I
Pepe y Pepa, su mujer, duermen como bienaventurados.
La luz del alba comienza á sonreir en la ventana, que Pepe dejó anoche entreabierta para que la luz pudiera asomarse á decirle:
—¡Levántate, dormilón!
Y los pájaros comienzan á cantar en los árboles del huerto:
Pío, pío—¡que ya viene el día!
Pío, pío—¡que le guarde Dios!
Pío, pío—¡qué gusto, qué gusto
ver las flores y el cielo y el sol!
Señores pájaros, hoy verán ustedes el cielo y el sol, pero lo que
es las flores... perdonen ustedes por Dios, que estamos en Noviembre.
Pepe y Pepa se levantan de puntillas para no despertar á sus hijos, que duermen en la alcoba inmediata, y mientras Pepe prepara el almuerzo á sus mulas, Pepa prepara el almuerzo á su marido.
A gloria con sal molida huelo el platito de huevos y torreznos que Pepe encuentra en la mesa á orilla del flamígero y por tanto alegre y caliente hogar.
—¡Estimando, pichona!—quiere decir á la cocinera.
Pero por no despertar á los niños, calla y obra, es decir, da á su mujer un par de besos como un par de soles, se sienta á la mesa, y á lo que estamos, tuerta.
Relinchan las mulas en la cuadra, como quien dice: «Ya hemos sacado la tripa de mal año».
Y entonces Pepe las unce; les planta sobre el yugo el arado, se echa al hombro un costal de trigo, arrea otro beso á su mujer, que le contesta con un «¡Anda, gitano!», y con las mulas delante y el pensamiento detrás, sale de la aldea en tanto que el sol despunta por los oteros de Oriente.
Allá va Pepe, allá va Pepe, caminito de la vega, cantando su amor y sus esperanzas.
La mañana está muy fresca, que los cierzos de Noviembre dicen desde la cumbre del Guadarrama:
—Siembra, siembra, que nosotros soplaremos para que el trigo caiga á la tierra limpio de polvo y paja.
Pepe deja las mulas en la linde, tomando un piscolabis, y, paseo va, paseo viene por la heredad, cubre la tierra de dorados granos.
—¡De éstas entran pocas en libra, camará!—dicen los pájaros.
Y cada vez que Pepe vuelve la espalda, se dan una pechada de grano, de padre y muy señor mío.
Pepe canta, y penas y pájaros espanta.
—Vamos, chiquitas, vamos—dice á las mulas.
Y las mulas le contestan, poniéndose en actitud de manos á la obra:
—Cuando usted guste, nuestro amo.
El arado rompe la tierra, y á un surco sigue otro surco, los pájaros trinan llamando al labrador palurdo y á las mulas animales, porque entierran la dorada semilla que excitaba su desordenado apetito.
Los cierzos del Guadarrama soplan cada vez más recio, y echan al labrador en cara yo no sé qué cosas parecidas al granizo.
Labrador y mulas, pájaros y cierzos, pasan en éstas y las otras el día hasta que tán, tán, suena una campana allá á lo lejos, en la torrecita que del valle, donde se esconden la iglesia y las casas, surge, como diciendo al labrador: «Memorias de tu mujer y tus hijos».
Pepe se quita el sombrero, y se santigua y reza, y piensa en Dios y en sus padres que están en el cielo, y en su mujer y sus hijos que le esperan, y siente en su corazon eso... eso... yo no sé cómo demontres le llaman, pero ha de ser poesía, ó cosa así.
Con las mulas y el pensamiento delante, torna Pepe á la aldea, á la hora en que todos los gatos comienzan á ser pardos, aterido de frío, rendido de cansancio, desfallecido de hambre, lleno de lodo y empapado en agua...
Triste viene la noche; pero alegre viene el labrador, que aquellos dorados granos que deja escondidos en el seno de la tierra, y aquella lucecita que ve brillar á través de la ventana de su casa, y aquella blanca columna de humo que ve alzarse de la chimenea de su hogar, como diciendo: «Al cielo subo, porque hasta el tormento del fuego he sufrido en la tierra,» le hacen entonar este cántico de esperanza:
Trabajitos se pasan
al tiempo de sembrar;
pero Jesús ha dicho:
«Quien siembra, cogerá».
II
Pepa volvería de buena gana á lo caliente, después de ver á su marido alejarse cantando caminito de la vega, que la mañana está fría, y Pepa se acostó anoche tarde por coser á la luz del candil la ropa de sus hijos, que, como son el enemigo malo, rompen que es una bendición; pero no quiere ser menos que su marido, ni hacerse sorda á la luz del día, que, colándose por todas partes en su casa, le grita:
—Toma ejemplo de mí, que hace cerca de una hora empece á andar por esas calles de Dios, despertando á los dormilones y alegrando á los tristes.
Pepa pudiera replicar á la luz.
—¡Ya! Como usted se acuesta con las gallinas...
Pero como sabe que no es justo contrariarla, pues se turba fácilmente, en vez de entrar en palabras, se decide á entrar en obras.
—Voy—dice—á la fuente antes que esos enemigos comiencen á dar guerra, porque le dan á una más que Napoleón.
Y tomando el cántaro en la cabeza, sale á la calle, procurando no despertar á sus hijos con el ruido de la puerta.
El perro León sale con ella, como diciendo: «¡Qué demonche! Ya que no pueda ayudar á usted á alzar el cántaro, la defenderé si la acomete en el tomillar algún conejo ó alguna liebre».
El gato pide magro desde el alero del tejado, y las gallinas le replican desde el huerto:
—¡Ca, ca, ca, ca!...
O lo que es lo mismo, puesto en lengua vulgar:
—¡Sí, no te untes!
El gallo, encaramado en la tapia del huerto, grita con todo el fervor de un sultán cristiano, mal comparado:
—¡Cristo nacióóó!
