Cuentos Campesinos

Antonio de Trueba


Cuentos, colección



Al Sr. D. Carmelo Puyol

Hace dos años dediqué un libro á las costumbres campesinas de Vizcaya que había observado en mi niñez, y ahora dedico otro á las costumbres campesinas de Castilla, que he observado en mi mocedad. Sin embargo, los CUENTOS DE COLOR DE ROSA se idearon en Castilla, y los CUENTOS CAMPESINOS se idearon en Vizcaya.

¿Por qué el autor de este libro pensaba en Vizcaya cuando estaba en Castilla, y en Castilla cuando estaba en Vizcaya? No era porque las cosas vistas desde lejos son más hermosas que vistas desde cerca, no; era porque el autor de este libro divide su amor entre Vizcaya, donde pasó la infancia, y Castilla, donde pasó la adolescencia; dos épocas de la vida que llenan el corazón de infinito amor y de infinitos recuerdos.

Desde su hogar, divisa usted, noble y leal amigo mío, allá en la falda del monte, unos nogales que dan sombra á una casa, y allá en el fondo del valle, unos fresnos que dan sombra á una iglesia. ¡A la sombra de aquellos nogales duermen las memorias de mi infancia, y á la sombra de aquellos fresnos duerme para siempre mi madre!

¡Cómo no ha de parecerme ese valle tan hermoso desde cerca como desde lejos!

Desde mi hogar diviso los campos donde agitaron mi corazón todos los sueños de amor y gloria de mi juventud, donde la amistad me prodigó su cariño, donde la experiencia y los libros iluminaron mi inteligencia, donde el trabajo y el dolor enaltecieron mi alma, y donde Dios me consoló con el sol que hace brillar su mirada y las flores que hace brotar su aliento.

¡Cómo no han de parecerme estos campos tan hermosos, desde lejos como desde cerca!

Aquí, tiene usted explicado por qué hace dos años dediqué un libro á Vizcaya, y ahora dedico otro á Castilla. Fáltame ahora explicar cómo concebí la forma de este libro.

Hace poco más de un año, me hallaba yo en ese valle, en el valle donde nací y adonde no había vuelto desde que le abandoné en mi niñez. Las lluvias del equinoccio de otoño detenían á los labradores en torno de los hogares, donde yo penetraba con los ojos húmedos y el corazón palpitando, y encontraba tesoros de amor que nunca olvidaré.

Uno de aquellos nobles aldeanos estaba leyendo un libro, rodeado de su mujer y sus hijos, que escuchaban con regocijo, la primera cosiendo afanosamente, y los segundos alzando sus caritas sonrosadas é inocentemente maliciosas, para oir mejor lo que su padre leía.

El amor y la dicha que allí reinaban, conmovieron y encantaron al escritor naturalmente inclinado al estudio de las costumbres y los efectos domésticos.

Poco después, el labrador quiso enseñarme sus cosechas, y me condujo al piso superior de la casa.

En medio de una gran sala se alzaba un gran montón de trigo limpio como la plata y pesado como el plomo; más allá, otro de maíz amarillo como el oro; aquí la blanca alubia; allá la parda y útil patata; en este lado la pintoresca y olorosa manzana, y en el otro la lustrosa castaña y la sabrosa nuez.

—¡Considera tú—me dijo el labrador señalando alternativamente á su corazón, á sus cosechas y al sitio donde quedaban su mujer y sus hijos,—considera tú si seré yo feliz con éste, con eso y con aquéllo!

El escritor pensó en aquél instante en maldecir el día que salió por primera vez de su aldea; pero, enemigo de maldecir, porque le parece mas noble y más santo en el hombre pasar por este mundo bendiciendo hasta las espinas que Dios ha colocado á su paso, abandonó al punto tan indigno pensamiento, y pensó en escribir un libro.

El labrador cuya felicidad doméstica y cuyas palabras me inspiraron el libro, fué usted.

El libro que he escrito, poco á poco, con mucho trabajo, robando todas las noches una ó más horas al descanso de las áridas tareas periodísticas, como he escrito todos los que llevan mi nombre al frente, son los CUENTOS CAMPESINOS.

—Pero ¿por qué—me preguntará usted—te complaces en recorrer los campos, en penetrar en las pobres aldeas, en conversar con los rústicos campesinos en adorar á Dios en el humilde templo de la aldea, donde encuentras por únicas galas, fe en los corazones y flores en los altares? ¿Por qué prefieres las aldeas á las ciudades, donde todo brilla, la sabiduría de los hombres, y el lujo en las mujeres, la comodidad en las moradas, la esplendidez en las fiestas y la riqueza en los templos? ¿Qué son nuestras pobres y olvidadas aldeas, comparadas con las ciudades, donde viven los que nos gobiernan, donde se hacen las leyes que nos rigen, y donde se imprimen los libros que nos enseñan?

He pasado la mayor parte de mi vida en las ciudades, he procurado conocer á sus moradores, y he hallado en ellos grandes vicios y grandes virtudes, como en los moradores de las aldeas; pero cuando veo llegar de los campos el oro que viene á henchir el Tesoro público, los frutos de toda especie que vienen á alimentar á los ciudadanos, y los mancebos que vienen á servir á la patria, me remonto en alas del pensamiento mucho más alto que todas estas grandezas que me rodean, y en la inmensa llanura que domina desde su trono la augusta nieta de San Fernando, distingo, en torno de diez mil campanarios, quince millones de campesinos que riegan y fecundan con el sudor de su frente los campos de donde proceden aquel oro y aquéllos frutos y aquéllos mancebos.

¿Hago mal en acercarme á esos pobres aldeanos, en estrechar su encallecida mano con la mía, en decirles: «¡Valor, amigos, que el trabajo es santo», y en alargarles un libro, que escrito en su sencillo lenguaje, lleve alguna luz á su inteligencia y algún consuelo á su corazón?

Joven soy aún de cuerpo y alma, y cuando mi planta se niegue á hollar las campiñas, y el estudio y la experiencia me hayan hecho más apto para llorar los dolores y cantar las alegrías de los habitantes de las ciudades, entonces seré el intérprete de los que con una pluma, ó un pincel, ó una espada, ó una aguja, ó una garlopa en la mano arrostran en las ciudades la maldición que Dios fulminó al hombre en el Paraíso.

Hoy, campesino soy, y CUENTOS CAMPESINOS debo escribir.

Acoja usted en su hogar á estos pobres lujos de mi alma con el cariño con que acogió á


Antonio de Trueba

Las siembras y las cosechas

I

Pepe y Pepa, su mujer, duermen como bienaventurados.

La luz del alba comienza á sonreir en la ventana, que Pepe dejó anoche entreabierta para que la luz pudiera asomarse á decirle:

—¡Levántate, dormilón!

Y los pájaros comienzan á cantar en los árboles del huerto:


Pío, pío—¡que ya viene el día!
Pío, pío—¡que le guarde Dios!
Pío, pío—¡qué gusto, qué gusto
ver las flores y el cielo y el sol!


Señores pájaros, hoy verán ustedes el cielo y el sol, pero lo que es las flores... perdonen ustedes por Dios, que estamos en Noviembre.

Pepe y Pepa se levantan de puntillas para no despertar á sus hijos, que duermen en la alcoba inmediata, y mientras Pepe prepara el almuerzo á sus mulas, Pepa prepara el almuerzo á su marido.

A gloria con sal molida huelo el platito de huevos y torreznos que Pepe encuentra en la mesa á orilla del flamígero y por tanto alegre y caliente hogar.

—¡Estimando, pichona!—quiere decir á la cocinera.

Pero por no despertar á los niños, calla y obra, es decir, da á su mujer un par de besos como un par de soles, se sienta á la mesa, y á lo que estamos, tuerta.

Relinchan las mulas en la cuadra, como quien dice: «Ya hemos sacado la tripa de mal año».

Y entonces Pepe las unce; les planta sobre el yugo el arado, se echa al hombro un costal de trigo, arrea otro beso á su mujer, que le contesta con un «¡Anda, gitano!», y con las mulas delante y el pensamiento detrás, sale de la aldea en tanto que el sol despunta por los oteros de Oriente.

Allá va Pepe, allá va Pepe, caminito de la vega, cantando su amor y sus esperanzas.

La mañana está muy fresca, que los cierzos de Noviembre dicen desde la cumbre del Guadarrama:

—Siembra, siembra, que nosotros soplaremos para que el trigo caiga á la tierra limpio de polvo y paja.

Pepe deja las mulas en la linde, tomando un piscolabis, y, paseo va, paseo viene por la heredad, cubre la tierra de dorados granos.

—¡De éstas entran pocas en libra, camará!—dicen los pájaros. 

Y cada vez que Pepe vuelve la espalda, se dan una pechada de grano, de padre y muy señor mío.

Pepe canta, y penas y pájaros espanta.

—Vamos, chiquitas, vamos—dice á las mulas.

Y las mulas le contestan, poniéndose en actitud de manos á la obra:

—Cuando usted guste, nuestro amo.

El arado rompe la tierra, y á un surco sigue otro surco, los pájaros trinan llamando al labrador palurdo y á las mulas animales, porque entierran la dorada semilla que excitaba su desordenado apetito.

Los cierzos del Guadarrama soplan cada vez más recio, y echan al labrador en cara yo no sé qué cosas parecidas al granizo.

Labrador y mulas, pájaros y cierzos, pasan en éstas y las otras el día hasta que tán, tán, suena una campana allá á lo lejos, en la torrecita que del valle, donde se esconden la iglesia y las casas, surge, como diciendo al labrador: «Memorias de tu mujer y tus hijos».

Pepe se quita el sombrero, y se santigua y reza, y piensa en Dios y en sus padres que están en el cielo, y en su mujer y sus hijos que le esperan, y siente en su corazon eso... eso... yo no sé cómo demontres le llaman, pero ha de ser poesía, ó cosa así.

Con las mulas y el pensamiento delante, torna Pepe á la aldea, á la hora en que todos los gatos comienzan á ser pardos, aterido de frío, rendido de cansancio, desfallecido de hambre, lleno de lodo y empapado en agua...

Triste viene la noche; pero alegre viene el labrador, que aquellos dorados granos que deja escondidos en el seno de la tierra, y aquella lucecita que ve brillar á través de la ventana de su casa, y aquella blanca columna de humo que ve alzarse de la chimenea de su hogar, como diciendo: «Al cielo subo, porque hasta el tormento del fuego he sufrido en la tierra,» le hacen entonar este cántico de esperanza:


Trabajitos se pasan
al tiempo de sembrar;
pero Jesús ha dicho:
«Quien siembra, cogerá».

II

Pepa volvería de buena gana á lo caliente, después de ver á su marido alejarse cantando caminito de la vega, que la mañana está fría, y Pepa se acostó anoche tarde por coser á la luz del candil la ropa de sus hijos, que, como son el enemigo malo, rompen que es una bendición; pero no quiere ser menos que su marido, ni hacerse sorda á la luz del día, que, colándose por todas partes en su casa, le grita:

—Toma ejemplo de mí, que hace cerca de una hora empece á andar por esas calles de Dios, despertando á los dormilones y alegrando á los tristes.

Pepa pudiera replicar á la luz.

—¡Ya! Como usted se acuesta con las gallinas...

Pero como sabe que no es justo contrariarla, pues se turba fácilmente, en vez de entrar en palabras, se decide á entrar en obras.

—Voy—dice—á la fuente antes que esos enemigos comiencen á dar guerra, porque le dan á una más que Napoleón.

Y tomando el cántaro en la cabeza, sale á la calle, procurando no despertar á sus hijos con el ruido de la puerta.

El perro León sale con ella, como diciendo: «¡Qué demonche! Ya que no pueda ayudar á usted á alzar el cántaro, la defenderé si la acomete en el tomillar algún conejo ó alguna liebre».

El gato pide magro desde el alero del tejado, y las gallinas le replican desde el huerto:

—¡Ca, ca, ca, ca!...

O lo que es lo mismo, puesto en lengua vulgar:

—¡Sí, no te untes!

El gallo, encaramado en la tapia del huerto, grita con todo el fervor de un sultán cristiano, mal comparado:

—¡Cristo nacióóó!

Y otro colega suyo le contesta desde un serrallo inmediato:

—¡Ya lo sé yooo!

Las gallinas corren al encuentro de Pepa, creyendo que les lleva el desayuno, en tanto que una de sus compañeras, que acaba de depositar en el ponedero un huevo de dos yemas, que según la ha hecho ver las estrellas, debe ser muy rico para estrellado, expone la razón por qué piden el desayuno, tartamudeando en alta voz este discurso:

—¡Por, por, por poner!... ¡Por, por, poner!...

Como en cuestiones de vientre á todo Dios se olvida, el gallo olvida la santidad de la causa que sostenía sobre la tapia y corre á apoyar el discurso de su odalisca, si no con razones más sólidas, alzando más el gallo.

Indignado León con la conducta del gallo, embiste al presuntuoso sultán; pero al ver que las gallinas ponen el grito en el cielo y cacarean la arbitrariedad de la agresión, suspende sus rigores, y se vuelve al lado de su ama, diciendo probablemente para sí: «Esas infelices que alborotan el gallinero en cuanto ven que alguien ofende á su tiránico señor, no consideran que si el déspota muriese, otro gallo les cantaría».

Pepa, precedida de León, toma la veredita de la fuente del tomillar.

Al dar vista á la cañada donde brota la fuente, salta un conejo de una mata de tomillo.

—¡Jesús!—exclama Pepa asustada, recordando que el diablo tiene cara de conejo.

Y León corre, corre, por el tomillar arriba, atrapa el conejo, y en un abrir y cerrar de boca, se lo zampa, como diciendo: «Vil asesino, ¿con que querías jugar una partida serrana á la pobre de mi ama? Yo te diré cuántas son cinco».

Pepa llena su cántaro, se le vuelve á plantar en la cabeza y torna á la aldea, dejando á León tumbado junto á la fuente.

En vano mira á León, que éste se contenta con levantar la cabeza mirando hacia la vereda, como si quisiera decir: «Señora, vaya usted descuidada, que con el ejemplar castigo que acabo de hacer, nadie se meterá con usted en el camino».

El cerdo, el gato, y una diputación de las gallinas, presidida por el gallo, salen á recibir á Pepa, á veinte pasos de la casa, ejecutando las piezas musicales de su repertorio, que por señas es muy variado.

El gato alza la cola, encorva el lomo, y da un cariñoso refregón á las faldas de su ama, recibiendo en cambio una caricia de ésta. ¡Qué gatos son los gatos!

Muerto de envidia el cerdo, quiere imitar al gato; pero como acaba de salir de un charco, donde ha hecho la cochinada de revolcarse á más y mejor, pone á su ama perdidita de lodo.

Pepa le pone á su voz de puerco y de marrano que no hay por donde cogerle, y se mete en casa, cerrando tras sí la puerta muy enfadada.

El gato y las gallinas corren tras ella, y se cuelan por la gatera, como Pedro por su casa.

El cerdo trata de imitarlos; pero cansado de meter inútilmente el hocico, desiste de su empeño, y se desespera y gruñe, pidiendo un cuchillo para anticipar su San Martín.

III

En un periquete pone Pepa los pucheros á la lumbre; en otro da el desayuno á las gallinas, y al gato y al cerdo; y en otro, barre, arregla y pone como una tacita de plata la casa, dando la entretenida con un «¡Allá voy, enemigos!» á Periquito, á Canuto y á Hermenegilda, que claman en coro desde la cama:

—¡A vetir! ¡á vetir!

Canuto tiene ocho años, Periquito seis y Hermenegilda cuatro, y los tres duermen en una sola cama.

He aquí la conversación que sostienen los niños en tanto que la niña da el pecho y arrulla á una muñeca, abrazada con la cual se quedó anoche dormidita:

—Yo voy á sembrar trigo en mi tiesto.

—Y yo también en el mío.

—¿Y cogeremos mucho trigo?

—Sí que cogeremos mucho.

—¿Y qué hemos de hacer con lo que cojamos?

—Lo sembramos en el huerto y cogemos mucho más.

—¿Y después?

—Después sembramos mucho, mucho en la vega.

—¿Y más después?

—Seguimos sembrando muchito.

—¿Y cuando tengamos muchote, muchote?

—Entonces, seremos ricos.

—Y ser ricos, ¿qué es?

—¡Toma! Ser ricos es tener una pelota de goma como la del hijo del mayorazgo.

—¡Ay qué gusto! ¿Y cuesta mucho sembrar?

—¡Mira tú si le cuesta á padre!

—Pero para eso tendremos pelota de goma.

—Sí que la tendremos.

—¡Ay qué gusto!

—¡Que gusto!

Hermenegilda, Meregilda ó Minigilda, que con todas estas variantes se la nombra, continúa dando el pecho á su muñeca, mientras sus hermanos continúan engolfándose en cuestiones económicas.

Y luego cantan, meciendo y apretando contra su seno á la muñeca:


Duerme, mi niña, duerme,
que viene el coco,
y se lleva á las niñas
que duermen poco.


—¡Grandísima picara!—exclama luego.—¿No quieres dormir, después que has llenado la tripita? ¡Azotitos á la niña! ¡Hola!

Y vuelve á cantar:


A la niña que es buena,
Dios la bendice,
y á la niña que es mala
le da lombrices.


—Ea, ea—continúa,—que ya duerme mi niña. ¡Bendita sea tu alma, que vales tú más pesetas que el mundo! Mi niña ha de ser muy buena, porque su madre la enseñará á serlo. Aprenderá á leer y á escribir; y la doctrina, y á coser, y á guisar, y á arreglar la casa. Y cuando sea grande, como será muy guapa y muy mujercita de bien, se despepitarán por ella los mejores mozos del pueblo, y se casará con el más guapo y más trabajador. Y haciendo lo que á su madrecita ha visto hacer, mientras su marido siembre en el campo, ella sembrará en casa. Y con la cosecha del campo y la de casa, será rica y vivirá muchos años, y morirá muy dichosa, y se irá derechita al cielo.

Mientras en estas niñerías se entretiene Hermenegilda, dos mujeres, es decir, su madre y una vecina, á quien por mal nombre llaman en el pueblo la señora Juana la loca, se entretienen en escucharla junto á la puerta de la alcoba, sonriendo con la boca abierta como unas bobaliconas.

Aquellas niñerías han hecho asomar lágrimas de ternura á los ojos de Pepa.

—¡Hija, qué pico tiene esa chica!—exclama la señora Juana la loca, soltando la carcajada.

—Señora—contestó Pepa—las niñas son como los loritos reales: lo que le oyen á una.

IV

—¡Madre, á vetir! ¡á vetir!

—¡Allá voy, hijos, allá voy! Con permiso de usted, señora Juana, voy á aviar á esos guerreros, que si no, me van á destrozar la cama. ¿En qué dirá usted que se entretuvo ayer el pícaro de Canuto mientras yo estaba aseando un poco la casa, que esas criaturas la ponen que parece que una no da una escobada en todo el santísimo día? Pues no lo va usted á creer: se entretuvo en sacar la paja del jergón, en extenderla sobre la cama, y en dar vueltas sobre ella, que decía que aquello era trillar. ¡Si le digo á usted que estudian con el enemigo malo, y particularmente Medialengua, que es como le llamo yo á Canuto por su gracioso modo de hablar!

—Vamos, y los tuyos por fin se entretienen en la escuela la mayor parte del tifa; pero los míos...

—¿Y por qué no los manda usted también á la escuela?

—Hija, un día por uno y otro día por otro, casi todos la pierden, y el resultado es que están hechos Unos borriquitos, fuera del alma. Pero hablando de otra cosa, ¿dónde anda tu hombre, que no le veo por ahí?

—Señora, ¿dónde ha de andar? En la vega sembrando.

—Mal haya vuestra avaricia, que os parece á tí y á él que os ha de faltar tiempo para reventar.

—Pero, señora, ¿qué hemos de hacer sino trabajar los que somos pobres?.

—¿Y no lo somos nosotros acaso? Pues á pesar de eso, trabajamos cuando viene al caso, y cuando no, nos divertimos, que en muriéndose una, campana por gaita. Hoy, sin ir más lejos, ha visto aquél que el día no estaba muy católico para ir á hozar tierra, y sabiendo que el río viene muy bueno para pescar, ha dicho: «Anda, yo á caía de Pepe á ver si el y su mujer y sus chicos quieren venirse con nosotros al ventorrillo del puente á pasar alegremente el día, tomando un bocado y un trago, y sacando con el esparavel media docenita de libras de peces.»

—Señora Juana, muchas gracias por el recuerdo, y déselas usted de nuestra parte al señor Juan; pero, hija, el que no siembra no coge; y luego, es tontería, la que está mano sobro mano, es porque quiero estarlo; porque ¡caramba! no me digan á mí que en una casa falta nunca que hacer á la mujer que es como Dios manda.

—¡Calla, mujer, calla, que á vosotros la avaricia os come, y no hay medio de traeros á mandamiento!

—¡Qué quiero usted, señora! Como dijo el otro, genio y figura...

—Pues, hija, con vuestro pan os lo comáis. La verdad es que hoy mientras vosotros estéis echando el cuajo, tu marido en la vega y tú en casa; nosotros pasaremos el día tan ricamente en el ventorrillo, que está aquello tan abrigado y tan...

—¡Madre—grita Canuto llorando,—yo quería ir al ventorrillo con la señora Juana la loca y el señor Juan Bigardo!...

Si una víbora hubiera picado á la señora Juana, ésta no daría el respingo que da al oir la salida del chico.

—Oye, deslenguaduelo—exclama echando fuego por los ojos,—¿es eso lo que te enseñan en la escuela?.

—Señora...—balbucea Pepa más colorada que un tomate,—no haga usted cuso de niños...

—¡Que no haga caso! ¡Juana la loca! ¡Juan Bigardo! ¡Pues me ha hecho gracia la salida de eso trastuelo! Pero no tiene él la culpa, que la tienen sus padres, que lo enseñan esas gracias. Y luego se alabarán de que educan bien á sus hijos!..Si no me las paga ese mocoso, he de perder yo el nombre de cristiana. De la primera patada que le pego en cuanto se acerque á mi casa, lo reviento.

—Señora, se guardará usted muy bien.

—O no me guardaré. ¡Pues qué! ¿No hay más que dejarse mía poner motes por una sabandija (orno esa?

—¡Pues si yo no los pongo!—dice Canuto desde la cama. Que todos le llaman así á usted y al señor Juan Bigardo.

—¿Me estás toreando todavía, hijo de mala madre y peor padre?—grita la señora Juana en el colmo de la exasperación.

—¡Señora, mire usted lo queso dice!—exclama Pepa, ya fuera de sus casillas.;

—Lo que digo es que me voy; me voy de aquí porque sino, hago un disparate.

—Váyase usted mucho con Dios, señora.

—Y sí que me voy, y no volveré como no sea para darlo fuego á la casa..¡Pues me ha hecho gracia, como hay Dios! ¡La loca!... ¡Bigardo!...

La señora Juana desaparece dando rabotadas, y al abrir la puerta de la calle para salir, el cerdo, que estaba de acecho pava entrar, arremete por entre sus piernas, la hace dar una voltereta, unos chicos que presencian el fracaso se ríen de ella, la emprende con ellos á pescozones y pedradas, y al fin se refugia en su casa como porro con maza, en tanto que unos pavos que ¿e buscan la vida en un altito cercano, dicen en catalán: «¡Pau, pau, pau! Que es lo mismo que decir en castellano: ¡Paz, paz, paz!»

—¡Indino!—exclama Popa lanzándose á Canuto apenas la señora Juana desaparece.— Indino, que te he sacar la lengua!

—¡Sí, cabalito!—dice Canuto sonriendo picarillamente.

—¿Y por qué lio, grandísimo pícaro?

—Porque dice usted que no tengo más que medía.

—¡Anda, gitano, que tienes tú más gitanerías que los de rito!—dice Pepa, procurando en vano contener la risa que le retoza en los labios, ó mejor dicho en el corazón.

Cualquiera daría á Canuto cuando más dos cuartos por la gracia; pero su madre le da dos besos, que valen dos doblones.

V

Permítaseme aquí una digresión sobro el optimismo de las madres.

Los ingleses, que son muy raros, como lo prueba el haber enjaulado á una águila en 1814, y en 1860 haber dejado á un aguilucho posarse sobre los Alpes, anunciaron hace pocos años una exposición de niños, señalando un premio de 500 libras esterlinas al más hermoso, con objeto, decían, de estimular el perfeccionamiento de la especie humana.

¡Echele usted guindas al humanitarismo de los ingleses!

El día del juicio llegó, y ya veremos que si aquel no fué el día del juicio, al menos lo parecía.

Los jueces ocupaban un tablado levantado en medio de un campo, y sobre diez mil madres, cada cual con su chiquillo en brazos, se presentaron á disputar el premio.

Cualquiera creerá que si los niños no eran hermosísimos, al menos serían hermosos, porque ¿qué madre si u esperanza fundada de alcanzar el premio, se había de exponer á las molestias que lleva consigo el viajar, quizá desde el quinto infierno, con un niño mamón?

Pues no señor, no oran todos hermosísimos, ni aun siquiera eran todos hermosos; de los diez mil, lo menos cuatro mil eran más feos que Picio.

Presentados los diez mil á los jueces, éstos adjudicaron el premio al que creyeron más digno de él; pero apenas se anunció su decisión, ¡aquí te quiero ver, escopeta! Nueve mil novecientas hove tita y nueve madres pusieron en el cielo un grito de indignación contra los venales jueces que rió habían adjudicado el premio á su niño, que era el más hermoso, no sólo de todos los presentados, sino del mundo entero.

Hasta la madre de un niño jorobadito y canijo, gritaba:

—¡Qué picardía! ¡qué picardía!

Aquello parecía el día del juicio.

Los jueces no habían contado con aquello, y con dificultad pudieron salvarse de la furia de nueve mil novecientas noventa y nueve madres, que una hora antes contaban con las quinientas libras esterlinas, como si las tuviesen ya en el bolsillo.

Las madres inglesas y las madres españolas sólo se diferencian en que á los recién nacidos dan las primeras ron y las segundas jarabe.

Volvamos á las segundas.

Una dé las cosas que más enamoran á Pepa, os la media lengua de Canuto, Alabo el gusto de Pepa.

Cuando un niño me pregunta: «¿Me va á compá uno cabayo gane?», me lo comería á besos; pero cuando un niño me pregunta, sin comerse siquiera una letra: «¿Me hace usted el obsequio de comprarme un caballo grande?», digo lo que suelen decir las mujeres: fueras hijo mío no sé lo que hacía contigo!»

Si fuera hijo mío me haría tanta gracia su lengua entera como á Pepa la media lengua de su hijo.

En lo que no estoy conforme con Popa ni con los franceses, es en lo cuestión de nombre: Pepa dice que Canuto es un nombre muy lindo. Y los franceses sostienen que le nom ne fait rien á la chose.

¿Quién, por poco tentado á la risa que sea, no se rie al, oír: «Oiga, usted don Lesmes», ú «Oiga usted don Canuto»?

Un amigo mío, que tiene la desgracia de llevar un nombre de estos que ha, con reír, me decía un dia:

—Dos desgracias hay en el mundo, que ni siquiera cuentan con el consuelo de la compasión: el ser gordo y el tener un nombre ridículo. Usted mismo, que es amigo mío, y me quiere sinceramente, tiene que hacer un violento esfuerzo para no reirse cuando me nombra, ó criando lo refiero los disgustos que me proporciona el llamarme como me llamo. Más de una vez he ido á una reunión, y desde la antesala he oído la explosión de risa que causaba mí nombre al anunciarme el criado de la casa. Así es que hago todo lo posible, particularmente delante de señoras, por no decir cómo me llamo porque ¡con qué cara digo yo en ninguna parte que me llamo D. Trifón.

Tenía razón mi amigo: casi con lágrimas en los ojos me contaba esto, y sin embargo no pude reprimir la risa. También la tenía al decir que el ser gordo es otra verdadera desgracia, que inspira risa, cuando sólo debiera inspirar profunda compasión. Las personas obesas están expuestas á accidentes tan graves como la apoplejía; se fatigan al menor movimiento, han perdido su belleza, y hasta su inteligencia participa de la torpeza de su cuerpo. En una palabra, son tan desgraciadas como aquél que padece una hemotisis, un aneurisma ó un cáncer; y como no ignoran esta desgracia, apenas dan un paso sin que hasta el amigo que más las quiere venga á clavarlos un puñal en el corazón, exclamando: «¡Hombre usted engorda sin vergüenza!», ó «¡Está usted lincho mi tocino!«, ó «¿Adonde va usted á parar con tan ti barriga?»

VI

Pido un bill de indemnidad como dicen los parlamentarios á la inglesa, por las anteriores inútiles divagaciones, y vuelvo á Pepa y sus chiquillos, porque ahí es donde estoy yo en mis glorias cuando escribo: entre madres é hijos.

No sé si porque lo importo poco perder las amistades de la señora Juana la loca, ó porque Canuto es muy gitano, lo cierto es que Pepa ya no se acuerda del mal rato que la ha dado Canuto.

Perico ha saltado de la cama ciándose tono con que sabe vestirse, y, en efecto, ha conseguido meterse el pantalón; pero al tratar de echarse los botones, su ciencia le ha jugado una mala partida, y allí está el pobre Periquillo devanándose los sesos por resolver el difícil problema de abotonarse el pantalón.

—¡Quítate de ahí, torpe! —lo dice su madre dándole un manotazo en las manos.—¿No te da vergüenza, tan grande y sin sabor vestirte?

Pepa le viste en un abrir y cerrar de ojos, y en otro hace la misma operación con Canuto y Hermenegilda.

—Ea, ¿que es lo que se hace ahora, señoritos?

—Almorzar—contesta Canuto.

—¿Cómo que almorzar, grandísimo pícaro? A ver cómo se persignan ustedes. Por la señal...

Los niños se persignan.

—¿Y ahora? Ahora «Con Dios me acosté.»

Los niños exclaman en coro, sirviéndoles su madre de apuntadora:


Con Dios me acosté.
con Dios me levanto.
y voy por el mundo
el cielo buscando.
La Virgen me cubre
con su rico manto.
y al ver que tropiezo
me alarga la mano.
Delante de mí.
un ángel muy guapo
me va el caminito
to del cielo ensoñando.


—Así se dice. Ahora á almorzar para ir á la escuela.

Los niños se sientan á la mesa, y después de un par de peloteras sobre quién es el verdadero propietario de una cuchara, y sobre si á Periquito le ha echado su madre más ración que á Canuto, peloteras que Pepa reprime con mano fuerte, y aprovecha para disertar un poco sobre los perniciosos efectos de la envidia y las guerras entre hermanos, la familia menuda despacha por completo su ración.

—¡Ave María Purísima!—clama una pobre anciana desde la puerta.—¿Me dan ustedes una limosnita por el amor de Dios?

Pepa pone un zoquetito de pan en la mano de cada uno de sus hijos, y éstos corren á ponerle en la de la pobre.

—Hijos míos—dice la anciana,—el Señor bendecirá lo que vuestro padre siembre en el campo, y lo que vuestra madre siembra en vuestro corazón.

La tremenda voz de: «¡Ahora á la escuela!», dada por Pepa., viene á consternar á Hermenegilda y A sus hermanos.

Nótanse al principio tímidos conatos de rebelión, y los rebeldes concluyen por pronunciarse abiertamente, dando el grito popular de: «¡Yo no quiero ir á la escuela!»

Pepa no se asusta al oir este grito, porque ya está acostumbrada á él.

Trata de ganar á los insurgentes, si no con oro, con unas manzanas que se le parecen en el color; pero sólo se rinde la niña, aviniéndose á ir sólita A la maestra.

Poriquito y Canuto continúan vociferando: «¡Yo no quiero ir á la escuela!», y ya entonces su madre se decide á tomar medidas extraordinarias; es decir, á tomar de la mano á los rebeldes, y á llevarlos, quieran ó no quieran, á la escuela.

Á mitad del camino encuentra Pepa y sus hijos un burro que revienta con la carga.

—Madre—pregunta Canuto, en quien la curiosidad puede mas que el enojo,—¿por qué va tan cargado ese burro?

Porque es burro—contesta Pepa.

Periquillo y Canuto se TU irán en aquel espejo, y se rinden á discreción.

VII

Mañanitas de Mayo, queridas de Calderón, ¡quién fuera pájaro para cantaros, posado en las flores de mi ventana, donde mi canto á la par celebraría vuestra hermosura, y arrullaría el sueño del ángel que duerme en el regazo de la compañera de mi vida y de mi alma!

Mañanitas de Mayo, mi corazón os debo el más dulce y entusiasta de sus cantares, porque en una de vosotras, cuando el Pastor santo ascendía de la tierra al cielo, llamó á la puerta del pobre cantor de los valles y los hogares un ángel peregrino, á quien nuevo meses hacía esperábamos en mi tranquilo hogar, temblando de amor y de incertidumbre.

Mañanitas de Mayo, una de vosotras alumbró con su sol, y engalanó con sus flores, y ungió con sus perfumes, y arrulló con sus cánticos al ángel viajero que llamó á mi puerta, y sonrió en mi hogar, y se adurmió en el regazo de la compañera de mi vida y de mi alma!

Mañanitas de Mayo, ¡Dios os bendiga!

Los tomillares del cerro se cubren ya de florecitas tan blancas como la nieve, y no hay mata de tomillo ó de retama donde un pájaro no entono un cántico de gratitud y alabanza á Dios, porque ha dicho: «¡Flores de los campos y sol de los cielos, tornad á dar vida y alegría á los moradores de los campos y las enramadas!»

¡Olí! ¡Qué hermosa está la vega donde el labrador, arrostrando el cierzo y el granizo de Noviembre, dejó la semilla más hermosa de sus trojes, fiando en que el sol de Marzo la trocaría en esperanzas y el sol de Junio en oro!

Si verde es él color de la esperanza, hola qué fresca y qué lozana y qué herniosa ha brotado en la vega donde las perfumadas ráfagas de la mañana agitan los verdes trigos, cuyo suave movimiento semeja las olas del mar cuando vienen á morir lánguidamente en la playa.

Canta un pajarillo en los floridos manzanos del huerto, y al oirle; Pepe se asoma á la ventana, y mira al Oriente y al Ocaso.

En el fondo obscuro y triste del Ocaso brillan aún las estrellas,pero un vivo resplandor se extiende ya por Oriente como una ancha cinta de plata y fuego, y lejanos sonidos de esquilas, y balidos de ovejas, y cantos de pájaros, de pastores y de labriegos, confundiéndose con murmullos de fuentes y ríos, anuncian que el sol se acerca, como el murmullo de la multitud anuncia la aproximación de un rey querido á quien su pueblo esperaba con ansia.

Los céfiros le traen las fragantes emanaciones del tomillo, de las manzanillas y de las retamas en flor, que engalanan los oteros que dominan á la aldea, y en su corazón oye una voz misteriosa que le dice: «¡Vuela, vuela á esos campos embellecidos con las flores de la primavera y la sonrisa de la aurora!»

Y el labrador da un beso de amor y paz á su mujer y sus hijos, y trepa por los oteros exhalando en sus cantares la alegría de su corazón.

Ya apenas brilla una estrella en el cielo, ya los primeros rayos del sol doran las cumbres lejanas, ya el astro vivificador de la naturaleza aparece en toda su majestad sobre la montaña, y arroja torrentes de luz á las llanuras.

El labrador dirige su mirada á la vega que se extiende á sus pies como una inmensa alfombra verde bordada de flores, y siento latir su corazón de alegría al ver que sus trigos, con tanto afán y tanto amor sembrados y cultivados, empiezan á trocar el color de la esperanza por el color del oro.

Entonces vuelvo el pensamiento y los ojosá la aldea, y ve que de su hogar comienza á elevarse una blanca columna de humo, que le dice: «¡Tu compañera piensa en tí y en tus hijos!».

Y el labrador bendice á Dios, pensando en el santo regocijo que dentro de algunos días han de sentir su mujer y sus hijos al ver henchidas sus trojes.

VIII

Las gallinas contemplaban desde el otero que domina la aldea y la vega, la dorada mies que cubre esta última. Bien saben que aquello que amarillea es trigo, y de buena gana bajarían á la llanura á sacar la tripa de mal año; pero un milano se cierne sobre la vega y no quieren ser desplumadas. ¡Quién sabe si habrán leído las fábulas del buen Samaniego!

Pero he aquí que distinguen á su amo que viene de hacia los trigos, y á León que le precede á larga distancia, lamentándose de no tener alas para dar caza á los gorriones que vienen jugando con él al juego de: «¿A qué no me coges?

León y sus amigas parten camino, así que se ven, y entablan el siguiente diálogo:

—¿Qué se hacen ustedes por aquí?

—Tomar una ración de vista.

—Que aproveche como si fuera leche.

—Y usted, ¿de dónde viene por ahí?

—De ver el trigo que sembramos por Noviembre.

—Ya debe estar talcualillo.

—Como que mañana empezamos la siega.

—Bien podía usted haberse traído una muestrecilla.

—Vayan ustedes por ella en un vuelo...

—Tenemos miedo al milano.

—Ustedes se amilanan por nada...

—Sea usted mejor hablado.

—No sean ustedes tan gallinas.

—¿Viene usted á decirnos porrerías?

—¡Mira quien habla!

—Hablamos mejor que usted, que cuando habla parece que ladra...:

—No, pico no les falta á ustedes.

La llegada de Pepe interrumpe la réplica de las: picoteras, ..

—¿Qué es eso, León?—preguntaba Pepe, creyendo que el perro trata de hacer alguna perrada alas gallinas.:

León le pide perdón con una fiestecilla.

—¡Buen pájaro estás tú! —dice Pepe.

Un pájaro que estaba escondido entre la hierba á la orilla del camine, cree que Pepe le ha visto y lo dice por él, y huyo en alas del miedo perseguida por León, cuyo amor propio se pica al oir decir á su amo:

—¡Sí, échale un galgo!

Pepe viene desgranando unas espigas de trigo, y las gallinas que lo ven, le rodean reclamándole las aechaduras.

Pepe les echa el trigo, y las gallinas, que son voto en la materia, acaban de convencerlo de que el trigo está ya en sazón. 

El pájaro perseguido por León ya á posarse en el alero del tejado, y mientras desde allí canta la cartilla á León, que desde abajo le pone cara de perro, ¡zas! viene por detrás el gato, que hace á pelo y á pluma, y le echa la zarpa, bajando con él á la puerta para darse tono.

Entáblase juicio de competencia entre el perro y el gato, sobre á quién corresponde juzgar y castigar al pájaro, y el gato está que bufa cuando llega Pepe.

Pepe dirime la cuestión en favor del gato con un: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga«, pues á este fallo equivale un empellón que da al perro, exclamando:

—¡Que siempre han de estar ustedes como el perro y el gato!

IX

Dos voces nada más ha cantado el gallo, y ya en casa de Pope se nota un movimiento inusitado á talos horas. Todo Dios está ya levantado; una cuadrilla de mozos y mozas, cada cual armado con su hoz, se agita, y rie, y canta y retoza á la puerta, donde Pepa ha hecho circular de mano en mano el vasito de aguardiente y los bollos fabricados en casa.

León salta alegremente porque también ha echado la mañana, que su amo le ha dado inedia hogaza de pan diciendo: «Toma traga-aldabas, que también tú eres de Dios».. 

Hasta Periquillo, Canuto y Hermenegilda andan por allí impudorosamente en camisa, sin que los rigores de su madre pasen de decirles:

—Vosotros siempre habéis de ser perritos de todas bodas.

—¡Muchachos, que ya amanece!—grita el labrador, extendiendo la mano hacia el Oriente, donde, en efecto, aparece la primera luz de la aurora.

—¡A la vega! ¡á la vega!—contestan alegremente los segadores.

Y toman el camino de la vega, acompañados de Pepe y León.

Cuando llegan á la linde de la mies que los espera, ya la luz del día baña todo el horizonte y las estrellas van desapareciendo.

Hermosa está la mañana. El cielo está azul como la flor de lino. El tomillo y el cantueso, y la salvia, y las manzanillas con sus perfumes, y los mirlos y los ruiseñores con sus cantos, y el trigo con sus promesas de blancas hogazas se encargan de avenir con la tierra á los que suspiran por descansar sobre aquel azul pabellón.

Segadoras y segadores, cada oveja con su pareja, forman viviente y dilatada cinta en toda la extensión de la linde, y á la voz de: «¡Manos á la obra!» que da Pepe, acompañado el dicho con el hecho, comienzan su tarea.

El peso de las espigas dobla por medio la gavilla que los segadores levantan en alto.

—¡Cada grano de trigo se ha vuelto un grano de oro!—exclamaban todos al ver cómo Dios ha bendecido el trabajo del labrador.

Y ésto, con los ojos húmedos de gratitud y de amor y de alegría, piensa más que nunca en Dios, y en su mujer y en sus hijos.

En la torre de la aldea, que se alza allá á lo lejos como la columna miliaria que señala el camino... del cielo, suena el toque de maitines, que sirve de santo acompañamiento al himno de amor y gratitud que entona el corazón del labrador.

Los segadores siegan con ardor, y León duerme sobro una gavilla.

Allá, en el centro de la heredad, llora su soledad una tórtola.

Y no lejos de ella da una codorniz el do de pecho, y lo que es lo mismo, alcanza los siete golpes, repitiendo siete veces el «¡Buen pan hay!»

El mundo en una pieza: ¡unos trabajan, otros duermen, otros lloran y otros cantan!

La chicharra calienta ya de firme. El sol comienza á hacer chiribitas. Pero el ardor del sol parece aumentar el de los segadores, cuyo tostado rostro inunda el sudor.

La campana de la aldea da las doce, y los labios que dieron la voz de «¡Manos á la obra!», dan la voz de «¡A comer!»

Pepe y sus obreros tornan á la aldea cantando alegremente, y León queda durmiendo sobre la gavilla.

Ya sobria una ancha mesa ha colocado Pepa el limpio mantel, el blanco pan y el chispeante vino, y los niños que acaban de venir de la escuela cencerrean con el «¡Gem! ¡gem! ¿Cuándo comemos?»

Abundante y bien sazonada es la comida que encuentran los segadores. La alegría la acompaña, y la cocinera es objeto de unánimes elogios.

La siesta toca á su término, y los segadores tornan con Pepe á la vega.

Allí los cantares, y las risas, y el tiroteo de agudezas, y los quiebros y requiebros entre damas y galanes.

El toque de oración suena lenta y solemnemente en la torre de la aldea, cuando ya toda la mies que puede abarcar la vista está por el suelo.

Los segadores suspenden su trabajo, y Pepe guia las tres Ave-Marías; todos le responden, y terminada la oración, todos toman el camino de la aldea.

En aquella larga lila de seres vivientes que abandonan la vega sólo hay uno que camina triste y desmayado: es Lo un, que por dormir no ha comido.

—En esta vida caduca, el que no trabaja no manduca—le dice Pepe.

—Habla usted, con cabeza—contesta León bajando la suya.

X

Descrita una vuelta de la noria, es inútil describir las demás, porque siempre la rueda gira lo mismo, y lo mismo toman y vierten el agua los cangilones. Lo que decimos de la noria es aplicable al labrador, que como siembra y recolecta un año siembra y recolecta los demás.

La uniformidad de las vueltas de la noria no impide que poco á poco se vaya llenando de agua el estanque, como no impide la uniformidad de las faenas del labrador que poco á poco se vayan llenando de trigo las trojes.

Han pasado muchos años desde la primera vez que vimos á Pepe sembrar trigo en la vega, y á Pepa sembrar economía y amor y virtud en el hogar doméstico. Digamos que estas siembras se han venido repitiendo durante tan largo tiempo, y averigüemos si las cosechas han correspondido á la constancia y al afán de los labradores.

Novedad y grande se nota en casa de Pepe y Pepa, á quienes sus vecinos han puesto motes, que contrastan con los de sus vecinos Juan y Juana: á Pepe llaman Madruga, y á Pepa llaman Araña.

Ha desaparecido de casa de Pepe aquella feliz pobreza, que revelaban el edificio y cuanto se encerraba en él: la casa ha sido blanqueada y ensanchada, los muebles aumentados, la despensa enriquecida, la cuadra ocupada con varios y hermosos pares de mulas; allí, donde en otro tiempo sólo se veía un cerdo, se ven ahora seis, y las puertas que guardaban un inofensivo perro sabueso, se ven ahora guardadas de noche por dos terribles perros de presa.

¿Quién ha hecho estos milagros?

El afán con que Pepe y Pepa han sombrado y recolectado durante muchos años.

Hemos hablado de milagros; pero aún nos quedan por ver otros mayores.

Estamos en domingo, y alguna cosa muy notable o curre en casa de Pepe Madruga.

Grandes cepas arden en el hogar rodeado de enormes ollas y cazuelas, y dos ó tres criadas y otros tantos criados se mueven de aquí para allá, dirigidos por Pepe y Pepa, que revelan la felicidad en sus palabras, en sus ojos, en su sonrisa, en su rostro.

Muchos ricos hacendados de las aldeas cercanas van llegando, y también acuden á casa de Pepe muchos de sus vecinos, entre los cuales se encuentran los más acomodados del pueblo.

—Ea, ya es hora de comer—dice Pepa, acabando de adornar con mil primores una enorme mesa colocada bajo el verde emparrado del patio.—Id á ver si vienen aquéllo—añade, dirigiéndose á dos gallardos, mocetones que conversan con los forasteros.

—Allá vamos, madre—contestan los mozos, que son, ni más ni menos, Perico y Canuto.

Canuto vuelve poco después.

—Ya vienen ahí—dice—la Hermenegilda y mi cuñado. ¡Canario! ¡Qué amartelados están todavía los tontos!

—Y lo estarán siempre, porque se han casado por amor y no por interés.

—¡Ya! ¡Pero hace ocho días que se casaron, y cualquiera pensaría al verlos que son novios todavía!

—Los casados que se quieren son novios siempre.

—Eso vino á decir padre una noche. Antes de casarse el hijo del mayorazgo con mi hermana, veníamos una noche de la vega, y cate usted que le vemos hablando con la Hermenegilda por la reja. 

«Mañana tapio la reja», dijo padre sonriéndose «Señor Pepe, le contesta mi cuñado echándose á reir, ¿es envidia ó caridad?» «¿Envidia de qué?» «¡De qué ha de ser! De lo que los solteros gozamos con las citas de amor, que volaron para los casados.» «Te equivocas, hijo, replicó padre, que para los casados que se quieren, las citas no acaban hasta que á muere uno de ellos. Veinte años hace que mi mujer pasa el día en casa pensando en mí y yo le paso en el campo pensando en mi mujer. Llegar la hora á vernos es llegar la hora de la cita, y ahí tienes tú cómo hace veinte años que asistimos cada día á una.» «Sí, pero en esas citas no se goza como en las de los novios.» «¡Cómo que no! Se goza doble. Tú gozas porque la que encuentras á la reja es la que has escogido para mujer, y yo porque la que encuentro junto al hogar, además de ser la que escogí para mujer es la madre de mis hijos y la gobernadora de mi casa.»

—¡Benditos sean su pico y su alma y el día en que me casó con él!—exclamaba Pepa, cuyos ojos se han llenado de lágrimas mientras hablaba Canuto.

—Con un padre como el vuestro no es extraño que tu hermana se haya casado con el más rico y más hombre de bien y mejor mozo del pueblo, ni que por tí y por tu hermano se despepiten las muchachas más ricas y más guapas de diez leguas á la redonda. De tal padre tales hijos.

—De tales padres, querrá usted decir. Vamos, madre, no se haga usted la chiquita, que si la cosecha vale algo, no es usted quien menos ha sombrado y escardado. 

La conversación de Popa y su hijo se interrumpe con la llegada de Hermenegilda y su marido y sus suegros y una porción de convidados, entre los cuales viene el señor cura, á quien Pepe ha ido á rogar que, como honró con su presencia la comida de boda en casa del recién casado, honre la comida de tornaboda en casa de la recién casada.

¡Ea, señores, á hacer penitencia!—dice modestamente Pepe.

Y la dilatada mesa se ve rodeada por cincuenta personas, todas de buen diente, por más que algunas de ellas ni siquiera conserven las muelas.

Cada vez que un nuevo plato aparece, Pepa recibe un nuevo título de excelente cocinera, y cada vez que una nueva botella se destapa, Pepe, si no fuera tan modesto, creeria que su bodega puede competir con las mejores de Jerez, y de Oporto, y de Burdeos, y de Valdepeñas.

Un hombre que trae en la mano un bastón con puño dorado, aparece en la puerta del patio convertido en comedor, y pregunta sonriendo:

—¿Hay algo para mí?

—¡El señor alcalde!—exclaman todos con alegría haciendo sitio al recién venido, que toma asiento á la mesa.

—Dichosos los ojos que le ven á usted—dice Pepe,—que hemos ido á buscarle á usted, y nos han dicho que estaba usted fuera del pueblo desde esta mañana.

—Sí—contesta el alcalde.—he estado á levantar un cadáver.

—¡Un cadáver!

—Que apareció esta mañana junto al ventorrillo del puente.

—¿Y de quién es?

—De Juan Bigardo.

—¡Jesús! ¡Pobre Juan!

Parece que él y otros estaban anoche robando á unos arrieros, cuando llegaron los civiles, y haciendo una descarga mataron á Juan y ahuyentaron á sus compañeros.

—¿Si estarían allí los hijos de Juan, aunque hace tanto tiempo que no han vuelto por el pueblo?

—Esos están presos en la cárcel del partido por robo de unas caballerías.

—¡Pobre señora Juana!—exclama Pepa con lágrimas en los ojos.—¿Y qué hace esa infeliz, cargada de años, con los hijos presos y el marido muerto por ladrón? ¡La pobre se morirá de hambre!

—No—contesta Pepe,—no se morirá nadie de hambre en el pueblo mientras haya trigo en mis paneras.

O en las mías—añade su yerno.

Pepa y su hija miran cada cual á su marido de un modo tal, que indudablemente quiere decir:

—Si no hubiera gente delante, te comía á besos.

La comida termina alegremente, y después que el señor cura da gracias á Dios por el sustento recibido, cada cual habla del fruto que han dado ó prometen sus campos.

—¡Buena, buena mano tienes tú para sembrar!—dice el alcalde á Pepe.

—Mejor aún la tiene mi mujer—contesta Pepe sonriendo de gozo.—¿No saben ustedes por qué revientan de llenas nuestras paneras? Pues es por que hemos sombrado á dos manos.

En esto la gente moza va levantándose de la mesa, alborotada con los preludios de una guitarra que Canuto se ha puesto á templar al extremo del emparrado.

—Ea, ea—dice el alcalde,—á ver si bailáis, con permiso del señor cura, unas seguidillas que se hunda la tierra.

El señor cura hace una señal de asentimiento, y Canuto entona esta seguidilla al compás de su guitarra:


Mientras yo con afanes
siembro en la vega.
con afanes en casa
mi mujer siembra.
y al fin del año
¡qué cosecha tan rica
nos encontramos!

La felicidad doméstica

I

Permítaseme empezar este cuento con algunos detalles topográficos, y en el hecho de pedir que se me permitan estos detalles, confieso que no están del todo en su lugar.

Donde los cuentos dan á su autor mucha gloria y mucho dinero, la crítica debo tener la manga muy estrecha; pero en España, donde poco ó nada de eso dan, la crítica debo tener la manga tan ancha, tan ancha, que puedan pasar por ella los extravíos que para nuestro particular solaz nos permitimos, los cuentistas.

—Cuentista—me dice el público,—ven acá y cuéntame un cuento.

—¡Allá voy, señor mío!—le contesto.

Pero cato usted que apenas empiezo el cuento veo pasar á una personita que me gusta, y por ir á charlar con ella un rato dejo al público con un palmo de narices.

—¡Cómo se entiende!—me grita indignado el público—Me falta usted al respeto, olvidando que las leyes del arte niegan la autonomía á los cuentistas.

—Vamos á cuentas, señor público. Cuando va usted á un teatro de aficionados, ¿silba usted á los actores?

—No, señor.

—¿Y por qué?

—Porque son aficionados.

—¿Y por qué razón son aficionados?

—Porque no ganan dinero.

—Pues mire usted, por esa razón somos también aficionados los cuentistas españoles; y porque somos aficionados no se nos debe silbar, aunque nos tomemos libertades como las que yo me tomo.

El Oriento es la región de la luz y el Ocaso la de la sombra. Vámonos hacia el Oriente, saliendo por la puerta de Alcalá.

Siguiendo la carretera de Aragón, caminamos por espacio de un cuarto de hora dominando con la vista las llanuras que cercan á la capital.

Descendemos á un vallecito donde hay un puente sobre un arroyo nominal y emprendemos la subida de una cuesta, agradable por lo corta y desagradable por lo pendiente.

Ya estamos arriba. El pecho se ensancha y los ojos brillan de alegría con el ambiento que aquí se respira y el panorama que desde aquí se descubre. El pecho respira las brisas del Somosierra, que en su viaje hacia nosotros recogen el aroma de los tomillares en las márgenes del Lozoya y el Jarama, y los ojos se deleitan contemplando: al Ocaso, en primer término, la populosa capital, y en secundo, las colinas de Sumasaguas; al Oriente, los hermosos campos de Alcalá; al Mediodía, las feraces llanuras que sirven de antesala al regio Aranjuez, y al Norte, la quebrada cordillera de los Carpetanos, casi eternamente coronada de nieve.

Respirando este ambiente y contemplando este panorama, caminamos por espacio de un cuarto de hora, y comenzamos; á descender una larga cuesta, á cuyo término vemos un hermoso valle.

Esa sombría arboleda, á través de cuyo ramaje se descubren, las pintadas casas de una aldeita y las vainas de un castillo señorial, nos dice al ver el ansia con que la contemplamos: «Mírame y no me toques, que el noble duque de Osuna, mi señor y dueño, viéndome tan linda y viciosa, me ha rodeado de cal y canto para que no se acerquen á retozar conmigo los pasajeros.»

Dejamos la carretera de Aragón y tomamos la izquierda á la sombra de la tapia que cerca la arboleda y á la de la arboleda que se asoma á la tapia para ostentar sus gracias y dar envidia al pasajero.

Apenas nos adelantamos á la arboleda, saludamos las ruinas del castillo, en cuyos medio cegados fosos guisa y despacha su miserable pitanza alguna vagabunda familia manchega, si es de día, y en cuyo único cubo existente se guarece la misma familia, si es de noche.

Entonces descubrimos el campanario de Barajas, á cuya plaza, circundada de soportales, llegamos un cuarto de hora después, y donde nos detenemos sólo un momento, porque restos de pasada grandeza nos contristan aquí el alma.

Caminamos cuesta abajo por medio de fértiles campos, y al cabo de media hora, llegamos á la orilla de un río, á la orilla del Jarama. Una barca nos pasa á la orilla opuesta. Alzamos la vista al Oriente, y en la cima de un cerro casi perpendicular, cuyos pies besa el Jarama cuando éste sale de sus casillas, vemos una torre negra que, más que un campanario, parece una atalaya morisca.

A la sombra de aquella torre yace el humilde Paracuellos.

El cerro corro en dirección al Norte paralelo con el río, pero separándose de éste cada vez más, como huyendo de los toros que suelen pastar en las verdes praderas que entre el cerro y el río se extienden.

Más de media hora caminamos por la llanura sin abandonar la baso del corro, coronado de enormes peñascos, desde los cuales examinan los buitres la ribera, dispuestos á lanzarse sobre el primor corderillo que haga la inocentada de separarse un poco de su madre.

El camino abandona el llano, torciendo un poco á la izquierda, y trepa por una cañada que se nombra la cuesta de Iban-Ibánez.

Después de un cuarto de hora de subida, dominamos la cadena de cerros que nos ha dominado, y caminando por medio de tomillares y tierras de pan llevar, unas veces bajando un poco, otras veces subiendo un mucho, seguimos hacia el Noreste, hasta que allá de una hondonada vemos surgir un campanario que parece el de una catedral.

Aquel campanario nos sirvo de guía y al acercarnos á él descubrimos á su pie unas ochenta casas escalonadas como un nacimiento en la falda de un empinado cerro.

Ya estamos tan cerca de la aldea, que oímos cantar en ella los gallos.

Descendemos una cuesta no muy pendiente, pasamos un arroyo sin agua y llegamos á Coveña, después de un viaje de cuatro leguas.

Ahora, refrescamos en la hermosa fuente de la aldea y descansamos á la sombra del olivar con que linda por la izquierda la aldeita donde pasó mucho de lo que después de descansar contaremos.

II

Linda Coveña por Oriente con huertos poblados de frutales, por Mediodía con el arroyo que ya hemos nombrado, por el Norte con ribazos que forman los escalones del cerro llamado del Castillo, que domina, la aldea, y por Ocaso con el modesto y hermoso olivar á cuya sombra hemos descansado.

Una de las pocas y escabrosas calles que cuenta la aldea, parte de la plaza y desemboca frente al olivar.

En esta desembocadura hay, ó al menos había en la época á que nuestro cuento se refiere, dos casas, una frente de otra, y formando notable contraste por la humildad de la una y la soberbia de la otra.

Conocíase la de la izquierda por ca de Juan Cachaza y la de la derecha por ca del tío Berrinche.

Tenía la primera un solo piso, compuesto de portal, cocina, despensa, dos alcobas y una salita con puerta á un corralón, donde había otro cuerpo de edificio, mitad del cual servía de cuadra y la otra mitad de granero.

Una parte del corral, la del lado de la casa, era una especie de jardín, que contaba hasta una docena de árboles frutales, una parra que daba sombra á la puertecita que comunicaba con la sala, cuatro cuartel á tos destinados al cultivo de legumbres y verduras, y algunas matas de rosales, de claveles y de otras flores y plantas aromáticas, que orlaban los cuarteles, interpoladas con los frutales.

En el interior de la casa todo era pobre, pero limpio y arreglado. Lo único que merecía especial mención era el mueblaje y los adornos de la salita. Los muebles se reducían á una sillería de Vitoria, á una cómoda antigua y á una mesita cubierta con un tapete de hule; y en cuanto á los adornos, consistían en un cuadro al óleo de la Virgen de los Dolores, un San Antonio de talla, colocado sobro la mesita, bajo un fanal, dos cuadritos bordados y algunos juguetes de niño colocados al lado de San Antonio.

Tal era la casa de Juan Cachaza.

Veamos lo que era la casa de Pepe Berrinche.

El conjunto del edificio tenía honores de palacio, sobre todo en Coveña, donde, como en la generalidad de las aldeas de Castilla la Nueva, los aleros de los tejados se entretienen en apabullarlos sombreros á los buenos mozos.

En el piso bajo, portal, leñera, lagar, cuadra, pajera, granero y algunos departamentos más, todo, esto sobremanera espacioso.

En el piso principal, un salón donde según la frase vulgar podrían correr caballos, regias alcobas, ancho comedor, cocina más ancha aún, despensa y veinte piezas más, todo con hermosas luces y hermosas vistas, y todo ricamente amueblado ó provisto de cuanto puede necesitarse en una casa.

El piso superior estaba destinado á la conservación de frutas conservables, que abundaban allí, y eran por extremo exquisitas.

A la espalda de la casa se extendía un espacioso, coreado, que encerraba una hermosísima huerta jardín, poblado de innumerables frutales, de emparrados que formaban largas y sombrías galerías, de cenadores y de cuantas flores y plantas aromáticas se conocen en España.

A esta huerta-jardín se bajaba desde el comedor por una escalerilla exterior, sombreada con el pomposo ramaje de una enorme parra, que se sabía tradicionalmente haber plantado el bisabuelo de Pepe Berrinche.

—Pero ¡por los clavos de Cristo!—me grita el público.—Dejóse usted de descripciones, que eso ya pasa de castaño obscuro.

—Perdone usted, que estoy en mi derecho, porque no es cosa de que los autores no se luzcan describiendo el teatro de los sucesos. Y si no, ¿no está usted harto de leer todos los días cuentos, ó novelas, ó artículos que comienzan:

«La luna rielaba en las plateadas ondas del río», etcétera;

Ó

«Los pajarillos cantaban, volando de rama en rama», etc.;

Ó

«El reloj de san acá ó san allá acababa de dar las tantas ó las cuantas», etc.?

—Sí que estoy harto de leerlo.

—Pues entonces, aguante usted la mecha si yo le encajo un trozo de la poesía descriptiva que se usa ahora, que lo que se usa no se excusa.

—¡No, si le dejan á usted hablar!...Hable usted hasta mañana.

—Quien va á hablar no soy yo, que son Juan Cachaza y su mujer, mientras comen bajo el emparrado de su jardincito, donde duerme la siesta en una cajiita de mimbre su hija que apenas tendrá un año.

—¡Uf, qué calor! ¡Se asan las piedras en aquella vega!—exclama Juan, haciéndose aire con el sombrero y dirigiéndose á la mesita que acaba de poner su mujer.

—¡Válgame Dios, hijo! ¡Vendrás achicharrado!..¿Por qué no te estás en casa durante las horas de más calor?

—Pero, mujer, ¿no ves que se está desgranando el trigo, y hay que segarle á toda prisa? ¡Sí, para echarla de señores estamos!..

—Tienes razón, hombre. ¡Válgame Dios! ¡Qué gana tengo de que vayas á Madrid con un par de cargas de trigo á ver sí te echas un poco de ropa, que te vas quedando en cueritos vivos! Hoy he estado desojándome á ver si podía arreglarte una camisa para mañana, que es domingo, y apenas lo he conseguido, porque están todas ellas que se le van á una de la mano.

