El Apetito

Antonio de Trueba


Cuento



I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo sucedió que una mañana se encontraron con ellos en el camino dos jóvenes muy guapos y enamorados que volvían de la iglesia, donde acababan de casarse, y se dirigían á una casita blanca que tenían ya preparada allá arriba para vivir en ella queriéndose y ayudándose uno á otro como Dios manda.

—No será malo—dijo la mujer al marido viendo que se acercaba á olios Cristo y San Pedro,—que aprovechemos la ocasión para preguntar á Cristo qué es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados, porque aunque ya nos ha dicho algo de eso el señor Cura, naturalmente Cristo y aun San Pedro han de saber más que él de esas cosas.

—Tienes mucha razón—contestó el marido,—y tanto más nos conviene preguntarles eso, cuanto el señor Cura nos ha dicho, que como tenemos poco talento...

—De tí ha dicho eso, que no de mí.

—Lo mismo da, mujer, que lo que se dice del marido, como si se dijera de la mujer es.

—Eso según y conforme.

—¿No has oído al señor Cura que la mujer y el marido son una sola carne y un solo hueso?

—No, ha dicho el señor Cura eso: ha dicho que el marido debe tener por carne de su carne y hueso de su hueso á la mujer.

—Pues llámale hache.

—No le llamo hache ni jota, que lo que con eso ha querido decir el señor Cura es que si, pongo por caso, tú me das una bofetada que me rompa las muelas, te ha de doler la bofetada como dada en carne de tu carne y hueso de tu hueso.

—Zape, ya me guardaré yo muy bien de dártela que no soy tan tonto como eso.

—¡Podía llegar hasta eso tu tontería!

—Pues como íbamos diciendo, nos conviene tanto más preguntar á Cristo que es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados cuanto el señor Cura nos ha aconsejado que cuando no sepamos alguna cosa, la preguntemos á quien sepa más que nosotros..

—Por eso me debes tú preguntar á mí lo qué no sepas, que las mujeres siempre sabemos más que los hombres.

—¿Y en qué consistirá eso?.

—Pues debe consistir en que los hombres nos hacéis estudiar con el diablo. Pero callemos, que ya están ahí Cristo y San Pedro. En efecto, Cristo y San Pedro llegaban y al ver qué marido y mujer los saludaban con mucha reverencia, se detuvieron á corresponder al saludo.

II

—Qué—dijo San Pedro á marido y mujer, mientras el divino Maestro alzaba la vista al cielo y se distraía en la contemplación del Padre Eterno,—¿se viene de misa á pesar de ser día de trabajo? Muy bien, hijos míos, con tal que la obligación, que es el trabajo del cuerpo, se concilie con la devoción, que es el trabajo del alma.

—Eso último trabajo—contestó el marido mirando con malicia á la mujer que se puso un poco coloradita,—poco nos ha costado hoy á ésta y á mí, particularmente á ésta, porque venimos de casarnos.

—¿De casaros? Hola, esas ya son palabras mayores.

—Tiene usted razón, porque el señor Cura nos ha dicho que según su compañero de usted, San Pablo, más vale casarse que arder.

—Por eso he dicho que esas ya son palabras mayores, y por eso yo he sido casado. ¿Y qué vida piensan ustedes hacer ahora?

—Pues nada, vamos á vivir en aquella casita que? ve usted blanquear allá arriba entre los frutales del huerto.

—Por cierto que la casita es muy mona y el huerto muy hermoso.

—Pues están á la disposición de ustedes.

—Muchas gracias, hijos. Que vivan ustedes allí como Dios manda.

—Pues para vivir así quisiéramos hacer al señor Maestro una pregunta.

—¿Y qué pregunta es esa? Háganmela ustedes á mí, que aunque el señor Maestro está distraído en las cosas del cielo, yo tengo licencia suya para hacer sus veces en las cosas de la tierra.

—Pues, aunque sea mal preguntado, queríamos saber qué es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados.

—Hombre, es cosa muy sencilla lo que deben ustedes hacer para eso: la mujer hacer la comida y el marido hacer apetito para comer.

—¿Nada más que eso?

—Nada más, hombre.

—Jesús, pues eso cosa bien fácil es... particular mente para el marido.

—No tanto, mujer, no tanto como usted supone.

En esto el divino Maestro acabó de distraerse en la contemplación del Padre Eterno; marido y mujer, después de besar la mano á Cristo y á San Pedro, siguieron hacia la casita blanca discutiendo el nombre que habían de poner al primer chico que tuvieran y sonriendo de gozo que no les cabía en el cuerpo, y Cristo y San Pedro siguieron Galilea adelante enseñando á las gentes el Evangelio y no picardías como ahora les enseñan más de cuatro de los que andan por el mundo hacia atrás suponiendo que andan hacia adelante.

