El Primer Pecado

Antonio de Trueba


Cuento



I

¿Quién no recuerda haber oído a su madre la historia de un gran criminal que empezó su triste carrera robando un alfiler y la terminó muriendo ajusticiado en un patíbulo? Historia muy parecida a la de este desdichado es la del pueblecito de San Bernabé, sobre cuyas solitarias ruinas, cubiertas de zarzas y yezgos y coronadas con una cruz, como la sepultura de los muertos, me la contaron una melancólica tarde a la sombra septentrional de la cordillera pirenaico-cantábrica.

II

En una de aquellas colinas, pertenecientes al noble valle de Mona, hoy perteneciente a la provincia de Burgos, aunque la naturaleza y la historia le hicieron hermoso y honrado pedacito de Vizcaya; en una de aquellas colinas que se alzan entre Arceniega y el Cadagua, dominadas por la gran peña a cuyo lado meridional corre ya caudalosísimo el Ebro, existía desde el siglo VIII un santuario dedicado al apóstol San Bernabé.

Este santuario era uno de los muchos que hay desde el Ebro al Océano, separados por un espacio de diez leguas, debidos a la piedad de aquella muchedumbre de monjes y seglares que se refugiaron en aquellas comarcas cuando los mahometanos invadieron las llanuras de Castilla y se detuvieron en la orilla meridional del gran río sin atreverse a pasar a la opuesta, en cuyas fortalezas naturales los esperaban amenazadores y altivos los valerosos cántabros, reforzados con los fugitivos de Castilla.

Mientras la guerra fue el estado normal de la Península ibérica, las comarcas de aquende el Ebro (escribo orilla del Océano cantábrico) se vieron casi despobladas, porque sus moradores, ya movidos por su carácter belicoso, que no pudo domar por completo la soberbia Roma, como lo prueba aún la existencia de la lengua ibérica, que aquí no cedió el puesto a la romana, corno en el resto de la Península, o ya obedeciendo a sus particulares instituciones, en vez de manejar la esteva y la azada, manejaban la ballesta y la lanza.

Cuando con la completa espulsión de los mahometanos de la Península hispánica, casi señoreada por ellos por más de siete siglos, y más tarde, con la institución de los ejércitos permanentes y la regularización de las relaciones internacionales, la guerra dejó grandes períodos de descanso y respiro a España, estas comarcas vieron aumentar notablemente su población, antes tan mermada, que aun a fines del siglo XVI se hizo constar en un documento oficial y solemne que en Vizcaya, cuyo número de habitantes apenas pasaba de sesenta mil, existían diez mil viudas, cuyos maridos habían muerto en defensa de la patria. La patria, por cuya gloria habían dado la vida diez mil vizcaínos, era Castilla, era España, cuyas glorias y tribulaciones siempre tuvo Vizcaya por tribulaciones y glorias propias, así mientras no la ligaban a ella más vínculos que los de la hermandad y la fe, como desde 1379 en que se incorporó a la corona de Castilla, por haber ascendido al trono castellano sus señores condicionalmente hereditarios.

III

Cuando en tiempos relativamente muy próximos a los nuestros, la población de aquende el Ebro crecía, crecía de modo que no quedaba vallecito al pie de las montañas, ni rellano en las faldas y aún en las cimas de estas que no fuese utilizado para la población y el cultivo, llegó al santuario de San Bernabé, entonces solitario y aislado en la cumbre de una colina, un peregrino, cuyo cuerpo estaba lleno de cicatrices, adquiridas luchando valerosamente por la gloria de su patria, España, en los campos de Flandes o en los mares ausónicos. Era un soldado cántabro que había prometido al Apóstol visitar su santuario si tornaba a ver las amadas montañas de la patria.

Decidido a trocar la azarosa e inquieta vida del soldado por la segura y pacífica del labrador, que había sido la de su primera juventud y se aviene mejor con la edad provecta, pidió con ardiente fe al santo apóstol que iluminase su inteligencia al escoger el rincón del mundo donde, con más honra de Dios y de la sociedad civil, había de pasar el resto da su vida; y como, al salir del templo, echase de ver que a la sombra de éste se estendían, primero en suave declive, y luego en apacible llano, terrenos incultos, soleados y cubiertos de una espesa capa de mantillo vegetal, que prometían pingües cosechas de cereales, legumbres, frutas y vino, entendió que aquel era el sitio que el apóstol le designaba para la erección de su hogar.

Apoyado en las leyes que aseguraban la propiedad de los terrenos incultos y no enagenados, a sus roturadores, quebrantó algunas aranzadas de terreno, y tales resultados obtuvo de este trabajo, que en seguida labró una casería en la cabecera de las nuevas roturas y casó con una honrada doncella de aquella comarca que dio calor a su corazón y su hogar.

Pocos años después, San Bernabé era un pueblecito de veinte fogueras cuya prosperidad envidiaban todos los de la comarca.

IV

En verdad, en verdad os digo que los vecinos de San Bernabé eran dignos de ser envidiados. Aldea tan sana y alegre y rica y feliz como aquella no existía desde el Ebro al Océano cantábrico, donde ya existías tú, ¡oh, mi dulce aldea nativa! que si nunca has sido rica, siempre has sido sana y alegre y relativamente feliz, menos cuando la guerra que Dios y los hombres maldigan ha estendido, corno ahora sucede, sus negras alas sobre ti.

San Bernabé tenía cirujano propio, porque no se dijera que cuando Dios colmaba de prosperidades al pueblo, éste trataba de escatimar algunos miles de reales; pero lo cierto era que el cirujano se aburría por no saber en qué pasar el tiempo, pues allí sólo se conocía una enfermedad, si bien tan grave que no tenía cura: esta enfermedad era la vejez, que en San Bernabé no solía notarse hasta los setenta años.

