Cuentos Populares de Vizcaya

Antonio de Trueba


Cuentos, colección



Cata-ovales

Tradición popular vizcaína

I

Eleve los Dos mundos á tantos compatriotas míos como residen en la América latina con el pensamiento y el corazón en los valles nativos; una de las mil tradiciones que he recogido en estos amados valles, y llévela desnuda de toda gala retórica, pues me falta tiempo para suplir con tales galas su desnudez originaria.

II

Al Oeste del valle donde tienen asiento los concejos de Galdames y Sopuerta, arrancan dos montañas paralelas en dirección al valle de Arcentales, separadas por una honda y estrecha cañada, por cuyo fondo se precipita un bullicioso riachuelo cuyas riberas pueblan frondosas arboledas y minas de ferrerías y aceñas.

Casi al comedio de esta cañada en la ribera izquierda, blanquea la aldeita de Labarrieta, con sus doce ó catorce casas rodeadas de heredades, viñedos y árboles frutales, con su iglesita de Santa Cruz y su ermita de Santa Lucía, que tapa la boca y sirve como de portería á una singular caverna, allá arriba en la ladera de la montaña.

Sirviendo como de estribación á la montaña, meridional ó del lado opuesto y asomándose por espacio de media legua á la hondonada, sigue la dirección de ésta un cordón de blancas rocas calcáreas, que elevándose cada vez mas, terminan frente á la aldeita, con elevación tal, que causa vértigo el asomarse á ellas por el campo del Oval, nombre que lleva la planicie ó meseta que en aquel punto las domina.

Aquella parte de la cordillera pétrea, se llama la Peña de la Miel, porque es frecuente ver destilar por ella la miel de los tártanos ó panales que labran las abejas en sus grutas y concavidades.

Para terminar este preliminar, acaso excesivamente prolijo, añadiré que desde el Campo del Oval ó sea desde encima de la Peña de la Miel, se descubre por entre las dos montañas, allá en el lejano valle de Arcentales, una iglesia que tiene la advocación de San Miguel de Linares.

Allá hacia los tiempos en que mi bisabuela materna fué víctima de uno de los afluentes que baja por Labarrieta, había en Labaluga, feligresía de Sopuerta, un tal Juan Pablo de Reveñiga, conocido con el nombre de Cata-ovales que le habían dado en su mocedad, con motivo de haber sido perseguido de la justicia como catador ó castrador fraudulento de colmenas, que allí abundaban antiguamente más que ahora, y se llaman ovales por su forma cilíndrica, como construídas de troncos de árboles inorcos ó naturalmente huecos, que era la única forma que tenían hasta que construyéndolas también con tablas, se les dió la cuadrada que ahora alterna con la cilíndrica ú oval.

III

Juan Pablo tomó una hermosa mañana su piricacho ó cesto, una soga y una hoz, y trasponiendo por el portillo de Latrabe, iniciación de la cordillera opuesta a la que tiene por estribación las rocas calcáreas que terminan en la Peña de la Miel, descendió á la hondonada, vadeó el río por el puente de Lacilla, trepó por los castañares de Sopeña, atravesó la cordillera pétrea por el hondo y angosto portillo de la Talada, salió al campo del Oval y se dispuso á la arriesgada y difícil operación de llenar el cesto de tártanos de los que las abejas monchinas ó silvestres elaboraban en las grietas de la peña.

Ató un extremo de la soga al tronco de una encina achaparrada que arraigaba en el borde de la peña, sujetó á su cintura el cesto con el ceñidor ó faja, afianzó á su cuerpo por bajo los sobacos el otro extremo de la soga, colocó la hoz dentro del cesto y después de asomarse al borde de la peña y sonreir de codiciosa alegría viendo algunos dorados panales rebasar de las grietas donde habían sido elaborados, se decidió á descender á ellos; pero al santiguarse como invocando la protección divina en tan arriesgado descenso que no dejaba de infundirle temor á que contribuían hasta los bramidos del río, que allá abajo crecía rápidamente con el deshielo de la nieve en las excelsas cumbres del Colisa, dirigió la vista hacia Arcentales y descubriendo el alto campanario de la iglesia de San Miguel de Linares, se arrodilló, se descubrió la cabeza y exclamó, extendiendo los brazos en actitud de súplica:


¡Glorioso San Miguel,
para ti la cera
para mi la miel!


Hecha esta promesa que disipó su temor por completo, emprendió con mucha serenidad el descenso por el primer término de aquel espantoso abismo, asiéndose con ambas manos á la soga y se detuvo en un pequeño saliente de la roca donde logró fijar ambos pies, repitiendo sin cesar:


¡Glorioso San Miguel.
para ti la cera
para mi la miel!


Manejándose como el Santo le dió á entender y aguantando heróicamente los picotazos de las abejas indignadas del audaz latrocinio de que eran víctimas, corta que corta y engancha que engancha los tártanos con la hoz, llenó de ellos el piricacho, y reiterando su promesa al glorioso San Miguel emprendió el ascenso y le terminó con la mayor felicidad, salvo los picotazos de las abejas que habían puesto su cara, como un tomate.

Una vez sobre la peña con su rica cosecha de miel y cera, Cata-ovales se puso á contemplarla con delicia y de esta deliciosa contemplación salió dirigiendo la vista hacia Arcentales y exclamando:


¡Glorioso San Miguel,
para ti la cera
para mí la miel!

IV

Cata-ovales con su piricacho de tártanos al hombro, descendió por los castañares de Sopeña al puente de Lacilla, y antes de emprender la subida al portillo de Latrabe, se detuvo sobre el puente para descansar y contemplar el río que iba cada vez más crecido con motivo de seguir verificándose un rápido deshielo en las elevadas alturas de Colisa, que dominan Arcentales.

El puente de Lacilla era de madera, y tenía barandas de lo mismo. En una de las barandas apoyó Cata-ovales el pericacho sujetándole con una mano y restregándose con la otra los picotazos de las abejas que aún le escocían como sinapismos de fuego.

Estando en esto, una de las abejas que quedaban entre los tártanos le clavó el resped ó aguijón en la mano con que se frotaba la cara, y llevando Juan Pablo maquinalmente la mano con que sujetaba el piricacho, éste fue á parar al río con todo su contenido.

Al verle desaparecer en la turbia y furiosa corriente, no tuvo límites la desesperación de Juan Pablo, que volviéndose hacia Arcentales exclamó:


¡Glorioso San Miguel,
para el diablo la cera,
para el diablo la miel!

—¡Y también para el diablo
el alma de Juan Pablo!


contestó á aquella desesperada é irónica exclamación otra misteriosísima que parecía venir de hacia Arcentales, repercutiendo río abajo por las sombrías arboledas, hasta alcanzar la horrisonancia del trueno al llegar al puente de Lacilla, que en aquel instante, derribado y arrastrado por una montaña de agua con el desdichado Cata-ovales, cuyos huesos se encontraron algún tiempo después, tres leguas más abajo, en la playa de Pobeña, como los de mi bisabuelo materno, con la única diferencia de que los de mi bisabuelo estaban blancos como la nieve y los de Cata-ovales negros como el carbón.

La cruz más santa

(Leyenda del siglo XVI)

I

Alboreaba el siglo décimoquinto de la Era cristiana á cuyas efemérides pertenecen las gloriosas de la invención de la imprenta, del descubrimiento de América, de la conquista de Granada y de la terminación de los bandos de Oñez y Gamboa que por espacio de más de dos centurias habían desolado la región vasco-cántabra.

Estos funestos bandos estaban más enconados que nunca al alborear aquel dichoso siglo, y particularmente lo estaban en los valles occidentales de Vizcaya conocidos desde tiempo inmemorial con el nombre de Encartaciones, conmemorativo de la carta ó pacto que mediaba entre ellos y el resto de Vizcaya.

Aunque por regla general los linajes estaban afiliados en uno ú otro bando, algunos había que no lo estaban en ninguno, por cuya circunstancia se llamaba hombres comunes á los no abanderizados. Los hombres comunes eran respetados por los banderizos, pero esto no obstaba para que el vulgo los considerase como poco celosos de su honra y pobremente dotados de lo que en aquel tiempo se consideraba como la mayor virtud, que era el valor para combatir con una espada, una lanza ó una ballesta en la mano.

Entre los pocos hombres comunes de las Encartaciones se contaban los del linaje de Aranguren de Baracaldo, rama desprendida hacía siglos del glorioso árbol de Susúnaga que florecía desde tiempo inmemorial en la misma república, y trasplantada al apacible vallecito de Mendi-errea vegetaba allí con extraordinaria lozanía y ópimo fruto.

Señor de aquella casa era entonces Martín Sanchez de Aranguren, que siguiendo la tradición de sus antepasados, buscaba la gloria por caminos muy distintos de aquellos por donde la buscaban los caballeros principales de su tiempo; aquellos caminos eran los de la paz y el trabajo bendecidos de Dios, aunque odiados de la generalidad de los hombres.

En esto seguía la costumbre iniciada por uno de sus predecesores que, queriendo reedificar y ampliar la casa primitiva del linaje, edificada, como casi todas las casas fuertes del país, en una colina desde donde sus moradores podían ofender y defenderse, dijo:

—La paz sea siempre en mi casa y en la de los que de mí vengan y un ramo de oliva sea la única ballesta y el único muro que veden á los malos entrar á dañar en ella.

Y en efecto, en una hermosa aunque estrecha pradera, que se extendía entre la colina y el río, levantó nueva morada y á su puerta plantó un olivo que le sobrevivió muchos siglos.

Las únicas memorias que quedan de la casa y del olivo son las que voy á enumerar.

En Aranguren hay escondida entre los nogales y los castaños, una modesta casa de moderna construcción en cuya fachada se lee:


Sobre el antiguo solar
de la torre de Aranguren

Año 1848.


Y en Memerea hay un olivo que la tradición dice proceder de otro muy viejo que había hace dos siglos á la puerta de la torre de Aranguren.

II

La torre de Aranguren era un edificio de piedra sillar, cuadrado y alto, que carecía de las saeteras y el muro exterior que tenían casi todas las torres solariegas, en cuya construcción las miras de defensa militar habían predominado sobre las de comodidad doméstica.

Esta comodidad era la que principalmente se había buscado en la construcción de la torre de Aranguren. Edificada entre el río y la base de la colina de Olarte que la dominaba, no ofrecía capacidad correspondiente á la riqueza y la industria de sus señores, pero este defecto se había subsanado con diferentes edificios secundarios que arrancando de su espalda, se escalonaban en las estribaciones de la colina, hasta el primer término de la planicie de ésta, puestos todos ellos en comunicación interior con la torre.

Estos edificios estaban destinados á habitación de criados, establos de ganado, lagar y cubera, lonja para el fierro y almacenes de granos y otros frutos de la industria agrícola y pecuaria cuyo ejercicio había valido á los señores de Aranguren el nombre de ganadores con que se designaba á los que curaban más de especulaciones industriales que de guerras de bandería.

La torre tenía dos pisos altos destinados á habitaciones espaciosas y alegres y no reducidas y tristes como las de las torres fuertes donde todo se daba á la guerra y poco más que nada á la paz; como que en sus muros, en vez de estrechas y sesgadas saeteras y ventanillas gemelas, daban paso al aire y la luz y los perfumes campestres anchas ventanas y áun puertas que comunicaban en el piso principal con un corredor ó voladizo exterior que circuía á la torre, entoldado de parras que trepaban á él desde los cuatro ángulos del edificio.

Y por último, frontero á éste había un oratorio ó ermita consagrada á la Madre de Dios, y cuyo altar se veía desde la torre, porque constituía la fachada principal de aquel pequeño, pero lindo templo, un enverjado de fierro, procedente de las ferrerías de los señores del solar de Aranguren.

De la torre no queda más que el recuerdo consignado en la fachada de la casa levantada en su solar, y sin duda con sus materiales, en 1848; pero del oratorio queda un lienzo de pared lateral que sirve de cerradura á un huertecillo lleno de frutales.

De los pacíficos señores que habitaron la torre, quedan, desde Amézaga á Tellitu, puntos extremos de aquel lindo, estrecho y amenísimo valle, cuyo caserío está interpolado de huertos fértiles de regalados frutos, memorias singulares que ha conservado de generación en generación el honrado, gallardo é inteligente pueblo que allí habita.

A estas memorias pertenece la narración que allí se designa con el nombre de La cruz más santa.

III

Era una hermosa mañana del mes de Agosto, y oñacinos y gamboínos estaban á punto de venir á las manos en la llanura que precede á Mendierreca, llanura que entonces estaba poblada de arboledas, y no, como ahora, convertida en fértiles tierras labrantías.

Los oñacinos cubrían las estribaciones del Argalario, adonde habían trepado por Aguirre y Susúnaga; y los gamboínos las lomas opuestas desde Oquéluri hasta Basuchu.

Entre los oñacinos que capitaneaba Ochoa de Salazar, el de Muñatones, se contaban los de Achúriaga, los de Martiartu, los de Zaldíbar, los de Butrón, los de Leguizamón, los de Mújica, los de Susúnaga, y otros banderizos no menos sañudos y esforzados; y entre los gamboínos, á cuya cabeza estaba Fortún Sánchez de Salcedo, se distinguían los de Ibargüen de Elorrio, los de Muncharaz, los de Echeburu, los de Atucha, los de Tosubando, los de Bildósola, los de Largadla y muchos más solariegos principales.

Los mancebos de Achúriaga, que siempre oran los más sañudos y audaces del bando oñacino, descendieron los primeros hacia Bengolea y empezaron á insultar y retar á los contrarios de la banda opuesta del río.

Pronto uno y otro bando se fué corriendo hacia la llanura y descendiendo á ésta, donde poco después se trabó la pelea, cuyo horrible rumor atronaba el bosque desde Amézaga á Landáburu.

La lucha duraba aún una hora después, velada por la sombra de los robledales y los castañares de la extensa llanura. De repente se vió á los oñacinos abandonar el campo en completo desorden, unos yendo á refugiarse en las torres de Landáburu, otros en las de Zuazu, y otros procurando ascender á Susúnaga y Aguirre.

No pocos de ellos caían en la huída, rendidos por el calor, el cansancio y las heridas que habían recibido en el combate ó alcanzados por sus perseguidores, que les daban muerte sin misericordia, y no pocos también perecieron al vadear el río que limitaba por el Oeste la llanura, y á la sazón hacía invadeable la marea que alcanzaba aún más arriba de allí.

La huída de los oñacinos hacia la embocadura del valle de Mendi-erreca era punto menos que imposible, porque para impedirla se habían corrido hacia aquella parte fuerzas gamboínas. Sin embargo de esto, un gallardo mancebo oñacino, inerme y cubierto de sangre, propia y extraña, apareció en la calzada que, atravesando el puente de Erri-ederto, nombre equivalente á lugar hermoso, que después, pasando por modificaciones eufónicas, vino á convertirse en Retuerto, se dirigía al Oriente, trepando al collado de Oquéluri, para descender al Cadagua en Burceña.

El fugitivo tomó la margen derecha del río, á la sazón sombreada de seculares robles, y no como hoy, dedicada á feraces tierras labrantías, sin duda con la esperanza de hallar su salvación Mendi-erreca arriba.

Al emparejar con la singular fuente de Amézaga, cuyo raudal, entonces más caudaloso que en ninguna otra estación del año, serpenteaba á través de la arboleda, en un repechillo sombreado de los carrascos que le daban nombre, sintió ansia de apagar en ella la ardiente sed que le devoraba: pero temeroso de que los enemigos le persiguiesen y le alcanzasen si se dirigía á ella, continuó río arriba, esperando calmar su sed en la saludable y fresca fuentecilla de Igúliz, que pronto encontraría á su paso, ya que no la calmase en el agua del río, que debía estar tibia por efecto del mucho calor de aquel día y los anteriores, y á cuyo profundo cauce era peligroso descender en su estado.

Pasó el río por un alto puente de piedra que se alzaba frente á la casa solar y la ferrería y el molino de Bengolea, y al volver allí la vista hacia la llanura, vió con temor que algunos peones gamboínos, ballesta en mano, dejaban en Erri-ederto la calzada para tomar río arriba, sin duda en su persecución.

Hizo un esfuerzo supremo para aligerar el paso, siquiera para llegar á Gorostiza y ocultarse en alguna de las casas de aquel barrio, cuyos habitantes pasaban por afectos al bando oñacino, pero una gran humareda que de hacia Gorostiza se alzaba, le hizo temer un nuevo contratiempo.

En efecto, el molino y las casas de Gorostiza eran montón de escombros y de fuego y hasta había sido talado el bosque de frutales, que ya entonces ocupaba parte de la llanura que hoy es en su totalidad fructífera vega.

Mientras gamboinos y oñacinos se corrían hacia la llanura de Landáburu para emprender allí la lucha á que se habían retado, algunos peones de los primeros, por orden de sus caudillos, se habían encaminado á Gorostiza y habían entregado al fuego los edificios y árboles frutales, para vengar los auxilios de mantenimientos que los gamboinos suponían haber sacado de allí los oñacinos, mientras éstos permanecían en las estribaciones del Argalario.

El mancebo siguió adelante cada vez con más dificultad. Esta se aumentaba al pasar por Gorostiza con el calor de los edificios incendiados y el espectáculo de desolación que ofrecía aquel barrio.

Ansiaba llegar á Igúliz para calmar la sed que le abrasaba, pero al llegar se encontró con que la fuentecilla había dejado de manar, experimentando una de las intermitencias que la singularizaban.

Faltábanle sólo algunos centenares de pasos para llegar á Aranguren. Al subir una cuestecilla en cuyo término el camino daba una revuelta y desaparecía cerca de la torre de Martín Sánchez, volvió la faz y vió á los peones gamboinos que continuaban sin duda en su persecución.

La mayor de sus dichas hubiera sido entonces poseer una lanza ó una espada para esperarles allí y terminar su vida peleando con ellos, pero careciendo de esta dicha, siguió aquella vía dolorosa algunos pasos más y al fin cayó al suelo falto de toda fuerza y de toda esperanza.

IV

Aquel mancebo era Fernando de Achúriaga, que había esperado encontrar su salvación tomando la vía de Mendi-erreca para ascender por allí á las cumbres de Urállaga y descender á su solar de Galdames, atajo de que aún hoy día se valen los galdameses que tornan de Bilbao para ahorrar gran trecho de camino.

Fernando de Achúriaga era el mayor de los tres mancebos de aquella fuerte y noble casa, cuyos señores se singularizaron por más de un siglo entre los más valerosos y encarnizados banderizos de Oñaz, y precisamente era uno de los primeros que aquella mañana habían descendido de las estribaciones del Argalario á retar á los gamboinos.

En el instante en que exhalando un débil grito de dolor y de desesperación caía al suelo, una hermosa doncella salía del oratorio donde había pasado gran parte de la mañana orando por los que peleando como Caínes, sucumbían en la llanura de donde el siniestro rumor de la pelea llegaba hasta Aranguren.

Apresuróse la doncella á pedir auxilio á los servidores de su casa, que era la torre inmediata, y con ayuda de ellos condujo al mancebo á la torre.

En aquellos tiempos en Vizcaya era empírico el arte de curar, que sólo se adquiría con la observación y la práctica y ejercían por afición ó caridad algunos y por logrería otros.

Entre los criados de Martín Sánchez de Aranguren se contaba un buen anciano que pertenecía al número de los primeros, y en toda la Encartación gozaba fama de habilísimo en aquel arte. Así Martín, como su hija Marina, tenían la mayor complacencia en que Peruchón de Carranza, con cuyo nombre era conocido aquél su servidor, se ocupase sólo en la cura de los dolientes que requiriesen su auxilio, ora fuesen éstos criados ó parientes de la casa, ora fuesen extraños á ella.

Por ventura del caballero de Achúriaga, al ser conducido á la torre por Marina, que no era otra la compasiva y hermosa doncella que tan á tiempo para reparar en el mancebo y acudir en su auxilio había salido del oratorio, se hallaba á la sazón el anciano servidor en la colina de Olarte acopiando salutíferas hierbas vulnerarias que él solo conocía.

Buscósele apresuradamente, y asistido de su señora y una buena dueña á quien ésta amaba como á madre, pues con ella había hecho veces de tal desde que le faltó la suya, prestó tan celoso y eficaz auxilio al herido, que muy pronto recobró éste el conocimiento y pudo ser conducido á un excelente lecho, restañadas y vendadas sus heridas y con todas las probabilidades humanamente posibles de que había de sanar de ellas.

Apenas era terminada aquella operación, la voz de «¡Ah de la torre!» se oyó bajo los nogales fronteros á ésta.

Asomóse el mismo Peruchón de Carranza al corredor exterior y vió que los que demandaban eran peones gamboinos, no dudando que fuesen los mismos que el caballero de Achúriaga, no bien recobró conocimiento y habla, había dicho ir en su seguimiento.

Grande fué el terror que se apoderó de Marina y sus servidores cuando, saliendo también al corredor, vieron á los peones, pero no tardaron en tranquilizarse, pues interrogados por el anciano, le respondieron:

—El señor Fortún Sánchez de Salcedo no s envía á saludar á su deudo el señor Martín Sánchez de Aranguren, y á rogarle con mucho afincamiento que le plazca enviaros sin demora á prestar caritativa ayuda á muchos de su bando que yacen mal heridos en el campo de la lucha.

—Así haré al punto sin esperar licencia de mi amo y señor, que está ausente y tiénemela dada para tales casos, y curaré de gamboinos como de oñacinos, porque para mis señores y para mí no hay bando que deba ser preferido, y menos cuando se trata de hombres dolientes y desafortunados.

—Bien hacéis vos y vuestros señores en pensar así, pero hoy gamboinos sólo curaréis, que de curar oñacinos heridos se han encargado las lanzas y las ballestas de los dueños del campo.

El anciano hizo un signo de dolor y compasión al oir esto último, y al notarlo, añadieron los gamboinos:

—Cierto que es de lamentar tamaño ensañamiento, pero culpa no pequeña de ello tienen los caballeros de Achúriaga á quienes Dios maldiga, porque ellos provocaron esta mañana la lid bajando del Argalario á retar sañudos y procaces á los gamboinos.

Peruchón de Carranza, después de instruir á su señora de los cuidados que convenía prestar al herido durante su ausencia, cabalgó inmediatamente en una mula de gran andar, provisto de cuanto necesitaba para ejercer su bienhechor arte, y partió valle abajo adelantándose pronto largo trecho á los peones gamboinos que tornaron por la misma vía después de refrigerarse con un jarro de sidra que la hermosa y amada doncella de Aranguren hizo bajarles al nocedal.

Pocas horas después regresaba á su casa Martín Sánchez de Aranguren que había pasado el resto del día en las laderas del Cuadro ó Laurea, como entonces se llamaba aquella montaña, dirigiendo el trabajo de gran número de braceros que ocupaba allí roturando y cercando gran extensión de terreno destinado á la siembra de trigo en el otoño inmediato.

Entonce apenas era conocido en Vizcaya el cultivo del mas precioso de los cereales que se traía de Cotilla y tenía aquí poco consumo. La cebada, el centeno, la avena y el mijo que se designaba con el nombre de borona, eran casi los únicos cereales que aquí so consumían, y aun éstos se suplían en gran parte con la castaña que se cosechaba en gran abundancia y hasta se exportaba á reinos extraños.

El ganador de Aranguren era casi el primero que en Vizcaya había cultivado el trigo, haciendo grandes roturas en los montes. Corno entonces éstos estaban vírgenes de todo cultivo y de todo despojo de sus sustancias vegetales, las cosechas que obtenía eran copiosísimas y con ellas había conseguido aumentar en gran manera la riqueza de su casa y estimular la imitación de otros como él aficionados á las pacíficas fatigas agrarias y no á las sangrientas y ruinosas lides de bandería.

Marina le esperaba con inquietud. Sabía que el corazón de su padre era magnánimo para con todos, pero sabía también que acaso eran los solariegos de Achúriaga los únicos hombres á quienes no alcanzaba esta magnanimidad por los instintos belicosos de aquellos mancebos que contribuían no poco á las guerras de bando que desolaban á la noble y hermosa Encartación, y temía que reprobase el hospedaje y los piadosos auxilios que en su casa había encontrado el más belicoso é implacable de los tres hermanos.

Cuando Marina vió asomar á su padre por la arboleda que mediaba entre la torre y la ferrería y el molino de su propiedad, que subsisten aún algunos centenares de pasos más arriba de donde existió la torre, se apresuró á salir á su encuentro.

Abrazó Martín con la dulce emoción de siempre á la hermosa, á la buena, á la santa doncella en quien cifraba en lo humano el mayor de sus amores, y Marina, con inquietud y timidez que le sobresaltaron algún tanto, le dió cuenta circunstanciada de la novedad que ocurría en la torre.

Por única contestación Martín volvió á estrecharla en sus brazos diciéndole:

—Hija mía, lo que has hecho es digno de ti y de mí.

Y ambos penetraron en la torre adonde poco antes había regresado el buen Peruchón, quedando muy satisfecho del estado en que encontró al herido.

V

Terminaba el otoño y aún permanecía en la torre de Aranguren el caballero de Achúriaga á pesar de hallarse ya completamente restablecido de sus heridas. Nadie al no su familia y los moradores de la torre tenía noticia de su permanencia allí, que Martín Sánchez cuidó no se divulgase para evitar que se dudara de la neutralidad de su casa en las guerras de bandería.

En la Encartación nadie dudaba que Fernando de Achúriaga había muerto en la sangrienta lid de Baracaldo y áun no faltaba quien asegurase haberle reconocido entre los centenares de muertos que fueron sepultados al siguiente día de la lid en una gran fosa que para ello se abrió Cabe la iglesia de San Vicente. De esta misma convicción aparentábase participar en el solar de Achúriaga, pues el escudo de armas de aquella noble casa estaba velado con paños negros.

Trato con cualquiera otro de los banderizos no hubiera hecho sospechoso de parcialidad al ganador de Arangúren, pero el trato con los de Achúriaga era muy ocasionado á esta sospecha por la implacable saña que á aquellos mancebos singularizaba entre todos los de la parcialidad oñacina.

Si hubiera sido conocida del malicioso vulgo la larga y en parte voluntaria permanencia del mancebo en Aranguren, no hubiese faltado quien sospechase y aun murmurase, no de la virtud de Marina, á quien todos tenían por impecable, sino del sentimiento que retenía allí tan largo tiempo al de Achúriaga, tanto más cuanto éste tenía en la Encartación fama de enamoradizo.

Sí el de Achúriaga hubiese sido tan codicioso de hacienda como de triunfos belicosos y amorosos, ocasión hubiera tenido en la torre de Aranguren de envidiar á los señores de aquella casa, que en lo abastada de positiva riqueza contrastaba con la suya, no obstante ser ésta una de las más ricas de la Encartación hasta que sus señores dieron en curar mas de banderías quede su hacienda.

Frutos de toda especie henchían la torre de Aranguren y los edificios adyacentes á ella. La miel y la cera de centenares de colmenas colocarlas en múltiples y dilatadas hileras resguardadas de los fríos vientos del Norte y del Noroeste en los soleados declives que dominaban á la planicie de Olarte; espacioso granero lleno hasta el techo de rico trigo; copia abundantísima de castaña, nuez, manzana y otros frutos; bodega enriquecida con un centenar de cubas de vino y sidra; lonja atestada de fierro labrado en las Guatro ferrerías que los señores de la torre posían en Mendi-erreca y alimentaban con la vena del Cuadro y el carbón de sus robledales y bortales de las vertientes del hondo y estrecho valle; corral y cobertizos donde se albergaban centenares de aves domésticas y una docena de cerdos engordados con la bellota de los llanos de Uraga y la manzana de Sagastieta; gortes donde toda clase de ganado mayor y menor enriquecía á sus dueños en diversos conceptos, entre ellos el de la producción de abundante leche que en gran parte se convertía en quesos inteligentemente elaborados en oficina dedicada exprofeso á ello; tal era, incompletamente mencionado, el fruto que los señores de Aranguren obtenían de su amor á la industria pacífica y fecunda y su aversión á las banderías turbulentas, estérilizadoras y crueles..

Hacía tiempo que el caballero de Achúriaga había manifestado su propósito de poner término inmediato á la hospitalidad que había encontrado en Aranguren, trasladándose á su solar de Galdames; pero este término se iba aplazando de un día á otro, dando ocasión á ello, más que la falta de firmeza de su decisión, el pesar que así Martín Sánchez como su hija mostraban de que dejase de sentarse á su hogar y su mesa.

No era el señor de Aranguren muy diestro en leer en el fondo de los corazones, porque como él llevaba siempre, como suele decirse, el suyo en la mano, creía que á todos cuantos le rodeaban les sucedía lo mismo, y nunca se había ejercitado en adiestrarse en lecturas tan hondas. Sin embargo de esto, había creído observar en el mancebo y más que en éste en su hija, pesar más grande que el que él sentía cuantas veces venía á su mente la ausencia del caballero de Achúriaga.

Al fin una mañana, en ocasión de haber bajado Marina á orar en el oratorio y de prepararse Martín á ausentarse de la torre para atender al granjeo de su ferrerías que se preparaban á la labranza con la proximidad del invierno, única estación en que el caudal de agua de Mendi-erreca les permitía labrar, el de Achúriaga le indicó con emoción inusitada en él, que deseaba decirle algo que interesaba grandemente á uno y otro.

Ambos caballeros se encerraron en una estancia propia para platicar reservadamente.

—Señor Martín Sánchez—dijo el de Achúriaga con humilde y balbuciente tono que denunciaba su inquietud interior—desde que me cobija vuestro lio lirado techo han ido naciendo en mí sentimientos y ambiciones que eran para mí desconocidos, y á veces, como en esta ocasión, sacan lágrimas á mis ojos como si mis ojos fueran los de débil mujer ó mancebo afeminado y no, como yo, viril y avezado á no conmoverse ni aun ante el estrago y la sangre de que llegué cubierto á vuestra noble casa.

Y al hablar así el de Achúriaga, ciertamente se arralaban en lágrimas sus ojos.

El de Aranguren, también conmovido, le estrechó la mano diciéndole:

—Huélgome mucho de o ir y ver eso en uno de los solariegos de Achúriaga que pasan y han pasado siempre por extraños á tales sentimientos. Mostradme vuestro corazón con la confianza que deben inspiraros mis años y el amor en que se ha ido trocando, desde que llegasteis á mi casa, si no el odio, porque yo nunca he llegado á odiar á nadie, la repulsión que me iuspiraban las aficiones guerreras que parecían vinculadas en los de vuestro linaje.

—Pues, señor, os juro por mi honra que tales aficiones han muerto en mí.

—Plegue á Dios, amigo mío, que no resuciten, y estad cierto de que para mí y los míos fuera gran dicha contribuir en todo, ya que hemos contribuido en parte, á trocar la vida que vos y los vuestros traéis por la que traemos nosotros.

—Señor, contribuir podéis en todo.

—Decidme cómo.

—Trocando el nombre de amigo que hoy me dais por el nombre de hijo.

—Eso es imposible—respondió Martín con tono decisivo, después de meditar y vacilar un momento.

—Señor...—murmuró el mancebo con tanta dificultad y tanto dolor eomo si un puñal, clavándose en su pecho, hubiese detenido su voz on la garganta.

—No me preguntéis—continuó Martín—por qué razón me niego á daros el nombre de hijo, aunque esta negativa acaso sea para mí más dolorosa que para vos, que yo me apresuro á explicároslo. Los solariegos de Achúriaga, por más nobles que sean, son la personificación de la guerra y la desolación, y los solariegos de Aranguren son la personificación de la paz y el trabajo fecundo. Paréceme que hasta los huesos de mis antepasados que duermen bajo las santas bóvedas de San Vicente se levantarían revestidos de carne mortal para maldecirme si yo rompiese la bendecida tradición de nuestra honrada casa, dando por sucesores en ella á los del linaje de Achúriaga, que tarde ó temprano asestarían el hacha al símbolo de paz que sombrea nuestro escudo.

El mancebo, que había escuchado estas palabras con terror parecido al de quien escucha su sentencia de muerte, quiso replicar, ó más bien hacer humildes observaciones al de Aranguren; pero éste le interrumpió, continuando:

—Tan firme es esta decisión mía, que quisiera os aborreciese mi hija cuanto yo os amo para que me ayudara á perseverar en ella.

—Señor lejos de aborrecerme vuestra hermosa y santamente buena y pura hija, hamedado los testimonios que puede dar un ángel de que su corazón corresponde á los sentimientos del mío.

Al oir esto, Martín se estremeció de espanto, inclinó la frente, quedó silencioso por algunos instantes como entregado á dolorosísima reflexión, y levantándola al fin con los ojos arrasados en lágrimas, exclamó con tono enérgico y supremamente decisivo:

—Mancebo, mi honrado techo no puede cobijaros ni un día más.

Poco después el caballero de Achúriaga abandonaba la torre de Aranguren, no saliendo de ella por la puerta principal para seguir calzada arriba; sino saliendo por la zaguera para tomar la colina de Olarte y buscar desde allí el camino de Galdames, á fin de disimular su procedencia de casa de Martín Sánchez.

Cuando Marina dejó el oratorio y subió á la torre, su padre le manifestó lo que había pasado entre él y el caballero de Achúriaga, lo que era tanto como manifestarle las razones que éste había tenido para ausentarse sin despedirse de ella.

—Padre y señor—dijo la doncella por única observación, besando la mano de su padre—lo que habéis hecho es digno de vos y de mí.

Pero no bien su padre se alejó de la torre, Marina se encerró en su cámara y allí rompió á llorar silenciosamente, mas con hondo desconsuelo.

VI

Para comprender la resignación con que la hija de Martín Sánchez de Aranguren oyó de boca de su padre lo que podía considerarse como sentencia de muerte de la infeliz y hermosa doncella, es necesario saber lo que era la familia en el siglo XV de nuestra Era: en la familia no había entonces más que una voluntad, que era la del esposo ó el padre, que ajustaba la suya á la tradición de la familia.

Tanto respetaba Marina e ta tradición, que de ser libre su voluntad, hubiera vacilado mucho en unirse con uno de los belicosos solariegos de Achúriaga, temerosa como su padre, de que sus predecesores se alzasen de las fosas de San Vicente para maldecir la unión que hubiese lie-vado al tálamo de Aranguren á uno de aquellos á quienes vedaba aspirará él el santo símbolo de paz que sombreaba el escudo de armas del solar más honrado de Mendi-erreca.

Pero ¡ay! áun en aquellos tiempos en que las mujeres, y sobre todo las hijas, tenían á toda hora hasta en el hogar doméstico el nombre de señor en los labios, la razón y la voluntad solían ser esclavas del corazón.

Sólo habían pasado algunos meses desde que el mancebo de Achúriaga había regresado á su solar de Galdames, y si aquel mancebo hubiese tornado por el de Aranguren, con dificultad hubiera conocido á la hermosa doncella de quien allí tan solícitos cuidados había recibido: tal era el desmejoramiento que Marina había experimentado en tan corto tiempo.

El buen Peruchón de Carranza se acercó un día á su amo y le dijo con discreción suficiente para que nadie pudiese oir sus palabras:

—Señor, el estudio de las dolencias humanas me ha enseñado una cosa muy triste.

—¿Cuál, buen Peruchón?

—La de que cuando menos la mitad de las dolencias que aquejan á las mujeres tienen su origen y causa en el alma.

—¿Qué quieres decirme con eso, Peruchón?—preguntó Martín al honrado anciano, cuyos ojos rebosaban lágrimas, á pesar de que solía vanagloriarse de que nunca las había derramado en el ejercicio del arte á que se dedicaba.

—Quiero deciros, señor—respondió el viejo con voz entrecortada por los sollozos—que reniego de toda mi experiencia y de todo mi saber, puesto que no alcanzan á dar salud á quien quisiera ver con ella, aunque se llevara el diablo á la humanidad entera, empezando por mí.

Martín quiso ensayar una sonrisa al ver la desesperación un tanto grotesca del viejo, pero no tuvo valor para ello y antes bien se sintió hondamente conmovido, sin duda adivinando quién ocupaba el fondo del pensamiento del empírico.

—Explícate, buen Peruchón, explícate—dijo Martín echando amorosamente su brazo al hombro del anciano.—¿Quién es el doliente que tanto te apena y desespera?

—¡Quién ha de ser sino vuestra hija y mi señora Marina que se nos muere, señor, si vos no inquirís y remediáis la enfermedad que padece!

—¿No has acertado tú cuál sea?

—En vano lo he intentado, porque sólo he conseguido sospechar que procede del alma.

—Pues bien, tranquilízate, Peru, que yo procuraré averiguar si tu sospecha es fundada, y entonces de consuno nos esforzaremos en devolver la salud á la enferma.

Aquel mismo día, Martín, á solas con su hija, interrogó á ésta amorosamente, instándola á que le confiara la causa de su mal que, no obstanto ser secreta para todos, para él, como para Peruchón de Carranza lo era incompletamente. Marina le confesó, en resumen, que se moría de amor por el mancebo de Achúriaga, por más que su voluntad y su razón luchasen contra aquel amor.

Martín agotó su elocuencia, que hasta tuvo por auxiliares algunas lágrimas que asomaron á sus ojos sin atreverse á descender á sus mejillas, para convencer á su hija de que amaba un imposible; y como la doncella le escuchase sin contradecirle y áun le prometiese hacer el esfuerzo supremo para vencer la pasión que la dominaba, el bondadoso padre y buen caballero se separó de la doncella confiado en que para curar el mal de ésta había de bastar el remedio que acababa de aplicarlo.

VII

Las ferrerías de Mendi-erreca, cerradas tristes y silenciosas durante ocho meses del año, en que les faltaba agua para labrar y sólo reinaba alguna animación en torno de ellas durante los de agosto y septiembre, en que se proveían de carbón sus carboneras y de vena su ragua comenzaban á hacer resonar su enorme mazo que se oía basta la llanura de Baracaldo, á hacer rechinar sus barquines ó fuelles y á despedir por su chimenea, en la oscuridad de la noche, alta columna de fuego dividida en millares de menudas y resplandecientes chispas.

La ferroría de Aranguren sólo distaba, como he dicho, algunos centenares de pasos de la torre del mismo nombre, y en las largas veladas de invierno era muy frecuente que sus señores, inclusas las mujeres, fuesen á pasarlas en la ferrería donde la estancia era grata con lo elevado de la temperatura y el animado espectáculo del trabajo de los alegres y viriles ola-guizones ú operarios.

Para comodidad de los ola-nagusias ó señores de la ferrería que iban á disfrutar de este solaz, había en muchos de aquellos establecimientos fabriles una especie de tribuna alta que dominaba la fundición y el mazo y estaba provista de bancos. La mayor parte de las ferrerías del litoral cantábrico y particularmente las de las provincias vascongadas eran como dependencia inmediata y obligada de la casa solariega de sus dueños, que tenían su principal elemento de subsistencia en su explotación y la del molino que acompañaba siempre á la ferrería con su tejado blanco que contrastaba con el negro de su compañera. Orilla de un río ó riachuelo un campo poblado de nogales y castaños, entreverados de algunos cerezos y otros árboles frutales; á un extremo del campo la ferrería y el molino; cerca de estos edificios una casa con tímidas pretensiones de palacio; á más ó menos distancia, río arriba, una presa de donde se derrumbaba ruidosamente el agua en forma de cascada, particularmente cuando no labraba la ferrería; y entre el río y el cauce que partía de la presa, señalando su comienzo la compuerta de madera coronada con dos maderos en forma de cruz que servían de asidero para levantarla y bajarla, un pedazo longitudinal de tierra negra y fértil dedicado á huerta y en parte, aunque mínima, también á jardín, pues no faltaban allí algunos rosales y algunas matas de claveles, de espliego y de tomillo. Esto era lo que veía el que al descender de las montañas dirigía la vista al fondo del valle ó la cañada oyendo ruido de mazo de ferrería ó cuando menos de tolba de molino que unido al ruido del agua de la presa le traía más ó menos distinto y con más ó menos intermitencias el viento que de hacia aquel lado soplaba.

Aunque hasta, el siglo XVI no se generaliza el mecanismo con que llegaron hasta el presente las ferrarías, ya á principios del siglo anterior se había adoptado en algunas, como la de Aranguren, cuyo señor se adelantaba en todo á la rutina de su tiempo; y lo que digo del mecanismo debe entenderse de los operarios, que eran un arotza ó carpintero que al mismo tiempo que entendía en la maquinaria hidráulica, entendía en la dirección general del establecimiento fabril, de dos corzallac ó fundidores que alternaban en el cuidado de la fundición, de un ijelia ó tirador de barras y de un gatzamalla ó mozo martillador que tenía por principal obligación la de desmenuzar y aprestar en cestos la vena que el fundidor iba echando á la fundición.

El mismo día que Martín Sánchez tuvo con su hija la entrevista secreta en que creyó haber convencido á Marina de que debía dar á completo olvido al solariego de Achúriaga, se le presentó el arotza de su ferrería de Aranguren diciéndole que tenia completa la cuadrilla de ola-guizones y en la madrugada del día siguiente comenzaría la labranza, anticipándola á la de todas las muchas ferrerías que existían desde Bengolea á Urcullu que eran los límites extremos del valle.

En efecto, á la mañana siguiente despertó á los moradores de Mendi-erreca el ruido del mazo que siempre, al resonar por primera vez de temporada, llenaba de alborozo á todos los de aquella profunda, extensa y amena cañada.

Aquella noche Martín invitó á su hija y á sus servidores predilectos, que eran la anciana que á Marina había servido de madre y Peruchón de Carranza, á ir con él á pasar la velada en la ferrería. Marina, que continuaba sumida en su profunda y habitual tristeza, rogó á su padre que la permitiera abstenerse de aquel solaz, pero al fin accedió á los deseos de Martín, que eran también los de los dos ancianos servidores.

Cuando llegaron á la ferrería alumbrados con un susi ó manojo de paja con que los acompañó un criado joven y se instalaron en el zabaya ó tablado, los operarios acababan de sacar la zamarra, ó masa de hierro fundido que, dividido en cuatro trozos bajo el mazo de siete quintales, iba á ser por el ijelia reducida á largas y delgadas barras bajo el mismo mazo.

Los ola-guizones tenían por único vestido una camisa de lienzo crudo que les cubría por completo desde el cuello á los pies calzados con toscas sandalias, y el negro tizne del carbón diluído con el constante y copioso sudor desfiguraba por entero su fisonomía.

Los operarios cantaban alegremente al compás de su faena y cuando vieron llegar á los señores, guardaron silencio por respeto á los mismos, pero no tardaron en proseguir su canto..

De repente Marina se estremeció como si una corriente eléctrica hubiera chocado en ella. Era que el ijelia al empezar su faena, cantaba en lengua euskara, que entonces aún era la vulgar na sólo allí, sino también dos leguas más al Oeste ó sea hasta el valle que comprende á Galdames y Sopuerta:


Por mucho que en el yunque
bala el mazo mayor.
mucho más en mi pecho
bate mi corazón.
¡Ay corazón, que bates
con incesante afán.
y ni aun al batir tienes
la dicha de esperar!


Aquel estremecimiento alarmó á Martín y sns-servidores; pero pronto se tranquilizaron uno y otros, oyendo decir á Marina que el canto del ijelia la había estremecido, no de dolor, sino de placer, cuya causa no acertaba á explicarse, y viéndola pasar las veladas en que repetidas veces se repitieron los cantos, incluso el del ijelia con bienestar y alegría que hacía tiempo habían desaparecido de la doncella.

VIII

El ola-nagusia, su hija y sus servidores predilectos continuaban pasando las veladas en la zabaya y Marina iba recobrando maravillosamente la salud y la alegría, merced indudablemente, según la autorizada opinión de Peruchón de Carranza, á aquella diaria distracción y á la influencia, según él mismo, muy poderosa en las doncellas, de los efluvios férricos que allí recibía.

Una mañana se presentó el arotza á Martín dándole cuenta de que el ijelia había desaparecido de la ferrería la noche anterior, apenas sacada la zamarra, y añadiendo que se veía en la necesidad de buscar quien le sustituyera, cosa que sentía mucho, puee el ijelia era buen oficial y en lenguaje y trato más parecía nacido para caballero que para ola-guizon.

—Si sabéis de dónde es ó á dónde ha ido—le replicó Martín—dadle espera y avisadle la que le deis.

