El Cura Nuevo

Antonio de Trueba


Cuento



I

Esto debió suceder hace más de un siglo, pues fue en tiempo de mi bisabuelo materno Agustín de Garay, quien lo contaba a mi abuela, que a su vez lo contaba a mi madre, como ésta me lo contaba a mí, bien distantes todos por cierto de que en letras de molde se lo había de contar yo al público.

Era hacia fines del mes de Julio; por más señas, un sábado al anochecer. Los vecinos de Montellano, conforme dejaban las heredades donde andaban en la siega del trigo y la resalla de la borona, se iban reuniendo en el campo de Acabajo, uno de los cuatro barrios en que se divide aquella aldea de veinticinco vecinos.

Aquel campo, donde hoy existe una ermita dedicada a San Antonio Abad, abogado de los animales, era entonces mucho más espacioso que ahora, porque después le han ido invadiendo y estrechando las codiciosas heredades hasta el punto de faltar poco para que digan a la ermita, la era y los nogales que aún quedan en él: «a ver si os quitáis de ahí, para que nosotras nos ensanchemos un poquito más;» como que llegaba hasta la Fuente fría que hoy está separada de él por una estradita que corre entre heredades.

No era sólo el deseo de refrescar en la fuente lo que reunía allí entonces a los vecinos de Montellano, sino una novedad de las más grandes de la aldea: subía ya por el castañar de Traslacueva, acompañado de un hermoso perro de caza y montado en el caballito de San Francisco, el cura nuevo, y los vecinos, ansiosos de conocerle y saludarle, se reunían y le esperaban en el campo de Acabajo, donde sin duda se detendría un rato a descansar antes de subir por la llosa del Portal al barrio de las Casas, en el que mi bisabuela Magdalena de Umaran le tenía preparado provisional hospedaje, que consistía en el mejor cuarto de la casa, lindamente blanqueado la víspera por mi bisabuelo, con una caldera de lechada de cal distribuida hasta en el techo con ayuda de una brocha de brezo.

Cuando apareció en el campo el señor cura, todos los vecinos que estaban sentados en las cañas (o varas) de los carros o en las raíces de los nogales, se levantaron respetuosamente y salieron a su encuentro, le saludaron y le invitaron a descansar en el asiento de preferencia, que eran las susodichas cañas.

El señor cura, mostrándose muy agradecido y afable, aceptó aquel asiento, y el perro se tumbó a sus pies.

Era tan joven, que apenas aparentaba la edad necesaria para ordenarse de misa, y así que dirigió algunas palabras a sus feligreses, éstos quedaron prendados de su finura, de su piedad y de lo que ellos calificaron desde luego de su sabiduría. Hacía algunos instantes que le escuchaban como embobados, cuando sonó el toque de oraciones en la parroquia de Santa María, que blanqueaba solitaria a través del ramaje de los castaños, allá arriba en la cuesta entre los cuatro barrios de la aldea, y el señor cura, descubriéndose la cabeza, en lo que le imitaron todos los hombres, empezó a dirigirlas Ave-Marías, intercalando las correspondientes oraciones en latín, que enamoraron a hombres y mujeres, aunque por supuesto no entendían los pobres más que el castellano y ese salpicado de vasconismos, pues a la sazón todavía se hablaba el vascuence en la cordillera del concejo de Galdames (a que pertenece Montellano) confinante con Baracaldo y Gueñes.

El señor cura, no contento con rezar las tres Ave-Marías.. les añadió una porción de Padre nuestros a diferentes santos y con diferentes intenciones, todas ellas muy piadosas, lo que prolongó aquella laudable ocupación cerca de media hora, que le dio ocasión de conocer la piedad de sus feligreses, pues solo uno de ellos se durmió, a pesar de que todos habían madrugado y estaban como quien dice reventados de trabajar.

Así que terminó el rezo, el señor cura se dispuso a continuar su camino acompañado de mi bisabuelo, de otros vecinos del barrio de las Casas y por supuesto del perro; y en efecto, despidiéndose afabilísimo de los de los otros barrios, saltó, con su acompañamiento el seto del Portal y continuó llosa arriba a la luz de la luna que acababa de asomar como una gran rueda de fuego sobre la cúspide calcárea del Ereza.

—¡Jesús, qué señor cura tan sabio, tan santo y tan cariñoso nos ha traído Dios! exclamó conmovida y entusiasmada una de las mujeres, cuando el señor cura se alejaba llosa arriba.

Y hombres y mujeres, no menos conmovidos y entusiasmados, corroboraron su opinión, menos un mozallón conocido por Antonazas el de Seldortun, que era el que había estado dando cabezadas mientras rezaba el señor cura, y se contentó con dar un gran bostezo desperezándose brutalmente.

—¡Este Antonazas siempre ha de ser el mismo! exclamó disgustada la buena mujer que había tomado la iniciativa en aquel elogio. ¿Qué, no te gusta el señor cura nuevo?

