La Viña Mágica

Antonio de Trueba


Cuento



I

La Humanidad tuvo en los tiempos antiguos quien la redimiese del pecado, y en los tiempos modernos tiene quien la redima de la miseria. Si bendice al redentor antiguo, también debe bendecir al moderno, porque los hijos de la miseria no son tiranos menos abominables que lo eran los hijos del pecado.

El redentor antiguo era Jesús, entre cuyas maravillosas virtudes se contaba la de multiplicar los peces y los panes y dar salud al enfermo y alegría al triste por obra exclusiva de su santa voluntad. El redentor moderno, que también tiene la virtud de multiplicar el alimento del hombre y devolver a éste la salud del cuerpo y aun la del alma, es el que va a ser santificado y bendecido en este cuento que recogí en los campos de mi infancia, cuando Dios derramaba en ellos su bendición y no Caín la sangre de su hermano.

II

El valle de Somorrostro se extiende cerca de dos leguas de Oriente a Ocaso, entre una cordillera férrea y otra volcánica que siguen la misma dirección: la férrea resguardándole del calor y la violencia de los vientos meridionales y enriqueciéndole con el precioso e inagotable metal que encierra en sus entrañas, y la volcánica protegiéndole de la furia del mar Cantábrico y de la frialdad de los vientos boreales, y alegrándole con el jugo de las vides que cría en sus estribaciones y faldas del Mediodía.

Junto a su extremo occidental crúzale, de Sur a Norte, un vallecito secundario, de modo que el valle de Somorrostro, parece una cruz tendida, cuya peana es Baracaldo, cuya cabeza es Larrigada, y cuyos brazos constituyen el vallecito de San Juan del Astillero, apoyándose el extremo Sur de estos brazos en Galdames, y el extremo Norte en el mar.

El cuerpo de la cruz que corresponde a San Pedro de Abanto, a Nocedal y a San Salvador del Valle es escueto, severo, casi falto de todo adorno, pero no lo son la peana, los brazos y aun la cabeza. La peana está perpetuamente vestida de fresca verdura; así que asoma la primavera, a la verdura se añaden las flores del guindo y del melocotonero, y así que las flores se agostan, las reemplazan, hasta que los cierzos invernales logran penetrar en el valle por los portillos de Ciérbana y Pobeña que se abren entre el Janeo, el Montaño y el Sarantes, las guindas y las cerezas del Regato y Amézaga y Retuerto y Ugarte, los melocotones y los albérchigos y las ciruelas claudias de Landáburu y San Salvador y Urioste, y los racimos de Sestao y Galindo.

Si la peana de la cruz aparece siempre engalanada, los brazos y la cabeza poco o nada tienen que envidiarle, porque en el punto en que los brazos y la cabeza arrancan del cuerpo, el regazo de las montañas es tan eficaz y amoroso, la temperatura tan benigna y el suelo tan fértil, que allí, cerca del puente de Santelices, está el primer noble de Vizcaya que se cubre de hoja (como lo saben muy bien las abejas de Montellano que bajan a libar sus racimos de flores amarillas), y allí, entre el palacio del marqués de Villarias y los estribos septentrionales del Llangón, está (o estaba cuando la paz florecía y fructificaba en Vizcaya hacía treinta años bajo el glorioso cetro de doña Isabel II) un bosquecillo de naranjos y limoneros, cuyo fruto poco tenía que envidiar al de las regiones meridionales; y allí, en el collado de Memerea, subsiste hace siglos un olivo cuyo fruto recuerda el de las márgenes del Guadalquivir; y allí, en los huertos de Oyancas y Jiba y San Martín de Muñatones y Lascarreras, me cargaron cien veces de rosas y claveles y azucenas aquellas hermosas, modestas y buenas damas que en toda estación salían al encuentro del viajero ofreciéndole entrañable hospitalidad en todas las aldeas vascongadas cuando la paz sonreía en aquellas aldeas amadas y lloradas de mi corazón.

Por el vallecito que sirve de brazos a la cruz en que en los primeros meses de 1874 tantos y tantos españoles espiraron, todos creyendo que la redención de la patria exigía de ellos aquel sacrificio, aunque muchos de ellos creían un absurdo; por aquel vallecito baja en busca de la mar el río a cuya margen jugué cuando niño ¡y ya no espero descansar cuando anciano! La mar sale a su encuentro hasta el puente de Santelices, que es donde propiamente el vallecito se constituye en brazo izquierdo de la cruz, y como mar y río se abrazan, unen y confunden en uno cuando pasan entre el Janeo y el Montaño, o sea cuando se acercan al término de su viaje, para el río de ida y para la mar de regreso, entonces el río, aunque ha afeminado impropiamente su nombre llamándose ría, es tan ancho y tan profundo que los moradores de una y otra orilla no siempre pueden visitarse, porque no siempre tienen a su disposición una barca que les facilite el paso.

Por esta dificultad de visitarse y de hablarse cuando les diera la gana (que les daba a toda hora y rara vez podían satisfacerla), estaban desesperados Ramonilla la de Aquende y Lorenzo el de Allende, que bebían los vientos uno por otro.

III

Más abajo del puerto de la Berdeja, con cuyo nombre se designa una playa situada en la orilla derecha de la ría entre San Juan y Múzquiz, o la que es lo mismo, casi al promedio del brazo derecho de la cruz, se buscan el Janeo y el Montaño, pero se encuentran con que se opone a su comunicación la ría, y el Janeo permanece con el pie en la ribera izquierda y el Montaño con el pie en la ribera derecha.

Hacia aquel punto hay varias caserías dispersas. en las estribaciones de ambos montes, cobijada cada una de ellas en un bosquecillo de nogales. Una de la de los estribos del Janeo es conocida con el nombre de Aquende, y otra de las de los estribos del Montaño lo es con el de Allende.

Los vecinos de aquellas caserías se dedican casi exclusivamente al cultivo de las viñas, porque casi es ésta la única agricultura que allí permite el terreno.

El Janeo, el Montaño y el Serantes contrastan por su falta de vegetación con todos los demás montes del valle y aun del país. Sea por su naturaleza volcánica, sea por otra causa, lo cierto es que sólo verdea en ellos una vegetación raquítica, interrumpida a trechos por rocas y por tarrizos desnudos y de color rojizo; pero, como según el poeta latino, Bachus amat colles, los viñedos prosperan en las estribaciones y las faldas de aquellos montes particularmente en las de Mediodía y Levante, y constituyen la mayor riqueza de una buena parte de los moradores del valle.

El vino de Baracaldo y Somorrostro, aunque fuese muy estimado de las gentes del país, no lo era de las que no estaban acostumbradas a él, y realmente no debía serlo, porque la impericia de la vinificación era allí superior a todo encarecimiento; pero las mejoras que algunos propietarios han introducido en este ramo de la industria agraria, y se van generalizando entre los demás, han demostrado que allí se pueden cosechar vinos que compitan con los mejores de Burdeos.

