El Sacristán de Garáizar

Antonio de Trueba


Cuento



I

Siempre que yo caminaba, valle arriba ó valle abajo, por la carretera paralela al riachuelo sombreado de hayas, castaños, robles y nogales, en vez de absorber mi atención los molinos y las ruinas de ferrerías, como sucede siempre que sigo el curso de algún río ó riachuelo, la absorbía una aldeíta medio escondida en la arboleda, allá arriba, á mitad de la vertiente de la montaña. Aquella aldeíta, que hubiera pasado inadvertida para los que transitaban por el valle, á no ser por las heredades lindamente cultivadas que tenía en sus inmediaciones, y el campanario de su iglesita que sobresalía de la arboleda, y alguna que otra casa que blanqueaba entre ésta, era la de Garáizar.

Tenía yo mucho deseo de trepar á ella, no tanto porque me enamoraba su situación, como-por lo mucho y bien que de ella me hablaba el señor cura de Basarte siempre que le visitaba, yendo con algunos amigos aficionados á la caza, que á mí sólo me gusta en el plato y como pretexto para pasear al aire libre y recrearme con los encantos dé la Naturaleza virgen, ó poco menos, del contacto del hombre.

El señor cura de Basarte era natural de Garáizar y tenía un vicio parecido á otro mío, que era el de no encontrar pueblo tan de su gusto como aquél donde había nacido y tenía los recuerdos de la familia y la infancia.

El bello ideal del señor cura de Basarte, que aún era joven, era, como el mío, vivir y morir en su aldea natal.

Iba yo vallecito abajo un hermoso día de la Ascensión del Señor, por la mañana, cuando oí tocar á misa en Santa María de Garáizar. Ya la había oído en el pueblo de donde venía, pero había llegado á la iglesia un poco tarde y me remordía un poco la conciencia el haber oído misa incompleta en día tan señalado.

Este remordimiento me sirvió de pretexto para decidirme á subir á Garáizar, oir misa completa y curiosear un poco por la aldea, á ver si el señor cura de Basarte tenía razón para estar tan enamorado de su pueblo como yo del mío, y descender al valle para proseguir mi camino, absorbiendo mi atención los molinos y las ruinas de ferrerías.

Hala, hala, en mi caballito de San Francisco, que es el más á propósito en Vizcaya para viajeros como yo, que corren más con la cabeza que con los pies, subí á Garáizar precisamente cuando sonaba el último toque de misa y todos los vecinos entraban á oiría.

La iglesia era de modesta fábrica, pero sobremanera aseada; y su interior, que examiné desde el coro, donde oí misa, estaba embellecida con las sencillas galas que la fe y el amor encentran siempre para hermosear aquello que reverencian y aman, y entre los vecinos, casi en su totalidad reunidos entonces allí, apenas encontré más que modestísimas gentes labradoras; y digo apenas, porque constituían alguna excepción de ellas un anciano que oía misa en el presbiterio y una anciana que, acompañada de dos jóvenes de su sexo, la oía al pié de la primera grada, cuidando de las luces de la única sepultura que estaba alumbrada con cirios colocados en hacheros. Tanto el primero como las segundas vestían el traje usual de la clase media.

Terminada la misa, salí á la plaza, ó sea al campo que rodeaba la iglesia, y me llamó mucho la atención que allí no sucediera lo que por aqui sucede en todas las aldeas después de misa, que es ponerse á jugar los mozos, ya á la pelota, ya á la barra ó ya á los bolos, en la inmediación del templo, hasta que suenan las doce, ó sea la hora de comer.

Las mujeres se encaminaron á sus casas, dispersas en la arboleda, y en cuyas chimeneas empezó poco después á espesar el humo, y los hombres de todas edades se quedaron en el campo formando grupos y charlando por lo común, según pude oir, del estado del campo, de sus proyectos agrarios y de sus yuntas de bueyes, pretendiendo cada cual que la suya era la más maja y más valiente de todas.

Cuando me disponía á recorrer la aldea para satisfacer por completo mi curiosidad, que hasta entonces no había quitado del todo la razón al señor cura de Basarte, noté que todos los vecinos echaban mano á boinas y sombreros, y vi que era saludando al señor cura, que salía de la iglesia.

Entonces me encontré con que el señor cura de Garáizar no era otro que el de Basarte.

Apresuróme á salirle al encuentro, le expliqué mi subida á Garáizar, á su vez me explicó su traslación al pueblo natal, donde estaba contentísimo; y como me exigiese que fuera á comer con él, á cuyo electo me indicó su casa, que estaba casi enfrente de la iglesia, aceptó su obsequio y nos separamos, quedando yo en que así que diesen las doce iría á su casa, después de ocupar el tiempo que faltaba para aquella hora en ver las curiosidades de la aldea, entre ellas una casa con honores de palacio que llamaba mi atención no lejos de la plaza.

Así que vi entrar al señor cura en su casa, oí en ésta alboroto y lamentos de volátiles, que supuse eran sacrificados en mis profanas aras.

Entretúveme recorriendo la aldea, entre cuyos edificios, pobres, pero aseados y alegres, sólo había uno capaz de excitar mi curiosidad arqueológica y artística, que era el que desde luego había llamado mi atención, y se designaba con el nombre del Palacio, algo aventurado á pesar de su fachada de sillería, su gran escudo de armas, el oratorio que tenía enfrente y el cercado que tenía á la espalda, todo en decadencia material.

Cuando sonáron las doce me encaminé á casa del señor cara, como se encaminaban á las suyas todos los vecinos de la aldea, y poco después nos sentamos á la mesa el señor cura, una hermana suya, viuda, con quien vivía, y yo.

La comida fué sabrosa, cordial y alegre, y después de terminada, el señor cura y yo nos fuimos á dar una vuelta por los alrededores de la aldea hasta que llegase la hora, para él del Rosario y para mi de descender al valle y continuar mi interrumpido camino en busca de un hogar donde el día de la Ascension del Señor algo muy querido mío echaba de menos mi ausencia más que otros días.

Como al emprender nuestro paseo manifestase yo al señor cura que había llamado y llamaba mi atención el que ni después de misa ni después de comer viese á nadie jugar en la aldea, el señor cura me dijo que en Garáizar había tal horror al juego hacía algunos años, que ni áun sin interés alguno quería jugar nadie, temiendo caer al fin en tentación de jugar con interés y venir á parar en lo que paró el sacristán de Garáizar.