Y otro colega suyo le contesta desde un serrallo inmediato:
—¡Ya lo sé yooo!
Las gallinas corren al encuentro de Pepa, creyendo que les lleva el desayuno, en tanto que una de sus compañeras, que acaba de depositar en el ponedero un huevo de dos yemas, que según la ha hecho ver las estrellas, debe ser muy rico para estrellado, expone la razón por qué piden el desayuno, tartamudeando en alta voz este discurso:
—¡Por, por, por poner!... ¡Por, por, poner!...
Como en cuestiones de vientre á todo Dios se olvida, el gallo olvida la santidad de la causa que sostenía sobre la tapia y corre á apoyar el discurso de su odalisca, si no con razones más sólidas, alzando más el gallo.
Indignado León con la conducta del gallo, embiste al presuntuoso sultán; pero al ver que las gallinas ponen el grito en el cielo y cacarean la arbitrariedad de la agresión, suspende sus rigores, y se vuelve al lado de su ama, diciendo probablemente para sí: «Esas infelices que alborotan el gallinero en cuanto ven que alguien ofende á su tiránico señor, no consideran que si el déspota muriese, otro gallo les cantaría».
Pepa, precedida de León, toma la veredita de la fuente del tomillar.
Al dar vista á la cañada donde brota la fuente, salta un conejo de una mata de tomillo.
—¡Jesús!—exclama Pepa asustada, recordando que el diablo tiene cara de conejo.
Y León corre, corre, por el tomillar arriba, atrapa el conejo, y en un abrir y cerrar de boca, se lo zampa, como diciendo: «Vil asesino, ¿con que querías jugar una partida serrana á la pobre de mi ama? Yo te diré cuántas son cinco».
Pepa llena su cántaro, se le vuelve á plantar en la cabeza y torna á la aldea, dejando á León tumbado junto á la fuente.
En vano mira á León, que éste se contenta con levantar la cabeza mirando hacia la vereda, como si quisiera decir: «Señora, vaya usted descuidada, que con el ejemplar castigo que acabo de hacer, nadie se meterá con usted en el camino».
El cerdo, el gato, y una diputación de las gallinas, presidida por el gallo, salen á recibir á Pepa, á veinte pasos de la casa, ejecutando las piezas musicales de su repertorio, que por señas es muy variado.
El gato alza la cola, encorva el lomo, y da un cariñoso refregón á las faldas de su ama, recibiendo en cambio una caricia de ésta. ¡Qué gatos son los gatos!
Muerto de envidia el cerdo, quiere imitar al gato; pero como acaba de salir de un charco, donde ha hecho la cochinada de revolcarse á más y mejor, pone á su ama perdidita de lodo.
Pepa le pone á su voz de puerco y de marrano que no hay por donde cogerle, y se mete en casa, cerrando tras sí la puerta muy enfadada.
El gato y las gallinas corren tras ella, y se cuelan por la gatera, como Pedro por su casa.
El cerdo trata de imitarlos; pero cansado de meter inútilmente el hocico, desiste de su empeño, y se desespera y gruñe, pidiendo un cuchillo para anticipar su San Martín.
III
En un periquete pone Pepa los pucheros á la lumbre; en otro da el desayuno á las gallinas, y al gato y al cerdo; y en otro, barre, arregla y pone como una tacita de plata la casa, dando la entretenida con un «¡Allá voy, enemigos!» á Periquito, á Canuto y á Hermenegilda, que claman en coro desde la cama:
—¡A vetir! ¡á vetir!
Canuto tiene ocho años, Periquito seis y Hermenegilda cuatro, y los tres duermen en una sola cama.
He aquí la conversación que sostienen los niños en tanto que la niña da el pecho y arrulla á una muñeca, abrazada con la cual se quedó anoche dormidita:
—Yo voy á sembrar trigo en mi tiesto.
—Y yo también en el mío.
—¿Y cogeremos mucho trigo?
—Sí que cogeremos mucho.
—¿Y qué hemos de hacer con lo que cojamos?
—Lo sembramos en el huerto y cogemos mucho más.
—¿Y después?
—Después sembramos mucho, mucho en la vega.
—¿Y más después?
—Seguimos sembrando muchito.
—¿Y cuando tengamos muchote, muchote?
—Entonces, seremos ricos.
—Y ser ricos, ¿qué es?
—¡Toma! Ser ricos es tener una pelota de goma como la del hijo del mayorazgo.
—¡Ay qué gusto! ¿Y cuesta mucho sembrar?
—¡Mira tú si le cuesta á padre!
—Pero para eso tendremos pelota de goma.
—Sí que la tendremos.
—¡Ay qué gusto!
—¡Que gusto!
Hermenegilda, Meregilda ó Minigilda, que con todas estas variantes se la nombra, continúa dando el pecho á su muñeca, mientras sus hermanos continúan engolfándose en cuestiones económicas.
Y luego cantan, meciendo y apretando contra su seno á la muñeca:
Duerme, mi niña, duerme,
que viene el coco,
y se lleva á las niñas
que duermen poco.
—¡Grandísima picara!—exclama luego.—¿No quieres dormir, después que has llenado la tripita? ¡Azotitos á la niña! ¡Hola!
Y vuelve á cantar:
A la niña que es buena,
Dios la bendice,
y á la niña que es mala
le da lombrices.
—Ea, ea—continúa,—que ya duerme mi niña. ¡Bendita sea tu alma,
que vales tú más pesetas que el mundo! Mi niña ha de ser muy buena,
porque su madre la enseñará á serlo. Aprenderá á leer y á escribir; y la
doctrina, y á coser, y á guisar, y á arreglar la casa. Y cuando sea
grande, como será muy guapa y muy mujercita de bien, se despepitarán por
ella los mejores mozos del pueblo, y se casará con el más guapo y más
trabajador. Y haciendo lo que á su madrecita ha visto hacer, mientras su
marido siembre en el campo, ella sembrará en casa. Y con la cosecha del
campo y la de casa, será rica y vivirá muchos años, y morirá muy
dichosa, y se irá derechita al cielo.
