I
El pecho sacó fuera
el río, y le habló de esta manera.
(Fr. Luis de León.—Prof. del Tajo.)
Más fresco que una lechuga y más limpio que la plata, el
serranito Lozoya saltaba y corría y hacía doscientas mil diabluras en el
apacible valle de la Oliva, cuando allá por el año de 1852 se encontró
de manos á boca con unos señores madrileños, que le dijeron:
—¡Alto ahí, buen amigo! Traemos orden de Su Majestad la Reina para prenderle á usted y llevarle á Madrid.
—¡Vayan ustedes adonde se fué mi dinero!—replicó Lozoya sin dignarse detener el paso.—¿Que tengo yo que ver con la Reina ni con Madrid?
—Eso no es cuenta nuestra. Deténgase usted y no se ande con juegos, que nosotros somos mandados, y el que manda, manda.
—¡Pues les digo á ustedes que no me detengo! ¡Caracoles! ¡También es mucho cuento esto de que ni en los valles más solitarios le han de dejar á uno vivir en paz y en gracia de Dios! ¿Me moto yo con alguien acaso?
—Hombro no sea usted majadero, que no se le va á llevar á Madrid para nada malo. Se le construirá á usted un magnífico palacio en el Campo de Guardias; se le liarán á usted dentro de Madrid caminos cubiertos para que no le molesten los carruajes, ni la gente, ni el sol, ni la lluvia, ni el viento; se le admitirá á usted en las casas principales de la corte; tendrá usted entrada en los jardines...
—Pues dénlos ustedes muchos recados al palacio y á los caminos y á las casas y á los jardines, que yo me encuentro tan ricamente aquí, y no tengo gana de conversación. ¿Están ustedes enterados? Con que beso á ustedes la mano.
—¡Oiga usted!...
—Al otro oído, que por éste no oigo.
Y así diciendo, Lozoya apretó el paso murmurando no se qué y echando espumarajos de coraje.
—¡Favor á Isabel II!—gritaron los madrileños.
E inmediatamente aparecieron centenares de hombres armados de picos, azadones, palas, hachas, etc., y con unas caras de presidiarios que daban miedo, y ten de aquí, ten de allí, al cabo de no sé cuánto tiempo lograron detener y poner á buen recaudo al pobre Lozoya.
Los moradores del valle lloran aún más que el preso, porque de Lozoya se podían decir sin cargo de conciencia esos embustes que dicen los malos poetas de las Cloris y Galateas: nacían flores donde Lozoya posaba la planta, y Lozoya era el espejo en que se miraban las serranas.
—Pues señor—decía el preso,—me zampan en Madrid como tres y dos son cinco, sin darme tiempo á respirar el aroma de esas flores en capullo que con tanto esmero he regado.
Pero los temores del preso no se realizaron por entonces, porque hubo jaranas en Madrid, llovió mucho, ocurrieron muchos hundimientos, el camino se puso malo, el dinero anduvo escaso para componerle,.y se quería que el serrano hiciese el viaje en toda regla.
Pasaron meses y pasaron años, hasta que por fin una mañana del florido mes de Mayo de 1858, el carcelero dijo á Lozoya disponiéndose á abrirle la puerta (ó la compuerta, que todo es cuestión de nombre) de á á prisión en que bufaba:
—Ea, ya llegó el instante fiero. Con que, hijo mío, á Madrid, y cuidadito con lo que se hace, que no hemos gastado más de cien millones de reales en prepararle á usted el viaje para que usted se haga el remolón ó se vaya por esos trigos de Dios.
—¡Pero, señor, si dicen que el camino está muy cuesta arriba y no voy á poder llegar á Madrid! ¡Si hasta señores académicos lo han asegurado bajo su firma!