Picó extraordinariamente mi curiosidad esto del sacristán, tanto más, cuanto ya había yo visto en algunas aldeas de aquella comarca á más de una madre de familia reñir á sus hijos cuando los veía jugando al cotan, como aquí se llama á lo que en otras partes el chito, y en nuestras Encartaciones la tuta, diciéndoles que así había empezado el sacristán de Garáizar; y como rogase al señor cura que satisfaciese aquella, curiosidad, me contó la triste historia que, á mi modo y como Dios me dé á entender, voy á contar tras este pesado introito.

II

Batis ó Bautista, el sacristán de Garáizar, se había criado como quien dice en la iglesia „de la aldea, donde á la edad de ocho años ya ayudaba, á misa, encendía las luces, tocaba las campanas, barría la iglesia, y en menos palabras, desempeñaba á las mil maravillas el oficio de monaguillo.

Dice el refrán: «Si quieres ver á tu hijo pillo, ponle á monaguillo»; pero Batis desmentía este refrán, porque no había en la aldea chico tan juiciosito, pundonoroso y sin malicia como él. Desde que tuvo uso de razón sobresalieron entre sus buenas cualidades la piedad y el amor á la Iglesia, como que llevaba esta cualidad hasta el extremo de no atreverse nunca á limpiar el polvo de los santos á zurriagazos, ni á apurar una vinajera, ni á comerse una hostia, ni á limpiar las lágrimas á una vela, ni á apropiarse un ochavo escapado por las rendijas del cepillo de las ánimas benditas.

En cuanto á juegos, llevaba su escrúpulo al extremo de no querer jugar con los chicos de su edad á más interés que el de Padrenuestros por el último que había muerto en la aldea.

Tan respetuoso era con todos, y particularmente con el señor maestro de escuela, que al jugar al burro, diversión que consiste en saltar, los chicos por encima de otro inclinado de medio cuerpo arriba, nunca quiso usar, pareciéndole irrespetuosa, la frase: «buenos días, señor maestro», que dirigen los chicos al que hace de burro, al ir á saltar por encima de él.

Lo único que pudiera haber dado ocasión á que se le tuviera por pillo era lo que pasaba con él en los juegos de inteligencia y destreza, propios de los muchachos; porque, fuera el juego el que fuese, rara vez dejaba Batis de ganar, lo que generalmente se atribuía, no á pillería suya, sino á gracia que Dios le había dado para eso.

Le empezaba ya á apuntar el bozo é iba echando aquella voz como de gallina clueca que caracteriza el tránsito de la niñez á la adolescencia, y el pobre Batis experimentó un terrible pesar, y fué, que asi el señor cura como el sacristán, éste último viejecito y que le quería como á hijo, le dijeron que con mucho sentimiento de ambos no servía ya para monaguillo, porque estaba feo que hiciese de tal un zagalón como él iba siendo, en vez de un niño que en lo físico y en lo moral representase la inocencia.

Esta era, al parecer, la única causa del pesar de Batis; pero había también otra, que sólo Dioa y él sabían: y era que Batis quería mucho á una chica del sacristán, casi de su edad, y rabia y sonrosada, de la que podía cantar:


No toda esperanza es verde
como la gente asegura.
que yo tengo una esperanza
y es sonrosadita y rubia.


Porque como la chica del sacristán también: le quería á él mucho, no era aventurado que el pobre Batis tuviese una esperanza de aquel-color.

Se habían criado casi juntos y viéndose casi á todas horas hasta en las faenas de la iglesia, en muchas de las cuales le acompañaba la chica del sacristán, y Batis temía, con razón, que una vez exonerado del monaguillazgo, el trato de ambos se hiciese raro, y algún otro mozuelo concibiese también alguna esperanza sonrosadita y rubia como la suya.

La víspera del día en que Batis debía ser reemplazado por otro monaguillo, el pobre Batis estaba barriendo la iglesia, y en verdad que había hecho mal en regarla con agua para que no se levantase polvo, porque ¿qué mejor riego que las lágrimas que caían de sus ojos?

Cuando Batis estaba en esto, Rosa, que así se llamaba la chica del sacristán, entró en la iglesia á llevar en un canastillo unos paños de altar que ella había lavado y planchado con mil primores, porque era alhaja para estas cosas y para todo.

También la pobre chica tenía llenos de lágrimas, por más que procuraba ocultarlas, aquellos ojitos de gloria que Dios le había dado.

—¿Con que mañana te marchas, Batis?—preguntó á éste en la sacristía con la vocecita medio ahogada por un sollozo.

—¡Sí, Rosita!—contestó Batis del mismo modo..

—¿Y qué vas á hacer luego?

—Tendré que irme á ganar la vida sabe Dios dónde.

Rosa y Batis se asieron de la mano llorando, y sin saber lo que hacían y como para pedir á ïa Virgen que los amparase, salieron á la iglesia y se arrodillaron en las gradas del altar mayor, y allí estuvieron así un rato, llorando y mirando con ansia á la Madre de Dios, pidiéndole no sé qué, pues ni áun movían los labios.

Pero hé aquí que aquella misma noche el sacristán se muere, y de la noche para la mañana, Batis se encuentra con el ascenso inmediato en vez de encontrarse cesante, porque todo Garáizar, empezando por el señor cura, estuvieron acordes en que Batís era como pintado para suceder al difunto en el sacristanazgo, qué de buenas ganas hubiera renunciado Batis porque el difunto resucitara.

No era cosa mayor lo que el sacristanazgo producía; pero, así y todo, era buena base para mañana ú otro día casarse, y sostener decentemente á la familia, como el difunto había sostenido á la suya.

Yo sóy de opinión que el hombre hasta los veinticinco años no debe de empezar á ojear muchachas, para escoger una buena con quien casarse, y aún llevo esta opinión hasta pensar que el ojeo se puede prolongar sin violencia hasta los treinta; pero váyales usted con estas filosofías á los chicos de dieciséis á veinte, que para cuando han llegado á esta última edad no pueden ya con los totnazosde novela que han compuesto. y Batis era huérfano; huérfana era ya también Kosita; los dos eran grandes novelistas; y de esto, y de lo otro, y de lo demás allá, resultó que se casaron antes de cumplir Batis los veinte años y Kosita los dieciocho.

