Narraciones Populares

Antonio de Trueba


Cuentos, Colección



A Don Eduardo Bustillo

No debo, querido Eduardo, contentarme con dedicarte este libro, como si dijéramos, a secas, porque eso sería, en primer lugar, como si un hermano, al encontrarse con el hermano querido, después de larga ausencia, lo saludase con un «beso a Vd. la mano,» y, en segundo lugar, sería desperdiciar una buena ocasión de decir al público, por el sistema de «a ti te lo digo, nuera, entiéndelo tú, mi suegra,» lo que acerca de este libro necesito, o, cuando menos, deseo decirle.

Antes de todo te diré por qué llamo a este libro Narraciones populares. Confiésote, aunque no te guste, pues eres algo menos reaccionario que yo, que a pesar de mi antigua afición a lo que se llama el pueblo, porque procedo de esta clase social, porque casi siempre he vivido entre ella y porque he dedicado, buena parte de mi vida al estudio de sus sentimientos y costumbres; confiésote que me va ya apestando el calificativo de «popular,» porque, de algún tiempo a esta parte, se, abusa de él tan escandalosamente como te lo probarán dos ejemplos que voy a someter a tu consideración. En estos últimos años, en que tanto se han cacareado la libertad y los derecho individuales, he visto en una capital de treinta mil almas, rica, culta, liberal, independiente, altiva, llamar ayuntamiento popular al elegido por ciento cincuenta ciudadanos, únicos a quienes había permitido votar el garrote de dos aprendices de torero, y he visto en la misma, provincia llamar también ayuntamientos populares a una porción de ayuntamientos elegidos a culatazos por un pelotón de soldados.

De todo se abusa en este mundo, o, mejor dicho, en esta desventurada España, e infinitamente más desde que se trastornó de arriba abajo la sociedad, con pretesto de acabar con los abusos; pero porque, en nombre de Dios, veamos encender la guerra civil, y arruinar a la patria, y saquear y apalear a los honrados y pacíficos ciudadanos, y emplumar a las débiles mujeres, y porque veamos, en nombre de la libertad, blasfemar de Dios, y bombardear e incendiar los pueblos, o inundar de sangre las calles y los campos, y atacar y destruir la propiedad, y conculcar y desobedecer toda ley divina y humana, no por eso los hombres sensatos hemos de abominar del nombre de Dios ni del nombre de la libertad, que estos nombres son demasiado augustos para que las miserias humanas puedan disminuir el amor y la veneración que les debemos. En nuestra buena lengua castellana existe el adjetivo «popular» para designar lo que pertenece al pueblo, y los que de esta lengua nos servimos, no podemos prescindir de ese adjetivo, a menos que prescindamos de la idea que espresa.

Pudiera yo haber dado el nombre de cuentos a estas narraciones, como se le he dado a otras de la misma índole que corren por ahí impresas; pero he tenido mis razones para no hacerlo: la primera, es mi deseo de evitar entre este libro y alguno de sus hermanos toda confusión, y la segunda, ciertos escrúpulos, puramente de arte, que voy teniendo en llamar cuentos a narraciones en que el narrador toma la parte propiamente de cuento por pretesto para meterse en el campo de la filosofía y hasta en el de sus recuerdos y sentimientos individuales. De calificarlas de populares no he podido ni debido prescindir, porque tanto su fondo como su forma lo son. El fondo, que es el pensamiento capital, está tomado de esa multitud de cuentos o narraciones orales con que el pueblo entretiene sus ocios y sus trabajos, o da forma, como si dijéramos, tangible a su filosofía; y la forma, que es el lenguaje, está en lo posible asimilada al lenguaje del pueblo, para que el fondo y la forma no rabien de verse juntos, y para que los lectores me entiendan mejor hablándoles en el idioma que les es más familiar y querido, pues en la vida familiar, que es a la que libros como este se destinan, hablamos altos y bajos el idioma del pueblo.

Como andan ya por esos mundos de Dios cinco tomos de cuentos míos, cada cual con su prólogo, tengo ya dicho casi todo lo que tenía que decir acerca de los cuentos, y sobre todo de los cuentos populares; pero aún así necesito repetir algo para la mejor inteligencia de estas narraciones, cuentos o lo que sean.

La tarea que emprendí hace tiempo y continúo, consiste en recoger las narraciones, cuentos o anécdotas que andan en boca del pueblo y son obra de la inventiva popular, que unas veces crea y otras imita, si es que no plagia, cuidando cuando imita de dar a la imitación la forma de la originalidad. Algunos de los escritores o colectores que en el extranjero y particularmente en Alemania se han dedicado a análoga tarea, han seguido distinto camino que yo; pues, como han hecho los hermanos Grimm, reproducen los cuentos populares casi como los han recogido de boca del pueblo. Este sistema no es de mi gusto, porque casi todos los cuentos populares, aunque tengan un fondo precioso, tienen una forma absurda, y para ingresar dignamente entre los productos del arte literario, necesitan que el arte los perfeccione y encamine a un fin moral o filosófico de que no debe carecer nada en la esfera del arte.

Un buen amigo mío, muy aficionado a la literatura popular, pero poco apto para cultivarla, andaba por las Provincias Vascongadas desviviéndose por encontrar cuentos y tradiciones populares, y se me quejaba un día de que yo era más feliz que él, pues encontraba a cada paso lo que él en ninguna parte podía encontrar. Buscaba yo medio de decirle lo que sobre el particular pensaba sin herir su amor propio ni traspasar los límites de la modestia, cuando un aldeano que estaba presente me sacó del paso diciendo a mi amigo:

—No se desanime Vd. por eso, D. Román, que el mejor día encontrará Vd. lo que busca, donde menos piense encontrarlo. Mire Vd., en el pórtico de la iglesia de mi aldea había un madero sin labrar ni nada, y a nadie le había ocurrido nunca que sirviese más que para lo que servía, es decir, para sentarse malamente la gente que esperaba el último toque de misa. Pues un día fue por allí uno de esos que hacen santos, y como lo encargase el señor cura que hiciese una virgen, sacó una preciosa... ¿de dónde dirá Vd. que la sacó? del madero del pórtico, que al parecer no servía para nada.

—Sí, añadí yo, no sé quién ha dicho que en toda piedra o madero hay una estatua, y el mérito del escultor está en acertar a sacarla. Amigo Román, el cuento, la tradición, la anécdota, el chascarrillo, el sucedido, la agudeza, que a cada paso se encuentra uno en boca del pueblo, es el madero o la piedra tosca de donde el arte literario saca aquello que le honra. ¿Tú quieres encontrar la estatua hecha y derecha? Eso no puede ser, amigo mío, y si pudiera ser, ¿qué mérito habría en el artista?

Román calló y desde entonces procuró sacar la estatua de la piedra o el madero tosco con que tropezaba a cada paso; pero el pobre se murió sin conseguirlo. No es esto decir que yo haya sido más diestro que él, pero sí que he sido más obstinado y perseverante.

He dicho que el fondo de los cuentos populares suele ser precioso aunque la forma sea absurda, y en esta colección hay ejemplos de ello. ¿No te parece, como a mí, querido Eduardo, que aunque el pueblo no hubiese ideado más cuentos que el que yo titulo Las dudas de San Pedro, cuyo fondo pertenece por entero al pueblo, tendría éste un gran título al dictado de filósofo y artista consumado en la estética? La teoría de la fe cristiana está tan admirablemente simplificada y puesta de relieve en el fondo de ese cuento (contado en vascuence a un amigo mío durante la guerra civil por sus sencillas patronas en una casería vascongada donde estaba alojado), que si yo fuese su autor, me parece que reventaría de vanidad por el hecho de serlo.

No necesito encarecer la conveniencia de recoger y estudiar y llevar al tesoro de la literatura y la filosofía patrias los cuentos populares, porque esta conveniencia está ya demostrada con el afán con que se los recoge y estudia en todos los países cultos. Lo que con toda sinceridad haré, es lamentar que casi sea yo el único escritor que en nuestra patria se haya dedicado con algún empeño a esta tarea, sobre todo desde que el ilustre Fernan Caballero descansa de las gloriosísimas suyas. Como quiero más ser tachado de vano que de hipócrita, no negaré que me creo con alguna buena condición para desempeñarla, cual es la facilidad que encuentro en asimilarme al sentimiento y el lenguaje del pueblo, en lo que soy tan estremado, que cuando hago sentir y hablar a San Pedro, o a Pericañas, o a Tragaldabas, o a Antonazas, o a Juan Lanas, o a Chómin, o a Angelote, o a Pico de Oro, o al demonio, me parece que me he convertido en ellos; pero no basta esto para que me crea digno de recoger y llevar los cuentos populares al tesoro de la literatura y la filosofía patrias, porque para serlo se necesitan dotes de filósofo, de crítico y de filólogo, que yo ni por asomo tengo y que brillan en muchos de mis conciudadanos de la república literaria española, menos fecunda en cabezas vacías o llenas de aire corrupto que la república política.

De todos modos, y por más que crea que desempeño mal esta tarea de recoger los cuentos populares y aderezarlos un poco a fin de que puedan obtener el pase a nuestra literatura, tengo una esperanza que me consuela y anima a proseguir mi tarea: hace veinte años el arte literario apenas había parado mientes en los cantares populares españoles, a pesar de que eran rico tesoro de poesía y fuente inagotable de enseñanza para estudiar las trasformaciones de nuestro espíritu popular, de nuestros sentimientos, de nuestras creencias, y hasta de nuestro idioma. Un humilde y oscuro poeta, después de inspirarse en ellos, escribió un libro que por esta circunstancia llamó El libro de los cantares, y cuya circulación ha sido tal, que después de haberse hecho seis numerosas ediciones, no se encuentra hoy ejemplar ninguno de él en las librerías españolas. Sea por casual coincidencia, sea por influencia de aquel libro, nuestros cantares populares ocupan en la poesía moderna un lugar tan privilegiado como el que ocupa el Romancero en la antigua. Yo, que soy el autor de aquel libro, no creo pecar de iluso e inmodesto si espero obtener para los cuentos populares lo que obtuve para los cantares sus hermanos.

He concluido, querido Eduardo, de hablar de este libro, que si tiene alguna importancia filosófica y alguna amenidad, más que a mi ingenio, se deben a la inventiva y el espíritu popular que en el desempeño de su fondo y forma me han servido de guía; pero no quiero terminar este prologuillo-dedicatoria sin aprovechar la ocasión, no del todo inoportuna, para decir algo que hace tiempo deseaba decir.

La forma popular es muy conveniente en las obras literarias que, como ésta, aspiran a deleitar o instruir algo, particularmente en el seno de la familia. Todas las gentes, aunque pertenezcan a la clase más elevada de la sociedad, tienen algo, o, más bien, tienen mucho de lo que se llama pueblo, porque hasta el más campanudo y perfilado en la vida pública, es en la vida privada, en la vida íntima, en la vida de la amistad y la familia, sencillo, familiar, vulgar, en una palabra, popular. ¿Quieres apostar, querido Eduardo, a que esos oradores y escritores que cuando hablan y escriben en público se remontan al quinto cielo y no saben salir de luz, éter y estrellas, y se diría que se les subleva el estómago cuando descienden a estas regiones sub-lunares, descienden en el fondo de su hogar a todos los modismos y todas las acciones del pueblo? Es que el sentimiento, la acción y la espresión popular son una especie de instinto natural en nosotros. Pues si esto es así, como firmemente creo, el arte literario, que imita el fondo y la forma, el sentimiento y la espresión del pueblo, lleva en sí una eficaz garantía de éxito, y no sé esplicarme cómo en España son tan pocos los que le ejercen, cómo son aun menos los que no le ejercen empíricamente, porque la verdad es que en el noventa y cinco por ciento de nuestras obras literarias de costumbres populares, el fondo y la forma son falsos, pues el pueblo no siente, ni obra, ni habla como allí se pretende.

Concretándome solo al lenguaje que se atribuye al pueblo, pudiera citarte cien modismos que el pueblo no usa ni ha usado nunca en ninguna comarca de España, y sin embargo, son la muletilla obligada del noventa y cinco por ciento de los que en el libro, o en el teatro, o en el periódico conceden la palabra al pueblo y lo sirven de apuntadores. Y en mi humilde concepto, todo esto sucede porque el noventa y cinco por ciento de los que ejercen el arte propiamente de imitación, cuidan poquísimo o nada de estudiar en la naturaleza, que es de donde procede todo lo verdadero, y por consecuencia, todo lo bueno que encierran las obras del arte.

Con esto, mi buen Eduardo, no he querido erigir cátedra de maestro en el arte literario, que ya sé que no valgo para eso, sino esplicar cuál es mi modo de pensar en ciertas materias, para esplicar así los escesos de realismo que me han echado en cara algunos críticos más o menos autorizados y algunos otros faltos de toda autoridad literaria, como un caballero particular bilbaíno a quien yo mismo oí decir que le cargábamos los escritores de costumbres verdaderas, porque en la verdad no hay ni puede haber poesía, pues poesía y mentira son una misma cosa.

Tú, que fatigado de luchar en Madrid por conquistar gloria y un poco de bienestar, te convenciste al fin de que en estos tiempos que corren esa conquista era aquí un imposible para gentes de alma tan honrada como la tuya, y fuiste a pedir descanso y consuelo a ese hermoso, tranquilo y amado rincón de Asturias, donde los has encontrado en el seno de la familia, y en los encantos de la naturaleza y del cultivo de la poesía; tú sabrás si en la verdad hay o no poesía, y por tanto si vale o no algo el humilde libro que envía a que te salude cariñosamente en tu retiro de Celório, tu amigo

ANTONIO DE TRUEBA.

El cura de Paracuellos

I

Paracuellos, que es un lugar de tres al cuarto, situado en la orilla izquierda del Jarama, como dos leguas al Oriente de Madrid, tenia un señor cura que, mejorando lo presente, valía cualquier dinero.

Es cosa de contar de cuatro plumadas su vida, que la de los hombres que valen se ha de contar y no la de aquellos de quien se dice:


En el mundo hay muchos hombres
de historia tan miserable,
que se compendia diciendo
que nacen, pacen y yacen.
 

Su padre era un pobre jornalero que no sabía la Q, de lo cual estaba pesarosísimo, tanto que no se le caía de la boca la máxima de que el saber no ocupa lugar. Consecuente con esta máxima, puso el chico a la escuela, y el chico hizo en pocos meses tales progresos, que, según la espresión de su buen padre, leía ya como un papagayo.

Así las cosas, dio al pobre jornalero un dolor no sé en qué parte, y se murió rodeado de su mujer y sus hijos, repitiendo a estos, y muy particularmente al escolar, que era el mayor, su eterna canción de que el saber no ocupa lugar.

La madre de Pepillo, que así se llamaba nuestro héroe (como dicen los genealogistas, aunque su héroe no sea tal héroe ni tal calabaza), se vio negra para tapar tantas boquitas como le pedían pan a todas horas, y como le saliese proporción de acomodar a Pepillo con un amo que le mantuviese, vistiese y calzase (vamos al decir), no tuvo más remedio que aprovecharla, por más que le doliese quitar al chico de la escuela. El amor con quien la tía Trifona (que así se llamaba la viuda) acomodó a Pepillo, era el mayoral de una de las toradas que pastan en la ribera del Jarama, según sabemos por los poetas que tanto han molido, al respetable público con los toros jarameños, como si los toros fueran un gran elemento poético.

Pepillo se pasaba el día en aquellos campos arreando pedradas con la honda a los toros que se desmandaban, y muy contento con no perder de vista a su pueblo natal, que se destaca encaramado en un alto cerro que domina toda la campiña y muy particularmente las praderas bañadas por el Jarama. Era tal el apego que Pepillo tenía a su pueblo, que llevarle a donde no le viera hubiera sido llevarle al campo-santo. Ya esto dice mucho en su favor, porque no puede menos de ser un bribón de siete suelas el que no tiene apego al pueblo donde ha nacido, donde se ha criado y donde están, vivos o muertos, sus padres, aunque el pueblo sea tan desgalichado como lo son casi todos los de las cercanías de Madrid (y perdonen sus naturales el modo de señalar).

Como Pepillo tenía muy presente la máxima de su padre de que el saber no ocupa lugar, pensó que tampoco le ocuparía el saber capear a un toro, que al fin saber es, y tomando lecciones de esta ciencia del mayoral y los aficionados al toreo que con frecuencia visitaban la torada, logró poseerla con rara perfección. Como viese que, gracias a ella, se había librado más de una vez de que un toro le hiciese cosquillas, se volvía lleno de emoción hacia aquel campanario negro y alto a cuya santa sombra descansaba su pobre padre, y exclamaba:

—¡Gracias, padre, pues al amor al saber que me infundiste debo el no haber quedado en las astas del toro!

Tal afición fue tomando Pepillo al toreo, que dedicaba a él todos sus ratos de ocio, y, como su amo se lo permitiese, no perdía una corrida de novillos de las que se celebraban en los pueblos cercanos de Barajas, Ajalvir, Cobeña, Algete y otros, donde hacía prodigios con su destreza táurica; pero un día se hizo estas reflexiones:

—Mi buen padre decía que el saber no ocupa lugar, y me aconsejó en la hora de su muerte que, lejos de olvidar esta máxima, la tuviese siempre presente y me guiase por ella. ¿Me he guiado por ella hasta aquí? No hay tales carneros, porque el saber que hasta aquí he adquirido se ha limitado al toreo, y el saber no se limita a esta ciencia, que se estiende a otra infinidad de ellas. Yo quisiera ser un sábelo-todo, y donde todo se aprende es en los libros. A ver si me proporciono por ahí unos cuantos y regocijo a mi pobre padre en el cielo, o donde esté, haciéndome un pozo de sabiduría.

Apenas se había hecho Pepillo estas reflexiones, acertó por casualidad a pasar el Jarama, por la barca que está al pié de Paracuellos, uno de esos libreros ambulantes que van por los pueblos vendiendo sabiduría con los libros que, cansados de estar en casa de Navamorcuende, salen a tomar un poco el aire en las calles de Madrid y luego van a veranear en las provincias. Con las propinas con que habían recompensado sus hazañas taurinas los aficionados (con perdón de ustedes) a cuernos, así cuando visitaban la torada de casa, como en las novilladas de los pueblos, compró media docena de libros y se dedicó en aquellos campos de Dios (y de los toros bravos) a estudiar en ellos.

II

Un Grande de España abandonaba con frecuencia su palacio de Madrid y se iba a Algete. ¿A que no saben Vds. a qué iba? Pues iba a sacar la tripa de mal año, porque le sucedía una cosa muy rara: no podía atravesar bocado en su casa, aunque su cocinero estudiaba con el mismísimo demonio para abrirle el apetito, y en Algete comía como un sabañón del bodrio cargado de pimentón y azafrán con que se alimentaban, tumbados con él en los surcos, los trabajadores de una posesión que tenía allí.

A este Grande (que ya se conocía que lo era en su afición a hacerse pequeño) le chocaba, siempre que pasaba por la cuesta de Ibán-Ibáñez, un muchacho muy enfrascado en la lectura de algún libro, sentado en aquellos vericuetos, mientras los toros pastaban en las praderas inmediatas. Un día, en vez de continuar su camino hacia la barca, se dirigió hacia el muchacho y le llamó, deseoso de satisfacer su curiosidad.

Pepillo se apresuró a bajar de los cerros, saliendo al encuentro de aquel señor con el libro bajo el brazo y el sombrero, gorra o lo que fuese, en la mano.

—Muchacho, le dijo el Grande, ¿qué es lo que todos los días lees con tanta atención en esos cerros?

—Señor, leo unos libros muy sabios, le contestó Pepillo chispeándole los ojos de admiración y entusiasmo al hablar de los libros que leía.

—¿Y lees para entretenerte o para instruirte?

—Para instruirme, señor.

—¡Hola! ¿Conque quisieras ser sabio?

—¡Vaya si quisiera!

—Pues para tu oficio no se necesita saber mucho.

—Señor, el saber en todos los oficios es bueno. Mi padre que esté en gloria decía que el saber no ocupa lugar, y tenía mucha razón.

—Ciertamente que la tenía, ¿Y tú piensas pasar la vida guardando toros?

—Si no hay otro remedio, me contentaré con eso, aunque tengo esperanzas de ser algo más.

—¿Y se puede saber qué esperanzas son esas?

—Sí, señor: las de ser torero.

—¿Y eso te parece ser algo más?

—¡Pues no me ha de parecer!

—Te equivocas, muchacho; ser torero nunca es ser algo más.

—¿Pues qué es?

—Siempre es ser algo menos.

—No le entiendo a Vd., señor.

—Cuando estudies algo más, lo entenderás.

—Pues tengo ganas de estudiar para entenderlo.

—¿Conque tienes afición al estudio?

—Mucha, señor.

—Pues si quieres estudiar, yo te costearé los estudios. ¿Qué carrera quieres seguir?

—Señor, ¿qué entiendo yo de eso? La que a usted le parezca mejor.

—¿Quieres seguir la militar?

—Esa no me hace mucha gracia. ¿Por qué?

—Porque el militar mata.

—Estás equivocado: el militar defiende.

—Bueno; pero como Paracuellos no tiene guarnición.....

—¿Quieres ser arquitecto?

—Como no se hacen casas en Paracuellos.....

—¿Quieres ser marino?

—Como no andan barcos en el Jarama.....

—¿Quieres ser médico?

—Como el de Paracuellos es tan joven.....

—¿Quieres ser cura?

—Sí, señor, porque el señor cura de Paracuellos es ya viejo y cuando se muera le reemplazaré yo.

—¡Ah, ya! ¿conque tú no quieres alejarte de Paracuellos?

—Le diré a Vd., señor: si para estudiar no tengo más remedio que alejarme, me alejaré; ¿pero alejarme para siempre? Eso no, señor; más quiero arar tierra cerca de Paracuellos que arar diamantes lejos.

—Bien, hombre, no me disgusta tu modo de pensar. Un poco exagerado es, pero ya vendrá el tío Paco con la rebaja.

Algunos años después, Pepillo ya no era Pepillo; era el Sr. D. José, cura párroco de Paracuellos, cuyo curato, vacante por defunción del anciano que le desempeñaba, había obtenido apenas cantó misa.

III

El señor cura de Paracuellos casi no tenía pero. Aunque joven, era el cura más sabio desde Madrid a Alcalá, y en punto a virtud y celo en el desempeño de su sagrado ministerio, todo lo que se diga es poco.

Haciendo prodigios de orden y economía durante sus estudios, con los ahorros de la pensión de ocho mil reales ánuos que el Grande de España le había pasado hasta que se ordenó de misa, había ayudado a su madre, de modo que ésta había vivido perfectamente y educado a los otros chicos, Cuando D. José obtuvo el curato de su pueblo, sus hermanos no necesitaban ya de su apoyo, pues habían aprendido buenos oficios y se ganaban muy bien la vida. En cuanto a su madre, se la llevó consigo a su casita, y la buena mujer, tan curadita, tan aseada y tan guapa, reventaba de orgullo y alegría oyéndose llamar la madre del señor cura, en lugar de la tía Trifona, como la llamaban antes.

Repito que casi no tenía pero el señor cura de Paracuellos: él no tenía cosa suya si los pobres la necesitaban; él era puntualísimo en lo tocante al culto, el confesonario y la administración de Sacramentos; él tenía la iglesia como una tacita de plata; él predicaba con tanta elocuencia, que las mujeres se le querían comer vivo y a boca llena le llamaban pico de oro; él era de alma tan pura y candorosa, que cuando un muchacho le confesaba que había dado un pellizco a una muchacha, le preguntaba si la muchacha se había reído o había llorado, y si le contestaba que se había reído, no le echaba por el pellizco penitencia alguna; él había conseguido a fuerza de predicar a la tabernera que la fuente del pueblo diese agua suficiente para el consumo del vecindario; él había quitado a los señores de justicia la pícara maña de refrescar en las sesiones de ayuntamiento con vino, chuletas, jamón, cochifritos y otras porquerías por el estilo; él, en fin, era un señor cura que casi no tenía pero.

El pueblo paracuellano veía por sus ojos, porque además de todas estas buenas cualidades, tenía otra que le enamoraba, y era la afición del señor cura al toreo y su pericia en capear, picar y poner un par de banderillas con el mayor salero al toro más bravo. Ya se sabía: todos los días, después de cumplir con los deberes de su sagrado ministerio, el señor D. José había de bajar a las praderas del Jarama a entretenerse un poquito capeando o poniendo un par de varas al toro de más empuje y bravura de cuantos allí pastaban. Y el sábado por la tarde, único día en que se mataba en Paracuellos una res vacuna para el consumo del vecindario, ya se sabía también: el señor D. José había de ir al matadero a dar un pasito de muleta a la res que se iba a matar.

Pues ¡no digo nada de lo que pasaba cuando en Paracuellos había corrida de novillos, que era con mucha frecuencia, porque el pueblo paracuellano era loco (con perdón de ustedes) por los cuernos! Así que aparecía el novillo más bravo, el pueblo paracuellano mandaba una comisión al señor cura para rogarle que saliese a la plaza e hiciese alguna de las suyas. El señor cura, como era tan modesto, se ponía colorado como un tomate con el rubor que le causaban tal honra y los elogios que la comisión popular prodigaba a su valor y su destreza táurica, y después de escusarse largo rato y hacerse el chiquito, concluía siempre por acceder a las instancias del bondadoso pueblo paracuellano, y una vez en la plaza, hacía maravillas con el novillo, hundiéndose los tablados a fuerza de aplausos al señor cura, cuya destreza era tal, así en la plaza de Paracuellos como en las praderas del Jarama, que lo más, lo más, que le solía suceder, era volver al tablado o al pueblo con un siete en el pantalón por salva la parte.

Sólo un inconveniente tenía la sabiduría en el toreo del señor cura de Paracuellos, y era la envidia que los pueblos inmediatos tenían a Paracuellos por el cura que poseía, y de esto resultaba cada paliza, que se llenaba de presos la cárcel del partido. Los paracuellanos estaban tan orgullosos con el mérito táurico de su señor cura, que para ellos no valía un comino el mejor torero comparado con el señor cura de su pueblo. Iban, por ejemplo, a Algete a una corrida de novillos: un diestro aficionado o un torero de oficio hacía una suerte maravillosa, y el pueblo entero prorumpía en vítores y aplausos; en aquel instante no faltaba un paracuellano que gritase:—«¡Eso lo hace por debajo de la pata el señor cura de Paracuellos!» Y ya tenían ustedes armada una paliza de cuatrocientos mil demonios.

Todo eran intrigas por parte de los pueblos inmediatos para quitar a los paracuellanos su señor cura y hacerse ellos con párroco de tal sabiduría táurica; pero sí, ¡buenas y gordas! El señor cura de Paracuellos era tan amante de su pueblo nativo, y a pesar de su increíble modestia estaba tan orgulloso con el aprecio que el pueblo paracuellano hacía de su mérito tauromáquico, que ni por una canongía de Alcalá hubiera trocado su curato de Paracuellos.

No faltaron intrigantes de Ajalvir y Cobeña que le salieron con la pata de gallo de que si había sido tolerable que cuando estudiante no abandonase su afición al toreo y hasta se enorgulleciese con los aplausos que le prodigaba el público por un salto al trascuerno o un capeo a la verónica, tal afición y tal orgullo eran muy feos y no se podían tolerar en un señor cura párroco; pero el señor cura veía venir a los de Ajalvir y Cobeña, y los echaba enhoramala diciendo para sí:

—Señor, si es máxima universalmente admitida y sancionada que el saber no ocupa lugar, y yo sé a maravilla el difícil arte de Romero, Pepa-Hillo y Costillares, ¿a qué santo he de renunciar el cultivo de este arte tan honesto en mí, que todas las deshonestidades que me proporciona se reducen al cabo del año a media docena de sietes en el pantalón por salva la parte?

Un día el Sr. D. José, como todos los párrocos del partido, recibió una comunicación del señor cardenal arzobispo de Toledo, en que su eminencia le anunciaba que se preparaba a la santa visita de la diócesis y de tal a cual día iría por Paracuellos.

Recibir el Sr. D. José esta noticia y empezarle a temblar las piernas como campanillas, todo fue uno.

—Pero, señor, decía, ¿qué será esto? ¡Temblar yo al acercárseme un cardenal arzobispo, cuando nunca he temblado al acercárseme un toro bravo! Algo malo me va a pasar, aunque no sé por qué.

Y a todo esto, al señor cura seguían temblándole las pantorrillas, y como era tan candoroso y blanco de conciencia, ni por el pensamiento le pasaba que sus tristes presentimientos pudieran tener algo que ver con su afición (con perdón de ustedes) a los cuernos.

IV

Las campanas de Barajas se hacían astillas a fuerza de repicar.

El temblor de piernas volvió a anunciarle al señor cura de Paracuellos alguna desazón muy gorda.

—¡Ya pareció aquello! exclamó el señor cura al sentir aquel temblor y aquel repique, y acompañado de todo el vecindario, salió al alto de junto a la iglesia y se puso a mirar hacia Barajas, que está enfrente, cosa de media legua, al otro lado del río. Al fin un grupo de gente que rodeaba un coche apareció a la salida de Barajas, y tomó cuesta abajo en dirección a la barca de Paracuellos.

—¡Ya viene, ya viene su minencia! gritó el pueblo paracuellano, mientras el Sr. D. José, temblándole más que nunca las pantorrillas, ordenaba al sacristán que subiese a la torre y prorumpiese en un repique de doscientos mil demontres.

El señor cura se fue a revestir para recibir al prelado en el pórtico de la iglesia, y los señores de justicia, todos arropados con capas pardas, aunque hacía un calor que se asaban los pájaros, y seguidos de casi todo el resto de sus feligreses, bajaron a recibir a su eminencia al pie de la cuesta de Paracuellos.

El señor arzobispo, así que despidió en la orilla derecha del río a los cabildos eclesiástico y municipal de Barajas, pasó la barca y fue recibido inmediatamente por los de Paracuellos. Venía bueno, aunque muy sofocado, porque era muy grueso y hacía mucho calor, y acogió con mucha benevolencia a los señores de justicia de Paracuellos, a quienes, por supuesto, dio a besar el anillo, así como a los demás paracuellanos.

La subida al pueblo es violentísima, y en su vista el señor arzobispo manifestó que, temeroso de que se estropease en ella el hermoso tiro de mulas de su coche, se determinaba a subirla a pie.

—No lo consentirnos, minentísimo señor, le replicó el señor alcalde lleno de entusiasmo, en el que le secundaron los demás señores de justicia y el pueblo entero. Vuestra minencia subirá en coche y el pueblo paracuellano tirará de él. Yo soy el primero que voy a tener la honra de meterme en varas para ello.

Y así diciendo, el señor alcalde y los demás señores de justicia se preparaban a quitar las colleras a las mulas para ponérselas ellos, cuando el señor arzobispo se lo impidió con benévola sonrisa, diciéndoles que deseaba subir a pie y aun se proponía recorrer del mismo modo los pueblos de aquel lado del río, porque le convenía mucho hacer ejercicio a ver si así disminuía algo su obesidad.

No tuvo más remedio el pueblo paracuellano que renunciar a aquella ovación con que deseaba obsequiar al ilustre prelado; pero desde aquel momento los señores de justicia, interpretando fielmente los sentimientos del pueblo que tan dignamente representaban, se propusieron no dejar marchar de Paracuellos al señor cardenal arzobispo sin disponer alguna fiesta notable en su obsequio.

El señor arzobispo visitó la parroquia y quedó complacidísimo del estado en que la encontró, por lo que colmó de elogios al señor cura, que, como era tan modesto, se ruborizó mucho de los piropos que le echó su eminencia, piropos que se renovaron cuando el señor arzobispo se fue luego enterando de que el señor cura tenía el pueblo como una balsa de aceite en punto a instrucción moral y religiosa.

Mientras el señor arzobispo comía y descansaba durmiendo un poco de siesta, una agitación inusitada se notaba en la casa de ayuntamiento y en la plaza. En la primera conferenciaban y daban órdenes los señores de justicia, y en la segunda se tapaban las boca-calles con carros y se levantaba una especie de tablado con maderos y trillos.

Los señores de justicia, presididos por el señor alcalde y de toda gala, es decir, todos encapados, aunque ardían las piedras, salieron de la casa consistorial y se dirigieron a la del señor cura, donde se hospedaba el señor cardenal arzobispo, que los recibió con su habitual benevolencia.

El señor alcalde, que no tenía nada de cobarde, particularmente cuando, como entonces sucedía, había tirado unos cuantos buenos latigazos al morenillo de Arganda, fue quien, naturalmente, tomó la palabra diciendo:

—Minentísimo señor: el pueblo paracuellano, de quien semos dinos representantes, está namorao del aquel con que vuestra minencia le ha dao a besar la sortija piscopal, y su dino ayuntamiento, discrismándose por encontrar modo y manera de osequiar a vuestra minencia, ha descutido y conferido lo más conviniente a amas a dos magestades devina y humana, y ha encontrado que naa mejor que una corría de novillos, máisime que Paracuellos tiene pa eso una alhaja que le envidian toos los pueblos de la reonda, porque ellos la tendrán en lo cevil, pero en lo clesiástico como la tiene Paracuellos, no ¡voto va bríos!

Y así diciendo, el señor alcalde entusiasmado dio en el suelo con la contera de la vara con tal fuerza, que hizo ver las estrellas y soltar un ¡por vía de Cristo padre! al señor procurador síndico que estaba a su lado y a quien le dejó un dedo del pie despachurrado dentro de la alpargata.

El señor cardenal arzobispo, a pesar de toda su gravedad, no pudo menos de tumbarse de risa en el sillón donde estaba repantigado escuchando la arenga.

—Veamos, señor alcalde, preguntó al fin dominando la risa, qué alhaja eclesiástica es la que tienen ustedes para amenizar las corridas de novillos.

—¡Qué alhaja ha de ser, minentísirno señor, sino nuestro señor cura, que se pasa por debajo de la pata a todos los toreros de Madril!

—¿Y quién les ha dicho a Vds. eso?

—Naide, minentísimo señor, que too el lugal lo está viendo toos los días.

—¿Y dónde lo ve?

—Lo ve en la orilla del Jarama, en el matadero y en la plaza del lugal siempre que hay novillos.

—¿Pero el señor cura sale a lidiarlos?

—¿Que si sale? Já, já, ¡qué atrasaa de noticias está vuestra minencia! Esta tarde mesma se verá si hay en el mundo, con ser mundo, quien salte al trascuerno o ponga un par de banderillas con tanta sal y salero como el señor cura de Paracuellos.....

El señor cardenal arzobispo, que se había ido poniendo serio y triste conforme hablaba el alcalde, interrumpió a este diciéndole:

—Bien, bien, señor alcalde, tengan Vds. la bondad de retirarse para que yo pueda pensar si debo o no aceptar el obsequio que Vds. me ofrecen y que de todos modos agradezco mucho.

Los señores de justicia se retiraron, y el señor cardenal arzobispo llamó al señor cura, que, ocupado en sus rezos, no había presenciado aquella singular audiencia, y que, a pesar de que de nada le remordía la conciencia, sintió que volvían a temblarle las pantorrillas.

V

—Señor cura, siéntese Vd. aquí, a mi lado, dijo el señor cardenal arzobispo con una mezcla de bondad y severidad que alarmó un tanto al señor cura, a pesar de lo muy tranquila que éste tenía siempre la conciencia.

—Gracias, eminentísimo señor.

—No hay de qué darlas, señor cura. Dígame usted: ¿es verdad, como me han asegurado, que es Vd. peritísimo en el toreo?

—Es favor que me hacen sin merecerlo, eminentísimo señor, contestó el señor cura bajando los ojos y ruborizándose por efecto de su natural modestia.

—De seguro que los que me lo han dicho no le han hecho a Vd. favor alguno, sino, por el contrario, y quizá sin querer, un gran agravio. Conque vamos, señor cura, ¿qué hay de cierto en lo que me han asegurado?

—Lo que hay de cierto, eminentísimo señor, es que no paso de un simple aficionado al toreo.