Únicamente abundaban en el pueblo los partos, porque las sambernabesas eran las pícaras muy fecundas; pero aun así se aburría el pobre facultativo, porque como las mujeres eran muy sanas y robustas, al día siguiente de parir estaban como si nada hubiera sucedido. En golpes de mano airada no tenía que pensar, y esto tenía una explicación muy lógica y sencilla: dice el refrán que donde no hay harina todo es mohina, o, lo, que es lo mismo, todo es trancazos; y como en San Bernabé no había casa donde la harina no sobrase, todos vivían como hermanos y jamás en la aldea había un quítame allá esas pajas.

Los campos, que por término medio suelen dar de peñas arriba el diez por uno de cereales, daban en San Bernabé el diez y seis o veinte.

Luego, como en torno de la colina en que ser alzaba la aldea, coronada por su iglesita románico-bizantina, con remiendos ojivales, se estendían dilatados encinares, con cuya bellota se cebaban centenares de cerdos, y dehesas no menos dilatadas, donde millares de ganados reventaban de gordos todo el año, el vecino más pobre tenía cuanto jamón, cecina, carne fresca y lecho necesitaba para el gasto de la casa, y cada año sacaba un dineral del sobrante.

El vino que se cosechaba en San Bernabé era flojito, pero el pícaro se dejaba beber que era una delicia, y alegraba sin emborrachar, que es lo que deben hacer los vinos como Dios manda.

En cuanto a la abundancia y calidad de las frutas de San Bernabé, bastará decir en su elogio que desde que coloreaba la primera cereza hasta que lloraba el último higo, todos los pájaros de ambas orillas del Ebro trasladaban su residencia a San Bernabé, donde a todas horas armaban una música que arruinaba y desacreditaba a los tamborileros. Solamente la miel que exportaban los sambernabeses importaba muchos miles al año, porque era tan abundante como rica, merced a la abundancia de flores y plantas aromáticas que embalsamaban en todo tiempo aquel paraíso.

V

Pues si la abundancia reinaba en todas las casas de San Bernabé, ¡no digamos nada de la que reinaba en la depositaría del municipio!

Los gastos de éste eran relativamente enormes, porque cirujano, escuelas de ambos sexos, alguacil, pastor, guarda de campo, sereno, todos estaban espléndidamente dotados. Y en obras públicas, tales como el empedrado de la única calle de la aldea, la compostura y conservación de paseos y caminos y limpieza del riachuelo para que sus aguas no se estancasen y produjesen tercianas, se gastaba un sentido.

Aun así, la depositaría municipal rebosaba siempre dinero, y eso sin necesidad de repartos vecinales, sisas ni arbitrios de ninguna clase: en un solo día del año, con un módico lucro en la venta del vino y otros artículos foráneos, que se reservaba para ese día el ayuntamiento, sacaba este recursos más que sobrados para todas sus obligaciones. Este día era el del santo titular, que se celebraba el once de junio, en la estación de las flores y las cerezas.

Ya desde tiempo inmemorial era muy concurrida la romería de San Bernabé; pero el ayuntamiento del pueblo había encontrado medio de llevar a ella la cuarta parte de los habitantes de las provincias de ambas orillas del Ebro, y este medio consistía en la preparación de magníficas funciones de iglesia, toros (¡ya pareció aquello!), comedias, fuegos artificiales, partidos de pelota, bailes, rifas a favor de los forasteros, músicas y fuentes públicas de vino y leche, cuyo programa se fijaba con la debida antelación en el pórtico de todas las iglesias de los pueblos comarcanos.

El dinero que dejaban en San Bernabé los forasteros que acudían a estas fiestas, bastaba para enriquecer a los vecinos en particular y al ayuntamiento en general.

VI

Para que todo fuese dicha en San Bernabé, aquella aldea hasta tenía la de que los pedriscos que desolaban todos los veranos los campos de los lugares cercanos, no tocasen los suyos. Y esto se debía a la sabia previsión de los sambernabeses.

Los curas de Biergol, pueblecillo de aquella comarca, tenían desde tiempo inmemorial fama de singular virtud para conjurar los nublados y la oruga, como consta en el archivo municipal de Balmaseda, cuyo ilustre y progresista hijo (o poco menos, pues nació en Carranza y se crió en Balmaseda), el difunto D. Martín de los Heros, muy dado a este género de investigaciones históricas, averiguó que la noble villa debió infinitas veces a aquella virtud la salvación de sus amados viñedos.

Los sambernabeses, que no tenían pelo de tontos, se empeñaron en que se habían de hacer con un señor cura natural de Biergol, costase lo que costase, que en cosas tan santas y útiles no se debía escatimar dinero, y se salieron con la suya, aunque no había en el mundo más que un señor cura natural de Biergol.

Esta adquisición les dio soberbios resultados. Asomaba la tempestad, rugiendo como un león y negra como el pecado, por las cimas de Ordunte o el Cabrío, o Angulo, o Gorbea, o Colisa, o Pagazarri, y el Sr. D. José, que así se llamaba el cura biergolano, se encaraba con ella hisopo en mano desde el campo de la iglesia mientras el sacristán tocaba a tente-nube, como diciéndole: ¡anda, chiquita, atrévete a venir acá, que ya nos veremos las caras! La tempestad bramaba de coraje ante aquel desafío, y avanzaba, avanzaba echando rayos y centellas y piedras y demonios colorados sobre los campos de los lugares cercanos a San Bernabé; pero antes de llegar a la jurisdicción de esta aldea, se paraba palpitante de ira, lanzaba el trueno gordo para desahogarse un poco, daba media vuelta a la izquierda o a la derecha de San Bernabé y continuaba su camino mientras los sambernabeses seguían al señor cura a la iglesia para entonar el The-Deum por la victoria obtenida sobre el monstruo que amenazaba sus fértiles y benditos campos.

