El Pecado Natural

Antonio de Trueba


Cuento



I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.

A don Juan le llevaban doscientos mil de a caballo con la sempiterna alegría y los sempiternos cantares del zapatero; y entrando en curiosidad de saber cómo se las campaneaba éste para ser tan feliz, una tarde atravesó la calle, subió una estrecha escalera y se plantó en la guardilla del zapatero, con objeto de averiguarlo y, si era posible, campaneárselas él como el zapatero para estar siempre alegre.

El zapatero y su mujer, que estaban trabajando y cantando y riendo a más y mejor, cuando le vieron entrar callaron y se levantaron para recibirle con la finura que el caso requería, y empezaron a hacerse cruces de que un caballero de tantas campanillas fuese a visitarlos.

Don Juan se detuvo un momento con tentaciones de volverse atrás, porque la fealdad y la pobreza y la estrechez de la habitación le dieron horror, y a poco más le tumba patas arriba la tufarada de pez, y engrudo, y cuero, y demonios colorados que salió a su encuentro; pero hizo, como dijo el otro, de tripas de corazón, y siguió adelante.

II

—Hombre, ¿cómo pueden ustedes vivir en esta guardilla tan reducida, tan negra, tan oscura, tan nauseabunda?...

—¡Carape! ¡No diga usted eso, señor don Juan! ¿Mala esta guardilla? Ya quisiéramos nosotros que fuese nuestra, porque, aunque nos esté mal el decirlo, en su clase no hay en Madrid otra más alegre y más mona que ella. Y si no, que lo diga ésta, que en lo tocante a las cosas de la casa y en todo lo nacido y aunque pobre, les echa la pata a las señoras más empingorotadas de Madrid, y aun del mundo con ser mundo.

—Tiene razón Perico —asintió la zapatera— que es alhaja en su clase la guardilla ésta.

—Pero al menos, convendrán ustedes en que los muebles...

¡Carape! Don Juan, de los muebles no hablemos, porque eso sí, son pobres como nosotros, pero en cuanto a cómodos y de buen ver, ni la reina con ser reina los tiene mejores. Mire usted, si no, esa cama...

—No sé cómo pueden ustedes dormir en ella.

—¡Carape! ¡No diga usted eso de la cama, señor don Juan! Cuando después de estar todo el día dale que le das, yo al martillo y la lezna y ésta a la aguja, cenamos el guisadillo de patatas (que ésta le pone que se chuparía usted los dedos si le probase) y nos tumbamos ahí riéndonos con los chascarrillos que cada uno cuenta, ni la reina y el rey con ser reyes duermen mejor que nosotros. Y si no, que lo diga ésta.

—Es la pura verdad, señor don Juan.

—Será lo que ustedes quieran; pero lo que parece mentira es que estén ustedes siempre tan alegres y con tanta gana de cantar.

—¡Carape! Don Juan, yo no sé de qué les sirve a los señorones como usted el estudiar tanto y leer tantos libros como dicen que usted tiene, y tantos papeles como todos los días de Dios le traen a usted, si no saben de la misa la media.

—¿Y qué es lo que nosotros no sabemos?

—Lo que sabe hasta el que ni siquiera ha estudiado la jota: que cuando uno tiene salud, aunque no tenga pesetas, y además no le faltan en casa paz ni cariño, tiene que estar alegre; y si está alegre, es, natural que ría y cante.

—¿Y ustedes tienen todo eso?

—¡Mira tú, Pepa, qué atrasado de noticias está el señor de enfrente!

—Sí que lo está el señor don Juan.

—¡Pues no lo hemos de tener, hombre de Dios!

—¿Cuánto ganan ustedes al día?

—Un día con otro, lo que ganamos entre los dos no baja de dos pesetas como dos soles.

—Hombre, ¡qué miseria!

—¡Carape! Don Juan, usted por fuerza tiene gana de chunga. ¿Miseria les llama usted a dos pesetas cada día?

—Sí que lo son, hombre.

—Pues yo le digo a usted que aún nos sobra dinero. Y si no ¡carape! echemos la cuenta. Real y medio la casa...

—Así es ella.

—¡Carape! Don Juan, no volvamos a lo de la casa, que vale cualquier dinero. Cinco cuartos una cajetilla de tabaco que me fumo yo al día...

—No sé cómo puede usted con ese veneno.

¡Veneno!¡Me hace gracia, como hay Dios! ¡Carape! Ahí tiene usted la petaca para que eche usted un cigarro y vea que mejor tabaco que éste ni en la Habana, con ser Habana, se fuma.

—Bien, eso va en gustos.

—Pues mire usted, señor don Juan, naturalmente una no entiende de tabaco, pero lo que es Perico... A pesetas le ganarán otros, pero a gusto no, aunque me esté mal el decirlo. Él, eso sí, pobre es y ni siquiera sabe un poco de escuela; pero no ha nacido aún el majo que le ha de ganar a gusto, y talento, y gracia y... vamos al decir.