—Eso, señor, es imposible—contestó el arotza;—llegóse por la ferrería un anochecer, cuando se preparaba la labranza, ofrecióse á desempeñar la plaza de ijelia, única que quedaba vacante, dísela, porque me pareció honrado y vigoroso mancebo, y ni él ha dicho de dónde era ni yo ni nadie se lo ha preguntado, porque á decir verdad, señor, nos inspiraba á todos respeto más de amo que de compañero, y viéndole naturalmente poco comunicativo, no osamos importunarle con preguntas que si por acaso alguno le hacía, contestaba á medias y con disgusto ni bien con cortesía impropia de nuestra condición.

Martín despidió al arotza autorizándole para que reemplazase al ijelia si éste no tornaba en todo aquel día, y en seguida, asaltado por súbita sospecha, encerróse á solas con su hija y se la comunicó. Su sospecha era la de que el ijelia no fuese otro que el mancebo de Achúriaga. Marina, de cuya sinceridad no dudaba ni había dudado nunca, le confesó que desde la primera noche que asistió á la sabaya y oyó el canto del ijelia concibió la misma sospecha que pronto se había convertido en ella en íntima certidumbre, por más que su razón rechazase la idea de que mancebo como el de Achúriaga pudiera amarla hasta el extremo de aceptar aquel sacrificio sin más esperanza de recompensa que la de verla sin hablarla.

A este punto llegaba la confidencia de Martín y su hija cuando oyeron, calzada abajo, pasos de cabalgadura que cesaron al llegar á la torre, y un instante después Peruchón de Carranza se acercó á la puerta de la estancia anunciando á su señor que un caballero deseaba verle.

Martín se apresuró á bajar al encuentro del recién llegado, que esperaba en una cámara ó recibimiento del piso bajo, y con gran sorpresa, suya, se encontró con el mancebo de Achúriaga, que vestía el traje de caballero y ceñía espada.

Martín le abrazó con gran benevolencia, que al mancebo arrasó los ojos en lágrimas, y cerrando la puerta de la cámara le invitó á sentarse y se sentó á su lado.

La tradición vulgar de Mendi-erreca que siglo tras siglo viene conservando y puntualizando esta sencilla pero ejemplar historia hasta el punto de decir que á pesar de que las cristalinas y delgadas aguas del torrente de Urállaga que corrían al pié de la torre de Achúriaga, y de las que el mancebo había hecho porfiado uso, son maravillosas para quitar manchas de carbón y vena, Martín adquirió completa certidumbre de que el ijelia y el mancebo eran uno mismo al reparar en manos y faz del mancebo. La tradición de Mendi-erreca no puntualiza las primeras explicaciones que mediaron entre Fernando de Achúriaga y Martín Sánchez de Aranguren.

Sólo dice la tradición que Martín Sánchez se estremeció de alegría al pensar cuán profundamente amada era su hija, y de espanto al pensar cuán profundo dolor sería el de su hija, al ver aquel amor sin recompensa.

—Señor—exclamó el mancebo—si el único obstáculo qué encontráis para darme el nombre de hijo, es la tradición belicosa de mi linaje, yo puedo hacer desaparecer ese obstáculo, y os-aseguro que no me costará trabajo alguno el: hacerle desaparecer; porque el espectáculo de paz, de abundancia y de amor que me ha ofrecido vuestra noble casa me ha hecho mirar con horror la tradición belicosa de la mía. Dispuesto estoy á romper para siempre esa tradición..

—¿Cómo la romperéis?

—Jurándooslo solemnemente sobre la cruz de mi espada de caballero.

—No acepto tal juramento sobre tal cruz que está manchada de sangre fratricida—contestó Martín Sánchez.—Sobre otra cruz más santa que la de la espada le habéis de prestar si queréis que mi hija y yo le aceptemos y yo os dé el nombre de hijo, y seáis digno sucesor mío en el honrado solar de Aranguren, cuyo escudo sombrea el santo símbolo de la paz.

—Señaladme la cruz que más os plazca.

—Pues venid conmigo y jurad sobre ella.

Así diciendo, Martín Sánchez salió de la torre con el mancebo y ambos se encaminaron ribera arriba.

A llegar á la ferrería, entraron en la huerta y siguiendo la dirección del cauce llegaron á la presa y se detuvieron ante la compuerta donde Martín se descubrió la cabeza imitándole en esto el mancebo.

—Sobre esa cruz—dijo Martín señalando la tosca formada por dos maderos para servir de asidero á la compuerta—sobre esa cruz que es doblemente santa, porque si es símbolo de la religión de Nuestro Señor Jesucristo, también lo es del trabajo pacífico, fecundo y santo, sobre esa cruz me habéis de jurar que renunciáis para siempre la tradición belicosa é impía de vuestra casa y linaje y aceptáis la pacífica y gloriosa de la casa y linaje de Aranguren.

El mancebo se arrodilló al pié de la compuerta y poniendo su diestra mano sobre la tosca cruz, pronunció con solemne y enérgica voz el juramento que Martín Sánchez de Aranguren le exigía.

Y hecho esto, arrancó de su cinto la espada, hízola dos pedazos apoyándola en su rodilla, arrojólos á la presa y ambos caballeros tornaron ribera abajo hacia la torre.

Las tradiciones de Mendi-erreca han conservado por largo tiempo el recuerdo de las bodas de la doncella de Aranguren y del mancebo de Achúriaga; pues un viejo llamado Juan de Sasía, que hace cosa de veinte años murió de más de noventa en Euscauriza, que es como si dijéramos la capital de Mendi-erreca, me contó que cuando él era muchacho todavía se decía allí, para ponderar la esplendidez de las bodas: «Han sido las bodas de Aranguren.»

Las romerías

A don Vicente de Arana

I

Querido Vicente: El cuento popular que va usted á leer acaso permanecería en mi cartera en forma de breves apuntes, si la víspera de San Vicente mártir, del presente año 1880, no nos hubiéramos encontrado usted y yo en Abando, cerca de la iglesia parroquial donde recibió usted el bautismo y están los recuerdos religiosos más queridos y venerandos para usted y su buena familia.

A pesar de que corrían los últimos días del mes de Enero, era el tiempo todo lo hermoso que puede ser en tal estación: la temperatura, que en nuestros apacibles valles de Vizcaya apenas desciende nunca al grado de congelación, era este cruel invierno tan baja; que ya se habían helado casi todos los naranjos y limoneros de los mismos valles; pero al de noche helaba con intensidad aquí desconocida, de día brillaba el sol espléndidamente, porque, como dije, no recuerdo en cuál de mis escritos, el cielo de Vizcaya, cuando le da por vestirse de azul, que es pocas veces, hasta la camisa se pone de este hermoso color.

Como sé el amor que tiene usted á todo lo que se relaciona con la aldea natal, cuyos amenos campos han inspirado á su alma de verdadero poeta y á su patriotismo de verdadero vizcaíno tantos hermosos versos y tantas hermosas leyendas, de cuyo mérito da testimonio el éxito de su libro, modestamente titulado El oro y el oropel, hablóle á usted de la festividad del día siguiente, cuya romería tenía probabilidades de ser muy concurrida y alegre, merced á la hermosura del tiempo.

Cuando yo era niño pasaba casi todo el año pensando en la romería, ó mejor dicho, en las romerías de la aldea, y particularmente en las de Nuestra Señora de la Asunción y San Roque, que eran las principales. Aunque se celebraban en el mes de Agosto, ó lo que es lo mismo, en la mejor estación del año, mi inquietud era grande temiendo que coincidiese con ellas algún temporal de aguas, que aunque fuese como bendición de Dios para los maizales, cuya cosecha es secura si las aguas no faltan desde mediados de Julio á mediados de Agosto, anulase las romerías de Nuestra Señora y San Roque, por nosotros, la gente menuda y aun la moza, tan esperadas y ansiadas durante todo el año.

El único tributo que mi padre pagaba, á la industria editorial consistía en comprar en la feria de San Andrés de Gordejuela el calendario del año siguiente, y un nuevo y curioso romance para mí, que tenía loca afición á estos romances, con cuya lamentable lectura, con la audición de los cantares de las muchachas de la aldea y con los encantos que la primavera traía á los bosques y heredades que rodeaban la casería paterna, empezaron á desarrollarse mis aficiones á la poesía artística, cuyo cultivador en España


Es una planta maldita
Con fruto de bendición;


como poco más ó menos ha dicho Zorrilla, y como poco más ó menos lo dice lo pobre, y á veces maltratado por las gentes que menos autoridad tienen para ello, que se encuentra algún amigo de usted después de haber encerrado en cerca de treinta libros el fruto que pacientemente ha ido recogiendo de ese cultivo.

Al recibir de manos de mi padre con ansia y alegría indescriptibles calendario y o curioso romanceo, no era éste ni era el «juicio del año» del calendario lo primero que devoraban mis ojos, sino el pronóstico astronómico del mes de Agosto, para saber si prometía ó no buen tiempo para los días 15 y 16 á que corresponden las romerías de la Asunción y San Roque.

Mi propensión, acaso errónea, á juzgar el corazón ajeno por el propio, me llevó, al encontrarme con usted, querido Vicente, la víspera de la fiesta de su aldea, á pensar en lo que sentía yo la víspera de la fiesta de la mía, y le di la enhorabuena por el hermoso tiempo con que se iba á celebrar la fiesta de San Vicente de Abando.

—Hasta los santos—me contestó usted—tienen más ó menos fortuna. Nuestro querido y venerado San Vicente mártir, que fué un gran santo, tiene la desgracia de que su fiesta se celebre en el rigor del invierno, y por bueno que sea el tiempo que corresponda á ella, es mucho menos lucida que la del santo más modesto cuya fiesta se celebra en verano.

Parecióme recordar en aquel instante que entre la multitud de cuentos populares que yo había recogido de boca de las gentes que llamamos del pueblo, había uno que respondía á esta queja de usted y la desvanecía elocuentemente; pero no pude precisar los términos y las razones en que estaba formulado; y apenas regresé á casa, me dediqué á revisar los cuadernos que he ido llenando de apuntes en mis correrías por las aldeas vascongadas.

Al fin di con el cuento popular que buscaba. Este cuento sólo ocupa en mis apuntes un par de docenas de renglones y lleva la siguiente nota: «Contónos este cuento Musquis el de Durango, con motivo de quejarnos de que la fiesta de San Blas se celebrase en Abadiano en invierno.»

No sé, querido Vicente, si sabrá usted quién fué Musquis. Se llamaba Nicolás de Zabala, pera era conocido con el apodo de Musquis por su afición á comer cositas buenas (que, como usted sabe, esto quiere decir tal apodo), y con él adquirió mucho renombre en la merindad de Durango, donde á cada paso se encuentra quien refiera ingeniosísimas anécdotas y cuentos que han sobrevivido al buen Musquis. No sé si éste los inventaba ó los recogía de boca de otros; pero lo cierto es que todos eran intencionados, agudos y oportunos, como el de las Romerías, que va usted á leer.

Antes de ensayarme en dar á los apuntes de este cuento la forma que el cuento tenía en boca de Musquis, necesito decir algo acerca de esta forma, á pesar de que ya lo he hecho en Mari-Santa y en algún otro libro mío.

Es comunísimo que en los cuentos populares intervengan entidades y cosas santas: Dios, la Virgen, San Pedro, las puertas del cielo y el cielo, mismo figuran frecuentísimamente en los cuentos populares, y al hablarse en estos cuentos de cosas tan santas se emplea la forma vulgar, familiar, puramente humana; y no puede ser otra cosa, porque el pueblo ni concibe ni puede usar otra forma ni otro lenguaje, porque no los conoce. Lo que en este punto sucede con los cuentos sucede también con los cantares populares, en prueba de lo cual recordaré á usted aquel que dice:


A San Pedro en el cielo
Le dijo Cristo:
—Ahi te entrego esas llaves;
Agur, Perico.
Y él te respondió:
—Vaya usted descuidado,
que aquí quedo yo.


Ahora bien: el que como yo se dedica á recoger ese tesoro de filosofía y de sentimientos ingenuos, y con frecuencia, de profunda-moral, que oralmente ha ido pasando de siglo en siglo, reflejando la inventiva, las pasiones, el espíritu, las vicisitudes y hasta los modismos de la vida popular; el que como yo se dedica á esta tarea, á que se da grande y merecida importancia en todos los pueblos cultos, no puede, por mal entendidos escrúpulos, incurrir en el absurdo de despojar á los cuentos populares de lo que más los caracteriza, que es la forma popular, vulgar y familiar que tienen en su origen, porque muy absurdo sería, estéticamente pensando y hablando, aunque fuese muy santo, el poner en boca del pueblo que habla de Dios, de la Virgen, de San Pedro y del Cielo, palabras y conceptos de forma tan elevada como corresponde á entidades y cosas tan santas. Lo único que en mi concepto puede y debe hacer el que como yo se dedica á dar ingreso en la literatura patria á estas creaciones populares, es hacer lo que yo hago: darles la dirección moral y filosófica, y la forma artística, y por tanto verosímil, que con frecuencia les faltan.

El pueblo no cree pecar de irreverencia poniendo en boca de Dios, ni de la Virgen, ni de los santos palabras y conceptos familiares y vulgares, porque no concibe otras palabras ni otros conceptos. Haya, como casi siempre hay, en el fondo de esos conceptos y esas palabras la reverencia que entidades tan elevadas y santas merecen, y eso es lo principal, y eso es lo que basta para que nadie con razón pueda acusar al pueblo ni al recopilador de sus cuentos y cantares de que rebajan lo que se debe enaltecer.

En cuanto al cuento popular de Las Romerías, léale usted, querido Vicente, y dígame luego si con la profunda moral religiosa y práctica que encierra, no está superabundantemente compensado el rebajamiento que algunos espíritus meticulosos y faltos de lógica puedan encontrar en su forma popular.

II

Los gritos de alegría que se daban en las romerías de Vizcaya desde principios de Mayo á principios de Octubre llegaban al cielo, y el glorioso San Blas, obispo y mártir, cansado de oirlos, exclamó:

—¡Esto es para acabar con la paciencia de, un santo! ¡Conque los que tenemos la desgracia de que nuestra fiesta caiga en invierno nos hemos de contentar con que todo el obsequio que se nos haga se reduzca á cubrir el expediente con la asistencia de unos cuantos devotos, con encendernos un par de velas de mala muerte y con decirnos una misilla sin sermón ni nada, al paso que para los que tienen la fortuna de que su fiesta caiga en verano, todos los obsequios han de parecer pocos, como que Vizcaya se despuebla para ir á visitarlos; campaneo por aquí, cohetes y tamboriles por allá, gritos de alegría por todas partes, la iglesia como un ascua de oro todo el santísimo día; misas desde que Dios amanece ó antes; misa mayor diaconada y cantada y aun con sermón y música, ofrendas de dinero, de cera y exvotos; en fin, obsequios y más obsequios! ¡Si esta desigualdad entre las fiestas de invierno y las de verano es justa, que venga Dios y lo vea! Nada, nada, desde hoy mismo pongo pies en pared para que esto no continúe así, y estoy seguro de salirme con la mía, porque el Señor es justo en todo y por todo, y no puede consentir por más tiempo esta desigualdad, que es obra de los hombres.

En efecto, el glorioso San Blas se dedicó inmediatamente á hablar del asunto á todos los santos y santas cuya festividad caía en invierno, y tuvo la satisfacción de que todos ellos conviniesen en que tenía mucha razón y era necesario tomar una determinación que acabase para siempre con la monstruosa desigualdad de que San Blas se quejaba tan fundada y amargamente.

Y tan terminante y unánime fue el asentimiento de todos y todas, que no hubo la menor discrepancia, y en este asentimiento tuvo sin duda origen la frase «díjolo Blas y punto redondo», que quedó como proverbial desde entonces.

A propuesta del mismo San Blas se convino en celebrar una reunión general para discutir el asunto con la madurez debida y acordar lo que convenía hacer para el buen éxito de la pretensión.

Llegado el día de la reunión, fue ésta tan concurrida, que no faltó á ella ningún santo ni santa de los que en Vizcaya tienen erigido templo ó altar, con tal que su festividad cayese desde 1.° de Noviembre á 1.° de Mayo.

El mismo San Blas dió cuenta en un breve pero elocuente discurso del objeto de la reunión, y acogidas sus explicaciones con unánimes muestras de aprobación y asentimiento, se procedió á la elección de mesa que dirigiera la discusión, recayendo la presidencia en el patriarca San José, como debido homenaje al glorioso padre putativo de Nuestro Señor Jesucristo, y el cargo de secretario en el Santo Angel de la Guarda, como el más joven y apto para tan importante cargo.

Después de una detenida discusión, en que como es de suponer, reinó el mayor orden, y por todos los que tomaron parte en ella se manifestaron los más santos propósitos, se convino por unanimidad en redactar una exposición al Señor y presentársela por medio de una comisión, que se convino también constase de los bienaventurados que componían la mesa.

El Santo Angel de la Guarda, valiéndose de una pluma que arrancó de sus alas, redactó en el acto la exposición, que se leyó y aprobó unánimemente en medio del mayor entusiasmo, y hasta fué calificada de documento notabilísimo por autoridades tan competentes como el glorioso apóstol Santo Tomás, que, como es sabido, nunca pecó de optimista.

La comisión, presidida por el patriarca San José, se presentó al Señor, que la recibió con la benevolencia que era de esperar, y más yendo !»residida por su glorioso padre; y éste, después de exponerle en breves pero expresivas frases lo que los santos cuya festividad cae desde 1.° de Noviembre á 1.° de Mayo solicitaban para poner eficaz correctivo á la injusticia de los hombres, le entregó la exposición.

Leyóla el Señor en el acto con mucho detenimiento, expresando en su divino rostro el placer que le causaba la lectura de documento tan bien puesto, y en seguida dijo al santo presidente de la comisión.

—Padre, me parece justo que en Vizcaya se festeje á los santos cuya festividad cao en invierno con la misma devoción y el mismo lucimiento con que se festeja á aquellos cuya festividad cae en verano;pero para que así suceda habría que trastornar las estaciones, y esto sería en perjuicio de la mayoría de los santos, porque es público y notorio que la inmensa mayoría de los que reciben culto en Vizcaya se compone de aquéllos cuya festividad corresponde á los meses de Mayo, Junio, Julio, Agosto, Septiembre y Octubre. Si esta exposición fuera de la mayoría yo me apresuraría á resolverla con un «Como se pide», pero como es de la minoría, no tengo más remedio que resolverla con un «No ha lugar.»

Iba el patriarca San José á replicar á su Divino Hijo putativo, cuando se oyó un gran ruido á las puertas del cielo. El Señor tiró de la campanilla, y en seguida acudió el glorioso San Pedro.

—¿Qué ruido es ése, Pedro?—le preguntó el Señor.

—Señor—contestó el santo portero del cielo-son todos los difuntos de Vizcaya, que dicen debe contárseles entre los santos para todo lo que se relaciona con las festividades, puesto que ellos tienen también la suya, y no en uno ó en algunos pueblos, como les sucede á los santos, sino en todos los del Señorío.

—Y tienen en eso mucha razón—dijo el Señor;—pero ¿á qué vienen?

—Vienen, según dicen, á adherirse á la exposición que estos señores comisionados acaban de entregar á Vuestra Majestad.

Al oir esto el Señor, tomó la pluma y puso al pié de la exposición: «Como se pide.»

III

Las estaciones del año se habían trocado por completo en Vizcaya, de modo que el tiempo de las cerezas era en Diciembre y Enero, y el de los besugos, en Junio y Julio. En lugar de decirse «Por San Blas, besugos atrás», se decía: «Por las nieves, besugo no pruebes.»

Si á algunos de los pocos devotos que subían á la romería de San Antonio de Urquiola se le antojaba beber limonada, para hacerla no necesitaba enviar por nieve á las neveras de Gorbea, que en el campo del santuario, y hasta sobre su ropa, la tenía.

Por el contrario, la muchedumbre de devotos que acudía á las romerías de San Martín de Sopuerta, de San Andrés de Gordejuela, de Santo Tomás de Olabarrieta, de San Antón de Bilbao, de San Vicente de Abando, de Santa Agueda de Baracaldo, y á otras que antes se llamaban de invierno, y entonces se llamaban de verano, pagaba á peso de oro la nieve para la limonadas.

La afluencia de bañistas á las playas de Pobeña, de Santurce, de Portugalete, de Guecho, de Plencia, de Mundaca, de Lequeitio, y de Ondarroa, era en Enero y Febrero, y en Junio y Agosto, iba la gente de Bilbao á las Arenas y Portugalete, arrostrando el Noroeste, que cortaba la cara, á ver los buques que habían naufragado al pasar la barra, y las olas que como montañas saltaban por encima de los muelles.

Y por último, la república de Abando estaba completamente tronada, porque su feria de Santiago de Basurto, caía en la estación peor del año, y casi nadie iba á ella, y por consecuencia, casi nada producía á la república.

Notábase en el cielo, desde que habían cambiado las estaciones del año, una cosa extraordinaria y que nadie acertaba á explicarse; y era que San Martín, San Andrés, Santo Tomás, San Antón, San Sebastián, San Vicente Mártir, Santa Águeda, Santa Juliana, el Angel de la Guarda, el patriarca San José; en fin, todos los santos y santas que tenían templo ó altar especial en Vizcaya, y en este concepto habían firmado la consabida exposición, andaban tristes y disgustados, y con frecuencia se les oía murmurar por lo bajo, particularmente el día de su fiesta: «¡Esto es un escándalo! ¡Esto no puede seguir así!»

Y digo que nadie acertaba á explicarse esta tristeza, este desasosiego, este disgusto, estas exclamaciones de indignación de aquellos bienaventurados, porque todos el día de su fiesta eran, obsequiadísimos por el pueblo vizcaíno que dejaba muy atrás cu estos obsequios á los que tributaba en otros tiempos á San Antonio, á San Juan, á San Pedro, á Santa Lucía, á la Magdalena, á Santiago, á Santa Ana, á la Asunción de la Virgen, á San Roque, á San Bartololomé, á San Antolín, á San Cosme y San Damián, á San Miguel Arcángel, en fin, á tantos y tantos santos y santas, como en Vizcaya se festejan de Mayo á Octubre. Con decir esto está dicho que el bello ideal de San Blas y sus gloriosos compañeros de exposición al Señor se había realizado con creces.

Otra cosa no menos extraordinaria y que tampoco nadie acertaba á explicarse se notaba en el cielo desde que habían cambiado las estaciones del año, y era que todos los santos y santas cuya fiesta caía desde Mayo á Octubre andaban sobremanera alegres y con frecuencia se les oía exclamar: «Esto es una gloria! ¡Dios quiera que esto continúe así!»

Acababan de celebrarse las fiestas de San Vicente mártir en Abando, San Blas en Abadiano, y Santa Agueda en Baracaldo, y estos tres gloriosos santos estaban verdaderamente indignados y consternados, á pesar de que sus fiestas habían sido más concurridas, más espléndidas, más bulliciosas, más alegres, más locas que nunca.

Los tres santos tuvieron una entrevista, y á consecuencia de ella el glorioso San Blas, obispo, convocó á una reunión á todos los bienaventurados que habían firmado la exposición pidiendo al Señor que pusiera remedio á la desanimación, falta de concurrencia y poco lucimiento con que se celebraban las festividades de todos ellos.

Reunidos todos los santos y santas, el mismo San Blas tomó la palabra para exponer el objeto de la reunión.

—Señores—dijo—hay que reconocer que nos equivocamos de medio á medio todos, y yo el primero, al gestionar cerca del Señor para que nuestras fiestas, que caen de Noviembre á Abril inclusive, se celebraran del mismo morí o que las que caen de Mayo á Octubre, ambos inclusive también. Supongo que á todos ustedes les sucederá lo que me sucede á mí y participarán por ello de mi dolor y mi indignación; y lo supongo con tanto más motivo, cuanto que ya se me han quejado amargamente de ello algunos de ustedes, y señaladamente la bienaventurada virgen y mártir Santa Agueda.

—Pido la palabra para una alusión personal—dijo la santa baracaldesa.

Y habiéndola obtenido, se expresó en los siguientes términos, teñido su virginal rostro por el carmín de la indignación y la vergüenza:

—No sé si en todas las demás romerías de Vizcava sucederá lo que sucede en la mía desde que coincide con la estación de las postrimerías de Jas cerezas en lugar de coincidir con la de las postrimerías de los besugos. Es verdad que antes el dia 5 de Febrero, en que se celebra mi fiesta, sólo subía á mi ermita un centenar de personas y se me hacían pocas ofrendas, y mi altar estaba modestamente iluminado, y todo el ruido y toda la alegría que animaban el campo de mi ermita se reducían á tocar el tamborilero unos cuantos corros y á bailar juntos, y como Dios manda, algunos matrimonios que habían subido á darme gracias porque por mi intercesión se había curado la mujer de de unas grietas que le salieron en los pechos cuando criaba al primer chiquitín, y querían recordar el baile que dio ocasión á que se conocieran y se quisieran y se casaran, y algunos mozos y mozas que empezaban á mirarse con buenos ojos y al bailar no se atrevían á mirarse unos á otros sin ponerle colorados; es verdad que á esto, poco más ó menos, se reducían todos los obsequios que entonces se me tributaban el día de mi fiesta; pero aquellos obsequios valían muchísimo, porque procedían de corazones sinceros, piadosos y puros á carta cabal. Pasaron aquellos tiempos, que yo, inocente de mí, creía desdichados oyendo y viendo desde mi alta ladera de Castrejana, en los meses de Junio, Julio, Agosto y Setiembre, los ruidosos obsequios que tributaban millares y millares de gentes á San Juan en Sondica, á San Pedro en Deusto, á Santiago en Abánelo, á la Virgen en Begoña y Lejona, y á San Miguel en Basauri, y tras ellos vinieron otros, que todos nosotros y yo la primera, anhelábamos y pedimos al Señor, y el Señor nos concedió, sin duda para castigar nuestro olvido de que lo que El hace está sabia y justamente hecho, aunque á todos menos á El les parezca lo contrario, y lo que con estos nuevos tiempos vino, el rubor y la indignación me impiden expresarlo.

Murmullos generales de sentimiento y de dolor interrumpieron á la santa oradora, que en concepto de todos hablaba como una santa, opinión que siempre merece del que le escucha ó lee el orador ó escritor que acierta á interpretar con fidelidad lo que piensa y siente el que le lee ó escucha.

IV

Santa Agueda se sentó, indicando así que podía San Blas continuar explicando el objeto de aquella reunión, y en efecto, el Santo Obispo continuó:

—Señores, lo que acaba de decir Santa Agueda y lo que todos ustedes saben, me excusa de-continuar explicando el objeto de esta reunión, que es, en resumidas cuentas, el de convenir en que, como vulgarmente se dice, nos cortamos la cabeza al pedir al Señor que se nos festejase como se festejaba á los santos y santas cuya festividad caía en verano, y una vez convenidos en esto, discutir y acordar el medio más eficaz de obtener del Señor que las cosas vuelvan al ser y estado que tenían desde tiempo inmemorial.

Todos ustedes convendrán en que las romerías de Vizcaya se han desnaturalizado de tal modo, que lo que es las de verano no tienen perdón de Dios, y por consiguiente, no pueden tenerle tampoco de los santos ni de los que aspiren á serlo. Originariamente eran una fiesta de carácter puramente religioso, á que el pueblo asistía para pedir una gracia al santo ó á la santa, ó para dárselas por haberla recibido, y después de haber practicado este piadoso acto, todos se volvían á su casa como unos viejos; después no faltó quien creyese que los romeros al salir del templo no harían ascos áun bocado y un trago, con tanta más razón, cuanto que la mayor parte de ellos habían madrugado y á todos se los debía haber bajado el desayuno á los talones-trepando á los vericuetos donde generalmente estaban los santuarios; una vez facilitada á los romeros la proporción de echar un remiendillo al estómago en torno del santuario, como de la panza sale la danza, los romeros se decidieron á echar un bailecillo, pensando que echándole en debida forma no habría en ello pecado, pues el santo rey David solía echarle delante del Arca Santa; así siguieron las cosas por espacio de siglos hasta que llegaron estos tiempos, y las romerías, perdiendo enteramente su carácter de fiestas religiosas, con un si es no es de inocentemente profanas, se convirtieron en desenfrenado alarde de glotonería, de embriaguez, de deshonestidad; de camorra y de desobediencia á toda autoridad que intenta, por ejemplo, impedir que se baile, de modo que entre hombres y mujeres se hace públicamente lo que ninguna familia un poco decente consentiría que ss hiciese en su casa. He explicado, que el objeto de esta reunión, y ahora á la reunión toca lo demás.

La reunión, después de aplaudir estrepitosamente el discurso del glorioso San Blas, acordó que constituyeran la mesa los mismos señores que la habían constituido la otra vez, y después de larga y sensata discusión, se convino en redactar una exposición al Señor pidiéndole que volviera las cosas al ser y estado que antes tenían.

Redactada inmediatamente la exposición por el Santo Angel de la Guarda, que hacía de secretario, y aprobada por unanimidad, la firmaron todos y todas, y al día, siguiente la mesa, presidida por el patriarca San José, se presentó al Señor para entregársela.

El Señor recibió á la comisión con su natural benevolencia y con la que era de esperar yendo presidida por su glorioso padre putativo.

Enterado de la exposición, sonrió con tristeza, y dijo á los comisionados:

—Encuentro un solo inconveniente para decretar esta exposición con un «Como se pide», y es el de que está suscrita por la minoría de los que solicitaron y obtuvieron todo lo contrario de lo que en ella se pide.

—Hijo—le replicó con mucho respeto y amor el glorioso presidente de la comisión, permíteme decirte que los firmantes somos exactamente los mismos de la otra.

—No, querido padre, porque á la otra se adhirieron todos los difuntos de Vizcaya, que constituían inmensa mayoría que ahora falta, sin duda porque no está conforme con lo que ahora se pide.

—Es verdad-asintieron con sentimiento el patriarca San José y sus compañeros de comisión.

Pero en aquel instante se oyó un gran ruido á las puertas del cielo, y llamado el glorioso portero San Pedro y preguntado por el Señor qué ruido era aquel, San Pedro le contestó:

—Señor, son todos los difuntos de Vizcaya que vienen á adherirse á la exposición que han entregado á V. M. estos señores comisionados, porque dicen que hasta en las inmediaciones de sus camposantos se ha empezado, el día de su triste fiesta, á celebrar romerías donde se come, se bebe y se baila indecentemente.

Oir esto el Señor y poner al pié de la exposición «Como se pide» todo fue uno.

Al despedirse del Señor los comisionados, el patriarca San José le rogó encarecidamente que de un modo ú otro pusiera término á la escandalosa degeneración de las romerías, y el Señor contestó á este ruego con acento y faz de profunda tristeza:.

—¡Ay, padre, Vizcaya sufrirá el castigo de esa degeneración y otras, perdiendo lo que más ama en la tierra, y los que primero llorarán en Vizcaya tal pérdida serán los padres y los hijos; los primeros, como reos de culpas pasadas; los segundos, como reos de culpas presentes!

Esto dijo el Señor. ¿Serán el cumplimiento de su terrible anuncio las lágrimas que hace cuatro años derraman en Vizcaya padres é hijos? ¡Quién sabe. Señor, quién sabe!

Ibaizábal y Compañía

I

Frescos como la nieve del Gorbea y el Aitzgorri, y limpios como la honra de las tres hermanas que al pié de aquellos excelsos montes se asientan, bajaban hacia Bilbao dos robustos aldeanos, naturales y procedentes, el uno de las montañas del lado de Durango, y el otro de las del lado de Orduña.

Para guarecerse de los rayos del sol, que picaba de lo lindo, se daban sombra con ramas-de castaño, de roble, de nogal, de haya y de otros árboles; y para regalar su olfato y realzar su gallardía, se habían adornado con sendos ramilletes formados con la flor de los cerezos, los perales, los manzanos y los melocotoneros que encontraban á su paso.

No hacían su viajo en ayunas, que llevaban el vientre bien repleto de ricas truchas, anguilas, loinas y bermejuelas, sazonadas con tragos de las buenas fuentes, algunas medicinales, que habían encontrado en su camino; porque ambos viajeros, como-eran aguados, habían pasado de largo por delante de las ventas y caserías en que se vendía el zumo de la uva foránea, ó el de la uva y la manzana indígenas.

Durante su viaje habían dado pruebas de serviciales y amigos de fomentar la industria y la agricultura patrias, ya impulsando con su empuje las ruedas de los molinos y ferrerías, ya regando los huertos y las arboledas con que tropezaban.

Al llegar á la jurisdicción de Galdácano, un poco más de una legua más arriba de Bilbao, se encontraron de repente, sin haberse visto hasta aquel instante, y después de saludarse con la cortesía y fraternidad propias de la gente de su tierra, trabaren conversación en los términos que sabrán los que leyeren ú oyeren leer.

II

—¿De dónde se viene, buen amigo, aunque sea mal preguntado?

—Do hacia Orduña.

—Qué, ¿es usted de por allá?

—Para servir á Dios y á usted.

—¿De qué parte?

—De Nerbina, y por eso me apellido Nerbión; pero di furentes ramas de mi familia se extienden por los valles de Ayala, Orozco y Ceberio.

—Larguito es el viaje que usted trae.

—No es cosa mayor: de seis á siete leguas, y eso que cómo hay tanto demonio de monte, tiene uno que rodear para no subir á donde Cristo dió las tres voces.

—No les sucede eso á los que viajan por Castilla, según me escriben mis amigos Duero, Pisuerga, Arlanzón, Tormes y Manzanares, que andan por allá.

—Algo de eso me ha contado un medio paisano mío llamado Ebro. Yo prefiero viajar por esta tierra, porque así está uno más limpio y saludable; y si no, mire usted qué color tienen los que viajan por las llanuras de Castilla, que parece que los han vomitado.

—Eso dicen de Manzanares.

—Que Manzanares tenga color malo, nada tiene de particular, porque dicen que tira á tísico, y además es muy marranote, pero sí que tengan color de ictericia los demás.

—¿Y en qué diantre consistirá eso?

—¡Toma! en la falta de ejercicio. ¿No ve usted que viajar entre riscos y peñas, como nosotros viajamos es una gimnasia perpetua?

—Justo y cabal. De seguro que si viajaran como nosotros los que andan por Castilla, no irían inficionando á todo el queso acerca á ellos con sus tercianas que nosotros, á Dios gracias, desconocernos. Pero volviendo á nuestra conversación, ¿qué tal es su tierra de usted?

—Hombre, hay en ella de todo, como en botica. En los altos donde yo lie nacido hace en invierno un frío decuatrocientos mil demonios; pero en empezando á bajar de aquellos peñascales, ya es harina de otro costal. La vega de Orduña es preciosa, y lo sería mucho más si no se la cultivase poco menos que al uso de Castilla.

—¿Qué uso es ése?

—El que consiste en mover y ahondar poco la tierra y abonarla poco ó nada. Orduña anda siempre buscando medios de salir de pobre, y; no le ha ocurrido uno muy sencillo y fácil con que, según he oído contar, lo han logrado los del valle de Guernica.

—¿Y en qué consiste ese medio?

—En hacer con la vega de Orduña lo que se hace con la vega de Guernica.

—¿Trabajarla y abonarla mucho?.

—Justamente. Es lástima que no haya algún buen patriota que les dé una lección práctica, que valdría más que todos los consejos y predicaciones.

—¿Y cómo se la daría usted si fuera terrateniente en la vega de Orduña?

—¿Cómo? Muy sencillamente: encalando y labrando bien una heredad, y cosechando así en ella cuatro veces más de lo que ellos cosechan en las suyas. Vería usted cómo este ejemplo práctico les hacía abrir el ojo. Pero volviendo á mi viaje, también dejo veguitas muy lindas y feraces en Amurrio, Luyando, Llodio, Orozco, Ceberio...

—Para vegas buenas, aunque pequeñas, las que yo he visto.

—¿Y qué vegas son esas?

—La mejor de todas, la de Durango.

—¡Hola! ¿es usted Durangués?

—De los montea del Duranguesado. Mi familia, que también tiene una de sus principales ramas en Arratia, está extendida por los montes de Urquiola, Udala, Campanzar, Oiz...

—¿Oiz? Desde ese monto dicen que se ven cosas buenas á la banda de allá.

—¡Vaya si se ven! ve, en primer lugar, el mar y los lindos valles de Marquina, Lequeitio y Guernica, por donde se pasean tres parientes míos muy cercanos, que á pesar de su cortedad, son muy estimados y prestan tan grandes servicios á la industria y á la agricultura. En segundo lugar, se ve el santo árbol de nuestras libertades.

Ambos viajeros se descubrieron respetuosamente la cabeza, y entonaron á dúo el cántico de la libertad vascongada, que empieza:


Gnernicaco arbola
da bedeincatuá
euskaldunen artean
gúztiz maitatuá.


Es decir: «El árbol de Guernica es bendecido y amado de todos los vascongados.»

—¿Y adónde se va, buen amigo?—continuó el de Nerbina.

—A ver la mar en la barra de Santurce.

—Pues, hombre, á lo mismo voy yo. ¿Por lo visto usted es aficionado á la mar?

—Muchísimo.

—Pues á mí me sucede dos cuartos de lo mismo. No sé qué demonio de fuerza misteriosa me impele hacia la mar.

—Hombre, pues lo mismo, lo mismo me sucede á mí.

—¿Sabe usted lo que digo?

—¿Qué?

—Que ya que vamos al mismo sitio y á lo mismo, y tenemos las mismas inclinaciones, podemos unirnos, por aquello de que la unión constituye la fuerza.

—Aprobado.

—Pues vengan esos cinco.

—Allá van estos diez, Birac-bat.

Birac-bat.

III

Los dos viajeros vizcaínos se dieron las manos, cada cual echó un brazo al hombro de su compañero, y así pareados y confundidos, como es muy común ver caminar á los mozos de su tierra, continuaron hacia Bilbao, protegiendo la industria que encontraban á su paso, como lo prueba el caso siguiente:

Al llegar al puente de Bolueta vieron un gran edificio á la orilla del camino.

—¿Qué edificio es ese?—preguntaron.

—Una gran ferrería que honra á la industria vascongada, y sólo con los braceros que ocupa en su recinto proporciona la subsistencia á cerca de quinientas familias.

—¡Pues aquí de nuestro patriotismo! Vea usted si el habernos unido en uno es cosa que á todos nos tiene cuenta. Separados, apenas podríamos prestar auxilio alguno á esa ferrería, que necesita motores de tomo y lomo. Unidor, nos sobra fuerza para hacer andar como perinolas sus enormes y multiplicadas? ruedas. ¡Con que, ea, echemos aquí una manita!

La ayuda que á la gran ferrería de Bolueta prestaron los viajeros, ó mejor dicho, el viajero, porque ya eran birac-bat, llenó de alegría á los habitantes del valle, que prorrumpieron en aplausos y bendiciones al poderoso protector de la industria.

Y el viajero, alentado por estas muestras de gratitud, y envanecido con el nombre de lbai-zábal, que le daban los moradores de una y otra orilla, nombre que es lo mismo que llamarle en castellano rio ancho, no se cansaba de proteger é impulsar la industria.

Ibaizábal (nombre que también le daremos nosotros, porque en verdad lo merece) dió más de un salto de alegría al acercarse á la isla de San Cristóbal, porque al llegar allí vió dos cosas que le sacaron de sus casillas; vió á Bilbao, y vió que la mar salía á su encuentro alargándole: un robusto brazo, como si quisiera decirle:

—Vengan esos cinco; que es usted hidalgo por su cuna (ó por su lecho) y por sus obras.

Ibaizábal no necesitaba ya sudar espumarajos-saltando de roca en roca, pues desde allí continuó su viaje tranquilo y regocijado con tener ocasión de prestar un nuevo é importantísimo auxilio á la industria y al comercio, cual era el de servir de motor á numerosas embarcaciones.

Al bajar un poquito más abajo, exclamó santiguándose: «¡En el nombre del Padre, qué hermosa y qué rica es esa señora que está sentada á mi mano derecha! ¿Pero por qué suda el quilo y siente angustias de muerte esa buena señora?

—Qué, ¿no lo ha adivinado usted?—le contestó la mar,—Porque como ha engordado tanto, no cabe donde está sentada.

—¿Pues por qué se ha sentado ahí?

—¡Toma! porque cuando se sentó creía que le sobraba asiento, y luego ha ido engordando, engordando...

—¿Y no hay quien le preste otro asiento?

—De eso se trata.

Ibaizábal dirigió la vista á la orilla opuesta y vió á un aldeano repantigado en un asiento tan ancho, que cabían diez como él.

—Buen hombre—le dijo—¿tiene usted alma para ver perecer á esa pobre señora en su asiento sin ofrecerle el de usted, en que estaría cómodamente?

—Ande usted, que se aguante ahí ó que se vaya de paseo por la orilla de la ría abajo.

—¡Quite usted de ahí, egoista!

—No me da la gana. Pues qué, ¿porque esa señora haya ochado barriga, con los millones que ha ganado en ítus honrados tráficos, ha de venir á quitarnos á los pobres aldeanos nuestro asiento? Estoy harto de decirle: «Señora, yo no me opongo á que usted paso cuando guste á sentarse y descansar á sus anchas aquí, pero ha de ser con el bien entendido que está usted en mi casa, y no en la suya.» Pero esa señora es tan orgullosa, que no admite tan generosa proposición y se empeña en realizar en mi casa (que nada debe á la suya, donde si suelo ganar el pan, mi trabajo me cuesta) aquel reirán que dice: «De fuera vendrá quien de casa nos echará.»

—¡Eso, eso es lo que también quiere hacer conmigo esa señora! exclamó al oir esto una honrada y laboriosa aldeana que trabajaba en sus heredades á espalda de la señorona. Esa señora llegó, sabe Dios de dónde, á mi puerta, flaca y necesitada, y me suplicó que le diese un cuartito donde pudiera vivir. Yo, con la mejor intención del mundo, le di el mejor cuarto de la casa; apenas entró, empezó á armarme pleitos y camorras, hoy por esto, mañana por lo otro, y ahora, con pretexto de que se le ha aumentado la familia y de que habiéndose enriquecido desea mayores comodidades, tiene la poca vergüenza de salir con que le he de dar toda la casa y yo me he de ir á la guardilla. Y como ella se ha onriquecido, y yo soy pobre, y ella tiene el padre alcalde y yo ni siquiera le tengo alguacil, se saldrá al fin con la suya.

Al oir estas cosas Ibaizábal, que era muy propenso á llorar, apartó de la hermosa y altiva señora sus ojos llenos de lágrimas y continuó su camino.

IV

Al llegar Ibaizábal á las riberas de Baracaldo vió venir por la izquierda otro viajero muy buen mozo, á quien también había alargado un brazo la mar.

—¿De dónde se viene, buen amigo?—preguntó Ibaizábal al recién llegado.

—Del noble valle de Mena.

—¡Ah! Yo creía que era usted vizcaíno.

—Haga usted cuenta que lo soy.

—Lo fué usted en tiempo de Mari-Castaña, pero ahora es usted castellano.

—Castellano por la ley, ó mejor dicho, por aquello de allá van leyes de quieren reyes, pero vizcaíno por naturaleza y por lo mucho que se me ha pegado la vizcainía en mi viaje de cinco leguas por la Encartación.

—Pues los liberales meneses han sabido amoscarse con la libertad de Vizcaya.

—Hombre, eso no debo usted extrañarlo, porque lo mismo han hecho los liberales españoles, que la primera vez que fueron gobierno, en vez de simpatizar con las únicas provincias de España que habían conseguido conservarse libres de tiranos, lo primero que hicieron fué querer quitarles su verdadera y secular libertad con el presuntuoso pretexto de que la falsa, inventada, ó mejor dicho, plagiada por ellos, era mucho mejor. Pero en cuanto á los meneses, lo que yo le puedo asegurar á usted es, que cuando en Madrid ó en América se nos pregunta de dónde somos, contestamos que somos vizcaínos, y hacemos muy bien, porque tanto tenemos de castellanos como usted de moro.

—¿Y qué tal tierra es la que usted ha recorrido?

—Buena la tierra y mejor la gente. Meneses y encartados, aunque me esté mal el decirlo, por la parte que me toca, somos noblotes, somos de cuerpo como de corazón, robustos, trabajadores, patriotas y listos como un demonio. El país es pintoresco y ameno, y las cosechas de grano, vino y frutas, más que regulares; porque así en Mena como en las Encartaciones hay tierras muy buenas, y brazos é inteligencia para labrarlas aún mucho mejores.

—¿Habrá usted pasado por Balmaseda?

—Lavando sus casas, regando sus huertas y moviendo sus artefactos.

—¿Esa es villa muy antigua y noble?

