La Madrastra

Antonio de Trueba


Cuento



I

— ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Que he de acabar contigo!

— ¡Ay, ay, ay, yo mío! ¡Perdón, mamá, yo teré bueno!

— ¿Qué tienes, amor mío? Tus dulces ojos se llenan de lágrimas, y tus mejillas de azucena y rosa toman el tinto carmesí de los claveles.

— ¡Cómo no sentir el rostro encendido de indignación y los ojos arrasados en lágrimas al ver tratar tan cruelmente a ese inocente niño!

— Tienes razón, purísimo numen de mis cuentos.

— Esa mujer tiene entrañas de fiera y no de madre.

— ¡Madre! No profanemos este santo nombre, suponiendo que esa mujer le lleva. La que así maltrata a un ángel de Dios, no puede ser madre: las que lo son, pueden maltratar a sus hijos de palabras, pero de obra no los maltratan jamás. Oye, amor mío, oye.

— Mis hermanos y yo nos llegábamos muchas veces a mi padre haciendo pucheritos.

— ¿Qué es eso? — nos preguntaba mi padre.

— ¡Gem!, ¡Gem! ¡Que madre nos ha pegado! — le contestábamos.

¡Pobrecitos! — nos decía mi padre sonriendo— ¿A ver, a ver cuantos huesos os ha roto?

Mi madre, que lo oía desde allá dentro, exclamaba:

— ¡Los he de matar! ¡Los he de matar!

— Sí, sí — decía mi padre por lo bajo— , latigazo de madre, que ni hueso quebranta ni saca sangre.

Estos recuerdos me hacen pensar muchas veces en las madres matonas, que son todas las que tienen hijos.

¡Ah, sí! Las madres matan... la mejor gallina del gallinero para hacer un buen caldo a sus hijos en cuanto a éstos duele un poco la cabeza.

¡Pobres madres! ¡Santas madres, que para el mal no tenéis más que lengua, y para el bien tenéis manos, y alma, y corazón, y vida, y aun esto os parece poco!

Verás hasta dónde llega la maldad de las madres.

— ¡Pícaro, bribón, que tú me has de quitar la vida!

— Déjele usted vecina, que ya sabemos lo que son niños.

— ¿Que le deje? Sin hueso sano le he de dejar. ¡Si te digo a usted, señora, que le mato, le mato sin remedio!

El chico oye su sentencia de muerte, arrimado a una pared cercana, con la cabeza baja, arrancándose distraídamente un botón, o enjugándose las lágrimas con el reverso de la mano o con la manga; pero el verdugo, en vez de ir a ejecutar la sentencia, se va a poner la mesa.

— Vamos, venga usted a comer, señorito.

— Yo no quiero comer.

— Mejor, así no te hará daño.

La madre se sienta a la mesa, torna algunas cucharadas, haciendo gestos, como si la comida le supiera a rejalgar de lo fino, tira la cuchara sobre la mesa y se levanta, exclamando:

— Hijo,¡qué comida me estás dando! ¡Anda a comer, y que no te lo vuelva a decir!

— ¡No tengo gana! ¡Me duele la cabeza!

— ¿Ves? ¿Ves lo que resulta de tus terquedades, indino?

La madre corre afligida a su hijo, como si éste se hallase en peligro de muerte; examina prolijamente al angelito de Dios; le enjuga las lágrimas con el cabo del delantal; lo besa, le pone un paño de agua y vinagre en la frente, y como el niño está malito y no puede comer de lo que está en la mesa, su madre le da una golosina de las que guarda en la despensa para casos semejantes.

Ella es la descalabrada y él se pone la venda.

Aquí tienes la maldad de las madres..., de las madres que matan, que no dejan hueso sano.

No, no; esa mujer que mata de palabra y obra no es madre: esa mujer debe ser madrastra.

Yo he glorificado en mis cuentos todo lo delicado y santo, y he maldecido todo lo grosero y malo; pero ¡por qué, amor mío, habré dado al olvido los dolores de la infancia, que tus ojos arrasados en lágrimas me están enseñando a llorar!

Escúchame, compañera de mis tristezas y mis alegrías, que voy a reparar mi olvido.

A la puerta de nuestra casa había un hermoso parral, donde, en las apacibles tardes de primavera, mi abuela, que en paz descanse, nos contaba a mi hermano y a mí cuentos muy lindos, hila que hila su copo, porque decía la buena señora, y decía muy bien:

— Más vale que estos enemigos malos estén aquí entretenidos con mi charla, que no trepando por nogales y cerezos, destrozándose la ropa, que no hay día en que no vengan a casa con algún rasgón en ella.

Una tarde estaba nuestra madre malita en cama, aunque no de gravedad, y mi hermano y yo escuchábamos, según costumbre, los cuentos de nuestra abuela, que de cuando en cuando interrumpía su narración y nos abandonaba por un momento para ir a ver a la enferma y preguntarle con cariñoso acento: «¿Quieres algo, hija? ¿Cómo te sientes?», arreglarle la cama y volver a sentarse y a hilar su copo bajo el parral.

— Hijos — nos dijo en una de estas vueltas— , rogad a Dios que vuestra madre se ponga buena, que si Dios os la llevara, ¡qué sería de vosotros!

— Entonces. abuelita — repuse yo— , nos traería otra señor padre. A Juanito se le murió la suya, y dice que su padre le va a traer otra que se llama madrastra.

Mi abuela se sonrió al oír esta inocente observación mía, y mi hermana exclamó:

— ¡Madrastra! ¡Ay, qué nombre tan feo!

— Algunas de las que se llaman así — dijo mi abuela— son muy buenas, tan buenas como las que se llaman madres; pero esas son tan contadas como los Padres Santos de Roma.

— Abuela, ¿por qué dicen: «Madrastra, el nombre le basta»?

— ¿Y por qué dicen también: «Madrastra, el diablo la arrastra»?

— Porque el diablo las arrastra, primero al mal y luego al infierno.

— ¡Ay, qué miedo!

— ¡Ay, qué picaras!

— ¿Y sabe usted cuentos de madrastras, abuelita?

— ¡Vaya si los sé, hijos míos!

— ¡Ay, cuéntenos usted uno!

— Os le voy a contar para probaros dos cosas.

— ¿Y qué cosas son ésas, abuela?

— Que es una gran desdicha quedarse sin madre, y que Dios concede su ayuda a los débiles y desamparados, cuando se hacen dignos de ella.

Mi abuela hizo otra visita a la enferma, volvió bajo el emparrado, nos sentamos a sus pies y le prestamos atento oído, alzando con infinita curiosidad nuestra carita sonrosada, como si pretendiéramos adivinar las palabras de la anciana antes de haber salido de sus labios.