Mientras en estas niñerías se entretiene Hermenegilda, dos mujeres, es decir, su madre y una vecina, á quien por mal nombre llaman en el pueblo la señora Juana la loca, se entretienen en escucharla junto á la puerta de la alcoba, sonriendo con la boca abierta como unas bobaliconas.
Aquellas niñerías han hecho asomar lágrimas de ternura á los ojos de Pepa.
—¡Hija, qué pico tiene esa chica!—exclama la señora Juana la loca, soltando la carcajada.
—Señora—contestó Pepa—las niñas son como los loritos reales: lo que le oyen á una.
IV
—¡Madre, á vetir! ¡á vetir!
—¡Allá voy, hijos, allá voy! Con permiso de usted, señora Juana, voy á aviar á esos guerreros, que si no, me van á destrozar la cama. ¿En qué dirá usted que se entretuvo ayer el pícaro de Canuto mientras yo estaba aseando un poco la casa, que esas criaturas la ponen que parece que una no da una escobada en todo el santísimo día? Pues no lo va usted á creer: se entretuvo en sacar la paja del jergón, en extenderla sobre la cama, y en dar vueltas sobre ella, que decía que aquello era trillar. ¡Si le digo á usted que estudian con el enemigo malo, y particularmente Medialengua, que es como le llamo yo á Canuto por su gracioso modo de hablar!
—Vamos, y los tuyos por fin se entretienen en la escuela la mayor parte del tifa; pero los míos...
—¿Y por qué no los manda usted también á la escuela?
—Hija, un día por uno y otro día por otro, casi todos la pierden, y el resultado es que están hechos Unos borriquitos, fuera del alma. Pero hablando de otra cosa, ¿dónde anda tu hombre, que no le veo por ahí?
—Señora, ¿dónde ha de andar? En la vega sembrando.
—Mal haya vuestra avaricia, que os parece á tí y á él que os ha de faltar tiempo para reventar.
—Pero, señora, ¿qué hemos de hacer sino trabajar los que somos pobres?.
—¿Y no lo somos nosotros acaso? Pues á pesar de eso, trabajamos cuando viene al caso, y cuando no, nos divertimos, que en muriéndose una, campana por gaita. Hoy, sin ir más lejos, ha visto aquél que el día no estaba muy católico para ir á hozar tierra, y sabiendo que el río viene muy bueno para pescar, ha dicho: «Anda, yo á caía de Pepe á ver si el y su mujer y sus chicos quieren venirse con nosotros al ventorrillo del puente á pasar alegremente el día, tomando un bocado y un trago, y sacando con el esparavel media docenita de libras de peces.»
—Señora Juana, muchas gracias por el recuerdo, y déselas usted de nuestra parte al señor Juan; pero, hija, el que no siembra no coge; y luego, es tontería, la que está mano sobro mano, es porque quiero estarlo; porque ¡caramba! no me digan á mí que en una casa falta nunca que hacer á la mujer que es como Dios manda.
—¡Calla, mujer, calla, que á vosotros la avaricia os come, y no hay medio de traeros á mandamiento!
—¡Qué quiero usted, señora! Como dijo el otro, genio y figura...
—Pues, hija, con vuestro pan os lo comáis. La verdad es que hoy mientras vosotros estéis echando el cuajo, tu marido en la vega y tú en casa; nosotros pasaremos el día tan ricamente en el ventorrillo, que está aquello tan abrigado y tan...
—¡Madre—grita Canuto llorando,—yo quería ir al ventorrillo con la señora Juana la loca y el señor Juan Bigardo!...
Si una víbora hubiera picado á la señora Juana, ésta no daría el respingo que da al oir la salida del chico.
—Oye, deslenguaduelo—exclama echando fuego por los ojos,—¿es eso lo que te enseñan en la escuela?.
—Señora...—balbucea Pepa más colorada que un tomate,—no haga usted cuso de niños...
—¡Que no haga caso! ¡Juana la loca! ¡Juan Bigardo! ¡Pues me ha hecho gracia la salida de eso trastuelo! Pero no tiene él la culpa, que la tienen sus padres, que lo enseñan esas gracias. Y luego se alabarán de que educan bien á sus hijos!..Si no me las paga ese mocoso, he de perder yo el nombre de cristiana. De la primera patada que le pego en cuanto se acerque á mi casa, lo reviento.
—Señora, se guardará usted muy bien.
—O no me guardaré. ¡Pues qué! ¿No hay más que dejarse mía poner motes por una sabandija (orno esa?
—¡Pues si yo no los pongo!—dice Canuto desde la cama. Que todos le llaman así á usted y al señor Juan Bigardo.
—¿Me estás toreando todavía, hijo de mala madre y peor padre?—grita la señora Juana en el colmo de la exasperación.
—¡Señora, mire usted lo queso dice!—exclama Pepa, ya fuera de sus casillas.;
—Lo que digo es que me voy; me voy de aquí porque sino, hago un disparate.
—Váyase usted mucho con Dios, señora.
—Y sí que me voy, y no volveré como no sea para darlo fuego á la casa..¡Pues me ha hecho gracia, como hay Dios! ¡La loca!... ¡Bigardo!...
La señora Juana desaparece dando rabotadas, y al abrir la puerta de la calle para salir, el cerdo, que estaba de acecho pava entrar, arremete por entre sus piernas, la hace dar una voltereta, unos chicos que presencian el fracaso se ríen de ella, la emprende con ellos á pescozones y pedradas, y al fin se refugia en su casa como porro con maza, en tanto que unos pavos que ¿e buscan la vida en un altito cercano, dicen en catalán: «¡Pau, pau, pau! Que es lo mismo que decir en castellano: ¡Paz, paz, paz!»