—¿Y hasta dónde lleva Vd. esa afición?

—No pasa, eminentísimo señor, de bajar por las tardes a divertirme un rato orillas del Jarama capeando algún toro bravo, entretenerme el sábado en el matadero dando algunos pases a la res que se va a matar, poner algunos pares de banderillas cuando hay corrida de novillos en el pueblo, y si la hay de muerte trastearle y despacharle de un mete y saca recibiendo.

El señor cardenal arzobispo, cuyo rostro se había ido encendiendo de indignación mientras hablaba el señor cura, que lo atribuía a entusiasmo táurico de su eminencia, se levantó, exclamando con severidad:

—Basta, señor cura, que no necesito saber más para decir que Vd. es indigno de ejercer la cura de almas que le está encomendada.

—Eminentísimo señor!.. balbuceó el señor don José, temblándole, no ya las pantorrillas, sino todo el cuerpo.

—Nada me replique Vd. Toda la satisfacción que me había causado la conducta de Vd. como párroco, queda anulada y desvirtuada con su conducta de Vd. como aficionado al toreo, y desde hoy tengo a bien retirarle a Vd. las licencias para ejercer el ministerio sacerdotal.

—¡Perdón, eminentísimo señor! exclamó don José queriendo arrodillarse bañado en lágrimas a los pies del príncipe de la Iglesia; pero éste se mostró inflexible con él, y disgustado de haber tenido que reconvenir y castigar allí donde había creído tener solo que elogiar y premiar, determinó pasar inmediatamente a Ajalvir en vez de pernoctar en Paracuellos, como había pensado.

Pronto se divulgó por el pueblo la triste noticia de que el señor cardenal arzobispo había retirado al señor cura las licencias de celebrar misa y confesar, por su afición al toreo, y que su eminencia abandonaba aquella tarde a Paracuellos.

Todo el pueblo se llenó de pena, y no se oían más que lloriqueos en las casas y en las calles.

—¡Y yo, exclamaba el señor alcalde desesperado, y yo que he sido quien sin querer ha dilatao al señor cura!!...

Inútil fue que el ayuntamiento y comisiones de las clases más respetables del pueblo paracuellano se presentasen al señor cardenal arzobispo en súplica de que dejase sin efecto la retirada de licencias eclesiásticas al señor cura: el señor cardenal arzobispo continuó inflexible, contestando que por más que lo sintiese, era en él deber de conciencia el no consentir que un sacerdote degradase y ridiculizase su sagrado ministerio con aficiones y ejercicios tan contrarios y opuestos a su augusta gravedad como el ejercicio del toreo.

Su eminencia partió en efecto de Paracuellos aquella misma tarde, y el pueblo paracuellano en masa quedó firmemente dispuesto a mover cielo y tierra para vencer el rigor del señor cardenal arzobispo.

En cuanto al señor cura y su desconsolada señora madre, ni aun tuvieron valor para salir a despedir a su eminencia, tomando parte en el coro de llanto y súplicas con que salió a despedirle todo el pueblo: ambos quedaron en casa llorando y pidiendo al milagroso Santo Cristo de la Oliva (muy venerado de todos aquellos pueblos a pesar de ser de Cobeña) que ablandase el corazón del señor cardenal arzobispo.

VI

El señor cardenal arzobispo había pernoctado en Algete después de visitar los pueblos de toda aquella banda izquierda del Jarama, y se disponía a volver a Madrid para descansar algunos días y continuar la visita por su dilatada diócesis.

Inútiles habían sido todos los empeños y súplicas con que en nombre del pueblo paracuellano, le habían importunado las personas más respetables de aquella comarca para que devolviese las licencias eclesiásticas al señor cura de Paracuellos, que aparte de su pícara afición al toreo, era, según le decían todos, un sacerdote ejemplar: el señor cardenal arzobispo había continuado inflexible, contestándoles con un dixi.

El señor cura de Paracuellos y su señora madre, poniendo ya solo en Dios su esperanza, se dirigieron a Cobeña antes de salir el sol, sin más objeto que oír una misa en el altar del Santo Cristo de la Oliva, y pedir a este milagroso Señor que el señor cardenal arzobispo de. Toledo perdonase al sacerdote castigado y ya profundamente arrepentido de sus faltas.

Cuando ya habían oído la misa y orado larga y entrañablemente y se disponían a volver a Paracuellos, oyeron repicar las campanas de Cobeña: era que el señor cardenal arzobispo, de regreso de Algete, que dista de allí media legua, entraba en la villa de paso para Madrid.

Creyendo la anciana y su hijo que por permisión de Dios tropezaban allí con el primado de las Españas y debían aprovechar aquella ocasión para dirigirle personalmente sus súplicas, le salieron al encuentro junto a la fuente que está a la entrada del pueblo, y se arrodillaron a sus pies anegados en lágrimas.

El señor cardenal arzobispo les dio a besar el anillo y los levantó amorosamente no menos conmovido que ellos, pero, haciendo un penoso esfuerzo sobre su voluntad de hombre para no someter a ella su voluntad de prelado, volvió a negar al pobre señor cura la gracia que éste le pedía, y atravesando la población, sin detenerse apenas en ella, siguió a pie hacia la barca de Paracuellos.

El cura y su anciana madre le siguieron tristemente, la anciana ocultando a su hijo las lágrimas con el rebozo de su mantilla de franela, y el cura ocultando a su madre las suyas con el embozo de su capa.

El señor cardenal arzobispo y su comitiva tomaron la cuesta de Ibán-Ibáñez, que termina en las praderas del Jarama, por entre las cuales y el cerro de Paracuellos hay que caminar un buen rato para llegar a la barca donde esperaba al cardenal arzobispo el coche.

El señor cura y su señora madre estuvieron a punto de dirigirse al pueblo por los cerros en vez de bajar a las praderas; pero yo no sé qué corazonada le dio al señor cura, que dijo a su madre:

—Madre, vámonos por abajo.

En el momento en que el cardenal arzobispo y su acompañamiento ponían el pie en la pradera, un toro de una torada que pacía mucho más arriba a la orilla del río, y que no había quitado ojo del señor cardenal desde que este asomó por lo alto de la cuesta con su traje encarnado, partió como una centella praderas abajo, sin que bastaran a detenerle los esfuerzos que para ello hacían los vaqueros.

El señor cardenal y su acompañamiento, viendo que el toro se les venía encima como una furia infernal, apretaron el paso llenos de espanto; pero el toro avanzaba en un segundo más que ellos en un minuto. Viéndole ya encima, los de la comitiva, llenos de terror, treparon a los cerros; pero el señor cardenal, como era tan grueso, resbaló y rodó al suelo apenas lo intentó y no tuvo más remedio que seguir pradera abajo pidiendo, espantado, socorro, primero a los hombres y después a Dios.

Ya sentía a su espalda las pisadas y los furiosos resoplidos de la fiera, y encomendaba su alma a Dios creyendo llegado el momento de entregársela, cuando de repente le pareció que los pasos y los resoplidos del toro se desviaban algo de él, y entonces volvió la vista y lanzó un grito de esperanza y agradecimiento.

Era que el señor cura de Paracuellos, al ver al señor cardenal arzobispo en aquel terrible trance, se había lanzado a la pradera por un atajo de los que él conocía perfectamente, y saliendo al encuentro del toro en el momento en que éste casi tocaba con sus terribles astas al cardenal, le había tendido la capa, y con admirables quiebros y capeos le desviaba del blanco (o mejor dicho encarnado) de sus iras, y daba tiempo a que llegaran los vaqueros armados de fuertes picas, como en efecto llegaron e hicieron a la fiera tornar praderas arriba a reunirse con la torada.

El señor cardenal arzobispo, llorando de alegría y agradecimiento, abrió sus brazos a su salvador y le estrechó en ellos, exclamando:

—Señor cura, este peligro en que me he visto, y esta salvación que a Vd. debo, son un milagro con que Dios ha querido castigar mi escesiva severidad para con Vd., y mostrarme cuán digno es Vd. de mi indulgencia. Como hombre le daré a usted cuanto me pida, y como arzobispo de Toledo le devuelvo inmediatamente las licencias eclesiásticas que le había recogido.

—¡Gracias, eminentísimo señor! exclamó el señor cura arrodillándose anegado en lágrimas de gratitud y consuelo a los pies del arzobispo, que se apresuró a alzarle, diciéndole:

—No me dé Vd. gracias, señor cura, déme usted únicamente palabra de que no volverá nunca a degradar el manto del sacerdote tendiéndole a los pies de una fiera irracional.

—Eminentísimo señor, contestó el señor cura con toda la efusión de su alma, yo prometo a vuestra eminencia por mi fe de sacerdote y mi honra de hombre, que sacrificaré mi vida, si es necesario, al cumplimiento de esta promesa solemne que a vuestra eminencia hago.

Poco después el señor cura de Paracuellos y su señora madre subían la cuesta de la barca y otro poco después, cuando el señor cardenal arzobispo se alejaba camino de Barajas, las campanas de Paracuellos se hacían astillas a fuerza de repicar, y el pueblo paracuellano, congregado en el alto de junto a la iglesia, se volvía ronco a fuerza de dar vivas al señor cardenal arzobispo de Toledo y al señor cura de Paracuellos.

VII

Habían pasado ya muchos años. La señora madre del cura de Paracuellos, que lo era aún el Sr. D. José, dormía ya en el camposanto a donde había ido a parar amada y bendecida del buen pueblo paracuellano, después de haber pasado la vejez más dichosa que mujer había pasado en Paracuellos.

El Sr. D. José, que no era aún viejo, estaba hermosote y sano. Una tarde le dijeron que en la casilla de un melonar de la ribera del Jarama había caído gravemente enferma una pobre anciana, y se fue a verla, porque es de saber que los ocios que en otro tiempo dedicaba al toreo, los dedicaba desde lo de marras al estudio de la medicina casera, persuadido ya de que si bien es cierto que el saber no ocupa lugar, este saber ha de ser el verdaderamente útil y no el nocivo o cuando menos fútil, como el táurico, que es nocivo o fútil casi siempre, y si es útil alguna vez (como se lo fue a él una), es porque todas las reglas tienen excepción y no conviene que el hombre se rompa la cabeza adquiriendo saber cuya utilidad solo se funde en la excepción.

Volvía el Sr. D. José de visitar a la pobre enferma, a la que había dejado muy consolada con unas medicinas caseras, unos reales y unos consejos, cuando al atravesar las praderas se vio de repente acometido de un furioso toro que estaba escondido y como en acecho detrás de un zarzal.

Corrió, corrió el Sr. D. José perseguido por el toro, y cuando éste se le echaba encima, llevó la mano a aquel mismo manteo con que con la mayor facilidad había salvado al señor cardenal arzobispo de Toledo; pero como si el manteo hubiese quemado su mano, le soltó, y un minuto después el pobre Sr. D. José estaba tendido en la pradera con el manteo en los hombros y el pecho abierto de una cornada.

Esta es la historia del señor cura de Paracuellos, cuya canonización no ha solicitado ya el pueblo paracuellano temeroso de que la gente aficionada (con perdón de Vds.) A cuernos, salga luego con la pampringada de que también ha habido un torero santo.

El modo de dar limosna

I

Una tarde íbamos en la diligencia de Bilbao a Durango un señor cura, un aldeano y yo. El señor cura era lo que se llama un bendito, porque con el candor y el buen corazón suplía lo mucho que le faltaba de talento y perspicacia. El aldeano era más hablador que el mus y más agudo que lengua de envidioso. Y yo era un curioso observador que, aunque parezca que mira al plato, mira a las tajadas, es decir, que cuando parece que sólo piensa en los cuentos y anécdotas populares que escucha, piensa en la filosofía que aquellos cuentos y anécdotas encierran.

Como Vizcaya no tiene más que diez y seis o diez y siete leguas de largo y once o doce de ancho, y la población apenas se interrumpe y está toda ella cruzada de carreteras y casi todos los vizcaínos nos reunimos con frecuencia en los mercados de las villas, y en las romerías, y en las ferías, y en las juntas generales de Guernica, donde hace más de mil años nos gobernábamos libremente y sin ocurrírsenos si éramos liberales o dejábamos de serlo, todos nos conocemos, y por donde quiera que vayamos vamos entre amigos, o cuando menos entre conocidos. Así era que el señor cura, el aldeano y yo íbamos conversando como amigos, a lo que contribuía también la rarísima circunstancia de ir solos en la diligencia, que casi siempre va atestada de gente.

Siempre que la diligencia se detenía o acortaba el paso al emprender una cuesta, se subía al estribo algún mendigo a pedirnos limosna, porque si los vascongados rarísima vez mendigan ni en su tierra ni en la agena, en cambio las Provincias Vascongadas son la tierra de promisión para los de otras más infortunadas.

El aldeano y yo dábamos limosna a todos los pobres; pero el señor cura, después de llevarse la mano al bolsillo del chaleco, la retiraba como arrepentido de su buena intención, y era el único que no daba limosna.

Estrañábamos mucho esto, porque sabíamos que en su aldea no había necesitado que no le encontrara dispuesto a socorrerle, y el aldeano empezó a echarle en cara aquel proceder con indirectas del padre Nuño, que a la mano cerrada llamaba puño.

El señor cura no se daba por entendido de estas indirectas, que seguramente eran demasiado sutiles para que pudiera pescarlas su inteligencia, y entonces el ladino aldeano se quitó de rodeos y fue derecho al bulto.

—Señor cura, ¿sabe Vd. lo que le digo?

—¿Qué?

—Que de nosotros tres, Vd. es el único que falta a alguna obra de misericordia, siendo precisamente el más obligado a practicarlas.

—¿Y a qué obra de misericordia falto yo?

—A la que manda socorrer al necesitado. Supongo que cuando un pobre le pide a Vd. limosna, y después de llevarse la mano al bolsillo, se arrepiente y la retira vacía, no estará Vd. pensando en lo que D. Antonio y yo pensamos.

—¿En qué piensan Vds.?

—En que la mujer y los hijos comen como sabañones.

—Claro está que no pienso en eso.

—Pues entonces, ¿en qué piensa Vd.?

—Hombre, pienso en que si es muy santo dar limosna a los necesitados, es gran cargo de conciencia darla a los viciosos. Casi todos esos vagabundos que piden limosna son unos viciosos y holgazanes, que por serlo viven así.

—Todos no lo serán.

—No he dicho que lo sean todos, sino casi todos.

—Pues no hemos visto que haya dado Vd. limosna a ninguno.

—Cierto, y harta pena me da el pensar que para no favorecer a viciosos, tengo que dejar de socorrer a necesitados; pero ¿cómo se las ha de componer uno para evitar este inconveniente?

—¿Cómo? Yo se lo diré a Vd.: imitando, en busca del bien, lo que Herodes hizo en busca del mal.

—No le entiendo a Vd.

—Lo creo, señor cura, pero yo buscaré modo de que Vd. me entienda.

—¿Y cómo?

—Contándole a Vd. un cuento.

—Pues venga, y así mataremos el tiempo.

—Y aprenderemos, añadí yo; que los cuentos siempre enseñan algo cuando el que los cuenta no es tonto, cosa que no es de temer del señor.

El aldeano, que hacía rato preparaba la pipa, la encendió con la maestría que en pocos años han adquirido los campesinos en servirse de las cerillas fosfóricas (por aquí no se gastan fósforos de cartón ni yesca), aunque el viento sople como un demonio, y chupa que chupa nos contó lo siguiente:

II

«Hay en Abadiano un tal Chomin que ha hecho una fortuna bárbara con su devoción a una porción de santos y santas.

De recién casado no tenía más bienes que su mujer y una perra; pero le ocurrió echarse por protectores perpetuos a San Isidro, patrón de los labradores; a San Antonio Abad, abogado de los animales; a San Roque, enemigo de la peste; a San Cosme y San Damián, médicos celestiales; a Santa Lucía, protectora de la vista; a Santa Bárbara, enemiga de rayos y centellas, y otro sin fin de santos y santas, a quien obsequiaba todas las noches con su correspondiente Padre nuestro y Ave-María a cada uno, y lo cierto fue que encontró en ellos una mina, porque desde entonces empezó a prosperar, y prosperar fue que a la vuelta de pocos años se hizo con la mejor casa y hacienda de la barriada de Gaztélua.

En casa de Chomin no se ha conocido siquiera un dolor de cabeza; el trigo que generalmente da en Vizcaya diez y seis fanegas por cada una de semilla, le da a Chomin de veinte a venticuatro; el maíz, que a casi todos les da treinta por una, a Chomin le da cuarenta, jamás se le ha desgraciado a Chomin una res; aunque tiene muchas, y cuando la tempestad se forma en las alturas de Gorbea y Amboto y baja echando centellas hacia Abadiano, tiene siempre buen cuidado de dar un rodeito para no pasar por encima de la casería y las heredades de Chomin.

Chomin tenía un criado que se llamaba Peru, a quien había prometido casar con su hija Mari-Pepa, de quien Peru estaba enamorado, y en verdad que no sin motivo, porque la chica era de la mejor que se presentaba los domingos en el baile de la plaza de Abadiano.

Peru era trabajador y honrado como el primero; pero era muy corto de memoria, y por consecuencia, de entendimiento; como que se contaba de él, entre otras cosas no menos chirenes, que habiéndole dicho su amo, un día que Peru subía a San Antonio de Urquiola, que diera un beso de su parte a Aitá San Antonío, en lugar de dar el beso a San Antonio Abad, se le dio al cerdo que acompaña al santo. Pero a pesar de esto, si él estaba enamorado de Mari-Pepa, aun más lo estaba Mari-Pepa de él, porque ya se sabe lo que son las mujeres: por pobre, por feo o por malo, podrán no querer a un hombre; pero por falta de talento, no dejan nunca de quererle.

Una noche, víspera de Santiago, después de rezar toda la familia bajo la dirección de Chomin el Santo Rosario y otro Rosario de Padre nuestros y Ave-Marías por los santos y santas protectores de la casa, Chomin dijo a Peru:

—Oye, Peru, mañana empieza la feria de Basurto y pienso ir por allá a ver si compro un par de novillos para irlos criando y domando a fin de que cuando tú y Mari-Pepa os caséis, llevéis una buena pareja, porque ya es cosa de ir pensando en acomodaros.

Peru y Mari-Pepa al oír esto se pusieron rojos como las cerezas de Moñaria y se miraron chispeándoles de alegría los ojos, como diciéndose mutuamente:—¡Ay, qué ganillas tengo de pescarte!

Chomin continuó:

—Me estaré por allá lo menos un par de días, porque mientras no encuentre un par de novillos que prometan ser la gala del Duranguesado, no vuelvo. Es menester, Peru, que entretanto hagas tú mis veces todas las noches dirigiendo el Rosario y cuidando muchísimo de rezar su correspondiente Padre nuestro y Ave-María a cada uno de los santos y santas que nos protegen.

—Pierda Vd. cuidado, contestó Peru, que maldita la falta hará Vd. a ninguno de esos santos.

—Así lo espero, Peru; pero te repito que tengas muchísimo cuidado de que ningún santo ni santa se te escape sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María, porque ya ves, Peru, lo mucho que les debemos. Mi mujer y yo no teníamos más que un trapo delante y otro detrás cuando nos los echamos de protectores, y hoy.....¡Flojo pucherete de onzas de oro, más relucientes que el sol, saldrá de entre la basura de la cuadra el día que Mari-Pepa y tú os caséis! Figúrate tú que se te escapa, por ejemplo, Santa Bárbara sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María y estalla una tempestad.....¡Jesús, solo de pensarlo, como dijo el otro, las tiemblas me piernan! Vamos a ver, Peru, si te sabes de cabeza todos los santos y santas a quienes has de rezar todas las noches su correspondiente Padre nuestro y Ave-María.

Peru recitó el nombre de todos los santos y santas protectores de la familia bastante a satisfacción de Chomin, y éste acabó de encarecerle la fidelidad en el cumplimiento de su encargo, amenazándole con que no sería yerno suyo si dejaba escapar algún santo o santa sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María, lo cual había de conocer él desgraciadamente en el contratiempo, que no dejaría de sobrevenir por tal descuido a la familia, a la casa, a las heredades o al ganado.

La mañana siguiente, así que oyó misa primera en San Torcuato de Abadiano, tomó Chomin el camino de la feria, seguro ya de que Peru no había de dejar escapar a ningún santo ni santa sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María.

Tan a pecho tomó Peru el encargo y sobre todo la amenaza, que se pasó toda la noche y la mañana siguiente cavila que cavila a fin de encontrar medio seguro de que no se le escapase ningún santo ni santa sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María; pero no daba con aquel medio por más que se calentaba los cascos. Y el asunto era para cavilar, porque, lo que Peru decía: «Yo me sé como un papagayo los nombres de todos esos santos y santas; pero como son veinticinco y la madre, ¿cómo evito yo que se me escape alguno sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María y se lleve la trampa mi casamiento con Mari-Pepa? ¡Cuidado que sería gaita que tal cosa sucediese, porque lo que es compañera como Mari-Pepa, no la encuentro yo a tres tirones, y luego Chomin no nos echa de casa sin un buen arreo, una buena pareja de bueyes y quinientos ducados de dote!

A la caída de la tarde, todo Dios bailaba al son del tamboril o del albogue en la plaza de Abadiano, menos Peru y Mari-Pepa. Peru estaba sentado, cavila que cavila, en aquellos derrumbaderos, antes enmarañados de zarzas y árgomas, que dan sobre la plaza y que Miota ha convertido en hermosos y fértiles viñedos donde Vd., D. Antonio, suele ser pájaro que picotea las uvas más doradas.

Y Mari-Pepa estaba en la plaza sentada junto a la fuente sin querer bailar con nadie y llena de tristeza por las cavilaciones de Peru, de quien estaba enamorada como una tonta.

De repente lanzó Peru un grito de alegría, y, bajando a escape a la plaza, sacó a Mari-Pepa al corro y bailó con ella el árin-árin más loco que se ha bailado, desde Zornoza a Elorrio y desde Ochandiano a Mallabia, donde se bailan de padre y muy señor mío.

Era que ya había dado con un medio infalible de que no se le escapase santo ni santa de la corte celestial sin su correspondiente Padre nuestro y Ave-María.»

—¿Y qué medio era ese? preguntamos llenos de curiosidad el señor cura y yo.

—Uno muy sencillo, contestó el narrador. Así que Peru rezó el Rosario acompañado de la familia, pasó a rezar el correspondiente Padre nuestro y Ave-María a cada santo y santa de los que Chomin se había echado por abogados, y en seguida, por si acaso se le había escapado alguno, rezó.....¿a quién se figuran Vds. que rezó?

—¡Vaya Vd. a saber a quién!

—Pues rezó a todos los santos y santas de la corte celestial y siete leguas a la redonda, por si acaso había salido alguno de paseo.

El señor cura soltó una carcajada al oír esto, no tanto porque le hiciese gracia el cuento como de alegría y satisfacción Porque había comprendido la lección del aldeano, reducida a esto: el medio infalible de no privar de limosna a ningún mendigo verdaderamente necesitado, consiste sencillamente en dársela a todos los que la piden.

Esta moraleja es buena, pero todavía pudiera ser mejor dándole mayor amplitud, porque en el cuento hay tela para eso y mucho más. Vaya de ejemplo. el medio infalible de ser uno cortés, caritativo, generoso y justo con todos los que lo merecen, consiste sencillamente en serlo con todos.

Dos o tres pobres nos pidieron limosna al apearnos de la diligencia en Durango, y el primero que se la dio fue el señor cura. Como viésemos que éste permanecía al pie de la diligencia con los dedos índice y pulgar de la mano derecha en el bolsillo del chaleco, le preguntamos:

—Señor cura, ¿a quién espera Vd.?

—Espero, nos contestó sonriendo plácidamente, a todos los pobres de Durango y siete leguas a la redonda por si acaso ha salido alguno de paseo.

La paliza

I

¿Recuerdas, querido Eduardo, cuánto nos moian pidiéndonos que les contásemos cuentos tu hija y la mía el invierno pasado cuando se reunían en tu casa a jugar y diablear? Yo no he podido menos de recordarlo al recibir una carta tuya en que, con el imperio que te da nuestro cariño, me mandas que te cuente un cuento. ¡Hola! ¿Conque gustas de cuentos, como tu María y mi Ascensión? No lo estraño, porque, a pesar de tu grave y viril inteligencia, tienes el corazón de un niño.

Allá te va un cuento, y no me atrevo a decir el cuento que me pides, porque supongo que el que me pides es bueno y el que te envío es malo.

Hay en las Encartaciones de Vizcaya un hermoso valle que tú y yo queremos y debemos querer porque hay en él quien todos los días sea acuerda de nosotros. ¿Te acuerdas de aquella iglesia que se alza al estremo septentrional del valle en un bosque de castaños, robles y nogales? ¿Te acuerdas de aquella casería que blanquea en un bosquecillo de frutales en una colina que domina a la iglesia? ¿Te acuerdas, en fin, de aquella angosta y profunda garganta por donde, a la sombra de los robledales y los castañares, desaparece, dirigiéndose al mar cercano, el río que fertiliza las verdes heredades del valle? Pues si te acuerdas de todo esto, tenlo presente mientras lees esta narración, que en el pórtico de aquella iglesia, en aquella colina y en aquella garganta pasó lo que te voy a contar, según las buenas gentes del valle aseguran.

II

En un libro que anda por esos mundos con el nombre, no muy original, pero sí un tanto apropiado, de Cuentos de varios colores, he dado noticias circunstanciadas de un pobre molinero que con el sobrenombre de Seneca adquirió cierta celebridad en las Encartaciones a fines del siglo pasado. Seneca no era ciertamente ningún Séneca, ni sus contemporáneos le tenían por tal, como lo prueba el cuidado que tuvieron de plantarle el acento en la segunda sílaba de su apodo y no en la primera; pero tenía alguna afinidad intelectual con el filósofo cordobés, como lo hace sospechar la afinidad eufónica que hay entre Seneca y Senéca.

Seneca vivía en un molino cuyas ruinas se ven aún en la garganta por donde corre al mar el río que fertiliza el valle donde hay quien todos los días se acuerda de nosotros.

En la colina de la casa blanca a cuyo pie, como sabes, empieza la garganta donde estaba el molino de Seneca, vivía un pobre hombre a quien llamaban Angelote, no tanto porque le habían puesto el nombre de Ángel en la pila bautismal, como porque era estremadamente candoroso y bonachón.

Todos los días festivos, así que oían el primer toque de misa, salían, Angelote de su casería y Seneca de su molino, con la chaqueta al hombro, la pipa en la boca y el palo de acebo en la mano, y tomaban, el primero colina abajo y el segundo río arriba, el camino de la iglesia. Reuníanse en el castañar que estaba al pie de la colina, y allí entablaban diálogos del tenor siguiente:

—Hola, Seneca.

—Hola, Angelote.

—Tú tendrás buen tabaco, ¿eh?

—Fuerte como Brasil.

—Pues dame una pipada, que el mío parece paja.

—Allá van aunque sean dos.

Y Seneca alargaba a Angelote o Angelote a Seneca una bolsa de piel de perro arrollada y rodeada con una correa a cuyo estremo había un punzoncillo de hueso, y preparadas y encendidas las pipas, continuaban castañar arriba tirando tan fuertes chupadas, que el humo de las pipas salía por entre el ramaje como si en el castañar hubiese alguna oya, o, lo que es lo mismo, algún montón de leña carbonizándose.

III

Una mañana, según costumbre, se reunieron Seneca y Angelote en el castañar poco después de sonar el primer toque de misa. La mañana, aunque de invierno, era hermosa, pues el cielo estaba rámpio, como allí dicen, el sol brillaba en todo su esplendor, y la temperatura era suave, cosa muy comun en Vizcaya y particularmente en la costa, donde apenas se conoce el frío ni el calor. Sin embargo, Angelote traía la cara desabrida y triste y la pipa no humeaba en su boca.

Estrañó Seneca esta última circunstancia, y apenas se saludaron le alargó su bolsa del tabaco para que echase una pipada.

—Soliman de lo fino es lo que yo fumaría para reventar, dijo Angelote rechazando la bolsa.

—¿Pues qué es lo que te pasa? le preguntó Seneca.

—Que este año, como el pasado, tendré que hacer la layada solo, a pesar de que tengo una mujer y unos hijos más fuertes que el Fuerte de Ocharan.

—Pues óyeme atento, que te tiene cuenta el oírme, dijo Seneca. Compré yo una burra en la feria de la Arceniaga.....

—Déjame de burras, que bastante burro soy yo, según las cargas que soporto, le interrumpió Angelote, mal humorado, creyendo que en lugar de darle algún consejo que le consolase e iluminase, variaba de conversación; pero Seneca continuó como si no se le hubiese interrumpido:

—El animal era hermoso, y enamorado yo de él, le compré el aparejo más rumboso que encontré en la feria, le puse a doble pienso para que engordara y juré no darle un palo para que no se le estropeara el pelaje. La burra estaba que era cosa de bendecir a Dios al verla; pero no tardé en conocer que ni mis veceras ni yo habíamos ganado con la compra de tan hermoso animal, porque todo lo que tenía la burra de gorda y lucida, tenía de floja; tanto que en echándole encima un zurrón de fanega, se le blandeaban las piernas, y en dos o tres días no había que contar para nada con ella.—¡Malo va esto! dije yo un día en que me vi obligado a reemplazar a la burra cargando con los zurrones que esperaban con impaciencia las veceras; malo va esto si no le pongo remedio, y ello necesito ponérsele, que si no se dirá con razón que soy más burro que la burra. Cavilé un poco aquella noche, y el resultado de mis cavilaciones fue que debía acortar la ración a la burra y ayudarla a subir las cuestas con una buena vara de avellano.

—¡Sí, bastante adelantarías con eso!

—¿Que no adelanté? La burra, que cuando estaba como una pelota no podía con una fanega de cevera, hoy, que está como una pescada, puede con dos. Conque aplica el cuento, Angelote.

—No hay aplicación que valga. ¡Qué tienen que ver los burros con las personas!

—No hay persona que no tenga algo de burro.

—¿En el cuerpo o en el entendimiento?

—En el entendimiento o en el cuerpo.

—Maldito si te entiendo.

—Prueba de que no es en el cuerpo donde tú lo tienes.

En esta conversación llegaron Seneca y Angelote al pórtico de la iglesia, donde ya estaban reunidos muchos de sus convecinos. Poco despues sonó el último toque y entraron todos a misa.

Mientras ésta se celebraba, una pasiega, tendera ambulante, llegó al pórtico y estendió sobre un poyo sus mercancías, que consistían en pañuelos, percales, cintas y juguetes de niños.

Al salir las gentes de misa, muchas mujeres y algunos hombres, entre ellos Angelote, rodearon a la pasiega, unos solo para ver y otros para comprar.

—Vamos, ¿no me compra un pañuelo de estos para la mujer, que como es tan guapetona estará con él que se le caerá a Vd. la baba? preguntó a Angelote la pasiega estendiendo delante de él un pañuelo de muchos ringorrangos y colorines.

No necesitaba Angelote que su mujer se pusiera aquel pañuelo para que se le cayese la baba, que ya se le caía solo con haber dicho la pasiega delante de tanta gente que su mujer era guapetona.

Que si me le das en tanto, que si te le doy en cuanto, Angelote compró al fin para su mujer el pañuelo que la pasiega le ofrecía; y no contento con esto, compró también sendas pelotas para sus hijos.

—¿Qué te parece este pañuelo que he comprado para mi mujer? preguntó a Seneca.

—Me parece, le contestó éste, el aparejo que yo compré en la feria para mi burra.

IV

El pobre Angelote era verdaderamente pobre, porque mientras él echaba el cuajo trabajando solo en las heredades que rodeaban la casa blanca, sus hijos, que ya eran bastante talluditos para manejar un par de layas entre su padre y su madre, bajaban a jugar a la pelota y los bolos en torno de la iglesia, y su mujer, tan fresca como una lechuga, andaba de mercado en mercado y de romería en romería.

Seneca, que era el mismo demonio para observar y satirizar, observó cuatro domingos seguidos al ir a misa que a Angelote se le reían los calzones por la parte más seria, y observando el quinto domingo que a pesar de ser negros habían sido cosidos con hilo blanco, teniendo además puntada de mortaja de suegra, se puso a cantar con una sonrisa que frió la sangre a Angelote:


Tengo que tengo
la camisa cosida
con hilo negro.
 

Angelote, que si en sus accesos de melancolía renegaba de su mujer, la quería lo bastante para sacar la cara por ella en los demás casos, preguntó, a Seneca algo incomodado:

—¿Y a qué santo viene ahora ese cantar?

—¿Y a qué viene el hilo blanco en la tela negra? le preguntó a su vez Seneca.

—Yo te diré.....

—No, quien puede decírmelo es tu mujer.

—Pues estás equivocado, que he sido yo y no mi mujer quien ha cosido esto.

Seneca no tuvo valor para seguir chungándose con un hombre tan desgraciado que teniendo mujer necesitaba coserse por sí mismo los calzones, y en el fondo de su corazón formó en aquel instante el propósito de hacer cuanto estuviera a su alcance para corregir el desgobierno de que era víctima su amigo y convecino.

Pocos días después subía Seneca la cuesta de la casa blanca arreando varazos a su burra cargada de zurrones, entre ellos el de casa de Angelote.

Angelote estaba trabajando como un negro en una heredad rodeada de manzanos, mientras su mujer se peinaba con mil primores sentadita al sol a la puerta de la casa y los muchachos jugaban a los bolos bajo los nogales del campo inmediato.

—Deja ahí el zurrón, que aquél le subirá cuando venga a comer, dijo la del peinado sin moverse de su asiento.

Seneca dejó, en efecto, el zurrón a la puerta y se entró a la heredad donde trabajaba Angelote para echar una pipada y un párrafo en compañía de su amigo.

En la hondera de la heredad había cuatro o seis manzanos cuya estraordinaria lozanía llamó la atención de Seneca.

—¿Sabes, dijo este a Angelote, que esos manzanos son soberbios?

—Pues a pesar de eso, milagro será que no me caliente con ellos las piernas el invierno que viene.

¡Qué disparate, hombre!

—No hay disparate que valga.

—¿Cómo que no, si esos manzanos son verdaderas alhajas?

—Alhajas de similor. Ahí donde los ves tan lozanos y corpulentos, no llevan una manzana, al paso que esos otros de la cabecera, a pesar de ser tan ruines, no hay año que no se les rompan las quimas con el peso de la fruta.

Seneca varió de conversación, y mientras echaba la pipada en compañía de su amigo, observó con profunda pena que los calzones de éste soltaban la carcajada por todas partes.

—Oye, Angelote, preguntó al labrador, ¿tienes un par de pértigas buenas?

—¡Vaya si las tengo!

—Pues ve por ellas.

¿Para qué?

—Tráelas, hombre, que luego lo sabrás.

Angelote se fue y volvió un instante después cargado con dos grandes pértigas de char o apalear castañas y nueces. Su mujer y sus hijos venían tras él atraídos por la curiosidad, mientras el cerdo, aprovechando la soledad en que había quedado el zurrón, abría brecha en él con el hocico y se daba un buen atracón de harina.

—Vamos, aquí tienes las pértigas.

—Cojamos cada uno una y demos una buena paliza a estos manzanos.

—¿Para qué?

Para que no sean holgazanes.

¡Já, já! ¡Qué cosas tiene este Seneca! exclamaron en coro Angelote, su mujer y sus hijos.

Seneca cogió una pértiga y empezó a apalear los manzanos, y Angelote le imitó por seguir la broma y porque comprendió que el socarrón del molinero se proponía echar en cara indirectamente a su mujer y sus hijos cuán merecedores eran, por su holgazanería, de una buena paliza.

Palo va, palo viene, las ramas de los manzanos caían tronchadas, y en breve rato aquellos árboles, tan lozanos y bravíos un momento antes, quedaron medio desmochados, cosa que no lastimaba mucho a Angelote, pues estaba resuelto a cortarlos por el pie en vista de que no producían más que hojarasca.

