Cuento popular recogido en Vizcaya
I
Cuando Cristo y los Apóstoles andaban por el mundo sucedieron cosas muy dignas de contarse; y si los evangelistas Juan, Lucas y Mateo, no las escribieron., como escribieron otras, fué porque dijeron:
—Algo hemos de dejar para que el pueblo cristiano le cuente á la orilla de la lumbre á sus pequeñuelos en las veladas de invierno, y sus pequeñuelos lo escuchen y crean como si fuera el evangelio, y lo tengan presente nuestros venideros para arreglar á ello sus acciones, y como se lo contaron á ellos sus padres lo cuenten ellos á sus hijos, y así, de generación en generación, vaya pasando hasta la consumación de los siglos, y en el mundo cristiano haya dos Biblias una escrita y la otra oral, una sagrada y la otra profana, una santificada con la palabra de Dios y otra embellecida con la candorosa fe de los hombres de buena voluntad.
¡Oh dulce, tierna y piadosa madre mía que ya descansas bajo los sauces y los cipreses del santo huertecillo guarecido por la iglesia de nuestra aldea! estoy seguro de que sonríes regocijada cuando ves que tu hijo es, como tú, aficionado á la parábola, que si por haberla contado él no es santa, lo es por haberla inventado Jesús. ¡Oh madre! haz descender á mí la sencilla elocuencia de tu palabra y la ingente ternura de tu corazón para que la parábola que voy á reproducir tenga en mi pluma algo de lo sencillo y tierno que tenía en tus labios cuando la recogí de ellos!
II
Entre las historias que recogí de los labios maternales, no es ciertamente la más tierna y dulce la de Juan de la Cabareda, pero compensa su aridez su filosofía. Esta historia no se puede contar punto por punto, porque unos la cuentan de un modo y otros de otro, pero esto no debe parecer grave inconveniente al narrador, puesto que todos están conformes en lo esencial.
La historia de Juan de la Cabareda ha dado origen en las Encartaciones de Vizcaya á diversos refranes que en sustancia no son más que uno, como lo prueban los siguientes:
—Esa es la historia de Juan de la Cabareda que áun pintada de blanco resulta negra.
—Lo de Juan de la Cabareda, que es como cada cual lo cuenta.
—A ese le pasa lo que á Cabareda, que no le acusó el alcalde y le acusó la conciencia.
—Aquí tenemos á Juan de la Cabareda, que era sordo de oido y no de conciencia.
—Como Cabareda es ese, que confesó su delito sin preguntarle el teniente.
¿No es verdad que estos refranes son suficientes para que el menos curioso entre en deseos de saber la historia del Cabareda que suena en ellos?
A mí me entraron estos deseos, y acudí á mi madre en demanda de la historia, y la obtuve tal cual la voy á contar.
Juan de la Cabareda era un vecino de Arcentales, que según unos vivió en tiempo de Maricastaña y según otros en el siglo pasado. Es muy posible que unos y otros tengan razón en esto, aunque á primera vista parezca esto imposible: la conciencia humana es coetánea de la humanidad, y Juan de la Cabareda no es más que su encarnación. Así como los del siglo presente la han encarnado en un hombre del siglo pasado, es muy posible que los del siglo venidero la encarnen en un hombre del siglo presente.
Yo me atengo, al contarla, á la opinión de mi buena madre, que hacía á Juan de la Cabareda hijo del siglo en cuyas postrimerías vino ella al mundo.
III
Juan de la Cabareda había abandonado el valle natal mozuelo de poco más de quince años, y había vuelto á él de poco más de treinta. ¿Dónde había estado durante este tiempo?El decía que primero había estado en Madrid de paje de un consejero de Estado, y después en América con el mismo consejero.
¿Qué aventuras había corrido? Las que con, taba, reducidas á que su amo y señor murió, y después de llorarle mucho, emprendió la vuelta al valle natal, nada tenían de extraordinarias, y mucho menos de desfavorables á su honra y cristiandad.