Estaban los dos tan enamorados, que hubieran hecho lo mismo, aunque para ello no hubiesen tenido más razón que la de «contigo pan y cebolla»; pero la verdad es que además de esta razón tenían la de ser los dos muy laboriosos y económicos y contar, no sólo con los rendimientos del sacristanazgo, sino también con los de una haciendita que habían manejado los padres de Rosa y en la que á éstos había sucedido la nueva parejita.

Esta parejita era muy del gusto de los amos de la casa y la hacienda, que eran los Señores, como por antonomasia se llamaba en Garáizar á los de Palacio. Y en prueba de que la parejita era muy del gusto de los Señores, añadiré que éstos fueron padrinos del primer fruto de bendición que tuvieron sus inquilinos los sacristanes, que fué una chica sonrosadita y rubia como su madre.

III

Hacía ya muchos años que Batis y Rosa se habían casado, como que la chica mayor estaba va tan espigada, que bebía los vientos por ella un guapo chico de Garayalde, hijo único de los caseros más ricos y estimados de aquellos contornos.

Familia más feliz que la del sacristán de Garáizar, no podía haberla en el mundo con ser mundo, aunque, sin ir más lejos, en Garáizar mismo las había más ricas.

Es verdad que nada sobraba en casa del sacristán, pero tampoco faltaba nada. El amor, la economía bien entendida, y el buen gobierno, convertían aquella casa en paraíso.

Esto en cuanto á la familia del sacristán en general; en cuanto al sacristán en particular, preciso es decir que le faltaba algo para ser completamente feliz, y este algo era el no tener siquiera esperanzas de ver salir á la iglesia de Garáizar de la pobreza en que yacía.

Apenas pasaba semana sin que á Garáizar llegase noticia de que en alguna iglesia de la comarca se había hecho ó se iba á hacer alguna obra de embellecimiento á expensas de los feligreses ó de algún piadoso bienhechor; y entonces Batis pensaba más que nunca en las necesidades de la que llamaba su iglesia, y exageraba estas necesidades y le faltaba poco para llorarlas.

La iglesia de Garáizar era para él, como quien dice, su casa natal, y el amor que le inspiraba en este concepto, se unía el que le inspiraba en el concepto de casa de Dios.

«Quien bien te quiere te hará llorar», dice el refrán, y ésta es una verdad como un templo, ya que de templo hablamos. Cuando yo era pequeñito tenía que andar siempre escapando de un vecino nuestro que, á pesar de ser el que más me quería, me hacía llorar siempre que me echaba mano frotándomela carita con su caraza, que tenia unas barbas como cerdas de jabalí.

Bien querían á Batis todos sus vecinos, pero áun, así le daban con frecuencia ratos muy pícaros con noticias por el estilo de éstas.

—Batis, ¿no sabes que un indiano ha regalado á la iglesia de Munondo una Virgen, que más hermosa no la hay en tocias las iglesias de Vizcaya?

—Batis, no le vendría mal á la iglesia de Garáizar que la pusieran tan maja como han puesto á la suya, por dentro y por fuera, los de Ele-azuri, pintándola y blanqueándola.

—Batis, á ver si encuentras á algún rico que quiera ganar el cielo gastándose unas cuantas onzas de oro, cambiando ese cencerro que tenemos en el campanario, por una campana tan sonora como la que ha regalado otro rico á la iglesia de Ibarralde.

—Batis, te quedabas bizco con el resplandor del oro y la seda, si á la Virgen de Garáizar la regalaran un manto como el que ha regalado á la de Bolínaga una devota.

—Batis, el mate que los de Garáizar dábamos á los de Olachueta, diciéndoles que su iglesia parecía una ferrería vieja, nos le darán ellos á nosotros, pues se va á hacer nueva la de Olachueta con el dinero que para eso ha dejado uno de allí, que ha muerto en Buenos Aires.

Estas noticias desesperaban al pobre Batis, á pesar de su religiosidad y propensión á alegrarse del bien ajeno, porque sobre esta religiosidad y esta propensión, estaba el santo dolor de que la iglesia de Garáizar no tuviese favorecedores como los tenían casi todas las de la comarca.

Y ciertamente, la iglesia de Garáizar necesitaba estos favorecedores, porque desde que el Palacio no producía generales, ni obispos, ni consejeros de Castilla, nadie le regalaba ternos, ni alhajas de oro y plata, y los primeros los había devorado el tiempo, y las segundas las había derretido el españolismo de Vizcaya para defender á la patria de las invasiones extranjeras de últimos del siglo pasado y principios del presente.

IV

Los señores del Palacio eran muy religiosos y desprendidos, pero necesitaban para vivir con tal cual desahogo y con el decoro propio de su clase., las rentas de media docena de caserías, un par de molinos y algunos otros bienes de que eran dueños.

Su casa era en otro tiempo rica, pero había venido muy á menos desde que habían dejado de labrar y se habían arruinado, orilla del río que descendía por el valle próximo, dos ferrerías de que eran dueños y explotaban por sí mismos, y desde que el montazgo, de que su casa era rica, había perdido gran parte de su valor, por efecto de la depreciación de los carbones, que había sido consecuencia de no quedar apenas ninguna de las ciento cincuenta ferrerías que había en Vizcaya á fines del siglo pasado, supliéndolas las grandes fábricas, que casi sólo consumen carbón mineral. Aun los molinos adjuntos á las ferrerías y sobrevivientes á éstas habían ido mermando su producto con motivo del establecimiento de las que se denominan fábricas de harinas.

Aquella casa era de las más antiguas y calificadas de Vizcaya, y de ella habían salido un general, un consejero de Castilla y un obispo de Nueva España, cuyos retratos se conservaban con gran veneración, en compañía de otros, lo primeros en la sala principal y el último en la capilla ú oratorio de la Piedad que subsistía enfrente del Palacio y era fundación de su ilustrísima.

El señor don José Ignacio de Garáizar y la señora doña María Josefa de Garaizalde, su esposa, eran personas bondadosísimas, y no lo eran menos sus dos hijos, que á la sazón estudiaban en las Universidades de Salamanca y Madrid, y sus dos hijas, solteras.