—Hombre no sea usted niño que ya tiene usted edad para saber que bien se puede sor académico y reventar de... sabio. Lo que yo le aseguro á usted es que nadie se atreverá á impedirle á usted el paso, porque se han hecho tan ejemplares castigos, que algunas montañas que proyectaron detenerle á usted han sido abiertas en canal.
—Con todo eso no las tengo todas conmigo. Por supuesto serán extranjeros los que han preparado mi viaje, y mire usted que los extranjeros...
—Hombre dé Dios, ¿que está usted hablando? Españoles netos, y nada más que españoles han arreglado la cosa... Pero ya veo que usted trata de ganar tiempo con su cháchara, y á mí no me joroba usted ni otro más guapo. Ea, lárguese usted fuera.
Al decir esto, el carcelero abrió la puerta y Lozoya salió de estampía, bufando como toro á quien abren el toril, y tomó la ruta más que á paso en dirección á la corte.
No corría porque desease venir á Madrid, no, sino por ver si en el encallejonado camino encontraba un resquicio por donde tomar soleta. Así que descubría un agujero, ¡shif! se colaba por él; pero nunca faltaba un hombre que, echando un pecado, le gritase: «¿Adónde vas, hijo de cabra?», y de un cantazo ó una pellada de barro le hiciese entrar en vereda.
Al cabo de cuatro horas de caminata se encontró á doce leguas de su querido valle y dió vista á Madrid, echando espumarajos de rabia y lleno de inmundicia, pues en su desatentada carrera había venido recogiendo cuanto polvo y basura había en los callejones.
Al llegar á la venta del Partidor, situada en un vallecito que baja á las posesiones del regio Manzanares, lo gritó el jefe de la escolta.
—¡Alto! ¡alto! No sea usted tau vivo de genio, hombre. ¿Qué! ¿Quería usted entrar en Madrid hecho un yesero? Aguárdese usted que antes de entrar hay que ponerle un poco decente, porque hasta la Reina va á salir á recibirle á usted.
¿Será posible? ¡La Reina!...
—La Reina, sí señor, su madrina de usted. Como que en lo sucesivo llevará usted su real nombre.
—Pues no le pesará á Su Majestad.
—¿Qué hará usted para mostrarle su agradecimiento?
—¿Qué haré? Convertir en un jardín á fuerza de riego, los campos que rodean su corte.
—¡Bien lo necesitan! Con que espérese usted un poquito...
—Bien, esperaré todo lo que ustedes quieran—contestó Lozoya un poco más resignado con su suerte, más por las buenas noticias que acababan de darle, que por las carocas que le hacían casi todos los taberneros de Madrid, que habían salido á ofrecerle su casa.
—¡Así me gusta!—dijo el de la escolta.—Ya que va usted entrando en razón, seremos complacientes con usted. Mientras llega el instante de su solemne entrada en la corte, sálgase usted, si gusta, á distraerse un poco y tomar el fresco en esta cañadita; pero cuidado con que se aleje usted mucho.
—Estimando—contestó Lozoya.
Y añadió para su capote:
—Como vosotros os alejéis un poco, ya ha de llover antes que me volváis á echar la vista encima, que eso de que la Reina va á salir á recibirme, es un honor demasiado grande para que yo no lo tenga por una bola con que me queréis engatusar.
En efecto, así que los guardianes se retiraron á echar un trago de vino, porque estaban ya hartos de agua, el tuno del serrano, que se iba escurriendo por la cañadita abajo, haciendo que regaba esta flor ó que acariciaba la otra, apretó á correr como alma que lleva el diablo hacia las posesiones de Manzanares, atropellando cuanto encontraba á su paso y haciendo más ruido que sí sus zapatos tuviesen una arroba de tachuelas.