Juan, que era fama había traído algunos miles de ducados, casó á poco de su regreso con una hermosa arcentaliega, huérfana y con algunos haberes, cuyo único detecto era el tener pocos más años que la mitad de los suyos; compró una buena casa y hacienda con lo suyo, y con lo que su mujer le llevó en dote se dedicó á la labranza y la ganadería, se metió á ferron, como se llamaba á los que explotaban ferrerías propias ó arrendadas, como lo eran las de Juan, tuvo un hijo y una hija, y así vivió hasta llegar á los cincuenta y tantos anos, como uno de los más acomodados y felices moradores de las Encartaciones; pero al llegar á aquella edad empezaron á llover desgracias sobre él y su familia, precisamente cuando esta tenía más elementos de felicidad, porque la mujer de Juan había obtenido de un tío suyo una gran herencia, con condición de que había de pasar á sus hijos, y á falta de éstos á su marido.
A su mujer se la encontró muerta en la cama, una mañana en que Juan había salido de casa algunas horas antes, dejándola apaciblemente dormida.
Su hija comió unos perrechicos (como llamamos aquí á las setas veraniegas) y murió envenenada con ellos antes de que llegara el cirujano, á quien había corrido á buscar su padre.
Y por último, su hijo subió á un cerezo muy alto que tenía al pie un pedregal, á coger, por mandato de su padre, una cesta-de cerezas, y habiéndose roto la quima donde se apoyaba, cayó y se mató.
Lo que de Juan de la Cabareda se sabía, las desgracias que sobre él y su familia habían llovido y la bondad de su carácter y trato, eran más que suficientes para que todos sus convecinos y conocidos simpatizasen con él; y sin embargo de esto, con él no simpatizaba nadie.
Se preguntaba á los arcentaliegos la razón del despego y la desconfianza con que le trataban, y su única contestación era esta:
—Juan de la Cabareda debe ser, ó cuando menos debe haber sido, un pícaro.
Se les volvía á preguntar por qué pensaban tan mal de Juan de la Cabareda, y su contestación era:
—No sé, pero ¡hum!...
Esto movía á los que tal preguntaban y tal contestación obtenían á murmurar:
—¡Con razón se llama tontos á los de Arcentales!
IV
El pobre Juan de la Cabareda era digno de compasión, y sin embargo, en Arcentales ni en ninguna otra parte, nadie le compadecía.
Andaba siempre ensimismado y triste, envejecía rápidamente, dormía poco, y eso lleno de sobresalto, y empezaba á ponerse sordo.
Solía ir á misa mayor á San Miguel de Linares, y la oía desde el coro, como la mayor parte de sus convecinos. Un día, el señor cura leyó unas amonestaciones, y al llegar á la advertencia: «Si alguno supiese algún impedimento, etcétera», Juan de la Cabareda se tapó los oídos con ambas manos, exclamando en voz alta:
—¡Infame! ¡infame! ¡infame!
Es de suponer la sorpresa, el escándalo, y hasta la indignación que esta inesperada salida causaría en el auditorio y hasta en el mismo señor cura.
Juan de la Cabareda, aturdido y sin duda pesaroso y avergonzado de ello, tomó rápidamente las escaleras del coro y desapareció de la iglesia sin detenerse siquiera á tomar el sombrero, y se le vió huir como un loco hacia su casa, que estaba en uno de los barrios más apartados.
Desde entonces, ningún día festivo oía misa en ninguna de las dos iglesias del valle, sino en Villaverde, ó en Trucios, ó en Labarrieta ó en Béci.
Algunos le compadecían creyéndole loco, ó poco menos que loco, pero la generalidad de las gentes, sin saber por qué, le creía criminal y se abstenía de compadecerle.
La sordera de Juan de la Cabaroda no era aún la que se compara con la de, las tapias, sino de esa que los sordos advierten diciendo: Soy un poco tardo de oído; pero cada vez era mayor.
Por aquel tiempo hacían mucho ruido en Bilbao, y áun en toda Vizcaya, dos médicos, una del alma y el otro del cuerpo: el primero era un misionero del convento de San Francisco de Zarauz, llamado fray Francisco Antonio de Palacios, y el segundo, un doctor en medicina y cirugía, llamado don Pedro Antonio de Larrínaga, de quienes se contaban prodigios en sus respectivos ministerios.