—El señor cura nuevo, contestó Antonazas dando otro bostezo, me parecería al ólio si fuera tan pesado; pero ¡porrazo! lo es más que el mazo de la ferrería del Pobal.

Todos los vecinos y vecinas hicieron heroicos esfuerzos para disculpar la pesadez del señor cura; pero convinieron con Antonazas en que los vecinos de Montellano no estaban acostumbrados a dedicar media hora a la salutación del Ángel.

II

Entre los barrios del Seldortun y el Avellanal, que distan entre sí como un millar de pasos, hay una caverna conocida con el nombre de cueva de la Magdalena. Por esta caverna pasa una vena de agua que, brotando un poco más abajo, daba movimiento en el siglo pasado a una aceña que en mi niñez estaba arruinada y se reedificó convirtiéndola en molino con rodetes horizontales. Ese molino, a pesar de ser el único posible en la aldea que situada en la ladera del monte no tiene raudal de agua más abundante que aquél, molió por muy poco tiempo, y hoy, deshabitado y caídas sus puertas, sólo sirve para inspirar pavor a los que por allí pasan y para que en la canícula, cuando pica la mosca al ganado que pasta sin guarda (como es uso y costumbre en Vizcaya donde el guarda principal de todo es el sétimo mandamiento de la ley de Dios) en aquellos sombríos castañares, sestee en él.

El molino quedó abandonado, no tanto por la escasez de agua (que si en toda estación era suficiente para mover la rueda de madera de la antigua aceña, no lo era en verano para mover los rodetes de hierro, a menos de moler a represas), como porque el molinero que en él establecieron sus dueños los Sangineses, vecinos de la aldea y a quienes ésta debe hoy beneficios dignos de mucho agradecimiento, empezó a dejarse dominar, de tan supersticiosos terrores, que le hicieron abandonar aquella soledad.

Algo impropio es llamar soledad al sitio que ocupa el molino, puesto que apenas canta un gallo en la aldea sin que desde el molino se oiga, y hasta recuerdo que la última tarde que yo pasé por allí, desde el carmarado percibí el aroma de unas magras que en cierta casa de más arriba empezaba a freír una buena montellanesa, que me había visto subir y se había propuesto no dejarme pasar por su puerta sin que me detuviera a merendar; pero es allí tan profunda y estrecha la cañada y la arboleda tan espesa y frondosa y el torrente tan ruidoso por lo quebrado y pendiente de su lecho, que aun en pleno día suelo yo mismo sentirme sobrecogido de pavor al pasar por allí, no sé si por la naturaleza del sitio o por el recuerdo de las medrosas consejas que en mi niñez oí contar de aquel vallejuelo.

Cerca de la cueva de la Magdalena existió, hasta bien entrado este siglo, una ermita de la misma advocación, que antiguamente debió ser muy venerada, pues en los libros de la parroquia, que empiezan a fines del siglo XV, aparece que se imponía el nombre de la pecadora arrepentida a muchas niñas de la aldea. Esta devoción fue cesando hasta el punto de que la ermita, cuyas ruinas apenas se distinguen hoy, se estaba cayendo. Una sencilla mujer tomó un día la imagen de la santa titular creyendo no ser decoroso que permaneciese allí, y la llevó a la parroquia. El señor cura, D. Francisco Hurtado de Sarachu, de quien recibí el bautismo (¡canario, qué dato para la historia!) la obligó a devolverla, entendiendo que no era lícito hacer tan sin ceremonia la traslación, y la hizo él procesionalmente, arruinándose poco después la ermita.

Como la imagen era increíblemente tosca y además de esto estuviese muy maltratada por los años (quizá por los siglos) y la intemperie, creyó el párroco que no debía colocársela en la iglesia a la veneración pública y la trasladó al campanario.

Allí la encontramos José-Mari y yo hace tres años, en una de nuestras frecuentes escapatorias a la alegre y amada aldea de nuestra infancia, y pensando, no ya sólo como cristianos, sino también un poquito como poetas, como artistas y como filósofos, digimos:

—¿Que es rústica y sencilla esta imagen hasta el punto de recordar la rusticidad y sencillez de los pobres pescadores del mar de Galilea a quienes Jesús escogía para predicar el Evangelio de Dios a las gentes de buena voluntad? ¿Que los siglos y los ósculos y la humedad de las lágrimas de la fe la han deteriorado? ¡Qué importa eso! ¡Imagen de una santa o simplemente leño bendito en que generaciones enteras han fijado los ojos inundados de lágrimas y de donde han manado para ellas inefables consuelos, tú debes ser objeto sagrado, bien te contemplemos con los ojos de la fe, bien con los de la filosofía o bien con unos y con otros!

Y pensando y sintiendo así, José-Mari trajo a Bilbao la imagen, la hizo pintar y aderezar un poco sin que perdiera su primitiva fisonomía, y la colocó en uno de los retablos parroquiales donde los nietos de los que buscaron amparo y consuelo en la protección de María Magdalena, han vuelto a buscarlos en el culto del sencillo y sagrado simulacro que adoraron sus abuelos.