—Desengáñate, que las palizas solo aprovechan a los burros.

—(¡No te vendría a ti mal una buena!) murmuró Seneca por lo bajo, y se alejó de la casa blanca.

V

Sabido es que la escesiva lozanía de las plantas aminora la cantidad y la buena calidad del fruto. En esta creencia se funda la costumbre que hay en la costa cantábrica de cargar de piedras los naranjos y los limoneros cuando son escesivamente lozanos. Como yo viese a un labrador de Bermeo usar de este procedimiento con los naranjos de su huerta y le dijese que dudaba de su eficacia, me contestó:—Si Dios le da a usted hijos y no muda de opinión, me temo que sus hijos no le van a dar a Vd. fruto alguno o se le van a dar muy insípido o muy amargo. Me ha dado Dios hijos y he mudado de opinión; pero como no hay pértigas en mi casa, dejo a la voluntad de Dios la calidad del fruto que den mis hijos.

Cuando Seneca y Angelote apalearon los manzanos de la casa blanca, se acercaba la primavera.

Algunas semanas después tuvo Angelote que hacer un viaje de ocho días y le emprendió encargando a su mujer y sus hijos que layasen para cuando él volviese un pedacillo de tierra inmediato a la casa y único terreno que él dejaba sin layar.

Cuando volvió de su viaje era de noche y en casa todo lo encontró como quien dice patas arriba. ¡Ni lumbre siquiera había en el hogar para hacer la cena!

Acostóse el pobre Angelote desesperado, y así que amaneció se asomó a la ventana a ver qué tal habían hecho su mujer y sus hijos la layada que él les encargó. Su desesperación no tuvo límites cuando vio que el pedazo de tierra estaba aún sin layar; pero al dirigir la vista a la hondera de la pieza dio un grito de alegría y esperanza: ¡los manzanos apaleados, que nunca habían echado una flor, estaban cubiertos de ellas!

Aquella misma mañana cogió Angelote una vara de avellano y arreó a su mujer y sus hijos una buena paliza en vista de que se negaban como siempre a trabajar.

Y desde aquel día Angelote no volvió a trabajar solo en las heredades ni volvió a ir a misa con los calzones negros cosidos con hilo blanco.

Las orejas del burro

I

Este era un señor cura que estaba de servidor en un curato patrimonial, que, como es sabido, son aquéllos cuya propiedad corresponde a curas naturales de la feligresía, del municipio y aun de la provincia. Lo que voy a contar de él no le honra maldita la cosa, pero así como respeto y enaltezco siempre a los curas como Dios manda, así cuando por casualidad tropiezo con alguno que no honra a su respetable clase, pronuncio un «salvo la corona,» con lo cual mi conciencia queda tranquila pues, hecha esta salvedad, ya no se trata del sacerdote, sino del hombre, y le doy, así por lo suave, una zurribanda que sirva de saludable escarmiento.

El Sr. D. Toribio, que así se llamaba mi señor cura, debía tener algún pero muy gordo, pues cuando se colocó de servidor en Zarzalejo, lugarcillo de veinticuatro vecinos, todos pobres y rústicos labradores, hacía mucho tiempo que estaba desacomodado, porque en ningún pueblo le querían.

Asistía a las conferencias que el clero de aquellos contornos celebraba en Cabezuela, que era un pueblo inmediato, y siempre le encargaba el presidente de las mismas que estudiase yo no sé qué; pero el Sr. D. Toribio, en lugar de pasar los ratos desocupados estudiando, los pasaba andando de aquí para allí montado en el Moro, que era un burro muy mono al que había criado en casa desde chiquitín, enseñándole una porción de burradas que enamoraban y hacían desternillar de risa al Sr. D. Toribio.

La iglesia de Zarzalejo parecía una tacita de plata, y todo estaba en ella a pedir de boca; pero esto no se debía al señor cura, que se debía a Pedro, o por mal nombre Pericañas, el hijo del tío Robustiano, que hacía de sacristán y monaguillo, y era, mejorando lo presente, lo más listo que uno se echa a la cara. En Castilla he oído un refrán de sonsonete que dice: «Si quieres ver a tu hijo pillo, ponle a monaguillo,» y en verdad que este refrán es un Evangelio chiquirritito, como algunos, muy pocos, de los refranes: casi todos los monaguillos son pillos en el buen sentido de la palabra, que es el de listos y despavilados, porque no parece sino que al aprender a despavilar las velas, aprenden a despavilarse a sí mismos.

II

Un día tuvo Pericañas con su padre una conversación muy interesante.

Padre, dijo Pericañas, yo voy siendo ya grande para monaguillo. El otro día, cuando pasó por aquí el señor obispo y yo fui con el Moro del señor cura a llevarle la maleta hasta Cabezuela, trabamos conversación su ilustrísima y yo mientras su ilustrísima caminaba montado en su mula y yo caminaba a pie arreando al Moro. —¿Qué tal está la iglesia de Zarzalejo? me preguntó el señor obispo. —Muy bien, le contesté, y ya siento que vuestra ilustrísima no la haya visto. —No me ha sido posible detenerme en Zarzalejo, pero el año que viene, si Dios quiere, vendré a la visita pastoral y veré despacio la iglesia. —Pues de seguro le gustará a vuestra ilustrísima, porque, aunque me esté mal el decirlo, la tengo que se puede ver la cara en ella: de cada zurriagazo que les doy todos los días a los santos para limpiarles el polvo, tiembla la iglesia. —Pues qué, ¿eres tú el sacristán? —Sacristán y monaguillo, para servir a vuestra ilustrísima.—Hombre, hombre, sacristán está bien, pero para monaguillo ya vas siendo grande.—¿Y eso qué le hace, señor?—¿Pues no le ha de hacer, hombre? Los monaguillos deben ser niños que por su inocencia y rostro infantil recuerden a los ángeles, y no hay cosa más impropia para hacer su oficio que un zamarro con más barbas que un chivo. —Así se esplicó el señor obispo. Conque ya ve Vd., padre, que si su ilustrísima me encontraba ya grande para monaguillo hace pocos días, más me encontrará dentro de un año.

—Tienes razón, hombre, y la tiene el señor obispo, contestó el tío Robustiano.

—¿Y qué le parece a Vd. que haga?

—Decirle al señor cura que demites tu empleo y venirte a destripar terrones conmigo.

—Padre... a mí me gusta mucho la iglesia.

—A todos nos gusta, hijo, porque en ella nos da Dios a los pobres y afligidos la esperanza y el consuelo que nos niegan los hombres.

—Sí, pero no es eso lo que quiero decir.

—¿Pues si no, qué demonios es?

—Que yo quiero ser cura.

—Muchacho, ¿tú te quieres chungar conmigo? Mira que tengo muy malas pulgas.

—Pero, padre, mi deseo nada tiene de malo.

—Pero tiene mucho de imposible. Muy santo y muy bueno sería para todos el que te ordenases de cura, porque, como dijo el otro, en cada familia debe haber un machito negro que la ayude a llevar las cargas; pero ¿de dónde demonios vas a sacar para seguir la carrera?

—Si Vd. hiciera algún sacrificio para ayudarme, yo me aplicaría, y a la vuelta de unos cuantos años ya nadie en Zarzalejo le llamaría a usted el tío Robustiano.

—¿Pues cómo demonios me habían de llamar?

—El padre del señor cura.

—Vamos, vamos, este demonio de chico es capaz de engatusar... Pero, muchacho, ¿quién te asegura a ti que has de pillar el curato de zarzalejo?

—En eso, padre, no puede haber dificultad ninguna, porque el curato de Zarzalejo es patrimonial y no hay miedo de que me le disputen.

—Pues bien, hombre, no hablemos más del asunto. Venderé aunque sea la camisa que tengo puesta a ver si con doscientos mil demonios te haces cura; pero ¡ay de ti si veo que no te aplicas! porque entonces te deslomo a palos, que ya sabes que tengo malas pulgas. Mañana mismo vamos a ver al dómine de Cabezuela, y te quedas allí estudiando la latinidad, que es lo primero y principal que hay que aprender para cantar misa.

Pericañas dio un salto de alegría al oír esto, y corrió a presentar al señor cura la dimisión de su destino.

III

El señor cura de Zarzalejo andaba muy caviloso y triste desde que Pericañas estudiaba para cura: hasta su favorita diversión, que era la de cabalgar en el Moro y hacer fiestas y enseñar borricadas al animal, le cansaba y aburría.

Y no dejaba de ser fundada la tristeza del pobre señor cura, porque, lo que él decía:

—Ese Pericañas, que es listo como un demontre, se hace cura en un periquete, y valido de la pícara patrimonialidad, me birla el curato y vuelvo a pasar la pena negra antes de encontrar nueva colocación. Hacer oposición a un beneficio es imposible para mí, porque ni jota sé del latín que me prendí con alfileres para ordenarme, y eso de estudiar, francamente, no me gusta. Será una fatalidad, será una picardía, será todo lo que se quiera este horror que tengo a los libros, pero ¿qué le he de hacer yo? Cada uno tiene su opinión y su ingenio. Mire Vd. también al trasto de Pericañas, que se le ha antojado ser cura, como si para serlo no hubiera más que tumbarse a la bartola y pasar la vida hecho un borrico. No, pues si yo pongo pies en pared para que no se salga con la suya, no se saldrá. Y sí que los pondré, caramba, quo ya estoy harto de ser tonto, porque en esta pícara España, el que no es intrigante y tuno se fastidia.

Todos los días; tenía el señor cura este soliloquio, y se devanaba los sesos buscando el medio de hacer a Pericañas una jugarreta que le obligase a abandonar la carrera eclesiástica.

Un día que andaba en estas cavilaciones se le presentó el tío Robustiano y le dijo que tenía que hablar con él a solas cuatro palabras.

—Ya sabe Vd., señor cura, le dijo el tío Robustiano, que a Pericañas le tengo en Cabezuela ya va para medio año aprendiendo la latinidad con el aquél de que se haga cura, porque parece que le tira mucho la iglesia.

Sí, ya lo sé, y me temo mucho que ese chico pierda el tiempo, porque para ordenarse hay que saber mucho.

—En eso último estoy yo también, señor cura. Pues voy al decir que el muchacho tendrá estos días los desámenes y en seguida se vendrá a pasar las vacaciones en casa. Yo quisiera que así que venga le desaminase Vd. disimuladamente y luego me dijera en confianza qué tal viene de adelantado, porque si no ha adelantado le doy una paliza de cien mil demonios y le pongo a destripar terrones conmigo, que me estoy gastando un sentido con él y ¡a qué es moler si el muchacho no es aplicado o de su natural es burro!

—Hombre tiene Vd. mucha razón y piensa como buen padre. Pierda Vd. cuidado, que en cuanto venga el chico yo le examinaré, así como quien no quiere la cosa, y le diré a Vd. con franqueza lo que me haya parecido.

Tras esta conversación, —el tío Robustiano se despidió del señor cura, seguro de que un señor tan sabio le había de desengañar en lo tocante a los adelantos del chico.

IV

Apenas llegó Pericañas a Zarzalejo, fue a visitar al señor cura, y como viese al Moro paciendo en un pradito que estaba antes de llegar a la casa, corrió a él para hacerle una fiesta. Por lo visto no estaba para fiestas el Moro con motivo del despego que le mostraba en amo hacía algún tiempo, pues acercarse a él Pericañas y plantar a éste una coz que a poco más le deja en el sitio, todo fue uno. Pericañas, que no esperaba tal correspondencia de un animal a quien había hecho muchos favores, siguió su camino murmurando:

—Bien merecido tengo este pago, por no considerar que de los burros sólo se deben esperar coces.

El señor cura recibió a Pericañas, al parecer, con mucho afecto.

—Hombre, le dijo, yo creía que me ibas a saludar en latín.

—Mal o bien, señor cura, le contestó modestamente el muchacho, hubiera podido hacerlo, porque me he aplicado cuanto he podido, pero creía que tal alarde hubiera parecido arrogancia.

—No hay arrogancia que valga, hombre. A ver, a ver cómo me esplicas en latín en qué has empleado el tiempo.

El muchacho tomó la palabra en latín, y dejó patitieso al señor cura la soltura con que se esplicó, y digo la soltura, y no la perfección, porque el Sr. D. Toribio sólo conoció que hablaba con soltura.

—¿Y es ese el latín que has aprendido en medio año? le preguntó el señor cura haciendo un gesto de desaprobación.

—Sí, señor.

—Pues, hijo, es lástima que los panaderos hayan pasado malas noches por ti.

El muchacho, que con razón creía haber aprovechado el tiempo y así lo había oído de boca de su preceptor, se quedó cortado con la salida del señor cura y se volvió a casa poco menos que llorando.

El tío Robustiano se fue aquella tarde por casa del señor cura deseoso de saber a qué altura de latín venía Pericañas.

—Tío Robustiano, le dijo el señor cura apenas le vio, tengo que darle a Vd. una mala noticia. El muchacho viene más burro que fue, porque no sabe jota de latín y hasta ha olvidado lo poquillo que con el roce había ido aprendiendo a mi lado.

—Me ha partido Vd. de medio a medio con esa noticia, señor cura, exclamó el pobre hombre llevándose la mano a la frente para enjugar el sudor frío que le comenzaba a chorrear.

—Lo siento mucho; pero debo desengañarle a Vd., porque no tiene gracia que se esté Vd. sacrificando inútilmente por el muchacho.

—¡Por vida de dios Baco balillo, que en cuanto llegue a casa no le dejo hueso sano a ese tunante!.....

—¡Hombre, no haga Vd. barbaridades!

—Es que no sabe Vd., señor cura, las endemoniadas pulgas que tengo!

—Déjese Vd. de pulgas y siga mi consejo.

—¡Por vida de doscientas mil recuas de demonios! Perdone Vd., señor cura, la falta de respeto, que no sé lo que me digo. ¿Qué quiere usted que un hombre haga?.....

—Lo que ha de hacer Vd. es no tocar al pelo de la ropa al muchacho, y en vez de dedicarle a una carrera para la que no sirve, dedicarle a la labranza, en que puede ser un hombre tan útil y honrado como Vd.

—Haré por seguir los consejos de Vd., señor cura, pero.....

—No hay pero que valga, tío Robustiano. Es que creen Vds. que de bóbilis-bóbilis se hace uno cura. Están Vds. muy equivocados, que para ser cura se necesita saber mucho. Aquí me tiene usted a mí que, aunque me esté mal el decirlo, no soy de los más negados; pero, admírese Vd., aún hay curas que saben más que yo.

—¡Parece imposible, señor!

—Pues no hay imposible que valga. Ea, conque quedamos en que al pobre chico no le pegará usted, y en lugar de hacer de él un mal cura, haga un buen labrador.

—Francamente, señor cura, no respondo de mí, porque le digo a Vd. que tengo unas pulgas endemoniadas.....

—¡Vuelta con las pulgas! ¡Hombre, no sea usted tan cerril! En este mundo somos lo que Dios nos ha hecho, y no lo que nosotros queremos ser. A unos nos ha dado Dios mucho talento, y a otros.....

—Bien, señor cura, no hablemos más de eso. Haré lo que Vd. quiere, porque no se diga que un pobre borrico como yo pretende saber más que un señor tan sabio como Vd. Muchas gracias por todo y disimular.....

—No hay de qué, tío Robustiano.

El pobre tío Robustiano se fue de casa del señor cura áun más apesadumbrado que poco antes se había ido el pobre Pericañas. Su esperanza de tener en la familia un machito negro que la ayudase a llevarlas cargas, ¡había volado!

V

Para el tío Robustiano, que era hombre de bien a carta cabal y ya había consentido en que todo Zarzalejo le llamaría el padre del señor cura, fue una puñalada la pérdida de aquella esperanza. Tener un hijo cura era para él la mayor de las honras. Yo conocí en una ciudad de Castilla una pobre mujer que sólo tenía un defecto, y era un orgullo tan desmedido, que no la permitía tratarse de igual a igual con las vecinas. Este orgullo se fundaba en que su marido era sepulturero, y por consiguiente, como ella decía reventando de vanidad, la familia era de iglesia. Y yo conozco en una aldea de Vizcaya a una buena y amada compañera de mi infancia que, oyendo mis reconvenciones porque no se resignaba con la voluntad de Dios que le había llevado un hijo próximo a ordenarse de misa, me contestó: —«¡Ay! era muy dulce para mí la esperanza de que manos engendradas en mis entrañas alzasen todos los días la hostia consagrada y bendijesen al pueblo donde he nacido, he vivido y he de morir!»

El tío Robustiano había prometido no pegar al muchacho; pero cuando éste, tratando de defenderse de la acusación de que no sabía jota de latín, sostuvo que sabía cuando menos tanto como el señor cura, y se atrevió a poner en duda la veracidad y buena fe en cuya virtud le condenaba su padre a abandonar la carrera eclesiástica y a dedicarse a destripar terrones, el tío Robustiano perdió los estribos indignado de que un mocoso como su hijo se atreviese a dudar de la sabiduría y veracidad del señor cura, y faltó poco para que moliera a palos al pobre Pericañas.

Pasaron meses y meses, y Pericañas destripaba terrones al lado de su padre con la mayor resignación y obediencia; pero dedicaba sus ratos de ocio y aún no pocas vigilias al estudio del latín, valiéndose para esto de los libros que había traido de Cabezuela.

Un día recibió el señor cura una carta del señor obispo en que este le anunciaba que iba a emprender la visita pastoral y le indicaba el día en que llegaría a Zarzalejo. Su ilustrísima deseaba pernoctar en casa del señor cura, y añadía a este: «No se moleste Vd. en hacer preparativos estraordinarios de ningun género para recibirme. En cuanto a la mesa, solo tengo que decirle a usted que orexis more parve.»

Su ilustrísima tenía una letra endemoniada. La parte en castellano de esta carta ya la fue deletreando el señor cura, pero al llegar al latín se atascó completamente, por más vueltas y revueltas que dio.

—Pero ¿qué demonios querrá decir aquí su ilustrísima? exclamaba el señor cura sudando la gota tan gorda por interpretar el sentido de aquellas palabras, que aun yo hubiera traducido por «soy habitualmente parco.» Y precisamente, continuaba, en este maldito latinajo está el busilis de toda la carta, porque aquí es donde esplica el señor obispo la clase de comida que le he de preparar. Orexis more parve... Mil demonios me lleven si entiendo esto. Orexis more... Aquí parece que habla de las orejas del Moro... Pero ¡cá! eso no puede ser. ¿Y a quién voy yo, en un pueblo como éste, donde nadie sabe latín mas que yo, a preguntarle lo que significa este pícaro latinajo? Pericañas de seguro lo sabe; pero ¿cómo doy yo mi brazo a torcer preguntándoselo? Y sin embargo, no tengo más remedio que acudir a él. Eso sí, lo haré con tal diplomacia, que no me ha de descubrir la oreja.

Así diciendo, el señor cura se echó la carta de su ilustrísima en el bolsillo, y haciendo que daba un paseo, se fue por la heredad donde trabajaban Pericañas y su padre.

—¿Qué tenemos por esos mundos de Dios, señor cura? dijo el tío Robustiano.

—Hombre, por esos mundos de Dios no sé lo que pasa, pero en Zarzalejo tenemos una gran novedad.

—¡Calla! ¿Y se puede saber cuál es?

—¡Una friolera! Que el día 24 tendremos aquí al señor obispo.

—¡Hola, hola! ¡Esa noticia es gorda! ¿Pero se sabe ya de cierto?

—Tan de cierto, que acabo de recibir carta de su ilustrísima anunciándomelo y diciéndome que se hospedará en mi casa. Aquí tienen Vds. la carta de su ilustrísima. Que la lea alto el estudiante, pues yo me he dejado las gafas en casa.

Y el seiñor cura alargó la carta a Pericañas, que la leyó de corrido. Al llegar a las palabras latinas, el señor cura le dijo con un retintín capaz de cargar a Cristo padre:

—Eso está en griego para ti, muchacho.

El muchacho, que no tenía pelo de tonto, adivinó al vuelo lo que buscaba el señor cura, y replicó:

—Gracias, señor cura, por el favor que Vd. me hace.

—Es justicia, hijo, y si no tradúcelo, tradúcelo para que lo entienda tu padre.

—Tiene razón el señor cura. Di qué quiere decir eso, borrico.

—Aquí dice que su ilustrísima se contenta con que el señor cura le prepare para comer el par de orejas del Moro.

El tío Robustiano levantó el mango de la azada para arrear un lapo a Pericañas dando por seguro que éste traducía un disparate, pero el señor cura le detuvo y dijo al muchacho:

—¿Estás seguro de que dice eso?

—Tan seguro como Vd. lo está de que yo no sé jota de latín. La cosa no puede estar más clara: orexis, las orejas, more, del Moro, parve, el par.

—Pues, amigo tío Robustiano, dijo el señor cura, el muchacho ha acertado esta vez por más que lo hagan inverosímil su ignorancia del latín y lo estraño del encargo de su ilustrísima.

—¿Pero es posible, señor cura, que su ilustrísima tenga tal antojo?

—Amigo, carta canta.

—¿Y cómo sabe su ilustrísima que el burro se llama Moro?

—¡Toma, mire Vd. con lo que sale ahora mi padre! dijo Pericañas. ¡Pues pocas veces me oyó a mí darle ese nombre cuando fui con su ilustrísima a Cabezuela!

—¡Ya se vé, dijo el tío Robustiano, como estos señorones no saben ya qué comer, por variar se les antoja cualquier porquería!

VI

Pericañas no tenía mal corazón, pero no había podido dominar la tentación de vengarse de las dos coces que había recibido, una del Moro y otra del señor cura.

Por fin llegó el señor obispo a Zarzalejo entre el repique de las campanas y la alegría del vecindario, que en compañía del señor cura había salido a recibirle a las afueras del pueblo. Pericañas también salió con su padre a recibir a su ilustrísima.

Lo usual en tales casos es que el clero reciba al prelado a las puertas de la iglesia; pero como aquél era pueblo de gente toda ella rústica, el señor cura había creído que debía salir a recibirle en las afueras del pueblo y luego adelantarse a la iglesia para revestirse y hacerle allí el recibimiento eclesiástico.

Al ver el tío Robustiano que el señor cura y aún el maestro de escuela dirigían la palabra al señor obispo, por supuesto en castellano, felicitándole por su llegada, no pudo dominar un arranque de sentimiento y disgusto, y dijo por lo bajo a su hijo tirándole un torniscón:

—¡Ah, si tú, burro de todos los demonios, hubieras salido otro, cómo te hubieras podido lucir hoy delante de todo el pueblo, felicitando en latín al señor obispo!

Estas palabras fueron un rayo de luz para Pericañas, como casi siempre lo son las de los padres para los hijos claros de inteligencia y sanos de corazón. Al oírlas, adelantóse hacia el señor obispo y le dirigió la palabra en latín sin la menor vacilación.

Su ilustrísima se quedó pasmado al oír al muchacho espresarse con no común corrección en la lengua del Lacio, de que el prelado era gran partidario y peritísimo cultivador, y no pudo menos de contestar primero con un aplauso, que secundó todo el pueblo entusiasmado, y luego con algunas, frases en castellano, elogiando a la faz de todo Zarzalejo la perfección con que aquel muchacho hablaba el latín.

El pobre tío Robustiano creyó reventar de orgullo y alegría al ver y oír aquello, y sin saber lo que se hacia empezó a abrazar a su hijo y a tirar al aire el sombrero, dando vivas a su ilustrísima.

El que, por más que lo disimulaba, se había quedado como los santos de Francia, era el señor cura.

Su ilustrísima dispuso que Pericañas le acompañara, no solo a la iglesia, sino también a su mesa en casa del señor cura.

Esta nueva y singular honra dispensada a su hijo tenía trastornado de gozo al tío Robustiano, a quien todo el pueblo volvía chocho felicitándole por ella.

De vuelta de la iglesia, el señor obispo, su secretario, el señor cura y Pericañas, se sentaron a la mesa, este último con gran emoción y humildad aunque no con torpeza ni encogimiento.

El señor cura había dispuesto una escelente comida, como lo probaban el apetito y complacencia con que comían su ilustrísima y el señor secretario.

Fueron saliendo los principios, y al fin apareció el singularísimo encargado, en concepto del señor cura, por el señor obispo. Su ilustrísima y el señor secretario se sirvieron de él y empezaron a comer. Sea que el gusto del manjar le pareciese estraño o sea que le chocase que tanto el señor cura como Pericañas se escusaban cortesmente de probar de aquel plato, el señor obispo preguntó:

—Señor cura, ¿qué vianda es esta?

—Pues nada, señor, contestó el cura, ese es el plato que en su carta me encargaba especialmente vuestra ilustrísima.

—Usted está equivocado, señor cura; yo no especifiqué a Vd. plato alguno.

—Aquí he de tener la carta de vuestra ilustrísima, replicó el señor cura sacando del bolsillo la del señor obispo. Vea vuestra ilustrísima cómo me decía en ella que le preparase el par de orejas del Moro.

—¿El Moro? ¿Y quién es ese caballero, hombre?

—Señor, el Moro es el burro de casa.

—Señor cura, ¿se ha vuelto Vd. loco?

—¡No, ilustrísimo señor! Carta canta; aquí dice testualmente: «Orexis more parve.»

La casa se le cayó encima al señor obispo al oír esto, y tanto él como el señor secretario empezaron a dar arcadas para vomitar, porque de repente se les había vuelto veneno lo poco que habían comido de las orejas del burro.

Pericañas estaba aún más confundido y pesaroso que el señor cura de la jugarreta que al señor cura y al borrico había hecho por un mezquino sentimiento de venganza que le causaba ya profundo remordimiento y vergüenza.

—¡Señor obispo! exclamó arrojándose humildemente a los pies del venerable prelado; ¡perdone vuestra ilustrísima al señor cura, que es inocente de esta picardía de que sólo yo soy culpable!

El señor obispo pidió esplicaciones de aquello que parecía una indigna broma, y así que oyó algunas que le dio el muchacho, lo comprendió todo, pues era tan perspicaz como prudente y benigno.

Poco después se disponía a salir para Cabezuela con objeto de pernoctar allí y no en Zarzalejo como había pensado, y llamando a parte al señor cura y al muchacho, les dijo:

—Señor cura, ya sabe Vd. que la lengua latina es el idioma oficial de la Iglesia católica. Usted, que es uno de los ministros de la Iglesia, ha olvidado esa lengua y es indispensable que vuelva al seminario conciliar de la diócesi a aprenderla. Tú, Pedro, que aspiras a ordenarte y a obtener la patrimonialidad de Zarzalejo y por una intriga miserable te viste apartado de tan santo camino, te vas a venir conmigo, después de obtener el beneplácito y la bendición de tu padre, que yo me encargo de costearte la carrera eclesiástica a que al parecer Dios te llama.

Pocos años después, Pericañas era cura patrimonial de Zarzalejo, y D. Toribio, que estaba de servidor en otro pueblecillo cercano, estudiaba como un demonio para hacer oposición a un beneficio de Cabezuela.

¡Ah! si yo fuera obispo.....algo más había de hacer que echar bendiciones.

Las dudas de San Pedro

I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo sucedieron cosas que el pueblo español me ha contado en el lenguaje candorosamente familiar, anacrónico y castizo en que, con la ayuda de Dios, las voy a recontar.

San Pedro era un gran santo, y Cristo le quería mucho, como lo prueba el haberle nombrado su vicario en la tierra y el haberle dado después las llaves del cielo; pero a pesar de eso, San Pedro tenía sus debilidades de hombre, de lo que es testigo aquello del gallo, y sus rarezas de viejo, de lo que dará testimonio la presente narración.

Cristo notaba hacía algún tiempo que San Pedro estaba cada vez más caviloso y triste, y un día que caminaban juntos por Galilea, le dijo:

—Amado Pedro, ¿cuál es la causa de las melancolías y cavilaciones en que te sumes con frecuencia?

—Señor Maestro, contestó San Pedro, desgraciadamente no se equivoca Vd., que hace tiempo me atormentan dudas que casi no me dejan pegar los ojos de noche ni solazarme con los encantos de la naturaleza de día.

—¿Me dirás, amado Pedro, qué dudas son esas?

—Señor Maestro, trabajillo me costará el decírselo a Vd., porque mis dudas son tales, que se me cae la cara de vergüenza sólo con pensar en ellas.

—Amado Pedro, rústico y humilde pescador eras en esta mar de Galilea cuando, siguiendo las inspiraciones de mi Padre, te elegí para predicar el Evangelio de Dios a las gentes, y aun para más altos destinos te reservo. Te he infundido la ciencia divina de mi Padre, que es la sabiduría suprema en el cielo y en la tierra, y ¿crees que no tengo derecho a exigirte que me muestres todo lo más recóndito de tu corazón y tu inteligencia?

—Es verdad, señor Maestro, que tiene usted derecho para eso y mucho más, pero mis dudas son terribles...

—Amado Pedro, dime cuáles son.

—Pues ha de saber Vd. que dudo de la justicia y sabiduría de Dios.

—¿De mi Padre?

—Cabalito, de su señor Padre de Vd.

—Amado Pedro, ¿has perdido el juicio?

—Le perderé sí estas pícaras dudas continúan, pero lo que es ahora le tengo muy cabal.

—Pero, amado Pedro, ¿sabes lo que son esas dudas?

—Serán una picardía, serán una barbaridad, serán un sacrilegio, serán todo lo que Vd. quiera; pero lo cierto es que yo las tengo, y por más que me mato por echarlas con doscientos mil de a caballo, no lo puedo conseguir.

—Pero dime, amado Pedro, cuáles son y en qué se fundan. Porque no basta decir yo dudo de esto o de lo otro o de lo de más allá; es menester probar que la duda es racional y justa.

—Estamos conformes en eso, señor Maestro; pero desgraciadamente las dudas que yo tengo de la justicia y sabiduría de su señor Padre de usted son fundadísimas.

—Veamos, amado Pedro, en qué se fundan.

—Señor Maestro, Vd. sabe muy bien que desde que andamos de zeca en meca combatiendo la malicia y el error que tanto abundan en este pícaro mundo, hemos visto cosas que... francamente, no nos han hecho maldita la gracia.

—¿Y qué cosas han sido esas, amado Pedro?

—Demasiado lo sabe Vd., señor Maestro. Hemos visto inocentes niños desamparados, hombres de bien haciéndose cruces en la boca, bribones, nadando en el oro y el moro, mujeres honradas cubiertas de harapos y mujeres sin vergüenza cubiertas de seda y repantigadas en doradas carrozas.

—¡Todo eso es la pura verdad, amado Pedro!

—Pues bien, señor Maestro: si su señor Padre de Vd. es justo y sabio a carta cabal, como usted dice y todos nosotros vamos propalando por el mundo fiados en la honrada palabra de Vd., que creemos no nos dejará mentir, ¿cómo su señor Padre de Vd. consiente esas y otras picardías?

—Amado Pedro, contestó Jesús, tus dudas son criminales; pero no temas, que mi Padre ha dicho: Bienaventurados los pobres de espíritu, que de ellos será el reino de los cielos.

—¿Y se puede saber, señor Maestro, qué entiende Vd. por pobres de espíritu?

—Pobres de espíritu son los ricos de corazón y pobres de inteligencia; que si pecan, pecan por ignorancia y no por malicia, como a ti te sucede al dudar de la justicia y sabiduría de mi Padre.

Al decir esto, Cristo sonrió benévolamente. Entonces San Pedro sintió que un rayo de divina luz iluminaba vaga y fugitivamente su inteligencia, y prorumpiendo en lágrimas de arrepentimiento, quiso prosternarse a los pies de Jesús, que le tendió amorosamente la diestra para impedírselo, y le consoló con su sonrisa.

Y ambos viajeros, mudando en seguida de conversación, continuaron su camino.

II

Andando, andando, Cristo y San Pedro llegaron junto a una casería rodeada de frutales cargados de madura fruta y campos cubiertos de verdes maizales y de dorado trigo que un hombre, una mujer y un niño comenzaban a segar.

Como hacía un calorazo que se asaban los pájaros, iban ambos, como quien dice, con un palmo de lengua fuera.

—Señor Maestro, dijo San Pedro, esto es achicharrarse vivo, y yo ni siquiera me atrevo a quitarme la caperuza para limpiarme el sudor, porque como tengo tan poco pelo, temo coger una insolación que me lleve la trampa.

—Ten un poco de paciencia, amado Pedro, que en esa casería del pie de la cuesta descansaremos un poco y nos refrigeraremos con agua fresca, porque yo me voy ahogando de sed.

—Y a mí me sucede dos cuartos de lo mismo.

Cristo y San Pedro llegaron al fin a la casería que estaba al empezar una cuesta, y se sentaron delante de ella a la sombra de un cerezo.

Apenas vieron los labradores que los viajeros se habían detenido, se apresuraron a salir a saludarlos. Los labradores eran un matrimonio con un hijo como de catorce años muy avispado y muy guapo.

El recibimiento que hicieron a los dos viajeros desconocidos no pudo ser más afectuoso.

—Pasen Vds. adentro y descansarán un rato y tomarán algo, les dijo la labradora abriendo la puerta de la casa.

—No se moleste Vd., le contestó Cristo, que a la sombra de este cerezo estamos perfectamente. De lo que sí nos ha de hacer Vd. el favor es de un poco de agua fresca.

—Con mucho gusto, contestó la buena mujer; y un momento después les sacó agua fresca con azucarillos y todo.

—¿Parece, le preguntó San Pedro, que ogaño la cosecha es buena?

—Muy buena, gracias a Dios, que ha derramado este año todas sus bendiciones sobre nuestras heredades.

—¿De modo que cogerán Vds. trigo para todo el año?

—Y aun para más si no lo vendiésemos; pero, pensamos llevar al mercado toda la cosecha de este año para dar con su importe y el de la fruta un poco de carrera a este chico.

—¿Y qué han de comer Vds.?

—Pasaremos como Dios nos dé a entender con pan de maíz, que si no viene algún pedrisco y nos lo destruye, va a ser, gracias a Dios, también muy abundante.

Tras esta conversación, Cristo y San Pedro se levantaron para continuar su camino; pero la labradora se empeñó en que se habían de esperar un poco, mientras el chico les cogía unas cerezas con que pudieran mojarse la boca en el camino; y en efecto, el chico subió al cerezo y les cogió un pañuelo de ricas cerezas, que agradecieron mucho y con que se entretuvieron mientras subían la cuesta.

—¿Sabe Vd., señor Maestro, dijo San Pedro entusiasmado con las cerezas, que, como tenía ya mala dentadura, eran una de sus frutas favoritas; sabe Vd. que esas gentes parecen muy cristianas y buenas?

—Mucho. Pero apretemos el paso, amado Pedro, porque aquella nube que asoma por Occidente es muy siniestra, y si no nos damos prisa nos va a alcanzar antes que lleguemos a la venta.

San Pedro siguió el consejo del Maestro, con tanto más motivo cuanto que la nube avanzaba, avanzaba relampagueando y tronando como un demonio.

Cuando llegaban a la venta, que estaba al terminar la cuesta, la tempestad bramaba ya sobre la casería donde tan obsequiosamente habían sido acogidos. Refugiáronse en la venta mientras la tempestad pasaba, y así que escampó salieron para continuar su camino.

San Pedro dirigió entonces la vista hacia la casería, y lanzó un grito de sorpresa y lástima al ver que el pedrisco había arrasado completamente los campos de maíz y trigo y destrozado los árboles cargados de fruta que rodeaban la casería.

Cristo reparó también en aquel estrago y guardó silencio.

Una nube de tristeza se estendió de nuevo por la venerable faz de San Pedro.

—¿Qué es eso, amado Pedro? le preguntó el Maestro.

—¡Señor Maestro! exclamó el anciano con honda amargura, ¿no ha convenido Vd. en que las gentes de allá abajo son muy cristianas y buenas?

—Sí, amado Pedro, son honradísimas.

—Pues entonces...