II

Vivían en Galdames, Martín y Dominica, su mujer, unos honrados labradores que tenían tres hijas como tres luceros del alba, llamadas: la mayor, Isabel; la mediana Teresa, y la pequeña Mariquita.

Una tarde le dio a Dominica un dolor de costado, y la pobre llamó a su marido y le dijo:

— Martín, por el amor de Dios, te pido que vayas a buscar al señor cura, que yo me voy a morir; pero oye un encargo, por si me muero antes que vuelvas. En faltándote yo, como las niñas aún no pueden arreglar la casa, necesitarás una mujer que la arregle, y, como eres joven, te volverás a casar. No te lo prohíbo, porque me hago cargo de que donde no hay mujer no hay cosa con cosa; pero por la Virgen Santísima te pido que si das madrastra a las hijas de mi alma, no consientas que las maltrate, ni las maltrates tú tampoco mientras cumplan con el primer deber de los hijos, que es obedecer a sus padres.

Martín aconsejó a Dominica que no pensara en la muerte, pues su mal no era cosa de eso, y en lugar de ir a buscar al señor cura, se fue a buscar al médico, después de jurar a su mujer que si, por desgracia, llegaba el caso de tener que cumplir su encargo, le cumpliría fielmente.

No se había engañado la pobre Dominica; hay un ángel que cuando las madres van a morir, se lo dice al oído para que tengan tiempo de recomendar sus hijos a los que puedan ampararlos. Cuando Martín volvió con el médico, Dominica se había ido al cielo, después de hacer jurar a sus hijas que obedecerían siempre a su padre y a la que les sirviera de madre.

Pasaron días y pasaron meses, y la casa de Martín estaba en completo desorden, porque la mayor de las niñas no llegaba a los ocho años.

— Martín — decía al honrado labrador su vecina Ramona— , no seas tonto, hombre, busca una mujer como Dios manda, que de sobra las hay, y cásate, para que esas criaturas y tú tengáis una miaja de arreglo.

— ¡Yo dar madrastra a mis hijas! — contestaba Martín— . ¡Madrastra a mis pobres hijas, tan queridas y tan mimadas por aquella santa que está en el cielo! No se canse usted, que para mí están demás las mujeres en el mundo.

Y el desconsolado padre, saltándosele las lágrimas, atraía hacia sí a las niñas y las colmaba de besos, y alisaba sus cabelleras sedosas y rubias, y arreglaba sus vestidos, en cuyo desaliño se echaba de ver la falta de la solícita mano maternal.

Pasaron meses y pasó un año, y el pobre Martín llegó a convencerse de que su casa estaba mal, muy mal, rematadamente mal, sin una mujer propia que mirase por ella, porque ni las niñas tenían quien las enseñase a ser mujercitas de su casa, ni la ropa se cosía, ni se gobernaba la comida, ni se cuidaban las gallinas, ni se compraba regateando, como es debido, ni se hacía nada en casa con fundamento. Martín, eso sí, echaba mano a todo como si fuese una mujer, que por eso no se les cae a los hombres ninguna venera; pero los hombres han nacido para ser hombres y no para ser mujeres, y había vez que, yendo a partir una cazuela de sopas, por partir el pan partía la cazuela

Tomó una infinidad de criadas; pero las criadas, en lugar de pensar en la casa, pensaban las picaronazas en sus novios, y el pobre Martín andaba, como aquel que dice, sin calzones. Ramona, su vecina, que era una de aquellas mujeres de fundamento que se van acabando, le ayudaba algunas veces; pero la pobre tenía que atender a su casa, que era antes que la del vecino.

Un día se sentó Martín a la puerta, desesperanzado ya de hacer entrar la casa en orden, cavila que cavila, a ver si encontraba un medio de salir adelante sin tener que volver a casarse; pero sus cavilaciones eran inútiles; el medio que buscaba no parecía. Cuando su desesperación llegaba al colmo, hete que acierta a pasar por allí una muchacha que tenía muy buena nota en la aldea, le saluda, y va a seguir cantando su camino.

— Joaquina — le dice de repente Martín— , mis niñas no tienen madre que las quiera y las enseñe, ni mi casa tiene ama que la gobierne. ¿Te quieres casar conmigo? — Y entre «¡Vaya, qué cosas tiene usted!», «¡Cuántas encontrará usted más guapas que yo!», «No digo que si, porque me da vergüenza», Joaquina dio palabra de casamiento a Martín.

Tres semanas después, en aquel mismo sitio se daba una cencerrada que metía miedo.

La casa de Martín era a los pocos días una tacita de plata. Martín iba los domingos a misa con una camisa más blanca que la nieve, y mejor planchada que la del Rey de España.

Las niñas iban todos los días a la escuela, alegres como los pájaros, coloradas como las cerezas, y tan aseadas, que verlas era ver el sol de Dios.

El gato Minino, que antes se pasaba el día y la noche pidiendo magro con voz desfallecida, porque nadie cuidaba de darle magro ni gordo, se iba poniendo redondo como una pelota y lustroso como el terciopelo, y hasta miraba con desdén los platos de sopa de leche con que su ama le obsequiaba. Las gallinas habían vuelto a poner y a cacarear.

Y el perro León, que antes ganaba el sustento con el sudor de su piel, atrapando alguna que otra liebre en las sebes inmediatas, se daba a la vita bona, durmiendo bajo los parrales que cercaban la casa de sus amos.

Todo sonreía en casa de Martín, como si alguien hubiese bendecido la casa.

¿Había derramado sobre ella desde el cielo su bendición Dominica?

— ¿Quién sabe?

III

Era una tarde de Julio. Martín, su mujer, sus hijas y su hijo, se levantaron de la mesa después de dar gracias a Dios, por el pan que les había dado, y salieron a pasar la siesta a la sombra de unos hermosísimos cerezos que había delante de la casa.

— Abuelita — interrumpí yo a la mía cuando llegó aquí su narración— , se ha equivocado usted. Ha dicho usted que Martín salió con su mujer y sus hijas y su hijo. ¿Cómo es eso, si Martín no tenía hijo ninguno?

— Martín y Joaquina tenían ya un hijo de um año, que daba gloria de Dios el verle.

— ¿Y cómo se llamaba?

— Se llamaba Antoñito, como tú. Martín alcanzaba cerezas a las niñas, las niñas hacían, con ellas pendientitos, y Joaquina bailaba a Antoñito en sus brazos, levantándole en alto...