Todas las noches, después de anochecer, en el Palacio había tertulia, compuesta, además de los Señores, como por antonomasia se llamaban á los de la casa, del señor cura, el cirujano, el maestro de escuela, el sacristán y alguno que otro vecino y áun vecinas de las más aseñoreadas, si bien éstas con las de la casa formaban tertulia aparte, charlando y haciendo cada cual su labor, mientras los del otro sexo jugaban al mus, á cuyo juego era muy aficionado el señor don José Ignacio.

Felizmente para éste y sus compañeros, muchas noches Batís no tomaba parte en el juego, porque estaba de mal humor por haberle hecho pensar en la pobreza y desgracia de la iglesia de Garáizar alguna noticia recibida aquel día de donativos ó mejoras realizadas ó proyectadas en alguna otra iglesia de la comarca.

Y digo que felizmente para los jugadores el sacristán no tomaba parte en el juego muchas noches, porque Batis ganaba casi siempre que la tomaba. Su suerte para el juego continuaba siendo tan maravillosa como cuando jugaba al cotan en el pórtico de la iglesia; y digo su suerte y no su habilidad, porque no cabe la suposición de habilidad en hombres tan candorosos y cortos de entendimiento como era el buen sacristán de Garáizar.

Aunque en el juego apenas se arriesgaba más que el amor propio, pues cada jugada era de ochavo por barba, el señor don José Ignacio, que presumía de buen jugador, no podía sufrir con paciencia, á pesar de ser mucha la suya, la suerte de Batis; pero como su bondad y su afecto á Batía superaban á su deseo de salir ganancioso en el juego, pasaba un nial rato cada noche que el sacristán iba á la tertulia y sin ganas de jugar.

—¿Qué es eso, Batis? ¿Vienes también de murria esta noche?—preguntaba al sacristán.

—¡No he de venir, señor amo, con lo que le pasa ä nuestra pobre iglesia!—contestaba Batis.

—¿Pues qué le pasa, hombre?

—Que á la de Ibarrabeitia le van á poner pararrayos en la torre, á pesar de que no los necesita por estar en una hondonada; al paso que á la de Garáizar, que los necesita más que ninguna, por estar muy en alto y tener una torre que llega al cielo, todos parece decirle: «¿á ver cómo no te parte un rayo?»

—Hombre, eso es sentir el bien ajeno, y tal sentimiento no está bien en nadie, y mucho menos en hombres de Iglesia y buenos cristianos como tú.

—Pero, señor amo, yo no me entristezco por el bien ajeno.

—Pues si no, ¿por qué te entristeces?

—Me entristezco por el mal propio.

Temeroso don José Ignacio de distraerse del juego y perder con esta disputa, ponía término á ella; y para no pensar en las penas de Batis, aunque tuviera cartas pésimas, echaba un órdago que temblaba la casa.

V

Una noche, las de la tertulia femenina y particularmente la señora doña María Josefa, habían tentado la paciencia del señor don José Ignacio, echándole en cara „que, á pesar de sus ínfulas de gran jugador, sólo ganaba cuando Batis no tomaba parte en el juego, y augurándole que aquella misma noche le había de suceder lo que sucedía siempre que jugaba Batis.

Don José Ignacio se propuso echar el rey to de su habilidad en el juego, para desmentir el augurio, y á su vez tentar la paciencia á las mujeres.

En efecto, se devanó los sesos por ganar la partida; pero, según costumbre, la ganó Batis.

—Hombre—exclamó el señor don José Ignacio, entre despechado y alegre, por ocurrírsele una gran idea—tú, Batis, eres pobre porque te da la gana, y pasas la pena negra viendo la pobreza de la iglesia porque te da la gana también.

—¿Qué es lo que usted dice, señor amo?

—No digo más que la verdad. Si fueras á una de esas casas de juego que dicen hay hasta en Bilbao, y te pusieras á jugar, con la bárbara suerte que tienes en el juego dejabas sin un cuarto á los viciosos que allí se reúnen para derrochar capitales que casi siempre han ganado á gantes más honradas que ellos.

—¡Dios me libre, señor y amo, y nos libre á todos de entrar en esas casas de perdición! Malo es que uno no pueda reunir en toda su vida siquiera una onza de oro para emplearla en una obra santa como la de dar siquiera un blanqueo interior á nuestra pobre iglesia que tanto lo necesita; pero mil veces peor sería que la reuniese y cayese en la tentación de ir con ella á casas donde, aunque se gane el oro y el moro, se pierde el alma, que vale más que todo el oro del mundo.

—Tienes razón, hombre—asintió don José Ignacio, y asintieron también el señor cura y los demás tertulianos, mudando todos de conversación.

Aquella noche, así don José Ignacio como Batis, anduvieron dando vueltas y más vueltas en su imaginación, lo mismo dormidos que despiertos, á la ocurrencia del primero.

Llegada la noche siguiente, á don José Ignacio volvieron á quemarle la sangre, aun más que la noche anterior, su mujer y las demás de la tertulia, diciéndole que á pesar de tenerse por un gran musista, aquella noche, como la anterior y todas las que en lo sucesivo jugase con Batis, saldría con las manos en la cabeza. Don José Ignacio se propuso hacer el supremo esfuerzo para desmentir el pronóstico; pero, á pesar de todos sus esfuerzos, lejos de desmentirlo, le confirmó, siendo también derrotado por el sacristán.

—Batis—exclamó don José Ignacio—repito lo que dije anoche: que á ti te ha dado Dios gracia especial para el juego, y es lástima que no la utilice? en favor de nuestra querida y pobre iglesia. Hombre, precisamente hoy me ha traído el inquilino de Aldaosilla cincuenta «ducados que me debía de rentas atrasadas, y yo consideraba perdido?, como hubiera sucedido á no haberle enviado por primera vez unas cuantas onzas de oro el chico que años atrás mandó á América. Los tomas, te vas á Bilbao con ellos, y con la suerte que Dios te ha dado para el juego, dejas sin un cuarto á todos los bribones que Allí se reúnen para tirar de la oreja á Jorge; vuelves con un dineral y le gastas hasta el último ochavo en poner nuestra iglesita de modo que sea la envidia de toda la comarca.

—Por Dios, señor amo, no diga usted eso, que, como dijo el otro, lo mal ganado lo lleva el diablo.