—Amado Pedro, no vuelvas a dudar de la sabiduría y justicia de mi Padre, dijo Jesús sonriendo.

—¡Señor Maestro, rogadle que me perdone! exclamó San Pedro llorando, porque aquella vaga y divina luz que esclarecía su inteligencia siempre que Jesús le reconvenía sonriendo benévolamente, había ahuyentado de improviso su desconsoladora duda.

—Amado Pedro, mi Padre ha dicho: Bienaventurados los pobres de espíritu, le dijo Jesús por única contestación.

Y ambos continuaron su camino, hablando de asunto diverso.

III

Andando, andando, Cristo y San Pedro llegaron al anochecer a una ermita que estaba en un espantoso desierto, en cuyos matorrales aullaban los lobos como condenados.

—Señor Maestro, dijo San Pedro, yo no paso de aquí aunque me fusilen.

—¿Por qué, amado Pedro?

—¿No oye Vd. la música que anda en los matorrales?

—Amado Pedro, cuando los lobos aúllan licencia tienen de Dios.

—Estoy conforme en eso, señor Maestro, pero no lo estoy en que los lobos saquen la tripa de mal año con nosotros.

—No tengas cuidado, que aquí ha de vivir un ermitaño que es casi un santo, y de seguro nos dará un rinconcillo donde pasemos la noche.

—¡Me ha vuelto Vd. el alma al cuerpo, señor Maestro!

Cristo y San Pedro se dirigieron a la ermita, y pidieron hospitalidad al ermitaño, que los recibió con mucho amor y les dio de cenar pan, nueces y agua fresca, servida en una copa de oro guarnecida de diamantes.

La copa le chocó sobremanera a San Pedro. El ermitaño lo notó y se apresuró a satisfacer la curiosidad del anciano.

—Sin duda, dijo, estrañarán Vds. que un humildísimo siervo de Dios, que ordinariamente se alimenta con yerbas y raíces, pues el pan y las nueces sólo se usan aquí los días de incienso, posea una alhaja como ésta.

—Y tres más que lo extrañamos, contestó San Pedro.

—Pues han de saber Vds. que yo era riquísimo, triunfaba y gastaba en grande, y lo mismo me acordaba de Dios que de la primera camisa que llevé puesta. Al fin me tocó Dios en el corazón, y sin duda por aquello de que después de harto el diablo de carne se metió fraile, determiné renunciar a las vanidades del mundo, a cuyo efecto di a los pobres cuanto tenía, menos esta copa, y me vine a esta soledad, donde vivo dando al olvido esta vida transitoria y pensando sólo en la eterna.

—Eso, contestó San Pedro, es muy cristiano y bueno; pero pregunta mi curiosidad, ¿por qué se reservó Vd. esta copa que, entre paréntesis, vale cualquier dinero?

—Porque era un regalo que me había hecho el rey y..... francamente, no tuve valor para desprenderme de alhaja que tanto y tanto me honra.

¿Conque, según veo, le parece a Vd. cosa de mérito la copita, eh?

—¡Vaya si me parece!

—Y no crean Vds. que la guarnición es de piedras falsas: es de finísimos diamantes que valen un dineral.

—Eso a la legua se conoce hombre.

Sospechando el ermitaño que los forasteros tendrían más gana de dormir que de hablar de la copa, les arregló una escelente cama de yerba seca y olorosa, y así que se acostaron y les dio las buenas noches, se fue a la ermita a pedir a Dios que les concediese el sueño de los justos.

Cuando Cristo y San Pedro se levantaron, el ermitaño ya les tenía preparado el almuerzo, compuesto, para variar, de nueces, pan y agua fresca, servida en la copa consabida.

—Ea, les dijo, almuercen Vds. a sus anchas y dispensen Vds. que les deje, porque tengo que irme a mis rezos. Dios les dé a Vds. buen viaje y haga que si no nos volvemos a ver en la tierra, nos volvamos a ver en el cielo.

Cristo y San Pedro le dieron las gracias por todo, le instaron a que se fuese a sus quehaceres sin andar en cumplimientos, y después de almorzar como unos príncipes, continuaron su viaje.

—¿Sabe Vd., señor Maestro, dijo San Pedro, que el ermitaño ese me parece un bendito?

—Ya te dije, amado Pedro, que casi era un santo.

—Yo creo que lo es sin casi.

Como el pan y las nueces son comida seca, Cristo y San Pedro tuvieron muy pronto una sed de mil demontres.

Busca por aquí, busca por allí una fuente, al fin dieron con una que brotaba al pie de un árbol. Para beber en ella casi era necesario echarse de bruces. Iba ya a hacerlo San Pedro a pesar de que para bajarse tenía ya duro el espinazo, cuando el Maestro le detuvo, diciendo:

—Espera, amado Pedro, que aquí he de tener yo algo con que bebamos con toda comodidad.

Y echando mano a las alforjas, sacó de ellas, con gran asombro de San Pedro, la rica copa del ermitaño.

—Pero, señor Maestro.... murmuró San Pedro, por cuyo venerable rostro se había estendido de repente, no ya una nube, sino un denso nubarrón de tristeza.

—Amado Pedro, bebe, le interrumpió Cristo sin darse por entendido de aquella murmuración y aquella tristeza.

Bebieron ambos, se guardó Cristo la copa en las alforjas y continuaron su camino.

San Pedro se moría de tristeza.

—Amado Pedro, le dijo Cristo, ¿tornas a tus melancolías?

—Señor Maestro, le preguntó a su vez el apóstol, ¿está Vd. seguro de que su señor Padre aprueba cuanto Vd. hace?

—Tú lo has dicho, Pedro.

—Pues señor... digo que no lo entiendo, que no lo entiendo y que no lo entiendo.

—No lo entiendes, amado Pedro, dijo Cristo con severidad, porque eres pobre de espíritu.

—Pero ¡qué pobre de espíritu ni qué alforjas! Ese santo hombre nos da de cenar lo mejorcito que tiene, nos pone una cama que ni las de matrimonio, nos da de almorzar, nos deja solos en su cuarto a pesar de que allí tiene una copa que vale más oro que pesa, y en pago de todo le birlamos la copa. ¡Hombre, si esto no es una picardía, que venga Dios y lo vea!

—Ya lo ve, amado Pedro.

—¿Y lo aprueba?

—Cúmplese su santa voluntad, dijo Jesús sonriendo.

Aquel súbito rayo de luz que solía iluminar la inteligencia del apóstol siempre que Jesús sonreía, apareció también esta vez al trocar Jesús en benévola sonrisa su severidad.

El apóstol lloró de arrepentimiento y consuelo, y ambos continuaron su camino mudando de conversación.

IV

Andando, andando, Cristo y San Pedro llegaron a la orilla de un río muy ancho y muy hondo que había que pasar en una barca.

La barca estaba amarrada a la orilla del río y el barquero no parecía por allí.

San Pedro, como había sido pescador y entendía algo de barcas, quiso empuñar el remo y pasar con Cristo al otro lado, pero Cristo se opuso a ello.

—Qué, señor Maestro, dijo el anciano, ¿duda usted de mi pericia en la navegación? ¡Ave María, no es Vd. poco desconfiado!

—Amado Pedro, mete la mano en tu seno, le replicó Jesús sonriendo.

San Pedro se puso como la grana y calló.

Ambos se sentaron a descansar a la puerta de la choza del barquero, mientras el barquero venía, suponiendo que habría ido por allí a cortar mimbres para hacer estrovos.

Buena necesidad tenían los dos de descansar, y aun de tomar un bocado, porque estaban despeados y muertos de hambre.

Poco después vieron bajar al barquero de hacía una iglesia que se veía allá arriba en un cerro que dominaba la ribera.

El barquero, que parecía como compungido y lloroso, lo que hizo suponer a San Pedro que vendría de algún entierro, les pidió mil perdones por haberlos hecho esperar, y después de haberlos obsequiado con una fritada de truchas y un porrón de buen vino que encandiló los ojos al santo anciano, se dispuso a pasarlos al otro lado.

Cuando se acercaba la barca a la orilla opuesta, Cristo sacó con mucho disimulo una barrena que llevaba en el bolsillo desde el tiempo de su difunto padre putativo San José, en cuyo taller de carpintero solía entretenerse haciendo cuatro chucherías, y con ella hizo en el fondo de la barca un agujero que tapó con el pie para que no entrara por él el agua hasta su debido tiempo.

Cristo y San Pedro se despidieron del barquero, que no quiso tomar ni un cuarto por el almuerzo ni el pasaje, y saltando en tierra empezaron a alejarse del río.

Oyendo San Pedro un doloroso grito que la pareció del barquero, volvió la cara y vio que barca y barquero se hundían en el fondo del río para no volver a aparecer.

—¡Señor Maestro, exclamó espantado, socorramos a ese buen hombre que se ahoga!

—Amado Pedro, le replicó el Maestro, cúmplase la voluntad de mi Padre, que para que se cumpla he horadado el fondo de la barca mientras pasábamos el río.

—Vamos, señor Maestro, exclamó San Pedro santiguándose y cubierta su venerable faz de una nube de tristeza más densa aún que la que había vomitado torrentes de piedra sobre la casería de marras; ¡vamos, esto ya pasa de castaño oscuro!

—Amado Pedro, le dijo el maestro con severidad, la voluntad de mi Padre se ha cumplido y debemos regocijarnos por ello.

—Pero, señor Maestro.....¡Vamos, si digo y redigo y vuelvo a decir que yo no comprendo estas cosas!

—No las comprendes, amado Pedro, porque eres pobre de espíritu, dijo Jesús sonriendo benévolamente y alargando su diestra al anciano.

El misterioso rayo de luz tornó a iluminar la inteligencia de San Pedro.

Y San Pedro bajó la venerable frente en silencio derramando abundantes lágrimas, y ambos viajeros continuaron su camino mudando de conversación.

V

Andando, andando, Cristo y San Pedro llegaron, ya muy de noche, a un pueblo donde no conocían a nadie.

A la puerta de una casa vieron a un hombre y le preguntaron dónde hallarían posada.

El hombre, que parecía estar chispo, les puso de picardías que no había por donde cogerlos.

San Pedro quiso emprender con él a estacazos, pero Cristo se lo impidió, diciéndole:

—Amado Pedro, la voluntad de mi Padre es que cuando nos hieran una mejilla, ofrezcamos la otra para que nos la hieran también.

Y asiendo de la mano al apóstol, ambos se fueron al pórtico de una iglesia que estaba en frente, y allí pasaron la noche durmiendo como bienaventurados.

Cuando despertaron, poco después de rayar el alba, vieron un hombre tumbado a la puerta de la taberna de enfrente y fueron a ver si estaba muerto o dormido.

¡El hombre estaba que daba lástima! Tenía la camisa llena de vino, la cara y las manos llenas de arañazos y cardenales y la ropa hecha girones.

—Vamos, dijo San Pedro, éste está durmiendo la mona. ¡Pero, señor, es mucho cuento la pícara afición al vino que tiene este pícaro pueblo soberano! Si yo fuera rey, en mi reino sólo se había de vender el vino en las boticas, y al boticario que vendiera un cuartillo sin la correspondiente receta del facultativo, ¡ya le había caído la lotería!

—Amado Pedro, le replicó el Maestro, tira la primera piedra al culpable cuando te creas sin culpa.

San Pedro se acordó de lo alegre que había salido de la choza del barquero, y se calló como diciendo para sí:

—¡El señor Maestro me ha partido por el eje!

Cristo dijo al dormido:

—¡Eh, buen hombre, levántate, que ya es de día!

El dormido despertó, saludándoles con un buenos días tengan Vds., y levantándose como avergonzado, fue a tomar una callejuela escusada, como si quisiera ocultarse de las gentes del pueblo, que ya comenzaban a salir de casa.

—Calla, exclamó entonces San Pedro, reparando mejor en él, ese tunante es el que anoche nos puso como ropa de pascua.

—Ciertamente, amado Pedro, dijo Jesús; y dirigiéndose al hombre, añadió:

—Eh, buen hombre, torna acá.

El hombre volvió como avergonzado y tímido, con tanto más motivo cuanto que San Pedro le echaba unos ojos que parecía querérsele comer vivo; y Cristo, metiendo mano a las alforjas, sacó la copa guarnecida de diamantes y se la dio, diciéndole:

—Toma esta copa que vale mucho dinero, véndela, y haz de su importe el uso que Dios manda.

El hombre tomó la copa deshaciéndose en lágrimas de agradecimiento, y se alejó por la callejuela escusada.

La nube que en aquel instante cubrió la venerable faz de San Pedro no era ya nube, era tinta fina de escribir.

—Señor Maestro, exclamó el anciano fuera de sí, si su señor Padre de Vd. obra como justo y sabio al recompensar de ese modo a un borracho indecente, digo que.....

—¡Amado Pedro, le interrumpió Jesús con severidad, pon tiento en lo que dices! ¡Ten fe en la justicia y sabiduría de mi Padre! Tu fe vacila con frecuencia y es menester fortalecerla, porque mi Padre quiere fundar en ella la obra más grande y duradera de este mundo.

Y así diciendo, Jesús tomó a San Pedro de la mano y fue a sentarse con él en el pórtico de la iglesia.

VI

—¿Qué has visto; amado Pedro, desde que por primera vez me confesaste que dudabas de la justicia y sabiduría de mi Padre?

—Señor Maestro, he visto cosas que han arraigado pada vez más mis desconsoladoras dudas, contestó San Pedro llorando.

—Amado Pedro, óyeme con atención y deja las lágrimas para llorar otra gran debilidad en que has de incurrir cuando se acerque la consumación suprema de los decretos de mi Padre.

Aquellos honrados labradores cuya cosecha vimos destruida en un instante por la tempestad, destinaban el importe de la cosecha a costear la carrera de su único hijo, que quería hacerse escribano.

Si el muchacho se hubiese hecho escribano, hubiera enredado en pleitos y jaranas a todo el pueblo, hubiera matado a disgustos a sus padres, hubiera deshonrado a la familia, y por último, se hubiera condenado; pero como la tempestad dejó a sus padres sin medios para darle tal carrera (que honra tanto más a los que la ejercen bien cuanto más expuesta es a ser ejercida mal), el muchacho será un honrado labrador como sus padres, sus padres alcanzarán a su lado una vida dilatada y feliz, él la alcanzará igual al lado de sus hijos, y cuando muera irá a sentarse a la diestra de mi Padre, que es donde se sientan los que glorifican a Dios y a la humanidad con la virtud y el trabajo.

Aquel ermitaño que tan caritativa hospitalidad nos dio, sólo necesitaba para ser santo una cosa: desembarazarse de una sutilísima hebra de vanidad mundana que le ligaba a la tierra. Yo, cumpliendo la voluntad de mi Padre, quebranté aquella hebra arrebatándole la copa de oro que conservaba con necio orgullo por habérsela regalado un rey, y el ermitaño goza ya de la bienaventuranza eterna en el reino de mi Padre.

El barquero que viste ayer sepultarse en el fondo del río, había cometido enormes culpas arrojando al agua a muchos viajeros para robarles; repetidas veces se había arrepentido y repetidas veces había reincidido en las mismas culpas. Ayer se hallaba en estado de gracia, porque acababa de confesarse y llorar sus culpas con sincero arrepentimiento. Muriendo ayer, subió derecho al cielo; si ayer no hubiera muerto, hubiera vuelto al pecado, y hubiera bajado derecho al infierno.

Por último, ese hombre a quien he dado la copa de oro era un honrado labrador, padre de dilatada familia. Pérdida de cosechas y otras desgracias le hicieron contraer grandes deudas y esperimentar grandes privaciones que le avergonzaban y lastimaban horriblemente. Para atolondrarse y echar de la memoria sus desdichas, el insensato acudía a la embriaguez.

—O, lo que es lo mismo, señor Maestro, tomaba por lo serio aquella estúpida máxima del pueblo soberano que dice: «Para no sentir penas, emborracharse.»

—Cierto, amado Pedro. Con el valor de la copa que yo le he dado, pagará todas sus deudas; atenderá a las necesidades de su casa; apartará a su familia de la senda de perdición a que empezaba a arrastrarla la miseria; será un ciudadano útil y un honrado padre de familia, y él y su mujer y sus hijos que caminaban para el infierno, caminarán para el cielo.

¡Amado Pedro! continuó Jesús, trocando la severidad en una dulce y benévola sonrisa, Dios, que es mi Padre, es la justicia y la sabiduría así en la tierra como en el cielo. La inteligencia humana, como es débil y mezquina por naturaleza, no comprende la razón y la justicia de todo lo que Dios hace; pero todo lo que Dios hace es sabio y justo. Los pobres de espíritu dudan; pero si no son también pobres de corazón, se salvan.

Aquel rayo de divina luz que irradiaba siempre la sonrisa de Cristo y solía iluminar vaga y fugitivamente la inteligencia del apóstol, la iluminó al fin por entero y se fijó en ella para no abandonarla jamás hasta aquella noche en que Pedro, a punto de cantar el gallo, negó tres veces a su divino Maestro Jesús el galileo en el atrio de Caifás.

—¡Oh, señor, exclamó San Pedro deshaciéndose en lágrimas de consuelo y de fe, pedid a vuestro Padre que tenga misericordia de mí!

—Amado Pedro, dijo Jesús sonriendo, tú eres de los pobres de espíritu de quien ha dicho mi Padre que serán con él en el reino de los cielos.

El tío Interés

I

Hace ya muchos años, caminaba yo en una galera de Medina del Campo a Valladolid, y entre los viajeros que me acompañaban, iba una mujer que se quejaba amargamente de que no se le había hecho justicia en un pleito que estaba a punto de resolverse en segunda instancia en la Audiencia de Valladolid, donde temía que tampoco se le hiciera justicia.

Con tal motivo o tal pretesto, se dijeron allí perrerías de los tribunales, y el que más benévolamente los juzgó fue un señor cura de aldea que se limitó a decir que los jueces tienen ojos y no ven.

Yo quise tomar la defensa de la justicia, porque esta señora de vidas y haciendas es muy respetable; pero fuese que el auditorio estuviese poco dispuesto a dejarse convencer, o fuese que la santidad de la causa que yo defendía no diese la suficiente elocuencia a mi palabra, de suyo poco persuasiva, es lo cierto que tuve que callarme porque creí que mis compañeros de viaje me comían vivo.

—¿No saben Vds. lo del tío Interés? preguntó un labrador gordo, alegrote, malicioso y decidor, que era de los que más parte habían tomado en la disputa, animado sin duda por las frecuentes caricias que tras un «¿Ustedes gustan?» hacía a una enorme bota que asomaba la gaita en sus alforjas.

—No señor, le contestamos todos.

Y yo, que doy a las narraciones y cuentos populares la importancia que se les da en todos los países cultos donde se las recoge, imprime y estudia como documentos preciosos para conocer la historia y el espíritu popular, uní mis ruegos a los de mis compañeros para que el labrador contase lo del tío Interés, que, en efecto, nos contó sustancialmente en estos términos:

II

«En un pueblo de Castilla, cuyo nombre no viene a cuento, vivían tres sugetos muy conocidos por la singularidad de su carácter que bastarán a dar a conocer los apodos con que eran conocidos y uno de los rasgos más característicos que se atribuía a cada uno de ellos.

Del tío Interés se contaba que cuando el sastre le tomaba medida para hacerle ropa, se encogía conteniendo el aliento para que se necesitase menos tela.

Del tío Justicia se aseguraba que, siendo alcalde del pueblo, se prendió a sí mismo y se tuvo una porción de días en el cepo.

Y, por último, del tío Buenafé se decía que a las sociedades de crédito se le daba.

III

El tío Interés, el tío Justicia y el tío Buenafé se encontraron un día en la calle y trabaron conversación.

—¿Cómo va, tío Interés, cómo va con estos tiempos?

—¿Cómo quiere Vd. que me vaya, tío Justicia, sin ganar un cuarto con las bárbaras cosechas que hay todos estos años?

—¿Qué, las buenas cosechas le perjudican a usted?

—¡No me han de perjudicar, hombre! Cuando las cosechas eran malas tenía uno a porrillo labradores a quienes prestar dinero al ciento por ciento de interés; pero desde que son buenas, ni sin interés hay quien tome un cuarto.

—Hombre, me alegro de que le suceda a usted eso, porque es justo que los labradores cojan el fruto de su trabajo, y es una picardía que los usureros como Vd. engorden con su sudor.

—Soy de la misma opinión que Vd., tío Justicia, dijo el tío Buenafé.

—¡Vayan Vds. donde se fue mi dinero con sus escrúpulos de monja! exclamó el tío Interés muy quemado.

—Tío Interés, no se enfade Vd., hombre, dijo el tío Justicia, que en este mundo todos debemos desear el bien de los más y sentir el mal de los menos.

—Y además, añadió el tío Buenafé, cuando Dios da para Vicente, da para el vecino de enfrente. ¿Cómo Vd., que estudia con el enemigo malo para sacar partido de todo, no ha encontrado medio de sacarle de las buenas cosechas que hay estos años?

—Ya le he encontrado; pero para eso se necesita más capital que el que yo tengo.

—Esplíquese Vd., que quizá le podamos ayudar el tío Justicia y yo, pues gracias a Dios nos quedan algunos miles de reales de lo que heredamos de nuestros padres, aunque hemos perdido mucho, el tío Justicia por no querer pasar por cosas injustas y yo por fiarme de pícaros.

—Pues el medio que yo encuentro de sacar partido de las buenas cosechas que hay estos años consiste en dedicarse a comprar granos en Castilla, donde abundan, y venderlos en Andalucía, donde escasean. ¿Qué le parece a Vd. la idea, tío Justicia?

—Hombre, me parece buena y como tal la acepto con tal que procedamos con rectitud.

—¿Y a Vd., tío Buenafé?

—Digo lo que el tío Justicia: la idea me parece buena y me conformo con ella siempre que la buena fe sea la base de nuestra especulación.

IV

El tío Interés, el tío Justicia y el tío Buenafé se asociaron para comerciar en trigos. Las bases de la sociedad fueron las siguientes:

1.ª El capital había de ser de 60.000 reales, poniendo cada socio 20.000.

2.ª Cada socio había de tener un distrito fijo en Castilla para la compra de trigos y otro también fijo en Andalucía para la venta, a cuyo efecto se dividía a Castilla en tres distritos y a Andalucía en otros tres.

Y 3.ª Al cumplirse el año, los tres socios se habían de reunir en Madrid y repartirse por partes iguales los fondos que resultase tener la sociedad, hubiese disminuido el capital o hubiese aumentado.

Constituida así la sociedad, cada socio tiró por su lado y.....manos a la obra, a comprar barato y vender caro, que es el sencillísimo problema a cuya resolución se concretan los cálculos del comercio.

V

Espiraba el año y el tío Interés, el tío Justicia y el tío Buenafé tomaron el camino de Madrid para repartirse por iguales partes los fondos de la sociedad y dar esta por disuelta.

El tío Interés llegó el primero, ansioso de ver a cuánto ascendía su parte de ganancias, que creía fuese grande, suponiendo que sus consocios las habían realizado aún mayores que las suyas, a pesar de que las suyas eran grandes, cosa que no le parecía al tío Interés, que en materia de ganancias todo lo tenía por poco.

Impaciente al ver que sus consocios no llegaban, determinó salirles al encuentro. En las llanuras de la Mancha encontró al tío Justicia y le hizo dos preguntas.

—¿Qué tales son las ganancias de Vd.?

—Hombre, regulares.

—¿Y dónde queda el tío Buenafé?

—Muy atrás debe quedar aún.

El tío Interés siguió su camino hasta dar con el tío Buenafé.

Encontróle a la banda de allá de Despeñaperros y se apresuró a preguntarle qué tal venía de ganancias.

—Malísimamente, contestó el tío Buenafé. Por fiarme de todo el mundo y proceder como Dios manda, no solo no he realizado ganancia alguna, por más que me he matado a trabajar, sino que he perdido la mayor parte del capital que he manejado.

El tío Interés se puso hecho un toro al oír esto; pero aparentó tranquilizarse y emprendió la vuelta con el tío Buenafé.

Conforme caminaba, el tío Interés decía para sí:

—Con arreglo a lo convenido, en Madrid haremos un montón del dinero que llevamos los tres socios, y lo repartiremos por partes iguales; de modo que la misma cantidad me tocará a mí, que he duplicado la parte de capital que he manejado que a este estúpido de tío Buenafé que, lejos de ganar, ha perdido. Esto no puede quedar así.

Y faltándole del todo la paciencia con estas amargas reflexiones, al pasar por el despeñadero, que da nombre a aquella cordillera, porque es donde en tiempo de los moros se despeñaban voluntariamente los que no creían en Dios (calificados muy propiamente de perros por los mismos moros), cogió por la embragadura al pobre tío Buenafé, y después de arrancarle la mermada bolsa, ¡cataplum! le lanzó al precipicio, donde se hizo pedazos.

VI

El tío Interés llegó a Madrid y se dirigió a la posada donde esperaba a sus consocios el tío Justicia.

—¿Qué, viene Vd. solo? le preguntó éste admirado de ver que no llegaba con él el tío Buenafé. ¿Y el tío Buenafé, dónde queda?

—El tío Buenafé, no sólo no ha ganado nada, sino que ha perdido la mitad de los fondos que ha manejado, y como con razón se le cae la cara de vergüenza por su mala suerte, o, mejor dicho, por su tontería, me ha dado el poco dinero que traía y dice que renuncia su parte y ni aun quiere presentarse delante de nosotros. Conque, ea, vamos a reunir todos los fondos y a repartirlos entre los dos, que así nos tocará más.

—Eso no lo consiento yo, exclamó muy incomodado el tío Justicia. Al tío Buenafé, haya perdido o haya ganado, le corresponde igual cantidad que a cada uno de nosotros.

—Hombre, no sea Vd. tonto.....

—¡Hombre, no sea Vd. injusto!

Que si ha de ser, que si no ha de ser, en éstas y las otras, el tío Interés, que buscaba medio de quedarse con todo, sacó con mucho disimulo la navaja y le tiró al tío Justicia un navajazo que le echó un ojo fuera.

El tío Justicia echó a correr, y viendo que el tío Interés le perseguía navaja en mano, le arrojó la bolsa, y a esto debió su salvación, pues el tío Interés se bajó a cogerla, y así pudo escapar el pobre tío Justicia.»

VII

Al llegar aquí el labrador, sacó la bota y le dio un beso tan prolongado, que no pude menos de preguntarle impaciente:

—¿Y qué ha sido del tío Interés y del tío Justicia?

—Hace pocos días pasé por su pueblo, y acordándome de ellos, hice esa misma pregunta a una mujer que estaba lavando ropa en un arroyo.

—El tío Interés, me contestó, bien rico y gordo está, mal año para él. En cuanto al tío Justicia, alcalde del pueblo es ahora.

—¿Pero está bueno?

—Le falta, con perdón de Vd., el ojo derecho.

Y queriendo sonsacar a aquella buena mujer lo que se opinaba en el pueblo del crimen de Despeñaperros.

—¿No hay en este pueblo, la pregunté, un sugeto llamado por mal nombre el tío Buenafé?

—Buenafé... contestó procurando recordar, Buenafé... ¡ah! ya no existe.

Calló el labrador y callamos todos por un instante, y el señor cura interrumpió al fin el silencio diciendo:

—Ese cuento prueba que si el pueblo pagano tenía símbolos y mitos para representar sus vicios y sus virtudes, también el cristiano pueblo español los tiene, y muy discretos y significativos.

El cura nuevo

I

Esto debió suceder hace más de un siglo, pues fue en tiempo de mi bisabuelo materno Agustín de Garay, quien lo contaba a mi abuela, que a su vez lo contaba a mi madre, como ésta me lo contaba a mí, bien distantes todos por cierto de que en letras de molde se lo había de contar yo al público.

Era hacia fines del mes de Julio; por más señas, un sábado al anochecer. Los vecinos de Montellano, conforme dejaban las heredades donde andaban en la siega del trigo y la resalla de la borona, se iban reuniendo en el campo de Acabajo, uno de los cuatro barrios en que se divide aquella aldea de veinticinco vecinos.

Aquel campo, donde hoy existe una ermita dedicada a San Antonio Abad, abogado de los animales, era entonces mucho más espacioso que ahora, porque después le han ido invadiendo y estrechando las codiciosas heredades hasta el punto de faltar poco para que digan a la ermita, la era y los nogales que aún quedan en él: «a ver si os quitáis de ahí, para que nosotras nos ensanchemos un poquito más;» como que llegaba hasta la Fuente fría que hoy está separada de él por una estradita que corre entre heredades.

No era sólo el deseo de refrescar en la fuente lo que reunía allí entonces a los vecinos de Montellano, sino una novedad de las más grandes de la aldea: subía ya por el castañar de Traslacueva, acompañado de un hermoso perro de caza y montado en el caballito de San Francisco, el cura nuevo, y los vecinos, ansiosos de conocerle y saludarle, se reunían y le esperaban en el campo de Acabajo, donde sin duda se detendría un rato a descansar antes de subir por la llosa del Portal al barrio de las Casas, en el que mi bisabuela Magdalena de Umaran le tenía preparado provisional hospedaje, que consistía en el mejor cuarto de la casa, lindamente blanqueado la víspera por mi bisabuelo, con una caldera de lechada de cal distribuida hasta en el techo con ayuda de una brocha de brezo.

Cuando apareció en el campo el señor cura, todos los vecinos que estaban sentados en las cañas (o varas) de los carros o en las raíces de los nogales, se levantaron respetuosamente y salieron a su encuentro, le saludaron y le invitaron a descansar en el asiento de preferencia, que eran las susodichas cañas.

El señor cura, mostrándose muy agradecido y afable, aceptó aquel asiento, y el perro se tumbó a sus pies.

Era tan joven, que apenas aparentaba la edad necesaria para ordenarse de misa, y así que dirigió algunas palabras a sus feligreses, éstos quedaron prendados de su finura, de su piedad y de lo que ellos calificaron desde luego de su sabiduría. Hacía algunos instantes que le escuchaban como embobados, cuando sonó el toque de oraciones en la parroquia de Santa María, que blanqueaba solitaria a través del ramaje de los castaños, allá arriba en la cuesta entre los cuatro barrios de la aldea, y el señor cura, descubriéndose la cabeza, en lo que le imitaron todos los hombres, empezó a dirigirlas Ave-Marías, intercalando las correspondientes oraciones en latín, que enamoraron a hombres y mujeres, aunque por supuesto no entendían los pobres más que el castellano y ese salpicado de vasconismos, pues a la sazón todavía se hablaba el vascuence en la cordillera del concejo de Galdames (a que pertenece Montellano) confinante con Baracaldo y Gueñes.

El señor cura, no contento con rezar las tres Ave-Marías.. les añadió una porción de Padre nuestros a diferentes santos y con diferentes intenciones, todas ellas muy piadosas, lo que prolongó aquella laudable ocupación cerca de media hora, que le dio ocasión de conocer la piedad de sus feligreses, pues solo uno de ellos se durmió, a pesar de que todos habían madrugado y estaban como quien dice reventados de trabajar.

Así que terminó el rezo, el señor cura se dispuso a continuar su camino acompañado de mi bisabuelo, de otros vecinos del barrio de las Casas y por supuesto del perro; y en efecto, despidiéndose afabilísimo de los de los otros barrios, saltó, con su acompañamiento el seto del Portal y continuó llosa arriba a la luz de la luna que acababa de asomar como una gran rueda de fuego sobre la cúspide calcárea del Ereza.

—¡Jesús, qué señor cura tan sabio, tan santo y tan cariñoso nos ha traído Dios! exclamó conmovida y entusiasmada una de las mujeres, cuando el señor cura se alejaba llosa arriba.

Y hombres y mujeres, no menos conmovidos y entusiasmados, corroboraron su opinión, menos un mozallón conocido por Antonazas el de Seldortun, que era el que había estado dando cabezadas mientras rezaba el señor cura, y se contentó con dar un gran bostezo desperezándose brutalmente.

—¡Este Antonazas siempre ha de ser el mismo! exclamó disgustada la buena mujer que había tomado la iniciativa en aquel elogio. ¿Qué, no te gusta el señor cura nuevo?

—El señor cura nuevo, contestó Antonazas dando otro bostezo, me parecería al ólio si fuera tan pesado; pero ¡porrazo! lo es más que el mazo de la ferrería del Pobal.

Todos los vecinos y vecinas hicieron heroicos esfuerzos para disculpar la pesadez del señor cura; pero convinieron con Antonazas en que los vecinos de Montellano no estaban acostumbrados a dedicar media hora a la salutación del Ángel.

II

Entre los barrios del Seldortun y el Avellanal, que distan entre sí como un millar de pasos, hay una caverna conocida con el nombre de cueva de la Magdalena. Por esta caverna pasa una vena de agua que, brotando un poco más abajo, daba movimiento en el siglo pasado a una aceña que en mi niñez estaba arruinada y se reedificó convirtiéndola en molino con rodetes horizontales. Ese molino, a pesar de ser el único posible en la aldea que situada en la ladera del monte no tiene raudal de agua más abundante que aquél, molió por muy poco tiempo, y hoy, deshabitado y caídas sus puertas, sólo sirve para inspirar pavor a los que por allí pasan y para que en la canícula, cuando pica la mosca al ganado que pasta sin guarda (como es uso y costumbre en Vizcaya donde el guarda principal de todo es el sétimo mandamiento de la ley de Dios) en aquellos sombríos castañares, sestee en él.

El molino quedó abandonado, no tanto por la escasez de agua (que si en toda estación era suficiente para mover la rueda de madera de la antigua aceña, no lo era en verano para mover los rodetes de hierro, a menos de moler a represas), como porque el molinero que en él establecieron sus dueños los Sangineses, vecinos de la aldea y a quienes ésta debe hoy beneficios dignos de mucho agradecimiento, empezó a dejarse dominar, de tan supersticiosos terrores, que le hicieron abandonar aquella soledad.

Algo impropio es llamar soledad al sitio que ocupa el molino, puesto que apenas canta un gallo en la aldea sin que desde el molino se oiga, y hasta recuerdo que la última tarde que yo pasé por allí, desde el carmarado percibí el aroma de unas magras que en cierta casa de más arriba empezaba a freír una buena montellanesa, que me había visto subir y se había propuesto no dejarme pasar por su puerta sin que me detuviera a merendar; pero es allí tan profunda y estrecha la cañada y la arboleda tan espesa y frondosa y el torrente tan ruidoso por lo quebrado y pendiente de su lecho, que aun en pleno día suelo yo mismo sentirme sobrecogido de pavor al pasar por allí, no sé si por la naturaleza del sitio o por el recuerdo de las medrosas consejas que en mi niñez oí contar de aquel vallejuelo.

Cerca de la cueva de la Magdalena existió, hasta bien entrado este siglo, una ermita de la misma advocación, que antiguamente debió ser muy venerada, pues en los libros de la parroquia, que empiezan a fines del siglo XV, aparece que se imponía el nombre de la pecadora arrepentida a muchas niñas de la aldea. Esta devoción fue cesando hasta el punto de que la ermita, cuyas ruinas apenas se distinguen hoy, se estaba cayendo. Una sencilla mujer tomó un día la imagen de la santa titular creyendo no ser decoroso que permaneciese allí, y la llevó a la parroquia. El señor cura, D. Francisco Hurtado de Sarachu, de quien recibí el bautismo (¡canario, qué dato para la historia!) la obligó a devolverla, entendiendo que no era lícito hacer tan sin ceremonia la traslación, y la hizo él procesionalmente, arruinándose poco después la ermita.

Como la imagen era increíblemente tosca y además de esto estuviese muy maltratada por los años (quizá por los siglos) y la intemperie, creyó el párroco que no debía colocársela en la iglesia a la veneración pública y la trasladó al campanario.