—Yo no entiendo de historia; pero según lo que he visto al pasar, los balmasedanos son dignos de que su villa siga llamándose cámara de Vizcaya, como cuentan se lo llamaron en lo antiguo no sé qué reyes.

En esta conversación iban Ibaizábal y O adagua, pues ésto era el nombre del viajero que venía de hacia las nobles Encartaciones de Vizcaya, sin descansar en el camino con lo que le daban que hacer multitud de molinos y ferrerías, cuando vieron que por debajo del puente de Luchana, situado á su mano derecha, asomaba la cabeza otro viajero.

También la mar le había alargado, si no un brazo, al menos un dedo para que pudiese llegar á ella, porque el pobre necesitaba muy bien este auxilio, pues era bastante débil.

—¿Quién es ése?—preguntó Ibaizábal á la mar,

—Ese es un tal Azúa, y viene del monte de Itúrburu, cerca de la Larrabezua, de donde es oriundo.

—¿Y qué es lo que le trae por acá?

—Lo que trae á todos ustedes: su inclinación á buscarme para descansar en mi seno.

—¡Porque es usted muy salada!—dijo galantemente Ibaizábal, que á su paso por Bilbao había adquirido algo de la cultura y la galantería de la invicta villa, á cuyas hermosas hijas había echado este piropo al alejarse de ellas.


Dos veces al dia sube
por Olabeaga la mar
á echar a las bilbainas
dos puñaditos de sal.


Azúa estaba contando que era muy lindo y muy poblado el valle de dos leguas que había recorrido desde que salió de su lugar natal, cuando vieron que por la izquierda llegaba otro viajero, también con el auxilio del dedo meñique que le había alargado la mar.

—¡Ande usted, Galindo, ande usted, hombre!,—le decía la mar arrastrándole hacia su seno.

—Caramba, es usted tan corto, que sólo sirve para venaquero.

Galindo, que era pundonoroso como buen baracaldés, replicó tímidamente y poniéndose colorado, que para algo más valía, pues cu su viaje de poco más de una legua había fertilizado las lindas y feraces vegas de la patria de los pimientos, de las guindas y las cerezas.

V

Galindo sacó los pies de las alforjas al ver la multitud de buques extranjeros estacionados en el Desierto para cargar vena de hierro, de la que tanto abunda en sus nativas montañas de Triano; y después de contar que pronto funcionarían en aquellas montañas hasta cinco ferrocarriles mineros, uno de ellos de tres leguas de extensión, añadió:

—Yo les aseguro á ustedes que antes de veinte-años tendremos en Vizcaya una ciudad de tres leguas, que empezará en Bilbao y terminará en San Juan de Somorrostro.

Cadagua, que como procedente de fuera de Vizcaya, estaba poco enterado de lo que pasaba-en ella, se sonrió con aire de incredulidad.

—No se ría usted de lo que Galindo afirma, pues es una verdad como un templo—le dijo la mar.—¿Ve usted esa enorme ferrería del Desierto, que ocupa dentro y fuera de sus negros muros á millares de braceros? Pues no tardará este valle de tres leguas, si los españoles no arman alguna trifulca de las que acostumbran, en llenarse de establecimientos por el estilo de ése; y esa actividad fabril, unida á la de la explotación y embarque anual de millones de toneladas de vena, ha de realizar la profecía de Galindo, que será el niño mimado de la futura gran ciudad, cuya Puerta del Sol será precisamente el valle por donde este buen baracaldés, ingerto de somorrostrano, acaba de pasar.

En esta conversación seguían nuestros viajeros su camino, y se acercaban ya á la barra, un poco alborotados con la alegría que les causaba el término de su jornada, cuando á su mano izquierda vieron á una damisela que los saludaba con mucha finura y cordialidad.

—¡Caracoles!—exclamó Ibaizábal.—¡Qué linda es esa chica que nos saluda! Chiquitita, pero guapa y bien compuesta, á lo menos exteriormente.

—Ya lo saben los forasteros, que, particularmente en verano, la rondan—contestó la mar, enviando un beso á la linda damisela, y otro á otra no menos linda, cuyo traje blanco la denunciaba en las rocas y los arenales de la parte opuesta, en cuya galantería la imitaron los viajeros, menos el baracaldés, que se puso colorado como un tomate.

Al llegar los viajeros frente á Santurce, cuyo aspecto majestuoso y alegro les enamoró, se alborotaron sobre si debían ó no pasar adelante; pero un chiquillo llamado Gobelas, que bajaba por las playas de Lamiaco, resolvió la cuestión en sentido afirmativo, gritándoles:

—¡Adelante, señores! ¡No hay que pararse en barras!.

El autor de este cuento estaba á la sazón en la cumbre volcánica del Sarantes, contemplando el valle del Ibaizábal, para cantarle en tono sublime, y exclamó, cayendo del cielo de la poesía al abismo de la prosa:

—¡Ibaizábal! ¡Ibaizábal! ¿Cómo después que te has hecho tan llanote y utilitario te he de cantar en el concepto de río mitológico?

Tolomeo te colocó en una de las regiones que componían la heróica Cantabria: unos dicen que los romanos te llamaron Nerba, y otros que te llamaron Negangesia; no falta quien asegura que tu nombre era Cálibe, y que tus aguas templaban de tal modo el fierro, que no se consideraba arma buena la que en ellas no se hubiese sumergido; y, por último, Arbolancha te menciona en este concepto, cantándote en sus Abielas:


«Soy Calibeo llamado, porque vino
mi padre de las ínclitas riberas
del río Calibe, do se templa el fierro
allá en Vizcaya, la poblada de árboles.»


¡Ibaizábal! ¡Ibaizábal! No puedo ya cantarte como río mitológico, pero te cantaré como río cristiano y libre; que nunca el rumor de tu corriente acompañó cánticos de idólatras ni arrulló sueño de tiranos.

La fuente de la sabiduría

Cuento popular recogido en la merindad de Marquina (Vizcaya)

I

Sancho López de Urberuaga, no se había tenido nunca por tonto, ni por tal había tenido nadie, sino antes bien, por tan discreto como los viejos de la merindad de Marquina decían haberlo sido cuando mozo el caballero de Barroeta, cuya tontería había llegado á ser proverbial desde el Urola al Lea, y desde el mar al Urco y Oiz; pero empezaba á creerse tan falto de seso, como el caballero de Barroeta lo era desde que salió de la mocedad, y las gentes más discretas empezaban á participar de su opinión.

La razón que tenía el solariego de Urberuaga para sospechar que se había tornado tonto como el caballero de Barroeta, es lo que en breves cláusulas voy á explicar.

Dejóle su padre buena casa, buena ferrería. buen molino, buena heredad, labrantías, buenos bosques de carboneo, buenos ganados y buenos castañares y manzanares, y á pesar de no haber sido nunca holgazán, ni vicioso ni manirroto, de tal modo había menguado su herencia paterna, que quedaba reducida á la casa solar, ya tan desvencijada, que á no ser por la yedra, que la abrazaba y sostenía hubiera dado en el suelo; á unas tierrecillas labrantías, dilatadas á modo de estrechos listones, á ambas orillas del río, desde la revuelta que éste da pasado el solar de Ubilla, hasta Aspilza; el bosque costanero que dominaba el solar á la banda diestra del río; y hasta una veintena de cabezas de ganado mayor y menor, y no cuento entre los cortos bienes de Sancho, la ferrería y el molino de Aspilza, porque éstos, lejos de ser labrantes y molientes, como lo eran cuando de su padre los heredó, eran ya sendos montones de ruinas por haber carecido y carecer su señor de haberos monedados para conservarlos y repararlos.

Aún la corta heredad que se extendía á mano derecha del río desde la casa-solar de la angostura frontera á las ruinas de la ferrería y el molino de Aspilza; ni para manzanar donde cosechar un tonel de sidra servía, porque ramificaciones de aquel manantial de agua caliente, que daba nombre al solar de Urberuaga, brotando abundantemente á espaldas del susodicho solar, aparecían en toda aquella llanurica, y la encharcaban y aun quemaban frutales, sembreos y hierba de pasto.

Cierto que deleitosa era la honda y estrecha cañada donde Sancho tenía su solar, porque frondosa vegetación la adornaba y enriquecía por todas partes, y allí la temperatura era tan benigna en todo tiempo, que ni frío se sentía en invierno, ni calor en verano, y así que la primavera asomaba flores que olían á gloria y pajaricos cuya dulce música no cesaba, convertían en paraíso aquel vallejuelo desde Jemeingan, en que empezaba por arriba, hasta Berriatúa, en que remataba por abajo.

Pero tengo para mí, que aun el jardín de Edén hubiera parecido árido y desabrido á nuestros primeros padres Adán y Eva, si á éstos hubiera faltado y sobrado lo que á Sancho faltaba y sobraba en Urberuaga, que era en punto á faltas, pan y abrigo, y en punto á sobras, trabajo y cavilaciones.

Hasta con mujer hacendosa é hijos juiciosos contaba Sancho para que prosperase su casa y hacienda; pero en verdad os digo, que maldición de Dios parecía haber caído sobre una y otra, porque lo que en todo otro era elemento de prosperidad, en él lo era de ruina.

En vista de esto nadie debe maravillarse de que Sancho empezara á sospechar que era más tonto que el caballero de Barroeta, ni de que las gentes de la merindad empezaran á participar de la misma sospecha.

II

¿Veis aquella torre alta labrada con arte maravilloso, rodeada de fuertes muros y hasta con su iglesica frontera consagrada á los santos San Joaquín y Santa Ana, para que los piadosos y nobles señores de la torre pudiesen oir misa los días santos desde las ventanas de su cámara, ahorrándose así el largo y mal camino que mediaba entre la torre y la iglesia de Nuestra Señora, de que los susodichos señores eran compatronos? ¿No veis aquella ferrería y aquellos molinos y aquella casería que entre nogales y castaños están al píe del collado donde se alza la torre? ¿No veis aquel camino, que partiendo de Barroeta, se sepulta entre los montes del Este, siguiendo la orilla siniestra de un arroyo que desde los montes desciende á alimentar el caudal de agua con que labran y muelen la ferrería y los molinos de los señores de la torre?

Pues cuando Sancho López era pobre señor del solar de Urberuaga, que era á mediados del siglo XVII, los señores de Barroeta nadaban en riqueza, no obstante haber llegado á ser proverbial la falta de seso del cabezalero de linaje, que lo era Martín Yáñez de Barroeta, á la sazón hombre como de sesenta años. Aquellos molinos y aquella ferrería molían y labraban sin cesar un solo día ni una sola noche; todos los amaneceres y todos los anocheceres estaba lleno de ganados que iban á los montes ó tornaban de ellos y eran lucrativa propiedad de los señores de Barroeta, aquel camino que comunicaba con los montes del Este; cuando llegaba la estación de las cosechas, los trojes y cámaras de la torre se llenaban de castañas, de manzanas, de cereales y de otra muchedumbre de frutos, y cuando llegaba la fiesta del Señor Santo Tomás, era de ver la multitud de gente campesina que de toda la merindad, y aun del Oeste de Guipuzcoa, se dirigía á la torre de Barroeta, con la renta anual que por sus caserías y molinos y montazgos pagaba á los señores de la susodicha torre.

Todos los que de la torre salían se mostraban contristados de la falta de seso que habían visto en el caballero de Barroeta, en la mocedad el más discreto de las merindades de Vizcaya.

El citado solariego de Urberuaga, que veía de crecer de año en año la prosperidad y riqueza la casa de Barroeta, no embargante la sandez cercana á imbecilidad del señor principal de la susodicha casa, y la fama de ladrón que tenía su mayordomo Gil Pérez, y veía también que él, pasando por uno de los hombres más discretos de la merindad y echando el cuajo á toda hora y en todo día, menos los días santos que guardaba como buen cristiano, de año en año aumentaba en pobreza, de modo tal, que ni él ni su mujer, ni sus hijos, podrían ya salir de hambre y harapos; el cuitado solariego de Urberuaga tornó á decir, viendo y pensando todo esto, empezó á pensar que era mucho más tonto que el caballero de Barroeta, y en esta opinión se iba confirmando al saber que todas las gentes sesadas de la merindad empezaban á pensar lo mismo, fundadas en las mismas razones.

III

Una tarde de fines de verano, Sancho López sudaba en el bosque de suso su casa solariega, preparándose á cocer una carga de carbón que era el mayor recurso coa que él, su honrada mujer y sus hijos pequeños aún, prolongaban la mísera existencia; su mujer ordeñaba una vaca para preparar, con la poca leche que daba, y otro tanto de agua y un puñado de harina de borona, la cena para todos, y los rapaces tornaban, cogiendo zarzamoras y avellanas de los matorrales, de la escuela que tenía cabe la ermita del Señor San Miguel de Arechinaga el ermitaño de aquel peregrino santuario.

—Señor padre, señor padre—le gritaron los muchachos al asomar junto á la ferrería y el molino de Ubilla, con cara y manos negras de las zarzamoras;—el señor caballero tonto viene con el peregrino que ayer hizo tantas cosas santas con el agua caliente de nuestra heredad.

Al oir esto Sancho, hundió el hacha en el tajo que le servía para partir leña, y tomó bosque abajo, tanto más presuroso cuanto que, cuando los rapaces llegaron á casa, vió asomar por la revuelta de Ubilla al caballero de Barroeta, acompañado de uno de sus criados y de un peregrino que en efecto el día anterior se había detenido largo rato en Urberuaga haciendo pruebas con frascos en el agua del tibio manantial, con no poca maravilla de los muchachos y aun del mismo Sancho y su mujer, que creían necio entretenimiento del peregrino.

Salióles Sancho al encuentro, saludándoles con la cortesía que era natural en él y el peregrino le dijo que por su consejo el caballero de Barroeta, iba á beber agua del manantial y á bañarse en la misma agua, á cuyo efecto llevaban tras ellos un mozo cargado con un tonel grande y abierto por uno de sus extremos.

Maravillóse no poco de esto el buen Sancho López, y preguntó al peregrino porqué tal consejo había dado al caballero de Barroeta; y el peregrino se contentó con decirle que estaba seguro de que con aquella bebida y aquel baño repetido por espacio de algunos días, había de recobrar el caballero la razón, que hacía tantos años había perdido.

Sancho tuvo grandes tentaciones de reir al oir esto, pero contuvo la risa pór cortesía y por compasión al cuitado imbécil, y los acompañó hacia el manantial, pensando que el peregrino, ó tendría tan poco seso como el caballero, ó era un bribón que vendiendo la falsa ciencia de curar, se proponía sacar la tripa de mal año en la abastada mesa de la torre de Barroeta.

El cuitado Martín Yáñez, que no tenía voluntad propia y que no abría los labios como no fuese para decir un despropósito, bebió agua del manantial sin oponer á ello resistencia alguna, y mientras el peregrino llenaba de la misma agua tibia el tonel, el criado se entró con el caballero en la enramada inmediata, desnudóle cubrióle con una sábana, y tornándole así hacia el tonel, hiciéronle entrar en éste, donde permaneció hasta que el peregrino indicó que era tiempo de sacarlo y tornarle á vestir.

Hecho todo esto, Martín Yáñez y sus acompañantes fuéronse de Urberuaga, prometiéndose tornar á hacer lo mismo en los días sucesivos, y aun que á Sancho y á su mujer y á sus hijos parecióles que el señor caballero tonto, como le llamaban éstos últimos, tornaba más animado y contento que había ido, le vieron alejarse compadecidos de que, á su falta de juicio, tuviese que añadir el engaño de que indudablemente era víctima por parte del peregrino.

IV

Algunas semanas después de haber llamado á las puertas de la torre de Barroeta un peregrino, asegurando que era inteligente en la curación de males como el que le habían dicho padecía el cabezalero de aquel noble linaje, estaba maravillada la merindad de Marquina porque Martín Yáñez de Barroeta había recobrado con creces el juicio y la discreción, que había perdido casi de repente no bien salido de la mocedad.

En efecto, el caballero de Barroeta daba cada día grandes pruebas de sabiduría y discreción. La primera que se le atribuía era el haber jubilado, con toda la renta que tenía, á su mayordomo Gil Pérez, diciendo que lo hacía por economizar. La segunda era disponer que ninguno de sus criados se levantase de la mesa con hambre, en lugar de levantarse con tanta como tenían al sentarse, que era lo que sucedía cuando el verdadero señor de la casa era el mayordomo Gil Pérez. También decía el caballero de Barroeta que esta disposición suya era para economizar. La tercera prueba de discreción y sabiduría que se contaba de él, era la de aconsejar á todos sus parientes y amigos varones que casasen en lugar de permanecer solteros, temerosos de dar con mujer de mal carácter y llenarse de hijos. Asimismo decía que este consejo se fundaba en el deber que todos tenemos de economizar dinero, inquietudes y vergüenzas. La cuarta prueba de discreción y sabiduría del caballero de Barroeta era...

Pero ¿á qué me he de molestar y he de molestar á los lectores dando noticia de todas estas pruebas, si necesitaría un tomo la narración de todas las que se contaba haber dado ya el caballero de Barroeta?

Sancho López de Urberuaga estaba, como todas las gentes de la merindad, maravillado de la virtud descubierta en el manantial de agua tibia que brotaba á espaldas de su casa solariega.

Una tarde subió á la torre de Barroeta á preguntar por el peregrino que había descubierto aquella virtud, y le dijeron que aquella mañana después de visitar el santuario de Arechinaga, había continuado la vía de Santiago de Compostela, sin querer recibir de Martín Yáñez más recompensa que la que consistía en una solemne promesa: esta promesa era la de tener por tonto incurable á todo el que no tuviese por obra de la Naturaleza, y no en manera alguna por obra de gentiles y extranjeros, el singular fenómeno trilítico de San Miguel de Arechinaga. Por lo demás, sólo se había podido averiguar del peregrino, que éste era un médico extranjero que iba á cumplir la promesa que había hecho al Apóstol Santiago de visitar su insigne basílica de Compostela en sufragio del alma de aquellos á quienes su ignorancia había matado, y en acción de gracias á Dios por aquellas curaciones que su ciencia había conseguido.

Sancho López de Urberuaga, su mujer y su hijos, como sus antecesores, se habían abstenido siempre de beber el agua tibia que brotaba á espaldas de su casa solar, porque la creían nociva en el hecho de tener temple, en su concepto no natural; y siempre había bebido de la de un ruin manantial de temple frío, que brotaba junto á la angostura frontera al molino y la ferrería de Aspilza; pero al ver el maravilloso efecto que el manantial de su propiedad había producido en el caballero de Barroeta, Sancho la bebió á todo pasto, y no contento con esto se bañó en ella por espacio de algunos días, porque decía con mucha razón:

—Yo debo ser tonto como lo era el caballero de Barroeta, aunque mí tontería sea menos aparente que lo era la suya, y tengo infinitamente más necesidad que él de hacerme discreto y sabio, para encontrar por medio de esta discreción y esta sabiduría alguna industria en que mejorar siquiera un poco esta vida, cada vez más lacerada y ruin que tenemos mi mujer, mis hijos y yo. Por de pronto, entreveo que mi más fundada esperanza de mejoría está en la maravillosa virtud que se ha descubierto en la fuente de mi propiedad; y ya sólo me falta idear el medio de utilizar esta virtud en beneficio de mi casa y hacienda.

Y así pensando y diciendo, Sancho se ponía á reventar de agua tibia, persuadido de que bebería era beber la sabiduría que tanto había menester para salir de su penuria.

Al fin creyó haber dado con un medio seguro de enriquecerse, y el haber dado con este medie» lo atribuyó á que el agua de su propiedad había ya obrado en él, efecto parecido al que había obrado en el caballero de Barroeta.

Poco tiempo después, apareció á la puerta de las iglesias parroquiales y todos los consistorios cantábricas y aun en no pocos sitios públicos del resto de España, un anuncio que decía;


«FUENTE DE SABIDURÍA»


«Merece este nombre una que brota sobre la casa-solar de Urberuaga en la república de Jemeingan, Señorío de Vizcaya, porque en su caudal se-ha descubierto la maravillosa virtud de tornar discretos y sabios áun á los más faltos de sexo, como lo prueba Martín Yáñez de Barroeta, señor de la ilustre casa y linaje de su apellido en la misma república, que habiendo permanecido por espacio de veinte años tan sandio que rayaba en imbécil, háse tornado discreto y sabio como hay pocos, bebiendo la susodicha agua y bañándose en ella.»

«Todo el que acuda á la susodicha fuente de la sabiduría, pagará un ducado diario al señor de la casa-solar de Urberuaga á que pertenece, por disfrutar de su maravillosa virtud, amén de lo que fuese justo que pague por el hospedaje y alimentación que recibirá en la susodicha casa-solar de Urberuaga, y además estará obligado á escribir en un libro en blanco una página á la entrada, y otra á la salida, ambas á la sabiduría, para que en todo tiempo pueda apreciarse con la comparación de una y otra el saludable efecto producido por tan maravillosa fuente de sabiduría.»

V

Aquel estrecho pero deleitoso vallejuelo que se extendía desde el solar de Ubilla al de Aspilza, brotando al promedio de estos dos solares, riberica izquierda del río, el manantial de Urberuaga era como lugar de romería para gentes, no sólo de las provincias cantábricas, sino también para no pocas de allende el Ebro y aun de reinos extranjeros, y no pudiendo hospedarlas á todas el solar de Urberuaga y otros de las cercanías, se derramaba por toda la república de le meingan, y aun por la linda villa de Marquina, que apenas dista media hora del susodicho manantial.

El honrado Sancho López y su mujer y sus hijos pensaban en enloquecer de alegría viendo la muchedumbre de ducados de que ya eran dueños, y con que ya tenían por cierto serles dado reedificar el molino y la ferrería de Aspilza, que una vez molientes y labrantes, les darían lindo y seguro lucro con que ir restaurando lo demás de la casa y la hacienda, harto necesitadas de ello.

Cuando vinieron los temporales de invierno y fué poco menos que imposible la susodicha peregrinación á la fuente de la sabiduría, naturalmente cesó la ida de tontos, á la susodicha fuente, cosa en verdad que no sintieron Sancho, su mujer y sus hijos, que, viéndose poco menos que ricos, deseaban descansar y gozar del primer invierno abastado que habían conocido.

Entonces Sancho tomó el libro que él llamaba de las comparaciones, y le encontró casi lleno, con ser en extremo voluminoso, y creyendo que iba á holgar mucho con el contraste que ofrecerían las sandeces que lodos habían escrito á la llegada y las discreciones que los mismos habían escrito á la partida, se puso á leer y á hacer comparaciones.

¡Cuál no sería su asombro cuando se encontró con que en todo el libro no había página alguna escrita por tontos, sino que todas ellas, por el contrario, estaban escritas por sabios consumados! De modo, que el libro, desde la primera página á la última, era un tesoro de discreción y de sabiduría. No sabiendo el buen Sancho cómo explicarse esto, subió á la torre de Barroeta con el libro bajo el brazo á ver si Martín Yáñez, que tan discreto y sabio se había tornado, acertaba á explicárselo.

—La explicación que ¿no alcanzas—le dijo Martín Yáñez—es muy sencilla y fácil: todos los que han acudido á la Fuente de la Sabiduría han sido sabios y no tontos, porque el sabio es el único que se cree tonto, y el tonto el único que se cree sabio.

VI

Sancho López de Urberuaga creyó que en conciencia de buen cristiano, no debía volver á anunciar como fuente de la Sabiduría la que brotaba á espaldas de su casa-solar; porque si bien podía poseer virtudes medicinales para determinados males del cuerpo, que desaparecidos, desaparece la sombra con que oscurecían la inteligencia, en cuyo caso debía hallarse la curación del caballero de Barroeta, lo ineficaces que habían sido las aguas de Urberuaga para darle á él la poca sabiduría que necesitaba para saber que el sabio es el único que se cree tonto y el tonto el único que se cree sabio, probaba que aquellas aguas en manera alguna debían calificarse de Fuente de la Sabiduría, y sí sólo de fuente de Salud, para determinadas dolencias.

Dudaba Sancho Si emprender la edilicación de la ferrería y el molino de Aspilza, porque después de pagar todas sus deudas, reparar un poco su casa-solar y cubrir otras necesidades dehonra y provecho, le parecía poco su caudal para llevar á cabo tal obra.

Precisamente cuando luchaba con estas dudas, apareció por Urberuaga el alemán que dijo á Sancho que iba á pedir la sabiduría á aquellas aguas, porque se tenía por tonto rematado.

Sancho se descubrió la cabeza ante él, dándole por un gran sabio; y para probarle que su manantial no daba ni quitaba sabiduría, le dió á leer el libro que llamaba de las comparaciones. Leyóle el alemán, y de tal modo se maravilló de la sabiduría en él atesorada, que por él ofreció diez mil ducados, que Sancho aceptó.

El alemán dió á la estampa el libro en Maguncia, con el título de Libro de la Sabiduría, y en breve tiempo centuplicó lo que le había costado.

Y en verdad que si el alemán no se hubiera llevado tan á tiempo el libro, quizá se lo hubiera llevado el agua, porque una noche, tal y tan repentinamente creció el río, que Sancho, su mujer y sus hijos con dificultad pudieron salvarse y salvar con ellos su caudal monedado.

Aquella avenida se llevó la casa-solar de Urberuaga, sin dejar ni aun los cimientos; y entonces Sancho López, que creyó voluntad de Dios y no suya, el quedarse aquel solar caso destinado á más altos fines, determinó añadir á la reedificación de la ferrería y el molino de Aspilza, que consideraba también como solar paterno, casa cómoda y sólida al lado de la ferrería y el molino, para vivir él y su familia explotando honradamente ambos ingenios.

El manantial de Urberuaga se fué cubriendo de maleza, y aun permaneció olvidado y escondido, hasta que más de dos siglos después unos pobres tísicos que necesitaban para prolongar indefinidamente su vida un poco de nitrógeno, siquiera una vez al año, y para obtenerlo tenían que trepar á la cumbre de los Pirineos, siéndoles así peor el remedio que la enfermedad, se reunieron para pedir á Dios que les proporcionase nitrógeno más barato, y entonces Dios llamó á ciertos animosos y modestos hermanos marquineses, y les dijo:

«Vosotros que sois trabajadores, ingeniosos y benéficos, como pocos, vais á desenterrar con ayuda de un médico que yo os enviaré, abundancia de nitrógeno en el apacible y fresco vallejuelo de Urberuaga, y de mi cuenta corre el portarme bien con vosotros.»

¡Bien, muy bien se han portado Dios, los marquineses y el módico en el vallejuelo de Urberuaga!

El desmemoriado

Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Carranza es un valle de Vizcaya que tiene más fisonomía montañesa que vizcaína, como metido casi en el corazón de la montaña. Dícese en las Encartaciones que en Carranza todo es pequeño: los hombres, que son bajos, aunque rechonchos y fuertes; los ganados, que son de razas pequeñas; el maíz, que es de la especie llamada en vascuence arto-chiquili (maíz pequeño), y hasta la extensión de terreno que cada labrador cultiva es pequeña, aun comparada con la que cultivan los del resto de Vizcaya, que no es grande, aunque sí productiva, por el mucho esmero del cultivo, el abono y la bondad del clima.

A ésta última pequeñez se alude en una de las muchas anécdotas con que los encanutados dan bromas á los carranzanos. Cuéntase que con motivo de cierta festividad, en Carranza había corridas de toros ó novillos, y el público, apostado en las paredes del coso y en los portales, se impacientaba porque tardaba en dar principio la fiesta.

Esta tardanza era para dar tiempo á que llegara una señora llamada doña María de Trilla, muy popular y estimada en todo el valle por lo dispuesta que estaba siempre á favorecer á sus convecinos necesitados. Uno de los espectadores ge distinguía entre todos por su oposición á que empezase la corrida antes de la llegada de doña María de Trilla

Esta llegada se dilataba, el público no podía ya contener su impaciencia y el alcalde se mostraba como dispuesto á hacer la seña para que se abriera la puerta del toril.

—¡Salga el toro! ¡Salga el toro!—gritaba la muchedumbre. Y entonces el carranzano que más empeño había mostrado porque se esperase á doña María de Trilla, saltó al coso, y encarándose con el público, respondió desesperado al grito de ¡salga el toro!

—No ha de salgar hasta que venga doña María de Trilla, que me dió un celemín de cebada para sembrar.

Podrá haber en Carranza muchas cosas pequeñas, pero hay una que no lo es: el corazón de los carranzanos, que le tienen grande para combatir, para sufrir, para trabajar, y hasta para comer y beber.

Desde tiempo inmemorial se dedica una buena parte de la juventud carranzana de ambos sexos al servicio doméstico en las comarcas circunvecinas y muy particularmente en las Encartaciones. Ya en el siglo XIV debía existir esta costumbre, pues Lope García de tí alazar que nació al terminar este siglo, hace mención, en su inédito Libro de las buenas andanzas é fortunas, de criados carranzanos servidores de su ilustre casa; y siglo y medio después don Lope de Salvador, su nieto, dejaba en su testamento mandas á criados carranzanos.

Lo menos otro siglo y medio después debió florecer el criado carranzano que hace de protagonista en el cuento popular á que me ha parecido conveniente dar por prefacio estos renglones, porque el método que yo he seguido en las nueve colecciones de cuentos que llevo dadas á luz no se conforma con el de otros coleccionistas, consistente en dar á conocer los cuentos tales como los han recogido de boca del pueblo.

II

Nelas (como en aquella comarca simplifican ó mejor dicho pítriñituan el nombre de Manuel), Nelas el carranzano tenía un gran defecto, cada vez más pronunciado, para el servicio doméstico á que se dedicaba desde mozuelo: este defecto era la falta de memoria, hija de la falta de entendimiento. Por esta falta no le quería ya nadie recibir en su casa, á pesar de que tenía fama merecida de muy honrado, muy trabajador, muy humilde y de muy buena voluntad. Sabedor de que en una de las casas principales de Sopuerta, que era la de los Salazares de las Rivas, necesitaban un criado, se apresuró á presentarse en ella, solicitando acomodo.

Lo primero que hizo por vía de solicitud fue decir á los señores, sin que éstos se lo preguntasen, que su mayor defecto era la falta de memoria, por lo que nadie le quería en su casa y hacía ya meses que estaba desocupado y vivía con una ración de hambre y otra de necesidad.

A los señores de la casa pareció grave defecto el que el carranzano confesaba sin preguntárselo nadie, porque principalmente le necesitaba» para llevar recados verbales; pero les enamora tanto la ingenuidad del mozo, que se decidieron á tomarle á su servicio, tanto más cuanto que era ya costumbre secular en los diferentes ramos de su linaje el valerse de criados carranza nos, que, por otra parte, tenían fama nunca desmentida de fieles á carta cabal.

Nelas creyó volverse loco de alegría cuando consiguió entrar en tan buena casa, y juró hacer prodigios de voluntad, para suplir con ésta su falta de memoria.

Al pobre no se le ocurría que las potencias del alma son tres, y no dos: memoria, entendidimiento y voluntad. Memoria no tenía, entendimiento tampoco, ¡Pues qué! ¿Con voluntad iba á hacer memoria y entendimiento? ¡Hum! dificilillo lo veo.

Si Nelas hubiera sabido escribir ó su amo acostumbrara á mandar los recados por escrito, todo se hubiera podido conciliar; pero era el caso que Nelas ni áun sabía la jota aragonesa, y su amo había ido quedando tan corto de vista á fuerza de apuntar venal carbón y hierro en su herrería de Ballibrán, que había jurado no volver á apuntar ni áun con la escopeta á los tordos que manducaban las mejores cerezas y las mejores brevas del gran cercado que aún subsiste detrás de su casa.

III

Al día siguiente de entrar Nelas á servir en casa de los Salazares de las Rivas, le llamó su amo y le dijo:

—Oye, Nelas, vas á ir á llevar un recado á Bilbao, y vamos á ver cómo te las compones para no equivocarte.

—Pierda usted cuidado, señor, que como un papagayo he de decir todo lo que usted me encargue. ¿A quién he de llevar el recado, señor?

El señor Salazar indicó á Nelas el nombre de un naviero de Bilbao que comerciaba en la exportación de hierro y le había hecho un pedido de este metal, suponiendo que conservaría en la lonja el que había labrado en Ballibrán durante los últimos meses. Daba la casualidad de que el nombre y la persona del naviero bilbaíno le era á Nelas muy-conocido, porque de otra casa donde había servido le habían enviado muchas veces con cartas y recados para aquel caballero, y por tanto al señor de Salazar sólo le restaba meter á Nelas en la mollera el recado y no el nombre de la persona á quien había de llevarle.

—Pues bien—continuó el señor de Salazar, después de idear los términos más mínimos y sencillos á que era posible reducir el recado—vas á su casa y le dirás de mi parte que no tengo ni una onza de hierro. ¿Lo entiendes, Nelas?

—¿Pues no lo he de entender, señor? Que no tiene usted ni una onza de hierro. ¿No es esto lo que le he de decir?

—Eso nada más.

—Pues eso, señor, por debajo de la pata se lo digo yo.

—Bien, hombre. Toma una peseta para que eches un trago en el camino; que te den algo con que acompañar el trago, y ya está andando.

En efecto, pocos minutos después ya estaba Nelas andando camino de Bilbao.

Aunque mentalmente repetía de cuándo en cuándo el recado, echó de ver, antes de llegar á Somorrostro, que el recado se le iba escapando de la memoria, y recordando entonces lo que los chicos suelen hacer para que no se les olvide el que su madre les ha mandado llevar, que es repetirle en alta voz, determinó imitarlos.

—No tiene ni una onza de hierro, no tiene ni una onza de hierro—iba repitiendo sin cesar, y en voz tanto más alta cuanto que si no, ni á si mismo se oía con el ruidoso canto de los carros cargados de vena que subían río arriba.

En el llano de Bilochi, que era por donde antes iba el camino y no por la orilla opuesta del rio, como ahora, encontró Nelas unos carros, cuyos conductores exclamaron al oirlo:

—¡Calla, ese mozo sabe que en lugar de cargar en Triano, hemos cargado en la cuesta de Fresnedo!.

—Sin duda se lo ha dicho algún lengüetero que va delante y nos ha visto cargar allí.

—De seguro.

—Pues estamos frescos si llega á noticia del ferron que la vena que llevamos no es de Triano.

—Apuradamente necesitan mucho los ferrones para decir que la vena que uno lleva no tiene una onza de hierro, aunque se haya reventado uno subiendo á cogerla de la mejor del monte...

Y tenían razón en esto los carreteros, pues los ferro nos no querían más vena que la de Triano, y siempre estaban recelosos de que los carreteros se la encajaban de otra parte, como por ejemplo, de las veneras de Galdames ó Sopuerta, ó de las estribaciones somorrastranas de Triano.

—No tiene una onza de hierro, no tiene una onza de hierro—continuaba gritando Nefas.

—¡Miente =i con toda tu boca!—le dijeron irritados los carreteros.

—¿Cómo que miento?—les replicó Nelas.—Es la pura verdad, que ni una onza de hierro tiene.

—Pues si no tiene hierro la vena, tendrás tú leña. Toma, para que no seas parletin.

Y así diciendo, los carreteros comenzaron á descargar sus aijadas sobre las costillas del pobre carranzano.

Por fin éste pudo hacerles comprender el verdadero sentido de su cantinela, y suspendieron la peluquina.

—Pero, canario—les preguntó—si es malo decir lo que, el amo me ha encargado, ¿que es lo que lie de decir?

—Lo que has de decir, si no quieres volver á probar las aijadas, es: Todo es hierro..todo es hierro.

—Pues bien, lo diré como ustedes quieren; pero para encargarle á uno una cosa así, no es necesario ser tan libertado de manos.

Nelas continuó su camino, repitiendo sin cesar y en alta voz:

—Todo es hierro, todo es hierro.

En este nuevo grito perseveraba con tanta más razón, cuanto que le valía sonrisas de agradecimiento en vez de palos de los carreteros que iba encontrando, y que por lo visto tampoco se habían tomado la molestia de subir á cargar de la rica vena de aquel monte, que hizo decir al naturalista Plinio: «En la parte marítima de la Cantabria, bañada por el Océano, hay un monte quebrado y alto, cuya abundancia de hierro es tal, que todo él es de esta materia»

IV

En las Carreras tenía un rementero su fragua orilla, del camino, y entre él y un hombre, que había ido á comprarle una hacha, mediaba esta conversación:

—Yo quiero una hacha que no se muesque, aunque corte demonios colorados.

—Pues mejor que ésta no la encontrarás, aunque la busques en el mundo entero. Esta todo lo corta.

—Sí; y puede que no sirva ni para cortar manteca.

—Te digo que ésta lo corta todo.

—Puede ser que ni siquiera haya visto el acero.

—Es todo acero, hasta el ojo.

Al decir esto el rementero, apareció Nelas gritando:

—Todo es hierro, todo es hierro.

Al oir esto el comprador, que ya sacaba la bolsa para pagar el hacha, se la volvió á guardar y se alejó de la fragua, diciendo:

—Buen tonto sería yo en comprar una hacha que hasta los pasajeros saben que es toda hierro, y por consiguiente no corta nada.

El remen tero echó mano al espeque ó espetón que tenía en la fragua, y hecho una furia salió á metérsele por la boca al importuno que le había hecho perder un parroquiano y aún continuaba diciendo que era toda hierro el hacha.

Nelas retrocedió espantado, y así pudo dar tiempo á que el rementero calmase un poco su furia, poniéndole de improperios que no había por donde cogerle.

—¡Por vida del otro Dios!—exclamó Nelas desesperado y casi llorando al ver las cosas que le sucedían.—Pues si es malo decir lo que vengo diciendo, ¿qué es lo que debo decir?

—Lo que debes decir es: Todo lo corta..todo lo corta.

—Pues bien, hombre, eso diré; pero para encargármelo no tenía usted necesidad de ponerse como un condenado y querer meterme el espeque reluciente por la boca.

Así diciendo, Nelas continuó su camino gritando:

—Todo lo corta, todo lo corta.

Ya en el alto del Pino del Casal estuvo tentado de mudar de cantinela, al oir á un francés que iba por allí tocando un silbato, replicarle muy enfadado:

—Yo sólo corto lo que es debido.

Pero desistió de esta tentación, y volvió á gritar lo mismo así que el francés se alejó y sin pasar á mayores y desistió con tanto más motivo, cuanto que unos chicos de la escuela, á quienes había visto esconderse asustados en unos matorrales, le dijeron al salir de éstos, cuando el del silbato bajaba ya hacia San Pedro de Abanto:

—Gracias, buen hombre, que si no por lo que-usted venía diciendo, ese del silbato nos coge descuidados y nos fastidia.

Un poco antes de llegar á Nocedal había dos sebes ó bosques tallares, separadas por un ilsu ó mojón. El dueño de una de ellas estaba cortando palos con que hacer celias para las barrica, y de cuando en cuando dejaba de cortar en su sebe y pasaba á cortaren la del vecino. Cuando oyó á Nelas gritar:

—Todo lo corta, todo lo corta, se puso hecho un solimán y salió al camino con uno de los palos de castaño que había cortado, dispuesto á romperle en las costillas del que sin irle ni venirle se metió á acusarle de que lo cortaba, todo, lo mismo lo suyo que lo del vecino.

Por más listo que para huir de él anduvo Nelas, éste no pudo evitar que le arrimara un estacazo que á poco más le carpe el espinazo.

—Pero, ¡porrazo!—le dijo Nelas, pidiéndole misericordia con lo compungido de su cara.—¿Qué es lo quiere usted que diga, si no se puede? decir lo que el rementero de las Carreras me ha mandado?

—¡Hola! ¿Con que el rementero te ha mandado decir ego?.

—Ya se ve que sí; y si á usted no le gusta dígame qué es lo que he de decir.

—Lo que has de decir es: El rementero, borracho y embustero.

—Bien, hombre, eso ni más ni menos diré; pero para mandarle á uno que diga eso no es menester pegar.

Nelas continuó su camino, gritando:

—El rementero, borracho y embustero.

V

El rementero de San Salvador era tan aficionado al agua y á la verdad, que no podía ver ni pintado á su compañero el rementero de Burceña, por la única razón de que éste decía que el agua cría ranas y la verdad es amarga. Para encarecer su mucha afición al agua y por tanto su poca afición al vino, bastará decir que cada día rezaba un Padre nuestro por la salvación del alma del alcalde á quien le ocurriese bajar al campo de la iglesia la rica fueate de San Antón, que estaba donde Cristo dió las tres voces, noticia coa que de seguro llenó de esperanzas de Salvación al alcalde que de 1880 á 1881 ha realizado el sueño dorado del remen tero.

—¿Oye usted con calma lo que ese mozo va diciendo?—preguntaron al rementero de ¡San Salvador los que estaban en la fragua cuando Nelas pasó con su cantinela.

—Eso no va conmigo—respondió el rementero; lo que prueba que en este mundo para no incomodarse con malévolos juicios ajenos, el mejor remedio es no merecerlos.

El rementero de Burceña se dedicaba, masque á hacer y componer herramientas, á trabajar en los barcos ó para los barcos, porque era muy diestro, sobre todo para forrarlos de chapa de hierro y componer las averías del forrado, y entonces estaba de muy mal humor, porque no habiendo barcos que forrar, no trabajaba.

Cuando oyó lo que decía Nelas, se puso hecho un basilisco y salió al camino con el martillo levantado, jurando que iba á hacer y acontecer con el que le insultaba.

—Pero, ¡canute! ¡si esto no va con usted!—le objetó el carranzano.

—Yo te digo que va—replicó el rementero—y guárdate muy bien de repetirlo.

—Bueno, hombre, no lo repetiré; pero dígame usted qué he de decir en su lugar.

—Lo que has de decir en lugar de esa insolencia, es; A la fragua, que el barco hace agua.

—Bien, ¡caráspita!, así lo diré; pero para encargarle á uno que lo diga no es menester ponerse como un toro—contestó Nelas..

Y continuó su camino hacia Bilbao, repitiendo:.

—A la fragua, que el barco hace agua.

Al llegar á San Mamés, casualmente se encontró con el naviero á quien le enviaba su amo, que iba á ver cómo andaba la gente que tenia ocupada en embarcar hierro en uno de sus más hermosos barcos fondeado en Olaveaga.

Al ver y conocer al naviero, esforzó su cantinela, no ya sin dirigirse á nadie como hasta entonces había hecho, sino dirigiéndose al naviero que, profundamente alarmado, le gritó:

—Corre á decir al rementero de Burceña que venga inmediamente con todo lo que sea necesario para salvar al barco. Corre como una liebre, que si el barco se salva yo te prometo una buena propina.

Oir esto Nelas y volver pies atrás, corriendo como si le hubiesen puesto un cohete en salva la parte, todo fué uno; de modo que cuando el naviero, que era viejo y gordo, llegó echando los bofes al fondeadero de Olaveaga, ya asomaban por Zorroza el rementero de Burceña y Nelas, éste cargado con un atado de chapa de hierro, y el otro con una porción de herramientas de herrero y calafate.

En el barco no se veía ni oía alma viviente, y era porque tripulantes y cargadores estaban durmiendo la siesta. Despertados y alborotados con la llegada y las voces del naviero, bajaron á reconocer la bodega del buque, y se encontraron con que ésta se iba inundando de agua, que entraba por una vía abierta en el casco, sin duda con el golpe de alguna de las barras de hierro que los cargadores arrojaban violentamente desde la cubierta.

La vía de agua se cortó inmediatamente, el agua que había entrado se achicó,una nueva y fuerte chapa de hierro sustituyó á la rota, y el naviero, persuadido de que el aviso de Nelas le había valido la salvación del buque y del cargamento, que valían más de un millón de reales, gratificó á Nelas con diez onzas de oro como diez soles.

Al ver las onzas de oro, Nelas se acordó que en el recado de su amo se hablaba de onzas de hierro, y como por el hilo se saca la madeja, cavila que cavila sobre este tema, al fin dió por completo con el recado, y como un papagayo se le encajó al naviero, que le encargó dijese á su amo que otra vez sería, emprendiendo en seguida la vuelta á Sopuerta más alegre que un tamboril, con sus diez onzas de oro en el bolsillo y el estómago una buena merienda, que por mandado del naviero le dieron en el barco.

VI

Temeroso Nelas de que se le olvidara el recado del naviero, iba por todo el camino repitiendo en voz alta:

—Que otra vez será..que otra vez será.

En los bortales de la fuente de Torres estaban emboscados unos ladrones, con objeto de robarle el dinero que trajese de Bilbao, pues creían que su amo le había enviado á cobrar alguna partida de hierro; pero al oirle decir: «Que otra vez será», entendieron que aquél era el recado que le había dado el comerciante, en vez de darle dinero, y se fueron bortales arriba.