De todos modos, en los valles de Somorrostro y Baracaldo los hay ya ligeros, pero sumamente sanos y agradables, que son una verdadera riqueza para el país, pues se venden en la cubera de diez y seis a veinticuatro reales la cántara y los compradores exceden a los vendedores.

Josetón el de Aquende, que no cogía menos de quinientas cántaras de vino y estaba siempre roído por la codicia, se daba a doscientas mil de a caballo todos los años, por dos razones: la primera, porque a pesar de estar situadas sus viñas en terreno inmejorable, como que era un regazo del Janeo, perfectamente soleado y resguardado de todos los vientos que dificultan la maduración de la uva, su vino era muy inferior al que cosechaban muchos de sus vecinos, cuyas viñas ocupaban terrenos que carecían de aquellas condiciones; y la segunda, porque por la misma inferioridad del vino tenía que vender toda la cosecha a principio de temporada, temeroso de que en la primavera se le avinagrase, y veía que aquellos de sus vecinos que no le vendían hasta la entrada del verano, le vendían al precio que querían.

Y en verdad que no había motivo para que Josetón estuviese siempre roído por la codicia, pues era viudo, y toda su familia se reducía a su hija

Ramonilla, y además de ser dueño de la casa y la hacienda de Aquenque, que habitaba, lo era de unas riquísimas veneras de Triano, cuya explotación tenía arrendada y le producía un dineral; pero Josetón, aunque hombre de bien, era muy terco y corto de entendimiento, lo cual explica la anomalía de que cosechase mal vino en excelentes viñas. Temeroso de que se anticipasen las lluvias del cordonazo de San Francisco, como llaman los marinos y los de las marismas al equinoccio del otoño, y le maleasen la cosecha, vendimiaba antes de madurar debidamente la uva; doliéndole el aumento de jornales y la disminución de uva, no consentía que las vendimiadoras se entretuviesen en limpiar el racimo de hojas, tierra y uvas podridas, ni consentía que racimo alguno, por verde que estuviese, dejase de ir al lagar o la tina. Razones de este jaez, es decir, de economía mal entendida y falta de inteligencia en la vinificación, se aunaban a lo interior para que el vino de Josetón fuese muy inferior al que cosechaban casi todos los demás vecinos del concejo.

Frente por frente de su casa, aunque agua por medio, tenía Josetón un buen modelo de vinificadores discretos. Este modelo era Lorenzo el de Allende, que aunque no tenía más que una viñita, cuya historia es digna de contarse, y esta viña no le daba arriba de cincuenta cántaras de vino, sacaba de ella tanta utilidad como Josetón de la mitad de las suyas.

La viñita de Lorenzo estaba medianamente situada, pues la combatían los vientos del Sudoeste, y sólo la bañaba el sol al declinar; pero Lorenzo la cavaba y recavaba con tanta frecuencia, que no consentía que creciese una yerba en ella; aunque los zaragozanos del valle anunciasen el diluvio universal y los fríos siberianos para antes de San Miguel, no vendimiaba un racimo mientras la uva no estuviese dorada como oro y dulce como la miel; el día que se decidiese a vendimiar había de ser como hecho de encargo para aquella operación; aunque necesitase doble tiempo y trabajo para vendimiar, ni una hoja de parra, ni una yerba ni una uva podrida, ni un terroncillo había de ir a casa, y por supuesto, todo racimo que no estuviese bien sazonado se quedaba en la viña para solaz de los rebuscadores de grapas.

Por estos medios y otros subsiguientes y no menos acertados, conseguía Lorenzo un par de pipas de vino de veinte a veinticinco cántaras cada una, que vendía al precio que le daba la gana así que llegaba la canícula, en que las gentes se despepitan por el buen chacolí, que a la par alegra la pajarilla y refresca la sangre.

Lorenzo era trabajador y económico, pero na codicioso como Josetón. Sus padres habían fallecido hacía pocos años dejándole casi niño; pero cultivando unas piececillas que le habían dejado en la veguita de la ribera, explotando la viñita que había hecho en una cuestecilla que no daba más que brezo; vendiendo buena parte de la fruta de los nogales, los cerezos, los perales, los manzanos y los melocotoneros que rodeaban su casita; cuidando con esmero e inteligencia unas cuantas cabezas de ganado que también le habían dejado sus padres, y ganando algunos cuartos al tráfico de la vena cuando las ocupaciones de la labranza se lo permitían, iba tirando perfectamente, y en su casa todo iba bien, a lo que no contribuía poco el buen gobierno de Turis (Ventura), que era una buena mujer de cuarenta y tantos años, tía segunda suya, que había ido a asistir a su madre en la extrema enfermedad de ésta, y se había quedado en la casa a instancias de Lorenzo.

La historia de la viñita de Lorenzo, que he dicho es curiosa, lo es, en efecto, tanto, que merece capítulo aparte.

IV

Lorenzo sentía en el alma no haber heredado de sus padres más parras que dos moscatelas, que trepando por las esquinas del costado meridional de la casa, se alargaban mutuamente los brazos y formaban con ellos frondoso dosel sobre las ventanas correspondientes al piso principal, desde donde a su debido tiempo se alcanzaba su dulce fruto.

Su padre sentía también no tener viña alguna, como las tenían casi todos sus vecinos, lo que consistía en que carecía de terreno a propósito para viñedo. Casi todas sus heredades estaban en la vega, donde, por una parte, las viñas no prevalecen por ser húmeda y demasiado profunda la tierra, y por otra parte, todo el terreno que tenía le necesitaba para la siembra de cereales y cebo para el ganado.

El único terreno que la casería de Allende tenía fuera de la vega era un pedazo costanero y cayueloso, llamado el Brezal, que ni yerba siquiera producía. Muchas veces tuvo el padre de Lorenzo tentaciones de quebrantar para viña aquel terreno, pero desistió de ello creyendo que por su mala exposición daría escaso y mal fruto la viña que allí se plantase.

—Un día, poco después de haber fallecido la madre de Lorenzo, que sobrevivió pocos meses a su marido, fue por Allende un ingeniero francés, encargado de levantar ciertos planos del abra de Pobeña y la ría de Somorrostro, por encargo de una Compañía industrial que proyectaba hacer allí buen puerto para la exportación de la vena de hierro del extremo occidental de Triano y de las veneras de Galdames y Sopuerta.

Las estribaciones occidentales del Montaño, donde estaba la casería de Allende, eran el punto más conveniente para los principales trabajos del ingeniero. No bien éste apareció por allí, Lorenzo salió a su encuentro, le saludó cortesmente, y le ofreció su casa y su ayuda en cuanto pudiera servirle.