Un día, Juan de la Cabareda anunció á los pocos vecinos con quienes trataba, que iba á Bilbao á consultar al sabio médico Larrínaga acerca de su sordera, pero en Arcentales no faltaron maliciosos que sospecharon fuese á consultar al santo misionero Palacios acerca de su conciencia.
Juan de la Cabareda, cabalgando en una muía venatera y carbonera que entonces no faltaba en ninguna casa de las Encartaciones, bajó á Traslaviña y tomó río abajo.
Entonces casi todos los de Arcentales que iban á Bilbao subían al barrio de Santelices, pasaban por Béci; atravesaban por Avellaneda, bajaban á Zalla y seguían Cadagua abajo. Hasta el ver que Juan de la Cabareda tomaba distinto camino, dió que hablar á los arcentaliegos, que decían por lo bajo:
—Los aires de Avellaneda no le parecen á Juan de la Cabareda saludables.
Es de advertir que en Avellaneda, lugar del concejo de Sopuerta, estaba la capitalidad de las Encartaciones, que tenían allí la cárcel y la audiencia de un teniente del corregidor de Vizcaya.
El trayecto de poco más de media legua que media entre Traslaviña y Labarrieta, pequeña feligresía de Sopuerta, es una lóbrega barranca por cuyo fondo pedregoso y estrecho corre lo que impropiamente he llamado río, pues aunque en Traslaviña dan el nombre de Entrambos-ríos al lugar donde se juntan dos arroyos que juntos y con el pomposo nombre de río corren hacia Labarrieta, es lo cierto que estos dos arroyos juntos apenas componen un riachuelo.
Por lo visto, con algunas localidades sucede lo que con algunas mujeres: hay localidad que sin tener atractivo ni mérito alguno, vuelve locos y arruina á los hombres, cuyo caso se ha visto en la que medía entre Traslaviña y Labarrieta, que á fines del siglo pasado y principios del presente, arruinó nada menos que á tres hombres que pasaban por de mucho seso; un don José Ignacio de Gallatebeitia, que construyó en ella una gran fundería, un D. Dionisio de San Juan de Santa Cruz, que construyó una gran ferrería y un molino, y un tal Rumbana, que construyó una aceña con pretensiones de fábrica de harinas, como ahora se ha dado en llamar á los molinos.
La fundería ó artefacto para convertir las toscas barras de hierro en cuadradillo, cabilla y áun chapa, funcionó un poco de tiempo con gran dificultad y se abandonó para siempre por falta de agua que le sirviese de motor. La ferrería y el molino, apenas funcionaron veinticuatro horas, también por falta de agua, que siendo escasa al partir de la presa, quedaba reducida á á, poco más que nada para cuando llegaba al camarado ó cubo, por escapes y filtraciones en los cauces. Y por último, la aceña apenas llegó á moler, por desconocer su dueño y director las leyes más elementales de la hidráulica.
Resulta, pues, que D. José Ignacio, D. Dionisio y Rumbana, locamente enamorados de la cañada en cuestión, se arruinaron por ella.
V
Cuando Juan de la Cabareda emprendió su viaje á Bilbao para consultar al sabio médico Larrinaga sobre su sordera, se estaba construyendo la fundería de D. José Ignacio, y éste presenciaba aquellas magníficas obras, que hoy son montón de ruinas, como las de la ferrería y el molino de D. Dionisio, que estaban un poco más arriba, y las de la aceña de Rumbana, que estaba un poco más abajo.
Juan de la Cabareda saludó á D. José Ignacio al pasar, advirtiéndole que se había quedado, un poco tardo de oido, con cuyo motivo iba á consultar al sabio médico Larrinaga, y luego le preguntó cómo iba la obra.
—Así, así—le contestó: van despacio las obras de palacio.
Juan de la Cabareda dió sobre su muía un salto de sorpresa, entendiendo que D. José Ignacio le decía: ¿Con que va usted á confesarse con el padre Palacios? y continuó su camino, disgustado y pensando cómo podía D. José Ignacio saber una cosa que él no había dicho á nadie.