— ¿Y por qué hacen eso las mujeres con sus niños, que a todas se lo he visto hacer? ¿Lo hacen para divertirlos?

— Ese es el pretexto; pero la verdad es que, como no hay una que no tenga a su hijo por un serafín del cielo, aunque sea más feo que Picio revientan de orgullo y quieren que el mundo entero los contemple... Pero dejadme en paz y no me interrumpáis, que es mala maña interrumpir a los mayores, Joaquina que era muy madrota, empezó a decir tanta divina tontería a su niño, y a darle tantos besos y apretujones, que el angelito de Dios se atufó y se echó a llorar como un becerro.

— ¡No llores, cordero mío! — le decía su madre, chillando como un locona— . ¡Por qué lloras tú, gloria de tu madre, que vales más que las pesetas! ¡Huy! ¡Qué hijo tan hermoso me ha dado Dios! ¿Verdad, Martín, que ni el Rey de España tiene un hijo como éste? Mírale, mírale, cómo se ríe ya... ¡Huy! ¡Bendita sea tu, boca, que te comería a besos!

Martín a su vez tomó en brazos al niño y comenzó a acariciarle. Las niñas, particularmente la chiquitina, se quedaron pensativas, sin hacer caso ya de los pendientes de cerezas. Notándolo Martín, devolvió el niño a su madre con cierta viveza, que Joaquina tomó por despego, según el gesto que hizo; y se disponía a preguntar a las niñas la causa de su seriedad, cuando Mariquita hizo un pucherito con la boca, se enjugó con la manga una lágrima, y corrió a abrazar las piernas de su padre, como si alguien la persiguiera.

— ¿Qué tienes, corazón mío? — le preguntó Martín.

— ¡Que ya no me quieres! — contestó la niña, cada vez más compungida.

— ¿Que no te quiero? — replicó Martín, llenándola de caricias— . ¿De dónde sacas tú eso, loquilla, cuando tú y tus hermanitas sois la gloria de tu padre?

— ¡Mire usted la zángana esa, con seis años a la cola! — exclamó Joaquina, cada vez más amoscada.

— Déjala, mujer — dijo Martín en tono conciliador— . Si son cosas de niños, que tienen envidia siempre que ven acariciar a otros.

— Puede que le dé yo la envidia con media docena de azotes bien sentados.

— Joaquina, te guardarás muy bien de eso.

— O no me guardaré. ¡Pues no le digo a usted nada de las otras bigardonas, que también parece que se han puesto de hocico! Pero no tienen ellas la culpa, que la tiene el mimo que su padre les da.

— Mujer, por la Virgen Santísima, ahorrémonos desazones, que hartas da Dios en el mundo sin que nosotros mismos las busquemos.

— Eso te digo yo a ti. ¡Vaya, que te han entrado por el ojo derecho esos trastos! Bien dicen que más vale caer en gracia que ser gracioso!

Al decir esto, Joaquina se echó a llorar como una Magdalena, y añadió besando y cubriendo de lágrimas a su hijo:

— Hijo de mi alma, ¡qué desgraciado te ha hecho Dios! ¡A ti nadie te quiere sino tu madre!...

— ¡Mujer — exclamó Martín, perdiendo ya la paciencia— no digas desatinos, no me saques de mis casillas!... ¡Que no quiero yo a mi hijo!...

— Para lo que yo veo no necesito anteojos.

Viendo Martín que su mujer no atendía a razones, que abusaba de su paciencia y de su bondad más de lo regular, y que aquella fiesta casi se repetía todos los días, calló por un momento, hizo un esfuerzo para serenarse, y dijo con tono solemne:

— Joaquina,, óyeme, y no olvides nunca lo que voy a decirte. Nadie en el mundo quiere a sus hijos más que yo quiero al mío; nadie en el mundo quiere y respeta a su mujer más que yo quiero y respeto a la mía; y nadie está más convencido que yo de que Dios ha impuesto al hombre el deber de amparar y servir de apoyo a la mujer, desamparada y débil por naturaleza; pero nadie está tampoco más convencido que yo de que la maldición de Dios debe caer sobre el hombre, que olvida a los muertos y desampara a los huérfanos. Una mujer que está gozando de Dios, porque vivió y murió santamente; una mujer a quien yo quería como te quiero a ti, me dijo momentos antes de volar al seno del Señor: «¡Por la Virgen Santísima te pido que si das madrastra a las hijas de mi alma, no consientas que las maltrate, ni las maltrates tú tampoco mientras cumplan con el primer deber de los hijos, que es la obediencia». Yo juré a aquella mujer cumplir su voluntad, y estoy, resuelto a cumplirla, no consintiendo que nadie maltrate a esas niñas, que además de haberme sido recomendadas por una madre moribunda y, además de ser mis hijas, tienen el título más santo y más legítimo que los niños pueden tener al amor y al amparo de los hombres y las mujeres, ¡el de no tener madre!

Joaquina bajó lla cabeza, como resignada y arrepentida al oír estas palabras; Martín la estrechó la mano, saltándosele una lágrima de ternura, y la paz de Dios volvió a reinar en aquel instante en la familia; que cuando los hombres son generosos, delicados y buenos, las mujeres, que tenemos más de locas y testarudas, que de malas, decimos al fin, como el Señor; «¡Hágase tu voluntad!»

IV

Joaquina no era mala.... pero era madrastra. y ya sabéis lo que dice el refrán: «Madrastra, el diablo la arrastra». Por más esfuerzos que hacía por querer a sus entenadas, no las podía tragar, y eso que las niñas no tenían pero.

Martín y su mujer se llevaban bien en la apariencia, pero en la apariencia nada más, porque Martín sabía que Joaquina no quería a las niñas, y Joaquina sabía que Martín no quería tanto como a las niñas al niño.

Bastaba que Martín hiciese la menor caricia a las niñas, para que el enemigo malo avivase el fuego de la envidia en el corazón de Joaquina. Martín lo sabía y lo lloraba amargamente; pero como su mujer se lo guardaba en su pecho, él se lo guardaba también en el suyo. Quien lo pagaba era el pobre niño, a quien, Martín, por más esfuerzos que hacía, y por más que consideraba que tan hijo suyo era como las niñas, iba, si no aborreciendo, al menos mirando con indiferencia.

Joaquina tenía deseos de sentar la mano a las niñas; pero aún no había tenido ocasión de salirse con este gusto, porque Martín le tenía dicho que únicamente consentía que las pegase cuando la desobedecieran; y las pobres niñas eran tan humildes y tan bien mandadas, que hacían siempre puntualmente cuanto les mandaba su madrastra, a pesar de las tranquillas que ésta les armaba para que no pudiesen cumplir sus órdenes, cosa que Joaquina hubiera calificado de desobediencia.