II
Malucho suele andar Manzanares así que se acerca el verano, pero al acercarse el de 1858 lo estaba con doble motivo. Había llegado á su oído que un serrano, joven y frescachón, estaba para llegará Madrid con grandes recomendaciones y con objeto de disputarle el derecho que creía tener á la plaza de aguador de la corte. Por espacio de no sé cuántos siglos había tratado, aunque en vano, de hacer valer este derecho, y como ustedes comprenden, á nadie le sirve de plato de gusto el que venga cualquier pelagatos á calzarse de buenas á primeras con lo que uno ha ambicionado tanto.
Casi nunca puede Manzanares cerrar los ojos, y sobre todo los de los puentes; pero menos que nunca había podido la noche anterior á causa de la desazón habitual y la accidental, por cuyo motivo estaba amodorrado sobre su blando y suave lecho, cuando oyó un gran ruido hacia las cuestas de la Moncloa. Miró á todas partes; pero como su vista estaba turbia, nada vió, y volvió á apoyar la cabeza en el almohadón.
Lozoya, que tampoco tenía la vista muy clara con el polvo que había recogido en el camino, no vió á Manzanares hasta que dió de hocicos con él.
—¡Canario!—exclamó Manzanares dando un pechugón al que tal beso acababa de darlo.—¿Está usted ciego, hombre, que á poco más me rompe las narices? ¡No es usted poco bruto que digamos, pues se echa encima de uno sin decir agua va!
—Usted ha de perdonar, buen amigo—contestó Lozoya sudando la gota gorda;—pero me vienen persiguiendo, y con la turbación no había reparado en usted.
—¿Y por qué le persiguen á usted, hombre?
—Ahora se lo contaré á usted todo; pero antes haga usted el favor de esconderme por ahí, porque si me ven soy hombre al agua.
—Supongo que no me irá usted á comprometer. ¿Cómo es su gracia de usted?
—Lozoya, para servir...
—¡Lozoya! Y se atrevo usted á ponerse delante de mí se bribón! Pero me alegro mucho de verle á usted para cantarle la cartilla. ¿Con que usted es el palurdo que pretende soplarme mis derechos? Diga usted, se intrigante, ¿le parece á usted que habré estado yo tantos siglos haciendo la rosca á Madrid para consentir que usted Tenga con sus manos layadas á apoderarse de la honorífica plaza que me corresponde?
—¡Pero, señor, si yo vengo á la fuerza!
—Yo lo daré á usted la fuerza, grandísimo pillo, adulador, bajo...
—Más bajo es usted.
—¿Bajo yo?
—Sí, señor, que por su bajeza no está usted ya en la corte.
—No lo estoy, porque no lavo la cara á nadie.
—No sólo no la lava usted, sino que la ensucia.
—¡Hombre, no me insulte usted!..¡Mire usted que me pierdo!....
—Todos los veranos se pierde usted de vista.
—¡Calle usted, hombre, calle usted, que me dan ganas de ahogarle!...
—¡Qué ha de ahogar usted!
—Ahogo hasta en verano, que es cuando estoy más flaco.
—¡Ya! Como hay gentes que se ahogan en poca, agua...
—En fin, dejémonos de conversación y vuélvase usted por donde ha venido.
—Pues no me iré ¡caracoles! que ya me voy incomodando con tanto fuero.
—¿Qué no se irá usted? ¡Está usted fresco!
—Nadie podrá decir otro tanto de usted.
—¡Hombre, no me haga usted tragar saliva!
—Otras cosas más sucias traga usted.
—¿Y qué es lo que yo trago, grandísimo pillo?. Trago lo que sobra en las casas...
—¡Ya lo huelo!
—Pues yo le aplastaré á usted las narices para, que no lo huela, se indecente.
Y Manzanares tiró á Lozoya un puñetazo, que por un tris no le dejó chato.
—¡Ah, traidor!—exclamó el serrano, lanzándose como un tigre á las barbas de su contrincante.
Y haciéndose mutuamente la zancadilla, cayeron ambos al suelo y empezaron á rodar por la Florida abajo, armando una tremolina de doscientos mil de á caballo.