El francés aceptó agradecido el ofrecimiento, pues tenía que ocuparse allí algunos días, y hospedándose en Allende, se ahorraba la molestia que le hubiera originado el hospedarse en San Julián de Múzquiz o San Juan del Astillero.

Cuando terminó el ingeniero sus trabajos en Allende, y se disponía a partir, acabó Lorenzo de enamorarle, negándose a admitir retribución alguna por la hospitalidad y la ayuda que le había dado.

Es de advertir que aunque el ingeniero francés hablaba con dificultad el castellano, Lorenzo y él habían conversado largamente sobre los asuntos del primero, y Lorenzo se había lamentado al segundo de que la casería de Allende careciese de terreno apropiado para viñedo, pues el del Brezal no lo era.

—Vamos —dijo el francés a Lorenzo— ya que es usted tan desinteresado para conmigo, voy a confiar a usted un secreto que de seguro le ha de valer a usted más que el puñado de pesetas que rehúsa. Al dar noticia los periódicos franceses de mi próxima partida para España con objeto de estudiar la construcción de un puerto en Somorrostro, se me presentó un anciano que había hecho por aquí la guerra en tiempo de Napoleón, y dándome un planito que conservo en mi cartera y he consultado apenas llegué aquí, me dijo: «Estando a punto de caer en manos de los brigantes, como llamábamos a los españoles con este abuso de la palabra a que tan propensos somos los franceses, y tan caro puede costarnos el día que riñamos con quien pueda meternos el resuello en el cuerpo, enterré en Somorrostro en un brezal, cuya situación exacta señala éste planito, un tesoro que no he tenido medio de ir a recobrar. Ya que va usted allá, y es persona de fiar, tenga la bondad de buscarle y traérmele. Le enterré a tres pies o tres y medio de profundidad, abriendo un hoyo con la bayoneta, no recuerdo si en la parte baja, en la media o en la alta del Brezal». Mi partida se dilató algún tiempo, y entretanto el veterano, que se dedicaba al oficio de viñador, en que era inteligentísimo, falleció sin dejar pariente alguno que le heredase. Conque, amigo Lorenzo, herédele usted, que nadie tiene más derecho que usted a heredarle, siendo de usted el terreno en que está el tesoro. Aquí tiene usted el plano del Brezal, y al respaldo de él hallará escritas por mano del viñador algunas instrucciones relativas al mismo asunto.

Lorenzo dio las gracias al ingeniero por el generoso obsequio que le hacía, y el ingeniero se marchó.

Lorenzo se dedicó a hacer catas en el Brezal en busca del tesoro, pero el tesoro no parecía.

—No nos andemos por las ramas —dijo Lorenzo—; lo mejor es empezar por la hondera, abriendo de orilla a orilla una zanja de cuatro pies de profundidad (pues más vale que sobre que no que falte), como quien rompe terreno para viña, y sigamos abriendo zanja sobre zanja, aunque sea hasta la cabecera, mientras el tesoro no parezca, que tiene que parecer buscándole así.

En efecto, Lorenzo empezó a quebrantar el Brezal del modo que había dicho, y como no le convenía que se supiese el objeto con que lo hacía, tanto por temor de que se riesen de él los que no tenían tantos motivos como él para creer al ingeniero francés incapaz de burlarse de nadie, como por temor de que algún malhechor le diese un mal rato, queriendo robarle el tesoro, contestaba afirmativamente a los que le preguntaban si al fin se había decidido a hacer su viñita.

Iba ya quebrantado todo el Brezal y no parecía el tesoro; pero al abrir la última zanja, que correspondía precisamente a un pedacillo de terreno que había cavado y descepado la víspera de la llegada del francés para probar si en él se daban las patatas, exhaló un grito de alegría, encontrándose con una cajita de madera, que no dudó contuviese el tesoro, aunque no acertaba a explicarse cómo no se había podrido estando enterrada tanto tiempo.

La caja pesaba tan poco como si estuviera vacía, y esto dio muy mala espina a Lorenzo. Apresuróse a abrirla, y sólo encontró en ella un papel escrito en mal castellano, que venía a decir:

«Plante usted de viña el terreno que haya quebrantado, cultive usted bien la viña y beneficie bien su fruto, para lo cual le servirán a maravilla las instrucciones escritas al reverso del plano del Brezal, y habrá encontrado usted el tesoro que buscaba, tanto más, cuanto que esas instrucciones no tanto enseñan a hacer buen vino como a hacer mucho. Realmente el tesoro no merece este nombre; pero para hombres tan modestos y de tan pocas necesidades como usted, un verdadero tesoro será el fruto de la viñita que plante en el terreno que haya quebrantado».

Lorenzo dudó, al leer esto, si debía maldecir o bendecir al francés; pero suspendió la decisión hasta consultar las instrucciones adjuntas al plano.

Estas instrucciones estaban escritas en francés, que naturalmente era griego para Lorenzo, y faltó poco para que Lorenzo hiciera añicos instrucciones y plano; pero se contentó con guardar el pliego en el bolsillo, y pasó a decidir si se había de enojar o alegrar con el chasco que el francés le había dado.

Lorenzo era naturalmente inclinado a la benevolencia, y concluyó al fin por decir:

—Indudablemente debo estarle agradecido, porque lo cierto es que en chanzas o en veras me ha hecho un gran favor. Como quien no quiere la cosa, me encuentro con una viñita casi hecha y derecha, y al francés se lo debo; pues si no es por él hubiera continuado el Brezal dando sólo brezo y caracoles, y dentro de poco tiempo me dará un par de cubas de chacolí, que, bueno o malo, contribuirá a mi agostillo. Dios le dé mucha salud al franchute, y a mí me la conserve para que Josetón concluya de burlarse de mí llamando a la fuente del avellanal la cubera de Ayende.

Esta es la historia de la viñita de Lorenzo.

V

Lorenzo no era, ni mucho menos, lo que se llama un talentazo deshecho, ni pasaba, en punto a saber, de lo que sabe un pobre destripaterrones, que se suele reducir en aquellos valles y montañas a leer no muy de corrido, a escribir su nombre muchas veces a riesgo de poner verbigracia, Lorenzco por Lorenzo, y a estar al corriente de la doctrina cristiana y de lo más gordo de la administración municipal y provincial, merced esto último a la participación que todo vecino toma en la elección de concejales y en la de apoderados a las Juntas generales de Guernica; pero aun así, tenía Lorenzo frecuentes cavilaciones, y cavilaba con mucho seso, como vamos a ver trasladando aquí una de ellas.

—Pues señor —decía para sí—, tengo ya veintitantos años; el tiempo se va sin sentir y no vuelve; mi tía Turis, aunque no es vieja, está ya muy acabada con los disgustos que en otro tiempo le dio ese zoquete de Josetón; casa donde no hay mujer propia ni hijos está fría, desordenada y triste; hombre que no se casa de mozo no debe casarse de viejo; y, por último, esa Ramonilla de mis pecados me hace cada vez más gracia, a pesar de lo camueso que es el padre que Dios le dio.