Si Joaquina estudiaba con el diablo para inventar cosas raras y difíciles que mandar a sus entenadas, contaban sin duda con la ayuda de Dios para hacer todas aquellas cosas, porque parecía imposible que sin ser así las hiciesen a las mil maravillas.

Un día mandó a Isabel que fuese a llevar un borrico un costal de trigo al molino inmediato, y que volviese en el término de media hora que era el tiempo justo para hacer el viaje si detenerse. El camino estaba entonces malísimo la madrastra calculaba que el borrico se caería y que no teniendo Isabel en aquella soledad quien la ayudara a cargarle, tardaría más de lo regular, y le proporcionarla ocasión de cascarle las liendres.

El borrico se cayó, en efecto; pero a falta de los hombres. Dios acudió en ayuda de la pobre chica, inspirándole un medio de salir de su apuro. Isabel colocó el borrico al pie de un terreno cortado perpendicularmente; llevó a cuestas el costal encima del terreno; desde allí lo plantó en el lomo del animal, sin más que darle una vueltecita, y antes de la media hora estaba de vuelta en casa, más alegre que unas Pascuas floridas.

Una mañana, antes de medio día, salió Joaquina al campo, donde estaban su marido, la niña mayor, la pequeña y el niño. Al partir dijo a Teresa, que quedaba sola en la casa:

— Cuida bien el puchero, y ten puesta la mesa para las doce, que a esa hora vendremos todos a comer. Ahí tienes la llave del payo, saca un plato de uvas de las que hay allí curándose, y tenlas en la mesa para cuando nosotros vengamos.

Teresa cuidó su puchero, a las once y media puso su mesa con mil primores, y en seguida cogió la llave y un plato, y subió al payo por las uvas; pero hete que la llave andaba muy premiosa, y Teresa, que tenía poca fuerza, no consiguió abrir por más que lo intentó. Bien lo había previsto la pícara de la madrastra, que se despepitaba por dar un tiento a la pobre chica.

Pues, señor, ¿qué haré, que no haré? Teresa se desesperaba viendo que habían dado las doce, que no había podido sacar las uvas, que su madrastra iba a venir, y que le iba a repicar el pandero. Las uvas estaban extendidas en el payo sobre calzas y muy lejos de la puerta. La chica busca un picacho, a ver si las podía alcanzar por una gatera que tenía la puerta, pero sus esfuerzos fueron inútiles; quiso llamar a una vecina para que la abriera la puerta, pero la casa más cercana estaba lo menos a un tiro de piedra y no había tiempo que perder. Teresa tenía la costumbre que tenéis todos los chicos de invocar a vuestra madre en todas las aflicciones.

— ¡Madre de mi alma, que haré yo! — exclamó la pobre chica.

Sin duda su madre la oyó desde el cielo, y le inspiró el medio de salir de aquel aprieto; se apoderó del Minino, que mayaba a su lado, como diciendo: «¿Cuándo se come en esta casa?», le ató con una cuerda, le metió por la gatera, le echó al otro lado de las uvas una corteza de queso, tiró de la cuerda cuando el Minino se acercaba a la corteza, el Minino hizo hincapié en las uvas, Teresa siguió tirando, y al cabo consiguió traerse con el gato las uvas que necesitaba. La pícara madrastra no tuvo el gustazo de zurrar a la pobre niña.

La chiquitina se moría por los melocotones. Un día había cogido su madrastra un frutero de ellos, muy hermosos, y a Mariquita, que no se los habían dejado probar, se le iban los ojos tras ellos.

Joaquina dejó sola a la niña al lado de aquel frutero tentador, encargándole que cuidado con que comiera ningún melocotón, y se escondió a seis pasos de distancia, segura de que se le iba a presentar ocasión de dar un meneo a aquella infeliz criatura, sorprendiéndola comiéndose los melocotones en contravención a su mandato.

Mariquita estuvo largo tiempo resistiendo su apetito; pero, al fin, se decidió a coger un melocotón. Iba ya a clavarle el diente, cuando se presentó su madrastra hecha un basilisco, pero la niña se apresuró a pasar el melocotón de los labios a la nariz y dijo enseguida, enseñándoselo completamente ileso:

— ¡Ay, señora madre qué bien huele!

Joaquina tuvo que dejar también ileso el cuerpo de la niña.

Los casos que os he referido os darán una idea de lo mucho que estudiaba con el enemigo aquella pícara mujer para tener ocasión de sacudir el polvo a sus entenadas, y de los esfuerzos que sus entenadas hacían para que no se saliera con la suya.

V

Las niñas iban siendo ya grandecitas. Así era que su madrastra las mandaba a Balmaseda todos los miércoles y los sábados, que son allí días de mercado, a vender cada una su cestita de huevos o de fruta.

Un sábado entregó su madrastra cincuenta peras de San Juan a Isabel, treinta a Teresa y diez a Mariquita, y les dijo:

— Id a Balmaseda, vended las tres las peras a un mismo precio, y traed el mismo dinero una que otra.

— ¡Pero si no puede ser, señora madre! — replicaron las niñas.

— Si no puede ser, haced un poder. A mí no se me replica, que se me obedece, o de lo contrario ya sabéis lo que vuestro padre me tiene encargado.

Las niñas bajaron la cabeza aterradas, y tomando sus cestitas emprendieron su camino.

La casa, como os he dicho, estaba un poco retirada de las otras de la aldea. Así que se alejaron un poco de ella, las tres niñas se detuvieron al pie de un rebollo para ver si encontraban medio de sacar la endiablada cuenta que les había echado su madrastra.

— ¿Cómo nos vamos a componer para hacer lo que señora madre ha mandado? — dijo Isabel.

— Hija. yo no sé cómo — respondió Teresa.

— Y que si no lo hacemos — añadió Mariquita indicando con la mano abierta el acto de sacudir el polvo— , nos va a dar lo que no se nos caiga.

— Para sacar todas el mismo dinero, lo mejor es que la que tenga pocas peras las venda caras, y la que tenga muchas las venda baratas.

— Pero si señora madre dice que las hemos de vender todas a un mismo precio.

— Tienes razón.

— Mirad — dijo la chiquitina, que era la que tenía la conciencia más ancha, como habréis colegido de lo que pasó con los melocotones— , mirad, así que vendamos todas las peras, hacemos con los cuartos tres montones iguales, y cada una coge el suyo.

— ¡Cabalito, amén Jesús! ¡Y que lo supiera señora madre! — replicó Teresa.