Allí la encontramos José-Mari y yo hace tres años, en una de nuestras frecuentes escapatorias a la alegre y amada aldea de nuestra infancia, y pensando, no ya sólo como cristianos, sino también un poquito como poetas, como artistas y como filósofos, digimos:

—¿Que es rústica y sencilla esta imagen hasta el punto de recordar la rusticidad y sencillez de los pobres pescadores del mar de Galilea a quienes Jesús escogía para predicar el Evangelio de Dios a las gentes de buena voluntad? ¿Que los siglos y los ósculos y la humedad de las lágrimas de la fe la han deteriorado? ¡Qué importa eso! ¡Imagen de una santa o simplemente leño bendito en que generaciones enteras han fijado los ojos inundados de lágrimas y de donde han manado para ellas inefables consuelos, tú debes ser objeto sagrado, bien te contemplemos con los ojos de la fe, bien con los de la filosofía o bien con unos y con otros!

Y pensando y sintiendo así, José-Mari trajo a Bilbao la imagen, la hizo pintar y aderezar un poco sin que perdiera su primitiva fisonomía, y la colocó en uno de los retablos parroquiales donde los nietos de los que buscaron amparo y consuelo en la protección de María Magdalena, han vuelto a buscarlos en el culto del sencillo y sagrado simulacro que adoraron sus abuelos.

Ya veremos cómo algo de todo esto que parece aquí impertinente viene muy a cuento para la mejor inteligencia de lo que contaré más adelante, y aunque no viniera, ningún lector sensato me culparía por haberme entretenido en estas digresiones, porque, ¿quién puede llevar a mal que el que pasa por junto a la casa donde nació y la iglesia donde le hicieron cristiano y los árboles a cuya sombra jugó cuando niño y el osario donde están los huesos de sus abuelos se detenga un poco, como yo me he detenido a meditar, a recordar, a rezar y a narrar alguno de sus recuerdos? Nunca, pobre aldea mía, jugó a la sombra de tus nogales y tus castaños, hasta que yo jugué, quien hubiera de escribir libros. ¡Cómo yo que los escribo, aunque malos, no he de consagrarte en ellos algunas páginas!

III

El pueblo no gusta de curas que en el desempeño de su sagrado ministerio pequen de menos o de más. Por eso ha inventado la frase «en menos que se persigna un cura loco,» y aunque no haya inventado otra contra las misas largas, la suple asistiendo de mala gana o no asistiendo a ellas.

Según las autoridades eclesiásticas más competentes, la misa rezada no debe durar menos de veinte minutos ni más de treinta. Yo conozco una aldea de Vizcaya de gente tan morigerada y piadosa como trabajadora y sencilla a donde no ha muchos años fue un cura nuevo que se hizo en poco tiempo objeto de la animadversión de sus feligreses hasta el punto de tener que trasladarle el señor obispo a otro curato, y todo a pesar de ser celosísimo en el desempeño de su ministerio. Las faltas que le achacaban sus feligreses eran dos: la primera que hasta los días de trabajo, después de emplear cuarenta minutos en la misa rezada, empleaba otros veinte en lecturas morales, o exortación oral desde el púlpito; y la segunda, que para reprender los vicios de aquella aldea encarecía las virtudes de la suya, privando con lo primero al vecindario de un tiempo que le era indispensable para-el trabajo y mortificando con lo segundo su patriotismo, pues con razón se ha dicho que las comparaciones son odiosas.

El cura nuevo de Montellano no incurría ni por asomo en la segunda de estas faltas; pero sí algún tanto en la primera. Empleaba una mitad de tiempo más de lo ordinario en la misa y demás oficios parroquiales; pero era su piedad tan sincera y tan laudable su celo por el bien espiritual y material de sus feligreses, que estos estaban muy contentos con él, y aunque convinieran en que era algo pesado, se conformaban con esta pesadez y afeaban la conducta de Antonazas, que siempre se estaba quejando de ella.

Precisamente Antonazas era el vecino de la aldea que menos necesidad tenía de escatimar tiempo al cumplimiento de los deberes religiosos, por la sencilla razón de que era el vecino más rico; pero como su lógica iba siempre al revés, precisamente esta era la razón por que le escatimaba. En aquel tiempo era costumbre en Montellano oír misa los trabajadores el día de labor como el día festivo, ya fuesen jornaleros o ya se ocupasen en las faenas propias, y como Antonazas tenía continuamente jornaleros, porque era el que más tierras labraba, y las labraba todas con manos agenas, de aquí el que le doliese más que a nadie el que las misas del cura nuevo fuesen menos breves que las del cura viejo.

Antonazas era muy tonto y terco, y agravaba esta cualidad con la de ser muy presumido de discreto.

—Para los que tenemos un poco de talento, solía decir, no hay cosa imposible en el mundo, porque con el talento todo lo conseguimos.

El domingo, después de misa (que era a las diez), solían los muchachos armar un partido de pelota, sirviéndoles de frontón la pared que sustenta el campanario, y mientras las mujeres, después de doblar la mantilla de franela y colocarla sobre la cabeza a guisa de quita-sol, se apresuraban a ir a casa para activar y preparar la comida, los hombres se quedaban a presenciar el partido y echar una pipada sentados bajo los enormes castaños que sombrean la esplanadita de junto a la iglesia, hasta que sonaban las doce, a cuya señal el juego concluía y todos se dirigían por aquellas arboledas, como ellos decían, en busca de la puchera.

No faltaba nunca Antonazas en esta reunión, donde él era el que principalmente llevaba la palabra, pretendiendo ser la autoridad suprema e inapelable, así en los incidentes del juego como en los demás asuntos de la aldea que allí se discutían.

El que más parecía preocupar a Antonazas, pues apenas sabía éste hablar de otra cosa, era el de la pesadez del cura nuevo.

—Para vosotros que no tenéis pizca de talento, decía un domingo, no vale nada que el señor cura gaste cada día una hora en lugar de media en las cosas de la iglesia; pero para los que le tenemos, vale mucho. Y si no voy a haceros la cuenta de la vieja, porque a vosotros hay que meteros las cosas con cuchara. Ven acá tú, Pitis, que entiendes mucho de cuentas, y con un carbón haz en esa pared las que yo te diga.

Pitis, que era un chico muy vivaracho, hijo de Quicorro el de la aceña de Seldortun, se apresuró, lleno de orgullo, a buscar un carbón en un torco inmediato y se acercó a la blanca pared de la iglesia, carbón en mano, dispuesto a hacer las operaciones aritméticas que Antonazas le indicase.

—Montellano, continuó Antonazas, tiene veinticinco fogueras, que calculándole a cada una cinco personas, hacen.....

—Ciento veinticinco personas, añadió Pitis después de multiplicar 25 por 5.

—Algunas de esas personas no oyen misa más que los días de fiesta y media fiesta; pero las demás la oyen todos los días. Calculemos que los que la oyen todos los días son ciento y veamos cuántas son las misas que todas esas personas han oído al cabo del año. A ver, Pitis, cómo te compones para averiguarlo.

Pitis se apresuró a multiplicar 365 por 100, y dijo:

—Son 36.500 misas las que al año ha oído toda la gente de Montellano.

—¡Bien, Pitis; eres un gran contador! Ahora tenemos que ver cuántas horas de trabajo ha perdido esa gente por hacerle el señor cura gastar cada día media hora más de lo regular en las cosas de la iglesia.

—La mitad de 36.500 son 18.250, dijo Pitis tras una nueva operación aritmética, o, lo que es lo mismo, la gente de Montellano gasta de más en la iglesia 18.250 horas al año.

—¡Está al ólio ese cálculo! Este Pitis merece dos cuartos para una libra de cerezas. Allá van.

Así diciendo, Antonazas tiró dos cuartos al chico, y éste, después de cogerlos al vuelo brillándole los ojos de alegría, se apresuró a emplearlos en una libra de cerezas que vendía una mujer al pie de un castaño y que recogió en el seno de la camisa.

Pitis, ocupada una mano con el carbón y la otra en moverse desde el seno a la boca, se aproximó de nuevo a la pared para proseguir las operaciones aritméticas.

—Amigo Pitis, ya vamos concluyendo nuestra tarea, le dijo Antonazas. Al día las horas útiles de trabajo se pueden calcular, por término medio, en diez, y, por consiguiente, hay que ver cuántos días de diez horas, o, lo que es lo mismo, de trabajó, hacen esas 18.250 que los montellaneses empleamos de más al año en la iglesia por la pesadez del señor cura nuevo.

—Hacen 1.825 días.

—¿Lo veis, brutos, lo veis? ¡El señor cura nuevo nos roba al año, como quien no dice nada, 1.825 días de trabajo real y positivo!

—¡Parece mentira! exclamaron santiguándose de admiración todos los circunstantes, menos mi bisabuelo.

—Pues no hay mentira que valga. Y ahora, ¿creéis que debemos estar muy satisfechos con que el señor cura nuevo quite a Montellano cada día cincuenta horas de trabajo, que eso es lo que resulta también de los cálculos que hemos hecho? Estos cálculos no fallan, porque si son cien personas las que cada día vienen a la iglesia y a cada una le hace perder media hora de trabajo, claro está que la pérdida de todos es de cincuenta horas al día.

Mi bisabuelo, que estaba presente, no era más perspicaz ni discreto que sus convecinos; pero había tomado tal afecto al señor cura nuevo y había formado tan ventajosa idea de su piedad y sabiduría en los pocos días que le había dado hospitalidad hasta que le dispusiesen casa propia, que no podía creer que fuesen exactos los cálculos de Antonazas. Viendo que no encontraba en lo humano medio de desmentirlos, pues no le ocurría siquiera la aclaración de que los 1.852 días de trabajo eran de una sola persona, hizo un esfuerzo supremo para encontrarle en lo divino.

—¿Qué dices tú a esto, Agustín, que estás tan callado? le preguntó Antonazas.

—Digo, contestó mi bisabuelo levantándose profundamente disgustado de que con tan mezquinos cálculos se rebajase la estimación y el respeto debidos al señor cura, digo que si el señor cura nos quita algún tiempo para trabajar por los bienes de la tierra, es para dárnosle para trabajar por los bienes del cielo.

Y así diciendo, tomó castañar adelante con dirección a las Casas, donde ya he dicho que estaba la suya.

La semilla de la duda que dejaba sembrada en el campo de las falsas afirmaciones de Antonazas brotó inmediatamente, y Antonazas sudó para desvirtuarla, lo que aun así no consiguió por completo.

Sonaron las doce, y la controversia se interrumpió para prepararse cada cual a tomar el camino de su casa.

—Pero oye, Antonazas, dijo uno de los vecinos, ¡para qué nos hemos de romper la cabeza con estas disputas! Si tú crees que es un mal para Montellano el que el señor cura nuevo sea más pesado que el anterior, ¿por qué no pones pies en pared y lo remedias, ya que te precias de tener talento y aseguras que con el talento se consigue todo en este mundo?

—Sí que los pondré y lo remediaré, ¡porrazo! contestó Antonazas con la vanidad del necio y la saña del pobre diablo que presume ser infalible y ve dudar de su infalibilidad.

Aquella misma tarde, cuando la gente salió del rosario, y, según costumbre, se esparció por los alrededores de la iglesia para solazarse, los casados chupando su pipa y hablando de sus parejas de bueyes y sus heredades, las casadas de sus maridos y sus hijos y sus faenas domésticas, y los solteros, unos jugando a la pelota o a los bolos y los demás bailando con las muchachas al son de la pandereta, Antonazas, acompañado de algunos vecinos, entre ellos mi bisabuelo, se sentó en el pórtico renovando la cuestión de la pesadez del cura nuevo.

Cuando salió éste de la iglesia para dirigirse a casa, los saludó afectuosamente, y todos se levantaron para contestar a su saludo menos Antonazas, que, no contento con esto, interrumpió los saludos que se cruzaban entre el párroco y los vecinos, diciendo al primero:

—Señor cura, una cosa le tengo que decir a usted, y perdone que sea el más atrevido de todos los de Montellano, porque como aquí ninguno tiene pizca de talento sino yo, aunque me esté mal el decirlo, ¡quién ha de decir las cosas si no las decimos los que tenemos un poco de esplicación!

El señor cura se sonrió benévolamente de la presunción de Antonazas.

—Veamos, Antón, qué es lo que Vd. tiene que decirme.

—Pues nada, es que aquí para vivir tenemos que trabajar mucho y aún así no nos alcanza el trabajo. El día de fiesta, es verdad, no trabajamos en las heredades, pero no faltan en casa enredillos en que hay que aprovechar el tiempo.

—No entiendo lo que Vd. quiere darme a entender, Antón.

—Yo me esplicaré, señor cura, que a Dios gracias esplicaderas no me faltan. Pues quería decirle a Vd. que santo y may bueno es pasar el tiempo en la iglesia, pero así ni el día de trabajo se labran las piezas ni el día de fiesta se cuida el ganado.....

—Sigo, amigo Antón, sin comprender a dónde va Vd. a parar.

—Voy a parar, señor cara, a decirle a Vd. en mi nombre y el de todos los vecinos de Montellano.....

—En mi nombre no, exclamó mi bisabuelo incomodado y alejándose del pórtico.

—Quería decirle a Vd. que el otro señor cura, que esté en gloria, tardaba la mitad que Vd. en las cosas de la iglesia.

—Antón, el señor cura a quien he sustituido sin merecerlo, pues sé que me aventajaba mucho en virtud, saber y celo sacerdotal, emplearía en el desempeño de su ministerio el tiempo que su conciencia le señalaba, como yo empleo el que me señala la mía.

—Pero el caso es, señor cura, que Vd. emplea cada día lo menos media hora más que él, y así resulta que entre todos los de Montellano perdemos al día cincuenta horas de trabajo que usted nos roba.....

—Antón, exclamó el señor cura un poco incomodado, respete Vd., ya que no al hombre, al sacerdote.

—Hola, señor cura, ¿conque se incomoda usted porque le dicen la verdad? Pues ¡porrazo! aguántese o no nos obligue a decírsela.

El señor cura, comprendiendo que era inútil y depresivo de su dignidad el altercar con aquel pedazo de bestia, se apresuró a dar las buenas tardes a los del pórtico y tomó el camino de su casa pensando cuánta paciencia y cuánta prudencia necesitan los que ejercen una misión puramente espiritual en los campos donde, si abundan las sencillas, puras, suaves y aromáticas flores, también crecen entre ellas los punzantes, ásperos e inodoros cardos.

IV

La aceña de Seldortun era en invierno y en verano el mentidero de la aldea. Generalmente los molineros de Vizcaya recogen en las casas y devuelven a las mismas molido el grano que semanalmente consume la familia; pero en Montellano no sucedía así, porque estando la aceña casi en mitad de la aldea y distando poco entre sí los cuatro barrios de que ésta se compone, las vecinas iban una vez a la semana a la aceña con el zurrón en la cabeza, esperaban a que se le moliera y volvían con él convertido en harina, que inmediatamente cernían, amasaban y cocían en el horno que toda casería tiene al lado. Así era que en todo tiempo y a toda hora, lo mismo de día que de noche, siempre había mujeres y aún hombres en la aceña de Seldortun esperando la molienda, bien dentro, en el saloncillo de las tolvas, o bien en la portalada a la que daban sombra dos enormes castaños, a cuyo pie había asientos hechos con muelas rotas.

Era por el mes de Agosto y apretaban los calores, y, sin embargo, después de anochecer desapareció de la portalada la tertulia trasladándose al saloncillo interior, donde todos hablaban en voz baja y no se oían las alegres carcajadas de costumbre.

Mi bisabuela Magdalena era una de las mujeres que aquella noche estaban en la aceña, y a esta circunstancia se debe el haber llegado a mi noticia lo que allí se habló, porque, como ya he dicho, ella se lo contó a mi abuela Agustina, mi abuela a mi madre Marta y mi madre me lo contó a mí como si presintiera que yo estaba destinado a escribir libros que ilustrasen al mundo, con narraciones tan trascendentales y luminosas. Como éstas.

—Pero, señor, exclamó la aceñera mirando tímidamente por una ventanilla que daba al camino que haciendo tornos descendía de junto a las casas de Seldortun casi tocando en el borde de la cueva de la Magdalena, ¡dónde estará ese enemigo de chico! Hace días que no se puede hacer carrera de él, hoy que va aquí, mañana que va allí, otro día que va acullá. Hoy, después de comer, dijo que se iba a las laderas de Llangon a ver si la cabra que nos faltó días pasados estaba con las de Talledo o Baltezana, y ni viene ni parece.

—Ese, dijo su marido Quicorro, ha bajado tarde, y, no atreviéndose a pasar por la cueva de la Magdalena, se ha quedado a dormir en la cabaña de los carboneros de allá arriba. ¡Estamos bien los de Seldortun, y particularmente los de la aceña con el padrastro de la tal cueva y con la terquedad del señor cura nuevo en no querer venir a conjurar el espanto ni hacer caso de lo que el espanto dice!

—¿Pero vosotros creéis que tal espanto haya en la cueva de la Magdalena? preguntó mi bisabuela en voz bastante baja para hacer dudar de la tranquilidad de su espíritu.

—¡Pues no lo hemos de creer! contestaron todas las mujeres.

—¡Que me lo pregunten a mí! añadió una de ellas. No sé cómo no me caí muerta al oírle. Al pasar por el Avellanal, me dijeron: « Mira, anochece ya, y es mejor que vayas a la aceña castañar abajo aunque te espongas a rodar con el zurrón por la cuesta, porque si vas por la cueva de la Magdalena, de seguro oyes el espanto». Dejadme de espantos, que yo no creo en ellos, contesté, y seguí el camino de Seldortun; pero nunca tal hubiera hecho, porque al acercarme a la cueva para tomar los tornos de la bajada, oigo hacia la cueva un silbido como para reclamar mi atención; me paro, escucho, y en seguida oigo una voz quejumbrosa y triste que sale de la cueva y me dice:

—Yo soy el alma del cura viejo, que aun después de muerto se desvive por el bien de los montellaneses, y de parte de Dios te mando que vayas al cura nuevo y le digas que si sigue robando a los montellaneses cincuenta horas de trabajo cada día, van a venir sobre Montellano muchos males, y él será responsable de ello en este mundo y en el otro.

—¡Jesús, qué miedo! exclamaron las mujeres y los hombres apiñándose como buscando protección unos en otros.

—¿Y vas a hacer el encargo del espanto? preguntaron muchos de los circunstantes a la espantada.

—¿Pues qué he de hacer si no? En cuanto amanezca me voy a ver al señor cura y se lo digo.

—Pero el señor cura no te hará caso, replicó mi bisabuela, porque cuando esta mañana le fue la Cana de Acabajo conque anoche al venir a la aceña le había encargado el espanto lo mismo que a ti te ha encargado esta noche, el señor cura se echó a reír y le dijo que no la absolvería cuando se fuera a confesar si seguía creyendo en tales supersticiones.

—Pues haga el señor cura lo que haga y dígame lo que me diga, yo cumplo con ir a verle y decirle lo que pasa, y mañana antes de ponerme a cerner iré y se lo diré.

En estas conversaciones y estos temores estaba la gente de la aceña, cuando llamaron a la puerta y todos se estremecieron de espanto.

—¿Quién es? se atrevió Quicorro a preguntar.

—Abra Vd., padre, contestó Pitis con voz desmayada.

Quicorro se apresuró a abrir, y Pitis se precipitó dentro, todo descompuesto y asustado.

—¿Qué es eso, hijo? le preguntó su madre sobresaltada mientras su padre no acertaba de miedo a cerrar la puerta.

—¡El.....espanto!.....balbuceó el muchacho falto de aliento y sobrado de terror, cayendo como desfallecido sobre un arca.

—¡Dios nos tenga de su mano! exclamó la aceñera, haciéndola coro, con exclamaciones análogas, todos los presentes.

Al fin el muchacho se repuso un poco y pudo hablar para contar lo que le había sucedido: lo que le había sucedido era que habiéndose detenido demasiado en el monte en busca de la cabra, con la que al fin no había dado, a pesar de haber examinado todos los rebaños de Montellano, Baltezana, Talledo y Lasmuñecas, al pasar por la Magdalena, el espanto le había hecho el mismo encargo que a los de la molienda.

En estas conversaciones estos terrores pasó la noche, y tan luego como amaneció, los huéspedes de la aceña tomaron cada cual el camino de su casa con el zurrón de harina en la cabeza o en el hombro.

El señor cura vivía en las Casas, en una contigua a la de mi bisabuelo. Terminados sus rezos, en que se ocupaba desde el amanecer, hora a que comúnmente se levantaba, se disponía para ir a la iglesia a decir misa, que el día de trabajo era a las ocho, cuando se le presentó la buena mujer a quien la noche anterior había dirigido la palabra el espanto.

El señor cura escuchó con mucha atención la relación de la espantada, que la corroboró con la advertencia de que también a Pitis había hablado el espanto y le había hecho el mismo encargo que ella.

—¿Y qué hora era, le preguntó, cuando a usted le sucedió eso?

—Un poco después de anochecer.

—¿Es decir, a la hora en que la noche anterior le sucedió lo mismo a la Cana de Acabajo?

—Sí señor, pero debo advertir a Vd., señor cura, que también algo más tarde habla el espanto, porque cuando le habló anoche a Pitis era más tarde.

—Bien, dijo sonriendo el señor cura, eso quiero decir que el espanto no está en casa hasta que anochece. Iremos a esa hora a conjurarle.

V

Al anochecer de aquel mismo día se iban reuniendo los vecinos del barrio de las Casas en el hermoso campo poblado de árboles frutales que aún subsiste en medio del barrio, aunque algo mermado a fuerza de tirarle disimulados pellizcos los vecinos para ensanchar cada cual su huerto. Cuando el señor cura vio llegar a mi bisabuelo, le llamó y le dijo:

—Agustín, venga Vd. conmigo para servirme de acólito, que voy a conjurar el espanto de la cueva de la Magdalena.

—Pero, señor cura, le contestó admirado mi bisabuelo, ¿Vd. cree lo del espanto?

—Lo que creo es que debo averiguar lo que en ello haya de cierto.

—Pues vamos allá, señor cura; pero como es de noche y nadie sabe lo que hay en las cuevas, por sí o por no, convendría que no fuéramos con las manos peladas...

—Ya llevo yo aquí con qué defendernos en caso necesario, contestó el señor cura señalando un objeto que abultaba bajo su sotana.

—¿Qué es eso, señor cura?

—El hisopo.

—Ea, pues, voy a tomar el farol y echaremos a andar.

Mientras mi bisabuelo subía por el farol, el señor cura dio un silbido, e inmediatamente acudió el perro, que empezó a hacerle fiestas.

El señor cura y mi bisabuelo, con el farol encendido, tomaron el camino de Seldortun precedidos de Javalinero, que así se llamaba el perro por su destreza en perseguir y apresar a los jabalíes hasta en las cavernas más recónditas. Como la distancia desde el barrio de las Casas hasta Seldortun era larga, en el camino se les fueron reuniendo muchos vecinos de los que regresaban de las heredades, y movidos de la curiosidad o la devoción se fueron con ellos. Cuando pasaron por el barrio del Avellanal, los curiosos o devotos se aumentaron notablemente, y al acercarse a la cueva de la Magdalena también salió a su encuentro un grupo de gente de las inmediatas casas de Seldortun.

La cueva de la Magdalena es una gran abertura que penetra horizontalmente en la roca; pero su piso está más bajo que el terreno contiguo a la boca, por lo cual hay que descolgarse cosa de dos metros para penetrar en la cueva.

Mi bisabuelo quiso alargar el farol con objeto de alumbrar el interior de la caverna; pero el señor cura se lo impidió diciéndole:

—Agustín, no se moleste Vd. en eso, que tengo yo un gran registrador de cuevas, y es necesario que registre ésta a ver si el espanto está dentro o ha salido de paseo, en cuyo último caso nos escusamos de malgastar conjuros.

Así diciendo, el señor cura silbó al perro que andaba por allí y que se apresuró a ponerse a sus órdenes.

—¡Javalinero, adentro! gritó al perro señalándole la boca de la caverna.

Y Javalinero se lanzó a la cueva estremeciendo de horror a las gentes que presenciaban la escena, porque no podían concebir que hubiese vicho viviente, aún irracional, capaz de luchar frente a frente con los espantos.

Tras un momento de ansiedad y silencio sólo interrumpido por el sordo murmullo del raudal de agua que atravesaba por la cueva para salir más abajo, se oyeron en el interior de la cueva furiosos ladridos del perro y como gritos y ayes de persona humana que lo cóncavo del lugar donde se daban hacía confusos, y no tardó en oírse otro ruido como el de un cuerpo arrastrado sobre las piedras sueltas y secas y los huesos de que cubrían el pavimento del primer techo de la caverna. Aquel ruido se fue acercando a la boca de ésta, y entonces mi bisabuelo se adelantó con el farol a cuya luz se vio que lo que arrastraba Javalinero era el cuerpo de un muchacho cuya ropa tenía asida con los dientes.

El señor cura y mi bisabuelo saltaron a la cueva, gritando el primero al perro:

—¡Javalinero, suelta!

Javalinero soltó y mi bisabuelo exclamó al reconocer a la luz del farol el cuerpo del muchacho:

—¡Es Pitis, es Pitis, que está desmayado!

Los vecinos lanzaron un grito de sorpresa al oír esto, algunos bajaron a ayudar al señor cura y mi bisabuelo a subir el muchacho.

Fuera éste de la cueva, se vio que no tenía herida alguna.

—¡Agua, agua para rociarle con ella la cara, a ver si vuelve en sí! dijo el señor cura.

Mi bisabuelo corrió con el farol en la mano a traer agua en el ala del sombrero de vertedera del manantial procedente de la cueva que brotaba más abajo de ésta.

—¡Esta agua baja ensangrentada! exclamó al cogerla del manantial.

—¡Ensangrentada! repitieron todos con espanto. El señor cura volvió a examinar el cuerpo de Pitis, y no encontrando en él lesión alguna, dijo:

—Rocíen Vds. con agua la cara del muchacho, que yo voy con Agustín y Javalinero a averiguar de qué procede la sangre que sale de la cueva.

Y añadió:

—¡Javalinero, adentro!

Y sacando de debajo de la sotana el hisopo, es decir, una pistola que amartilló, se lanzó a la cueva precedido del perro y seguido de mi bisabuelo, armado únicamente del farol, cuya luz desapareció en el fondo de la caverna.

Trascurrió otro momento de ansiedad, y al fin se vio reaparecer la luz del farol, que cada vez se distinguía más. Las gentes que rodeaban a Pitis dejaron por un instante a éste, que había recobrado el sentido, y se agolparon a la entrada de la cueva, de donde retrocedieron horrorizadas viendo que el señor cura y mi bisabuelo sacaban asido de los pies y los hombros el cuerpo de un hombre ensangrentado, pero vivo aún, pues se quejaba lastimosamente.

Aquel hombre era Antonazas, que, perseguido furiosamente en la cueva por Javalinero, había dado una caída al atravesar el torrente, y además de causarse una grave herida en la cabeza contra el ángulo de una peña, había sido atarazado por el perro.

VI

Había trascurrido cerca de un mes desde que Antonazas y Pitis fueron sacados de la cueva de la Magdalena, Antonazas gravemente herido y Pitis desmayado.

Antonazas estaba de enhorabuena, pues el facultativo le había declarado aquel día fuera de todo peligro, después de haber estado con la santa Unción.

El señor cura nuevo estaba al lado de la cama de Antonazas conversando con éste afectuosamente.

¡Ay, señor cura! decía Antonazas. ¡Cómo le pagaré yo a Vd. lo bondadoso que ha sido conmigo durante el gran peligro de muerte en que he estado!

—¿Cómo me lo pagará Vd.? De un modo muy amigo Antón: recordando mientras viva que estuvieron a punto de costarle la vida sus terquedades, único medio de que no vuelva Vd a incurrir en ellas o en otras semejantes.

—Yo haré lo posible por recordarlo, y le ruego a Vd. que me ayude también a ello.

—Así lo haré, amigo Antón.

—¿Sabe Vd., señor cura, que fue un verdadero milagro el que no quedaran mis huesos en la cueva de la Magdalena mezclados con los de los animales que allí han perecido?

—Ciertamente que lo fue, amigo Antón.

—¡Por fuerza tuve aquella noche de mi parte algún santo que me protegió; y si supiera cuál fue, haría cualquier cosa por mostrarle mi agradecimiento!

—¿Y qué haría Vd. si lo supiera, amigo Antón?

—¿Qué, señor cura? Gastarme mil ducados en levantarle una ermita en el mejor sitio de Montellano.

—Déme Vd. los mil ducados y yo lo averiguaré y con ellos le levantaré una ermita.

—Acepto la proposición, señor cura. Haga usted el favor de abrir esa arca con esta llave y déme una bolsa de dinero que hay en ella.

Así diciendo, Antonazas dio al señor cura la llave que sacó de debajo de la almohada; el señor cura abrió el arca, sacó y dio la bolsa a Antonazas, y éste, contando mil ducados en onzas de oro, se los entregó al señor cura que le dio el correspondiente recibo, concebido en los siguientes términos:

«He recibido de D. Antonio de Seldortun, vecino de esta feligresía de Montellano, concejo de Galdames, la cantidad de mil ducados para erigir con ellos una ermita al santo que yo crea haber salvado de la muerte en la cueva de la Magdalena al espresado D. Antonio, Montellano, etcétera.»

El 17 de enero del año siguiente se dijo la primera misa con toda solemnidad, con asistencia de Antonazas y ayudada por Pitis, en una linda ermita que en el campo de Acabajo había erigido el señor cura a espensas de Antonazas al glorioso San Antonio Abad, abogado de los animales.

La yesca

I

Éste era un hombre casado, a quien llamaban Juan Lanas, porque era como Dios le había hecho y no como Dios quiere que nos hagamos nosotros mismos con ayuda del entendimiento que para ello nos ha dado.

Su mujer y él se llevaban muy bien; pero no por eso dejaban de tener de higos a brevas sus altercados por la falta de filosofía de Juan Lanas. Uno de los altercados que solían tener era éste:

—¡Cuidado que son dichosas las señoras mujeres!

—Más dichosos son los señores hombres.

—¡No digas disparates, mujer!

—¡No los digas tú, marido!

—Pero, mujer, ¿quieres comparar la vida aperreada que nosotros pasamos trabajando como negros para mantener a la mujer y los hijos, con la vida que vosotras pasáis sin más trabajo ni quebraderos de cabeza que cuidar de la casa?

—Y qué, ¿es poco trabajo ese?

—¡Vaya un trabajo! Parir y criar tantos y cuantos chicos, y luego cuidar de ellos y del marido. ¡No hay duda que el trabajo es para reventar a nadie!

—Ya te quisiera yo ver en nuestro lugar, a ver si mudabas de parecer.

—Pues no mudaría.

—Pues te equivocas de medio a medio: una legua andada con los pies cansa más que veinte andadas con la imaginación.

—Será todo lo que tú quieras; pero lo que yo sé es.....

—¡Qué has de saber tú, si eres un Juan Lanas!

—¡Adiós, ya salió a relucir el pícaro mote!

—Los motes no los pone el que los usa.

—¡Otra te pego, Antón! ¿Pues quién los pone si no?

—El que los merece.

—¡No, si a las señoras mujeres las dejan hablar!.....

—¡No, si a los señores hombres los dejan hacer y decir disparates!.... Jesús, ¡y luego dicen que los hombres se casan! Mentira, mentira, que las que se casan son las mujeres.

El pobre Juan Lanas, no encontrando ya razones que oponer a las de su mujer, cedía a ésta el campo y se iba a ganar la vida.

II

Juan Lanas era jornalero; pero cuando no tenía dónde ganar el jornal, se dedicaba a lo que salía, porque, eso sí, él, aunque de pocos alcances, era vividor, y por arte o por parte, raro era el día que no se agenciaba para ir pasando él, la mujer y los chicos.

Un día, viendo que en Valpelado (que así se llamaba, con razón, su pueblo) no encontraba ocupación, se fue a Valboscoso, que distaba de allí cuatro leguas, a ver si encontraba jornal o cosa en que pudiera ganar uno, dos o medio.

Valboscoso era célebre en toda la comarca porque tenía grandes encinares que producían mucha y buena yesca, de que se surtía todo el país, que carecía de árboles, porque sus naturales, como los de muchas comarcas del interior de España, decían que los árboles no sirven más que para criar gorriones y los gorriones no sirven más que para comerse el trigo.

Yo tengo en mi casa un gorrión que oyendo decir esta barbaridad a un campesino que vino a preguntarme cómo se las compondría para que lloviera con más frecuencia en su pueblo, habló por permisión de Dios y le puso de vuelta y media.

—Hombre, le dijo, permita Vd. que me extrañe de verle a Vd. aquí.

—¿Por qué, hombre, digo pájaro?

—Porque no sé cómo Vd. y los que como usted piensan no han reventado ya de brutos. ¿Conque convienen Vds. en que es una gran cosa el arbolado para atraer la lluvia y la frescura sobre los campos, que sin ellas son como cuerpo vital sin sangre, y aborrecen el arbolado porque favorece la cría y propagación de los gorriones? Y ustedes, pedazos de alcornoque, ¿creen que los gorriones no servimos más que para comer trigo? La plaga principal de los campos son los insectos y sabandijas que devoran o inficionan cuanto en ellos brota, y ha de saber Vd. que el único remedio de esa plaga somos nosotros los pájaros, y muy especialmente nosotros los gorriones, que si gustamos del trigo, gustamos cien veces más de los insectos y sabandijas. Hombre, no sean Vds. zoquetes, y en vez de negarnos la hospitalidad, aborreciendo los árboles que pueden dárnosla, orlen de árboles sus heredades y cubran de arboledas sus colinas, inútiles para otra cosa, y así matarán Vds. dos pájaros de una pedrada (como dicen Vds. en su afán de matar pájaros hasta de boca), proporcionando a sus campos frescura y esterminadores de insectos y sabandijas.

¿Pues creerán Vds. que el campesino convencido con este discurso, aunque el orador era pájaro que cantaba en la mano? ¡Nada de eso! Con insultar al orador, diciéndole que tenía mucho pico, se quedó tan fresco y sigue no plantando árboles por miedo de gorriones.

III

Pero volvamos al pobre Juan Lanas, y le llamo pobre, porque, aunque recorrió todo Valboscoso buscando jornal de casa en casa, no encontró quien se le diera.

Volvíase ya, lleno de desconsuelo, a Valpelado, cuando a la salida del pueblo vio un almacén de yesca y le ocurrió comprar media arrobita de ella para revenderla en su pueblo, dos cuartos a éste, uno al otro, un ochavo al de más allá, a ver si se ganaba siquiera un par de pesetas.

Juan Lanas era desconfiadillo, por lo cual advirtió al yesquero que no le engañara en el peso, advertencia que le supo al yesquero a rejalgar de lo fino, y así que hizo la compra, echó la yesca

en el morral y el morral a la espalda, y, hala, hala, continuó su camino hacia Valpelado.

Apenas echó a andar, le pareció que la yesca le pesaba muy poco y empezó a pensar si el yesquero, en lugar de echar en el peso la pesa de media arroba, habría echado la de cuartilla y por consiguiente le habría birlado la mitad del dinero que había dado por la yesca.

Con esta sospecha pasó un rato muy pícaro, y estuvo a punto de volver al pueblo a dar parte al alcalde de tan escandaloso robo; pero pensando que el ladronazo del yesquero podía negar el robo y además acusarle de calumnia, y en lugar de devolverle lo que le había robado, hacer que le plantaran en el cepo, desistió de aquella tentación y no le pesó de ello, pues cuando llegó al mojón de la primera legua, ya le parecía, a juzgar por el peso de la yesca, que lo más, lo más que habría hecho el yesquero era echar en el peso la pesa de cuartilla y media en lugar de la de media arroba, y por lo tanto, lo más, lo más que le había robado era media cuartilla, que no merecía la pena de andar en denuncias y pleitos que cuestan un sentido con lo sanguijuela y trapalona que es casi toda la gente de la curia.