Persuadido Nelas de que no servía para llevar recados verbales, porque para eso se necesita en primer lugar la primera de las potencias del alma, consultó á sus amos sobre lo que debía hacer, y de sus resultas compró un rebaño de cien ovejas, que entonces valían á poco más de un duro cada una; hízose pastor, se casó, tuvo hijos tan buenos como él y su mujer, y vivió muy bien hasta que murió de puro viejo, dejando al mundo testimonio de que la buena intención y la hombría de bien, en cambio de algunas contras que tienen en este mundo, tienen muchas ventajas en este mundo y en el otro.

Las tres devociones

I

Los cuentos contados por mí al público (que en en verdad no son pocos, puesto que llegan á diez tomos), se dividen en tres clases: cuentos propiamente populares, pues son recogidos de boca del pueblo y recontados por mí como Dios me da á entender; cuentos inventados por mí, en virtud de que soy un cachillo del pueblo y no se me ha de negar la libertad de inventarlos, cuando al más zamarro se le concede, y cuentos que no lo son. A éstos últimos, que pudieran también llamarse «Cuentos Sucedidos», pertenece el que voy á contar para explicar cuál es la devoción corno Dios manda y cuáles las devociones como manda el diablo.

II

Han de saber ustedes que en Vizcaya hay un pueblo, cuya única inmodestia consiste en llevar el nombre de ciudad, no teniendo la décima parte del vecindario de Bilbao, que lleva el nombre de villa, y áun esta inmodestia es sólo aparente, pues el pueblo de que se trata no lleva el nombre de ciudad por vanidad propia, sino porque le heredó de sus honrados antepasados, que no le ganaron adulando á los reyes ó señores, sino derramando su sangre y gastando su hacienda en servicio de Dios y de la patria.

Este pueblo, que se llama Orduña, tiene fuera sus muros, en las estribaciones septentrionales de la cordillera pirenaico-cantábrica, un santuario muy venerado, consagrado á la Madre de Dios con el nombre de la «Virgen de la Antigua», que se funda en proceder la imagen que allí se venera de otro pueblo que precedió al actual y tuvo asiento precisamente donde le tiene el santuario que conmemora su existencia.

En Orduña, como en todos los pueblos, sin exceptuar á los más religiosos y cultos, hay gentes que no entienden la devoción como Dios manda, que es como la entiende el capellán de la Virgen de la Antigua, sino como manda el diablo, que es como la entiende Orapronobis, y sobre todo como la entienden Juan Palomo y su hijo Bartolo.

III

Orapronobis era una viuda más simple que los que creen en el patriotismo de los políticos de oficio, y es tenida por una santa, que por intercesión de la Virgen de la Antigua alcanza de Dios grandes favores.

Esta circunstancia mueve á las gentes que tienen de la devoción la idea que tiene Orapronobis y tienen Juan Palomo y su hijo, á pedir á la primera que les alcance de Dios, por intercesión de la Virgen de la Antigua, lo que más cuenta les tiene; y Orapronobis, que es incapaz de negar á nadie favores de esta naturaleza, se apresura siempre á acceder á tal petición; de modo que si la Virgen ó su divino Hijo no son siempre tan complacientes como ella, no es por falta de voluntad y diligencia de Orapronobis.

Citaré un ejemplo de ello. Uno de los que en los puertos de mar cargan de pescado fresco sus caballerías y van á venderlo á los puertos del interior, llegó á Orduña (que dista de la costa ocho ó diez leguas) con dos cestas de besugos que le quedaban de los que había cargado en Bermeo, y una fresquera se las compró, para vender los besugos al por menor.

La fresquera decía, mirando hacia la costa, con ansia de ver aparecer hacia allí nubarrones que indicasen próximo temporal:

—Si Dios quisiera que se alborotase la mar de modo que en dos ó tres días no pudiesen-salir á, ella los pescadores de Bermeo, me ponía yo las botas vendiendo como quiera las dos cestas de besugos, que tendré que vender á cualquier precio si la mar está buena y viene por Orduña peste de besugos más frescos que los míos.

Y así pensando y diciendo, se fué á ver á Orapronobis y le suplicó que rogase á la Virgen de la Antigua que se alborotase la mar, y Orapronobis se fué inmediatamente al santuario, y con todo su corazón y toda su alma, pidió á la Virgen que intercediese con su divino Hijo para que se alborótasela mar, de modo que no pudiese salir ni una lancha pescadora, y la pobre fresquera de Orduña, libre de toda competencia, pudiese vender al precio que le diese la gana las dos cestas de besugos, aunque éstos olieran á demonios.

IV

Estaba yo por decir que en punto á devoción, Juan Palomo es otro que bien baila, pero me guardaré muy bien de decirlo, porque la devoción de Orapronobis, al menos en la intención, se diferencia mucho de la de Juan Palomo.

Juan Palomo cree en Dios y en la Virgen y en toda la corte celestial, pero es con la condición precisa de que Dios y la Virgen y los Santos han de hacer lo que á él le tenga cuenta.

Un día acudió á Orapronobis, suplicándole que pidiera á la Virgen de la Antigua que no se muriese un huésped que él tenía en su casa y le pagaba lucrativo hospedaje y había caído enfermo de mucho peligro. Orapronobis le complació, el huésped se puso bueno, y Juan Palomo anduvo por mucho tiempo armando camorras con los de Arceniega, y los de Begoña, y los de Eibar, sosteniendo que ni la Virgen de Begoña, ni la Virgen de la Encina, ni la Virgen de Arrote, ni ninguna Virgen, aunque fuese bajada del cielo, valía nada en comparación de la Virgen de la Antigua, de Orduña.

Otro día acudió á la misma Orapronobis, suplicándole que pidiera á la Virgen de la Anti-gua que subiera todo el pueblo el precio del trigo t porque él tenía aún sin vender todo el que "había acaparado para la venta en Agosto último: Orapronobis le complació muy de veras; pero el precio del trigo en lugar de subir bajó, y Juan Palomo, que sabía cuánto les quemaba la sangre á los de Orduña el que se dijera que la Virgen de la Encina valía más que la Virgen de la Antigua, armó cien camorras con ellos, diciéndoles que la Virgen de la Antigua no valía ni para descalzar á la de la Encina; y en cuanto á Orapronobis, decía que era una beatona falsa, á quien ni Dios ni la Virgen ni ningún santo hacían caso, y que si su huésped se había puesto bueno, era porque no le había llegado la hora de la muerte, y añadía que ni Dios ni la Virgen ni los santos se metían en que un hombre se pusiera bueno ó dejase de ponerse.

Esta era la devoción de Juan Palomo, de quien su hijo Bartolo era vivo retrato por fuera y por dentro. ¿No es verdad que la devoción de Juan Palomo, aún más que la de Orapronobis, lejos de ser como Dios manda, era como manda el diablo?

V

Llegó el tiempo de la quinta, y entraron en ella el hijo de Juan Palomo y el hijo único de Orapronobis, sacando el primero el número 13 y el segundo el número 12, para doce soldados que correspondían á Orduña.

El hijo de Juan Palomo no tenía exención alguna, y por consecuencia, si se libraba el hijo de Orapronobis, que alegaba la de hijo de viuda pobre, á quien mantenía, su padre no tenía más remedio que dejarle ir á tomar el chopo ó soltar para redimirle ocho mil reales, que para él era como soltar ocho mil dientes; pero Juan Palomo y su hijo, que habían protestado de la exención del hijo de Orapronobis, confiaban en que éste sería declarado soldado, completándose con él el cupo.

Entre las gentes cuya devoción correspondía á dos de las tres de que se trata en este cuento, empezó á cundir la opinión de que Orapronobis apretaría más firme que nunca con la Virgen de la Antigua para que su hijo saliese libre, y cuando Juan Palomo y su hijo cayeron en esto, convinieron en que Bartolo corría grave riesgo de ser declarado soldado.

Padre é hijo cogían el cielo con las manos, viéndose amenazados de este peligro, y la víspera de la declaración de soldados, á fuerza de discurrir en busca de medios para conjurarle, dieron por fin con uno que les pareció á pedir de boca y les tranquilizó por completo. Este medio consistía sencillamente en plantarse los dos de centinela día y noche en el campo que precedo al santuario de la Virgen de la Antigua, y no consentir ni á tiros que Orapronobis pasase al santuario á rogar á la Virgen que saliese libre su hijo.

VI

En efecto, Juan Palomo y su hijo, armados cada cual de un buen garrote, se fueron aquella noche al Campo de la Antigua, resueltos hasta á deslomar de un garrotazo á Orapronobis, si no había otro medio de impedir á ésta que visitase á la Virgen, y allí permanecieron toda la noche, y continuaban la mañana siguiente, ojo avizor uno y otro, á ver si Orapronobis asomaba por allí antes de hacerse la declaración de soldados, que debía empezar á las diez de la mañana.

A muchas mujeres vieron pasar hacia el santuario desde que empezó á rayar el alba, unas pobres y otras ricas, unas calzadas y otras descalzas, unas con la cara descubierta y otras con la cara velada, pero ninguna de ellas era Orapronobis. Unicamente, cuando todavía no había acabado de amanecer, repararon en una, cuyo andar les pareció el de Orapronobis, pero se convencieron de que no era ella, porque iba descalza de pié y pierna, cosa que ni de pensar era de Orapronobis, que vestía siempre de medio señora, y era tan honesta, que se lo tapaba todo, incluso la cara.

Las diez de la mañana estaban para dar, y Juan Palomo y su hijo se disponían á dejar el puesto, creyendo no ser ya necesario que perinanecieran en él, y contentísimos por haber pasado para Bartolo el gran peligro de que Orapronobis pidiese á la Virgen que saliese libre su hijo, cuando padre é hijo dieron un bramido de cólera y desesperación viendo á Orapronobis salir del santuario descalza de pié y pierna, sin iluda porque había hecho voto de ir así á visitar A la Virgen.

—¡Sernos perdidos!—exclamó Juan Palomo.

—¡Perdidos sernos!—asintió su hijo.

Y reventando los dos de ira, se dirigieron al encuentro de Orapronobis, poniéndola de santurrona, de devota falsa, de hipocritona, de fanática, de chupalámparas, de tragasantos y de husmeasacristías, que no había por dónde cogerla.

Orapronobis, asustada con los insultos y el ademán amenazador de Juan Palomo y su hijo, empezó á dar voces en demanda de auxilio; y oyendo aquel alboroto el venerable capellán del santuario, se apresuró á salir á averiguar en qué consistía, y apaciguarle.

VII

—¿Qué es eso, hijos míos, que tanto irrita y altera á ustedes?—preguntó el capellán á Orapronobis y sus increpadores.

—Señor capellán, que por esta picara beata va á ir mi hijo soldado.

—No hay tal, señor capellán, que si va sera porque la Santísima Virgen quiera librar al mío.

—Pues precisamente eso es lo que yo quiero decir. Prevalida esta bribona de que consigue de la Virgen lo que le da; la gana...

—Hijos míos—interrumpió el capellán á Juan Palomo, profundamente dolido de la falsa idea que, tanto aquel majadero como aquella mentecata tenían de la devoción—les conozco á todos ustedes, y sin necesidad de explicación suya ni de nadie sé por cuán errado camino van ustedes en materia de fe religiosa. Escúchenme ustedes, y después de escucharme, obren en esta materia como obra la generalidad de las gentes del honrado y piadoso pueblo á que ustedes y yo pertenecemos.

—Si su hijo de usted—continuó el capellán dirigiéndose á Orapronobis—es declarado libro del servicio militar, será porque sea justo, que si no lo fuera, la Virgen no habría de interceder con su divino Hijo para que se cometiera una injusticia. ¿Qué idea tienen ustedes de Dios y de su Santísima Madre y de los santos? Ciertamente que la tienen muy errónea, Dios es la esencia de la justicia y del bien, y siéndolo, es el colmo del absurdo el solicitar y esperar de El cosa que sea en perjuicio de nuestros semejantes en general ó de alguno de ellos en particular. ¿Comprende usted, pobre y simplicilla hija mía, lo que quiero decirle?

—¡Ay, señor capellán! No lo comprendo, porque Dios no me ha dado bastante talento para ello, pero sí comprendo que cuando usted lo dice será mucha verdad.

—Pues nada más puedo decirle á usted; y ahora voy á ver si soy más feliz explicándome con éstos...

—Señor capellán—saltó el bestia de Juan Palomo—no se canse usted en pedricarnos á mí ni á mi hijo. A buenos cristianos no nos ganan ni usted ni todos los curas y frailes de este mundo, pero no pasamos por eso de que siempre ha de servir uno á Dios y Dios no lo ha de servir á uno más que cuando á El le dé la gana.

—¡Canario, tiene razón mi padre!—añadió Bartolo.—Y yo digo como él, que por más que nosotros los de Orduña andemos siempre con que no hay Virgen como la «aquí en esto», la Virgen de «aquí en esto» no vale más que para hacerle á uno trastadas como la que «pueda, ser que nos haga hoy mesmo.

Ya iba el capellán á poner severo y elocuente correctivo á las barbaridades de Juan Palomo y su hijo, cuando se vió detenido por los gritos-de alegría que daba el hijo de Orapronobis subiendo á anunciar á su madre que había sido declarado libre.

Juan Palomo y su hijo quedaron en silencio un instante, meditando el medio de hacer estallar su desesperación y su despecho, y cuando creyeron haber dado con uno que á la par fuese un desahogo de su rabia y un insulto á la Virgen de la Antigua y á los orduñeses, arremetieron hacia la ciudad, gritando:

—¡Viva la Virgen de la Encina de Arceniega, que la de la Antigua de Orduña no vale nada!

Desde entonces este cuento se cuenta en Orduña para explicar cuál es la devoción como Dios manda y cuáles las devociones como manda el diablo.

La horma municipal

I

La calificación de tío que al protagonista del cuento que voy á recontar daba Mari-Pepa de Echegoyen cuando nos contó este cuento al amor de la lumbre, en su casería de las estribacionos del Gorbea, donde unos amigos míos y yo nos vimos obligados á pedir hospitalidad, sorprendidos por la noche al volver de curiosear en aquella excelsa montaña, es una de las razones que tengo para creer que el cuento en cuestión no pasó en la tierra vascongada, porque en esta tierra sólo se da el nombre de tío á aquél á quien es debido por la consanguinidad.

Otra de las razones que tengo para pensar así, es la de que en esta tierra no ha habido, ni hay, ni se permite que haya alcalde como el tío Igualdad, sin que esto quiera decir que no los haya habido y aun los haya tan malos como él, aunque por otro estilo.

Esto mismo dije á Mari-Pepa la de Echegoyen, así que nos contó el cuento en vascuence, y por cierto con mucha más gracia que yo le he de contar en romance; pero se contentó con responderme que tal como le había contado, le había aprendido de cabeza oyéndole cuando chiquita.

Este dato no era para desperdiciado, porque prueba que el cuento es anterior al precepto constitucional de que unos mismos códigos regirán en toda la Nación.

II

No sé cuándo, era alcalde perpetuo de Nosé-dónde, un hombre á quien llamaban el tío Igualdad, porque para él la igualdad era la cosa mejor del mundo, y no desperdiciaba ocasión de encarecérsela á sus subordinados.

Estando un día reunidos en la plaza del pueblo los vecinos principales, el tío Igualdad les dirigió sobre el mismo tema una arenga que terminó exclamando:

—Igualdad, igualdad ante todo, en todo y sobre todo.

—Ante la ley, querrá usted decir, señor alcalde—le interrumpió uno de los vecinos más discretos é instruidos.—La igualdad ante la ley es la única igualdad lógica y justa; porque ni la misma ley está exenta de limitaciones, como que tiene que ajustarse á la conveniencia de la moral y de las necesidades sociales.

—Igualdad ante todo, en todo y sobre todo—le replicó enfurecido él tío Igualdad; y en seguida mandó al alguacil que llevase al cepo al que le faltaba al respeto osando poner limitación al precepto que él calificaba de universal y santo.

—Pues si la igualdad fuera ante todo, en todo y sobre todo, y no sólo ante la ley—le rearguyó el vecino al tomar el camino del cepo, empujado á empellones por el alguacil, no iría yo al cepo solo, que iríamos todos los presentes.

—Pues vayan todos, tanto en virtud del sublime precepto de igualdad, como porque han oído sin protesta las herejías que usted ha dicha contra ese santo precepto.

Y al cepo fueron todos.

Hasta tal punto era el alcalde perpetuo amante de la igualdad, que por no faltar á este principio, medía con el mismo rasero al inocente y al culpado, si bien no faltaban en el pueblo gentes que arrostrando el peligro de ir al cepo, murmurasen que su merced el alcalde perpetuo tenía buen cuidado de que el rasero no le alcanzase á él.

III

Un día llegó á Nosédóndo un viajero acompañado de algunos servidores, de quienes se hacía tratar con familiaridad que na excluía tal cual respeto.

El alguacil que los vió llegar al pueblo, los saludó cortesmente, y como dijesen que los llevaba allí sólo el deseo de ver las curiosidades que hubiese, les ofreció sus servicios, que aceptaron viendo en él un buen guía, aunque andaba con dificultad, sin duda por serle demasiado grande el calzado.

Así que el viajero y sus acompañantes se internaron en el pueblo, llamó mucho su atención una cosa que les pareció muy rara; y era que todos los habitantes mayores de edad, así de un sexo como del otro, cojeaban como el alguacil ó andaban con dificultad suma.

El viajero preguntó al alguacil en qué consistía aquéllo.

—Señor, consiste en la horma municipal—le contestó el preguntado, que veía las estrellas á cada paso que daba, porque teniendo el pié muy pequeño, calzaba unos zapatones con los que el pie se ladeaba á cada paso.

—¡En la horma municipal! ¿Y qué viene á ser eso?

—Pues señor, la horma municipal es una que sirve para hacer el calzado á todos los habitantes del pueblo, desde el señor alcalde perpetuo hasta los que piden limosna de puerta en puerta.

—¿Pero qué tiene que ver eso con el nombre-de horma municipal que usted le da?

—¡Pues no ha de tener que ver, señor! El señor alcalde perpetuo es tan amante de la igualdad, que ha mandado que todos los vecinos calcen por una misma horma, sopena de meter los piés en otro calzado peor.

—¿Y qué calzado es ése?

—El cepo con más de cien pares de agujeros r que está en la casa de ayuntamiento.

—¿Pero dice usted que ese mandato alcanza al mismo alcalde?

—Sí, señor, como que su merced fué el primero que dió el ejemplo de calzarse por la horma municipal.

—Hombre, este alcalde es un...

—Chito, señor, que si su merced le oye á usted, manda llevarle al cepo y acaso vayan con usted todos los presentes, incluso yo, á pesar de ser de justicia.

—¿Pero por qué habían de ir ustedes?

—Por el principio de igualdad, de que es muy amante su merced.

El viajero guardó silencio después de oir estas explicaciones, y continuó viendo las curiosidades del pueblo.

IV

Pareciéndole al viajero que en el pueblo, por muchas curiosidades que hubiese, no podía haber ninguna tan rara como el alcalde que en breves pinceladas le había pintado el alguacil, dijo á éste que deseaba ir á ver á su merced.

Y en efecto, á casa del alcalde perpetuo se encaminaron viajero y alguacil.

El tío Igualdad, mote con que el alcalde gustaba se le designase porque le tenia por muy honroso en el concepto de expresión de su amor á la igualdad, estaba en la cocina sentado orilla de la lumbre, calentándose las piernas, que tenían por base unos pies enormes calzados con zapatos.

—Siéntense ustedes—les dijo sin levantarse.

—Gracias—le contestó el viajero—pero no estamos cansados.

—No se lo mando á ustedes porque estén cansados, sino porque yo estoy cansado y soy muy amante de la igualdad.

El viajero y sus acompañantes se sentaron.

—Acérquense ustedes á la lumbre—les añadió el alcalde.

—No tenemos frío.

—No es porque ustedes tengan frío, sino porque yo estoy calentándome y la igualdad es muy de mi gusto.

El viajero y sus acompañantes se acercaron á la lumbre.

—Señor alcalde—dijo el viajero—dos deseos me han movido á visitar á usted; el primero es el de saludarle, y el segundo, el de que me explique usted porqué tiene tanto amor á la igualdad.

—En cuanto al primer deseo—contestó el alcalde levantándose, como se apresuraron á hacerlo todos los presentes—le doy á usted las gracias por él; y en cuanto al segundo, le satisfaré con mucho gusto mientras damos un paseo por la plaza, donde ya estarán paseando los principales vecinos á quienes debemos imitar, siquiera por rendir culto al santo precepto de la igualdad.

El alcalde, los forasteros y el alguacil, se dirigieron á la plaza, que estaba cercana, y como en el camino notasen con verdadera sorpresa que el alcalde era la única persona del pueblo que no cojeaba ni andaba con dificultad, el viajero principal preguntó por lo bajo al alguacil en qué consistía aquéllo.

—Consiste, señor, en una cosa muy sencilla—le contestó el alguacil—en que su merced mandó, al hacerse la horma municipal, que se hiciera á la medida de su pié.

V

El viajero y sus acompañantes escucharon por largo rato de boca del alcalde, la explicación de porqué era ésto tan amante de la igualdad, y se despidieron de su merced diciendo que iban á continuar, guiados por el alguacil, viendo las curiosidades del pueblo.

El viajero dijo al alguacil apenas se separaron del alcalde:

—Yo no he podido entender la explicación que su merced nos ha dado de su amor á la igualdad. ¿La ha entendido usted?

—Sí señor; ha dicho en resumidas cuentas, que es tan amante de la igualdad porque sí.

—En efecto, eso ha dicho en resumidas cuentas.

Poco después el viajero y sus servidoresaban-donaban á Nosédónde y se dirigían á la cercana ciudad de Nosecuál, donde á la sazón estaba la, Corte.

El viajero era, como quien no dice nada, Su Majestad el rey, que habiendo tenido noticia de que en Nosédónde había cosas muy curiosa, había querido ir de incógnito á enterarse de ellas.

Una vez enterado, Su Majestad dispuso, apenas regresó á la Corte:

Primero, que al tío Igualdad sustituyese en la alcaldía perpetua de Nosédónde, el vecino que yacía en el cepo por haber dicho que la igualdad ante la ley era la única igualdad lógica y justa; porque ni la misma ley está exenta de limitaciones, puesto que tiene que ajustarse á las conveniencias de la moral y á las condiciones y necesidades sociales.

Y segundo, que en Nosédónde, después de quemar la horma municipal, cada uno calzase como le diera la gana, menos el alguacil y el tío Igualdad, que habían de calzar por una misma horma, hecha á medida del pie del alguacil.

Algunos años después de este suceso, todavía se oían en Nosédónde los bramidos que daba el tío Igualdad viendo las estrellas á cada paso que daba.

Y estoy seguro de que si entonces hubiera existido el precepto constitucional que prescribe unos mismos Códigos para toda la nación, y se hubiera preguntado al exalcalde perpetuo qué le parecía este precepto, hubiera echado con dos mil de á caballo preceptos y preceptistas, convencido ya de que las leyes, en lugar de traerlas hechas de Francia ó no sé de dónde, se deben hacer á medida de los pueblos, como los zapatos á medida de los piés.

Los molinos y los hornos

En los tres riachuelos que en el Arenao se juntan en uno para dirigirse al mar por San Juan de Somorrostro, procedentes uno de Galdames, otro de Arcentales y Sopuerta y otro de Labaluga, feligresía de éste último concejo, hay desde el Arenao arriba diez ó doce molinos, que con los seis que hay del Arenao abajo, apenas componen una veintena.

Yo que tengo mucho amor á las ruinas, no tanto por su misterio como por su debilidad y tristeza, me he entretenido en contar las de los molinos y aceñas que se descubren aún orilla de aquellos ríos y sus afluentes, y he contado más de cincuenta.

Aquellos molinos cuyos vestigios se ven á cada paso orilla de los ríos y hasta orilla de los regatos, y cuya memoria queda en la lengua vascongada, que tiene un nombre particular y expresivo para cada sistema, situación ó magnitud como lo prueban los nombres errota, bolua, gerua acenia, nomenclatura ampliada con los aumentativos y diminutivos, aquellos molinos constituían una industria que daba el sustento á multitud de familias dedicadas á ella y á las que de ella se derivaban. Todavía en 1786 había en Vizcaya más de seiscientos, que hoy están reducidos á menos de la mitad.

En 1814, siendo alcalde de Güeñes el señor Ondazarros, que era hombre instruído y curioso, como lo es su hijo don José María, veriguó que en la jurisdicción de aquel concejo se molían, anualmente, por término medio, cincuenta mil fanegas de trigo, en su mayor parte para surtir de pan á Bilbao.

Hoy se establece una gran fábrica con motor de agua ó de vapor y servida sólo por unos cuantos operarios, y ella sola monopoliza la molienda de una gran comarca. Ya en muchas de las caserías cantábricas, ó no se amasa, ó la harina que semanalmente se amasa no procede del grano casero, que se vende así que se cosecha, sino de los almacenes de la fábrica donde se compra y se ha enranciado ó cuando menos perdido aquel aroma especial que tiene la harina fresca. Apenas hay ya pueblo donde no haya una ó dos panaderías que se surten de harina de los grandes almacenes, y de donde, á su vez, se surten de pan las familias cuyos hornos se ven fríos ó arrinconados al lado de las caserías.

Es muy común en todas partes oir á las gentes quejarse de que ya no anda aquel pan blanco, sabroso y aromático que en otros tiempos se comía. Yo creo que tienen razón, y que si anda pan malo, consiste en que el cereal necesita, como el café, molerse cuando se va á usar.

La disminución de los molinos y los hornos que cada vez es mayor, significa dos cosas que me entristecen: descentralización del hogar y centralización de la industria.

Antiguamente, cada casería tenía su horno al lado, enviaba semanalmente al molino el zurrón que la familia necesitaba, y amasaba y cocía cada semana el pan que necesitaba la familia.

Hoy, como he dicho, en muchas casas y sobre todo en las buenas, como en las Encartaciones se llama á las de gente acomodada que no vive del trabajo corporal, no se enciende el horno, ó mejor dicho, el horno se ha dejado morir de frialdad y de tristeza, porque el pan se trae de las villas ó de la panadería de la aldea. No encender el horno me suena como no encender el hogar, y por tanto me suena tristemente. Quiero explicar esto, porque todo lo que se relaciona con la vida interna de la familia es muy importante. ¡Ay! ¡La familia se va, porque el hogar se enfría, y cuando se enfría el hogar se enfría el corazón!

—¡Qué pícaro de molinero!—dice la buena madre de familia al acercarse la hora de comer.—¿Qué va á que tampoco esta tarde vuelve con el zurrón y tampoco mañana podremos amasar? ¡Jesús, es un matadero la tal molienda!

El chico, por mandado de su madre, va á casa de la vecina que ha amasado la última, y por consecuencia tiene más pan.

—Ha dicho mi madre que si hace usted el favor de prestarnos un pan.

—Sí, hijo, aunque sean dos. Dile á tu madre que lo que siento es que no me salió muy blanco esta semana.

El chico vuelve á casa con un pan en una mano y en la otra un zoquete que del empezado para sus chicos le ha dado la vecina al abrir la artesa, y que va comiendo con el apetito que nunca falta á los chicos, y menos cuando se acerca la hora de comer.

El pan prestado, que se devuelve en la primera hornada, es como un vínculo de agradecimiento que une á los hogares vecinos; porque hasta aquel zoquete de pan que el chico viene comiendo, es prenda de benevolencia entre vecina y vecina.

A la caída de la tarde, por fin, aparece el molinero estrada arriba, arreando su caballejo ó su borrico cargado de zurrones, y deja en la casería dos de éstos: uno es de harina de trigo y el otro de harina de maíz, pues generalmente se envían al molino por mitad ambos cereales.

Una de las muchachas canta aquella noche al son del cedazo que zarandea sobre la artesa, entre ambas manos, ó apoyado en un listón de madera, sujeto por sus extremos en una ranura que la artesa tiene en sus bordes. Entretanto la madre de familia avía la cena, y su marido anda hacia el horno preparando la leña que el horno ha de consumir.

Aquella noche, aunque hay que madrugar la mañana siguiente, las mujeres no se acuestan sin dejar la masa, enliedándose, bien abrigada con un paño, y áun colocando bajo la artesa una teja con brasas si el frío lo reclama.

Antes de amanecer ya se nota que andan candiles, en la casería, y poco después empieza á levantarse del her no gran humareda.

La bóveda del horno ha de ponerse blanca como la harina de trigo, que es señal de que el horno está ya caliente. El hornero ó la hornera retira la brasa hacia los costados con ayuda del zuscarrón (es una vara larga), y barre y templa el suelo enladrillado con una escoba de brezo ó yergo ó remarajo, mojada y sujeta en la punta de otro zuscarrón. Entonces la amasadora va llevando al horno la masa en tablas enharinadas, para que no se peguen, que conduce en la cabeza, y donde ha ido colocando los panes y las boronas conforme los iba fabricando.

Palada va, palada viene, la masa se traslada al horno; y hasta que va entrando en regular cochura, la hornera cuida de que no se arrebate, moviendo, atrasando ó adelantando, con ayuda de la pala de hierro, las hogazas.

Las tortas de maíz, que calientes son más sabrosas y digeribles que las de trigo, están ya cocidas, como más delgadas que las hogazas, y se empiezan á sacar del horno.

—¡Qué bien huele!—exclama el vecino ó la vecina que pasa por allí, percibiendo el grato olor del pan caliente.

—Mejor sabrá—contesta la hornera con alegría y benevolencia.

Y tras la contestación viene el convite, que vecino ó la vecina no desdeña.

Pártese una torta, amarilla como el oro, y en amor y compañía se despacha á boca de horno, entre la gente de casa y la de la vecindad.

En Elorriaga, aldeíta de doce vecinos de la llanada de Alava, hubo en el siglo pasado un párroco muy singular y bueno. Una de sus singularidades era la de merendar á boca de horno con todo vecino que cocía pan por la tarde, con lo que salia á merienda diaria. Como el vecino que tenía mejor provista la despensa hacía llevar de su casa un jarrito de vino y algo con que engañar vino y pan, él y los vecinos merendaban parca y alegremente á boca de horno, sencilla llaneza con que el señor cura tenia de tal modo enamorados á todos los feligreses, que no tenían más voluntad que la suya.

Cuando los chicos vuelven de la escuela, ya el pan se ha sacado del horno, y alegra la familia, llenando la artesa.

Pero lo que llena de regocijo á los chicos no son precisamente las hogazas; es el torto que á cada uno le ha hecho su madre ó su hermana, muy lavadito y lustroso, quizá con un huevo en medio, quizá con circulitos hechos con los bordes del dedal ó del alfiletero.

Aún hay más que alegra, á los chicos y áun á los grandes, y es una criba de manzanas ó peras ó castañas asadas en el horno; todavía hay más que alegra á unos y otros, y es una cazuela de sardinas frescas empanadas ó con tomate, que el lento calor del horno ha puesto en estado de decir: «Comednos y cuidar de no comeros tras de nosotras los dedos.»

Luego el pan de casa engorda mucho más á la familia que el de fuera, no sólo porque nadie pone en duda el aseo con que ha sido amasado, sino también porque como la amasadora sabe los gustos de todos, ha procurado conciliar y satisfacerlos al echar la sal, al echar la levadura, al meter la harina y sobar la masa y al dar por terminada la hornada.

¡Qué diferencia entre todo esto, y dejar que el horno muera de frío y de tristeza, trayendo de la villa ó de la panadería de la aldea el pan del día, amasado sabe Dios cómo y porqué manos y con qué harina, y sólo adaptado por casualidad á los gustos de la familia!

El pan de casa, aunque sea duro, siempre es tierno, y el pan de fuera, aunque sea tierno, siempre es duro.

¿No es verdad que no encender el horno suena como á no encender el hogar, y por tanto suena tristemente?

Atezayaga

Tradición popular recogida en el valle de Guernica


En tiempos muy antiguos, no empezaba el mar á donde ahora se llama Mundaca, y en aquél tiempo se llamaba Munácoa y no Menosca como dijeron los historiadores romanos, á cuyo oído era refractaria la lengua que que hablaba en esta región, y persevera en ella después de haber sido la de toda la península ibérica. El mar empezaba entonces bastante más allá; pero las olas fueron atacando la punta de tierra por sus dos obstados y concluyeron por circunvalarla, de lo que resultó la isla de Izaro, cuyo nombre significa isla marina. Entonces, naturalmente, aquél pedazo de tierra tenía otro nombre, porque, no podía tener, el de Izaro no estando aislado en el mar; entonces se llamaba Atezayaga, que equivale á portería ó lugar de porteros; y se llamaba así con muchísima razón, como vamos á ver en este relato, que sustancialmente he recogido de boca del pueblo.

En Atezayaga había una casa solariega y tan noble, que á cuantos procedían de ella, con sólo acreditar esta procedencia, se los relevaba en todos los imperios y monarquías á donde iban de pruebas de nobleza, se les concedían gracias y privilegios y los linajes más encumbrados y esclarecidos se creían honrados con emparentar con ellos.

Sin embargo de esto, los del solar de Atezayaga eran muy pobres, como que todas sus riquezas materiales se reducían á unas cortas tierras labrantías, á algunos ganados, á un molino, á una ferrería donde labraban algunos quintales de fierro con el carbón que producían sus bosques y el mineral que producía una venera que tenían cerca de ellos, y á la pesca que extraían, del mar que azotaba su modesta propiedad territorial.

Como tenían gran fama de valientes y leales tanto en tierra como en mar, todos los reyes y señores ambicionaban su ayuda en sus guerras con; extranjeros y piratas é infieles; y como se la prestaban generosamente, su honrada, casa sí no era rica de oro ni de plata, lo era de blasones y testimonios de agradecimiento que tenían en más que todas las riquezas del mundo.

Dos leguas más arriba de Atezayaga, es decir, en la cabecera del valle de Fórua, llama hoy la atención del viajero un torreón que se designa con el nombre de Torre de Montalbán y se alza en la cumbre de un collado que domina el extenso, hermoso y fértil valle. En torno de este torreón descubre con frecuencia el labrador que rompe la tierra con la azada ó la laya, restos de edificios que evidencian haber existido allí, si no una población importante, un gran alcázar, mucho más suntuoso y rico que el fuerte, pero tosco torreón que ha sobrevivido á él.

En efecto, en la planicie de aquél collado que llevaba el nombre de Aberazaeta, equivalente á sitio de gente rica, existió una casa solariega, que si no contrastaba en nobleza ni antigüedad con la de Atezayaga, contrastaba en riqueza y poderío. Todo el valle, menos sus linderos con el mar, que pertenecían, como he dicho, al solar de Atezayaga, pertenecían al solar de Aberazaeta, cuyos señores tenían además en comarcas lejanas posesiones riquísimas, que hasta eran fértiles en minas de oro y plata.

Los señores de Aberazaeta honraban y amaban desde tiempos muy antiguos, y siguiendo una constante tradición de padres á hijos, á los modestos y nobilísimos señores de Atezayaga, yen verdad, que sobrada razón tenían para honrarlos y amarlos, porque era incalculable el valor de los servicios que les habían prestado.

No satisfecha la lealtad de los del solar de Atezayaga, con ser los eternos y heróicos guardianes del valle y la opulenta casa de Aberazaeta, perpetuamente acechados por la codicia de piratas y extranjeros, que siempre habían sido rechazados por ellos, mil veces habían ido á defender con su esfuerzo y su sangre las posesiones que la misma casa tenía en comarcas lejanas.

Pasaron siglos y siglos: los señores de Aberazaeta, amando, honrando y respetando á los del solar de Atezayaga; y los de este ilustre, aunque pobre solar, sirviendo y dando testimonio de lealtad á aquellos señores.

Pero ¡ay! un día llegó en que esta alianza y este cambio recíproco de amor y noble correspondencia, debía de cesar por completo.

El señorío de Aberazaeta recayó en un mancebo, para quien la tradición de su ilustre familia tenía escaso valor; y aconsejado el nuevo señor por un mayordomo pérfido, que quería alcanzar popularidad entre los mezquinos que envidiaban el amor que secularmente habían profesado los señores de aquella opulenta casa á los solariegos de Atezayaga, extendió sus dominios hasta la orilla del mar, imponiendo inicuos tributos y gabelas á aquél solar que, aunque pobre, siempre había sido franco y libre.

En vano protestaron los solariegos de Atezayaga contra aquel espolio, que partiendo del inicuo supuesto de que el número es superior al derecho, se les convirtió de libres en feudatarios. Más aún: los cortos bienes de los solariegos de Atezayaga, que administrados por sus propios dueños eran suficientes para que éstos subsistieran con desahogo y decoro, fueron desde entonces administrados por manos extrañas, designadas por los espoliadores de Aberazaeta; y como es de suponer, sucedió lo que dice un refrán euskaro, que acaso tuvo origen en lo sucedido con la hacienda del solar de Atezayaga: »Hacienda en mano agena, es media hacienda. »

Ya los solariegos de Atezayaga habían dejado de ser los seculares y perennes vigías y guardianes de la puerta de Aberazaeta, porque ninguna ley moral, ni consuetudinaria ni escrita, les obligaba á serlo, desde que todas habían sido conculcadas por el mal aconsejado señor de Aberazaeta.

Estas nuevas corrieron por tierras extranjeras, y muy particularmente por las madrigueras de piratas, que se llenaron de júbilo pensando, con razón, que ya impune y fácilmente podrían penetrar cuando les pluguiese en el rico valle, que por espacio de muchos siglos había estado cerrado á su codicia.

Una noche, muchas naves extranjeras se acercaron á Atezayaga. Los nobles y ultrajados y espoliados caballeros de aquel solar vieron con dolor su llegada, pero se guardaron muy bien de arrancar de las panoplias sus gloriosas armas y de hacer resonar sus bocinas llamando al combate á sus servidores y amigos.

Muchedumbre de extranjeros ansiosos de botín y de matanza saltaron á tierra, y si no comenzaron el robo y el incendio y el estrago de todo género por el solar de Atezayaga, no fue sin duda por agradecimiento á la falta de toda, resistencia que encontraron allí, sino porque todo lo habían esquilmado, empobrecido y estragado, antes de llegar ellos, los mercenario representantes del señor de Aberazaeta.

Siguieron valle arriba, valle arriba roban do, matando, incendiando, desolándolo todo, y no pararon hasta ascender al collado donde se alzaba el magnífico y espléndido alcázar de los señores del valle; y cuantas riquezas encerraba el alcázar fueron su presa, y el fuego consumió aquella maravilla del arte y si los señores que el alcázar habitaban, no quedaron sepultados en aquel montón de ruinas y ceniza, fué porque huyeron á tierra extraña, donde murieron devorados por la miseria y el remordimiento.

¿Por qué se llama hoy torre de Montalbán aquel grosero torreón que se alza sobre las ruinas del magnífico alcázar de Aberazaeta? Las tradiciones del valle de Fórua dicen que el caudillo de los piratas extranjeros era natural de una ciudad de Francia llamada Montauban, y para dar testimonio perpetuo de su triunfo hizo levantar aquél torreón, que como por permisión de Dios, se ha conservado á través de los siglos, para dar también perpetuo testimonio, de que es una gran iniquidad el anteponer el número, que representa á la fuerza brutal é inicua, al derecho que representa á la justicia luminosa y santa.

El desarreglo del mundo

Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, el mundo estaba casi tan desarreglado como ahora, que es cuanto se puede decir, para probar que ya entonces los hombres y las mujeres eran hijos de Adán y Eva.

Cristo había enviado á los Apóstoles á predicar su doctrina en diferentes regiones de la tierra, y sólo había conservado á su lado, como secretario y consejero, á San Pedro, que, aunque era un viejo muy regañón, como todos los viejos, era muy santo y sabía mucho; y Cristo le consultaba con frecuencia, teniendo muy presente aquello de que «más sabe el diablo por viejo que por diablo.»

Un día recibió Cristo carta de Santiago, que era el Apóstol que había enviado á España, y en ella le decía que no las tenía todas consigo con los españoles, porque eran gente que echaba á perder todas las buenas cualidades con que nacían, con los defectos que conforme iban creciendo iban adquiriendo; pongo por ejemplo, el defecto de creer que no había en el mundo con ser mundo, tierra más fértil, rica y herniosa que la de España, ni hombres más valientes, gallardos y talentudos que los españoles; ni mujeres más hermosas, sandungueras y discretas que las españolas; ni pueblo más noble y bien hablado y gobernable que el español.

Cristo se puso de muy mal humor cuando recibió esta carta, porque, lo que él decía:

—Siendo los españoles tales como Santiago me los pinta, el pobre se va á ver negro con ellos para traerlos á verdadero mandamiento. Hasta que el que los predica no sea español para que le traten, pongo por caso, de franchute ó sabe Dios de qué, y no le hagan caso, y si viene á mano, la echen á la navaja cuando quiera hacer uso de la autoridad que yo le he dado, y dejen sus sermones por una corrida de loros ó novillos, y cuando les hable del cielo y las delicias que allí se gozan, le salgan con la pata de gallo de que no puede haber cielo ni delicias como el cielo y las delicias de su tierra.

Diciendo y pensando así, el divino Maestro llamó á San Pedro y le dijo:

—Amado Pedro, me han puesto de muy mal humor las noticias que acabo de recibir de Santiago, el que fué á España.

—Pues, ¿qué pasa por allí, mi querido Maestro?

—Que el pobre Santiago se va á ver muy mal con aquella gente, y particularmente con la de la parte de Aragón, Navarra y Cataluña, que, siendo más buena que el pan candeal, lo echa todo á perder con su terquedad y sus opiniones políticas extremadas...

—¿Quiere usted, señor Maestro, que le dé un consejo para que Santiago haga lo que le dé la gana de aquella gente?

—¡Pues no he de querer, hombre!

—Pues mande usted por allá á su señora madre, que en cuanto se plante, verbo y gracia, en Zaragoza, Santiago tendrá en ella un firmísimo pilar para levantar su gran obra.

—Es una excelente idea, que no echaré en saco roto; pero te aseguro, amado Pedro, que me han puesto de muy mal humor las noticias que me da Santiago.

—Pues lo que debe usted hacer, señor Maestro, para echar al diablo el mal humor, es emprender un viajecillo por Palestina y así matará dos pájaros de una pedrada: se distraerá, y al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, arreglará un poco el mundo, donde todo está patas arriba, sin exceptuar á este rinconcillo de él á pesar de que los Profetas le han designado para el cumplimiento de los más altos destinos de la humanidad.

A Cristo le pareció que San Pedro hablaba como un santo, y pocas horas después emprendieron ambos el viaje, con un pié delante y otro detrás, y sin más equipaje que sendos báculos con que apoyarse y ahuyentar á los perros, un libro verde que llevaba San Pedro, y unas alforjas que hubieran escandalizado á todo español con no ir provistas de la consabida bota.

II

Caminaban Cristo y San. Pedro riberica del Jordán adelante, aquí parándose á conversar con los chiquitos que iban á la escuela, pues el Maestro era muy chiquillero, más allá deteniéndose á charlar un rato con los que trabajaban en las heredades, pues al Maestro se le iban los ojos tras los que tenían sudorosa la frente, y acullá haciendo dos cuartos de lo mismo con las-mujeres que peleaban con sus chiquitines ó les daban la teta, porque otra de las aficiones del Maestro eran las madres extremosas con sus hijos; y viendo á un labrador ocupado en cerrar con un seto de espadaña una heredad, cuya mies empezaba á brotar de la tierra con lozanía extraordinaria, se detuvieron á saludarle y conversar con él.

—¿Qué es lo que está usted haciendo, hombre?—le preguntó Cristo.

—Ya lo ve usted—contestó el labrador—cerrar esta heredad para que el ganado no entre en ella y me coma lo que he sembrado.

—Pero, hombre, ¿no considera usted que ese seto no va á durar más que lo que tarde el sol en secar la espadaña con que usted le teje? Dentro de quince días ya le tiene usted como una yesca, con el calorazo que hace.

—¿Quince días? Con tal que dure ocho me basta y sobra.

—¿Por qué, hombre?

—Porque anoche tuve aviso de Dios de que he de morir dentro de siete días. Es una gran cosa lo que sucede en esta comarca, donde, como ustedes sabrán, todo hombre ó mujer oye antes de morir una voz que le dice: «Dentro de siete días morirás»; porque así no necesita uno matarse á trabajar para que los que vengan detrás se regodeen con lo que uno ha trabajado.