— Y además — añadió Isabel— mejor es llevar una zurra que mentir, ¿no es verdad, Teresa?

— Sí que es verdad.

— Pero si señora madre no lo sabrá...

— Si que lo sabrá, Mariquita. ¿No has oído decir a la señora maestra que hay un pajarito que cuando las niñas mienten lo cuenta todo?

— ¡Pensáis que yo no sé que lo del pajarito es engaño! ¡Sí, que soy yo tonta!

— Hija, no te canses; señora madre nos dará una zurra, pero le diremos la verdad.

Las niñas guardaron silencio por algunos instantes, meditando el partido que definitivamente habían de tomar.

— Me ocurre una idea — dijo Isabel— . Cuando pasemos por la escuela, entremos a ver si don Juan Saca— cuentas, que todo lo sabe, nos dice cómo nos hemos de componer.

— ¡Sí, sí, tienes razón — contestaron Teresa y Mariquita, recobrando la esperanza.

Y las tres hermanitas volvieron a cargar con sus cestas y prosiguieron su camino.

Ahora vais a saber, hijos míos, quién era don Juan Sacacuentas.

Permíteme, amor mío, que interrumpa por un momento la narración de mi abuela.

Es muy posible que al ver el retrato que mi abuela va a hacerte de un maestro de escuela, digas que la buena señora pintaba como quería. Si tal dices, seguramente modificarás tu opinión cuando des un paseo por Galdames y el colindante y bello Concejo de Sopuerta, donde los que anduvieron a la escuela a últimos del siglo pasado conservan escrita en hondas cicatrices la memoria de un maestro llamado Tellitu, que sa vanagloriaba de que no salía ningún muchacho de su escuela sin quedar señalado para toda la vida. Teniéndose en aquellos tiempos por incontrovertible la bárbara máxima de LA LETRA CON SANGRE ENTRA, esta vanagloria era muy lógica y hasta cierto punto disculpable. Decir: «De mi escuela no sale ningún muchacho sin estar señalado de mi mano para toda la vida», era lo mismo que decir: «De mi escuela no sale ningún muchacho sin que le haya entrado la letra».

Pero dejemos contar a mi abuela, que cuenta mucho mejor que yo:

— Don Juan Saca— cuentas era el maestro de escuela de la aldea, y debía este apellido postizo a su costumbre de jurárselas a los chicos, diciendo: «¡Yo os ajustaré las cuentas!», y sobre todo a la fama que gozaba de habilísimo contador. Sólo una vez estuvo a punto de perder esta fama.

El señor cura y los señores de justicia fueron un día a visitar la escuela, y se entretenían en examinar los adelantos de los chicos, haciéndoles varias preguntas.

Un muchacho de la piel del diablo, a quien nada se le había preguntado, y, por consiguiente, no había tenido ocasión de lucirse, cosa quo no le hacía mucha gracia, se decidió a preguntar, ya que no se le preguntaba.

— Señor maestro — dijo— , ¿me hace usted el favor de decirme una cosa?

— Pregunta lo que quieras — contestó el maestro— , que ya sabéis lo que os tengo encargado que me preguntéis siempre lo que no sepáis, pues el que pregunta no yerra.

— Mí padre tiene tres veces más edad que yo. ¿Llegará un día en que no tenga más que el doble?

— Ésas — replicó el maestro— no son preguntas: ésas son salidas de pie de banco. Para que sucediera eso, sería necesario que el reloj se parara para tu padre, y siguiera andando para ti.

— Pues yo creo — replicó el muchacho— que sin pararse el reloj para ninguno de los dos puede llegar mi padre a tener nada más que doble edad que yo.

— ¡Calla, calla, salvaje, que eso no tiene sentido común! — exclamó el maestro incomodado, y conservando quedas las disciplinas, únicamente por respeto a los señores que estaban delante, quienes notaron con cierto disgusto que, aquel muchacho se las tuviera tiesas con el mejor contador de Vizcaya, y sobre todo se empeñara en sostener una cosa que les parecía tan absurda como al mismo maestro.

— Pues voy a probar a usted — replicó el muchacho— que lo que digo es cierto. Yo tengo doce años, mi padre treinta y seis: dentro de doce tendré yo veinticuatro y mi padre cuarenta y ocho. Por consiguiente, mi padre, que ahora me triplica la edad, sólo me la doblará entonces.

El maestro se quedó más blanco que la pared, y los señores soltaron la carcajada, exclamando:

— ¡Pues tiene razón el pícaro del muchacho! Pero, hombre, don Juan, usted, que es el mejor contador de Vizcaya, ¿ignoraba lo que saben hasta los chicos de la escuela?

La fama de don Juan Saca— cuentas, necesitó mucho tiempo para reponerse de aquel descalabro, que pagaron los pobres chicos, y sobre todo el del problema.

Don Juan había puesto en la escuela un cartel que decía con letras muy gordas: LA LETRA CON SANGRE ENTRA, y a fe, a fe, hijos míos, que no echaba en saco roto esta máxima.

Cuando se hablaba de si salían o no salían muchachos aprovechados de su escuela, solía decir, estallando de orgullo:

— Tengo la vanagloria de que de mi escuela todos los muchachos salen señalados para toda su vida. Dicho esto no tengo que decir si saldrán aprovechados.

Y no exageraba don Juan en cuanto a lo del señalamiento; señalado éste de un tinterazo, que le había abierto la cabeza, y el otro de un varazo, que le había hecho un costurón en la cara, todos llevaban la certificación de sus estudios escrita en su cuerpo.

Don Juan nunca se había querido casar, porque decía que las compañeras de los maestros deben ser las disciplinas, y no las mujeres que los echan a perder, infundiéndoles sentimientos blandos y amor a los niños.

En efecto: las disciplinas le acompañaban siempre; si iba a misa, las disciplinas en la mano también; si hacía un viaje a Balmaseda o a Bilbao, las disciplinas reemplazaban al bastón, y en la escuela como en la calle, en la iglesia como en la romería, siempre estaban las disciplinas de don Juan Saca— cuentas levantadas sobre las orejas de los pobres muchachos.

Don Juan era la personificación de la terrible máxima escrita en la pared de su escuela.

VI

Era sábado. Los sábados, como sabéis, hijos míos, es día de media escuela; pero los chicos a quienes por conveniencia propia hacia la vista gorda el maestro, habían suprimido la media escuela también, dejando todos de asistir a ella.