—¡Indino!—exclama Popa lanzándose á Canuto apenas la señora Juana desaparece.— Indino, que te he sacar la lengua!
—¡Sí, cabalito!—dice Canuto sonriendo picarillamente.
—¿Y por qué lio, grandísimo pícaro?
—Porque dice usted que no tengo más que medía.
—¡Anda, gitano, que tienes tú más gitanerías que los de rito!—dice Pepa, procurando en vano contener la risa que le retoza en los labios, ó mejor dicho en el corazón.
Cualquiera daría á Canuto cuando más dos cuartos por la gracia; pero su madre le da dos besos, que valen dos doblones.
V
Permítaseme aquí una digresión sobro el optimismo de las madres.
Los ingleses, que son muy raros, como lo prueba el haber enjaulado á una águila en 1814, y en 1860 haber dejado á un aguilucho posarse sobre los Alpes, anunciaron hace pocos años una exposición de niños, señalando un premio de 500 libras esterlinas al más hermoso, con objeto, decían, de estimular el perfeccionamiento de la especie humana.
¡Echele usted guindas al humanitarismo de los ingleses!
El día del juicio llegó, y ya veremos que si aquel no fué el día del juicio, al menos lo parecía.
Los jueces ocupaban un tablado levantado en medio de un campo, y sobre diez mil madres, cada cual con su chiquillo en brazos, se presentaron á disputar el premio.
Cualquiera creerá que si los niños no eran hermosísimos, al menos serían hermosos, porque ¿qué madre si u esperanza fundada de alcanzar el premio, se había de exponer á las molestias que lleva consigo el viajar, quizá desde el quinto infierno, con un niño mamón?
Pues no señor, no oran todos hermosísimos, ni aun siquiera eran todos hermosos; de los diez mil, lo menos cuatro mil eran más feos que Picio.
Presentados los diez mil á los jueces, éstos adjudicaron el premio al que creyeron más digno de él; pero apenas se anunció su decisión, ¡aquí te quiero ver, escopeta! Nueve mil novecientas hove tita y nueve madres pusieron en el cielo un grito de indignación contra los venales jueces que rió habían adjudicado el premio á su niño, que era el más hermoso, no sólo de todos los presentados, sino del mundo entero.
Hasta la madre de un niño jorobadito y canijo, gritaba:
—¡Qué picardía! ¡qué picardía!
Aquello parecía el día del juicio.
Los jueces no habían contado con aquello, y con dificultad pudieron salvarse de la furia de nueve mil novecientas noventa y nueve madres, que una hora antes contaban con las quinientas libras esterlinas, como si las tuviesen ya en el bolsillo.
Las madres inglesas y las madres españolas sólo se diferencian en que á los recién nacidos dan las primeras ron y las segundas jarabe.
Volvamos á las segundas.
Una dé las cosas que más enamoran á Pepa, os la media lengua de Canuto, Alabo el gusto de Pepa.
Cuando un niño me pregunta: «¿Me va á compá uno cabayo gane?», me lo comería á besos; pero cuando un niño me pregunta, sin comerse siquiera una letra: «¿Me hace usted el obsequio de comprarme un caballo grande?», digo lo que suelen decir las mujeres: fueras hijo mío no sé lo que hacía contigo!»
Si fuera hijo mío me haría tanta gracia su lengua entera como á Pepa la media lengua de su hijo.
En lo que no estoy conforme con Popa ni con los franceses, es en lo cuestión de nombre: Pepa dice que Canuto es un nombre muy lindo. Y los franceses sostienen que le nom ne fait rien á la chose.
¿Quién, por poco tentado á la risa que sea, no se rie al, oír: «Oiga, usted don Lesmes», ú «Oiga usted don Canuto»?
Un amigo mío, que tiene la desgracia de llevar un nombre de estos que ha, con reír, me decía un dia:
—Dos desgracias hay en el mundo, que ni siquiera cuentan con el consuelo de la compasión: el ser gordo y el tener un nombre ridículo. Usted mismo, que es amigo mío, y me quiere sinceramente, tiene que hacer un violento esfuerzo para no reirse cuando me nombra, ó criando lo refiero los disgustos que me proporciona el llamarme como me llamo. Más de una vez he ido á una reunión, y desde la antesala he oído la explosión de risa que causaba mí nombre al anunciarme el criado de la casa. Así es que hago todo lo posible, particularmente delante de señoras, por no decir cómo me llamo porque ¡con qué cara digo yo en ninguna parte que me llamo D. Trifón.
Tenía razón mi amigo: casi con lágrimas en los ojos me contaba esto, y sin embargo no pude reprimir la risa. También la tenía al decir que el ser gordo es otra verdadera desgracia, que inspira risa, cuando sólo debiera inspirar profunda compasión. Las personas obesas están expuestas á accidentes tan graves como la apoplejía; se fatigan al menor movimiento, han perdido su belleza, y hasta su inteligencia participa de la torpeza de su cuerpo. En una palabra, son tan desgraciadas como aquél que padece una hemotisis, un aneurisma ó un cáncer; y como no ignoran esta desgracia, apenas dan un paso sin que hasta el amigo que más las quiere venga á clavarlos un puñal en el corazón, exclamando: «¡Hombre usted engorda sin vergüenza!», ó «¡Está usted lincho mi tocino!«, ó «¿Adonde va usted á parar con tan ti barriga?»
VI
Pido un bill de indemnidad como dicen los parlamentarios á la inglesa, por las anteriores inútiles divagaciones, y vuelvo á Pepa y sus chiquillos, porque ahí es donde estoy yo en mis glorias cuando escribo: entre madres é hijos.