—Anda, que peor estaba la que nuestro padre Adán gastaba en el Paraíso.

—Hijo, Juan Cachaza te llaman, y el nombre te está pintiparado.

—Pues no se cómo á tí no te han puesto MariPaciencia, que ese nombre te vendría tan de molde como á mí el mío.

—¿Y quieres que me vaya á desesperar por los trabajos y los apuros que Dios le da á una?

—Pues eso mismo digo yo. ¿Que no tenemos hoy un cuarto? Anda con Dios, que mañana lo tendremos, y si no es mañana, será otro día. Nuestra obligación es trabajar para ser ricos. ¿No trabajamos?

—Sí.

—¿Lo somos?

—No.

—Pues, hija, sí esa desgracia fuera para ahorcarle como Judas, son tantos los que padecen de ella, que no habría en el mundo saúco sin espantajo. Pero hablando con formalidad, yo también tengo gana de que saquemos algunos cuartos de la cosecha, no para echármelos yo encima, que el hombre va majo cuando va al trabajo, sino para que tú te avíes un poco....

—Yo ya estoy aviada...

—¡Sí, aviadita estás, sin poder salir de casa!

—La mujer en casa ó la pierna quebrada, dice el refrán. Mira, con el par de zapatos que me traerán esta noche...

—¿Esta noche, dices? ¡Sí, como no te pongas otros!...

—¿Pues no le dijiste al zapatero de Algete que los necesitaba para mañana?

—Ni para mañana, ni para otro día, que cuando fuí á encargarlos estaba el zapatero en Madrid, y no he podido volver...

—Pues anda que para ir mañana á misa me gobernaré con los viejos. Ea, vamos á comer, que ya tendrás gana.

—Esa nunca me falta, á Dios gracias. Anda, tráeme el botijo que quiero hacer boca con un trago.

Juan empina el botijo, y arroja en seguida la bocanada de agua.

—¡Está como caldo!—exclama.

—¡Válgame Dios, hijo! ¡Cuánto lo siento!

—Yo creí que habías ido como todos los días á traerla fresca de la fuente.

—Como está tan impertinente esa criatura con su dentición, no me he atrevido á dejarla en casa ni á llevarla conmigo, no fuera que con el calorazo que hace lo diese un tabardillo.

—Has hecho perfectamente.

—Sí, pero tú estarás ahogado de sed.

—Anda, que aquí al aire se refrescará el botijo para cuando acabemos de comer.

Mariquita saca un puchero, cala la sopa que ya estaba partida, y le coloca á su lado en el suelo.

—¡Qué! ¿Tenemos puchero?

—Sí, hombre. La comida sin puchero no tiene fuste ni fundamento.

—Yo creí que teníamos las truchas que saqué anoche del Jarama.

—También las tenemos fritas y rebozaditas con lluevo. Verás qué ricas están. Sólo que... Eran cuatro, ¿no es verdad?

—Sí.

—Pues me descuidé un poco cuando las estaba friendo, y el Morroño me birló una...

—Verás cómo le quito yo esas mañas.

Juan va á arrear una patada al gato, que anda bajo la mesa; pero el gato, más ligero que su amo, huye hacia la cocina, murmurando no sé qué.

Juan se levanta para perseguirle, pero Mariquita le detiene, apresurándose á decirle:

—Déjale, hombre, que el animalito de Dios no tiene la culpa.

—¡No, que la tendrá el del vecino!

—La tengo yo.

—¿Tú?

—Yo, sí. ¡Caramba, que todo lo ha de decir una! Mira, cuando estaba friendo las truchas, vino la tia Graceta á pedir una limosna, y la pobre traía una cara de necesidad, que de seguro no había entrado gracia de Dios en su cuerpo desde ayer. Y como yo no tengo alma para ver lástimas, ¡que había de hacer! la mandé entrar y sentarse, y le dí una trucha, que se comió calentita con un zoquete de pan. ¡Hijo, si vieras con qué ansia la comía!..La pobrecita parecía otra mujer después que tomó aquel refrigerio.

—Hiciste bien en sacarle la tripa de mal año, aunque otras lo merecen mejor que ella...

—¡Hombro; si la infeliz está cargada de años y de hambre!

—Y también de picardía.

—¡Qué lengua tienes!

—Peor la tiene esa infernadora de matrimonios...

—Anda, déjala, que si es mala, allá lo encontrará.

—Si viene á pedir una limosna, se la das, y cuanto antes se largue mejor, que esa es una tía bruja...

—Pues mira, yo no me atrevo á ponerme mal con ella, porque no sea que le vaya á hacer á mi niña mal de ojo.

—¡Mal de ojo!... ¡Quítate de ahí, mujer! ¿No te da vergüenza creer en esas tonterías?

—¡Sí tonterías! Mira, á la Rosa le ha contado Santiago, su novio, que la tía Gaceta fué un día á Algete, y porque no le quiso dar limosna una mujer que estaba dando de mamar á un niño, se puso á mirar, á mirar al angelito de Dios, y así que la tía Gaceta se marchó, el pobre niño se quedó muerto como un pajarito en los brazos de su madre.

—Mujer, no creas disparates.

—Pues así lo ha contado Santiago.

—Santiago es un tonto, que siempre está viendo visiones. Para que te convenzas de que eso del mal de ojo es cuento, te voy á contar uno. Un vecino de Ajalvir, muy hombre de bien y muy poco ambicioso mientras no tuvo familia, tuvo un niño muy hermoso, y desde aquel instante empezó á ambicionar como si temiera que Le faltasen siete pies de tierra para enterrarse?. Todo su afán venía de que quería mucho á su hijo, y todo le parecía poco para dejarle rico cuando él cerrase el ojo. Pues señor, poco á poco se fué metiendo hasta la mitad de una tierra que lindaba con otra suya; pero el dueño de la tierra, que era un señor de Alcalá, lo sabe y le pone pleito. El de Ajalvir pensó que lo que una mujer no alcanza con sus ruegos no lo alcaza nadie? y dijo á la suya que fuese á Alcalá y rogase al dueño de la tierra que no le arruinara andando en justicia. La mujer se plantó en Alcalá, llevando consigo al niño, y preguntando por el señor á quien iba á ver, le dijeron que había ido á Madrid, pero que podía ver á su madre. La hicieron entrar en un gabinete y allí se encontró con una señora muy viejecita, que estaba muy arrellanada en un sillón. La señora le prometió interceder para que no siguiera el pleito, y la despidió con mucho cariño. A la de Ajalvir le chocó que durante la visita la viejecita no quitase ojo del niño, mirándolo sin pestañear siquiera, y tomó el camino del pueblo; pero apenas salió de Alcalá, el niño empezó á ponerse malo, y malo fué que al llegar á Ajalvir angelitos al cielo. La mujer contó todo lo que le había pasado en Alcalá, y al llegar á lo del modo de mirar de la viejecita, marido y mujer convinieron en que aquella pícara había hecho mal de ojo á la criatura, y en seguida dieron parte del caso al juez de Alcala; pero cátate tú que al ir el juez á tomar declaración á la señora que había hecho mal de ojo al niño, se encontró con que la señora era ciega.

—La muerto del niño fué castigo de Dios, que hirió al ambicioso donde más le dolía.

—Mujer, eso es ya meterse en honduras que no son para ingnorantes como nosotros. Trae las truchas, que quiero volver pronto á trabajar, sin meterme en tierras ajenas, no sea que Dios nos hiera en eso pedazo de nuestro corazón que tienes al lado.

—¡Hija de mi alma!—exclama Mariquita dando un beso á lo suya, que duermo á su lado.

Y se dirige á la cocina, de donde sale el Morroño como espantado y presa de crueles remordimientos.

—¡Ah, pícaro!—exclama Mariquita al verle.—Apuesto á que tú has hecho alguna de las tuyas.

Y se lanza presurosa á la cocina.

—¿No lo dije?—añade.—Ese gato me ha de quitar á mí la vida. Le mato, le mato sin remedio.

—¿Qué es eso, mujer?

—¡Qué ha de ser! Que el Morroño no ha dejado, ni las espinas de las truchas.

—Dame la escopeta y verás cómo se las hago yo salir del cuerpo de una perdigonada.

—¡No, no lo mates—exclama Mariquita asustada,—que yo tengo la culpa! Dejé las truchas á su disposición, y ¡qué había de hacer el animalito de Dios!

—Vamos, le perdonaremos la vida, ya que te empeñas, mujer.

—¡Y tú, pobre, que te estuviste anoche matándote para pescar las truchas!

—Las pesqué para tí y se las has dejado llevar al gato..¡Buen provecho te haga tu descuido!..¿Sabes lo que iba murmurando el gato cuando huía acusado por tí de un delito que no había cometido? Pues iba diciendo: «Ya que me acusas de ladrón sin serlo, lo seré, y si me lleva el diablo me llevará almorzado;» que así dicen y hacen los concejales donde hay la costumbre de acusarlos de ladrones, aunque sean hombres de bien.

III

El tío Jeromo, que cuenta ya sus setenta inviernos, está partiendo leña en el portal de casa de Pepe Berrinche, y la tía Gaceta se acerca renqueando y apoyada en su báculo á la puerta de la misma casa.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida.

—¿Cómo va, tío Jeromo?

—Unas veces cayendo y otras levantando. ¿Y usted, tía Gaceta?

—¡Cómo quieres que me vaya, cargada de años y de necesidad!.

—De necesidad, ¿eh? Si en lugar de echar en aguardiente los cuartos que usted recoge, los echara en una hucha...

—¡Calla, calla, mala lengua, y no quites el crédito á los pobres!

—Para quitarle á usted el crédito era menester que le tuviera.

—Le tengo y muy grande.

—Sí, de borracha.

—Mira, Jeromo, que el pobrecito que llega á tu puerta es Dios.

—No estoy conforme.

—¿Por qué?

—Porque Dios no bobo aguardiente, y usted huele que apesta...

—¡Pero, hijo, si sabes que el cuartito que me echo es por medicina.

—¡Que no reventara usted!

—¡Calla, lengua de hacha!

—¡Quién cogiera la de usted sobre este tajo!

—Sí, eso quisieras tú. Pues, hijo, el que no la hace no la teme.

—¿Qué es lo que usted quiero decir, tía bruja?

—Nada, nada, hijo. No te asustes que ya me hago cargo de que tus amos son ricos, y lo mismo les da vender el trigo á cuarenta que á cuarenta y dos.

—¿Qué es lo que está usted ahí hablando, grandísima...

—Nada, que como soy bruja, todo lo sé.

—¡Voto á bríos Baco balillo!... se explica usted ó le arranco la lengua.

—Lo dicho, dicho, hijo. No la hagas y no la temas.

—Si no fuera usted mujer...

—No soy mujer, que soy un duendecillo que todo lo sabe.

—Me va usted á decir qué es lo que sabe de mí, ó...

—¡Suelta, suelta, que te prometo callar como una muerta!

—¡Tía Gaceta, explíquese usted ó me pierdo!

El tío Jeromo tiene asida por el pescuezo á la tía Gaceta con la una mano, mientras con la otra aprieta, temblando de ira, el mango del hacha.

A los gritos que dan los contendientes sale á lo alto de la escalera la sonora Isabel, que es la mujer de Pepe Berrinche.

—Tío Jeromo—pregunta asustada,—¿qué es eso?

—Que voy A matar á esta bruja, borracha.

—Pero, ¿por qué, hombre?

—Porque me está quitando la honra.

—¡Qué honra ni qué calabaza! Suéltela usted, y no sea usted bruto.

El tío Jeromo suelta á la vieja, tira el hacha y se va á la calle echando sapos y culebras por aquella boca contra la tía Gaceta y contra su ama.

—Tía Gaceta, suba usted, y no haga caso de ese vinagre.

—Hija, algún ángel te ha hecho salir, que si no, me mata esa fiera. ¡Pobrecita de mí, que, como me ven vieja y necesitada, todos me tiran al degüello!

Y la tía Gaceta se echó á llorar.

—Vamos, no llore usted, que no todos la tratan á usted mal. Entre usted y beberá un poco de agua y vinagre para que se serene.

—¡Dios te lo pagará, hija!..Mira, no te molestes en hacer mezclas... Dame una pintita de vino ó aguardiente si lo tienes á mano.

—¡Eh! ¡Mal haya el aguardentazo, que no sé cómo no tienen ustedes abrasadas las entrañas con él!

—¡Ay, hija! ¡Bien se conoce que no lo bebes! Si supieras tú el excelente refresco que es...

—¡No tiene usted mal refresco!

—¡Pues qué! ¿No has visto echar unas gotas de aguardiente en el agua para refrescar?

—Sí que lo he visto.

—Pues si el aguardiente aguado refresca, calcula tú lo que refrescará puro.

—Será lo que usted quiera, tía Gaceta; pero le aseguro A usted que si me hubiera tocado un mando aficionado al aguardiente, no sé lo que haría... En casa lo tenemos siempre por si se ofrece para un remedio; pero sólo con olerlo me dan náuseas, y oso que es del mejor.

A la tía Gaceta se lo encandilan los ojos al oir este elogio del aguardiente que se gasta en casa de Pepe Berrinche.

—Pues hija, tú aborreces á los que huelen á aguardiente, pero á tu marido no le sucede lo mismo...

—¿Y por qué dice usted eso?

—Porque lo acabo de ver.

—¡Caramba, explíquese usted de una vez y déjese de misterios!

—Mujer, ten paciencia, que desde que te casaste parece que se te ha pegado el mal genio de los Berrinches. Sácame eso á ver si se me despega un poco la lengua del paladar, y luego hablaremos.

Isabel trae una botella de aguardiente y echa una copa á la tía Gaceta, que la desocupa con delicia, exclamando:

—¡Bendito sea el Señor! ¡Qué pecado mortal cometéis los que habláis mal de esta gracia de Dios!

—Pero vamos, ¿por qué dice usted que mi Pepe no aborrece á los que huelen á aguardiente?

—Porque le gusta arrimarse á la aguardentera...

—¿A la Celedonia?

—Sí, á la Buena moza de la Plaza.

A Isabel se le desencajan las facciones y se le encienden de cólera las mejillas.

—Vamos, tía Gaceta, déjese usted de embustes y no turbe la paz de los que viven como Dios manda.

—Hija, perdona, que no me acordaba de que eras celosilla.

—Yo no soy celosa, que soy una mujer que tiene confianza en su marido—replica Isabel con altivez.

—Pues nada, hija, no hablemos más del asunto. Haces perfectamente en no querer averiguar las vidas y milagros de tu marido. Yo, que he vivido mucho, se mucho de estas cosas, y creo firmemente que cuando los hombres salen como el tuyo alegrillos de cascos y aficionados á las hijas de Eva, lo mejor es cerrar los ojos y salga el sol por Ante quera.

—¡Tía Gaceta—exclama Isabel casi llorando de rabia,—váyase usted, váyase usted de aquí!

—Bien, hija, ahora me iré; pero échame una pintita, que me ha destrozado ese pícaro de tío Jeromo.

—Tome usted, y váyase de aquí más pronto que la vista.

Isabel, desatentada, eolia otra copa de aguardiente, derramando sobre la mesa dos ó tres

La tía Gaceta desocupa la copa y se pone á sorber el aguardiente que cuela de la mesa, exclamando:

—¡Válgame el Señor! ¡Qué lástima ver la gracia de Dios por el suelo!

—¡Tío Jeromo!

—¡Tío Jeromo!—grita Pope en el portal.—¿Dónde anda el tío Jeromo, que tiene aquí tirada el hacha y la leña por partir?

Nadie le contesta.

La tía Gaceta toma escalera abajo así que siente á Pepe; pero se encuentra con éste al pie de la escalera.

—Ya le he dicho á usted, tía bruja, que no tiene que subir las escaleras de mi casa. Aquí no queremos chismes.

—Bueno, bueno, no te sofoques, cascarrabias, que no volveré á subir. He subido hoy, porque tu mujer, que tiene mejores entrañas que vosotros los Berrinches, me ha mandado subir.

—Largúese usted de aquí, tía Gaceta, que usted es muy amiga de sacar la lengua á paseo, y si se me atufan las narices voy á olvidar que es usted una pobre vieja.

—Sí, ya sé que las viejas no somos santas de tu devoción. Pues, hijo, vieja ha de ser, si no se muere antes, la Buena moza de la Plaza.

—¿Qué es lo que va usted ahí rezando, se bruja?

—Nada, nada, hijo, que no me gusta abrir los ojos á nadie, porque lo mismo reza con los hombros que con las mujeres aquella copla que dice:


El que quiera en este mundo
tener paz con su mujer,
aunque vea muchas cosas
ha de hacer que no las ve.


Pepe sube la escalera diciendo para su chaqueta, pues es de advertir que Pepe gastaba chaqueta en verano y zamarra en las demás estaciones.

—Apuesto doblo contra sencillo á que tenemos pelea de resultas de la visita de esa bruja encismadora; pero voy á hacer de tripas corazón á ver si una vez siquiera en mi vida oigo como quien oye llover los improperios de mi mujer.

Rosa, una chica como su nombre, que sirve en casa de Pepe, canta que se las pela andando de aquí para allí en sus faenas.

Como Pepe no ve á su mujer, pregunta por ella á Rosa, y ésta lo dice que acaba de oírla cerrar la puerta-vidriera de uno de los gabinetes de la sala.

—¡Adiós!—dice para sí Pepe.—Tormenta tenemos.

Y se dirige á la sala y va á entraren el gabinete; pero la puerta-vidriera del gabinete tiene echado el pasadorcito con que se sujeta por dentro el picaporte para que no se pueda levantar desde fuera.

—¡Isabel, abre!

Isabel ni abre ni responde.

—¿Si lo habrá dado algo?—dice para sí Pepe.

Y procura ver por un costado de la cortinilla interior si Isabel está en el gabinete.

En efecto. Isabel está tumbada en un sillón y 011 la frente apoyarla sobre el brazo.

Pepe agota el vocabulario del cariño y la persuasión para hacer abrir y hablar á su mujer; pero su mujer ni habla ni abre.

La sangre de su padre el tío Juan Berrincho, el hombre más irascisble de que hay memoria en Coveña y sus contornos y en el que tuvo origen el mote que lleva la familia, corre por sus venas y dice á voces aquí estoy yo; pero Pepe, que ha tomado la firme resolución de imitar al vecino de enfrente., da un papirotazo á su sangre y la hace callar.

A través de la puerta-vidriera empiezan á oírse sollozos. Pepe los considera truenos precursores de un diluvio de improperios, y redobla sus esfuerzos para conjurar la tormenta, pero la tormenta estalla de repente más fuerte que nunca.

Isabel se levanta con los ojos llorosos y centelleantes y el rostro desencajado y todo su cuerpo agitado por una convulsión nerviosa, y abre la puerta-vidriera, exclamando:

—¡Hipócrita, infame, déjame en paz y vote á gastar conversación con la bribona que te ha entretenido toda la mañana!

—Pero, mujer, ¿estás loca?—dice Pepe, esforzándose por conservar la calma habitual en el vecino de enfrento, á quien se ha propuesto imitar.—¡Si he pasado la mañana!...

—Demasiado sé dónde la has pasado, grandísimo pícaro... ¡Pobre de mí! ¡En qué hombre puse yo mi cariño!

E Isabel llora, sin consuelo.

—Pero, mujer, óyeme, y luego me condenarás si lo merezco.

—Lo que tú te mereces es un presidio.

A Pepe lo faltan ya fuerzas para contener los botes y rebotes que da en sus venas la sangre de los Berrinches.

—¡Isabel, que se me acaba ya la paciencia!...—grita meneando la cabeza y soltando un tremendo taco y dando una terrible patada en el suelo.

—Mátame, mátame si quieres, que más vale que me mates de un golpe que poco á poco—replica Isabel presentándose delante de él del modo más provocativo.

Pepe hace el último esfuerzo para poner una mordaza á la sangre de los Berrinches.

Algunos vecinos escuchan la disputa desde la esquina de enfrente, y el tío Jeromo sube la escalera con toda la ligereza que lo permiten sus setenta años.

—¿Qué escándalo es éste, caráspita?—exclama, lanzándose en medio de sus amos.—¡A ver si se calla aquí todo Dios!

—Tío Jeromo, vaya usted á cumplir con su obligación y no se meta usted en los asuntos de sus amos—le replica Pepe.

—Mi obligación es no consentir que estéis siempre como el perro y el gato por un quítame allá esas pajas.

—¡Obedézcame usted y calle!—grita Pepe con severidad al viejo.

—Pues no me da la gana de obedecer ¡caráspita! que tú no eres mi amo ni Cristo que lo fundó. Mi amo era el pobre de tu padre, que esté en gloria, y aquél me tenía autorizado hasta para cascarte las liendres, ¿Con que estás enterado?

—Vaya, á usted hay que dejarle ó matarle—dice Pepe sonriendo.

Pero viendo que Isabel se deshace en lágrimas, agitada por la convulsión nerviosa cada vez más fuerte, hace un supremo esfuerzo para convencerla de que sus quejas son infundadas, y de que si quiere tranquilizarse lo conseguirá sólo con escucharle.

—Vamos, vamos—dice el tío Jeromo uniendo sus esfuerzos á los de Pepe,—tú también eres una chufillas, y es necesario que domines eso geniecillo que se te ha pegado de tu marido.

Y cogiendo á Isabel por el brazo y procurando arrojarla á los de su marido.

—Anda—añade,—dale un abrazo y estamos todos al fin de la calle.

Pero Isabel paga la oficiosidad del viejo con un sofión, y se deja caer nuevamente en el sillón, quejándose de lo desgraciada que Dios la ha hecho dándole el marido que le ha dado.

—¡Pues tú y tu marido y toda vuestra casta os váis donde se fué mi dinero!—exclama el tío Jeromo, furioso al ver que nadie le hace caso.—Sois un atajo de ingratos y descastados, y no merecéis que nadie se tomo interés por vosotros. La culpa tongo yo, que no digo al veros enzarzados: «Anda, que se descuernen...» ¡Ay! Si alzara la cabeza el pobre señor Juan, y viera cómo tratan su hijo y su nuera á este pobre viejo que lleva cerca de sesenta años en la casa...

Y el tío Jeromo toma la escalera, empuña el liadla que estaba tirada en el portal, y continúa partiendo leña con tal rabia que de cada hachazo divide una gruesa rama de álamo negro, figurándose que el zoquete de madera es el pescuezo de la tía Gaceta, á quien con razón echa la culpa de toda la gresca que esta vez anda en la casa.

Entretanto, Isabel y Pepe discuten á más y mejor en la sala, porque es de saber que Pepe ha alcanzado por fin la gran victoria de que su mujer le escuche y le replique.

En política, la discusión conduce generalmente al odio; pero en cuestiones domésticas, la discusión conduce á la reconciliación, aunque á veces hace dar un rodeo por los trastazos.

Pasaba esto la víspera de una solemne fiesta, y las campanas de la iglesia parroquial de Coveña comenzaron á repicar, con gran enojo de Isabel y Pepe, en el momento en que Pepe é Isabel comentaron á discutir.

Un grito de horror se oyó de repente hacia la plaza, las campanas callaron, llantos y voces lastimeras, que se extendieron rápidamente por todo el pueblo siguieron á aquel grito.

—¡Santo Cristo del Amparo, favorecerle!—gritaban las mujeres.

Y Pepe y su mujer, olvidando repentinamente su querella, se precipitaron al balcón, y tan pronto como supieron la causa de aquel llanto y aquellos lamentos, corrieron hacia la iglesia, á cuya plaza se agolpaban todos los habitantes del pueblo.

IV

La iglesia parroquial de Coveña es uno de los templos más hermosos que alegran con la voz ele sus campanas las llanuras de Castilla la Nueva.

No en vano hemos din lio que su torre parece la de una catedral. Apenas salimos de Madrid, distinguimos allá lejos, muy lejos, en el vago y extenso horizonte, una aguja que surge de la llanura, y en tomo ó al pie de la cual en vano buscamos algún edificio. Aquella aguja, que al salir de Madrid nos parecía negra, y según vamos caminando hacia ella va tornándose blanca, es el campanario de Coveña, que se alza de un vallecito, en cuyo fondo se oculta á nuestros ojos el hermoso templo que le sirve de pedestal.

La tradición popular, que, con permiso del axioma Vox populi, vox Dey, suele ser muy embustera é incurro en anacronismos, de marca mayor, atribuye á Herrera, al gran artífice del monasterio del Escorial, la construcción de la iglesia parroquial de Coveña que en mi concepto, cuando más será obra de algún discípulo de Herrera.

La tradición no se contenta con esto: echándose sin duda la cuenta de prosa por ocho, presa por ochenta, se aventura á contar lo siguiente:

Juan Herrera veía ya casi terminada la iglesia de Coveña y se complacía en contemplar su obra, unas veces á vista de pájaro, es decir, desde el cerro del castillo, y otras á vista de hormiga, es decir, desde la plaza donde está edificada la iglesia. Juan de Herrera tenía un hijo que valía un tesoro en punto á teoría; pero que no valía un comino en punto á práctica.

El chico emprendió un día la subida al campanario por la altísima escalera espiral, encerrada en una especie de tubo de piedra, que aún subsiste, y al llegar al fin de aquel poco menos que interminable remolino se sintió mareado con tantas vueltas y revueltas. Su padre, que le seguía sin que él lo supiese, le vió asomarse á una ventana que da á la plaza y echarse inmediatamente atrás, espantado del abismo á cuya orilla se hallaba.

—¡Cobarde! ¿Tienes miedo?—exclamó Herrera indignado al ver que su hijo se asustaba de la altura que no asustaba á los niños de Coveña.

El muchacho quiso defenderse de la acusación que su padre lo dirigía, y volvió á asomarse á la ventana; pero Herrera notó que mientras permanecía asomado, cerraba los ojos, no pudiendo contemplar con serenidad el abismo sobre el cual se inclinaba.

Herrera renovó sus reconvenciones cada vez más irritado con su hijo, que no puso gran empeño en defenderse.

Algunos días después se bendijo el templo, y con tal motivo el arquitecto y su hijo fueron obsequiados por el Municipio con un espléndido banquete, al que asistían muchas personas notables de los pueblos comarcanos, de Alcalá y de Madrid.

Durante el banquete, Herrera quiso aprovechar la ocasión que le pareció oportuna para castigar la que él creía falta de su hijo, y refirió ante aquel lucido concurso la prueba de cobardía dada por el muchacho.

Este, lleno de vergüenza, trató de probar que no había sentido miedo al asomarse á la ventana de la torre; pero como le desmintiese su padre y nadie le creyese, exclamó herido en su amor propio:

—Padre, consentid que me someta á una gran prueba solemne y pública, y nadie habrá que se atreva á tacharme de cobarde.

—Lo consiento, hijo—contestó Herrera con alegría, porque por lo mismo que quería mucho á su hijo, no le quería falto de valor,—¿Qué prueba deseas?

—Aún falta coronar la torre con el globo y la cruz que hoy se han traído de Madrid. Permitidme subir á colocar ese coronamiento.

—¿Tendrás valor para ello?

—Le tendré.

—Mira, hijo, que si allí te falta el valor, te faltará la vida

—Ni el valor ni la vida me faltarán.

—Pues bien: mañana subirás á colocar sobre la torre el globo y la cruz—dijo Herrera estrechando regocijado la mano de su hijo, cuya resolución aplaudieron también cuantos estaban presentes.

La noticia de que al día siguiente se iba á verificar aquella arriesgada operación, círculo por los pueblos comarcanos, y al día siguiente millares de forasteros acudieron á presenciarla. Lo mismo los campos inmediatos á Coveña que la plaza contigua á la iglesia estaban llenos de espectadores.

La enorme hola.(la tradición, que está más familiarizada con las bolas que con los globos, esferas y otras garambainas, habla sólo de una bola), la enorme bola de bronce estaba ya á la mañana siguiente al pie de la torre, sujeta con fuertes maromas que debían servir para elevarla.

—Si no tienes confianza en tu serenidad, no subas, hijo, que aún estás á tiempo para evitar un gran peligro—dijo Herrera á su hijo á la puerta del templo.

El mancebo se sintió nuvamente humillado con aquella advertencia que implicaba duda de su valor, y por única respuesta tomó apresuradamente la alta escalera espiral del campanario, y un momento después se le vió salir al tejado por uno de los arcos donde algunos días antes habían fijado las campanas

Muchas de las personas que ocupaban la plaza oyeron con supersticioso terror una lúgubre campanada al pasar el joven por bajo la campana, con cuyo badajo sin duda tropezó.

—¡La campana ha tocado á muerto!...—repitió la multitud.

Y esta exclamación se oyó en seguida por todas, partes.

Herrera, sin embargo, parecía, tranquilo viendo desde la plaza á su hijo trepar al remate de la torre por una escalera de mano colocada en el tejado, y preparar el macho que había de recibir et globo.

El globo empozó á ascender, y el joven necesitaba subir dos peldaños más para recibirle; pero trató de hacerlo y no se atrevió.

—¡Mi hijo es muerto, porque teme!—exclamó Herrera con terror observando á su hijo desde la plaza.

Y en efecto, apenas lo había dicho, la multitud lanzó un grito de horror viendo al mancebo vacilar y caer haciéndose pedazos contra vino de los botareles del templo.

Juan de Herrera, afta de la tradición, no tuvo desde entonces día alegre ni noche tranquila.

Una noche obscura, obscura, subió al cimborrio de San Lorenzo del Escorial, y al dirigir la vista hacia el Oriente, descubrió sobre la lejana torre de Coveña dos ojos centelleantes y amenazadores que se fijaban en él. Odio días después, al cumplirse el año de la muerte de su hijo, expiró á la misma hora en que éste había expirado.

Puede ser embustera la tradición que cuenta esto, y puedo serlo yo también que cuento cosas que no habrán averiguado algunos moradores de Coveña menos investigadores que yo; pero por muy embusteros que la tradición y yo fuésemos, nunca lo seríamos tanto como un poeta madrileño, que queriendo pagar poéticamente la hospitalidad que durante algunos días encontró en Coveña, consagró á aquella humilde aldea un cántico, en que se refiere que el templo atribuido á Juan de Herrera fué un tiempo mezquita mahometana, y á la sombra de aquellos jóvenes olivos, donde descansamos al terminar nuestro viajo, descansaron los hijos de Ismael.

El que pase por Coveña, y quiera oír este licencioso cántico, pida á aquellos campesinos que se le reciten, y pronto encontrará quien le complazca.

Pero basta de digresión, y volvamos á nuestro cuento.

A la misma hora en que Pepe Berrinche y su mujer andaban poco menos que á la greña, pasaba en la plaza de la iglesia lo que vamos á referir.

En la manzana de casas fronteras á la iglesia había una tiendecita, quizá la única del pueblo, donde se vendían géneros tan heterogéneos como las tachuelas y el aguardiente, y á la puerta de la tienda había un toldo de estera vieja que se reía por todas partos de la ruindad de dos parras que pugnaban por trepar á su altura, y reemplazarle en su benéfica misión de dar sombra á las vecinas que á la puerta de la tienda se sentaban á coser y murmurar.

La Buena moza, nombro un poco aventurado con que era conocida Celedonia la tendera, y sil vecina la tía Claudia, madre de Rosa, la criada de Pepe Berrinche, estaban cosiendo ala puerta de la tienda mientras unos chicos retozaban en un montón de cal á la sombra de la torre de la iglesia.

—Hija—decía la tendera,—por más vueltas que te doy, no sé cómo componer este pantalón de ese enemigo malo de Pascualillo, porque está que no hay por donde cogerle, aunque apenas hace un mes que le estrenó.

—¡Pues no te digo nada de esta camisa de mí Antonio!

—¡Vamos, si no gana una para vestir á esas criaturas!

—Pero, hija, ¿qué quieres que suceda con la vida que le dan á la ropa? ¡Mira, mira el mío! ¡Pues no está el condonado á muerte revolcándose en la cal! Vamos, hija, si te digo..¡Antonio! 

—¿Qué quiere usted?

—¡Ah, pícaro, si voy allá!

—Sí, me meterá usted un brazo por una manga.

—¡Grandísimo insolente! Aguarda, aguarda, que ya te diré yo...

—¡Eh! Mujer, déjale.

—¡Cómo que le deje! Sin hueso sano, á ver si es ese modo de responder á su madre.

—¡Gem! ¡gem! ¿Pues yo qué he dicho?

—¡Pícaro! ¡Bribón! ¿Dónde has aprendido tú ose modo de responder?

—Padre dice así.

—¡Ya! Lo malo es lo que aprendéis vosotros que: lo bueno no. Cuando digo que voy á hacer y acontecer á los chicos, salta siempre su padre haciéndose el incrédulo: «Sí, lo que harás tú es meterle un brazo por una manga.»

—Pues velay. Los niños, ya se sabe, son como loá papagayos, que dicen lo que oyen, y como los monos, que hacen lo que yen. Ahí tienes al mío sentado con las piernas cruzadas á lo moruno. ¿Pues sabes por qué es? Porque su padre, que esté en gloria, tenía el vicio, como todos los valencianos, de sentarse así, y él, que lo veía, hace lo mismo. Desengáñate tú que los niños son monos de imitación.

—Por fin el tuyo es una malva.

—A Dios gracias, no es de los peores.

—¿Sabes que crece sin vergüenza?

—¡Vaya si crece! Como que ya ando á ver si puedo ponerle á estudiar para cura.

—Pues oye, no es mala idea.

—No puedes figurarte la afición que tiene esa criatura á la iglesia. Como que el sacristán tiene una ganga con él. Que hay que repicar, que hay que ayudar á misa, que hay que acompañar al cura para dar el Señor, allí está mi chico, que parece se encuentra hechas todas estas cosas. Así es que hace poco ha pasado por aquí Pepe Berrinche...

—¡Eh! No anden ustedes con motes.

—Tienes razón, hija. Todos le llaman así y una hace lo mismo; pero no merece que se le pongan motes un sujeto que, no agraviando lo presente, de mejor corazón no le hay en Coveña ni en veinte leguas á la redonda. Pues como iba diciendo, hace tiempo que ando cavilando á ver cómo podría yo darle una miaja de carrera al chico, y esta mañana viendo pasar por ahí al señor Pepe, dije: «Qué caramba, como él conoce tantos señores en Alcalá y Madrid, voy á hablarle á ver si tiene un buen empeño para meter á mí chico en algún colegio donde estudie latín y se haga cura.« Con que como lo dije lo hice, y me ha prometido hablar á sus amigos, y hasta, si el chico se da buena maña á estudiar, ayudarlo con uno, dos ó medio...

—¡Bendito sea él, que es mejor que el pan candeal! Dios le de un hijo que sea el iris de paz en su casa.

—Pues mira, no has tenido tú mala suerte en meterá la Rosa en ella, que si la muchacha se porta bien no saldrá desnuda de allí.

—Eso por sabido se calla. Como que su amo por un lado y por otro su ama, que son tal para cual, le han dicho que ellos se encargan de hacerle el ajuar cuando se case.

—Y ya que la pregunta viene á pelo, ¿la Rosa habla aún con Santiago el de la Roma?

—¡Toma! cada vez están más encalabrinados.

—Pues es buen muchacho.

—No digo que no; pero, hija, es tan simplón, que á mí me pudre las entrañas.

—Anda, que en casándose, bien se avispan los hombres.

—¡Qué quieres que te diga, hija! Dudo mucho que Santiago se avispe. Te voy á contar lo que le pasó el otro día, y no lo vas á creer. Pues, hija, estalla mala su madre, y el cirujano la recetó yo no sé qué medicina, encargando que se fuera volando, volando por ella á Algete. Toma Santiago el camino de Algete, y antes de pasar el arroyo Ve á Juan Cachaza, que estaba segando trigo en la tierra que tiene junto al camino. Tú ya sabes lo burlón y alegre que es Juan.

—¡Sí, dígamelo usted á mí, que me desternilla de risa con los cuentos que me cuenta cada vez que pasa por aquí!

—Bien puede decir su mujer que si á pobre le ganan pocas en Coveña, á dichosa ninguna le gana. Pero volviendo á Santiago..«¿Adónde vas por ahí, hombre?»—le pregunta Juan. «Voy á Algete por una medicina para mí madre.» «Pues, chico, ándate con mucho cuidado con el boticario, que ha salido una orden de la Reina permitiendo á cada boticario que eche mano cada año á un par de mozos bien gordos y los saque las mantecas para sus medicinas, y como tú estás tan de buen año...» «Pero ¿es verdad eso, señor Juan? «—replica el bobo de Santiago temblando como un azogado. «¡Vaya si lo es!»—responde el otro. Y cátate tú, hija, que Santiago vuelve pies atrás como sí viniera persiguiéndole cuchillo en mano el boticario de Algete, y cuenta el caso á media Coveña; de suerte que el tío Jeromo, como es tan zumbón como el mismo Juan Cachaza, le da cada mate á la Rosa con éstas y otras simplezas de Santiago, que la pobre chica tiene frita la sangre.

Aquí llegaban en su conversación las vecinas cuando el sacristán, que era un viejecito, se asomó Á la ventana de una casita inmediata á la iglesia, y dijo, dirigiéndose al hijo de la tendera, que continuaba retozando sobre el montón de cal con los otros chicos.

—Pascualillo, ven por la llave de la iglesia, y á ver si das un repique de los que tú sabes, que mañana es fiesta.

Pascualillo, loco de contento, fué de un brinco por la llave, y un momento después, seguido de los otros chicos, subía la altísima y estrecha escalera del campanario.

Campanas y cimbalillos empezaron inmediatamente á voltear, atronando el pueblo y los campos circunvecinos.

El director de aquella estrepitosa orquesta era Pascualillo, que llevaba la batuta agarrado á la cruz de la campana mayor, con la que daba vueltas con una rapidez asombrosa, en tanto que su madre reventaba de orgullo contemplando desde la puerta de su casa la habilidad del chico.

De repente un grito de inexplicable espanto se exhala del pecho de Celedonia, que exclama:

—¡Santo Cristo del Amparo, socorredle!

Y se lanza como una loca hacia el pie de la torvo, seguida de la vecina, tan espantada como ella.

Era que la campana que volteaba Pascualillo, había despedido á éste de la torro abajo.

¿Necesitamos decir más para hacer comprender el espanto de la desgraciada madre?

La cornisa que circuye la torre por bajo las campanas tiene la suficiente anchura para que puedan andar por ella algunos atrevidos muchachos; pero es imposible á éstos dar vuelca á toda la torre, porque en el lado de Oriente la cornisa tiene una rotura, y es imposible sin gravísimo peligro saltar al otro lado.

Quizá Pascualillo hubiera quedado sobre la cornisa, á haberle lanzado otra campana; pero precisamente le lanzó la que se halla sobre la rotura de la cornisa, y por aquel espantoso boquete descendió de la torre.

Al acercarse al pie de ésta, Celedonia lanza otro grito, pero es un grito de alegría y de esperanza, porque su hijo ha caído precisamente sobre el montón de cal donde hace pocos momentos jugaba con sus compañeros, y donde yace tendido boca abajo y sin hacer movimiento alguno.

No sin alguna razón suele decirse que los muchachos tienen siete vidas como los gatos.

Temeroso yo de que el lector creyese inverosímil que Pascualillo no se hubiese hecho doscientos pedazos al caer de la torre de Coveña, porque muchas veces los hechos históricos son más invesímiles que los inventados, consulté á un amigo muy experimentado en la vida y en la literatura, y me contó lo siguiente:

«En tiempo de la guerra estaba yo en Santa Cruz de Mudela con el batallón de que era jefe. Un día tuvimos ejercicio en la plaza y se formaron pabellones al pie de la torre de la iglesia, en ocasión en que las campanas repicaban á más y mejor. Mandé deshacer pabellones, y en el momento en que cada cual tomaba su fusil y por consiguiente la plaza estaba erizada de bayonetas, un chico fué despedido por una campana que volteaba, y vino á caer en medio de los soldados. Admirámonos todos de que no se hubiese quedado clavado en alguna bayoneta; y cuando yo me precipité hacia él creyéndole estrellado, ví con asombro que se levantó como si se hubiera caído á consecuencia de un resbalón, y después de pedirme que no le dijera nada á su madre, que era mi patrona, echó á correr á tomar nuevamente la escalera del campanario donde le vimos todos dos minutos después girando velozmente agarrado á la misma campana, como si quisiera vengarse de ella por la mala partida que le había querido jugar.»

Pascualillo no fué tan feliz como el chico de Santa Cruz, porque cuando su madre le cogió en sus brazos estaba sin sentido y tenía el rostro bailado en sangre.

—¡Hijo de mis entrañas!... ¡Está reventado!... ¡Santo Cristo del Amparo! ¡Ten misericordia de mí y del hijo de mi corazón!—gritaba Celedonia loca, trastornada, muerta de pena, creyendo tener en sus brazos un cadáver.

Y muchas personas que habían acudido á sus gritos, formaban coro con ella sin osar siquiera infundir á la pobre madre un vislumbre de esperanza, porque era una insensatez el esperar que una criatura caída de la torre conservase resta alguno de vida.

Entre la muchedumbre que había acudido se hallaban Pepe Berrinche y su mujer.

Isabel, viendo que, aturdidos todos, nadie prestaba auxilio á Celedonia ni al niño:

—¡Por la Virgen Santísima!—exclamó.—¿No hay quien favorezca á esa pobre mujer y á osa pobre criatura? Traigan ustedes el niño á mi casa, que allí hay cuanto se necesita para curarle; y tú, Pepe, que tienes más fuerza que ninguno, coge en brazos á la pobre Celedonia y llévala á su casa, donde no vea á su hijo, que le desgarra las entrañas.

En efecto, el niño fué conducido inmediatamente á casa de Pepe Berrincho, adonde se adelantó corriendo Isabel para disponer todo lo necesario á su curación, caso de que no estuviese ya muerto, en tanto que Pepe conducía en brazos á la tiendecilla á Celedonia, que estaba desmayada.

—Pero, ¿no hay aquí quien despache dos cuartillos de aguardiente?—preguntaba muy quemada la tía Gaceta, dando con el báculo en el mostrador.

Y al volverse y ver á Pepe que traía á la Buena moza en brazos:

—¿Qué es eso?—preguntó á una vecina.

—¡Qué ha de ser! Que se ha matado el chico de la pobre Celedonia.

—No hay mal que por bien no venga—dijo la tía Gaceta, sonriendo con refinada malicia y señalando con su puntiaguda barbilla hacia Pepe.

Y añadió, dirigiéndose á éste con una malévola sonrisa:

—Aprieta, aprieta, hijo, que de esas entran pocas en libra.

. Mientras Pepe, con ayuda de algunas vecinas, procuraba tornar en su acuerdo á Celedonia y lo conseguía al fin, el cirujano reconocía á Pascualillo, que, no sin admiración del mismo facultativo, recobró el conocimiento y se encontró sin ninguna lesión grave, pues la sangre que tenía en el rostro era consecuencia del golpe que se había dado en las narices al caer de bruces sobro el montón de cal.

Isabel se apoderó de las dos gallinas más gordas que tenía en el corral, y por conducto de Pascualillo, que por su pie tomó el camino de casa, se las mandó á Celedonia, diciendo al chico:

—Toma, hijo, llévale éstas á tu madre para que tome unos buenos caldos si la obliga á hacer cama el susto que tú, enemigo malo, le has dado.

V

El sol toca ya al Ocaso.

Juan Cachaza, acompañado de su mujer y Santiago el de la Roma, está en una de las oras con que lindan las últimas casas de la parte alta de Coveña.

Ha estado de trilla y ya tiene amontonada en la era toda su miserable cosecha.

El día ha sido calurosísimo, y aunque la noche se acerca, el viento no mueve una paja ni una arista en la era, lo cual impide á Juan dejar limpio de polvo y paja el trigo de la parra.

Un poco más abajo de la era está la fuente, á la que se dirige una muchacha cantando y con el cántaro apoyado en la cadera.

La muchacha, que es ni más ni menos Rosa, la criada de Pepe Berrinche, canta:


Si quieres que yo te quiera
me has de venir á buscar.
como el arroyo á los ríos
y los ríos á la mar.


Santiago, que entiende la indirecta, se sonríe de gozo, suelta el bieldo y se va hacia la fuente, con pretexto de echar un trago.

Juan y su mujer, que también entienden la indirecta de la Rosa y la sed de Santiago, se sonríen maliciosamente.

—¿Es envidia ó caridad?—dice Santiago.

—¡Envidia!—replica Juan.—¿De cuándo acá envidian á los que buscan los que ya han encontrado? Anda, anda á la fuente, que nosotros la tenemos más cerca que tú.

Y al decir esto, Juan enlaza con el brazo el cuello de su mujer, que si no le contesta con otro abrazo le contesta con una mirada y una sonrisa que encierran, un poema de amor.

Santiago y Rosa llegan á un mismo tiempo á la fuente.

Santiago pasa en el pueblo por tonto ó poco menos. ¿Lo será también en amor? Vamos á averiguarlo.

Por depronto tenemos un gran dato para creer que no lo es: la cara de Pascua florida de su novia.

Oigamos la conversación de Rosa y Santiago, aunque esto de oir conversaciones ajenas es una maldita mafia de que debemos ir corrigiéndonos los cuentistas y los dramaturgos.

—Chica, haz una obra de miselicordia.

—¿Cuál?

—Dar de beber al sediento.

—¿Y por qué no hiciste tú anoche otra?

—¿Cuál?

—Consolar al triste.

—¡Qué! ¿Estabas triste anoche?

—¡Mira tú qué alegre estaría sin verte en todo el día!.

—¡Ya! Porque estuve á Madrid.

,—Pero viniste al anochecer.

—Mientras desaparejé las caballerías fué obscureciendo.

—¡Y yo toda la noche bajando á la huerta á ver si te sentía al pie de la tapia!

—Y no me sentirías.

—Sí no fuiste, ¿cómo te había de sentir?

—Por eso lo digo.

—¿Y por qué no fuiste?

—Porque... chica, de día iré al quinto infierno si tú me lo mandas, pero de noche no cuentes en jamás conmigo.

—¿Con que no he de contar con mi marido de noche?

—Es un decir... según dónde y para lo que sea

—¡Anda cobarde!

—Le doy yo al más pintado el andar en una noche obscura tras de las tapias de la huerta de tu amo.

—¡Pues qué! ¿No has estado yendo todas las noches?

—Sí, pero desde que me salió la fantasma...

—¡Qué fantasma ni qué niño muerto!

—Muerto sería, pero niño de seguro no era, que buenas zancadas echaba corriendo tras de mí.

—¡Quítate de ahí! ¿No te da vergüenza el creer y contar esas tonterías?

—¡Pero, canario, si yo no lo saco de mi cabeza!

—Pues mira, sáqueslo ó no lo saques, yo no quiero casarme con cobardes.

—¡Qué! Para casarse uno, ¿necesita ser valiente?

—Sí que se necesita.

—¡Je! ¡je! ¡je! Pues yo me atrevo...

Y Santiago quiere plantar un abrazo á la Rosa, que le arrea un gaznatazo de padre y muy señor mío.

—¡Toma y vuelve por otro!

—¡Canario, que me has hecho ver las estrellas!

—Eso es para que temas á los vivos como temes á los muertos.

El cántaro está ya lleno

—Ayúdame á alzar este cántaro.

—Chica, pelemos otro poco la pava.

—No, que mi ama no está hoy para fiestas.

—¿Por qué?

—Porque ha reñido con mi amo.

—¿Y por qué ha reñido?

—Por lo de todos los días.

—¿Y cuál es eso?

—¿Tú lo sabes?

—No.

—Ni yo tampoco.

—Pues lo sabrán ellos.

—Tampoco ellos lo saben.

—¡Canario! Si nosotros fuéramos ricos como tus amos, no habíamos de reñir mucho.

—¿Riñen Juan Cachaza y su mujer?

—¿Esos? En jamás de Dios.

—¿Pues no son pobres?

—Como las ratas.

—Pues velay cómo se puede ser pobres y vivir en paz, y ser ricos y vivir en guerra.

—¡Canario, que tienes razón!

—Ea, ¿con que irás esta noche un rato al pie de la tapia?

—¡Si te he dicho que hay allí fantasma!—Pues mira, en la vida vuelvo á hablar contigo.—¿Que no?

—No.

—Pues yo había pensado que tuviéramos esta noche un buen rato de palique.

—¿Dónde, si no es en la tapia?

—¿Dónde? En el portal.

—El portal de casa de mi amo se cierra al anochecer.

—Pero puedes tú abrirle con mucho tiento cuando todos se hayan acostado.

—Para abrir la puerta, á un novio se necesita una llave.

—El herrero la hace.

—No, que la hace el cura. Vamos echa aquí una mano y no seas pesado.

—¿Adónde la echo?

—Al cántaro.

—¡Je! ¡je! ¡je! ¡Aúpa!

—Adiós.

—Adiós, alma de los dos.

Rosa echa á andar con su cántaro en la cabeza y Santiago vuelve hacia la era, parándose de cuando en cuando á contemplar á Rosa, hasta que la ve desaparecer tras de las primeras casas del pueblo. Un éstas y las otras va anocheciendo.

—Ea—dice Mariquita,—mientras vosotros acabáis de recoger esto, me voy yo á acostar á mi niña y á hacer en un verbo la cena.

—Mira—dice Juan,—¿quien se mote ahora en casa con el calorazo que hace? Avía la cena, y la despacharemos aquí á la fresca.

—Tienes razón, hijo.

La Mariquita coge á la niña, que duerme á un extremo de la era, acostadita con mucho cuidado en un montón de paja.

—¡Huy, qué rica es la hija de su madre!—exclama queriéndose comer á besos á la criatura.

Y se aleja de la era en dirección al pueblo.

—Chico, chico—dice Juan á Santiago,—basta por hoy de trabajar. Tumbémonos por aquí un rato, y mientras viene la cena, cuéntame un cuento.

—¡Qué cuento he de contar yo!

—¿A que sabes alguno de brujas?

—¡Toma! De esos á manta sé. Como que mi madre sabe más de mil, y no tenía yo seis años cuando ya me los había encajado todos en la mollera.

—¿Y sin duda no te mandó á la escuela, considerando que ya sabías bastante con lo que ella te había enseñado?

—A la cuenta sería por eso.

—Pues oye: ya que hablamos de tu madre, quiero hacerte una pregunta: ¿Por qué llaman á tu madre la Roma, porque es roma de nariz, ó porque es roma de entendimiento?

—¡Canario! Deje usted á mi madre en paz, y oiga usted, si quiere, el cuento.

—Vamos, suéltale.

—«Pues señor, ha de saber usted que había en Algete una mujer con tres hijos, que cabían bajo un celemín, y sabía muchos cuentos de brujas y aparecidos.

Cuando sus hijos lloraban de noche, sonaba con el puño en la pared y les decía:

—El muerto que enterraron la semana pasada viene á buscaros para que vayáis á hacerle compañía en el camposanto, porque le da miedo pasar allí las noches solo.

Y los niños callaban como muertos. Un día á la buena mujer le dió un patatús, y estiró para siempre la pata. Cuando se presentó delante de Nuestro Señor en el cielo, le dijo Nuestro Señor:

—De buena gana te diría que te quedaras aquí sin llenar el requisito de pasar por el purgatorio, porque te falta poco para santa; pero Miguel, el encargado del peso, me ha dicho que tienes contra tí unos cuantos adarmes de mentirijillas, y es preciso que los purgues, que aquí no se hace la vista gorda á nada, como sucede entre los hombres

—¡Señor!—exclamó la de Algeto.—Mire Vuestra Majestad que todos estamos sujetos á equivocaciones, y el señor Miguel puede haberse equivocado, porque yo no he echado una bola en mi vida.

—Hija, ahora la acabas de echar, y no tienes más remedio que ir á purgar esa y las que echástes en Algete.

—Pero, Señor, ¿á quién le eché yo bolas en Algete?

—A tus hijos.

—¡Caramba, que tiene Vuestra Majestad mil razones!—dijo la buena mujer.—Algunas veces engañé á mis chicos contándolos cosas de muertos; pero le aseguro á Vuestra Majestad que si desde luego no he confesado mi culpa, es por habérseme ido el santo al cielo.

—Pues bien; te voy á echar una penitencia muy suave. Estarás en el purgatorio nada más que hasta que cualquiera de tus hijos ponga los pies en el camposanto donde tu cuerpo está enterrado. Me parece que no te quejarás de que es dura la sentencia.

—Dios se lo pague á Vuestra Majestad, que no esperaba yo tanta indulgencia. Casualmente el camposanto de Algete está á la orillita del camino de Coveña, y como mis chicos, desde que han quedado huérfanos, van todos los días á comer en casa de una tía que tienen en Coveña, ya ve Vuestra Majestad, si ellos, que son tan curiosos y diablejos, dejarán algún día, cuando pasen, de colarse en el camposanto por cima de las tapias. Ni una semana estoy yo en el purgatorio.

La de Algete se retiró tan contenta á cumplir su condena; pero han pasado años y años y años, y sus hijos se han hecho viejos sin poner los pies en el camposanto, que cada vez que pasan junto á sus tapias se acuerdan de aquel muerto que quería llevarlos para que le hiciesen compañía, y se alejan del camposanto llenos de terror, por más que oyen una voz muy triste, muy triste, y parecida á la de su madre, que los llama, saliendo del camposanto, y repitiéndola el eco en todas las cañadas de Valderrabé.

Al contar esto, el terror se había ido apoderando de Santiago, que volvía la vista como espantado hacia Valderrabé, nombre que tiene un hermoso vallecito situado entre Coveña y Algete, y donde hay un santuario á cuya sombra se cobija el cementerio de la segunda de estas poblaciones.

—No tiemblos—le dijo Juan;—no temas oir aquella triste voz, que ya la mujer de Algete que la daba está en el cielo, porque sus hijos entraron en el camposanto obligados por la muerte.

—¡Ay, Juan! Ya veo que sabe usted este cuento mejor que mi madre y yo.

—¿Con que tu madre sabe ese cuento?

—Sí.

—¿Y fué ella quien te contó ese y otros parecidos?

—Sí.

—No me contestes ya á la pregunta que antes te hice, pues ya sé que tu madre es más roma de entendimiento que de nariz.

La era en que Juan y su jornalero Santiago se hallaban, está al lado del camino de Algete.

Guando Santiago dirigía la vista, lleno de terror, hacia el mismo camino, vió asomarse por el un bulto que se movía lentamente en dirección á Coveña.

Entonces subió de punto el terror de Santiago, que se acercó á Juan, como buscando su protección.

—¿Qué te pasa, hombre?—le preguntó Juan.

—¿Yo usted aquello que viene por allí?

—¡Vaya si lo veo! Si la vista no me engaña es la mujer de Algete, que, cansada de estar en el camposanto, ha salido á estirar un poco las piernas.

—¡Señor Juan, no tenga usted esasgromas, canario!

Y Santiago se arrimaba, se arrimaba, cada vea más á Juan.

El bulto se acercaba á la era; pero como iba obscureciendo ya, no se distinguía si era racional ó irracional.

Pronto desaparecieron las dudas, y á Santiago le volvió el alma al cuerpo, porque inmediatamente se oyó la temblorosa y cascada voz de la tía Gaceta que decía:

—Buenas noches os dé Dios.

—Buenas las hacía, tía Gaceta—contestó Juan con despego.

—¡Canario, tía. Gaceta, qué susto me ha dado usted!—dijo Santiago.

—¡Qué! ¿Me habías tomado por la fantasma que te salió la otra noche tras de casa de Pepe Berrinche?

—¿Y quién le ha dicho á usted, tía bruja, que me salió allí la fantasma?

—Las brujas lo sabemos todo.

—Pues entonces, ya podía usted decirme que me quería la fantasma.

—La fantasma no te quería á tí, que quería á cierta rosa que trepa á la tapia del jardín de los Berrinches.

—¡Canario, no diga usted eso, tía Gaceta!...

—Hijo, tú me preguntas y yo te respondo; pero ya que te incomodas, hablemos de otra cosa, que en este mundo el que más ignora menos llora.

—Pero, diga usted, ¿la fantasma buscará rosas y encontrará espinas?

—Es verdad que en los rosales no hay rosa sin espinas, pero tampoco hay espinas sin rosas.

—¡Miente usted como una bribona!—exclamó Juan interrumpiendo indignado á la tía Gaceta, á pesar de su habitual longanimidad, por la propensión de la vieja á meter el cisma en todas partes.—En los rosales hay á veces espinas sin haber rosas.

—¡Adiós! ¡Ya saltastes tú!

—Salto porque es una iniquidad el que usted que está con un pie en la sepultura, en lugar de pasar el tiempo encomendándose á Dios, le pase metiendo guerra entre los que viven en paz.

—Quiero abrirle los ojos al muchacho para que no salga un tonto como tú, que por todo pasas; y si tu mujer te dice...

—¡Tía Gaceta, no tome usted en boca á mi mujer, porque salimos mal...

—Bueno, hijo, bueno, no la tomaré; y si te salvas comulgando con ruedas de molino, buen provecho te haga...

—¡Calle, usted, lenguado víbora!

—Ya me callo, hombre, ya me callo... Hijo, con este bochorno vengo ahogadita de sed. Si tuvierais por ahí una pin tita de vino...

—Cerca está la fuente.

—No me atrevo á beber agua, que puede hacerme daño.

—Pues beba usted rejalgar de lo fino.

—¡Calla, mala lengua!

—¡Quién habló que la casa honró!

—Juan, respeta á los ancianos...

—Usted no es anciana; es vieja, que es cosa muy distinta.

—No desprecies las canas...

—Las de usted no son canas; son pelo, que es cosa muy diferente.

—Vamos, no pongas mala cara, ya que Dios te ha dado buen corazón. Si tenéis por ahí la bota, dame una pintita de vino, que me voy á acostar, porque vengo rendidita.

Juan tomó una bota que estaba bajo una espuerta á un extremo de la era.

—Tome usted, á ver si revienta, que al fin y al cabo siempre se ha de salir usted con la suya—dijo alargando á la vieja la bota.

La tía Gaceta no acertaba á quitarse la bota de la boca.

—¡Caramba, suelte usted—dijo Juan quitándosela—que se queda usted dormida como un niño con la teta!

—Vaya usted con Dios, y la del humo.

Hacia la fuente se oyeron pisadas de caballerías, y poco después un «¡Sóo, caráspita!», en el que Juan y Santiago conocieron al tío Jeromo.

—Tío Jeromo, ¿es usted?—preguntó Juan.

—¡Hola, Juan y la compañía! Buenas noches

—¿Viene usted ahora de Madrid?

—Sí, y voy á dar de beber á las caballerías, porque venían sudando al pasar el Jarama, y no las he dejado beber allí.

—Bien hecho.

La tía Gaceta, que, se acercaba á la fuente, metió baza en la conversación.

—Tío Jeromo, guarda la bolsa y habla á la gante.

—¡Qué! ¿Andan brujas por aquí?

—Sí, brujas y duendes que todo lo saben, y á posar de eso tienen que hacerte una preguntilla. Has llevado trigo á Madrid, ¿no es verdad?

—Sí que lo os; pero ¿á usted qué le importa?

—El que pregunta no yerra. ¿A cómo has vendido el trigo, á 40 ó á 42?

—¡Tía Gaceta—exclamó el tío Jeromo poniéndose de reponte hecho una furia—no me tiente usted la paciencia, que voy á hacer el mejor día un disparate!

—Pero ¿no ves, Juan—dijo la tía Gaceta volviéndose hacia los de la era—qué genio tienen todos los de ca los Berrinches? Parece que le he llamado perro judío porque le he preguntado si ha vendido el trigo á 40 ó á 42.

—¡Tía Gaceta, que me voy á perder!...—gritó el tío Jeromo, cada vez mas furioso.

—Vamos, vamos, tío Jeromo—dijo Juan en tono conciliador,—no sea usted así, que no os para enfadarse el que la tía Gaceta le pregunte si ha vendido el trigo á 40 ó á 42...

—Juan, ¿tú también te quieres divertir conmigo?—exclamó el tío Jeromo balbuciente de cólera.

—¡Canario!—dijo Santiago—Si viene usted de mal humor de Madrid, pegue con una esquina y no con los que le preguntan si ha vendido el trigo á 40 ó á 42...

Al oir esto, ya la cólera del tío Jeromo no tuvo límites, y se exhaló en un torrente de denuestos contra el pobre Santiago, que, como Juan, no sabía á qué atribuir el mal efecto que aquella inocente pregunta causaba en el tío Jeromo.

Este abandonó la fuente desahogando su rabia en las pobres caballerías, y poniendo á Santiago y á Juan de brutos é insolentes que no había por donde cogerlos, y á la tía Gaceta de bruja y bribona y borracha, que no había por donde echarla mano.

Juan y Santiago estaban ya echando cálculos sobre la tardanza de la Mariquita en volver con la cena, cuando la Mariquita apareció trayendo en un brazo la niña, y en el otro una cesta de asa, de la cual se exhalaba un olorcillo capaz de resucitar á un muerto.

—Anda, anda, mujer—dijo Juan,—que tenemos ya las tripas como cañón de órgano

—Calla, hombre—contestó la Mariquita,—que vengo dada á Belcebú, ¡Dios me perdone!

—¿Pues que te ha pasado?

—¡Qué me ha de pasar! Que dejé á medio día en el Tasar, partidas y todo, una docena de magras tan ricas para freirlas con tomate, y el Morroño se las ha merendado todas. ¡Vamos si me va á quitar á mí la vida ese animal! El mejor día le mato.

—Verás qué estofado tan rico hacemos mañana con él.