—Será todo lo que usted quiera, pero con dos pesetas...

—Con dos pesetas, señor don Juan, nos sobra a nosotros dinero; y si no ¡carape! continuemos la cuenta de la vieja. Un cuartillete de vino que nos bebamos al día entre los dos, ocho cuartos...

—¡Ocho cuartos un cuartillo de vino! ¿Y no han reventado ustedes ya con esa porquería?

—¿Porquería? ¡No tiene usted mala porquería, señor don Juan! Vino más rico, ni en Arganda, con ser Arganda, se bebe. Y si no, mira, Pepa, tráete la botella para que se tire un latigazo el señor don Juan y vea las porquerías que por aquí bebemos.

—No, que no se moleste. Siga usted distribuyendo las dos pesetas diarias, aunque es inútil que siga, porque no me ha de convencer usted de que les bastan...

—¡Si le digo a usted, señor don Juan, que hasta nos sobran!

—Demos por supuesto que en efecto les bastan a ustedes y aun les sobra para el gasto ordinario; pero ¿y el extraordinario?

—¿Otra que bien baila? ¡Carape! ¿Qué gasto extraordinario hemos de tener nosotros?

—El que todo el mundo tiene. Por ejemplo, el día de fiesta...

—El día de fiesta, cuando el tiempo lo permite, nos vamos, pongo por caso, a las Ventas del Espíritu Santo, y allí comemos y bebemos lo que habíamos de comer y beber en casa.

—Pero a la venida están ustedes cansados y necesitan el ómnibus...

—¡Qué dominus ni qué vobiscum necesitamos nosotros para venir? ¡Pues aunque fuéramos algunos señoritos de pan pringao!...

—Bien, pero por la noche van ustedes a algún teatro...

—Eso queda para los señores como usted. ¡Carape! ¿Y qué falta nos hace a nosotros esas tonterías, habiendo tanto con que divertirse, sin gastar un cuarto, en las calles de Madrid? Yo soy muy aficionado a la música, tanto ¡carape! que a veces, oyendo un organillo, lloro de gusto o no sé de qué. ¡Pues ya ve usted si en las calles de Madrid hay organillos y murgas y ciegos y toda la música que Dios crió!

—¡Ya! Pero los teatros divierten mucho...

—Señor don Juan, a nosotros maldita la falta que nos hacen, porque no hay paso de comedia que divierta tanto como los chascarrillos que cuenta en casa Perico. Como es tan célebre y decidor, y Dios le ha dado tanta gracia, aunque está feo que una lo diga...

—Diga usted, señor don Juan, que quien tiene gracia para todo es ella, porque mujer de más talento que la mía...

—Ya veo que usted está libre de uno de los gastos más considerables que nos suelen ocurrirá los solteros como yo, y aun a los casados como usted.

—¡Ya le entiendo a usted, carape! A presidio, por toda la vida merecería yo ir si gastase una sed de agua, aunque fuera con la diosa Venus en persona, teniendo una mujer tan cabal en todo como la que tengo.

—Pero, prescindiendo de todos esos gastos, hay otros, como el de la ropa.

—¡Qué ropa ni qué niño muerto, si nosotros con un trapo delante y otro detrás tenemos para presentarnos en cualquier parte como el primero!

—Amigo Perico, me voy convenciendo de que Dios no supo lo que se hizo al hacer el infierno.

—¡Carape! don Juan, no diga usted judiadas, que Dios no puede haberse equivocado nunca.

— Pues se equivocó de medio a medio cuando hizo el infierno.

—Si le entiendo a usted que me den garrote vil ¿Qué quiere usted decir con eso?

—Quiero decir que los que van al infierno padecerían infinitamente más si antes hubieran ido al cielo.

El zapatero y la zapatera se encogieron de hombros, dando a entender que no acababan de comprender lo que don Juan les decía. Un momento después don Juan se despidió de ellos, y apenas le perdieron de vista, volvieron a reír y cantar alegremente.

III

Don Juan se daba a quinientos mil demonios cada vez que oía cantar a Perico; y como Perico estaba cantando todo el santísimo día, quiere decir que don Juan estaba todo el santísimo día hecho un condenado. Así es que fue cogiendo al zapatero un odio tan feroz, que cuando se asomaba al balcón y le veía trabajando y cantando con una cara de Pascua florida que hubiera bastado por sí sola para dar fe de la felicidad de Perico, le echaba unos ojos que parecía querer tragarle vivo.

La paciencia se le acabó a don Juan un día en que Perico estaba más alegre y cantarín que nunca, y por casualidad era el día en que él estaba como nunca aburrido y desesperado.