Una noche, después de haber tenido una de estas cavilaciones, Lorenzo estaba sentado a la puerta de su casa a la luz de la luna.

Era por el mes de junio, y ya aquel día había hecho mucho calor. Lorenzo había estado carreteando vena desde Triano al puerto de la Berdeja; al llegar, al anochecer, había desuncido los bueyes; al pie de uno de los nogales de la portalada les había echado una buena ración de alcacer fresco que Turis había segado a la caída de la tarde; mientras los bueyes cenaban al fresco bajo el nogal, él y Turis habían cenado a la luz de la luna en el poyo de al lado de la puerta; Turis, a instancia de Lorenzo, había subido a acostarse, y Lorenzo esperaba a que los bueyes concluyesen de cenar para recogerlos en la cuadra e ir también él a descansar, que bien lo necesitaba, habiendo sido aquel día de los aludidos en la canta que dice:


Por Pucheta arriba van
los de la mala fortuna,
unos diciendo ¡arre, buey!
y otros diciendo ¡arre, mula!
 

Entre la ría y los nogales que preceden a la casa había una cuestecilla, y a mitad de la cuesta, en un rellanito sombreado por unas matas de avellano, sauce, maravillo (alheña) y zarza-raya (zarza rosa), había una fuente muy fresca, cuyo perenne chorro se deslizaba por una teja.

—Vamos a refrescar y dejémonos de cavilaciones —dijo Lorenzo.

Y se encaminó silbando hacia la fuente, cuyo murmurio llegaba hasta el nocedal, favorecido por el silencio de la noche.

Aquélla era la fuente que Josetón llamaba en otro tiempo la cubera de Allende, y aún se lo llamaba, burlándose primero de que no se cosechaba vino, y después de que se cosechaba poco.

Conforme Lorenzo descendía por la cuesta, no quitaba ojo de una ventana de la casería de Aquende, donde se veía luz.

—Apuesto —dijo— a que esta noche está Ramonilla cerniendo, pues aquella ventana es la de la cocina donde tienen la artesa, y me parece que oigo el zarandeo del cedazo. Voy a echarle una canta, y con la canta una indirecta. ¡Calla! Ya no se oye el cedazo, y una persona se asoma a la ventana.

De seguro es Ramonilla, que me habrá oído silbar; sí, ¡ella es!

Dicho esto, Lorenzo entonó con voz sonora y capaz de oírse desde la cumbre del Janeo, este cantar, al parecer improvisado:


Eres harina y yo soma,
pero mezcladas las dos,
resultarán de la mezcla
unas tortas como un sol.
 

Inmediatamente le contestó Ramonilla con este otro cantar, por lo visto improvisado también:


Las tortas, para ser buenas,
se han de hacer en San Julián,
que si allí no se hacen, ya es
harina de otro costal.
 

Lorenzo, que había llegado ya a la fuente, refrescó la garganta con un trago de agua, y cantó en seguida:


Por detrás de la iglesia
yo nada quiero,
que por aquel camino
se va al infierno.
 

Y Ramonilla contestó al canto:


Si con buen fin me quieres,
dile a mi padre:
«Quiero entrar en la gloria;
venga la llave».
 

Este tiroteo de cantares terminó porque Ramonilla volvió a darle al cedazo, oyendo a su padre refunfuñar en la cama, diciendo que era una tal y una cual, pues en lugar de dar al cedazo, le quitaba el sueño cantando.

Lorenzo tomó cuesta arriba, más alegre que un vaso de buen vino, que según Josetón era la cosa más alegre del mundo, recogió sus bueyes, les echó en el pesebre otro buen brazado de alcacer, subió a su cuarto y se acostó, diciendo:

—Pues señor, esto es hecho: mañana paso la ría y le pido a Josetón la mano de su hija. ¡Vea usted lo quita— vergüenzas que son los cantares! Muchas veces he tratado de decirle a Ramonilla que la quería, y nunca he podido, porque siempre la vergüenza me ponía un tapón en la garganta. Esta noche, sin necesidad de ponernos colorados, nos hemos entendido con cuatro coplas, de modo y manera que, como quien dice, ya estamos al fin de la calle. ¡Si le digo a usted que al que inventó los cantares por fuerza le dan una serenata todas las noches los ángeles del cielo!

Como arrullado por una serenata de esta especie se quedó Lorenzo dormido.

Antes de rayar el alba ya se había levantado, pensando en el gran paso que iba a dar cerca de Josetón.

Como Josetón madrugaba aquellas mañanas para ir a Triano, donde no sé qué negocios traía, Lorenzo dijo:

—Voyme río arriba a buscar el puente de San Juan, que está donde Cristo dio las tres voces, no sea que Josetón se me escape y me haga esperar veinticuatro horas más, sin saber si me da o no la llave para entrar en la gloria.

Cuando salió a la portalada vio que había ya luz en Aquende, y añadió disgustado:

—¡Por vida de mi poco madrugar! Ya se ha levantado Josetón, y es posible que si voy a buscar el puente, le pase él antes que yo y se me escape. Voy a ver cómo me las arreglo para ahorrarme tan condenado rodeo, pasando la ría por más abajo, aunque la marea debe estar alta.

Así diciendo, Lorenzo tomó cuesta abajo, y pronto se encontró orilla de la ría, que, en efecto, se desbordaba por la pleamar.

Orilla de la ría había un bosquecillo de tamarices y sauces, talado hacía pocos días. Lorenzo desgarró de una mimbrera dos fuertes mimbres, les retorció, los unió por los extremos más delgados, tendió en el suelo este birloto o atadura, echó sobre él tamarices y sauces, ató fuertemente el haz de leña, le arrastró al agua, en la que quedó sobrenadando, buscó un palo largo y grueso que te sirviese de bichero, y se dispuso a pasar la ría en aquella balsa, que ya había usado, unas veces con buen éxito, y otras con malo.

Apenas puso el pie en ella, la balsa se ladeó, y el pobre Lorenzo se fue a fondo; y se hubiera, ahogado a no saber nadar como una rana, gracias a lo cual, no sólo se puso a flote, sino también arribó a la otra orilla.

Dejando un reguero de agua por donde iba, tomó la cuesta de Aquende, diciendo.

—¡Ay, amor, cómo me has puesto! Me da muy mala espina el percance que he tenido al dar, como quien dice, el primer paso en el camino de la gloria, cuya llave voy a pedir a Josetón!