—¡Sí, por supuesto!

—De esta no se escapa.

—¡Ay, mi gato! ¡No me da la gana!

—Que no sea ladrón.

—¡Toma! El animalito de Dios, ¿qué ha de hacer, si es gato?..El nombre lo dice.

—Tienes razón. Quien tiene la culpa de que el gato se haya manducado las magras, no es el gato, que eres tú, que las dejastes en el vasar.

—Justamente. Ríñeme, que muy bien lo merezco.

—¿Y con reñirte volverán las magras al vasar? Mira, en lugar de reñir, veamos de olvidarlas entreteniéndonos, en paz y gracia de Dios, con sus sustitutas.

—No son, sustitutos, que son sustitutos.

—¡Hola, hola! ¿Huevos con tomate? Bien venidos sean. Santiago, ¿qué dices tú de esto?

—¡Qué he de decir! Que ahora que se habla de huevos, me acuerdo de un lance que pasó un día

que estaba yo trabajando á jornal en la huerta de Pepe Berrinche.

—Ea—cuéntale mientras damos fin al contenido de esta fuente y vemos si la tía Gaceta no nos dejó pez con pez la bota.

Mientras Juan va por la bota, la Mariquita aparta dos cucharadas en una taza y guarda la taza en la cesta.

—Ea—dice Juan alargando la bota á su mujer que á su vez se la alarga á Santiago y éste á Juan,—preparémonos con un buen latigazo. ¿Qué es lo que hubo en casa de Pepe Berrinche? Siempre Soria alguna pelotera de las que son el pan nuestro de cada día en aquella casa.

—Cabalmente.

—¡Válgame Dios!—exclama la Mariquita.—¡Que Pepe y su mujer no han de estar en paz un solo día, cuando podían vivir en la gloria, siendo como son ricos, siendo como son buenos y queriéndose como se quieren!

—¡Canario! Eso es lo que dice la Rosa y digo yo y dice todo el mundo.

—¿No sabéis en qué consiste eso? Consiste en que el hombre equivoca la media naranja cuando busca mujer. ¿No sabéis vosotros el cuento de las medias naranjas?

—Yo no—contesta Santiago.

—Ni yo tampoco—añade la Mariquita.

—Pues os le voy á contar.

«Viendo el diablo que Adán y Eva no tenían un quítame allá esas pajas, porque como no había taberna, Adán no se gastaba los cuartos emborrachándose, y como la moda era andar en cueros, Eva no gastaba el jornal de su marido en vestidos y perifollos, dijo para sí:

—Las tabernas y las modas sabe Dios cuándo se inventarán. Estos tendrán hijos, y si sus hijos y sus nietos y sus tataranietos salen tan avenidos, como ellos, ¡estoy aviado como hay Dios!

El diablo se pasó aquella noche cavila que cavila, y á la mañana siguiente, apenas Dios, amaneció, trás, tras á la puerta de Adán y Eva, que estaban aún en la cama.

—¿Qué se le ofrece á usted tan temprano, vecino?—le contestó Adán.

—Hombre—contestó el diablo,—he encontrado en dos naranjos dos naranjas hermosísimas, y como yo siempre me acuerdo de ustedes, traigo para usted la mitad de una que era de las del Moro, y para su parienta de usted la mitad de la otra, que era de las de la China. Con que ahí tienen ustedes para postre cuando almuercen. Verán ustedes qué ricas están con un polvíto de azúcar.

—Muchas, gracias, vecino.

—Vecino, no hay de qué darlas.

Adán se volvió á la cama con su mujer, dejando en el comedor las medias naranjas, y el diablo se fué á trabajar en la invención de la baraja, que era el gran proyecto que entonces traía entre manos. Poco después se levantaron Adán y Eva y se pusieron á almorzar. Cuando ya se iba á levantar la mesa.

—¡Caramba!—dice Adán.—Que tenemos aquí postro y no me acordaba.

Y coloca sobre la mesa las dos medias naranjas; pero eran, tan parecidas, que Adán por coger La del Moro, que era la suya, cogió y se zampó la de la China, que era la de su mujer, y desde entonces él y su mujer armaron cada día una pelotera, y sus hijos salieron tan propensos á equivocar su media naranja, que de cada cien no hay diez que no la equivoquen»:

—Pues por lo visto también la equivocó Pepe Berrinche—dice Santiago.

—Y yo acerté con ella—añade Juan mirando amorosamente á su mujer.

—¡Canario! ¿Si querrá Dios que yo haya acertado con la mía? Eso que la tía Gaceta ha dicho de la fantasma me ha dado un poquillo en que cavilar.

—No hagas caso de las habladurías de la tía Gaceta, y cuenta lo que pasó en casa de Pepe Berrinche.

—Pues lo que pasó fué lo que ustedes van á oir. Debajo de la escalera de la huerta está colgado un cesto para ponedero de las gallinas. Cuando íbamos á comer, oímos á una gallina cantar el «Ahí queda eso», que, según dice el tío Jeromo, eso significa lo que cantan las gallinas así que sueltan el lluevo. Pues señor, baja Pepe al ponedero y sube con un huevo de dos yemas, que, salva la parte, era como mi puño. «Vean ustedes, dice, qué huevo ha puesto la gallina blanca». «No, que le ha puesto la negra», dice la señora Isabel. «¡Si he visto yo saltar del ponedero á la blanca!», replica Pepe. «¡Si he visto yo saltar á la negra!» «Pues te has equivocado.» «Pues el que se ha equivocado eres tú».—Que si era la negra, que si era la blanca, van enzarzándose, enzarzándose de palabra el señor Pepe y la señora Isabel: el tío Jeromo, queriendo meter paz, coge ni señor Pepe del brazo para obligarlo á sentarse á la mesa; al señor Pepe se le atufan las narices y pegando un puntapié á la mesa. Lo hace todo pedazos; á la señora Isabel la da un patatús; la Rosa y el tío Jeromo lloran; hay que llamar al cirujano, y en estas y las otras nadie comió aquel día en la casa...

—¡Válgame Dios qué vida!

—Pues aguarde usted, tía Mariquita que en toudavia falta lo mejor del cuento. Así que la señora Isabel se sosegó un poco, la Rosa, que había visto, como su ama, salir del ponedero á la gallina negra bajó al ponedero y se encontró entre la paja otro huevo casi caliento, que por lo visto había escondido la gallina blanca al escarbar para poner el suyo. De modo y manera que el señor Pepe y la señora Isabel tenían razón en cuanto á las gallinas.

—Pero ni la señora Isabel ni el señor Pepe la tenían en cuanto á la disputa.

—Justo y cabal.

—Pues oyó: tú y la Rosa, que os váis á casar pronto: y habéis visto esas peloteras y otras por el estilo, no debéis echar en saco roto lo que habéis visto.

—¡Canario! ¡Ya se ve que no lo echaremos!

Pepe y su mujer y Santiago han dado fin al contenido de la fuente y al de la bota.

—Ea, yo me voy á acostar á mi niña—dice Mariquita recogiendo los bártulos.

—¿Qué es eso?—le pregunta Juan reparando en lo que habia apartado en la taza.

—Es para mi pobre gato, que como estaba tan enfadada con él, no lo dí nada cuando hice la cena

—contesta Mariquita.

—Veneno lo daría yo.

—¡Anda, judío!..¿Con que se queda Santiago guardando la era?

—Sí.

—Pues entonces, —vámonos nosotros, que ya es tarde.

—Anda, vete para allá, que yo voy en cuanto echemos un cigarro.

Juan y Santiago se sientan á fumar sobre el montón del trigo sucio.

—A ver sí prendéis fuego al trigo, enemigos malos. ¡Mal haya, el tabacazo!

—Anda, gruñona, que ya te entiendo; tú quisieras llevarme siempre prendido á la falda.

La Mariquita se aleja de la era, y Juan y Santiago continúan sobre el montón de trigo chupando cigarros de papel del tamaño de un alfiletero.

—Señor Juan, ¿sabe usted lo que digo?

—¿Qué?

—Que cuando voy por casa del señor Pepe Berrincho se me quitan las enticionede casarme, y cuando voy por la de usted me vuelven de firme. ¿Qué me aconseja, usted?

—Que te cases.

—¿Y si he equivocado la media naranja?

—Que te contentes con la que has escogido, porque los hombres de bien no deben escoger dos veces. Las naranjas agrias, agrias son siempre, pero el que no os lerdo siempre encuentra medio de hacerlas pasaderas.

VI

Apenas se despidió Juan Cachaza de Santiago, este sintió pisadas hacia el camino de Algete; pero como la luna no hubiese salido aún, en vano trató Santiago de averiguar quién se acercaba dando trompicones á causa de la obscuridad. Sin embargo, su incertidumbre duró muy poco.

Cuando nos vemos asaltados de un pensamiento importuno, solemos instintiva y maquinalmente ponernos á hablar ó á cantar para ahuyentar aquel pensamiento. Santiago se puso á cantar para ahuyentar el miedo que le causaba el ruido de las pisadas que se iban acercando.

—Buenas noches, Santiago.

—Buenas noches tío Piqueta. ¿De dónde se viene por ahí tan tarde?

—Do Valderrabé.

En Valdorrabé hay, como hemos dicho, una ermita á cuyo amparo está el cementerio de Algete, cementerio que llamaríamos hermoso si no nos costara trabajo aplicar tal adjetivo á una cosa tan esencialmente triste como lo son los camposantos, por alegres que sean.

Sólo el nombre de Valderrabé hacía siempre estremecer á Santiago, porque le recordaba el lastimero grito de aquella mujer de Algete que en vano llamaba á sus hijos para que, visitando su sepultura, la librasen de las penas del purgatorio. Así fué que todos sus temores se renovaron al oir al tío Piqueta, que era el padre de su novia y de oficio albañil, decir que venía de Valderrabé.

—¿Y qué se ha echo usted por allí?

—Hombre, allí hemos estado haciendo unos remiendillos en las sepulturas, que los de Algete se han empeñado en que su camposanto eche la pata á los de Madrid, y me parece que se van á salir con la suya.

—¡Canario! ¿Con que tan bueno es?

—Da gusto entraren él. Mañana voy á rematar la obra y si quieres llegarte por allá verás una cosa de gusto.

—Que aprovecho como si fuera leche, tío Piqueta.

—¡Qué! ¿Tienes miedo á los muertos?

—¡Qué canario! ¿por qué no he de decir la verdad? Sí que le tengo.

—Pues si yo te contara lo que me ha pasado esta noche...

—¿Qué ha sido? ¡Canario, venga usted acá y me lo contará mientras echamos un cigarro!

El tío Piqueta se llegó á la era, y él y Santiago se sentaron á fumar sobre el montón de trigo.

—Pues has de saber—dijo el albañil—que en el camposanto de Valderrabé hay muchas cosas buenas.

—Para el que le gusten.

—Y para todo el mundo, que lo bueno siempre os bueno. Allí está enterrado un cura de Algete que le llamaban D. Pedro López Adán, y tiene en la lápida un versa que mejor no le sacan los poetas de Madrid. EL mismo difunto lo sacó.

—¡Canario! ¡Qué miedo! ¿Después de muerto?

—No, hombre.

—Pues entonces no le sacó el difunto. ¿Cómo dice?

—Déjate, á ver si me acuerdo... Dice:


COMO TÚ TE VES ME VÍ,
COMO ME VES TE VERÁS:
NO OFENDAS Á DIOS, QUE ESTÁS
MUY CERCA DE ESTAR AQUÍ.


La cita de este epitafio, que existe aún en el cementerio de Valderrabé, que debe ser de algún discípulo de Góngora, y que realmente asusta por la tremenda verdad que encierra, infundió á Santiago tanto miedo como el recuerdo de la consabida alma en pena.

—¿Sabe usted, tío Piqueta, que oyendo eso le tiemblan á uno las carnes?

—¿Pues qué te sucedería si hubieras visto lo que yo esta noche?

—Vamos, diga usted que ha sido.

—Esta tarde estuvieron allí unos señoritos de Algete, que venían de una merendona, y se pusieron á chancearse con unas calaveras amontonadas en un rincón del camposanto.

—¡Canario! ¡Qué judiada!

—No tenían ellos toda la culpa.

—¿Pues quién la tenía?

—Un morenillo de Valdepeñas que iba con ellos. «¿Si será ésta, dice uno, la calavera del lío Chupa-cepas, que cuando no tenía vino bebía agua de sarmientos?» «Si lo os, respondo otro, veréis cómo en cuanto le enseñemos la bota desde la puerta se va tras de nosotros á la querencia,»—Yo, la verdad, estaba un poco asustado oyéndolos, porque no me gustan bromas con los muertos. ¿Pues qué creerás tú que hicieron aquellos herejes? Cuando se marchaban empezaron á enseñar á la calavera una bota de vino desde la puerta, gritando: «¡Tío Chupacepas, venga usted á echar un trago, que este no es agua de sarmiento en enfusión!» A mí se me erizaban los pelos oyendo á aquellos sacrílegos, y figúrate tú cómo me quedaría cuando de repente veo que se muevo un poco una calavera.

—¡Jesús, qué miedo!—exclamó Santiago acercándose más al tío Piqueta.

—Los de Algete se marcharon y yo contínue mi trabajo, diciendo: «Qué canasto, la movición de la calavera debe haber sido aprensión mía.» Llegó la noche, y como ya me faltaba luz para trabajar, recogí la herramienta y me salí del camposanto para venirme hacia acá; pero cátate tú que cuando estaba cerrando la verja, oigo ruido dentro como de una cosa que rodaba, miro..¡y veo que la calavera Viene rodando hacia la puerta!..

—¡Dios nos ampare!—exclama Santiago casi abrazando á su futuro suegro y poseído de indescriptible terror.—¿Y qué hizo usted entonces?.

—¿Qué hice? Tomar más que á paso camino da Coveña.

—¿Y no lo ha pasado á usted nada en el camino?

—Al subir la cuestecilla del arroyo sentí rodar por el suelo de una cosa que sonaba como la calavera.

—¡Toma! Y sería olla.

—Eso pensé yo entonces y cogí un susto de los buenos; pero al llegar al pie del cerro del Castillo eché de menos en la espuerta el puchero de la comida, y me convencí de que se me había caído al subir la cuesta del arroyo, y de que él era lo que sonaba rodando como la calavera de marras.

—Pues á mí me da un ensulto si me pasa lo que á usted.

—Hombre, el caso no era para tanto.

—¡Canario! ¡Pues ahí es poco andar sola una calavera!.

—Cosa que asombra es; pero tal voz no habrá milagro en ello.

—¡Pues no le ha de haber!

—Hombre, muchas cosas parecen milagro y no lo son.

—¿Cuáles?

—Una de ellas el que te quiera mi hija siendo tan cobardote.

—Pues no le sabe muy bien que lo sea.

—Y hace muy bien.

—Pero ¡canario! ¿tiene uno la culpa, verbo y gracia, de que haya fantasmas tras de la huerta de los Berrinches?

—¿Y qué fantasmas hay allí?

—¡Toma! Una que me salió el martes á las diez, de la noche.

—¿La viste tú?

—No señor, que hacía muy obscuro, pero la sentí correr tras de mí.

—Pues esa noche pasé yo por allí á la hora que dices, cuando venía de trabajar de Paracuellos, y sintiendo que andaba junto á la tapia mi burro, le corrí hasta el otro lado del arroyo para que no entrara á hacer daño en la huerta por el pedazo de tapia medio caída.

—¡Calla!..¿Dice usted que sintió á su burro?

—Si.

—¡Canario! ¡Pues si allí no había entonces ninguno más que yo!

—Pues serías tú el que sentí.

—Y la fantasma, me corrió hasta el otro lado del arroyo.

—Pues la fantasma era yo, y el burro tú.

—De juro.

—Ea, con que buenas noches, que me voy á acostar á ver si madrugo para volver temprano al camposanto de Valderrabé á concluir aquellos remiendillos.

—Yo que usted, como no volviera en andas...

—¡Anda, cobarde! Buenas noches.

—Diquiá mañana.

—Cuidado no baje por ahí rodando la calavera.

—¡Canario, tío Piqueta, que no gasto usted chanzas pesadas!

El tío Piqueta baja al pueblo, y Santiago queda en la era pensando en el epitafio del cura de Algete y en la calavera del tío Chupacepas.

Un airecillo se ha levantado poco á poco, y cada vez que á su impulso rueda un cardo seco hacia el camino de Algete, el pobre Santiago cree oír rodar la calavera y tiembla como un azocado y pierde el aliento y apenas tiene fuerzas más que para santiguarse é invocar en su ayuda al Santo Cristo del Amparo, patrón de Coveña.

El viento sopla cada vez más fuerte y silba en las ventanas de la ermita de San Roque, que está al pie del corro del castillo, aumentando el terror del pobre Santiago, á quien parece aquel silbido el ¡ay! de la mujer condenada al purgatorio por contar á sus hijos embustes de muertos y aparecidos.

Santiago no se atrevo ya á pasar la noche en la ora entregado á aquel terror y aquel sobresalto continuo; pero tampoco se atreve á irse á su casa, porque pueden limpiar el trigo que Juan ha dejado sucio, y en tal caso á nadie más que á él echará Juan la culpa.

Después de profundas cavilaciones, encuentra un medio que concilia su obligación de guardar la era y su necesidad de calmar el sobresalto en que se halla su espíritu.

Este medio consiste lisa y llanamente en pasar la noche en compañía del guarda de otra era, propia de Pepe Berrinche no muy distante, volando desde allí por la seguridad de la que lo está encomendada.

Tan pronto como lo ocurre esta idea, la pone en práctica; la era de Juan Cachaza, queda enteramente sola, y Santiago se contenta con aplicar de cuando en cuando el oído hacia ella desde la de Pepe Berrinche.

El viento continúa soplando cada vez más recio.

Santiago y el guarda de Pope Berrinche notan á favor de la luna, que comienza á aparecer, una especie de humo que se extiendo por toda la parte de las eras.

—Será, niebla, porque la noche ha refrescado—dice Santiago.

—La niebla no huele á paja quemada—replica su compañero.

—Vendrá el humo de la tahona de Coveña.

—En la tahona queman retama y tomillo y no paja.

Y cuando ambos guardas estaban aún en qué será, qué no será eso humo, una gran hoguera ilumina de repente todas las afueras altas de Coveña.

Santiago lanza un grito de terror al ver que el fuego es en la era de Juan Cachaza, adonde se dirigen á escape él y su compañero.

El montón de trigo que constituye toda la cosecha del pobre Juan Cachaza es presa del fuego, que avivado por el viento, envuelve ya toda la hacina.

En vano Santiago y el guarda de la era de Pepe Berrinche se esfuerzan por dominarle. Chamuscados y faltos de toda esperanza 011 sus propias fuerzas dan la voz de:

—¡Vecinos! ¡Fuego! ¡fuego!

inmediatamente cesa el profundo silencio que reinaba en la población, reemplazándolo ayes lastimaros, golpes á las puertas, ruido de puertas y ventanas, y por último, el lúgubre toque de fuego.

Todos los vecinos de Coveña y el primero de todos Pepe Berrinche, acuden al sitio del siniestro; pero ¡ay! inútilmente, porque el fuego ha consumido toda la cosecha del pobre Juan Cachaza.

Juan, cuando ya nada le queda en la era con que consolarse más que la compasión y las simpatías de sus vecinos, piensa, para consolarse, en su mujer y su hija, y se encamina á su hogar ya más pobre y triste que nunca, y al llegar á la fuente encuentra á su mujer, que con la niña en brazos ya llorando sin consuelo, porque ya le han dicho que se ha consumado su desgracia.

Juan, que apenas sabe leer, no ha aprendido en los libros santos ni en los profanos los deberes del hombre; pero por una divina intuición que en los rústicos de espíritu levantado suplo á la sabiduría que se adquiere en los libros, sabe que Job debe ser imitado por los hombres, como debe serlo por las mujeres la mujer fuerte del Evangelio.

Y al ver llorar á la compañera de sus tristezas y de sus alegrías, la estrecha en sus brazos, no bañándola con sus lágrimas, sino fortaleciéndola con su sonrisa, y le dice:

—No llores, no, que si es Dios justo cuando nos da las mieses, no puedo menos de serlo también cuando nos las quita. Con los ojos ciegos de lágrimas y la frente abatida por la tristeza, no se busca el bien, que se busca con los ojos enjutos y la frente levantada. Fuerza tengo en los brazos y voluntad en el alma. ¿Te parece á tí que con estas dos cosas no se encuentra en España lo que para vivir necesitan los pobres? Echa muy enhoramala el llanto, que con ese montón de ceniza que queda en la era abonaremos las tierras, y verás cómo el año que viene nos la Dios doble cosecha que hogaño.¿Sabes tú la copia que cantaba mi difunto padre? Pues si na la sabes, te la voy á decir:


El rico está siempre triste
y el pobre está siempre alegre.
porque uno ser rico espera
y el otro ser pobre tome.


—Tiene razón Juan—dijeron Pepe Berrinche y otros vecinos que estaban presentes.

Y Mariquita, enjugando las lágrimas del dolor para dar salida á las del amor y la alegría, alzó los ojos al cielo, exclamando:

—¡Bendito seas, Señor, que has colocado en mi casa la dicha al lado de la pobreza!

No sé qué amargo sentimiento se agitó en el corazón de Pepe, pues el rostro de éste se entristeció, y á sus ojos asomó una lágrima.

Aquella lágrima y aquella tristeza desaparecieron muy pronto, pues Pepe, al separarse de sus vecinos, frente á su casa, y por consiguiente frente á la de Juan, dijo á éste y á la Mariquita en tono alegro y cariñoso:

—Ea, á dormir y no penséis en el trigo, que, como ha dicho Juan, Dios os dará cosecha doble el año que viene.

—¡Ay, sí!—contestó la Mariquita—Pero entro tanto.

—Entre tanto, le interrumpió Pepe—en mi era hay dos montones, cada uno tan grande como el que se ha quemado en la vuestra, y uno de ellos vendrá mañana, á vuestra panera, que la gracia de Dios se ha de partir.

—¡Gracias, gracias, señor Pepe!—exclamaron Juan y su mujer casi llorando de alegría y agradecimiento.

Pero Pepe se apresuró á meterse en su casa recomendándoles que dejaran no sé qué para las mas de los curas.

VII

Cuando Pepe entró en su casa, el tío Jeromo salió á recibirle al alto de la escalera.

—¡Caráspita! Me alegro que vengas—dijo el viejo—porque ya no podía con la fiera de tu mujer.

—¡Adiós con la colorada! ¿Ya andan ustedes de pelea? ¿No le tengo á usted dicho, tío Jeromo, que no dispute con la Isabel? Es usted lo más...

—Soy lo más borrico que come pan en darme malos ratos por vosotros, en Vez de decir: «¡A ver cómo no se descuernan!» ¡Ah! ¡Si levantara la cabeza el pobrecito que como tierra!...

—¡Adiós! ¡Ya salió aquello! Pero hombre, ¿que os lo que ha pasado?

—¡Que ha de pasar! Que tu mujer dale que ha de ir á la era de Juan Cachaza, estando, como quien dice, con un pie en la sepultura del berrinche de ayer. Y porque yo no se lo he permitido, se ha puesto conmigo como un toro, y ha habido aquí la de Dios es Cristo; de modo que si no vienes tan pronto, lo digo: «¡A ver cómo no te lleva pateta!», y la dejo ir. ¡Mira tú qué falta haría ella en el fuego! La que los perros en misa.

—Ha hecho usted bien en no dejarla ir, porque en tales casos las mujeres sólo sirven de estorbo, y estando tan delicada, le hubiera costado cara la imprudencia; pero ¡por Dios, tío Jeromo, no la exaspere usted!

—¡Amigo, muchas gracias! ¡Con que tras de cornudo apaleado!..La culpa me tengo yo no...

—Pero, hombre, escuche usted...

—¡Ingratos!

—¡Tío Jeromo por María Santísima, no me saque usted de mis casillas!

—De tu casaza me sacarán á mí pronto para llevarme al camposanto con la vida que me dáis.

Pero hace heroicos esfuerzos para contener su, enojo.

—Pero, tío Jeromo, escúcheme usted...

—¡Sí, sí contémplalo un poco, lávalo la cara, dalo las gracias por el buen rato que ha dado á tu mujer!—exclama desde la cama la señora Isabel en tono capaz de hacer perder la paciencia al mismo Juan Cachaza.

Y al verse Pepe abrumado de reconvenciones por uno y otro lado; al ver que allí todo el mundo había y nadie se entiende, pierde los estribos y une sus gritos y sus apostrofes á los de su mujer y el tío Jeromo, y rabia y patea y llora y maldice su suerte y se tumba en la cama en la alcoba del gabinete opuesto al que ocupa su mujer.

Por fin todo queda en silencio.

Pasa una hora y otra y otra, y los criados dan cabezadas y roncan, este sentado por aquí, y el otro tumbado por allá, esperando que sus amos salgan á cenar.

Por fin Rosa se decido á entrar á preguntar á sus amos si se los ofrece algo y recibo un sofión de su ama, que está odiada sobre la cama sin desnudarse. Segura de hallar la misma acogida en su amo, pasa al gabinete opuesto y ve á Pepe también tumbado sobro la cama.

—¿Quiero usted algo?—lo pregunta.

Pero su amo no respondo.

Se acerca á la cama y repito la pregunta; pero la repito inútilmente.

Acerca la luz á la cara de su amo, y al ver á éste encendido como la grana, respirando con dificultad y inmóvil, grita:

—¡Ay, Dios mío, que á mi amo lo ha dado algo! Oir, así la Isabel como el tío Jeromo y los demás criados, estas palabras y precipitarse al gabinete, todo es uno.

—¡Pepe, Pepe de mi alma!—exclama Isabel prorrumpiendo en llanto y procurando despertar á su marido.

Pero ésto continúa inmóvil y como insensible á cuanto pasa á su alrededor.

—¡Mira Isabel!—grita desesperado el tío Jeromo—mátame, haz que me arrojen por ose balcón, haz que me echen á un presidio, que yo tongo la culpa de todo, que yo he matado al pobre de tu marido!

Y acercando los labios al oído de su amo, continúa:

—¡Pepe, Pepe, vuelve en tí y perdóname!... ¡Ay Dios mío! ¡No me oye!... ¡Está muerto!... ¡Virgen de Valderrabé!... ¡Ay! Si el pobre señor Juan levantara la cabeza y viera que el tío Jeromo ha matado á su hijo...

Al mismo tiempo Isabel grita y besa á su marido y se echa á sí misma toda la culpa de aquella desgracia.

—¡Señora, por Dios!—le dice Rosa.—Tenga ustéd valor y sea lo que una mujer como Dios manda debe ser en estos casos.

—¡Sí, sí, tienes razón!—contesta Isabel haciendo un supremo esfuerzo de voluntad.—Id volando á llamar al cirujano.

Y mientras los criados cumplen la orden de su ama ésta exclama con toda la efusión de su alma;

—¡Santo Cristo del Amparo, sálvamele, sálvamele, que mi agradecimiento será eterno!

Y pone en juego todos los remedios caseros para procurar alivio á su marido.

El cirujano viene, y encontrando á Pepe con un ataque cerebral, lo hace una sangría, con lo cual consigue devolverlo el conocimiento y proporcionarle notable alivio.

—Hombre tenemos—dice el facultativo al retirarse.

Y entonces Isabel y el tío Jeromo lloran de alegría.

Al salir el sol vuelvo el cirujano, y viendo que continúa rápidamente el alivio, levanta la prohibicion absoluta de hablar al enfermo.

Isabel se sienta á la cabecera de la cama, en tanto que el tío Jeromo oyendo tocar á misa, va á oírla, á pesar de que es día de trabajo y no acostumbra á ir á misa más que los días de precepto.

—¡Pepe de mi alma, perdóname!

—Isabel, quien tiene necesidad de perdón soy yo. Dios, que os hizo á las mujeres débiles de cuerpo y alma, debe perdonaros las faltas y debilidades de carácter; pero no así á los hombres, que hemos sido puestos á vuestro lado para que os demos ejemplo de prudencia y de generosidad. Grande fué el que me ofreció anoche Juan, un hombre que carece de la educación que yo he recibido, y sin embargo no supo imitarle. Dios me castigó, y este castigo, que no ha sido tan cruel como el que yo merecía, será una lección que nunca olvidaré. El apodo que hasta aquí he oído con indiferencia, lo oiré con complacencia en lo sucesivo, porque servirá para recordarme mis faltas; pero no le mereceré en lo sucesivo. ¿Dónde está el tío Jeromo?

—Ha ido á misa.

—Es decir, á pedir á Dios por mí.

—Sin duda.

—¡Pobre tío Jeromo! ¡Desgracia tiene en servir á quien olvida que los ancianos merecen la indulgencia que nunca se niega á los niños!

—¡Si hubieras visto cuánto ha llorado y cuánto se ha desesperado creyéndose causa de tu mal!...

—Mira, Isabel, no hablemos más de nuestras disensiones. Evitémoslas de hoy en adelante, y al fin gozaremos la felicidad doméstica que envidiamos á los pobres que viven ahí enfrente.

—Pobres llamas á Juan y su mujer, y razón tienes para ello, porque por bien avenidos y trabajadores que sean, ¿cómo Tan á vivir después de haber perdido la cosecha?

—Dios no desampara á los pobres.

—Pues mira, yo he pedido al Santo Cristo del Amparo que te salvara, ofreciéndole que mi agradecimiento sería eterno. ¿No te parece que el Señor agradecería el que reparásemos la desgracia del pobre Juan?

—Anoche me anticipó á tus deseos ofreciéndole la mitad del trigo que tenemos en la era.

Isabel inclina como avergonzada la frente sobre el pecho de su marido, exclamando con los ojos arrasados en lágrimas:

—¡Y yo, en vez de recibir con los brazos abiertos y bendiciones en los labios al que tan santa obra acababa de hacer, le recibí con denuestos y provocaciones!.

—¡Isabel, por Dios, te ruego que no volvamos á hablar de eso!

Isabel y Pepe no volvieron en efecto á hablar de aquéllo; hablaron de la felicidad que podía sonreirles, jóvenes aún, ricos, estimados de sus convecinos, y más que todo, amándose mutuamente, si no con el amor exaltado de la adolescencia, semejante á la cerveza que arroja estrepitosamente el tapón, que toda es espuma, y que se corrompe apenas se pone en contacto con el aíro, con el amor tranquilo de la edad viril, semejante al vino de Jerez, que, sin arrojar el tapón de la botella, ni escaparse de ésta, herviente y espumoso, da salud y alegría, y conserva con creces toda su fortaleza y su virtud á través de los, años y de los elementos corruptores que le rodean»

Mientras esto pasaba en casa de Pepe Berrinche, pasaban cosas muy diferentes en la plaza.

Bajo el toldo de estera que sombreaba la puerta de la tienda de la Buena moza, estaban ésta y su vecina la tía Claudia; la primera sentada en una silla, y la segunda de pie á su espalda peinándola.

—Como yo no me puedo mover de aquí por la mañana—decía la Celedonia—porque la miaja que una vende, lo vende á esa hora, no he podido llegarme á ver al podre señor Pepe; pero mi Pascualillo ha ido y le ha dicho la Rosa que está ya casi bueno.

—Hija, ¡qué dolor hubiera sido que, por una disputa sin fuste ni fundamento, se hubiera desgraciado un hombre de tan buen corazón como el señor Pepe, y hubiera quedado viuda una mujer tan de su casa y tan amiga de hacer bien á las vecinas como la señora Isabel!

—¡Ya se ve que hubiera sido un dolor! Mira tú lo que me ha contado Santiago: que el señor Pepe lo ha regalado al pobre Juan Cachaza un montón de trigo, mayor aún que el que se quemó anoche.

—¡Bien haya su alma, y Dios lo dé por tan buenas obras lo único que necesita, que es un hijo, para que haya paz en su casa!

Santiago el de la Roma aparece en escena.

—Dios guarde á ustedes.

—Y á tí también. ¿Vienes á echar la mañana?

—Lo que es hoy no la hago á usted gasto, seña Celedonia, que la señá Mariquita nos ha preparado un almuerzo de los buenos, y hemos almorzado hasta alcanzarlo con el dedo, así que hemos recogido el trigo que el señor Pepe Berrincho ha recalado al señor Juan Cachaza.

—Pero, hombre, ¿qué hiciste tú anoche para que se prendiera fuego en la era?

—¡Canario, yo no hice nada! Habíamos estado fumando sobre el montón de trigo el señor Juan y yo, y á la cuenta cayó una chispa, y así que arreció el aire, el fuego, que había estado escondido, dijo allá voy.

—Si soy yo la tía Mariquita, os araño á tí y á su marido por haberos puesto á fumar allí.

—Pues la tía Mariquita ni siquiera lo ha mentado.

—Porque no lo sabrá.

—¡Pues no lo ha de saber, canario! Como que nos vió fumando sobro el trigo. Pero la tía Mariquita se parece á su marido, que, cuando el mal no tiene remedio, se deja de disputas, y perdona al que tiene la culpa del mal.

—¿Y qué traes tú por aquí?—pregunta la tía Claudia á Santiago.

—¡Qué he de traer! Venía á ver si había vuelto ya de Valderrabé el tío Piqueta.

—No ha vuelto aún; pero no tardará, que al ser de día ya había salido para allá.

El tío Piqueta aparece por la esquina con la espuerta de la herramienta al hombro.

—¡Calla!—dice Santiago.—En nombrando al ruín de Roma...

—El ruín serás tú—replica la señora Claudia algo amostazada.

—Es un decir.

—¡Hola, valiente... comedor!—dice el tío Piqueta, ciando con una mano en el hombro de Santiago y con la otra echando al suelo la espuerta.

—Buenos días, tío Piqueta.

—¡Vaya usted muy noramala, trasto, y ponga usted motes á la... ¡Tío Piqueta! Ya podías hablar con más respeto al que, como quien dice, es ya tu padre.

—Usted ha de perdonar, tía Claudia.

—¡Eh! Dejarse de disputas. Tío Piqueta me llaman, y á mucha honra, que es por que sé manejarla.

—Diga usted, tío Pi... digo maestro, ¿qué hay de bueno par Valderrabé, que por el aquél de saberlo venía?

—Pues lo vas á saber ahora mismo. Has de sabor que apenas entré esta mañana, entre dos luces, al camposanto, encontré la calavera del tío Chupacepas junto á la verja.

—¡Canario, qué miedo!

—Como el terreno está más bajo á la entrada que al otro extremo del camposanto, la calavera no había tenido fuerza para subir la cuestecilla, y se había quedado al pie de ella; pero así que yo entré dió un salto.

—¡Jesucristo, qué miedo!

—Miedo tenía seguramente, pues echó á correr, y en un abrir y cerrar de ojos desapareció por la rendija de una sepultura.

—¡Canario, qué milagro! ¿La calavera?

—No, hombre; un ratoncillo que salió de ella.

—¡Calla! ¿Eso es decir que el ratón era el que la hacía rodar anoche?

—Justo y cabal.

—¡Canario! Bien decía usted, que no todo lo que parece milagro lo es.

—Allí verás tú.

Un nuevo personaje tenemos en escena. Es la tía Gaceta, que viene por la calle que desemboca en el olivar.

—Buenos días, hijos.

—Buenos días, tía Gaceta. ¿Cómo va?

—¿Cómo queréis que me vaya, probrecita de mí, cargada de años y necesidad? Mira, buena moza, sácame dos cuartitos de aguardiente, y con tu permiso voy d sentarme aquí un poco, que me estoy cayendo de débil.

La tía Gaceta se sienta en la silla de donde acababa de levantarse la Celedonia, y ésta le saca un vasito de aguardiente, que la vieja se bebe saboreándolo con indecible delicia.

—Tía Gaceta—dice Santiago,—¡que buena era usted para cura, canario!

—¿Por qué?

—Porque desocupa usted bien las vinajeras.

—¡Vaya una comparanza!—dice la Celedonia disgustada.

—Usted ha de perdonar, tía Celedonia, que no he dicho nada malo.

—Ni nada bueno.

—¡Canario! ¿A quién he ofendido yo?

—A mí.

—¿Tiene usted algo que ver con los curas?

—Lo tendré sino mañana ú otro día.

—¡Ah! ¡Ya caigo! ¿Lo dice usted porque Pascualillo va á estudiar para cura?

—Y tres más que lo digo.

—¡Sí, no va poco largo eso!

—¡Así tuviera la edad!

—Dirá usted los estudios.

—Los estudios pronto los hace, que ya le he comprado la gramática latina, y él, que tiene buena memoria, pronto la aprende de carretilla.

—¡Canario! Si yo supiera leer, me hacía también cura.

—¡Mira el zoquete ese!—exclama la tía Claudia.—¡Qué querencia le tendrá á su novia cuando dice eso!.

—¡Pero, canario, tía Claudia, si es un decir!

La gente comienza á salir de la iglesia, y Pascualillo, que ha ayudado á misa, viene á aumentar los interlocutores de la escena que vamos describiendo.

—Madre—dice—voy á ver sí me aprendo hoy cuatro hojas de la gramática.

—¡Bien, hijo, bien! ¿Cuántas te sabes ya?

—Lo menos la mitad.

—¿Ven ustedes cómo ya sabe la mitad del latín?—dice la Celedonia reventando de orgullo.

—En esto el tío Jeromo sale de la iglesia, donde ya no quedaba nadie más que él

—Pascualillo, hijo—dice la tía Gaceta—sube á la torre y repica las campanas, que hoy es gran día en Coveña.

—¿Por qué, tía Gaceta?

—Porque se ha convertido un judío.

—¿Qué judío?

—El tío Jeromo, que en día de trabajo ha ido á misa y sale el último de la iglesia.

—Tía Gaceta—dice el tío Jeromo con una mansedumbre poco común en él,—¡por Dios le ruego á usted que no sea provocativa!

—Tú por fuerza has cometido algún pecado gordo—continúa la tía Gaceta.—¡Ah! ¡Ya caigo!—añade.—Es que estuviste ayer á vender trigo de tus amos.

—Al tío Jeromo se le enciende de ira el rostro; pero las palabras de la vieja quedan sin contestación.

—¿A cómo dices que vendiste ayer el trigo?

—Vamos, tía Gaceta, no me tiento usted la paciencia contesta el tío Jeromo, dominando su enojo.

—¿Fue á 40 ó á 42?.

El tío Jeromo inclina tristemente la cabeza haciendo un gran esfuerzo para no incomodarse, y sin contestar se dirige á casa.

—¡Canario!—dice Santiago.—Sí que parece otro el tío Jeromo.

—Cabal que lo parece—asienten el tío Piqueta, y las mujeres.

—¡Toma!—dice Pascualillo.—Hoy no rabia ni echa pecados porque se ha confesado antes de misa

VIII

Era una hermosa noche de verano.

Todo yacía en silencio en Coveña, que acababa de darlas doce el reloj de la iglesia parroquial, y los moradores de la aldea dormían con la tranquilidad de alma y el bienestar de cuerpo con que Dios recompensa así que llega la noche á los que pasan el día noblemente ocupados en el trabajo

Sólo turban el silencio de la noche el ladrido de algún perro en el pueblo, el canto de las ranas en las charcas del arroyo, y en los campos circunvecinos eso infinito y vago concierto que alza en las noches de verano la gran orquesta en que sobrasa len las notas del grillo como en la orquesta de nuestros teatros las notas del clarinete.

—Sólo allá, muy lejos, en la carretera de Francia, que se descubro al Poniente de Coveña, se oía de vez en cuando la interjección de algún carretero, que no pensaba cuán sacrílego era profanar la solemne majestad de aquella noche serena y bendita con una torpe blasfemia que la brisa llevaba por la llanura.

En casa de Juan Cachaza ocurría algo notable.

Una lamparilla colocada sobre la mesita iluminaba débilmente la sala y más débilmente aún la alcoba.

Juan dormía vestido sobre un colchón tendido en la sala, y Mariquita sentada en la alcoba, á la cabecera de la cama, inclinaba con ansiedad el oído hacia la niña que estaba acostadita y respiraba de un modo irregular.

Los ojos de Mariquita estaban escaldados por las lágrimas y el insomnio, que hacía ya muchas noches que Mariquita velaba constantemente con los ojos preñados de lágrimas y el corazón de inquietud, á la cabecera del lecho en que dormía, ó más bien agonizaba su niña.

¡Señor! Un ángel duerme sonrosado y tranquilo en la estancia donde escribo estas rústicas historias. Consérvale siempre á mi lado, que mi vida, cada voz más llena de tristeza y desaliento, necesita su sonrisa para no desmayar; pero si un día me le arrebatas, antes, Señor, arráncanos á mí y á la que le sostiene en su amoroso regazo este corazón consagrado por entero á amarte y á bendecirte, porque le has puesto á nuestro lado. Que pase de nosotros ose amargo cáliz, y en cambio seguiremos agotando, llenos de resignación y mansedumbre, cuantos te dignes ofrecernos, por muy amargos que sean.

Mariquita notó que la lamparilla se apagaba, y salió á la sala á renovar la mariposa.

Alzó los ojos á la Virgen de los Dolores y se le arrasaron en lágrimas.

¿En qué pensaba? ¿Qué pedía á la Virgen con los ojos medio cegados por el llanto, fijos en la santa imagen?

¡Ay! ¡Qué santa debe ser la madre, por muy culpable que la mujer sea, en el momento en que invoca á la Madre de Dios para que salve al inocente fruto de sus entrañas!

Mariquita se arrodilló ante la Madre de Dios, exclamando en voz baja para no despertar á su marido;

—¡Salvada Madre mía, á la hija de mi alma! Todas las penas y todos los dolores serán para mí llevaderos si el ángel hermoso que vino á alegrar mi vida sonríe á mi lado. Su alegría os mi alegría, su dolor es mi dolor, y si á todas horas no veo ese dulcísimo encanto de mi alma y de mis ojos, el mundo me parecerá triste y obscuro como una noche sin luna ni estrellas.

El llanto que la ahogaba impidió á la desconsolada madre seguir implorando más que en silencio, desde el fondo de su corazón, á la consoladora de los afligidos.

Los sollozos de Mariquita despertaron á Juan, que levantándose sobresaltado,preguntó á su mujer:

—¿Qué es eso, hija, qué es eso? ¿Está peor la niña?

—¡Ay, sí, me parece que está peor!—contestó Mariquita, volviendo á la alcoba á escuchar la anhelosa respiración y á tocar la ardorosa frente de la niña.

Juan tomó entre sus rudas y callosas manos las tiernas y delicadas de la enfermita, é hizo un gran esfuerzo para ahogar un doloroso suspiro que pugnaba por exhalarse de su pecho.

—Está peor, ¿no os verdad?—le pregunta Mariquita con ansia vivísima.

—No, hija; al contrario, está algo mejor. ¿A qué hora vino el cirujano?

—Vino al anochecer.

—¿Por qué no le dijiste que volviera antes de acostarse?

—Ya se lo dije, pero me contestó que iba á casa de Pepe, porque está la Isabel de parto, y no podía separarse de su lado hasta que saliese del paso, á no ser que la niña se pusiese peor, en cuyo caso podías pasar á avisarle. Juan, por Dios, avísale, si te parece, como á mí, que está peor la niña.

—La niña no está peor. No te aflijas, mujer, que los niños son la flor de la maravilla, cátala muerta, cátala viva: verás cómo el día del Santo Cristo diablea en la peana del Divino Señor, y el día de la Virgen corre por las praderas de Valderrabé.

Y al decir esto, Juan procuraba sonreir y recobrar su habitual carácter alegre y chancero.

—¡Dios nuestro Señor y la Virgen Santísima te oigan!—exclamó Mariquita llorando de gozo ante la esperanza que las palabras de su marido la infundían.

¡Ay! No sólo necesita la mujer para sostener su debilidad la fortaleza física del hombre, que, más aún que la fortaleza física, necesita la fortaleza moral.

Serafín hermoso, que duermes apaciblemente mientras tu padre se estremece pensando que un día puede presenciar y sentir en su pobre hogar lo que refiere del ajeno, con cuánta razón te cantará tu padre cuando comprendas sus cantares:


«Débil yedra, hija mía.
son las mujeres.
y los hombres son árbol
robusto y fuerte...
¡Ay de la yedra
que vive sin un árbol
que la sostenga!»


—Pues mira, ya que la niña está algo mejorcita, voy á pasar en un brinco á casa de Pepe á ver si Isabel se ha hecho dos.

—Sí, ve, y si Isabel no le necesita, haz por traerte al cirujano para que vea si mi niña está en efecto mejor.

—Pues allá voy.

Juan pasó pocos momentos después á casa de Pepe.

Este bajó á abrirle la puerta.

A la luz del candil que Pepe tenía en la mano, vió Juan que Pepe tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Señor Pepe, ¿qué ocurre?—preguntó Juan —asustado.

—¡Qué ha de ocurrir, hombre!—contestó Pepe derramando sobre el candil un lagrimón que le hizo churruchar, y alargando la mano para estrechar la de Juan.—Que ya no te tongo envidia; que ya tengo un galán para tu dama; que mi pobre Isabel ha parido un chico como un tornero.

—Que sea enhorabuena.

—Gracias, hombre, gracias.

—No me ha dado usted mal susto.

—¡Susto! ¿Por que, Juan?

—Porque al verle á usted con los ojos como un tomate, creí que había ocurrido alguna desgracia.

—Sí, Juan, te confieso sin avergonzarme que he llorado, que lloro como un chico al pensar que mi mujer se ha salvado, y que hay ya en mi casa una criatura, carne de mi carne y alma de mi alma..¡Juan—añadió Pepe, bajando la voz y brillando la alegría entre las lágrimas que cegaban sus ojos,—me mataba la pena al ver que Dios no me daba hijos!

—¡Ah, pícaro, y cómo lo callaba usted, y hasta decía que no deseaba tenerlos, porque así estaban ustedes más libres de impertinencias y disgustos.

—Callaba y disimulaba por no contristar á mi mujer, y sospecho que mi mujer hacía lo mismo por no contristarme á mí. Hoy, á Dios gracias, ya tengo un hijo, que será el iris de paz en mi casa, donde las tormentas estallaban tan de continuo.

—¡Dios se lo bendiga á ustedes y lo libre del mal que aflige á mi hija!

—¡Qué! ¿Sigue mala tu chiquitina?

—Cada vez peor.

—¡Cómo estará la pobre de tu mujer!

—¡Y eso que no sabe todo lo mala que está su hija!

—¡Pobre Mariquita! Ea, sube, que arriba está el cirujano y te le podrás llevar hacía allá.

Pepe y Juan subieron, y poco después Juan regresaba á su casa con el cirujano.

Este examinó á la niña y guardó silencio.

—¿Cómo está la hija de mis entrañas?—le preguntó Mariquita con ansiedad.

—Sigue lo mismo—contestó el cirujano.

Mariquita, que había cobrado alguna esperanza con la afirmación de su marido de que la niña estaba algo mejor, se echó á llorar.

El cirujano procuró consolarla, y después de explicar lo que habían de dar á la niña, se retiró.

Juan salió á abrirle la puerta.

—¿Con que la encuentra usted peor?—preguntó al facultativo en voz baja para que su mujer no lo oyera.

—Sí, está muy mala, y me temo muchísimo que no pueda resistir la calentura que se le ha desarrollado.

El cirujano se alejó, y Juan, oyendo sollozar á su mujer, se apresuró á volver á su lado para animarla

—¡Ay, Juan de mi alma, que la niña se nos muere!—exclamó Mariquita.

—¡Qué se ha de morir la niña, tonta de capirote?—replicó Juan sonriendo.

—¡Ay! ¡Si Dios me la llevara no iría sola al camposanto, que iría su madre tras ella!

—Pues su madre haría un grandísimo disparate. El sentimiento por la muerte de los niños no debe ser como el sentimiento por la muerto de los mayores.

—¿Y por qué, Juan?.

—En primer lugar, porque los niños van á ver á Dios y los mayores suelen ir á ver á Pedro Botero; en segundo, porque los niños padecen y no sienten y los mayores sienten y padecen; y en tercero, por que los mayores son personas hechas y derechas, y los niños son la octava parte de una persona. Si hubiéramos perdido nosotros la cosecha cuando el trigo estaba recién nacido, ¿lo hubiéramos sentido tanto como lo sentimos cuando el trigo estaba, amontonado en la era?

—No.

—Pues aplica el cuento.

—No le puedo aplicar, porque si el trigo se nos; hubiera perdido cuando estaba recién nacido, aun que tardo, hubiera nacido otro.

—Pues aplica el cuento, repito.

Mariquita comprendió á su marido, y se sonrió á pesar de la angustia que oprimía su corazón.

—Juan la estrechó contra el suyo, y mientras Mariquita observaba y arropaba á la niña, se salió al jardincillo, y entonces, en la soledad, donde nadie podía verle ni oirle, aquel hombre de cuerpo inquebrantable en el trabajo y de alma inquebrantable en la adversidad, prorrumpió en llanto, quizá por la primera vez de su vida, por la primera voz desde que Dios le dió la razón para medir la extensión de sus infortunios.

IX

El hijo de Pepe Berrinche tiene ya cerca de un año, lo cual quiere decir que estamos en la primavera.

¿Qué ha pasado en Coveña durante esos diez ú once meses?

Si nos metemos á referirlo, este cuento será el de nunca acabar.

Contemos lo que pasa el día 10 de Mayo, gran día en Coveña, pues se celebra la fiesta titular del Santo Cristo del Amparo, y que cada cual saque por el hilo la madeja.

Hubo un tiempo en que el autor de los Cuentos Campesinos creía que la vida no podía tener encantos allí donde no hubiese altos y quebrados montes, sombrías arboledas y verdes y profundos valles, lo cual equivalía á creer que no tenía encantos la vida fuera de la tierra donde él nació ú otra que se le pareciera mucho; pero pasaron años y años, y el autor de los CUENTOS CAMPESINOS vió pasar por su corazón muchas penas y muchas pasiones, y por su mente muchos pensamientos y muchas esperanzas engañosas, y mudó completamente de parecer, que su razón y su corazón le dijeron: Tan dulce y tan alegre es el cántico del pájaro que canta oculto en la mata de tomillo en las inmensas y áridas llanuras de Castilla, como el cántico del pájaro que canta oculto entre el verde ramaje de los valles vascongados; y si santa poesía tiene la voz de la campana que repiten los ecos de los hondos valles también la tiene la voz de la campana que se dilata por la llanura y muere melancólicamente, sin encontrar un eco que la recoja y la repita.

Yo he vagado, sumido en honda meditación, por las llanuras de Castilla al nacer y al morir el sol, y he sentido mi alma sumergida en un piélago de poesía.

Mientras el Occidente estaba obscuro, obscuro, y en el fondo negro de su cielo brillaban las estrellas como si el día estuviera aún muy distante, una inmensa faja luminosa se extendía por Oriente, donde las estrellas se iban desvaneciendo casi por completo. Un yago resplandor comenzaba á aparecer en el centro de aquella faja como si procediese de una hoguera encendida en la hondura interpuesta entre el límite del horizonte terrestre y el cielo; y aquel resplandor iba creciendo en intensidad y extensión hasta llegar al zenit y tomar el color del fuego. De repente el disco del sol, el foco, la hoguera de que aquel resplandor procedía, aparecía á mis ojos, y torrentes de luz inundaban la llanura, y ante la belleza de ésta, iluminada por el sol naciente, mis rodillas se doblaban y mi alma se alzaba á la altura para reverenciar y bendecir y cantar á Dios.

El sol se acerca al Ocaso.

Una línea de fuego se extiende sobre la línea negra del horizonte por la parte de Occidente, y el vivo resplandor de aquella línea eclipsa el pálido y frío y moribundo resplandor del sol.

El espectáculo que ofrece la llanura es solemne y triste.

Allá á lo lejos se alzan los campanarios bañados por la amarillenta luz del sol, que hundido ya tras ele la línea negra del horizonte, sólo envía sus reflejos á la torre ó á la colina que domina la llanura.

Conforme la luz desaparece, los rumores lejanos llegan más distintamente á nuestro oido. Los que no habéis observado esto nunca, cerrad los ojos y escuchad, y os convenceréis de que se verifica este fenómeno.

La voz de las campanas que la brisa de la tarde esparce por la llanura, llega hasta nosotros tan solemne y misteriosa y triste, que sin querer alzamos á Dios el pensamiento, y sólo podemos separarle de Dios para fijarle en los que amamos ó hemos amado, en los que nos esperan en el hogar ó en el camposanto.

¡Madre! Las lágrimas más santas que por tí he derramado han brotado de mis ojos en las llanuras le Castilla á la hora del crepúsculo de la tarde.

Una tarde de Setiembre penetré en el camposanto de nuestra aldea, después de una ausencia de veinte años, y caí de rodillas llorando al tropezar con una cruz de madera clavada en la sepultura y escondida entre la hierba mojada por la llovizna; pero por muy santas que fueran entonces mis lágrimas, paréceme que lo eran aún más las que cien veces derramé pensando á la par en Dios y en tí en las llanuras de Castilla al oír las oraciones en el campanario lejano.

¡Madre! Yo no sé cómo explicar esta diferencia entre unas lágrimas y otras; pero me parece que cuando ví tu sepultura con los ojos materiales, quien te lloraba era la materia, y cuando la ví con los ojos del pensamiento, quien te lloraba era el espíritu.

Para el alma, siempre abierta al sentimiento, la poesía está en todas partes: en el sol moribundo como en el sol naciente, en la árida llanura como en la verde montaña, en la patria como en el destierro.

Por eso, campos de Castilla, he bendecido y he cantado á Dios vagando en vuestras áridas soledades; como lo bendije y le canté vagando en las verdes soledades de los campos nativos.

Las campanas de Coveña repicaban alegremente, alborozando á los moradores de la aldea y llamando á los de las circunvecinas, que en largas hileras acudían á la fiesta por el camino de Fuentelsaz, por el de Algete, por el de Ajalvir y por otros.

Eran las ocho de la mañana, y apenas había casa que no tuviera ya huéspedes forasteros.

La de Pepe Berrinche tenía ya hasta media docena, entre los cuales se contaba un sacerdote de Madrid que había ido la víspera para decir la misa primera y predicar al tiempo de celebrarse la mayor.

—Tío Jeromo—dijo Isabel al pobre viejo, que hacía tiempo andaba muy triste,—anímese usted, caramba, que todavía ha de bailar usted hoy unas seguidillas con la tía Gaceta. Téngase usted con nosotras á misa primera, para que durante la mayor cuido usted del niño y podamos la Rosa y yo dedicamos á la cocina...

—Pero oye, Isabel—interrumpió Pepe á su mujer,—la Rosa querrá ir á misa mayor, porque para olla esa es misa de música...

—¡Qué! ¿Hay música?—preguntó la Rosa.

—Música celestial tiene para las mozas la misa en que se loe su primera amonestación.

—¡Ando usted, burlón!—dijo la Rosa, poniéndose como sus tocayas del reino vegetal.

—Pues por eso, por eso mismo, porque se amonesta hoy no quiere ni debe ir á misa mayor—añadió Isabel.

—No faltará Santiago.

—¡Ya! Si las mujeres fuéramos tan descaradas como vosotros los hombres...

La campana mayor de la iglesia dió unas cuantas campanadas.

—¡Anda, el último toque!—dijo Isabel.

Y ella y la Rosa corrieron hacia la iglesia.

El tío Jeromo las siguió poco apoco, porque le pesaban mucho las piernas.

Media hora después volvían á casa.

La gente hormigueaba en la Plaza, y particularmente á la puerta de la Buena moza, donde media docena de mozos zumbones, de esos que se complacen en hacer rabiar á los niños y á los viejos, se entretenían en hacer rabiar á la tía Gaceta, que por tercera vez y en celebridad, decía, del Divino Señor, cuya fiesta era aquel día, había ido á echar los consabidos dos cuartitos de aguardiente.

Uno de los mozos zumbones ora Santiago, que no cabía en el pellejo de orgullo y de alegría con motivo de su próxima boda.

—Tía Gaceta—dijo Santiago,—allí viene el tío Joromo. Dígale usted algo, canario, á ver si le anima usted, que hace un montón de tiempo anda muy alicaído.

—Ahí veréis vosotros—contestó la vieja—lo que es el gusanillo de la conciencia...

—Pero ¡canario! ¿Qué senifica eso, que siempre anda usted con el gusanillo á vueltas?

Yo me entiendo, y el tío Jeromo me entiende. Y sino, ahora lo vereis. Tío Jeromo, ¿qué tienes, hombre, que andas tan triste desde que no vas al mercado de Madrid?.

—Tía Gaceta—contestó el tío Joromo en tono de humilde súplica,—¡por el santo día que hoy es, la ruego á usted que me deje en paz!

—Pero, tío Jeromo—dijo Santiago,—¿qué gusanillo es el que le pica á usted en la concencia?

El tío Jeromo bajó la cabeza tristemente, y continuó hacía casa sin contestar.

—Pero oye, tío Jeromo—siguió la hedionda y provocativa vieja,—todavía no me has dicho á cómo vendiste el trigo la última vez que fuiste al mercado de Madrid. ¿Fué á 40 ó á 42?

El tío Jeromo siguió lentamente su camino sin contestar.

, Cuando perdió de vista la Plaza se paró, reflexionó un momento, y alzando los ojos al cielo inundados de lágrimas, exclamó:

—¡Ya no puedo, Dios mío, con este peso que llevo en el corazón! ¡Yo necesito arrojarle para morir tranquilo.

Cuando el tío Jeromo desapareció de la Plaza, apareció en ella, saliendo de la iglesia, el sacerdote madrileño que acababa de decir misa é iba á predicar poco después.

Pascualillo y otros chicos que estaban jugando á la puerta de casa de la Celedonia, corrieron á besarle la mano.

El sacerdote, que era un anciano muy afable y jovial, empezó á preguntarles si asistían á la escuela y á qué altura estaban de instrucción, fijándose muy particularmente en Pascualillo, cuyo despojo llamaba su atención.

La Celedonia, que observó esto último desde la puerta de su casa, sintiéndose como herida de súbita inspiración, se dirigió hacia el grupo formado por el señor cura y los muchachos.

No cabía en sí de orgullo y alegría, porque creía que ella y su hijo iban á alcanzar un gran triunfo en presencia de la mitad de la gente que aquel día encerraba Coveña.

—Pascualillo, hijo—preguntó al muchacho,—¿por qué no le hablas al señor cura en latín?

—¡Qué!—dijo el señor cura admirado.—¿Habla en latín este chico?

—Lo mismo que un papagayo—contestó la Buena moza reventando de orgullo.

—¿Y quién le ha enseñado?

—Haga usted cuenta, señor cura, que yo...

—¿Usted?

—Sí, señor, porque yo le he comprado la gramática y se la he hecho estudiar... Pero ¡borrego!—añadió la Celedonia dirigiéndose al chico,—háblale al señor cura en latín. ¡Hun! ¡Le aseguro á usted, señor cura, que me fríe la sangre este chico con su cortedad de genio!

—¡Vaya, vaya! ¿Con que todo eso había y lo tenías tan callado?—exclamó el sacerdote acariciando á Pascualillo.

Y para animarle á latinizar, le hizo una pregunta en latín.

El chico, por única contestación, empezó á recitar la gramática, sin pararse en puntos ni comas.

—¡Basta, hijo, basta!—le interrumpió el señor cura sonriendo bondadosamente, aunque ya estaba seguro de que se detendría al llegar al quis vel qui,

—¿Con que no le parece á usted que sabe tanto latín como muchos señores curas?—dijo la Celedonia, no cabiendo ya en la Plaza de orgullo maternal,

—¡Positivamente!—contestó con tristeza el sacerdote.

—¡Qué lástima, señor, que no tenga la edad para ordenarse!

—¡Qué! ¿Trata usted de dedicarle al sarcerdocio?

—Ya ve usted, señor cura, teniendo hecho ya el estudio...

El cura se sonrió, asombrado de la ignorancia de aquella pobre mujer, que creía que para saber un idioma basta aprender de memoria la gramática, y para cantar misa basta saber el latín.

—El señor Pepe, que le quiere mucho—continuó la Celedonia—me ha prometido darle la mano para que pueda desanimarse, porque ya ve usted señor, yo soy una pobre...

—Bien, bien. Ya hablaremos sobre eso el señor Pepe y yo, y haremos de su hijo de usted algo más que un cura de aldea, aunque tenga que hacer algunos estudios más...

—¡Ay! ¡Dios y la Virgen Santísima se lo pagará á ustedes señor!—exclamó la Celedonia llorando de alegría.

—Ea, muchachos—dijo el señor cura—que seáis, buenos y que aprendáis mucho en la escuela. Tomad para cerezas.

Y el sacerdote dió cuatro cuartos á cada chico

La tía Gaceta que vió la liberalidad del predicador, se apresuró á dirigirse á él para pedirle limosna.

—¡Señor, una limosnita por el amor de Dios á esta pobrecita anciana, que pasa ya de los cuatro duros y no tiene para un panecillo!...

—Tome usted, hermana—contestó el sacerdote» alargando á la vieja, una peseta y dirigiéndose en seguida hacia casa de Pepe Berrinche

Al ver la tía Gaceta que era una peseta lo que el cura le había dado, se echó á llorar de alegría porque en el centro de aquella peseta no veía el busto de Isabel II, que veía dos cuartillos de aguardiente.

—Mira, Buena moza—dijo á la Celedonia cuando se hubo repuesto un poco de su sorpresa y del aturdimiento que le había causado la alegría—me vas á dar una botellita del mejor aguardiente que tengas.

