lado. Volviose y miró a todas partes con terror. Allí, en un rincón, brillaban en la obscuridad las pupilas acechadoras como las de un tigre pronto a saltar sobre su presa. Quiso gritar y no pudo; intentó correr, y antes de que tuviese tiempo de dar un paso, las luminosas pupilas volaron como fuegos fatuos y sintiose enlazada por unos brazos.

Forcejeó. Las manos audaces la oprimieron tratando de rasgar sus vestiduras, y ella luchaba intentando desasirse y gritar. Unos labios voraces cubrían de besos su cuello queriendo morder sus labios, que ella libraba echando desesperadamente la cabeza hacia atrás. Sentía sobre la fina piel del rostro los pinchazos de la barba del sátiro, y su saliva que la pringaba mientras el aliento jadeante le envolvía en un vaho de fuego. Al fin cayó al suelo, junto al balcón, que había intentado ganar para pedir auxilio, y allí siguió luchando, ciega ya de horror, en instintiva ferocidad casi animal. Y defendiose con las uñas, con los dientes, con los pies. Pero él no parecía notarlo y seguía brutal intentando poseerla. La cabellera de la víctima se había destrenzado, y en los espasmos de la defensa se enredaba o quedaba aprisionada por los cuerpos de los luchadores, y a cada nueva sacudida la hacía un daño atroz, hasta arrancarla sangre. Las vestiduras de la cubana se habían rasgado, y en el verde maleficio de la luna, que entraba por la ventana abierta, se veía entre las rosas monstruosas del quimono surgir uno de los senos, blanco y rosa, manchado de amoratados cardenales. Por fin, Eloísa consiguió desasirse en parte, y gritó:

—¡Socorro!…

La puerta crujió un instante; luego, saltando la cerradura, se abrió con estrépito, y de un salto entró en el cuarto «el Gauchito».

El indio, abandonando su presa, se había puesto en pie de un salto y hacía frente al recién llegado.

Primero miráronse un instante, y sus pupilas luminosas se cruzaron como dos aceros en la obscuridad; luego se acometieron. En las tinieblas comenzó una lucha bárbara entre los dos hombres. Rodaron por tierra, se levantaron para tornar a caer al suelo y allí debatirse en un grupo monstruoso, forcejeando con inaudita barbarie.

Eloísa consiguió encender la luz y, muda de espanto, impotente para moverse ni para gritar, contemplaba el horrible cuadro. Luchaban silenciosamente como dos tigres; la cara del viejo se había amoratado, y sus labios, hinchados, parecían negros, mientras los ojos, inyectados de sangre, salían de sus órbitas. Los cabellos canos, crespos como los de una alimaña feroz, se pegaban con el sudor a la frente, y sus manos, crispadas, parodiaban las garras de un animal de presa.

Daniel, más calmado, tenía una arrogancia de joven semidiós, vencedor de endriagos.

Al fin triunfó. Alzóse, y con el pie azotó ferozmente a su enemigo. Luego, como si se tratase de un perro rabioso, chasqueó la lengua:

—¡Largo de aquí!

El indio salió casi arrastrándose. Cuando desapareció, el torero acercose a Eloísa:

—¡Nena! ¡Pobre mía! ¡Has pasado mucho miedo! No te apures. Mañana lo mando a América.

Y a un gesto afirmativo de ella enlazola por la cintura y juntos se asomaron al balcón. Allí Daniel murmuró su letanía de amor. Poco a poco, los nervios de la mujer, adormecidos por la música sentimental, se distendieron y comenzó a llorar silenciosamente. Él se inclinó y bebió sobre el alabastro de las mejillas el amargo veneno de aquel llanto; gustó luego el dulzor de los labios y poco a poco se fundieron en una inacabable caricia.