No sé si porque lo importo poco perder las amistades de la señora Juana la loca, ó porque Canuto es muy gitano, lo cierto es que Pepa ya no se acuerda del mal rato que la ha dado Canuto.
Perico ha saltado de la cama ciándose tono con que sabe vestirse, y, en efecto, ha conseguido meterse el pantalón; pero al tratar de echarse los botones, su ciencia le ha jugado una mala partida, y allí está el pobre Periquillo devanándose los sesos por resolver el difícil problema de abotonarse el pantalón.
—¡Quítate de ahí, torpe! —lo dice su madre dándole un manotazo en las manos.—¿No te da vergüenza, tan grande y sin sabor vestirte?
Pepa le viste en un abrir y cerrar de ojos, y en otro hace la misma operación con Canuto y Hermenegilda.
—Ea, ¿que es lo que se hace ahora, señoritos?
—Almorzar—contesta Canuto.
—¿Cómo que almorzar, grandísimo pícaro? A ver cómo se persignan ustedes. Por la señal...
Los niños se persignan.
—¿Y ahora? Ahora «Con Dios me acosté.»
Los niños exclaman en coro, sirviéndoles su madre de apuntadora:
Con Dios me acosté.
con Dios me levanto.
y voy por el mundo
el cielo buscando.
La Virgen me cubre
con su rico manto.
y al ver que tropiezo
me alarga la mano.
Delante de mí.
un ángel muy guapo
me va el caminito
to del cielo ensoñando.
—Así se dice. Ahora á almorzar para ir á la escuela.
Los niños se sientan á la mesa, y después de un par de peloteras sobre quién es el verdadero propietario de una cuchara, y sobre si á Periquito le ha echado su madre más ración que á Canuto, peloteras que Pepa reprime con mano fuerte, y aprovecha para disertar un poco sobre los perniciosos efectos de la envidia y las guerras entre hermanos, la familia menuda despacha por completo su ración.
—¡Ave María Purísima!—clama una pobre anciana desde la puerta.—¿Me dan ustedes una limosnita por el amor de Dios?
Pepa pone un zoquetito de pan en la mano de cada uno de sus hijos, y éstos corren á ponerle en la de la pobre.
—Hijos míos—dice la anciana,—el Señor bendecirá lo que vuestro padre siembre en el campo, y lo que vuestra madre siembra en vuestro corazón.
La tremenda voz de: «¡Ahora á la escuela!», dada por Pepa., viene á consternar á Hermenegilda y A sus hermanos.
Nótanse al principio tímidos conatos de rebelión, y los rebeldes concluyen por pronunciarse abiertamente, dando el grito popular de: «¡Yo no quiero ir á la escuela!»
Pepa no se asusta al oir este grito, porque ya está acostumbrada á él.
Trata de ganar á los insurgentes, si no con oro, con unas manzanas que se le parecen en el color; pero sólo se rinde la niña, aviniéndose á ir sólita A la maestra.
Poriquito y Canuto continúan vociferando: «¡Yo no quiero ir á la escuela!», y ya entonces su madre se decide á tomar medidas extraordinarias; es decir, á tomar de la mano á los rebeldes, y á llevarlos, quieran ó no quieran, á la escuela.
Á mitad del camino encuentra Pepa y sus hijos un burro que revienta con la carga.
—Madre—pregunta Canuto, en quien la curiosidad puede mas que el enojo,—¿por qué va tan cargado ese burro?
Porque es burro—contesta Pepa.
Periquillo y Canuto se TU irán en aquel espejo, y se rinden á discreción.
VII
Mañanitas de Mayo, queridas de Calderón, ¡quién fuera pájaro para cantaros, posado en las flores de mi ventana, donde mi canto á la par celebraría vuestra hermosura, y arrullaría el sueño del ángel que duerme en el regazo de la compañera de mi vida y de mi alma!
Mañanitas de Mayo, mi corazón os debo el más dulce y entusiasta de sus cantares, porque en una de vosotras, cuando el Pastor santo ascendía de la tierra al cielo, llamó á la puerta del pobre cantor de los valles y los hogares un ángel peregrino, á quien nuevo meses hacía esperábamos en mi tranquilo hogar, temblando de amor y de incertidumbre.
Mañanitas de Mayo, una de vosotras alumbró con su sol, y engalanó con sus flores, y ungió con sus perfumes, y arrulló con sus cánticos al ángel viajero que llamó á mi puerta, y sonrió en mi hogar, y se adurmió en el regazo de la compañera de mi vida y de mi alma!
Mañanitas de Mayo, ¡Dios os bendiga!
Los tomillares del cerro se cubren ya de florecitas tan blancas como la nieve, y no hay mata de tomillo ó de retama donde un pájaro no entono un cántico de gratitud y alabanza á Dios, porque ha dicho: «¡Flores de los campos y sol de los cielos, tornad á dar vida y alegría á los moradores de los campos y las enramadas!»
¡Olí! ¡Qué hermosa está la vega donde el labrador, arrostrando el cierzo y el granizo de Noviembre, dejó la semilla más hermosa de sus trojes, fiando en que el sol de Marzo la trocaría en esperanzas y el sol de Junio en oro!
Si verde es él color de la esperanza, hola qué fresca y qué lozana y qué herniosa ha brotado en la vega donde las perfumadas ráfagas de la mañana agitan los verdes trigos, cuyo suave movimiento semeja las olas del mar cuando vienen á morir lánguidamente en la playa.
Canta un pajarillo en los floridos manzanos del huerto, y al oirle; Pepe se asoma á la ventana, y mira al Oriente y al Ocaso.