Ya veremos cómo algo de todo esto que parece aquí impertinente viene muy a cuento para la mejor inteligencia de lo que contaré más adelante, y aunque no viniera, ningún lector sensato me culparía por haberme entretenido en estas digresiones, porque, ¿quién puede llevar a mal que el que pasa por junto a la casa donde nació y la iglesia donde le hicieron cristiano y los árboles a cuya sombra jugó cuando niño y el osario donde están los huesos de sus abuelos se detenga un poco, como yo me he detenido a meditar, a recordar, a rezar y a narrar alguno de sus recuerdos? Nunca, pobre aldea mía, jugó a la sombra de tus nogales y tus castaños, hasta que yo jugué, quien hubiera de escribir libros. ¡Cómo yo que los escribo, aunque malos, no he de consagrarte en ellos algunas páginas!

III

El pueblo no gusta de curas que en el desempeño de su sagrado ministerio pequen de menos o de más. Por eso ha inventado la frase «en menos que se persigna un cura loco,» y aunque no haya inventado otra contra las misas largas, la suple asistiendo de mala gana o no asistiendo a ellas.

Según las autoridades eclesiásticas más competentes, la misa rezada no debe durar menos de veinte minutos ni más de treinta. Yo conozco una aldea de Vizcaya de gente tan morigerada y piadosa como trabajadora y sencilla a donde no ha muchos años fue un cura nuevo que se hizo en poco tiempo objeto de la animadversión de sus feligreses hasta el punto de tener que trasladarle el señor obispo a otro curato, y todo a pesar de ser celosísimo en el desempeño de su ministerio. Las faltas que le achacaban sus feligreses eran dos: la primera que hasta los días de trabajo, después de emplear cuarenta minutos en la misa rezada, empleaba otros veinte en lecturas morales, o exortación oral desde el púlpito; y la segunda, que para reprender los vicios de aquella aldea encarecía las virtudes de la suya, privando con lo primero al vecindario de un tiempo que le era indispensable para-el trabajo y mortificando con lo segundo su patriotismo, pues con razón se ha dicho que las comparaciones son odiosas.

El cura nuevo de Montellano no incurría ni por asomo en la segunda de estas faltas; pero sí algún tanto en la primera. Empleaba una mitad de tiempo más de lo ordinario en la misa y demás oficios parroquiales; pero era su piedad tan sincera y tan laudable su celo por el bien espiritual y material de sus feligreses, que estos estaban muy contentos con él, y aunque convinieran en que era algo pesado, se conformaban con esta pesadez y afeaban la conducta de Antonazas, que siempre se estaba quejando de ella.

Precisamente Antonazas era el vecino de la aldea que menos necesidad tenía de escatimar tiempo al cumplimiento de los deberes religiosos, por la sencilla razón de que era el vecino más rico; pero como su lógica iba siempre al revés, precisamente esta era la razón por que le escatimaba. En aquel tiempo era costumbre en Montellano oír misa los trabajadores el día de labor como el día festivo, ya fuesen jornaleros o ya se ocupasen en las faenas propias, y como Antonazas tenía continuamente jornaleros, porque era el que más tierras labraba, y las labraba todas con manos agenas, de aquí el que le doliese más que a nadie el que las misas del cura nuevo fuesen menos breves que las del cura viejo.

Antonazas era muy tonto y terco, y agravaba esta cualidad con la de ser muy presumido de discreto.

—Para los que tenemos un poco de talento, solía decir, no hay cosa imposible en el mundo, porque con el talento todo lo conseguimos.

El domingo, después de misa (que era a las diez), solían los muchachos armar un partido de pelota, sirviéndoles de frontón la pared que sustenta el campanario, y mientras las mujeres, después de doblar la mantilla de franela y colocarla sobre la cabeza a guisa de quita-sol, se apresuraban a ir a casa para activar y preparar la comida, los hombres se quedaban a presenciar el partido y echar una pipada sentados bajo los enormes castaños que sombrean la esplanadita de junto a la iglesia, hasta que sonaban las doce, a cuya señal el juego concluía y todos se dirigían por aquellas arboledas, como ellos decían, en busca de la puchera.

No faltaba nunca Antonazas en esta reunión, donde él era el que principalmente llevaba la palabra, pretendiendo ser la autoridad suprema e inapelable, así en los incidentes del juego como en los demás asuntos de la aldea que allí se discutían.

El que más parecía preocupar a Antonazas, pues apenas sabía éste hablar de otra cosa, era el de la pesadez del cura nuevo.

—Para vosotros que no tenéis pizca de talento, decía un domingo, no vale nada que el señor cura gaste cada día una hora en lugar de media en las cosas de la iglesia; pero para los que le tenemos, vale mucho. Y si no voy a haceros la cuenta de la vieja, porque a vosotros hay que meteros las cosas con cuchara. Ven acá tú, Pitis, que entiendes mucho de cuentas, y con un carbón haz en esa pared las que yo te diga.