—¡Voto a Cristo padre —exclamó dando una patada en el suelo— que ya habéis acabado tú y tu mujer de cantar y reír y echaros mutuamente chicoleos! Ya sé que yo no he de reír y cantar porque vosotros rabiéis; pero no me estaréis continuamente desesperando con el contraste de vuestra dicha y mi desventura. Veremos si a ese remendón le parece el cielo el infierno después de haber estado en el cielo.

Así diciendo, don Juan bajó a la calle, la atravesó, y subió a casa del zapatero, esforzándose por poner cara de hombre feliz y de buen amigo.

—Señora Pepa —dijo a la zapatera—, vengo a visitarlos a ustedes con una intención que la va a poner a usted de mal humor.

—Ya sabe usted, señor don Juan, que el mal humor no se estila aquí —contestó la zapatera con cara de risa.

—Justo y cabal —añadió el zapatero con cara de lo mismo.

—Mañana es domingo —continuó don Juan —, y quisiera que Perico le pasase en mi compañía, porque yo soy mucho menos feliz que ustedes, siendo mucho más rico, y estoy decidido a reformar mi vida, arreglándola en lo posible a la de ustedes. Nadie mejor maestro que Perico para darme lecciones de cómo he de vivir y quisiera que dedicase todo el día de mañana a dármelas.

—¡Carape! —dijo Perico rascándose detrás de la oreja—. Mucho me costará pasar todo el día sin ver a ésta; pero en fin, si ella quiere, le serviremos a usted.

—También a mí se me hará cuesta arriba eso, porque al fin una no tiene, como aquél que dice, más consuelo ni más amor que su hombre; pero por servir a un caballero de tanto aquél como usted, algo ha de hacer una...

—Les doy a ustedes las gracias por su amabilidad, y les aseguro que haré cuanto pueda por corresponder a ella tratando a Perico como se merece y como corresponde tratar a los huéspedes en una casa como la mía.

—Éste con poca cosa se contenta. Mire usted señor, el domingo por la mañana, con unas sopitas de ajo, y medio, cuartillo, ya le tiene usted tan consolado...

—Lo que ha de almorzar y comer mañana Perico no es cuenta mía, sino de mi cocinero, que sabe lo que corresponde a la mesa de la casa en que sirve, y nos tratará a los dos como mejor le parezca, pues los dos hemos de almorzar y comer juntos...

—¡Válgame Dios qué señor tan llano! —exclamó la zapatera conmovida, hasta saltársele las lágrimas con la bondad de don Juan, y poco menos conmovido se sintió Perico por la misma bondad.

—¡Ah!—dijo don Juan—. Se me olvidaba advertir a usted, señora Pepa, que no debe esperar levantada a Perico, porque vendrá tarde.

—En cuanto a eso, señor don Juan —replicó Perico—, no me parece regular, porque como madrugo...

—Pasado mañana es san lunes.

—Es que yo soy de los zapateros que no celebran eso santo.

—Santo domingo —añadió la zapatera— es el único que deben celebrar los artistas como nosotros, y ése es el único que nosotros celebramos.

—Pues mañana me convierto yo también en artista y lo celebro en grande con Perico. Como usted, señora Pepa, también es de Dios, conviene que, aunque sea a solas, le celebre un poquillo, para ello me va a hacer el obsequio de aceptar esta moneda de cinco duros.

—Gracias, señor don Juan. ¡Cuándo me he visto yo con tanto dinero reunido! Lo acepto porque no se diga que una es pobre y soberbia.

Don Juan se despidió de los zapateros, quedando en que Perico pasaría a su casa tempranito, pues ni aun tendría que oír misa antes, porque la oirían juntos en el oratorio de su casa.

IV

Perico se levantó muy temprano, se afeitó como Dios le dio a entender con una cuchilla de su oficio, muy vaciadita que usaba en tales casos, se lustró los borceguíes, se lavó bien, se puso camisa limpia y la ropa de fiesta, y su mujer, que le había ayudado en todas estas operaciones, le arregló el pelo y le sacó en él un conato de raya.

Cuando le vio la señora Pepa salir tan peripuesto, se le fueron tras él los ojos y el corazón, y si no temió que alguna bribonaza se prendara de él y hubiera la de Dios es Cristo, fue porque la señora, Pepa no pensaba nunca que pudiera haber esas cosas entre ninguna bribonaza y su marido.

Perico oyó misa en la parroquia antes de ir a casa de don Juan, porque dijo para sí:

—La misa es cosa muy formal, y me parece cosa así de juguete el oírla como quien dice desde la cama, como la oyen esos señorones.

Como era corto de genio y no gustaba de incomodar, se detuvo en la portería de casa de don Juan, esperando a que el señor se levantara, pues el portero le dijo que acostumbraba a levantarse más tarde; pero uno de los criados, que bajó por casualidad a corto rato, le dijo que el señorito se había levantado ya, y no cesaba de preguntar por él.