Don Honorato Ratón de la Higuerilla metiose un dedo en la nariz, según era antigua y no muy pulcra costumbre en él, y quedó ensimismado, con esa profunda meditación tan natural en quien desempeña trascendental tarea. La cosa no era para menos. Después de los desembolsos realizados por aquella señora, con el señuelo de un próximo y ruidoso triunfo que le indemnizase de todos sus sacrificios, ¿con qué cara decirle que sus impresiones eran pesimistas, los indicios más de fracaso que de victoria, y las noticias alarmantes, por no decir francamente descorazonadoras? Él, cumpliendo deberes impuestos por su conciencia, había ido allí para informar a la debutante de los vientos de fronda que contra ella corrían, pero, ante la confianza exaltada de la dama, ante sus explosiones de entusiasmo, su afán de que llegase pronto el momento crítico y su gran fe, había sentido caérsele el alma a los pies. Más valía, quizá, dejarla. ¿Quién sabe? En el teatro nadie puede vaticinar con razón. ¡La psicología de las multitudes es tan rara! Él, en su ya larga vida de empresario, había visto cosas extraordinarias. A lo mejor, obras que todos creían un gran fracaso, resultaban un éxito formidable, y, en cambio, otras que provocaron grandes entusiasmos en la lectura y los ensayos, haciendo a las empresas cifrar todas sus esperanzas en ellas, el día del estreno habían sido estrepitosamente silbadas. Y con los artistas sucedía igual. A lo mejor, un artista que en ensayo era un asombro, al llegar ante el público vacilaba, azorábase, comenzando a balbucear, y otros, que parecían tímidos, insulsos, en el instante definitivo sentían la llamarada del genio y arrebataban a las muchedumbres.

Eloísa repitió su pregunta:

—Pues usted dirá lo que pasa.

Don Honorato sacose el dedo de la nariz, hizo una pelotilla, poniendo en ello sus cinco sentidos, como si se tratase de excelsa obra de arte, y tomó rápidamente una decisión:

—Yo venía, verá usted… Como mañana es el debut —comenzó diciéndose— y todo lo que se haga para asegurar el éxito es poco, he pensado que debíamos mandar unas gacetillas a la prensa, algo que se saliera de lo vulgar.

La americana, muy castigada ya, se puso en guardia.

—Me parece muy bien; pero eso es cosa de usted.

—Tiene usted razón que le sobra, razón grandísima, señora mía —aseguró él, cada vez más melifluo, adivinando la hostilidad de su interlocutora—. Razón por los cuatro costados, y desde luego le aseguro que era mi intención hacerlo; pero, querida señora, el hombre propone y Dios dispone, y con los muchos gastos del debut no queda un céntimo en contaduría.

—¡Pero si esos gastos los he pagado yo! —protestó ella.

—Verdad, querida señora, verdad; pero sólo en apariencia. ¡Hay tantos gastos pequeños que no se ven! ¡Tantas cosas insignificantes que pasan inadvertidas para los profanos y que sólo los que estamos en ello nos damos cuenta! ¡Y yo, yo, que soy un caballero, una persona educada, llena de consideración, antes que empresario, no he querido molestarle con pequeñeces!

Asqueada Eloísa por tanta farsa se puso en pie.

—¿Cuánto necesita?

—Creo que quinientas pesetas no será demasiado; pero salvo su parecer, querida señora, salvo su parecer. Si cree menos, menos.

La víctima aproximose al armario de luna, lo abrió, revolvió entre unas ropas y, al fin, volvió junto a su empresario tendiéndole cinco billetes de cien pesetas. Tomolos él con grandes extremos, y luego, entre reverencias y exageradas muestras de confianza, salió.

Eloísa, llena de desaliento, dejose caer en una butaca.

—¿Se puede?

—¡Adelante!

Entró «el Gauchito» vestido de viaje.

—¡Nene!, ¡nene!, ¡mi vida!

—¡Vidita!

Se abrazaron con toda el alma. Ella buscaba en el pecho de su amante el refugio, un poco de calor, del que tanta había menester. Él la envolvía protector.

—¡Nene!, ¡nene!, ¡mi vida!, ¡qué pena que te vayas!

—¡Bah, mujer! —rió él para infundir alientos—. ¡Si es por cuarenta y ocho horas!

—¡Son tantas!

Él rió aún.

—¡Las del triunfo! A la vuelta te encuentro hecha una gran artista. Yo también quedaré muy bien. Me dice el corazón que vamos a triunfar los dos. Y después —añadió con alegre optimismo—, ya no más luchas, no más batallas. A querernos y a ser felices.

Y por última vez la estrechó apasionadamente entre sus brazos.

Después de colgar en el ventanillo el ansiado cartelito: «No hay billetes», don Honorato cerró el cristal, echó la llave a la caja y encaminose entre bastidores.

La cosa iba bien, muy bien; tirarían patatas a la interesada, pero el éxito de taquilla no se lo quitaba nadie. ¡El «Palacio de la Ilusión», vacío durante todo el verano, lleno ahora de bote en bote! Y eso que al observar la gran demanda de localidades, había suprimido, primero gran parte de la claque, y luego, a última hora, y como la demanda arreciase y no quedase billetaje, la había suprimido del todo, dejando a la debutante a merced del público, pero embolsándose él unos cientos de pesetas más. ¡Al fin y al cabo, lo mismo daba! ¡De todos modos, se iba a oír la pita en Cuba!