Pitis, que era un chico muy vivaracho, hijo de Quicorro el de la aceña de Seldortun, se apresuró, lleno de orgullo, a buscar un carbón en un torco inmediato y se acercó a la blanca pared de la iglesia, carbón en mano, dispuesto a hacer las operaciones aritméticas que Antonazas le indicase.

—Montellano, continuó Antonazas, tiene veinticinco fogueras, que calculándole a cada una cinco personas, hacen.....

—Ciento veinticinco personas, añadió Pitis después de multiplicar 25 por 5.

—Algunas de esas personas no oyen misa más que los días de fiesta y media fiesta; pero las demás la oyen todos los días. Calculemos que los que la oyen todos los días son ciento y veamos cuántas son las misas que todas esas personas han oído al cabo del año. A ver, Pitis, cómo te compones para averiguarlo.

Pitis se apresuró a multiplicar 365 por 100, y dijo:

—Son 36.500 misas las que al año ha oído toda la gente de Montellano.

—¡Bien, Pitis; eres un gran contador! Ahora tenemos que ver cuántas horas de trabajo ha perdido esa gente por hacerle el señor cura gastar cada día media hora más de lo regular en las cosas de la iglesia.

—La mitad de 36.500 son 18.250, dijo Pitis tras una nueva operación aritmética, o, lo que es lo mismo, la gente de Montellano gasta de más en la iglesia 18.250 horas al año.

—¡Está al ólio ese cálculo! Este Pitis merece dos cuartos para una libra de cerezas. Allá van.

Así diciendo, Antonazas tiró dos cuartos al chico, y éste, después de cogerlos al vuelo brillándole los ojos de alegría, se apresuró a emplearlos en una libra de cerezas que vendía una mujer al pie de un castaño y que recogió en el seno de la camisa.

Pitis, ocupada una mano con el carbón y la otra en moverse desde el seno a la boca, se aproximó de nuevo a la pared para proseguir las operaciones aritméticas.

—Amigo Pitis, ya vamos concluyendo nuestra tarea, le dijo Antonazas. Al día las horas útiles de trabajo se pueden calcular, por término medio, en diez, y, por consiguiente, hay que ver cuántos días de diez horas, o, lo que es lo mismo, de trabajó, hacen esas 18.250 que los montellaneses empleamos de más al año en la iglesia por la pesadez del señor cura nuevo.

—Hacen 1.825 días.

—¿Lo veis, brutos, lo veis? ¡El señor cura nuevo nos roba al año, como quien no dice nada, 1.825 días de trabajo real y positivo!

—¡Parece mentira! exclamaron santiguándose de admiración todos los circunstantes, menos mi bisabuelo.

—Pues no hay mentira que valga. Y ahora, ¿creéis que debemos estar muy satisfechos con que el señor cura nuevo quite a Montellano cada día cincuenta horas de trabajo, que eso es lo que resulta también de los cálculos que hemos hecho? Estos cálculos no fallan, porque si son cien personas las que cada día vienen a la iglesia y a cada una le hace perder media hora de trabajo, claro está que la pérdida de todos es de cincuenta horas al día.

Mi bisabuelo, que estaba presente, no era más perspicaz ni discreto que sus convecinos; pero había tomado tal afecto al señor cura nuevo y había formado tan ventajosa idea de su piedad y sabiduría en los pocos días que le había dado hospitalidad hasta que le dispusiesen casa propia, que no podía creer que fuesen exactos los cálculos de Antonazas. Viendo que no encontraba en lo humano medio de desmentirlos, pues no le ocurría siquiera la aclaración de que los 1.852 días de trabajo eran de una sola persona, hizo un esfuerzo supremo para encontrarle en lo divino.

—¿Qué dices tú a esto, Agustín, que estás tan callado? le preguntó Antonazas.

—Digo, contestó mi bisabuelo levantándose profundamente disgustado de que con tan mezquinos cálculos se rebajase la estimación y el respeto debidos al señor cura, digo que si el señor cura nos quita algún tiempo para trabajar por los bienes de la tierra, es para dárnosle para trabajar por los bienes del cielo.

Y así diciendo, tomó castañar adelante con dirección a las Casas, donde ya he dicho que estaba la suya.

La semilla de la duda que dejaba sembrada en el campo de las falsas afirmaciones de Antonazas brotó inmediatamente, y Antonazas sudó para desvirtuarla, lo que aun así no consiguió por completo.

Sonaron las doce, y la controversia se interrumpió para prepararse cada cual a tomar el camino de su casa.

—Pero oye, Antonazas, dijo uno de los vecinos, ¡para qué nos hemos de romper la cabeza con estas disputas! Si tú crees que es un mal para Montellano el que el señor cura nuevo sea más pesado que el anterior, ¿por qué no pones pies en pared y lo remedias, ya que te precias de tener talento y aseguras que con el talento se consigue todo en este mundo?