Don Juan Saca— cuentas estaba a la sombra del emparrado que había a la puerta de la escuela leyendo las Guerras de Flandes a unas vecinas que, sentadas en sus celemines, cosían, también bajo el emparrado, y entre las cuales se hallaba Ramona, la excelente anciana que en otro tiempo aconsejó a Martín que se casara. Don Juan era muy aficionado a historias de guerra, y si las guerras eran muy sangrientas, tanto mejor, Al parecer, nada tienen que ver los soldados con los maestros de escuela: pero don Juan Saca— cuentas encontraba mucha semejanza entre unos y otros, porque los soldados dan lecciones a las naciones y los maestros a los ciudadanos, sacando unos y otros sangres y lágrimas. Las hijas de Martín vieron el cielo abierto cuando vieron al maestro, pues temían que anduviera por aquellos andurriales haciendo provisión de varas de avellano para la semana, operación a que solía dedicar parte del sábado.

— Ya van de vendeja las motilas de Martín — dijo una de las vecinas viendo a las niñas que se acercaban.

— ¡Válgame Dios! — añadió Ramona— . ¡Qué entrañas tiene esa Joaquina! ¡Siempre esas pobres criaturas al remo!...

— No tiene ella la culpa, que la tiene el bragazas de Martín, que lo consiente.

— ¡Ay, si la pobre Dominica, que Dios haya, levantara la cabeza y viera cómo andan las hijas de sus entrañas!

— ¡Pícaras de madrastras! Como ellas no las han parido...

— Hija, cuando una se muere, debiera llevarse consigo los hijos chiquititos.

— ¡Qué verdad dice usted, hija! Pero lo que más me aturde es lo descastada que se ha vuelto esa Joaquina. ¡Vamos, yo no lo creería si no lo viera! Ella es trabajadora, mujer de su casa,, buena para su marido, buena para las vecinas, buena para los pobres, y sólo para sus entenadas es mala.

— ¡Qué quiere usted, hija! Es madrastra, y el nombre le basta, como dice el refrán.

— Pues ande usted — dijo Ramona— , un hijo tiene, y Dios sabe si Mañana harán con él lo que, ella hace hoy con esas niñas. Dios castiga sin palo, y como dijo el otro, el que escupe al cielo...

Las niñas llegaron en aquel instante.

— Buenos días tengan ustedes — dijeron, poniendo en el suelo las cestitas.

— Buenos os los dé Dios. ¿Conque vais a Balmaseda?

— ¡Calle usted por Dios, señora, que estamos frescas con las cosas que nos manda señora madre! — dijo Isabel.

Y añadió, dirigiéndose al maestro:

— Señor don Juan, ¿nos hace usted el favor de sacar una cuenta?

— Aunque sean dos — contestó el maestro, halagado en su vanidad de gran contador— . Veamos qué cuenta es ésa.

— Señora madre nos ha dado: a una cincuenta peras de San Juan, a otra treinta y a otra diez, y quiere que, vendiéndolas todas al mismo precio, traigamos a casa el mismo dinero una que otra.

— ¡Ave, María Purísima! ¡Qué disparate! — exclamaron las vecinas.

Muchachas, muchachas — dijo el maestro con aspereza— , si queréis divertiros, comprad una mona, que conmigo no se divierte nadie.

— Si le decimos a usted que no es chanza...

— ¡Andad enhoramala, trastos!

— ¡Jesús, María y José! ¡Qué incrédulo es usted, don Juan! — exclamó Ramona— . Cuando las chicas lo dicen, verdad será, que ellas no lo habían de sacar de su cabeza.

— Pero, señora, si lo que dicen esas chicas que quiere su madrastra no tiene pies ni cabeza; si no puede ser...

— También decía usted que no podía ser el que un padre que tenía tres veces más edad que su hijo, llegara a tener nada más que el doble...

Este recuerdo sacó los colores al maestro, quien se decidió, al fin, a ajustar la cuenta que le indicaban las niñas, porque se hizo esta reflexión.

— Tiene razón; que también aquello parecía imposible, y, sin embargo, no lo era. ¡No sea que me suceda otra como la de marras, y vuelva yo a ser el monote de la aldea!...

— Vamos, vamos a ver esa cuenta — dijo al fin, sacando un lápiz y disponiéndose a trazar números en la cubierta del libro, que estaba forrado de papel blanco, para que no se manchara la pasta de la encuadernación.

El maestro hacía números, los borraba, miraba al cielo, se mordía las uñas, apoyaba la frente en la mano en actitud meditabunda, volvía a escribir y volvía a borrar; pero la cuenta no salía.

Las niñas seguían aquellas operaciones con ansiedad y con curiosidad las mujeres.

— ¿Sale, don Juan, sale?— preguntó una de éstas.

— ¡Vayan ustedes al cuerno y no me interrumpan, replicó encolerizado el maestro.

Y volvió a trazar números y a borrarlos, y a meditar, y a escribir, y a borrar nuevamente; de modo que la cubierta del libro estaba ya que parecía un mapa.

— ¿Sale, don Juan, sale? — volvió a preguntar una de las vecinas.

Y otra añadió con maliciosa sonrisa:

— ¡Calle usted, mujer, que ya va saliendo!

— ¡Váyanse ustedes con una recua de demonios! — exclamó el maestro, echando lumbre por los ojos y tirando al suelo el libro y el lápiz.

— ¡Si usted es un bocón! — dijo una de las vecinas— . ¡Si usted sabe de cuentas tanto como yo! ¡Si le echa a usted la pata mi chico en lo tocante a cuentas! ¡Si no tiene usted más que fantasía!

Y todas las vecinas se pusieron a reír en coro:

— ¡Ja! ¡Ja! ¡El mejor contador de Vizcaya! ¡Ja! ¡Ja!

— ¡Señoras! ¡Señoras!... balbuceó don Juan temblando y casi mudo de coraje.

— ¡El mejor contador de Vizcaya! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — continuaban las vecinas.

Don Juan, loco, desatentado, vomitando improperios contra aquellas mujeres en particular y contra todas en general, corrió hacia la escuela como perro con maza, y dando un terrible portazo se encerró en ella.

Poco después las niñas, con sus cestitas en la cabeza, seguían camino de Balmaseda, tristes, desconsoladas, sin saber como gobernárselas, para que a la vuelta no les sentase su madrastra la mano.

Sin embargo, Ramona les había infundido alguna esperanza, diciéndoles:

— Id descuidadas, hijas, que luego me iré yo a ver a la perrona de vuestra madrastra, y le diré cuántas son cinco.

VII

Al entrar en la plaza de Balmaseda dijo Isabel a sus hermanitas:

— Si no podemos obedecer en todo a señora madre, obedezcámosla en algo: en vender todas las peras a un mismo precio; y para estar siempre de acuerdo, no nos pongamos muy separadas.