Miró por una rasgadura del telón y frotose las manos satisfecho. ¡Lleno de bote en bote! ¡Y qué público! Lo mejor de San Sebastián y Biarritz! Verdad que para estreno o debut era el peor, pues ni sentía como el público popular, que se emociona, ríe y llora, identificado con los personajes, ni meditaba, saboreando lo bueno y rechazando lo malo, como los intelectuales. Aquel público frívolo iba al teatro como a los toros, o a las carreras, o al Hípico, a divertirse mejor dicho, a matar el aburrimiento, sin importarles el espectáculo, sino teniendo el espectáculo en ellos mismos, en sus elegancias, sus devaneos y sus rivalidades. Como los conocía de antiguo, había arreglado la primera parte del espectáculo, o sea el cinematógrafo, a su gusto. Nada de viajes, a aquellas gentes que iban a los puertos de mar y no llegaban a verlo, y a las montañas a escuchar en la terraza del hotel la música de los zínganos, o a perder en los caballitos el dinero, los paisajes les reventaban; nada de cosas antiguas, que les tenían sin cuidado, ni de bailes populares, que les hacían bostezar. Primero una película graciosa para desarrugarles el ceño, luego una trágica, para seriorizarles algo.

La verdad es que el aspecto del teatro era imponente. La salita, de un estilo pompeyano convencional, con demasiados golpes de purpurina sobre fondo ladrillo, y demasiados monstruos, hibridación de león y mujer, más propios de la fauna decorativa asiria, con su techo abovedado y sus palcos Luis XVI sustentados por columnas corintias, ofrecía aquella noche aspecto deslumbrador. Sobre los dorados antepechos de los balcones, damas de la aristocracia de sangre y la aristocracia del amor lucían la albura de sus escotes en fantástica exposición de desnudeces y sumían sus rostros, embadurnados de afeites, en la penumbra de los sombreros inverosímiles. En un palco Casimira Albujarrota, con la embajadora de Finlandia —muy discreta en su aspecto de emperatriz de casa modesta— y la condesa de Fuentronada, constituían un a modo de supremo tribunal de respetabilidad; en el palco frontero la Sevilla reía con desgaire, muy española, muy chulona a pesar del sombrero parisiense. Después venían las de la Campanada, la condesa dormida beatíficamente, ladeado el sombrero y un hilo de brillantes de doscientos cincuenta mil francos colgando sobre el barandal; Rosaura, muy lánguida, muy bella, desvaneciéndose entre nevadas gasas y azucenas, y Paca, de pie, ostentando su empaque varonil dispuesta a escandalizar, a llamar la atención y a hacer incongruencias. Frente a ella Lina Monreal y María Montaraz hablaban con un palco de hombres, mientras junto a ellas una «cocotte» de Biarritz, que parecía una muñeca, sonreía con su sonrisa de porcelana.

Abajo, en el patio de butacas, agolpábanse todos los muchachos de San Sebastián en confuso bullir de colmena.

Apagose la luz y callaron todos a la expectativa. Empezó el cinematógrafo. La primera película, la de risa; tratábase de una de esas absurdas aventuras en que un ladrón huye perseguido por una serie de gentes idiotas que no hacen más que caerse los unos sobre los otros, sin ton ni son. Al público no le gustó y algunos patearon de impaciencia. La segunda, muy sentimental, en que la pecadora, arrepentida, vuelve al hogar después de correrla por ahí y es perdonada por mediación de la hija, la tomó aquel público, poco dado al patetismo, a broma, y al amparo de la obscuridad salieron de las filas de butacas algunas groserías y algunos gemidos, que arrancaron grandes carcajadas a los espectadores.

Tras el telón, don Honorato había dejado de frotarse las manos. La cosa iba mal. Malo que se aburriesen, pero peor que lo tomasen a guasa. Con aquella gente todo era empezar. Y como un tramoyista le diese un empujón y el apuntador le anunciase que el debut iba a empezar, dejó su observatorio y colose entre bastidores.

Había vuelto a encenderse la luz y la orquesta preludiaba la sinfonía. A los pocos compases el público en masa la acompañaba. Malo.