Varias náyades que estaban en la Virgen del Puerto lavando calcetines y calzoncillos, los vieron llegar, y creyendo que eran la ballena de marras, dieron la voz de alarma á Madrid.
—¡Callen ustedes, hijas de una cabra!—exclamaba Lozoya, viendo que se iba á descubrir su paradero.
Pero sí, al otro oído, como él había dicho en otra, ocasión á los madrileños.
Y no eran infundados los temores del pobre fugitivo, pues los guardianes echaron de ver su fuga, se apoderaron nuevamente de él, y quieras que no quieras, le encerraron en la venta del Partidor.
Las cosas que á Manzanares hizo decir su satisfacción por la desgracia de su rival, y las que hizo decir á Lozoya su mala estrella, son más para oídas que para contadas.
Y á propósito de dichos de ríos, oigo murmurar á mi espalda que esto es contar como querer, que soy un embrollón, que soy muy bolero, que los ríos no hablan.
Dispensen ustedes señores míos, que los ríos hablan, y á veces hablan muy gordo. Si yo fuera erudito, les haría á ustedes mil citas para probarles que hablan los ríos; pero como no lo soy, me basta y sobra la de fray Luis de León, que bajo su firma asegura que cuando D. Rodrigo andaba á picos pardos con la sin vergüenza de la Cava en los Cigarrales de Toledo, el Tajo sacó el pecho fuera y probó que no tenía pelillos en la lengua. Me parece que no serán ustedes tan temerarios que vayan á llamar también embrollón y bolero á un señor tan santo y tan formal como fray Luis de León.
Pero volvamos á nuestro héroe.
Lozoya pudo conseguir al fin, á fuerza de lamentos, que se le trasladase al palacio que se lo había construido en el Campo de Guardias. Allí se fué serenando poco á poco, porque la habitación parecía una nevera, y al cabo se hizo esta noble reflexión, muy propia de las inteligencias claras y de los corazones frescos:
—¿A qué vengo yo á Madrid? A dar de beber al sediento. Obra de misericordia es ésta que no debo descuidar como ese egoistón de Manzanares. Nada, nada, entremos en Madrid cuando lo dispongan esos señores, y..|á beber, tropa!
Tal fe vino á adquirir el serrano en la santidad de su misión, que ansiaba ya como la dicha suprema el momento en que diese principio á su santa obra.
Este momento llegó. Al penetrar Lozoya en Madrid por la puerta de Fuencarral, su regocijo fué tan grande, que de un salto se elevó ochenta pies sobre la multitud, que le aclamaba y le bendecía.
Allá, hacia la morada de Manzanares, se oyó una insolente carcajada, mezclada de burla y despecho, y hacia los corros de San Isidro resonó una purísima y fresca voz que trataba de imponer silencio al que así se reía.
Lozoya recorrió la imperial y coronada villa, ejerciendo su obra de misericordia, y cuando asomó por el Sur buscando á Manzanares para reconciliarse con él, libre ya de todo rencor, pues las obras buenas los ahuyentan, Manzanares soltó una insultante carcajada, exclamando:
—Buen amigo, ¿qué le ha pasado á usted, hombre, que viene tan flaco y tan turbado? ¡El guapetón! ¡El frescachón! ¡El buen mozo! ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
—¡Silencio, impuro y miserable!—gritó desde el cerro la santa fuente que un día brotara al golpe del regatón de Isidro,—¿Te reiste hace un instante, al ver que se remontaba al cielo el que ayer moraba á la bendita sombra del Paular? Todo lo puro y santo se remontaba al cielo. ¿Te ries ahora porque le ves flaco y dolorido? Todo el que practica las obras de misericordia, sale de la vida y llega á las puertas del cielo dolorido y flaco.
Calló la santa fuente, ocultó Manzanares su oprobio entre el fango de su lecho, y en todos los templos de la metrópoli fué bendecido en cálices de oro el misericordioso Lozoya.