—¡Quite usted de ahí con el aguardentazo!—replicó la Celedonia.—¿No le valía á usted más ir gastando la peseta en cuarteroncitos de carne, para tomar buenas tazas de caldo?

—Hija, el caldo es agua, y el agua cría ranas. Dame, dame una botellita de aguardiente para tomar una pintita todas las mañanas á ver si me abrigo este estómago, que le tengo echado á perder.

—¡Bueno! Ya que usted se empeña, á ver cómo no revienta usted...

Y la Celedonia, así diciendo, dió la botella de aguardiente á la vieja, que traspuso la esquina con dirección al chiribitil donde habitaba, más contenta que si llevase el elixir de la inmortalidad.

Volvamos al pobre tío Jeromo.

El tío Jeromo, al llegar á casa, encontró á Pepe Berrinche en el portal.

Pepe se asustó al ver que el viejo, á quien profesaba un cariño verdaderamente filial, venía con el rostro desencajado y lloroso.

—Tío Jeromo—exclamó—¿qué tiene usted?

—¡Qué he de tener, caráspita!—contestó el anciano riendo y llorando á la vez.—Un peso en el alma que ahora mismo voy á echar con doscientos mil de á caballo, á ver si puedo acabar tranquilo los pocos días que me quedan de esta pícara vida.

—No le entiendo á usted, tío Jeromo.

—Sube conmigo, y os hablaré á tí y á tu mujer de modo que me entendáis.

—Pues vamos allá.

Pepe y Jeromo subieron, y el viejo se dirigió á la sala, rogando á Isabel, á quien encontraron al paso, que le siguiera como Pepe.

El tío Jeromo, después de cerciorarse de que no había por allí quien pudiera oirle, cerró la puerta de la sala, mientras Isabel y Pepe se miraban asombrados como preguntándose mutuamente qué secreto sería el que el anciano iba á revelarles.

—¡Pepe! ¡Isabel!—exclamó el tío Jeromo, asiendo de la mano á sus amos, —Matadme ó perdonadme, el tío Jeromo, el que os ha visto nacer, el que era el ojo derecho del pobre señor Juan, que esté en el cielo, el que debiera mirar por vuestros intereses más que vosotros mismos, porque ha comido el pan en esta casa más tiempo que vosotros, ese os ha estado robando, ese os un ladrón!...

—Tío Jeromo—preguntó Pepe—¿está usted loco?

—¡Tío Jeromo, usted tiene gana de broma!—exclamó Isabel.

—No, no estoy loco, ni tengo gana de broma—replicó el tío Jeromo derramando lágrimas como avellanas.—¿No habéis notado que en un año he envejecido por diez? ¿No me habéis visto desde hace un año siempre rabiando y siempre triste?

—Sí que lo hemos visto.

—¿Y á qué lo habéis atribuído?

—A nada malo: á que al fin y al cabo se le habría pegado á usted nuestro mal genio.

—Pues os habéis equivocado, que lo que me envejecía antes de tiempo, lo que me había vuelto un cascarrabias, lo que no me dejaba dormir ni velar tranquilo, lo que me hacía el más desgraciado de los hombres, era un gusano que me roía la conciencia, era un remordimiento que nunca podía echar de mí, era un delito que ya todos me echaban en cara y todos sabían, á pesar de que cuando le cometí creí que sólo Dios y yo le habíamos de saber.

—Vaya, vaya, no sea usted pesado, y diga qué tremendo delito es ese.

—Pues lo váis á saber. Hace un año fuí á Madrid á vender un carro de trigo, y vendí el trigo á 42 reales la fanega. Desde el mercado me fuí á la posada con ánimo de que descansáramos allí las mulas y yo, para emprender la vuelta con el fresco de la noche, porque aquel día hacía un calorazo que se asaban las piedras. Eché un pienso á las mulas y en seguida me eché á dormir la siesta; pero en toda la tarde no pudo cerrar los ojos, porque continuamente me estaba zumbando en los oídos la voz de una ciega que gritaba á la puerta de una lotería que estaba frente de la posada: «¡Hay billetes á 80 reales! La suerte y la fortuna de los jugadores tengo en la mano! ¡Esta noche se cierra el juego! ¡Mañana es el sorteo y pasado mañana se cobra!» A pesar de que no tenía dinero para jugar á la lotería, caí en la tentación de jugar, y dando por cosa hecha el tomar un billete, dí por cosa hecha también el sacar el premio grande. En seguida empecé á calcular lo que debía hacer con tanto dinero, y edifiqué casas, compré tierras, planté viñas, ayudé á Pascualillo á estudiar para cura, socorrí á necesitados, hice regalos á la iglesia de Coveña, y alejé de Coveña el infierno, señalando á la tía Gaceta medio duro diario, con la precisa condición de que nunca volviera á poner los pies en Coveña ni en veinte leguas á la redonda. Cuando enganché las mulas para partir, la ciega volvió á gritar: «¡Mañana es el sorteo, y pasado mañana se cobra!» Y cogiendo 80 reales del importe del trigo, los gasté en un billete, diciendo: «Anda, diré que he vendido el trigo á 40, y si el otro viaje lo vendo á 42, diré que lo he vendido á 44». La lotería salió, y ni siquiera los 80 reales volvieron á entrar en mi bolsillo, ni han vuelto á entrar en el vuestro. Con que ya véis que soy un ladrón, un...

Isabel y Pepe interrumpieron al viejo con una alegre carcajada.

—Pecador, ego te asolvo, como dice el señor cura—dijo Pepe plantando un abrazo al pobre viejo, que lloraba de alegría.

—Pues yo—dijo Isabel cogiéndolo la mano—no le absuelvo hasta que cumpla una penitencia que consiste en venir conmigo á la bodega á probar el vino de todas las tinajas, á ver cuál es el mejor para obsequiar hoy á los convidados

—¡Caráspita, qué peso me habéis quitado de encima del alma!...—exclamó el tío Jeromo llorando de alegría...—Que venga, que venga ahora la tía Gaceta á preguntarme á cómo vale el trigo, que la oiré como quien oye llover.

Poco después, toda la familia de Pepe Berrinche y los convidados almorzaban en el hermoso comedor, y el tío Jeromo asombraba á los que no conocían el secreto de su transformación, comiendo y bebiendo como un cavador, y contando cuentos como un Juan Cachaza.

X

Las campanas de Coveña, echadas á vuelo, mezclaban su alegre voz con la solemne y majestuosa del órgano, y la incalificable de un violín, un clarinete, un figle, un redoblante y dos ó tres instrumentos más, que constituían la murga llevada de Madrid por el ayuntamiento de la villa para dar realce á la función del Cristo del Amparo.

Era que la procesión salía.

La santa efigie apareció á la puerta de la iglesia colocada en unas anchas andas, y un griterío inmenso de mujeres y niños la saludó desde la Plaza.

Al llegar á mitad de ésta, el señor alcalde, que como los demás señoresde justicia iba en la procesión envuelto en una capa que pesaba inedia arroba, á pesar de que calentaba de firme la chicharra, señal y los conductores de la imagen se ni...

Cien mujeres con otros tantos niños y niñas en brazos se lanzaron hacia el Divino Señor, y empujándose, pisándose, acodeándose, estrujándose, fueron colocando sobre la peana los niños, que ponían el grito en el cielo, espantados al verse en aquella altura.

Los pocos niños que reprimían el llanto y se contentaban con temblar asiéndose fuertemente al santo madero, hacían con su valor reventar de orgullo á sus madres y eran considerados como héroes por los espectadores.

Isabel apareció corriendo desalada con su niño en brazos, y fué á colocar la criaturita en la peana del Santo Cristo; pero el chiquitín empezó á dar tales alaridos, se agarró con tal fuerza al cuello de su madre, cogió tal perrera, en fin, que la pobre Isabel, sofocada, avergonzada, desesperada, furiosa, hubo de renunciar á su piadoso intento y volverse á casa con el niño, mientras los espectadores decían por lo bajo;

—¡Anda, que ese no niega la sangre de los Berrinches!

Un instante después, una niña como de tres años apareció sobre las andas, hermosa, tranquila, sonriendo, ataviada con todos los primores que á las madres como Dios manda inspira y proporciona el amor maternal cuando carecen de medios para engalanar á sus hijos.

Aquella niña era la de Juan Cachaza, que la contemplaba á corta distancia, sonriendo como un bobo de Coria.

La niña se empinó para besar los pies del Señor, y con una media lengua deliciosa pronunció esta oración; que sus padres la hacían repetir todas las noches al acostarla:


Seño mío Jesuquito.
aunque no de negó e pan.
en pa déjano comelo.
que á roquiya no sabá.


En seguida tendió los bracecitos á su madre, que la recibió en los suyos más feliz y orgullosa que Isabel la Católica al recibir la noticia de que era señora de un nuevo mundo, y la dejó correr á los de veinte mujeres y otros tantos hombres que se la comían á besos.

Juan Cachaza, al ver aquello, sintió pujos de llorar como un becerro, y no encontrando otro medio de desahogar su orgullo y su alegría, tiró el sombrero al aire exclamando:

—¡Vengan penas!...

La procesión recorrió la calle que desembocaba en el olivar, hizo alto junto á éste, sin duda por la dulce simpatía que la religión, amiga de los recuerdos como todo lo elevado y poético, tiene por los olivos, que presenciaron la última meditación del Cordero inmaculado, y regresó á la iglesia por otra calle.

La misa fué solemne, y el sermón arrancó más de una vez lágrimas de consuelo al auditorio, porque el predicador procuró fortalecer en el corazón de los labradores el amor á los campos y al trabajo.

El autor de los CUENTOS CAMPESINOS ha sentido más de una vez no ser cura de aldea para imponerse la noble tarea de reconciliar á los pobres moradores de los campos con la vida que Dios les ha deparado, demostrándoles cuán preferible es á esta vida febril é inquieta en que nos consumimos los moradores de las ciudades.

La Celedonia cometió un pecado muy gordo dejándose tentar del diablo de la vanidad, pensando en los triunfos que su hijo alcanzaría en el púlpito cuando fuese cura.

Cuando el predicador salió de la iglesia, se acercó á él y le dijo:

—¡Señor, bendito sea su pico de usted, que nos ha hecho á todos llorar!

—Déjese usted de alabanzas y guárdelas para cuando su hijo ocupo más dignamente que yo ese púlpito—la contestó el anciano.

—¡Ay, señor, Dios sabe si mi chico llegará á ser sacerdote!

—Si quiere serlo, lo será.

—¡No ha de querer, señor!

—Pues si quiere, también Pepe y yo queremos; en prueba de lo cual anuncio á usted que hemos acordado facilitarle cuantos medios necesite para que estudie y se ordene.

—¡Dios y la Virgen Santísima se lo pague á ustedes, señor!—exclamó Celedonia llorando de alegría.

Y poco después andaba de casa en casa anunciando la dichosa nueva.

Plaza y calles fueron quedando desiertas conforme fué llegando la hora de comer.

La comida preparada en casa de Pepe Berrinche era opípara, magnífica, digna de príncipes.

La preparada en casa de Juan Cachaza se reducía al puchero cotidiano, pero con el aditamento de media librita de carne fresca y un par de cuartillejos de vino.

Familia y convidados se pusieron á comer en casa de Pepe, todos alegres, menos Isabel, que estaba de un humor endiablado con el berrinche del niño.

Pope fué perdiendo la alegría viendo que apenas comía su mujer, y sobre todo, viendo que se amontonaba una tempestad en el cielo de su casa.

Los convidados, incluso el predicador, se fueron después de comer hacia la Plaza, y cuando Isabel y Pepe quedaron solos, estalló la tempestad que Pepe se temía.

¡Ay! ¡Cuando por coger la media naranja del Moro se ha cogido la de la China, ni doscientos chiquillos hacen un arco iris!

Pepe se dirigió á la Plaza, porque... porque cuando en casa no hay paz, en cualquiera parte se está mejor que en casa, y lo primero que se echó á la cara fué á Juan Cachaza y á Mariquita, que bailaban juntos como si fueran novios.

En aquel instante tocaron las campanas á muerto.

¡Quién sabe si Pepe sintió que no tocaran por él!

—¿Quién ha muerto?—preguntó á Santiago, que estaba muy quemado viendo que la Rosa no llegaba detenida por la tempestad.

—La tía Gaceta—contestó Santiago.

—¡Cómo!

—¿Cómo? Bebiendo. La han encontrado muerta con una botella de aguardiente medio vacía al lado. ¡Canario qué pícaro vicio es el de la bebida, y sobre todo en las mujeres!

—Malo es que las mujeres beban aguardiente» pero peor es que beban vinagre—repuso Pepe con amarga sonrisa.

—¡Canario, señor Pepe, no entiendo por qué dice usted eso!.

—Dios me entiende, y yo me entiendo.

En esto terminó la tanda de seguidillas manche as que Juan Cachaza y su mujer estaban bailando. Mariquita fué á coger en brazos y aupar, para, que viera á la gente, á su niña, que había dejado al cuidado de las sonoras Claudia y Celedonia, y Juan fué á saludar á Pepe.

—Buenas tardes, señor Pepe.

—Buenas tardos, Juan. ¿Con que la gente se divierte, eh?.

—¿Qué quiere usted que hagamos? ¿Nos hemos de dejar morir como la tía Gaceta?

—¿Con que es cierto que ha muerto esa pobre?

—Y tan cierto.

—!Canario! —exclamó Santiago,—Bien empleado le está, ya que era tan aficionada á empinar el codo.

—¡Calla, majadero!—replicó Juan Cachaza.—De los muertos no se debe acordar nadie más que para alabarlos, llorarlos y encomendarlos á Dios.

—¡Toma! ¿Y por qué?

—Porque murió con ellos lo que merecía vituperio, que eran los vicios, y sólo queda vivo lo que merece bendiciones, que os el alma.

—Tiene Juan mil razones—dijo Pepe.

—Y ya que hablamos del alma—continuó Juan dirigiéndose á Santiago,—ándate con cuidado, pues milagro será que tú te libres de que se te aparezca por ahí alguna noche la de la tía Gaceta...

—¡Canario, señor Juan, que no ande usted con y roma.? pesadas!

—¡Mire usted, mire usted, señor Pepe, cómo me lince senas mi chiquitina para que vaya allá!...

—¿Sabes que está hecha una alhaja?

—¿Que si lo está? Consérvemela Dios y...¡que vengan penas!

La Rosa apareció, trayendo en brazos al heredero delos Berrinches.

El chiquitín extendió los bracecitos á su padre saludándole con una risita monísima.

Y Pepe, entonces, trocando de repente la sonrisa de la amargura por la de la esperanza y el consuelo exclamó desde el fondo de su corazón como Juan Cachaza:

—¡Vengan penas!

XI

Este cuento tiene su epílogo, en el cual no juegan más personajes que el autor. ¡Vaya un personaje!.

El autor, que es casado y tiene una hija, cuyos padres se parecen un poquito á Juan Cachaza y Mariquita, y otro poquito á Pepe Berrinche é Isabel, es muy competente para decir á casados y solteros:

—Si en el hogar doméstico no sois felices, es por que no sabéis ó no queréis serlo. Tanto depende de nosotros la felicidad doméstica, que cuando pedimos á Dios que haga felices á los que salen de la iglesia de casarse, Dios pudiera contestar:

—¿Yo? Allá se las compongan, que esas son cosas suyas.

El más listo que Cardona

I

Comedia sin teatro, para maldita la cosa vale. Antes de hacer la comedia, hagamos el teatro.

El teatro representa, la Plaza de un lugar de la provincia de Madrid. A derecha é izquierda, bocacalles. En el fondo, una casa grande con balcones. Y hacia el lado del público, la concha del apuntador, donde el autor se mete y apunta en unas cuartillas de papel cuanto dicen y hacen los actores para ir en seguida á parlárselo al público.

Acaba de amanecer y acaba la tía Bolera de plantarse en medio de la Plaza con una costa de higos delante.

Sale Bartolo sin sombrero y mirando á todas partes, como si se lo hubiese perdido algo.

Mucho oído, que comienzan á hablar Bartolo y la tía Bolera.

—Buenos días, tía Bolera.

—Buenos te los dé Dios, Bartolo.

—Hoy los mozos que salgan bien de la quinta, de seguro la dejan á usted sin higos para regalar á las novias. Yo que usted no hubiera madrugado tanto teniendo la venta segura.

—Pues tú bien madrugas también.

—Es que anoche, andando por aquí de ronda, me llevó el sombrero el aire, y no puedo dar con él por más que le busco.

—Cabeza es lo que debes buscar, que esa te hace más falta que el sombrero.

Velay usted lo que tiene el ser uno tonto.

—Vamos, ¿no me compras higos?

—¡Canasto, la pinta no es mala!

—Pruébalos, que son muy ricos.

—Vamos á ver—dice Bartolo manducándose higos.—Este... estaba un poco duro. Este... estaba demasiado blando. Este... amargaba un poco. Este... estaba demasiado dulce.

—¡Anda y prueba solimán de lo lino, que los higos están caros!

Y la tía Bol era amenaza con una pesa á Bartolo.

—¡Pero, tía Bolera, si como soy tonto no se lo que me pesco!

—Eso te vale, que si no te rompía la cabeza con una pesa. Vamos, ¿cuántos higos quieres?

—Aguarde usted, mujer, que antes de todo es ajustar. ¿A cómo son?

—A cuatro cuartos la libra.

—Vamos, que algo menos serán.

—No son un maravedí menos.

—¡Canasto, no ha de tener usted palabra de Rey!

—Vaya, no muelas. ¿Cuántos quieres?

—Eche usted cuatro ó seis libras si me los da usted fiados.

—¿Ahora salimos con eso?

—¡Pero, tía Bolera, si no tengo un cuarto!

—¡Anda, anda, lárgate de aquí ó te descalabro con una pesa!

—Tía Bolera, no me asuste usted, canasto, que me van á hacer daño los higos que he comido.

—¡Así reventaras!

—Pero, ¿tengo yo la culpa de ser tonto?

—¡Te he dicho que te largues!

Bartolo se retira á una esquina, y la tía Bolera añade en tono muy sentimental:

—¡Ay! ¡El Señor nos conserve cabales los cinco sentidos!

Cardona, que es un mozo cuya sonrisa burlona Ta por todas partos diciendo: «El que me la pegue á mí, no ha de ser rana», sale por la parte opuesta á la esquina en que está Bartolo, y pregunta:

—¿Qué es eso, tía Bolera?

—¡Qué ha de sor! Que si me descuido se zampa todos los higos ese zoquete.

—¡Canute! No me hable usted de ese tonto, porque me tiene muy quemado..¿Creerá usted, tía Bolera, que pretende casarse con la Jeroma?

—¿Con la chica del señor alcalde? En el nombro del Padre y del Hijo..¡Con la más rica del lugar!

—¡Cabalito!

—Pero ella no le hará caso.

—¡Pues no se le ha de hacer, canute, si está chalaa por él, y dice que aunque la hagan tajadas no se casá conmigo!

—Pues ándate con cuidado, no sea que te la peguen...

—¡Pegármela á mí! la mí, canute! ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Que es tonto el muchacho!

—Es verdad que ya sabes tú dónde el zapato te aprieta. Cardona te llaman, y te está pintiparado el nombre.

—Verá usted ¡canute! cómo le armo al tonto una zancadilla que vaya á presidio por toda la vida.

—¿Y cómo se la vas á armar?

—No se cómo, pero yo cavilaré y me saldré con la mía. ¡Canute! Ya podía usted, tía Bolera, ayudarme á inventar un embuste para que se lleve Pateta á ese bruto. Si me ayuda usted á desbancarle, pongo de balde á la disposición de usted todos los frutales de mi huerto, y se hace usted de oro, ¡canute!

—Pierde cuidado, que yo inventaré una cosa buena. Ya sabes que para eso me pinto sola. Coma que por esta gracia que Dios me dió para inventar enredos y bolas, me pusieron la tía Bolera.

Bartolo, que si no quita ojo de los balcones, tampoco le quita de los higos de la tía Bolera, exclama:

—¡Canasto, y qué ganas de comer higos me han entrado!

—Vamos, ¿no me compras higos?—pregunta la tía Bolera á Cardona.

—¿A cómo son?

—A cuatro.

—Pues eche usted un par de libras para que rumie el ganado.

—¡Canasto!—exclama Bartolo.—¡Que no tuviera yo cuatro cuartos para comprar una libra de higos!

—Apara el sombrero—dice á Cardona la tía Bolera.—Tú me estrenas, hijo.

—Con que son... cuatro y cuatro... doce—dice Cardona., contando por los dedos.—Ahí tiene usted los doce cuartos.

—Cardona repara en Bartolo.

—¡Canute!—añade.—¿Entuavía está ese tonto ahí? Verá usted, tía Bolera, cómo lo apedreo! ¡Anda, Bartolo! ¡anda, borrico! ¡anda, bestia! ¡anda, tonto!

Así diciendo, Cardona tira higos á Bartolo, éste los va cogiendo y zampando con mucho gusto; y el uno tirando y el otro zampando sin más que decir: «Dime tonto y dame higos», desaparecen por una de las bocacalles:

—¡.Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Qué listo es este Cardona!—exclama la tía Bolera desternillándose de risa.—Con razón pasa por el más listo del pueblo. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!

II

Cardona vuelve inmediatamente, y dice enseñando el sombrero completamente desocupado:

—Se acabó la munición y me quedé desarmado.

El tío No-hay-Dios sale de casa del alcalde, y Cardona le grita:

—¡Eh! ¡Alguacil! ¡Tío No-hay-Dios!

—¡Mira, Cardona, que no pongas motes á nadie! No gastes bromas con nosotros los señores de justicia, que te planto en el cepo como soy alguacil.

—Pues ya puedes plantar en él á todo el lugar replica la tía Bolera,—porque no hay quien no te llame tío No-hay-Dios.

—¿Y por qué te lo llaman?—pregunta Cardona.

—Porque cuando volví del servicio no quería ir á misa, se pretexto de sí había Dios ó dejaba de haberle. Me casé poco después, mi mujer me sopló tres chicos de un parto, se me perdió la cosecha, se me murieron dos caballerías, y mi casa era una perdición. Un día fuí á Madrid á vender un borriquillo, que era lo último que en mi casa quedaba por vender, y al llegar allá, le dió un torozón á la bestia y se murió. Vendí en un duro la piel del borrico, y volví á tomar el camino del pueblo, pensando si aquello me sucedería por decir que no había Dios; cuando catato tú que encuentro un pobre con tres chiquillos desnudos y muertos de hambre y me pide limosna, diciendo que Dios me daría ciento por uno. Yo tenía por fáula lo de Dios, pero tenía tres chiquillos como el pobre y me puse á pensar que estaban á pique de pedir limosna. Pues señor, que se me ablanda el corazón, que doy el duro al pobre echándome la cuenta del perdido, y que sigo mi camino oyendo las bendiciones de los que se quedaban con el último duro de mi caudal. ¿Qué diréis que encontré al llegar á casa?

—¿Alguna cuerda para ahocarte?

—No, oso hubiera sucedido sino hubiera Dios; pero como le hay, me encontré con una carta en que me decían que el coronel de mi regimiento, con quien estuve de asistente, había muerto y me había dejado mil duros. Salgo entonces por el pueblo gritando: «¡Hay Dios! ¡Hay Dios!» Mi casa comienza á prosperar, la justicia me nombra alguacil, viendo que me he hecho buen cristiano, y hoy sería el más dichoso del pueblo si me llamaran el tío Hay-Dios, en lugar de seguir llamándome el tío No-hay-Dios.

—Pero oye, que para eso te llamaba: tú, que eres algo de justicia, ¿no has olido algo de la causa que el juez del partido nos sigue al tonto y á mí, por los palos que llevaron los forasteros el día de la función?

—¡Pues no he de haber olido! Justamente vengo de entregar al señor alcalde un oficio del juez que han traído esta madrugada.

—¿Y sabes lo que dice?

—¡Vaya si lo sé! Como que su merced le ha leído alto delante de mí

—¡Canute! ¿Y qué dice?

—Dice que á tí te han condenado por buenas composturas á pagar mil reales de las costas.

—¡Canute! ¡Por vida de!..¿Y á Bartolo?

—Bartolo ha salido del todo libre.

—¡Pero si él fué quien pegó los palos, y yo no hice más que enzarzarle con los forasteros, y luego hacer que metía paz para que no rezara conmigo la causa!

—¡Ya! Pero el juez dice que como Bartolo es tonto, no tiene pena, y te ha cargado á tí las costas que el tonto debía pagar.

—¡Canute! ¡Recanute! ¡Que esto me suceda á mí!

—Ea, con que diquiá luego, que hoy con la quinta estamos muy ocupados los señores de justicia. Tú, Cardona, no tengas miedo; que, como sois treinta los mozos útiles, y nada más que cuatro los soldados que piden, malo ha de ser que á tí te toque la china Mira, ya tocan á misa. Vete á oirla, que ¡hay Dios!

El alguacil desaparece.

—¡Canute! ¡Para misas estoy yo!—dice Cardona tirándose de los pelos.

—Hombre—le arguye la tía Bolera,—no te desesperes por mil reales más ó menos.

—Tía Bolera, si no es por los mil reales, que lo que me quema á mí es que el tonto se ría... Pero ¡canute! no se ha de reir, que si yo aflojo mil reales, él ha de ir á un presidio.

—Hijo, eso está muy bien pensado. Si le echas á un presidio, ¿quien te disputa á tí la Jeroma? Y sí te casas con la Jeroma, que es la moza más rica de todo el pueblo, ¿qué te hacen á tí mil reales más ó menos?

—¡Canute! Tiene usted razón, tía Bolera, Cavile usted á ver qué enredo le armamos, que yo voy á hacer lo mismo. Con que diquiá luego.

—Adiós, hijo.

Cardona repara al irse en un sombrero que está entre unas matas de ortigas, debajo de los balcones de la casa del alcalde, y exclama:

—¡Canute! ¿De quién será este sombrero?

—Será el del tonto, que le perdió anoche andando por ahí de ronda.

—¡Ay, tía Bolera de mi alma, qué idea me ocurre, canute!

—Cuéntame, hijo, cuéntame.

—Espera usted un poco, que ahora hablaremos la la una! ¡á las dos! ¡á las tres!

Cardona tira el sombrero de Bartolo á uno de los balcones de la casa del alcalde, y añade reventando de satisfacción.

—¡Ajá! Ahí está bien ¡canute!

—Pero, muchacho, ¿qué has hecho?

—Ya está armada, ¡canute! El tonto va á presidio, como tres y dos son siete. Tía Bolera, ahora sí que la necesito á usted. Hogaño no les ha tocado llevar fruta á los frutales de mi huerto, y el año que viene van á estar á remo, Ve usted el sombrero del tonto?

—Sí; pero le vería con más gusto en los cerezos espantando los tordos.

—No; mejor está en el balcón del cuarto de la Jeroma. Oiga usted y mucho pesquis. Bartolo subió anoche al cuarto de la hija del alcalde; al bajar por el balcón dejó allí el sombrero: por el sombrero se descubre al saltabalcones y atropelladoncellas, y el alcalde echa á presidio al que asaltó su casa y la honra de su hija.

—¡Bendito sea Dios que tanto talento te ha dado, hijo!

—¡Pues qué! ¿Soy yo tonto, canute? Con que ¿me ha entendido usted?

—A las mil maravillas. ¡Bien hayan las madres que paren hijos tan listos!

—Ahora sólo nos falta que todo el lugar sepa las gracias del tonto.

—El pregón de la Plaza me toca á mí.

—Y á mí el de las calles y callejuelas. Con que ¡manos á la obra, tía Bolera!

—¡Manos á la obra, Cardona!

Vuelven á tocar á misa, y Cardona se larga, restregándose las manos de satisfacción.

III

Muchas gentes atraviesan la Plaza en dirección á la iglesia. La tía Bolera habla misteriosamente con cuantos y cuantas se le acercan, señalando al balcón donde está el sombrero de Bartolo. El alcalde y su hija salen de casa, llevando la Jeroma pañuelo á la cabeza.

Hablan el alcalde y su hija.

—¡Jesús, padre, qué empeño en ir á misa primera!

—¡Picarona! ¿Quieres que me quede sin misa, para que al alcalde le llamen tío No hay-Dios, como al alguacil?

—Pues oiga usted misa mayor.

—No quiero, que me está esperando todo el ayuntamiento para hacer el sorteo, y en seguida la declaración de soldados, para salir del paso cuanto antes.

—La declaración de soldados es de hoy en ocho.

—¡Qué sabes tú, habladora!.

—Siempre ha sido así.

—Eso manda la ley; pero el ayuntamiento ha acordado hacerla hoy y ponerla la fecha del domingo que viene, porque el domingo toda la justicia está convidada á una borrachera que dá ese señor que ha venido de Madrid.

—¡Vaya un modo de cumplir la ley!

—¡Qué ley ni qué calabazas! En los pueblos no se anda con cumplimientos.

—Pues bien: váyase usted solo á misa primera, que yo me quedo para la mayor.

—¡Ya, ya te entiendo, pájara! Lo que tú quieres os ir sola á misa para gastar palique con el tonto. No te verás en ese espejo. Ya te he dicho que con quien te has de casar os con Cardona, que es el más listo del pueblo.

—Y á los hombres, ¿de qué les sirve ser listos

—¡Calla, habladora, que te voy á sacar la lengua! Si no fuera yo listo, ¿no me la hubieras tú pegado ya?

—Si quisiera pegársela á usted...

—¡Pegármela tú á mí! ¡Facilillo es!

—Pues yo no me caso con Cardona, que me caso con Bartolo.;

—Bartolo es tonto.

—Pues á mí me sirve aunque lo sea.

—¡Anda, el tercer toque! ¡Vamos á misa!

—¡Pues! ¡Y he de entrar en misa sin mantilla!

—¡Qué mantilla ni qué...! En los pueblos no se anda con cumplimientos. ¡Vamos, vamos, pícara! ¿Qué va á que por tu causa me ponen tío No-hay-Dios?

El alcalde echa á correr, y al trasponer una esquina se le escapa su hija, que va á meterse por otra callejuela, diciendo:

—¡Sí, ahora me iba yo á quedar sin hablar con Bartolo, cuando no lo he visto desde el domingo pasado!

Por la misma callejuela viene Bartolo muy afligido y hablando solo como los tontos.

—¡Canasto!—dice.—Lo que á mí me pasa no le pasa á nadie en el mundo con ser mundo, y más valiera morirse uno que ser tonto.

—Al ver á la Jeroma, corre á ella buscando el consuelo que le falta, y exclama abrazándola:

—¡Ay, Jeroma de mi vida, qué desgracia la nuestra!

—¡Anda, bruto, y abraza á un toro!—replica la Jeroma rechazándole y arreándolo un bofetón que le hace ver las estrellas.

—¡Hi!¡hi!—gimotea Bartolo.—No esperaba yo de tí semejante correspondencia.

—¿Y qué tienes tú que abrazar á una moza soltera?.

—Pero, mujer, ¿no ves que como soy tonto no sé lo que me hago?

—Pues yo te iré avispando en cuanto nos casemos.

—¡Qué canasto nos hemos de casar si corre por allí un embuste que si le oye tu padre me echa á presidio!

—¡Ay, Bartolo de mi alma! ¿Y qué embuste es?

—¡Qué ha de ser, canasto! Que anoche subí á tu cuarto por el balcón.

—¿De veras dicen eso?

—Tan de veras como yo soy tonto.

—¿Y qué vamos á hacer para desmentirlo?

Un muchacho pasa por la Plaza cantando una copla que oye Bartolo, pero que no debe oir el público hasta más adelante, á fin de que no pierda la ilusión.

—¡Ay, canasto, qué cosa me ocurre!—exclama Bartolo al oír la copla, poniéndose más alegre que un entierro de pariente rico.

—¿Y qué cosa es?

—No te la digo, porque te vas á enfadar.

La gente que sale de misa aparece.

—¡Ay, que nos va á ver mi padre!—exclama la Jeroma, disponiéndose á echar á correr.

—¿Me quieres, Jeromilla?

—Sí que te quiero.

—Pues adiós.

—Adiós.

Y cada cual tira por su lado.

El alguacil encuentra á Bartolo cuando éste va huyendo, y lo dice:

—Bartolo, ya sé que anoche hiciste un pecado gordo. ¡Mira que hay Dios!

Y el alguacil sigue su camino.

En el soportal de la casa de ayuntamiento comienza el sorteo para la quinta; pero á pesar de lo que interesa á todos los vecinos aquel acto, muchos dejan de prestar atención á él por cuchichear de otra cosa que debe ser muy diferente, pues los hace reír, y por contemplar el sombrero de Bartolo, que continúa en el balcón.

Bartolo se retira del soportal, llorando como un becerro porque ha sacado el número cuatro, y poco después hace lo mismo Cardona, pero saltando de alegría, porque ha sacado el número cinco, y tocando al pueblo sólo cuatro soldados, son útiles para coger el chopo los que han sacado los cuatro primeros números.

El ayuntamiento se retira á tomar un refresco, compuesto de vino de Valdepeñas, un cochifrito y pan tierno.

Apenas el alcalde tira el primer latigazo al Valdepeñas, se le vuelve veneno en el cuerpo. ¿Por qué? Porque al fin llega á su oído lo que ya todos los vecinos saben: que su hija está deshonrada porque Bartolo asaltó anoche su honra, de lo cual es bu en testigo el sombrero que aún campea en el balcón.

—¡Tío No-hay-Dios—grita hecho un solimán,—prenda usted inmediatamente á ose galopo, y tráigamelo aquí atado codo con codo!

El alguacil cumple inmediatamente la orden del alcalde. Y al ver conducir preso al tonto, casi todo los vecinos, incluso Cardona, corren á la casa de ayuntamiento.

—Bartolo—dice el alguacil al preso, conforme le conduce,—si has cometido un delito, no lo niegues. ¡Mira que hay Dios!

—¡Bartolo!—grita el alcalde.—¿No es verdad que no entrastes anoche en mi casa? ¿No es verdad que es una infame calumnia la que todo el pueblo levanta á la honra de mi hija?

—Señor alcalde—contesta el tonto,—yo le diré á usted lo que pasó anoche.

—¡Di la verdad!

—¡No la he de decir, canasto!

—Pues despacha, que en cuanto dos tú la declaración, la justicia tiene que comenzar la de soldados...

—Pues señor, pasaba yo debajo del balcón de la Jeroma, cuando digo: «Aquella estará ya en lo caliente; pero ¡canasto! si duerme, que despierto.» Con que cojo una china y la tiro al balcón, y cate usted que la Jeroma sale en camisa...

—¡Qué azotes! ¡Grandísima bribona!

—Comencé á echarla piropos y se reía la tonta, y decía: «¡Buenos galopos estáis los hombres!» Con que digo: «Mira, échame una escupitina en el sombrero y me marcho, que aquí corre un gris de lo lino.» Dice: «Mira, Bartolo, ¿quieres subir?» Digo —«No, que si me siente tu padre...» Dice; «¡Qué! ¡Si mi padre está ya roncando como un marrano!...»

—¡Marrano yo!...

—¿Yo qué sé? Ella así dijo. Con que en éstas y las otras, que si subes, que si no subo, dice: «Voy á abrirte la puerta.»

—¿Y abrió?

—¡Vaya si abrió, canasto!

—¡Ah, hija de una cabra!

—¡Poco á poco ¡canasto! que es usted su padre!

—¿Con que abrió la grandísima?...

—¿No le digo á usted que sí, canasto?

—¿Y tú que hiciste?

—¡Toma! Yo, como soy tonto, me metí en casa...

—Es decir, en casa ajena. ¿Y subiste?

—Ya ve usted, bajé por el balcón...

—¡Ah, infame! ¡Qué presidio te vas á mamar!

—¡Ca!

—¿Cómo que ca? Te coge de medio á medio la ley.

—La ley no reza conmigo.

—¿Por qué no, bribón?

—Porque soy tonto.

—¡Ya te daré yo la tontería! ¡Penetrar en casa ajena á las tantas de la noche!...

—En los pueblos no se anda con cumplimientos.

—Alguacil, sopla en el cepo á este bribón.

—Si se acerca á mí, le hundo los sesos de un puñetazo.

—¡Favor á la justicia!

Cardona y otros mozos ayudan al alguacil, y entre todos sujetan á Bartolo, que alcanza á Cardona dos puñetazos dirigidos al alguacil.

IV

Aquí viene un monólogo del barba, es decir, del alcalde. Los monólogos son de tan mala ley en las comedias como en los libros las dedicatorias á ministros y gente así; pero allá va, á ver si se acaba de llevar el demonio la literatura dramática, que poco le falta.

—Hasta los perros y los gatos saben que ese bribón penetró anoche en mi casa. Por consiguiente, hasta los gatos y los perros pueden declarar contra él, y me será fácil echarle á un presidio. Sí, ¡voto á bríos Baco balillo! á un presidio ha de ir ese bribón.

El muchacho que cantó antes la copla, vuelve á cantarla. Como ya no tenemos miedo de destruir la ilusión del público, no hay inconveniente en que el público oiga lo que canta el muchacho. El muchacho canta:


Dice el sabio Salomón
que el que engaña á una doncella
no tiene perdón de Dios
si no se casa con ella.


Esta copla iluminó antes la obscura inteligencia de Bartolo, y ahora ilumina la nebulosa del alcalde. De modo que esta copla sirve de candileja en nuestro teatro.

¿Por qué su luz no habrá alcanzado también á la inteligencia de Cardona? Si Cardona no fuera el más listo del pueblo, tendríamos por el más tonto del pueblo á Cardona. Pero dejémonos de conversación, y oigamos el monólogo del alcalde.

—Pero bestia de mí, ¿cómo hablo de echar á presidio á ese galopo, si la fatalidad le ha hecho ya yerno mío? El único medio de lavar la mancha que ha caído en la honra de mi casa, consiste en el casamiento del tonto con mi hija. Sí, se casará, ¡voto á una recua de demonios! ¡Tío No-hay-Dios!

El tío No-hay-Dios aparece.

—Saca del cepo á Bartolo, y tráele aquí.

El tío No-hay-Dios obedece, y el respetable público, al ver que sacan al soportal al tonto, se agolpa al soportal.

—Bartolo—dice el alcalde, plagiando sin conciencia,—el que deshonra á una doncella no tiene perdón de Dios ni de los hombres si no se casa con o ella más pronto que la vista.

—No digo lo contrario—contesta Bartolo.

—Pues bien: te vas á casar con mi hija.

—Con mucho gusto y fina voluntad.

—¡Eso no, canute!—salta Cardona, poniéndose como un toro.—Quien se casa con la Jeroma soy yo.

—No puede ser—replica el alcalde.

—Lo que no puede ser es guardará una mujer—murmura Bartolo, riéndose como un tonto.

—Sepa usted y sepan todos los presentes que lo de la subida de Bartolo al cuarto de la Jeroma es un cuento inventado por mí, con ayuda de la tía Bolera.

—Pues la tía Bolera y tú iréis á un presidio por calumniadores.

El respetable público prorrumpe en aplausos.

—¡Canute! ¡Recanute! ¡Que me suceda á mí esto

—Pero como unos lo creerán y otros no, la honra de mi hija quedará en vilo si Bartolo no se casa con la Jeroma; y para que no quede, quiero que la Jeroma se case con Bartolo.

—Pero casándose conmigo queda todo compuesto—arguye Cardona

—Si no oros calumniador, ores un mozo sin vergüenza. Cualquiera de las dos cosas que seas, no sirves para yerno mío.

El respetable público silba estrepitosamente á Cardona, y ésto se larga echando sapos y culebras por aquella boca.

—¡Eh! ¡Cardona!—le grita la tía Bolera desde su puesto.—¿Con que estamos conformes en que me cederás los frutales de tu huerto?

—No estamos conformes—contesta Cardona desesperado.

—¿Por qué, hijo?

—Porque los necesito para ahorcarme en ellos.

El respetable público aplaude la determinación de Cardona ¡Ah, pedazo de!...

El juicio de exenciones y declaración de soldados comienza.

Los tres primeros números son declarados útiles.

—¡Número cuatro!—grita el secretario.

Y Bartolo se presenta.

—¿Tiene usted algo que alegar?

—Sí, señor, que soy tonto.

EL ayuntamiento delibera y declara inútil para el servicio á Bartolo por tonto de capirote.

—¡Número cinco!—vuelve á gritar el secretario.

Y comparece Cardona tan dos esperado, que se tiraría de los pelos si no se los hubiera arrancado ya de rabia.

—¿Tiene usted alguna exención que alegar?

—Sí, señor, que soy más tonto que una mata de habas—contesta Cardona con profunda convicción.

El ayuntamiento y el respetable público se echan á reir como quien dice: «¡Que pillo es ese muchacho!»

Cardona es declarado útil para poder manejar el chopo.

—¡Canute! ¡Recanute!—exclama Cardona arreándose puñetazos á sí mismo.—Que llamen al número seis, porque yo voy á matar al tonto y á ahorcarme en seguida en un árbol de mi huerto.

El respetable público vuelve á aplaudir.

—Tío No-hay-Dios—dice el alcalde,—al cepo con ese quinto hasta que se haga la entriega en caja.

Cardona se defiende como un león, pero al fin el alguacil, ayudado por Bartolo y otros mozos, le sujetan.

—Cardona—le dice el alguacil por lo bajo al soplarle en el cepo—¡hay Dios!

—¡Ya lo sé!—contesta Cardona, ya más manso que un cordero.

V

Esta comedia tiene su epílogo y todo, lo que prueba que os muy buena. Como las buenas escasean tanto, milagro será que algún empresario no nos la represento ó algún autorzuelo no nos la birle; pero si á tal se atreviesen, ¡ay de ellos, que el autor los balda echándoles la ley encima! ¡Pues no faltaba más que se hiciese esto con sus obras en España, después de reimprimirlas sin su permiso en Alemania y traerlas á vender en Madrid!

El epílogo es pasados unos quince días.

Cardona, con los demás quintos, sale del pueblo para ir á entrar en caja. Al pasar junto á su huerto, dirige la vista á los frutales, pesaroso de no ahorcarse en uno de ello?.

Jeroma y Bartolo salen de la iglesia, donde acaban de casarse. ¡Ahora sí que el tonto se mete en casa del alcalde!

Entre la multitud de gentes que acompañan á los novios va el tío No-hay-Dios.

—Bartolo—dice el alguacil,—el calumniador ha sido castigado y recompensado el inocente. Esto te probará que ¡hay Dios!

—Sí—contesta Bartolo,—y por eso tengo un remordimiento.

—¿Cuál?

—Cardona va soldado por haber alegado yo que soy tonto.

—¿Y sospechas que no lo eres?

—Lo sospecho.

—Yo también sospecho que eres más listo que Cardona.

Lo que es poesia

I

Si yo fuera rey absoluto, y así como hay máquinas para medir el tiempo, las hubiera para medir el sentimiento, había de dar un real decreto que dijese:

«Pues señor, no se permite hacer Tersos al que no tenga tantos ó cuantos grados de sentimiento.»

Anoche me asomé al balcón á tomar el fresco y á contemplar el azul del cielo, ante cuya serenidad suelo decir á mi alma: «Aprende, aprende á estar serena», y oí el siguiente diágolo entre la criada del cuarto segundo y el criado del cuarto principal de la casa de enfrente:

—¿Qué hora es ya, Perico?

—Las doce.

—Ya pronto vendrán mis señores.

—Y los míos también.

—¿Te toca salir mañana, Bonifacia?

—No, pero voy á pedir licencia á la señora. Como son mis días...

—¡Y que tienes razón, chica! Que los tengas muy felices.

—Con dos cuartas de narices.

—Te voy á sacar unos versos.

—¡Sí, buena cabeza tienes tú para eso!

¡Tras, tras! á la puerta: los señores del cuarto principal, y se llevó Pateta la conversación de Perico y la Bonifacia.

Me alegró de que así sucediera, porque si no, cometo la imprudencia de gritar á la Maritornes de enfrente:

—Oiga usted, los versos no se sacan de la cabeza, que se sacan del corazón.

Quizá el vecino de al lado, que también tomaba el fresco en su balcón, y presumo de perito en la materia, hubiera terciado en la cuestión diciéndome:

—Perdone usted, señor mío, que los versos pueden sacarse lo mismo de la cabeza que del corazón. Lo que sólo se saca del corazón es la poesía.

—El que ha de perdonar es usted—lo hubiera yo replicado.—Si por versos entendiera el vulgo las palabras que escritas forman renglones desiguales, y habladas se pueden cantar, santo y muy bueno; pero como el vulgo entiende por versos poesía, he hecho perfectísimamente en advertir que los versos se sacan del corazón y no de la cabeza.

El vecino de al lado hubiera caído de su burro á fuer de hombre razonable, y usted, lector mío, que es aún más razonable que él, hubiera caído también del suyo, dado caso que desde su balcón me hubiese hecho observación parecida.

Repito, pues, que si yo fuera rey absoluto y se pudiera medir el sentimiento, base fundamental de la poesía, había de mandar poner en limpio y autorizar con mi firma y sello el real decreto cuya minutar queda archivada en el presente cuento.

Me dirá usted, señor lector:

—Pero vamos á ver qué entiende usted por poesía, porque el epígrafe de su cuento le pone á usted en el compromiso de definirla, y Horacio...

—Hombre, si he de decir á usted la verdad, no entiendo mucho de Horacios ni de Curacios; pero creo que la poesía está definida con decir que es la esencia de la belleza moral.

—Pero, santo varón, la belleza material, ¿no forma parte de la poesía?

—Justo, pero es porque los objetos hermosos engendran ideas y sentimientos hermosos también. El rosal es poético, porque produce rosas.

—Estamos conformes; pero ¿á qué viene ahora explicar lo que os poesía, cuando todos los que la cultivan saben mejor que usted definirla?

—Si yo fuera á escribir este cuento para esos, hablaría usted como un libro... como un libro bueno, que no todos los libros hablan bien; pero como le escribo para los qué todos los días oyen campanas y no saben dónde, la observación de usted no pega. Todo el mundo oye hablar cada, instante de poesía, y de cada cien que oyen esta palabra, hay noventa y cinco que ignoran su significado. Pregunte usted á cualquiera de osos noventa y cinco qué es poesía, y contestará riéndose, como cuando se pregunta, Nuestra Señora de Marzo, ¿en qué mes cae?: «¡Toma! ¿qué ha de ser? Versos.»

Ahora bien: ¿por qué no ha de haber quien haga un esfuerzo á ver si llamando al pan pan y al vino vino, consigue explicar á tantos que no lo saben lo que con procedimiento distinto no ha conseguido explicarles ninguno de los que han compuesto poéticas, desde Aristóteles hasta Martínez de la Rosa?

—Quien va á hacer esa prueba soy yo, y de seguro me salgo con la mía, gracias á mi método, que no á mi habilidad.

II

Recuerdo al llegar aquí que no es ésta la primera vez que intento explicar lo que es poesía á personas para quienes Aristóteles está en griego, Horacio en latín y Martínez de la Rosa en lenguaje demasiado fino; pero desgraciadamente mi auditorio fué entonces tan escaso, que casi prediqué en desierto.

Voy á referir el caso, que los recuerdos han sido siempre la comidilla de mi alma.

En Villaviciosa de Odón tiene mi amigo Pepe una hermosa posesión donde reside con toda su familia, dedicado, más por afición que por necesidad á la agricultura, y allá suele ir en primavera y verano á pasar algunos días.

A Ana, la mujer de mi amigo, que es modelo de esposas y de madres, le ha sucedido una cosa muy parecida á lo de aquel personaje de comedia que había estado toda la vida hablando en prosa sin saber que poseía tan rara habilidad. Ana ha estado toda la vida siendo poetisa sin saberlo, bien al contrario de otras mujeres, que están toda la vida siendo poetisas sin saber que no lo son.

Eran las doce de un hermoso día de Junio cuando llegué á casa de mi amigo Pepe.

El perro León, que también es muy amigote mío, salió á recibirme buen trecho antes de llegar á la casa, diciéndome con sus saltos y zalamerías: «¡Dichosos los ojos que le ven á usted!» Y un guindo que se asomaba á la pared de la huerta para dar dentera con sus guindas á los chicos, me dió un apabullo en el sombrero al ver que pasaba sin hacerle caso.

Al subir la escalera me pareció oir leer, y un momento después noté que el ruido de mis pasos había hecho interrumpir la lectura.

En un hermoso comedor, desde el cual se bajaba á la huerta por una escalerilla de madera sombreada por una pomposa parra, estaban Ana, Mariquita, Luis y Pepito.

Ana cosía; Mariquita, que era una chica de quince años, con una cara que siempre me salga á mí cuando juegue á cara ó cruz, tenía en la mano un libro medio cerrado, y Luis y Pepito, gaterillas de cuatro á seis años, procuraban romper la cabeza al busto de un famoso socialista para ver si tenía algo dentro.

Luis y Pepito corrieron á mi encuentro, y como yo les preguntase si habían sido buenos, me contestaron que si les llevaba dulces.

Después de los saludos de ordenanza, me dijo Ana que su marido estaba hacía dos días á la feria de no sé dónde, y le esperaban aquella noche.

—¿Con que estaban ustedes de lectura?.

—Si, en algo se ha de pasar, el tiempo.

—¿Y qué leía la Marujilla?

—Estaba leyendo un libro de poesía que ha compuesto un poeta de Madrid.

—¿Y qué poeta es ese?

—Uno que viene todos los años el día de la función á poner las banderillas á los toros.

—¡Banderillas un poeta! Mujer, ¿está usted loca?

—Pues sí, señor, que es banderillero de afición.

—Pero no será poeta.

—Sí que lo es.

—¿Y en qué se le conoce?

—¡Toma! En que cae en copla lo que dice ó escribe.

Cogí el libro que Mariquita tenía en la mano, leí cuatro versos, y como para muestra basta un botón, repliqué:

—Ni ese señor banderillero es poeta, ni en este libro hay poesía.

—¿Pues qué hay?

—Versos.

—Llámelo usted hache.

—Pues no se lo llamo.

—¡Otra te pego, Antón! ¿Con que poesía y versos no son una misma cosa?

—No, señora: puede haber en un libro versos y no haber poesía, y puede haber poesía y no haber versos.

—¡Anda, morena! ¿Pues qué son los versos?

—Antes de contestarle á usted quiero hacerle una pregunta. ¿Cuántos vestidos tiene la Mariquita?

—Yo le diré á usted, decentes no tiene más que dos, uno de ellos verde, y el otro azul.

—¿Y con cuál de ellos está más guapa?

—Con el azul. Y ya lo sabe ella, la vanidosota, que se despepita por ponerse el azul y no el verde.

—Pues mire usted, Ana, la poesía no tiene más que dos vestidos decentes: uno de ellos es la prosa y el otro el verso, y como con el verso está más guapa que con la prosa, se despepita por ponerse ese vestido y no el otro.

—Pero si los versos no son poesías, y sí sólo el vestido que mejor le sienta, ¿qué es poesía?

Al hacerme Ana esta pregunta, oímos hacía la escalera una vocecita que decía:

—¡Una limosnita por amor de Dios, que no tengo pade ni made!

Luisito y Pepito que acababan de convencerse de que la cabeza del famoso socialista no tenía nada dentro echaron á correr hacia la escalera.

—Mamá, es una niña que está comiendo un troncho. ¡Ay qué asco!

—Decidle que entre.

En efecto, una niña como de seis años, casi desnuda y royendo un troncho de berza, entró en el comedor.

—Hija—lo dijo Ana, quitándole el troncho y tirándole á la huerta ¿por qué comes esa porquería?

—Tengo hambe—contestó la niña haciendo un pucherito y llenándosele los ojos de agua.

—¡Pobrecita!—exclamaron Mariquita y Ana.

—¿De dónde eres, hija?—añadió la segunda.

—De Navalcanero.

—¿Y tus padres?

—No tengo pade ni made, que se han mueto del cólera.

—¡Hija de mi alma!—exclamó Ana arrasándosele los ojos en lágrimas y besando á la niña sin reparar en la saciedad de que estaba cubierta.—¡Por qué su Divina Majestad no se habrá llevado á esta criatura al llevarse á sus padres! ¡Qué dolor¡ Señor, qué dolor!

Y así diciendo, Ana corrió á la cocina, y dando cada suspiro que se oía en el comedor, en un abrir y cerrar de ojos preparó una cazuelita de sopas con el mejor caldo del puchero y se la trajo á la niña, con el ítem más de un buen trozo de carne y una rosca.

Mientras la niña comía, buscó Ana un vestidito y otras prendas que á la edad de ocho años había desechado Mariquita, casi nuevas, porque la estaban ya chicas; y así que la huerfanita despachó su ración, le lavó la cara, trocó sus harapos por aquella ropa, y la despidió colmándola de caricias.

Ana tomó de nuevo su costura.

—Volviendo á nuestro pleito—me dijo,—¿qué es poesía?

—Poesía—contesté—es... esas lágrimas que aún tiene usted en los ojos, esos suspiros que aún se le exhalan á usted del pecho, eso que aún siente usted en el corazón.

—¡Ya!—murmuró Ana, empezando á comprender algo de lo que yo empezaba á explicarle prácticamente.

III

—Mamá, ¿cuándo comemos? ¡Gem! ¡gem! ¡Yo quería comer!—cencerreaban Luis y Pepito zarandeando á su madre.

—Tened un poco de paciencia, que ahora vamos. ¡Jesús, qué enemigos, de chicos!

Ana dejó su costura, se fué á la cocina á hacer en mi obsequio una de las habilidades que reservaba para los días de incienso, y yo me fuí á dar una vueltecita por la huerta, donde me estuve charlando con un mozo rubio que trabajaba en otra huerta separada de la de Pepe por una tapia que me llegaba al pecho

Poco después me pareció que Luis y Pepito andaban al morro al pie de la escalerilla del comedor, y echó á correr allá para poner paz entre los ruines. Los ruines, á quienes su madre había mandado que me avisaran para comer, habían empezado á pescozones sobre quién había de ir él primero.

Al subir al comedor me encontré con la mesa más poética que en la aldea había visto. Los cubiertos eran de boj y los platos de Talavera, pero ¡qué nuevecitos, y qué blancos los manteles, y qué canastillo de variada fruta, y qué ramilletes de flores en los ángulos de la mesa, y qué gusto tan delicado en la colocación de todo!

—Ana—dije,—¿y es usted quien me pregunta qué es poesía?

—Sí que se lo pregunto á usted, porque todavía no me ha contestado como Dios manda.

—Poesía es esto.

—¿Poesía la mesa? ¡Calle usted, burlón!

—La mesa, y sobre todo, lo que ha inspirado á usted todos estos primores.

—¡No tiene usted malos primores! ¿Qué tiene que ver la poesía con que á una le gusten las florecitas frescas, las frutas hermosas y los manteles blancos?

—Pues la poesía está en ese gusto, en el gusto delicado.

—¡Ay qué rico le tiene este!—dijo Pepito clavando el diente en un hermoso albaricoque.

—¿Y está también la poesía en los albaricoques?—añadió su hermano abriendo uno.

—Sí que lo está—contesté sonriéndome.

—¡Engañoso, que no tiene más que hueso! —me replicó.

Echámonos á reir con esta salida de pie de banco, y nos pusimos á comer alegremente, no sin que con frecuencia interrumpiera Ana la conversación con un: «¿Si habrá comido ya mi Pepe?», ó un «¿Dónde habrá comido hoy aquél?», ó un «¡Válgame Dios qué gobierno tendrá estos días aquél pobre, acostumbrado al arreglito de su casa!» ¡Tiernos recuerdos y dulces inquietudes en que, como dije á Ana, había más poesía que en los versos de todos los banderilleros del mundo!

Estábamos echando un parrafillo de sobremesa, cuando los niños, que habían salido al balcón del comedor, empezaron á gritar muy alegres:

—¡Tío Bailén! ¡tío Bailén! Mamá, dile al tío Bailen que suba á contar cuentos de soldados.

Ana se asomó al balcón, y dijo á un anciano que pasaba por la calle:

—Tío Bailén, ¿no quiere usted subir á echar un traguillo?

—Allá voy, hija—contestó el anciano,—que á un trago y un cigarro no se niega nunca el español.

Mientras el anciano subía, me contó Ana que le llamaban el tío Bailén porque su mayor dicha era contar lo que pasó en la batalla del mismo nombre, donde recibió una herida, de cuyas resultas quedó ciego. En efecto, el tío Bailén no veía más que con los ojos del alma, ¡Dios nos los conserve á todos!

Ana le alargó un vaso de excelente vino, y yo un cigarro de excelente tabaco

—Buen vino está éste—dijo el pobre ciego,—pero lo he bebido yo mejor.

—¿Dónde?

—En Bailén, cuando vencimos á Dupont. Estaba yo con una herida en la cabeza, pidiendo por todos los santos del cielo un vaso de agua, cuando pasa el general Castaños, y con su propia mano me escancia un vaso de vino, y me lo da mezclado con dos lágrimas que se le saltaron al verme con la cabeza acribillada. ¡Aquel sí que era vino, voto á bríos Baco!

—Vamos, tío Bailén, cuéntenos usted lo que pasó aquel día.

El veterano se apresuró A complacer á Ana. Aquel día de gloria en que treinta mil veteranos franceses rindieron sus armas á los pies de veinte mil reclutas españoles, hambrientos, desnudos y casi mermes,pero inflamados por el santo amor de la patria y el recuerdo de la traición y la iniquidad que habían acompañado á los invasores desde el Bidasoa al Manzanares; aquel día de gloria era pintado por el anciano, con tan vivos colores y tal entusiasmo, que nuestro corazón latía violentamente, y las lágrimas escaldaban nuestra mejilla lo mismo que la del narrador.

—Ana—dije yo,—¿se siente algo de lo que ahora sentimos leyendo el libro que ha compuesto el banderillero?.

—No, nada de esto se siente.

—Pues consiste en que en aquel libro no hay más que versos, y en lo que cuenta eso anciano no hay más que poesía.

Levantémonos de la mesa, é íbamos á bajar á la huerta, cuando Ana se detuvo exclamando:

—¡Ay, que no le habíamos dicho á usted nada del cuadro!

—¿Qué cuadro?

—Uno que nos ha regalado un pintor de Madrid, amigo de Pepe.

—¿Y es bueno?

—Precioso. Venga usted á la sala y le verá. Representa las inmediaciones de Villaviciosa con las huertas y el castillo. ¡Cosa más propia!...

Encaminámonos todos á la sala, y en efecto, me encontré en ésta con un cuadrito que merecía la calificación de precioso que Ana le había dado. Era un país pintado á la ligera, pero lleno de frescura, de verdad y de encanto.

—Qué le parece á usted?—me preguntó Ana.

—Me parece lindísimo. ¿Y cómo se llama el pintor?

—Se llama el señor de Haes.

Al oir este nombre se duplicó la alegría de mi corazón, porque confieso que los países de Haes tienen para mí tal encanto, que hasta el nombre del pintor me causa ese placer, esa alegría inexplicable que hace sentir todo lo que tiene relación con los objetos ó con los sentimientos agradables.

En aquel reducido lienzo aparecían con todos sus accidentes el hermoso vallecito, por cuyo fondo corre el arroyo que fertiliza las huertas de Villaviciosa, y el cerro en cuya cúspide se halla el castillo donde expiró el rey Don Fernando VI.

—Yo me paso las horas muertas viendo ese cuadro—dijo Ana.

—Y yo también.

—Y yo.

—Y yo—añadieron Mariquita y los niños.!

—Pero ¿en qué consiste—me preguntó Ana—el placer que se siento viendo ese cuadro, cuando está una harta de ver el original? ¿Y en qué consiste que el original no encanta tanto como la copia?

—Consiste en la poesía del arte.

—¡Qué! ¿El arte tiene poesía?

—¡No la ha de tener, si la poesía y la belleza vienen á ser una misma cosa!

—¿Y cuál es la poesía del arte?

—La poesía del arte es lo que hace á usted pasar se las lloras muertas contemplando ese país; lo que hace á usted experimentar mayor encanto viendo la copia que viendo el original; lo que siente usted delante de ese cuadro.

—¡Qué cosa tan hermosa es la poesía!

—Como que es la hermosura misma.

En la sala había un piano.

—La poesía, la pintura y la música son hermanas. Ya nos hemos entretenido un rato con las dos primeras, y no sería malo que nos entretuviéramos un poquito también con la última—dije á Ana, indicándole el piano.

—Vaya, vaya, déjeme usted de música, que eso se queda para las jóvenes.

—Sí es usted vieja, rejuvenézcase usted cantando con acompañamiento de piano una de aquellas barcarolas con que tantas Teces ha enamorado á Pepe.

—¡Si hace un siglo que no me he sentado al piano, con tanto como le dan á una que hacer esos enemigos!

—Vamos, mamá, no se haga usted rogar—dijo la Mariquita viniendo en mi ayuda.

—Malo y rogado es dos veces malo—contestó al fin Ana.

Y sentándose al piano, comenzó á tocar y cantar una barcarola de Arrieta, llena de la dulcísima melancolía que este inspirado artista derrama en todas sus delicadas creaciones.

Aquel canto y aquellas melodías empezaron á sumergirnos en una especie de éxtasis inexplicable, y cuando Ana se levantó del piano, lo mismo sus ojos que los de Mariquita y los míos estaban encendidos y húmedos.

Todos los recuerdos dulces y amorosos que encerraba mi vida se habían despertado en mi corazón al oir aquel tierno y melancólico canto, y creo firmemente que el mismo sentimiento había hecho afluir las lágrimas á los ojos de Ana y á los de Mariquita.