Al pasar por junto á la iglesia de Santa Cruz de Labarrieta se detuvo á saludar á dos vecinos del barrio, que conversaban y fumaban en el pórtico, y como le preguntasen á dónde iba, les contestó que iba á Bilbao á consultar á un médico sobre su sordera.
—Que vaya bien en la ausencia—le dijeron.
Y al oir esto, Juan de la Cabareda dió otro salto de sorpresa sebre su mula, entendiendo que le decían que desahogase bien la conciencia.
Tan pensativo continuó su camino, que más abajo de Labarrieta en un robledal que llaman los Palacios, se paró la muía á pacer, y Juan, sin reparar en ello, permaneció largo rato sumido en sus cavilaciones y sin echar de ver que se le acercaba un arcentaliego que le dijo:
—Hola, Juan, ¿usted por los Palacios?
Juan de la Cabareda dió un nuevo salto de sorpresa y disgusto, entendiendo que el arcentaliego le decía estar enterado de que iba á confesarse con el padre Palacios.
Sin contestar al arcentaliego continuó Juan de la Cabareda su camino río abajo—sí, río abajo, porque allí el río, enriquecido con unos cuantos arroyos afluentes, es ya un verdadero río, donde más de cuatro veces estuve á punto de ahogarme cuando chiquitín haciendo prematuros ejercicios de natación.
Cuando llegó al llano de Lacilla, donde la estrecha cañada se abre formando una llanurita redonda que el río adjudica por mitad á una sombría arboleda y á las heredades de un molino, que ha sobrevivido á su compañera la ferre-ría, ya iba el pobre Juan más muerto que vivo, persuadido de que todos pensaban que iba á hacer confesión general con el padre Palacios y no á consultar al médico Larrinaga sobre su sordera.
Pero pregunto yo, haciéndome eco de la curiosidad y de la extrañeza de todos los que vayan leyendo este cuento: y aunque fuese cierto que todos pensasen que iba á ver al confesor y no al médico, ¿qué mal había en eso? Al parecer no había mal alguno, pero por lo visto Juan de la Cabareda no era de esta opinión, porque, como hemos visto, le había llegado al alma, ó más bien, le había espantado, la suposición de que cuantos había encontrado en el camino supiesen que iba á confesar con el padre Palacios.
La molinera de Lacilla, que era muy buena mujer y había sido amiga de la de Juan cuando ambas eran solteras, estaba resallando la borona en una pieza de orilla del camino, y cuando vió á Juan descolorido y cabizbajo como reo á quien llevan al patíbulo, se asustó, dejó la azada, le salió al encuentro, y no queriendo dar á entender que en su cara había conocido que estaba muy malo, trabó conversación con él en los prudentes términos que vamos á ver.
—Hola, Juan, ¿usted por aquí?
—Sí, voy á Bilbao á ver si el médico Larrinaga me da algún remedio para esta picara sordera. Y usted ¿qué se hace?
—Pues resallando la borona andamos, aunque probablemente será en vano, porque así que empiece á granar nos la destrozarán los jabalíes. Los malditos ya han empezado á venir al olor de ella, como lo prueban las hozadas que usted ve entre esos ciroleños.
Juan se estremeció de pies á cabeza al oir el nombre de ciroleños, cuyo nombre dan en las Encartaciones al yaro, que abunda mucho en Vizcaya y cuyas raíces, que el naturalista Bowles dice pierden toda su acritud una vez secas y pueden reemplazar al cazabe de América, gustan extraordinariamente al jabalí.
Juan de la Cabareda, cuando oyó la palabra ciroleños, estuvo á punto de continuar su camino sin valor siquiera para despedirse de la buena mujer que la había pronunciado.
—Vamos—continuó la molinera—véngase usted al molino á descansar un rato y tomar algo, por ejemplo, una tortillita con perrechicos muy hermosos que ha cogido el chico esta mañana...
La molinera se interrumpió viendo que Juan de la Cabareda había vuelto á estremecerse y como espantado cogía el ramal de la muía para continuar su camino.
—Qué, ¿se ha de ir usted sin tomar nada al pagar por casa de la que fué tan amiga como yo de la difunta?
Un nuevo estremecimiento de Juan volvió á interrumpir y sobresaltar á la molinera.