VI

Al salir de su casa se encontró Josetón en la portalada con Lorenzo. Ramonilla, que desde arriba se apercibió de este encuentro, se puso a escuchar desde el alféizar de la ventana de la cocina

—¿Qué es eso, hombre? —preguntó Josetón al náufrago, al verle calado de agua. —¡Qué pícara afición habéis tenido siempre a lo que cría ranas los de Allende! Los de Aquende lo entendemos mejor, pues la tenemos a lo que cría mosquitos.

—¡Eso podía usted decírselo a mi padre, que esté en gloria; pero no a mí, que he hecho una viña más maja!...

—¡Vaya una viña! Tú te pareces a Antón el de Murrieta, que lloraba por cubas y tenía dos cepas.

Con que ¿qué te trae por aquí tan de mañana, muchacho? Si venías a verme, a poco más no me coges en casa.

—Pues temeroso de no cogerle a usted, he querido pasar la ría sobre una carga de leña, y si no sé nadar me ahogo.

—Pues el agua debía ser muy amiga de los de Allende, que están reñidos con su rival el vino. Pero, por lo visto, asunto muy importante te trae.

—¡Y de casta que lo es!

—Vamos, explícate, hombre.

—Pues ya sabe usted, amigo José, que yo, además del ganado, tengo buena casa y hacienda...

—Sí, una casa que cabe en la mi cubera, unas piezas que dan cebera para engordar al de la vista baja, y una viña que da vino para las vinajeras de Montaño, donde hay misa una vez al año.

—Es verdad que en casa y viñedo me aventaja usted, pero en piezas de pan llevar no, porque no tiene usted ninguna...

—Ni me hacen falta tampoco, teniendo viñas para coger al año quinientas cántaras de vino, que en estas laderas de Janeo son la cosecha más segura y saneada.

—En fin, José, cada uno tiene lo que ha heredado de otros o él se ha agenciado, como a mí me sucede. Lo principal es que uno sea trabajador y honrado, tenga buena salud, sea aún joven, y quiera a aquella con quien se case, como yo quiero a Ramonilla...

—¡Adiós con la Colorada! ¡Ya pareció aquello! —dijo para sí Ramonilla, dándole un terrible vuelco el corazón.

Y su padre se echó para atrás, poniendo cara de perro al comprender que Lorenzo iba a pedirle la mano de su hija.

—¡Muchacho! —exclamó Josetón—. ¿Qué significa eso de que quieres a Ramonilla?

—Lo que significa es que su hija de usted y yo nos queremos, y si usted lo permite nos casaremos juntos...

—¡Ni tampoco desapartados! ¡Pues no faltaba más, hombre, que la mi hija, heredera de todo lo de su padre, y entre ello viñas que dan al año quinientas cántaras de vino, se casara con uno que no coge arriba de cuarenta o cincuenta cántaras!...

—Pero, José, si yo no tengo más que una viñita, tengo otras cosas...

—Aunque tuvieras las minas del Potosí no te casarías con la mi hija no cogiendo tanto como yo; porque me he empeñado en que la mi hija sólo se ha de casar con uno que coja tanto vino como su padre...

—Pero ¿quién le dice a usted que yo no puedo llegar a cogerlo?

—Pues cuando llegues hablaremos, si es que aún estamos a tiempo.

—Así como hice una viña en que cojo cincuenta o más cántaras, puedo ir haciendo otras, aunque sea tomando terreno del común, y coger quinientas o más...

—Te he dicho y te repito, que mientras no tengas quinientas en tu cubera no te casas con Ramonilla. El día que las tengas me avisas para que las vaya a ver y a probar; las veo y las pruebo, y si la mi hija está aún soltera, haz cuenta que eres ya yerno mío.

Por más esfuerzos que el pobre Lorenzo hizo por apear de su burro a Josetón, no lo consiguió, porque la verdad era que Josetón quería un yerno que, cuando menos, fuese tan rico como su hija, aunque de su riqueza formasen parte tan pocas cepas como las de Antón el de Murrieta; y el primer pretexto que le ocurrió para rechazar a Lorenzo fue que Lorenzo cogía menos vino que él, y decirle que sólo le daría su hija cuando cogiese tanto, que era, a su parecer, decirle que no se la daría nunca.

Josetón, firme en sus trece, tomó el camino de San Juan, y Lorenzo, chorreando aún agua, y casi decidido a atarse los brazos con un mimbre para no poder nadar y echarse en seguida a la ría, tomó estrada abajo hacia el vado.

Cuando llegaba a la mitad de la cuesta, sintió pasos de alguna persona que corría tras él, y trascatándose, como por allí dicen, vio que quien corría, sin duda a su alcance, era Ramonilla, hecha un mar de lágrimas.

El resultado de la entrevista que Ramonilla y él tuvieron en la estrada, que era sombría y desierta, y sólo la alegraban los pájaros que cantaban sus amores en la enramadas de avellanos, zarza rosas, parras silvestres y madreselvas que la entoldaban, el resultado, repito, de aquella tierna entrevista, de la que Ramonilla volvió con las mangas del vestido mojadas, sin duda de tanto como había llorado, fue que Ramonilla y Lorenzo se juraron amor eterno: Ramonilla por medio de un «así Dios me salven», y Lorenzo por medio de un «y si no, me caiga muerto»; y para comunicarse sus pensamientos desde Aquende y Allende, arreglaron un telegrafillo que muchos años después hubiera venido de perilla para comunicarse con los bilbaínos el ejército, que, yendo a libertar a la invicta villa, acampó meses enteros en las alturas que dominan a Somorrostro, casi sin poder decirse los de afuera y los de adentro esta boca es mía.

VII

Ramonilla y Lorenzo eran tan poco leídos, aunque ambos sabían leer un poco, que ignoraban por completo la historia de Hero y Leandro, que era la suya, sin más que poner a Ramonilla en lugar de Hero, a Lorenzo en lugar de Leandro, a Aquende en lugar de Sestos, a Allende en lugar de Avidos, y a la ría de Somorrostro en lugar del Helesponto; pero si no la sabían la adivinaban; pues Ramonilla prohibió a Lorenzo que pasase a nado la ría para visitarla, temerosa de que Lorenzo tuviese el desastroso fin de Leandro.

Ambos se consumían por comunicarse sus amorosos pensamientos; pero como Josetón andaba listo para impedirles toda entrevista hasta cuando iban a misa, el telegrafillo consabido no paraba de jugar.

Al decir el telegrafillo he hecho mal, pues eran varios los que habían inventado y adoptado Lorenzo y Ramonilla; y nombro el primero a Lorenzo, faltando a la galantería debida al bello sexo, dignamente representado por Ramonilla en una modesta aldea donde no se usa en la cara ninguna de esas porquerías que tan feas ponen a las madrileñas guapas, porque Lorenzo era el principal inventor de ellos.

El que usaban con más frecuencia, particularmente cuando el ruido del viento o de la riada no lo impedía, era uno de sistema mixto, o lo que es lo mismo, acústico retórico-poético.