—Señor—dijo Ana,—¿qué tendrá la música que hace sentir esto que una siente?

—Lo que tiene y lo que derrama en el alma es poesía—contesté.

Poco después fuimos todos á dar un paseo por la huerta.

El mozo rubio se puso á cantar:


Te llaman la azulerita
porque te gusta lo azul;
por más que lo azul te guste.
más me gustas á mí tú.


—¡Canta bien ese muchacho!—dije.—¡Y es guapo chico!

—Ya lo sabe mi hija—contestó Ana.

La muchacha se puso coloradito, como una rosa.

—¡Hola, hola, Mariquita! ¿Con que todo eso tenemos?

—¡Vaya!—replicó Mariquita ahuecando la voz y poniéndose encendida como un clavel.—¡Qué cosas tienen ustedes!

—¿Con que noviecito ya?

—¡Sí, novio!

—Dí que sí lo es—exclamó Pepito, agarrándose de mis faldones y haciéndome burladero de las embestidas que le daba su hermana, llamándole picotero y otras picardías por el estilo.

El gatorilla me hizo seña con la mano para que me inclinase; me incliné, y entonces me dijo al oído, mirando de reojo á ver si se acercaba su hermana:

—Mira, el otro día fuí con Mariquita á la fuente, y encontramos al Rubio, que tenía un clavel en la boca. El Rubio lo dijo á la Mariquita: «¡Bendita sea la Madre que te parió!», y le tiró el clavel. La Mariquita se puso muy alegre, y después que se marchó el Rubio, besaba el clavel y tenía los ojos mojados. ¿Sabes tú que es eso?

Iba yo á contestar que todo aquello era poesía, pero recordé que quien me lo preguntaba era Pepito, y no su madre, y contesté al oído del niño:

—Eso es que cuando los niños cuentan lo que oyen ó ven sin preguntárselo nadie, viene un pajarito muy feo, muy feo, y ¡pin! les dá un picotazo muy fuerte, muy fuerte en la lengua.

—¡Anda, engañoso! ¡Ya no te quiero!—dijo Pepito muy enfadado, dejando en libertad el faldón de mi levita para ir á hacer presa en la falda de su madre.

A pesar de que había aparentado no dar crédito á lo del picotazo, no debía tenerlas todas consigo, pues desde aquel instante calló como un muerto, y notó que, así como quien no quiere, se tapaba la cara con la falda de su madre cada voz que nos hacía la rosca algún pájaro.

Recorrimos de un extremo á otra la huerta, que tenía honores de jardín, y estaba tan deliciosa como la tarde, y disfrutamos, entre otras cosas, de una magnífica serenata que nos dieron los pájaros.

Estos artistas sabían muy bien que aquellas no eran sus mejores horas de inspiración; pero dijeron:

—¡Qué demonche! Hay que hacer de tripas corazón para obsequiar á los forasteros.

Y cantaron que se las pelaron.

En una colinita que se alzaba á un extremo de la huerta nos detuvimos silenciosos. El sol declinaba tras de las lejanas lomas de Occidente, y sus últimos y, amarillentos rayos bañaban de vaga y misteriosa luz la campiña. Allá á lo lejos se oían los cantares del labrador que recogía sus aperos para volver á la aldea, y nos pareció que la apacible brisa de la tarde traía hasta nosotros el toque de unas campanas mezclado con los vagos rumores del monte y de la campiña y el murmullo del Guadarrama, cuya corriente parecía callar cuando la brisa no venía á acariciar nuestra frente. Murmullos, perfumes, cantos de pájaros, el sol tocando en el Ocaso... todo esto sumía nuestro corazón en dulcísima melancolía.

Miré en mi derredor. Mariquita y los niños habían desaparecido, y sólo estaba á mi lado Ana, entregada á aquella especie de éxtasis que embargaba mis sentidos. Ignoro si mis ojos estaban húmedos; pero me pareció descubrir una lágrima en los de Ana.

—¡Qué pensativa se ha quedado usted!—dije á ésta.

—¡Pues mira quien habla!—me contestó, haciendo un esfuerzo para sonreir.

—¿En qué piensa usted?

—¡En qué lio de pensar! En mi marido, en mis hijos, en mis padres, que estén en gloria, en mis hermanos, en... en fin, en todas las personas que una quiere ó ha querido.

—¿Y por qué piensa usted en ellas ahora con más ternura y más amor que otras veces?

—Justamente eso le iba yo á preguntar á usted. Señor, ¿qué será esta dulce tristeza, este cariño, esta gana de llorar que una siente cuando se para á ver cómo el sol se pone, y á escuchar todos esos ruidos confusos que el viento trae al anochecer?

—Ana, ¿quiere usted saber qué es eso?

—¡Pues no he de querer!

—Eso es poesía.

—¡Bendita sea la poesía, si es lo que ya me voy figurando!.

IV

—¡Calla! ¡Pues sus hijos de usted se han despedido á la francesa!

—Lo que es los niños se habrán ido á casa y estarán ya durmiendo como cachorritos. No es extraño con lo que esas criaturas bregan todo el santísimo día, que parece que tienen azogue en el cuerpo.

—Pero ¿y la Marujilla?

—¿La Marujilla? Esa no hay que preguntar adonde ha ido; á hablar con el Rubio, que se despepita por él.

Dimos algunos pasos más, y encontramos á Luis y á Pepito sobre un montón de oloroso heno dormidos «como cachorritos», tranquilos, sonrosados, hermosos como el sentimiento que reflejaron los ojos de su madre cuando ésta me dijo, lanzándose á desahogar en aquellos pedazos de sus entrañas el sentimiento que poco antes la había yo ayudado á definir.

—¡Mire usted, mire usted qué alhajas de hijos me ha dado Dios! ¡Hííííí! ¡Benditos seais, que valéis vosotros más pesetas que el mundo!...

Y Ana, chillando como una loca y comiéndose á besos á sus hijos, despertó á los gaterillas, que nos siguieron restregándose los ojos con los puños y haciendo pucheritos con la boca.

En efecto, la Mariquita estaba hablando con el Rubio, y así que notó que nos acercábamos, se dispuso á cortar el coloquio con un «¡Que fastidio!» que no se escapó á mi oído.

Iba ya anocheciendo, y mis ojos no pudieron distinguir lo que Mariquita hizo al despedirse de su novio; pero como á los ojos de las madres nada se escapa, Ana me dijo al oído, para que no lo oyesen los niños:

—Mire usted qué condenada de chica; ha arrancado un pensamiento de los que hay al pie de la tapia, le ha dado un beso y se le ha echado al Rubio. ¡Ha visto usted qué grandísima pícara!

—Perdónele usted esa inocente fineza, en gracia del sentimiento que debe llenar el corazón de la pobre chica.

—¡Ya! Pero eso es muy mal hecho; eso...

—Eso es poesía.

La Mariquita se reunió con nosotros, y todos nos dirigimos hacia la casa.

A la puerta de una de las inmediatas disputaban dos hombres con tal calor, que nos temimos concluyesen por venir á las manos.

En lugar de subir al comedor por la escalerilla de madera, salimos á la calle por la puerta de la huerta con objeto de unir nuestros esfuerzos á los de otras personas que procuraban inútilmente aquietar á los contendientes.

Apenas habíamos puesto el pie en la calle, ¡tan, tan! las campanas de la iglesia parroquial tocaron lenta y solemnemente á la oración.

Todos los hombres, inclusos los que disputaban, nos descubrimos la cabeza; todos nos santiguamos y todos guardamos silencio para pensar en Dios y en los seres queridos, así vivos como muertos.

Me pareció que muchos de los circunstantes llevaban la mano á los ojos.

Los que poco antes disputaban sañudos, sólo se dirigieron algunas palabras de reconciliación, y se separaron sin rencor en el alma, puesto que oí el nombre de Dios en ¡sus labios.

Ana se acercó á mí, llevando por segunda vez el pañuelo á los ojos, y me dijo en voz baja:

—Una pregunta; y si me contesta usted lo que espero, acabo de comprender lo que es una cosa que toda la vida he sentido y hasta hoy no he sabido qué nombre darle. Esto que todos hemos presenciado y que todos hemos sentido, ¿qué es?

—Es poesía.

—¡Ah! lo repito: ¡bendita sea la poesía, que viene á ser todo lo noble, todo lo hermoso, todo lo tierno, todo lo santo que una siente en este mundo!

—Sí, Ana, sí!—exclamé, estrechando la mano de aquella mujer.

Y volviendo el pensamiento á ese inmenso fárrago de palabras, que escritas forman reglones desiguales, y habladas pueden cantar, que toda la vida he estado viendo en libros y periódicos, y oyendo en banquetes y teatros, oí á mi corazón que decía:

—¡Atrás, impostores, que porque tenéis más ó menos páginas del Diccionario en la memoria, y vuestro oído distingue una frase de ocho sílabas de una frase de nueve, os dáis el nombre de poetas! ¡Atrás, los que llamáis virgen sin mancilla á la ramera desvergonzada, haciendo así que el mundo confunda á la virgen con la ramera y á la ramera con la virgen! ¡Atrás, los que os llamáis poetas y no sentís calor en el corazón ni lágrimas en los ojos cuando un niño tirita de frío ó desfallece de hambre, ó cuando el sol desciendo al Ocaso, ó cuando las campanas recuerdan á Dios y á los muertos, ó cuando glorifica á la patria el heroísmo de sus hijos, ó cuando la virtud resplandece en la vida pública ó en la vida del hogar! ¡Atrás, y dejad el nombre de poetas á los que sienten así, ya sepan expresarlo con cadenciosos versos ó pulida prosa, ó ya sólo con rudas y balbucientes frases! ¿Quién os ha dicho ¡mezquinos! que puede darse el augusto nombre de poeta al que sabe combinar más ó menos hábilmente cierto número de palabras? ¿Quién os ha dicho que tienen un mismo nombre, Dios que crea seres que piensan y sienten y ejecutan, y el hombre que crea autómatas que ejecutan y no piensan ni sienten?

Esto decía mi corazón, y esto escribo para vergüenza de los banderilleros que componen versos, y para gloria de los que, llevando en su seno la poesía, caminan noblemente con ella, aunque sientan frío en el cuerpo y en el alma, y se niegan á hacerla bailar sobre el lodo de la calle, por más que les griten desde los balcones: «¡Hazla bailar, hazla bailar, y te echaremos cuartos!»

V

Renuncio á explicar lo que es poesía por más que los bríos con que comencé mi tarea hicieran esperar otra cosa á los que no conocían cuán débiles son mis fuerzas.

Está visto que la teoría no es mi fuerte.

Si algo he aprendido en este mundo, á la práctica lo debo.

¡Niño! Si sé cuáles son tus acciones, cuál es tu lenguaje y cuáles tus sentimientos, es porque me he convertido en niño para hacer lo que tú hacías, para hablar como tú hablabas, y para sentir como tú sentías.

¡Madre! Si comprendo tu amor, y tus alegrías y tus tristezas, es porque he identificado mi corazón con el tuyo, para saber todo lo que pasaba en tu corazón.

¡Hijos del dolor y del trabajo! Si comprendo vuestras fatigas y vuestros dolores, es porque el dolor ha arrugado mi frente y el trabajo ha encallecido mis manos.

¡Campos de Castilla, cuyo recuerdo voy depositando en estos cuentos! Si alguna vez he pintado con fidelidad cómo sienten los que os pueblan, cómo os engalana la primavera, cómo os alumbra el sol cuando sale ó cuando se pone, y cómo la brisa de la tarde esparce por vuestras llanuras el murmullo de los ríos que os bañan, los cantos de los labradores que os recorren, y el tañido de las campanas que os bendicen y santifican, es porque he vagado por vosotros á todas horas, estudiando en el libro de la experiencia.

Acababa yo de llegar á Madrid, niño aún, y encontraba mi único consuelo en pensar en el pobre, pero tranquilo hogar de mis padres, y en aquellos sombríos valles y aquellas escarpadas rocas donde había pasado mi niñez.

Por entonces hice conocimiento con otro niño, que teniendo mucha afición á la pintura, asistía hacía años á la Academia de San Fernando y dibujaba ya más que medianamente

—¿Que quieres que te pinte?—me preguntaba mi amigo con un lápiz en la mano y un papel delante.

—Píntame una casita rodeada de árboles y rocas—le contestaba yo, que tenía siempre el pensamiento fijo en la casa de mis padres, rodeada de rocas y árboles.

Pero mi amigo, que nunca había salido de Madrid, no tenía idea muy exacta de lo que son las rocas, y por más que yo se lo explicase, las rocas que pintaba no me satisfacían.

Yo desconocía completamente el dibujo. Sin embargo, un día, tratando de explicar por todos los medios al académico cómo eran las rocas, tomé el lápiz y dibujó, ó mejor dicho, copió la casa de mis padres con el paisaje que la rodeaba.

Sorprendiónos en aquel entretenimiento un caballero muy inteligente en pintura, y sin darnos tiempo para esconder los dibujos, se apoderó de ellos y se puso á examinarlos.

Como al ir á devolvernos cada cual nuestro dibujo, notase que yo estaba muy colorado, dió al madrileño el mío y á mí me dió el del madrileño, diciéndome:

—Toma, hijo, y sigue avergonzándote de tu obra, mientras no pintes rocas como tu compañero de glorias y fatigas artísticas.

Desde entonces, cuando pinto rocas me acuerdo de las teorías de los maestros, pero me acuerdo más aún de las rocas que rodean la casa de mis padres.

En las rocas que pinto no hay arte, pero hay verdad.

No niego que la verdad cabe en el arte, pero cabe mejor en la naturaleza.

¡Pintor! Cuando quieras pintar un árbol, trasládate con el pensamiento á las arboledas que alguna vez recorriste, y tomando por modelo el árbol que con más claridad veas, copia fielmente las escabrosidades y el color de su corteza, y las sinuosidades de su tronco y sus ramas.

Pero he dicho que la teoría no es mi fuerte, y estas divagaciones, que tienen ínfulas de teoría lo prueban.

Escribo estas últimas líneas en Villaviciosa, y siento á los gaterillas acercarse á mí asidos de la falda de su madre. ¡Dios quiera que no se les antoje averiguar lo que tiene dentro este cuento!

—¡Hola! ¡hola!—me dice Ana.—¿Se trabaja?

—Sí, aquí estoy devanándome los sesos á ver si puedo explicar lo que es poesía.

—¡Vaya si podrá usted! Que me lo pregunten á mí.

—Es que hay mucha diferencia entre la práctica y la teoría.

—Santo varón, déjese usted de teorías y enseñe con la práctica.

—¡Ya! Pero como tengo que explicarme por escrito...

—¡Eh! ¡Que no son ustedes para nada! ¿Tiene usted más que escribir de qué modo me enseñó á mí?

—Ya está escrito.

Recuerdos de un muerto

I

Nunca he intentado explicar lo que siento ante mi montón de ruinas, porque es tan yago, tan misterioso, tan profundo el sentimiento que me inspiran, no ya sólo las de una ciudad ó un monumento célebre, sino hasta las de una humilde cabaña, que en vano trataría de explicar ese sentimiento.

Ayer pasé por una pobre aldea, y nada llamó mi atención en ella, porque realmente nada había allí que saliese de la esfera común: edificios, historia, costumbres, inclinaciones, naturaleza, todo me pareció vulgar, y en realidad lo era; pero hoy vuelvo á pasar por aquel sitio, y al ver allí sólo un montón de solitarias ruinas, me detengo á contemplarlas con el corazón triste y agitado por un sentimiento indefinible.

Yo no sé si el sentimiento que las ruinas me inspiran es el de la curiosidad ó el dolor; pero sí sé que es triste y lleno de la vaga melancolía que siente el alma cuando al tocar el sol en el Ocaso comtemplamos el último rayo que dora la cúspide de la montaña.

Una pobre mujer de esas que á fuerza de sentir mucho, saben expresar algo, exclama en uno de los Cuentos de color de rosa:

—«¡Ah, señor, qué triste es ver un hogar desierto y arruinado! Cuando pasamos mi hijo y yo junto á esa aceña arruinada que hay á la orilla del río, las lágrimas se nos saltan; que mucho quieren decir aquellas paredes aún ennegrecidas por el fuego del hogar, y aquel poyo que aún se conserva allí frío y solitario, y aquellas letras, hechas con la punta de un cuchillo ó del badil, que aún se ven en la pared, y aquellos clavos que aún permanecen junto á la ventana!»

Quizá estas palabras puedan servir de clavo para descifrar el enigma del sentimiento que las ruinas inspiran: todo lo lejano os hermoso y triste, y por eso son tristes y hermosos los recuerdos.

¿Qué son sino recuerdos las ruinas?

II

Lo que voy á contar no es cuento, pero os verdad, que es mucho mejor.

Un día examinábamos un amigo mío y yo un mapa de Castilla la Nueva, trazado en el siglo anterior.

—¿Qué tal es este pueblo?—pregunté, indicando con el dedo el nombre de Sacedón de Canales, que aparecía en la orilla occidental del río Guadarrama.

—Ese—me contestó mi amigo¡—cuéntale entre los muertos.

Por complacer á quien este encargo me hizo, voy á contar cómo murió el pobre Sacedón, y cómo lloró sobre sus olvidados restos.

A cuatro leguas de Madrid hubo una villa de trescientos vecinos, que llevaba el nombro de Sacedón de Canales.

Estaba situada á trescientos pasos del río Guadarrama, en un vallecito que desemboca en el río, cuya corriente tropieza allí con un cerro, y tiene que dar una penosa vuelta.

Los vecinos de Sacedón tenían por costumbre inmemorial prestar su auxilio al río para que pudiese continuar su camino, y el río les mostraba su agradecimiento, absteniéndose de invadir las hermosas huertas que los de Sacedón ostentaban á su margen, y no consintiendo que subiese á la villa ¡ninguna de las tercianas que llevaba consigo para castigar á los pueblos desidiosos ó mal intencionados que le negasen auxilio ó le pusiesen obstáculos para caminar.

A principios del presente siglo, los vecinos de Sacedón probaron la fruta del árbol de la ciencia, es decir, supieron que el río llevaba un nombre arábigo, y determinaron negar su auxilio al infiel, sin considerar que la caridad no tiene límites.

El Guadarrama hizo titánicos esfuerzos para salvar los muros de arena que se oponían á su paso, y con furiosos bramidos llamó en su auxilio á los moradores de la villa; pero éstos no se dignaron bajar á auxiliarlo. Entonces el río, indignado acampó en las floridas huertas de la vega, talándolas sin misericordia, y soltó el enjambre de tercianas que llevaba consigo, y que subiendo por el vallecito arriba, invadieron la villa y se cebaron horriblemente en los moradores.

Hacia 1817, Sacedón de Canales empezó á figurar como despoblado en la estadística territorial de España, y su archivo municipal yacía incorporada al de Villaviciosa de Odón, sin que hubiese nadie que por curiosidad ó por interés se acercase á ojear aquellos protocolos en que durante muchos siglos se había ido reflejando la vida de un pueblo rico, alegre y dichoso.

En 1848 dirigíame yo á Villaviciosa con objeta de hacer algunas investigaciones en el archivo de aquella villa, y al salir de Madrid supe que el último alcalde de Sacedón de Canales ganaba miserablemente la vida en una chocita, en la que vendía fósforos y otros objetos en el puente de Segovía, donde en efecto me encontré con un anciano, cuyos ojos se arrasaron en lágrimas apenas pronuncié el nombre de Sacedón.

—¡El último que abandonó á Sacedón fuí yo!—me dijo con la profunda pena del desterrado que tiene la certidumbre de que nunca ha de tornar á la patria.

—¿Y no ha vuelto nunca por allá?

—¡Nunca!

—¿Por qué?

—Porque al llegar allí me moriría de pena; y allí no existe ya aquel camposanto adornado de cipreses y rosales donde descansaban mis padres, mi esposa, mis hijos, mis hermanos y mis amigos.

Comprendí el dolor del anciano y continué tris teniente mi camino, que yo era también desterrado y veía á lo lejos un camposanto donde duermen muchos seres queridos, y donde tal vez no me será dado dormir.

III

—¿Dónde está Sacedón de Canales?—pregunté al mayoral de la diligencia al llegar á las alturas que dominan á Villaviciosa.

—¿Ve usted allá, al otro lado del valle, una cañada cubierta de árboles que baja hasta el río?—me preguntó el mayoral señalando hacia el Poniente

—Sí.

—Pues aquella es la barranca del Muerto.

—Pero ¿dónde está Sacedón?

—Estaba en aquella barranca.

—¿Y no queda ya nada del pueblo?

—Haga usted cuenta que nada.

—Me parece que á la derecha de los árboles se distingue un edificio.

—Es la torre de la iglesia; lo único que queda del pueblo.

—¿Y por qué llaman al sitio donde estuvo el, pueblo la barranca del Muerto?

—A la cuenta será porque ha muerto el pueblo

Sonreíme de la lógica del mayoral, aunque á la verdad menos sólida la usan muchos etimólogos que blasonan de padres nuestros, y aquel día no volví á acordarme de Sacedón de Canales.

Al siguiente me fuí al archivo municipal, y al ver en el rincón más obscuro, cubiertos de polvo y telarañas, completamente olvidados, los legajos pertenecientes al de Sacedón, yo no sé qué misterioso sentimiento se apoderó de mí; me parecía que el espíritu de la villa desolada había sobrevivido á la materia, y desde aquellos papeles que le servían á la par de cárcel y de refugio, pedía misericordia.

Ocho días pasé examinando los protocolos de Sacedón, familiarizándome con el nombre de sus moradores, con sus plazas, con sus calles, con sus campos, con sus discordias; con sus calamidades, con sus amores, con sus fiestas, con su vida, en fin, de tal modo, que al cabo de aquel tiempo me parecía haber vivido en Sacedón, y conocerle como el anciano que no podía pronunciar su nombre sin llorar.

Una tarde tomé el camino del Guadarrama. Aquel camino empezó á despertar en mí el sentimiento indefinible que despiertan las ruinas, porque la hierba y la zarza brotaban en él, y lo que tenía evidentes trazas de haber sido carretera muy frecuentada, era ya una senda estrecha y solitaria.

¡Aquel camino conducía en otro tiempo á la villa de Sacedón de Canales, y ya sólo conducía á la barranca del Muerto!

Un recuerdo de mi niñez acudió entonces á mi memoria.

Había en mi aldea dos caserías separadas por un verde prado, y en ellas vivían dos jóvenes amantes. A fuerza de visitarse éstos mutuamente, fueron señalando en el prado una senda que se distinguía perfectamente desde lejos. El joven murió, y quince días después la senda había desaparecido, porque la hierba había vuelto á brotar en ella.

Tal fué el recuerdo que acudió á mi memoria al recorrer el camino por donde en otro tiempo se visitaban mutuamente Sacedón de Canales y Villa-viciosa de Odón.

IV

La tarde estaba triste, triste como la idea y el sentimiento que las ruinas inspiran.

Llegué á la orilla del Guadarrama, y en la margen opuesta, allí donde en otro tiempo se extendían fructíferas huertas y arboledas, sólo encontré inútiles juncales y ponzoñosas lagunas.

El río rugía colérico, como si su venganza no estuviese aún satisfecha con la desolación á que había condenado á la vega que en otro tiempo fecundaba.

Y sin querer detenerme en aquella triste soledad, tomé vallecito arriba. Apenas habría dado trescientos pasos, alcé la vista y mire en mi derredor, buscando la villa en que yo había vivido con el pensamiento por espacio de ocho días, y el corazón se me oprimió de tristeza al ver la soledad que reinaba allí donde la vida y la alegría reinaron en otro tiempo.

¡Ay! ¡Era un inmenso hogar, desierto, frío, desamparado, el que mis ojos contemplaban!

A mi derecha una heredad donde el trigo brotaba difícilmente entre escombros, y en medio de la heredad un campanario sin cruz y sin campanas, inútil para la tierra y el cielo, como un corazón sin amor y sin fe!

A la izquierda intrincados zarzales, entre los que se descubrían algunos álamos agobiados por la vejez y el desamparo, y tal vez, Dios mío, por los recuerdos de las alegres fiestas y los dulces amores que protegieron con su sombra!

A mi derecha los gritos de las urracas, y á mi izquierda el sordo murmullo de un arroyo, me parecían la quejumbrosa voz de aquellos muertos, cuya última morada había ido á surcar y profanar el arado del labrador.

—Haces bien—esclamé,—haces bien pobre anciano del puente de Segovia, en no tornar á estas soledades, que estas soledades gritan: «¡Oh! ¡Vosotros, los que por aquí pasáis, contemplad y ved si hay un dolor como el nuestro!»

Sobre las santas ruinas del templo doblé la rodilla, y recé y lloré.

¿Para qué he de decir lo que entonces sentí, si los que no tienen corazón no lo han de comprender, y los que le tienen lo comprenden sin decírselo?

Luego me interné en los zarzales de la izquierda, donde el arroyo murmuraba tristemente, ¡en la barranca del Muerto, que en muchos de los procesos conservados en el archivo municipal de Villa-viciosa había yo leído pasajes como éste: «E otro sí dijo que la querella acaesció en la alameda allende el arroyo, de es la fuentecica de la villa, e de se ayuntan los mozos e las mozas las tardes de disanto para se solazar...», y deseaba refrigerar mis labios en la fuentecica de la villa, y sentarme al pie de los álamos donde se solazaban las tardes de disanto los mozos y las mozas.

¡Sólo encontré una charca cenagosa, y esparcidos en sus cercanías algunos troncos de álamos podridos!

Y entonces, fatigado de emoción, incliné la vista al suelo y levanté el corazón á Dios, pensando cuán triste sería la tierra si tras lo perecedero de ella no estuviese lo eterno del cielo, y descendí tristemente por la barranca del Muerto.

Los borrachos

I

El pintor, antes de pintar el cuadro, prepara el lienzo; y lo mismo debo hacer yo, que también soy pintor, aunque de brocha gorda.

Preparemos el lienzo.

El lienzo en que voy á pintar es uno de los valles más hermosos de Vizcaya.

Entre las razones que tengo para llamarle hermoso, hay dos muy poderosas: la primera que lo es, y la segunda que nací en él.

—Y á nosotros—dirá el lector,—¿qué nos importa que naciera usted en él ó en el infierno, que es tierra caliente?

—¡Pues no les ha de importar á ustedes! Diciendo que nací en él pruebo que sé lo que digo, cosa que no sucede á todos los que hablan ó escriben.

Por medio del valle corre un río no muy cauda loso, pero sí muy claro y muy fresco.

¡Ay, castaños! y ¡ay, nogales, que os miráis en las fugitivas ondas de aquel río! ¡Quién fuera, no ya nogal ni castaño, quién fuera alcornoque, con tal que pudiera mirarse en vuestro espejo!

En la ribera del Sur hay un altito, y allí está rodeada de fresnos y de casas blancas, la iglesia de Santa María, para mí la de más sonoras campanas, la de más hermosas imágenes y la de más santos y dulces recuerdos.

Desde la iglesia al río hay una cuestecita de doscientos pasos.

En aquella cuestecita se encuentra lo siguiente: un cauce que Hoya el agua á un molino y á una ferrería, que medio se ven un poquito más abajo entro los nogales; cuatro ó cinco casas á la derecha, un verde huerto á la izquierda, y por último, el puente, por el cual pasaba á gatas Lorenzo...

—Pero ¡qué Lorenzo ni qué niño muerto, si aún no hornos acabado de preparar el lienzo!

El puente es muy viejo, muy firme, muy alto, muy angosto y muy escueto.

Al otro lado del río hay un cerro muy alto, coronado por una cruz adonde sube el párroco de la aldea durante las rogativas de Mayo para bendecir los campos desde allí.

La falda del cerro está cubierta de seculares encinas, y las llamo seculares, porque á mi abuelo oí contar muchas veces que en sus mocedades, á la sombra de aquellas encinas, retozaban los mozos con las mozas los días de fiesta por la tarde, y acaso, acaso, cuando la luna los importunaba en el resto del valle.

¡Qué dato tan precioso para probar que nuestros abuelos gustaban de retozar con las mozas como los libertinos del día.

La cuesta y las encinas y las lastras calcáreas empiezan desde la misma orilla del río, cubierta de vides silvestres, avellanos, madreselvas, jazmines, zarza-rosas, alisas y salceñas.

El camino no bien pasa el puente, comienza á hacer esos como Lorenzo...

Pero ¡dale con Lorenzo, que se empeña en plantársenos en el lienzo antes de que el lienzo esté preparado!

El camino, repetimos, costea, haciendo eses como un borracho, la falda del cerro, sin detenerse en la fuentecilla que encuentra á su paso, aunque allí no puede decirse que el agua cría ranas.

A la sombra de las encinas, en el primer termino de la cuesta, están diseminadas tres ó cuatro casas.

Río abajo, río ahajo, una vega siempre verde y un nocedal, entre cuyo ramaje medio se ven, como hemos dicho, un molino y una ferrería. El negro tejado de la ferrería dice á los pasajeros: «¡Vaya un cisco que se arma aquí á todas horas!» Y el blanco tejado del molino: «Esta ya es harina de otro costal.»

Río arriba, río arriba, un angosto y retorcido valle, en cuyo fondo rugo el agua contenida por la presa que, quieras ó no quieras, la hace tomar la ruta hacia la ferrería y el molino susodichos.

Entre las casas del encinar hay una que nos conviene dibujar de cuatro pinceladitas.

Tres de sus cuatro fachadas dan á un huertecito muy lindo formado sobre la lastra, á fuerza de subir á mano tierra de la orilla del río.

El huerto tiene un parral por toda la parte interior de la cerca, y arrimados á la casa hasta una docena de frutales.

Sobre la puerta de la casa hay un balconcito de madera, y sobre el balcón extiende sus multiplicados brazos, y á su debido tiempo sus multiplicados racimos, una parra.

Delante de la puerta, que por más señas mira al Oriente, hay una explanadita, que debe ser artificial, pues la roca en que se ha abierto muestra aún la señal de los barrenos, y esta explanadita está sombreada por dos enormes encinas que se alzan cada cual á su lado, la de la izquierda cobijando un horno, y la de la derecha cobijando una casita, á cuya espalda se ve un montón de chatarra , lo que quiere decir que en aquella casita se halla establecida una fragua.

Tenemos, pues, preparado el lienzo.

Ahora... pintemos en él.

II

Una tarde del mes de Junio, poco antes de anochecer, dejó Rosa la pieza en que sallaba borona con su padre y sus hermanos, y se encaminó á una de las casas que hemos dicho hay bajando de la iglesia al puente.

Poco después salió humo del hogar de aquella casa, y poco después salió de aquella casa liosa cantando con la herrada colgada del brazo.

Rosa cantaba al pasar el puente:


Déjame pasar, que voy
á coger la agua serena
para lavarme la cara.
que han dicho que soy morena.


Y Lorenzo, limpiándose el sudor que brillaba en su frente, se asomó á la puerta de la fragua, sonrióse al ver á Rosa, Rosa se sonrió al ver á Lorenzo, y mientras Lorenzo se preparaba á cerrar la fragua, Rosa continuó hacia la fuente cantando.

Rosa aplicó la herrada á la teja por donde corría el escaso caudal de la fuente, y se puso á hacer un cabezal de helecho verde.

Rosa era una muchacha como de veinte años, no muy hermosa, pero sí muy fresca, muy robusta, muy graciosa, muy aseada, y sobre todo con una cara de mujer de bien que nada había que pedir.

—¿Y cuáles son las caras de mujer de bien?

—Las que lo son.

—¡Dos cuartitos por la gracia!

Conocí yo en Castilla á una muchacha, que cuando su madre la mandaba á misa de diez, volvía á casa á las doce, porque se estaba hora y media hablando con el novio.

—Pero, muchacha, ¿dónde has estado tanto tiempo?—le preguntaba su madre.

—¡Toma! ¿Dónde he de estar? En misa.

—¡Pero si la misa concluyó á las diez y media, y son más de las doce!

—¡Velay usted!—contestaba la muchacha.

Y lo mismo contesto yo al lector que me pregunta en qué se conocen las caras de mujer de bien.

Rosa no servía para novela; pero servía para gobernar bien una casa y hacer feliz á un hombre. ¡Jesús que chica tan hermosa!

La herrada estaba ya llena cuando Lorenzo apareció junto á la fuente.

—Allá voy yo á echar una manita, alma de los dos.

—Creí que no venías—dijo Rosa sonriendo de satisfacción.

—Poco favor me hacías, prenda.

—Al contrario, puede que te hiciese mucho, que antes os la obligación que la conversación.

—¡Pues qué! ¿Mi conversación no te gusta?

—Muchísimo, pero me gusta aún más tu laboriosidad.

—Cuando pasastes el puente dí el último martillazo á unas layas que he estado calzando, y ya no me quedaba más que trabajar.

—Entonces, has hecho bien en venir.

—Si no nos viésemos ahora, no nos veríamos hasta mañana.

—¡Qué! ¿No vas luego por casa á echar una pipada con mi padre?

—No que se han empeñado el alguacil y Menchaca y otros en que juguemos un cabrito y una azumbre de clarete en la taberna.

—¡En la taberna!...Haces muy mal, Lorenzo, en poner los pies en semejante sitio.

—Pero, mujer, ¿no ves que si uno se niega creen que es por no gastar una peseta?

—No importa que lo crean.

—¡Eso es! Vosotras las mujeres...

—Nosotras las mujeres, aunque tengamos menos talento que los hombres, tenemos el necesario para enseñarles el buen camino, y sobre todo, lo tenemos cuando los queremos.

—Mujer, no será por el vino que yo he de beber, que con medio cuartillo me sobra.

—Ya lo sé, pero si quieres beber vino, bébolo en casa.

—Si yo tuviera familia lo bebería en casa con ella, pero como no la tongo y me da tristeza pasar la noche solo entre cuatro paredes, voy á distraerme donde encuentro un poco de compañía.

—¡Ay, Lorenzo, qué ganas tengo de que cese tu soledad!

—¡Je! ¡Je! Yo también la tengo—dijo Lorenzo mirando amorosamente á Rosa, que se puso colorada y se apresuró á replicar:

—Anda, malicioso, que lo digo por tí, porque deseo que tengas un poco de arreglo, que los hombres, en lo tocante á las cosas de la casa, no sois nada sin nosotras.

—Tienes mil razones, chica. Y ya que viene á pelo, ¿cuándo nos casamos?

Rosa volvió á ponerse colorada y contestó bajando los ojos:

—Eso tú lo has de decir...

—Pues mira, ya que lo he de decir yo, digo que, si tu padre quiere, el domingo se leerá la primera amonestación.

—Mi padre ya te ha dicho que cuando tú quieras.

—Ea, pues mañana voy á enterarle del caso, y el domingo sabe todo el Concejo que vas á ser rementera .

—¡Ay qué vergüenza!—exclamó Rosa sonriendo y poniéndose colorada por tercera voz.

—Mira, tengo ya ahorrados mil reales, y con ellos vamos á celebrar la boda como príncipes.

—La celebraremos como pobres rementeros y nada más.

—Anda, que el dinero es para gastarlo, y nunca mejor ocasión...

—Nunca mejor ocasión para tener juicio.

—Pero dejémonos de eso, y hablemos de lo dichosos que vamos á ser. ¡Qué gloria, chica, vivir siempre juntos, ir juntos á las romerías…

—¡Ay, Lorenzo, qué pena me da el ver que siempre estás pensando en las diversiones!

—¡Pues qué! ¿No soy buen trabajador?

—Porque lo eres te quiero, que si no...

—Pues el que trabaja necesita también divertirse.

—Para los casados como Dios manda no hay mayor diversión que el cuidado de la casa y el amor de la familia.

—¡Je! ¡je! ¡La familia! ¿Con que tú piensas tenerla?

Rosa se puso colorada por cuarta vez al ver que Lorenzo tomaba la palabra familia en el sentido vulgar, en el sentido de hijos, y quiso dar á su novio una lección filológica.

—Ea, ayúdame á alzar la herrada, que voy á hacer la cena á mi familia—dijo poniéndose con una mano en la cabeza el cabezal de helecho, y echando la otra al asa.

Lorenzo la ayudó, y valiéndose de la ocasión, aventuró un conato de abrazo, que Rosa rechazó á pesar de embarazarla la herrada.

—Con que, chica, hasta mañana—dijo Lorenzo junto á su casa, tomando la sendita que conducía á esta desde el camino que conducía al puente.

—Adiós, Que no vayas á la taberna.

—Quiero ir, aunque no sea más que en celebridad de que el domingo nos amonestamos.

—¡No, pretextos no te faltan á tí nunca!

—Adiós, predicadora.

—Adiós cascabel.

Rosa desapareció al otro lado del puente, y Lorenzo desapareció en su casa.

Por lo poco que el lector sabe de Rosa, sabrá que ésta, soltera aún, tenía ya la noble gravedad y el augusto instinto que Dios anticipa á las doncellas que han de ser buenas esposas y buenas madres.

III

Un mes hacía que se habían casado Rosa y Lorenzo, y la presencia de una mujer propia había, transformado la casa y cuanto á la casa pertenecía.

Un año antes de su casamiento había perdida Lorenzo á su madre, que era su única familia, y desde entonces el gobierno de su casa estaba á cargo de una viejecita de la vencidad, que abandonaba todos los días sus quehaceres para atender un rato á los más precisos de Lorenzo.

Así que entró Rosa en la casa todo se animó todo se rejuveneció, todo se alegró en ella. Las telarañas y el polvo desaparecieron del techo y las paredes; el entarimado de la sala volvió á brillar con el luciente barniz con que se lustra el pavimento en las casas medianamente decentes del país vascongado; vajilla, espetera y muebles volvieron á aparecer ordenados como un reloj y limpios como la plata; un hermoso gato ahuyentaba los ratones, que durante muchos meses habían paseado libremente por la casa; un perro velaba noche y día por la casa y sus adherencias; un cerdo, que Rosa cebaba mañana y tarde, esperaba su San Martín, y prometía á sus amos excelentes magras; y por último, una docena de gallinas cacareaban las sabrosas tortillas que proporcionaban á sus amos.

La pobre parra, que había dejado caer tristemense su cabeza sobre el balcón al ver el abandono en que la tenían, ocupó de nuevo el lugar que le correspondía, gracias al apoyo que su nueva ama le proporcionó.

La hierba que en el huerto había invadido las sendas no destinadas á su uso y los cuarteles no destinados á su alojamiento, sufrió el exterminio que reclamaba su audacia; los rosales y las matas de claveles, de tomillo, de eneldo, de espliego y hoja-santa , que se morían de sed, refrescaron y recobraron su lozanía; y finalmente, el huerto, que renegaba de su nombre, porque ni un puñado de perejil podía ofrecer á su amiga la cocina, se iba poniendo en el caso de regalar á ésta, desde la berza al piseo , desde la seruga al tomate y el pimiento, y desde el ajo á la cebolla.

¿Y á quien se debía todo esto? A Lorenzo no, que Lorenzo se pasaba la vida machaca que machaca en su fragua, acompañado de un aprendiz. Se debía sólo á Rosa, que, de pie desde que Dios amanecía hasta después que se acostaba su marido, así trajinaba en la casa como lavaba en el río, cavaba en el huerto como cebaba cerdos y gallinas, iba á la fuente como ataba un haz de leña en la Ladera de un cerro y le bajaba á casa rodando ó arrastrando, calentaba el horno, y amasaba y cocía el pan de la semana como preparaba un almuerzo, ó una comida ó una cena, cuyo grato olor trascendía hasta el otra lado del río.

La transformación también había alcanzado á, Lorenzo, que cuando los días festivos, antes de misa, conversaba con sus vecinos en el pórtico de la iglesia con la pipa en la boca, hacía decir á las Vecinas que pasaban y le veían limpio como una patena y con la camisa blanca como la nieve:

—¿Quién dirá ahora que es rementero?

Era un domingo después de medio día, y la campana de Santa María tocaba al rosario.

Lorenzo estaba en el balcón echando una pipada y haciendo fiestas á Capitán, que este honroso nombre tenía su perro.

Rosa se preparaba á plantarse la mantilla para ir al rosario.

Menchaca, que vivía en otra de las casas del encinar, se encaminó hacia la de Lorenzo con la chaqueta sobre los hombros, la pipa en la boca, y un enorme y nudoso palo de acebo en la mano.

Menchaca era un hombre de cuarenta años, de sois pies de estatura y de ocho arrobas de peso. Su fuerza era tal, que le hubiera envidiado el mismísimo fuerte de Ocháran, Hércules que floreció en las Encartaciones hacia el último tercio del siglo pasado, y cuyos asombrosos alardes de fuerza se relatan en un libro escrito por el autor del presente, con el nombre de Capítulos de un libro.

Menchaca era natural de una aldea del interior de Vizcaya, y hacía veinte años que vivía en las Encartaciones.

Celebridad lo habían dado en éstas su fuerza y su facilidad de beberse una cántara de vino sin que se le pusieran los ojos alegres; pero su principal celebridad procedía de una desgracia no muy común: Menchaca tenía la lengua tan suelta y tan perfecta como el primero, y sin embargo, era casi mudo, por la sencilla razón de que había olvidado la lengua nativa que era el vascuence, y no había aprendido la castellana, que es la que se habla, aunque un poco chapurrada, en las Encartaciones.

Pero basta de pelos y señales, que no merece tantos perfiles un pedazo de animal como Monolítica.

Advertimos que al reproducir sus palabras las hilvanamos y pulimos un poco, porque si no, no pudiendo reproducir con ellas la pantomima que las ayudaba, no las entendería ni el mismo diablo; y entre paréntesis, hago muy mal en dar á entender que el diablo es muy listo para la lengüística, pues se cuenta que estuvo dos años en Bilbao aprendiendo el vascuence, y sólo aprendió dos palabras: vino y mujer.

—Lorenso, ¿vieneste, pues, jugar asumbre vino y casuela sardiñas?—dijo el colosal Menchaca, parándose en la portalada.

—No, que me voy al rosario, y luego por ahí con el perro y la escopeta, á ver si mato una liebre.

—Tonto eres, pues, que mejor casar es en casuela y jarro.

—Me vendré temprano á casa, y cazaremos mi mujer y yo en amor y compaña unas magras con tomate y un cuartillo de vino, que Rosa habrá preparado para cuando yo venga.

—A tí bien entender yo, pues. Tú no vienes taberna por no gastar peseta.

—Te equivocas, Menchaca—exclamó Lorenzo con altivez.—A mí no me duele nunca gastar un duro con los amigos.

—Refrán dise obras están amores.

—Pues para que veáis tu y los demás que soy hombre para gastarme aunque sea una onza, á la taberna voy dentro de un momento. Vete para allá, que tras de tí voy yo.

Rosa entraba en la sala en aquel instante, y oyó las últimas palabras de su marido.

—¿A dónde vas, Lorenzo?

Se empeñan Menchaca y otros en que vaya con ellos á echar un mus.

—¿En la taberna?

—Sí.

—¡Lorenzo, por Dios, no vayas á la taberna ni te juntes con esa gente!

—¡Pero, mujer, si ya estoy comprometido!...

—No hay compromiso que valga...

—Ya lo que es hoy no hay remedio, porque lo he prometido.

—¿No conoces que has hecho mal en prometerlo?

—Tienes razón, mujer; pero me han dicho que me negaba á ir por no gastar una peseta, y quiero probarles que se equivocan de medio á medio. Lo prometido es deuda.

—Cuando no es una picardía lo prometido.

—Mira, hija, ésta será la última vez que ponga los pies en la taberna.

—Dios lo quiera, Lorenzo; pero no lo querrá, que el que emprende un mal camino no vuelve atrás fácilmente.

Lorenzo emprendió el de la taberna, y poco después emprendió Rosa el de la iglesia.

La taberna estaba á pocos pasos de la iglesia, y al salir Rosa de ésta, terminado el rosario, se quedó parada mirando hacia allá á ver si se asomaba á la ventana ó á la puerta su marido, para hacerle senas de que fuese con ella á casa. En la taberna se oía mucho ruido, y Lorenzo no se asomaba á la puerta ni á la ventana, pero en cambio Rosa vió salir de la taberna, trayendo medio oculta bajo el delantal su botita llena de vino, á la viejecita que había asistido en casa de Lorenzo, cuando éste era soltero.

Aquella viejecita era conocida en la aldea por el moto de la Botera, que le cuadraba perfectamente. Aficionadillos ella y su marido á la gota, como allá dicen, y teniendo ambos la buena costumbre de empinar el codo en casa, y no en la taberna, veíasela con frecuencia con la bota bajo el delantal yendo ó viniendo de la taberna, y de aquí el mote que había sustituído á su nombre de Micaela.

La Botera, acostumbrada á disponer á su antojo de la casa del rementero, sentía cierto despecho de que otra mujer hubiese ido á quitarle el dominio de aquella casa.

—¡Qué! ¿Esperas á tu hombre?—preguntó á Rosa con cierta maligna fruición.—Ya ha de sor media noche antes que le cojas por ta cuenta.

—¡Ave María! ¡Media noche! Hágale usted más favor, que el no es de los que se pasan la noche en la taberna—replicó Rosa, disgustada por la suposición de que su marido fuera capaz de imitar á Menchaca, al alguacil y otros dos ó tres perdidos que el día de fiesta se estaban hasta las altas horas de la noche jugando y bebiendo en la taberna.

—Tú verás si me equivoco. Ya están tratando de jugar un cabrito y el vino correspondiente, que no bajará de azumbre por barba, y si se enreda la partida no salen de allí hasta que el señor alcalde vaya á sacarlos á empellones.

—Lorenzo no dará lugar á eso.

—Del agua mansa me libre Dios. Ya habla más chapurrado que el mismo Menchaca, y de él ha salido lo de jugar el cabrito.

—Verá usted como no le juega—dijo Rosa muerta de vergüenza dirigiéndose á la tarberna con objeto de sacar de allí á su marido.

Paróse bajo la ventana, porque le repugnaba entrar en aquella casa de desórdenes y borracheras, y oyó la siguiente conversación:

—Lo dicho, dicho; el que sea hombre, que se siente aquí á jugar un cabrito y media cántara de vino—decía Lorenzo tartamudeando, aunque apenas había bebido aún un cuartillo de vino.

—¿De veras dises, pues?

—De veras lo digo. ¿Pensáis vosotros que yo no soy hombre para gastarme un duro y aunque sea una onza?

—Sí que lo eros, pero tienes miedo á tu mujer—replicó el alguacil.

—¿Miedo á una mujer yo?

—Sí que se le tienes—contestaron á una voz Menchaca y otros dos ó tres.

—Yo echo con doscientos mil demonios á todas las mujeres.

—Menos á la tuya. «

—A la mía le salto las muelas si me chista.

—¡Bien! ¡Bien!—exclamaron palmeteando todos los circunstantes.

Rosa no sintió indignación al oir hablar así á su marido: lo que sintió fué profundo dolor.

La vanidad mal entendida ora lo que generalmente apartaba á Lorenzo del camino de los hombres de bien.

—¿Vienes á la taberna, Lorenzo?—le decían sus amigos.

—No.

—¡Anda, miserable!

Y Lorenzo, para probar que no era miserable, iba á la taberna.

Lorenzo estaba haciendo alarde de que no temía á, su mujer, y su mujer, pensando acertadamente que era capaz en aquel instante de poner en ella las manos por vanidad, dió algunos pasos para alejar se de la taberna; pero al llegar frente á la iglesia pensó que si era deber suyo no exponerse á la violencia de su marido, deber más sagrado aún era arrancar á su marido de la taberna, antes que perdiese del todo la razón y se hiciese objeto de las burlas del vecindario y acaso de la severidad de la justicia.

Rosa enjugó disimuladamente las lágrimas que brotaban de sus ojos, y volvió resueltamente hacia la taberna.

—¡Lorenzo!—llamó acercándose á la ventana.

—¿Qué se te ofrece?—contestó Lorenzo asomándose.

—Oye un recado.

Lorenzo salió comenzando á hacer eses, por más que se empeñaba en hacer eles.

—Vente conmigo á casa.

—En cuanto merendemos iré.

—Anda, que en casa merendarás.

—Chica, no puede ser. Con que hasta luego si no quieres entrar á dar un besito al jarro

Así diciendo, Lorenzo volvió la espalda á su mujer.

A todo esto, Menchaca y compañía se habían asomado á la ventana.

Rosa había oído decir que una mentira bien compuesta mucho vale y poco cuesta, y trató de probar el valor de una mentira inocente.

—Lorenzo, ven, que me siento mala y me voy á acostar.

Lorenzo, al oir á su mujer que estaba mala, se detuvo en la misma puerta de la taberna.

—¿Qué tienes?

—No se lo que tengo, pero me siento mal.

Pues anda y toma una escudilla de caldo.

—Ven á acompañarme, que temo se me vaya la cabeza al pasar el puente.

—¡Por vida de las mujeres de bríos!—murmuró Lorenzo volviendo hacia su mujer, ya decidido á irse con ella á casa.

Pero los que estaban asomados á la ventana soltaron una estrepitosa carcajada, exclamando:

—¡Vivan los hombres valientes!

Lorenzo los miró irguiendo altivamente la cabeza, por más que ésta le pesase ya mucho.

—¿A sayas tienes miedo y hases valentías?—le preguntó Menchaca con provocativa sonrisa.

—¿Miedo yo?—exclamó Lorenzo apretando furiosamente los puños.

—¡Lorenzo de mi alma—exclamó Rosa asiendo amorosamente á su marido,—no hagas caso de esos y vente conmigo, que estoy muy mala!

—¡Pues muérete y que te lleven doscientos mil demonios!—replicó brutalmente Lorenzo desprendiéndose de olla por medio de un empellón y volviendo á la taberna en medio de los aplausos de sus amigotes.

Rosa guardó silencio, y sin poder contener un torrente de lágrimas, se dirigió á casa; pero al pasar por la puerta de la iglesia, que estaba ya casi desierta y sólo alumbrada por la lámpara del altar mayor, se detuvo un instante y penetró en el templo.

Un corazón lleno de fe y un templo alumbrado sólo por la lámpara del sagrario triunfan del mayor de los dolores.

Cuando Rosa salió de la iglesia no había ya lágrimas en sus ojos, porque había resignación en su alma y esperanza en su corazón.

Algunas horas después todo era silencio en el valle, y sólo le interrumpían el murmullo del río y el ladrido de los perros.

De cuando en cuando se abría una de las ventanas de casa del rementero y una mujer se asomaba 4 ella, escuchaba atentamente, y no oyendo pasos ni voz alguna hacia el otro lado del río, se retiraba cerrando la ventana.

Inútil es decir que aquella mujer era Rosa, que esperaba á su marido.

Cuando el reloj de la iglesia de Santa María dió tristemente las doce, Rosa se asomó por la vigésima vez á la ventana y creyó oir pasos hacia el lado opuesto del puente.

Como aquella mañana había llovido mucho, el río iba muy crecido y bramaba con furia al chocar con los estribos del puente.

—¡Dios mío!—exclamó Rosa llena de angustia.—¡Tiéndele tu santa mano y líbrale de todo mal.

Y tomando apresuradamente del hogar un gran tizón encendido, salió de casa y se dirigió hacia el río, temerosa de que su marido cayese al agua al atravesar en medio de la obscuridad el alto y estrecho puente desguarnecido de pretiles.

Al acercarse al puente, Rosa retrocedió dos pasos espantada, porque á la luz del tizón que sacudía su mano, había descubierto una masa obscura que se arrastraba como un reptil descendiendo por la rampa del puente.

Aquella masa se irguió con dificultad así que hubo pasado, y entonces Rosa reconoció en ella á su marido.

El instinto de la propia conservación, que nunca falta á las bestias, tampoco falta nunca á esa otra clase de bestias á quienes Dios ha dado la razón, y renuncian á olla por un jarro de vino.

El estado de Lorenzo hubiera inspirado profunda compasión aún á quien no amase á Lorenzo con el sincero y generoso amor con que le amaba su mujer.

La pobre mujer, á quien Dios había dicho: «Sér débil que necesitas un apoyo para hacer la dolorosa jornada de la vida, ahí tienes un ser fuerte que sostenga tu debilidad;» la pobre mujer á quien Dios había dicho esto, ofreció su débil hombro á aquella pesada cruz, que apoyada en él volvió al santuario del hogar.

Sólo palabras de amor salieron aquella noche de los labios de Rosa, mientras ésta despojaba á su marido de la desgarrada y enlodada ropa y le colocaba en el lecho.

A la mañana siguiente, muy temprano, Rosa fué á la fuente y encontró allí á la Botera.

—¿Con que ayer tarde—lo dijo ésta—á poco más te sacude el polvo tu marido?

—¡Señora, hágalo usted más favor!—contestó severamente Rosa.—Mi marido es incapaz de pegar á nadie y mucho menos á su mujer.

—¡Pues qué! ¿Negarás que te dió un terrible orapellón?

—No lo niego, pero debo confesar que yo tuvo la culpa, pues dejándome llevar de mi pícaro genio, le dirigí un insulto que ningún otro marido hubiera dejado de castigar con un bofetón.

—¿Por supuesto, hoy se pasará el día durmiendo la mona?

—Hable usted con más respeto de mi marido, siquiera por la consideración que merecen los enfermos, pues mi marido lo está.

—Y hecho una cuba.

—Está usted equivocada.

El tono en que Rosa pronunció estas últimas palabras puso término á las preguntas de la Botera.

Cuando volvió Rosa á casa, encontró á la puerta de la fragua á dos ó tres vecinos de los pueblos inmediatos, que iban á que Lorenzo los compusiese las herramientas de la labranza.

—¡Ay! ¡Cuánto siento que hayan hecho ustedes el viaje en balde, porque el pobre Lorenzo está enfermo!—les dijo Rosa.

—Eso es lo peor—contestaron los labradores.—¿Y qué tiene? ¿Es cosa de cuidado?

—No; se mojó ayer mañana, y ha cogido un terrible constipado.

—Vamos, eso con un par de días de cama y un par de cuartillos de vino caliente con azúcar se pasa. Al catarro dale con el jarro. Malilla obra se nos hace con volver, pero lo peor es para el pobre Lorenzo. Que se alivie, y hasta un día de éstos que volveremos.

Los forasteros tomaron el camino de sus pueblos, y Rosa, satisfecha de haber logrado ocultar ó atenuar hasta donde era posible la mala conducta de su marido, se acercó á la cama de éste, diciéndole:

—Hijo, te voy á dar una tacita de caldo del puchero para que se te siente el estómago antes de almorzar.

Lorenzo, muerto de vergüenza ante el recuerdo de su falta y la generosidad de su mujer, quiso implorar el perdón de ésta, pero su vanidad se lo impidió. En cambio juró en lo profundo de su corazón no volver á incurrir en la falta de que se avergonzaba.

VI

Mucho tiempo había pasado desde que Lorenzo pasó por primera vez el puente á gatas. ¿Cuántas veces le había vuelto á pasar de aquel vergonzoso modo? Examinemos el estado de su casa y su familia, y este examen nos lo dirá.

Serían las dos de la tardo, y Lorenzo paseaba delante de su casa con una niña de dos años en sus brazos.

La fragua estaba cerrada y el montón de chatarra se iba cubriendo de hierba, lo cual probaba que hacía muchos días no se echaba chatarra en él.

Lorenzo estaba flaco y ojeroso, y su traje, aunque limpio y cuidadosamente remendado, revelaba pobreza.

La hierba había vuelto á enseñorearse del huerto, y en la casa no se notaba aquél perfecto orden, aquel aspecto de prosperidad que reinaba en ella un mes después del casamiento de Lorenzo y Rosa.

La niña que Lorenzo tenía en brazos era muy hermosa, pero parecía algo triste y enfermiza. Lorenzo procuraba alegrarla, ora cogiéndola florecitas de las que se asomaban por la pared del huerto, ora entonándola tiernos y amorosos cantaros, ora haciéndola bailar en sus brazos, ora, en fin, besándola y acariciándola con la mayor ternura.

Menchaca salió de su casa, dirigiéndose hacia el puente, y al pasar frente á casa de Lorenzo, se paró á hablar con éste.

—Mutila tienes guapo, Lorenso.

—Más guapa que ella no la hay en Vizcaya.

—Mucho la quieres, pues.

—Todas las penas del mundo son para mí nada mientras Dios me la guardo.

—Mutilas quiero yo mucho, pero haser como tú sensaño mal me párese, pues.

—Porque no tienes hijos, que si los tuvieras como yo, tendrías mucho orgullo y mucho gusto en cuidarlos y acariciarlos, y en hacerte niño como ellos para complacerlos.

—Mutila dale á la madre y vente á jugar mus.

—No puede ser, que Rosa está en el mercado.

—Mutila entonces tráete.

—No quiero más muses en la taberna.

—Tonto eres, pues.

—Que lo sea.

Menchaca continuó su camino hacia el puente, y al verle alejarse, Lorenzo se fué ensimismado y entristeciendo.

La Botera salió á su vez de su casa con la consabida bota bajo el delantal, y se dirigió á la portalada de Lorenzo.

—¡Ay, Lorenzo!—exclamó.—¡Con que te vas acostumbrando á andar de viga derecha!

—A la fuerza ahorcan—contestó Lorenzo.

—Pero, hombre, ¿se te ha roto el martillo, que hace más de quince días que no le haces sonar?

—Harto lo siento.

—¡Qué! ¿No tienes trabajo?

—No señora.

—Pues, lujo, tú tienes la culpa.

Lorenzo no replicó, conociendo que tenía razón la Botera.

—¡Ya se ye!—continuó ésta.—Eso de venir media docena de veces desde una legua ó dos cargado de herramientas, para volver siempre con ellas descompuestas, porque el rementero no está para composturas, concluyo por cansar y ahuyentar para siempre al hombre de más paciencia.

—Déjeme usted en paz, que no necesito sermones—replicó Lorenzo, herido al fin en su ridícula vanidad.

—¡Qué! ¿Te has convertido ya? Pues me alegro, hijo, y más se alegrará la pobrecita de tu mujer, que, como hay Dios, ¡hizo negocio casándose contigo!

—Le digo á usted que se meta en sus asuntos y deje los ajenos—contestó Lorenzo cada vez más irritado.

—Anda, cascarrabias, no te incomodes, que por tu bien te lo digo. Déjame dar un beso á ese angelito de Dios.

La vieja se acercó á la niña, y la besó, exclamando:

—¡Serafín hermoso, qué desgraciada tienes que ser!

Lorenzo bajó la cabeza en silencio para ocultar dos lágrimas que asomaron á sus ojos, y cuando la Botera volvió la espalda para continuar su camino, dejó correr aquellas lágrimas y otras, y besó á su vez con indecible ternura á la niña.

Poco después Rosa apareció por la cuesta que descendía de la iglesia al río, trayendo una cesta en la cabeza.

También en Rosa se había verificado una gran transformación. Aquellos herniosos colores que brillaban en su rostro habían desaparecido, y se hubiera dicho que en tres años había envejecido la pobre mujer diez ó doce.

La niña empezó á agitarse alegremente así que vió á su madre, hacia la que extendía los bracitos llamándola con infinita gracia.

También el rostro de Lorenzo se alegró al aparecer Rosa.

—Mamá, ¡pan! ¡pan!...—decía la niña tendiendo la manecita con ansia hacia la cesta de su madre.

—¡Sí, hija mía de mi corazón y de mi alma!—contestó Rosa, besándola y acariciándola con mil extremos y dándole un blanco cantón de pan, que la pobre criatura se puso á devorar con ansia.

Lorenzo metió la mano en la cesta, y tomando otro cantón de pan, se puso á comerlo con más apetito aún que la niña.

—¡Qué! ¿No habéis comido, hijo?—le preguntó. Rosa.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no teníamos pan.

—¿No te dije que pidieras uno prestado á una vecina?

—Se lo pedí á la Botera y á la mujer de Menchaca, y me dijeron que á tí te darían el alma y la vida, pero á mí no.

—¡Y mi niña con hambre!—exclamó aterrada Rosa.

—A la niña le daban pan, pero yo eché enhoramala al pan y á ellas.

—Hiciste muy mal, Lorenzo.

—Es que cada uno tiene su orgullo.

—El orgullo ha de ser bien fundado, y aún el que lo es se sacrifica por dar pan á una inocente criatura como ésta.

—Tienes razón, hija—contestó al fin Lorenzo casi llorando de rabia y disgusto de sí mismo;—soy un necio, y lo que es mucho peor aún, soy un malvado..¡No merezco ser padre de un ángel como, éste, ni marido de una santa como tú!

—¡Adiós! ¡Ya sales con tus tonterías de constumbre! Vamos, déjate de simplezas, y anda á comer que, á Dios gracias, traigo yo aquí pan y dinero para que nonos falte mañana, pues he Tendido muy bien la fruta, y además he encontrado en el mercado á uno de tus deudores, que me ha dado lo que te debía. ¿Has cuidado de la olla?

—Sí, y he dado una taza de caldo de ella á la niña.

—Pues vamos arriba, y verás con qué apetito comemos en paz y gracia de Dios.

En efecto, en paz y en gracia de Dios comieron Lorenzo y su mujer y su hija el pobre y poco substancioso puchero que Rosa había tenido buen cuidado de arrimar al fuego antes de emprender aquella mañana el camino de la villa inmediata, cargada con una enorme cesta de fruta, que, aunque pesaba cuatro arrobas, era carga levísima, comparada con la carga que Dios había echado sobre sus hombros cuando se casó con Lorenzo.

Con lo que acabamos de ver y oir y con otros datos particulares que nosotros tenemos, podemos formar un juicio exacto de la triste situación de Rosa y su marido en el momento en que volvemos á verlos.