Sólo un pesar lastimaba a los felices sambernabeses, y era la envidia que les tenían los habitantes de los pueblos comarcanos, y singularmente los de Biergol, que, según sus sospechas, andaban siempre sonsacando al señor cura, su paisano, para que se volviese a su pueblo, que no tenía la dicha de poseer un señor cura natural del mismo.

VII

Describamos de cuatro plumadas la población de San Bernabé para que así se comprenda mejor lo que en ella pasó.

De la iglesia parroquial se podía decir lo que se decía de una casita de recreo que hicieron unos amigos míos cuya estatura venía a ser la de un perro sentado:—¡Han hecho Vds. una casa muy linda! les decíamos un día contemplando el nuevo edificio. —Chiquitita, contestó modestamente uno de los dueños. —Pero para Vds. bastante, les replicamos. La iglesia de San Bernabé era chiquitita, pero para el pueblo, bastante. Como he dicho, coronaba la colina dominando las montañas de las Encartaciones de Vizcaya y gran parte de los valles de Mena, Tudela y Ayala.

Un gran campo sombreado de seculares encinas, cerezos y nogales, a cuyo pie había asientos de piedra y una gran mesa de la misma materia para los ayuntamientos abiertos, remates y otros actos de la comunidad, rodeaba la iglesia, prolongándose en semicírculo por el declive oriental de la colina como para buscar la calle de la aldea que estaba hacia aquel lado y empezaba donde el campo concluía.

A un estremo de esta prolongación estaba la casa consistorial, cuyo piso bajo ocupaban las escuelas y la habitación del maestro y la maestra, que eran marido y mujer; el principal, la sala y otras dependencias municipales, y el superior, las habitaciones del alguacil y otros dependientes del concejo.

Al estremo opuesto estaba otra casa de dos pisos que ocupaban el señor cura y el sacristán y el cirujano. por último, las veinte casas restantes, entre las cuales, se distinguía por su escudo de armas, su gran balcón y su venerable aspecto de antigüedad la de los descendientes del poblador de San Bernabé, formaban una ancha calle de diez en cada hilera, con medianería de hermosos huertecillos, en el declive oriental de la colina y empezando, como he dicho, donde concluía el campo y terminando donde empezaban las heredades que circuían toda la colina y descendiendo al llano, se dilataban por él, formando corta, pero fertilísima vega.

Para acabar con descripciones que siempre son pesadas, y más hechas por plumas tan a la buena de Dios como la mía, dos rengloncitos que den a conocer al señor cura, aunque bastante se dará él a conocer durante esta verídica narración en que lo único que tengo que inventar es el modo de decir las cosas un poquito mejor que las dice la gente de quien las averiguo. El señor cura de San Bernabé era lo que en el lenguaje familiar llamarnos un bendito; tenía en el corazón el máximum de la fe y la bondad que se necesitan para ascender al cielo y en la cabeza el mínimum de la inteligencia que se necesita para ascender al sacerdocio.

VIII

Era una tarde del mes de julio, y los vecinos de San Bernabé andaban muy ocupados con la siega del trigo y con lo resalla (o rescarda) del maíz. El sol se escondía ya tras las cordilleras de Ordunte, rojo como la zamarra que voltean bajo el enorme mazo los ola-guizones del Cadagua.

El señor cura, que compartía las caiditas de las tardes de verano entre un hermoso loro que tenía siempre en el balcón y un desportillado breviario que tenía siempre en el bolsillo, hizo una caricia al loro, y saliendo al campo, se sentó al pie de una encina a leer su breviario.

Una mujer pasó, viniendo de hacia las heredades, y entre ella y el señor cura se entabló el diálogo siguiente:

—Buenas tardes, señor D. José.

—Buenas te las dé Dios, Juana. ¿Vas ya de retirada, eh?

—Sí, señor, voy a preparar la cena, porque aquellos pobres ya tendrán gana.

—¡La siega es trabajo muy pícaro!

—Calle Vd., señor, si al cabo del día tronza el espinazo y los brazos, y más aquí que pesa tanto la espiga.

—Este año parece que está bueno el trigo.

—Como todos los años. ¡No parece sino que Dios derrama todas sus bendiciones sobre San Bernabé!

—¡Es lástima que no conceda igual beneficio a los pobres pueblos inmediatos!

—Ande Vd., señor, que bien merecido lo tienen por envidiosos.

—Mujer, no digas eso.

—¿Y por qué no lo he de decir? ¡Ay, señor don José, ya se conoce que Vd. no es del pueblo!

—¿También tú sales con esas chocheces? Para el sacerdote todos los pueblos son uno, porque todos los hombres, vivan donde vivan, son hijos de Dios, y, por consiguiente, hermanos.

—Sí, pero a cada uno le tira su pueblo más que los otros, como le sucede a Vd.

La mujer continuó su camino, y poco después, de la chimenea de su casa se alzaba una azul humareda. Sucesivamente fueron pasando otras mujeres, teniendo parecida conversación con el señor cura, y sucesivamente fue alzándose el humo de todas las chimeneas.