—¿Cómo que mal ganado? ¿Mal ganado lo que se gana para darle el santo destino que tú le has de dar, en lugar del que le dan aquellos perdidos, que es el de volverlo á perder en el juego ó en vicios peores aún?

—Eso también es verdad, señor amo, pero...

—No hay pero que valga, hombre. Siento que esta noche no haya venido el señor cura á la tertulia; que si hubiera venido, de seguro me hubiera dado la razón.

—Pues bien, señor amo, le consultaremos mañana, y si lo aprueba...

—Si lo aprueba, haz cuenta que ya tenemos nuestra pobre iglesita convertida en una catedral. Pero me ocurre una cosa, y es que no debemos decir nada de esto al señor cura, ni áun se lo debes decir á Rosa.

—¿Y por qué no, señor amo?

—Hombre, no sé cómo explicarlo, pero puede que lo consiga diciéndote lo que me sucedía á mí cuando mis hijos eran chiquitos. Jugaban ahí fuera con otros de su edad, algún chico les pegaba, y yo que lo veía desde el balcón, si no creía prudente decirles que cascasen las liendres al que les había pegado, me alegraba cuando se las cascaban.

—Ya le entiendo á usted, señor amo.

—Probablemente el dinero que ganes á los jugadores lo habrán ganado ellos jugando con trampas, que es tanto como haberlo robado; y como dice el refrán, el que roba á un ladrón, tiene cien días de perdón.

—Todo eso, señor amo, no me acaba de convencer de que un hombre como Dios manda no peca metiéndose á jugador, porquero he oído decir que los jugadores se envician de tal modo en el juego, que para satisfacer el vicio venden aunque sean los clavos de su casa, y roban aunque sea el cepillo de las ánimas benditas...

—Eso lo hacen los jugadores sin Dios ni ley, pero no hay peligro de que lo hagan los hombres como tú.

—En eso tiene usted razón, señor amo. En fin, si usted se empeña en que he de jugar, jugaré, tranquilizando mi conciencia con pensar que lo que usted me aconseja no puede ser malo, aunque á mí me lo parezca por ser un pobre bolonio.

—Pues no hablemos más del asunto. Toma los cincuenta ducados, y mañana te vas á Bilbao con cualquier pretexto, por ejemplo, con el de que vas por mandato mío, y vuelves trayéndolos convertidos, aunque no sea más que en cincuenta mil reales, que con eso ya se puede poner la iglesita como nueva.

—¡Vaya si se puede!—exclamó Batis, tomando los cincuenta ducados en veintisiete duros y medio, y chispeándole los ojos de esperanza y alegría.

VI

Rosa esperaba ya á Batis con la cena.

Rezaron todos el Rosario, se sentaron á la mesa, después de bendecirla Batis, y se pusieron ú cenar con caras de pascua padre é hijos, porque en aquella casa no se conocían otras caras.

—Mañana si Dios quiere—dijo Batis—después de ayudar á misa y pedir permiso para el viaje al señor cura, que esta noche no ha asistido á la tertulia, iré á Bibao á hacer unos encarguillos de los amos. Ya me darás tú, Rosa, algunos cuartos para el viaje, que aunque llevo aquí dinero á cuenta, es de los amos y no mío.

—Pero, hijo—exclamó Rosa—¿para decir eso te pones colorado? Te daré aunque sea todo el poco dinero que hay en casa, que no es justo que eches mano de lo que no es tuyo ni que carezcas de lo que te haga falta. Santo y muy bueno que no se desperdicie; pero no lo es menos que habiéndolo no carezca de lo necesario un hombre como tú, que, aunque á una le esté mal in decirlo, no tiene pero en saberlo ganar honradamente.

La mañana siguiente hubo en casa de Batis el primer disgusto que había habido entre Batis y su mujer desde que se casaron.

Batis, que durante toda la noche apenas había dormido, inquieto con el remordimiento de haber guardado por primera vez de su vida un secreto á su mujer, concluyó al volver de la iglesia por revelar su secreto á Rosa; ésta se escandalizó de que su marido hubiese consentido en poner los pies en una casa de juego, y sobretodo enjugar en semejante casa, y rogó á su marido hasta de rodillas que devolviese al amo los cincuenta ducados y esperase sólo de Dios y no del vicio la restauración de la iglesia.

Batis procuró meter en el entendimiento de Rosa las razones que el señor don José Ignacio había metido en el suyo, y no consiguiéndolo ni atreviéndose á confesar al amo que había contravenido á su encargo de no decir ni áun á Rosa á lo que iba, emprendió su viaje á Bilbao casi tan desconsolado como dejaba á Rosa.

En el camino se tranquilizó algún tanto, concibiendo el firme propósito de jugar sólo un duro para probar si era del agrado de Dios el que jugase, y si le perdía no jugar más entendiendo que no lo era.

Cuando llegó á Bilbao, como era tan piadoso, lo primero que hizo fué visitar las iglesias, y al verlas tan hermosas y ricas de ornamentos, de imágenes y de todo, se consoló y animó con la esperanza de ver así á la iglesia de su aldea, que ya he dicho amaba en el doble concepto de ser verdadera casa de Dios y casi su verdadera casa natal.

Una gran dificultad se le ofrecía, y era la de averiguar dónde había alguna de las casas de juego de que hablaba el amo, sin poder precisar en qué sitio de Bilbao estaban.

Como viese venir hacia él un señor cura, pensó que nadie mejor que un sacerdote podría darle razón de lo que buscaba, y le preguntó:

—Señor cura, ¿podrá usted decirme dónde hay una buena casa de juego?

Aunque Batis hizo esta pregunta en castellano, la concibió en vascuence, en cuya lengua el calificativo de buena no significaba lo que en castellano, y sí sólo una casa de juego en que no se reuniera gente mala.

El señor cura, por única contestación, le miró con más lástima que desprecio, creyendo que se burlaba irrespetuosamente de él, y continuó su camino, lo que atribuyó Batis á razones análogas á las que don José Ignacio había previsto en el señor cura de Garáizar, para desaprobar la ida á la casa de juego en el caso de consultarle sobre ello.

Un hombre que también pasaba á la sazón y había oído la pregunta, suplió el silencio del señor cura, brindándose á acompañarle á una buena casa de juego, á donde dijo asistir él y ganar mucho dinero.