—Sí que los pondré y lo remediaré, ¡porrazo! contestó Antonazas con la vanidad del necio y la saña del pobre diablo que presume ser infalible y ve dudar de su infalibilidad.

Aquella misma tarde, cuando la gente salió del rosario, y, según costumbre, se esparció por los alrededores de la iglesia para solazarse, los casados chupando su pipa y hablando de sus parejas de bueyes y sus heredades, las casadas de sus maridos y sus hijos y sus faenas domésticas, y los solteros, unos jugando a la pelota o a los bolos y los demás bailando con las muchachas al son de la pandereta, Antonazas, acompañado de algunos vecinos, entre ellos mi bisabuelo, se sentó en el pórtico renovando la cuestión de la pesadez del cura nuevo.

Cuando salió éste de la iglesia para dirigirse a casa, los saludó afectuosamente, y todos se levantaron para contestar a su saludo menos Antonazas, que, no contento con esto, interrumpió los saludos que se cruzaban entre el párroco y los vecinos, diciendo al primero:

—Señor cura, una cosa le tengo que decir a usted, y perdone que sea el más atrevido de todos los de Montellano, porque como aquí ninguno tiene pizca de talento sino yo, aunque me esté mal el decirlo, ¡quién ha de decir las cosas si no las decimos los que tenemos un poco de esplicación!

El señor cura se sonrió benévolamente de la presunción de Antonazas.

—Veamos, Antón, qué es lo que Vd. tiene que decirme.

—Pues nada, es que aquí para vivir tenemos que trabajar mucho y aún así no nos alcanza el trabajo. El día de fiesta, es verdad, no trabajamos en las heredades, pero no faltan en casa enredillos en que hay que aprovechar el tiempo.

—No entiendo lo que Vd. quiere darme a entender, Antón.

—Yo me esplicaré, señor cura, que a Dios gracias esplicaderas no me faltan. Pues quería decirle a Vd. que santo y may bueno es pasar el tiempo en la iglesia, pero así ni el día de trabajo se labran las piezas ni el día de fiesta se cuida el ganado.....

—Sigo, amigo Antón, sin comprender a dónde va Vd. a parar.

—Voy a parar, señor cara, a decirle a Vd. en mi nombre y el de todos los vecinos de Montellano.....

—En mi nombre no, exclamó mi bisabuelo incomodado y alejándose del pórtico.

—Quería decirle a Vd. que el otro señor cura, que esté en gloria, tardaba la mitad que Vd. en las cosas de la iglesia.

—Antón, el señor cura a quien he sustituido sin merecerlo, pues sé que me aventajaba mucho en virtud, saber y celo sacerdotal, emplearía en el desempeño de su ministerio el tiempo que su conciencia le señalaba, como yo empleo el que me señala la mía.

—Pero el caso es, señor cura, que Vd. emplea cada día lo menos media hora más que él, y así resulta que entre todos los de Montellano perdemos al día cincuenta horas de trabajo que usted nos roba.....

—Antón, exclamó el señor cura un poco incomodado, respete Vd., ya que no al hombre, al sacerdote.

—Hola, señor cura, ¿conque se incomoda usted porque le dicen la verdad? Pues ¡porrazo! aguántese o no nos obligue a decírsela.

El señor cura, comprendiendo que era inútil y depresivo de su dignidad el altercar con aquel pedazo de bestia, se apresuró a dar las buenas tardes a los del pórtico y tomó el camino de su casa pensando cuánta paciencia y cuánta prudencia necesitan los que ejercen una misión puramente espiritual en los campos donde, si abundan las sencillas, puras, suaves y aromáticas flores, también crecen entre ellas los punzantes, ásperos e inodoros cardos.

IV

La aceña de Seldortun era en invierno y en verano el mentidero de la aldea. Generalmente los molineros de Vizcaya recogen en las casas y devuelven a las mismas molido el grano que semanalmente consume la familia; pero en Montellano no sucedía así, porque estando la aceña casi en mitad de la aldea y distando poco entre sí los cuatro barrios de que ésta se compone, las vecinas iban una vez a la semana a la aceña con el zurrón en la cabeza, esperaban a que se le moliera y volvían con él convertido en harina, que inmediatamente cernían, amasaban y cocían en el horno que toda casería tiene al lado. Así era que en todo tiempo y a toda hora, lo mismo de día que de noche, siempre había mujeres y aún hombres en la aceña de Seldortun esperando la molienda, bien dentro, en el saloncillo de las tolvas, o bien en la portalada a la que daban sombra dos enormes castaños, a cuyo pie había asientos hechos con muelas rotas.

Era por el mes de Agosto y apretaban los calores, y, sin embargo, después de anochecer desapareció de la portalada la tertulia trasladándose al saloncillo interior, donde todos hablaban en voz baja y no se oían las alegres carcajadas de costumbre.