IX

El sacristán atravesó el campo dirigiéndose a la iglesia y tocó a la oración. Ya entonces conversaban con el señor cura algunos vecinos que iban llegando de las heredades y se iban sentando bajo las encinas para descansar y charlar un poco y echar una pipada, mientras en su casa se preparaba la cena.

—El señor cura, al oír el toque de la campana, se levantó, se descubrió la cabeza y todos le imitaron.

Rezadas las Ave-Marías, que dirigió el señor cura, todos volvieron a sentarse, a fumar y a charlar.

Poco a poco fueron llegando otros vecinos, hasta reunirse allí casi todos los de la aldea.

Hacia el camino del monte, que subía dando rodeos por la falda occidental de la colina, sonaron cencerrillos de ganado, y un momento después aparecieron en el campo todas las cabras y ovejas del pueblo, que en verano dormían al aire libre en dos grandes rediles, colocados, el de las ovejas, delante de la casa del señor cura, y el de las cabras, delante de la casa del concejo.

Las cabras eran todas blancas, como generalmente lo son aún las de aquella comarca, menos una que era negra como la mora. Esta cabra llamó la atención de los sambernabeses.

—¡Calla! dijo uno de ellos, esa cabra es forastera.

—De juro, asintieron otros.

—¡Hombre, qué gorda y hermosa es!

—¿De dónde es esa cabra negra, pastor?

—Ella, contestó el pastor, forastera es, pero no sé de donde, porque en el monte se han reunido hoy con las nuestras las de Biergol y otros lugares que las tienen blancas, negras y pintas.

Al día siguiente, a la misma hora, la misma cabra apareció en el mismo sitio entre las de San Bernabé, y suscitó la misma o parecida conversación.

Al otro día sucedió lo propio.

—Por lo visto, dijo uno de los vecinos, la cabra negra se ha empeñado en ser sambornabesa.

—¡Y qué alhaja es! ¡Hombre, si revienta de gorda!

—¿Saben Vds. que para una merienda entre todos los vecinos del pueblo, a la caidita de la tarde, en la mesa del concejo, era a pedir de boca?

—¡Escelente idea!

Los sambernabeses tenían en aquel instante flojo el estómago, y ya se sabe que esta flojedad inspira las ideas más atrevidas y pecaminosas. ¡Cuántas gloriosas revoluciones políticas han sido inspiradas por la flojedad de estómago!

X

—¡No digan Vds. disparates! replicó el señor cura disgustado de que aún en broma tratasen gentes cristianas y honradas de apropiarse lo ageno.

—Vd. ha de perdonar, señor cura, le contestó uno de los vecinos; pero no me parece ningún disparate el que nos comamos en amor y compañía una cabra que no tiene dueño.

—¿Y quién les dice a Vds. que no le tiene?

—Cuando nadie la reclama, claro está que no le tiene.

—En ese caso también se dirá que no tiene dueño el bolsillo lleno de dinero que uno se encuentra en un camino, y, sin embargo, no puede uno disponer de ese dinero aunque su dueño no lo reclame.

—¿Que no? ¡Ave-María Purísima! ¡Nunca oí otro tanto! ¡Diga Vd. que yo me encontrara mañana un par de docenitas de onzas, y vería usted si disponía o no de ellas! Lo que se pierde es del que lo encuentra.

—Lo que se pierde es del que lo ha perdido. La Sagrada Escritura dice: «Si encontrares buey u oveja de tu prójimo, devolvérselo debes.»

—Pero venga Vd. acá, señor cura, y dígame una cosa. Si mañana u otro día se va una cabra de las nuestras... pongo por caso, con las de Biergol, y los do Biergol ven que pasan días y más días sin reclamarla su dueño, ¿cree Vd. que no se la comerán?

—Harán muy mal si se la comen.

—Pero se la comerán.

—¡Claro está! exclamaron todos los vecinos.

—Pues yo digo que está turbio, replicó cada vez más incomodado el señor cura, levantándose de su asiento.

—Nada, nada, mañana si Dios quiere, que es domingo, a la caidita de la tarde, hacemos en la mesa del concejo una merendona con la cabra negra.

—No harán Vds. semejante picardía.

—¿Pero por qué no, señor cura?

—Porque sería faltar a los Mandamientos de la ley de Dios.

—¡Cá! repuso con maliciosa sonrisa uno de los vecinos, no es por los Mandamientos por lo que el señor cura se opone a que nos comamos la cabra; es porque sospecha que la cabra es de Biergol.

—Justo, por eso es, asintieron todos los demás.

—Ya me tienen Vds. harto con tan ruines sospechas. Pero ¡no sean Vds. tercos, hombres de Dios! Si quieren tener mañana una merienda, ténganla como Dios manda, pagándola a escote, que gracias a Dios en San Bernabé no hay quien no pueda permitirse ese despilfarro.

—¡A escote! Eso no tiene gracia. La gracia está en que merendemos sin costarnos un cuarto.

—¿A costa del vecino, no es verdad?

—¿Del vecino, eh? ¡Ahí, ahí es donde le duele al señor cura!

El señor cura no pudo aguantar más. Viendo que no hallaba medio de convencer a aquellos tercos, tomó el camino de su casa después de dejarles esta especie de triste profecía:

—Harán Vds. la picardía que se les ha puesto en la cabeza; pero no la harán impunemente. San Bernabé ha sido hasta aquí un pueblo feliz y próspero, porque hasta aquí había sido un pueblo justo y honrado; pero tengan Vds. entendido que los individuos, las familias y los pueblos empiezan a ser desgraciados allí donde empiezan a ser injustos. El primer pecado, por pequeño que sea, es como la bola de nieve, que por pequeña que sea va creciendo, creciendo y aplasta una ciudad.