IV

Cuando Juan Lanas llegó al mojón de las dos leguas, dio gracias a Dios por no haber incurrido en la ligereza de acusar de ladrón al yesquero, porque estaba ya plenamente convencido de que la yesca pesaba la media arroba que había pagado, y decía para sí:

—¡Vea Vd. qué pícara inclinación tenemos los hombres a pensar mal del prógimo! De suerte y manera que, si me dejo llevar del mal pensamiento que el enemigo me inspiró, calumnio al pobre yesquero, que será hombre honrado a carta cabal, y además de incurrir en la infamia de manchar la reputación de un hombre de bien, me expongo a que me soplen en el cepo por calumniador y malo... ¡Jesús, Jesús, bien dicen que el diablo tiene cara de conejo¡

Así pensando y así diciendo, el buen Juan Lanas continuó su camino, que por cierto nada tenía de agradable, porque hacía un sol que se asaban vivos los pájaros.

Cuando llegó al mojón de la tercera legua, le pesaba ya más que la yesca el remordimiento de haber pensado mal del yesquero, porque ya estaba segurísimo de que éste, lejos de haberle robado nada en el peso, se había equivocado dándole una cuartilla de más, o, lo que es lo mismo, echándole en el peso la pesa de tres cuartillas en lugar de la de media arroba.

—Pero, señor, decía sopesando con ambas manos el morral donde llevaba la yesca, ¿cómo pude yo pensar que esto no pesaba media arroba? Estoy seguro de que la pesa que echó en el peso fue la de tres cuartillas en lugar de la de media arroba. Vea Vd. cómo ni el más honrado y fiel de este pícaro mundo está libre de que alguno le calumnie dejándose llevar de un mal pensamiento.

V

Juan Lanas, cada vez más arrepentido de la ligereza con que había juzgado la probidad del yesquero, continuó hacia su pueblo, a cuya entrada estaba el mojón de la cuarta legua, donde descansó un poco y volvió a sopesar la yesca.

Esta operación aumentó sus remordimientos de haber pensado mal del honrado yesquero, porque le dio el íntimo convencimiento que había empezado a adquirir desde la tercera legua, de que la yesca pesaba aún más de tres cuartos de arroba.

—Pero, Dios mío, decía, ¿dónde demonios tendría yo el entendimiento cuando llegué hasta a pensar que la yesca no pesaba media arroba? Está visto que en este pícaro mundo hasta el que lleva los ojos más abiertos anda la mitad del camino a trompicones.

Su mujer le vio desde la ventana, donde estaba colgando un poco de ropa al sol, y como notase que llegaba fatigado, se apresuró a bajar a su encuentro y a pedirle el morral para que subiese con menos fatiga las escaleras.

—¿Qué traes aquí, hombre? le preguntó.

—Mujer, viendo que no encontraba dónde trabajar en Valboscoso, me dio la humorada de emplear los cuartos que llevaba en media arrobita de yesca para ver si gano uno, dos o medio vendiéndola aquí, dos cuartos a éste, uno al otro, un ochavo al de más allá.

—Y has hecho perfectamente.

—Pero tengo que volver a Valboscoso.

—¿Y a qué santo has de volver tú allá?

A hacer una restitución al pobre yesquero, que se ha equivocado, echando en el peso la pesa de arroba en lugar de la de media.

—¿Y qué has hecho de la media arroba que te dio demás?

—Mujer, ¡qué había de hacer! nada; ahí viene.

—¡Qué ha de venir aquí, hombre! Esto ni siquiera pesa media arroba.

—¡Ya! como tú estás descansada, te parece que pesa menos.

—¡Ya! como tú estás cansado, te parece que pesa, más.

Estas últimas palabras fueron un rayo de luz para la oscura inteligencia de Juan Lanas, que guardó silencio, y apresurándose a pesar la yesca en la tiendecilla inmediata, se encontró con que pesaba media arroba justa.

—¿Lo ves, hombre de Dios, lo ves? le dijo su mujer. Eh, no sé para qué te dio Dios el entendimiento si no has de conocer con ayuda de él lo que mil veces te he dicho.

—¿Y qué es lo que me has dicho tú?

—Que cansa más una legua andada con los pies, que veinte andadas con la imaginación.

Juan Lanas calló, queriendo entrever en lo que le había sucedido la resolución de dos problemas importantes, cuales eran el de la gravitación de los cuerpos y el de la teoría y la práctica; ¿pero la entrevió? Ca, eso se queda para inteligencias más claras que la suya y la mía.

La fuerza de voluntad

I

Una vez conversaba yo con un carranzano más listo que un demontre (pues los hay que ven crecer la yerba), y como la conversación recayese sobre lo que puede la imaginación en nuestros actos, el carranzano me contó lo siguiente, que no eché en saco roto, como no echo nada de lo que me pueda servir para estudiar el modo de sentir, pensar y proceder del pueblo a quien tengo mucha afición, aunque no tanta que me parezca un santo ni mucho menos, porque su señoría (y perdone si le niego el su magestad, pues creo que mienten bellacamente los que le llaman soberano) suele descolgarse con cada animalada que le parte a uno de medio a medio.

II

Era hacia los años de 1836 a 1838 en que la guerra civil entre isabelinos y carlistas hacía de las suyas a más y mejor, tanto que cuando las recordamos los que no tenemos nada de belicosos ni de pícaros, no podemos menos decir a los belicosos, pícaros o inocentes que se entusiasman con ella: ¡Ay, pedazos de bestias!

Los beligerantes ordinarios en la conjunción de los valles de Carranza y Soba, eran: en Carranza un destacamento de aduaneros carlistas mandados por un carranzano conocido por Josepin el de Aldacueva, y en Soba los urbanos o paisanos armados isabelinos de los lugares confinantes con Carranza, mandados por un sobano conocido con el apodo de Geringa.

Josepin era un mocetón corpulento, de buen humor y diestro en la estrategia guerrillera; y Geringa un delgaducho como un alambre, a cuya circunstancia debía el apodo de Geringa, preocupado y caviloso como él solo, tanto que su mujer temía no se le pusiese alguna vez en la cabeza que estaba en peligro de muerte, porque entonces ni todos los veterinarios del mundo le salvaban.

Josepin y Geringa se conocían desde antes que empezara la guerra, y por cierto que merece contarse en capítulo aparte cómo se conocieron.

III

La romería de Nuestra señora del Buen Suceso que se celebra en la parte oriental de Carranza es concurridísima de gentes, así de los valles de las Encartaciones de Vizcaya como de los de la Montaña, a cuyo número pertenece en primer lugar el de Soba.

Entre los concurrentes a la romería estaban Josepin el de Aldacueva y Geringa el de Soba. La gente iba formando un gran corro, en el que se hallaba Geringa admirando a un charlatán que pretendía tener un perrillo tan sabio que si su amo le decía: Chuchumeco, a ver cuál es el único carranzano que puede asesinar aunque sea a Cristo padre sin que la justicia se meta con él, iba a plantarse de manitas en las piernas del médico del valle; y si le añadía: Chuchumeco, dinos quién es el más tonto de todos los que nos están mirando, iba derecho como una bala a un pobre diablo que acababa de casarse por tercera vez después de haber pasado la pena negra con sus dos primeras mujeres.

Viendo Josepin los aspavientos de admiración que hacía Geringa, al presenciar aquellas habilidades, le dijo:

—Qué, ¿te admiras de lo que ese hombre hace con el su perrillo?

—¡Pues no me he de admirar, hombre!

—Los que tenemos fuerza de voluntad hacemos eso y mucho más por debajo de la pata.

—Sí, como no hagas tú.....

—Lo que yo hago es, no hacer que me obedezca un perro, que es el animal más listo, sino hacer que me obedezca un burro, que es el animal más torpe. Los que tenemos fuerza de voluntad, lo conseguimos todo con ella.

—¿Y tú la tienes?

—¿Que si la tengo? Lo vas a ver.

—¿Y cómo?

—Haciendo una cosa más difícil que lo que hace ese hombre con el su perrillo. El perro puede obedecer a una seña imperceptible para el público, que le haga el amo; pero lo que yo voy a hacer no admite trampa; es todo pura fuerza de voluntad. Le voy a decir a ese burro, de modo que lo oiga la romería entera, que se haga el muerto, y verás como al punto me obedece, porque la mi fuerza de voluntad es inresistible.

Geringa, como todos los que escuchaban a Josepin, se echó a reír en son de dada, pero Josepin se dirigió al burro del charlatán, que pacía bajo los robles, tapóle con una mano una oreja, y acercando los labios a la otra, de modo que la voz se recojiera en la oreja del animal, gritó:

—¡¡¡Hazte el muerto!!!

El burro cayó al suelo como herido de un rayo al sonar este tremendo grito, y quedó como muerto.

Toda la gente, y Geringa más que nadie, lanzó otro grito de asombro.

El hombre del perro se enteró de lo que pasaba y empezó a echar ternos viendo a su burro inmóvil, creyendo que Josepin se le había muerto.

—No se asuste Vd., buen hombre, le dijo Josepin, que el burro estará muy pronto con tanto conocimiento como Vd., pues aunque con la mi fuerza de voluntad le hubiera matado yo de veras, con la mi fuerza de voluntad le resucitaría, y si no ahora verán Vds. lo que la mi fuerza de voluntad puede.

Josepin permaneció un momento con la vista fija en el burro, al que al cabo dijo:

—¡Ea, levántate y echa a correr para que se vea que estás vivo!

El burro empezó a moverse, se levantó y echó a correr dando coces y respingos por la arboleda.

Inútil fue que al volver Geringa a Soba no faltase entre las gentes a quienes contaba, lleno aún de asombro, la prodigiosa fuerza de voluntad de Josepin el de Aldacueva, quien le arguyese que tal fuerza de voluntad era una quimera, pues la caída del burro era por efecto del aturdimiento que le había causado el grito dado en su oído. Geringa siguió creyendo a pies juntillas que la fuerza de voluntad de Josepin obraba prodigios.

IV

Como he dicho, Josepin era jefe de los aduaneros carlistas y Geringa uno de los jefes de los urbanos isabelinos.

Josepin tenía como prenda de uniforme una chaquetilla con vivos, boca-mangas y cuello encarnados. Un día estaba en mangas de camisa a la puerta de su alojamiento en Sangrices esperando que la patrona, sentada a la misma puerta, acabase de coserle ciertos desperfectos de la chaquetilla, que empezaba ya a hablar por los codos, pidiendo la enviasen al cuartel de inválidos.

—Estáis hechos unos arlotes, dijo la patrona, y más comparados con los urbanos de Soba, que se han hecho un uniforme muy majo, y particularmente Geringa, que se ha echado una levita que parece la de un general.

—¿Sí? contestó Josepin un poco picado de aquellas palabras. Verá Vd. qué pronto luzco yo la levita de Geringa.

—¡Qué habéis de lucir vosotros, si no tenéis más que boca! replicó la patrona.

—Le digo a Vd., exclamó Josepin con tono cada vez más picado y resuelto, que he de lucir la levita de Geringa mañana mismo.

Al día siguiente, Josepin con sus subordinados se dirigió hacia Soba antes de amanecer y se emboscó en unos matorrales próximos al camino para esperar a los urbanos, que solían salir hasta allí a fin de ahuyentar a los aduaneros carlistas.

Poco después aparecieron unos cuantos urbanos mandados por Geringa, lanzáronse sobre ellos los carlistas e hicieron prisionero a Geringa, que se quedó como alelado cuando vio a Josepin, y que, en efecto, vestía la levita de uniforme últimamente estrenada.

Geringa era preocupado, pero no cobarde. Avergonzado y arrepentido del amilanamiento a que debía el haber caído prisionero, increpó a Josepin diciéndole que era un cobarde lazo el que le había tendido.

—Desengáñate, Geringa, le contestó Josepin con mucha calma, aquí no ha habido lazo ni cosa que lo valga: lo que ha habido es la mi fuerza de voluntad que es inresistible.

Geringa no supo qué contestar a esto, porque creía que, en efecto, la fuerza de voluntad de Josepin tenía gran poder.

Lo primero que hizo Josepin fue mandarle que se quitara la levita mientras él se quitaba la chaqueta, que se proponía relevar definitivamente del servicio en aquel momento.

Obedeció Geringa a regañadiente, y Josepin, lleno de alegría, fue a ponerse la levita. A fuerza de fuerzas lo consiguió; pero le estaba tan estrecha, que quedó con ella como envarado, hasta que la levita pegó un estallido por espalda y hombros, abriéndose como si fuera de papel. Quitósela Josepin, y de rabia, viendo que no podía lucir prenda tan codiciada, la hizo girones y volvió a ponerse la achacosa chaqueta.

Pocos días despues hubo cange de prisioneros, y Geringa fue de los que recobraron la libertad.

—Oye, Geringa, le dijo Josepin, si te vuelves a hacer levita, te encargo que la hagas más ancha, pues te he de volver a coger, y si la tu levita no me sirve, te pego cien palos.

—¡Sí, no te untes! le contestó Geringa riéndose del encargo y la baladronada.

La patrona consabida, que estaba presente y oyó esto, le dijo:

—No lo tomes a broma, Geringa, que en poniéndosele a este Josepin una cosa en la cabeza, se sale con la suya. La víspera del día que te cogió dijo que te cogería y te quitaría la levita, y ya ves cómo lo cumplió.

—Con la mi fuerza de voluntad lo cumplo yo todo, añadió Josepin.

Y Geringa calló, y tomó el camino de Soba muy pensativo.

V

—Pero señor, se decía Geringa, ¿no es una tontería que un hombre como yo crea que otro hombre, sólo con la fuerza de su voluntad, pueda hacer lo que le dé la gana? Pero la verdad es que Josepin lo hace, y eso no me lo ha contado nadie, que lo vi yo en el Suceso por mis propios ojos.

En estas cavilaciones pasó algunos días, y como se decidiese a hacerse nueva levita y no quisiese dar su brazo a torcer al sastre, encargó a éste que se la hiciese bien anchita para poderse poner ropa debajo así que viniese el frío, que en Soba viene temprano y se va tarde, según lo canos que yo veía casi siempre desde mis templadas Encartaciones los montes sobanos.

Apenas Geringa se había puesto media docena de veces la segunda levita, cuando Josepin penetró hacia Cisterna y Lamedal, pueblos de Soba fronterizos; atacó a los urbanos mandados por Geringa, y volvió a hacer a éste prisionero.

Geringa se indignaba de sí mismo, pues a pesar de su valor (que era mucho, como el de sus subordinados) se había quedado también esta vez como acobardado al ver a Josepin, y como espantado, convenía consigo mismo en que la fuerza de voluntad de Josepin tenía gran poder sobre él.

A primera vista conoció Josepin que la segunda levita de Geringa era más holgada que la primera, y se apresuró a ponérsela, con tanto más gusto, cuanto que su chaqueta se reía por todas partes del que la llevaba.

La levita le entró con más facilidad que la otra; pero aun así lo estaba tan apretada, que amenazaba estallar y le molestaba mucho. En vista de esto, Josepin se la quitó muy quemado, se la dio a su segundo, que era bastante más delgado que él, y dijo a Geringa:

—Geringa, has cumplido a medias el mi encargo, y a medias voy yo a cumplir la mi promesa.

Dicho esto, hizo que dieran a Geringa cincuenta palos, en lugar de los cien prometidos.

Poco después hubo nuevo cange de prisioneros, y también fue incluido en él Geringa.

—Geringa, le dijo Josepin, dentro de poco caerás por tercera vez en mis manos, porque la mi fuerza de voluntad te hará caer. Si te haces la tercera levita, háztela de modo que me esté justa, porque si no me lo está, te fusilo sin remisión. Entiéndelo bien, para que luego no alegues ignorancia: la levita ha de estar como hecha para mí.

Geringa le contestó con la risa del conejo:

—Sí, te enviaré el sastre para que te tome las medidas.

—Pues te tendría mucha cuenta, porque ya sabes que yo cumplo lo que ofrezco, y que la mi fuerza de voluntad es inresistible.

Esto era en Sangrices, y la patrona de Josepin, que estaba presente y tenía buena voluntad a Geringa, aconsejó a éste que no tomara a broma las palabras de Josepin, pues éste, por fuerza tenía pacto con el diablo.

VI

Geringa se volvió a Soba más preocupado que nunca, y tratando de hacerse la tercera levita, cosa indispensable, pues era la prenda principal de uniforme de la oficialidad de los urbanos del valle, sus cavilaciones subían de punto.

De cavilación en cavilación, empezó por reconocer que, en efecto, la fuerza de voluntad de Josepin era irresistible, y concluyó por convenir también en que le iba la vida en que la tercera levita le estuviese justa a Josepin.

—Consiento, se dijo, en morir fusilado, antes que pasar por la vergüenza de enviar el sastre a que le tome las medidas; pero quizá haya algún medio de evitar esta vergüenza, sin esponerme a que la levita no le esté justa.

Geringa encontró, en efecto, el medio que buscaba, y que consistió en pedir secretamente a la patrona de Sangrices la medida del cuerpo de Josepin, que la patrona tomó mientras Josepin estaba durmiendo.

Por tercera vez hizo Josepin prisionero a Geringa. La tercera levita que éste vestía le estaba a su dueño como un saco, y a primera vista conoció Josepin que, al fin, aquella vez podría presentarse a la patrona, sin que ésta le calificase de arlote.

Apresuróse a despojar a Geringa de la levita, con tanto más motivo, cuanto que su chaqueta se caía ya a pedazos, y con indecible alegría vio, al ponérsela, que le estaba como pintada.

Entonces, lleno de gozo, abrazó a Geringa, le puso en libertad sin cange ni rescate alguno, y no contento con esto, llevó su generosidad hasta el estremo de regalarle su chaqueta para que no volviese a Soba en mangas de camisa.

VII

Esto es lo que me contó el carranzano para probarme lo que puede la imaginación, esto es lo que los carranzanos cuentan en ferias y romerías para hacer rabiar a los sobanos, y esto es lo que los sobanos no pueden oír con paciencia, por lo cual, cada vez que en tales ocasiones se cuenta, se arma una de palos y bofetadas de cuello vuelto que desde la pela de Aja a la cumbre de Colisa, se oye el ¡ay, que me han roto el bautismo!

Pico de Oro

I

Trabajillo nos costará, ahora que estamos en invierno, trasladarnos, aunque sólo sea con la imaginación, a la ciudad de Burgos, dejando la benigna temperatura de las marismas de Vizcaya, donde fructifican el naranjo y el limonero, porque la temperatura de Burgos es tan fría, que allí, cuando el termómetro de Reaumur baja al grado de congelación, exclaman las gentes. «¡Qué, si tenemos una temperatura primaveral!» Pero ello, no hay remedio, hemos de trasladarnos allá, si hemos de oír al famoso Pico de Oro, que va a predicar en la nunca bastante ponderada catedral de Burgos.

¿No saben Vds. quién es Pico de Oro? Pues él muy nombrado es, porque en las iglesias siempre está uno oyendo exclamar a las mujeres: «¡Jesús, qué pico de oro!»

No sé si habrá más picos de oro que uno; pero el de mi narración era un fraile dominico tan célebre en toda Castilla por su elocuencia en el púlpito, que en cuanto se anunciaba que iba a predicar en cualquiera parte, no quedaba pueblo alguno entre las cordilleras carpetana y pirenaico-cantábrica de donde no fuera gente a oírle.

II

La buena, la religiosa, la caballeresca, la hidalga, la histórica, la monumental ciudad de Burgos estaba alborotada con la noticia de que el famoso Pico de Oro iba a predicar en su santa iglesia catedral, y con tal motivo por toda Castilla la Vieja acudían las gentes como en romería a la ilustre caput Castellæ, aunque, como de costumbre, hacía en Burgos un frío que ya, ya.

¡Para qué quería Burgos capitanía general, ni audiencia, ni presidio, ni instituto, ni seminario, ni escuela normal, ni demonios colorados, si el famoso Pico de Oro fijase allí su residencia y echase aunque no fuese más que un sermoncito cada semana!

Pero dejémonos de digresiones y vamos al asunto. El asunto era que había llegado el gran día, el día en que el famoso Pico de Oro hiciese resonar su elocuentísima voz en la catedral de Burgos.

Veinte catedrales como aquélla, y eso que no es floja, no hubieran bastado para dar cabida a la muchedumbre que se agolpaba a las puertas del templo codeándose, estrujándose, apabullándose, despachurrándose por entrar a oír al famoso Pico de Oro.

La catedral estaba ya tan llena, que al Papamoscas le temblaban las piernas cada vez que salia a machacar en la campana, temiendo que la catedral pegase un estallido.

Por fin el señor arzobispo se arrellanó en el sillón pontifical colocado en el presbiterio, y un ¡ahhh! de satisfacción se escapó de todos los gaznates al ver aparecer en el púlpito al famoso Pico de Oro.

III

Como no es cosa de que yo vaya a encajar aquí entero el sermón del famoso Pico de Oro, me contentaré con dar a conocer sa resumen, que los afrancesados llamarían análisis.

Después de anunciar en el exordio que se proponía con la ayuda de Dios encarecer las penas del infierno, para lo cual imploraba la gracia del Altísimo, el predicador entró en materia, y fue diciendo lo que en resumidas cuentas vamos a ver:

«Amados oyentes míos. los tormentos del infierno son tales que sólo pueden concebir alguna idea de ellos los hombres de bien que se meten en pleitos; los pobres pundonorosos que se casan con ricas necias; los alcaldes de los pueblos divididos por las pícaras elecciones; los que en España viven del cultivo de las letras y las bellas artes; los que están gobernados por gentes que han pasado la vida conspirando para coger la sartén del mango, y finalmente, los españoles.»

El auditorio, que todo él era español, se estremeció de espanto al oír esto, y el orador continuó:

«Ya veis, amados oyentes míos, que en Burgos hace un frío de doscientos mil demonios. Pues el frío que aquí hace es tortas y pan pintado comparado con el que hace en el infierno.»

El señor arzobispo dio un respingo en su asiento, y el auditorio lanzó un grito de horror al oír que en el infierno hacia aún más frío que en Burgos.

«¿Veis, continuó el orador, los carámbanos de hielo que cuelgan de los canalones de esta santa catedral? Pues en el infierno hasta en las alcobas hay colgaduras como esas.»

El señor arzobispo echaba al orador unas miradas que parecía querer tragársele vivo, y el público alzaba los ojos al cielo pidiendo al Señor misericordia.

«Sí, amados oyentes míos, continuó el famoso Pico de Oro, hacéis bien en pedir al Señor que os libre de los tormentos del infierno, porque en el infierno es tan horroroso el frío, que hasta cuando se asan los pájaros hay que llevar una fundita en las narices, porque si no se le hielan a uno.»

Al señor arzobispo un color se le iba y otro se le venía, y el público lloraba de terror y arrepentimiento, dándose en el pecho cada puñetazo que se le hundía.

El famoso Pico de Oro continuaba:

«Para que no creáis que exagero al encarecer los tormentos del infierno, os diré que allí, hasta cuando a uno le sirven hirviendo el chocolate, para tomarle hay que romper con los nudillos de los dedos el hielo que le cubre.»

El señor arzobispo echó mano a la mitra para tirársela a la cabeza al predicador; pero conteniéndose y no pudiendo aguantar más en su sillón, se levantó y se fue a la sacristía a tomar un vaso de agua con azucarillo, porque parecía que le iba a dar algo.

En cuanto al auditorio, estaba tan arrepentido de sus pecados, que los confesaba a gritos y pedía a Dios que le librase de las penas del infierno.

IV

El famoso Pico de Oro bajó del púlpito altamente satisfecho del saludable efecto de su oratoria, y al dirigirse a la sacristía hubiera reventado de orgullo a no ser tan modesto, porque todo el mundo exclamaba:

—¡Jesús, Jesús, qué pico de oro!

En la sacristía encontró al señor arzobispo hecho un veneno de santa indignación.

—Amigo, exclamó su ilustrísima al verle, me ha dado Vd. un rato de padre y muy señor mío.

—¿Por qué, ilustrísimo señor? le preguntó Pico de Oro con mucha calma, tomando un polvo con permiso de su ilustrísima.

—¡Alabo la pregunta, como hay Dios! exclamó el señor arzobispo indignado. ¿Conque se pone usted a decir que en el infierno hace frío, cuando precisamente sucede todo lo contrario?

—¿Y por eso está incomodado vuestra ilustrísima?

—No, que estaré bailando de contento.

—¿No ha visto vuestra ilustrísima el efecto que mi sermón ha hecho?

—Y tres más que lo he visto; pero por eso mismo me duele y hasta me indigna el que habiéndole dado Dios tan asombrosas facultades oratorias, no saque de ellas el partido que debiera sacar. ¡Cuidado que me ha hecho gracia la ocurrencia de decir que hace frío en el infierno!

—Entendámonos, ilustrísimo señor. ¿Qué me propuse yo al dirigir la palabra al público burgalés?

—Lo que Vd. anunció en el exordio de su sermón: inspirar horror al pecado, que Dios castiga con el infierno, encareciendo los tormentos que en el infierno sufre el pecador.

—¡Ajá! Estamos conformes. Ahora dígame vuestra ilustrísima: ¿qué es lo que sobra en Burgos?

—Frío.

—¿Y qué es lo que en Burgos falta?

—Calor.

—Perfectamente. Pues siendo así, dígase a los burgaleses que en el infierno abunda el calor que en Burgos falta, y todos querrán ir al infierno; pero dígaseles que en el infierno abunda el frío que en Burgos sobra, y no querrá ir al infierno ninguno.

Al oír esto el señor arzobispo, alargó la mano al famoso Pico de Oro, y exclamó sacando a su vez la caja del polvo y tomando uno de los morrocotudos:

—¡Dios de Dios, lo que saben estos padres dominicos! ¡Parece que han estudiado con los padres jesuitas!

Un siglo en un minuto

I

Esta narración necesita prólogo propio. En cambio, no le necesitan ajeno tantos y tantos libros como ahora salen con prólogo ajeno, a pesar de estar vivos y sanos, gracias a Dios, sus autores, y ser éstos muy listos y muy guapos para no necesitar que el vecino se encargue de decir al público lo que nadie mejor que ellos sabe.

En el de este libro he citado la opinión de cierto caballero particular que asegura son una misma cosa la mentira y la poesía, y no quiero poner término a estas narraciones sin hacer un esfuerzo para averiguar lo que haya de cierto en la susodicha opinión. El procedimiento de que me voy a valer es muy sencillo, pues consiste en contar algo que sea mentira, y luego ver si hay o no poesía en ello.

Tengo por mentira lo que voy a contar; pero también tengo mis temorcillos de que no lo sea, porque, además de ser personas muy verídicas y bien informadas unas buenas aldeanas de Güeñes, que me lo contaron una noche de Difuntos, mientras ellas hilaban y nosotros los hombres fumábamos a la orilla del fuego, he leido algo que corrobora su aserto en un libro que, si mal no recuerdo, se llama Leyendas de Flandes, escrito por un tal Berthout, o cosa así, y cuando una noticia anda de Vizcaya a Flandes, algo debe tener de cierta.

Moreto ha dicho que la poesía y la filosofía son una misma cosa, y si resultase que la poesía y la mentira tambien lo son, ¡buena, buena va a quedar la filosofía, tras lo mal parada que ha quedado en manos de los krausistas!

II

Allá hacia mediados del siglo XIV, eran célebres en Vizcaya dos caballeros, llamados, el uno, D. Juan de Abendaño, y el otro, Fortun de Mariaca, este último más conocido con el sobrenombre de Ozpina, que equivale a Vinagre.

D. Juan de Abendaño, a quien el historiador Lope García de Salazar, su paisano y casi contemporáneo, llama « ome endiablado,» por su travesura y audacia, y pinta como terror de los maridos, era el D. Juan Tenorio de aquella época y aquella comarca. La doncella más pura y tímida se escapaba trás él a la torre de Unzueta en cuanto don Juan le cantaba una trova o rompía, en su honor una lanza bajo su ventana, y la casada más honesta y altiva necesitaba guardas, si D. Juan rondaba una vez su torre solariega, de buen testigo doña Elvira, la mujer de Pero de Lezama, de la que dice el citado Salazar que «era lo que era mucho hermosa y lozana sobre todas las de su tiempo, y su marido la tenía siempre guardada en la su torre con criados suyos, por revelo de D. Juan de Abendaño.»

En cuanto a Fortun de Mariaca, hijo bastardo de Fortun Sáez de Salcedo, señor de Ayala, Salazar le califica de «ome perverso.» Ya de mancebo, tenía genio endemoniado, por lo cual dieron en llamarle Ozpina, y este mal genio se había ido agravando de tal modo con los años, que había llegado a ser insufrible en el tiempo a que me refiero, en que Fortun era viejo.

Por aquel tiempo estaban en toda su crudeza las guerras de bandería entre oñecinos y gamboinos, y en toda la región cantábrica desde el Bidasoa al Deba asturo-montañés y desde el océano al Ebro o más arriba, caballeros y labradores apenas tenían más ocupación que la de romperse el bautismo «sobre quién valía más,» como dice el buen Lope García de Salazar, que debía saberlo, pues desde la edad de diez y seis años hasta la de setenta en que se dedicó a historiar lo que de aquellas guerras y otras cosas sabía, que por cierto no era poco, había sido uno de los más poderosos y afamados banderizos.

III

Ochanda de Anuncibay era a la edad de diez y seis años la doncella más hermosa, delicada y pura de peñas abajo. Los que habéis bajado a Bilbao por las amenas márgenes del Nervión, que es aquel riachuelo que atravesásteis en la vega de Orduña y luego iba creciendo, creciendo a vuestro lado hasta que la mar salió a su encuentro siete leguas más abajo y le escondió en su resalado seno, ¿no recordáis haber visto a la derecha de Areta, casi en la confluencia del Arnáuri (que baja del valle de Orozco) con el Nervión, una torre solariega que tiene al lado una ferrería, un molino y una ermita? Pues aquella es la torre de Anuncibay, sólo que no es la misma que cobijó la niñez de Ochanda. Aquella torre con pretensiones de palacio es relativamente moderna y se edificó en el solar de otra muy vieja, muy fuerte y muy sombría, que era la que cobijó la niñez de Ochanda.

Al cumplir los diez y seis años Ochanda de Anuncibay lo más que se había alejado del solar paterno era para ir, velada la faz y acompañada de su madre doña Estíbaliz, una dueña y un criado viejo, a oír misa en la iglesia monasterial de San Pedro de Lamuza (que es la de Llodio), a la que la piadosa doña Estíbaliz tenía mucha devoción por haberla consagrado, al comenzar el siglo XI, el obispo de Calahorra D. Pedro Nazar, usurpador según unos, y heredero legítimo según otros, de la santa sede episcopal de Armentia.

Su madre era un tipo femenil que existía aún en todo su vigor al terminar la Edad Media; pero que desde entonces se ha ido desvaneciendo hasta el punto de no quedar siquiera sombra de él en nuestro tiempo. Compartía su vida entre la fe y la casa; pero la compartía con tal severidad, que hoy su amor nos parecería poco aceptable a Dios y a la familia. Casi nunca pronunciaban sus labios una palabra dura; pero casi nunca aparecía en ellos una sonrisa. Su marido era a la par su amado compañero y su respetado señor, de modo que nunca le nombraba sin darle este último nombre.

—Pedid a Dios que tenga en su guarda a mi marido y señor Sancho Martínez de Anuncibay, decía siempre al socorrer por su propia mano al pobre que llegaba a su puerta implorando su caridad, que era inagotable.

Sancho estaba casi siempre ausente del hogar porque las guerras de bandería en que constantemente andaba metido, no le permitían otra cosa. Para el cuidado de su casa y hacienda, bastábale su mujer, porque doña Estíbaliz era señora para todo. Ella administraba la ferrería y el molino solariegos, y ella se entendía con sus colonos de Vizcaya y de Álava, donde los señores de Anuncibay poseían las pingües haciendas de Arbulo, cerca de la insigne iglesia juradera de Santa María de Estíbaliz, de donde eran originarios.

Muchas veces regresaba Sancho a su casa, acompañado de apuestos donceles y caballeros, que antes de despedirse de él, se solazaban con alardes de guerra y caballería en el nocedal frontero a la torre donde también solía lucir sus sandias gracias un bobo bufón muy célebre entonces en el país con el apodo de Ganorabaco, que aún se da a todo sandio y hazme-reír.

—Señora madre, decía Ochanda a doña Estíbaliz bajando tímidamente los ojos y encendiéndosele del rubor el rostro, ¿permitís que me asome a la ventana?

—Asomaos, hija mía, le contestaba doña Estíbaliz con blandura, pero sin rebajar con escesiva familiaridad su dignidad de madre; asomaos, pero con la honestidad que cumple a doncellas como vos. En vuestro estado son lícitos tales solaces; tanto más, cuanto tendréis que despediros para siempre de ellos cuando paséis a otro, porque entonces sólo viviréis para servir y amar a Dios y a vuestro marido y señor.

Ochanda sentía palpitar de misterioso júbilo su corazón al dirigir tímidamente la vista a aquellos gentiles mancebos que justaban bajo su ventanas quizá sin más objeto que el de agradar a la hermosa doncella, y no sé qué sueños de felicidad casi celeste venían a arrullarla cuando veía a los justadores alejarse Arnáuri arriba o Nervión abajo tornando amorosamente los ojos hacia ella.

Una tarde sonaron bocinas hacia la ribera del Nervión y todos los moradores de la torre de Anuncibay se apresuraron a salir alborozados a ventanas y almenas, porque aquella señal lo era de que tornaba el amado echecojauna (señor de solar) que hacía mucho tiempo andaba por las merindades de Castilla ayudando a sus aliados los Salazares en las guerras que éstos traían con los Velascos. Doña Esitíbaliz y Ochanda, de pechos a las ventanas gemelas que daban sobre la puerta ojiva de la torre, tenían fija la ansiosa vista en la revuelta que hacía el camino, para seguir Nervión arriba, donde ahora está la estación del ferro-carril. (¡Oh Dios, cuánta prosa hay en verdades como ésta!)

Al fin un centenar de caballeros aparecieron en aquella revuelta, y en vez de seguir la margen del Nervión, tomaron la izquierda del Arnáuri.

Madre e hija levantaron la vista al cielo en faz de infinita gratitud al distinguir a la cabeza de aquellos caballeros al buen Sancho Martínez, por cuya vuelta tan largo tiempo habían suspirado. Al lado de Sancho venía otro caballero sobre manera apuesto, a quien en vano pugnaban por reconocer, porque traía la visera calada. Levantóla aquel caballero al acercarse a la torre, y dirigió la vista a la ventana, y entonces doña Estíbaliz, después de pronunciar involuntariamente su nombre, que Ochanda no oyó, dijo a ésta con singular mezcla de severidad y benevolencia:

—Retiraos a vuestra cámara, hija mía.

Ochanda obedeció a su madre, retirándose a su cámara, humilde, mas pesarosa.

Los caballeros, que venían sumamente fatigados de la jornada, se despidieron de Sancho en el nocedal, rehusando cortésmente el ofrecimiento de algún descanso en su hogar que el de Anuncibay les hacía, y continuaron la vía de Orozco mientras doña Estíbaliz salía al encuentro de su marido y señor que la recibió amorosamente en sas brazos y se apresuró a preguntarle por Ochanda.

—Buena y humilde como siempre la hallaréis en su cámara, a donde la ha mandado retirar viendo que con vos venía D. Juan de Abendaño, le contestó doña Estíbaliz.

—Habéis hecho bien en eso, dijo Sancho, porque el de Abendaño, según lo que he visto en las merindades, parece tener encantos diabólicos para trastornar el seso a doncellas y casadas, y a nuestra amada Ochanda le traigo yo destino digno de su virtud, hermosura y nobleza.

Doña Estíbaliz se estremeció como de espanto al oír estas últimas palabras; pero no se atrevió a pedir esplicación de ellas a su marido, que tampoco curó de dársela.