En el fondo obscuro y triste del Ocaso brillan aún las estrellas,pero un vivo resplandor se extiende ya por Oriente como una ancha cinta de plata y fuego, y lejanos sonidos de esquilas, y balidos de ovejas, y cantos de pájaros, de pastores y de labriegos, confundiéndose con murmullos de fuentes y ríos, anuncian que el sol se acerca, como el murmullo de la multitud anuncia la aproximación de un rey querido á quien su pueblo esperaba con ansia.
Los céfiros le traen las fragantes emanaciones del tomillo, de las manzanillas y de las retamas en flor, que engalanan los oteros que dominan á la aldea, y en su corazón oye una voz misteriosa que le dice: «¡Vuela, vuela á esos campos embellecidos con las flores de la primavera y la sonrisa de la aurora!»
Y el labrador da un beso de amor y paz á su mujer y sus hijos, y trepa por los oteros exhalando en sus cantares la alegría de su corazón.
Ya apenas brilla una estrella en el cielo, ya los primeros rayos del sol doran las cumbres lejanas, ya el astro vivificador de la naturaleza aparece en toda su majestad sobre la montaña, y arroja torrentes de luz á las llanuras.
El labrador dirige su mirada á la vega que se extiende á sus pies como una inmensa alfombra verde bordada de flores, y siento latir su corazón de alegría al ver que sus trigos, con tanto afán y tanto amor sembrados y cultivados, empiezan á trocar el color de la esperanza por el color del oro.
Entonces vuelvo el pensamiento y los ojosá la aldea, y ve que de su hogar comienza á elevarse una blanca columna de humo, que le dice: «¡Tu compañera piensa en tí y en tus hijos!».
Y el labrador bendice á Dios, pensando en el santo regocijo que dentro de algunos días han de sentir su mujer y sus hijos al ver henchidas sus trojes.
VIII
Las gallinas contemplaban desde el otero que domina la aldea y la vega, la dorada mies que cubre esta última. Bien saben que aquello que amarillea es trigo, y de buena gana bajarían á la llanura á sacar la tripa de mal año; pero un milano se cierne sobre la vega y no quieren ser desplumadas. ¡Quién sabe si habrán leído las fábulas del buen Samaniego!
Pero he aquí que distinguen á su amo que viene de hacia los trigos, y á León que le precede á larga distancia, lamentándose de no tener alas para dar caza á los gorriones que vienen jugando con él al juego de: «¿A qué no me coges?
León y sus amigas parten camino, así que se ven, y entablan el siguiente diálogo:
—¿Qué se hacen ustedes por aquí?
—Tomar una ración de vista.
—Que aproveche como si fuera leche.
—Y usted, ¿de dónde viene por ahí?
—De ver el trigo que sembramos por Noviembre.
—Ya debe estar talcualillo.
—Como que mañana empezamos la siega.
—Bien podía usted haberse traído una muestrecilla.
—Vayan ustedes por ella en un vuelo...
—Tenemos miedo al milano.
—Ustedes se amilanan por nada...
—Sea usted mejor hablado.
—No sean ustedes tan gallinas.
—¿Viene usted á decirnos porrerías?
—¡Mira quien habla!
—Hablamos mejor que usted, que cuando habla parece que ladra...:
—No, pico no les falta á ustedes.
La llegada de Pepe interrumpe la réplica de las: picoteras, ..
—¿Qué es eso, León?—preguntaba Pepe, creyendo que el perro trata de hacer alguna perrada alas gallinas.:
León le pide perdón con una fiestecilla.
—¡Buen pájaro estás tú! —dice Pepe.
Un pájaro que estaba escondido entre la hierba á la orilla del camine, cree que Pepe le ha visto y lo dice por él, y huyo en alas del miedo perseguida por León, cuyo amor propio se pica al oir decir á su amo:
—¡Sí, échale un galgo!
Pepe viene desgranando unas espigas de trigo, y las gallinas que lo ven, le rodean reclamándole las aechaduras.
Pepe les echa el trigo, y las gallinas, que son voto en la materia, acaban de convencerlo de que el trigo está ya en sazón.
El pájaro perseguido por León ya á posarse en el alero del tejado, y mientras desde allí canta la cartilla á León, que desde abajo le pone cara de perro, ¡zas! viene por detrás el gato, que hace á pelo y á pluma, y le echa la zarpa, bajando con él á la puerta para darse tono.
Entáblase juicio de competencia entre el perro y el gato, sobre á quién corresponde juzgar y castigar al pájaro, y el gato está que bufa cuando llega Pepe.
Pepe dirime la cuestión en favor del gato con un: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga«, pues á este fallo equivale un empellón que da al perro, exclamando:
—¡Que siempre han de estar ustedes como el perro y el gato!
IX
Dos voces nada más ha cantado el gallo, y ya en casa de Pope se nota un movimiento inusitado á talos horas. Todo Dios está ya levantado; una cuadrilla de mozos y mozas, cada cual armado con su hoz, se agita, y rie, y canta y retoza á la puerta, donde Pepa ha hecho circular de mano en mano el vasito de aguardiente y los bollos fabricados en casa.
León salta alegremente porque también ha echado la mañana, que su amo le ha dado inedia hogaza de pan diciendo: «Toma traga-aldabas, que también tú eres de Dios»..
Hasta Periquillo, Canuto y Hermenegilda andan por allí impudorosamente en camisa, sin que los rigores de su madre pasen de decirles:
—Vosotros siempre habéis de ser perritos de todas bodas.
—¡Muchachos, que ya amanece!—grita el labrador, extendiendo la mano hacia el Oriente, donde, en efecto, aparece la primera luz de la aurora.
—¡A la vega! ¡á la vega!—contestan alegremente los segadores.
Y toman el camino de la vega, acompañados de Pepe y León.