Perico subió y fue introducido inmediatamente al gabinete de don Juan, que estaba allá, al fin de una multitud de salones, cuyas alfombras, con tantas divinas flores pintadas, y cuyos muebles, dorados y relucientes como la plata, le embobaron y enamoraron.

Don Juan le recibió, según expresión del mismo Perico, como si fuera su parigual, y le hizo sentar en una butaca de terciopelo que dio un susto a Perico, pues éste creyó que la butaca se hundía apenas apoyó en ella las posaderas.

La mañana estaba fría, pero en aquel gabinete y en aquellos salones la temperatura era tan suave y había unos olores tan gratos de flores o qué se yo, que Perico creía hallarse en un jardín delicioso en uno de los días más hermosos de primavera.

Don Juan empezó por tutear a Perico, prueba de bondad que a éste le llegó al alma.

—Amigo Perico —dijo don Juan—, es necesario que hoy vistas y comas y bebas y te diviertas como corresponde a la casa en que estás y al caballero que te acompaña. ¿Supongo que tendrás ya ganas del desayuno?

—¡Cá! No señor; ya me ha dado aquélla una copita de aguardiente con un mantecado, que me ha puesto el cuerpo como una guitarra.

—Eso no basta, hombre, para caballeros como nosotros.

—¡Carape! ¡Qué bromista es usted, señor don Juan! ¿Caballero yo?

—¡Pues no lo has de ser, hombre! Lo único que te falta para serlo es el traje, y eso lo vamos a arreglar ahora.

Don Juan llevó a Perico a otro gabinete deliciosamente amueblado, donde había una cama com más seda y holanda que la de un rey, y un tocador con más perfumes que la Alcarria, y le dijo:

—Ahí tienes tu cuarto, y en la pieza inmediata tienes tu ayuda de cámara para lo que se te ofrezca. Vístete de puntapiés a cabeza, que en ese armario de palo santo encontrarás cuanto para ello necesites. Yo voy a hacer entretanto lo mismo, para que en seguida tomemos el desayuno.

Perico, medio absorto con lo que oía, veía y olía, pues allí también olía a gloria, quiso replicar a don Juan no sé qué; pero don Juan se lo impidió, cortándole la palabra con una amable y bondadosa lisonja y dejándole solo.

Perico abrió el armario y encontró en él ropas, tan elegantes y ricas, que al fin se decidió a vestirse con las más modestas. Se lavó, se vistió, se peinó y se perfumó, y yendo a mirarse en un espejo de cuerpo entero, no pudo menos de lanzar un grito de alegría viéndose convertido en todo un caballero mal comparado. Botas de charol, tan finas que él no las hubiera hecho ni por media onza, pantalón de satén, chaleco de terciopelo color de guinda con botonadura de oro, gabán negro de castor finísimo, camisa de holanda con pechera de batista, corbata de moaré de última moda, sombrero de ocho duros, guantes de veinticuatro reales, reloj de oro con cadena de lo mismo, su valor lo menos media talega, y bastón de concha con puño de oro preciosamente cincelado, y dentro, por lo que pudiera ocurrir, estoque que daba miedo el verle.

—¡Carape! ¿Qué será esto?—dijo Perico viendo sobre el tocador una cosa a modo de taza de oro.

Y como apoyase en ella el dedo y apretase un poco, aquella condenada taza, o lo que fuese, lanzó un sonido tan penetrante y agudo, que Perico dio un salto atrás asustado.

El ayuda de cámara penetró en el gabinete, y dijo a Perico después de hacerle una profunda reverencia.

—Estoy a las órdenes de usía.

¡Carape! ¡Chico, no andes con bromas! —le contestó Perico poniéndose un poco serio.

—Señor, no hago más que cumplir con mi deber. Como ha llamado usía...

—Pues no me vengas a mí con usías ni calabazas.

—Como usía es un señor...

—Pero si lo soy, soy un señor muy llano. Anda, y dile al tuyo que ya estoy corriente.

El criado hizo otra reverencia y se retiró.

Perico se arrellanó en una butaca, cruzó las piernas y se puso a contemplar y admirar la riqueza de la habitación, diciendo para sí:

—La verdad es que todo esto vale más oro que pesa, y aquí se siente uno como se deben sentir los ángeles en el cielo. ¡Carape! ¡Si da gusto el sentarse en estas butacas y oler todos esos jaboncillos y afeites, y recibir el calorcillo de esa chimenea, y gastar camisa y pantalón y chaleco y gabán y todo tan fino!... ¡Pues no digo nada de la camita esa!... ¡Carape, si se dormirá bien en ella! Si aquélla y yo tuviéramos una así, ¡cómo nos regodearíamos en ella!

Así pensaba Perico cuando don Juan vino a buscarle.

Perico se levantó de la butaca, y don Juan, a pesar de ser más tentado a rabiar que a reír, estuvo a punto de soltar la carcajada viendo el envaramiento conque el zapatero llevaba el traje de caballero.