En la casa adonde fué conducido Batis se jugaba á la banca. Este juego viene á ser lo siguiente, que á Dios gracias sólo sé por informes de la Academia de la lengua castellana, que debe tener más picardías que yo, y á la que no llamo de la lengua española, porque la Academia no sabe más que una y en España hay varias.

El que lleva el naipe y se llama banquero, pone una cantidad de dinero que se llama banca, y los que juegan contra él ponen sobre las cartas que eligen la cantidad que quieren. El banquero las va echando una á una á derecha é izquierda, tomándolas de la parto superior de la baraja. Las cartas que caen á la derecha las gana el banquero, y las que caen á la izquierda, los que apuntan. Es muy posible que esta explicación dé testimonio de que, en efecto, sólo conozco de oídas el juego de banca, á pesar de haberse descrismado la Academia por enseñármele.

Batis puso un duro á una carta, esperó con ansiedad y le perdió con tanta sorpresa como dolor, porque aquella pérdida significaba no tanto la de un duro, como otras cosas mucho peores: que Dios no aprobaba que jugase, á pesar de la santa intención con que lo hacía; que su suerte hasta en el juego de azar no era poco menos que infalible, como todos en Garáizar y áun él mismo, pensaban, y sobre todo, que habían volado sus esperanzas de convertir poco menos que en una catedral, su pobre y querida iglesia de Santa María de Garáizar.

Iba ya á retirarse poco menos que desesperado, pero dijo para sí:.

—¿Y se han de quedar estos tunantes con mi duro, y yo he de renunciar por completo á la esperanza, que tanto el señor amo como yo habíamos concebido?

Así pensando, y siguiendo el ejemplo del que le había acompañado á la casa de juego, que, aunque como él había perdido lo que había puesto, volvía á poner, puso otro duro á otra carta, y también le perdió.

Ciego ya de dolor y de odio á los que ya le habían llevado dos duros, pensó para sí:

—Lejos de consentir que se rían de mí estos bribones, debo procurar el desquite, para ver si consigo reírme yo de ellos.

Y en lugar de poner un duro puso dos, siguiendo el ejemplo del jugador consabido, que también doblaba la puesta.

También perdió los dos duros.

Así pensando y así rabiando, ganando á veces algo y volviendo á perder más de lo que había ganado, concluyó por quedarse, no sólo sin los cincuenta ducados del amo, sino también sin el puñado de pesetas que le había dado su mujer.

VII

En todas las aflicciones de su vida, Batis había buscado y encontrado consuelo en Dios. ¿Cómo al salir de la casa de juego en la mayor de sus aflicciones no le pasó siquiera por el pensamiento la idea de acudir al consolador de los afligidos? ¡Acaso sería porque al entrar en aquella casa había empezado á olvidar á Dios, y en ella había concluído por olvidarle del todo!

Vagó largo rato por las calles de la villa, tan abstraído en su deseo de encontrar el desquite, ó hablando con más propiedad, de encontrar la venganza, que, al pasar por delante de algunas iglesias, ni siquiera se acordó de santiguarse, él que tan profundo y sincero hábito tenía hasta de doblar la rodilla ante las casas santas!

Atento casi toda su vida al cumplimiento de su obligación diaria en la iglesia de su aldea, apenas había salido de ésta, y, por tanto, muy pocas veces había estado en Bilbao, donde conocía muy pocas personas.

Fuése á ver á una de ellas, é inventando un embuste, que fué el de que había venido á hacer algunas compras y le había faltado dinero, le pidió prestados cien reales y los obtuvo, prometiendo devolverlos acaso al día siguiente.

Volvió con ellos á la casa de juego ansioso del desquite, y los perdió también.

Fué á ver á las demás personas que conocía, y á pesar de haberles mentido lo más ingeniosamente, que su conturbado entendimiento le permitía, no pudo obtener de ellas préstamo alguno, no porque dudasen de él, pues ya sabían que era hombre honrado, sino porque les pasaba lo que á todos que vivimos al día, que al sentimiento de no tener, unimos la vergüenza de no poder dar.

Y entonces, lleno de rabia y de desesperación, se preguntó:

—¿Y he de volver á la aldea sin un cuarto, entrampado y sin vengarme de los bribones que me han robado lo mío y lo ajeno?

Tendría gracia para los discretos, si no tuviera vergüenza para la humanidad, á cuyo gremio partenecía entre los más honrados el sacristán de Garáizar, el llamar bribones á los jugadores el que había venido á Bilbao á jugar y había jugado rabiosamente.

Batis usaba un reloj de plata muy lindo, que Rosa le había regalado de recién casados, un día de San Juan Bautista, y para cuya compra había hecho prodigios de economía y privaciones personales. Pensó en empeñarle; pero viendo;al intentarlo que le daban muy poco, pensó con horror en venderle, y al fin le vendió; tomó el puñado de duros que por él le dieron, se fué con ellos á la casa de juego, y cuando casi se iba desquitando de todo lo que había perdido, creyó que ya que al fin la suerte se había puesto de su parte, debía aprovecharla, siquiera para volver á la aldea con los cincuenta ducados convertidos en cincuenta onzas de oro, con que ya se podría siquiera dar un blanqueo interior á la iglesia y refundir la campana cascada, cuyos ronquidos eran objeto de insoportable burla por parte de las gentes de Garaizalde, y siguió jugando; pero no tardó la suerte en volverle la espalda, y pérdida va, pérdida viene, entreveradas con una que otra ganancia, que sólo servía para que pe rae ve rara en el juego y aumentara las puestas, el pobre Batis perdió hasta el último real de lo que le había valido el reloj, santificado á sus o los hasta el día que el juego le había hecho inepto para apreciar estas santificaciones, no sólo por el recuerdo de que procedía de Rosa, sino hasta por el recuerdo de que sus hijos cuando eran pequeñuelos trocaban sus llantos en alegría con el tic-tac del reloj que él les aplicaba al oído, porque, como ha dicho un gran poeta, el amor está lleno de niñerías.

Al emprender el regreso á la aldea, más muerto que vivo, y hasta pasando por su mente la idea de estrellarse en las rocas en que está cimentado el puente de Bolueta, se preguntó cómo iba á tener el valor de decir ni áun á su misma mujer la verdad de lo que le había pasado en Bilbao, y sobre todo, ¡cómo iba á tener el de decir á Rosa que había vendido, para jugar su importe, el reloj que ella le había regalado!