—¿Sabe usted, señor Maestro—exclamó San Pedro—que el hombre éste tiene guapo concepto del fin con que Dios anuncia á las gentes de esta comarca cuando van á morir?

—Sí, ya veo que este hombre desconoce ese fin, reducido, no, como supone mezquinamente, á ahorrar á las gentes algunos días de trabajo de que no han de disfrutar, sino á que se dispongan á bien morir. ¿Usted cree—añadió Cristo, dirigiéndose al labrador—que el hombre no tiene en la vida deberes más que para consigo propio? Pues si lo cree, se engaña de medio á medio, Los tiene para consigo propio, pero los tiene también para con sus hijos y sucesores, y áun para con la humanidad entera, de que forma parte. ¡Bueno estaría el mundo si nadie plantara árbol cuyo fruto no estuviera seguro de cosechar!

—Pues yo siempre he oído decir que en muriéndose uno, campana por gaita.

—Pero ha oído usted un disparate, ó al menos entiende disparatadamente el dicho. Así como la vida de usted es continuación de la de su padre, la de su hijo sera continuación de la de usted, y de este modo la vida de la humanidad constituye una sola vida, para cuyo bien están obligados á trabajar todos los que la humanidad constituyen.

—Señor, todo eso será mucha verdad y estará divinamente dicho; pero á mí no me convencerá nadie de que, sabiendo que voy á morir dentro de siete días, debo echar los hígados cerrando esta heredad con un seto que dure más de lo que yo he de vivir. Cuando yo esté comido de gusanos, ¿qué jinojo me ha de importar á mí que el ganado entre ó deje de entrar á comerse lo que aquí haya sembrado?

—Señor Maestro—salló San Pedro, faltándole ya la paciencia para oir las barbaridades del labrador—da ira oir las majaderías de ese palurdo. Déjese usted de predicarle, que sacará lo que el negro del sermón; porque ese hombre, por lo visto, es incapaz hasta de sacramentos. ¡Jesús, qué hombre tan negado!

—¡Ay, amado Pedro—respondió Cristo con tristeza—este hombre es el hombre en general ¡Así está el mundo tan desarreglado!

—Pues es necesario que usted le arregle un poco.

—Haré cuanto pueda para arreglarle, aunque para ello tenga que verter toda la sangre de mis venas. Apunta, Pedro, en el libro verde este defecto del mundo, y continuemos nuestra jornada.

San Pedro apuntó en el libro verde, y él y el divino Maestro continuaron riberica del Jordán adelante.

III

Hacía un calor de doscientos mil de á caballo, y tanto Cristo como San Pedro sudaban el kilo, é iban, como quien dice, con un palmo de lengua fuera.

—¡Esto es asarse vivo, señor Maestro!—exclamó San Pedro.

—Es verdad, amado Pedro—contestó el Maestro;—pero tengamos un poco de paciencia, que al pie de aquellos frondosos árboles que se alzan junto á aquella casería debe haber una fuente, y allí refrescaremos y descansaremos á la sombra.

Al acercarse Cristo y San Pedro á la arboledita, vieron que un hombre ya maduro estaba retozando con una doncellica muy guapa, mientras el cántaro de la doncellica se llenaba en una fuentecilla que, en efecto, había allí.

El hombre suspendió el retozo al ver á los viajeros, y la doncellica, encendida como la grana y con los ojos bajos, se puso el cántaro en la cabeza, aunque no estaba acabado de llenar, y desapareció camino de otra casería más lejana.

—¿No le da á usted vergüenza—dijo San Pedro al hombre—ponerse á retozar con una chica que pudiera ser hija suya, siendo usted un hombre con más barbas que un chivo? ¿Qué, acaso piensa usted casarse con ella?

—No, señor.

—Pues no haría usted nada de más, si ella quiere, habiéndose tomado con ella esas-libertades.

—Es que no puedo casarme con ella, porque soy casado.

—¡Casado y retozando con las chicas!—exclamó San Pedro, cada vez más indignado.—Y luego cogerá usted el cielo con las manos si su mujer llega á saberlo, y, para pagarle á usted en la misma moneda, se va por ahí á picos pardos.

—De eso no tenemos miedo los casados de esta comarca.

—¿Por qué, hombre?

—¿Qué, no saben ustedes lo que por aquí pasa tocante á eso? Bien se conoce que son ustedes forasteros. Pues lo que pasa es que, así como en la comarca que precede á ésta Dios ha hecho á las gentes la gracia de avisarles la muerte con siete días de anticipación, en ésta nos ha hecho á los casados la de que á las mujeres, en cuanto se casen, no les gusten más hombres que su marido.

—¿Usted tiene ganas de chungarse con nosotros, haciéndonos comulgar con ruedas de molino?

—Ese hombre, amado Pedro, dice en eso la verdad—interrumpió el Maestro á San Pedro.—En estas comarcas de las riberas del Jordán hay singularidades providenciales, que parecen increíbles, como las que vamos viendo, y otras que veremos conforme vayamos caminando.

—Pues, francamente, señor Maestro, esas singularidades tendrán su pro, pero también tienen su contra, y me parece á mí que conviene apuntarlas todas en el libro verde para que las tenga usted en cuenta al arreglar un poquito el mundo, y vea si conviene conservarlas ó echarlas al diantre.

—Las tendré en cuenta, amado Pedro.

—Entretanto, señor Maestro, no estará de más que á este hombre le eche usted una buena peluca por su conducta para con su pobre mujer. Aquí quisiera yo ver á mi amigo y compañero San Pablo...

—Amado Pedro, á ese hombre diría Pablo lo que de mí va á oir. Compañera y no esclava—continuó Cristo, dirigiéndose al hombre—le dieron á usted ante el altar, y una sola carne y un solo hueso son usted, y ella. Amela usted y séale fiel, que, si así no lo hiciere, su lecho será de espinas, y bajara usted al sepulcro sin posteridad que le llore y bendiga.

Así habló Cristo al hombre casado que gustaba de retozar con las chicas, prevalido de que en aquella comarca á las mujeres, en casándose, no les gustaban más hombres que su marido.

Y mientras el hombre se encaminaba á su morada, en cuyo umbral le esperaba amorosa su consorte, Cristo y San Pedro continuaron riberica del Jordán adelante.

IV

Cristo y San Pedro caminaban admirándose y lastimándose de que en la nueva comarca por donde iban, á pesar de estar todos los collados cubiertos de lozanas viñas, éstas yaciesen sin podar ni cavar, como si careciesen de dueño.

En una de ellas, que estaba en un collado á cuyo pie pasaba el camino, vieron á un hombre cogiendo algunos racimos. La sed angustiaba á Cristo y á San Pedro, porque el calor era grande y no encontraban fuente alguna á su paso.

—Buen hombre—dijóle San Pedro—haga usted el favor de darnos un racimillo de esos para mojar la boca; que así el Maestro como yo vamos rabiando de sed.

—Oro molido que fuera—contestó el hombre descendiendo del collado al camino;—pero es el caso que estas uvas son tales, que ni valen para los de la vista baja.

Y así diciendo, alargó á cada viajero el mejor; racimo que encontró entre los que había cogido, que todos eran ruines y faltos de madure .

San Pedro probó las uvas é hizo un gesto, diciendo;

—En verdad que las uvas de ese collado no justifican aquello de Dachus ama ; calles.

—Pues lo mismo sucede en las de todos los-collados de esta comarca.

—¿Y en qué consiste eso?

—En que no se podan ni cavan las viñas.

—Pues entonces, ¿el vino que aquí se haga sabrá á demonios?

—No se hace vino ninguno.

—¿Y cómo es eso, hombre?

—Yo les diré á ustedes. Aquí había muchas: viñas: se gobernaban muy bien y se hacía un vino excelente; pero hace dos ó tres años se descubrió una cosa muy rara: que en un bosque, donde, por lo visto, nunca había penetrado persona humana, se descubrieron dos fuentes que en lugar de manar agua, manan vino...

—No tiene usted mal vino!

—Lo que ustedes oyen.

—Vaya, vaya, ¿usted cree que nosotros venimos de arar?

—Vengan ustedes de donde vengan, yo les aseguro que lo que les digo es el Evangelio. Una de las fuentes mana vino blanco, y la otra vino tinto.

—Hombre, cuénteselo usted á su abuela, y no nos venga á nosotros con embustes.

—No hay embustes que valgan; y en prueba de ello, aquí tienen ustedes una botellita del tinto que acabo de coger y no me dejará mentir. Pruébenlo ustedes, y verán si ando ó no con embustes.

Así diciendo, el hombre sacó del bolsillo interior del chaquetón una botella y se la alargó á San Pedro.

Cristo y San Pedro probaron su contenido, y convinieron en que era un vino de mesa tan superior, que si los franceses le cogieran y le arreglaran con cuatro porquerías, hasta Champagne de cincuenta años y cincuenta reales la botella, liarían con él.

—¡Pues no tienen ustedes mala viña con tales fuentes!—exclamó San Pedro.—De modo y manera que aquí, estando tan barato el vino, ¿no habrá hombre ni mujer que no sea un mosquito?

—Naturalmente.

—¿No le parece á usted, señor Maestro, que-tienen una ganga los de esta comarca?

—Lo que tienen, amado Pedro, es una perdición. Apunta en el libro verde singularidad tan peregrina.

San Pedro obedeció al Maestro, y éste continuó, dirigiéndose al hombre:

—Pode usted y cave las viñas, y aconseje á sus vecinos que hagan lo mismo. El pan y el vino que se obtienen regando la tierra con sudor de la frente son los más sabrosos y sanos para el cuerpo y para el alma.

El hombre no se atrevió á disentir de esta, opinión del viajero; pero tampoco se atrevió á asentir á ella, porque aquel hombre era de la misma naturaleza del que cercaba su heredad con espadaña y del que retozaba con doncellicas.

Y mientras quedaba buscando luz para ver y distinguir la verdad entre lo que pensaba el viajero y lo que él pensaba, Cristo y San Pedro continuaron riberica del Jordán adelante.

V

Así fueron Cristo y San Pedro recorriendo toda la tierra de Palestina para inquirir los desarreglos del mundo, y una vez inquiridos proceder á su arreglo, porque Cristo estaba autorizado por su señor Padre para proceder á tan santa y útil tarea.

Cuando regresaron á Jerusalén, Cristo, asistido de San Pedro, dió principio al arreglo.

—Suprimamos—le aconsejó San Pedro—el anuncio de la muerte con siete días de anticipación, para que hombres y mujeres, no sabiendo cuándo han de morir, no sepan tampoco que trabajan, como dijo el otro, para el obispo.

Y la supresión primera quedó hecha por Cristo.

—Suprimamos—le añadió San Pedro—el aborrecimiento de las mujeres casadas á todos los hombres, menos á su marido, para que los hombres casados, prevalidos de esto, no retocen con las doncellas.

Y por Cristo quedó hecha la supresión segunda.

—Suprimamos—continuó San Pedro—las fuentes que manan vino en lugar de agua, para que las gentes de la comarca donde esto sucede no estén siempre como cubas y dejen perder las viñas que embellecen sus collados, por no podarlas ni cavarlas.

Y por Cristo hecha quedó también la supresión tercera..

Y así Cristo, por consejo de San Pedro, conforme con su opinión, continuó haciendo supresiones por espacio de seis días, hasta que el séptimo descansó, persuadido de que había remediado hasta donde era posible el desarreglo del mundo.

Y de este arreglo San Pedro estaba tan satisfecho y contento, que hasta más de una vez, pensando en lo alegres y hermosos que estarían los collados de la comarca donde las viñas se habían vuelto á podar y cavar, se le oyó cantar aquello de


Mi amado tiene una viña
En un collado muy fértil.


Pero he aquí que un día le asaltaron dudas de que hubiera surtido el efecto deseado el arreglo que el Maestro había hecho de aquella parte del mundo, que ambos habían recorrido, encontrándolo en ella todo patas arriba, y envió inspectores inteligentes y fidedignos, que averiguaran la verdad y tornasen á decírsela.

Y los inspectores tornaron, trayendo estas tristes nuevas:

Desde que á las gentes de la primera comarca que Cristo y San Pedro habían visitado, la muerte no les era anunciada con anticipación, morían todas sin hacer testamento, y la comarca era hervidero de pleitos, donde jueces y escribanos se comían la hacienda de los muertos y los vivos.

Desde que en la segunda comarca las mujeres casadas habían dejado de aborrecer á todos los hombres, menos á sus maridos, los casados bramaban de celos, y, con razón ó sin ella, molían á palos á sus mujeres, sin acordarse de que eran carne de su carne y hueso de su hueso, y los solteros, mirándose en aquel espejo, no querían ni á tiros ponerse la casaca.

Desde que en la tercera comarca las fuentes de vino se habían vuelto fuentes de agua, el viñedo que antes se limitaba á los collados, se había extendido á las vegas, donde ya no se cogía trigo, ni maíz, ni nada más que vinazo y más vinazo, y de aquí resultaba que la gente moría de hambre por falta de pan, y reventaba de borracha por sobra de vino.

Y así, poco más ó menos, sucedía en todas las demás comarcas que Cristo y San Pedro habían recorrido; de modo que, según los inspectores, todo estaba en ellas patas arriba.

El divino Maestro escuchó estos tristes informes sumido en profundo y melancólico silencio; mas no así San Pedro, que, desesperando ya de ver arreglado el mundo, se llevó las manos á la cabeza, buscando inútilmente en ella algo que arrancarse, y exclamó con inmenso dolor:

—Está visto que esto... ni Cristo lo arregla.

La visión de Lasmuñecas

El documento que voy á dar á conocer me parece rauv curioso y útil para el estudio de las alucinaciones vulgares, y aun para el estudio médico de ciertas enfermedades físicas que llevan consigo la perturbación mental.

Me lie preguntado si merecía darse á luz en un periódico formal é importante, y la contestación ha sido afirmativa, fundándose en que si es lícito al escritor fantasear historias y darlas al público con el único fin de deleitar, lícito debe serle también el dar á conocer hechos que puedan servir para el estudio de las enfermedades físicas y morales de la humanidad.

El año 1841 se habló muchísimo en la parte occidental de Vizcaya y en la oriental de la provincia de Santander, de una aparición muy singular que se suponía haber tenido un vecino del concejo de Sopuerta, y se contaba entre otras cosas, que en una respetable familia de aquel concejo habían ocurrido, con posterioridad á la aparición, sucesos anunciados de antemano por el sujeto que decían haberla tenido Más aún; muchos sujetos de aquellas comarcas, que por entonces ó años después fueron á América, me suelen preguntar á su regreso (sabedores como son de mi afición á la investigación y al estudio de las creencias y costumbres populares y de mi conocimiento de aquella parte del litoral cantábrico), si he averiguado algo curioso ó cierto acerca de la famosa aparición de Lasmuñecas.

El inolvidable cura de Montellano, don José María de Sagarminaga, hombre en extremo curioso é inteligente, á quien yo di á conocer en un artículo que se tradujo en las principales lenguas de Europa, y luego incluí en los Capítulos de un libro, quiso averiguar á raíz del suceso lo que hubiera de cierto en todo aquello que tanto ocupaba la atención pública, y al efecto pasó al barrio de Lasmuñecas, distante de su parroquia una legua escasa, y célebre ya hoy por la victoria que el marqués del Duero alcanzó allí sobre los carlistas, hace poco más de un año, al dirigirse á libertar del asedio á la invicta Bilbao. En aquel barrio vivía el sujeto que aseguraba haber tenido la aparición, y el señor cura se proponía interrogarle y pedirle cuenta de la verdad, lo que hizo con tal eficacia, que hasta exigió juramento de decirla á dicho sujeto, que en efecto le prestó.

Entre los papeles del señor cura de Montellano, que falleció en Mayo de 1870, se encontraron las notas originales que tomó en Lasmuñecas en presencia del declarante y según éste, formulaba su relato y contestaba á las preguntas que el señor cura le hacía. Estas notas son bastante confusas, porque el señor cura sin duda las tomó sólo para su gobierno, con ánimo de hacer con ellas una relación ordenada y crítica en que formulase su opinión sobre aquellas declaraciones. No llegó á hacerla, probablemente porque sus ocupaciones no se lo permitiesen; pero yo me voy á tomar este trabajo, creyendo que aun negando toda fe á lo que el sujeto interrogado declaró bajo juramento, y suponiendo que la aparición no pasó de una alucinación fluya, de algo puede servir este trabajo para los fines que dejo indicados.

Además, en vista de la relación jurada del sujeto á quien se atribuyó la visión, se desvanecerán una porción de exageraciones en que incurrieron las gentes del pueblo, propensas siempre á abultarlo todo, y mucho más lo que ofrece carácter sobrenatural ó maravilloso.

Antes de ordenar las notas del señor cura de Montellano, voy á decir por cuenta propia lo que pienso de esta supuesta aparición. Croo que Nicolás de Palacio (que falleció un año después; creía sinceramente en ella, pues las noticias que de él tengo son que era sujeto verídico, de buenísima conducta y religioso sin exagerado misticismo ni superstición, aunque de inteligencia ilimitada pero creo que la visión no pasó de una visión hija de algún extravío pasajero de la débil imaginación de Nicolás, que habitualmente padecía, de escrófulas, y como resulta de su relato, andaba algo enfermo y se preocupa!ja de que pudiera agravarse su mal. En el relato apenas hay nada original ni nuevo, que no esté vaciado, digámoslo así, en el molde vulgar y rutinario de las apariciones de muertos, ea que nunca faltan las misas en tal ó cual templo ó altar, las velas encendidas y las restituciones ó satisfacción de deudas; poro en cambio hay mucho nuevo y curioso en la descripción de los aparecidos, y es tal la precisión conque se describen sus movimientos y operaciones, que apenas se echa de ver la vaguedad é indecisión que suele caracterizar á todo relato de apariciones sobrenaturales.

Dicho esto, ordenemos las notas tomadas por el señor cura de Montellano, que felizmente no dan lugar á duda alguna en toda la relación.

«En el barrio de Las muñecas, del concejo de Sopuerta, á 8 de Junio de 1841.yo, Nicolás de Palacio, hijo legítimo de José y de María de Santayana, declaro, á instancia de D. José María de Sagarminaga, cura beneficiado de Montellano, en el concejo de Galdames, lo que ví y oí, según y conforme fué, sin quitar ni añadir nada, en la visión que Dios se dignó tuviera el 8 de Abril del presente año de 1841, en que la Iglesia celebraba el jueves de la Cena del Señor.

»Estando hoy en mi sano y cabal juicio, como cuando me ocurrió lo que voy á referir, y en presencia de Dios, autor de la verdad, digo con pura intención de agradar á su Divina Majestad, que después de comer salí de mi casa á cosa de las dos de la tarde y me dirigí al monte de Saldamando, en busca de una de mis vacas, que no había ido á casa con sus compañeras. Al llegar al primer arbolar del monte, que dista cerca de media legua de mi casa, encontré á unos vecinos míos, y me dijeron que la vaca que buscaba estaba un poco más allá, en compañía de otras de la vecindad. Seguí adelante, sin encontrarla, y sintiéndome ya disgustado porque no iba á volver á tiempo para bajar á los Oficios religiosos, media hora después llegué á un regato, y para pasarle á pie enjuto bajé la vista al suelo.

»Al alzar la vista me ví rodeado de muchísimas figuras de forma humana, y quedé suspenso y admirado y sobrecogido de un sudor frío. Yo no sentía voz, ni ruido ni olor alguno, y miraba de frente á aquellas personas, que á su vez me miraban del mismo modo con semblante afable y risueño. El color de su cara y manos era blanco, tirando á sonrosado en la parte superior de las mejillas. La estatura de todas ellas era igual y algo más baja que lo regular, pues no pasaba de cuatro piés y medio castellanos. Todas estaban vestidas de un mismo modo, con una especie de alba ó túnica blanca, que no les dejaba ver los pies. De la cintura arriba las cubría una cosa como roquete de acólito, y en la cabeza llevaban una capucha pequeña que subía del cuello. La cintura era tan delgada que se podía abarcar con mis dos manos, y la ceñía una hermosa faja como de cuatro pulgadas de ancho. Todas las figuras eran enjutas de carne, y observé que no tenían barba ni pelo.

»Una de ellas llevaba una cruz pequeña que no excedía de un pié de su cabeza, ni tenia en su frente imagen ni crucifijo alguno. Las ropas y aspecto de todas tenían tal hermosura y atractivo para mí, que me subyugaban. Después de dar como unos cuarenta pasos todos en silencio, fijé la atención en una de las figuras, que era la más próxima á mí, y reconocí en ella, sin la menor duda, á Domingo Ortiz, mi convecino, que había muerto hacía catorce años, y enseguida fuí reconociendo sucesivamente á muchos de los que habían fallecido en este espacio de tiempo.

«Andando como en procesión entre esta especie de ejercito como cosa de una hora, me sentí fatigado y con gran necesidad de sentarme, lo que en efecto hice. Al propio tiempo se sentaron en torno mío tres de aquellas personas, á las que miré con atención, reconociendo en ellas á Ignacio Martínez, Francisco de Llano, mi suegro, y don Pablo de Calleja. Toda la procesión se detuvo y permanecimos como medio cuarto de hora mirándonos en silencio, yo como absorto en la contemplación de todos ellos, y ellos risueños y afables.

»—¡Bendito sea Dios, qué bien estamos así! dije yo al fin; y apenas pronuncié estas palabras, mi suegro, Francisco de Llano, me dijo abriendo y moviendo los labios, del modo natural, como luego sucedió al hablar las demás personas:

»—Tengo que hacerte un encargo, y es, que mandes decir tres misas: una de ellas en el altar de Nuestra Señora de la Piedad, otra en el de Nuestra Señora del Rosario y la otra en el de Nuestra Señora de la Concepción.

Al decir esto mostraba extraordinaria alegría.

»—Está muy bien—contesté—mandaré decirlas.

»—Vive como has vivido hasta ahora y reprende las malas lenguas.

»Al decir esto mi suegro, que estaba como á una vara de mí, á la derecha, se le llenaron los ojos de lágrimas.

»Inmediatamente me dijo Ignacio Martínez:

»—Dígale usted á Rosa, mi mujer, que le dé á usted cuatrocientos dos reales y un ochavo (¡tiene gracia el piquillo!) aunque no era tanto la cuenta. Que le pague á usted aunque tenga que vender para ello la ropa de la cama, cosa que no necesitará hacer.

»—Bien está, se lo diré.

»—Dígale usted también que mande decir tre misas: una en San Roque, otra en Santa Teresa de Jesús y otra en Nuestra Señora del Socorro

—Así lo haré.

»Martínez guardó silencio, y don Pablo de Calleja me dijo entonces:

»—Diga usted á María, mi mujer, que le dé á usted una peseta y á nuestra hija de Somorrostro le dé algo más de lo que piensa darle.

—Bien está, señor.

»Antes de hablarme así, después de sentados, mi suegro, Martínez Y Calleja, ya me habían hablado Ortiz y Luis de Capetillo.

»Desde el principio de la aparición, Ortiz se arrimaba á mí con las manos entrelazadas y puestas contra el pecho. Poco antes de sentarnos me tocó con ellas en el brazo derecho, y asiéndoselas yo con la derecha, le dije:

»—Hola, amigo.

»Entonces desenlazó sus manos y estrechó con la derecha la mía, conservando cerrada contra el pecho la izquierda, y me dijo:

»—Diga usted á mis padres que manden celebrar por mí tres misas: una en el Carmen de Balmaseda, otra en Nuestra Señora de Guadalupe y otra en Santa Isabel de Ontón.

»Dicho esto se separó de mí y volvió á poner las manos como antes.

»Poco después de esto, Luis de Capetillo me pasó las manos enlazadas por debajo de la barba sin decirme palabra. Yo se las así fuertemente, y entonces me dijo:

—»Esto quiero yo: encontrar hombres de pocas palabras y mucho corazón, que es como deben ser los hombres. Yo le paso á usted ahora las manos por la cara porque usted me pasó las suyas por la mía en la hora de mi muerte. ¿No se acuerda usted?

—»Sí, señor, es verdad—coatesté.

—»Pues así se corresponden los hombres de bien..

»Diciendo esto, soltó mi mano, y volviendo á entrelazar las suyas y á arrimarlas al pecho? guardó silencio.

»Desde que se me apareció la visión hasta que desapareció pasaron cerca de tres horas. El que llevaba la cruz parecía guiar aquella especie de procesión, pues todos unánimes obedecían su señal ó movimiento. En todas las encrucijadas se paraban, y hacían una corta detención alrededor de las casas arruinadas que hay en aquel monte, pero sin que yo oyera lo que decían. Ni el ropaje, ni los rostros, ni las manos, ni la cruz despedían resplandor alguno. El traje del que llevaba la cruz era de mucho mayor lustre y hermosura que el de los demás.

»Cuando toqué la mano de Ortiz y la de Ca-petillo no sentí diferencia del contacto de la de una persona viva, aunque me inclino á creer que estaba algo fría. No advertí que sus dedos tuvieran uña. En el traje no se diferenciaban las mujeres y los hombres. Puedo asegurar que vi entre ellos una mujer de edad de más de sesenta años que vive aún en esta parroquia, ó á lo menos vi su exacto retrato. También creo que conocí con certeza á una criatura que había muerto antes de tener uso de razón. Ninguno de los que hablaron dijo expresamente su nombre.

»La despedida ó desaparición de la visión fué del modo siguiente:

»Después de haberme hablado los que estaban sentados alrededor mío, nos quedamos suspensos, mirándonos en silencio. Ellos me miraban con mucha benevolencia y alegría. Me preparaba á despedirme proponiéndome interiormente decirles sólo:—ÍSeñores, queden ustedes con Dios, cuando, sin darme tiempo á pronunciar estas palabras, todos ellos desentrelazaron los dedos, y separando las manos del pecho las extendieron con las palmas hacia arriba y los dedos meñiques en contacto, y bajándolas un poco como también la cabeza, me hicieron una afable despedida sin pronunciar palabra. Apenas habían echado á andar cuando entre ellos y yo se interpuso de repente una niebla muy espesa y blanca que me impidió verlos.

»Púseme el sombrero que había tenido en la mano mientras estuvimos sentados, durante cuyo tiempo había estado yo muy sereno, y eché á andar. Volví la cara apenas había dado algunos pasos y no vi ni niebla ni gente. Quedé muy contento de esta aparición, y dando gracias á Dios por ella me dirigí á mi casa, sin dejar de pensar en tan extraño suceso. Entonces ví que delante de mí y en la misma dirección, aunque con un cuarto de hora de ventaja, iba una persona del mismo traje que los de la aparición, y apreté el paso para alcanzarla y lo conseguí, aunque caminaba sin detenerse. A distancia de doce pasos le dije:

»—Buenas tardes.

»—Téngalas usted muy buenas—me contestó con dulzura, volviéndose hacia mí.

»Detuvímonos ambos y de pie tuvimos una larga y familiar conversación, porque aquella persona era, sin sombra de duda, María, la sobrina del señor cura Herrerías, es decir, su alma en cuerpo aparente.

»—Hola, Nicolás—añadió—¿qué trae usted por aquí?

»—Señora, he venido en busca de una vaca que tengo para parir.

»—Más de dos son las que usted tiene así.

»—Sí, señora, cuatro tengo.

»—Diga usted á Manuel que mande decir por mí tres misas: una en Nuestra Señora del Carmen, otra en Nuestra Señora del Mercadillo y otra en Nuestra Señora de la Piedad. Dígale usted también que se acuerde de mí en todas sus oraciones, como yo me acuerdo de él, porque le tengo en el corazón como antes, y que no trabaje, pues no le faltará nada. Acompáñele usted á oir las tres misas.

»—Si puedo, así lo haré.

»—Ya podrá usted.

»—No sé, señora, porque ando algo enfermo.

«—No haga usted caso de su mal, porque ya podrá usted hacer eso y mucho más. No deje usted de decir á todos lo que le hemos encargado.

»—Sí, ¡para que se rían de mí!

»—Que se rían, no haga usted caso de eso.

»Después de hablar algo más con María, con quien yo tenía mucha confianza, pues era mi ama , le pregunté:

»—Señora, ¿cómo andan ustedes por aquí?

»—Hoy tenemos esa libertad, como también la tenemos el día de la Ascensión y el del Corpus. Sírvale á usted de gobierno y no tenga miedo.

»—Nada extraño es que le tenga y caiga enfermo de veras.

»—No diga usted eso, ni tenga cuidado. Aunque ahora cayera usted en la cama pronto se pondría bueno. Para nosotros estos días son muy felices, porque ganamos cada uno de ellos trescientos años de indulgencia. ¿Le parece á usted mucho? En el purgatorio pronto se cumple el tiempo. En esta procesión ¡que usted ha visto hay almas que han cumplido ya y luego irán al cielo, pero otras todavía necesitan muchos años.

»Después de esta conversación, María desapareció lo mismo que los otros. Como yo tenía más confianza con ella que con los demás, le hice muchas preguntas de lo que pasaba en su estado presente, pero se mostraba seria y no me contestaba, y una vez me respondió:

»—Eso no se dice.

»Cuando llegué á casa, que era al anochecer, me acosté muy preocupado con la aparición, y los dos días siguientes permanecí así sin hablar á nadie palabra de lo sucedido.

»El 30 de Abril, es decir, veintidós días después, volvieron á aparcérseme Llano, Ortiz, Calleja, Martínez y María.

«Yendo en busca de un novillo llegué á Ur-quijo, cerca de donde tuve la primera aparición. Me bajé á beber agua á un pocito, y al levantarme y coger el sombrero que había puesto al lado, se me presentaron delante los cinco en fila y codo con codo.

»—Señorea—les dije—de parte de Dios les pido que me digan lo que se les ofrece.

»—Todo lo mandado—me contestó María—está bien hecho; pero la misa del Carmen se ha, dicho en Mercadillo y es menester que se diga, en Balmaseda. Que me pongan una vela en el altar de la piedad y la dejen arder hasta que se consuma, y no es menester hacer más por mí, pues con eso me voy al cielo.

»Ignacio Martínez me dijo en seguida:

»—Hizo usted lo que le mandé, pero no lo han cumplido, y usted tiene la culpa.

»—Yo no, señor, porque ya lo pedí.

»—Vuelva usted á pedirlo, que ya se lo darán.

»—Si usted me lo encargara por escrito, volvería á pedirlo..

»Después de estas palabras, ó pocas más, desaparecieron como en la otra aparición, que es? la primera que yo había tenido en mi vida el vestido que tenían en esta segunda me pareció como dorado y mucho más hermoso que el que tenían el Jueves Santo.»

Tal es, fielmente ordenada, la relación de Nicolás de Palacio que aparece en las notas del señor cura de Montellano. Al fin de estas nota se encuentra una especie de certificado de éste último que dice así:

«Certifico, yo el referido beneficiado de Montellano, que todo lo arriba inserto es la relación jurada que hizo Nicolás de Palacio delante te mí en tres tardes, sin añadir ni quitar cosa. Y este original, por mucha escasez de tiempo en aquellas tardes, está sin la debida crítica y expresión, por lo que sólo se debe tener en cuenta lo sustancial del relato, y encargo dos cosas: primera, que se lean con cuidado los autores que tratan de apariciones, tales como el padre Calatayud, de la Compañía de Jesús; y segunda, que si se copia esta relación no se varíe su contexto, aunque convendría describir con mejor orden y estilo el suceso.—Sagarminaga.»

Por más que en estos momentos la pasión política se empeñe en encarecer el fanatismo religioso de los habitantes de las provincias vascongadas, este fanatismo no existe, y prueba de ello es que nunca tienen allí que entender los tribunales de justicia en causas dimanadas de fanatismo ó superstición religiosa, como ocurre con frecuencia en otros países, áun los que pasan por más ilustrados: aquel pueblo es profundamente religioso, y cree con sencilla é intensa fe lo que cree la Iglesia; pero de aquí no pasa. Hasta hace algunos años creía en las apariciones de muertos; pero ya hoy, sin negar que Dios pueda permitirlas, y áun las permita algunas veces, se preocupa muy poco de ellas. Los infinitos forasteros que recorrían aquel país todos los veranos pueden certificar de mi aserto y decir si alguna vez fueron molestados por sus creencias religiosas, ó si alguna vez se metieron los habitantes de aquel país, que tan fanático se supone, en si iban ó dejaban de ir á misa, ó en si se descubrían ó no la cabeza al pasar por delante de algún templo.

Pero concretándonos á la visión de Las muñecas y al documento en que se da cuenta de ella, debo repetir que yo la creo pura alucinación de Nicolás, enfermizo de cuerpo y de inteligencia» Con tales circunstancias de certeza se ha hablado siempre de ella, y aun se habla en las Encartaciones, que no faltará quien crea temeraria esta opinión mía. ¿Qué muertos eran aquéllos á quienes no les ocurría pedir más sufragios por su alma que las consabidas misas, las consabidas velas y la consabida satisfacción d» deudas? María, que era modelo de ternura y bondad para con todos, y sobre todo de ternura maternal, no dice ni encarga á Nicolás más que cosas como vi dijéramos de cajón, y frivolidades. Yo la conocí y traté y la debí muchas veces caricias y bondades, no inferiores á las que prodigaba á sus hijos, mis compañeros de la infancia, y no reconozco rasgo alguno de su fisonomía moral en la visión que Nicolás nos pinta. Nicolás era, pues, un pobre, á quien su temperamento, su constitución enfermiza, su corta inteligencia, y....su suegra, que áun después de muerto au marido hacía á éste llenársele los ojos de lágrimas, le hacían ver visiones.

En cuanto al señor cura de Montellano, una vez que hablé con él de la supuesta visión, le encontré aún más incrédulo que yo, sin duda por lo mucho que me aventajaba en discreción y piedad. Confieso que, á pesar de la incredulidad de que acabo de hacer alarde, un anochecer que pasé solo por el arroyo donde Nicolás tuvo la visión, me pareció que los pelos se me ponían de punta.

La verdad

Cuento popular de Vizcaya

I

Este era un comerciante de Bilbao, muy rico, muy rico, llamado don Juan de Eguía, de quien tengo noticia por un viejecito de Deusto, que aunque de algunas cosas sabia mucho menos que yo, de otras sabía mucho más, como lo prueba la siguiente lecioncita que me dió un día que le hablé de cuentos populares:

—Cuentan que un soldado llevaba siempre en la mochila un par de guijarros, y en cuanto llegaba al alojamiento, encargaba á la patrona que se los guisara en salsa, con lo cual engañaba el pan de munición, moja que moja en la salsilla. Los cuentos populares son guijarros que andan rodando por los campos y no tienen sustancia, y á veces descalabran al buen sentido: pero si se los guisa bien, se chupa uno los dedo con la salsilla y al buen sentido que anda algo torcido, le pone derecho como un uso.

Pero volvamos á don Juan de Eguía, que ya tendremos ocasión de volver al viejecito de discreto. Don Juan era hombre bueno y discreto, pero tenía una manía singular: partiendo del supuesto vulgar de que su apellido ¡que significa «localidad angulosa») significaba «la verdad», y queriendo vivir de acuerdo con él, llevaba tan adelante el amor á esta virtud, que la convertía en generadora de todas las virtudes humanas, de modo que para él, hombre capaz de faltar á la verdad, era capaz de faltar á todo lo bueno y santo.

Y he llamado manía á su extremado amor á la verdad, porque la exageración, áun en los afectos más santos, conduce al fanatismo, y el fanatismo, á su vez, conduce á todo lo malo.

«Una mentira bien compuesta, mucho, vale y poco cuesta», dice un proverbio vulgar, y hay casos en que la mentira es santa, porque sin causar mal alguno, previene y evita males muy grandes. Vaya un ejemplo de esto que me puso el viejecito de Dausto, al contarme el cuento de don Juan de Eguía, que estoy guisando como Dios me da á entender:

—Cuando Cristo andaba por el mundo principiando á predicar el Evangelio, y San Francisco andaba pidiendo limosna para su convento, se detuvo San Francisco á descansar un poco á la sombra de un castaño, porque llevaba ya las alforjas enteramente llenas, y dicen que hacia Jerusalén hace un calor de todos los demontres.

Estando San Francisco sentado bajo el castaño, pasó por allí Cristo; el santo se levantó respetuosamente á saludarle, y Cristo, después de echarle la bendición, continuó su camino.

Cate usted que poco después llegan unos judíos corriendo á todo correr y con unas caras de asesinos que ponían los pelos de punta, y preguntan á San Francisco si ha pasado Cristo por allí.

El Santo se malició que los judíos buscaban á Cristo para crucificarle, y metiendo la mano derecha en la manga izquierda, les contestó:

—Por aquí no ha pasado.

Con lo que los judíos se volvieron atrás, porque ni siquiera se les ocurrió dudar de lo que les decía un hombre tan santo como aquél.

Ya ve usted si la mentira de San Francisco fué santa y buena, porque si el Santo dice la verdad á los pícaros judíos, éstos alcanzan á Cristo, le crucifican inmediatamente, queda sin predicar el Evangelio, y todos seríamos unos herejes que iríamos de patas al infierno.

Lo que se debe procurar es mentir siempre con buen fin, como hizo San Francisco cuando, diciendo que Cristo no había pasado por su manga, lo dijo de modo que los judíos entendieron que no había pasado por el camino.

II

Los dependientes de don Juan de Eguía eran remunerados y tratados como no lo eran los de ningún otro comerciante de Bilbao, porque don Juan aventajaba á todos en liberal.

Al usar el viejecito de Deusto esta palabra, me advirtió, con una nimiedad perdonable en sus muchos años, que no fuera á confundirla con otra, del mismo sonido, que anda por ahí y casi siempre se la hace significar lo que no significa. Aseguróle que no confundía al liberal que, como dice el Diccionario de la Lengua, «distribuye generosamente sus bienes, sin esperar recompensa alguna», con los liberales que allá cuando yo era mozuelo, en la Plaza del Progreso de Madrid, obligaban á todo el que pasaba por allí á gritar ¡viva Espartero!, y porque me negué á ello, diciéndoles que no era por desafección á Espartero, sino porque no acostumbraba á dar vivas ni mueras en la calle, me arrearon un garrotazo que por milagro no me dejó en el sitio.

Pero dejemos al viejecito y volvamos á don Juan de Eguía. Cuando en las dependencias de éste vacaba alguna plaza, los pretendientes acudían á ella como moscas á la miel, y movían cielo y tierra por obtenerla.

Un día vacó una de estas plazas y se alborotaron con la esperanza de ocuparla cuantos en el litoral cantábrico la necesitaban y se creían capaces de desempeñarla, y del número de los alborotados fué un joven de Labaluga, feligresía del concejo de Sopuerta, llamado Inocencio de Obécori, que, sintiéndose con vocación al sacerdocio, estudiaba latín en el colegio fundado en Otáñez por su paisano, el capitán Pedro de las Muñecas.

Los de Labaluga gozaban fama de tontos entre todos los demás feligreses del concejo, basta bien entrado este siglo, en que la perdieron con motivo de haber uno de ellos atarazado un dedo á uno de mi aldea nativa, que fué por allí y se le metió en la boca dando asenso á los que decían que los de Labaluga eran tontos.

Me he descrismado por averiguar cuál fué el origen de esta opinión, y lo único que he sacado en limpio es lo que voy á contar.

Allá hacia el siglo XVII, el susodicho capitán Pedro de las Muñecas, natural de Labaluga, quiso fundar y dotar un estudio de latinidad en aquella feligresía; pero sus paisanos se opusieron á ello tenazmente, alegando que los estudiantes de que se llenaría Labaluga les comerían toda la fruta.

Disgustado de esta oposición, el capitán fundo y dotó el estudio de latín, después de levantar un hermoso edificio que aún subsiste, en el cercano lugar de Otáñez, de donde procedía por la línea materna.

Desde entonces Otáñez tuvo una mina de oro y plata en la muchedumbre de estudiantes que constantemente residían allí y allí dejaban el oro y el moro; y envidiando los de Labaluga á los de Otáñez aquella mina, se tiraban de los pelos y se ponían á sí propios de tontos, que daba compasión y risa.

Esto es lo único que, á fuerza de descrismarme he podido averiguar acerca del origen de la opinión de tontos que hasta bien entrado este siglo gozaban los de Labaluga, por supuesto inmerecidamente, como lo demostró el haber atarazado el dedo de uno de mi aldea nativa, que, creyéndolo, les metió el dedo en la boca.

III

Inocencio de Obécori, nacido en el barrio de Labulaga, de que tomaba apellido, era hijo de una pobre viuda, que con gran dificultad sufragaba los gastillos que originaba su asistencia á el aula de Otáñez. Para que mejor se comprenda esta dificultad, citaré un hecho: de Obécori á Otáñez hay cerca de dos leguas, casi completamente de monte quebrado, espeso y solitario. Pues Inocencio las andaba diariamente de ida y vuelta para asistir al colegio de Otáñez sin gastos de hospedaje.

Todo el afán de Inocencio era hacerse cura como Dios le diese á entender, para sacar á su pobre madre de la aperreada vida de panadera con que ganaba la subsistencia de su hijo y la suya, yendo con una mulita cargada de pan los jueves y domingos á Castro Urdiales, y los miércoles y sábados á Balmaseda, y darle una vejez descansada y dichosa con su curato, teniéndola á su lado y gobernándose con ella sola, y ahorrándose así amas de gobierno, y de que dijeran las malas lenguas que si fué, que si vino.

La madre de Inocencio había servido durante muchos años, hasta que casó, en casa de los Salazares de las Rivas, donde aún la querían mucho, y con cuya ayuda contaban ella y su hijo para llegar éste á ordenarse de misa, aunque el bueno de don José Ignacio de Salazar, que á la sazón era señor de aquella respetable casa, no llevaba á bien que Inocencio, su ahijado, siguiese la carrera eclesiástica, fundándose en un escrúpulo que por lo curioso voy á referir:

Decía el señor don José Ignacio que el estado sacerdotal es muy ocasionado á la perdición del alma, porque el sacerdote hace solemne voto de castidad, y siendo condición natural y poco menos que irresistible la inclinación del hombre á la mujer y la de la mujer al hombre, necesita el hombre ó la mujer que ha hecho tal voto heroísmo y convencimiento de su deber muy grandes para resistir los embates de la tentación.

La madre de Inocencio creía conocer lo bastante á su hijo para no temer que el alma de éste corriere el peligro que el señor amo, como llamaba aún al señor don José Ignacio, temía, y no dudaba, que al fin el señor amo ayudaría ú su ahijado á seguir los estudios hasta ordenarse de misa.

—Pero, señor amo—decía al señor don José Ignacio—si hubiese el peligro que usted teme, casi todos nos condenaríamos.

—¿Por qué, mujer?

—Porque apenas habría cura que nos bautizase, pues casi ninguno se atrevería á estudiar para cura, por temor de condenarse.

El señor don José Ignacio se quedaba suspenso, no acertando á replicar satisfactoriamente á esta observación, y por último salía del paso exclamando:

—Mira, déjame en paz y no me metas en honduras en que ni tú ni yo debemos meternos. Lo que tú y yo debemos hacer es cuidar del alma de tu hijo y ahijado mío, y dejar el cuidado del alma de los demás á sus madres y padrinos.

Un poquito de egoísmo había en este modo de pensar del señor don José Ignacio; pero vamos adelante con nuestro cuento, que tampoco nosotros debemos meternos en honduras de donde no podamos salir.

A la sazón eran famosas en las Encartaciones, y áun fuera de ellas, dos formas de letra, que eran: la de Inocencio de Obécori y la de otro joven llamado Marcos Joaquin de Retuerto, que luego alcanzó grande y merecida celebridad como jurisconsulto, diputado general del Señorío y eminente patricio vizcaíno, y muerto, casi nonagenario, poco antes de mediar el presente siglo.

Cuando Inocencio tuvo noticia de que había vacado una plaza de escribiente, ó amanuense, como se decía entonces, en casa de don Juan de Eguía, se decidió á solicitarla, y lo hizo después de oir el parecer de su madre y su padrino, que fué quien más decididamente apoyó su decisión, mirando por la salvación del alma de su ahijado.

Fundaba Inocencio su decisión en que su madre era ya demasiado vieja para esperar á que él se hiciese cura, en que podía su padrino insistir en no llevar á bien que siguiese la carrera eclesiástica y negarle el apoyo que le era indispensable para seguirla, y en que si se colocaba en casa de don Juan de Eguía, inmediatamente podría socorrerá su madre y sacarla del aperreo de andar de mercado en mercado vendiendo pan.