Mi bisabuela Magdalena era una de las mujeres que aquella noche estaban en la aceña, y a esta circunstancia se debe el haber llegado a mi noticia lo que allí se habló, porque, como ya he dicho, ella se lo contó a mi abuela Agustina, mi abuela a mi madre Marta y mi madre me lo contó a mí como si presintiera que yo estaba destinado a escribir libros que ilustrasen al mundo, con narraciones tan trascendentales y luminosas. Como éstas.

—Pero, señor, exclamó la aceñera mirando tímidamente por una ventanilla que daba al camino que haciendo tornos descendía de junto a las casas de Seldortun casi tocando en el borde de la cueva de la Magdalena, ¡dónde estará ese enemigo de chico! Hace días que no se puede hacer carrera de él, hoy que va aquí, mañana que va allí, otro día que va acullá. Hoy, después de comer, dijo que se iba a las laderas de Llangon a ver si la cabra que nos faltó días pasados estaba con las de Talledo o Baltezana, y ni viene ni parece.

—Ese, dijo su marido Quicorro, ha bajado tarde, y, no atreviéndose a pasar por la cueva de la Magdalena, se ha quedado a dormir en la cabaña de los carboneros de allá arriba. ¡Estamos bien los de Seldortun, y particularmente los de la aceña con el padrastro de la tal cueva y con la terquedad del señor cura nuevo en no querer venir a conjurar el espanto ni hacer caso de lo que el espanto dice!

—¿Pero vosotros creéis que tal espanto haya en la cueva de la Magdalena? preguntó mi bisabuela en voz bastante baja para hacer dudar de la tranquilidad de su espíritu.

—¡Pues no lo hemos de creer! contestaron todas las mujeres.

—¡Que me lo pregunten a mí! añadió una de ellas. No sé cómo no me caí muerta al oírle. Al pasar por el Avellanal, me dijeron: « Mira, anochece ya, y es mejor que vayas a la aceña castañar abajo aunque te espongas a rodar con el zurrón por la cuesta, porque si vas por la cueva de la Magdalena, de seguro oyes el espanto». Dejadme de espantos, que yo no creo en ellos, contesté, y seguí el camino de Seldortun; pero nunca tal hubiera hecho, porque al acercarme a la cueva para tomar los tornos de la bajada, oigo hacia la cueva un silbido como para reclamar mi atención; me paro, escucho, y en seguida oigo una voz quejumbrosa y triste que sale de la cueva y me dice:

—Yo soy el alma del cura viejo, que aun después de muerto se desvive por el bien de los montellaneses, y de parte de Dios te mando que vayas al cura nuevo y le digas que si sigue robando a los montellaneses cincuenta horas de trabajo cada día, van a venir sobre Montellano muchos males, y él será responsable de ello en este mundo y en el otro.

—¡Jesús, qué miedo! exclamaron las mujeres y los hombres apiñándose como buscando protección unos en otros.

—¿Y vas a hacer el encargo del espanto? preguntaron muchos de los circunstantes a la espantada.

—¿Pues qué he de hacer si no? En cuanto amanezca me voy a ver al señor cura y se lo digo.

—Pero el señor cura no te hará caso, replicó mi bisabuela, porque cuando esta mañana le fue la Cana de Acabajo conque anoche al venir a la aceña le había encargado el espanto lo mismo que a ti te ha encargado esta noche, el señor cura se echó a reír y le dijo que no la absolvería cuando se fuera a confesar si seguía creyendo en tales supersticiones.

—Pues haga el señor cura lo que haga y dígame lo que me diga, yo cumplo con ir a verle y decirle lo que pasa, y mañana antes de ponerme a cerner iré y se lo diré.

En estas conversaciones y estos temores estaba la gente de la aceña, cuando llamaron a la puerta y todos se estremecieron de espanto.

—¿Quién es? se atrevió Quicorro a preguntar.

—Abra Vd., padre, contestó Pitis con voz desmayada.

Quicorro se apresuró a abrir, y Pitis se precipitó dentro, todo descompuesto y asustado.

—¿Qué es eso, hijo? le preguntó su madre sobresaltada mientras su padre no acertaba de miedo a cerrar la puerta.

—¡El.....espanto!.....balbuceó el muchacho falto de aliento y sobrado de terror, cayendo como desfallecido sobre un arca.

—¡Dios nos tenga de su mano! exclamó la aceñera, haciéndola coro, con exclamaciones análogas, todos los presentes.

Al fin el muchacho se repuso un poco y pudo hablar para contar lo que le había sucedido: lo que le había sucedido era que habiéndose detenido demasiado en el monte en busca de la cabra, con la que al fin no había dado, a pesar de haber examinado todos los rebaños de Montellano, Baltezana, Talledo y Lasmuñecas, al pasar por la Magdalena, el espanto le había hecho el mismo encargo que a los de la molienda.