Por ejemplo, Lorenzo estaba apacentando los bueyes en los ribazos de la fuente, y Ramonilla cogiendo una haldada de serugas (alubias verdes) en el huerto de detrás de casa. Ramonilla cantaba este cantar:


Cavila todo el que quiere
mucho a su novia o su novio;
para no cavilar mucho
casarnos debemos pronto.
 

Y Lorenzo entonaba al oírle este otro:


Cavilo a todas las horas
mucho, remucho, muchísimo;
pero, hablando con franqueza,
inútilmente cavilo.
 

Como Ramonilla y Lorenzo habían convenido de antemano en que lo único aprovechable de estos cantares sería la primera palabra de cada verso, resultaba que Ramonilla había dicho a Lorenzo:

—¡Cavila mucho para casarnos!

Y Lorenzo había contestado a Ramonilla:

—Cavilo mucho, pero inútilmente.

Otro de los telegrafillos era nocturno, y aunque pesado, seguro.

En cada casería suele haber un farolillo, que se usa con preferencia al candil, particularmente cuando hace aire, tanto porque es menos expuesto a apagarse, como porque es menos expuesto a producir un incendio. En Allende, lo mismo que en Aquende, existía ese farolillo y se usaba todas las noches.

Ramonilla y Lorenzo habían numerado una porción de palabras o ideas, calculando que eran las que con más frecuencia necesitarían comunicarse.

El número de veces que se hacía brillar la luz del farol en la ventana de una u otra casa, correspondía al número que designaba cada una de aquellas palabras o frases. Pongamos algunos ejemplos.

—¡Bendita sea la madre que te parió! —era lo que decía el farol cuando brillaba una sola vez.

—¡Tienes tú más salero que el mundo! —decía cuando brillaba dos seguidas.

—Esta noche me ha arrimado mi señor padre un linternazo que me ha hecho ver las estrellas decía cuando brillaba tres.

—Tu señor padre es muy arrimado a la cola, aunque me esté mal el decírtelo —significaba cuando brillaba cuatro.

—Anoche a poco más me desmayo de placer soñando que ya nos habíamos casado —quería decir cuando brillaba cinco.

—Rabio de celos aparte —quería decir cuando brillaba seis.

Y así sucesivamente.

De manera que así se las componían del mejor modo posible los pobres muchachos; pero así y todo estaban cada vez más quemados, porque le doy yo al más pintado eso de estar dos muchachos derritiéndose de amor uno por otro, y tener que verse sólo desde lejos, y tener que hablarse sólo por telégrafo. Luego pensaban que si no se habían de casar hasta que la cosecha de vino de Allende igualase a la de Aquende, la cosa iba larga, porque, aun hechas las viñas, no comienza a dar fruto, hasta los tres años. ¡Más de tres años haciendo telégrafos! ¡El diablo tiene cara de conejo!

En éstas y las otras iba pasando el verano y se acercaban las vendimias, que debían ser muy buenas y abundantes, pues las viñas y los parrales tenían más racimos que hojas, y el tiempo había sido a pedir de boca para la maduración de la uva.

La viñita de Lorenzo estaba que daba gusto el verla.

Era toda de uva blanca, y sólo tenía algunas hileras de cepa de uva negra, con la que Lorenzo sacaba un vinito de ojo de gallo que era lo que había que ver, y sobre todo lo que había que beber.

Lorenzo dijo para sí:

—El caso es que con la telegrafía y las cavilaciones todo lo tengo, como quien dice, patas arriba, y éste es mal medio de salir de pobre, único, según Josetón, de que su hija y yo nos salgamos con la nuestra de «casarnos juntos». La viña está diciéndome que piense un poco más en ella y un poco menos en Ramonilla, y me dice muy bien. Ya que no pueda echar en cara a Josetón que cojo más vino que él, debo hacer lo posible para echarle en cara que lo cojo mejor.

Así diciendo, Lorenzo se echó a pensar qué mejoras haría aquel año en la vinificación que superasen a las que cada año había ido haciendo, y entonces se acordó del manuscrito que le había dejado el francés, con tanta más razón, cuanto que, según decía el papel de la cajita enterrada, las instrucciones del viñador no tanto enseñaban a hacer buen vino como a hacer mucho.

Buscó el manuscrito, pero se encontró con que las instrucciones que seguían al plano del Brezal estaban escritas en francés, y, por consiguiente, no entendía jota de ellas.

No faltaba en Somorrostro persona capaz de ponérselas en buen castellano; pero temeroso de que el traductor divulgase en Somorrostro su contenido, si éste era verdaderamente útil, se fue a Bilbao a buscar quien se las tradujera.

Lo que trajo de Bilbao fue, además de la traducción del manuscrito, un tubo de cristal a manera de termómetro, llamado gleucómetro, que, aunque para mí está en griego este nombre, creo que ha de significar medidor de azúcar o cosa así, y además un papelón de azúcar.

Al día siguiente fue a la viña, donde ya había algunos racimos maduros, y volvió, trayéndose aquellos racimos, con los que se encerró en la cubera.

Lo que en la cubera hizo Lorenzo aquel día y los dos o tres siguientes, ni la misma Turis lo supo; pero lo cierto es que el telégrafo jugó mucho, que uno de los telegramas de Lorenzo fue éste: «Antes de Nochebuena nos casamos, con la bendición de de tu padre»; que Ramonilla y Lorenzo, de alegría, no cabían en el pellejo; que Lorenzo fue a Bilbao con el carro, que volvió de noche trayendo muy disimuladamente unos sacos de azúcar que encerró en la cubera, y que con igual disimulo fue después proveyéndose de cubas vacías para una cosecha tan grande como la de Josetón.

VIII

Lorenzo, después de vendimiar él y Turis la viñita, por cierto con excelente sazón, se encerró una porción de días en la cubera, a la que Turis y él subieron durante aquellos días, o mejor dicho, aquellas noches, centenares de herradas y calderas de agua de la fuente del Avellanal.

El telégrafo continuaba jugando y transmitiendo excelentes noticias.

Una hermosa tarde del veranillo de San Martín, que es precisamente cuando la justicia permite poner ramo para la venta de los vinos nuevos, se vistió Lorenzo la ropa dominguera aunque era sábado, y reventando de alegría y satisfacción, subió río arriba hasta San Juan, pasó el puente por Oyancas, allí tomó la calzada de Muzquiz, y se plantó en Aquende, donde ya se sabía que andaba Josetón muy ocupado en dar la última mano a su cosecha de vino, y muy contento porque la cosecha, si no aventajaba en calidad a la de otros años, la aventajaba en cantidad.