Y como los pecados son como las cerezas, que tras la primera viene un porción de ellas, tras los pecados que había cometido en Bilbao vinieron tantos, que su ringlera llegó á Garáizar.

El primero que siguió á los de Bilbao consistió en decir á Rosa y al señor don José Ignacio, que unos ladrones le habían salido en Lapurbaso, y le habían robado el dinero y el reloj, añadiendo que consistía el dinero en casi todo el que le había dado su mujer y en todo lo que le había dado el amo, y no había querido-exponer al juego, temeroso no sólo de perderlo, sino también el de perder el alma, y además de perder su dicha, perder la de su mujer y la de sus hijos, contrayendo el abominable vicio del juego, que, según él había oído decir, era tal, que los que le contraían vendían para alimentarle hasta los clavos de su casa y hasta la honra propia y la ajena.

Como ni Rosa, ni don José Ignacio, ni nadie había tenido hasta entonces el menor motivo, para dudar de la veracidad de Batis, ni por el pensamiento les pasó que no fuera verdad 1» que Batis contaba.

Don José Ignacio se contentó con decir:

—Yo estaba en la firme persuasión de que sólo Dios tenía derecho á los cincuenta ducados; pero por lo visto le tenía el diablo; y ya que tú te habías empeñado en que no se los llevara en la casa de juego, se los llevó en Lapurbaso.

Y en cuanto á Rosa, todo lo que se habían llevado los ladrones, incluso el reloj á to que ella había regalado á Batis, le pareció grano de anís comparado con la desgracia de que habían estado amenazados su marido, ella y sus hijos de que su marido se metiese á jugador.

Con decir que si desde que Batis salió para Bilbao no había cesado de llorar de dolor, desde que Batis había vuelto á Garáizar no casaba de llorar de alegría, está dicho todo lo que hay que decir demonio recibió la vuelta y el embuste de Batis.

VIII

No dejaba de llamar la atención de las gentes de Garáizar, y sobretodo de Rosa, naturalmente más atenta que nadie á cuanto se relacionaba con su marido, el que éste, con mucha frecuencia fuese á Bilbao, con un pretexto ó con otro, á pesar de haber vuelto renegando cuando lo del robo de Lapurbaso.;

Hasta en la tertulia de casa de los Señores se empezó á dar matraca á Batis á cuenta de aquellos viajes, suponiendo maliciosamente que Posa era muy tonta en no inquietarse por ellos, pues sabía que las muchachas de Bilbao con cuatro trapitos son capaces de hacer un lazo con que prender y sujetar al hombre más arisco y fuerte.

La verdad era que Rosa, aunque como mujer prudente y tan cuidadosa de la honra y fama de su marido como de las suyas propias, aparentaba no inquietarse lo más mínimo por los viajes de su marido, no estaba tranquila con estos viajes y con otras cosas que en Batis ó con relación á Batis observaba.

Ya por primera vez desde que se casaron había visto llegar á su puerta personas de la aldea ó de las inmediatas, y áun de Bilbao, reclamando á Batis la satisfacción de deudas de que ella no tenía noticia ni por su marido le eran explicadas satisfactoriamente.

Por otra parte, Batis, que siempre había dormido como un bienaventurado que era, y siempre había estado alegre como un tamboril, y sano como una manzana, y nunca había tenido una mala palabra para su mujer ni para sus hijos, ni para nadie, dormía intranquilo, se desmejoraba, tenía frecuentes ratos de mal humor, y con frecuencia trataba con despego é injusticia á su mujer, á sus hijos, y áun á sus vecinos.

Más todavía y más incomprensible para la pobre Rosa: ésta empezó á notar de vez en cuando falta de algún dinero en el escondite, sólo conocido de Batis y ella, donde guardaban sus ahorros, y falta de algunas prendas de ropa de cama y de vestir en el armario donde la tenían, y, lo que no era menos extraño, estas faltas se extendían, cada vez menos indudables y en mayor proporción, á los arcones donde guardaban el trigo, y el maíz, y la alubia de su cosechita, y hasta á la despensa donde colgaban el tocino, y los chorizos, y las longanizas del hermoso cerdo que criaban y mataban en casa todos los inviernos.

Ni por la imaginación le había pasado á Rosa que pudieran tener parte su marido ni sus hijos en aquellas faltas; pero una vez que se quejaba de ellas á Batis notó que éste primero se puso colorado y luego se esforzó, como había hecho otras veces, en persuadirla de que no había tales faltas ni tales calabazas, llevando por primera vez este esfuerzo hasta maltratarla de palabra y amenazarla con maltratarla de obra.

Así fue pasando algún tiempo sin que Batis dejase de menudear sus viajes á Bilbao, teniendo cada vez más quejoso al señor cura del modo con que desempeñaba el sacristanazgo, sospechando cada vez más sus vecinos, inclusos los amos, que hubiese dejado de ser lo honrado y religioso que siempre había pido, y convirtiendo cada vez en más insoportable infierno la casa que por tanto tiempo había contribuido á convertir en paraíso.

Como el chico de Garaizalde iba con frecuencia á Garáizar para hablar con su novia, impaciente por casarse con ésta, lo que no se había verificado ya por haber riguroso luto en la familia del mismo chico, no pudo menos de enterarse de lo que pasaba en casa de su novia y de las prevenciones que contra el sacristán se iban concibiendo en Garáizar.

Ya no tardó en hacerse público y notorio que Batís estaba lleno de deudas, como que multitud de acreedoras de Bilbao y de otras partes le pusieron por justicia y le embargaron cuanto tenía, y hasta estuvo á punto de ir á la cárcel por estafa, que al fin no se le pudo probar.

El señor cura, fuese por vanas imaginaciones nacidas de la prevención general de que Batis había llegado á ser objeto, ó fuese por causas reales y no imaginarias, no se vió exento de las precauciones de todos RUS feligreses contra el sacristán, á pesar de su natural inclinación á pensar bien de todos, y más que de todos, de Batis; parecíale que en el cepillo de las ánimas y en los demás de la iglesia en que antes se recogían limosnas, relativamente abundantes, pues los fieles de Garáizar eran muy dados á ejercer la devoción en esta forma de limosnas, se recogían menos que antes.