Cuando llegan á la linde de la mies que los espera, ya la luz del día baña todo el horizonte y las estrellas van desapareciendo.
Hermosa está la mañana. El cielo está azul como la flor de lino. El tomillo y el cantueso, y la salvia, y las manzanillas con sus perfumes, y los mirlos y los ruiseñores con sus cantos, y el trigo con sus promesas de blancas hogazas se encargan de avenir con la tierra á los que suspiran por descansar sobre aquel azul pabellón.
Segadoras y segadores, cada oveja con su pareja, forman viviente y dilatada cinta en toda la extensión de la linde, y á la voz de: «¡Manos á la obra!» que da Pepe, acompañado el dicho con el hecho, comienzan su tarea.
El peso de las espigas dobla por medio la gavilla que los segadores levantan en alto.
—¡Cada grano de trigo se ha vuelto un grano de oro!—exclamaban todos al ver cómo Dios ha bendecido el trabajo del labrador.
Y ésto, con los ojos húmedos de gratitud y de amor y de alegría, piensa más que nunca en Dios, y en su mujer y en sus hijos.
En la torre de la aldea, que se alza allá á lo lejos como la columna miliaria que señala el camino... del cielo, suena el toque de maitines, que sirve de santo acompañamiento al himno de amor y gratitud que entona el corazón del labrador.
Los segadores siegan con ardor, y León duerme sobro una gavilla.
Allá, en el centro de la heredad, llora su soledad una tórtola.
Y no lejos de ella da una codorniz el do de pecho, y lo que es lo mismo, alcanza los siete golpes, repitiendo siete veces el «¡Buen pan hay!»
El mundo en una pieza: ¡unos trabajan, otros duermen, otros lloran y otros cantan!
La chicharra calienta ya de firme. El sol comienza á hacer chiribitas. Pero el ardor del sol parece aumentar el de los segadores, cuyo tostado rostro inunda el sudor.
La campana de la aldea da las doce, y los labios que dieron la voz de «¡Manos á la obra!», dan la voz de «¡A comer!»
Pepe y sus obreros tornan á la aldea cantando alegremente, y León queda durmiendo sobre la gavilla.
Ya sobria una ancha mesa ha colocado Pepa el limpio mantel, el blanco pan y el chispeante vino, y los niños que acaban de venir de la escuela cencerrean con el «¡Gem! ¡gem! ¿Cuándo comemos?»
Abundante y bien sazonada es la comida que encuentran los segadores. La alegría la acompaña, y la cocinera es objeto de unánimes elogios.
La siesta toca á su término, y los segadores tornan con Pepe á la vega.
Allí los cantares, y las risas, y el tiroteo de agudezas, y los quiebros y requiebros entre damas y galanes.
El toque de oración suena lenta y solemnemente en la torre de la aldea, cuando ya toda la mies que puede abarcar la vista está por el suelo.
Los segadores suspenden su trabajo, y Pepe guia las tres Ave-Marías; todos le responden, y terminada la oración, todos toman el camino de la aldea.
En aquella larga lila de seres vivientes que abandonan la vega sólo hay uno que camina triste y desmayado: es Lo un, que por dormir no ha comido.
—En esta vida caduca, el que no trabaja no manduca—le dice Pepe.
—Habla usted, con cabeza—contesta León bajando la suya.
X
Descrita una vuelta de la noria, es inútil describir las demás, porque siempre la rueda gira lo mismo, y lo mismo toman y vierten el agua los cangilones. Lo que decimos de la noria es aplicable al labrador, que como siembra y recolecta un año siembra y recolecta los demás.
La uniformidad de las vueltas de la noria no impide que poco á poco se vaya llenando de agua el estanque, como no impide la uniformidad de las faenas del labrador que poco á poco se vayan llenando de trigo las trojes.
Han pasado muchos años desde la primera vez que vimos á Pepe sembrar trigo en la vega, y á Pepa sembrar economía y amor y virtud en el hogar doméstico. Digamos que estas siembras se han venido repitiendo durante tan largo tiempo, y averigüemos si las cosechas han correspondido á la constancia y al afán de los labradores.
Novedad y grande se nota en casa de Pepe y Pepa, á quienes sus vecinos han puesto motes, que contrastan con los de sus vecinos Juan y Juana: á Pepe llaman Madruga, y á Pepa llaman Araña.
Ha desaparecido de casa de Pepe aquella feliz pobreza, que revelaban el edificio y cuanto se encerraba en él: la casa ha sido blanqueada y ensanchada, los muebles aumentados, la despensa enriquecida, la cuadra ocupada con varios y hermosos pares de mulas; allí, donde en otro tiempo sólo se veía un cerdo, se ven ahora seis, y las puertas que guardaban un inofensivo perro sabueso, se ven ahora guardadas de noche por dos terribles perros de presa.
¿Quién ha hecho estos milagros?
El afán con que Pepe y Pepa han sombrado y recolectado durante muchos años.
Hemos hablado de milagros; pero aún nos quedan por ver otros mayores.
Estamos en domingo, y alguna cosa muy notable o curre en casa de Pepe Madruga.
Grandes cepas arden en el hogar rodeado de enormes ollas y cazuelas, y dos ó tres criadas y otros tantos criados se mueven de aquí para allá, dirigidos por Pepe y Pepa, que revelan la felicidad en sus palabras, en sus ojos, en su sonrisa, en su rostro.
Muchos ricos hacendados de las aldeas cercanas van llegando, y también acuden á casa de Pepe muchos de sus vecinos, entre los cuales se encuentran los más acomodados del pueblo.
—Ea, ya es hora de comer—dice Pepa, acabando de adornar con mil primores una enorme mesa colocada bajo el verde emparrado del patio.—Id á ver si vienen aquéllo—añade, dirigiéndose á dos gallardos, mocetones que conversan con los forasteros.