IV

Era el día que siguió al del regreso de Sancho Martínez de Anuncibay a su noble solar. Ochanda, que había sido amorosamente acogida por su padre, había tenido sueños muy singulares la noche anterior, y llamo singulares a estos sueños, porque habían alternado en ellos las imágenes de la dicha con las de la desventura. Aquel gentil caballero, a quien con tanto disgusto había reconocido su madre, se le aparecía rodeado de encantos inefables, y a esta visión, que le daba a conocer en la tierra algo de las delicias que se había imaginado en el cielo, sucedía otra horrible, pero tan vaga, que consistía en una masa de negras sombras entre las cuales aparecía confusamente, repugnante y descompuesto por la ira, el rostro de un anciano que no tenía ni asomo de la benevolencia que comúnmente acompaña a la ancianidad.

Sancho entró en la cámara de Ochanda, donde a la sazón se hallaba doña Estíbaliz, y después de saludar a ambas con afabilidad, reclamó su atención, pues tenía algo grave que comunicarles, y anunció a madre e hija que el buen caballero Fortun de Mariaca le había pedido la mano de Ochanda y él se la había concedido, creyéndose muy honrado y ganancioso en ello, puesto que Fortun era caballero muy noble, y como deudo de los condes de Ayala, tenía muchos valedores, y lo sería poderosísimo de la casa de Anuncibay.

Doña Estíbaliz y su hija oyeron con espanto mal disimulado esta nueva, pero Sancho no se apercibió de ello o fingió no apercibirse, y les preguntó si les placía su resolución.

—Ya sabéis, le contestó doña Estíbaliz con humildad, que apruebo y acato siempre como debo vuestras resoluciones, que son las de mi esposo y señor, y en cuanto a nuestra amada hija, su voluntad es en todo la nuestra.

Como testimonio extraordinario de lo complacido que quedaba de su mujer y de su hija, Sancho abrazó amorosamente a esta y se retiró de la cámara.

Ochanda, sintiéndose morir de desconsuelo y desencanto, guardaba silencio con la hermosa frente inclinada, y procuraba en vano contener las lágrimas que se escapaban de sus ojos. Doña Estíbaliz la contempló un momento, desgarrado su corazón de madre, porque adivinaba todo lo que pasaba en el de la doncella, y abrió instintivamente los brazos para estrechar en ellos a su hija y consolarla en su seno y consolarse a sí propia, ungiendo la rubia cabeza de la niña con sus lágrimas; pero reponiéndose de repente de aquella debilidad por medio de un esfuerzo supremo de su voluntad, tornó a aquella mezcla de severidad de juez y de benevolencia de madre con que trataba siempre a su hija y procuró convencer a ésta de que su propia dicha y su deber filial la obligaban a acatar la voluntad de su padre, uniéndose al caballero a quien éste la destinaba y amándole y sirviéndole como a esposo y señor, pues así había procedido ella con sus padres y procedía con su marido.

Algunas semanas despues, Ochanda de Anuncibay era esposa de Fortun de Mariaca.

V

La torre de Mariaca era sombría y triste como ninguna, a lo que contribuían los espesos robledales que la cercaban y su lejanía de toda otra habitación humana. Con esta tristeza armonizaba la de sus moradores. Fortun estaba casi siempre ausente de su hogar, porque lleno de rencores y enemistades, no tanto porque esto fuese muy común en los caballeros de su tiempo como por efecto de su carácter naturalmente díscolo, continuamente andaba en querellas y guerras, ya por cuenta propia o ya como aliado de tales o cuales banderías. Y casi era esto una felicidad muy grande para la desventurada Ochanda; cuando Fortun estaba en su casa, allí estaba con él la guerra, y de esta guerra Ochanda era la principal víctima, porque Fortun parecía complacerse en martirizar a su mujer con infundados celos y con esquiveces y torturas de todo linaje.

—¡Ah! ¡Cuán distinta era la vida de Ochanda de aquella que había soñado en el hogar paterno, y cuán diferente el hombre con quien se veía unida de aquel que había entrevisto en sus sueños de felicidad casi celeste!

Ni aún tenía criados fieles y compasivos a quienes confiar aquella parte de su dolor que el decoro de esposa y señora le hubiera permitido confiarles; su marido la tenía rodeada de venales y desalmados espías que parecían complacerse en su dolor.

La oración y las labores propias de su sexo y estado, distraían un tanto sus penas; pero esto no bastaba para llenar una vida tan desolada y triste como la suya a la edad de diez y siete años en que el alma necesita horizontes sonrosados e infinitos por donde espaciarse.

Pugnando por abarcar estos horizontes a través de los negros y espesos muros de la torre de Mariaca y de las sombrías arboledas que rodeaban la torre, estaba Ochanda una tarde al morir el día asomada a la estrecha ventana de su cámara.

La lengua euskara, que aún es la vulgar en aquella comarca, se presta admirablemente a la poesía y a la expresión de los afectos tiernos y apasionados. Con decir esto y con añadir que en aquel tiempo todavía no habían decaído en España los trovadores que vagaban de castillo en castillo y de torre en torre señorial cantando la hermosura, el amor y la caballería, no como miserables y despreciados mendigos, sino con la consideración de caballeros y nobles hijos del arte que casi todos merecían, por su nacimiento o su ingenio, y no les negaban las damas y los señores a cuya puerta llamaban con la dulce y noble voz de la poesía; con decir aquello y aladir esto, se comprenderá que en la caballeresca y solariega tierra vascongada abundaban los trovadores en el siglo XIV a que me refiero. Y no eran todos trovadores venales y vagabundos sin más escudo que su laúd ni más hogar que el de las damas y caballeros a cuya puerta llamaban con la dulce y noble voz de la poesía, como lo eran muchos de los cultivadores de la gaya ciencia cuyo cultivo llegó a equipararse en lo honroso con las hazañas guerreras más insignes, como lo prueba el mote heráldico de un caballero navarro que, presumiendo descender de los invencibles héroes de Cantabria y de los dulces trovadores de Provenza, escribió en su escudo:


Cántabros y trovadores
fueron mis progenitores.
 

En el septentrión de España, en Vizcaya misma, hubo caballeros insignes que si manejaron bien la lanza, no manejaron peor el laúd y la dulce y antiquísima lengua de aquellas montañas. Aún subsiste en el Duranguesado la torre de Pero Ruíz de Muncharaz cuyas trovas y cuya gentileza, según cuentan las tradiciones, pudieron tanto en las espléndidas fiestas que en su corte de Tudela daba el rey Sabio de Navarra, que Urraca, la hermosa hija del monarca navarro, se prendó de él y, arrostrando el enojo de su padre, se unió secreta mente con el elegido de su corazón y fue a sepultarse contenta y feliz en la soledad de Muncharaz, donde vivió amando a Dios, a su marido y a sus hijos hasta que descansó en paz y bendecida al fin de su padre, bajo las cercanas bóvedas de San Torcaz de Abadiano.

Escondíase ya el sol tras las cumbres de las Encartaciones, y el misterio del crepúsculo empezaba a llenar de inesplicable encanto collados y arboledas.

En la sombra de los jigantescos y copudos robles que crecían al pie de la torre resonaron los preludios de un dulce laúd, a los que siguió una canción tan sentidamente pensada y entonada, que Ochanda quedó al escucharla en inefable arrobamiento. Aquella canción ha atravesado los siglos hasta llegar a nosotros, privilegio que Dios concede a la poesía cuando lleva impreso el sello del genio. Temoroso de destruir este sello, no la traslado a la lengua castellana, y seguro de que sólo le entenderían las gentes de la tierra donde se sabe de memoria, me abstengo de reproducir el texto original. Lo único que haré es decir que en ella parecía arder un volcán de amor y brillar un cielo de delicias. Con decir esto y pensar que Ochanda se consideraba muerta para el amor y sus delicias, se comprenderá con cuánta emoción entrevía aquel volcán y aquel cielo.

El misterioso, dulce y apasionado canto se renovó muchas veces apenas las sombras de la noche impedían ver al cantor a través del ramaje desde las ventanas de la torre.

Ochanda no veía con los ojos materiales al cantor; pero le veía con los ojos del alma. ¿Qué forma material le daba? Le daba la de aquel gentil caballero que desde la ventana de su cámara de Anuncibay había visto alejarse Arnáuri arriba tornando amorosamente la vista hacia ella.

Ochanda no sabía que aquel caballero fuese don Juan de Abendaño, y quizá de saberlo no hubiese idealizado en él al cantor del robledal de Mariaca, porque hasta habían llegado a su oído de casada y aun de doncella los desafueros amorosos de Abendaño.

A la banda opuesta de la torre, apenas doscientos pasos de distancia de ésta, también entre seculares árboles, existía una ermita, cuyas ruinas se descubren aún, consagrada a la Virgen María. Ochanda bajaba muchas tardes a orar en aquella ermita, y generalmente bajaba sola, porque la proximidad de la torre hacía innecesaria la compañía y porque quería estar sola para poder llorar y suplicar sin que la oyera nadie más que la madre de los afligidos.

Una tarde, al declinar el sol, bajó a la ermita, proponiéndose tornar, como siempre, antes que anocheciese.

Nunca como entonces necesitaba su corazón confiar sus penas a alguien, porque sus penas eran entonces mayores que nunca. La comparación del mundo real y positivo en que vivía con la de aquel otro mundo de amor y dicha casi celeste que todas las noches mostraba a sus ojos el cantor del bosque, era para ella el mayor de los martirios.

Oró y lloró largo rato a los pies de la Virgen María, y como el día espirase, se levantó para tornar a su triste morada. Al atravesar el cancel no pudo reprimir un grito de sorpresa y no sé si también de espanto encontrando en el pórtico a aquel mismo caballero a quien vio alzar la visera delante de la torre de Anuncibay y luego alejarse Arnáuri arriba tornando amorosamente la vista hacia ella. Sólo que entonces aquel caballero no cabalgaba en brioso potro ni empuñaba pesada lanza: estaba apoyado en uno de los pilares del pórtico y tenía en la mano un laúd.

VI

Iba cerrando la noche, y Ochanda pugnaba por alejarse de D. Juan de Abendaño, que había empleado inútilmente todas las infernales artes de su ingenio para seducir a las mujeres fingiendo toda la ternura y todo el amor que ha podido soñar una mujer en un hombre.

—Dadme siquiera una lejana esperanza de amor, exclamaba Abendaño, en el colmo de la desesperación, arrodillado a los pies de Ochanda y sin consentir en soltar el manto de la desventurada dama, que había asido para retener a ésta a su lado.

—Pues bien, le contestó Ochanda como loca de espanto y quizá de amor, porque era imposible que mujer tan apasionada y aislada en el mundo como ella, no le sintiese oyendo y viendo a aquel hombre; dejadme tornar a mi hogar y yo os haré en cambio la promesa que me pedís.

—Hacédmela, y partid, contestó Abendaño soltando el manto y alzándose.

—Mientras viva Fortun de Mariaca, mi marido y señor, ni aun el amor de una hermana debéis esperar de mí; pero Fortun es anciano y yo joven. Si yo le sobrevivo y os habéis hecho digno de mi amor, entonces le obtendréis, tan honrado y puro como Fortun le tendrá mientras viva.....

Ochanda se interrumpió sintiendo pasos en la arboleda.

—¡Huid, huid! añadió a Abendaño, y tomó el camino de la torre, mientras Abendaño se alejaba por la parte opuesta.

Pocos pasos había dado Ochanda, cuando se encontró con uno de sus servidores, que le dijo iba en su busca, temeroso, como sus compañeros, de que la tardanza de su vuelta fuese efecto de algún grave accidente.

Dos días después de este suceso, Fortun, que andaba con los de su parcialidad hacia la margen izquierda del Ebro, regresaba a su torre de Mariaca. La noche de su llegada dijo a Ochanda que quería celebrar su regreso cenando alegre y amorosamente con ella. Aunque esta era honra a que su marido no la tenía acostumbrada, Ochanda sintió al anunciársela Fortun un terror inesplicable, porque la faz y las palabras del anciano caballero tenían un no sé qué pavorosamente siniestro, aunque Fortun pugnaba por disimularlo.

Al terminar la cena, Fortun hizo traer un licor que decía guardar por esquisito para banquetes tan gratos como aquél, y escanciando por su propia mano una copa de él, se la ofreció a Ochanda, que la llevó a sus labios sin atreverse a desconfiar de su marido.........

El día siguiente se cubrió con un velo negro en señal de luto el escudo de armas de la torre de Mariaca porque la hermosa y noble esposa de Fortun, Ochanda de Anuncibay, había aparecido muerta en su lecho, aquella mañana, por efecto, según declaración de los maestros del arte de curar, del esceso de alegría que había esperimentado con el regreso de su amado esposo y señor después de larga y penosa ausencia.

VII

Así que espiró Ochanda, envenenada por su marido, que, fiando en informes de las gentes mercenarias que tenía a su lado para espiarla, creía haber sido vendido y deshonrado por ella, un ángel condujo a las puertas del cielo el alma de la esposa mártir y sin mancilla.

Conforme el ángel y Ochanda atravesaban las regiones etéreas, el primero notó con estrañeza que la segunda estaba triste y se alejaba de la tierra como pesarosa.

—Todos los que van al cielo, le dijo, van radiantes de alegría. ¿Por qué tú te entristeces más cuanto más te alejas de la tierra?

—¡Porque en la tierra dejo a un hombre a quien no espero ver nunca!

—¿Le amabas?

—Sí, y esperaba que mi amor y mis consejos le apartasen de la senda de perdición eterna por donde camina. Falto de uno y otros con mi ausencia de la tierra, ¡ya no tiene quien le aparte de la senda del mal y ya ni en el cielo ni en la tierra podremos unirnos!

Tal desconsuelo mostró Ochanda al enunciar esta última idea, que el ángel se contristó y llenó de compasión al oírla.

—¿Quisieras volver a la tierra? preguntó a Ochanda.

—Sí, aunque fuese por cortos instantes, porque esos me bastarían para apartar del camina del infierno al que seguirá el del cielo cuando sepa que en el cielo me ha de hallar.

—Yo intercederé con el Señor para que te lo conceda.

Ochanda se regocijó con esta promesa del ángel, que era para ella dulcísima esperanza.

Cuando el ángel y Ochanda llegaron a la presencia del Señor, el ángel cumplió su promesa.

—Fuiste buena hija y buena esposa, dijo el Señor a Ochanda, y es mucha mi misericordia para con los que como tú han orado y llorado mucho. Si tal es tu deseo, torna a la tierra; pero ha de ser con una condición precisa, cual es la de que por cada minuto que permanezcas en la tierra, has de padecer un siglo en el purgatorio.

—Señor, acepto esa condición, contestó Ochanda.

—Pues torna a la tierra acompañada del guía con que te alejaste de ella, dijo el Señor.

Y Ochanda, acompañada del ángel, volvió a cruzar las regiones etéreas, tornando a la tierra.

Mediaba la noche cuando a la luz de la luna distinguió allá abajo, como en un profundo abismo, los valles nativos en los que resaltaba la torre de Unzueta que señoreaba el valle de Orozco asentada sobre una eminencia.

Brillaba la luz en una de sus angostas ventanas, por la que penetraron invisibles e impalpables Ochanda y el ángel.

Aquella ventana correspondía a la cámara de D. Juan de Abendaño. D. Juan estaba en aquella cámara, pero no estaba solo: una mujer, joven y hermosa, de aquéllas que el arte infernal de la seducción, en que Abendaño era consumado, arrastraba desenfrenadas y locas de amor en pos de D. Juan a la torre de Unzueta, estaba con él acariciando en su profanado seno la gentil cabeza del «ome endiablado,» como le llamaba el buen Lope García de Salazar.

—¡Don Juan! le decía la desgraciada y culpable barragna, tengo celos de una muerta y no seré feliz a tu lado mientras no los desvanezcas. Tú amabas a Ochanda de Anuncibay, y el amor que aun muerta le tienes, no deja lugar al mío en tu corazón.

—Júrote, hermosa mía, le contestaba D. Juan colmándola a su vez de apasionadas caricias, que si alguna vez he mentido y desamado a una mujer, esa ha sido mintiendo y desamando a Ochanda ¿Sabes la oración que arrancó esta mañana de mis labios la nueva de su muerte? «En el infierno esté con Judas el traidor,» fue lo que entonces dije, y ese será siempre el responso que por Ochanda rece.

—Rondaste por su amor, primero la torre de Anuncibay y luego la de Mariaca, y arrullaste a Ochanda con enamoradas trovas.

—Mentíle siempre amor, porque no hubiera dado un ardite por el suyo, y sólo ansié, primero vengar ofensas recibidas de los de Anuncibay, seduciendo y deshonrando a la doncella que mucho amaban, y luego vengar las recibidas del de Mariaca irritando sus ya rabiosos celos. ¡Amar yo a Ochanda de Anuncibay! No hiciera tal el hijo da mi madre, aunque fuese, en vez de D. Juan de Abendaño, el zafio Ganorabaco que ejerce el oficio de bufón de torre en torre solariega desde la Encartación a Arratia.

El ángel derramaba lágrimas de compasión contemplando el hondo, el infinito, el inmenso sufrimiento con que Ochanda escuchaba este desvarío de D. Juan.

—¡Tornemos! exclamó el alma peregrina y desolada, con voz sólo perceptible para el ángel.

Y ambos volvieron a cruzar regiones y más regiones tornando al cielo.

El Señor los recibió a las puertas de la bienaventuranza.

—Señor, le dijo Ochanda, señaladme el camino de la expiación, que resignada estoy a buscar por él la del minuto que he permanecido en la tierra.

—Entra en mi morada y siéntate a mi diestra, le contestó el Señor tomándola amorosamente de la mano; que lo que has padecido durante un minuto en la tierra, escede a lo que padecerías durante un siglo en el purgatorio.

El ruiseñor y el burro

I

No sé a punto fijo cuándo sucedió lo que voy a contar, pero de su contesto se deduce que debió ser allá hacia los tiempos en que los madrileños se alborotaron y estuvieron a punto de enloquecer de orgullo con la nueva de haber aparecido en el Manzanares una ballena que luego resultó ser, según unos, una barrica que no iba llena, y, según otros, la albarda (con perdón sea dicho) de un burro. Estos tiempos deben remontarse lo menos a los del Sr. D. Felipe II (que tenía a los madrileños por tan aficionados a bolas, que les llenó de ellas la puente segoviana), pues ya en los del señor D. Felipe III llamaba Lope de Vega ballenatos a sus paisanos los madrileños.

Pero dejémonos de historia y vamos al caso.

El caso es que el Madrid de entonces se parecía al Madrid de ahora como un huevo a una castaña. No lo digo porque entonces Madrid tirando a monárquico quería hacerse cabeza de león y ahora tirando a republicano quiere hacerse cola de ratón, sino porque la parte meridional del Madrid de ahora estaba aún despoblada, menos la planicie y los declives de allende las iglesias de San Andrés y San Pedro, donde ya existía el arrabal que por haberle poblado moros se llamaba y llama aún la Morería. Todas las demás barriadas meridionales no existían aún, y toda aquella dilatada zona comprendida desde Puerta-cerrada a la banda de la Virgen de Atocha sólo abundaba en barrancos, colinas escuetas y cerrados matorrales, donde se veía alguno que otro ventorrillo, entre los cuales llevaba la gala el que luego fue de Manuela, porque era el único donde se bebía el vino en vaso de vidrio y se comía la vianda con tenedor de madera. En los demás ventorrillos se empinaba el jarro de Alcorcón y se escarbaba en el plato con la uña.

No recuerdo quién ha aconsejado modernamente a los que entran en Madrid por la puerta de Toledo (que son los españoles meridionales, gente más apta que los septentrionales para pescar en este río revuelto) que dejen a un lado la calle de los Estudios y tomen la del Burro, con lo cual saldrán infaliblemente a la plaza del Progreso, y andando, andando un poco más, se soplarán en el Congreso de los Diputados y aún en los ministerios.

Entonces, como ahora, había burros en Madrid; pero la señora villa aún no había dedicado el nombre de una calle a conmemorarlos, como luego hizo y aún sigue haciendo de cuando en cuando, aunque no ha mucho tuvo el buen acuerdo de rebautizar con el nombre de calle de la Colegiata a la que se llarnaba del Burro. En esto, la señora villa procedió más discreta que Sevilla ha procedido no ha mucho poniendo a su calle del Burro calle de D. Alberto Lista, aunque poeta y maestro tan insigne nunca debió creerse destinado a alternar con asnos.

La que en Madrid fue después calle del Burro, no era entonces tal calle, sino un desierto poblado de maleza por donde nadie osaba pasar temeroso de malhechores, cuya audacia y número eran tales que, para precaver de sus embestidas a la villa, había cerrado ésta la que aún se llama Puerta-cerrada, a pesar de no existir desde 1562, en que se la derribó porque en sus revueltas se escondían los malhechores.

Aún el barrio de la Morería estaba muy lejos de tener la fisonomía urbana (vamos al decir) que hoy tiene: delante de la iglesia de San Pedro había una alamedica con asientos mal labrados, y las casas, mal alineadas, estaban entreveradas de árboles, alguno de los cuales, como el que dio nombre a la calle del Alamillo, ha sobrevivido hasta nuestros días o poco menos.

El café, el casino, el Prado, la Puerta del Sol de la Morería era la alamedica de San Pedro, donde se reunía la gente del barrio, particularmente los disantos después de la misa mayor. La misa mayor terminaba a las diez, y al salir de ella, toda la gente se quedaba allí, a murmurar los viejos y a enamorar los jóvenes, pues ya entonces chicos y chicas se gustaban mutuamente; y cuando en la morisca torre de San Pedro sonaban las doce, todo el mundo se iba en busca del puchero, previo el «Señor cura, que aproveche como si fuera leche,» que dirigían al párroco, y el «A ver si esta tarde venís todos al rosario, que Alonso va a hacer de las suyas en la letanía,» con que les contestaba el señor cura, con gran contentamiento de Alonso, el hijo del enterrador, que estaba presente y se contoneaba al oír estas

Últimas palabras.

II

Señora Marica la panadera era ya vieja cuando sucedió lo que voy a contar; pero aún conservaba la fama y el prestigio que le habían dado, durante su juventud y su edad madura, su admirable habilidad y gracia para el canto.

Casi desde mozuela había andado desde Madrid a Vallecas con dos borriquillos, con cuya ayuda conducía diariamente al mercado madrileño el afamado pan vallecano, industria con que vivía un tanto holgada y más de un cuanto alegre.

Dos cosas habían sido objeto de admiración en Madrid y Vallecas y en el camino intermedio, durante los muchos años que señora Marica había recorrido diariamente este camino: en primer lugar, los cantares de señora Marica, que enamoraban a todo el que los escuchaba, y en segundo, los borriquillos de la misma, que parecían ser muy amados de la panadera, según lo engalanados, gordos y lucios que siempre los traía.

—Pero, señora Marica, decían a la panadera las gentes, asombradas y enamoradas de sus cantares, ¿cómo os componéis para cantar así?

Y señora Marica les contestaba:


El cantar quiere tres cosas:
tener sonora la voz
y frío el entendimiento
y caliente el corazón.
 

Con lo que señora Marica, a la fama grande y merecida de cantora práctica, añadió fama no menos merecida y grande de cantora teórica.

A esto último debió el ser solicitada de las damas y galanes más encopetados de la corte para que les enseñase el sublime y no aprendido arte de los ruiseñores, y el que en la corte y diez leguas en contorno fuese la más respetable autoridad en materia de canto, porque hasta los tiples de la capilla real decían al oírla:

—¡Canario! esa mujer es un prodigio y debemos confesar que a nosotros mismos nos falta algo para compararnos hasta con sus discípulos.

Los discípulos de Marica estaban reducidos a uno, que era un mozo de su vecindad llamado Alonso e hijo del enterrador de la parroquia, de quien conviene dar pelos y señales.

Marica había casado y enviudado, quedándole una niña muy hermosa, a quien quería como a las de sus ojos.

Lucigüela, que así se llamaba la niña, fue creciendo, creciendo, mientras su madre andaba de Madrid a Vallecas y de Vallecas a Madrid; y como retozase con los mozuelos de la vecindad, que era en la calle de los Mancebos, fue tomando querencia al más bruto de todos, llamado Alonso, que ya es muy antiguo esto de enamorarse las mujeres de los que no tienen virtud ni talento y desdeñar a los que tienen ambas cosas.

Señora Marica, que veía a Lucigüela desmejorada y triste, llamóla a solas una noche y le preguntó la causa de su desmejoramiento y tristeza.

La mozuela echóse a llorar y le confesó que se moría por el vecinuelo Alonso.

Casualmente Alonso era aborrecido de señora Marica, porque aquel mozuelo era maniático por el canto, y como en vez de cantar rebuznase, y día y noche estuviese dale que le das a los cantares, señora Marica, oyéndole, padecía lo que no es decible.

—Hija, ¡qué puñalada me has dado en este corazón dedicado a amarte! exclamó señora Marica, desfalleciendo de dolor al oír la confesión de la rapaza. Bien sabes que aborrezco a Alonso, no tanto porque canta mal, como porque piensa que canta bien, lo que prueba que no tiene talento para conocerse. Hija, el que no tiene talento para conocer su propio valer, no le tiene tampoco para conocer el valer ageno. ¡Qué será de ti, hija mía, si casas con quien no conozca lo que vales!

Lucigüela, que quería mucho a su madre y veía que para ésta era dolor de los dolores el que quisiese a Alonso, prometió a su madre olvidar al vecinuelo.

Pero fueron pasando meses y meses, y señora Marica veía que el desmejoramiento y la tristeza de Lucigüela aumentaban y aún que la doncella lloraba a hurtadillas, según más de una vez se lo habían dicho aquellos ojos donde ella se miraba.

Otra noche tornó a interrogar a solas a Lucigüela, y ésta, que no conocía el mentir, y menos preguntada de su madrecica, confesóle que no había podido olvidar a Alonso y que éste cada vez mostraba más empeño en requerirla de amores.

Señora Marica preguntóle a la almohada qué era lo que debía hacer para escoger entre dos males el menor, y la almohada le dijo:

—La doncellica morirá o la faltará poco para morir, si con Alonso no casa. Canto y música, que todo es cantar, domestican fieras, y tú que tanto de canto entiendes, puedes domesticar a Alonso, enseñándole a cantar, aunque nunca lo hará tan bien como ahora rebuzna. Nunca será yerno de tu gusto, que el alcornoque, pulimento puede recibir hasta que brille, mas no deja de ser alcornoque; pero ganar mal yerno menos malo es que perder buena hija.

Esto dijo la almohada a señora Marica y esto tuvo señora Marica por lo más acertado.

Lucigüela conformóse con ello muy regocijada, y cuando topó a Alonso en la escalera y la dijo ¡envido! ella le contestó ¡quiero!

Bruto y todo como Alonsico era, placíale más por lo jovencico y de buen gesto, que un caballero del barrio, algo entrado en años y muy honrado y rico, llamado D. Pedro, que bebía los vientos por ella.

Señora Marica llamó aparte a Alonso y le dijo.

—Alonsico, hijo, ya sé que a Lucigüela enamoras.

—Verdad es, señora Marica, y con fin honesto es, contestóle el mancebo.

—Pues si te place casar con ella y ella sigue gustando de ti, licencia mía tendréis los dos; pero si yo gusto de gente que cante bien, no así de gente que cante mal como tú haces. Hijo Alonso, en punto a cantar no cabe término medio: o un buen cantar o un buen callar, que quien canta bien, parece ángel que a Dios alaba, y quien canta mal, asnico que rebuzna.

—Si vos, señora Marica, me dierais lecciones de cantar, como vos cantaría yo, que voz harto gentil tengo.

Sonrióse señora Marica de la vanidad de Alonso, y le prometió hacer desde entonces con él la que con nadie había querido hacer ni aún por logrería: darle lecciones de cantar.

Y dándoselas pasó meses y más meses y aún años enteros, hasta que un día Alonso ofició misa mayor en la parroquia del señor San Pedro, sin que los perros, que nunca faltan en misa aunque falten cristianos, escaparan al oírle, como habían hecho en otra ocasión que probó oficiar.

III

No cantaba bien Alonso, por más que señora Marica, su maestra, había puesto empeño en que saliese discípulo, si no que la honrase, a lo menos que no la deshonrase; pero él presumía de hacerlo a maravilla.

No lo era que él presumiese de diestro, pero pasmaba que le tuviesen por tal las gentes, incluso la de iglesia, y todo por la única razón de que él alardeaba a toda hora y en toda parte de haberle aleccionado señora Marica la panadera. Bien que esto no era ni es nuevo en el mundo, porque muchos de los que exclaman ¡ah! ¡oh! viendo una pintura u oyendo una música o nombrándoles un libro, no admiran de ciencia propia, sino de ciencia agena que les ha dicho, a tuerto o a derecho, que la pintura, o la música o el libro es de admirar.

Decir entonces en Madrid que señora Marica la panadera había aleccionado a Alonso en el canto, era casi casi como decir ahora que le había aleccionado Caltañazor o Arderíus o Mariano Fernández, que cantan en la mano.

Pero ¿quién había dado a señora Marica esta autoridad artística? ¡Quién! El que se la da a los ruiseñores.

Mientras Alonso reventaba de gloria y orgullo con su cualidad de discípulo único y predilecto de señora Marica y con sus triunfos en San Andrés y San Pedro y aún en calle y ventana a donde salía con frecuencia a cantar, atrayendo, no ya a toda la Morería, sino a todo Madrid, inclusos los tiples de la capilla real, que se desnucaba por correr a oírle; mientras esto pasaba, Lucigüela se consumía de ansia por casar con él, porque decía y no sin razón a su señora madre:

—Madrecica mía, de todos es Alonso menos de quien más le quiere. Mirlos, y ruiseñores cantan desde la alborada hasta que el sol se pone, pero pasan la noche a solas con la amada compañera. ¡Ay madre, la mi madre, cuánto más dichosas que yo son mirlas y ruiseñoras!

Y señora Marica, persuadida de que las quejas de Lucigüela eran justas, llamó a Alonso y le dijo:

—Hijo Alonso, ya soy vieja para la andanza de Madrid a Vallecas y de Vallecas a Madrid, y esta Lucigüela nuestra no me puede reemplazar, que, delicadica siempre como flor de jazmines que tiembla y quiere caer cuando el más suave céfiro sopla, harto ha hecho y hace y hará vendiendo en el mercado el pan que otros trajeron. Hora es ya que ella y tú caséis en uno y camino de Vallecas me reemplaces, no sólo en la guía y cuidado de los borriquillos, sino también en los cantares con que más de cuarenta años he alegrado aquellos campos, de suyo tristes, menos desde que el señor San Isidro los viste de florecicas y yerbas que el señor San Juan les quita.

Lucigüela estaba presente al dirigir señora Marica este sesudo discurso a Alonso y temblaba la cuitada sin saber por qué, pues el corazón sólo le decía que temblara.

Y Alonso, tras sonreír un poco irónicamente, entre indignado y satisfecho, y meditar otro poco, respondió al fin a señora Marica:

—Señora Marica, con fin honesto he querido y quiero a Lucigüela, y prueba de ello es que ni siquiera a pellizcos hemos andado; pero casar con ella no puedo ni nunca pensé hacer tal.

—¿Haste tornado loco, hijo Alonso? exclamó señora Marica asombrada de tal respuesta, mientras Lucigüela palidecía como muerta.

—Loco sería yo, repuso Alonso, si de pájaro libre tornase voluntariamente pájaro enjaulado. Enamoréla porque dicen que el pájaro para cantar bien, enamorado ha de estar. Demás de esto, harto, sabéis que vengo de gente de iglesia, y casar con doncella que viene de gente mercadera, casar desigualmente sería.

Señora Marica quiso replicar indignada a este sandio razonamiento; pero un grito y un desmayo, al parecer mortal, de la cuitada Lucigüela, hicieron que sólo curase de la doncella mientras Alonso se alejaba de ambas.

Entre la vida y la muerte pasó Lucigüela muchos meses, y al fin convaleció, no tanto del alma como del cuerpo.

Ni su madre ni ella eran para seguir el tráfico del pan vallecano; mas la primera encontró medio de suplirle con una alcancía, en que había ido echando los ahorros de muchos años, con la venta de los borriquillos y con las lecciones de canto, que al fin se decidió a dar a gentes muy principales, entre ellas, aquel D. Pedro que suspiraba, casi en silencio por Lucigüela.

Entre tanto, Alonso seguía reventando de gloria y orgullo en San Andrés y San Pedro, y áun en ventanas y calles y plazas, donde la muchedumbre que le oía cantar no escaseaba el ¡oh! ni el ¡ah! más que por la autoridad del mérito intrínseco de su canto, por la que le daba su cualidad de discípulo primero y predilecto de señora Marica la panadera.

IV

Ya he dicho lo que pasaba todas los disantos, después de misa mayor en la alamedica de junto a la iglesia del señor San Pedro.

Si esto pasaba fuera, algo aún más digno de contarse pasaba dentro, y era, que hacía muchos domingos, señora Marica comenzaba a llorar así que comenzaba a cantar Alonso.

Habíalo notado la gente y no había quien no dijera:

—¡Oh, qué cantor tan diestro ha salido Alonsico el del enterrador con las lecciones de señora Marica, cuando hasta su misma maestra se conmueve y llora de ternura al oírle! Un ruiseñor teníamos y ya tenemos otro.

Alonso, a quien todos daban plácemes y enhorabuenas por aquel triunfo, estallaba de vanidad y de gozo oyendo esto, y más aún viendo que señora Marica, colocada en la iglesia, donde él podía verla desde la baranda del coro en que cantaba, de domingo en domingo aumentase su llanto.

Aquejábale el deseo de dar gracias a Marica por aquella aprobación y aplauso indirecto, pero esplícito, de su maestría, y decía para sí:

—Aún no saben las gentes todo lo que me honran las lágrimas de admiración y ternura que arranco a señora Marica así que comienzo a cantar. Que conmovamos el corazón que nos ama no es maravilla, mas sí que conmovamos el corazón que nos aborrece, como el de señora Marica debe aborrecerme desde que desdeñé la mano de Lucigüela por desmerecer de mancebo que como yo viene de gente de iglesia. Como señora Marica es de suyo reservada, y por esto y por honra propia habrá callado a todo el mundo que desdeñé casar con su hija, conviéneme decirlo a todos, y eso haré cuando más oportuno sea.

Propúsose Alonso un domingo hacer sabedores a todos los feligreses de que señora Marica no podía resistir sin llorar a moco tendido la influencia de su canto, y se propuso esto por dos razones, que son a saber: la primera por si algún feligrés no había reparado en el llanto de señora Marica, y la segunda por regodearse públicamente con la narración de su triunfo.

Para motivar más y más esto que meditaba, propúsose estremar aquel día los primores de su canto, de modo que llorasen, no ya sólo señora Marica su maestra, sino hasta las mismas losas del templo.

Y así lo hizo. ¡Oh, qué gritos! ¡Oh, qué gorjeos! ¡Oh, qué modulaciones! Y su empeño no fue vano, porque señora Marica lloró entonces más que nunca, desde que Alonso abrió la boca hasta que la cerró.

La alamedica estaba más deliciosa que nunca, porque el sol picaba recio, y bajo aquella enramada no entraba ni el más sutil de sus rayos.

Ni uno sólo de los feligreses que salían de misa seguía adelante, que todos quedaban en la arboleda para gozar de alegre plática y de fresca sombra.

Así hizo señora Marica, que aún lloraba al salir de la iglesia.

Alonso salió el último, y viéndola conversando con las comadres mejor quistas en el barrio, encaminóse hacia ella, y la muchedumbre, que lo notó, formóles corro ansiosa de gozar con lo que gozase Alonso oyendo los plácemes de su maestra.

—Señora Marica, dijo Alonso imponiendo a la muchedumbre silencio tal, que hasta el aleteo de las moscas se oía; tiempo ha que lloráis a mares apenas comienzo a cantar, y no ponéis cabo al lloro hasta que yo le pongo al canto.

—Cierto es eso, hijo Alonso, contestó Marica tornando a conmoverse.

—Si aborreciéndome hacéis así, ¡qué no hiciérais amándome!

—¡Yo aborrecerte, Alonsico! ¿Por qué te he de aborrecer, hijo?