Lorenzo quería á su mujer y á su hija, y reconocía que su conducta hacía infelices á ambas; pero, por más que todos los días se propusiese firmemente abandonar el vicio que le dominaba y había traído la ruina y el descrédito de su casa, aquel vicio podía más que su voluntad, y le arrastraba todos los días á la taberna.

Aborrecido de todos sus vecinos, ni el hombre encontraba amigos, ni el artesano encontraba parroquianos. Sus únicos amigos eran Menchaca y otros dos ó tres, tan miserables y aborrecidos como él, porque, como él, consumían en la taberna el pan de sus familias.

La pobre Rosa, con una resignación y una fuerza de voluntad, que bien le valían el nombre de santa que su marido le había dado, economizaba y trabajaba sin descanso, pero todos sus esfuerzos y todos sus heroicos sacrificios no lo bastaban á cubrir las necesidades de la casa.

Después de comer, la niña se quedó dormidita en el regazo de su madre, y ésta la acostó, y tomando la herrada se encaminó con ella hacia la fuente, seguida del perro.

Lorenzo se asomó al balcón, y vió á la Botera que volvía con su botita llena, oculta bajo el delantal.

—Así me gusta, Lorenzo—dijo la vieja—así me gusta, que estés en tu casita en vez de ir todas las tarde? á la taberna á ponerte como una cuba, como se están poniendo aquellos borrachones.

Estas palabras, lejos de producir el saludable efecto que sin duda se proponía la Botera, produjeron el contrario. Lorenzo se figuró por un lado á la Botera y su marido empinando deliciosamente la bota, y por otro á Menchaca y compañía empinando el jarro en alegro coloquio, y como siempre, todos sus buenos propósitos huyeron ante aquellas seductoras imágenes.

Lorenzo se dirigió al arca donde su mujer había guardado el dinero que había traído del mercado, tomó parte de aquel dinero y se apresuró, antes que volviese su mujer, á emprender el camino de la taberna.

Lorenzo buscaba y encontraba siempre un pretexto para satisfacer el vicio que le dominaba: cuando tenía disgustos, bebía para olvidarlos; cuando tenía satisfacciones, bebía para celebrarlas. El pretexto que encontró aquella tarde para justificar su ida á la taberna, fué la buena venta que su mujer había hecho en el mercado.

Cuando Rosa volvía con su herrada en la cabeza, le vió en el alto del puente y le llamó; pero Lorenzo, después de detenerse un instante vacilando entre su deber y su beber, siguió adelante mientras su mujer subía las escaleras, abrumada por las caricias de Capitán, que con sus saltos y halagos parecía decirle: «¡Señora, yo no la ayudaré á usted á llevar las cargas; pero á quererla y estar contento á su lado, nadie me echa á mí la pata!»

Una hora después, Lorenzo y sus amigos salían de la taberna, echados á mojicones por el señor alcalde y con una turca de aquellas que gritaban en tiempo de Fernando VII: «¡Vivan las cadenas!», en tiempo de Isabel II: «¡Vivan los hombres libres!», y en todos tiempos: «Has de saber tú que yo tengo siempre un duro para los amigos.»

Otra hora después, Lorenzo y Menchaca pasaban á gatas el puente.

Y pocos instantes después, la mujer de Lorenzo y la mujer de Menchaca lloraban á dúo, la primera tan bajo que no la podían oir sus vecinos, porque Menchaca y Lorenzo, cada cual con una estaca en la mano, sacudían el polvo á sus compañeras de tristezas y alegrías con la fuerza que les permitía el morenillo de la Rioja que les inspiraba aquella heroica acción.

V

Lorenzo el rementero tiene ya un gran aumento de fruto de bendición, que consiste en dos hijos como dos soles. Uno de ellos tiene seis años, y el otro tiene cuatro. Su hermana Mariquita, que va á cumplir diez años, es toda una mujercita de su casa, según la formalidad y la maestría con que en ausencia ú ocupación de su madre viste y arregla á sus hermanitos, barro la casa, cuida y prepara la comida, y coba las gallinas y el cerdo.

Por lo demás, la casa y la familia de Lorenzo no han experimentado gran alteración desde que la visitamos hace ya algunos años.

Capitán está ya viejo, pero firme y gordo, porque tiene vida muy arreglada y gana el sustento con el sudor de su piel, atrapando sus liebrecitas en los cerros inmediatos.

El montón de chatarra tiene, no ya sólo hierba, sino hasta zarzas y demonios colorados.

La Botera y su marido continúan empinando la bota, pero empinándola como Dios manda, os decir, en su casa, lo cual debe ser más saludable que empinarla en la taberna, pues al paso que Lorenzo y Menchaca, cuya edad es casi la mitad de la suya, están hechos unos carcamales, olios dos están más firmes que las dos encinas de la portalada de Lorenzo.

Lorenzo y Menchaca siguen pasando á gatas el puente todas las noches.

La que está muy acabada es la pobre Rosa. ¡Tales palizas morales y materiales lleva la pobre hace cerca de doce años!

En el momento en que volvemos á visitarla está en cama, al parecer gravemente enferma, y su marido y su hija la asisten con mucha solicitud, en tanto que los chiquitines juegan en el encinar con la feliz indiferencia de la ignorancia.

Lorenzo está como avergonzado, más avergonzado que de costumbre, lo cual prueba que ha hecho alguna picardía de doble tamaño que las ordinarias, tal como la de haber pasado á gatas el puente por la mañana y por la noche, en lugar de pasarle por la noche sólo, que os costumbre ordinaria.

Rosa se queja de un fuerte dolor de costado que cada vez la mortifica más, aunque su marido, siguiendo su propio dictamen y el de la Botera, le ha aplicado al costado un ladrillo caliente, y le da escudilla tras escudilla de caldo con pimienta, medicinas ambas que tienen por eficacísimas los sencillos vascongados.

—¡Lorenzo, por Dios, llama al cirujano, que me siento muy mal!—dice Rosa, revelando en su acento la verdad de su aserto.

—¡Ay, madrecita de mi alma!—exclama Mariquita llorando sin consuelo y besando á su madre, que procura tranquilizarla á posar de que apenas puede hablar.

Y Lorenzo, casi tan apurado y afligido como su hija, corre á buscar al cirujano, con el que vuelve un cuarto de hora después.

El cirujano examina á la enferma, y arroja indignado él ladrillo caliente que encuentra aplicado al costado de Rosa y la taza de caldo con pimienta que la niña estaba preparando en su afán de proporcionar alivio á su pobre madre.

—Basta eso para matarla—dice,—pues lo que Rosa tiene es una hepatitis que reclama todo loco contrario.

El cirujano habla en griego para que la enferma y su familia no comprendan que lo que Rosa tiene es una inflamación aguda del hígado.

Después de recetar lo que cree más conveniente y de aconsejar á la enferma que procure tranquilé zar su espíritu, lo cual en su concepto es la mejor medicina para las enfermedades del hígado, se retira acompañado de Lorenzo, á quien hace disimuladamente una seña para que le siga.

—¡Lorenzo!—dice á éste con severidad.—Tu mujer se muere, y tú le quitas la vida. El mal que padece le ha contraído á fuerza de los disgustos que le has dado durante muchos años, y la terrible agravación que ahora experimenta es consecuencia del que ayer le diste, pasando todo el día en la taberna é insultándola y golpeándola al volver á casa, según tú mismo me has confesado con un arrepentimiento que te honra, pero que desgraciadamente no puede salvar á tu mujer.

Lorenzo se echa á llorar.

—Ahora—añade el facultativo, que comprende y practica los deberes de facultativo y hombre,—lo que necesita la pobre Rosa no son tus lágrimas, sino tu serenidad, tu cariño y tu cuidado. Que al menos en sus últimas horas vea en tí un buen marido, un buen padre y un hombre de bien.

—Señor, lo seré aunque nunca lo haya sido, yo se lo aseguro á usted—contesta Lorenzo esforzándose inútilmente por reprimir su llanto.

El arropen ti miento que Lorenzo muestra á su mujer recuerda á ésta el arrepentimiento que le ha mostrado mil y mil veces, y mil y mil veces ha cedido al hábito del vicio. Con esa profunda hipocondría y esa cavilosidad que caracteriza á las enfermedades del género de la que Rosa padece, Rosa pasa de este recuerdo á la consideración del abandono y las violencias y la miseria que espera á sus inocentes hijos desde el momento en que les falte su madre, y este profundo dolor, que sólo las madres pueden comprender, agrava más y más el mal de Rosa, á quien el facultativo manda sacramontar al volverla á ver.

En medio del llanto de su marido, de sus hijos;y de todos sus vecinos, que conocen la hermosura de aquella alma delicada y santa, liosa recibo los consuelos de la religión, y queda un momento tranquila de cuerpo y alma.

La alcoba en que Rosa yace está en la sala, donde únicamente queda Mariquita cuidando de su madre, pero aterrada porque oye á Capitán aullar en el encinar. Cuando todos se han retirado, cuando Rosa nota que sólo queda la niña en la sala, llama á la niña y la llama en voz baja, no tanto porque su voz es débil, como porque desea conversar con ella de modo que nadie lo note.

—Hija mía—dice á la niña sin poder contener las lágrimas,—yo voy á ser más feliz que vosotros.

—¿Por qué, madrecita?—le pregunta la niña con alegría, creyendo que su madre habla de felicidades mundanas.

—Porque voy á ir al cielo.

—pero madre cita, para irte al cielo, ¿tienes que morirte?

—Sí, hija mía.

—¡Ay! ¡No te mueras!—clama la niña, abrazándose á su madre con un desconsuelo imposible de pintar.

—Hija, si lloras y no me escuchas, me moriré, porque ya has oído al cirujano que para ponerme buena ea necesario que no me aflijan ni me disgusten.

La niña se calma, enjuga sus ojos y promete á «a madre escucharla serena.

—Pues oye, hija—continúa Rosa, esforzándose á su vez por ocultar el dolor que desgarra su corazón.—Todos estamos expuestos á morir, y mucho más los que, como yo, están enfermos. Me siento mejor, y estoy segura de que pronto me he de poner buena, que lo que á mí me hacía daño ya se lo has oído al cirujano, era el ladrillo y el caldo con pimienta; pero mira, si Dios quisiese disponer otra cosa, si dispusiese llevarme al cielo, donde tan dichosa sería, te encargo que cuides de tus hermanitos como yo cuido, que les sirvas de madre, porque ya no tendrán otra...

Rosa se interrumpe, porque las lágrimas y el dolor la ahogan, y Mariquita se lanza á ella llorando y abrumándola con sus besos y sus caricias.

—¡Yo te juro por ésta, madrecita mía, que haré todo lo que me encargas!—contesta la niña formando una cruz con el dedo pulgar y el índice, y besando con efusión aquel signo que tan á mano tiene siempre nuestro piadoso pueblo para dar solemnidad á sus promesas.

—¡Fío en tí, hija de mis entrañas!—dice Rosa llorando á la par de dolor y de alegría.

Y luego añade.

—También te encargo que cuides de tu padre y le obedezcas con el cariño, con el esmero y con la paciencia con que me has visto á mí cuidarle y obedecerle.

La niña hace á su madre esta nueva promesa, y Rosa se queda entonces como tranquilamente dormida, y la niña se retira de puntillas á la sala para no despertarla.

¡Rosa duerme en efecto, pero es el sueño eterno, que Dios hace santo y tranquilo para los que han amado y han llorado mucho en la tierra!

VI

Hacía algunos meses que había muerto liosa, y Lorenzo estaba muy triste. El recuerdo de su santa y desventurada mujer lo perseguía á todas horas y en todas partes, dulce y amargo á la vez, como la imagen del amor y del remordimiento.

Un montoncito de chatarra aparecía sobro el antiguo montón cubierto de hierba y maleza. Algunos vecinos, y aun algunos antiguos parroquianos de las aldeas cercanas, al ver á Lorenzo triste y arrepentido de su conducta pasada, le confiaban ya la compostura de sus layas, de sus azadas, y de sus rejas de arado, y el alegre son del martillo parecía disipar en cierto modo la tristeza que reinaba en torno de la casa del rementero, desde que Rosa había trocado aquella casa por el solitario y fúnebre cercado que se veía bajo los fresnos á espalda de la iglesia de Santa María.

Hubiérase dicho que el alma de Rosa, en vez de volar al cielo, había quedado en el débil cuerpo de Mariquita.

Mariquita era la viva imagen de su difunta madre, en el afán con que desempeñaba los quehaceres domésticos y en la solicitud con que atendía al cuidado de sus hermanos y su padre.

Apenas la luz del día empezaba á iluminar el valle, ya se alzaba una blanca columna de humo del hogar del rementero, y Mariquita iba á la fuente con la herrada que abultaba tanto como ella.

El cerdo gruñía y las gallinas piaban pidiendo el almuerzo; pero su petición era muy pronto atendida, porque muy pronto aparecía Mariquita en la portada con un caldero de agua caliente y somas , que vaciaba 011 la cocina , y con un delantal de aechaduras ó borona que sembraba en el suelo, en medio de los gritos de alegría del cerdo y las gallinas, que parecían decir á su amita: «Dios te lo pague y yo me lo trague».

A veces los niños, despertando con el estrépito que cerdo y gallinas armaban al ver que les bajaban el almuerzo, se lanzaban en camisa á la por tabula tras de Mariquita.

—¡Poca vergüenza!—les decía ésta.—¿Es ese el modo de salir de casa"?

Y colgando del brazo el caldero, cogía de la mano á los niños continuando la reprimenda, los volvía arriba, les lavaba la cara quisieran ó no quisieran, los vestía, les plantaba á cada cual un zoquetito en la mano, y les daba permiso para salir á diablear en el encinar, en la fragua ó en el huerto hasta la hora de almorzar.

Cuando una hora después Mariquita se asomaba al balcón y avisaba á su padre y sus hermanos que los esperaba el almuerzo, Lorenzo se hubiera comido á besos á su hija con más gana que comía el apetitoso, aunque pobre almuerzo que la niña había preparado.

Mariquita lavaba, Mariquita amasaba, Mariquita cosía, Mariquita estaba en todo, y lo hacía todo como su difunta madre, cuyo noble espíritu parecía haberla infundido Dios.

No había una vecina á quien no se le saltasen las lágrimas al verla el domingo, al sonar el toque de misa mayor, encaminarse á la iglesia con sus hermanitos delante, vestidita de luto, con la amarilla candela en una mano y la blanca ofrenda en la otra, y arrodillarse sobre la sepultura de su madre, y permanecer allí durante la misa llena de piedad y compostura, con las lágrimas en los ojos, la oración en los labios, el recuerdo de su madre en la mente y Dios en el corazón.

Lorenzo no había vuelto á poner los pies en la taberna á pesar de que Menchaca, su enemigo tentador, que continuaba pasando el puente á gatas, le invitaba todos los días á volver á la senda del vicio, donde había encontrado su perdición y la de su familia.

Ya que volvemos á hablar de Menchaca, consignaremos aquí un recuerdo nuestro que se nos había escapado y que es á pedir de boca para definir el carácter de aquel borrachón.

El autor de este cuento, al volver á su aldea hace tres años, después de más de veinte de ausencia, encontró á Menchaca hecho un perdido.

—¿Cómo va, Menchaca?—le preguntó.

—Mal pues.

—¿Cómo es eso?

—Viscaños no echar, pues tragos como madriliegos

—¿Y su hermano de usted, vive?

—Bebe.

—¿Y qué tal, está bien?

—¡Oh! Aquél felis es. Pellejo tiene en casa.

El bello ideal de los borrachos en las provincias del Norte es tener constantemente en casa un pellejo de vino riojano.

Pasión no quita conocimiento: preciso nos es confesar que en aquel país, tan honrado que los miqueletes y la Guardia civil casi están de más, son una verdadera plaga los mosquitos.

Una tarde concluyó Lorenzo de componer las herramientas de uno de sus parroquianos forasteros, después de muchas lloras de continua y penosa tarea.

—Ea, Lorenzo—le dijo el parroquiano,—vamos á echar un cuartillo, que te has portado hoy conmigo.

—Gracias—le contestó Lorenzo, avergonzado del recuerdo que aquel ofrecimiento despertaba en él;—no bebo vino hace mucho tiempo, ni pienso volver á beberlo.

—Anda, hombre, y no seas majadero. ¿Crees tú que por beber un cuartillo de vino cuando llega la ocasión pierde un hombre su crédito, ni su casa, ni su salud?

—Por mi desgracia y la de mi familia, sé demasiado lo que se pierde con ese vicio.

—¡Qué vicio ni qué niño muerto!. Una cosa es beber para abrigar el estómago y cobrar ánimo para el trabajo, y otra beber para emborracharse. En esta tierra abundan los hombres de bien, y sin embargo escasean los aguados. Yo me tengo y todo el mundo me tiene por hombre de bien á carta cabal, y á pesar de eso, si se trata de ir á beber un cuartillo en amor y compañía con mis amigos, nunca les hago á mis amigos un desaire. ¡Pues no faltaba más que tú me lo hicieras á mí!

—No es desaire, es propósito que he hecho...

—No hay propósito que valga. Vamos, hombre.

—Te digo que no voy...

—¡Qué! ¿Temes que te haga pagar el escote?

—Para que veas que no temo tal cosa, vamos allá—contestó al fin Lorenzo, no pudiendo, como nunca había podido, resistir su vanidad á la acusación de ruín.

Lorenzo y su amigo se dirigieron á la taberna; pero Lorenzo iba con el firme propósito de no hacer más que probar el vino.

Mariquita los vió pasar el puente y se estremeció de horror sospechando adonde iban; pero se tranquilizó, considerando que el forastero, lejos de ser un borrachón como Menchaca, era uno de tantos hombres de bien que, sin dejar de serlo, beben porque el vino, no abusando de él, es una bebida saludable y consoladora, sobre todo para el pobre trabajador.

Lorenzo cumplió su propósito; cuando entre él y su compañero hubieron desocupado una jarra de media azumbre, abandonó la taberna y tomó el camino de su casa, sintiendo el bienestar y la alegría que nunca había sentido al abandonarla con una azumbre ó más de vino en el cuerpo.

Lorenzo, que desde que enviudó no había podido echar de sí la tristeza que le consumía, ni ninguna noche había cenado con apetito ni dormido tranquilo, estuvo aquella noche alegre, cenó con gana en compañía de sus hijos y durmió tranquilamente.

Pasaron días y días, y no pasaba la tristeza de Lorenzo, que hallaba en todas partes y con todo motivo el recuerdo de su mujer, y no podía acallar «1 remordimiento que atormentaba su conciencia.

Una tarde, como casi todas, se acercó Menchaca á encender la pipa en la fragua de paso que iba á la taberna. Aquella tarde estaba el rementero más triste que nunca, porque la niña andaba algo enferma, y el pobre Lorenzo, que siempre la había querido mucho, había dado en pensar qué sería de él y de sus hijos si los faltase la que sustituía á Rosa en el gobierno de la casa.

—Lorenso—le dijo Menchaca,—tristesa echa demonios.

—¡No puedo, Menchaca!—contestó Lorenzo tristemente.

—¿En Rosa por qué te piensas, pues?

—¡Porque no puedo olvidarla!.

—Mentir hases tú.

—No miento.

—Cuartillo bebe y verás cómo olvidas.

—No te canses en aconsejarme que vuelva á la taberna.

—Con forastero fuiste otro día, pues.

—Me convidó y no me atreví á hacerle un desaire.

—¡Arrayu bat!.. ¿á mí hases, pues?

—Contigo tengo confianza.

—Pues en confianza dime si cuando fuiste con forastero no quitaste tristesa.

—Sí que se me quitó.

—Conmigo vente entonses.

—No voy.

—Cuartillo bebe nada más y vuelves senar con mutiles.

Lorenzo recordó la alegría y el apetito con que cenó con sus hijos, y la tranquilidad con que durmió después de volver la última vez de la taberna; pero recordó al mismo tiempo, que cien veces había ido á la taberna con Menchaca proponiéndose beber parcamente, y las cien veces había bebido, excitado por el ejemplo, hasta perder la razón.

—Menchaca—dijo—háblame de otra cosa, y no me vuelvas á arrastrar al vicio con tus consejos.

—Tabernera resibido hoy vino que bebe Erreña y yo voy estrenar pellejo. Tonto eres, pues, en no probar por ahorrarte peseta.

—Menchaca!—exclamó Lorenzo irritado—Mira lo que dices, que si no voy contigo no es por ruindad.

—Amores están obras.

—¡Pues vamos!

La resolución con que Lorenzo pronunció estas dos últimas palabras, no dejó ya duda á Menchaca de que aquella tarde tendría un pagano que le acompañase en el templo de Baco.

En efecto, Menchaca y Lorenzo tomaron juntos el camino de la taberna. Cuando llegaron á ésta, salía la tía Botera con la consabida botita bajo el delantal.

—¡Ay, Lorenzo!—exclamó la anciana con verdadero pesar.—¡Bien te dije muchas veces que tu hija había de ser muy desgraciada! ¡La pobrecita de mi alma heredó la bondad de su madre; pero también heredó la desgracia!

Lorenzo se estremeció al oir estas palabras, y dió un paso para volverse atrás; pero Menchaca le cogió del brazo y le arrastró dentro diciendo:

—¡No haser tú caso sorguiñas!

Al pasar la Botera por frente de casa del rementero, vió á Mariquita que bajaba de lo alto del encinar con un haz de leña seca.

La niña estaba muy descolorida y triste.

—Hija—le dijo la Botera—vas á reventar con esas cargas.

—Si yo no estuviera mala, esta carga poco me importaría—repuso la niña.

—¿Pues qué es lo que tienes?

—No lo sé; pero me siento mala hace algunos días.

—¡Toma! Y te morirás como la pobre de tu madre, que esté en gloría, si sigues trabajando como una negra, mientras el pícaro de tu padre va á emborracharse.

—¡No diga usted eso de mi padre!—replicó la niña, poniéndose colorada de indignación.

—El que dice la verdad á Dios alaba.

—Mi padre no se emborracha ya.

—Ya lo verás esta noche cuando vuelva de la taberna, adonde ha ido con Menchaca.

—¡Con Menchaca á la taberna!—murmuró Mariquita aterrada.—Pero ¿es cierto eso?

—¡Ojalá que no lo fuera, hija!

La niña sintió sus ojos arrasados en lágrimas, se echó encima el haz de leña que había posado sobre un terrero, y continuó con él hacia casa.

Aquella noche sucedió lo que en otros tiempos sucedía. El valle estaba silencioso y obscuro, y sólo ge oía el murmullo del río que chocaba en los estribos del puente, y el ladrido de los perros que velaban á la puerta de las caserías diseminadas en el valle. De cuando en cuando una ventana se abría en casa del rementero, y á la luz que brillaba en lo interior de la casa, se descubría una niña que se asomaba á la ventana, escuchaba atentamente y volvía á cerrar.

Cuando el reloj de Santa María dió las doce, dos hombres atravesaron á gatas el puente y se separaron poco después.

No sabemos lo que pasó en casa de Menchaca, hacia donde se dirigió uno de aquellos hombres; pero sí lo que pasó en casa del rementero, hacia donde se dirigió el otro.

Mariquita estaba sentada sobro la cama de sus hermanitos, porque éstos la habían llamado, diciendo que les daba miedo el viento que silbaba en las encinas, cuando oyó á su padre dar golpes á la puerta y echar votos y juramentos.

La pobre niña tomó presurosamente el candil, y bajó á abrir la puerta á su padre.

—¿Estabas dormida, grandísima tal?..¡Toma para que te despabiles!—la dijo su padre, tirándole un fuerte pescozón.

La niña no despegó los labios: lo que hizo fué invocar el amparo de su madre desde el fondo de su corazón.

¡Inocente hija del que escribe esta dolorosa historia, si siendo tú débil y buena, alza tu padre la mano para maltratarte, que la justicia del Señor abata aquella mano sacrílega!

VII

La noche estaba muy obscura, y el reloj de Santa María acababa de dar las doce.

Menchaca y Lorenzo estaban en la taberna, y el tabernero pugnaba por echarlos fuera, apoyándose en dos razones: en que ya habían bebido bastante, y en que el alcalde le había prohibido consentir gente en la taberna desde las diez arriba. ¿Por qué el tabernero no había hecho valer estas dos razones cuando Menchaca y Lorenzo concluyeron el primer cuartillo, y cuando el reloj de Santa María dio las diez?

Al fin el tabernero consiguió lanzarlos fuera á empellones, y ambos, en amor y compañía, aquí caigo allí me levanto, tomaron la cuestecilla que media desde la iglesia al río.

Aquella noche no se abría ventana alguna en casa de Lorenzo.

Los dos borrachos, al conocer, por lo pendiente del terreno, que entraban en la rampa del puente, se echaron al suelo y continuaron su camino á gatas.

Según su costumbre, se separaron al empezar la cuesta del encinar para dirigirse cada cual á su casa, y Lorenzo, al llegar á la portalada de la suya, creyó haber oído un grito doloroso hacia la de Menchaca.

—Menchaca, ¿te has caído?—gritó con toda la fuerza que le permitía lo tomado de su voz.

Pero nadie le respondió.

Entonces llamó á la puerta de su casa, acompañando los golpes con juramentos y amenazas á su hija, y á poco rato bajó á abrirle, no Mariquita, sino el niño mayor, que lloraba á lágrima viva.

—¿Qué tienes, hijo de una cabra?—le preguntó. Lorenzo, pugnando por darle una patada.

—¡Que se va á morir Mariquita!—contestó el niño.

Al oir esto, Lorenzo hizo un movimiento de dolorosa sorpresa, y pareció recobrar repentinamente parte de su serenidad y su razón.

Subió presurosamente la escalera, y al entraren el cuarto donde dormía la niña, encontró á ésta acostada y al niño menor llorando á la cabecera de la cama.

—¿Qué tienes, hija?—le preguntó Lorenzo con tanto amor como ansiedad, acabando de recobrar en toda su plenitud la razón.

—¡Me muero, padre!—contestó la niña con voz débil y angustiosa.

—¡Hija de mi alma!—gritó Lorenzo, besando el rostro ya casi frío y cadavérico de la niña.

Y corriendo en seguida al balcón, empezó á gritar:

—¡Menchaca! ¡Vecinos! ¡Socorro, que se muere mi hija!

Pero nadie respondía.

El valle continuaba en silencio, que sólo se oían los ladridos de los porros y el murmullo del río.

Entonces Lorenzo encendió desatentadamente un farol, temiendo que aun así no pudiera llegar sin tropezar á casa de Menchaca ó á la de la Botera, que eran los vecinos más cercanos, y salió á pedir auxilio á sus vecinos, porque el cirujano vivía lejos y Mariquita no podía quedar largo rato sin más auxilio que el de sus hermanitos.

Lorenzo tomó una senda que por medio de unas rocas conducía á casa de Menchaca, y de repente lanzó un grito de espanto al ver á un hombre tendido en el suelo.

Un segundo grito se exhaló de su pecho al acercar el farol á aquel hombre, porque aquel hombre era Menchaca, que yacía muerto en un lago de sangre, con la cabeza horriblemente destrozada.

Menchaca había dado contra una de las rocas que guarnecían la senda, y se había destrozado la cabeza.

¿Qué hacer entonces el desventurado padre entro atender á su hija, que se moría, ó atender á su amigo, que había muerto?

Volvió pies atrás y se dirigió á casa de la Botera, donde logró al fin que le oyesen y acudiesen en su auxilio.

El marido de la Botera tomó el farol y fué á avisar al cirujano, y la Botera y Lorenzo subieron á auxiliar á la niña.

La niña apenas podía ya hablar. Con la manecita hizo señas á su padre para que se acercara, y le dijo casi al oído con voz apagada pero solemne:

—¡Padre, yo me muero! Mis hermanitos ya no tendrán madre ni hermana que los cuide y los consuele. ¿Tendrán siquiera padre?

—¡Sí, hija!—contestó Lorenzo, hecho un mar de lágrimas.—Tendrán padre. ¡Yo te lo juro por la salvación de tu madre y la mía!

—¡Y madre también tendrán!—añadió la Botera llorando como Lorenzo y estrechando contra su seno á los dos niños.

—¡De Dios y de mi madre y de mí serán ustedes y ellos benditos!—murmuró Mariquita, radiante de gozo.

Y su espíritu voló un instante después al cielo, donde la esperaba su santa madre.

Capitán, que hasta entonces había estado sentado en un rincón de la pieza con la cabeza inclinada, se salió al encinar y se puso á aullar tristemente.

En aquel instante una luz apareció en lo alto del puente.

—Me parece—dijo el marido de la Botera al cirujano con quien volvía,—que llegamos ya tarde.

—¿Por qué?

—¿No oye usted cómo llora el perro del rementero?

—¡Hombre, no crean ustedes tales simplezas!

—Cuando murió la pobre Rosa así lloraba Capitán.

El cirujano creyó que la niña le proporcionaría argumento para convencer al marido de la Botera de que es absurda la creencia vulgar de que los perros aúllan cuando ha muerto ó va á morir al guión; pero la niña sólo le proporcionó argumento para escribir una certificación de muerto más.

Un año después de la muerte de Mariquita y Menchaca, el montón de chatarra había crecido mucho y no había una hierba en él.

Lorenzo estaba triste, pero no había vuelto á pasar el puente á gatas. Cuando el alguacil ú otro lo hablaba de la taberna, recordaba lo que vió á la luz del farol la noche que murió su hija, y las palabras que su hija pronunció casi á su oído aquella misma noche.

En cuanto á los niños, estaban gordos, alegres y limpios, y asistían á la escuela: en una palabra, tenían padre y aún madre, y eran felices.

¿Lo era su padre también? ¡Sí, todo lo feliz que puede ser el que lleva en su conciencia el remordimiento de haber puesto la palma de los mártires en la mano de una santa y en la mano de un ángel!

Lozoya

I

El pecho sacó fuera
el río, y le habló de esta manera.

(Fr. Luis de León.—Prof. del Tajo.)


Más fresco que una lechuga y más limpio que la plata, el serranito Lozoya saltaba y corría y hacía doscientas mil diabluras en el apacible valle de la Oliva, cuando allá por el año de 1852 se encontró de manos á boca con unos señores madrileños, que le dijeron:

—¡Alto ahí, buen amigo! Traemos orden de Su Majestad la Reina para prenderle á usted y llevarle á Madrid.

—¡Vayan ustedes adonde se fué mi dinero!—replicó Lozoya sin dignarse detener el paso.—¿Que tengo yo que ver con la Reina ni con Madrid?

—Eso no es cuenta nuestra. Deténgase usted y no se ande con juegos, que nosotros somos mandados, y el que manda, manda.

—¡Pues les digo á ustedes que no me detengo! ¡Caracoles! ¡También es mucho cuento esto de que ni en los valles más solitarios le han de dejar á uno vivir en paz y en gracia de Dios! ¿Me moto yo con alguien acaso?

—Hombro no sea usted majadero, que no se le va á llevar á Madrid para nada malo. Se le construirá á usted un magnífico palacio en el Campo de Guardias; se le liarán á usted dentro de Madrid caminos cubiertos para que no le molesten los carruajes, ni la gente, ni el sol, ni la lluvia, ni el viento; se le admitirá á usted en las casas principales de la corte; tendrá usted entrada en los jardines...

—Pues dénlos ustedes muchos recados al palacio y á los caminos y á las casas y á los jardines, que yo me encuentro tan ricamente aquí, y no tengo gana de conversación. ¿Están ustedes enterados? Con que beso á ustedes la mano.

—¡Oiga usted!...

—Al otro oído, que por éste no oigo.

Y así diciendo, Lozoya apretó el paso murmurando no se qué y echando espumarajos de coraje.

—¡Favor á Isabel II!—gritaron los madrileños.

E inmediatamente aparecieron centenares de hombres armados de picos, azadones, palas, hachas, etc., y con unas caras de presidiarios que daban miedo, y ten de aquí, ten de allí, al cabo de no sé cuánto tiempo lograron detener y poner á buen recaudo al pobre Lozoya.

Los moradores del valle lloran aún más que el preso, porque de Lozoya se podían decir sin cargo de conciencia esos embustes que dicen los malos poetas de las Cloris y Galateas: nacían flores donde Lozoya posaba la planta, y Lozoya era el espejo en que se miraban las serranas.

—Pues señor—decía el preso,—me zampan en Madrid como tres y dos son cinco, sin darme tiempo á respirar el aroma de esas flores en capullo que con tanto esmero he regado.

Pero los temores del preso no se realizaron por entonces, porque hubo jaranas en Madrid, llovió mucho, ocurrieron muchos hundimientos, el camino se puso malo, el dinero anduvo escaso para componerle,.y se quería que el serrano hiciese el viaje en toda regla.

Pasaron meses y pasaron años, hasta que por fin una mañana del florido mes de Mayo de 1858, el carcelero dijo á Lozoya disponiéndose á abrirle la puerta (ó la compuerta, que todo es cuestión de nombre) de á á prisión en que bufaba:

—Ea, ya llegó el instante fiero. Con que, hijo mío, á Madrid, y cuidadito con lo que se hace, que no hemos gastado más de cien millones de reales en prepararle á usted el viaje para que usted se haga el remolón ó se vaya por esos trigos de Dios.

—¡Pero, señor, si dicen que el camino está muy cuesta arriba y no voy á poder llegar á Madrid! ¡Si hasta señores académicos lo han asegurado bajo su firma!

—Hombre no sea usted niño que ya tiene usted edad para saber que bien se puede sor académico y reventar de... sabio. Lo que yo le aseguro á usted es que nadie se atreverá á impedirle á usted el paso, porque se han hecho tan ejemplares castigos, que algunas montañas que proyectaron detenerle á usted han sido abiertas en canal.

—Con todo eso no las tengo todas conmigo. Por supuesto serán extranjeros los que han preparado mi viaje, y mire usted que los extranjeros...

—Hombre dé Dios, ¿que está usted hablando? Españoles netos, y nada más que españoles han arreglado la cosa... Pero ya veo que usted trata de ganar tiempo con su cháchara, y á mí no me joroba usted ni otro más guapo. Ea, lárguese usted fuera.

Al decir esto, el carcelero abrió la puerta y Lozoya salió de estampía, bufando como toro á quien abren el toril, y tomó la ruta más que á paso en dirección á la corte.

No corría porque desease venir á Madrid, no, sino por ver si en el encallejonado camino encontraba un resquicio por donde tomar soleta. Así que descubría un agujero, ¡shif! se colaba por él; pero nunca faltaba un hombre que, echando un pecado, le gritase: «¿Adónde vas, hijo de cabra?», y de un cantazo ó una pellada de barro le hiciese entrar en vereda.

Al cabo de cuatro horas de caminata se encontró á doce leguas de su querido valle y dió vista á Madrid, echando espumarajos de rabia y lleno de inmundicia, pues en su desatentada carrera había venido recogiendo cuanto polvo y basura había en los callejones.

Al llegar á la venta del Partidor, situada en un vallecito que baja á las posesiones del regio Manzanares, lo gritó el jefe de la escolta.

—¡Alto! ¡alto! No sea usted tau vivo de genio, hombre. ¿Qué! ¿Quería usted entrar en Madrid hecho un yesero? Aguárdese usted que antes de entrar hay que ponerle un poco decente, porque hasta la Reina va á salir á recibirle á usted.

¿Será posible? ¡La Reina!...

—La Reina, sí señor, su madrina de usted. Como que en lo sucesivo llevará usted su real nombre.

—Pues no le pesará á Su Majestad.

—¿Qué hará usted para mostrarle su agradecimiento?

—¿Qué haré? Convertir en un jardín á fuerza de riego, los campos que rodean su corte.

—¡Bien lo necesitan! Con que espérese usted un poquito...

—Bien, esperaré todo lo que ustedes quieran—contestó Lozoya un poco más resignado con su suerte, más por las buenas noticias que acababan de darle, que por las carocas que le hacían casi todos los taberneros de Madrid, que habían salido á ofrecerle su casa.

—¡Así me gusta!—dijo el de la escolta.—Ya que va usted entrando en razón, seremos complacientes con usted. Mientras llega el instante de su solemne entrada en la corte, sálgase usted, si gusta, á distraerse un poco y tomar el fresco en esta cañadita; pero cuidado con que se aleje usted mucho.

—Estimando—contestó Lozoya.

Y añadió para su capote:

—Como vosotros os alejéis un poco, ya ha de llover antes que me volváis á echar la vista encima, que eso de que la Reina va á salir á recibirme, es un honor demasiado grande para que yo no lo tenga por una bola con que me queréis engatusar.

En efecto, así que los guardianes se retiraron á echar un trago de vino, porque estaban ya hartos de agua, el tuno del serrano, que se iba escurriendo por la cañadita abajo, haciendo que regaba esta flor ó que acariciaba la otra, apretó á correr como alma que lleva el diablo hacia las posesiones de Manzanares, atropellando cuanto encontraba á su paso y haciendo más ruido que sí sus zapatos tuviesen una arroba de tachuelas.

II

Malucho suele andar Manzanares así que se acerca el verano, pero al acercarse el de 1858 lo estaba con doble motivo. Había llegado á su oído que un serrano, joven y frescachón, estaba para llegará Madrid con grandes recomendaciones y con objeto de disputarle el derecho que creía tener á la plaza de aguador de la corte. Por espacio de no sé cuántos siglos había tratado, aunque en vano, de hacer valer este derecho, y como ustedes comprenden, á nadie le sirve de plato de gusto el que venga cualquier pelagatos á calzarse de buenas á primeras con lo que uno ha ambicionado tanto.

Casi nunca puede Manzanares cerrar los ojos, y sobre todo los de los puentes; pero menos que nunca había podido la noche anterior á causa de la desazón habitual y la accidental, por cuyo motivo estaba amodorrado sobre su blando y suave lecho, cuando oyó un gran ruido hacia las cuestas de la Moncloa. Miró á todas partes; pero como su vista estaba turbia, nada vió, y volvió á apoyar la cabeza en el almohadón.

Lozoya, que tampoco tenía la vista muy clara con el polvo que había recogido en el camino, no vió á Manzanares hasta que dió de hocicos con él.

—¡Canario!—exclamó Manzanares dando un pechugón al que tal beso acababa de darlo.—¿Está usted ciego, hombre, que á poco más me rompe las narices? ¡No es usted poco bruto que digamos, pues se echa encima de uno sin decir agua va!

—Usted ha de perdonar, buen amigo—contestó Lozoya sudando la gota gorda;—pero me vienen persiguiendo, y con la turbación no había reparado en usted.

—¿Y por qué le persiguen á usted, hombre?

—Ahora se lo contaré á usted todo; pero antes haga usted el favor de esconderme por ahí, porque si me ven soy hombre al agua.

—Supongo que no me irá usted á comprometer. ¿Cómo es su gracia de usted?

—Lozoya, para servir...

—¡Lozoya! Y se atrevo usted á ponerse delante de mí se bribón! Pero me alegro mucho de verle á usted para cantarle la cartilla. ¿Con que usted es el palurdo que pretende soplarme mis derechos? Diga usted, se intrigante, ¿le parece á usted que habré estado yo tantos siglos haciendo la rosca á Madrid para consentir que usted Tenga con sus manos layadas á apoderarse de la honorífica plaza que me corresponde?

—¡Pero, señor, si yo vengo á la fuerza!

—Yo lo daré á usted la fuerza, grandísimo pillo, adulador, bajo...

—Más bajo es usted.

—¿Bajo yo?

—Sí, señor, que por su bajeza no está usted ya en la corte.

—No lo estoy, porque no lavo la cara á nadie.

—No sólo no la lava usted, sino que la ensucia.

—¡Hombre, no me insulte usted!..¡Mire usted que me pierdo!....

—Todos los veranos se pierde usted de vista.

—¡Calle usted, hombre, calle usted, que me dan ganas de ahogarle!...

—¡Qué ha de ahogar usted!

—Ahogo hasta en verano, que es cuando estoy más flaco.

—¡Ya! Como hay gentes que se ahogan en poca, agua...

—En fin, dejémonos de conversación y vuélvase usted por donde ha venido.

—Pues no me iré ¡caracoles! que ya me voy incomodando con tanto fuero.

—¿Qué no se irá usted? ¡Está usted fresco!

—Nadie podrá decir otro tanto de usted.

—¡Hombre, no me haga usted tragar saliva!

—Otras cosas más sucias traga usted.

—¿Y qué es lo que yo trago, grandísimo pillo?. Trago lo que sobra en las casas...

—¡Ya lo huelo!

—Pues yo le aplastaré á usted las narices para, que no lo huela, se indecente.

Y Manzanares tiró á Lozoya un puñetazo, que por un tris no le dejó chato.

—¡Ah, traidor!—exclamó el serrano, lanzándose como un tigre á las barbas de su contrincante.

Y haciéndose mutuamente la zancadilla, cayeron ambos al suelo y empezaron á rodar por la Florida abajo, armando una tremolina de doscientos mil de á caballo.

Varias náyades que estaban en la Virgen del Puerto lavando calcetines y calzoncillos, los vieron llegar, y creyendo que eran la ballena de marras, dieron la voz de alarma á Madrid.

—¡Callen ustedes, hijas de una cabra!—exclamaba Lozoya, viendo que se iba á descubrir su paradero.

Pero sí, al otro oído, como él había dicho en otra, ocasión á los madrileños.

Y no eran infundados los temores del pobre fugitivo, pues los guardianes echaron de ver su fuga, se apoderaron nuevamente de él, y quieras que no quieras, le encerraron en la venta del Partidor.

Las cosas que á Manzanares hizo decir su satisfacción por la desgracia de su rival, y las que hizo decir á Lozoya su mala estrella, son más para oídas que para contadas.

Y á propósito de dichos de ríos, oigo murmurar á mi espalda que esto es contar como querer, que soy un embrollón, que soy muy bolero, que los ríos no hablan.

Dispensen ustedes señores míos, que los ríos hablan, y á veces hablan muy gordo. Si yo fuera erudito, les haría á ustedes mil citas para probarles que hablan los ríos; pero como no lo soy, me basta y sobra la de fray Luis de León, que bajo su firma asegura que cuando D. Rodrigo andaba á picos pardos con la sin vergüenza de la Cava en los Cigarrales de Toledo, el Tajo sacó el pecho fuera y probó que no tenía pelillos en la lengua. Me parece que no serán ustedes tan temerarios que vayan á llamar también embrollón y bolero á un señor tan santo y tan formal como fray Luis de León.

Pero volvamos á nuestro héroe.

Lozoya pudo conseguir al fin, á fuerza de lamentos, que se le trasladase al palacio que se lo había construido en el Campo de Guardias. Allí se fué serenando poco á poco, porque la habitación parecía una nevera, y al cabo se hizo esta noble reflexión, muy propia de las inteligencias claras y de los corazones frescos:

—¿A qué vengo yo á Madrid? A dar de beber al sediento. Obra de misericordia es ésta que no debo descuidar como ese egoistón de Manzanares. Nada, nada, entremos en Madrid cuando lo dispongan esos señores, y..|á beber, tropa!

Tal fe vino á adquirir el serrano en la santidad de su misión, que ansiaba ya como la dicha suprema el momento en que diese principio á su santa obra.

Este momento llegó. Al penetrar Lozoya en Madrid por la puerta de Fuencarral, su regocijo fué tan grande, que de un salto se elevó ochenta pies sobre la multitud, que le aclamaba y le bendecía.

Allá, hacia la morada de Manzanares, se oyó una insolente carcajada, mezclada de burla y despecho, y hacia los corros de San Isidro resonó una purísima y fresca voz que trataba de imponer silencio al que así se reía.

Lozoya recorrió la imperial y coronada villa, ejerciendo su obra de misericordia, y cuando asomó por el Sur buscando á Manzanares para reconciliarse con él, libre ya de todo rencor, pues las obras buenas los ahuyentan, Manzanares soltó una insultante carcajada, exclamando:

—Buen amigo, ¿qué le ha pasado á usted, hombre, que viene tan flaco y tan turbado? ¡El guapetón! ¡El frescachón! ¡El buen mozo! ¡Ja! ¡ja! ¡ja!

—¡Silencio, impuro y miserable!—gritó desde el cerro la santa fuente que un día brotara al golpe del regatón de Isidro,—¿Te reiste hace un instante, al ver que se remontaba al cielo el que ayer moraba á la bendita sombra del Paular? Todo lo puro y santo se remontaba al cielo. ¿Te ries ahora porque le ves flaco y dolorido? Todo el que practica las obras de misericordia, sale de la vida y llega á las puertas del cielo dolorido y flaco.

Calló la santa fuente, ocultó Manzanares su oprobio entre el fango de su lecho, y en todos los templos de la metrópoli fué bendecido en cálices de oro el misericordioso Lozoya.

El estilo es el hombre

I

Dos personas han dicho que el estilo es el hombre. Como tengo poca memoria y menos erudición, no estoy seguro de que fuese Buffón una de esas personas, pero sí lo estoy de que la otra fué un guardia civil.

Soy ya hombre casado, y por consiguiente no me hallo en estado de merecer; pero si me hallara, me guardaría muy bien de sacar á relucir la máxima de aquellos señores, porque ¿qué idea formarían de mí las muchachas que juzgasen de mis merecimientos por mi estilo desaliñado y vulgar?

En obsequio á mi señora esposa, digo públicamente que en mí el estilo es el hombre. Hecha esta confesión, no hay miedo de que ninguna de mis lectoras se enamore de mí. ¡Qué ganga, querida esposa, tienes en el estilo y en la franqueza de tu marido!

Pero echemos noramala esta maldita propensión que uno tiene á irse á la broma, y hablemos con un poco más de formalidad.

Tres cosas hay en el mundo cuya fisonomía es única: la letra, la cara y el alma. «Fulano, decimos, se parece á Zutano», y hacemos bien en decir que se parece, porque si dijésemos que es idéntico, faltariamos á la verdad.

Cualquiera de estas tres cosas, en el hecho de ser únicas, sirvo para identificar á la persona y no lo ignora la policía, que sabe muy bien poner una pluma en la mano de aquél á quien sospecha autor del documento falso que posee, y sabe proveerse del retrato fotográfico del criminal á quien cree capaz de tomar las de Villadiego: pero ¿cómo se identifica la persona por medio del alma? ¿Cómo se obtiene un retrato fotográfico del alma que pueda servir de punto de comparación?

Si el estilo es el hombre, habremos de convenir en que ya pareció aquello. Verdad es que los estilos se falsifican como se falsifica todo, empezando por el amor, que siendo emanación divina y quinta esencia del alma debiera ser mucho más sagrado que los billetes de Banco, que hasta no ha mucho decían: «Pena de muerte al falsificador»; pero el observador un poco diestro distingue muy pronto el estilo falso del verdadero; porque el estilo es el alma, y el alma es una de las tres cosas cuya fisonomía es única.

Repitamos, pues, que en el mundo no hay dos letras, ni dos caras, ni dos almas iguales, aunque hay muchas parecidas, y adelante con nuestro cuento.

No sé por qué llamo cuento á lo que voy á contar, pues es tanta verdad, que los órganos de Mostoles, os decir, los corresponsales de los periódicos madrileños en aquella villa, dieron cuenta del suceso á su debido tiempo con todos sus pelos y señales.

Una mañana llamó el cartero á raí puerta y me entregó una carta de Navalcarnero, que está á cinco leguas de Madrid. Apenas leí esta carta, cogí un número de un periódico literario, monté en el primer jamelgo de alquiler que encontré á mano, y tomé apresuradamente el camino de Navalcarnero.

A las tres leguas de viaje, es decir, al pasar por Móstoles, un cabo de la Guardia civil, comandante del puesto de aquella villa, que estaba leyendo á la puerta de su cuartel, interrumpió la lectura guardándose el libro en el bolsillo, y me atajó el paso preguntándome cortesmente:

—Caballero, ¿tiene usted la bondad de enseñarme la cédula de vecindad ó el pasaporte?

—Hombre—le contesté—he salido tan precipitadamente de Madrid, que no me he acordado de echar ni o en la cartera la cédula de vecindad.

—¿Con que ha salido usted precipitadamente, eh?—me preguntó un guardia, observándome con desconfianza.

—Sí, señor.

—Ya se lo conoce á usted, que lleva usted la fisonomía como alterada y descompuesta.

En efecto, mi fisonomía debía estar muy alterada, tan alterada como la de aquel que ha cometido un crimen y va huyendo de la justicia, ó la de aquel que ha recibido la noticia de que su madre está espirando y ya á recoger su último suspiro. La carta que me había obligado á ponerme en camino no era para menos.

—Caballero—añadió el guardia,—usted me ha de dispensar, pero me veo en la necesidad de detenerle á usted.

—¡Detenerme!—exclame espantado.

—Sí, señor—contestó el guardia, á quien este espanto infundió nuevas sospechas,—mi obligación es esa.

Entonces eché pie á tierra.

—Mire usted que me interesa muchísimo continuar sin detención alguna mi camino.

—Lo siento, pero también á mí me interesa cumplir con mi deber. ¿Tiene usted aquí alguna persona que le conozca?

—No, señor; pero soy un hombre bastante conocido, y tal vez usted mismo conozca mi nombre.

—¿Como es su gracia de usted?

—Antonio de Trueba

—¿El escritor?

—Sí, señor.

—Conozco los escritos de ese señor, y me gustan mucho.

—No será por su mérito literario.

—Pues á mí me gustan, porque en ellos se llama al pan pan y al vino vino, y porque son muy morales, lo cual no es ningún grano de anís para ningún individuo de la Guardia civil, encargada de velar por la moral pública. Pero dejémonos de conversación, y entre usted en el cuartel para que vuelva á Madrid con una pareja de guardias.

Mi terror subió de punto al oir esto.

—Pero ¿usted duda que yo sea Antonio de Trueba?

—No dudo, estoy seguro de que usted no lo es, de que usted usurpa su nombre.

—¿Y en qué se funda usted?

—En que apenas hay escritor que no alabe sus propias obras, y usted no sólo no alaba las que supone ser suyas, sino que habla mal de ellas.

¡Pero, hombre, por María Santísima! La modestia...

—¡Qué modestia ni qué calabazas! Ya no se usa la modestia.

Consideré que meterme en discusiones sobre la modestia literaria con el guardia civil era perder tiempo, y traté de salir del atolladero por otro camino.

—Pero, vamos, ¿qué es lo que necesito hacer para que usted me deje continuar mi viaje?

—Identificar su persona.

—¿Es decir, que si pruebo que soy el escritor cuyas obras conoce usted, se dará usted por satisfecho?

—Tanto que tendré á mucha honra el que me permita usted estrecharle la mano.

—¿Y por qué?

—Porque ese escritor es hombre de bien.

—¿Y quién se lo ha dicho á usted?

—Su estilo. El estilo es el hombre.

Esta contestación me hizo desistir de mi propósito de rehuir toda cuestión literaria con el guardia.

El guardia sacó del bolsillo la primera edición de los CUENTOS CAMPESINOS, de que soy humilde autor, y añadió:

—El estilo de este libro no puede engañarme.

—¡Pero también es fuerte cosa que ese libro este escrito por mí y haya de dudar usted!...

—Si el libro estuviera escrito de puño y letra del autor, probaría usted la identidad de la persona con escribir una sola palabra; pero como está en letra de molde, no hay que pensar en tal prueba.

—Pues oiga usted, me ocurro una cosa.

—¿Cuál?

—Si no puede usted comparar mi letra, quizá pueda comparar mi estilo.

—Tiene usted mil razones. Entre usted en esa piececita, y escriba un cuentecillo.

—¡Sí, para cuentos estoy yo ahora!

—Pues si no—replicó el guardia, volviendo á su desconfianza al ver esta resistencia mía—vuelve usted á Madrid escoltado por una de las parejas que han salido á hacer el servicio, y estoy esperando de un momento á otro.

Esta amenaza volvió á estremecerme. Pensé que muchas veces he escrito cuentos con el alma quizá más angustiada é inquieta que entonces la tenía, y me decidí á probar quién era el hombre; pero en aquel instante se me ocurrió, una idea, que no sé por qué no me había ocurrido antes, y quise ver si con ella salía del paso.

—¿Dice usted que el estilo es el hombre?

—Sí que lo digo, y lo sostengo.

—Pues entonces vea usted si el hombre que tiene delante y el estilo del libro que tiene en la mano son una misma cosa.

El guardia reflexionó un momento, como aquel que mentalmente ve algo, pero lo ve turbio, y me contestó:

—Esa es una callejuela por donde se quiere usted escapar; pero á mí no me venga usted con lilailas. El estilo es el hombre, pero no el hombre físico: el estilo es el hombre moral...

—¡Bah! ¡bah! Déjese usted de metafísicas—le repliqué—que yo soy poco aficionado á ellas.

Y metiéndome en el cuartelillo, escribí el cuento siguiente, que media hora después leía el guardia.

II

«Navalcarnero es una de las poblaciones de la provincia de Madrid que más me agradan por su situación, por su policía, por sus buenos edificios y por su vecindario. Situada en una altura que domina casi toda la provincia, puedo calcularse el espectáculo que se ofrecerá á los ojos del que sube á la altísima torro de la hermosa iglesia parroquial de la villa, y más sí se añade que desde allí, si no estoy equivocado, se descubran cinco provincias, que son la de Madrid, la de Segovia, la de Guadalajara, la de Toledo y lado Cuenca.

Prisionero en Madrid casi toda mi vida, es para mí felicidad muy grande la de poder abandonar por algunos días la prisión donde tantas esperanzas han nacido y han muerto en mi corazón.

Una vez conseguí quebrantar esta prisión, y vagando por las lomas que limitan el horizonte por el Poniente de Madrid, ví allá á lo lejos, hacia donde el sol iba declinando, una colina coronada por una población, en la que se alzaba un altísimo campanario.

—¿Qué pueblo es aquél que domina toda la llanura de Madrid?—pregunté.

—Navalcarnero—me contestaron.

Este prosáico nombre me disgustó; pero la poesía de aquella hermosa torre que, iluminada por los últimos rayos del sol y realzada por el misterio de todo lo lejano, parecía la de una gran basílica, pudo más que la vulgaridad del nombre que acababa de resonar á mi oído, y caminando, caminando, primero á la luz del crepúsculo y luego á la luz de la luna, llegue á Naval carnero.

Al entrar en la villa, recordé que en ella habitaba una familia á quien yo había prestado un servicio poco costoso para mí, pero muy importante para ella.

A la puerta del Consejo provincial ví un día á una pobre lugareña llorando desconsolada, y como le preguntase la causa de su llanto, me dijo que su único hijo había sido declarado soldado, á pesar de que la ley lo eximía en el concepto de hijo de viuda pobre que mantenía á su madre con el producto de su trabajo.

—Tranquilícese usted—la dije,—que si en el pueblo han cometido con su hijo de usted una injusticia, el Consejo provincial la reparará

—¡Ay, señor! Eso sería si hubiese quien supiese explicar al Consejo la razón que nos asiste.

—Usted misma ó su hijo pueden explicársela.

—¡Qué hemos de explicar, señor, si el chico y yo nos quedaremos cortados delante de los señores, y á quien ciarán la razón será á un abogado que viene con el mozo que se libra yendo soldado mi hijo! ¡Ay señor! ¡Teniendo dos hijos, me quedaré sin ninguno, porque el uno se me marchó y el otro me le llevan!

La aflicción de aquella pobre mujer me conmovió, y á pesar de mi falta de serenidad y elocuencia para hablar ante ningún tribunal, me ofrecí á defender á su hijo ante el Consejo.

La anciana aceptó mi ofrecimiento llorando de consuelo y gratitud. La razón que asistía á su hijo era tal, que á pesar de sustentarla yo y de combatirla un abogado capaz de probar que dos y dos son cinco, el Consejo la reconoció y declaró libro al hijo de la viuda.

Ni aún tuve el sentimiento de ver llorar á la madre del mozo que debía sustituirle, porque aquel mozo, que se llamaba Angel, y que me pareció un excelente muchacho, puso un sustituto y volvió al pueblo con mi defendido.

Al llegar, pues, á Navalcarnero, pregunté por la señora Claudia, que así se llamaba la mujer que ví llorar á la puerta del Consejo provincial, y fuí á verla, no para pedirle hospitalidad, sino para que me indicase alguna casa donde pudiera hospedarme.

Claudia y Juan, su hijo, se llenaron de alegría al verme, y no consintieron que me fuese de su casa

—¡Pues no faltaba más!—dijo la señora Claudia.—Lo que yo siento es no tener el palacio de Isabel II para recibirlo á usted; pero si la casa es pobre, la voluntad es rica, y ya buscaremos medios de que usted esté contento. Ustedes los de Madrid tienen muchas cosas buenas, pero no una que yo tengo y le gustará á usted mucho, que es un huerto lleno de flores y árboles cargados de fruta.

—El palacio de Isabel II—contestó—no me complacería tanto como un huerto así. Uno de los sueños dorados de casi toda mi vida es tener una casita y detrás de ella un huertecito lleno de flores y frutales.

—Pues para tener eso no se necesita ser muy rico.

—Pero se necesita no ser escritor.

—No lo entiendo á usted.

—Pues yo sí le entiendo, madre—dijo Juan.—Tiene razón D. Antonio, que en. España, aunque uno escriba bien, gana muy poco dinero. Aunque me esté mal el decirlo, yo escribo tan bien como el primero, pues el mismo señor juez dijo el otro día que tengo una letra muy gallarda, y con todo eso en el Juzgado no me pagan más que á real el pliego.

—¡Calla, calla y no seas tonto! ¿Qué tiene que ver lo que tú escribes con lo que escriben los señores que sacan libras?

—No hay más diferencia que ellos saben ditar y yo no.

—¡Pues no es nada lo del ojo!

—De forma, madre, que cada uno tenemos nuestra cencia. ¿No es verdad, D. Antonio?

—Sí que lo es, Juan, y sobre todo, tiene ciencia el que, como tú, trabaja sin descanso para atender á su madre.

—En cuanto á eso, sí, señor; mi hijo es de lo que no hay. El no ha salido tan despejado ni tan fino como su hermano Pepe; pero en cambio no ha abandonado á su madre como aquel cabeza de chorlito, que se empeñó en irse á la Habana ó no sé dónde, y problablemente el pobrecito habrá perecido en la mar, pues no hemos vuelto á saber de él... Pero á todo esto, no nos acordamos de que usted querrá cenar y descansar, que vendrá molido de la diligencia.

—De la diligencia, no señora; he venido á pie.

—¿Es posible? ¿Y cómo se ha atrevido usted...

—Me agrada mucho recorrer los campos, deteniéndome ahora en este cerro, bajando luego á aquel vallecito, cogiendo aquí unas flores, dibujando allí un árbol ó un paisaje...

—Es verdad que eso divierte mucho.

—A ustedes los divertirá—replicó Juan,—que á mí maldita la cosa me divierte.

—¡Ya! Si todos fuéramos tan animalotes como tú, que sólo te diviertes comiendo, y bebiendo, y fumando, y retozando con las mozas...

—Es que eso es lo positivo.

—¡Hum!., ¡Mal haya, vuestro positivo!..Le aseguro á usted, D. Antonio, que no sé á quién ha salido este muchacho. Su hermano, mi pobre Pepe, dejaba todas las diversiones del mundo por juntarse con gente fina, por leer un buen libro ó por oir una buena música. Su padre que esté en gloria, no tenía mayor gusto que sentarse en un altito á la caidita de la tarde, cuando venía de trabajar, y pasarse allí media hora, fumando un cigarro y comtemplando cómo se escondía el sol tras de los montes lejanos, y oyendo los cantares y el toque de la oración en los campos y los campanarios de la llanura.

—¡Que quiero usted, señora! En el mundo ha de haber toda clase de gustos...

—Esto le tiene al revés que su padre y su hermano. Su padre tenía sus cinco sentidos puestos en el huerto que verá usted mañana, y sí fuera por gusto de éste, ya no habría ni un árbol ni un rosal, porque dice que las frutas ni las flores no dan dinero.

—Y digo bien. Una cosa que no da dinero, ¿para, qué demonche se quiere?

—Yo te lo diré...

—Mire usted, D. Antonio, no se canse usted en decírselo, porque no lo ha de comprender á usted. Ea, vamos á cenar, que mañana, si Dios quiere, charlaremos despacio.

Cenamos los tres con mucha alegría y mucho apetito, y Claudia se dispuso á conducirme á la habitación que me había destinado.

—Que usted descanse, D. Antonio—me dijo Juan.

Y añadió sonriendo:

—Si en lugar de dormir esta noche en el cuarto, en que va usted á dormir, hubiera dormido hace un par de meses, más de cuatro maldiciones me hubiera usted echado.

—¿Y por qué?

—¡Toma! porque hasta más de media noche no hubiera podido pegar ojo, oyéndome tocar la guitarra y echarle coplas á la Rosa...

—¿Y quién es la Rosa?

—¡Quién ha de ser! Una novia que tenía yo...

—Vamos, vamos, no haga usted caso de ese botarate, y véngase á acostar—dijo la señora Claudia, conduciéndome hasta la puerta de mi habitación.

Esta habitación ora un cuartito pobremente amueblado, peto muy blanco, muy limpio, y arregladito con todos los primores que el buen gusta inventa para suplir la pobreza.

Cuando quedé solo en mi habitación me puse á, examinar ésta atentamente, y abrí unas maderas, que creí fuesen las de algún balcón. Aquellas maderas eran las de una puerta que daba á un huertecito, al huerto de que Claudia me había hablado.

La noche era deliciosísima, el cielo azul y la luna muy clara.