III

Marido y mujer se instalaron en la casita blanca decididos á hacer lo que tanto el señor Cura como San Pedro les habían dicho que debían hacer para ser buenos casados y muy particularmente lo que les había dicho San Pedro, que, como es natural, pensaban sabría de esas cosas aun más que el señor Cura por haber sido casado y además ser santo.

Sobre lo que les había dicho San Pedro trabaron discusión acalorada al día siguiente cerca de mediodía, porque el marido, teniendo el poco talento que había dicho el señor Cura, naturalmente era testarudo y amigo de salirse con la suya, sobre todo cuando le tenía cuenta el salirse.

—Vaya—dijo la mujer saliendo muy coloradita y limpia de la cocina,—á Dios gracias yo ya he empezado á cumplir lo que San Pedro me encargó que hiciera para ser buena casada.

—Y yo también—añadió el marido desperezándose y bostezando,—ya-he empezado á cumplir lo que me encargó que hiciera para ser buen casado.

—Yo me he levantado así que he oído á los pajaritos cantar en los frutales del huerto, y dale que le das en el avío de la casa, en subir leña de la tejavana del horno, en traer agua de la fuente y na, ya dejo la comidita que no hay más que sacarla á la mesa, pues está diciendo comedme, Y tú ¿qué es lo que has hecho para cumplir el encargo de San Pedro?

—Naturalmente he hecho todo lo que el tiempo ha dado de sí para hacer apetito.

—¿Y qué es lo que entiendes tú que debes hacer para eso?

—Mujer, ¡qué quieres que entienda! En primer lugar, prohibirte que me dos disgustos que me quiten las ganas de comer; en segundo, levantarme de la cama con el sol alto para que la madrugada no me descomponga el cuerpo y por tanto me quite el apetito; en tercero, no comer hasta que esté bien digerida la comida anterior; en cuarto, dar mis paseos al aire libro; en quinto, tomar entre comida y comida mi vasito de buen vino blanco con unas rajitas de salchichón ó media docenita de ostras; en sexto, dormir mi poquito de siesta del carnero...

—No estás mal carnero tú, Dios me perdone, que los hombres sois capaces de hacer perder la paciencia á un santo con lo bien que arregláis las cosas para comer y beber y holgazanear.

—Mucho cuidadito con la lengua, que aunque visto de lana no soy borrego.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que si me quitas el apetito con disgustos como esto, el mejor día te pego...

—Pega, que en carne de tu carne y hueso de tu hueso pegarás.

—Eso to vale, que sino...¡No tienen mala ganga las señoras mujeres con ser mujeres!...

—Mayor la tienen los señores hombres con ser hombres.

—En fin dejémonos de disputas, porque sino se me va á quitar el apetito que he hecho esta mañana á fuerza de matarme para hacerle, porque ya te he dicho que una de las cosas que necesito es que no me des disgustos que me quiten la gana de comer.

—Tienes razón, que debemos dejarnos de disputas y entretenernos en cosas agradables. Ea, vamos á comer, que ya es hora.

—Mujer, ¿cómo ha de ser ya hora si yo no tengo pizca de apetito?

—Marido, ¿cómo no ha de ser hora ya si yo tengo un apetito atroz?

—Pero, señor, ¿cómo puede ser esto? Yo me he matado toda la mañana por hacer apetito y no le tengo; tú no has cuidado de hacerle y le tienes. Repito que no sé cómo puede ser esto.

—Será que tú estás equivocado en el modo de hacer apetito.

—¿Cómo he de estarlo, mujer, si todo el mundo dice que este es el mejor modo...?

—Pues sino será que esté equivocado todo el mundo. Yo pudiera creer que tengo talento, ya que de mí no ha dicho como de tí el señor Cura que no le tengo, pero me contentaré con creer que en lugar de talento tengo alguna otra cosa que lo suple.

—¿Y qué cosa es esa?.

—Yo no sé cómo se llama, pero es una cosa que á las mujeres nos da el corazón.

—Lo que á vosotras os da el corazón es picardías.

—Llámale como quieras, pero lo cierto es que nos da osa cosa y es casi siempre buena.

—¡Por vida de lo que malgasto! ¡haber estado toda la mañana matándome inútilmente por cumplir el encargo que me hizo persona tan santa como San Pedro!

—No te desesperes, hombre, que acaso conseguirás mañana ú otro día lo que hoy no has conseguido. Yo creo consiste todo en acertar con un buen modo de hacer apetito y convendría preguntárselo á San Pedro cuando vuelva por aquí.

—Es verdad, mujer, y ya veo que tengo poco talento comparado contigo.

—Eh, déjate de adulaciones y vamos á comer, que yo estoy rabiando de hambre.

—¡Por vida del otro Dios, que á mí me suceda todo lo contrario después de haberme matado toda la mañana por hacer apetito!

La mujer llevó al marido á la mesa como á remolque pero aunque la comida estaba que ponía los dedos en peligro y verdaderamente puso los de la mujer, el marido apenas pudo tragar bocado.