Los sambernabeses se pusieron un poco pensativos al oír estas palabras pronunciadas de tal modo que parecía animar al señor cura el espíritu profético que vaticinó la ruina de la ciudad deicida; pero como uno de ellos exclamase al fin:

—¡Qué demonios! dejémonos de escrúpulos de monja y merendemos mañana la cabra negra.

—Sí, sí, asintieron casi todos, mañana caerá al rededor de la mesa del concejo, con ayuda de un pellejo de vino que pagaremos a escote.

Y, en efecto, al día siguiente la cabra se merendó entre todos los vecinos en el encinar de la iglesia, con gran algazara y salvas de cohetes y escopetazos y burlescos brindis a los lugares inmediatos, y particularmente a Biergol.

Entre tanto, el señor cura pedia a Dios en la iglesia que no tomase en cuenta la obstinación con que aquellas gentes, hasta allí tan justas y honradas, quebrantaban uno de sus Mandamientos cometiendo el primer pecado.

XI

Una tarde de Agosto, justamente un mes después que los sambernabeses se merendaron la cabra negra, estaba agonizando un anciano de San Bernabé, y el señor cura le prodigaba los consuelos de la religión.

Allá, sobre las cumbres de Ordunte, se ponía oscuro, oscuro el cielo, brillaba el relámpago y rugía la tempestad.

Era la una de la tarde, y los labradores dormían la siesta en sus casas, esperando que en la torre de la iglesia sonasen las dos para volver a sus heredades.

La tempestad se iba acercando, como que se cernía ya sobre los campos de Nava, Jijano y el Berron; pero nadie curaba de ella en San Bernabé acostumbrado como estaba el vecindario a que el señor cura diese buena cuenta de ella con sus conjuros.

Sin embargo, un grito de horror y asombro resonó en todas las casas al sentir sus moradores el estallido de un rayo que partió la mesa del concejo y derribó la encina que la cobijaba y al sentir el ruido de una nube de piedras como nueces que rompía las tejas y los cristales de las casas y destrozaba el ramaje de los frutales de los huertos.

En el momento en que la terrible tempestad se alejaba de San Bernabé, el señor cura salió de la casa del moribundo, entró en la iglesia y tocó a muerto. ¡El anciano a quien auxiliaba acabó de espirar!

Los vecinos salían de las casas, y dirigiendo la vista a la vega desde las cercanías de la iglesia, prorumpían en lágrimas y gritos de desolación: era porque el terrible pedrisco había asolado completamente los campos de San Bernabé. ¡Todo: maizales, viñedos, parrales, frutales, colmenares; todo, todo había sido destruido! Hasta el ganado menudo que pastaba en el campo había sido muerto por el pedrisco.

Muy pronto los lloros y lamentaciones se trocaron en gritos de indignación y amargas reconvenciones dirigidas al señor cura porque no había conjurado la tempestad.

En vano el señor cura hizo presente al vecindario que no merecía tales reconvenciones, porque un deber sacratísimo superior a todo interés humano le había detenido al lado del moribundo, que le pedía no le abandonase en el momento supremo; no faltó quien malévolamente observase que si el señor cura no había conjurado la tempestad, había sido por temor de que retrocediese y diese la vuelta por Biergol, cuyos campos se habían librado de ella a costa de los de San Bernabé y gracias a aquella picardía del señor cura.

Esta insensata idea encontró acogida en el vecindario e indignó de tal modo al señor cura, que éste creyó rebajar su dignidad descendiendo a rechazar semejante absurdo.

XII

Pocos días después de la tempestad, otra tempestad cayó sobro San Bernabé, a pesar de que el señor cura hizo grandes esfuerzos para conjurarla. La cabra merendada por los sambernabeses pertenecía al lugar de Biergol, cuya comunidad poseía un rebaño de cabras conocido con el nombre de rebaño del concejo.

Sabedores los biergoleses de que los de San Bernabé se habían merendado la cabra con acompañamiento de brindis provocativos, entablaron demanda contra ellos, a pesar de que el cura de San Bernabé, su paisano, hizo cuanto pudo para disuadirlos de semejante paso y aun se comprometía a pagar de su bolsillo la cabra merendada.

Los sambernabeses creyeron absurdamente que aquélla era cuestión de amor propio y no de dinero, y juraron que los biorgoleses no habían de ver un cuarto por la cabra, porque todo, todo era envidia y solo envidia que Biergol tenía desde muy antiguo a San Bernabé.

El pleito siguió corriendo instancias y más instancias y haciéndose interminable, con gran contento de la curia, que sacaba las entrañas.....del bolsillo a los sambernabeses.

No era éste el único filón de la mina de San Bernabé que esplotaba la curia: apenas había allí casa que no tuviera algún individuo preso en la cárcel del valle de Mena por quimeras tenidas con los de los pueblos comarcanos. La causa de estas quimeras era también la maldita cabra negra con tanta alegría merendada por los sambernabeses.

No iba uno de estos por ninguna parte del valle de Mena, de Losa, de Tobalina, de Álava, de Vizcaya, de la Montaña y aún del lado meridional del Ebro, sin que tuviera que escoger entre armarse de la paciencia de Job o armarse de una estaca y empezar a estacazos contra todo bicho viviente, porque eran capaces de cargar a Cristo padre las bromas que a cuenta de la condenada cabra negra se daban en todas partes a los pobres sambernabeses.

—¿De dónde sois? les preguntaban.

—De San Bernabé.

—¡Beeee! berreaban entonces los preguntadores, y ya estaba armada la paliza.