Apenas abrí la puertecita que daba al huerto mi habitación se inundó del perfume de las flores y la fruta.

Salí al huerto, y me senté al resplandor de la luna en un asiento rústico, colocado en el centro de una especie de plazoleta rodeada de rosales y matas de claveles y otras flores.

De cuando en cuando, en medio del silencio de la noche, cuando el ambiente agitaba un poco las ramas, oía el ruido que hacía la fruta madura al caer de las árboles; me levantaba á cogerla y volvía á mi asiento, donde me sumergía en esas inefables y dulces meditaciones en que siempre se sumergen las almas soñadoras como la mía, cuando la noche es silenciosa, la luna clara, el ambiente perfumado, y el cielo azul.

Al otro lado del huerto había una casa, y entre ella y la tapia del huerto un callejón al que daba un balconcito de la casa, que estaba obscura por aquel lado, pues no alcanzaba allí la luna.

Varias veces creí ver que se asomaba á aquel balconcito una mujer...»

—¡Ya le veo á usted venir!—dijo el guardia civil al llegar aquí de mi cuento, interrumpiendo la lectura para dirigirse á mí.—A aquel balconcito se asomaba alguna muchacha, de quien al cabo se enamoró usted, y á quien va á ver ahora con tanta prisa.

—Hombre, siga usted leyendo, que no estoy para gastar conversación...

—¡Si digo que le veo á usted venir!..

—¡Dale bola!

El guardia continuó la lectura, movido no tanto por mi impaciencia como por su curiosidad.

«De repente oí pasos en el callejón, y me pareció nuevamente que alguien se asomaba al balconcito bajo el cual cesaron los pasos.

—¡Rosa!—dijeron quedito en el callejón.

—¡Angel!—contestaron, quedito también, desde el balconcito

Teníamos, pues, en campaña unos novios, que se pusieron á pelar la pava en los términos siguientes:

—¿Se ha acostado ya tu madre?

—No sé.

—¡Qué! ¿Estás enfadada?

—Y mucho que lo estoy.

—¿Por qué?

—Porque no me quieres ya.

—¿Y quién te lo ha dicho?

—La horita á que vienes.

—¡Pues si vengo ahora de la dehesa de Sacedón, que está una legua!

—¿Y vuelves mañana?

—Antes de amanecer ya estoy andando.

—¿Y hoy fuiste muy temprano?

—Con estrellas llegué allá.

—¿Y por qué trabajas tanto?

—¡Toma! Ya ves, mi padre es viejo, y el año pasado se empeñó en seis mil reales para librarme de coger el chopo. Si uno que es mozo y tiene obligación no trabaja de firme, ¿quién ha de trabajar?

—Tienes razón.

—La que no debía trabajar tanto eres tú, que andas como una azacana todo el santísimo día.

—Mi madre no está ya para nada, y si una no atiende á todo, ya ves tú cómo andará la casa.

—Es verdad; pero me duele que siendo tan guapa y tan...

—!Anda, burlón!.

—¡Sí burlón! Rosa te llaman, pero ¡canario! el cura que te lo puso no era tonto.

—Menos lo era el que te puso á ti Angel.

—El mismo cura fué. Lo que yo quiero es que nos ponga pronto otra cosa.

—¿Y qué nos ha de poner?

—El yugo.

—¡Ay qué vergüenza ese día!

—Pues, chica, pronto va á llegar.

—¿De veras?

—¡Hola, hola!¿Con que te alegras?

—Yo por estar siempre á tu lado.

—Y yo por estar siempre al tuyo.

—¡Anda, embusterón, que á tí poco te importa, eso!

—Mira, Rosa, ni en broma me digas que no te quiero. Aquí me caiga muerto si no te quiero masque á mi vida. En el campo, en el pueblo, en casa, de día, de noche, en todas partes y á todas horas estoy pensando en tí.

—¿Y es de veras eso?—preguntó amorosamente la muchacha.

—¿Qué si es de veras?—contestó el muchacho con voz que revelaba emoción en su corazón y lágrimas en sus ojos.—Mira, que el amor de Dios y el tuyo me falten, si no es verdad lo que te digo.

—Pues lo mismo, lo mismito te quiero yo.

—Anoche me desperté llorando de rabia, porque soñé que Juan había vuelto á darte música.

—Pues te engañó el sueño, porque Juan no ha vuelto.

—Aunque es un cobardote y yo le dije en la Plaza, delante de todos los mozos, que si volvía lo había de costar cara la fiesta, no las tengo todas conmigo.

—Pues debes tenerlas, porque si no me deja en paz porque tú le amenazaste, me dejará porque yo le dije clarito que no le quería, porque es muy bruto y porque te quiero á tí.

—¡Bendita sea la madre que te parió!

—La madre que me parió me está gritando ya desde la cama que basta de conversación. Con que, adiós. Toma, y que vuelvas mañana.

La muchacha tiró una rosa, que sin duda se quitó del pelo y que el muchacho cogió en el aire, pues ví su mano agitarse por cima de la tapia, como si cazara moscas al vuelo.

El balconcito y el callejón estaban un momento después silenciosos y desiertos. Yo permanecí aún largo rato en el huerto. Lo que mi cabeza pensaba y lo que mi corazón sentía ante el amor de aquellos corazones, y ante la majestad de aquella noche y en aquella atmósfera perfumada, no lo pueden decir labios ni lo pueden describir plumas.»

III

El guardia volvió á interrumpir la lectura para decirme:

—¿Sabe usted que me van interesando estos muchachos?.

—Lo que yo deseo—le repliqué—es que le interese á usted este otro.

El guardia continuó.

«Apenas el canto de los pajarillos me anunció á la mañana siguiente que rayaba el alba, me levantó y salí al huerto.

La mañana era deliciosísima. El huerto no me pareció tan hermoso y tan poético como me había parecido visto á la luz de la luna; pero aún así, me enamoraba, porque abundaban en él las flores, y los árboles cargados de fruta y las sombrías enramadas.

Aspirando el olor de las flores, gustando las frutas y mirando hacia el balconcillo de la casa contigua, por ver si veía asomar por él á Rosa, pasé una hora que se me hizo un minuto.

No se por qué tenía viva curiosidad de ver á aquella muchacha que tan hermosa me había parecido cuando no la veía.».

El guardia se sonrió maliciosamente, como repitiendo: «¡Si digo que le veo á usted venir!»

Pero un gesto mío de impaciencia le hizo continuar.

«Cuando yo estaba más embelesado en la contemplación del jardín, entró en éste Juan con una carta en la mano.

—Buenos días, D. Antonio.

—Buenos días, Juan.

—¿Qué tal, se ha descansado?

—Perfectamente. ¿Y tú?

—Yo, dende que oché el ginojo á la Rosa, duermo como un marrano. Y hago bien, ¡canario! El que se da malos ratos por las mujeres, es tonto, que todas son unas tales...

—Todas no, Juan.

—Todas, todas.

—¿También tu madre?

—Mira qué salida! Mi madre no es mujer.

—¿Pues qué es?

—¡Toma! esa es mi madre.

Esta contestación, aunque no era original, me reconcilió un poco con Juan, que si generalmente carecía de instintos delicados, no carecía de los del amor filial.

—¿Sabes que vuestro jardincito es una joya?

—Eso dice mi madre; pero á mí mejor joya me parecería media docenita de onzas que se podía sacar de él vendiéndole.

—Con ningún dinero se pagan estas flores y es tos árboles cargados de fruta...

Tiniendo dinero, hay á manta flores y fruta en la Plaza.

No repliqué á Juan, porque me pareció inútil explicar la teoría de lo bello y lo delicado á quien no había de comprender.

—¡Ay! Que ya se me olvidaba—dijo Juan, dándome la carta que traía en la mano.—Tome usted esta carta de Madrid, que es para usted.

Iba yo á abrir la carta, cuando se abrió el balconcito de la casa contigua y se asomó á él Rosa, que al dirigir la vista al jardín se puso tan colorada como sus tocayas, no sé si porque vió á un desconocido, que era yo, ó porque vió á un conocido que era Juan, y se apresuró á volverse dentro.

Rosa era tan linda, vista á la luz del sol, como vista á la luz del corazón: rubia, blanca, sonrosada, de ojos azules, de fisonomía dulce y expresiva, parecía más bien una de esas delicadas flores que brotan tímidamente bajo las hayas y los abetos del Septentrión, que una de esas flores lozanas que desafían á los rayos del sol bajo las palmas y los olivos del Mediodía.

—¡Haces bien en quitarte del medio, hija de una cabra!—exclamó Juan al verla desaparecer del balcón.

—Hombre, ¿por qué tienes tan mala voluntad á esa pobre chica?

—Porque ha hecho la marranaa de darme calabazas.

—Harías tú mérito para ello.

—No, señor, que me las dió porque no me gustan monadas como á ella.

—¿Y qué monadas son esas?

—¡Toma! Esas cosas de novela que lo gustan á ella, la tonta. Las presonas han de ser naturales.

—Pero es que las personas de novela naturales son también, si las novelas no son malas.

—En fin, D. Antonio, para que vea usted que no podíamos hacer buenas migas esa chica y yo, le he de enseñar á usted una carta que me escribió un día, y lo que yo le contesté.

—Bueno, bueno; pero antes voy á ver lo que me dicen en esta carta.

—Corriente. Mientras tanto, voy á ver si encuentro la que ella me escribió y la copia de la que yo le puse, que quiero que usted las vea.

Juan me dejó solo en el jardín.

La carta que me había entregado era del editor de un periódico literario de Madrid, que me pedía con la mayor urgencia un cuentecillo inédito.

Como casi todos mis cuentos se han escrito con la urgencia con que escribo ésto, urgencia de que Dios libre á los que escriba en lo sucesivo, no me pareció imposible satisfacer los deseos del editor, y me puse á pensar el cuento que había de empezar inmediatamente.

Juan vino á interrumpir mi meditación trayendo unos papeles en la mano. Iba á decirlo que me dejara en paz por algunos instantes; pero no lo hice considerando que tal vez aquellos papeles me proporcionarían asunto para el cuento que se me pedía.

—Aquí tiene usted los decumentos consabidos. Esta os la carta de esa mona. Léala usted, que le dará más sentido que yo.

La carta de Rosa, falta de ortografía, pero escrita en letra redonda y poquísimo rasgueada, y en papel, aunque no muy fino, muy blanco y sin adorno ninguno, empezaba así:

«Juan: No vuelvo á salir al balcón si al darme música desde tu jardín cantas coplas, malas.»

—¿Y qué coplas eran las que tú cantabas que le parecían malas á Rosa?.

—¡Je! ¡je! ¡je!—me contestó Juan riendo brutalmente.—Coplas con más sal y más gracia que el mundo. Unas hablando mal de las mujeres, como ésta:


«Si la mar fuera de tinta
y el cielo fuera papel.
y los peces escribanos.
y escribieran á dos manos,
no escribieran en cien años
la maldad de una mujer.»


Y otras picantillas como aquella que dice:


«Una niña fué á lavar
un par de medias azules...» .


—¡Basta! ¡basta!—interrumpí á Juan.

Y continué la lectura de la carta de Rosa:

«Esta mañana he encontrado rota la jaula que dejé anoche colgada en el balcón, y muerto el pobrecito canario que estaba en ella, y hecho pedazos el tiesto de claveles que estaba debajo de la jaula. Tú me dijiste el otro día que en cuanto te casaras conmigo, los claveles iban á ir á la calle y el canario al gato, y por eso presumo que eres tú quien ha hecho el destrozo á pedradas. Mira, si supiera de cierto que eras tú, no volvía á mirarte á la cara, que el que lo ha hecho debe tener muy mal corazón.»

El guardia volvió á interrumpirse:

—Dicen que el estilo es el hombre; pero también se puedo decir que el estilo es la mujer.

—¿Por qué?.

—¡Toma! Por lo bien retratada que está Rosa en esta carta.

—¡Pues qué! ¿Conoce usted á Rosa?

—La conozco por su conversación con Angel, que usted ha copiado aquí.

Decir á un escritor de costumbres que copia conversaciones, es echarle un gran piropo.

La vanidad me impidió os ta vez incomodarme por la interrupción del guardia.

El guardia continuó:

—«¿Y fuiste tú—pregunté á Juan—quien hizo aquel destrozo?

—¡Ya lo creo que fui! Mire usted D. Antonio: así que calculé que la Rosa y su madre estaban ya en lo caliente, cojo un par de cantos, y dende aquí mesmo ¡cataplúm! del primer cantazo aplasto pájaro y jaula, y del segundo, tiesto y claveles se fueron al ginojo.»

—Hombre—dijo el guardia interrumpiendo nuevamente la lectura, quisiera que me trasladasen al puesto de Naval carnero para atar corto á ese mozo.

—Ya está atado.

—¿Cómo?

—Siga usted leyendo y lo sabrá.

El guardia siguió leyendo.

—«¿Y por qué hiciste tal barbaridad?

—¡Toma! Porque ya le digo á usted que me cargan esas monadas de pájaros y flores que le gustan tanto á la Rosa.

—Y á tu padre le gustaban también, como nos gustan á tu madre y á mí.

—Pues mire usted D. Antonio, y usted ha de perdonar, yo soy muy natural...

—También son naturales Las flores y los pájaros.

—¡Ca, hombre! ¡Si esas son cosas de novela!

—Este mozo—dije para mí—va á pegar un estallido de puro bruto.

La carta de Rosa contenía algunas líneas más, en que la pobre niña se quejaba con deliciosa sencillez de otras barbaridades de Juan.

—Vamos á ver—dije á éste:—¿que contestaste tú á esta carta?

—Aquí tiene usted la contestación, que como me salió tan bien puesta, me quedé con una copia, igualita en un todo á la carta que le envié á la Rosa.

La carta de Juan estaba escrita en papel de color de rosa, ó más bien en papel carmesí rabioso, tenía orla con corazones traspasados por flechas y amorcillos, y la letra se perdía en un laberinto de ringorrangos. Juan se expresaba en estos términos.

—«Mi más querida y estimada Rosa: Me alegraré que al recibo de estas cortas letras te halles con la cabal salud que yo para mí deseo: la mía es buena para lo que gustes mandar, que lo haré con mucho gusto y fina voluntad. Esta sólo se dirige para decirte que me da la gana cantar coplas hablando mal de vosotras las mujeres, porque todas sois unas..(Juan me dijo de viva voz la insolencia que no se había atrevido á estampar en la carta y había suplido con puntos suspensivos.) Yo fuí quien anoche de dos cantazos te mató el pájaro y te rompió el tiesto de claveles, y dende ahora te digo, pa que no te coja de susto, que cuando nos casemos te he de romper la cabeza, como anoche rompí el tiesto y la jaula, si andas con esas monadas, que ya sabes que yo soy muy natural. Si me quieres así, bueno, y sí no, lo dejas, que yo tengo á porrillo mozas más guapas que tú con quien hablar. Con que adiós, que nos vamos otros y yo al ventorrillo del puente, á ponernos de jamón y vino hasta que lo alcancemos con el deo, que eso es lo positivo, y lo demás es tontería de novelas. Con esto no canso más. Manda cuanto gustes á tu querido amante.—Juan Pantoja »

Nueva interrupción del guardia civil.

—¿Ve usted D. Antonio (si el guardia añade á mi nombre mi apellido, grito: «¡Sean ustedes testigos de que este guardia reconoce que soy Fulano de Tal!»), yo usted cómo tengo razón en decir que el estilo es el hombre? ¿Habrá quien pueda decir que en el estilo de esta carta no está retratado el zamarro que la ha escrito?

Como el zamarro que la había escrito era yo, hice un gesto de condenado, y el guardia siguió adelanto creyendo que aquel gesto era de disgusto por su nueva interrupción.

—«¡Jo! ¡je! ¡jo! ¿Verdad que está bien puesta la cartita esa?—me preguntó Juan cuando acabó de leer aquella brutal epístola.

Quiso poner de vuelta y media al pedazo de animal que la había escrito (¡pues ya lo iba yo componiendo!); pero consideré que si predicar á malos puede hacer arrepentidos, predicar á brutos sólo puede hacer enemigos, y lo único que procuré fué alejar á Juan para que me dejase idear el cuento que al día siguiente me era indispensable enviar á Madrid.

IV

Al anochecer de aquel mismo día tenía yo completamente trazado en la imaginación el cuento que iba á escribir. El cuento se había de titular Los dos rivales, había de pasar en Navalcarnero mismo; la heroína se había de llamar liosa, el amante afortunado Angel, y el amante desdeñado Juan.

Para que haya verdad en las obras de arte, conviene tomar por modelo á la naturaleza é imitarla hasta donde las prescripciones del arte lo permitan. Sabiendo que esta es mi opinión, se comprenderá por qué había yo adoptado para mi cuento la localidad y los nombres que dejo consignados.

Mientras la señora Claudia preparaba la cena y venía Juan á casa, salí á dar una vuelta por la villa, aprovechando aquel paseo para acabar de redondear en mí imaginación el plan del cuento.

Al pasar por una callejuela obscura, ví á Juan al pie de una reja, y me pareció que estaba como receloso y sobresaltado, pues con frecuencia volvía la cara, como temiendo que alguien le viese allí ó alguien fuera á disputarle aquel puesto.

Cuando volví á casa después de recorrer el pueblo, encontré ya en la puerta á Juan, que acababa de llegar.

—¡Hola, Juan!—le dije—se viene de pelar la pava, ¿no es verdad?

—¡Je! ¡je! ¡je! ¡Ca! No señor.

—¡Si te he visto yo muy pegadito á una reja!

—¿De veras me ha visto usted?

—¡Vaya si te he visto!

—¡Buen lance hubiera sido que me hubiera visto otro!...

—¡Juan, no seas calavera!...

—¡Que quiere usted D. Antonio! Por una buena chica algo se ha de arriesgar.

—¡Pero qué! ¿Hay riesgo en hablar con la de la callejuela?

—¡Canario si hay!

—Juan se acercó á mí y añadió en voz baja:

—La chica con quien me ha visto usted hablando tiene un novio que le pega una puñalada al lucero del alba. Como que el tal ha estado ya en presidio por una muerto que hizo en Brunete.

—Pues entonces, ¿por qué hablas tú con su novia?

—Porque ¡canario! es una chica que si usted la viera... Hombre, se quedaba usted lelo.

—¡Buena alhaja será cuando tiene relaciones con un licenciado de presidio, y además gasta conversación con otro mozo!

—¡Toma! Porque es mujer para todo. Más natural y más... Lo mismo le da á ella beberse una azumbre de vino y comerse medio cabrito, que á ustedes, los señoritos, tomarse una jícara de chocolate.

—¡Juan, por Dios, no tengas relaciones con esas mujeres!

—¡Pero hombre, si á mí me gustan las que son así, naturalotas!

La señora Claudia interrumpió nuestra conversación, avisándonos que ya estaba la cena en la mesa.

Cenamos, y en seguida me retiré á mi cuarto á escribir, después de echarme al cuerpo una taza de café, que es con lo que obsequio á mis nervios cuando necesito su colaboración.

Mis pobres nervios se portaron aquella noche pues cuando los vecinos de Navalcarnero contaban las cinco de la mañana, yo contaba las últimas aventuras de Los dos rivales.

Poco después de amanecer, Juan notó que yo estaba levantado y entró en mi cuarto.

—¡Hola! ¡hola! ¡Cómo se madruga!

—Como que no me he acostado esta noche.

—¡Qué! ¿Anda usted con prisas?

—Sí.

—Eso tenemos de malo los que escribimos, que unas veces mucha prisa, y otras... A ver, á ver que tal escribe usted...

Juan examinó las cuartillas manuscritas que tenía yo sobre la mesa, é hizo un gesto desdeñoso.

—¡Qué! ¿No te gusta mi letra?

—Usted ha de perdonar, D. Antonio, que yo soy muy natural. Por debajo de la pata escribo yo mejor que usted, á pesar de que usted anda siempre entre librotes.

—Tienes razón, que tengo muy mala letra.

—Y entonces, ¡canario! ¿de qué le sirven á usted los estudios? Bien digo yo que las cosas han de ser naturales.

En aquel instante me ocurrió que Juan, á pesar de ser tan bruto, me podía ser muy útil.

Siempre había dado yo á la imprenta el original de mis cuentos sin quedarme con copia alguna. A esta falta de precaución debía el habérseme perdido uno que, con el título de Puerta cerrada, entregué á un editor , y á éste se le extravió, con detrimento de sus intereses, pero con mayor detrimento de los del autor, que no consisten, como los del editor, en un puñado de duros más ó menos.

Esta pérdida me hizo tomar la precaución de quedarme con copia de mis escritos, y me ocurrió que Juan podía ir copiando el cuento que yo escribía, para no perder tiempo.

—Mira, Juan—le dije—ye copiando estas cuartillas mientras yo escribo las que faltan.

—Corriente—me contestó Juan, muy satisfecho con aquella prueba de confianza que le proporcionaba ocasión de darme una lecioncita caligráfica.—Ya verá usted cómo los paletos semos mejores escritores que los madriliegos, á posar de que ustedes se tienen por unos sabelotodo.

Regalé á Juan un cigarro puro, del que picó para uno de papel, le dí papel fino para que abultase poco la carta en que había de ir á Madrid la copia del cuento, y Juan puso manos á la obra, siguiendo con los movimientos de su boca los formidables rasgos y floreos de su pluma.

Cuando ví que separaba la primera cuartilla copiada, fuí á examinarla y me encontré con que estaba llena de desatinos.

—Juan, esto no puede pasar.

—¿Y por qué?

—Porque en cada renglón hay diez disparates.

—Los disparates serán de usted, que no míos—me replicó Juan muy picado.

—Justo, porque mi letra se lee muy mal.

Velay usté por qué digo yo que de que les sirven á ustedes los señores los estudios...

—Nada, nada, déjalo. Juan, y no escribas.

Y fuí á rasgar la cuartilla copiada por Juan.

—¡Demonche! ¿Qué va usted A hacer?—exclamó Juan arrebatándomela de las manos.

—A rasgarla, porque no sirve.

—¿Cómo que no sirve? Este papel es muy rico para cigarros. Con la escritura están los cigarros mejor, que así parecen pintados.

Y Juan, haciendo la cuartilla tres dobleces, se la guardó.

Faltóme tiempo aquel día para sacar copia del cuento, y no queriendo dejar de enviar éste inmediatamente á Madrid, ni confiarle al correo,porque podía perderse como el de marras, me vine á Madrid para entregársele yo mismo al editor.»

—¡Caramba, qué lástima! ¡Cuánto decae aquí el interés de este cuento!—dijo el guardia civil.—Si al menos dijera usted qué fué de Rosa y Angel, que eran tan buenos muchachos...

—¡Por Dios, hombre, siga usted leyendo, que me tiene usted frito con esas interrupciones!

—¡Tenga usted calma, hombre, tenga usted calma!...

—Acabe usted con mil santos, que tengo el alma en un hilo.

—¿Y por qué?

—¡Otra te pego, Antón!..Siga usted leyendo y lo sabrá.

Con esta advertencia, di al cuento, á los ojos del guardia, el interés que iba perdiendo, y el guardia continuó la lectura con más avidez que antes.

«Mucho tiempo después de mi viaje á Navalcarnero, recibí una carta de aquella villa.

Quien me escribía era la señora Claudia, queme decía lo siguiente:

«No sé sí habrá usted sabido la desgracia de mi pobre hijo. Yo, desde que ocurrió, he estado tan mala y tan trastornada que no he tenido valor ni cabeza para participársela. Mi pobre Juan apareció una noche asesinado de una puñalada, en una callejuela, tres días después que usted se fué: y por un papel que se le encontró en el bolsillo, escrito todo de su letra y dictado por él mismo, que lo ha conocido el señor juez, pues dice que el estilo es el hombre, y por las declaraciones de otros mozos que oyeron al asesino amenazarle, se sabe que le asesinó Angel, el novio de la Rosa, que había sido antes novia de mi hijo. Yo, no sólo he perdonado al asesino, porque el Señor nos manda perdonar á nuestros mayores enemigos, y porque su familia y su novia son muy buenas, sino que daría mi vida por librarle de la muerte á que le han condonado. El jura y perjura de que es inocente, pero las pruebas de su delito son tan infalibles, que la Audiencia de Madrid ha confirmado la sentencia del juez de aquí, y mañana le ponen en capilla, ¡Ay, D. Antonio de mi alma! ¡Qué dolor tan grande para todo el pueblo y para su pobre padre y su novia, que morirán de pena y de vergüenza! Como recuerdo lo que usted hizo por nosotros en el Consejo provincial, le suplico á usted por María Santísima que se eche á los pies de la Reina, que tiene el alma tan compasiva y tan hermosa, y le pida la salvación de este infeliz. Decía el papel que se encontró á mi pobre hijo, que no tiene de ángel más que el nombre; pero yo, á pesar de que me avergüenzo de no aborrecer con toda mi alma y todo mi corazón al asesino del hijo de mis entrañas, no puedo aborrecerle del todo. Será porque siempre le quise como á mi propio hijo, ó yo no se por qué será. El señor cura, á quien, creyéndolo un gran, pecado, he confesado que no tenía fuerza para aborrecer al que ha derramado mi sangre, me ha dicho que lejos de pesarme, debo dar gracias á Dios por ello, y que tal vez el Señor lo dispone así, para salvar á un inocente. Cuando usted reciba esta carta, que no sé si entenderá, pues tengo muy mala, letra y la escribo con los ojos ciegos de lágrimas, ya estará Angel en la capilla, y ¡qué angustia, señor, qué angustia tan grande será la de su alma y la de todos los que le queremos! ¡Por Dios, haga usted cuanto pueda por salvarle la vida, que se lo pido á usted por la gloria de su madre!»

Al guardia se le saltaron las lágrimas al leer esta carta.

—Vea usted —me dijo—si está retratada en esta carta la señora Claudia, como la pudiera retratar el mejor fotógrafo. Insisto en que también se puede decir que el estilo es la mujer.

Como el guardia leía en alta voz, también aquella carta me había conmovido y me había devuelto la agitación y la impaciencia que me atormentaban cuando el guardia me detuvo.

El guardia, para quien el cuento había adquirido gran interés, se apresuró á continuarle, ansioso de saber si yo había salvado á Angel.

«Yo no necesitaba más pruebas que esta carta para saber que Angel era inocente de la muerte de Juan.

»El papel que la sonora Claudia me decía haberse encontrado sobre el cadáver de su hijo, era la primera cuartilla de mi cuento Los dos rivales, que Juan se guardó para hacer cigarros; era una página de un diario en que uno de los rivales, llamado Juan, como el hijo de la señora Claudia, y, como el hijo de la señora Claudia, de lenguaje é inclinaciones vulgares, decía:

«Angel le llaman á mi rival, pero de ángel no tiene más que el nombre. Me ha amenazado con que me hará y me acontecerá, y tengo que andar con mucho cuidiao porque si no, á la vuelta de una esquina me desbandulla»

El que había asesinado á Juan era el licenciado de presidio, con cuya novia ví hablar á Juan la víspera del asesinato.

No necesitaba, pues, yo acudir á la inagotable clemencia de la Reina para salvar á un inocente, y quizá para hacer que cayera la cuchilla de la ley sobre el cuello de un asesino: me bastaba presentar al juzgado de Navalcarnero un número del periódico en que se publicó uno de mis cuentos y dar una declaración.

Y tomé apresuradamente el camino de Navalcarnero, seguro de que de mi viaje dependía la vida y la honra de dos familias inocentes y honradas y el castigo de un gran criminal.»

—¿Y llegó usted á tiempo?—me preguntó el guardia con ansiedad.

—De usted depende el que llegue.

—¡Pues corra usted, corra usted sin detenerse, señor de Trueba!—exclamó el guardia empujándome hacia adelanto, como si quisiera con el impulso de su voluntad hacerme salvar las dos leguas; de camino que me faltaban.

—Deme usted el cuento—le dije.

—Cuando usted vuelva le daré una copia, que el original tiene que quedarse aquí como comprobante de que es usted quien es.

V

En efecto, cuando llegué á Navalcarnero, Angel estaba en capilla y todo el mundo consternado.

Lo primero que hice fué aliviar la angustia del pobre sentenciado, asegurándole que tenía confianza en su salvación.

Con el periódico en que se había publicado con mi firma, tres días antes del asesinato, el escrito que se encontró al asesinado, destruí una de las pruebas que más comprometían á Angel.

Con mi declaración de lo que Juan me había revelado, hice que se prendiera al verdadero asesino, que confesó su crimen.

Angel fué puesto inmediatamente en libertad, y yo accedí á permanecer una temporada en Navalcarnero, donde era objeto de las mayores atenciones y obsequios.

La señora Claudia tenía un hijo y un protector en cada vecino, y particularmente en Angel y en Rosa; pero la pobre estaba muy triste, porque no podía olvidar á su hijo, y la soledad de su hogar la mataba.

Angel y yo paseábamos un día por la Plaza, precisamente la víspera de la boda de Angel con Rosa, á la que, por supuesto estaba yo convidado, cuando vimos venir á la señora Claudia corriendo, llorando y gritando como una loca:

—¡Mi hijo!... ¡Mi hijo!... ¡Ya tengo hijo!... ¡Gracias, Dios mío!... ¡Gracias, Virgen Santísima!

Angel y yo creímos que había perdido el juicio, y nos apresuramos á correr á su encuentro.

La pobre mujer se arrojó en nuestros brazos, y entonces supimos que el hijo de quien hablaba era Pepe, el que lloraba perdido hacía tantos años; Pepe, que acababa de llegar de la Habana casi rico, joven, hermoso, dispuesto á amparar y hacer dichosa la ancianidad de su madre.

Pocas veces he sido tan feliz como el día que asistí á la boda de Angel y Rosa, por la sencilla razón de que pocas veces he presenciado tanta felicidad como la que presencié aquel día.

Al siguiente tomé el camino de Madrid y me detuve en Móstoles para recoger la copia del cuento que me hizo escribir el guardia civil.

El guardia civil me esperaba con impaciencia, porque deseaba que le contase con todos sus pormenores el resultado de mi viaje á Navalcarnero.

Complacíle gustoso, porque entonces no me impacientaba y afligía la imagen de un inocente próximo á expirar en un afrentoso patíbulo.

—¿Y qué va usted á hacer de ese cuento, que tanto empeño tiene en recogerle?—me preguntó al darme la copia que me tenía preparada.

—Voy—lo contesté—á convertirle en pan.

—¿Es decir, en dinero?

—Sí, señor.

—Hombre, me ocurre una cosa (y usted perdone si es una tontería, pues de ningún modo trato de ofender á usted). Ustedes los que necesitan sentir para crear venden sus creaciones, y me parece á mí que tiene algo de innoble el vender aquello en que ha tomado parte el alma, aquello que se ha formado con lágrimas de los ojos y latidos del corazón.

—En Francia—repliqué—se suelen vender las lágrimas y los latidos del corazón, y de ello puede responder Alejandro Dumas, que ha comprado las lágrimas y los latidos con que se formaron muchas de las creaciones que han pasado por suyas; pero en España, á Dios gracias, no sucede hasta ahora eso, porque el autor conserva latidos y lágrimas al pie de su creación en una cajita que tiene la forma siguiente:


Antonio de Trueba.

Los tomillareses

I

En un hermoso y solitario valle de la Alcarria hay dos pueblecitos olvidados de todo el mundo, menos del Gobierno, que los tiene muy presentes cuando reparten las contribuciones.

Uno de estos pueblos se llama el Retamar, y el Tomillar el otro.

Los retamareses tienen fama de ásperos y amargos como la zarza y la retama, y los tomillareses la tienen de suaves y dulces como el tomillo y la miel.

Un caballero, montado en la cruz de los calzones, y llevando por único acompañamiento un perro, y por único equipaje una escopeta, llegó una hermosa mañana de primavera á una colina desde donde se descubrían las dos aldeas que ocupan los dos extremos del valle, y después de pararse y meditar un rato, continuó su camino hacia el Retarmar, que era el primer pueblo.

A tiro de piedra del Retamar, bajo unos hermosos álamos que se alzan á la orilla del camino, hay una fuente, donde en tiempo de calor no dejan de detenerse las pocas personas que por allí viajan, para beber un trago de agua fresca y cristalina y descansar un rato en un asiento de piedra toscamente labrado que hay al pie de los álamos.

Cuando el viajero del perro y la escopeta llegó á la fuente, un muchacho acababa de llenar dos cántaros de agua, que colocó en las aguaderas de un borriquillo, que mientras se llenaban los cántaros pacía entre los álamos.

El muchacho saludó cortesmente al viajero, y éste se detuvo y trabó conversación con el muchacho.

—¿Cómo se llama este pueblo?

—Se llama el Retamar, señor.

—No me disgusta su aspecto.

—Señor, aunque me esté mal en decirlo, mejor pueblo que éste no le hay en la Alcarria.

—¿Y aquel otro que se ve al fin del valle?

—Aquel es el Tomillar; pero no vale la mitad que éste.

—Y la gente del Tomillar, ¿qué tal es?

—La gente buena, pero muy boba.

—¿Cómo que boba?

—Si les dice usted á los del Tomillar que este borrico vuela, le creen á usted. Es verdad que cara les cuesta la bobería, porque los del Retamar les quemamos más la sangre...

—¿Y por qué se la quemáis?

—Por las cosas que se cuentan de ellos.

—¿Y qué cosas son esas?

—Una enfinidad de ellas. Mire usted, los del Tomillar una vez hicieron un reloj de sol, y para que no le estropearan el sol ni el agua, le pusieron un tejadillo, y el reloj nunca marcó la hora; y otra vez le hicieron á la iglesia una torre de sillería, y como les faltaban piedras para concluirla, fueron á sacar las de abajo para ponerlas arriba, y se cayó la torre.

—¿Y son ricos los del Tomillar?

—Más pobres que las ratas. Para ricos los del Retamar. Aunque sea mal preguntado, ¿viene usted al Retamar, ó va usted de paso?

—Me gusta mucho este valle, y vengo á pasar unos días en él para divertirme en la caza.

—No faltará en el pueblo quien le acompañe á usted con galgos y todo.

—No lo necesito, porque vienen atrás mis criados.

El muchacho, que se iba familiarizando con el forastero, volvió á su tono respetuoso así que el forastero habló de sus criados.

—Pues señor, yo le aseguro á usted que se divertirá mucho, porque por aquí no falta caza, particularmente en la dehesa. ¿Usted no ha visto la dehesa del Retamar?

—No.

—Pues ya verá usted una cosa buena. ¡Tienen los del Tomillar unas ganas de quitárnosla!...

—Decididamente, prefiero el Retamar al Tomillar.

—Además de la caza, aquí va usted á tener una diversión que á ustedes los señores les gusta mucho, y que no tendría en el Tomillar.

—¿Y qué diversión es esa?

—Las comedias.

—¡Qué! ¿Hay comedias en el Retamar?

—¡Vaya si las hay!. El médico y el maestro y otros señores han hecho en la cuadra del señor alcalde un teatro que ni en Madrid le hay mejor. El domingo echaron una comedia que se rió más la gente... Usted, señor, la habrá visto alguna vez. Mire usted, es uno que llega á Illescas diciendo que es barón y no sé cuantas cosas más, y como el ama de la casa adonde va á parar era tan boba como los tomillareses, lo cree todo y le da el oro y el moro hasta que se descubre que el barón es un tuno.

—Sí, sí; ya he visto esa comedia.

En esta conversación, el forastero y el muchacho llegaron á la entrada del pueblo, donde el camino que conduce al Tomillar, en vez de seguir por la población, tuerce hacia las afueras.

—¡Qué señor!—le preguntó el muchacho.—¿No se queda usted en el Retamar?

—Sí; pero antes voy por aquí á ver los alrededores del pueblo.

—Ea, pues basta luego, señor.

—Adiós, muchacho.

EL forastero se alejaba pocos instantes después del Retamar y se acercaba al Tomillar.

II

El Tomillar era, en efecto, pueblo mucho más pequeño y de aspecto mucho más pobre que el Retamar.

Alzábase en una colinita rodeada de fragantes 1: o mil lares, y se reducía á unas cuarenta casas agrupadas en torno de la iglesia, que carecía de torre; circunstancia que, por lo visto, habían aprovechado los retamareses para levantar á los sencillos tomillareses un falso testimonio de inverosímil simplicidad.

Unos chicos que jugaban á la pelota en el pórtico de la iglesia, desde donde se descubría el camino del Retamar, vieron al forastero que subía la cuesta, y se apresuraron á dar la noticia, que corrió al momento por todo el pueblo, de que un caballero se acercaba al Tomillar.

La llegada de un forastero, y sobre todo la llegada de un caballero, era novedad grandísima en el Tomillar. Así fué que antes de que el de la escopeta y el perro hubiese acabado de subir la cuestecita que terminaba en la Plaza de la iglesia, ya había acudido á la Plaza para verlo una porción de personas.

El forastero, ó mejor dicho, el señor, que era como ya le llamaban los tomillareses, era hombre como de cuarenta años, y á juzgar por su traje, su señorío debía tener pocas rentas.

Saludáronle todos con respeto, y él, después de devolver el saludo con aire de superioridad, preguntó:

—¿Hay en este pueblo alguna fonda donde pueda yo hospedarme con mis criados?

Los tomillareses, á pesar del respeto que los inspiraba el forastero, no pudieron menos de sonreirse al oír aquella pregunta, y encaminaron al forastero á casa de la tía Hermenegilda.

La tía Hermenegilda, ó más bien la tía Meregilda, que era como la llamaban en el pueblo, era una pobre viuda y tenía tienda, que surtía de géneros haciendo de cuando en cuando un viaje á Guadalajara, y empleando cinco ó seis duros, que venían á ser la mitad de su capital en circulación. Además, hospedaba á los forasteros que iban por el Tomillar, y se reducían á algún comisionado de apremios ó algún cazador de Guadalajara ó Sigüenza.

Gumersindo, ó Gomisindo, pues los tomillareses encontraban más cómodo darle este nombre que el primero, era hijo de la tía Meregilda y acababa de redimir su suerte de soldado, gracias á un gran sacrificio de su madre, que había tenido que vender las tierrecillas que le dejó su difunto marido.

Arañando la madre por un lado y arañando el hijo por otro, madre é hijo vivían en paz y gracia de Dios todo lo felices que pueden vivir los que arreglan su gasto á su haber y se resignan con su suerte, aunque su suerte sea mala.

—Diga usted, buena mujer—preguntó el forastero á la tía Meregilda, continuando en su tono de superioridad,—¿no han venido por aquí mis criados?

—No señor, no ha venido nadie.

—¡Canallas! En cuanto vuelva á Madrid voy á poner de patitas en la calle desde el cochero al mayordomo—exclamó el señor muy incomodado.

—Ande usted, señor, que ya vendrán, y si no, mi hijo y yo le serviremos á usted en todo lo que le haga falta—repuso la tía Meregilda con la solicitud y la amabilidad que eran debidos á un señor que tenía cochero y mayordomo.

—Yo necesito una habitación decente donde pueda esperar á esos bribones, que por lo visto han creído más cómodo seguir hacia Guadalajara en mi carruaje de cuatro caballos, que torcer camino y venir á esperarme aquí, como se lo encargué, mientras yo me entretenía cazando en los tomillares.

La tía Meregilda condujo al huésped á la mejor habitación de su casa, os decir, á la sala, que estaba modestamente amueblada, pero embellecida por el aseo y el orden.

—¿No tiene usted habitación más decente que ésta?—preguntó desdeñosamente el forastero.

—No señor—contestó la buena mujer, algo picada de que pareciese poco decente la sala en que ella tenía prestos sus cinco sentidos.

—Pues tendré que resignarme á esperar aquí á esos bribones. No extrañe usted mi mal humor, porque es muy duro tener que servirse uno á sí propio y ocupar una habitación como ésta, cuando se tiene una docena de criados y se habita un palacio que hasta la Reina encuentra cómodo y hermoso cuantas veces le visita.

—¡Ay, señor!—exclamó la tía Meregilda asombrada.—¿Con que la mesma Reina va á su casa de usted? Bien dicen que su Real Majestad es una señora tan buena y tan llana...

—Buena mujer, ¿qué está usted ahí diciendo?—replicó el forastero con una altivez y una indignación que aterraron á la tía Meregilda.—¿Usted cree que mi casa es una pocilga como ésta, y que yo soy algún villano que huele á ajos como ustedes? Mi palacio de la calle del Burro es digno de hospedar á príncipes, y el conde de Picos-Altos, glorioso título con que me honro, pertenece á la nobleza más ilustro de España.

—Perdone usted, señor—murmuró aterrada y confusa la tía Meregilda;—no he querido ofenderle á usted...

—Lo sé, señora, lo sé; y en prueba de que me inspira usted confianza y simpatía, debo recordarla que teniendo una Excelencia como una casa, no le he exigido á usted el tratamiento.

—Gracias, señor...

—No tiene usted por que dármelas. Yo sí que se las doy á usted por lo indulgente que es con mi mal humor.

La tía Meregilda no se acordaba ya de que el señor conde había llamado pocilga á su salita, y á los tomillareses villanos que olían á ajos. Conforme había ido descubriendo el altísimo personaje que tenía en su casa, había ido hinchándose de orgullo, y hasta creía ya que con nada del mundo podía pagarse el que no se hubiese incomodado porque le tratase simplemente de usted como trataba al alcalde y al cura del pueblo.

III

Ocho días depués de la llegada del señor conde al Tomillar, los tomillareses estaban que reventaban de gozo y de orgullo.

El forastero; que era hombre riquísimo y de ilimitada influencia, no sólo cerca del Gobierno, sino corca de la misma Reina, estaba decidido á proteger al Tomillar, de modo que aquella pobre y olvidada aldea fuese dentro de poco tiempo una de las poblaciones más prósperas y envidiadas de la Alcarria.

El señor conde de Picos-Altos, agradecido á la franca y leal hospitalidad que había encontrado en aquella aldea, y enamorado de las ventajosas condiciones que el Tomillar reunía, sobre todo para la caza y la industria, estaba decidido á proporcionarle nada menos que las siguientes gangas:

La de que pasase por allí el ferrocarril de Soria, ó cuando menos, se pusiese á los tomillareses un buen ramal, á que se habían hecho acreedores;

La de que se declarase al Tomillar cabeza de partido judicial, si es que no se conseguía que birlase á Guadalajara la capitalidad de provincia;

La de que se perdonasen al Tomillar las contribuciones atrasadas;

La del establecimiento en el Tomillar, por cuenta del mismo opulento conde, de una gran fábrica de paños y otros tejidos, que echase la pata á las que tanta celebridad dieron en otro tiempo á Guadalajara y el Nuevo Baztán;

—La de la explotación en grande de los riquísimos criaderos de oro y plata que abundaban en el término del Tomillar, según las observaciones que acababa de hacer el mismo conde, inteligentísimo en minería, como lo probaban los descubrimientos de aquellos preciosos metales que había hecho, por pura afición, en Sierra-Almagrera y Hiendelaencina;

La del establecimiento en el Tomillar de un colegio de Padres Escolapios;

La de la construcción por el mismo conde de un magnífico palacio de verano en las inmediaciones del pueblo, á cuyo efecto, y para rodear el palacio de extensos jardines, viñedos y bosques de caza compraría á los vecinas, al precio que éstos quisiesen, los terrenos casi infructíferos que allí poseían;

Y por último, y ésta sí que era ganga que deseaban cazar los tomillareses, la de hacer que se adjudicase al Tomillar la dehesa que hacía siglos disputaban los vecinos de este pueblo á los del Retamar, cascándose las liendres unos y otros dos veces al año, es decir, cuando los del Tomillar iban á la fiesta del Retamar, y cuando los del Retamar iban á la fiesta del Tomillar.

Estas eran las gangas que en general prometía el señor conde de Picos-Altos á los vecinos del Tomillar. Entre las infinitas que prometía en particular, sólo citaré dos: el señor conde, queriendo recompensar el celo con que la tía Meregilda y Gomisindo le servían y obsequiaban, había decidido nombrar á la tía Meregilda ama de gobierno de su nuevo palacio del Tomillar, y á Gomisindo administrador de sus nuevas posesiones.

Inútil es advertir que el señor conde, agradecidísimo á los obsequios de que era objeto por parte de los tomillareses, había puesto á disposición de estos su palacio de la calle del Burro en Madrid, don de siempre que pasasen á la villa y corto serían tratados á cuerpo de rey siquiera rabiase el dueño del parador de Barcelona, que en lo sucesivo ya no tendría la honra de hospedar en su cuadra á los tomillareses.

Véase, pues, si la cosa era para reventar de orgullo y pegar un estallido de gozo.

Viendo el señor conde que los bribones y grandísimos canallas de sus criados no parecían por el Tomillar, determinó abandonar aquel hospitalario pueblo, con tanta más razón, cuanto que á su salida de Madrid le había dicho Su Majestad la Reina que estaba muy disgustada del ministerio, y pensaba encargarle la formación de otro.

La gaita era que el señor conde ni siquiera podía escribir á su casa para que le enviasen carruaje y cuanto necesitaba para hacer el viaje con la comodidad y el decoro que correspondían á su alta clase, porque la señora condesa estaba embarazada, y si llegaba á oler que su amado esposo experimentaba tales necesidades y disgustos, vaya, buen genio tenía ella para que antes de las veinticuatro horas no arrojase muerta la criatura.

Cuando los tomillareses recibieron la triste nueva de que el señor conde estaba resuelto ¿ausentarse, nombraron una diputación, que pasando á ver al ilustre y generoso huésped, rogase á éste reverentemente que honrase por algún tiempo más al pueblo con su presencia.

La diputación cumplió fielmente su cometido; pero el señor conde de Picos-Altos insistió en su resolución, y cuando el pueblo supo que decididamente su protector se ausentaba, se echó á llorar como un becerro.

Llegó por fin el instante fiero, es decir, el de la partida del conde, y éste, como los canallas de los criados le habían abandonado, y por lo tanto se encontraba sin dinero para pagar á la tía Meregilda y gratificar espléndidamente á Gomisindo, quiso dejar en prenda una sortija, que, según confesión del mismo señor, valía un dineral, como que era regalo de la misma Reina; pero la tía Meregilda y Gomisindo se echaron á llorar al ver la ofensa que el señor conde les hacía creyéndoles capaces de desconfiar de él; y como el conde les pidiese perdón por haber ofendido su delicadeza, le manifestaron que únicamente les probaría su arrepentimiento aceptando para el camino una onza de oro que tenían ahorrada.

El señor conde no tuvo más remedio que aceptar la onza.

El pueblo, no menos previsor y delicado en general, que la tía Meregilda en particular, pensó que el señor conde se encontraba falto de recursos con motivo de la bribonada de los canallas de los criados, y determinó ofrecerle del modo más ingenioso y delicado una cantidad decorosa, que consistió en veinte onzas como veinte soles, que el señor conde no tuvo más remedio que aceptar vivamente conmovido.

El pueblo entero quería acompañar al señor conde hasta el Retamar; pero el señor conde, tan modesto como generoso, se opuso obstinadamente á ello, consintiendo únicamente que le acompañasen hasta el término de la jurisdicción del Tomillar»

—Ya que acompañemos al señor conde tan corto trecho—dijeron los tomillareses,—acompañémosle como es debido.

Y buscando la mejor carreta que había en el pueblo, la engalanaron é hicieron subir en ella al señor conde.

Cuando éste se hubo colocado en ella, dijo conmovido:

—Cuando ustedes gusten, señores, pueden enganchar los bueyes.

—¡Qué más bueyes que nosotros!—exclamaron todos los vecinos á una voz.

Y la carreta partió, tirada por el pueblo tomillarés, y los vivas y los sollozos comenzaron y no cesaron hasta que los vecinos del Tomillar perdieron de vista al señor conde.

IV

Ocho días habían pasado desde el memorable en que el señor conde de Picos-Altos abandonó el Tomillar, dejando sumido en hondo desconsuelo á aquel vecindario, y no se sabía aún si su excelencia había llegado con felicidad á Madrid, pues el señor conde no había escrito, á pesar de haberlo prometido, y esto tenía en terrible ansiedad á los tomillareses, porque cuando no había escrito, era señal de que estaba enfermo, ó en el camino le había sucedido alguna desgracia.

El señor alcalde creyó que era llegado el caso de convocar á concejo, para acordar el medio, en primor lugar, de saber del señor conde, y en segundo, de darle á conocer cuánto se interesaba el pueblo tomillarés en su preciosa salud.

El algualcil tocó, con perdón de ustedes, el cuerno con que desde tiempo inmemorial, era uso y costumbre convocar á concejo, y todos los vecinos asistieron á las casas consistoriales llevados por el cuerno.

—Después de largas y acaloradas discusiones, en que más de un orador sacrificó á su inmoderado afán de lucir galas oratorias el sagrado interés de la patria, vivamente interesada en resolver con premura aquella ardua cuestión; después de largas y acaloradas discusiones, repetimos, se acordó que el señor alcalde, el alguacil y el maestro de la escuela pasasen, en representación del pueblo tomillarés, á Madrid á visitar al señor conde, con objeto de felicitarle si había llegado bueno, y de decirle que se aliviara si había llegado malo.

—¡Ginojo!—dijo la tía Meregilda cuando supo la determinación.—Yo también voy á ver á aquel bendito señor.

—¡Canute!—añadió Gomisindo.—Yo voy con ustedes, madre, que no sea que el menistro vaya con zaragatonas al señor conde para que le haga á él administrador.

La tía Meregilda improvisó un par de docenitas de unos bollos que gustaban mucho al señor conde, arregló con mil primores su cenicienta cabellera en un par de rizos y medio par de castañas, se puso la saya dominguera, se echó á la cabeza un pañuelo de algodón, colocó en una ces tita de asa los bollos, y anda, chiquita, que ya estás aviada, ella y su hijo que también se había ataviado con la elegancia que correspondía á un administrador en ciernes, fueron á reunirse con los delegados del pueblo tomillarés.

El señor alcalde se había engalanado con su capa de cinco duros, y el maestro, si bien como hombre de letras carecía de capa, se había puesto corbatín apretado como su situación monetaria, calzón corto, como su sueldo, medias de lana negras como su porvenir, y las manos en los bolsillos vacíos.

En cuanto al ministro, no describiremos su traje, porque un ministro os un cualquiera.

Al dejar atrás las últimas casas del Retamar, se les reunió el muchacho que vimos hablar con el señor conde en aquellos mismos sitios. Esta vez iba con su borriquillo á la fuente de donde la otra vez venía.

—¿Qué hay por el Retamar, muchacho?—le preguntó el señor alcalde.

—Nada, que la gente se divierte en grande con las comedias.

—¡Qué! ¿Tenéis comedias en el Retamar?

—Y de las buenas. Anoche volvieron á echar una que se entitula el Barón, y gustó más entuavía que la otra vez. ¿No la han visto ustedes nunca?

—No.

—Pues yo les diré á ustedes cómo es.

Y el muchacho refirió á los tomillareses el argumento de la comedia de Moratín.

El maestro se quedó pensativo,

Gomisindo quería decir algo, y sólo se atrevió á murmurar:

—¡Qué lance juera...

—¡Muchacho!...—le interrumpió el maestro, echándole una mirada de basilisco.

Y el muchacho se cosió la boca.

El retamares se quedó en la fuente, y los representantes del pueblo tomillarés siguieron hacia la coronada villa.

Al anochecer entraron por la puerta de Alcalá, montados en sendos burros como ellos acostumbraban á viajar.

Para presentarse al señor conde de Picos-Altos con toda la decencia debida, los cinco se lavaron la cara en el pilón de la fuente de Cibeles, donde bebieron en unión de sus burros.

Después de dejar las cabalgaduras en el parador de Barcelona, continuaron hacia la Puerta del Sol.

Al dar vista á ésta, el señor alcalde empezó de repente á gritar:

—¡Fuego! ¡fuego! ¡Que se quema esa casilla!

Y lanzándose hacia un kiosko luminoso, que era la casilla que en su concepto se quemaba, arrojó la capa al incendio para sofocarle.

El encargado del kiosco, creyendo que el lugareño tenía gana de broma, tomó la cosa por donde quemaba y dió de patadas al señor alcalde, y la multitud silbó á la misma respetable autoridad.

Cuando el alcalde salió de su error y de entre los pies del kioskero, el maestro, que era instruido como individuo del ramo de instrucción publicar prorrumpió en esta sentencia, digna de escribirse en los cristales de los kioskos luminosos para la debida claridad:

Toda autoridad que confunde la luz con el fuego, se expone á morir á puntapiés.

Al llegar á la calle Mayor, el maestro preguntó á un muchacho:

—Di, chico, ¿dónde vive el señor conde de Picos-Altos?

El muchacho contestó en voz natural:

—Vive en la calle del...

Y añadió, dando un tremendo grito casi al oído del maestro:

—¡Burro!...

—Es cierto, es cierto—contestaron todos los lugareños, incluso el maestro, recordando que, en efecto, en la calle del Burro había dicho el conde que tenía su palacio.

Torciendo á la izquierda, entraron en la Plaza Mayor. Pero lo que allí les pasó merece capítulo aparte.

V

El tuti-li-mundi, el mundo nuevo, la catalineta, como ustedes quieran llamarle, alborozaba al numeroso y respetable concurso de soldados, niñeras y niños lugareños y bobos de Coria, que ocupaban media Plaza.

¡racataplán! ¡racataplán! redoblaba un tambor, y el hombre que lo tocaba gritaba:

—¿Quién quiere ver por dos cuartos la Vida del hombre malo? ¡Racataplán! ¡Racataplán! ¡Que vamos á empezar!.. ¡Animo, señores, que aquí se aprende mucho!

—Madre—dijo Gomisindo—yo voy á ver eso, que los amenistradores necesitamos saber mucho para que no mos la peguen.

—El saber—añadió sentenciosamente el maestro—no ocupa lugar. Todos, todos vamos á ver eso, y tú el primero de todos, alcalde.

Los cinco tomillareses aplicaron la gaita á otras tantas ventanillas, mientras el del tuti-li-mundi explicaba en los siguientes términos la Vida del hombre malo:

—Juega á la rayuela, en vez de ir á la escuela.

—Pega á su madre, y le llevan á la cárcel.

—Sienta plaza 011 la tropa, y se deserta y roba.

—Los civiles le pillan, y va á presidio á Melilla.

—Cumple la condena, y se deja bigote y pera.

—Se visto de caballero, y va á las casas de juego.

—Tiene una chiripa, y se mete á bolsista.

—Lo entiende en la Bolsa, y si gana, cobra.

—En la Bolsa lo entiende, y no paga si pierde.

—Queridas, juegos y caballos, le dejan sin un cuarto.

—Se mete á minero, y con engaños gana buen dinero—Todo lo que ha ganado, se lo lleva el diablo.

—Falsifica un papel, y se descubre el pastel.

—Le busca un alguacil, y escapa de Madrid.

—¡No tiene dinero, y roba y mata á un arriero.

—Llega á no sé dónde, y la echa de conde.

—Lo creen los paletos, y les saca los dineros.

—Dan los civiles con su persona, y lo meten en chirona.

—Y al fin el hombre malo las paga todas en el palo.

Todos los tomillareses quedaron pensativos y silenciosos después de oir esta historia.

—Di, alcalde—preguntó al fin el maestro,—¿qué te parece de eso que ha contado el hombre del tambor?

—Hombre, qué quies que te diga, que serán muy brutos los lugareños que se dejaron embobar por aquel tunante.

—Y hice que también era conde—añadió Gomisindo.

—¡Muchacho!...—le interrumpió el maestro echándole otra mirada de basilisco, aunque no tan fiera como la que le echó junto al Retamar.

Todos guardaron silencio.

—¡Ginojo—dijo la tía Meregilda.—Yo he de saber si eso es verdad ó jaula. Diga usted, buen hombre—añadió dirigiéndose al del tambor,—¿es efectiva la vida del hombre malo?

—Pregúnteselo usted á aquel que llevan allí los civiles, que debe saberlo—contestó el charlatán.

Los tomillareses lanzaron un grito de sorpresa, de indignación, de dolor, de sabe Dios qué, al reconocer al preso.

—¡Señor conde!—gritaron en coro.

—¡Qué conde ni qué calabaza!—les contestó uno de los civiles.—¡Conde!..Condenado al palo sí que será ese bribón dentro de pocos días.

—¿De dónde le traen ustedes?

—De un pueblo de la Alcarria, donde hacía cerca de ocho días estafaba á aquellos brutos, diciéndoles que era conde é iba á convertir en una Jauja el pueblo, cosa que creían á pie juntillas aquellos animales, que debían comer paja y cebada.

—¡Sí, señor; sí, señor, que debíamos comer paja y cebada!—exclamaron á una voz todos los tomillareses.

Y se dirigieron tristemente á dormir con sus dignos compañeros.

La novia de piedra

I

Entre loa puertecitos de Ondárroa y Motrico, que distan uno de otro una legua, hay una hermosísima playa que lleva el nombre de Saturrarán, y sirve de divisoria á las dos provincias hermanas de Vizcaya y Guipúzcoa, á la primera de las cuales pertenece la villa de Ondárroa, así como á la segunda la de Motrico.

Es punto menos que imposible ir de Motrico á Saturrarán por la orilla del mar, porque ocupa este espacio la alta montaña de Mijoa, asperísima y cortada casi perpendicularmente por el lado del furioso golfo cantábrico, si bien por el lado opuesto tiene suaves declives cubiertos de viñedos y manzanares, y sembrados de caserías que se descubren aquí y allí entre bosquecillos de castaños y manzanos. Pero si el viajero que toma la hermosa carretera de Motrico á Ondárroa siente vivo disgusto al ver que, en vez de caminar por la orilla del mar, se aleja de éste y lo pierde de vista tras de los altos viñedos de Mijoa, pronto su disgusto se convierte en alegría, porque el vallecito que lleva el mismo nombre que la montaña es un paraíso que jamás olvida el que le ha recorrido, á no ser que pertenezca al número de esos desventurados para quienes los montes no tienen más que cuestas, las rosas no tienen más que espinas, y los campesinos no tienen más que ignorancia.

El valle de Mijoa empieza, pues, casi á las puertas de Motrico y termina en la playa de Saturrarán. Por su fondo corren paralelamente la carretera y un riachuelo que muere en el valle donde nace, dichosa suerte que tendréis muy pocos de vosotros ¡oh pobres hijos de nuestras montañas! que las abandonasteis creyendo encontrar la felicidad en esa lejana América, donde suspiráis por tornar á ellas.

La carretera, á quien cortés y galantemente ha cedido la derecha el río, camina recta, grave, uniforme, sin permitirse el menor rodeo, como corresponde á su categoría oficial, y el riachuelo en unas partes aligera el paso, como para salir cuanto antes de cuestas; en otras le acorta, para dar tiempo á los peces á que se bañen y solacen en él; aquí da un rodeíto para no estropearían boronal; más allá se detiene un poco para echar un buen chorro de agua á un molino que se la pide con macha necesidad; y por último, siente tal satisfacción prodigando el bien en su jornada, que al llegar al término de ella, lejos de haber enflaquecido, ha engruesado de tal modo, que apenas le conocería la madre que le parió, que es una fuente del puerto de Arribileta.

Multitud de caserías pueblan así el fondo como las laderas del valle en toda la extensión de éste, y en el centro de aquella pacífica, hermosa y honrada república, está la aldeita de Illumbe, que pudiéramos llamar su capital, con su iglesita de San Juan en medio y sus casas, pobres sí, pero blancas y aseadas, y su campo poblado de nogales, y sus huertos orlados de parrales y cerezos y sus bandadas de gallinas y palomas, y sus moradores, que trabajan y cantan y ríen, más felices que vosotros los que abandonasteis nuestras montañas creyendo hallar la felicidad lejos de ellas.

El valle de Mijoa está, en mi concepto, destinado á una gran celebridad. La playa de Saturrarán, en que desemboca, os una de las dos ó tres mejores que hay en toda la costa cantábrica para tomar baños marinos. Como estos baños, lejos de ser una moda pasajera, cada vez serán más universal mente reconocidos casi como una de las primeras necesidades de la vida, la hermosa playa de Saturrarán atraerá gran número de forasteros durante el verano, y el delicioso valle de Mijoa se llenará de casas de recreo y edificios donde puedan hospedarse los bañistas, con cuyo nombre designo lo mismo á los que acuden á orilla del mar para tomar baños, que á los que acuden para respirar las saludables brisas marinas y deleitar su ánimo contemplando á su frente el azul y dilatado horizonte marítimo, y á su espalda nuestras verdes y pacíficas montañas.

II

El verano pasado vagaba yo un día calurosísimo por el valle de Mijoa, y llegando á la playa de Saturrarán, me tumbé sobre una peña, á la que daba sombra otra peña mucho más alta, y á cuyo pie venían á morir mansamente las olas después de cubrir con una blanca capa de espuma el dorado y suave arenal.

El significado de los nombres de montes, aldeas y caserías aisladas es cosa muy curiosa en las provincias vascas, porque estos nombres rara vez son un sonido que sólo tiene una significación convencional; casi siempre expresan las circunstancias naturales ó accidentales del sitio. Durante mi larga ausencia del país nativo, recordé muchas veces el nombre de una explanada conocida con el nombre de Mendiola, que equivale á Ferrería del monte, sin poder adivinar por qué se llamaría así aquel sitio, pues no había en él escorial alguno que indicase haber existido allí ferrería; pero al volver á Vizcaya, hace pocos años, pasó por aquellas alturas, siguiendo un camino vecinal que se había abierto en mi ausencia, y me encontré con un gran escorial que se había descubierto en el llano de Mendiola al abrir el camino. Allí, pues, había existido una ferrería en los tiempos en que no se empleaban los motores hidráulicos para la fundición y laboreo de la vena de hierro.