Josetón, lejos de demostrar disgusto al verle, mostró satisfacción, porque ansiaba, como quien dice, pasarle por los hocicos el rimero de cubas llenas que tenía en su cubera, para que se muriera de envidia comparando aquellas cubas con el par de ellas que Josetón suponía en la cubera de Allende.

—¿Qué tal ha sido la vendimia por Allende? preguntó a Lorenzo, con una sonrisita burlona capaz de cargar a Cristo padre.

—Buena —contestó Lorenzo con modestia. —¿Y por Aquende?

—Ahora lo verás y lo probarás —dijo Josetón encaminándose a la cubera—. Chica —añadió a Ramonilla, que andaba por arriba derritiéndose por hablar con su novio cara a cara, como Dios manda —bájate una jarra, un vaso y algo que echar a perder.

Ramonilla bajó poco después con lo que su padre pedía. Lo que bajaba para echarlo a perder era un pan y un plato de nueces.

Josetón y Lorenzo fueron probando vino de diferentes cubas que Josetón no se cansaba de ponderar y admirar, poniendo al trasluz el vaso, sin que Lorenzo tomara parte en su admiración ni en su contemplación más del mínimum de lo que la cortesía reclamaba.

—¡Ya ves —dijo Josetón— que una cosechita de más de quinientas cántaras de este vino no es moco de pavo!

—Ciertamente que no lo es —contestó Lorenzo.

—Hombre, lo dices con una frialdad, que al verte y oírte, cualquiera creería que estas cosas no te cogen de susto.

—Y creería muy bien.

—Hombre, no digas disparates.

—Para probarle a usted que no los digo, voy a suplicarle a usted una cosa.

—¿Y qué cosa es esa, muchacho?

—Que mañana oiga usted misa mayor en San Juan, y luego se vaya conmigo a Allende, donde comeremos juntos y probaremos el vino de mi cosecha, a ver qué le parece a usted.

—Hombre, iré con mucho gusto, pero me guardaré de empinar mucho el codo por temor de dejarte sin vino.

Lorenzo se despidió de los de Aquende, cambiando con Ramonilla una picaresca y triunfal mirada que quería decir:

—¡Ya estamos a punto de pescarnos mutuamente!

Al día siguiente Josetón fue, en efecto, a misa mayor a San Juan, adonde fue también Lorenzo, y reunidos después de misa se encaminaron a Allende, tomando la ribera derecha, que no hace un siglo era junquera estéril y aun nociva a la salud pública, y hoy es vega fertilísima y sana.

Turis, que había oído misa primera en San Juan, como Ramonilla en San Julián, tenía ya preparada una comida de padre y muy señor mío, sólo por complacer a su sobrino, que por su gusto, aunque era incapaz de hacer daño a una mosca, lejos de preparar obsequios a Josetón, hubiera huido de Allende por no encontrarse con él.

Turis tenía motivos más que sobrados para aborrecer a Josetón; pero como era tan buena, estaba lejos de aborrecerle, aunque hacía más de veinte años que había procurado no dirigirle la palabra.

Turis y Josetón estaban para casarse, y todos creían que estaban muertos de amor uno por otro,pero pronto se vio que si Turis lo estaba, Josetón era todo lo contrario. Un tío que tenía en América Turis había prometido a ésta mil ducados de dote, pero cuando ya se iban a leer las amonestaciones, se recibió una carta de que el indiano había muerto de pesadumbre por haberse llevado la trampa todo su caudal, y entonces el sinvergüenza de Josetón se llamó Andana, y poco tiempo después se casó con otra que tenía el dote de que Turis carecía, y enviudó sin quedarle más familia que Ramonilla.

Turis tuvo más de una ocasión para casarse, pero las rehusó todas, porque había jurado casarse con Josetón o no casarse con nadie, y era mujer que no faltaba a sus juramentos.

Pensaba no saludar siquiera a Josetón el día que éste fue a Allende; pero al ver que Josetón la saludaba un poquito conmovido, no tuvo valor para hacerle un desaire, porque Turis era un alma de Dios, y como dijo el otro, donde fuego hubo, cenizas quedan.

—Vamos a ver la tu cubera, hombre —dijo Josetón a Lorenzo con la acostumbrada sonrisita burlona, así que llegaron y se saludaron Josetón y Turis.

—Adonde vamos ahora —contestó Lorenzo— es a despachar la ración, que mi tía es buena cocinera y no gusta de que se le pase lo que tiene a punto. En la mesa haremos la postura al vino nuevo, y luego bajaremos a ver si eran o no fundados los temores que usted tenía ayer de dejarme sin vino si alzaba con mucha frecuencia el codo.

La mesa estaba dispuesta con mucho aseo y primor, y Josetón y Lorenzo se sentaron a ella.

—Tía —dijo Lorenzo—, suba usted vino sin duelo.

—¿De qué barrica quieres que lo suba?

—De cualquiera de ellas, porque todo es igual. Josetón se desató en pullas con motivo de la dificultad de elección de barrica que Turis había consultado con su sobrino.

Turis subió un jarro de vino que lo menos hacía dos azumbres.

—Hagamos boca —dijo Lorenzo, llenando los vasos de un vino de ojo de gallo chispeante y ya completamente clarificado.

Josetón, después de confesar que el vino tenía buena apariencia, desocupó el vaso y no pudo menos de confesar que superaba a la apariencia el sabor.

También confesó Josetón que Lorenzo sacaba mejor vino que él de peor uva, pero lo confesó sosteniendo que tal habilidad no compensaba la ruindad de la cosecha de Lorenzo.

La comida terminó con mucha animación de la gente, y sobre todo de Josetón, a quien el vinillo de Allende había puesto más alegre que una pascua, y hasta había hecho el prodigio de despertar en él una sensibilidad que la misma Turis desconocía.

Por fin bajaron los tres a la cubera, a cuya puerta se quedó parado Josetón, sorprendido de ver unos rimeros de cubas aún mayores que los que en su cubera había.

—Ya ve usted —le dijo Lorenzo— que por mucho que empine hoy el codo no ha de dejarme sin vino.

—Pero, hombre, ¿qué quiere decir esto?—exclamó Josetón sin salir de su asombro.

—Esto —contestó Lorenzo— quiere decir que tengo una viña verdaderamente mágica, o lo que es lo mismo, que tengo en mi cubera tanto vino como usted en la suya, y por lo tanto estoy en el caso de suplicarle a usted que me cumpla una promesa que me hizo: la de consentir que Ramonilla y yo «nos casemos juntos».

—Pero ¿todas esas cubas están llenas de vino?

—Véalo usted.

Josetón fue dando con los nudillos de los dedos en todas las cubas, con lo que se cercioró de que estaban llenas.

—Ahora —dijo Lorenzo —quiero que se cerciore usted de que el vino que contienen es hermano del que hemos bebido.