—¿Ves, hombre, ves cómo ya eres un caballero hecho y derecho? Ahora te convencerás de que entre un zapatero y un caballero no hay más que algunas varas de tela. Ea, son las ocho, y vamos a tomar una taza de té, que hemos de almorzar a las doce para ir luego a dar un paseo hasta la hora de comer, que será de seis a siete.

Don Juan y Perico pasaron al comedor entre una porción de nobles asturianos, que al verlos se tronzaban el espinazo a fuerza de reverencias.

—Una taza de té —decía para sí Perico— se reduce a una taza de agua en que se han cocido unas yerbas. Poca cosa es esa para caballeros cono nosotros.

Pero cuando vio que a la taza de té acompañaba una repostería de tostadas, bizcochos, galletas y mantequillas, no pudo menos de añadir, embutiendo de cada cosa un poco:

—El té que se toma en casa de estos señorones será una engañifa, pero ¡carape, qué engañifa tan rica!

Sobre la mesa había una cajita ochavada con incrustaciones de maderas preciosas y sostenida en una peana de delicadas labores.

—¿Qué carape será eso a modo de urnia? —se decía Perico con viva curiosidad.

Cuando el té tocaba a su fin, don Juan oprimió con el dedo un punto de la cajita, y abriéndose ésta de repente por todas sus faces, quedó revestida de cigarros puros.

—¡Carape, qué invenciones hay en estas casas de campanillas! —dijo Perico.

Y aceptó y encendió un puro que le ofreció don Juan.

Perico sonreía de satisfacción cada vez que tiraba una chupada al riquísimo cigarro habano.

—¿Qué dices de estos cigarros, amigo Perico? le preguntó don Juan.

—Lo que digo —contestó Perico— es que es lástima no se puedan comer.

V

Dando Perico a don Juan lecciones de la sublime ciencia que don Juan le envidiaba, oyendo en el oratorio una misa cantada a toda orquesta, que hizo exclamar a Perico sacrílegamente: «Esto no es oír misa, que es oír música mejor que la misa», y enseñando don Juan a Perico multitud de sorprendentes curiosidades que encerraba su palacio entre ellas un maravilloso etereóscopo en que se veían, copiados del natural, todos los modos de gozar y pecar, pasaron don Juan y Perico el resto de la mañana, hasta que se les avisó para almorzar.

Perico se dirigió con don Juan al comedor, muy desganado, porque se había cebado más de lo regular en la comitiva del té; pero tantos y tan tentadores fueron los manjares que se sirvieron, que no desdeñó ninguno.

—¿Qué tal, Perico, hay apetito? —le preguntó don Juan.

—¡Carape, no ha de haber, si de estas cosas no se harta uno aunque lo alcance con el dedo!

Pero lo que sobre todo enamoró a Perico fue el Champagne.

Cada vez que se echaba al cuerpo una copa, se relamía los labios y daba un viva a los franchutes, que le parecían los hombres de más talento de este mundo desde que le había dicho don Juan que ellos eran los que hacían aquella gloria con cuatro porquerías.

El día era uno de estos de invierno en que Dios suele castigar de sus muchas picardías a los madrileños dándoles el cielo por la tarde para que resalte más el infierno que les da por la noche: la noche anterior había sido infernal, y la inmediata se preparaba a ser lo mismo: pero el intermedio de ambas era lo que se llama un cielo con estrellas y todo. El cielo era el hermoso sol de la tarde, y las estrellas las buenas chicas que salían a tomarle por esas afueras de la puerta de Alcalá.

Don Juan y Perico montaron en una magnífica carretela descubierta, tirada por dos yeguas que bebían los vientos, y tomaron hacia donde sale el sol, que en Madrid no es hacia Oriente, sitio todo lo contrario.

La señora Pepa, que no cesaba de atisbar hacia el palacio de enfrente a ver si su marido se asomaba a los balcones, vio a don Juan y otro caballero subir en la carretela, y dijo para sí:

—¿Quién será el otro caballero?

—¡Carape! —decía Perico chispeándole los ojos de alegría— ¡Qué bien va uno repantigado en estos almohadones! Si aquélla y yo tuviéramos una carretela como ésta, la cerrábamos de modo que ni Cristo nos viera, y hacíamos cuenta que la carretela era la cama de matrimonio.

Cuando regresaron a casa, Perico decía:

—¡Carape! ¿Pues no es una delicia haber ido hasta las Ventas del Espíritu Santo, que están, como quien dice, donde Cristo dio las tres voces, y al volver encontrarse uno tan descansado como si no se hubiera uno meneado de casa? ¡Cuidado que el andar en pies ajenos es cosa buena si las hay, y ya daría yo algo por que aquélla y yo pudiéramos dar algunos paseítos así!