Por cerca de la colina de San Bernabé atravesaba una calzada que iba a la villa de Arceniega y continuaba por el valle de Ayala a Orduña. No pasaba por ella hombre ni mujer que al dar frente a San Barnabé no se desgañitase a balar de la manera más provocativa, sin que sirviesen de escarmiento las palizas que con frecuencia arrimaban los sambernabeses a los baladores.

Estas bromas iban ya siendo una pesadilla insoportable para los vecinos de San Bernabé, tanto que no se podía pronunciar delante de ellos el nombre de su pueblo o el del santo que al pueblo daba nombre sin que se les figurase que intencional y malignamente se había prolongado la terminación de aquel nombre.

El mismo señor cura había tenido muchas veces el disgusto de oír en la iglesia murmullos de desaprobación cuando pronunciaba el nombre del santo titular, y aquellos murmullos procedían de que los suspicaces sambernabeses habían creído notar que el señor cura duplicaba la e final del nombre del santo.

Más, aunque parezca increíble y exagerado: hasta las ovejas y las cabras eran ya insoportables a los obcecados sambernabeses, que no podían tolerar sus inocentes balidos, y con frecuencia sucedía una cosa que daba más y más pábulo a las burlas y chacota de los habitantes de aquella comarca.

Oían los sambernabeses un coro de balidos en los sombríos encinares que rodeaban la vega; corrían a los encinares armados de escopetas y bramando de indignación, y se encontraban con que los balidos que tanto habían irritado su bilis eran los de las cabras y las ovejas de la aldea.

XIII

Una nueva calamidad vino muy pronto a aumentar y agravar las que ya afligían a San Bernabé, antes tan feliz y tranquilo: como el arca común había quedado sin un cuarto con el interminable pleito con los de Biergol, y no había que pensar en repartos al vecindario, porque este estaba ahogadísimo con la pérdida total de las cosechas del año anterior, causada por el pedrisco y con los procedimientos judiciales que se seguían particularmente contra los vecinos, se había descuidado la limpia del riachuelo que corría por la vega, y estancadas las aguas, tanto en el cauce del río, como en las zanjas de las heredades, a donde se corría en tiempo de avenidas, las aguas se habían corrompido, y la aldea de San Bernabé, antes tan sana, estaba infestada de calenturas malignas que diezmaban al vecindario y tenían convertidas en espectros a aquellas gentes, en otro tiempo tan robustas que causaban el asombro y la envidia de los viajeros.

Pero no paraban en esto las desgracias que afligían a San Bernabé: la discordia reinaba entre sus moradores, tan fraternalmente unidos hasta el día en que se merendaron la cabra negra.

Estas discordias tienen una esplicación muy sencilla, aunque fuese poco racional la causa de ellas; esta causa era, en primer lugar, la falta de harina, que lo convertía todo en mohina, y en segundo, el empeño que todos tenían en atribuir al vecino la idea de la merienda, que con razón se creía ser origen providencial de todas las calamidades y desgracias que pesaban sobre la aldea.

—¡Maldita sea la tal merienda y maldito el hijo de cabra a quien le ocurrió la idea de que merendáramos la de Biergol! exclamaba cualquier vecino, lamentando las desgracias que la merienda había traído.

Y... que si fuiste tú, que si no fui yo, que si Fulano dijo esto, que si Mengano dijo lo otro, todos querían cubrirse con la túnica de la inocencia y endosar al vecino la hoja de higuera, y de aquí nacían enemistades, y chinchorrerías y linternazos que tenían infernado el pueblo.

Luego, como todos los sambernabeses habían concebido tan irracional prevención contra el señor cura por más que éste hiciera heroicos esfuerzos de paciencia y persuasión para vencerla, hasta los consuelos de la religión faltaban en gran parte a aquellos desgraciados, que tenían la debilidad de creer que el señor cura mezclaba con las santas funciones de su ministerio las rencillas y miserias de que ellos tenían lleno el corazón.

Un consuelo, una esperanza quedaba, sin embargo, a los sambernabeses. Por fin, decían, la fiesta de San Bernabé se acerca, y entonces saldremos de ahogos con los miles de duros que ese día dejan en el pueblo los forasteros. A ver si con esos recursos nos desahogamos un poco los vecinos y el ayuntamiento puede limpiar ese condenado de río, que nos está asesinando, y enderezar ese maldito pleito con los de Biergol, que está arruinando a San Bernabé.

XIV

El gran día, el día de San Bernabé se acercaba. Con quince de antelación se reunieron todos los vecinos de la aldea, según costumbre, para acordar los festejos con que se había de obsequiar a los forasteros. En esta junta o concejo había aquel año una novedad, y era la de no asistir a ella el señor cura, como había asistido todos los años.

Uno de los vecinos tomó la palabra y dijo:

—Señores, no me gusta hablar mal de nadie, y mucho menos del que no está presente, y menos aún del que gasta corona; pero no puedo menos de proponer un voto de censura al señor cura por su falta de asistencia a una reunión tan importante como ésta, falta que este año es más censurable que nunca, porque hasta indica poca caridad, hallándose el pueblo en la desgraciada situación en que se halla.

—Abundo en esas mismas ideas, respondió el mayordomo del santo, que lo era el descendiente del primer poblador de San Bernabé. Es verdad que al señor cura no se le ha avisado este año por causas que todo el mundo sabe...

—Que diga el señor mayordomo qué causas son esas, porque aquí hay que hablar muy claro, pese a quien pese y caiga quien caiga, exclamó otro vecino dando grandes muestras de irritación.