En efecto: las niñas se sentaron, con su mercancía delante, a corta distancia una de otra, arrimadas a la pared de la iglesia de San Severino, después de acordar el precio a que habían de vender las peras.

A corto rato llegó un caballero y preguntó a Isabel:

— Chica,¿cuántas peras das al cuarto?

— Siete.

— Pues dame siete cuartos de ellas.

Isabel le dio cuarenta y nueve peras y recogió los siete cuartos.

— ¿Y a mí no me lleva usted ninguna, caballero? — preguntó Teresa al parroquiano de su hermana.

— ¿Cuántas das?

— Lo mismo que ésa, siete al cuarto.

— Dame cuatro cuartos de ellas, que al cabo siempre le habéis de hacer a uno pecar.

Teresa le dio veintiocho peras y se embolsó cuatro cuartos.

— Ande usted, caballero — dijo Mariquita al mismo comprador— , lléveme usted también a mí un cuartito de peras, que no he de ser yo menos que ésas.

— Tienes razón, que la más chica de las tres no ha de ser la más desgraciada. ¿Cuántas das?

— Siete, como ésas.

— Pues echa aquí un cuartito.

Mariquita echó en el pañuelo del caballero siete peras y el caballero echó en su mano un cuarto.

Las chicas, así que quedaron solas, se pusieron a ajustar sus cuentas, y resultaba que Isabel se encontraba con una pera y siete cuartos, Teresa con dos peras y cuatro cuartos, y Mariquita con tres peras y un cuarto.

¡Tracitas llevaba el negocio de salir como la madrastra de las chicas había mandado!

Pasó una hora y pasó otra, y las peras restantes no se vendían, porque cuantos se acercaban, y veían surtido tan miserable seguían adelante sin detenerse, y eso que apenas quedaba en el mercado fruta para un remedio.

— ¡Madre mía! ¡Qué va a ser de nosotras! — exclamaban las niñas con los ojos arrasados en lágrimas; cuando de repente, tran, tarrán, trantran, suenan tambores, y la gente corre en tropel hacia la puerta de Mena.

Era que entraba un batallón de tropa.

Oficiales y soldados se diseminaron poco después por la plaza, arramblando con cuanta fruta encontraban, que era bien poca en verdad.

Las hijas de Martín escondieron las peras que les quedaban, y cuando ya la tropa estaba cansada de buscar fruta sin encontrarla, volvieron a descubrirlas.

Un tropel de soldados se lanzó bolsillo en mano a comprarlas.

— ¿A cómo son esas peras, patroncitas?

— A tres cuartos cada una.

— ¡Qué escándalo!

— No son menos — contestaron las niñas.

Y viendo los soldados que los que venían detrás iban a pagar las peras al precio que se pedía por ellas si ellos no las compraban, se apresuraron a dar:

A Isabel tres cuartos por una.

A Teresa seis por dos.

Y a Mariquita nueve por tres.

Las niñas volvieron a ajustar cuentas, y se encontraron con diez cuartos cada una. La cuenta que no había podido sacar don Juan Saca— cuentas, ¡era sacadera y muy sacadera!

¡Ah, pícara, repícara madrastra, qué chascote has llevado! ¿Creías haber llegado ya a la suspirada ocasión de zurrar a las niñas? Anda, ¡rabia! ¡rabia! ¡rabia!

VIII

Era la caidita de la tarde. Bajo los cerezos que había delante de la casa de Martín estaban éste, Joaquina y Antoñito ordeñando una docena de cabras que acababan de acudir de los vericuetos inmediatos a la voz de otros tantos cabritillos que las llamaban sacando la cabecita por las enrejadas ventanas de la rocha.

Quien ordeñaba las cabras era Martín; Joaquina las sujetaba de los cuernos con una mano, y con la otra sujetaba a Antonio.

— ¡Yo quiero mamar la cabra pinta! — decía Tonio, que era ya una especie de angelote, con más fuerza que un toro.

— ¡Verás, verás qué tantarantán vas a llevar, si por no estarte quedo se vierte el jarro de leche! — decía Joaquina, trabajando más para contener los botes del niño que los botes de la cabra.

— ¡Pues yo quiero mamar la cabra pinta! — repetía el niño.

— ¡Anda, condenado, anda y atrácate hasta que revientes, Dios me perdone! — dijo Joaquina dejándole al fin escapar.

El niño se dirigió saltando hacia una cabra blanca con manchas negras que salió a su encuentro berreando cariñosamente, como si ya sintiera el consuelo que iba a experimentar cuando descargase su ubre los suaves y sonrosados labios del niño.

Entre tanto, los cabritillos, se desgañitaban en la rocha, como diciendo:

— ¡Ah, tunantes! ¡Cómo nos cercenáis la ración!

León contemplaba el trabajo de sus amos majestuosamente sentado a corta distancia, y ojo alerta para hacer volver a su sitio, con muy buenos modales por supuesto, a las cabras que se descarriaban. Y el Minino andaba también por allí diciendo para sus adentros:

— Algo de eso me tocará a mí.

La cabra pinta, que no tenía cría, porque las águilas se la habían arrebatado apenas la parió, se dejaba mamar con una paciencia sin límites.

A cualquiera parecerá que maldita la gracia tiene un niño zangolotino mamando de una cabra; pero a Joaquina le pareció todo lo contrario. Y es que las madres todo lo encuentran en sus hijos gracioso a más no poder.

— ¿Pero no ves, Martín — decía Joaquina reventando de gozo— , no ves con qué gracia chupa ese hijo que Dios me ha dado? ¡Si es lo más gitano que ha nacido de mujer! ¡Vamos, si me le comería a besos!

Joaquina iba a desahogar su entusiasmo maternal comiéndose a besos a su hijo, aunque el chico prefería a los besos de su madre la leche de la cabra pinta, cuando se apareció por allí Ramona, la vecina que había prometido a las chicas interceder por ellas.

— Buenas tardes, hijos. Parece que se prepara la cena, ¿no es verdad?

— Hola, Ramona. Sí, estamos sacando un jarrito de leche para cenar esta noche.

— Vamos, dele usted un sorbo — dijo Martín, levantándose y alargando el jarro a la vecina.

— Gracias. Lo probaremos.

Y la vecina acompañó el hecho con el dicho.

— ¿Qué tal? ¿Está buena? — le preguntó Joaquina.

— Y de casta — contestó Ramona, limpiándose los labios con el cabo del delantal.