La señora Pepa, que continuaba atisbando por ver si Perico se asomaba a los balcones, vio al anochecer que volvía la carretela con don Juan y el otro caballero; y como notase que éste la saludaba muy a lo señor, se llenó de admiración y volvió a decir para sí:

—¿Quién será el otro caballero?

A las seis comenzó la comida, que no concluyó hasta las ocho. Durante aquellas dos horas, que Perico calificó de dos horas de cielo, Perico caminó de sorpresa en sorpresa y de delicia en delicia. ¡Qué manjares, qué vinos, qué licores, qué café, qué cigarros, y hasta qué chicas tan hermosas, tan zalameras y tan querenciosas las que sirvieron la comida! Pues es de advertir que como Perico hubiese dicho a don Juan, al ver que el almuerzo era servido por hombres, que a él, como estaba acostumbrado a que su mujer sirviese la comida, le gustaban más las mujeres que los hombres para aquellas cosas, don Juan había creído complacerle mandando que las mejores chicas de casa (donde las había del rechupete) sirviesen la comida.

—Ea —dijo don Juan, después que saborearon el café y purearon en grande—, ahora nos vamos a oír un poquito de música y canto.

—¡Bien, carape! —contestó Perico—. Porque eso me gusta a mí mucho. Mire usted, don Juan, una vez acerté a pasar por delante del teatro de la Zarzuela cuando las cantarinas y los cantarines se estaban ensayando al son de la música, me paré a oír, y a poco más me desmayo de gusto oyendo aquellas divinidades. ¡La música y el canto por lo fino me gusta mucho, carape!

Don Juan y Perico se fueron al teatro Real. Cuando entraron en el palco de don Juan, y Perico sacó la cabeza para mirar a todas partes, Perico se quedó como alelado de asombro y placer viendo toda aquella riqueza, y sobre todo viendo las chicas que había en los palcos.

Contar los aspavientos, los asombros, los alelamientos, el entusiasmo, la emoción, los derretimientos de placer que causaron a Perico el canto, la música, y sobre todo la hermosura artificial de las cantatrices y las damas de los palcos, sería el cuento de nunca acabar.

Al salir a los corredores del teatro, don Juan dio la mano y despidió con un «hasta luego» a unas señoras tan hermosas, que Perico se quedó mirándolas como embobado.

—¿Te gustan esas chicas? —preguntó don Juan a Perico.

—¿Que si me gustan? —contestó Perico chispeándole los ojos de gula—. ¡Me las comería vivas!

—Esta noche —dijo don Juan al subir a la carretela— tenemos que hacerla redonda.

—¡Carape! ¿Más redonda aún quiere usted que la hagamos, señor don Juan?

—Sí, hombre. Los caballeros como nosotros no nos recogemos tan temprano.

¿Tan temprano, y son ya las doce? Por lo visto en las casas de campanillas, como la de usted, se acuestan las gallinas...

—A media noche. Supongo que ya tendrás ganas de cenar.

—Al parecer ni pizca de gana tengo; pero, ¡carape!, cuando uno es caballero no sabe uno si tiene o no gana de comer, porque come uno unas cosas que saben que rabian a todas horas.

Don Juan y Perico fueron a parar a una casa de mucho lujo, y ¡cuál no sería la sorpresa y la alegría de Perico, cuando se encontró en ella con una porción de hermosísimas señoritas y señoronas, entre ellas aquellas que había dicho se comería vivas!

Allí hubo cena, y baile, y música y juegos de escondite; de modo y manera que Perico creyó volverse loco con lo que allí gozó, porque hasta dio la pícara casualidad de que cayó en gracia a todo aquel coro de ángeles, y sobre todo a una chica de las más retrecheras y hermosas, y en su vida se había visto tan mimado y obsequiado de las chicas como se vio aquella noche.

Serían las dos de la mañana largas de talle cuando la señora Pepa, que no podía pegar los ojos pensando en Perico, dale que dale no sé con qué demontre de cavilaciones que a veces le llenaban los ojos de agua, sintió que un coche había parado a la puerta del palacio de enfrente, y se levantó a toda prisa a atisbar quién venía en él.

¿Quién será el otro caballero? —se preguntó retirándose tristemente a su cama al ver que era don Juan y otro caballero los que venían en el coche.

Al bajar del coche, Perico miró hacia su casa acordándose de su mujer y poniéndose a sí mismo de bribón que no había por dónde cogerle, por no haberse acordado de su mujer durante qué sé yo cuántas horas.

Don Juan, que sin duda adivinaba lo que le andaba por dentro, se asió de su brazo, y asidos subieron juntos las escaleras

Media hora después Perico se metía en la consabida y riquísima cama de holanda y seda, que le parecía tanto más deliciosa, cuanto que acababa de calentarla y perfumarla una de las chicas querenciosas y sandungueras que por la tarde habían servido la mesa.