Entreteníame yo en la inocente ocupación de averiguar el significado del nombre de la playa de Saturrarán, y como soy poco fuerte en la difícil lengua vascongada, el resultado de mis cavilaciones no me satisfacía. Entonces llamé en mi auxilio á una bañera, á quien hacía rato estaba oyendo hablar el vascuence con mucha perfección.

—¿Sabe usted—le pregunté—qué quiero decir Saturrarán?

—Bien claro está, señor: quiere decir Saturnino Arana.

Debo decir que aquí es muy común suprimir la terminación de los nombres de bautismo, de modo que, por ejemplo, á Saturnino se le llama Sátur, á María, Mári, á Prudencio, Prúden, y á Magdalena, Magdálen. La a pospuesta á los nombres es el artículo singular, pues el plural es ac. Así, resulta que la palabra arana equivale á el valle (y también á la ciruela)? y aran, ó sea la misma palabra sin la terminación a, corresponde á valle. Así como en castellano se antepone el artículo, en vascuence se pospone.

Ya me había ocurrido á mí que algún Saturnino Arana ó Sátur Arán podía haber dado su nombre á la playa, pero me había preguntado: «Dado caso que así sea, ¿quién era ese Saturnino?»

Esta misma pregunta hice á la bañera.

—¿Quién había de ser?—me contestó.—El novio de Marichu-ederra.

—¿Y quién era esa Marichu?

—La novia de piedra.

—¡Dale bola!—exclamé, impacientándome con la confusión en que me metía la bañera.

Hasta el nombre de Mariquita la hermosa, pues ésta, es la traducción de Marichu-ederra, aumentaba mi curiosidad, haciéndome suponer que era el de alguna heroína de novela.

—¡Qué! ¿No sabe usted la historia de la novia de piedra?—me preguntó la bañera, mostrando estrañeza de mi ignorancia.

—No señora, y estimaría á usted muchísimo que me lo contase en pocas palabras.

—Pues en pocas y claras palabras se la voy á contar á usted, que yo soy marquinesa, aunque casé hace veinte años en Illumbe, y ya sabrá usted que el mejor vascuence de las tres provincias es el de tierra de Marquina.

—Sí, y de ahí eran los Mogueles, que escribieron libros vascongados muy doctos y hermosos. Pero vamos á la historia de la novia de piedra.

—Vamos allá. ¿Ye usted aquella casería que blanquea allá arriba entre un castañar y un manzanar?

—Sí; y por cierto que es hermoso aquel sitio.

—Aquel sitio se llama Iturrimendi. La echeco-andría de Iturrimendi era una viuda muy buena y muy rica, tan rica, que sus manzanares daban el año peor veinte barricas de sagardúa, y sus viñas otras tantas de chacolí, y sus ovejas pasaban de ciento, y sus vacas de una docena, y su cosecha de trigo y borona no bajaba de ochenta fanegas. Su colmenar producía diez cántaras de miel y cuatro arrobas de cera, y sus castañares cien fanegas de castañas, y sus frutales la mejor fruta que se comía en el valle y se vendía en Ondárroa y Motrico, adonde la llevaban Sátur en un caballito y Marichu en la cabeza.

—¿Quiénes eran Sátur y Marichu?

—Sátur, el mutillá más gallardo y trabajador del valle de Mijoa, y Marichu, la nescachá más hermosa y alegre que había desde Bermeo á Gustaría. Cuando el día de fiesta bajaba Sátur á Illumbe por la mañana á misa y por la tarde á bailar en la arboleda, se llevaba tras sí el corazón de las muchachas, que envidiaban á Marichu-ederra, con quien Sátur iba á casar.

—¡Pues qué! ¿Sátur y Marichu no eran hermanos?

—No, señor. Sátur, que tenía casi la misma edad que Marichu, quedó huérfano de padre y madre cuando apenas comenzaba á andar; porque el padre, que era de la cofradía de pescadores de Motrico, pereció con otros en una lancha en esta misma playa, y la madre se murió de pena al volver de estas rocas, desde donde había visto á su marido ahogarse, sin poderle socorrer. Juana la echeco-andría de Iturrimendi, le recogió y le crió con tanto amor como criaba á su hija Marichu, porque los padres de Sátur eran inquilinos de la echeco-andría, y por acá en Guipúzcoa» como sucede en Vizcaya, los amos son, después de Dios, los protectores de los inquilinos. Juana quería á Sátur como si fuese su propio hijo, y su mayor orgullo era ver á Sátur y Marichu bajar á las fiestas de Illumbe, vestidos, aunque al uso aldeano, con más riqueza que los caballeros y las señoras de Motrico. Sátur ora tan valiente y bueno como trabajador y gallardo. Si había un incendio en la aldea, el primero que se metía por medio de las llamas era él, y si había un naufragio en la costa, él era también el primero que se arrojaba al agua. Y á pesar de ser tan valiente, era un manso cordero delante de la que le había servido de madre, delante de los ancianos, delante de los niños, delante de los sacerdotes, delante de la justicia, delante de todos los dignos de respeto por su debilidad ó autoridad.

Al oir á la bañera hacer este retrato de Sátur, no pude menos de recordar el que pocos días antes había trazado yo en mi cartera después de estudiar un poco el tipo del mancebo vizcaíno, recorriendo las aldeas de Tierratemprana. He aquí las líneas que yo había escrito en mi cartera:

«Ancho pantalón de pana azul sujeto con ceñidor de estambre morado; chaleco de terciopelo listado; sobre el hombro, elástico de estambre de color de violeta; camisa de hilo muy blanca con cuello ancho echado atrás á modo de esclavina; botones de plata sobredorada en el cuello de la camisa; boina encarnada con ancha borla de seda caída á la espalda; de cinco á seis pies de estatura; rostro varonil y sonrosado; nariz un poco aguileña; musculatura de atleta; corazón de hierro para afrontar la adversidad propia, y de cora para compadecer la adversidad ajena; frente altiva ante los soberbios y fuertes, y frente humilde ante Dios y la autoridad y los ancianos. Tal es el mancebo de Tierratemprana.»

Y tal me figuraba yo, y aún me figuro, al mancebo que dió nombre á la playa de Saturrarán.

III

Si la bañera despertó mi curiosidad haciéndome el retrato de Sátur, no la despertó menos haciéndome el de Marichu.

—En cuanto á Marichu—continuó,—no sé si decirle á usted que hicieron bien, ó decirle que hicieron mal, los que le pusieron Marichu-ederra.

—¿Pues no ha dicho usted que era la muchacha más hermosa que había desde Bermeo á Guetaria?

—En cuanto á hermosura de cuerpo, he dicho bien; pero en cuanto á hermosura de alma, que es la mejor de las hermosuras, no sé si he dicho mal.

Verdaderamente mala no era el alma de Marichu, pero la cabeza ora muy picara. Dios ponga en nuestro camino personas como Sátur, que cantaba y reía y hablaba poco, pero pensaba y sentía mucho, y no personas como Marichu, que se pasaba la vida cantando y riendo y charlando, y para que sintiera un alfilerazo era menester que el alfiler le entrara todito entero. Yo creo que en este mundo unos tenemos el corazón en el pecho y otros en la espalda, porque á unos se les llega á él con un alfiler, y á otros con un estoque de vara y media.

Tenían Sátur y Marichu diez y seis años; pero al paso que Sátur era ya un hombre hecho y derecho, Marichu era todavía una niña. No hablo del cuerpo, que hablo del alma. Los dos estaban ya crecidos y hermosos como mozos casaderos; pero así como Sátur tenía ya la formalidad del hombre cargado de obligaciones, Marichu era una cascabelera que cuando iba al mercado de Motrico compraba cintas y perendengues para adornar las moñas (muñecas) que años atrás le había comprado su madre.

Para Marichu no había mejor diversión que la de burlarse de todo y de todos y hacer rabiar hasta á los niños de teta; pero no por eso tenía mal corazón, como se lo probaré á usted con un caso que le voy á contar.

Hacía algunos años había muerto en América su padrino, dejándole una manda de quinientos ducados para que se pusiese maja cuando se casase, que así parece decía el testamento del padrino, que debía ser tan alegre de cascos como la ahijada. No faltó quien dijese á Marichu el extravagante destino que el difunto había señalado á la manda, y no fué por cierto su madre, que era una señora muy prudente. Desde entonces Marichu rabiaba por casarse, no porque aborreciese la vida de soltera ni estuviese muy enterada de lo que es casarse una muchacha, sino para gastar los quinientos ducados en ponerse maja.

Había en el valle una muchacha muy buena y muy pobre, que había quedado huérfana y sin arrimo hacía un año, y todo el valle se llenó de alegría al saber que Juan, el hijo único de los caseros más ricos de Mijoa, se iba á casar con Agustina, que así se llamaba aquella muchacha, á quien Dios había dado tantas imperfecciones de cuerpo como perfecciones de alma, pues era un poco coja, un poco bizca y un poco jorobada.

Una tarde, al salir Marichu de Motrico, á donde había ido á render una cestita de fruta, alcanzó á Juan, que volvía también de la villa, á donde había ido á vender un carro de leña. Juan le dijo que subiera al carro; subió, y juntos continuaron el camino, cantando y riendo y charlando.

—Juan—dijo Marichu,—¿es verdad que te casas con Agustina?

—Sí, verdad es.

—Te doy la enhorabuena, porque la novia es guapa.

—No es guapa, pero os buena, que vale mucho más—replicó Juan, un poco ofendido por la burlona carcajada que Marichu soltó al decir que la novia era guapa.

Dejaron esta conversación, y Juan se bajó del carro para aguijonear la pareja de bueyes.

Marichu cantó entonces este cantar, que sin duda compuso conformo lo cantaba, porque aquélla era un diablillo que tenía travesura para todo:


Si te casas con coja
bonita ó fea.
verás que á cada paso
se te ladea.


Juan puso un gesto de condenado al oir este cantar y al ver la maliciosa sonrisa con que Marichu le acompañó; pero no pronunció una palabra en defensa de la pobre Agustina, á quien el cantar hería sin compasión.

Continuaban los dos su camino, unas veces riendo y charlando, y otras cantando, cuando Marichu entonó con mucho retintín esta otra copla:


¡Ay, que he puesto los ojos
en una bizca.
que uno pone en Vizcaya
y otro en Castilla!


Al oir Juan este maligno cantar, bajó la cabeza sin hablar palabra, y mientras Marichu seguía cantando y riendo, Juan siguió aguijoneando los bueyes, cada vez más serio y pensativo.

Llegaban ya á Illumbe, donde Marichu debía separarse de Juan para tomar la estrada de Iturrimendi, y Marichu cantó allí con toda la malicia y el retintín de costumbre:


Muchas en la cabeza
llevan la carga.
y mi novia la lleva
siempre en la espalda.


—Adiós, Juan, y muchas gracias—dijo Marichu ni concluir esta copla, saltando del carro.

Pero Juan, en lugar de contestarle, volvió la espalda, dio un terrible pinchazo á la pareja, y desapareció entre las casas de Illumbe.

Al día siguiente se cantaban, en todo el valle los tres cantaros nuevos que la tarde anterior habían oído á Marichu-ederra las muchachas que trabajaban en las heredades próximas al camino, y se cantaban sin ocurrírsele casi á nadie que tuviesen por objeto hacer burla de Agustina, porque á nadie le ocurría que hubiese persona capaz de burlarse de aquella pobre muchacha.

Al día siguiente corrió por todo el valle la noticia de que Juan no quería ya casarse con Agustina, y Agustina, llorando sin consuelo, subió á la casería de Iturrimendi á reconvenir á Marichu por la sinrazón con que la había malquistado con su novio, y Marichu se arrepintió de tal modo de su ligereza, que viendo que Juan insistía en no casarse con Agustina, llamó á su casa á la pobre huérfana, y le dijo delante de su madre:

—Agustina, reconozco mi falta, y quiero hacer cuanto pueda por enmendarla. Yo te doy los quinientos ducados de dote que me dejó el padrino para ponerme maja y ya verás cómo con ellos no falta quien te quiera.

Y en efecto, con los quinientos ducados de dote que le dio Marichu, Agustina encontró un muchacho pobre, pero honrado, con quien se casó y con quien fué muy dichosa.»

—Según eso—dije á la bañera,—aquí el dote es el alma de los casamientos.

—Aquí como en toda esta tierra—me contestó,—el alma de los casamientos es el buen carácter, la honradez y la laboriosidad; pero no se mira con indiferencia el dote, y se hace bien en no mirarle. Como dice el refrán, donde no hay harina todo os mohína, y el que se casa debe procurar, antes de casarse, que haya harina en su casa para que haya también paz. Si el muchacho que se casó con Agustina se hubiera casado con una muchacha tan pobre como él, al día siguiente de casarse no hubiera tenido que comer, y muy pronto hubiera andado en casa la marimorena, porque con una buena cara y un buen querer no se pone el puchero, ni se viste y educa á los hijos. Casándose con una muchacha que le trajo quinientos ducados, arregló de muebles y ropa su casa, se proveyó de herramientas para la labranza y compró una pareja de bueyes y Un carro, con lo cual todo marchó á las mil maravillas, y marido y mujer ó hijos fueron felices. Dígame usted: ¿cuál vale más, esto ó enamorarse dos jóvenes sólo por la buena cara, casarse, y después de un par de meses de mucho te quiero, tirar cada uno por su lado, entramparse y tenerlo todo patas arriba?

—Tiene usted razón; pero también es muy triste que el muchacho ó la muchacha pobre, sólo por tener la desgracia de serlo, haya de renunciar á casarse.

—Sólo por ser pobres, raros son los que quedan sin casarse, que sólo quedan los que son viciosos ú holgazanes. Los que son honrados y trabajadores encuentran quien los quiera aunque sean pobres; y sino mire usted cómo Agustina, á posar de ser pobre, se hubiera casado con Juan, que era rico, á no deshacer la boda la loquilla de Marichu-ederra. Vea usted cómo se arreglan por aquí los casamientos de la gente casera. Usted os casero, es decir, tiene casa y hacienda propias, y tiene cuatro hijos. A su fallecimiento, calcula usted que los bienes valen mil ducados y los deja al hijo que cree usted más digno de heredar y conservar la honra y los bienes de la familia, imponiéndole la obligación de dar doscientos ducados á cada uno de los hermanos cuando se casen. El heredero, si no tuviera hermanos á quien dotar, como le sucedía á Juan, se casaría con una muchacha que no le llevase dote alguno; pero como los tiene, busca una muchacha que tenga dote, y con ayuda de lo que su mujer le lleva va cubriendo las sagradas obligaciones que lo dejó su padre. ¿Qué sería mejor, que quien tiene estas obligaciones busque una mujer que pueda ayudarle á cubrirlas, ó que se case con una mujer que no le lleve un cuarto y se vea precisado á vender y desbaratar la casa y la hacienda de sus antepasados?

—Estoy en un todo conforme con usted; el sistema que en nuestra tierra se sigue en punto á casamientos, armoniza admirablemente con las buenas costumbres y el amor á la casa paterna que caracteriza á la sociedad vascongada, y prueba de ello es la paz y el amor que por regla general reinan aquí en los matrimonios. Pero vamos á la historia de la novia de piedra, porque va á ser el cuento de nunca acabar, si no omitimos digresiones.

—Señor, no sea usted tan vivo de genio, que todo se andará. ¿No ha oído usted contar el cuento de aquel soldado, que llevaba en la mochila un par de guijarros y se los mandaba guisar á las patronas para comerse la ración de pan de munición mojada en la salsa de los guijarros? Los cuentos que andan rodando por los campos son guijarros que de nada sirven si no se los adereza con una buena salsilla.

IV

Convencido de que la bañera no dejaba detener razón en cuanto á la conveniencia de no servirá secas los cuentos que andan rodando por los campos, me propuso oir, callar y esperar, aunque la narradora se me fuese por los cerros de Arribileta.

La narradora continuó:

«Juana, que no tenía pelo de tonta, y deseaba sobre todas las cosas de este mundo que Marichu y Sátur fuesen dichosos, había pensado que, para serlo los tres, se necesitaba que los muchachos se quisiesen algo más que como hermanos y se casasen; pero como todavía eran muy jóvenes y Marichu tenía tan poca formalidad, se contentaba con dejar correr el tiempo y observar con qué ojos se miraban Marichu y Sátur.

Una tarde estaban Sátur y Marichu en compañía de una porción de jornaleras y jornaleros sallando borona en aquella pieza grande que ye usted más abajo de la casería de Iturrimendi, y entre las jornaleras se hallaba una mujer á quien con razón llamaban la casamentera, porque era muy aficionada á concertar casamientos, y tenía más orgullo en decir «yo arreglé el casamiento de éstos y los otros y los de más allá», que le puede tener un general en decir «yo conquisté tal ó cual plaza». En cuanto notaba la casamentera qué dos jóvenes se miraban con buenos ojos, se metía por medio y arreglaba el casamiento, sirviendo de hábil intermediaria entre las dos familias. Así era que rara vez se celebraba una boda desde Deba á Ondárroa y desde Motrico á Marquina y Eíbar, sin que la casamentera de Illumbe figurase en ella á tí talo de tal casamentera.

Poco antes de ponerse el sol, la echeco-andría de Iturrimendi salió de casa, seguida de Eistaria, que era un perro de tan buena nariz para oler las tajadas como para oler las liebres, y llevando en la cabeza una gran cesta. En la campita de la cabecera de la heredad descargó la costa, tendió un blanco mantel sobre la hierba, y cubrió el mantel con una tremenda fuente de magras y huevos, dos panes, que dividió en rebanadas, y un jarro blanco que contendría cerca de media cántara de sagardúa.

Eistaria, que se volvía loco con el olor de las magras, empezó á ladrar como diciendo á los salladores: «¿Dónde tienen ustedes las narices que no han olido esto?»

—Ea, vamos á merendar—dijo Marichu soltando la azada y echando á correr alegremente, seguida de sus compañeras y compañeros hacia la cabecera de la pieza.

Había en Deba un fondista ciego que por la animación de los huéspedes que comían en mesa redonda adivinaba á punto fijo á qué altura iba la comida. La regla, que no falló nunca al ciego de Deba, tampoco falló en la campa de Iturrimendi, pues la merienda de los salladores, que, como todas las comidas y meriendas, empezó silenciosa, se fué animando poquito á poco y concluyó poco menos que en locura. Sin embargo, uno de los salladores concluyó de merendar como todos habían empezado, casi sin hablar una palabra. Y este uno fué Sátur, á quien, por lo visto, debió hacer poca gracia una broma con que en mitad de merienda salió la casamentera.

Tomó Marichu un vaso de sagardúa, lo tiró un sorbo y volvió á dejarle sobre el mantel.

—Voy á saber tus secretos—dijo Martín, que era un guapo mozo, primo de Marichu, y no menos locuaz que su prima.

Y diciendo esto, probó del vaso, que volvió á colocar en el suelo.

—Pues yo voy á saber los secretos de los dos—dijo la casamentera apurando la sagardúa que quedaba en el vaso.

—Vamos, ¿qué secretos son los nuestros?—preguntó Marichu riendo.

—Que os queréis un poquito más que como primos—contestó la casamentera.

—¡Ay qué engañosa!—exclamó Marichu sin dejar de reír.—¿No es verdad, Martín, que es engaño?

—Es medio engaño solamente—contestó Martín.

—Pues yo creo que ni medio engaño es—dijo Sátur esforzándose por reír.

Y en seguida empezó á ponerse serio y caviloso.

—Sátur, que quería de todo corazón á Marichu, era de aquellos que no gustan de tener siempre el te quiero en los labios, porque se contentan con tenerle siempre en el corazón, y no debía haber hecho caso de una broma tan tonta; pero llovía sobre mojado, porque hacía tiempo que Martín decía á su prima que la quería, y su prima, sólo por el gustó de hacer rabiar á Sátur, bailaba con él y oía con gusto sus requiebros.

Al anochecer, cuando los jornaleros se preparaban á dejar el trabajo, Sátur se separó de ellos para recoger el ganado, que pastaba en los castañares de Iturrimendi.

Cuando tocó á la oración la campanita de Illumbe, los salladores suspendieron su trabajo, la echeco-andría dirigió las Ave Marías, que todos rezaron, y en seguida se dieron las buenas noches y se dispersaron, tomando cada cual el camino de su casería con la azada al hombro, el canto en los labios y la alegría en el corazón; pero Marichu y su primo Martín se quedaron en la linde de la pieza charlando y riendo y retozando como unos locos, de modo que Sátur los oyó desde las arboledas, donde bregaba aún con el ganado.

La echeco-andría los oyó también, y asomándose á la ventana, gritó á su hija:

—¡Marichu! ¡Si voy allá con una vara ya te he de dar yo la conversación! Más valiera que fueras á ayudar á Sátur abajar el ganado.

Sátur, así que recogió el ganado y terminó todos sus quehaceres, dió las buenas noches á su madre y su hermana, que así llamaba á Juana y á Marichu, y se dirigió á su cuarto á acostarse.

—¡Qué! ¿No te esperas á cenar, hijo?—le preguntó Juana.

—No tengo gana, madre—contestó Sátur retirándose.

La echeco-andría rezó el rosario y cenó con su hija, y en seguida se retiró con Marichu á un cuarto muy retirado del de Sátur.

—Hija—le dijo á Marichu,—ya es hora de que tu madre te hable con claridad de lo que más interesa á las mujeres en este mundo, de tu casamiento.

Marichu bajó los ojos y se puso colorada, que no porqué fuese alegro de cascos y loquilla dejaba de ser honesta.

—Tu madre—continuó Juana—necesita sabor lo que piensas acerca de tan importante asunto para obrar como más nos convenga á todos. ¿Quieres á tu primo Martín.

—¡No le he de querer si es mi primo!

—No te pregunto si le quieres como primo, te pregunto si lo quieres como novio.

—Como novio, no sonora.

—¿Quieres como novio á algún otro?

Marichu se puso aún más colorada que antes y guardó silencio.

—Vamos, eso es decir que sí—añadió Juana muy contenta,—¿Y á quién quieres, hija?

—Demasiado lo adivinará usted.

—¿Es á Sátur?

—Sí señora.

—Muy bien hecho, hija mía, porque Sátur es guapo y trabajador y juicioso, y te querrá como hermano y como marido. Pero dime: si le quieres, ¿por qué gastas bromas con otros, y particularmente con Martín?

—Por hacerle rabiar.

—Hija, eso es muy mal hecho—dijo Juana poniéndose muy seria.—Para tí os cosa muy inocente y de poca importancia el gastar conversación y reir con tu primo ó cualquier otro muchacho; pero jara Sátur, que es tan serio y formal, es cosa muy grave. Aunque te parezca una tontería el que se disgusto por una niñada tuya, debes cuidar de no disgustarle con niñadas. Ea, no olvides este consejo y anda á acostarte.

A la mañana siguiente, la echeco-andría tuvo otra conferencia á solas con Sátur.

—Hijo, ¿por qué te incomodaste anoche?—le preguntó.

—Madre... no lo sé—contestó Sátur balbuciente y saltándosele las lágrimas.

—Sí lo sabes, hijo—le replicó cariñosamente Juana.—Yo soy tu madre y tengo derecho á exigirte la verdad.

—Pues bien, madre, la diré: me incomodé por que Marichu gastó bromas con Martín.

—Pero, hijo, ¿qué te importan las bromas de tu hermana?

—Madre, me importan mucho, y ya adivinará usted por qué

—¿Por qué; hijo?

—Porque la quiero más que como hermana—contestó Sátur haciendo un gran esfuerzo para decir á su madre adoptiva lo que hacía mucho tiempo deseaba decirle.

—Bien, hijo mío. Pues has de saber que Marichu te quiere del mismo modo.

—¡Madre!—exclamó Sátur, loco de alegría.—¡No me engañe usted, por Dios!

—Ahora verás como no te engaño—dijo Juana.

Y llamando á Marichu, que llegaba en aquel instante de la fuente, los dos muchachos se confesaron delante de su madre que se querían, y convinieron en unirse con el único lazo que sólo rompa la muerte.

V

Desde Ondárroa á Motrico nadie ignoraba que estaban próximas á leerse las amonestaciones de Marichu y Sátur. Sin embargo, en Marichu muy poco se conocía, porque todos los domingos por la tarde bailaba y reía, y jugaba Marichu en el campo de Illumbe con su primo Martín, sin hacer mucho caso de Sátur, que casi todas las tardes dejaba el carneo á lo mejor de la fiesta, y subía cabizbajo y triste hacía los castañares de Iturrimendi.

Sátur se iba desmejorando mucho, y Juana, que conocía la causa de su mal, echaba cada día un sermón á Marichu; pero Marichu no podía renunciar al placer que hallaba en hacer rabiar á Sátur.

Un domingo por la tarde sucedió lo que sucedía todos los domingos: que Sátur, antes de ponerse el sol, dejó el baile de Illumbe, adonde había bajado con Marichu, y tomó las cuestas de Iturrimendi más triste y desesperado que nunca. La echeco-andría le vió subir y salió á su encuentro antes que torciera camino y se dirigiera al castañar, adonde iba siempre para desahogar su dolor donde no le viera nadie.

—Hijo, ¿qué tienes?—le preguntó Juana, sumamente afligida al verle pálido como un muerto y con los ojos llenos de lágrimas.

—Madre—lo contestó Sátur—lo que tongo es deseos de morirme.

—Hijo, no digas disparates—replicó Juana.—¿Por qué has ele tener tales deseos?

—Porque Marichu no me quiere.

—No seas loco, hijo.

—No soy loco, madre; lo que soy es desgraciado

Juan á trató de consolarlo y convencerlo de que los desvíos que lloraba no eran falta de cariño, sino falta de reflexión de Marichu; pero ni uno ni otro pudo conseguir, y entonces Juana, irritada hasta más no poder por la conducta de Marichu, exclamó:

—Permita Dios que mi hija encuentre un novio de piedra, ya que de piedra es ella.

Cuando poco después llegó Marichu, hubo la de Dios es Cristo entre ella y su madre. Marichu reconoció de veras su falta, y llorando de pesar y arrepentimiento, juró y perjuró á su madre y á Sátur que en lo sucesivo tendría más juicio, con lo cual Sátur recobró la alegría y la tranquilidad.

Juana dilataba el casamiento de sus hijos, porque decía con muchísima razón:

—Si hoy que estos muchachos no son más que novios os una desgracia que Marichu tenga tan poca formalidad, ¡qué sería, Dios mío, si estuvieran ya casados! En conciencia no debo permitir que secasen hasta que mi hija vaya sentando la cabeza que eso vendrá con el tiempo.

Marichu, lejos de sentar la cabeza, parecía tenerla cada vez mas ligera. Quería de veras á Sátur; pero le era imposible renunciar al placer de hacerle rabiar, y en el baile de Illumbe y en las romerías bailaba y loqueaba y gastaba conversación, no sólo con su primo Martín, sino con cuantos muchachos la hacían la rueda, que eran muchos, porque Marichu-ederra robaba los corazones con su hermosura y su gracia.

Sátur pasaba malísimos ratos con los desvíos y cascabeladas de su novia, y todo se lo volvía decir que deseaba morirse, porque la vida le era una carga muy pesada.

Una tarde volvían él y Marichu y otros muchachos y muchachas de la romería de Ondárroa. En la romería había hecho Marichu todo lo posible para desesperar á su novio; pero en el camino había logrado devolverle la alegría y la dicha, cosa que lo era muy fácil, pues Sátur era blando de corazón lo mismo para el dolor que para la alegría, y ella tenía bastante gracia y habilidad natural para disipar con un par de palabras y un par de monadas las negras nubes que con tanta facilidad se amontonaban alrededor de la imaginación y el alma del pobre muchacho.

Cuando llegaron á una campita que hay á la orilla del mar, á la vuelta de ese ribazo donde se pierde de vista el camina de Ondárroa, venían ya cariñosamente enlazados como suelen venir de las romerías las parejas bien avenidas, cada cual con un brazo extendido de hombro á hombro por detrás del cuello de su compañero.

Al llegar así á la campa, los ojos de Sátur, casi siempre tristes, aunque eran muy grandes y hermosos, brillaban de alegría como si vieran el cielo.

El sol se escondía ya tras de las montes de Sallube, y doraba con su última luz el santo peñón de Gaztelugache.

Venía con los alegres y hermosos jóvenes de Mijoa, el tamborilero de Motrico, que con el de Ondárroa había tocado en la romería, y determinaron bailar en la campa hasta que oyeran el toque de la oración en Santa María de Ondárroa.

El baile empezó, bailando Marichu-ederra con Sátur; pero Marichu, apenas había dado algunas vueltas, dejó á su novio y se puso á bailar con Martín, y luego bailó con todos los dornas muchachos, sin hacer caso de Sátur.

Sátur abandonó la campa antes que concluyera el baile, y sus compañeros le vieron desaparecer de su vista en la revuelta que hace el camino al desembocar en esta playa. No faltó quien, compadecido de él, dijese á Marichu:

—Mira qué triste y desesperado va el pobre Sátur. Mujer, ¿no te da cargo de conciencia el hacerle penar así? Con razón te llaman ya todos la novia de piedra.

—Anda—contestó Marichu, después de soltar una alegre carcajada,—déjale que vaya solo, pues así podrá detenerse á rezar por su padre en la playa sin que lo interrumpa nadie. En Illumbe me esperará, y tiempo me queda de contentarle antes que lleguemos á casa.

Oyóse poco después á lo lejos el toque de la oración, y el tamboril calló, y muchachas y muchachos siguieron su camino, atronando el valle y el mar y las montañas con sus cantares y sus gritos de alegría.

Cuando llegaron á Illumbe, la noche había cerrado y era obscura como boca de lobo.

Marichu preguntó por Sátur y nadie le dio razón de el. El perro le buscaba también, y se paraba de cuando en cuando á aullar tristemente, aterrorizando á la gente de la aldea, que en el aullido de los perros ve el anuncio de que alguna persona ha expirado ó está próxima á expirar.

Unicamente un vecino de Illumbe que había salido al anochecer del molino ese que ve usted ahí arriba á la izquierda de la carretera, dijo á Marichu que había, visto á Sátur de pie y con la cabeza baja sobre esas peñas á cuyo pie se estrella el oleaje; pero creyendo que estaba rezando por su padre, que se ahogó aquí, no lo había llamado.

Todas estas cosas alarmaron terriblemente á Marichu, que se tranquilizó un poco pensando que Sátur habría dado algún rodeo para subir á Iturrimendi por no pasar por Illumbe, y en seguida emprendió la cuesta, esperando encontrarle en casa.

El perro iba con ella, y de cuando en cuando se paraba á aullar tristemente, volviéndose hacia, la mar.

La obscuridad de la noche y los aullidos del porro, y el sobresalto en que aún estaba su espíritu con lo que le habían dicho en Illumbe, llenaron á Marichu de sombrías cavilaciones y amargos remordimientos desde Illumbe á Iturrimendi.

—¡Madre!—gritó al acercarse á casa, impaciente por salir cuanto antes de sus amargas dudas.

La echeco-andría lo contestó desde la ventana.

—¿Ha venido Sátur?—le preguntó Marichu con ansiedad.

—No. ¡Pues qué! ¿No viene contigo?

—No, sonora.

—¿Dónde le has dejado?

—Se adelantó mientras nosotros bailábamos en la campa de más allá de la playa.

—Estará en Illumbe.

—No, señora, no ha llegado allí; pero me han dicho que le vieron de pie, con la cabeza baja sobre las peñas de la playa.

—¡La Virgen de Iziar nos valga!—gritó Juana, asaltada de una horrible sospecha,—¿Se separó de tí enfadado?

—Sí, señora.

—¡Ah, corazón de piedra!

El perro volvió á aullar lúgubremente.

—Corre á Illumbe—añadió la echeco-andría cada vez más aterrorizada,—busca allí quien te acompañe con una aja y ve llamándole hasta la playa.

—¿Qué sospecha usted madre?—dijo Marichu llorando.

—Sospecho una gran desgracia, pues tu hermano solía decir que no podía con el poso de la vida.

—¡Jesús!—exclamó Marichu con horror.

Y corrió como loca hacia Illumbe, y tan loca y desatentada iba, que en lugar de detenerse á pedir luz y compañía siguió por el valle abajo gritando con desesperación:

—¡Sátur!... ¡Sátur!..!Sátur!...

Pero Sátur no respondía: sólo respondían los aullidos de Eistaria y el eco que repetía gritos y aullidos allá en el mar y en la montaña.

Al fin Marichu llegó á la playa y guardó silencio un instante como esperando que Sátur le contestase; pero sólo oyó el rugido de las olas.

A pesar de que la noche era obscura como el ala del cuervo, en la playa reinaba una tenue claridad producida por la blanca espuma de las olas, y á beneficio de aquella claridad creyó Marichu distinguir un bulto como de una persona que estaba de pie dentro del agua.

—¡Sato!—gritó, creyendo que aquel bulto era Sátur, que no teniendo valor para avanzar al abismo, esperaba que llegase á él una ola y le arrastrase.

Este modo de discurrir era algo torcido; pero Marichu, en su alucinación, no acertaba á discurrir más derechamente.

—¡Sátur!—continuaba la pobre muchacha.—¡Sal de allí, sálvate, que necesito tu salvación para que me perdones y no muramos de pena madre y yo!

Pero Sátur no respondía ni daba un paso hacia fuera, y las olas cada vez rugían más furiosas, y cada vez rompían más cerca del bulto inmóvil.

Entonces Marichu, impaciente y desesperada, se lanzó al agua, resuelta á abrazarse á Sátur y arrastrarle fuera ó morir entre las olas abrazada á él.

Avanzó, avanzó luchando con la marejada y la profundidad del agua en que casi se sepultaba por completo, y al fin llegó al bulto inmóvil y se abrazó á él loca, delirante, frenética, gritando sin cesar:

—¡Sátur! ¡Hermano de mi alma! ¡Maitechúa!

Pero el bulto que Marichu abrazaba era esa roca á manera de ilsu grande que ve usted antes de llegar adonde forman cordón y se rompen las olas.

¡Tan trastornado estaba el juicio de la desdichada Marichu, que Marichu no conocía que abrazaba á una piedra y no á un hombre!

—¡La maldición de su madre se había cumplido!

Algunos vecinos del valle que la habían oído gritar, habían corrido tras ella alumbrados con ajas, y oyéndola gritar aún, y viéndola abrazada á la roca, se arrojaron al agua y la arrancaron de allí con mucho trabajo, pues hasta que perdió completamente el sentido no pudieron separar sus brazos de la roca.

Lleváronla al molino, y á la mañana siguiente recobró el conocimiento. Su primera, palabra fué preguntar por Sátur. Contestáronle que Sátur estaba sano y salvo, y entonces, animándose un poco, refirió lo que le había pasado en la playa; pero no tardó en volver á perder el conocimiento, y algunas horas después expiró sin recobrarle.

Sátur no había parecido; pero á la caída de la tarde oyóse al porro aullar sobre esa roca donde está usted sentado, y acudiendo á averiguar la causa de sus tristes aullidos, se encontró el cadáver del pobre muchacho al pie de la roca.

Desde entonces empezó á llamarse á esta playa, playa de Sátur Arana, en memoria del desventurado y culpable joven que buscó la muerto en ella; y por último, andando el tiempo, vino á llamarse como hoy se llama: playa de Saturrarán.»

Así terminó la bañera la trágica historia de Marichu-ederra y Sátur Arana; y como siempre que me hablan de hijos que mueren, pienso en los padres que les sobreviven, compadeciendo más á los que quedan que á los que se van.

—¿Qué fué—lo pregunté—de la echeco-andría?

—La echeco-andría—me contestó—lloró por sus hijos mientras tuvo ojos para llorar: pero lloró aún más por haber pedido á Dios que su hija encontrase un novio de piedra.

La capciosidad

I

En Octubre de 1879 andaba yo por las Encartaciones de Vizcaya, porque en tal estación tiene para mí muchos atractivos la vida campesina, sobre todo en el litoral cantábrico, donde la temperatura ocupa un grado intermedio entre el calor del verano y el frío del invierno, y la naturaleza participa de la belleza y la gracia de la juventud y de la majestad y la madurez de la edad viril.

Pernocté en Sopuerta un sábado, y el domingo inmediato me levanté muy temprano con objeto de dirigirme á Trucios, pasando por Labarrieta y Arcentales, que tenían para mí, además de los atractivos de la estación, el de los recuerdos de la infancia, muy poderosos é influyentes en mí.

Cuando yo era aún niño, todas aquellas laderas que con el nombre de Sopeña dominan, por la banda derecha, el río desde Lacilla á Labarrieta, estaban, no como ahora desnudas de arbolado, sino cubiertas de frondosos castañares, en que tenían participación casi todos los vecinos de los barrios de Alcedo, Arroyos y Santa Gadea, cuya gente menuda gustábamos, más que de la escuela de Mercadillo, de los castañares de Sopeña, así que los erizos comenzaban á «regullar» ó abrirse mostrando el fruto maduro.

La estación de las castañas, de las nueces, de las manzanas y aun de las uvas y los higos, aunque éstas y éstos suelen anticiparse un poquito, es el mes de Octubre, precisamente cuando yo andaba por los amenos valles natales.

Aunque los castañares de Sopeña hubiesen desaparecido casi totalmente, quedaban bastantes camino de Labarrieta ribera del río arriba, para que á mi paso las castañas desprendidas del erizo me dieran coscorrones, y aunque el tiempo de las uvas y los higos iba pasando, aún al cruzar por Labarrieta no faltó quien con un jarro de mosto en la mano saliera á mi encuentro, ni de los lugares que mi mano «jumpraba» ó sacudía al pasar, cayesen á mis plantas y á veces á mi boca aquéllos dulces higos que, según el poeta de Provenza, reserva Dios en la rama más alta para los pájaros del cielo.

Poco después de salir el sol, oí misa primera en Sopuerta y emprendí mi camino en el caballito de San Francisco, que no tiene precio para viajar por nuestros valles vascongados, sobre todo cuando el viajero es de mi temple y aficiones.

Deteniéndome aquí para recordar y pensar á solas, volviéndome á detener allá para sentir y recordar en compañía, trepé de Labarrieta por la peña de Laza, y entonces oí que tocaban á misa mayor las campanas de San Miguel de Arcentales, y apresuré el paso para llegar allá antes que la gente entrara en la iglesia y me privara de saludar á no pocos buenos amigos míos que suponía reunidos en el pórtico ó en el Campo del Concejo que precede á la iglesia matriz de San Miguel.

No era errada esta suposición; apenas asomé por el Campo del Concejo, muchas voces cariñosas me saludaron y muchas manos amigas se adelantaron á estrechar la mía.

Las terribles inundaciones de Murcia, Alicante y Almería, de que había llegado allí la primera noticia la noche anterior, era el asunto de la conversación de todos en el pórtico de la iglesia 011 el momento de mi llegada.

Y como todos se apresurasen á pedirme pormenores de la catástrofe, suponiendo que yo estaría mejor enterado que ellos, me apresuré á mi vez á dárselos, pues en efecto los había recibido la noche anterior muy circunstanciados y muy dolorosos.

Todos me escuchaban profundamente conmovidos y silenciosos; pero uno de ellos, ya muy anciano, dejándose sin duda dominar por algún recuerdo cómico, se dirigió con maliciosa sonrisa á uno de sus convecinos, aprovechando una interrupción mía, y le dijo:

—A todos debe aterrorizarnos esto de avenidas y ahogados, pero más que á ninguno á vosotros los de Santa Cruz.

Estas palabras, que á mí no me produjeron efecto alguno, lo produjeron para mi asombro, yen distinto sentido en todos los demás reunidos en el pórtico, pues al paso que la mayor parte de ellos las acogieron con una ruidosa carcajada, en los restantes causaron tal ira que, desatándose en denuestos, desaparecieron del corro, entrándose unos en la iglesia y alejándose los demás por el Campo del Concejo.

Pareciendo á los regocijados que la ocasión no era para risa, hicieron un esfuerzo para dominar las suyas, y me suplicaron que continuase contándoles los estragos causados en las provincias del Sudeste por las inundaciones en los tristemente célebres días 14 y 15 de aquel mes.

Hícelo así, escuchándome todos con lágrimas en los ojos, y como apenas terminada mi relación sonase el último toque de misa, entramos todos á oirla.

No fué devoción, sino curiosidad, lo que me movió á oir segunda misa aquel día; no quería pasar de allí sin averiguar por qué enfurecía á los de Santa Cruz y regocijaba á los demás del valle la sencilla indicación de que los primeros debían llorar más que ningunos otros al oir hablar de inundaciones y de ahogados.

En Santa Cruz no había río alguno; como que yo había visto en verano á las santacruzanas bajar á lavar en el Aguanas, que es una caudalosísima y frígida fuente que dio nombre al valle de Trucios cuando alcanzaba allí el dominio de la lengua vascongada, pues aquel valle se llamó primero «Iturrioz», que equivale á fuente fría, luego Turcios y por último Trucios.

Al salir de misa cada cual se dirigió hacia su barriada, y como diese la casualidad de que cayese hacia el camino que yo debía llevar al continuar mi viaje la del anciano que con su observación á los de Santa Cruz tanto había irritado y regocijado á los demás, partí en su compañía.

Roguéle inmediatamente que me explicase lo que yo quería averiguar, y he aquí cómo ms lo explicó á su manera, que iré yo puliendo un poco de sus asperezas gramaticales encartadas.

II

«Ya sabe usted que Santa Cruz es una barriada del valle perteneciente á la feligresía de San Miguel y situada en las vertientes de Trucios, donde están desparramadas treinta y cuatro caserías. La distancia que separa á aquella barriada de la iglesia matriz de San Miguel, es un poco larga y de mal camino.

Hacia principios de este siglo, un tal Cavareda, natural de Santa Cruz y vecino de Toledo, donde había adquirido buena fortuna dedicándose al comercio, quiso emplear parte de ella en el lugar nativo, al que, entre otros beneficios, dispensó el de fundar y dotar en él una modesta escuela (que hoy desempeña un anciano que casi no sabe escribir), y reedificar y proveer de ornamentos de culto, con la advocación de Santa Elena, la antigua ermita de Santa Cruz, que dio nombre al lugar, convirtiéndola en una linda iglesita, quizá con la esperanza de que consiguiese la barriada que se erigiese en ayuda de parroquia.

Así que los de Santa Cruz se encontraron con un templo capaz y decente y provisto de todo lo necesario para el culto divino, entablaron aquella pretensión, á lo que se opusieron el cabildo, etcétera, y el ayuntamiento del valle, creyendo que era injustificada.

Los de Santa Cruz, con razón ó sin ella, gozaban fama en el valle de pleitistas, listos y capciosos en sus negocios. Como prueba de su capciosidad se cuenta lo siguiente de la marea...

—¿Lo de la marea? ¿Qué tienen que ver con la marea los de Santa Cruz, que están separados de la mar por más de dos leguas y por altísimas montañas?

—Ya se lo explicaré á usted. No sé si sabrá usted que entro el barrio de Santa Cruz y el de Rebollar, hay una profunda cañada donde brota una fuente intermitente muy singular.

—Sí; he oído hablar de esa fuente y he pensado si corresponderá á las Tamaricas que descubrió Plinio como pertenecientes á la Cantábrica.

—La opinión general es que la fuente de Pedreo, que así se llama la intermitente de Arcentales, es una vena de agua del mar que en las grandes mareas ó revoluciones marítimas atraviesa la base de las altas montañas que separan la mar á Arcentales y revienta en la honda cañada de Pedreo.

Como fundamento de esta opinión se diga el gusto y la composición química del agua, á pesar de lo que debo haberse modificarlo en tan largo y difícil camino, tiene mucha analogía con los del agua del mar, y se añade que en el sitio donde brota, con más ó menos intermitencia, se han encontrado lapas, caracoles y otros mariscos.

—Es curioso lo que usted me cuenta, pero más aún excita mi curiosidad lo que puede haber de común entre los de Santa Cruz y la marea.

—Ahora verá usted satisfecha esa natural curiosidad. Cuéntase que en tiempos antiguos, se cobraban en los puertos de Castro-Urdiales, Laredo y Santoña ciertos derechos reales á todos los que asistían á aquellos mercados, menos á los de la zona marítima, con cuyo nombre se designaba á los avecindados, cuando más lejos, á una legua del mar, y los de Santa Cruz se eximían constantemente del pago de este derecho, alegando que la marea llegaba á media legua de su domicilio, en cuya comprobación llevaban en el bolsillo conchas recogidas en Pedreo con auténtica del mayordomo de la ermita...

—¡Se conoce que los santacruzanos son buenos peces, aunque no sean marítimos!

—¡Yaya si lo son!

—Continúe usted la historia de lo de la ermita.

—Los de Santa Cruz acudieron con su pretensión al Obispo, que lo era entonces de Santander, á cuya diócesis pertenecían las Encartaciones de Vizcaya hasta la erección de la de Vitoria, D. Rafael Menéndez de Luarca, memorable por su piedad, su caridad, y sobre todo por su candor y su corazón, tan propenso á los extremos de la alegría, como á, los de la pena.

—Creo fué ese señor el que me confirmó en Santa María de Güeñes, y hasta un rasgo de carácter del que me confirmó me hace creer que él y el señor Menéndez de Luarca fuesen uno mismo. Dos carretadas de chiquillos habíamos sido conducidos á Güeñes un día de primavera, pues recuerdo que los endrinos estaban en flor en las entradas de Galdanes por donde nos llevaron á confirmar, y esperábamos en la iglesia sin bajar de los carros á que el señor Obispo llegase. Yo formaba parte de una de las carretadas, y la otra se componía de siete ú ocho hijos de un convecino nuestro llamado Joaquín de Correa, más conocido por «Chín» y célebre por su genio decidor y alegre.

—¿Son todos estos chicos hijos de usted?—preguntó el Obispo á «Chín», fijándose al llegar en la carretada de sus hijos.

—Sí, Ilustrísimo señor—le contestó «Chín»,—y aún dejo en casa otro carrillo de ellos para cuando vuestra Ilustrísima vuelva á confirmar.

Tal gracia hizo al Obispo esta respuesta, que jamás he visto á hombre alguno reir con tanta gana, como entonces ví reir al Obispo de Santander.

—Pues no dude usted de que aquel Obispo era el anglucar D. Rafael Menéndez de Luarca, cuyo corazón ya he dicho que era tan propenso á la alegría como á la pena.

Los de Santa Cruz hicieron valer cerca del señor Obispo todas las razones que alcanzaron en favor de su pretensión; pero el señor Obispo, no encontrándolas bastantes para fallar á favor suyo, ordenó que las ampliaran, si les era posible, con otras de mayor fuerza, y entonces determinaron apelar á todo su ingenio y travesura para ganar el pleito.

El nuevo alegato que elevaron al Prelado, contenía muchas y diferentes razones más ó menos valederas. Púsose á leerle el señor Obispo, y conformo leía las iba declarando insuficientes, hasta que al llegar á la última, su corazón se conmovió profundamente, sus ojos se llenaron de lágrimas, y su mano tomó la pluma y escribió el decreto de concesión.

—Usted, naturalmente, tendrá viva curiosidad por saber cuál era la poderosa razón alegada por los de Santa Cruz que tanto había conmovido al señor Obispo y tan repentina y radicalmente le había hecho variar de opinión. Pues va usted á saberla.

A la barriada de Santa Cruz precede un arroyo que es indispensable pasar para venir á San Miguel. En aquel arroyo no hay puente alguno porque no es necesario, pues el arroyo no lleva nunca agua, á no ser cuando llueve mucho, y porque es muy ancho y sería muy costoso tender sobre él un puente ó pontón.

La última razón que los de Santa Cruz alegaban para probar la necesidad y la justicia de que se celebrase misa todos los días de precepto en su nueva iglesia de Santa Elena, era que para ir á San Miguel á oirla había que pasar indispensablemente un arroyo tan peligroso que un día se había ahogado en él una madre con cinco hijos.

La noticia de esta horrible desgracia fué lo que tan profundamente conmovió al bondadoso señor Obispo, y le movió sin la menor vacilación á acceder á los deseos de los de Santa Cruz.

—¿Pero fueron capaces los de Santa Cruz de mentir al señor Obispo.

—No, señor; no fueron capaces de ello.

—¿Que no mintieron?

—No, señor.

—Hombre, explíquese usted, porque sino no le entiendo.

—Ya me entenderá usted. Pasaron años y continuaba celebrándose misa en Santa Cruz todos los días de precepto....

—Y supongo que se aplicaría por el alma de la madre con cinco hijos...

—No, señor; no se aplicaba.

—Qué, ¿tan ingratos eran los de Santa Cruz?

—No, señor; no eran ingratos.

—¡Vamos, usted me quiere volver tarumba!

—Usted tiene la culpa por impaciente. Siendo yo mayordomo de fábrica de la iglesia matriz, se me ofreció ir á Santander á ver al señor Obispo, que lo era todavía el Sr. Menéndez de Luarca, para que nos permitiera una obra que queríamos hacer en la misma iglesia. El señor Obispo me recibió en su despacho, con el amor con que acostumbraba á recibir á todos, y después de mandarme sentar en un sillón frente del suyo, me preguntó de dónde era. Cuando le dije que era de Arcentales, su semblante, antes lleno de alegría, se llenó de tristeza y sus ojos se arrasaron de lágrimas, mientras murmuraban sus labios:

—¡Pobre madre!... ¡Pobres hijos!...

Sorprendido de aquel cambio, y compadecido de aquella aflicción y aquellas lágrimas, pregunté al señor Obispo cómo podía haber provocado uno y otras el recuerdo de Arcén tales, y me respondió cada vez más afligido:

—Hijo, ¿puede haber corazón que no se quebrante, y ojos que no lloren al recuerdo de aquella madre con sus cinco hijos que se ahogó en el arroyo de Santa Cruz de Arcentales?

Y entonces me explicó la catástrofe con cuyo alegato los de Santa Cruz le habían movido á acceder á sus pretensiones.

Casualmente, cuando los de Santa Cruz andaban en pretensión de la misa, tuve yo noticia de lo que había pasado en el arroyo, pero no me había ocurrido que se hubiesen valido de ello para salirse con aquella pretensión. Mi primera intención fué no desvirtuar el alegato tachándole de capcioso; pero viendo cada vez más inconsolable al señor Obispo, y habiéndome dicho su Ilustrísima que la imagen de aquella madre ahogándose con cinco hijos lo perseguía casi incesantemente y era causa de uno de los mayores y más frecuentes dolores de su vida, creí que era un deber de conciencia el curar radicalmente de aquel dolor á tan santo Prelado

Señor—le dije,—tranquilícese vuestra Ilustrísima, que en Santa Cruz no se ha ahogado con hijos ni sin ellos madre alguna, por quien vuestra Ilustrísima ni nadie debe llorar. La madre que con cinco hijos se ahogó en Santa Cruz una tarde que descargó una gran manga de agua en la montaña de Jerelagua que domina el lugar, fué una cerda con cinco cerditos que estaba hozando en el arroyo seco, y fué sorprendida con sus crías por la avenida.

Oir esto el señor Obispo é iluminarse de gozo su venerable semblante y prorrumpir en ruidosas carcajadas, todo fué uno.

—¡Ah, pícaros santacruzanos—exclamaba;—yo os ajustaré las cuentas! ¡Con que con capciosidades á mí!

—Y así exclamando, su Ilustrísima volvió á desternillarse de risa.

De repente fijó la atención en mí, y creyendo que yo, lejos de participar de su alegría me había entristecido, me preguntó la causa de tal tristeza.

—Señor—lo dijo,—los de Santa Cruz son convecinos y amigos míos, y por mi culpa, acaso se vean privados de oir misa todos los días de precepto en su iglesia, lo que para ellos es un gran consuelo que les compensa de muchas tristezas y trabajos.

—¡Pobres hijos míos!—exclamó el santo anciano volviéndose á llenar sus ojos de lágrimas, no ya de dolor, sino de ternura;—no no se verán privados de ese consuelo mientras yo viva.

Y en efecto, los de Santa Cruz no se vieron privados del consuelo de oir misa en su iglesita mientras vivió el Sr. Menéndez de Luarca; pero como su capciosidad debía tener algún castigo, lo tiene desde entonces en los muchos berrinches que le damos recordándosele,»

Así terminó el anciano su relación, y yo á mi vuelta á Trucios subí por Santa Cruz á hacer una visita de buen amigo á los santacruzanos, porque, ¿quién no se vale más ó menos pecaminosamente de la capciosidad en este mundo? Hasta los cuentistas nos valemos de ella en el desempeño de nuestro oficio, como lo prueba este cuento, á cuyo fin no hubiera llegado nadie sin la capciosidad del cuentista.

Apéndice

En la segunda edición de este libro, hecha en 1862, dijo:

«Agotada en poco más de un año la primera edición de los CUENTOS CAMPESINOS, que fué de seis mil ejemplares, reproducidos los cuentos en casi todos los periódicos de provincia, traducidos algunos de ellos á los idiomas extranjeros y juzgados todos con una benevolencia que yo no esperaba al darlos á luz, tanto por la prensa española como por la extranjera, era deber mío mejorar notablemente el libro en esta nueva edición, y así lo he hecho. De los nueve cuentos que contiene, cuatro son nuevos, y alguno más he de añadir cuando haga la tercera edición, que será dentro de muy poco tiempo, á juzgar por el favor que el público dispensa á mis libros, no por su mérito literario, sino por la sinceridad con que están escritos.

»Quizá sean inoportunas estas líneas; pero una vez entrado en la senda de las inoportunidades, no se abandona tan pronto, y prueba de ello es lo que voy á añadir.

»Más de una vez me he permitido interrumpir el relato con el recuerdo de mi hija, de mi inocente y hermosa Ascensión, que dormía tranquilamente á mi lado, ó me interrumpía con sus juegos y sus caricias, mientras yo escribía estos cuentos; pero ¿qué confitero, cuando hace dulces para venderlos al público, no regala el más sabroso á sus hijos, que juegan y travesean á su lado?

»Demasiado sé que con frecuencia me aparto de la reglas del arte, y esto debe consistir en dos cosas: en mí empirismo literario, y en que nunca me ha ocurrido la idea de que mis escritos puedan proporcionarme un asiento en la Academia.

»Sin tener nada de excéntrico, ni pretender que mi particular criterio valga más que el colectivo de la sociedad, he adquirido ciertos hábitos de inocente independencia, de que no me es dado prescindir, lo mismo en el cultivo de la literatura que en la vida privada.

»Hace pocos días asistí á la fiesta patronal de Coveña, y por mis propias manos senté á mi niña, al salir la procesión, en las andas del Santo Cristo del Amparo, en aquellas mismas andas donde Juan Cachaza colocó á la suya. Yo no digo que esto no sea una contravención de las reglas sociales, que imponen cierta gravedad á los hombres que gastan corbatín y levita; pero es una contravención inocente, que de seguro me perdonarán las gentes de corazón, cuyo voto es el que verdaderamente me complace.

»Tampoco diré que el colocar como coloco á mi niña, y aún á su madre y á su padre, en otras andas que tienen la forma de libro, no sea una contravención de las reglas literarias, que gritan al autor: «Estése usted entre bastidores, y no salga usted al tablado, que quita la ilusión al público;» pero los que perdonaron la contravención á las reglas sociales, me perdonarán también la contravención á las reglas literarias, y aquí me tienen ustedes pecador en los Cuentos de color de rosa, y pecador reincidente en los CUENTOS CAMPESINOS.

»Los escritores que, como yo, tienen la cabeza muy chica y el corazón muy grande, y no dan palotada cuando no tienen los nervios estallando, y los ojos húmedos y el corazón agitado, necesitan evocar el recuerdo de lo que más aman ó más lloran, á fin de producir la emoción, que es la fuente de sus inspiraciones. La torre de la iglesia de mi aldea, que es altísima y hermosa, conserva los agujeros en que al edificarla se iban fijando los andamios; pero nadie censura por eso al arquitecto, porque ¿qué importa aquella imperfección, si á olla se debo el que la torre sea tan alta y tan sólida y tan hermosa? Con esto no quiero decir que mis cuentos sean altos y sólidos y hermosos.

»Ya que sin querer he hablado de Coveña, voy á hablar otro poco queriendo.

»La villa de Coveña, hoy reducida á un centenar de vecinos, en su mayor parte poco acomodados, fué en lo antiguo población importante. Sus moradores dicen, no sé si apoyados en la tradición ó en algún rinconcito de la historia, que existía ya en tiempo de la dominación romana, y de ella salieron varios jefes de legión, y después ha sido cuna de tres Obispos y Arzobispos y de otros hombres notables.

»Sábese que el Condestable D. Alvaro de Luna tenía el señorío de Coveña, y que después de la trágica muerte de aquel desgraciado valido de don Juan II, fué arrasada una soberbia fortaleza que coronaba el cerro que domina por el Norte á la villa. Esto cerro se denomina aún del Castillo, y unos montículos pedregosos que hay en su plataforma debieron formarse con los escombros de la fortaleza, cuyos sillares se dice fueron empleados por Herrera en la construcción de la magnífica iglesia parroquial de la villa.

»Asegúrase que Coveña llegó á contar ocho mil habitantes, é indudablemente se extendió la población por todo el valle que hoy cultivan sus laboriosos moradores, pues á larguísima distancia se descubren vestigios de edificios y hasta empedrados de calle.

»Había en Coveña dos mercados semanales, que se celebraban en una plaza que hoy se conoce por el Prado del Mercado, y se halla en las afueras de la villa. Todavía se descubren las ruinas de un convento de monjas y otro de frailes, y á más de un kilómetro de la actual población hay una heredad, que lleva el nombre de Rica-Posada, porque allí existió una de las principales posadas que contaba Coveña para guarecer á los muchos forasteros que acudían á su gran mercado.

»Pero todas estas memorias de antigua grandeza, de que hablan con tristeza y dolor los coveñeses, no constituyen para éstos gloria tan grande como la de sor Coveña patria de Santa María de la Cabeza, esposa del santo labrador Isidro.

»Al Oriento de Coveña hay unas heredades que llevan el nombre general de barrio de Guadalajara, y en ellas un sitio que lleva el particular de los Vallejuelos. Es tradición constante que en los Vallejuelos existió la casa solariega de los Cabezas y allí nació la bienaventurada María, que más tarde había de atravesar el cercano Jarama, sirviéndole su mantilla de barca.

»Jerónimo Quintana viene en apoyo de la tradición coveñesa en sus Grandes as de Madrid, y no faltan nobiliarios que designen á Coveña por patria de la Santa.

»Cuando me contaban en Coveña todas estas cosas, una buena mujer que estaba presente exclamó:—¡Ay! Dentro de algún tiempo se irá olvidando todo eso, porque se irán muriendo las pocas personas que lo saben, y la pobre Coveña ni siquiera conservará el recuerdo de lo que fué.

—Señora—le dije,—tranquilícese usted, que todo oso se consignará en un libro, que, por poco que viva, ha de vivir más que la generación actual, pues uno de sus ejemplares vendrá á parar al archivo municipal de Coveña.

»El libro á que yo aludía es éste.

»El amor á la patria, el amor al pueblo en que se ha nacido, me ha parecido siempre tan noble y tan santo casi como el amor á la familia. No sé qué semejanza encuentro entre el anciano que evoca la historia de su aldea y el anciano que evoca la historia de su familia.

»En la provincia de Guadalajara hay un despoblado que se llama Alcolea, y se cuenta que allí ha existido un gran pueblo y allí tuvo su palacio y su ordinaria morada uno de los Reyes moros que dominaron las Alcarrias.

»Alcolea ha dejado hace pocos años de ser municipio. No puedo recordar sin viva emoción el patriotismo de su último morador, que ora conocido por Paco Verde. Paco Verde juró morir en el pueblo donde había nacido, y lo ha cumplido fielmente. Sus convecinos se habían alejado, ruinas y desolación le rodeaban, los malhechores asaltaban su casa y sus heredades, no tenía autoridad local que le amparase, no gozaba ninguna de las ventajas que gozan los que viven en poblado, y sin embargo pasaba tristemente la vida, entre aquel montón de ruinas, sin que los esfuerzos de parientes y amigos bastasen á arrancarlo de allí. Casi en un mismo día espiraron Alcolea y Paco Verde, porque al día siguiente de morir el último habitante, se arruinó la última casa de Alcolea.

»¿Por qué, me he preguntado varias veces, no procurará el Gobierno supremo de la nación estimular el patriotismo de los pueblos, el amor de los habitantes á la localidad en que nacen y viven y aman y trabajan y mueren?.

»Sabido es que el amor al hogar y la familia es el más fecundo manantial de patriotismo. La localidad en que se vive y el vecindario que la puebla constituyen un segundo hogar y una segunda familia. Engrandézcase, glorifíquese, embellézcase la localidad con la poesía de la historia que es la poesía de los recuerdos, y los moradores la amarán. Para eso todos los municipios debieran tener sus anales, en que se consignaran año por año todos los sucesos importantes ó simplemente curiosos que ocurriesen en la localidad. Los cronistas debieran ser los secretarios de ayuntamientos, y al terminar el año la municipalidad debiera dar su aprobación á la crónica, correspondiente á los últimos doce meses, para depositarla en seguida en el archivo municipal. Así todos los pueblos tendrían sus anales, que, andando el tiempo, serian de utilidad inmensa para la historia particular del pueblo y para la general de la nación.»


Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 14 veces.