Josetón metió una especie de saca-vinos de caña en la primer cuba que halló a mano, le desocupó en un vaso, miró el vaso a trasluz, probó el vino, y dijo:

—Sí, hermano del que hemos bebido es.

—Siga usted probando.

—No necesito más pruebas, que para muestra basta un botón; pero dime, Lorenzo, ¿cómo has hecho este milagro?

—Con esta receta que me dejó el ingeniero francés —contestó Lorenzo, enseñando a Josetón las instrucciones originales.

Josetón quiso leerlas, pero se encontró con que estaban en lengua que no entendía, y exclamó, devolviéndole el pliego a Lorenzo:

—¿Quién demonio entiende esto?

—Yo, porque el francés me enseñó a entenderlo.

—Pero hombre, explícame...

—Lo único que debo explicarle a usted es que con esta receta y uva para cincuenta cántaras de vino, hago yo quinientas cántaras.

—Pues entonces —exclamó Josetón, brillando sus ojos de alegría y codicia—, ¿cuántas no harías con uva para quinientas, que es la que yo cojo?

—Calcule usted, amigo José.

—Hombre —dijo Josetón abrazando a Lorenzo entusiasmado y conmovido—, llámeme ya suegro y déjate de cumplimientos.

IX

Si Lorenzo no creyó conveniente dar a conocer ni aun al que iba a ser su suegro las instrucciones con que tan maravillosamente había multiplicado el vino de su cubera, el escritor público, que no debe contentarse con aspirar a deleitar, pues debe aspirar también a instruir, no se halla en el caso que Lorenzo.

Yo fui quien en Bilbao tradujo a Lorenzo el texto francés, y cuando terminada la operación me dijo Lorenzo, desciñéndose el extremo de la faja encarnada que le servía de bolsa: «Conque, don Antonio, ¿cuánto es el trabajo de usted?» «Nada, Lorenzo —le contesté—, más que tu permiso para quedarme con una copia de estas instrucciones, que publicaré cuando venga a pelo, y un trago de vino de tu cubera cuando vaya por Allende».

Lorenzo creyó que yo era un escritor casi tonto, según lo barato que trabajaba, y quizá no se equivocó, porque era muchacho más listo que yo.

Las instrucciones que traduje eran éstas, vertidas al castellano:

«Un francés, llamado M. Petiot, sabio químico y cosechero de vinos, ha hecho un descubrimiento que recuerda al Divino Maestro, que multiplicaba los panes y los peces, pues con su descubrimiento multiplicaba M. Petiot los vinos, lo que equivale a multiplicar el pan, la carne y todo lo que se compra con el dinero que el vino vale.

»Mr. Petiot analizó el vino y se encontró con que se compone de noventa y nueve partes de agua y azúcar y una sola de otras sustancias, que son: resinas, aceite esencial, tártaro, tanino y el principio colorante. Esta centésima parte, que a pesar de parecer insignificante no lo es, pues comunica al vino las diversas cualidades que le caracterizan y avaloran, no se puede suplir con el arte, pero no se hallan en este caso las otras noventa y nueve que, como queda dicho, se componen de agua y azúcar. El azúcar, como es sabido, se descompone por la fermentación, y se convierte en alcohol o espíritu de vino, que es lo que da al vino su fortaleza.

»Mr. Petiot se dijo:

—El agua en la fuente la encuentro y el azúcar en la tienda. En cuanto a lo demás, es inútil que lo busque fuera de la Naturaleza, o lo que es lo mismo, fuera de la uva. Vamos a ver si el mosto se lo lleva todo consigo o se contenta con llevarse una mínima parte y deja el resto en el orujo, en cuyo último caso ya pareció lo que yo busco; pues sustituyendo el mosto con igual cantidad de agua y azúcar, el orujo suministrará a la sustitución las sustancias que necesita para convertirse en nuevo vino verdadero, y nuevo vino verdadero tendremos.

»Así diciendo y pensando, Mr. Petiot graduó con el gleucómetro el azúcar que contenía el mosto que había sacado de la uva después de pisada o prensada ésta y antes que comenzase la fermentación, y sustituyó el mosto con agua, disolviendo en ella azúcar en proporción a la que el glaucómetro le había dicho contener el mosto.

»Sobrevino la fermentación, y cuando ésta hubo terminado, sacó el líquido y se encontró con que era vino aún mejor que el natural. Hizo hasta cinco veces la misma operación, y siempre con el mismo resultado; de modo que con uva para veinte cántaras de vino, hizo ciento veinte cántaras, y aún hubiera podido hacer muchas más si hubiera querido estirar más la cuerda, como la estiró en ensayos sucesivos.

»Comparado por muchas personas inteligentes el vino natural con el semiartificial, confesaron todas que el segundo era superior al primero, pues tenía mejor gusto, más aroma y aun más espíritu, porque esto último se consigue aumentando en la cantidad que se quiera el azúcar o alcohol. En cuanto al mejor gusto se explicaba porque el exceso de ciertas sustancias acres, como el del tanino y el fermento, le arrastra consigo el mosto natural, lo que también contribuye a que el vino semiartificial sea más apto para la conservación, porque en el natural produce el exceso de fermento fermentaciones estemporáneas que le malean, y en el vino semiartificial estas fermentaciones son poco menos que imposibles».

Tales eran las curiosísimas y útiles instrucciones para hacer con poca uva mucho y buen vino que Lorenzo me dio a traducir, y a las que debió poco después el casarse con Ramonilla.

Pues sí señor, Lorenzo y Ramonilla se casaron y son felices en Allende, cuya casería no quiso, abandonar Lorenzo por la sencilla y santa razón de ser la casa paterna.

—Pero si no vais a vivir conmigo en Aquende me voy a morir de tristeza y soledad en aquel caserón —exclamó Josetón el día de la boda, que se celebraba en Allende, y en ocasión en que Turis estaba presente.

—Hay un medio muy sencillo de que usted no sienta la soledad y Dios le perdone un pecado muy gordo —contestó Lorenzo mirando alternativamente a su tía y su suegro.

—¿Cuál?—preguntó éste:

—Váyanse por allá usted y mi tía, por supuesto, pasando antes por la parroquia.

Josetón y Turis tomaron a broma esta salida, pero pocos días después la broma se convirtió en veras, y las dos familias formaron casi una sola, pues han establecido una chanelita entre Aquende y Allende, y todo se les vuelve pasar de un lado a otro.

X

No faltará quien, recordando el exordio de este cuento que recogí en los campos de mi infancia, cuando Dios derramaba en ellos su bendición, y no Caín la sangre de su hermano, me pregunte quién es el redentor moderno, que como el Redentor antiguo, multiplica los peces y los panes y da salud al enfermo y alegría al triste por obra exclusiva de su santa voluntad.

¡El redentor moderno es el trabajo, y forman su santo apostolado la fe, el patriotismo, el amor y la inteligencia!


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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