Alzose lentamente el telón y apareció una decoración tropical. Alguien recordó el cocotero de marras, y los que iban dispuestos a reírse de todo no dejaron de comentar burlescamente el silencio de un loro que el escenógrafo había colocado allí para dar color local. Al fin apareció Eloísa. Estaba guapa, y la concurrencia, pese a su firme propósito de encontrarlo todo mal, hubo de reconocerlo así. El traje de lentejuelas de color rojo muy obscuro daba realce a la gracia un poco pueril del cuerpo, y hacía aún más dorada la piel de los senos, que se erguían petulantes entre las llamaradas de gasa. El rostro, adelgazado por los malos ratos, tenía un doliente encanto, agrandado por la sonrisa triste que florecía en los labios y por los ojos inmensos, tenebrosos, que eran como ventanas abiertas sobre el misterio.

Pero comenzó a cantar y el encanto quedó roto. No es que lo hiciese mal precisamente; lo hacía regular; pero la voz era escasa, los cuplés, vulgares. No podía rivalizar con la «Fornarina» ni con Amalia Molina: carecía de la gracia de la Fons y del pecador encanto de la «Chelito».

Primero la escucharon atentamente, luego comenzaron a impacientarse e iniciaron un leve pateo. Al fin, como soltase un gallo, azorada ya, una voz burlona la imitó, y luego otra, y otra. Al fin cayó el telón, entre un silencio glacial.

Ahora la música abordaba la segunda parte de programa, el preludio de la tragedia, y el público, entregado ya a franca burla, reía, gritaba, se metía con los músicos o cantaba a coro.

Entre bastidores, Eloísa, vestida para la tragedia, hablaba desalentada con el empresario, Julito Calabrés y otros dos amigos.

—¡Esto va muy mal! —suspiró ella, casi vencida.

Don Honorato fue grosero, y olvidando los buenos cuartos que se había embolsado, o irritado por el pateo, dijo:

—Por eso no me gusta probar aventuras en mi teatro. —Y añadió entre dientes: —¿Para qué se meterá cierta gente en camisa de once varas?

Lleno de simpatía, Julito Calabrés trató de consolar a la cuitada:

—No hagas caso. Todos los grandes artistas, en sus comienzos, han tenido tropiezos. Además, no has estado mal. Cuando adquieras más seguridad y soltura y el público no tenga un «parti—pris», triunfarás. Pero, además, lo pasado era lo peor; lo que viene ahora es lo que tú dominas.

—No comprendo —terció un señor que había allí— la severidad del público. Aquí, que se aplauden tantas fachas que ni son guapas, ni artistas, protestarle a usted, que es las dos cosas…

—Si es el público —insistió Higuerilla, grosero siempre—, el público ése, que la toma con los suyos. Por eso no quiere señoras.

Sonó el timbre, anunciando el comienzo del espectáculo. En aquel momento entró Fernando Morales y se puso a hablar con Julito. Por un fenómeno nervioso muy común, Eloísa olvidó el peligro próximo y escuchó vagamente lo que hablaba.

—… «el Gauchito»… en el tercer toro… una cornada en el vientre… gravísimo… se cree que no saldrá de la noche…

La cubana, loca de horror, quiso correr hacia ellos; pero Ratón la empujó brutalmente, y tuteándola con insólita grosería, murmuró:

—¡Pero no ves que te esperan! ¡Te has vuelto loca!

Y Eloísa se encontró en medio de la escena. El alma salvaje que vivía en ella surgió de improviso y olvidó todo, el lugar, la escena, el público, el empresario, su debut, todo, para sólo pensar en el horror de su amante moribundo, ensangrentado, con el vientre abierto por una cornada. Lanzó un grito desgarrado, agudo, estridente, y se dejó caer al suelo, donde siguió gimiendo, presa de angustia infinita. Luego, aquel dolor fue creciendo, agrandándose, estallando en sollozos, en gemidos, en gritos de lunática. Y se revolcó por el suelo, desgarrando sus vestiduras, mesándose los cabellos, azotando el suelo con la cabeza desmelenada de Medusa. Habíase erguido, y con el rostro cadavérico, los labios blancos y los ojos fuera de las órbitas, dio tres pasos por escena, lanzó un grito supremo y cayó al suelo.

El público, electrizado, creyendo que aquello era la tragedia, se había incorporado y aplaudía furiosamente, mientras la cortina caía, ocultando con los laureles de la victoria la catástrofe pasional.


Publicado el 17 de junio de 2018 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.