Un día pasó por Garáizar uno de esos industriales ambulantes que van por las aldeas voceando;

—¿Hay oro ó plata vieja que vender?

Al señor cura le ocurrió la idea de aprovechar aquella ocasión para enajenar un poco de plata vieja de un incensario y un par de candeleros rotos y antiguos que se conservaba bajo llave en un cajón de la sacristía, y ni él ni ninguno de sus predecesores habían querido vender, con la esperanza de poder componer incensario y candeleros y devolverlos al servicio, que verdaderamente los necesitaba, particularmente el incensario, suplido con otro de azófar en no buen estado.

Quería el señor cura ver si con el importe se podía dar un blanqueo interior á la iglesia, que no podía seguir por más tiempo sin esta mejora, por cuanto el señor obispo en su última visita pastoral la había ordenado, con la amenaza, de prohibir el culto en templo tan indecente, si no se ocurría á aquella necesidad.

Abrió el señor cura el susodicho cajón, donde precisamente al siguiente día de ser robado Batis en Lapurbaso había visto por, sus propios ojos la, plata con motivo de querer cerciorarse de si el cajón estaba bien cerrado, para el caso de que los ladrones de Lapurbaso asaltasen la iglesia de Garáizar.

Su sorpresa y su dolor fueron indecibles al encontrarse con que la plata había desaparecido, á pesar de estar cerrado el cajón.

Preguntó al sacristán, y como notase que éste se ponía colorado y tembloroso y no daba respuesta satisfactoria á sus preguntas, y hasta pretendía que en tiempo del señor cura anterior se había vendido la plata vieja, no vaciló ya en dar parte á la justicia del robo sacrílego, si bien se abstuvo de designar á nadie corno culpable.

La justicia se metió en averiguaciones, recayeron sus sospechas en el sacristán, y éste fué preso, y al fin confesó que él era el autor del robo, disculpándose conque le había cometido por exceso de celo religioso, pues se proponía emplear en la iglesia lo que ganase jugando, y para jugar había robado en la iglesia, después de robar hasta en su propia casa.

Batis fue condenado á presidio por toda su vida; su mujer murió poco después de vergüenza y de dolor; el chico de Garaizalde no quiso, ni le hubiera permitido su honrada familia, casar con la hija de un presidiario; la hija de Batis. huérfana, despreciada y hermosa, se vino á Bilbao, á pesar de que sus padrinos, los Señores, hicieron lo que pudieron por salvarla, y aquí se perdió para la tierra y el cielo: y su hermano también huérfano y falto de quien le sujetase y educase, anduvo viviendo de la caridad y la rapacidad hasta que fué mozo, y cuando lo fué, llevó el camino que había llevado su padre, de resultas de no sé qué hazaña en que jugaron unas llaves ganzúas, una palanqueta y una navaja.

¡Pluguiese á Dios que toda esta triste historia fuera inventada por mí en vez de ser, como es, por mí averiguada! En otra ocasión he contado cómo y por qué en Madrid tomé horror al juego para toda mi vida siendo casi niño, y ahora lo he de recontar aunque sólo sea en brevísimo compendio..

Permitíanme ir al teatro sólo una tarde del año, y ansiando esta tarde pasaba yo el año entero. Llegó al fin la tarde en que iba á ver una comedia de magia que se llamaba El asombro de Jerez, Juana la rabicortona, y me dieron cuatro reales y cuartillo, para pagar un asiento de galería en el teatro del Príncipe. Mientras llegaba la hora de entrar en el teatro, entré en una tienda donde tenía unos amigos de mi edad, y accedí á jugar con ellos á la brisca. En el juego perdí los cuatro reales y cuartillo, y me quedé sin alcanzar la suprema dicha que había ansiado durante todo el año.

Tomando por muestra de los dolores á que expone el juego, el intenso que éste me había proporcionado aquella tarde, pensé no volver á jugar en toda mi vida, y acaso á aquel dolor y aquel juramento se deba el que no haya quedado limitada á un rincón de Vizcaya, la triste historia del sacristán de Garáizar.

IX

Pero la iglesia de Garáizar, cuando yo oí misa en ella, no estaba triste y fea como en tiempo del pobre Batis, sino alegre y hermosa como 3a de mi aldea y tantas otras de nuestros valles y montañas, donde las alegran y embellecen la fe de los que en torno de ellas viven, y el patriotismo de los que lejos de ellas las recuerdan, y ninguna de sus dos campanas daba aquellos ronquidos que echaban en cara al pobre Batis los vecinos de Garaizalde.

Pedí al señor cura que me explicase esta consoladora diferencia, y me dijo:

—Es que si ahora no salen del Palacio consejeros de Castilla, ni generales, ni obispos de Nueva España, salen Magistrados de Audiencia é ingenieros industriales, corno lo son los dos hijos de los Señores, que en tiempo de Batis estudiaban en Salamanca y Madrid, y ahora destinan la mitad de sus haberes á la casa paterna, para que los que la habitan vivan, si no con la esplendidez, siquiera con el decoro de sus antepasados, y puedan tener, como tienen, con la iglesia de Santa María de Garáizar liberalidades de que con mucho dolor suyo estaban privados cuando con dificultad sostenían á sus hijos en las Universidades de Salamanca y Madrid.

No quise partir de Garáizar sin estrechar la mano del señor don José Ignacio, á quien me presentó el señor cura.

Recibiéronme el buen caballero y su señora é hijas con gran benevolencia y noble franqueza, y como el señor cura les dijese que me había contado la historia de Batis, el señor don José Ignacio se puso un poco colorado, y me dijo sonriendo:

—Lo siento, porque en esa triste historia, casi, casi hago yo el papel de traidor...

La señora doña María Josefa le interrumpió, diciéndome:

—¡Si usted cuenta esa historia, no adule más que un poquito á este marido que Dios me dió; y debe usted contarla, entre otras razones, por la de que conviene hacer público y notorio que á veces los faltos de seso hacen más daño al prójimo que los faltos de corazón.

Momentos después descendí al valle para continuar mi camino río abajo, y le continué, absorbiendo mi atención mucho más que los molinos y las ruinas de las ferrerías, la historia del sacristán de Garáizar.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 9 veces.