En estas conversaciones estos terrores pasó la noche, y tan luego como amaneció, los huéspedes de la aceña tomaron cada cual el camino de su casa con el zurrón de harina en la cabeza o en el hombro.

El señor cura vivía en las Casas, en una contigua a la de mi bisabuelo. Terminados sus rezos, en que se ocupaba desde el amanecer, hora a que comúnmente se levantaba, se disponía para ir a la iglesia a decir misa, que el día de trabajo era a las ocho, cuando se le presentó la buena mujer a quien la noche anterior había dirigido la palabra el espanto.

El señor cura escuchó con mucha atención la relación de la espantada, que la corroboró con la advertencia de que también a Pitis había hablado el espanto y le había hecho el mismo encargo que ella.

—¿Y qué hora era, le preguntó, cuando a usted le sucedió eso?

—Un poco después de anochecer.

—¿Es decir, a la hora en que la noche anterior le sucedió lo mismo a la Cana de Acabajo?

—Sí señor, pero debo advertir a Vd., señor cura, que también algo más tarde habla el espanto, porque cuando le habló anoche a Pitis era más tarde.

—Bien, dijo sonriendo el señor cura, eso quiero decir que el espanto no está en casa hasta que anochece. Iremos a esa hora a conjurarle.

V

Al anochecer de aquel mismo día se iban reuniendo los vecinos del barrio de las Casas en el hermoso campo poblado de árboles frutales que aún subsiste en medio del barrio, aunque algo mermado a fuerza de tirarle disimulados pellizcos los vecinos para ensanchar cada cual su huerto. Cuando el señor cura vio llegar a mi bisabuelo, le llamó y le dijo:

—Agustín, venga Vd. conmigo para servirme de acólito, que voy a conjurar el espanto de la cueva de la Magdalena.

—Pero, señor cura, le contestó admirado mi bisabuelo, ¿Vd. cree lo del espanto?

—Lo que creo es que debo averiguar lo que en ello haya de cierto.

—Pues vamos allá, señor cura; pero como es de noche y nadie sabe lo que hay en las cuevas, por sí o por no, convendría que no fuéramos con las manos peladas...

—Ya llevo yo aquí con qué defendernos en caso necesario, contestó el señor cura señalando un objeto que abultaba bajo su sotana.

—¿Qué es eso, señor cura?

—El hisopo.

—Ea, pues, voy a tomar el farol y echaremos a andar.

Mientras mi bisabuelo subía por el farol, el señor cura dio un silbido, e inmediatamente acudió el perro, que empezó a hacerle fiestas.

El señor cura y mi bisabuelo, con el farol encendido, tomaron el camino de Seldortun precedidos de Javalinero, que así se llamaba el perro por su destreza en perseguir y apresar a los jabalíes hasta en las cavernas más recónditas. Como la distancia desde el barrio de las Casas hasta Seldortun era larga, en el camino se les fueron reuniendo muchos vecinos de los que regresaban de las heredades, y movidos de la curiosidad o la devoción se fueron con ellos. Cuando pasaron por el barrio del Avellanal, los curiosos o devotos se aumentaron notablemente, y al acercarse a la cueva de la Magdalena también salió a su encuentro un grupo de gente de las inmediatas casas de Seldortun.

La cueva de la Magdalena es una gran abertura que penetra horizontalmente en la roca; pero su piso está más bajo que el terreno contiguo a la boca, por lo cual hay que descolgarse cosa de dos metros para penetrar en la cueva.

Mi bisabuelo quiso alargar el farol con objeto de alumbrar el interior de la caverna; pero el señor cura se lo impidió diciéndole:

—Agustín, no se moleste Vd. en eso, que tengo yo un gran registrador de cuevas, y es necesario que registre ésta a ver si el espanto está dentro o ha salido de paseo, en cuyo último caso nos escusamos de malgastar conjuros.

Así diciendo, el señor cura silbó al perro que andaba por allí y que se apresuró a ponerse a sus órdenes.

—¡Javalinero, adentro! gritó al perro señalándole la boca de la caverna.

Y Javalinero se lanzó a la cueva estremeciendo de horror a las gentes que presenciaban la escena, porque no podían concebir que hubiese vicho viviente, aún irracional, capaz de luchar frente a frente con los espantos.

Tras un momento de ansiedad y silencio sólo interrumpido por el sordo murmullo del raudal de agua que atravesaba por la cueva para salir más abajo, se oyeron en el interior de la cueva furiosos ladridos del perro y como gritos y ayes de persona humana que lo cóncavo del lugar donde se daban hacía confusos, y no tardó en oírse otro ruido como el de un cuerpo arrastrado sobre las piedras sueltas y secas y los huesos de que cubrían el pavimento del primer techo de la caverna. Aquel ruido se fue acercando a la boca de ésta, y entonces mi bisabuelo se adelantó con el farol a cuya luz se vio que lo que arrastraba Javalinero era el cuerpo de un muchacho cuya ropa tenía asida con los dientes.