IV

Cerca de un mes había pasado desde que los recién casados se encontraron en el camino con Cristo y San Pedro, y el marido, por más que todos los días se había matado por hacer apetito, no lo había conseguido ninguno, al paso que la mujer todos los días le había tenido atroz sin hacer nada por conseguirlo.

Y no se crea que el marido se había contentado para hacer apetito con prohibir á su mujer que le diera disgustos que le quitasen la gana de comer, con levantarse con el sol alto para que la madrugada no le descompusiese el cuerpo y por tanto le quitase el apetito, con comer cuando estuviese bien digerida la comida anterior, con dar sus buenos paseos al aire libre, con tomar entre comida y comida un vasito de buen vino blanco con unas rajitas de salchichón ó media docenita de ostras y con dormir un poquito de siesta del carnero, no señor, que á todos estos medios vulgares de hacer apetito había añadido otros.

Hasta un día que se celebraba romería cu el campo de una ermita cercana de la casita blanca, como oyera decir á algunos al salir de misa viendo que sonaba el tamboril en el campo, «pues, señor, vamos á echar un corro para hacer apetito para comer», había bailado con la chica más guapa de la aldea y hasta había obedecido á unos brutos que le gritaban: «¡oblígala, oblígala!», pero sólo había conseguido que su mujer que al salir de las últimas de la ermita le había visto bailando, así que le cogió por su cuenta en casa lo pusiera de vuelta y media llamándolo poca vergüenza y diciéndole que un hombre recién casado sólo debo bailar con su mujer y no con ninguna otra, aunque la otra sea la diosa Venus; de modo y manera que el apetito que había hecho en el baile se le quitó con el disgusto que le dió su mujer.

Y lo peor era que con no tenor tiempo más que para procurar hacer apetito, todo lo demás lo tenía como quien dice patas arriba.

—Pero, hombre—le decía su mujer,—es menester que tomemos alguna determinación con el cuidado de los ganados, con la cobranza de lo que nos deben, y sobre todo con las labores del huerto. Hace ya semanas que se debían haber sacado las patatas que se están pudriendo en la tierra, recocido las alubias que se están desgranando, cogido las peras y las manzanas que se están cayendo de maduras, puesto un buen cuartel de berza que no tiene ya espera y, en fin, haber hecho otras labores no menos necesarias...

—Mujer, tienes razón—contestaba el marido;—pero ya yes que no me queda tiempo para nada con la faena del apetito...

—¡Jesús, que picara faena! ¡Y como sacas tanto fruto de ella, que siempre que nos ponemos á comer estás desganado!

—Pues, mujer, yo bastante me mato por no estarlo.

En estas y las otras, llegó el domingo y marido y mujer bajaron juntos á misa, la oyeron y cuando volvían de la iglesia, cate usted que vuelven á encontrarse en el camino con Cristo y San Pedro.

Los saludaron con mucha reverencia, y como el divino Maestro se hubiese distraído como la otra vez en la contemplación del Padre Eterno, marido y mujer trabaron conversación con San Pedro y le contaron lo que al marido le pasaba con no conseguir hacer apetito por más que se mataba para ello.

—Mire usted, señor—dijo la mujer al santo apóstol después de contarle ce por be todo lo que su marido hacía para tener apetito,—este debe equivocarse en el modo de hacerlo, porque ya el señor Cura dijo cuando nos casamos que este tenía poco talento.

—El señor Cura—respondió San Pedro,—dijo la verdad, pu os por las señas su marido de usted no debe ser de los que inventaron la pólvora, pero no tenga usted cuidado, mujer, que todo se andará si la burra no se para.

Y dirigiéndose el santo apóstol al marido, continuó:

—Oiga usted, hombre, oiga usted cómo desde mañana se las ha de componer para hacer apetito. Se levanta usted cuando oiga cantar á los pajaritos, toma la azada ó lo que haya que tomar, y dale que le das en el huerto ó donde haga falta, no deja usted la tarea hasta que el apetito esté hecho, que lo estará todos los días á su debido tiempo, ¡y así haciendo usted esto y su mujer lo que hace, tendrán ustedes hecho lo principal para ser buenos casados.

Marido y mujer dieron las gracias á San Pedro, besaron la mano al divino Maestro y al santo apóstol y continuaron muy contentos hacia la casita blanca.

Desde el siguiente día fueron muy buenos casados, aunque todos los días y todas las noches tuvieran su disputilla, porque eso de que en este mundo todo ha de ser justo y cabal, es conversación y agua de pilón; la disputilla que tenían todos los días y todas las noches era por empeñarse el marido antes de llegar la hora de comer ó de cenar en que la hora había llegado ya, porque él tenía un apetito atroz.

¡Dios nos conservo el nuestro con medios como Dios manda para satisfacerle!


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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