—Allá vamos, madre—contestan los mozos, que son, ni más ni menos, Perico y Canuto.
Canuto vuelve poco después.
—Ya vienen ahí—dice—la Hermenegilda y mi cuñado. ¡Canario! ¡Qué amartelados están todavía los tontos!
—Y lo estarán siempre, porque se han casado por amor y no por interés.
—¡Ya! ¡Pero hace ocho días que se casaron, y cualquiera pensaría al verlos que son novios todavía!
—Los casados que se quieren son novios siempre.
—Eso vino á decir padre una noche. Antes de casarse el hijo del mayorazgo con mi hermana, veníamos una noche de la vega, y cate usted que le vemos hablando con la Hermenegilda por la reja.
«Mañana tapio la reja», dijo padre sonriéndose «Señor Pepe, le contesta mi cuñado echándose á reir, ¿es envidia ó caridad?» «¿Envidia de qué?» «¡De qué ha de ser! De lo que los solteros gozamos con las citas de amor, que volaron para los casados.» «Te equivocas, hijo, replicó padre, que para los casados que se quieren, las citas no acaban hasta que á muere uno de ellos. Veinte años hace que mi mujer pasa el día en casa pensando en mí y yo le paso en el campo pensando en mi mujer. Llegar la hora á vernos es llegar la hora de la cita, y ahí tienes tú cómo hace veinte años que asistimos cada día á una.» «Sí, pero en esas citas no se goza como en las de los novios.» «¡Cómo que no! Se goza doble. Tú gozas porque la que encuentras á la reja es la que has escogido para mujer, y yo porque la que encuentro junto al hogar, además de ser la que escogí para mujer es la madre de mis hijos y la gobernadora de mi casa.»
—¡Benditos sean su pico y su alma y el día en que me casó con él!—exclamaba Pepa, cuyos ojos se han llenado de lágrimas mientras hablaba Canuto.
—Con un padre como el vuestro no es extraño que tu hermana se haya casado con el más rico y más hombre de bien y mejor mozo del pueblo, ni que por tí y por tu hermano se despepiten las muchachas más ricas y más guapas de diez leguas á la redonda. De tal padre tales hijos.
—De tales padres, querrá usted decir. Vamos, madre, no se haga usted la chiquita, que si la cosecha vale algo, no es usted quien menos ha sombrado y escardado.
La conversación de Popa y su hijo se interrumpe con la llegada de Hermenegilda y su marido y sus suegros y una porción de convidados, entre los cuales viene el señor cura, á quien Pepe ha ido á rogar que, como honró con su presencia la comida de boda en casa del recién casado, honre la comida de tornaboda en casa de la recién casada.
¡Ea, señores, á hacer penitencia!—dice modestamente Pepe.
Y la dilatada mesa se ve rodeada por cincuenta personas, todas de buen diente, por más que algunas de ellas ni siquiera conserven las muelas.
Cada vez que un nuevo plato aparece, Pepa recibe un nuevo título de excelente cocinera, y cada vez que una nueva botella se destapa, Pepe, si no fuera tan modesto, creeria que su bodega puede competir con las mejores de Jerez, y de Oporto, y de Burdeos, y de Valdepeñas.
Un hombre que trae en la mano un bastón con puño dorado, aparece en la puerta del patio convertido en comedor, y pregunta sonriendo:
—¿Hay algo para mí?
—¡El señor alcalde!—exclaman todos con alegría haciendo sitio al recién venido, que toma asiento á la mesa.
—Dichosos los ojos que le ven á usted—dice Pepe,—que hemos ido á buscarle á usted, y nos han dicho que estaba usted fuera del pueblo desde esta mañana.
—Sí—contesta el alcalde.—he estado á levantar un cadáver.
—¡Un cadáver!
—Que apareció esta mañana junto al ventorrillo del puente.
—¿Y de quién es?
—De Juan Bigardo.
—¡Jesús! ¡Pobre Juan!
Parece que él y otros estaban anoche robando á unos arrieros, cuando llegaron los civiles, y haciendo una descarga mataron á Juan y ahuyentaron á sus compañeros.
—¿Si estarían allí los hijos de Juan, aunque hace tanto tiempo que no han vuelto por el pueblo?
—Esos están presos en la cárcel del partido por robo de unas caballerías.
—¡Pobre señora Juana!—exclama Pepa con lágrimas en los ojos.—¿Y qué hace esa infeliz, cargada de años, con los hijos presos y el marido muerto por ladrón? ¡La pobre se morirá de hambre!
—No—contesta Pepe,—no se morirá nadie de hambre en el pueblo mientras haya trigo en mis paneras.
O en las mías—añade su yerno.
Pepa y su hija miran cada cual á su marido de un modo tal, que indudablemente quiere decir:
—Si no hubiera gente delante, te comía á besos.
La comida termina alegremente, y después que el señor cura da gracias á Dios por el sustento recibido, cada cual habla del fruto que han dado ó prometen sus campos.
—¡Buena, buena mano tienes tú para sembrar!—dice el alcalde á Pepe.
—Mejor aún la tiene mi mujer—contesta Pepe sonriendo de gozo.—¿No saben ustedes por qué revientan de llenas nuestras paneras? Pues es por que hemos sombrado á dos manos.
En esto la gente moza va levantándose de la mesa, alborotada con los preludios de una guitarra que Canuto se ha puesto á templar al extremo del emparrado.
—Ea, ea—dice el alcalde,—á ver si bailáis, con permiso del señor cura, unas seguidillas que se hunda la tierra.
El señor cura hace una señal de asentimiento, y Canuto entona esta seguidilla al compás de su guitarra:
Mientras yo con afanes
siembro en la vega.
con afanes en casa
mi mujer siembra.
y al fin del año
¡qué cosecha tan rica
nos encontramos!