Muchísimas fueron las peticiones autógrafas que de la plaza de amanuense recibió don Juan de Eguía; pero ver éste la letra de Inocencio de Obécori y decidirse por quien tan hermosamente escribía, todo fué uno; tanto más, cuanto que al pié de la petición iban algunos renglones en que el señor don José Ignacio de Salazar recomendaba al peticionario.

Inocencio de Obécori, era, pocos días después, amanuense, ó como diríamos ahora, secretario particular del opulento, bondadoso y liberal don Juan de Eguía, que le señaló un gran sueldo y le advirtió que la admisión no era aún definitiva, porque necesitaba conocer prácticamente su conducta, que había de tener por base la verdad en todo y por todo.

El señor don Juan, que era muy jovial y se parecía algo á mí, no, por supuesto, en el dinero, sino en la afición á los cuentos populares, contó á Inocencio uno, para probarle que la falta de verdad, ni áun en boca de santos tan grandes como el glorioso San Pedro, es conveniente.

IV

En otra cosa, además del dinero, no se parecía á mí don Juan de Eguía: en el modo de contar cuentos, que contaba muy donosamente.

El viejecito de Deusto decía que el cuento que don Juan contó á Inocencio pecaba de falsa filosofía; pero que, en cambio, como le contaba don Juan, era muy donoso.

Vamos á ver si acierto á contarle, siquiera como me le contó el viejecito de Deusto:

«Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, San Pedro, como si fuera á hacer alguna necesidad, se metió en unas viñas, cuyas lindes estaban sombreadas de higueras, y cogiendo un par de racimos, que destilaban almíbar, los exprimió en una vasija que llevaba en la alforja para coger agua en las fuentes que encontraban en el camino y beber Cristo y él.

»El mosto le supo á gloria, y dijo para sí:

»—¡Qué lástima que el Maestro no eche un trago de esta gracia de Dios! No bebe vino, sino en alguna comida de los días de incienso, y eso muy parcamente, y sólo por aquello de «no bebas agua sola y sí con un poco de vino», que dijo San Pablo á Timoteo; ni gusta de que sus discípulos lo bebamos de otro modo; pero estoy seguro de que le había de gustar este delicioso mostillo.

»Y así diciendo, apuró lo que quedaba en la vasija, y añadió, saboreando lo que se le había rezagado en los labios.

—»Si sabe que he bebido vino, de seguro me echa una buena peluca, pero ¡qué demontre! voy á llevarle un traguete, que de seguro agradecerá y le parecerá exquisito con tal que yo no le diga que es zumo de uva y sí que es de cualquiera otra fruta, con lo que conseguiré dos cosas, á saber: que no se niegue á beberlo, y no me eche una peluca por aficionado al vino.

»Así pensando y así diciendo, San Pedro exprimió en la vasija otro par de racimos de los mejores que encontró y alcanzando al Maestro, le dijo:

»—Señor Maestro, por supuesto, ¿irá usted rabiando de sed con este calorazo?

«—Sí que voy, Pedro, y deseo que encontremos pronto una fuente donde nos refrigeremos un poco.

»—También yo iba ahogándome de sed y achicharrado de calor y me he quedado más fresco que una lechuga con un buen trago de este delicioso licorcillo que he arreglado bajo las higueras esas. Haga usted lo mismo, señor Maestro, y verá cómo se le pone el cuerpo como un reloj.

» El Maestro tomó la vasija que San Pedro le alargaba y la desocupó de un trago.

»—Ciertamente—dijo—que este licor es deliciosísimo. ¿De qué fruto procede, amado Pedro?

»—Procede, señor Maestro, del fruto dé la higuera, que como usted ve, abunda en las lindes de esas viñas.

»—Pues ¡bendita sea la higuera—exclamó Cristo alzando los ojos al cielo—y de aquí en adelante produzca dos frutos al año.

»Y en efecto, desde entonces la higuera produjo dos frutos, el primero con el nombre de brevas, y el segundo con el nombre de higos.

»Bueno es el fruto de la higuera, pero no admite comparación con el de la vid. Si San Pedro le dice la verdad á Cristo, ¡que beneficios no tendría el mundo con dos cosechas de vino al año!

»Ya ve usted que la falta de verdad, hasta en boca de santos tan grandes como San Pedro, es inconveniente.»

Este es el cuento popular que don Juan de Eguía contó á su nuevo amanuense para encarecerle la conveniencia de la verdad.

Don Juan era viudo, y tenía á sus hijos estudiando el comercio en Inglaterra. En todo era su vida ejemplar; pero, sobre todo, lo era en cuanto al sexto mandamiento y sus alrededores. Opinaba, y áun sentía, como el señor don José Ignacio de Salazar, que es condición natural en el hombre inclinarse á la mujer, y en la mujer inclinarse al hombre, pero aunque todavía era joveu, parecía que todas las mujeres, por gua-gas y salerosas que fuesen, estaban de más para él.

V

Don Juan de Eguía dispuso que Inocencio se sentase constantemente á su mesa.

—¿Le gusta á usted el vino?—preguntó á su amanuense la primera vez que se sentaron juntos á la mesa.

—Sí, señor—le contestó el amanuense con algo de cortedad.

—Muy bien. Yo no le bebo, pero que le sirvan á usted del mejor, ó al menos del que más le guste.

—¿Fuma usted?—le preguntó á Inocencio de sobremesa.

—Sí, señor—contestó el joven con alguna cortedad también.

—Perfectamente. Yo no fumo, pero en el escritorio tiene usted cigarros habanos, puros y de papel, y puede siempre surtirse allí de los que necesite.

Inocencio estaba loco de contento con estas y otras pruebas de solicitud y bondad de su principal.

—¿Le gusta á usted vestir bien?—le preguntó éste aquel mismo día.

—Sí, señor.

—Eso está muy puesto en razón, siendo usted joven. Pues se va usted al sastre de casa, y se toma medida de la ropa que usted quiera.

Inocencio no se cansaba de dar gracias á Dios por la ganga que había encontrado en aquella casa.

—¿Le gusta á usted dar un paseito por la tarde, cuando hace buen tiempo?—le preguntó al día siguiente su principal.

—Sí, señor—contestó Inocencio.

—Pues desde esta tarde puede usted dársele siempre que quiera.

Cuando aquella tardo iba Inocencio á salir de paseo, le llamó don Juan, y le dijo:

—¿Supongo que le gastara á usted, cuando va de paseo, llevar algún dinero en el bolsillo, por si le ocurre algo ó quiere tomar alguna cosa?

—Sí, señor.

—Pues tome usted del cajón de mi mesa, donde hay oro y plata, lo que guste, tanto hoy como en lo sucesivo.

Pocos días después había romería en Deusto.

—¿Le gustan á usted las romerías?—preguntó don Juan á su amanuense.

—Sí, señor—contestó éste.

—Es natural que á los jóvenes les gusten esas; fiestas. Pues váyase usted esta tarde á la romería, si quiere.

Un sábado, por la noche, estando cenandor preguntó á Inocencio su principal:

—¿Le gusta á usted pasear á caballo?

—Sí, señor.

—Pues ya sabe usted que tengo en la caballeriza dos caballos que no hacen más que comer y holgar, porque yo no he vuelto á montar desde que perdí á mi pobre mujer. Que le preparen á usted por la mañanita uno de ellos y dése un buen paseo, aunque sea hasta Sopuerta.

Es inútil decir que Inocencio no escaseaba á su principal la expresión de su agradecimiento por tantas bondades. De todos los obsequios que don Juan le había prodigado, ninguno le había sido tan grato como el del caballo, que se apresuró á aceptar para hacer una visita á su madre, y áun á su padrino, á fin de contarles lo dichoso que era en casa de don Juan de Eguía.

La pobre madre lloró de alegría, y poco menos hizo el señor don José Ignacio al oirle encarecer aquella dicha.

Dos días después de esto, estando de conversación de sobremesa, sorprendió y dejó perplejo don Juan á Inocencio con esta inesperada pregunta.

—Diga usted, Inocencio, ¿le gustan á usted las muchachas?

Inocencio se puso encendido como la grana, y pareciéndole desacato contestar afirmativamente á un hombre como aquel, guardaba silencio, cuando don Juan le repitió:

—Conque, vamos, Inocencio, ¿le gustan á usted las muchachas?

—No, señor—le contestó al fin Inocencio.

—¿Ni aunque sean guapas?

—No, señor.

Don Juan se puso muy serio después de oir estas dos respuestas negativas, y dijo á su amanuense:

—Tengo el sentimiento de decir á usted que no sirve para mi casa.

—¿Por qué, señor?—le preguntó Inocencio, confundido y avergonzado.

—Porque acaba usted de faltar á la verdad, y el que falta á ella no puede ser hombre de bien; como es indispensable que sea para depender de una casa cuyo dueño lleva la verdad hasta en su apellido.

Todas las explicaciones y todos los ruegos de Inocencio fueron inútiles para con don Juan, que aquel mismo día puso en sus manos liberalmente la cuenta y le enseñó amablemente la puerta.

VI

El pobre Inocencio se fué á Obécori y contó á au madre, con toda sinceridad, lo que le había pasado con don Juan de Eguía, y después de llorarlo, ambos se fueron á las Rivas á contar al señor don José Ignacio tan inesperada noticia.

¡Cuál no sería su sorpresa cuando vieron que el señor don José Ignacio, apenas se enteró de ello, abrió los brazos á su ahijado, exclamando:

—Hijo mío, tú serás un sacerdote incapaz de quebrantar el voto de castidad que hayas hecho, porque el que ha resistido las seducciones de la casa de don Juan de Eguía, resistirá todas las seducciones de las mujeres y de su propia naturaleza. Mañana vendrá tu madre á mi casa á esperar en ella, descansada y tranquila, el fin de tus estudios, y también mañana irás tú á un seminario á seguir la carrera eclesiástica á mis expensas.

Así sucedió. Inocencio cantó misa; sobrevivió á su buena madre más de cincuenta años, y, tuviera ama de gobierno, ó dejara de tenerla, le sucedió lo que á todos los señores curas que yo conozco: que nunca dió ocasión á que las malas lenguas dijeran de él que si fué, que si vino.

La leyenda de Begoña

I

La insigne villa de Bilbao está al pié de una montaña. En las estribaciones de esta montaña hay una colina que lleva el nombre de Artagan, equivalente á Alto del Encinar; y al pié de la colina existe desde tiempo inmemorial el celebrado santuario de la Virgen de Begoña, cuya principal y maravillosa leyenda voy á escribir, después de decir algo acerca del origen y el nombre de santuario tan venerado en todo el litoral cantábrico..

Ni la tradición popular ni la historia fijan la época en que empezó á darse culto á la Virgen María al pié de la colina de Artagan. La tradición sólo dice que la imagen apareció en una encina de las que, como el nombre de Artagan indica, poblaban cl sitio donde se erigió el santuario; y añade la vulgarísima y repetida cantinela, propia de casi todos los santuarios de la Virgen, de que se trató de erigir el templo en punto distante del de la aparición, y se desistió de ello porque milagrosamente eran trasladados de noche á este último punto los materiales que de día se acopiaban en el primero. En cuanto á la historia, la primera vez que menciona el santuario de Begoña no pasa del año 1300, en que, de la carta de población de la villa de Bilbao, resulta que aquel santuario existía ya como monasterio, ó lo que es lo mismo, como iglesia parroquial, pues los que en este pais se llamaban monasterios eran los templos que hoy llamamos iglesias parroquiales.

La tradición enlaza y explica el nombre de Begoña con la milagrosa resistencia de la Virgen á que se le erigiera templo en sitio distinto de aquel donde había aparecido su imagen, pues supone que al ir á trasladar ésta á lo alto de la montaña, se oyó una voz misteriosa que decía begoañá, quieto el pié; y de aquí el nombre de Begoña que conservan la imagen y el sitio donde se erigió el santuario.

Esta etimología es completamente inadmisible, sobre todo para el que sabe que los nombres geográficos euskaros se fundan casi constantemente en la condición más característica de la localidad que designan. En esta regla, generalmente desconocida hasta que á fines del siglo pasado comenzaron los verdaderos estudios sobre la lengua euskara ó vascongada, é ignorada aún del vulgo y de muchos que, aunque no se crean vulgo, lo son, está comprendido el nombre de Begoña, que significa al pié ó en lo bajo de la colina, designación á que corresponde el sitio que ocupa el citado santuario.

La citada regla no se limita á los nombres geográficos euskaros antiguos de la región donde esta lengua es aún viva y vulgar, pues se observa constantemente en los nombres del mismo origen dispersos en el interior de la península hispana, de lo que citaré dos ejemplos, aunque pudiera citar-doscientos: Aranda (de Duero) y Reinosa, que son modificación de Arandia y Errenotza, equivalentes, el primero á «valle grande», y el segundo á «comarca fría».

La imagen de la Virgen aparece sentada, como todas las antiguas, si bien, siguiendo la antiestética moda moderna, se la ha vestido de modo que aparenta estar de pié, y el tipo de su faz es el más pronunciado de la raza euskara. Lo probable es que la imagen date de los primeros siglos del cristianismo, y, oculta cuando la invasión mahometana amenazaba traspasar el alto Ebro y derramarse á Vizcaya, reapareciese citando aquel peligro cesó por completo, ó sea en los siglos X ú XI, en que los mahometanos se habían ya alejado de la margen meridional del Ebro, que no llegaron á pasar, según testimonio unánime de la tradición y la historia.

Los soñadores de antigüedades romanas en Vizcaya, han hecho mucho ruido con motivo de una inscripción, en caracteres y lengua latinos, que se encontró cerca de dos leguas al Noroeste del santuario de Begoña, en la república de Lú-xua, en un sitio llamado Achbolueta, ó roca del molinar. La inscripción era ésta:


VECUNIENSES HOC MONIERUNT


Estaba en una roca que se había cortado para facilitar el paso desde los pueblos de la parte baja de la merindad de Uribe á los de la parte alta. Generalmente se interpretaba el vecunienses por begoñeses, y no faltó quien, fundado en esta inscripción, creyese haber existido en Begoña una ciudad latina llamada Vecúnia. Esta creencia era absurda y parece imposible que la inscripción de Lúxua hubiera dado ocasión á ella, pues el vecunienses latino no era más que la traducción del becuac euskaro, que equivale á «los de abajo» ó los de la tierra baja; y por tanto la inscripción debía interpretarse por o los de la tierra baja abrieron ó costearon este paso», que en vascuence se expresaría diciendo «Becuac eindacua da au».

Al terminar el siglo XV, en que se reedificaron muchas iglesias de Vizcaya, dándoles mayor amplitud y suntuosidad, pues las antiguas eran generalmente pequeñas y de modesta fábrica, se trató también de reedificar la de Begoña; y en efecto, la obra se emprendió en los primeros años del siglo XVI.

Con esta reedificación está relacionada la maravillosa leyenda del robo de las joyas de la Virgen, que me ha parecido conveniente narrar-más circunstanciadamente que la narró el Padre Granda, único y poco afortunado historiador de nuestro insigne santuario, y menos absurdamente que la narra por regla general el vulgo.

II

La obra de Nuestra Señora de Begoña estaba muy adelantada, aunque no tanto como deseaban los piadosos begoñeses. El ábside del templo estaba ya techado, colocados altar y retablos principales y la veneranda imagen devuelta al culto en el sitio que debía ocupar definitivamente, pero la parte anterior de la iglesia aún estaba destechada.

Rodeaban el santuario añonas encicas y las campanas pendían de una grandísima que estaba detrás de aquél, y á cuya sombra se congregaban desde tiempo inmemorial los vecinos de Begoña para tratar los asuntos del pro-común, como sucedió un siglo después cuando lo lucieron para acordar y aprobar las ordenanzas por que se había de regir la república.

La imagen de la Virgen estaba adornada de ricas joyas, que eran piadoso donativo de la devoción popular, y uno de los canteros que trabajaba en la obra concibió el sacrílego pensamiento de despojarla de ellas.

Una noche, cuando todos dormían en las caserías cercanas, se dirigió al santuario y tomando una alta escalera de mano, que servía para la obra, la arrimó al muro á medio levantar, subió á éste, desde allí colocó la escalera interiormente, descendió por ella, reanimada su impía codicia por el brillo de las joyas cíe la Virgen, en que se reflejaba la luz de la lámpara que ardía en el presbiterio, subió al altar, y fué despojando á la Virgen de sus ricas joyas.

El niño Jesús que la imagen tenía en brazos estaba engalanado con una preciosa corona de oro y diamantes, y el ladrón dirigió á ella su sacrílega mano. Entonces la Virgen asió su brazo para impedir que cometiera aquel nuevo sacrilegio, y el ladrón espantado con aquel prodigio, descendió precipitadamente del altar, dejando-en éste las joyas de que había despojado á la santa imagen, y volvió á subir al muro.

Allí se detuvo pensando si todo habría sido alucinación suya, y como dirigiese la vista hacia el altar y viese brillar las joyas que había abandonado, la tentación de consumar el robo volvió á asaltarle. Tornó á bajar del muro, se dirigió al altar, tornó las joyas, sin atreverse, empero, á alzar su mano á la corona del niño Jesús, y con ellas se alojó del santuario.

Dirigióse á la barriada de Trauco, que es la que cae al Oeste del templo, y con gran sorpresa suya se vió detenido por un muro impenetrable de maleza que le impedía el paso por todas partos y desgarraba su vestido y áun su carne con agudísimas espinas.

Decidióse entonces á bajar á la villa con la esperanza de ocultar allí su crimen á favor de la confusión y el desconocimiento de gentes que reinan en las grandes poblaciones y descendió hacia Mallona.

Había allí un humilladero con la imagen de Jesús crucificado, alumbrada con una lamparilla, y como el ladrón dirigióse la vista á la imagen, parecióle que ésta le miraba airadamente, y huyendo efe aquella mirada se apresuró á alejarse del humilladero, pero inmediatamente se vió detenido por una manada de enormes carneros que le embestían y te hicieron volver atrás.

Ya lleno de terror y poco menos que arrepentido de su crimen, tomó cuesta arriba, dirigiéndose hacia Meazábal, que es en la cima del monte donde San Vicente Ferrer había erigido una ermita á Santo Domingo, cuando en el siglo anterior había asombrado á Bilbao predicando en la iglesia de Santiago en lengua valenciana y haciéndose entender perfectamente del pueblo que no sabía más que la diversísima vascongada.

Pensaba descender por allí al valle de Zamudio y siguiendo la costa del mar, pasar á Guipúzcoa y entrar en Francia, donde creía sustraerse fácilmente al rigor de la justicia y enriquecerse vendiendo las joyas que había robado, pero al ascender á Meazábal se vió acometido de una porción de fierísimos toros, que le hicieron volver atrás cada vez más espantado.

Bajando á la barriada de Ochacoaga, que está al Oriente del santuario, se dirigió por Garáizar y Zubúbu hacia el vado de Echébarri. Apenas había emparejado con el espeso bosque de Palatu-zugasfci, un gigante armado de una espada de fuego le salió al paso, y el ladrón, lleno de espanto, penetró en el bosque.

Entonces oyó que las campanas de Begoña tocaban á rebato. Los begoñeses, al oir las campanas, se dirigieron apresuradamente al santuario y vieron con asombro que las campanas pendientes de la encina de la república, se tañían por impulso invisible. Sospechando que algo grave sucedía en el templo, vieron á la Virgen despojada de sus joyas, y comprendieron, por la escalera arrimada al muro, que le habían sido robadas.

Dirigiéronse unos hacia la barriada de Trauco y otros hacía la de Ocharcoaga, en persecución del ladrón sacrílego, y éste, al sentir que se acercaban al bosque donde se había refugiado, les salió al encuentro, les confesó su crimen y les entregó las joyas, resignado á sufrir el castigo que merecía.

Pocos días después el sacrílego expió su crimen con la vida en el collado de Larriagaburu, en el collado de las Angustias, como hasta poco tiempo antes de nuestra época se llamaba el que hoy llamamos el Morro.

El culpable fué al suplicio lleno de arrepentimiento, y pidió por única gracia que se le sepultase al pié de la columna destinada á la colocación del púlpito, por ser aquél el sitio desde donde el santo apóstol valenciano había dirigido la palabra al pueblo.

Prometiósele esta gracia, y allí se le enterró. Pasados algunos años abrióse la sepultura para enterrar allí otro cuerpo, y se encontró completamente incorrupto el brazo que había asido la santa mano de la Virgen al ir el ladrón á alzarle para despojar de su rica corona al niño Jesús.

Tal es la leyenda más notable del insigne santuario de la Virgen de Begoña en Vizcaya, que tiene otro santuario filial no menos venerado y de la misma advocación, en las cercanías de Gijón, en Asturias.

Paréceme que si razón hay (como yo creo que la hay, y muy grande) para recoger los cuentos y tradiciones populares de otro orden, como se están recogiendo y estudiando en todos los países cultos, no hay la menor para recoger y estudiar las tradiciones populares religiosas, que á pesar del candor fervoroso que les ha dado vida, y de lo sobrenatural que domina en ellas, son documentos muy expresivos y elocuente» para estudiar y conocer lo pasado.

La conciencia

Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Cuando Cristo y los Apóstoles andaban por el mundo sucedieron cosas muy dignas de contarse; y si los evangelistas Juan, Lucas y Mateo, no las escribieron., como escribieron otras, fué porque dijeron:

—Algo hemos de dejar para que el pueblo cristiano le cuente á la orilla de la lumbre á sus pequeñuelos en las veladas de invierno, y sus pequeñuelos lo escuchen y crean como si fuera el evangelio, y lo tengan presente nuestros venideros para arreglar á ello sus acciones, y como se lo contaron á ellos sus padres lo cuenten ellos á sus hijos, y así, de generación en generación, vaya pasando hasta la consumación de los siglos, y en el mundo cristiano haya dos Biblias una escrita y la otra oral, una sagrada y la otra profana, una santificada con la palabra de Dios y otra embellecida con la candorosa fe de los hombres de buena voluntad.

¡Oh dulce, tierna y piadosa madre mía que ya descansas bajo los sauces y los cipreses del santo huertecillo guarecido por la iglesia de nuestra aldea! estoy seguro de que sonríes regocijada cuando ves que tu hijo es, como tú, aficionado á la parábola, que si por haberla contado él no es santa, lo es por haberla inventado Jesús. ¡Oh madre! haz descender á mí la sencilla elocuencia de tu palabra y la ingente ternura de tu corazón para que la parábola que voy á reproducir tenga en mi pluma algo de lo sencillo y tierno que tenía en tus labios cuando la recogí de ellos!

II

Entre las historias que recogí de los labios maternales, no es ciertamente la más tierna y dulce la de Juan de la Cabareda, pero compensa su aridez su filosofía. Esta historia no se puede contar punto por punto, porque unos la cuentan de un modo y otros de otro, pero esto no debe parecer grave inconveniente al narrador, puesto que todos están conformes en lo esencial.

La historia de Juan de la Cabareda ha dado origen en las Encartaciones de Vizcaya á diversos refranes que en sustancia no son más que uno, como lo prueban los siguientes:

—Esa es la historia de Juan de la Cabareda que áun pintada de blanco resulta negra.

—Lo de Juan de la Cabareda, que es como cada cual lo cuenta.

—A ese le pasa lo que á Cabareda, que no le acusó el alcalde y le acusó la conciencia.

—Aquí tenemos á Juan de la Cabareda, que era sordo de oido y no de conciencia.

—Como Cabareda es ese, que confesó su delito sin preguntarle el teniente.

¿No es verdad que estos refranes son suficientes para que el menos curioso entre en deseos de saber la historia del Cabareda que suena en ellos?

A mí me entraron estos deseos, y acudí á mi madre en demanda de la historia, y la obtuve tal cual la voy á contar.

Juan de la Cabareda era un vecino de Arcentales, que según unos vivió en tiempo de Maricastaña y según otros en el siglo pasado. Es muy posible que unos y otros tengan razón en esto, aunque á primera vista parezca esto imposible: la conciencia humana es coetánea de la humanidad, y Juan de la Cabareda no es más que su encarnación. Así como los del siglo presente la han encarnado en un hombre del siglo pasado, es muy posible que los del siglo venidero la encarnen en un hombre del siglo presente.

Yo me atengo, al contarla, á la opinión de mi buena madre, que hacía á Juan de la Cabareda hijo del siglo en cuyas postrimerías vino ella al mundo.

III

Juan de la Cabareda había abandonado el valle natal mozuelo de poco más de quince años, y había vuelto á él de poco más de treinta. ¿Dónde había estado durante este tiempo?El decía que primero había estado en Madrid de paje de un consejero de Estado, y después en América con el mismo consejero.

¿Qué aventuras había corrido? Las que con, taba, reducidas á que su amo y señor murió, y después de llorarle mucho, emprendió la vuelta al valle natal, nada tenían de extraordinarias, y mucho menos de desfavorables á su honra y cristiandad.

Juan, que era fama había traído algunos miles de ducados, casó á poco de su regreso con una hermosa arcentaliega, huérfana y con algunos haberes, cuyo único detecto era el tener pocos más años que la mitad de los suyos; compró una buena casa y hacienda con lo suyo, y con lo que su mujer le llevó en dote se dedicó á la labranza y la ganadería, se metió á ferron, como se llamaba á los que explotaban ferrerías propias ó arrendadas, como lo eran las de Juan, tuvo un hijo y una hija, y así vivió hasta llegar á los cincuenta y tantos anos, como uno de los más acomodados y felices moradores de las Encartaciones; pero al llegar á aquella edad empezaron á llover desgracias sobre él y su familia, precisamente cuando esta tenía más elementos de felicidad, porque la mujer de Juan había obtenido de un tío suyo una gran herencia, con condición de que había de pasar á sus hijos, y á falta de éstos á su marido.

A su mujer se la encontró muerta en la cama, una mañana en que Juan había salido de casa algunas horas antes, dejándola apaciblemente dormida.

Su hija comió unos perrechicos (como llamamos aquí á las setas veraniegas) y murió envenenada con ellos antes de que llegara el cirujano, á quien había corrido á buscar su padre.

Y por último, su hijo subió á un cerezo muy alto que tenía al pie un pedregal, á coger, por mandato de su padre, una cesta-de cerezas, y habiéndose roto la quima donde se apoyaba, cayó y se mató.

Lo que de Juan de la Cabareda se sabía, las desgracias que sobre él y su familia habían llovido y la bondad de su carácter y trato, eran más que suficientes para que todos sus convecinos y conocidos simpatizasen con él; y sin embargo de esto, con él no simpatizaba nadie.

Se preguntaba á los arcentaliegos la razón del despego y la desconfianza con que le trataban, y su única contestación era esta:

—Juan de la Cabareda debe ser, ó cuando menos debe haber sido, un pícaro.

Se les volvía á preguntar por qué pensaban tan mal de Juan de la Cabareda, y su contestación era:

—No sé, pero ¡hum!...

Esto movía á los que tal preguntaban y tal contestación obtenían á murmurar:

—¡Con razón se llama tontos á los de Arcentales!

IV

El pobre Juan de la Cabareda era digno de compasión, y sin embargo, en Arcentales ni en ninguna otra parte, nadie le compadecía.

Andaba siempre ensimismado y triste, envejecía rápidamente, dormía poco, y eso lleno de sobresalto, y empezaba á ponerse sordo.

Solía ir á misa mayor á San Miguel de Linares, y la oía desde el coro, como la mayor parte de sus convecinos. Un día, el señor cura leyó unas amonestaciones, y al llegar á la advertencia: «Si alguno supiese algún impedimento, etcétera», Juan de la Cabareda se tapó los oídos con ambas manos, exclamando en voz alta:

—¡Infame! ¡infame! ¡infame!

Es de suponer la sorpresa, el escándalo, y hasta la indignación que esta inesperada salida causaría en el auditorio y hasta en el mismo señor cura.

Juan de la Cabareda, aturdido y sin duda pesaroso y avergonzado de ello, tomó rápidamente las escaleras del coro y desapareció de la iglesia sin detenerse siquiera á tomar el sombrero, y se le vió huir como un loco hacia su casa, que estaba en uno de los barrios más apartados.

Desde entonces, ningún día festivo oía misa en ninguna de las dos iglesias del valle, sino en Villaverde, ó en Trucios, ó en Labarrieta ó en Béci.

Algunos le compadecían creyéndole loco, ó poco menos que loco, pero la generalidad de las gentes, sin saber por qué, le creía criminal y se abstenía de compadecerle.

La sordera de Juan de la Cabaroda no era aún la que se compara con la de, las tapias, sino de esa que los sordos advierten diciendo: Soy un poco tardo de oído; pero cada vez era mayor.

Por aquel tiempo hacían mucho ruido en Bilbao, y áun en toda Vizcaya, dos médicos, una del alma y el otro del cuerpo: el primero era un misionero del convento de San Francisco de Zarauz, llamado fray Francisco Antonio de Palacios, y el segundo, un doctor en medicina y cirugía, llamado don Pedro Antonio de Larrínaga, de quienes se contaban prodigios en sus respectivos ministerios.

Un día, Juan de la Cabareda anunció á los pocos vecinos con quienes trataba, que iba á Bilbao á consultar al sabio médico Larrínaga acerca de su sordera, pero en Arcentales no faltaron maliciosos que sospecharon fuese á consultar al santo misionero Palacios acerca de su conciencia.

Juan de la Cabareda, cabalgando en una muía venatera y carbonera que entonces no faltaba en ninguna casa de las Encartaciones, bajó á Traslaviña y tomó río abajo.

Entonces casi todos los de Arcentales que iban á Bilbao subían al barrio de Santelices, pasaban por Béci; atravesaban por Avellaneda, bajaban á Zalla y seguían Cadagua abajo. Hasta el ver que Juan de la Cabareda tomaba distinto camino, dió que hablar á los arcentaliegos, que decían por lo bajo:

—Los aires de Avellaneda no le parecen á Juan de la Cabareda saludables.

Es de advertir que en Avellaneda, lugar del concejo de Sopuerta, estaba la capitalidad de las Encartaciones, que tenían allí la cárcel y la audiencia de un teniente del corregidor de Vizcaya.

El trayecto de poco más de media legua que media entre Traslaviña y Labarrieta, pequeña feligresía de Sopuerta, es una lóbrega barranca por cuyo fondo pedregoso y estrecho corre lo que impropiamente he llamado río, pues aunque en Traslaviña dan el nombre de Entrambos-ríos al lugar donde se juntan dos arroyos que juntos y con el pomposo nombre de río corren hacia Labarrieta, es lo cierto que estos dos arroyos juntos apenas componen un riachuelo.

Por lo visto, con algunas localidades sucede lo que con algunas mujeres: hay localidad que sin tener atractivo ni mérito alguno, vuelve locos y arruina á los hombres, cuyo caso se ha visto en la que medía entre Traslaviña y Labarrieta, que á fines del siglo pasado y principios del presente, arruinó nada menos que á tres hombres que pasaban por de mucho seso; un don José Ignacio de Gallatebeitia, que construyó en ella una gran fundería, un D. Dionisio de San Juan de Santa Cruz, que construyó una gran ferrería y un molino, y un tal Rumbana, que construyó una aceña con pretensiones de fábrica de harinas, como ahora se ha dado en llamar á los molinos.

La fundería ó artefacto para convertir las toscas barras de hierro en cuadradillo, cabilla y áun chapa, funcionó un poco de tiempo con gran dificultad y se abandonó para siempre por falta de agua que le sirviese de motor. La ferrería y el molino, apenas funcionaron veinticuatro horas, también por falta de agua, que siendo escasa al partir de la presa, quedaba reducida á á, poco más que nada para cuando llegaba al camarado ó cubo, por escapes y filtraciones en los cauces. Y por último, la aceña apenas llegó á moler, por desconocer su dueño y director las leyes más elementales de la hidráulica.

Resulta, pues, que D. José Ignacio, D. Dionisio y Rumbana, locamente enamorados de la cañada en cuestión, se arruinaron por ella.

V

Cuando Juan de la Cabareda emprendió su viaje á Bilbao para consultar al sabio médico Larrinaga sobre su sordera, se estaba construyendo la fundería de D. José Ignacio, y éste presenciaba aquellas magníficas obras, que hoy son montón de ruinas, como las de la ferrería y el molino de D. Dionisio, que estaban un poco más arriba, y las de la aceña de Rumbana, que estaba un poco más abajo.

Juan de la Cabareda saludó á D. José Ignacio al pasar, advirtiéndole que se había quedado, un poco tardo de oido, con cuyo motivo iba á consultar al sabio médico Larrinaga, y luego le preguntó cómo iba la obra.

—Así, así—le contestó: van despacio las obras de palacio.

Juan de la Cabareda dió sobre su muía un salto de sorpresa, entendiendo que D. José Ignacio le decía: ¿Con que va usted á confesarse con el padre Palacios? y continuó su camino, disgustado y pensando cómo podía D. José Ignacio saber una cosa que él no había dicho á nadie.

Al pasar por junto á la iglesia de Santa Cruz de Labarrieta se detuvo á saludar á dos vecinos del barrio, que conversaban y fumaban en el pórtico, y como le preguntasen á dónde iba, les contestó que iba á Bilbao á consultar á un médico sobre su sordera.

—Que vaya bien en la ausencia—le dijeron.

Y al oir esto, Juan de la Cabareda dió otro salto de sorpresa sebre su mula, entendiendo que le decían que desahogase bien la conciencia.

Tan pensativo continuó su camino, que más abajo de Labarrieta en un robledal que llaman los Palacios, se paró la muía á pacer, y Juan, sin reparar en ello, permaneció largo rato sumido en sus cavilaciones y sin echar de ver que se le acercaba un arcentaliego que le dijo:

—Hola, Juan, ¿usted por los Palacios?

Juan de la Cabareda dió un nuevo salto de sorpresa y disgusto, entendiendo que el arcentaliego le decía estar enterado de que iba á confesarse con el padre Palacios.

Sin contestar al arcentaliego continuó Juan de la Cabareda su camino río abajo—sí, río abajo, porque allí el río, enriquecido con unos cuantos arroyos afluentes, es ya un verdadero río, donde más de cuatro veces estuve á punto de ahogarme cuando chiquitín haciendo prematuros ejercicios de natación.

Cuando llegó al llano de Lacilla, donde la estrecha cañada se abre formando una llanurita redonda que el río adjudica por mitad á una sombría arboleda y á las heredades de un molino, que ha sobrevivido á su compañera la ferre-ría, ya iba el pobre Juan más muerto que vivo, persuadido de que todos pensaban que iba á hacer confesión general con el padre Palacios y no á consultar al médico Larrinaga sobre su sordera.

Pero pregunto yo, haciéndome eco de la curiosidad y de la extrañeza de todos los que vayan leyendo este cuento: y aunque fuese cierto que todos pensasen que iba á ver al confesor y no al médico, ¿qué mal había en eso? Al parecer no había mal alguno, pero por lo visto Juan de la Cabareda no era de esta opinión, porque, como hemos visto, le había llegado al alma, ó más bien, le había espantado, la suposición de que cuantos había encontrado en el camino supiesen que iba á confesar con el padre Palacios.

La molinera de Lacilla, que era muy buena mujer y había sido amiga de la de Juan cuando ambas eran solteras, estaba resallando la borona en una pieza de orilla del camino, y cuando vió á Juan descolorido y cabizbajo como reo á quien llevan al patíbulo, se asustó, dejó la azada, le salió al encuentro, y no queriendo dar á entender que en su cara había conocido que estaba muy malo, trabó conversación con él en los prudentes términos que vamos á ver.

—Hola, Juan, ¿usted por aquí?

—Sí, voy á Bilbao á ver si el médico Larrinaga me da algún remedio para esta picara sordera. Y usted ¿qué se hace?

—Pues resallando la borona andamos, aunque probablemente será en vano, porque así que empiece á granar nos la destrozarán los jabalíes. Los malditos ya han empezado á venir al olor de ella, como lo prueban las hozadas que usted ve entre esos ciroleños.

Juan se estremeció de pies á cabeza al oir el nombre de ciroleños, cuyo nombre dan en las Encartaciones al yaro, que abunda mucho en Vizcaya y cuyas raíces, que el naturalista Bowles dice pierden toda su acritud una vez secas y pueden reemplazar al cazabe de América, gustan extraordinariamente al jabalí.

Juan de la Cabareda, cuando oyó la palabra ciroleños, estuvo á punto de continuar su camino sin valor siquiera para despedirse de la buena mujer que la había pronunciado.

—Vamos—continuó la molinera—véngase usted al molino á descansar un rato y tomar algo, por ejemplo, una tortillita con perrechicos muy hermosos que ha cogido el chico esta mañana...

La molinera se interrumpió viendo que Juan de la Cabareda había vuelto á estremecerse y como espantado cogía el ramal de la muía para continuar su camino.

—Qué, ¿se ha de ir usted sin tomar nada al pagar por casa de la que fué tan amiga como yo de la difunta?

Un nuevo estremecimiento de Juan volvió á interrumpir y sobresaltar á la molinera.

—Espérese siquiera—añadió ésta—á que el chico suba al cerezo á coger unas cerezas con que vaya usted mojando la boca.

El aturdimiento y el espanto de Juan de la Cabareda fueron tales al decir esto la molinera, que aquel hombre singular hostigó violentamente con los talones á la muía y continuó su camino sin acertar á pronunciar una palabra de agradecimiento ni de despedida, dejando á la molinera llena de asombro y áun de aflicción, pues creía que el infeliz se había vuelto loco.

VI

Juan de la Cabareda, siguiendo río abajo, más porque el instinto de la muía guiase á ésta, que porque la guiase Juan, se acercaba á Mer-cadillo de Sopucrfca.

Al llegar á un llanito cubierto de castaños próximo á la presa del molino y la ferrería de Llantada, que distaba sólo trescientos pasos de la calzada que cruzaba el concejo viniendo de Castro-Urdiales y dirigiéndose por Avellaneda á Balmaseda, se encontró con unos muchachos de la escuela que estaban nadando en la presa.

La figura del pobre hombre cabalgando en la muía con la cabeza baja, las piernas colgando vertical mente é inmóviles, el rostro pálido y desencajado, los brazos en posición é inmovilidad análogas á la de las piernas y murmurando su boca palabras ininteligibles, era para dar compasión, pero dió risa á los muchachos, que empezaron á chungarse con aquel hombre para ellos desconocido.

—Allá va don Quijote—gritó uno de elfos.

¡Garrote!!—murmuró Juan aterrorizado.—¡Ah! tienen razón..Y lo merezco!..Más vale el alma que el cuerpo…

Murmurando así, llegó Juan al crucero de la fuente de Atucha y allí se detuvo dudando entre atravesar la calzada y continuar el camino de Bilbao ó tomar la dirección de Avellaneda.

—Sí, sí—murmuraba—perezca el cuerpo con tal de que á su costa se salve el alma.

En aquel momento dos hombres armados aparecieron sobre el alto y estrecho puente de Llantada que aún subsiste, á pesar de haberle hecho casi innecesario otro construido un poco más arriba hacia 1828 al construirse la carretera de Castro á Balmaseda, y al mismo tiempo un caballero montado en una mula de silla pasaba el río por un poco más arriba del puente.

El caballero era el Teniente corregidor de las Encartaciones, y los armados dos individuos de un cuerpo de diez ó doce que con el título de Partida volante se había creado en virtud de acuerdo de la Junta general de Avellaneda para perseguir á los malhechores y prestar apoyo á la justicia.

El Teniente corregidor iba de Bilbao y le daban escolta los dos volantes que pasaban el puente.

Juan de la Cabareda no conocía de vista al Teniente general, porque, lejos de sentirse impulsado por la curiosidad á acercarse á él y verle, se había sentido siempre impulsado por el temor á alejarse de él. A pesar de esto, apenas le vio no le quedó duda alguna de que aquél era el Teniente.

Este salió al crucero seguido de los dos volantes que se habían retrasado un poco con el rodeo del puente.

Juan, inmóvil en su muía, salió de su inmovilidad únicamente para descubrirse la cabeza.

—Buenos días, amigo—le dijo el Teniente como correspondiendo á aquella cortesía.

—Iré como usted lo manda—contestó Juan aterrorizado, creyendo que el Teniente le decía: «Venga usted conmigo».

Al Teniente le extrañó, no tanto la incongruencia de aquella contestación, como el terror del que lo daba.

—¿Qué tiene usted, hombre?—le preguntó.

—¿Que soy mal hombre? Sí señor, lo soy por mi desgracia, y más aún por la de otros.

Incomodado el Teniente con estas salidas de tono y de concepto que creyó fuesen una burla, exclamó:

—Lo que es ustedes un pollino.

—Sí señor; soy un asesino infame y merezco morir en un patíbulo.

Así exclamando, Juan ss echó á llorar.

—Este hombre es un gran criminal ó un gran loco—dijo el Teniente, dirigiéndose á los volantes que acababan de salir al crucero.—Sea uno ú otro merece ser atado, y eso es lo que ustedes van á hacer ahora mismo.

Los volantes sacaron sendas cuerdas de que iban siempre provistos para los casos en qu á fueran necesarias, ataron los piés y las manos al desconocido, tal como estaba en la caballería y sin que él opusiera la menor resistencia, y teniendo uno de ellos del ramal la caballería, siguieron todos hacia Avellaneda, precediendo al Teniente general los volantes y el preso.

A su tránsito por Mercadillo y Carral, que son las principales barriadas del concejo, no faltó quien preguntara á Juan á dónde le llevaban.

—¡Adonde merezco!—contestó Juan con profunda resignación; y no faltó tampoco quien añadiera por lo bajo:

—Primero á frente del Angel y después al torrejón!

El Angel era una capilla consagrada al de la Guarda, donde se decía misa para que los presos la oyeran desde las rejas de la cárcel, y lo que era el torrejón pronto lo sabremos.

VII

La cárcel, cl consistorio y la casa del Teniente genera! de las Encartaciones estaban en la falda de un collado por donde iba la calzada.

En la cima de otro collado de la parte opuesta, á la izquierda de la carretera que en nuestro tiempo sustituyó á la antigua calzada, existen aún las ruinas de un antiquísimo torreón que en mi niñez aún conservaba poco menos que completos sus cuatro tortísimos muros exteriores.

El torrejón de Avellaneda, con cuyo nombre se designaba aquel edificio, fue, durante algunos siglos, el cadalso donde se ejecutaban las sentencias de muerte dictadas por el Teniente corregidor de las Encartaciones y confirmadas en caso de apelación por el juzgado especial de Vizcaya en la ühanoillería de Valladolid, y allí se ejecutaban áun al acercarse á su término el siglo que precedió al nuestro.

Pocos meses después de aquel triste viaje que Juan de la Cabareda emprendió á Bilbao y terminó en Avellaneda, muchedumbre de gentes de toda la Encartación y pueblos aledaños, se dirigían á la cabeza foral encartada á presenciar el suplicio en garrote de un gran criminal que ofrecía la singularidad de no haber querido apelar al Juez mayor de Valladolid. Este criminal era el parricida Juan de la Cabareda, á quien el grito de su conciencia había entregado en manos del verdugo, después de sufrir tormentos en cuya comparación los del último suplicio eran pequeños.

En vano he buscado en los protocolos de los escribanos encartados el proceso de aquel criminal, que acaso perecería en manos de los chicos de la escuela convertido en monteras y cometas, cuando era costumbre darles estos procesos para que se ejercitaran en la lectura de manuscritos; pero un «Nuevo y curioso romance» impreso en Bilbao por Antonio Manuel de Egusquiza, impresor del Señorío, me ha consolado algún tanto del resultado negativo de aquella diligencia.

Según el nuevo y curioso romance, Juan de la Cabareda murió confeso y convicto de crímenes que horrorizan.

La codicia había sido el móvil principal de todos sus crímenes. Cuando casó en Arcentales, cometió el de bigamia, pues se había casado en América, donde vivía aún su mujer.

Su segunda mujer había sido muerta por él derramándole en la boca, estando dormida, algunas gotas de zumo de una planta que abunda mucho en Vizcaya y no debo nombrar, porque aspiro y siempre he aspirado á enseñar lo bueno y no lo malo .

Su hija había sido envenenada por él, trayéndola del monte é instándola á que friera y merendara unos perrechicos, en cuyos pedúnculos había introducido arsénico..

Y la muerte de su hijo había sido preparada por él la víspera del día en que mandó al muchacho subir al cerezo, aserrando incompleta y disimuladamente una de las quimas ó ramas del árbol, de modo que al apoyarse en ella el muchacho, éste cayese en el pedregal donde había colocado las piedras de punta para que se hiriese más gravemente.

Y todo esto lo había hecho para quedar él único heredero de su mujer y sus hijos, y sin contar que dentro de sí mismo llevaba un implacable delator de sus crímenes: ¡la conciencia propia!