—Pues bien, respondió el mayordomo, las diré, aunque nadie me ha de dar dos cuartos por la noticia. Aquí hay que tratar, aunque sea incidentalmente, de los forasteros, y quizá, y sin quizá, hablando mal de ellos, y hubiera sido poco delicado y generoso el haber citado para esta reunión al señor cura, que tanta afición les tiene.

—A propósito del señor cura, añadió el vecino que había dicho que era menester hablar muy claro, tengo que poner en conocimiento del concejo una cosa que me tiene indignado: el señor cura, no contento con insultarnos hasta en la iglesia misma, añadiendo letras al nombre del santo apóstol, ha enseñado a su loro a burlarse de nosotros, pues el avechucho se permite balar desde el balcón.

Gritos de rabia y miradas amenazadoras, dirigidas hacia casa del señor cura, con acompañamiento de puños cerrados, acogieron esta declaración.

—Señores, dijo con timidez el sacristán, no llevemos tan lejos la desconfianza. El señor cura no tiene la culpa de que su loro bale. Como en verano duermen las ovejas al fresco en el redil que se pone delante de la casa del señor cura y no paran de balar hasta por la mañana, en que después de ordeñarlas se las junta con las crías, el loro ha aprendido por sí solo a imitar sus balidos.

Esta aclaración encontró algunos incrédulos; pero medio creída por la mayoría del vecindario, se dejó en paz al señor cura y se pasó a tratar de las funciones que aquel año se habían de disponer para el día de San Bernabé, y después de mucho hablar, mucho discurrir y mucho divagar, se convino en que las funciones se redujeran a la de iglesia con sermón que por buenas o por malas echaría el señor cura, y al disparo, por la tarde, desde el balcón del señor mayordomo, de cinco o seis docenas de cohetes, y por la noche, de una rueda de fuego, porque en la depositaría municipal no había dinero ni el pueblo tenía de donde sacarlo.

—Pero, señores, observó uno de los vecinos, si no hay más diversiones que esas, ¿qué van a decir los forasteros, acostumbrados como están a que los divirtamos tanto el día del Apóstol? Añadamos siquiera un par de buenos novillos.

—Sí, sí; yo estoy por un par de novillos de los más bravos, asintió el vecino que quería se dijese todo, pesara a quien pesara y cayera quien cayera; pero ha de ser con una condición, y es la de que no se suelten hasta después de haber metido en el coso a todos los biergoleses que hayan venido a la fiesta.

El concejo no estaba para risas, pero aun así rió al oír esta proposición, y no faltó pedazo de animal que la tomó por lo serio.

Convínose en añadir al programa el par de novillos, y el concejo se disolvió en seguida.

XV

Llegó la víspera de San Bernabé con tiempo inmejorable aunque algo ventoso. El campo de la iglesia se llenó de puestos y figones, cada casa se convirtió en una fonda y toda la noche se pasó matando y desollando reses.

La taberna del concejo estaba provista de más de cien pellejos de vino riojano, y en todas las casas se puso ramo de laurel fresco anunciando el sabrosillo zumo de la uva sambernabesa.

En cuanto a la función de iglesia, el señor cura había prometido hacer todo lo que estuviese de su parte para que fuese lo más lucida posible, y había arreglado y estudiado un panegírico del santo que creía había de producir muy buen efecto, particularmente la invocación o apóstrofe final dirigido al santo titular pidiéndole que viera el estado en que se hallaba el pueblo que se honraba con su santo nombre e intercediera con el Señor para que mejorara su triste situación.

Pobres eran las diversiones dispuestas para el día siguiente; pero aun así los chicos y aun los grandes se regocijaban pensando en los novillos, y sobre todo en los cohetes y la rueda de fuego que desde la calle veían puestos en el balcón del mayordomo, donde éste los había colocado pomposamente para que el público pudiera contemplarlos.

Amaneció por fin el tan deseado día y los sambernabeses dirigieron la vista hacia Ayala, hacia las Encartaciones, hacia la Peña, hacia Bortedo, hacia todas partes esperando ver asomar aquella infinita muchedumbre de romeros que en tal día y a tal hora se dirigía otros años hacia San Bernabé; pero con gran sorpresa y dolor sólo descubrieron alguna que otra persona, y entre ellas media docena de escopeteros que el alcalde mayor del valle de Mena enviaba para mantener el orden, que temía se turbase con motivo de las bromas y cuestiones que mediaban entre los sambernabeses y los vecinos de los lugares inmediatos.

Esta falta de forasteros tenía una esplicación al alcance del menos perspicaz: sabíase en todas partes que las calenturas y la discordia reinaban en San Bernabé, y se sabía también que los sambernabeses habían acordado reducir poco menos que a nada las funciones.

Había además otro motivo para que estuviese desanimadísima la fiesta de San Bernabé. Los de Biergol, deseosos de cumplir sus promesas de mandar decir y oír misas en el altar del Apóstol sin necesidad de ir para ello al pueblo que tal ojeriza les tenía, habían erigido una ermita al mismo santo en un llano de su jurisdicción, donde todavía existe y es muy venerada. Más aún habían hecho los biergoleses, y es probable que en ello se mezclase lo profano con lo piadoso: habían anunciado por edictos fijados en todos los pueblos de aquellas comarcas la erección de su ermita a San Bernabé, añadiendo que se abriría al culto solemnemente el día del santo, y en celebridad de tan fausto suceso habría grandes festejos, entre ellos corrida de toros y fuente de vino.

Nada de esto sabían los obcecados y presuntuosos sambernabeses, y si sabían algo creían que se iban a llevar chasco los biergoleses, pues ¡qué forastero había de hacer caso de un San Bernabé hecho como quien dice el día anterior del primer zoquete de encina que los biergoleses habían encontrado a mano!