El señor cura y mi bisabuelo saltaron a la cueva, gritando el primero al perro:

—¡Javalinero, suelta!

Javalinero soltó y mi bisabuelo exclamó al reconocer a la luz del farol el cuerpo del muchacho:

—¡Es Pitis, es Pitis, que está desmayado!

Los vecinos lanzaron un grito de sorpresa al oír esto, algunos bajaron a ayudar al señor cura y mi bisabuelo a subir el muchacho.

Fuera éste de la cueva, se vio que no tenía herida alguna.

—¡Agua, agua para rociarle con ella la cara, a ver si vuelve en sí! dijo el señor cura.

Mi bisabuelo corrió con el farol en la mano a traer agua en el ala del sombrero de vertedera del manantial procedente de la cueva que brotaba más abajo de ésta.

—¡Esta agua baja ensangrentada! exclamó al cogerla del manantial.

—¡Ensangrentada! repitieron todos con espanto. El señor cura volvió a examinar el cuerpo de Pitis, y no encontrando en él lesión alguna, dijo:

—Rocíen Vds. con agua la cara del muchacho, que yo voy con Agustín y Javalinero a averiguar de qué procede la sangre que sale de la cueva.

Y añadió:

—¡Javalinero, adentro!

Y sacando de debajo de la sotana el hisopo, es decir, una pistola que amartilló, se lanzó a la cueva precedido del perro y seguido de mi bisabuelo, armado únicamente del farol, cuya luz desapareció en el fondo de la caverna.

Trascurrió otro momento de ansiedad, y al fin se vio reaparecer la luz del farol, que cada vez se distinguía más. Las gentes que rodeaban a Pitis dejaron por un instante a éste, que había recobrado el sentido, y se agolparon a la entrada de la cueva, de donde retrocedieron horrorizadas viendo que el señor cura y mi bisabuelo sacaban asido de los pies y los hombros el cuerpo de un hombre ensangrentado, pero vivo aún, pues se quejaba lastimosamente.

Aquel hombre era Antonazas, que, perseguido furiosamente en la cueva por Javalinero, había dado una caída al atravesar el torrente, y además de causarse una grave herida en la cabeza contra el ángulo de una peña, había sido atarazado por el perro.

VI

Había trascurrido cerca de un mes desde que Antonazas y Pitis fueron sacados de la cueva de la Magdalena, Antonazas gravemente herido y Pitis desmayado.

Antonazas estaba de enhorabuena, pues el facultativo le había declarado aquel día fuera de todo peligro, después de haber estado con la santa Unción.

El señor cura nuevo estaba al lado de la cama de Antonazas conversando con éste afectuosamente.

¡Ay, señor cura! decía Antonazas. ¡Cómo le pagaré yo a Vd. lo bondadoso que ha sido conmigo durante el gran peligro de muerte en que he estado!

—¿Cómo me lo pagará Vd.? De un modo muy amigo Antón: recordando mientras viva que estuvieron a punto de costarle la vida sus terquedades, único medio de que no vuelva Vd a incurrir en ellas o en otras semejantes.

—Yo haré lo posible por recordarlo, y le ruego a Vd. que me ayude también a ello.

—Así lo haré, amigo Antón.

—¿Sabe Vd., señor cura, que fue un verdadero milagro el que no quedaran mis huesos en la cueva de la Magdalena mezclados con los de los animales que allí han perecido?

—Ciertamente que lo fue, amigo Antón.

—¡Por fuerza tuve aquella noche de mi parte algún santo que me protegió; y si supiera cuál fue, haría cualquier cosa por mostrarle mi agradecimiento!

—¿Y qué haría Vd. si lo supiera, amigo Antón?

—¿Qué, señor cura? Gastarme mil ducados en levantarle una ermita en el mejor sitio de Montellano.

—Déme Vd. los mil ducados y yo lo averiguaré y con ellos le levantaré una ermita.

—Acepto la proposición, señor cura. Haga usted el favor de abrir esa arca con esta llave y déme una bolsa de dinero que hay en ella.

Así diciendo, Antonazas dio al señor cura la llave que sacó de debajo de la almohada; el señor cura abrió el arca, sacó y dio la bolsa a Antonazas, y éste, contando mil ducados en onzas de oro, se los entregó al señor cura que le dio el correspondiente recibo, concebido en los siguientes términos:

«He recibido de D. Antonio de Seldortun, vecino de esta feligresía de Montellano, concejo de Galdames, la cantidad de mil ducados para erigir con ellos una ermita al santo que yo crea haber salvado de la muerte en la cueva de la Magdalena al espresado D. Antonio, Montellano, etcétera.»

El 17 de enero del año siguiente se dijo la primera misa con toda solemnidad, con asistencia de Antonazas y ayudada por Pitis, en una linda ermita que en el campo de Acabajo había erigido el señor cura a espensas de Antonazas al glorioso San Antonio Abad, abogado de los animales.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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