¡Ah! no sin razón se dice en las Encartaciones que á Juan de la Cabareda no le acusó el alcalde y le acusó la conciencia!

Lengua-larga

Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Cuando Cristo y los Apóstoles andaban por el mundo, había en una ciudad de Galilea un hombre á quien el noventa y cinco por ciento de los que le habían oído tenían por un portento de elocuencia, y llamaban Lengua divina, indignándose de que los cinco por ciento restantes le llamasen Lengua-larga, teniéndole por un portento de charlatanería.

Aquel hombre tenía tan robusto el pulmón, y la lengua tan suelta, y la palabra tan sonora? y el gesto tan expresivo, que en verdad era necesario darlo todo al concepto, y poco mas que al sonido, para no sentirse arrebatado de entusiasmo al o á ríe.

Lengua-divina debía ser muy feliz, porque gustaba del aura popular, y ésta le arrullaba lo que no es decible. Aplausos y vítores que, apenas despegaba los labios, rayaban en frenesí; admiración y respeto siempre y en todas partes; dinero que á manos llenas le daban la ciudad y los particulares porque pusiera á servicio su elocuencia, todo esto debía bastar para que Lengua-divina fuese muy feliz, y sin embargo, Lengua-divina era muy desgraciado, porque el pesar no le dejaba instante de sosiego, despierto ni dormido.

Este pesar era el de que el tesoro de su palabra se desvaneciera y perdiera en el aire conforme saliera de su boca.

—Señor—decía—¿no es gran lástima que sólo los que me oyen gocen de mi palabra, que, sin pecar de inmodesto, puedo calificar de admirable y sublime, porque de esto y áun de divina la califica la voz del pueblo, que es voz de Dios? Si mi palabra, en vez de desvanecerse y perderse en el aire conforme sale de mí boca, sin dar tiempo á los que la escuchan para gozar de ella, adquiriese perpetuidad, por ejemplo, quedando escrita en los objetos materiales que me rodeasen, todos y en todo tiempo podrían saborearla, y mi gloria sería infinita áun después de mi muerte.

De esta misma manera opinaba y de este mismo pesar participaba el noventa y cinco por ciento de las gentes que habían oído hablar á Lengua-divina.

A cualquiera de las gentes de nuestro tiempo que lea esta maravillosa historia, conservada por espacio de diecinueve siglos en la memoria del pueblo, y por primera vez reducida á escritura por mí, le ocurrirá que Lengua-divina y sus admiradores podían haberse ahorrado aquel pesar llevando constantemente á su Lengua-divina un taquígrafo de los que ya entonces florecían en Roma, para que tomase nota de cuanto el Cicerón galileo chistase ó mistase; pero yo debo advertir á las gentes á quien ocurra esto, que en la ciudad donde florecía Lengua-divina no se tenía noticia de que en Roma, ni en Atenas, ni en ninguna parte del universo, hubiese quien cogiese al vuelo y sujetase del rabo la palabra humana.

II

Caminando Cristo y los Apóstoles por Galilea, se dirigieron á la ciudad donde florecía Lengua-divina; y sabedor éste de ello, pensó que la ocasión era de perlas para recabar del Divino Maestro un milagro que diese á su palabra la perpetuidad de que carecía y ansiaban el mismo Lengua-divina y sus admiradores; porque va allí habían llegado nuevas de que el Nazareno daba vida á los muertos, habla á los mudos y vista á los ciegos, milagro mucho más morrocotudo que el de dar perpetuidad á la palabra humana por medio de un signo típico que ya estaba inventado, aunque tenía el gran defecto de no alcanzar á la palabra ni áun con ayuda de galgos.

Reuniéronse los ediles, nombre que se daba allí á los señores de justicia, porque allí, como en todas parten, gustaban las gentes de hablar en griego para mayor claridad; reuniéronse los ediles, á repito, cuando supieron que Cristo y los Apóstoles se acercaban, y acordaron unánimes, salir á saludar en nombre de la ciudad á los que iban anunciando la buena nueva, y acordaron más todavía, y también por unanimidad, acordaron suplicar á Lengua-divina que se encargase de saludar á los recién venidos en nombre de la ciudad.

Lengua-divina aceptó el encargo después de hacerse rogar mucho con razones de modestia, aunque las pocas gentes que le llamaban Lengua-larga en lugar de llamarle Lengua-divina como las demás, anduvieron en habladurías diciendo que al reunirse los ediles, el acuerdo de que la ciudad saludase á Cristo y los Apóstoles, y el de que esta salutación fuese por medio de Lengua-divina, todo había sido obra de éste, que se alampaba por tener ocasión aunque fuese traída por los cabellos, de menear la sin hueso y recabar de los tontos, aplausos y algo que sonase mejor aún que los aplausos, porque es de saber que Lengua-divina, como estaba persuadido de que su palabra era oro, quería que le produjese.

Los ediles, llevando delante á Lengua-divina y detrás á la ciudad entera, salieron al encuentro de Cristo y los Apóstoles.

Lengua-divina dirigió la palabra al Divino Maestro y sus discípulos, y entonces sucedió una cosa, sólo esperada del cinco por ciento de sus conciudadanos: que su discurso, al paso que fué acogido por la muchedumbre con frenéticos aplausos, por Cristo y los Apóstoles fué acogido con profunda tristeza.

Era costumbre del Divino Maestro conceder á todo el que á él ó á sus discípulos mostrase buena voluntad, alguna gracia, y Lengua-divina, que no ignoraba esta costumbre, extrañó que Cristo no se apresurase á responder á su discurso, diciéndole que le pidiese la gracia que fuese más de su gusto.

Era Judas Iscariote el único de los Apóstoles á quien Lengua-divina había tratado un poco con el motivo que diré en pocas palabras: Hallándose casualmente Lengua-divina en Jerusalén cuando Cristo emprendió á latigazos con los mercaderes que lucraban en el templo, convino con Judas Iscariote en que éste recibiría un tanto por ciento del lucro de un mercader amigo de Lengua-divina, si conseguía de Cristo licencia (que, por supuesto, no consiguió) para que aquel mercader volviese á lucrar en el sitio de donde había sido arrojado á latigazos.

Lengua-divina se acercó á Judas Iscariote, y untándole la mano con disimulo, le pidió que intercediese con el Maestro para que le concediese la gracia de costumbre.

Judas Iscariote intercedió, y el Maestro dijo á Lengua-divina que le pidiese una gracia, y él vería si era tal que pudiese cedérsela, y Lengua-divina le pidió la de que todo lo que él hablase, en lugar de desvanecerse y perderse en el aire con forme salía de su boca, quedase escrito en los objetos materiales que estuviesen más á mano.

Concedida por Cristo esta gracia, bendíjola el más anciano de los Apóstoles, que era Pedro, y desde entonces se dijo: «A quien Cristo se la dé, San Pedro se la bendiga».

III

De blancas que eran las paredes de la ciudad de Galilea, donde Lengua-divina florecía, se iban tornando abigarradas con el prodigio de quedar escrita en ellas instantánea y sobrenaturalmente toda palabra que salía de boca de Lengua-divina.

Pero este prodigio, tan ansiado de Lengua-divina y sus admiradores, tenía cada vez más desesperado á Lengua-divina.

Plasta los maestros de gramática que antes más se entusiasmaban con la oratoria de Lengua-divina, ponían á éste como chupa de dómine cuando se paraban á leer y analizar sus oraciones, reproducidas en las paredes de la ciudad con fidelidad pasmosa, porque decían que á cada paso saltaba de ellas un solecismo que tumbaba patas arriba..

Lo mismo hacían los retóricos que antes más admiraban á Lengua-divina; porque examinando sus oraciones gráficas, sólo encontraban en ellas palabras hueras y tropos ridículos.

Los teólogos que más de corazón daban antes á Lengua-divina este nombre, ponían el grito en el cielo contra el orador apenas leían en las paredes sus discursos, porque encontraban éstos llenos de herejías dogmáticas.

Los historiógrafos que antes, oyendo á Lengua-divina, creían que éste echaba la pata á ellos y áun á todos los padres de la Historia, se quedaban pasmados é indignados al leer las excursiones de Lengua-divina al campo de la historia, porque en aquellas excursiones no encontraban más que desatinos cronológicos, audaces citas falsas y necias, falsificaciones de hechos y caracteres históricos, y, por consecuencia, ponían á Lengua-divina como ropa de pascua.

Los profesores mas consumados en las ciencias naturales, que antes aplaudían á rabiar á Lengua-divina, ponían á éste como hoja de perejil, diciendo que era un pedazo de alcornoque, porque ni siquiera distinguía el berro del ana-pelo, ni el oro del oropel.

Y, por último, cada día daba á Lengua-divina un sofoco, ó un garrotazo, ó una bofetada de cuello vuelto, alguno de los que más se entusiasmaban oyéndole hablar, al examinar sus discursos, reproducidos en las paredes, porque encontraban en ellos insolentes alusiones personales en que no habían caído y no tenían paciencia para tolerar.

De aquí resultaba que el pobre Lengua-divina no podía ya chistar ni mistar, porque era atroz la prevención que contra él iba generalizándose en aquel pueblo que antes se quedaba boquiabierto cuando le oía, aunque lo que dijera fuese cosa parecida á lo que dijo aquella novia que, invitada por los que asistían á la comida de boda á que dijese algo digno de su talento y gracia, dijo: »Pues digo que cuerten pan». Ya, aunque saliera de su boca una divinidad, el pueblo creía que había salido un rebuzno, y lo? dicterios más atroces, y los silbidos, y las pedradas, y los tomatazos perseguían á toda hora y en toda parte al pobre Lengua-divina.

Entonces el pobre Lengua-divina, lleno de desesperación y de vergüenza, abandonó la ciudad donde residía y se fué por Galilea en busca de Cristo y los Apóstoles, que continuaban por allí anunciando á los pueblos la Buena Nueva; y conforme caminaba iba soliloquiando y provocando las censuras y áun los garrotazos y las bofetadas de cuello vuelto de las gentes que encontraba al paso y leían sus soliloquios estampados en las paredes de las heredades y las casas.

Al fin llegó á un pueblo donde se habían detenido á pernoctar Cristo y los Apóstoles, y se dirigió á la casa donde éstos posaban.

A la puerta encontró á su amigo Judas Iscariote, y como le contase lo que le pasaba, Judas Iscariote le aconsejó que se ahorcase de un saúco.

Considerando Lengua-divina que la cosa 110 era para tanto, y sí sólo para pedir al Maestro por todos los santos del cielo, que le retirase la gracia que le había concedido, porque no le hacía gracia ninguna, untó la mano á Judas Iscariote para que le proporcionase una audiencia con el Maestro, y obtuvo esta audiencia y formuló al Maestro su petición.

—Lo que tú pediste como gracia—le con testó el Divino Maestro—castigo fué que quise imponer á tu soberbia y vanidad, en vez de condenarte á la mudez, como fué mi primera intención al escucharte. Yo te concedo la nueva gracia que me pides. Ama en lo sucesivo la humildad y la modestia, y te serán perdonadas todas tus faltas; que al que haya amado mucho, mucho le será perdonado.

IV

La historia de Lengua-divina, que el pueblo de quien la he recogido me suplicó, con razón, no redujese á escritura, temeroso de que á él y á mí nos suceda algo parecido á lo de Lengua-divina, tiene un tristísimo epílogo.

Tornado Lengua-divina á la ciudad de Galilea donde ordinariamente moraba, quedóse más pobre que las ratas, porque cuanto poseía gastó en albañiles, pintores y picapedreros, que procurasen borrar sus discursos estampados maravillosamente y en cantidad pasmosa en paredes, techos y muebles de las casas; y lo gastó inútilmente, porque aquellos discursos eran tan indelebles, que mano humana no alcanzaba á borrarlos.

Ya las palabras que salían de su boca se desvanecían y morían en el aire al salir; pero las que habían salido antes perseveraban estampadas en todo objeto material, donde el pueblo las leía y comentaba para vergüenza y descrédito del que las había pronunciado.

Lengua-divina, en vez de seguir el consejo del Divino Maestro, de amar la humildad y la modestia, sintióse más vano y soberbio que nunca; y esperando recobrar con su elocuencia el aura popular, tornó á hablar hasta por los codos; pero toda palabra que salía de su boca era acogida con dicterios y silbidos, y pedradas, y tomatazos, por el ciento por ciento de sus conciudadanos, cuya totalidad había trocado su nombre de Lengua-divina por el de Lengua-larga, que en mis queridas Encartaciones de Vizcaya se hubiera traducido por el de lengüetero.

Entonces, recordando en su desesperación el consejo que le había dado su amigo Judas Iscariote, abandonó la ciudad y se ahorcó del primer saúco que encontró á mano.

El diablo en su vida privada

Cuento popular de Vizcaya

I

El pueblo que cuenta el siguiente cuento, que recogí de su boca á la sombra occidental del excelso Ganecogorta, se calla el pensamiento filosófico que el cuento encierra, pero yo creo que el pensamiento es éste: la felicidad ó la infelicidad que el amor da, guarda proporción con la pureza ó impureza con que se profesa el amor. Por consecuencia de esto, como el amor del Diablo tiene que ser impuro, el amor tiene que hacer infeliz al Diablo.

El que lea ú oiga este cuento, convendrá, al recordar este introito, en que soy tan listo como aquél que decía: «si aciertas que llevo aquí uvas, te doy un racimo.»

Por si hay quien tema que el Diablo me lleve en venganza de haberme metido en su vida privada, debo tranquilizarle con una noticia: la de que el Diablo, cuando así lo quiere Dios que manda más que él, es más impotente que un rey constitucional, y más bestia que los que blasfeman de Dios.

II

Un día estaba el Diablo dale que le das á las in oseas con el rabo, y de repente interrumpió aquella operación, exclamando disgustado de sí mismo:

—Ea! es indigno de mí este entretenimiento, que hasta en la tierra me pone en ridículo, pues allí no hay quien no sepa y diga burlándose de mí, que cuando no tengo que hacer, con el rabo mato moscas. Tic por aquí á esta mosca, tic por allá á la otra! Es verdaderamente grotesco que un personaje como yo se entretenga en estas niñerías. Entretenimientos más dignos de mí y de mi trascendental misión de propagar el mal son los que deben constituir mis solaces, así en la vida pública como en la vida privada, y en busca de estos entretenimientos, voy á dar una vuelta por la tierra.

Decidido el cornudo á hacer un viaje por acá, comenzó los preparativos del viaje, y lo primero que pensó fué la forma y traje que había de adoptar.

—Hoy—dijo—se reiría de mí la gente si me viese andar de Ceca en Meca en la forma tradicional, ó sea con el consabido rabo, los consabidos cuernos, las consabidas uñas y las consabidas llamas por la boca, Hoy el Diablo en la tierra necesita adoptar forma verosímil: ya la de comerciante, ya la de abogado, ya la de concejal, ya la de diputado á Cortes, ya la de Ministro, ya la de rey, ya la de presidente de república, ya la de escritor público, ya..aunque sea la de eclesiástico; porque de viajar en la forma tradicional, me conocerían todos y no podría engañar á ninguno ni en la vida pública ni en la privada.

Pensando asi, el Diablo tomó un serruchillo y..ras, ras, se aserró los cuernos á rape, enroscó bien la cola, sujetó la rosca donde es de suponer, se cortó las uñas, por más que en esto tuvo sus dudas, pues sabía que no falta en la tierra quien conservándolas insulte á la estética; se vistió de pantalón, gabán y sombrero de copa alta, porque entonces aún no habían ascendido á tipos los que llevaban ese adminículo cilíndrico; se dió una buena mano de gato, y hecho todo un caballero particular, emprendió su viaje por el mundo.

Dicen que el Diablo tiene cara de conejo, pero nadie que entonces le hubiera visto hubiera dicho tal cosa. De lo que entonces tenía cara era de uno de esos hombres afeminados que cifran su mayor gloria en dirigir bien un cotillón.

III

—Y á qué me voy á dedicar ahora? se preguntó el Diablo al acercarse al mundo. Tanto y tanto se habla del amor, tanto y tanto se apetecen sus goces, tantas barbaridades se hacen por ellos, tantos hombres y tantas mujeres van por ellos gustosos al infierno, que estoy por creer que el amor es la cosa más rica del mundo. Yo no conozco el amor, porque no conozco la vida privada, y voy á probar qué viene á ser cosa tan apetecida, y al mismo tiempo mataré dos pájaros de una pedrada: corrompiendo y llevándome al infierno una virgen sin mancilla y gozando previamente de su amor, que debe ser cosa regalada y apetitosa. Enhorabuena que personajes de mi importancia se consagren principalmente á la vida pública, pero caramba, también es justo que echen una cana al aire en la vida privada.

La primera diligencia del Diablo en la tierra fué averiguar dónde había una doncella hermosa, buena y casta. Súpolo y se encaminó en su busca, pero experimentó tan profunda repugnancia en seguir aquel camino, que con dificultad pudo llegar á la doncella. Una vez llegado, fué tal la que le causó al enamorarla, que no acertó á decirle osos ojos tienes buenos, y se alejó de ella, sin poder explicarse aquella repugnancia, que al fin, como era tan mal pensado, atribuyó á que la doncella no era tal doncella ni Cristo que lo fundó.

Sucesivamente fué encontrando otras, hermosas, buenas y castas á carta cabal, y le fué sucediendo lo que con la primera, por lo cual se daba á todos los demonios, diciendo:

—Mire usted que es mucha gaita lo que á mí me pasa al querer probar un poco de la vida privada, que me encuentro con chicas que se pueden comer crudas, y en lugar de sentirme atraído á ellas por su castidad, su bondad y su sandunga, me siento irresistiblemente repelido y hasta con ganas de echar al mundo con doscientos mil de á caballo y volver á darme un baño en las calderas de Pero Botero.

Pero suponiendo que todas las doncellas con quienes hasta entonces había dado eran doncellas de pega, determinó continuar á caza de una virgen inmaculada, y siguió preguntando por ella á cuantas gentes encontraba en su camino, diciéndoles que era muy rico y quería hacer feliz á una joven pobre que tuviese aquella circunstancia, porque estaba ya cansado de la agitación de la vida pública y ansiaba la quietud de la vida privada.

¡Ah, grandísimo trapalón!

Encontrando en las cercanías de un pueblo á una tal doña Celestina, más vieja que el préstame un cuarto y más fea que el voto va á Dios, le hizo la misma pregunta y le respondió la vieja:

—Casualmente yo tengo una nietecilla que, aunque me esté mal el decirlo, á casta, buena y hermosa le echa la pata á la más pintada, como que hasta el nombre tiene simpático, pues se llama Sandunga. Si quiere usted conocerla, véngase usted conmigo, señor de...

—Pateta, para servir á usted.

—Que sea por muchos años. Pues, como iba diciendo, véngase usted conmigo, señor de Pateta, si quiere ver á mi nietecilla, que cerca de aquí vivimos ella y yo sólitas, en una casita fuera del pueblo, escondida entre ramas y flores, como un nido hecho adrede para arrullarse en él tortolitos como usted y mi nietecilla.

El Diablo siguió á la vieja, temeroso de que le sucediera lo de marras; pero creyó volverse loco de alegría al acercarse á la casita, viendo que, lejos de experimentar repulsión, experimentaba atracción irresistible, y sobre todo viendo á la doncella que saludaba su llegada desde la ventana, y era capaz con su cara y con su gracia de tentar al mismo demonio.

IV

El primer día que pasó el Diablo en casa de doña Celestina, ó lo que es lo mismo, el primer día que se entregó á los goces de la vida privada, fué el más feliz de su condenada vida, porque Sandunga y él le pasaron arrullándose como tortolitos.

Al siguiente se encontró algo indispuesto, por lo que doña Celestina le hizo una taza de zarzaparrilla, y tanto ella como su nieta le aconsejaron aquella tarde que fuese á dar un paseo por aquellas inmediaciones, que eran deliciosas. No tenía gana de pasear, pero tanto insistieron abuela y nieta en que diera un paseo lo más largo posible, que al fin se decidió á darle.

Conforme paseaba, volvía la vista hacia la carita donde quedaba su amada, con impulsos casi irresistibles de volverse atrás, porque estaba ferozmente enamorado de Sandunga, y hasta la misma doña Celestina le atraía hacia sí con simpatía incomprensible, dada la fealdad vetustez de la vieja.

Pensando y más pensando en Sandunga y su hermosura y su salero, se fué metiendo en cavilaciones sobre si el empeño que abuela y nieta habían mostrado en que fuese á dar un paseo, y éste fuese lo más largo posible, habría sido ciño inspirado por el deseo de su salud y su alegría, ó por otra cosa.

El infierno de los celos empezó á arder en su corazón, porque con ser grande su amor á Sandunga, lo era infinitamente más su orgullo, que ya en otra ocasión le había precipitado del cielo al abismo..

De cavilación en cavilación vino á parar al convencimiento de que mientras él paseaba, abuela y nieta se la pegaban de puño, á cuyo efecto le habían hecho alejarse de ellas; y hecho un basilisco y llevándose á cada instante las manos á la cabeza, volvió atrás, jurando y perjurando que, si los toros eran ciertos, había de haber la de Dios es Cristo en la casita de la enramada.

Al echar por un atajo para abreviar camino, llamó su atención un mozo que cerca de una casería medio quemada trabajaba como un negro en una heredad lindante con el atajo, y trabó conversación con él, deseoso de distraerse un poco de sus negras cavilaciones, y sobre todo á ver si podía disuadirle de que regara la tierra con su sudor, porque semejante riego era una de las cosas que más ira daban al Diablo en el mundo.

—Pero hombre—preguntó al mozo—¿por qué trabaja usted así?

—Porque no tengo otro remedio, y áun trabajando así no trabajo lo bastante para atender á mis obligaciones.

—Qué, ¿es usted casado?

—No señor, y doy gracias á Dios por ello. Si fuera casado, mis penas serían aún mayores porque mayores serían también mis obligaciones.

—Hombre, no comprendo qué penas ni qué obligaciones puede tener un mozo soltero como usted.

—Pues ha de saber usted que las tengo, y muy grandes. Enfermaron á un mismo tiempo mi padre y mi madre, y después de haber gastado cuanto teníamos y mucho más que pedimos prestado para que nada les faltase en su enfermedad, fallecieron al cabo de un año de padecerla y quedaron sin más amparo que el mío, mi abuela anciana y enferma, una hermanita ciega y un herma ni to tullido. A fuerza de trabajo pude pagar algo de lo que debíamos y comprar un rebañito de ovejas que hacían gran falta en casa para vestirnos con su lana, alimentarnos con su leche y abonar la tierra con su estiércol; pero entonces sucedió que se nos quemó la casa con todo lo que teníamos en ella, incluso las ovejas, y gracias que nosotros pudimos salvarnos con lo puesto.

—¿Y no se salvó también algún cordel para que usted pudiera echársele al cuello y ahorcarse de un árbol?

—¡Ahorcarme! ¿Y por qué me había de ahorcar?

—Porque motivos tenía usted para ello.

—Para quitarse la vida nunca hay motivos, belgas ha dicho que vivir es quitarse la vida, y este es el único suicidio que aprueban el sentido común y Dios. Dios es quien nos ha dado la vida y sólo Dios es dueño de disponer de ella.

—¡Dale con el de arriba!—exclamó el Diablo á quien se le habían empezado á encender de ira los ojos desde que el mozo nombró á Selgas.—¡Que siempre han de andar ustedes á vueltas con él!

—¿Pues no hemos de andar, si Dios es lo contrario del Diablo, es decir, el bien que es lo contrario del mal?

Oir esto el Diablo y continuar su camino como si le hubieran puesto un cohete en salva la parte fué todo uno.

V

Al acercarse el Diablo á la casita dió un bramido de cólera porque había visto á Sandunga hacer señas con la mano desde la ventana para que se acercara, á un buen mozo que parecía esperar aquella seña entre los árboles.

En el momento en que el buen mozo iba á penetrar en la casita por la puerta que doña Celestina le abría, plantó el Diablo allí hecho una furia infernal y emprendió á trompadas con el buen mozo, mientras abuela y nieta gritaban pidiendo socorro á los vecinos.

Gran número de éstos acompañados del alcalde llegaron y se apresuraron á separar á los combatientes, que mutuamente se habían puesto como eccehomos á puñada limpia.

Pugnando el diablo por desasirse de los que le sujetaban, se le rasgó el pantalón por detrás y desenrollándose la cola, le salió la punta de ella por debajo del gabán.

Observar esto el pueblo soberano que se había ido agolpando allí y empezar á silbidos y denuestos, todo fué una misma cosa.

—Es el diablo! ¡Es el diablo, que tiene cola!—gritó uno de los circunstantes.

Y admitiendo el pueblo soberano esta opinión se arrojó sobre el de la cola, y acaba con él, si no porque el alcalde consiguió arrancársele de las manos diciendo que era para llevarle á la cárcel, y averiguar allí si en efecto, era el Diablo y con qué fin había ido al pueblo y después de averiguarlo darle su merecido.

Al ser conducido á la cárcel volvió el Diablo la vista y vió que á su rival le entraban en la casita para curarle allí una descalabradura que tenía en la frente, y acaso, pensó, para curársela por mano de Sandunga.

Lo que el Diablo padeció aquella noche en la cárcel sólo Dios lo sabe y no hay pincel que lo pinte, ni pluma ni lengua que lo narre. Hubiérase dicho, ál verle llevar á cada instante las manos á la cabeza, que en la cabeza era donde tenía todo el mal; pero no, el mal le tenía en todo el cuerpo y toda el alma.

Quería maldecir de la chica y no lo podía conseguir porque toda maldición en su boca se tornaba, no diré bendición, porque ésta era fruta vedada para él, pero sí á una cosa que no se sabía si era beso ó mordisco echado al aire.

Por la mañana fué interrogado por la autoridad y negando que tuviera nada que ver con el Diablo, á no ser que fuera cierto que son el diablo las mujeres, explicó la posesión del rabo diciendo que era de un pueblo cuyos naturales eran en aquella comarca tenidos por rabudos como en esta son tenidos los de Güeñes, con lo que se le puso en libertad.

Su intención era huir mas que á paso de la casita, de la enramada, de cuyas morado-ras echaba pestes que se cambiaban en besos ó cosa así; pero por más esfuerzos que hizo no lo pudo conseguir, porque una fuerza invisible, misteriosa, incontrastable le arrastraba hacia aquella casita.

¡Qué desgraciado era el pobre Diablo en su vida privada!

Volvió á la casita y poco después de volver, ya Sandunga y él estaban á partir un piñón, porque nieta y abuela habían logrado convencerle de que sus furiosos celos eran infundados, diciéndole que el buen mozo á quien Sandunga había hecho señas para que se acercara era el albéitar del pueblo á quien querían consultar sobre si habían hecho bien ó mal en darle zarzaparrilla y aconsejarle que diera un buen paseo.

Pero si al diablo se le había pasado el berrinche de los celos, aún le quedaba otro, que era el que le causaba la resignación conque el mozo de la casería medio quemada sobrellevaba sus desgracias.

Fuese por este berrinche ó fuese por otro, es lo cierto que al diablo se le agravó su indisposición, y para librarse de ella tuvo que pasar meses enteros poniendo el grito en el cielo, digo en el infierno, y tomando zarzaparrilla y otros potingues que le dejaron como un fideo.

¡Digo y repito que el pobre diablo era muy desgraciado en su vida privada!

Apenas se restableció un poco y como ya iba teniendo ganas de andar en bromas con Sandunga, doña Celestina le salió con una embajada que le hizo pasar un rato de mil demontres.

Un día que Sandunga no estaba en casa, le cogió por su cuenta doña Celestina y le dijo:

—Señor de Pateta, usted no debe extrañar que le diga en confianza, y aquí para entre nosotros, lo que le voy á decir. Como la gente es tan maliciosa y murmuradora y de una pulga levanta una mula, y los dedos se le figuran huéspedes porque el que las hace las imagina, y piensa el ladrón que todos son de su condicion, en el pueblo se empieza ya á decir de usted y de mi nieta que si fué, que si vino; y hay que convenir en que la gente tiene motivos para ello, porque como mi nieta está tan ciega por usted y es tan inocentona y tan buena, que lleva siempre el corazón en la mano, no sabe disimular que está perdida por usted.

Al señor de Pateta se le caía la baba oyendo esto á doña Celestina.

—Perdida, he dicho, y he dicho dos veces la verdad, porque mi nieta está perdida dos veces.

—¿Cómo dos veces, abuela?

—Sí, dos veces; la primera, perdida de amor, porque usted, como es el enemigo malo para enamorar á las chicas, lo ha trastornado el juicio; y la segunda, perdida á los ojos de las gentes..

También al o ir esto, y sobre todo lo segundo, se le caía la baba al señor de Pateta, que no acertaba á dónde iba á parar la vieja.

—¿Y qué me quiere usted decir con eso, abuelita?

—Quiero decir que mi pobre nieta está perdida sin remedio, si no se casa usted con ella inmediatamente.

Y al decir esto, la vieja se echó á llorar como una Magdalena.

—Pero mujer, por los clavos de Cris...digo, de especia, no llore usted así, que ya encontraremos medio de arreglarlo todo.

—No hay que descalabazarse mucho para encontrar ese medio.

—¿Y cuál es el que usted encuentra?

—¿Cuál ha de ser, sino casarse ustedes...

—Casarnos! ¿Y cómo?

—Como Dios manda.

El Diablo dió un bramido de cólera al oir esto.

—Ave María Purísima!—exclamó la vieja haciéndole dar otro bramido—no parece sino que le he llamado á usted perro judío.

—Es que..para casarnos como usted dice se necesita saber la doctrina cristiana, y yo la he olvidado con la enfermedad que he tenido, y no tengo ahora la cabeza para estudiar.

—Pues es necesario que ustedes se casen, aunque sea por lo civil.

El Diablo al oir esto sintió tal trasporte de alegría que no pudo menos de abrazar y besar á la vieja exclamando:

—Ah, sí, de ese modo se arregla todo perfectamente! ¡Por lo civil! ¡Qué invención tan sublime la de poder unir dos almas en una sola, sustituyendo la mano del de arriba con la de un alcalde ó cosa así!

El señor de Pateta y Sandunga se unieron al día siguiente ante Dios, digo ante el Juez municipal.

VI

El Diablo era infelicísimo en su vida privada, ó sea en su matrimonio, ó cosa así, con Sandunga; todas las desdichas, menos la más gorda de todas las que puede experimentar un hombre casado, había experimentado á los pocos meses de matrimonio. ¡Qué vida, señor, qué vida la suya, qué vida privada!

Su salud cada vez estaba más quebrantada, porque no había en su cuerpo hueso que no riñese con el compañero. Cada día y cada noche eran continua pelotera entre él y su mujer, que tenía por auxiliar á la vieja.

Sandunga recordaba aquella copla que dice:


Aseadita y casada
te quiero yo ver.
que aseadita y soltera
cualquiera lo es.


Porque Sandunga desde que se casó se peinaba á dedo y no gastaba agua ni áun para beber, porque bebía vino cuando no bebía aguardiente.

Daba la pícara casualidad de que el albéitar pasaba y repasaba todos los días y áun todas las noches por las cercanías del domicilio conyugal de Pateta y Sandunga. Y por último, Pateta había tenido que empeñar hasta el reloj y las sortijas, porque sin saber cómo ni por dónde ni en qué, se había quedado sin un céntimo del dineral, por supuesto, mal ganado, con que había llegado á aquélla condenada casa donde todo se lo había llevado el diablo.

La única desgracia que no había experimentado era, como he dicho, la más gorda, que, dado su inmenso orgullo, podía experimentar: ó sea la de que su mujer le hubiese faltado á la fe jurada ante Dios, digo, ante el Juez municipal.

Esto le consolaba algún tanto de todas las demás desgracias de su vida privada.

Entre sus muchos disgustos se contaba uno casi casi tan gordo como el que le hubiera causado la infidelidad de su mujer, y era el que sentía al recordar al mozo que se resignaba con todas sus desgracias.

El recuerdo de esta resignación lo sacaba de sus casillas. Echándose un día á pensar algún medio de convertir en desesperación la resignación de aquel mozo, le ocurrió uno que le pareció á pedir de boca; este medio consistía sencillamente en inducirle á que se casara.

—Voy—dijo—á ver si consigo que ese mozo se case. Si lo consigo, voto abrios Baco balillo, que ese mozo no tarda en echarse un cordel al cuello, que según me consta por propia experiencia en mi vida privada, casarse y ahorcarse al menos moralmente, viene á ser una misma cosa; pues, como ha dicho Eguílaz, de casado á cansado sólo hay una n.

Al día siguiente se encaminó á la casa medio quemada, que estaba como á una legua de la suya, y hala, hala, dió vista á ella y vió al mozo consabido trabajando en las heredades de sus inmediaciones.

Entonces, transformándose de repente en doña Celestina, cuya maestría para inclinar voluntades á ciertas cosas le era conocida por propia experiencia, continuó su camino basta llegar al mozo, á quien logró persuadir de que debía casarse inmediatamente, con lo cual la carga de la vida la pasaría la mitad compartiéndola con una compañera de alegrías y tristezas.

Y conseguido esto, que consideraba como un triunfo, pues ya estaba seguro de que no tardaría en enviar al infierno siquiera una muestrecilla de que no desperdiciaba el tiempo ni áun en su vida privada, dió la vuelta á su casa, experimentando á su llegada un berrinche y una satisfacción de órdago.

El berrinche fué por ver que el albéitar se aproximaba á la puerta de su casa, sin duda con ánimo de llamar y entrar, sabedor de que él estaba ausente, y retrocedió y se alejó por la arboleda al verle asomar.

Y fué la satisfacción por haber llegado á tiempo para impedir la desgracia más gorda de todas las que lo pudieran suceder en la vida privada, que era la de que el albéitar entrara en su casa estando él ausente.

VII

Pasaron años enteros, y las desgracias del Diablo en su vida privada se habían multiplicado hasta lo infinito. Digo mal al decir hasta lo infinito, porque aún no había experimentado la mas gorda de todas, la desgracia de las desgracias, la de que su mujer hubiese faltado á la fe jurada ante Dios, digo, ante el Juez municipal.

Consolábase un poco de estas desgracias, suponiendo que el mozo de la resignación, si á aquella fecha no se había ahorcado, estaría á punto de hacerlo, para poner término al insoportable cúmulo de tormentos que constituían sus desventuras de soltero, agravadas horriblemente con las de casado, y determinó dar una vuelta por la casería medio quemada para adquirir completa certidumbre de que su suposición era cierta.

Al dar vista á la casería se sorprendió mucho, viendo que ésta, lejos de seguir medio quemada, había sido reedificada y embellecida, de modo que el más descontentadizo podía envidiar á los que moraban en ella.

—¡Bah!—dijo para sí el diablo—eso es que aquel mozo y toda su familia se han ahorcado y el heredero de sus bienes ha reedificado la casa.

Conforme se iba acercando á la casería, notaba que las heredades contiguas á ella habían ganado un ciento por ciento en cultivo y hasta habían sido roturados y quebrantados y ostentaban hermoso y abundante fruto, terrenos que antes estaban baldíos y sólo producían zarzas y sabandijas.

Era la hora de la siesta, y con este motivo no-había por allí un alma á quien preguntar la causa de aquella transformación, por lo que no le quedó más medio para sáberlo que dirigirse á la casa, como así lo hizo.

Al llegar frente á ella, se encontró con una escena que si á cualquiera otro hubiera enamorado y atraído, á él le causó tal repugnancia y disgusto que estuvo á punto de volver piés atrás.

Bajo un frondoso emparrado que entoldaba-la puerta de la casi, se solazaba conversando amorosamente y riendo la familia que allí moraba, compuesta de una anciana que enseñaba á andar á un hermoso niño de poco más de un año; de un guapo chico que bajo un cerezo daba de comer y acariciaba á una pareja de bueyes diciendo que no había pareja tan valiente y gallarda como ella en diez leguas á la redonda; de una muchacha sonrosada y alegre que cosía y cantaba; de una mujer joven, risueña, aseada y hermosota, que daba de mamar á otro niño de algunos meses; y de un hombre, también joven, aseado y con cara de pascua florida, que festejaba unas veces al niño que daba sus primeros pasos en la senda de la vida y otras al que alternaba las chupadas al seno materno con dulces y amorosas sonrisas al que le festejaba.

El diablo, en quien por lo visto la curiosidad pudo más que la repugnancia á lo bello de aquel cuadro, se acercó al emparrado y trabó conversación con aquella dichosa familia, sin sospechar siquiera que fuese la que antes habitaba la casa.

Pero fijándose más en el que parecía ser cabeza de ella, reconoció en él, estremeciéndose de espanto y disgusto, al joven con quien dos veces había hablado en las heredades inmediatas.

—No es extraño—le dijo el joven—que al pronto no me haya usted conocido, porque desde la única vez que usted me vió he variado tanto por dentro que no he podido menos de variar también por fuera. ¡Bien baya la buena anciana á quien debo esta variación!

—¿Y qué anciana es esa?—le preguntó el Diablo, que ya he dicho es muy bestia cuando Dios quiere que lo sea, como lo prueba el que en aquel instante no caía en la cuenta de quién era la anciana á que aludía su interlocutor.

—¿Quién ha de ser, sino una tal doña Celestina que me aconsejó que me casara?

—¿Y se casó usted?

—Me casé con este ángel que amamanta á mi segundo cachorrito, y desde entonces no parece sino que todas las bendiciones de Dios cayeron sobre mi casa y familia; porque la abuelita, que estaba enferma, se puso tan buena y tan tiesa como usted ve; la hermanita que estaba ciega recobró la vista como usted está viendo; el hermanito que estaba tullido sanó como usted ve también; y con la salud, la alegría y el amor en mi hogar, vinieron la abundancia, la prosperidad y el acierto en cuanto ponemos mano, ¡Bendito, bendito mil veces sea Dios!...

Mientras esto decía el joven reventando de alegría y satisfacción, todo el infierno con sus tenazas, sus garfios y sus calderas de plomo derretido andaba por del interior del Diablo, que al oir aquella bendición del joven ya no pudo resistir más, y dando un bramido espantoso desapareció del emparrado, tanto más veloz y desesperado, cuanto toda aquella dichosa familia empezaba á hacerse cruces de lo que veía en él.

VIII

Mi Diablo volvió á casa, no diré que en el colmo de la desesperación, pero sí que poco menos; y esta desesperación llegó casi á los bordes de la copa de la amargura cuando al ir á acostarse se asomó á la ventana, como hacía todas las noches en tal ocasión para ver si había moros en la costa, y creyó ver la sombra de un hombre que parecía la del albéitar en un claro de la arboleda alumbrado por la luna.

Acostóse y permaneció largo rato desvelado pensando en aquella sombra y en la interminable serie de desventuras que habían amargado su vida privada; pero al fin pensó también que todas estas desventuras eran grano de anís comparadas con la de que Sandunga hubiera faltado á la fe jurada ante Dios, digo, ante el Juez, municipal.

Tranquilizado algún tanto con esta consideración, se quedó al fin dormido; pero muy pronto se vió asaltado de una horrible pesadilla que en vano procuraba sacudir. Soñaba que aquella sombra que había creído ver á la luz de la luna tomaba cuerpo de hombre muy parecido al albéitar, y este hombre trepaba á la ventana de Sandunga; y la ventana se abría, y el hombre saltaba dentro, y la ventana se volvía á cerrar, y quedaba todo en silencio exteriormente; y pasado largo rato, la ventana se volvía á abrir y el hombre parecidísimo al albéitar saltaba de ella y se alejaba por la arboleda, echando hacia la ventana besos y más besos con la punta de los dedos, como en respuesta de otros besos que desde la ventana le echaban unos dedos de mujer.

Al fin despertó, quebrantado de alma y de cuerpo con esta pesadilla; y queriendo apartar de su cabeza un horrible peso que sentía en ella, echó á ella ambas manos y se encontró con que le habían retoñado en toda su longitud y espesor los cuernos, que ras, ras, se había aserrado á rape con un serruchillo al hacer los preparativos de viaje para entregarse en el mundo por algún tiempo á las dulzuras de la vida privada, que no había probado en toda su condenada vida.

Y entonces, saliendo de estampía por la ventana, como si le hubiesen puesto una gruesa de cohetes en salva la parte, tornó volando, volando, al infierno, y metiéndose en una de las calderas de Pero Botero, henchida de plomo derretido, exclamó, estremeciéndose de delectación y consuelo:

—¡Qué rrrrico es esto, comparado con aquello!!!

El Sacristán de Garáizar

I

Siempre que yo caminaba, valle arriba ó valle abajo, por la carretera paralela al riachuelo sombreado de hayas, castaños, robles y nogales, en vez de absorber mi atención los molinos y las ruinas de ferrerías, como sucede siempre que sigo el curso de algún río ó riachuelo, la absorbía una aldeíta medio escondida en la arboleda, allá arriba, á mitad de la vertiente de la montaña. Aquella aldeíta, que hubiera pasado inadvertida para los que transitaban por el valle, á no ser por las heredades lindamente cultivadas que tenía en sus inmediaciones, y el campanario de su iglesita que sobresalía de la arboleda, y alguna que otra casa que blanqueaba entre ésta, era la de Garáizar.

Tenía yo mucho deseo de trepar á ella, no tanto porque me enamoraba su situación, como-por lo mucho y bien que de ella me hablaba el señor cura de Basarte siempre que le visitaba, yendo con algunos amigos aficionados á la caza, que á mí sólo me gusta en el plato y como pretexto para pasear al aire libre y recrearme con los encantos dé la Naturaleza virgen, ó poco menos, del contacto del hombre.

El señor cura de Basarte era natural de Garáizar y tenía un vicio parecido á otro mío, que era el de no encontrar pueblo tan de su gusto como aquél donde había nacido y tenía los recuerdos de la familia y la infancia.

El bello ideal del señor cura de Basarte, que aún era joven, era, como el mío, vivir y morir en su aldea natal.

Iba yo vallecito abajo un hermoso día de la Ascensión del Señor, por la mañana, cuando oí tocar á misa en Santa María de Garáizar. Ya la había oído en el pueblo de donde venía, pero había llegado á la iglesia un poco tarde y me remordía un poco la conciencia el haber oído misa incompleta en día tan señalado.

Este remordimiento me sirvió de pretexto para decidirme á subir á Garáizar, oir misa completa y curiosear un poco por la aldea, á ver si el señor cura de Basarte tenía razón para estar tan enamorado de su pueblo como yo del mío, y descender al valle para proseguir mi camino, absorbiendo mi atención los molinos y las ruinas de ferrerías.

Hala, hala, en mi caballito de San Francisco, que es el más á propósito en Vizcaya para viajeros como yo, que corren más con la cabeza que con los pies, subí á Garáizar precisamente cuando sonaba el último toque de misa y todos los vecinos entraban á oiría.

La iglesia era de modesta fábrica, pero sobremanera aseada; y su interior, que examiné desde el coro, donde oí misa, estaba embellecida con las sencillas galas que la fe y el amor encentran siempre para hermosear aquello que reverencian y aman, y entre los vecinos, casi en su totalidad reunidos entonces allí, apenas encontré más que modestísimas gentes labradoras; y digo apenas, porque constituían alguna excepción de ellas un anciano que oía misa en el presbiterio y una anciana que, acompañada de dos jóvenes de su sexo, la oía al pié de la primera grada, cuidando de las luces de la única sepultura que estaba alumbrada con cirios colocados en hacheros. Tanto el primero como las segundas vestían el traje usual de la clase media.

Terminada la misa, salí á la plaza, ó sea al campo que rodeaba la iglesia, y me llamó mucho la atención que allí no sucediera lo que por aqui sucede en todas las aldeas después de misa, que es ponerse á jugar los mozos, ya á la pelota, ya á la barra ó ya á los bolos, en la inmediación del templo, hasta que suenan las doce, ó sea la hora de comer.

Las mujeres se encaminaron á sus casas, dispersas en la arboleda, y en cuyas chimeneas empezó poco después á espesar el humo, y los hombres de todas edades se quedaron en el campo formando grupos y charlando por lo común, según pude oir, del estado del campo, de sus proyectos agrarios y de sus yuntas de bueyes, pretendiendo cada cual que la suya era la más maja y más valiente de todas.

Cuando me disponía á recorrer la aldea para satisfacer por completo mi curiosidad, que hasta entonces no había quitado del todo la razón al señor cura de Basarte, noté que todos los vecinos echaban mano á boinas y sombreros, y vi que era saludando al señor cura, que salía de la iglesia.

Entonces me encontré con que el señor cura de Garáizar no era otro que el de Basarte.