—Espérese siquiera—añadió ésta—á que el chico suba al cerezo á coger unas cerezas con que vaya usted mojando la boca.
El aturdimiento y el espanto de Juan de la Cabareda fueron tales al decir esto la molinera, que aquel hombre singular hostigó violentamente con los talones á la muía y continuó su camino sin acertar á pronunciar una palabra de agradecimiento ni de despedida, dejando á la molinera llena de asombro y áun de aflicción, pues creía que el infeliz se había vuelto loco.
VI
Juan de la Cabareda, siguiendo río abajo, más porque el instinto de la muía guiase á ésta, que porque la guiase Juan, se acercaba á Mer-cadillo de Sopucrfca.
Al llegar á un llanito cubierto de castaños próximo á la presa del molino y la ferrería de Llantada, que distaba sólo trescientos pasos de la calzada que cruzaba el concejo viniendo de Castro-Urdiales y dirigiéndose por Avellaneda á Balmaseda, se encontró con unos muchachos de la escuela que estaban nadando en la presa.
La figura del pobre hombre cabalgando en la muía con la cabeza baja, las piernas colgando vertical mente é inmóviles, el rostro pálido y desencajado, los brazos en posición é inmovilidad análogas á la de las piernas y murmurando su boca palabras ininteligibles, era para dar compasión, pero dió risa á los muchachos, que empezaron á chungarse con aquel hombre para ellos desconocido.
—Allá va don Quijote—gritó uno de elfos.
—¡Garrote!!—murmuró Juan aterrorizado.—¡Ah! tienen razón..Y lo merezco!..Más vale el alma que el cuerpo…
Murmurando así, llegó Juan al crucero de la fuente de Atucha y allí se detuvo dudando entre atravesar la calzada y continuar el camino de Bilbao ó tomar la dirección de Avellaneda.
—Sí, sí—murmuraba—perezca el cuerpo con tal de que á su costa se salve el alma.
En aquel momento dos hombres armados aparecieron sobre el alto y estrecho puente de Llantada que aún subsiste, á pesar de haberle hecho casi innecesario otro construido un poco más arriba hacia 1828 al construirse la carretera de Castro á Balmaseda, y al mismo tiempo un caballero montado en una mula de silla pasaba el río por un poco más arriba del puente.
El caballero era el Teniente corregidor de las Encartaciones, y los armados dos individuos de un cuerpo de diez ó doce que con el título de Partida volante se había creado en virtud de acuerdo de la Junta general de Avellaneda para perseguir á los malhechores y prestar apoyo á la justicia.
El Teniente corregidor iba de Bilbao y le daban escolta los dos volantes que pasaban el puente.
Juan de la Cabareda no conocía de vista al Teniente general, porque, lejos de sentirse impulsado por la curiosidad á acercarse á él y verle, se había sentido siempre impulsado por el temor á alejarse de él. A pesar de esto, apenas le vio no le quedó duda alguna de que aquél era el Teniente.
Este salió al crucero seguido de los dos volantes que se habían retrasado un poco con el rodeo del puente.
Juan, inmóvil en su muía, salió de su inmovilidad únicamente para descubrirse la cabeza.
—Buenos días, amigo—le dijo el Teniente como correspondiendo á aquella cortesía.
—Iré como usted lo manda—contestó Juan aterrorizado, creyendo que el Teniente le decía: «Venga usted conmigo».
Al Teniente le extrañó, no tanto la incongruencia de aquella contestación, como el terror del que lo daba.
—¿Qué tiene usted, hombre?—le preguntó.
—¿Que soy mal hombre? Sí señor, lo soy por mi desgracia, y más aún por la de otros.
Incomodado el Teniente con estas salidas de tono y de concepto que creyó fuesen una burla, exclamó:
—Lo que es ustedes un pollino.
—Sí señor; soy un asesino infame y merezco morir en un patíbulo.
Así exclamando, Juan ss echó á llorar.
—Este hombre es un gran criminal ó un gran loco—dijo el Teniente, dirigiéndose á los volantes que acababan de salir al crucero.—Sea uno ú otro merece ser atado, y eso es lo que ustedes van á hacer ahora mismo.