VI

Sin duda porque la costumbre hace ley, Perico despertó poco después de amanecer, y dejó como con pesar la rica cama en que había dormido como un bienaventurado. Antes de vestirse abrió las maderas del balcón de la habitación, que daba frente a la ventana de su guardilla, y apenas se acercó a los cristales, vio a su mujer, que estaba a la ventana llorando a lágrima viva.

No sé qué revolución silenciosa y santa, y, por tanto, nada parecida a las revoluciones políticas, que siempre son vocingleras y pecaminosas, estalló de repente en su interior.

Juntó las puntas de los dedos, depositó en ellas, un beso y se le envió a su mujer, que le contestó con otro transmitido por la misma vía telegráfica.

Perico corrió en seguida a vestirse, y se vistió, no de caballero elegante, sino de zapatero remendón endomingado. (¡Endomingado! Ya se conoce que no aspiro a la Academia, a pesar de lo hueco que me pondría si me abriese sus puertas.) Como sabía que don Juan se levantaba tarde, creyó que no era cosa de despertarle ni esperar a que despertara para despedirse de él, y pian, pian, cruzó los ricos salones, sin que inclinara siquiera la cabeza, al verle pasar vestido de zapatero, ninguno de los que el día anterior se habían tronzado el espinazo al verle pasar vestido de caballero, bajó la escalera, atravesó la calle y subió a su guardilla.

Su mujer le recibió abrumándole de caricias; y digo abrumándole, porque Perico no las recibió con el entusiasmo de costumbre.

—¡Carape! Me parece que hay mal olor aquí dijo Perico, frunciendo las narices.

—No, hijo, no hay mal olor ninguno; al contrario, le hay muy rico, porque no contenta yo con ventilar la casa, teniendo toda la noche la ventana abierta, al encender el fuego he echado, según costumbre, un puñadito de espliego.

—Pues barre y arregla la casa, ¡carape!, que va siendo ya hora de sentarse en esa condenada silla de labor.

¡Hijo, si la casa está ya barrida y arreglada!

—Me parece que no. Es verdad, ¡carape!, que como todo es en ella tan viejo, tan sucio y tan ordinario, y esta guardilla es tan destartalada y triste...

—¡Ja! ¡ja! ¡ja! —exclamó la señora Pepa, echándose a reír alegremente—. ¡Qué gitano de hombre, cómo remeda a don Juan! Vamos, hijo, toma la copita de aguardiente.

— ¡Carape! ¡Esto sabe a demonios! —dijo Perico, arrojando la buchada de aguardiente que había tomado.

—¡Pero qué ha de saber, hombre, si es hermano del que ayer bebiste, y dijiste que estaba tan rico! Será que te habrás constipado algo y tendrás mal gusto de boca.

—¡Carape! Puede que sea eso.

Perico lió un cigarro, le encendió, dio una chupada y le tiró, añadiendo muy malhumorado:

Sí, eso es, ¡Carape!, porque me sabe a rejalgar este tabaco, que ayer mañana me sabía a rosquillas.

Perico, interrogado por su mujer, contó a ésta, en resumen lo que le había pasado en las últimas veinticuatro horas. Los resúmenes son gran cosa para omitir lo que no se quiere decir.

Su mujer se acercó a echarle el botón del cuello, de la camisa para que estuviera abrigadito y no se constipara más, y aprovechó la ocasión para hacerle una caricia.

—¿Qué carape —dijo Perico— te ha pasado esta noche que tienes esa cara?

—Nada, gracias a Dios, como no sea haber estado desvelada y triste, y haber llorado un poco viendo que tú no venías.

—Pues es que tienes una cara que da no sé qué el verla.

—Hijo, nunca la he tenido hermosa.

—Ayer mañana mismo la tenías como un sol, y hoy la tienes que no se la puede mirar.

Perico se sentó a trabajar, y ni él ni su mujer cantaron ni rieron en todo el día. Es verdad que tuvieron una desazoncilla porque Perico encontró, tanto la sopa de ajo del almuerzo como el puchero del mediodía, tan sin sustancia, que apenas probó bocado, cuando siempre le gustaba tanto lo que cocinaba su mujer, que se quería comer los dedos tras ello.

—¡Carape! ¡No sé cómo has hecho esta cama que está más dura que un demonio! —exclamó Perico cuando se acostaron.

—Pero, ¡hombre de Dios, si la he hecho como todos los días! —contestó la señora Pepa.

Que si está mal hecha, que si no lo está, disputaron y se incomodaron un poco, y al fin se quedaron dormidos, aunque Perico no cesó de dar vueltas en la cama toda la noche.

Al día siguiente tampoco cantaron ni rieron Perico y su mujer. Perico todo se volvía cavilar y poner faltas a todo lo de la casa, inclusa su pobre mujer, a quien acusaba hasta de vieja, y decir que dos pesetas diarias eran una miseria y no alcanzaban para nada, y era necesario ver de ganar más para no vivir tan arrastradamente como vivían.