La hora de la función de iglesia se acercaba, y apenas llegaban a doscientos los forasteros, con la particularidad de no hallarse entre ellos ninguno de Biergol. Tan inesperada falta de concurrencia a la romería tenía desesperados a los sambernabeses, desesperación que se aumentaba con las noticias que se iban recibiendo de que por todas partes se dirigía gente hacia Biergol.

Entonces empezó a correr el sordo rumor de que en todo aquello andaba la mano oculta del señor cura, y hasta se llevó la suspicacia y la malignidad al punto de sospechar si el señor cura habría cambiado la imagen del Apóstol dándosela a los de Biergol y sustituyéndola con la que habían hecho de una encina cualquiera los biergoleses.

El disgusto era tanto mayor cuanto que no cesaban en la calzada que atravesaba los encinares los provocativos balidos de las gentes que iban hacia Biergol, y un incidente que ocurrió poco antes de empezar la misa vino a envenenar más y más los ánimos: algunos de los pocos forasteros que habían venido de lejos, habían almorzado fuerte apenas llegaron, y, como respondiendo a los balidos que oían en la calzada del encinar, se pusieron a balar desesperadamente en el campo de la iglesia, por lo que entre ellos y los del pueblo se armó una paluquina de mil demonios que con dificultad consiguieron contener los escopeteros.

XV

Por fin, empezó la función de iglesia, llenándose ésta de gente. Como la iglesia era pequeña, todos los años se decía la misa mayor en un altar con la venerada imagen del Apóstol, que se colocaba en el pórtico para que desde el campo pudiera la muchedumbre asistir al santo sacrificio; pero entonces no creyó el señor cura que había necesidad de celebrar fuera, por más que la gente estuviese dentro un poco apretada.

La procesión al rededor de la iglesia fue solemne y tranquila, si bien el viento del Sur, que soplaba desde la noche anterior bastante recio, apagó todas las hachas y faltó poco para que derribase imagen y estandarte. Hubiera sido lástima tener que celebrar la misa en el pórtico, porque con aquel airejón no hubiera podido lucir la iluminación del altar, que dentro estaba como una ascua de oro con la infinidad de luces que en él ardían.

Empezó la misa, y después del Evangelio, el señor cura subió al púlpito y comenzó el panegírico del santo.

Apenas había dado principio a su oración, se manifestaron, con escándalo de todas las personas sensatas y piadosas, las brutales prevenciones que los sambernabeses abrigaban contra su candoroso párroco, pues no nombraba este una sola vez a San Bernabé sin que estallasen murmullos de descontento, creyendo el obcecado vecindario que el sacerdote prolongaba intencionalmente la última sílaba del nombre del santo.

Dolorosamente afectado el señor cura con la obcecación e injusticia de sus feligreses, abrevió cuanto pudo el sermón y se volvió hacia el Apóstol para dirigirle el piadoso apóstrofe que había preparado cuidadosamente y esperaba había de producir saludabilísimo efecto, así en el santo como en el vecindario.

—Santo y glorioso Apóstol, exclamó, ve, ve...

Salvajes gritos de ira interrumpieron al predicador, que no pudo completar la frase de «ve, ve el tristísimo estado en que se halla el pueblo que patrocinas!»

—¡Matarle! ¡Matarle! ¡Que muera! gritaban hombres y mujeres promoviendo un tumulto espantoso.

Dos de los más furiosos y desatentados se lanzaron al pie del púlpito, que estaba sostenido casi sólo por una esbelta columna de piedra, y abrazándose a la columna, la sacaron de su base y derribaron el púlpito con el predicador, que fue a dar contra un pilar de la iglesia, donde se deshizo la cabeza.

Como la confusión y el desorden crecían cada vez más, muchas personas se subieron sobre los altares esperando librarse así de morir ahogadas o aplastadas.

Los que habían subido al altar mayor derribaron algunas velas de las muchas que ardían allí, y prendiéndose una cortina, el fuego se estendió rápidamente por el retablo, que estaba como yesca por su mucha antigüedad, y trepando al techo, que era de madera laboreada, se estendió con la velocidad del relámpago por todo el templo, avivado por el viento Sur que entró de repente por las puertas principal y laterales, que abrió de par en par la muchedumbre para lanzarse fuera de la iglesia.

La gente, atemorizada, huía, y los escopeteros pugnaban por apoderarse de los principales promovedores de aquel terrible tumulto, y particularmente de los asesinos del párroco.

Algunos de los perseguidos se refugiaron en casa del mayordomo, que era la más sólida del lugar, y cerrando tras si la puerta, empezaron a hostilizar desde el balcón y las ventanas a los escopeteros que querían forzar la entrada.

Muebles y cacharros y hasta agua hirviendo caían sobre los escopeteros desde el balcón. Entonces los escopeteros hicieron fuego a los que desde el balcón les hostilizaban, y los cohetes y la rueda de fuego, que estaban allí, se inflamaron; el fuego se comunicó al cortinaje interior del balcón, y pronto la casa se vio envuelta por las llamas, que, impulsadas por el viento, fueron apoderándose de las demás de la única calle que constituía casi toda la aldea.

Algunos vecinos y forasteros hicieron desesperados esfuerzos por salvar de las llamas, así el templo como las casas, pero todo fue inútil: ¡pocas horas después, de la hermosa aldea de San Bernabé sólo quedaban montones de escombros, que atestiguaban a dónde puede conducir, así a los individuos como a los pueblos, el primer pecado!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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