Los volantes sacaron sendas cuerdas de que iban siempre provistos para los casos en qu á fueran necesarias, ataron los piés y las manos al desconocido, tal como estaba en la caballería y sin que él opusiera la menor resistencia, y teniendo uno de ellos del ramal la caballería, siguieron todos hacia Avellaneda, precediendo al Teniente general los volantes y el preso.
A su tránsito por Mercadillo y Carral, que son las principales barriadas del concejo, no faltó quien preguntara á Juan á dónde le llevaban.
—¡Adonde merezco!—contestó Juan con profunda resignación; y no faltó tampoco quien añadiera por lo bajo:
—Primero á frente del Angel y después al torrejón!
El Angel era una capilla consagrada al de la Guarda, donde se decía misa para que los presos la oyeran desde las rejas de la cárcel, y lo que era el torrejón pronto lo sabremos.
VII
La cárcel, cl consistorio y la casa del Teniente genera! de las Encartaciones estaban en la falda de un collado por donde iba la calzada.
En la cima de otro collado de la parte opuesta, á la izquierda de la carretera que en nuestro tiempo sustituyó á la antigua calzada, existen aún las ruinas de un antiquísimo torreón que en mi niñez aún conservaba poco menos que completos sus cuatro tortísimos muros exteriores.
El torrejón de Avellaneda, con cuyo nombre se designaba aquel edificio, fue, durante algunos siglos, el cadalso donde se ejecutaban las sentencias de muerte dictadas por el Teniente corregidor de las Encartaciones y confirmadas en caso de apelación por el juzgado especial de Vizcaya en la ühanoillería de Valladolid, y allí se ejecutaban áun al acercarse á su término el siglo que precedió al nuestro.
Pocos meses después de aquel triste viaje que Juan de la Cabareda emprendió á Bilbao y terminó en Avellaneda, muchedumbre de gentes de toda la Encartación y pueblos aledaños, se dirigían á la cabeza foral encartada á presenciar el suplicio en garrote de un gran criminal que ofrecía la singularidad de no haber querido apelar al Juez mayor de Valladolid. Este criminal era el parricida Juan de la Cabareda, á quien el grito de su conciencia había entregado en manos del verdugo, después de sufrir tormentos en cuya comparación los del último suplicio eran pequeños.
En vano he buscado en los protocolos de los escribanos encartados el proceso de aquel criminal, que acaso perecería en manos de los chicos de la escuela convertido en monteras y cometas, cuando era costumbre darles estos procesos para que se ejercitaran en la lectura de manuscritos; pero un «Nuevo y curioso romance» impreso en Bilbao por Antonio Manuel de Egusquiza, impresor del Señorío, me ha consolado algún tanto del resultado negativo de aquella diligencia.
Según el nuevo y curioso romance, Juan de la Cabareda murió confeso y convicto de crímenes que horrorizan.
La codicia había sido el móvil principal de todos sus crímenes. Cuando casó en Arcentales, cometió el de bigamia, pues se había casado en América, donde vivía aún su mujer.
Su segunda mujer había sido muerta por él derramándole en la boca, estando dormida, algunas gotas de zumo de una planta que abunda mucho en Vizcaya y no debo nombrar, porque aspiro y siempre he aspirado á enseñar lo bueno y no lo malo .
Su hija había sido envenenada por él, trayéndola del monte é instándola á que friera y merendara unos perrechicos, en cuyos pedúnculos había introducido arsénico..
Y la muerte de su hijo había sido preparada por él la víspera del día en que mandó al muchacho subir al cerezo, aserrando incompleta y disimuladamente una de las quimas ó ramas del árbol, de modo que al apoyarse en ella el muchacho, éste cayese en el pedregal donde había colocado las piedras de punta para que se hiriese más gravemente.
Y todo esto lo había hecho para quedar él único heredero de su mujer y sus hijos, y sin contar que dentro de sí mismo llevaba un implacable delator de sus crímenes: ¡la conciencia propia!
¡Ah! no sin razón se dice en las Encartaciones que á Juan de la Cabareda no le acusó el alcalde y le acusó la conciencia!