Perico se metió al fin a revendedor de billetes de los teatros y de la Plaza de Toros, con lo que ya podía purear de cuando en cuando e ir él y su mujer de Pascua en San Juan al paraíso del Real, y la ignominia de la Zarzuela; pero como entonces la autoridad aún tenía la reventa de billetes por lo que las antiguas leyes de Castilla llamaban monipodio y castigaban como tal, Perico fue cogido una noche revendiendo billetes, y por buenas composturas le secuestraron todos los que tenía, y gracias que no fue también su persona secuestrada en el Saladero.

En ésta y otras industrias extrañas a su oficio, que apenas ejercía ya porque ya le iba tomando horror, se sacaba lo menos un duro diario; pero no le alcanzaba para cubrir sus más precisas obligaciones, y hubo muchas noches que él y su mujer se acostaron sin cenar, y, por añadidura, como el perro y el gato.

—¡Carape! —decía Perico—. Esto no puede seguir así, y es menester buscar un modo de vivir que le dé a uno siquiera un par de duros cada día, porque un duro es una miseria que no alcanza para nada.

Un negocio, con que casi casi podía hacerse rico, le habían propuesto, que era meterse a matutero; pero Perico rechazó indignado la proposición, considerando que tan ladrón es el que contrabandeando roba la hacienda de un pueblo o una nación, como el que, horadando una pared o abriendo con ganzúas una puerta, roba la hacienda de un particular.

No faltó quien quisiese decidirle a meterse a contrabandista, arguyéndole del modo siguiente: «Los contrabandistas no son ladrones; porque si, por ejemplo, un español roba la hacienda de España, de lo suyo roba, y robar de lo suyo no es pecado. En cuanto a que la hacienda de España sea de los españoles, no cabe duda, porque hasta el mendigo que pide limosna de puerta en puerta se llena la boca diciendo: «Nuestros fondos... nuestro tesoro... nuestros millones»...

Este argumento, que parece de gran peso a pueblos enteros que viven del contrabando y no se avergüenzan de ello, puso un poco perplejo a Perico, que no era hombre para muchas cavilaciones, pues se hacía un ovillo en cuanto se enredaba en ellas; pero Perico consultó a su mujer, cuya superioridad de talento aún no había puesto en duda, y como su mujer le dijese que tal argumento era absurdo, le rechazó resuelta y definitivamente.

Buscaba Perico otro medio más honrado de echar enhoramala el tirapié y la lezna y ganar cada día un puñado de duros que permitiesen a él y su mujer probar siquiera los días de incienso aquella gloria que los franceses hacen con cuatro porquerías, cuando se oyó un tiro en casa de don Juan Lozano.

Qué será, qué no será ese tiro, la calle se alborotó con el tiro y los chillidos que daba la servidumbre de don Juan. Acudieron a ella el alcalde de barrio y los vecinos, incluso Perico, y se encontraron con que don Juan se había levantado la tapa de los sesos de un pistoletazo.

—¡Calla! Aquí hay un papel que puede que nos explique esta catástrofe —dijo el alcalde de barrio, viendo un papel escrito sobre un velador salpicado con sesos de don Juan.

Y el alcalde leyó en alta voz el papel, que decía:

«Me mato porque me da la gana; o, como dijo el otro, porque sí. ¿Para qué demonios quiero la vida si he visto a un zapatero remendón ganar dos pesetas diarias y ser dos mil veces más feliz que yo, que tengo doscientos millones?

»Cuando menos dinero se tiene, más goces proporciona el dinero. Cuanto menos lleno está el estómago, menos expuesto está a reventar de indigestión. El mío estaba lleno, y ¡plaf!, ha reventado.

»El arquitecto que hizo la casa de Correos y el arquitecto que hizo el cielo debieron estudiar en un mismo libro, pues ambos se olvidaron de lo esencial: el primero de una escalera que condujese al piso principal, y el segundo de un pasillo que condujese al infierno.

»Si se pasara por el cielo al infierno, el infierno sería insoportable. El que no lo crea que se lo pregunte al susodicho zapatero, a quien yo hice dar por el cielo un paseíto para que no cantara ni riera mientras yo rabiaba».

—¡Carape! —gritó Perico al oír esto—. Yo soy el zapatero que reza ese papel; pero juro a bríos que don Juan ha de volver a rabiar oyéndome cantar y reír desde el infierno o donde esté.

VII

Yo no sé si don Juan Lozano oirá o dejará de oír, desde el sitio adonde van los desdichados suicidas, lo que pasa en la calle de Atocha; pero si pasan ustedes cualquier día por tan alegre calle, apliquen el oído y oirán cantar y reír en su guardilla a Perico y su mujer; él, dale que dale al martillo y la lezna y el cáñamo, y ella dale que dale a las tijeras y la aguja.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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