Apresuróme á salirle al encuentro, le expliqué mi subida á Garáizar, á su vez me explicó su traslación al pueblo natal, donde estaba contentísimo; y como me exigiese que fuera á comer con él, á cuyo electo me indicó su casa, que estaba casi enfrente de la iglesia, aceptó su obsequio y nos separamos, quedando yo en que así que diesen las doce iría á su casa, después de ocupar el tiempo que faltaba para aquella hora en ver las curiosidades de la aldea, entre ellas una casa con honores de palacio que llamaba mi atención no lejos de la plaza.

Así que vi entrar al señor cura en su casa, oí en ésta alboroto y lamentos de volátiles, que supuse eran sacrificados en mis profanas aras.

Entretúveme recorriendo la aldea, entre cuyos edificios, pobres, pero aseados y alegres, sólo había uno capaz de excitar mi curiosidad arqueológica y artística, que era el que desde luego había llamado mi atención, y se designaba con el nombre del Palacio, algo aventurado á pesar de su fachada de sillería, su gran escudo de armas, el oratorio que tenía enfrente y el cercado que tenía á la espalda, todo en decadencia material.

Cuando sonáron las doce me encaminé á casa del señor cara, como se encaminaban á las suyas todos los vecinos de la aldea, y poco después nos sentamos á la mesa el señor cura, una hermana suya, viuda, con quien vivía, y yo.

La comida fué sabrosa, cordial y alegre, y después de terminada, el señor cura y yo nos fuimos á dar una vuelta por los alrededores de la aldea hasta que llegase la hora, para él del Rosario y para mi de descender al valle y continuar mi interrumpido camino en busca de un hogar donde el día de la Ascension del Señor algo muy querido mío echaba de menos mi ausencia más que otros días.

Como al emprender nuestro paseo manifestase yo al señor cura que había llamado y llamaba mi atención el que ni después de misa ni después de comer viese á nadie jugar en la aldea, el señor cura me dijo que en Garáizar había tal horror al juego hacía algunos años, que ni áun sin interés alguno quería jugar nadie, temiendo caer al fin en tentación de jugar con interés y venir á parar en lo que paró el sacristán de Garáizar.

Picó extraordinariamente mi curiosidad esto del sacristán, tanto más, cuanto ya había yo visto en algunas aldeas de aquella comarca á más de una madre de familia reñir á sus hijos cuando los veía jugando al cotan, como aquí se llama á lo que en otras partes el chito, y en nuestras Encartaciones la tuta, diciéndoles que así había empezado el sacristán de Garáizar; y como rogase al señor cura que satisfaciese aquella, curiosidad, me contó la triste historia que, á mi modo y como Dios me dé á entender, voy á contar tras este pesado introito.

II

Batis ó Bautista, el sacristán de Garáizar, se había criado como quien dice en la iglesia „de la aldea, donde á la edad de ocho años ya ayudaba, á misa, encendía las luces, tocaba las campanas, barría la iglesia, y en menos palabras, desempeñaba á las mil maravillas el oficio de monaguillo.

Dice el refrán: «Si quieres ver á tu hijo pillo, ponle á monaguillo»; pero Batis desmentía este refrán, porque no había en la aldea chico tan juiciosito, pundonoroso y sin malicia como él. Desde que tuvo uso de razón sobresalieron entre sus buenas cualidades la piedad y el amor á la Iglesia, como que llevaba esta cualidad hasta el extremo de no atreverse nunca á limpiar el polvo de los santos á zurriagazos, ni á apurar una vinajera, ni á comerse una hostia, ni á limpiar las lágrimas á una vela, ni á apropiarse un ochavo escapado por las rendijas del cepillo de las ánimas benditas.

En cuanto á juegos, llevaba su escrúpulo al extremo de no querer jugar con los chicos de su edad á más interés que el de Padrenuestros por el último que había muerto en la aldea.

Tan respetuoso era con todos, y particularmente con el señor maestro de escuela, que al jugar al burro, diversión que consiste en saltar, los chicos por encima de otro inclinado de medio cuerpo arriba, nunca quiso usar, pareciéndole irrespetuosa, la frase: «buenos días, señor maestro», que dirigen los chicos al que hace de burro, al ir á saltar por encima de él.

Lo único que pudiera haber dado ocasión á que se le tuviera por pillo era lo que pasaba con él en los juegos de inteligencia y destreza, propios de los muchachos; porque, fuera el juego el que fuese, rara vez dejaba Batis de ganar, lo que generalmente se atribuía, no á pillería suya, sino á gracia que Dios le había dado para eso.

Le empezaba ya á apuntar el bozo é iba echando aquella voz como de gallina clueca que caracteriza el tránsito de la niñez á la adolescencia, y el pobre Batis experimentó un terrible pesar, y fué, que asi el señor cura como el sacristán, éste último viejecito y que le quería como á hijo, le dijeron que con mucho sentimiento de ambos no servía ya para monaguillo, porque estaba feo que hiciese de tal un zagalón como él iba siendo, en vez de un niño que en lo físico y en lo moral representase la inocencia.

Esta era, al parecer, la única causa del pesar de Batis; pero había también otra, que sólo Dioa y él sabían: y era que Batis quería mucho á una chica del sacristán, casi de su edad, y rabia y sonrosada, de la que podía cantar:


No toda esperanza es verde
como la gente asegura.
que yo tengo una esperanza
y es sonrosadita y rubia.


Porque como la chica del sacristán también: le quería á él mucho, no era aventurado que el pobre Batis tuviese una esperanza de aquel-color.

Se habían criado casi juntos y viéndose casi á todas horas hasta en las faenas de la iglesia, en muchas de las cuales le acompañaba la chica del sacristán, y Batis temía, con razón, que una vez exonerado del monaguillazgo, el trato de ambos se hiciese raro, y algún otro mozuelo concibiese también alguna esperanza sonrosadita y rubia como la suya.

La víspera del día en que Batis debía ser reemplazado por otro monaguillo, el pobre Batis estaba barriendo la iglesia, y en verdad que había hecho mal en regarla con agua para que no se levantase polvo, porque ¿qué mejor riego que las lágrimas que caían de sus ojos?

Cuando Batis estaba en esto, Rosa, que así se llamaba la chica del sacristán, entró en la iglesia á llevar en un canastillo unos paños de altar que ella había lavado y planchado con mil primores, porque era alhaja para estas cosas y para todo.

También la pobre chica tenía llenos de lágrimas, por más que procuraba ocultarlas, aquellos ojitos de gloria que Dios le había dado.

—¿Con que mañana te marchas, Batis?—preguntó á éste en la sacristía con la vocecita medio ahogada por un sollozo.

—¡Sí, Rosita!—contestó Batis del mismo modo..

—¿Y qué vas á hacer luego?

—Tendré que irme á ganar la vida sabe Dios dónde.

Rosa y Batis se asieron de la mano llorando, y sin saber lo que hacían y como para pedir á ïa Virgen que los amparase, salieron á la iglesia y se arrodillaron en las gradas del altar mayor, y allí estuvieron así un rato, llorando y mirando con ansia á la Madre de Dios, pidiéndole no sé qué, pues ni áun movían los labios.

Pero hé aquí que aquella misma noche el sacristán se muere, y de la noche para la mañana, Batis se encuentra con el ascenso inmediato en vez de encontrarse cesante, porque todo Garáizar, empezando por el señor cura, estuvieron acordes en que Batís era como pintado para suceder al difunto en el sacristanazgo, qué de buenas ganas hubiera renunciado Batis porque el difunto resucitara.

No era cosa mayor lo que el sacristanazgo producía; pero, así y todo, era buena base para mañana ú otro día casarse, y sostener decentemente á la familia, como el difunto había sostenido á la suya.

Yo sóy de opinión que el hombre hasta los veinticinco años no debe de empezar á ojear muchachas, para escoger una buena con quien casarse, y aún llevo esta opinión hasta pensar que el ojeo se puede prolongar sin violencia hasta los treinta; pero váyales usted con estas filosofías á los chicos de dieciséis á veinte, que para cuando han llegado á esta última edad no pueden ya con los totnazosde novela que han compuesto. y Batis era huérfano; huérfana era ya también Kosita; los dos eran grandes novelistas; y de esto, y de lo otro, y de lo demás allá, resultó que se casaron antes de cumplir Batis los veinte años y Kosita los dieciocho.

Estaban los dos tan enamorados, que hubieran hecho lo mismo, aunque para ello no hubiesen tenido más razón que la de «contigo pan y cebolla»; pero la verdad es que además de esta razón tenían la de ser los dos muy laboriosos y económicos y contar, no sólo con los rendimientos del sacristanazgo, sino también con los de una haciendita que habían manejado los padres de Rosa y en la que á éstos había sucedido la nueva parejita.

Esta parejita era muy del gusto de los amos de la casa y la hacienda, que eran los Señores, como por antonomasia se llamaba en Garáizar á los de Palacio. Y en prueba de que la parejita era muy del gusto de los Señores, añadiré que éstos fueron padrinos del primer fruto de bendición que tuvieron sus inquilinos los sacristanes, que fué una chica sonrosadita y rubia como su madre.

III

Hacía ya muchos años que Batis y Rosa se habían casado, como que la chica mayor estaba va tan espigada, que bebía los vientos por ella un guapo chico de Garayalde, hijo único de los caseros más ricos y estimados de aquellos contornos.

Familia más feliz que la del sacristán de Garáizar, no podía haberla en el mundo con ser mundo, aunque, sin ir más lejos, en Garáizar mismo las había más ricas.

Es verdad que nada sobraba en casa del sacristán, pero tampoco faltaba nada. El amor, la economía bien entendida, y el buen gobierno, convertían aquella casa en paraíso.

Esto en cuanto á la familia del sacristán en general; en cuanto al sacristán en particular, preciso es decir que le faltaba algo para ser completamente feliz, y este algo era el no tener siquiera esperanzas de ver salir á la iglesia de Garáizar de la pobreza en que yacía.

Apenas pasaba semana sin que á Garáizar llegase noticia de que en alguna iglesia de la comarca se había hecho ó se iba á hacer alguna obra de embellecimiento á expensas de los feligreses ó de algún piadoso bienhechor; y entonces Batis pensaba más que nunca en las necesidades de la que llamaba su iglesia, y exageraba estas necesidades y le faltaba poco para llorarlas.

La iglesia de Garáizar era para él, como quien dice, su casa natal, y el amor que le inspiraba en este concepto, se unía el que le inspiraba en el concepto de casa de Dios.

«Quien bien te quiere te hará llorar», dice el refrán, y ésta es una verdad como un templo, ya que de templo hablamos. Cuando yo era pequeñito tenía que andar siempre escapando de un vecino nuestro que, á pesar de ser el que más me quería, me hacía llorar siempre que me echaba mano frotándomela carita con su caraza, que tenia unas barbas como cerdas de jabalí.

Bien querían á Batis todos sus vecinos, pero áun, así le daban con frecuencia ratos muy pícaros con noticias por el estilo de éstas.

—Batis, ¿no sabes que un indiano ha regalado á la iglesia de Munondo una Virgen, que más hermosa no la hay en tocias las iglesias de Vizcaya?

—Batis, no le vendría mal á la iglesia de Garáizar que la pusieran tan maja como han puesto á la suya, por dentro y por fuera, los de Ele-azuri, pintándola y blanqueándola.

—Batis, á ver si encuentras á algún rico que quiera ganar el cielo gastándose unas cuantas onzas de oro, cambiando ese cencerro que tenemos en el campanario, por una campana tan sonora como la que ha regalado otro rico á la iglesia de Ibarralde.

—Batis, te quedabas bizco con el resplandor del oro y la seda, si á la Virgen de Garáizar la regalaran un manto como el que ha regalado á la de Bolínaga una devota.

—Batis, el mate que los de Garáizar dábamos á los de Olachueta, diciéndoles que su iglesia parecía una ferrería vieja, nos le darán ellos á nosotros, pues se va á hacer nueva la de Olachueta con el dinero que para eso ha dejado uno de allí, que ha muerto en Buenos Aires.

Estas noticias desesperaban al pobre Batis, á pesar de su religiosidad y propensión á alegrarse del bien ajeno, porque sobre esta religiosidad y esta propensión, estaba el santo dolor de que la iglesia de Garáizar no tuviese favorecedores como los tenían casi todas las de la comarca.

Y ciertamente, la iglesia de Garáizar necesitaba estos favorecedores, porque desde que el Palacio no producía generales, ni obispos, ni consejeros de Castilla, nadie le regalaba ternos, ni alhajas de oro y plata, y los primeros los había devorado el tiempo, y las segundas las había derretido el españolismo de Vizcaya para defender á la patria de las invasiones extranjeras de últimos del siglo pasado y principios del presente.

IV

Los señores del Palacio eran muy religiosos y desprendidos, pero necesitaban para vivir con tal cual desahogo y con el decoro propio de su clase., las rentas de media docena de caserías, un par de molinos y algunos otros bienes de que eran dueños.

Su casa era en otro tiempo rica, pero había venido muy á menos desde que habían dejado de labrar y se habían arruinado, orilla del río que descendía por el valle próximo, dos ferrerías de que eran dueños y explotaban por sí mismos, y desde que el montazgo, de que su casa era rica, había perdido gran parte de su valor, por efecto de la depreciación de los carbones, que había sido consecuencia de no quedar apenas ninguna de las ciento cincuenta ferrerías que había en Vizcaya á fines del siglo pasado, supliéndolas las grandes fábricas, que casi sólo consumen carbón mineral. Aun los molinos adjuntos á las ferrerías y sobrevivientes á éstas habían ido mermando su producto con motivo del establecimiento de las que se denominan fábricas de harinas.

Aquella casa era de las más antiguas y calificadas de Vizcaya, y de ella habían salido un general, un consejero de Castilla y un obispo de Nueva España, cuyos retratos se conservaban con gran veneración, en compañía de otros, lo primeros en la sala principal y el último en la capilla ú oratorio de la Piedad que subsistía enfrente del Palacio y era fundación de su ilustrísima.

El señor don José Ignacio de Garáizar y la señora doña María Josefa de Garaizalde, su esposa, eran personas bondadosísimas, y no lo eran menos sus dos hijos, que á la sazón estudiaban en las Universidades de Salamanca y Madrid, y sus dos hijas, solteras.

Todas las noches, después de anochecer, en el Palacio había tertulia, compuesta, además de los Señores, como por antonomasia se llamaban á los de la casa, del señor cura, el cirujano, el maestro de escuela, el sacristán y alguno que otro vecino y áun vecinas de las más aseñoreadas, si bien éstas con las de la casa formaban tertulia aparte, charlando y haciendo cada cual su labor, mientras los del otro sexo jugaban al mus, á cuyo juego era muy aficionado el señor don José Ignacio.

Felizmente para éste y sus compañeros, muchas noches Batís no tomaba parte en el juego, porque estaba de mal humor por haberle hecho pensar en la pobreza y desgracia de la iglesia de Garáizar alguna noticia recibida aquel día de donativos ó mejoras realizadas ó proyectadas en alguna otra iglesia de la comarca.

Y digo que felizmente para los jugadores el sacristán no tomaba parte en el juego muchas noches, porque Batis ganaba casi siempre que la tomaba. Su suerte para el juego continuaba siendo tan maravillosa como cuando jugaba al cotan en el pórtico de la iglesia; y digo su suerte y no su habilidad, porque no cabe la suposición de habilidad en hombres tan candorosos y cortos de entendimiento como era el buen sacristán de Garáizar.

Aunque en el juego apenas se arriesgaba más que el amor propio, pues cada jugada era de ochavo por barba, el señor don José Ignacio, que presumía de buen jugador, no podía sufrir con paciencia, á pesar de ser mucha la suya, la suerte de Batis; pero como su bondad y su afecto á Batía superaban á su deseo de salir ganancioso en el juego, pasaba un nial rato cada noche que el sacristán iba á la tertulia y sin ganas de jugar.

—¿Qué es eso, Batis? ¿Vienes también de murria esta noche?—preguntaba al sacristán.

—¡No he de venir, señor amo, con lo que le pasa ä nuestra pobre iglesia!—contestaba Batis.

—¿Pues qué le pasa, hombre?

—Que á la de Ibarrabeitia le van á poner pararrayos en la torre, á pesar de que no los necesita por estar en una hondonada; al paso que á la de Garáizar, que los necesita más que ninguna, por estar muy en alto y tener una torre que llega al cielo, todos parece decirle: «¿á ver cómo no te parte un rayo?»

—Hombre, eso es sentir el bien ajeno, y tal sentimiento no está bien en nadie, y mucho menos en hombres de Iglesia y buenos cristianos como tú.

—Pero, señor amo, yo no me entristezco por el bien ajeno.

—Pues si no, ¿por qué te entristeces?

—Me entristezco por el mal propio.

Temeroso don José Ignacio de distraerse del juego y perder con esta disputa, ponía término á ella; y para no pensar en las penas de Batis, aunque tuviera cartas pésimas, echaba un órdago que temblaba la casa.

V

Una noche, las de la tertulia femenina y particularmente la señora doña María Josefa, habían tentado la paciencia del señor don José Ignacio, echándole en cara „que, á pesar de sus ínfulas de gran jugador, sólo ganaba cuando Batis no tomaba parte en el juego, y augurándole que aquella misma noche le había de suceder lo que sucedía siempre que jugaba Batis.

Don José Ignacio se propuso echar el rey to de su habilidad en el juego, para desmentir el augurio, y á su vez tentar la paciencia á las mujeres.

En efecto, se devanó los sesos por ganar la partida; pero, según costumbre, la ganó Batis.

—Hombre—exclamó el señor don José Ignacio, entre despechado y alegre, por ocurrírsele una gran idea—tú, Batis, eres pobre porque te da la gana, y pasas la pena negra viendo la pobreza de la iglesia porque te da la gana también.

—¿Qué es lo que usted dice, señor amo?

—No digo más que la verdad. Si fueras á una de esas casas de juego que dicen hay hasta en Bilbao, y te pusieras á jugar, con la bárbara suerte que tienes en el juego dejabas sin un cuarto á los viciosos que allí se reúnen para derrochar capitales que casi siempre han ganado á gantes más honradas que ellos.

—¡Dios me libre, señor y amo, y nos libre á todos de entrar en esas casas de perdición! Malo es que uno no pueda reunir en toda su vida siquiera una onza de oro para emplearla en una obra santa como la de dar siquiera un blanqueo interior á nuestra pobre iglesia que tanto lo necesita; pero mil veces peor sería que la reuniese y cayese en la tentación de ir con ella á casas donde, aunque se gane el oro y el moro, se pierde el alma, que vale más que todo el oro del mundo.

—Tienes razón, hombre—asintió don José Ignacio, y asintieron también el señor cura y los demás tertulianos, mudando todos de conversación.

Aquella noche, así don José Ignacio como Batis, anduvieron dando vueltas y más vueltas en su imaginación, lo mismo dormidos que despiertos, á la ocurrencia del primero.

Llegada la noche siguiente, á don José Ignacio volvieron á quemarle la sangre, aun más que la noche anterior, su mujer y las demás de la tertulia, diciéndole que á pesar de tenerse por un gran musista, aquella noche, como la anterior y todas las que en lo sucesivo jugase con Batis, saldría con las manos en la cabeza. Don José Ignacio se propuso hacer el supremo esfuerzo para desmentir el pronóstico; pero, á pesar de todos sus esfuerzos, lejos de desmentirlo, le confirmó, siendo también derrotado por el sacristán.

—Batis—exclamó don José Ignacio—repito lo que dije anoche: que á ti te ha dado Dios gracia especial para el juego, y es lástima que no la utilice? en favor de nuestra querida y pobre iglesia. Hombre, precisamente hoy me ha traído el inquilino de Aldaosilla cincuenta «ducados que me debía de rentas atrasadas, y yo consideraba perdido?, como hubiera sucedido á no haberle enviado por primera vez unas cuantas onzas de oro el chico que años atrás mandó á América. Los tomas, te vas á Bilbao con ellos, y con la suerte que Dios te ha dado para el juego, dejas sin un cuarto á todos los bribones que Allí se reúnen para tirar de la oreja á Jorge; vuelves con un dineral y le gastas hasta el último ochavo en poner nuestra iglesita de modo que sea la envidia de toda la comarca.

—Por Dios, señor amo, no diga usted eso, que, como dijo el otro, lo mal ganado lo lleva el diablo.

—¿Cómo que mal ganado? ¿Mal ganado lo que se gana para darle el santo destino que tú le has de dar, en lugar del que le dan aquellos perdidos, que es el de volverlo á perder en el juego ó en vicios peores aún?

—Eso también es verdad, señor amo, pero...

—No hay pero que valga, hombre. Siento que esta noche no haya venido el señor cura á la tertulia; que si hubiera venido, de seguro me hubiera dado la razón.

—Pues bien, señor amo, le consultaremos mañana, y si lo aprueba...

—Si lo aprueba, haz cuenta que ya tenemos nuestra pobre iglesita convertida en una catedral. Pero me ocurre una cosa, y es que no debemos decir nada de esto al señor cura, ni áun se lo debes decir á Rosa.

—¿Y por qué no, señor amo?

—Hombre, no sé cómo explicarlo, pero puede que lo consiga diciéndote lo que me sucedía á mí cuando mis hijos eran chiquitos. Jugaban ahí fuera con otros de su edad, algún chico les pegaba, y yo que lo veía desde el balcón, si no creía prudente decirles que cascasen las liendres al que les había pegado, me alegraba cuando se las cascaban.

—Ya le entiendo á usted, señor amo.

—Probablemente el dinero que ganes á los jugadores lo habrán ganado ellos jugando con trampas, que es tanto como haberlo robado; y como dice el refrán, el que roba á un ladrón, tiene cien días de perdón.

—Todo eso, señor amo, no me acaba de convencer de que un hombre como Dios manda no peca metiéndose á jugador, porquero he oído decir que los jugadores se envician de tal modo en el juego, que para satisfacer el vicio venden aunque sean los clavos de su casa, y roban aunque sea el cepillo de las ánimas benditas...

—Eso lo hacen los jugadores sin Dios ni ley, pero no hay peligro de que lo hagan los hombres como tú.

—En eso tiene usted razón, señor amo. En fin, si usted se empeña en que he de jugar, jugaré, tranquilizando mi conciencia con pensar que lo que usted me aconseja no puede ser malo, aunque á mí me lo parezca por ser un pobre bolonio.

—Pues no hablemos más del asunto. Toma los cincuenta ducados, y mañana te vas á Bilbao con cualquier pretexto, por ejemplo, con el de que vas por mandato mío, y vuelves trayéndolos convertidos, aunque no sea más que en cincuenta mil reales, que con eso ya se puede poner la iglesita como nueva.

—¡Vaya si se puede!—exclamó Batis, tomando los cincuenta ducados en veintisiete duros y medio, y chispeándole los ojos de esperanza y alegría.

VI

Rosa esperaba ya á Batis con la cena.

Rezaron todos el Rosario, se sentaron á la mesa, después de bendecirla Batis, y se pusieron ú cenar con caras de pascua padre é hijos, porque en aquella casa no se conocían otras caras.

—Mañana si Dios quiere—dijo Batis—después de ayudar á misa y pedir permiso para el viaje al señor cura, que esta noche no ha asistido á la tertulia, iré á Bibao á hacer unos encarguillos de los amos. Ya me darás tú, Rosa, algunos cuartos para el viaje, que aunque llevo aquí dinero á cuenta, es de los amos y no mío.

—Pero, hijo—exclamó Rosa—¿para decir eso te pones colorado? Te daré aunque sea todo el poco dinero que hay en casa, que no es justo que eches mano de lo que no es tuyo ni que carezcas de lo que te haga falta. Santo y muy bueno que no se desperdicie; pero no lo es menos que habiéndolo no carezca de lo necesario un hombre como tú, que, aunque á una le esté mal in decirlo, no tiene pero en saberlo ganar honradamente.

La mañana siguiente hubo en casa de Batis el primer disgusto que había habido entre Batis y su mujer desde que se casaron.

Batis, que durante toda la noche apenas había dormido, inquieto con el remordimiento de haber guardado por primera vez de su vida un secreto á su mujer, concluyó al volver de la iglesia por revelar su secreto á Rosa; ésta se escandalizó de que su marido hubiese consentido en poner los pies en una casa de juego, y sobretodo enjugar en semejante casa, y rogó á su marido hasta de rodillas que devolviese al amo los cincuenta ducados y esperase sólo de Dios y no del vicio la restauración de la iglesia.

Batis procuró meter en el entendimiento de Rosa las razones que el señor don José Ignacio había metido en el suyo, y no consiguiéndolo ni atreviéndose á confesar al amo que había contravenido á su encargo de no decir ni áun á Rosa á lo que iba, emprendió su viaje á Bilbao casi tan desconsolado como dejaba á Rosa.

En el camino se tranquilizó algún tanto, concibiendo el firme propósito de jugar sólo un duro para probar si era del agrado de Dios el que jugase, y si le perdía no jugar más entendiendo que no lo era.

Cuando llegó á Bilbao, como era tan piadoso, lo primero que hizo fué visitar las iglesias, y al verlas tan hermosas y ricas de ornamentos, de imágenes y de todo, se consoló y animó con la esperanza de ver así á la iglesia de su aldea, que ya he dicho amaba en el doble concepto de ser verdadera casa de Dios y casi su verdadera casa natal.

Una gran dificultad se le ofrecía, y era la de averiguar dónde había alguna de las casas de juego de que hablaba el amo, sin poder precisar en qué sitio de Bilbao estaban.

Como viese venir hacia él un señor cura, pensó que nadie mejor que un sacerdote podría darle razón de lo que buscaba, y le preguntó:

—Señor cura, ¿podrá usted decirme dónde hay una buena casa de juego?

Aunque Batis hizo esta pregunta en castellano, la concibió en vascuence, en cuya lengua el calificativo de buena no significaba lo que en castellano, y sí sólo una casa de juego en que no se reuniera gente mala.

El señor cura, por única contestación, le miró con más lástima que desprecio, creyendo que se burlaba irrespetuosamente de él, y continuó su camino, lo que atribuyó Batis á razones análogas á las que don José Ignacio había previsto en el señor cura de Garáizar, para desaprobar la ida á la casa de juego en el caso de consultarle sobre ello.

Un hombre que también pasaba á la sazón y había oído la pregunta, suplió el silencio del señor cura, brindándose á acompañarle á una buena casa de juego, á donde dijo asistir él y ganar mucho dinero.

En la casa adonde fué conducido Batis se jugaba á la banca. Este juego viene á ser lo siguiente, que á Dios gracias sólo sé por informes de la Academia de la lengua castellana, que debe tener más picardías que yo, y á la que no llamo de la lengua española, porque la Academia no sabe más que una y en España hay varias.

El que lleva el naipe y se llama banquero, pone una cantidad de dinero que se llama banca, y los que juegan contra él ponen sobre las cartas que eligen la cantidad que quieren. El banquero las va echando una á una á derecha é izquierda, tomándolas de la parto superior de la baraja. Las cartas que caen á la derecha las gana el banquero, y las que caen á la izquierda, los que apuntan. Es muy posible que esta explicación dé testimonio de que, en efecto, sólo conozco de oídas el juego de banca, á pesar de haberse descrismado la Academia por enseñármele.

Batis puso un duro á una carta, esperó con ansiedad y le perdió con tanta sorpresa como dolor, porque aquella pérdida significaba no tanto la de un duro, como otras cosas mucho peores: que Dios no aprobaba que jugase, á pesar de la santa intención con que lo hacía; que su suerte hasta en el juego de azar no era poco menos que infalible, como todos en Garáizar y áun él mismo, pensaban, y sobre todo, que habían volado sus esperanzas de convertir poco menos que en una catedral, su pobre y querida iglesia de Santa María de Garáizar.

Iba ya á retirarse poco menos que desesperado, pero dijo para sí:.

—¿Y se han de quedar estos tunantes con mi duro, y yo he de renunciar por completo á la esperanza, que tanto el señor amo como yo habíamos concebido?

Así pensando, y siguiendo el ejemplo del que le había acompañado á la casa de juego, que, aunque como él había perdido lo que había puesto, volvía á poner, puso otro duro á otra carta, y también le perdió.

Ciego ya de dolor y de odio á los que ya le habían llevado dos duros, pensó para sí:

—Lejos de consentir que se rían de mí estos bribones, debo procurar el desquite, para ver si consigo reírme yo de ellos.

Y en lugar de poner un duro puso dos, siguiendo el ejemplo del jugador consabido, que también doblaba la puesta.

También perdió los dos duros.

Así pensando y así rabiando, ganando á veces algo y volviendo á perder más de lo que había ganado, concluyó por quedarse, no sólo sin los cincuenta ducados del amo, sino también sin el puñado de pesetas que le había dado su mujer.

VII

En todas las aflicciones de su vida, Batis había buscado y encontrado consuelo en Dios. ¿Cómo al salir de la casa de juego en la mayor de sus aflicciones no le pasó siquiera por el pensamiento la idea de acudir al consolador de los afligidos? ¡Acaso sería porque al entrar en aquella casa había empezado á olvidar á Dios, y en ella había concluído por olvidarle del todo!

Vagó largo rato por las calles de la villa, tan abstraído en su deseo de encontrar el desquite, ó hablando con más propiedad, de encontrar la venganza, que, al pasar por delante de algunas iglesias, ni siquiera se acordó de santiguarse, él que tan profundo y sincero hábito tenía hasta de doblar la rodilla ante las casas santas!

Atento casi toda su vida al cumplimiento de su obligación diaria en la iglesia de su aldea, apenas había salido de ésta, y, por tanto, muy pocas veces había estado en Bilbao, donde conocía muy pocas personas.

Fuése á ver á una de ellas, é inventando un embuste, que fué el de que había venido á hacer algunas compras y le había faltado dinero, le pidió prestados cien reales y los obtuvo, prometiendo devolverlos acaso al día siguiente.

Volvió con ellos á la casa de juego ansioso del desquite, y los perdió también.

Fué á ver á las demás personas que conocía, y á pesar de haberles mentido lo más ingeniosamente, que su conturbado entendimiento le permitía, no pudo obtener de ellas préstamo alguno, no porque dudasen de él, pues ya sabían que era hombre honrado, sino porque les pasaba lo que á todos que vivimos al día, que al sentimiento de no tener, unimos la vergüenza de no poder dar.

Y entonces, lleno de rabia y de desesperación, se preguntó:

—¿Y he de volver á la aldea sin un cuarto, entrampado y sin vengarme de los bribones que me han robado lo mío y lo ajeno?

Tendría gracia para los discretos, si no tuviera vergüenza para la humanidad, á cuyo gremio partenecía entre los más honrados el sacristán de Garáizar, el llamar bribones á los jugadores el que había venido á Bilbao á jugar y había jugado rabiosamente.

Batis usaba un reloj de plata muy lindo, que Rosa le había regalado de recién casados, un día de San Juan Bautista, y para cuya compra había hecho prodigios de economía y privaciones personales. Pensó en empeñarle; pero viendo;al intentarlo que le daban muy poco, pensó con horror en venderle, y al fin le vendió; tomó el puñado de duros que por él le dieron, se fué con ellos á la casa de juego, y cuando casi se iba desquitando de todo lo que había perdido, creyó que ya que al fin la suerte se había puesto de su parte, debía aprovecharla, siquiera para volver á la aldea con los cincuenta ducados convertidos en cincuenta onzas de oro, con que ya se podría siquiera dar un blanqueo interior á la iglesia y refundir la campana cascada, cuyos ronquidos eran objeto de insoportable burla por parte de las gentes de Garaizalde, y siguió jugando; pero no tardó la suerte en volverle la espalda, y pérdida va, pérdida viene, entreveradas con una que otra ganancia, que sólo servía para que pe rae ve rara en el juego y aumentara las puestas, el pobre Batis perdió hasta el último real de lo que le había valido el reloj, santificado á sus o los hasta el día que el juego le había hecho inepto para apreciar estas santificaciones, no sólo por el recuerdo de que procedía de Rosa, sino hasta por el recuerdo de que sus hijos cuando eran pequeñuelos trocaban sus llantos en alegría con el tic-tac del reloj que él les aplicaba al oído, porque, como ha dicho un gran poeta, el amor está lleno de niñerías.

Al emprender el regreso á la aldea, más muerto que vivo, y hasta pasando por su mente la idea de estrellarse en las rocas en que está cimentado el puente de Bolueta, se preguntó cómo iba á tener el valor de decir ni áun á su misma mujer la verdad de lo que le había pasado en Bilbao, y sobre todo, ¡cómo iba á tener el de decir á Rosa que había vendido, para jugar su importe, el reloj que ella le había regalado!

Y como los pecados son como las cerezas, que tras la primera viene un porción de ellas, tras los pecados que había cometido en Bilbao vinieron tantos, que su ringlera llegó á Garáizar.

El primero que siguió á los de Bilbao consistió en decir á Rosa y al señor don José Ignacio, que unos ladrones le habían salido en Lapurbaso, y le habían robado el dinero y el reloj, añadiendo que consistía el dinero en casi todo el que le había dado su mujer y en todo lo que le había dado el amo, y no había querido-exponer al juego, temeroso no sólo de perderlo, sino también el de perder el alma, y además de perder su dicha, perder la de su mujer y la de sus hijos, contrayendo el abominable vicio del juego, que, según él había oído decir, era tal, que los que le contraían vendían para alimentarle hasta los clavos de su casa y hasta la honra propia y la ajena.

Como ni Rosa, ni don José Ignacio, ni nadie había tenido hasta entonces el menor motivo, para dudar de la veracidad de Batis, ni por el pensamiento les pasó que no fuera verdad 1» que Batis contaba.

Don José Ignacio se contentó con decir:

—Yo estaba en la firme persuasión de que sólo Dios tenía derecho á los cincuenta ducados; pero por lo visto le tenía el diablo; y ya que tú te habías empeñado en que no se los llevara en la casa de juego, se los llevó en Lapurbaso.

Y en cuanto á Rosa, todo lo que se habían llevado los ladrones, incluso el reloj á to que ella había regalado á Batis, le pareció grano de anís comparado con la desgracia de que habían estado amenazados su marido, ella y sus hijos de que su marido se metiese á jugador.

Con decir que si desde que Batis salió para Bilbao no había cesado de llorar de dolor, desde que Batis había vuelto á Garáizar no casaba de llorar de alegría, está dicho todo lo que hay que decir demonio recibió la vuelta y el embuste de Batis.

VIII

No dejaba de llamar la atención de las gentes de Garáizar, y sobretodo de Rosa, naturalmente más atenta que nadie á cuanto se relacionaba con su marido, el que éste, con mucha frecuencia fuese á Bilbao, con un pretexto ó con otro, á pesar de haber vuelto renegando cuando lo del robo de Lapurbaso.;

Hasta en la tertulia de casa de los Señores se empezó á dar matraca á Batis á cuenta de aquellos viajes, suponiendo maliciosamente que Posa era muy tonta en no inquietarse por ellos, pues sabía que las muchachas de Bilbao con cuatro trapitos son capaces de hacer un lazo con que prender y sujetar al hombre más arisco y fuerte.

La verdad era que Rosa, aunque como mujer prudente y tan cuidadosa de la honra y fama de su marido como de las suyas propias, aparentaba no inquietarse lo más mínimo por los viajes de su marido, no estaba tranquila con estos viajes y con otras cosas que en Batis ó con relación á Batis observaba.

Ya por primera vez desde que se casaron había visto llegar á su puerta personas de la aldea ó de las inmediatas, y áun de Bilbao, reclamando á Batis la satisfacción de deudas de que ella no tenía noticia ni por su marido le eran explicadas satisfactoriamente.

Por otra parte, Batis, que siempre había dormido como un bienaventurado que era, y siempre había estado alegre como un tamboril, y sano como una manzana, y nunca había tenido una mala palabra para su mujer ni para sus hijos, ni para nadie, dormía intranquilo, se desmejoraba, tenía frecuentes ratos de mal humor, y con frecuencia trataba con despego é injusticia á su mujer, á sus hijos, y áun á sus vecinos.

Más todavía y más incomprensible para la pobre Rosa: ésta empezó á notar de vez en cuando falta de algún dinero en el escondite, sólo conocido de Batis y ella, donde guardaban sus ahorros, y falta de algunas prendas de ropa de cama y de vestir en el armario donde la tenían, y, lo que no era menos extraño, estas faltas se extendían, cada vez menos indudables y en mayor proporción, á los arcones donde guardaban el trigo, y el maíz, y la alubia de su cosechita, y hasta á la despensa donde colgaban el tocino, y los chorizos, y las longanizas del hermoso cerdo que criaban y mataban en casa todos los inviernos.

Ni por la imaginación le había pasado á Rosa que pudieran tener parte su marido ni sus hijos en aquellas faltas; pero una vez que se quejaba de ellas á Batis notó que éste primero se puso colorado y luego se esforzó, como había hecho otras veces, en persuadirla de que no había tales faltas ni tales calabazas, llevando por primera vez este esfuerzo hasta maltratarla de palabra y amenazarla con maltratarla de obra.

Así fue pasando algún tiempo sin que Batis dejase de menudear sus viajes á Bilbao, teniendo cada vez más quejoso al señor cura del modo con que desempeñaba el sacristanazgo, sospechando cada vez más sus vecinos, inclusos los amos, que hubiese dejado de ser lo honrado y religioso que siempre había pido, y convirtiendo cada vez en más insoportable infierno la casa que por tanto tiempo había contribuido á convertir en paraíso.

Como el chico de Garaizalde iba con frecuencia á Garáizar para hablar con su novia, impaciente por casarse con ésta, lo que no se había verificado ya por haber riguroso luto en la familia del mismo chico, no pudo menos de enterarse de lo que pasaba en casa de su novia y de las prevenciones que contra el sacristán se iban concibiendo en Garáizar.

Ya no tardó en hacerse público y notorio que Batís estaba lleno de deudas, como que multitud de acreedoras de Bilbao y de otras partes le pusieron por justicia y le embargaron cuanto tenía, y hasta estuvo á punto de ir á la cárcel por estafa, que al fin no se le pudo probar.

El señor cura, fuese por vanas imaginaciones nacidas de la prevención general de que Batis había llegado á ser objeto, ó fuese por causas reales y no imaginarias, no se vió exento de las precauciones de todos RUS feligreses contra el sacristán, á pesar de su natural inclinación á pensar bien de todos, y más que de todos, de Batis; parecíale que en el cepillo de las ánimas y en los demás de la iglesia en que antes se recogían limosnas, relativamente abundantes, pues los fieles de Garáizar eran muy dados á ejercer la devoción en esta forma de limosnas, se recogían menos que antes.

Un día pasó por Garáizar uno de esos industriales ambulantes que van por las aldeas voceando;

—¿Hay oro ó plata vieja que vender?

Al señor cura le ocurrió la idea de aprovechar aquella ocasión para enajenar un poco de plata vieja de un incensario y un par de candeleros rotos y antiguos que se conservaba bajo llave en un cajón de la sacristía, y ni él ni ninguno de sus predecesores habían querido vender, con la esperanza de poder componer incensario y candeleros y devolverlos al servicio, que verdaderamente los necesitaba, particularmente el incensario, suplido con otro de azófar en no buen estado.

Quería el señor cura ver si con el importe se podía dar un blanqueo interior á la iglesia, que no podía seguir por más tiempo sin esta mejora, por cuanto el señor obispo en su última visita pastoral la había ordenado, con la amenaza, de prohibir el culto en templo tan indecente, si no se ocurría á aquella necesidad.

Abrió el señor cura el susodicho cajón, donde precisamente al siguiente día de ser robado Batis en Lapurbaso había visto por, sus propios ojos la, plata con motivo de querer cerciorarse de si el cajón estaba bien cerrado, para el caso de que los ladrones de Lapurbaso asaltasen la iglesia de Garáizar.

Su sorpresa y su dolor fueron indecibles al encontrarse con que la plata había desaparecido, á pesar de estar cerrado el cajón.

Preguntó al sacristán, y como notase que éste se ponía colorado y tembloroso y no daba respuesta satisfactoria á sus preguntas, y hasta pretendía que en tiempo del señor cura anterior se había vendido la plata vieja, no vaciló ya en dar parte á la justicia del robo sacrílego, si bien se abstuvo de designar á nadie corno culpable.

La justicia se metió en averiguaciones, recayeron sus sospechas en el sacristán, y éste fué preso, y al fin confesó que él era el autor del robo, disculpándose conque le había cometido por exceso de celo religioso, pues se proponía emplear en la iglesia lo que ganase jugando, y para jugar había robado en la iglesia, después de robar hasta en su propia casa.

Batis fue condenado á presidio por toda su vida; su mujer murió poco después de vergüenza y de dolor; el chico de Garaizalde no quiso, ni le hubiera permitido su honrada familia, casar con la hija de un presidiario; la hija de Batis. huérfana, despreciada y hermosa, se vino á Bilbao, á pesar de que sus padrinos, los Señores, hicieron lo que pudieron por salvarla, y aquí se perdió para la tierra y el cielo: y su hermano también huérfano y falto de quien le sujetase y educase, anduvo viviendo de la caridad y la rapacidad hasta que fué mozo, y cuando lo fué, llevó el camino que había llevado su padre, de resultas de no sé qué hazaña en que jugaron unas llaves ganzúas, una palanqueta y una navaja.

¡Pluguiese á Dios que toda esta triste historia fuera inventada por mí en vez de ser, como es, por mí averiguada! En otra ocasión he contado cómo y por qué en Madrid tomé horror al juego para toda mi vida siendo casi niño, y ahora lo he de recontar aunque sólo sea en brevísimo compendio..

Permitíanme ir al teatro sólo una tarde del año, y ansiando esta tarde pasaba yo el año entero. Llegó al fin la tarde en que iba á ver una comedia de magia que se llamaba El asombro de Jerez, Juana la rabicortona, y me dieron cuatro reales y cuartillo, para pagar un asiento de galería en el teatro del Príncipe. Mientras llegaba la hora de entrar en el teatro, entré en una tienda donde tenía unos amigos de mi edad, y accedí á jugar con ellos á la brisca. En el juego perdí los cuatro reales y cuartillo, y me quedé sin alcanzar la suprema dicha que había ansiado durante todo el año.

Tomando por muestra de los dolores á que expone el juego, el intenso que éste me había proporcionado aquella tarde, pensé no volver á jugar en toda mi vida, y acaso á aquel dolor y aquel juramento se deba el que no haya quedado limitada á un rincón de Vizcaya, la triste historia del sacristán de Garáizar.

IX

Pero la iglesia de Garáizar, cuando yo oí misa en ella, no estaba triste y fea como en tiempo del pobre Batis, sino alegre y hermosa como 3a de mi aldea y tantas otras de nuestros valles y montañas, donde las alegran y embellecen la fe de los que en torno de ellas viven, y el patriotismo de los que lejos de ellas las recuerdan, y ninguna de sus dos campanas daba aquellos ronquidos que echaban en cara al pobre Batis los vecinos de Garaizalde.

Pedí al señor cura que me explicase esta consoladora diferencia, y me dijo:

—Es que si ahora no salen del Palacio consejeros de Castilla, ni generales, ni obispos de Nueva España, salen Magistrados de Audiencia é ingenieros industriales, corno lo son los dos hijos de los Señores, que en tiempo de Batis estudiaban en Salamanca y Madrid, y ahora destinan la mitad de sus haberes á la casa paterna, para que los que la habitan vivan, si no con la esplendidez, siquiera con el decoro de sus antepasados, y puedan tener, como tienen, con la iglesia de Santa María de Garáizar liberalidades de que con mucho dolor suyo estaban privados cuando con dificultad sostenían á sus hijos en las Universidades de Salamanca y Madrid.

No quise partir de Garáizar sin estrechar la mano del señor don José Ignacio, á quien me presentó el señor cura.

Recibiéronme el buen caballero y su señora é hijas con gran benevolencia y noble franqueza, y como el señor cura les dijese que me había contado la historia de Batis, el señor don José Ignacio se puso un poco colorado, y me dijo sonriendo:

—Lo siento, porque en esa triste historia, casi, casi hago yo el papel de traidor...

La señora doña María Josefa le interrumpió, diciéndome:

—¡Si usted cuenta esa historia, no adule más que un poquito á este marido que Dios me dió; y debe usted contarla, entre otras razones, por la de que conviene hacer público y notorio que á veces los faltos de seso hacen más daño al prójimo que los faltos de corazón.

Momentos después descendí al valle para continuar mi camino río abajo, y le continué, absorbiendo mi atención mucho más que los molinos y las ruinas de las ferrerías, la historia del sacristán de Garáizar.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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