— ¿Y dónde anda la familia menuda? — preguntó a su vez.

— Ahí tiene usted a Tonio llenándose el cuerpo de leche. Las motilas han ido a Balmaseda a vender unas peras para ayuda de comprar unos zapatos a ese enemigo malo, que ha destrozado ya los nuevos.

Martín llevó a casa el jarro de leche, recogió las cabras en la cuadra, y en seguida abrió la puerta de la rocha para que los cabritillos se juntaran con sus madres y cenaran la parte de ración que les había dejado.

Durante esta operación, Joaquina, Ramona y Antoñito habían quedado bajo los cerezos, las primeras charlando como cotorras, y el último saltando y brincando para digerir el atracón de leche que acababa de darse.

— Pero vamos a otra cosa — dijo Ramona— , hablemos de tus entenadas, ahora que no está Martín delante, que no me gusta infernar matrimonios. ¿Te parece a ti, Joaquina, que es ley de Dios lo que tú estás haciendo con esas criaturas?

— ¿Pero hago yo algo malo con ellas?

— ¡Calla, calla, hebrea, que ninguna mujer como Dios manda se prevale de que unas pobres niñas no tengan madre para traerlas como azacanas y mandarlas cosas imposibles, como haces tú con tus entenadas!

— Pero, ¿les falta algo acaso?

— Les falta una madre, que es cuanto les puede faltar.

— ¿No las trato como si fueran mis hijas, a pesar de que debiera aborrecerlas de muerte?

— ¡Pícara! ¿Por qué las has de aborrecer?

— Porque por ellas no tiene padre mi hijo.

— ¿Que no tiene padre?

Haga usted cuenta que no, porque por causa de ellas no puede ver Martín al niño.

— Si tú fueras una verdadera madre para tus entenadas, no sucedería eso.

— ¿Y no lo soy acaso?

— ¿Te parece a ti que si viviera la que está en el cielo, hubieran ido esta mañana por esos caminos llorando a lágrima viva, y esta tarde volverían temblando porque saben que las vas a recibir a golpes?

— Y bueno que los han de llevar como no hayan hecho lo que yo les encargué.

— No tienes tú la culpa, que mucha tiene el descastado de su padre. ¡Ah! Si la pobre Dominica levantara la cabeza...

Ramona se detuvo viendo llegar a Martín y la conversación varió de rumbo; pero Martín volvió a entrar en casa a sus quehaceres.

A corto rato llegó Antoñito, y zarandeando de los vestidos a su madre, empezó a cencerrear.

— Madre, ¿cuándo cenamos? ¡Gem! ¡Gem! ¡Yo quería cenar!

— Pero, criatura — le replicó Joaquina— , ¿no te acabas de atracar de leche?

— Sí; pero mamar no es cenar.

Esta gracia del angelito hizo prorrumpir en una ruidosa carcajada a Joaquina, que exclamó, abrumando de besos a su hijo.

— ¡Huy! ¡Bendita sea tu boca, amén, que tienes tú más gracia que el salero del mundo! Pero ¿no ve usted, Ramona, qué hijo tan alhaja tengo?

— ¡Dios le bendiga, hija! — dijo la vecina recalcando sus palabras— . Dios le bendiga y le conserve su madre; que si tú le faltaras, ¿qué sería de él?

— ¡Se moriría el hijo de mis entrañas si le faltara su madre! — asintió Joaquina, saltándosele las lágrimas de ternura.

— No se moriría — repuso la vecina, siempre con segunda intención— , no se moriría, que tampoco tus entenadas se han muerto; pero más le valdría morirse que tener por madre a la que no le ha parido.

Las sonrosadas mejillas de Joaquina se pusieron de repente pálidas como las de una muerta. Una idea horrible y desconsoladora acababa de asaltar por primera vez la imaginación de aquella madre idólatra de su hijo: la de que su hijo podría llegar a tener madrastra, y sufrir lo que su madre había hecho sufrir.

Su vecina, que era mujer de años y de experiencia, adivinó en el rostro de Joaquina lo que pasaba, y trató de hacer un esfuerzo supremo para proporcionar una madre a las desventuradas niñas, que tanto habían llorado por no tenerla.

— ¡Joaquina — añadió con acento solemne— , Dios castiga sin palo, y a veces pagan justos por pecadores! Las madres se mueren, y los viudos se casan para dar madrastra a sus hijos, ya que no pueden darles madre.

— ¡Madrastra!... ¡Hijo de mi alma! — murmuró Joaquina, estrechando contra su corazón a su hijo, como si alguien fuera a arrebatárselo.

En aquel momento aparecieron por una estrada que desembocaba junto a la casa las traía, niñas, que volvían de Balmaseda.

Venían las tres muy alegres.

Joaquina se dirigió a su encuentro, llamándolas cariñosamente, y quizá por primera vez en su vida tuvo impulsos de estrecharlas en sus brazos y devorarlas a besos.

Las niñas, casi antes de llegar, se apresuraron a referir la manera poco menos que prodigiosa con que habían cumplido las órdenes de su madrastra.

— Joaquina — exclamó la anciana— , ¿no ves la mano de Dios en esa especie de milagro?

— ¡Sí! ¡Sí! — contestó Joaquina— . Dios abre, al fin, mis ojos, aunque tal vez será tarde.

— ¡Para el bien nunca es tarde! — dijo Ramona con acento semiprofético!

Y Joaquina, no pudiendo ya resistir el noble sentimiento que acababa de venir a purificar su corazón, abrió sus brazos a las niñas, y prodigándoles el nombre de hijas, que hacía tiempo no les daba, las estrechó en ellos con infinita ternura y las colmó de besos, inundándolas de amorosas lágrimas.

En aquel instante, la pobre Dominica, que desde el cielo velaba por sus hijas, también debió llorar de santa alegría.

— ¡Martín! ¡Martín! — gritó Ramona llorando a su vez de gozo.

— ¿Qué es eso, Ramona? — preguntó el honrado labrador apareciendo en la puerta.

— Es — le contestó la vecina— que tus hijas ya tienen madre.

— ¡Que Dios y la que está en el cielo la bendigan! — exclamó Martín lleno de regocijo.

Y corriendo al niño, que traveseaba bajo los cerezos, le tomó en sus brazos y le prodigó las ardientes caricias que prodigaba a las niñas su mujer.

Ésta se dirigió entonces a la anciana, y como las sombras de la noche, que habían ido descendiendo, no la permitiesen ver lo que bajo los cerezos pasaba, interrogó con ansiedad a la anciana, que le respondió:

¡Es que tu hijo ya tiene padre!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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