—Porque Lucigüela moría de amor por mí, y yo, después de enamorarla, bien que honestamente.. neguéme a casar con ella pensando que, viniendo yo de gente de iglesia, desdoraba mi linaje casando con doncella que venía de gente mercadera.

Un murmullo de indignación, que Alonso tomó por de aprobación, acogió estas palabras del mozo.

—¡Es posible, señora Marica, continuó Alonso, es posible que vuestro llanto en la iglesia todos los disantos que canto yo sea porque yo canto y no por otra causa!

—Porque tú cantas es, Alonsico.

—Pues dígoos, señora Marica, que si yo reventara ahora mismo de vanidad, nadie pudiera maravillarse de ello, porque en materia de canto, tal autoridad tenéis, que por asno quedara aquél a quien dijéseis «como asno cantas,» y por ruiseñor aquél a quien dijéseis «cantas como ruiseñor.»

—¡Cierto, cierto es eso que dice Alonsico! clamó la muchedumbre viendo que señora Marica trataba de declinar la autoridad que el mozo la atribuía.

—¿No me diréis, continuó Alonso, por qué mi canto tan hondamente os conmueve?

—Sí te diré, Alonsico, hijo, respondió señora Marica, y para enjugar las lágrimas que tornaban a cegar sus ojos, hizo una larga pausa, término esperaba la muchedumbre impaciente y silenciosa. Deshágome en llanto y se me dislacera el corazón apenas te oigo cantar, porque entonces traes a mi memoria el recuerdo de un asnico que se me murió y rebuznaba lo mismo que tú cantas.

Oír esto la muchedumbre y prorumpir en risotadas y silbidos enderezados a Alonso, todo fue uno.

Despojado de improviso el mozo de la aureola que ceñía su frente, huyó de aquél que creyó ser teatro de su gloria y veía tornado en cadalso de su ignominia, y los mozuelos le siguieron una y otra calle de la Morería, gritándole:


¡Alonsico,Alonso,
rebuznad un responso!

V

Alonso no tornó a cantar ni en la iglesia del señor San Pedro, ni en la del señor San Andrés, ni en calle, ni en plaza, ni en ventana, ni en parte alguna donde gentes le oyesen.

Aun de la Morería tuvo que mudar vivienda, y sólo recatándose, tornaba a la misa de alba, porque los rapaces, erre que erre en perseguirle, cada vez más sañudos, le tiraban tronchos de col y fruta laceriaclay gritándole


¡Alonsico, Alonso,
rebuznad un responso!
 

Y buscando la soledad donde no le persiguiese nadie más que la conciencia, que basta y sobra para castigar pecados, hallóla en los espesos matorrales no distantes de la Puerta-cerrada.

Gentes de suyo sobradamente reparonas diránme que en estos altozanos y vallejuelos de la banda izquierda del Manzanares, donde sólo se ven arenicas y más arenicas áridas y secas como el ingenio mío, no pudo haber nunca matorrales espesos ni aún ralos.

Gracia me hace, como soy Antón, este reparo, cuando los cronistas de la villa, desde el licenciado Quintana hasta Capmany y Mompalau, más licenciado aún, limoneros y todo ponen en las susodichas arenicas.

Allí, digo en aquellos espesos matorrales labró Alonso el del enterrador una chocica y roturó una

heredad, allí vivió luengos años, triste y malquisto de todos, y allí murió más conocido con el sobrenombre de Burro que con el nombre de Alonso.

Y cuando poco después de su muerte se labró hacia allí el barrio aún llamado Nuevo con ser tan viejo, y los matorrales tornáronse calle, que partiendo en dos la heredad que fue de Alonso, bajaba hacia la Puerta-cerrada, el vulgo necio llamó calle del Burro a la que inició el desterrado de la Morería, y tal nombre confirmó, al cabo, la señora villa, que a las veces es algo arrimadica a la cola.

En cuanto a Lucigüela y señora Marica, la primera casó con el honrado y rico caballero que dejó su nombre a la calle de D. Pedro, y la segunda tornó a entonar dulces cantares que parecían salir de entrañas de madre, así que tuvo nietecicos a quien arrullar con ellos.

Tragaldabas

I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.

Cansado Lesmes de luchar con el hambre sin conseguir echarle la zancadilla, determinó llamar en su auxilio a la Muerte, cosa que hacen los tontos cuando la tontería se les agrava con la desesperación.

—¡Señora Muerte! ¡Señora Muerte! empezó a gritar, ¡señora Muerte!

De repente descubrió a la Muerte que salía de una taberna inmediata y se estaba divirtiendo en andar al rededor de una de esas pozas de agua estancada que suele haber en las aldeas a la puerta o las inmediaciones de las casas.

—¿Qué se te ofrece, hombre, que tantos gritos das? le preguntó la Muerte.

—Que haga Vd. el favor de quitarme cuanto antes del medio a ver si acabo de padecer.

—¿Tenías más que haberte llegado a la casa de trato donde suelo estar? Pero vamos a ver lo que te pasa.

—Lo que me pasa es que no me pasa nada por el pasapán.

—¿Hola, eres aficionadillo al retruécano? ¡Mal gusto tienes! ¿Conque me llamas porque tienes hambre, eh?

—Justo. ¿Y lo extraña Vd.?

—Sí que lo extraño.

—¿Por qué?

—Porque en los hartos y no en los hambrientos es donde por lo común ejerzo yo mi ministerio.

—Si yo estuviera harto, no la llamaría a Vd.

—Cierto, porque vendría yo sin que tú me llamaras.

—En fin, no tengo gana de conversacion. Hágame Vd. el favor de sacarme de penas dándome un golletazo con ese chisme que lleva Vd. al hombro.

—¿Qué chisme, la guadaña?

—Sí, señora.

—La guadaña es sólo mi insignia heráldica y no mato con ella a nadie.

—¿Pues con qué mata Vd.?

—Con una porción de armas mucho más eficaces que este embeleco: con los médicos malos y los curanderos malos y buenos, con los malos gobiernos y los pueblos ingobernables, con los hipócritas de Dios y de la libertad, con el lujo, con los libros escritos por los malos y los tontos, con la indiferencia religiosa, con la vida de café, que va sustituyendo a la vida de familia, con los dos o tres mil bribones que en cada nación pretenden monopolizar la cosa pública.....

—Déjese Vd. de sátiras, y écheme pronto al otro barrio.

—Deseo complacerte porque me has prestado muy buenos servicios mientras has sido curandero; pero si te he de decir la verdad, quisiera que permanecieses aún por acá a ver si vuelves a prestármelos.

—Cualquiera diría, según lo que repugna a usted el matarme, que no es Vd. partidaria de la pena de muerte.

—Hombre, algo hay de eso.

—Si lo entiendo que me ahorquen.

—Pues es fácil de entender: el servicio que me prestan los muertos es insignificante, porque la tufaradilla con que inficionan la atmósfera desde que empiezan a corromperse hasta que concluyen, no vale nada comparada con el que me prestan los vivos. Casi, casi se puede asegurar que si no muriese nadie moriría mucha más gente.

—Vamos, Vd. me quiere volver tarumba con sus paradojas. ¿Me quita Vd. del medio, sí o no?

—No.

—¿Pero no ve Vd. que entonces me voy a morir de hambre?

—Yo haré que no te mueras.

—¿Cómo?

—Comiendo.

—¿Y cómo voy a comer si no gano un cuarto?

—Yo haré que ganes cuanto quieras. ¿De qué modo?

—Haciéndote médico.

—Pero si no entiendo de medicina.....

—Pues esos médicos son los que a mí me convienen.

—¿Y dónde están esos?

—¿Dónde? No me conviene que se sepa.

—¡Si digo que Vd. tiene gana de volverme tonto!

—Ya lo eres.

—Pues entonces.....

—Entonces me conviene que seas médico, y lo vas a ser.

—¡Esplíquese Vd. con dos mil de a caballo!

—Me voy a esplicar. Así que una persona cae mala, me planto yo a su lado. Si el mal no tiene remedio, me coloco a la cabecera de la cama, y si le tiene, me coloco a los pies. Ya supondrás que cuando Dios me ha dado atribuciones para deshacer su predilecta hechura, que es el hombre, también me habrá dado algunas otras menos importantes.

—¿Y qué atribuciones son esas?

—Una de ellas es la de permanecer invisible.

—¿A los ojos de todos?

—Sí.

—¡Esa es grilla! ¡Mire Vd. si los médicos la verán a Vd.!

—¿Verme a mí los médicos? Tú estás tocando el violón. Pero volvamos a tu medicatura.

—Dirá Vd. a mi curandería.

—¿Por qué?

—Porque no teniendo título seré curandero y no médico.

—Lo mismo da. Lo que no da lo mismo es la ignorancia y la ciencia. Pues como iba diciendo, yo soy invisible para todo el mundo y dejaré de serlo para ti. Entras a ver a un enfermo, y si me ves a la cabecera de la cama dices que el enfermo no tiene remedio por haberte llamado tarde; el enfermo se muere y todos dicen: «¡Qué ojo tiene ese D. Lesmes! ¡En echándole ese a uno el fallo, ni toda la veterinaria le salva!» Pero si me ves a los pies de la cama dices que tú respondes de la vida del enfermo, aunque le has encontrado ya medio muerto; le das cualquier cosa para hacer que hacemos, y como el enfermo se salva, dicen todos: «¡Este D. Lesmes resucita los muertos!» y no tienes bastantes pies para visitar ni bastantes manos para embolsar dinero. Conque ¿qué te parece mi proposición?

—Me parece a pedir de boca; pero me ocurre una duda.

—Vamos a ver qué duda es esa.

—Yo no puedo creer que me proteja Vd. por mi buena cara, y quisiera saber qué mira se lleva Vd. en ello.

—En primer lugar, la de satisfacer una deuda de gratitud, porque ya he dicho que me serviste en grande cuando eras curandero, y en segundo, la de que vuelvas a servirme.

—¿Y cómo le he de servir a Vd.?

—Te diré: los médicos de gran reputación son los que a mí me convienen, con tal que su reputación sea injusta, y de este número serás tú.

—No lo entiendo.

—Tú no entiendes nada, y así me gustan a mí los médicos. Cuando hayas adquirido gran reputación, te consultarán muchísimas gentes, sanas y buenas, y las pondrás enfermas a fuerza de hacer con ellas barbaridades.

—Está Vd. muy equivocada, que a todo aquél a cuyo lado no la vea a Vd., le diré que no está enfermo.

—Guárdate de decirle tal cosa.

—¿Por qué?

—Porque, diciéndosela, perderás reputación y dinero.

—¡Zape! No echaré en saco roto el consejo.

—Aunque es de la Muerte, es saludable.

—Ea, voy a ver si me sale por ahí alguna buena visita y saco la tripa de mal año. Conque hasta la vista, señora Muerte.

—Hasta luego, Tragaldabas.

Lesmes tomó el camino de un pueblo, cuyo campanario se veía a lo lejos, y la Muerte se fue a otro a intrigar para que el médico y el boticario, que eran amigos suyos, fueran nombrados individuos de la junta de sanidad.

II

Al llegar Tragaldabas al pueblo, notó gran consternación en el vecindario, como que hombres, mujeres y niños lloraban como becerros.

Informóse de lo que ocurría, y supo que toda aquella consternación y llanto eran porque el alcalde del pueblo estaba desahuciado de los médicos.

Y en verdad que el vecindario tenía motivos para idolatrar al alcalde y considerar como una gran calamidad el que Dios se le llevase, porque alcaldes como aquél entran pocos en libra.

Para ser elegido no había tenido que emborrachar a los electores; no organizaba cada día, en unión de los demás concejales, una comilona, con cargo al capítulo de gastos imprevistos; no se embolsaba las multas, después de dar al alguacil los picos para que cerrase el suyo; sabía leer; no tenía los abastos del pueblo por medio de testaferro, y, por último, no había hecho depositario de los fondos municipales a un amigo suyo que le entregase todas las noches la llave de la caja. Dígaseme, en vista de estos informes, si tengo o no razón para decir que alcaldes como aquél entran pocos en libra.

—¡Ya me cayó qué hacer! dijo para sí Tragaldabas. ¡Si visito al alcalde, y sale adelante en su enfermedad, me pongo las botas!

Y dirigiéndose a casa del enfermo, pidió permiso al alguacil, que hacía de portero, para pasar adelante.

Es de advertir que el alguacil era la única persona del pueblo que no podía tragar al alcalde, y todo por la sencilla razón de que éste no le daba los picos de las multas como sus antecesores, porque sacaba pocas, y cuando las sacaba las destinaba íntegras al fondo común.

—¿Para qué quiere Vd. pasar? preguntó el alguacil a Lesmes.

—Para ver al enfermo.

—¡Eso es, para que le mate Vd.!

—¿Cómo que matarle?

—El que mata a las bestias, de juro ha de matar al señor alcalde.

—¡Deslenguado! exclamó Lesmes, indignado del maligno sentido equívoco con que hablaba el alguacil, y penetró en la alcoba del enfermo, a lo que el alguacil no opuso gran resistencia por la razón que más adelante veremos.

A la cabecera de la cama estaba un médico de los más afamados en la comarca, y Lesmes temió por un momento que fuese la Muerte, porque había oído decir que ésta se disfrazaba de médico muchas veces; pero muy pronto se convirtió su temor en alegría al dirigir la vista a los pies de la cama y ver allí a la Muerte.

—¿Qué trae Vd. por aquí? le preguntó la alcaldesa, que, entre paréntesis, tenía muy buenos bigotes.

—Vengo a dar la salud al señor alcalde, contestó Lesmes.

—El señor alcalde, replicó irritado el médico, sólo debe ya esperar la salud de Dios y de la ciencia.

—Pues con la ayuda de Dios y de la ciencia se la voy yo a dar.

—¿Ciencia Vd.? dijo el médico con la risa del conejo.

—Ciencia yo, sí señor.

Aunque la ocasión no era para risas, todos, inclusa la alcaldesa, estuvieron a punto de reír a todo trapo al ver la estupidez de aquel zamarro, que creía poder dar la salud a un moribundo, desahuciado de los mejores médicos.

El alguacil se había acercado a la alcoba, atraído por aquel altercado, y como tenía ganas de que cuanto antes se llevase la trampa al alcalde, y creía muy a propósito a Tragaldabas para despacharle pronto, única razón por que no había opuesto gran resistencia a la entrada del curandero, tomó la palabra en favor de éste, diciendo por lo bajo a la alcaldesa, que repito tenía muy buenos bigotes:

—Señora, eche Vd. noramala a los médicos, que son los que están matando al señor alcalde, resentidos de que apenas hay enfermos en el pueblo desde que él hizo desaparecer todos los focos de infección que envenenaban al vecindario.

La alcaldesa era crédula, como lo son casi todas las mujeres, cosa que, nos tiene mucha cuenta a nosotros los tunos de los hombres, y creyó de buenas a primeras al alguacil.

—Yo opino, dijo al médico, que si Lesmes insiste en que él es capaz de sacar adelante a mi marido, debemos poner en sus manos al enfermo.

—Señora, exclamó el médico asombrado de la credulidad de la alcaldesa, ¿está Vd. chispa o se ha vuelto loca?

—Ni lo uno ni lo otro. Vd. y sus compañeros han dado por muerto a mi marido; este hombre dice que él se compromete a resucitarle, y yo quiero probar si le resucita, que de todos modos, de muerto no ha de pasar mi marido.

Oír esto el médico, y tomar la puerta como si le hubieran puesto un cohete en salva la parte, todo fue uno.

A la puerta de la casa había muchas gentes esperando con terrible ansiedad noticias del estado del enfermo, y al ver al médico, todos corrieron a preguntarle.

—Cuéntenle Vds. por muerto, que ya le está dando el cachete el bruto de Tragaldabas, contestó el médico continuando la fuga.

El llanto del vecindario fue entonces tal que partía las piedras, y en medio del general lloriqueo se oyeron voces de: «¡Muera Tragaldabas!»

Así que salió el médico, Lesmes dirigió la vista hacia la Muerte como para preguntarle si lo hacía bien y vio que la Muerte se había alejado un buen trecho del enfermo así que el médico salió y le hacía señales de aprobación con la cabeza.

Lesmes, cada vez más alentado y contento, tocó la barriga del enfermo, cogió unas telarañas del techo, se las puso sobre los párpados al alcalde, y éste, que hacía tiempo había perdido el conocimiento, poco después dio señales de recobrarle.

—¡Ya tenemos hombre! exclamó Tragaldabas abrazando, en el trasporte de su alegría, a la alcaldesa, que repito tenía muy buenos bigotes.

En aquel instante el alcalde acabó de volver en sí, diciendo:

—¡O tengo telarañas, o he visto abrazar a mi mujer!

Y como se llevase la mano a los ojos y notase que, en efecto, tenía telarañas en los ojos o sus inmediaciones, se volvió al otro lado y se quedó tranquilamente dormido.

Poco después roncaba como un marrano, y el pueblo, conociendo en sus ronquidos que estaba ya fuera de peligro, lloraba de alegría y se apresuraba a tomar parte en una suscrición que se había abierto para recompensar dignamente al que había salvado al popular alcalde (que no es lo mismo que alcalde popular), suscrición con que Lesmes se puso las botas, botas que autorizaron a Lesmes a anteponer a su nombre el don, y don que dio a Lesmes la apariencia de persona decente, que es lo único a que aspira el don.

III

La cura del alcalde consabido había dado a don Lesmes una reputación bárbara, y esta reputación crecía como la espuma con las admirables pruebas de acierto que cada día daba el ex-pastor. Si D. Lesmes decía: «este enfermo se muere,» el enfermo se moría, aunque su enfermedad consistiese en la picadura de una pulga; y si, por el contrario, decía: «este enfermo se salva,» el enfermo se salvaba, aunque su enfermedad consistiese en la picadura de una culebra de cascabel. El ojo de D. Lesmes era ya más célebre que el del boticario de la pedrada.

Cuéntase (y por sabido lo callara yo si no viniera tan a cuento) que cierto sugeto llamó a un médico y le dijo que estaba enfermo sin saber cuál fuese su enfermedad, pues no le dolía nada.

—Lo más raro de este pícaro mal, añadió, es, que tengo buen humor, buen sueño y buen apetito.

—Pues no le dé a Vd. cuidado, le dijo el médico, que ya le quitaremos a Vd. todo eso.

Y en efecto, a fuerza de cama y medicinas y dieta y sobaduras, le quitó todo aquello, es decir, el buen humor, el buen sueño y el buen apetito.

D. Lesmes era llamado con frecuencia por personas a cuyo lado no veía a la Muerte, lo que probaba que se le llamaba para curar un mal imaginario. A pesar del encargo que le había hecho la Muerte de que se acordara de desengañar a tales enfermos, al principio los desengañaba, porque proceder de otro modo le repugnaba mucho; pero pronto tuvo que abandonar tal sistema. Los pretendidos enfermos a quienes no ponía en cura porque no lo necesitaban, le echaban enhoramala diciendo que era un bruto que no entendía su enfermedad, e iban a dar su dinero a otro médico, a quien ponían en las nubes porque los jaropeaba de lo lindo.

En vista de esto, D. Lesmes se decidió a seguir el consejo de la Muerte, quitándoles, como el médico del cuento, el buen humor, el buen sueño y el buen apetito a fuerza de cama, medicinas, dieta y sobaduras.

Repito que la fama de D. Lesmes crecía como la espuma. A los médicos se les llevaba con razón el diantre al ver que un intruso en su facultad no les dejaba ganar un cuarto, y rabiaban por acudir al subdelegado de medicina para que pusiese las peras a cuarto a D. Lesmes; pero era la gaita que en aquel país no había tal subdelegado ni tal niño muerto, porque allí era enteramente libre el ejercicio de la medicina. Señor, ¿que un enfermo era tan animal que llamaba a un albéitar en lugar de llamar a un médico y reventaba con la medicina que le daba el albéitar? En el pecado llevaba la penitencia. ¡Pues no faltaba más que no se permitiera en un país civilizado y libre curar los enfermos sin licencia del gobierno, cosa que se permite en la misma África, tan atrasadota y bárbara que muchos españoles emigran a ella!

Pero a pesar de su gran reputación y su numerosa clientela, Tragaldabas no ganaba lo bastante para satisfacer el hambre canina que siempre le había devorado y que era cada vez mayor, hasta el punto de parecer insaciable.

—Es tontería, decía para sí D. Lesmes, para comer y beber como yo deseo, se necesita una renta de diez mil duros al año, y no gano la mitad, aunque hago la infamia de no desengañar a los enfermos imaginarios. Está visto que como no tenga la suerte de que algún rey, príncipe o señorón así me nombre su médico de cámara, nunca me veré harto.

Sucedió por aquel tiempo que el rey cayó gravísimamente enfermo; y por más que los médicos de cámara se despepitaban por aliviarle, no lo conseguían.

La fama de D. Lesmes había llegado ya a la corte; porque las famas inmerecidas tienen cuatro alas, y las merecidas una y un alón. No faltó quien aconsejase a S. M. que le hiciese llamar, cosa que puso hechos unos basiliscos a los médicos de cámara, que decían con muchísima lógica: «Cierto que nosotros no podernos salvar al rey; pero si por casualidad ese hombre sabe más que nosotros y le salva, ¡qué será de nosotros!»

Cuando D. Lesmes recibió la noticia de que el rey le llamaba, temió morirse de alegría; pero no viendo por allí a la Muerte, se tranquilizó y emprendió el camino de la corte diciendo:

—A la córte voy, y milagro será que allí no consiga matar el gusanillo, porque...... dejémonos de cuentos, para matar el hambre no hay como el presupuesto de la nación.

IV

Ya nadie daba un ochavo por la vida del rey cuando Tragaldabas llegó a la corte. El rey era muy amado de su pueblo; pero la gente elegante (aunque no toda, por supuesto) se puso de mal humor cuando corrió la voz de que acababa de llegar un médico que probablemente salvaría a S. M., y era porque ya había consentido en lucir sus ricos trajes en el entierro de S. M. y en las fiestas de la coronación de su sucesor.

¡Qué! ¿Dicen Vds. que esto es inverosímil, que tengo muy pobre idea del corazón humano? Pues yo les contaré a Vds. un cuento que no lo es. Ustedes habrán oído hablar mucho y bien de la señora de López, muy conocida en la buena sociedad de Madrid por su elegancia y caritativos sentimientos, de que hablan con frecuencia los periódicos. Paos una mañana que Madrid se despoblaba para ir a ver apretar el gañote a un reo, (operación que debo ser en estremo ingeniosa y divertida cuando el pueblo que debe ser el más culto de España gusta de presenciarla) supe al llegar s la puerta de aquella elegante y caritativa señora, que el reo había sido indultado por la reina doña Isabel II, y como precisamente en aquel instante viese a la señora de López bajar por la escalera, deslumbradora de belleza y elegancia, me apresuré a decirla: «Señora, no se moleste Vd. en salir, que la reina ha perdonado al reo.» Y la señora de López haciendo un gesto que parecía quererse tragar a la reina, se volvió atrás exclamando:—¡Qué fastidio!

Cuando D. Lesmes penetraba en la cámara regia, las piernas le temblaban como campanillas temiendo ver a la Muerte a la cabecera de la cama del augusto enfermo, en cuyo caso, como hay Dios, había hecho buen viaje!

Sus temores no eran infundados, porque apenas entró, lo primero que se echó a la cara fue a la Muerte, que estaba agazapada a la cabecera de la cama para lanzarse sobre el rey como el gato que se agazapa junto al agujero para lanzarse sobre el ratón.

El alma se le cayó a los pies a D. Lesmes al verla; pero repuesto un poco de su desmayo, tuvo de repente una idea luminosa de esas que inspira el hambre, su eterna compañera.

—¿Cómo se encuentra V. M.? preguntó al rey.

—Mal, rematadamente mal, contestó el enfermo hecho un veneno. Ya te puedes dar prisa a aliviarme un poco, porque si no ya a haber aquí una catástrofe de cinco mil demonios.

—Tenga V. M. un poquito de cachaza, que todo se andará si la burra no se para. Por de contado, que vengan aquí cuatro mozos de cordel.

—¿Qué barbaridad vas a hacer conmigo, hombre? exclamó el rey sobresaltado.

—No hay barbaridad que valga. Que vengan cuatro mozos he dicho.

Cuatro mozos de cordel aparecieron inmediatamente en la cámara.

—Cojan Vds. esa cama, les dijo D. Lesmes, y colóquenla al revés, o, lo que es lo mismo, la cabecera donde están los pies, y los pies donde está la cabecera.

Los mozos lo hicieron así, y la Muerte se encontró sin saber cómo ni cuándo a los pies de la cama en lugar de estar a la cabecera.

D. Lesmes miró con aire de triunfo a la Muerte, y conociendo en los gestos de ésta que le decía: «¡Amigo, me has hecho una pillada que yo no esperaba de ti! « D. Lesmes se llevó la mano a la barriga como contestándole: «Señora, Vd. perdone, que el hambre aguza el entendimiento y endurece el corazón.»

La Muerte iba a mandar un recado a su jefe a ver si le permitía inutilizar la jugarreta de don Lesmes, volviéndose a colocar a la cabecera de la cama del enfermo; pero desistió de ello asaltada por una idea luminosa que a su vez tuvo cuando Tragaldabas se tocó la barriga. También el hambre inspiró aquella idea a la Muerte, que siempre tiene hambre de carne.

—¿Sabes, dijo el augusto enfermo, que me siento mucho mejor desde que me han puesto al revés la cama? Es verdad que los reyes estamos tan acostumbrados a que nos lo pongan todo al revés.....

—Pues qué, ¿creía V. M. que yo no sé dónde les aprieta el zapato a los reyes? Donde a los reyes les aprieta el zapato es en el pie de los calafates que andan a su lado.

—Y lo más raro es que nosotros y el pueblo cojeamos y ellos andan tan campantes.

—Déjese V. M. de conversación y que le traigan un ensopadillo de lonjas de jamón y medio cuartillete de buen Valdepeñas.

—¿Y crees tú que no me hará daño?

—¿Daño el jamón y el vino? Hombre, no diga V. M. barbaridades. Para que V. M. se convenza de que estoy seguro de que no hace daño, voy a comer y beber de lo mismo.

—Sí, pero.....

—No hay pero que valga. Para probar que mis medicinas no son nocivas, me atraco yo de ellas antes que el enfermo, como voy a hacer ahora mismo, y estamos al fin de la calle.

—Pero como tú no estás enfermo.....

—Cierto que no lo estoy; pero en cambio vuestra magestad sólo va a tomar unas raspas de jamón y un sorbo de vino y yo me voy a poner de uno y otro como una pelota.

—En fin, venga el esopadillo y el trago sin necesidad de que tú lo pruebes antes.

—¿Cómo que no lo he de probar? Lo que yo prometo lo cumplo. ¡Pues no faltaba más, hombre! Con permiso de V. M. voy al comedor, y hasta que yo no me ponga de jamón y vino que lo alcance con el dedo, no consentiré que a V. M. le traigan su ración. Para que aprovechen las medicinas se han de tomar con fe y para que V. M. la tenga en la que yo le he recetado, lo mejor es que vea lo provechosa que a mí me ha sido.

Tragaldabas bajó al comedor, y tal se puso el cuerpo de jamón y vino, que todos pensaron iba a dar un estallido. En seguida subió su ración al rey, que se la echó al coleto con tanta más fe, cuanto que veía al médico más alegre que unas pascuas y más colorado que un tomate.

D. Lesmes se volvió a acordar en aquel instante de la Muerte, de quien se había olvidado mientras comía, olvido en que incurren todos los glotones, y por más que miró y remiró no la vio en la real cámara, lo cual era prueba evidente de que el rey se había salvado.

Pocos días después, el rey estaba completamente restablecido de su grave enfermedad y señalaba a D. Lesmes una pensión vitalicia de diez mil duretes al año en recompensa del servicio de padre y muy señor mío que le había prestado.

VI

Con motivo de la asombrosa facilidad con que D. Lesmes había salvado de la muerte al rey, que ya la tenía al ojo, a D. Lesmes le llovían las visitas, porque ¡cómo no había de aprovechar a los vasallos lo que había aprovechado al rey! La fuente del Berro es casi la peor que hay en Madrid y sus cercanías; como que sus aguas, aunque abundantes, claras y frescas, son tan duras que para digerirlas se necesita tener una de estas dos cosas: o estómago de perro o costumbre de beber de ellas u otras semejantes. Y, sin embargo, el público las tiene por las mejores de Madrid y sus cercanías por la única razón de que las bebían los reyes (y volverán a beberlas). Cuando Carlos III vino a Madrid, como estaba acostumbrado a las aguas de Nápoles, que son gordas, le sentaron mal las de Madrid, que son delgadas. Buscáronse aguas que se pareciesen todo lo posible a las de Nápoles, y como el rey probase las del Berro y le sentasen bien, continuó bebiéndolas, y desde entonces aquella fuente vino surtiendo a Palacio, porque acostumbrada la familia real a sus aguas, le sentaban al parecer bien. El Público, que veía todos los días conducir a Palacio, en relucientes cántaros, el agua de la fuente del Berro, cuya injusta reputación prueba que en la corte la frescura y no el verdadero mérito es lo que priva, cree que la fuente del Berro es un prodigio, y el público que veía conducir todos los días a Palacio en relucientes carrozas a D. Lesmes, creía que D. Lesmes era también un prodigio de ciencia médica. A pesar de esto, las visitas no le daban a Tragaldabas para matar el hambre, que cada vez era más devoradora.

—Está visto, decía para sí D. Lesmes, que no me veré harto hasta el día que cobre la primera mesada de mi pensión. Lo que es ese día, ¡juro a bríos Baco que me he de poner bueno el cuerpo!

Lo que tenía inquieto a D. Lesmes era la Muerte, porque no era tan lerdo que no sospechase que aquella señora le preparaba alguna emboscada en venganza de la partida serrana que le había jugado en Palacio.

Algunas personas que la vieron en las fondas, tabernas, casas de juego, etc., etc., que eran los sitios que más frecuentaba, notaron que se ponía hecha un veneno cuando le hablaban de D. Lesmes, y luego se sonreía siniestramente como diciendo: «Dejen Vds. por mi cuenta a ese Tragaldabas, que no tardará en pagármelas todas juntas.»

Por fin llegó el gran día para D. Lesmes: el día de pescar la primera mesada de su pensión.

Aquel día se dio tal atracón, que reventó de lleno antes de levantarse de la mesa, y al cerrar por última vez el ojo, vio a su lado a la Muerte, que le dijo con un tono capaz de matar a un caballo:

—¡Pensabas, pedazo de animal, que a los médicos les es lícito jugar con la Muerte! Pues te equivocabas de medio a medio, que a los médicos sólo les es lícito jugar con la Vida.

La moral de esta narración, en que la Muerte no desperdicia ocasión de morder a los médicos, es que los médicos como Dios rnanda hacen muy mal tercio a la Muerte, y por consiguiente son utilísimos a la humanidad. Conque, señores médicos, a ver si Vds., a fuer de agradecidos, se esmeran en la asistencia del autor de esta narración, que es el pueblo. Por lo que a mí hace, declaro que si Dios me hubiera dado siquiera una pizca de la gracia y la malicia que se necesitan para cultivar la sátira, la emplearía para satirizar a los curanderos titulados, que son aún más numerosos que los titulados curanderos.

El primer pecado

I

¿Quién no recuerda haber oído a su madre la historia de un gran criminal que empezó su triste carrera robando un alfiler y la terminó muriendo ajusticiado en un patíbulo? Historia muy parecida a la de este desdichado es la del pueblecito de San Bernabé, sobre cuyas solitarias ruinas, cubiertas de zarzas y yezgos y coronadas con una cruz, como la sepultura de los muertos, me la contaron una melancólica tarde a la sombra septentrional de la cordillera pirenaico-cantábrica.

II

En una de aquellas colinas, pertenecientes al noble valle de Mona, hoy perteneciente a la provincia de Burgos, aunque la naturaleza y la historia le hicieron hermoso y honrado pedacito de Vizcaya; en una de aquellas colinas que se alzan entre Arceniega y el Cadagua, dominadas por la gran peña a cuyo lado meridional corre ya caudalosísimo el Ebro, existía desde el siglo VIII un santuario dedicado al apóstol San Bernabé.

Este santuario era uno de los muchos que hay desde el Ebro al Océano, separados por un espacio de diez leguas, debidos a la piedad de aquella muchedumbre de monjes y seglares que se refugiaron en aquellas comarcas cuando los mahometanos invadieron las llanuras de Castilla y se detuvieron en la orilla meridional del gran río sin atreverse a pasar a la opuesta, en cuyas fortalezas naturales los esperaban amenazadores y altivos los valerosos cántabros, reforzados con los fugitivos de Castilla.

Mientras la guerra fue el estado normal de la Península ibérica, las comarcas de aquende el Ebro (escribo orilla del Océano cantábrico) se vieron casi despobladas, porque sus moradores, ya movidos por su carácter belicoso, que no pudo domar por completo la soberbia Roma, como lo prueba aún la existencia de la lengua ibérica, que aquí no cedió el puesto a la romana, corno en el resto de la Península, o ya obedeciendo a sus particulares instituciones, en vez de manejar la esteva y la azada, manejaban la ballesta y la lanza.

Cuando con la completa espulsión de los mahometanos de la Península hispánica, casi señoreada por ellos por más de siete siglos, y más tarde, con la institución de los ejércitos permanentes y la regularización de las relaciones internacionales, la guerra dejó grandes períodos de descanso y respiro a España, estas comarcas vieron aumentar notablemente su población, antes tan mermada, que aun a fines del siglo XVI se hizo constar en un documento oficial y solemne que en Vizcaya, cuyo número de habitantes apenas pasaba de sesenta mil, existían diez mil viudas, cuyos maridos habían muerto en defensa de la patria. La patria, por cuya gloria habían dado la vida diez mil vizcaínos, era Castilla, era España, cuyas glorias y tribulaciones siempre tuvo Vizcaya por tribulaciones y glorias propias, así mientras no la ligaban a ella más vínculos que los de la hermandad y la fe, como desde 1379 en que se incorporó a la corona de Castilla, por haber ascendido al trono castellano sus señores condicionalmente hereditarios.

III

Cuando en tiempos relativamente muy próximos a los nuestros, la población de aquende el Ebro crecía, crecía de modo que no quedaba vallecito al pie de las montañas, ni rellano en las faldas y aún en las cimas de estas que no fuese utilizado para la población y el cultivo, llegó al santuario de San Bernabé, entonces solitario y aislado en la cumbre de una colina, un peregrino, cuyo cuerpo estaba lleno de cicatrices, adquiridas luchando valerosamente por la gloria de su patria, España, en los campos de Flandes o en los mares ausónicos. Era un soldado cántabro que había prometido al Apóstol visitar su santuario si tornaba a ver las amadas montañas de la patria.

Decidido a trocar la azarosa e inquieta vida del soldado por la segura y pacífica del labrador, que había sido la de su primera juventud y se aviene mejor con la edad provecta, pidió con ardiente fe al santo apóstol que iluminase su inteligencia al escoger el rincón del mundo donde, con más honra de Dios y de la sociedad civil, había de pasar el resto da su vida; y como, al salir del templo, echase de ver que a la sombra de éste se estendían, primero en suave declive, y luego en apacible llano, terrenos incultos, soleados y cubiertos de una espesa capa de mantillo vegetal, que prometían pingües cosechas de cereales, legumbres, frutas y vino, entendió que aquel era el sitio que el apóstol le designaba para la erección de su hogar.

Apoyado en las leyes que aseguraban la propiedad de los terrenos incultos y no enagenados, a sus roturadores, quebrantó algunas aranzadas de terreno, y tales resultados obtuvo de este trabajo, que en seguida labró una casería en la cabecera de las nuevas roturas y casó con una honrada doncella de aquella comarca que dio calor a su corazón y su hogar.

Pocos años después, San Bernabé era un pueblecito de veinte fogueras cuya prosperidad envidiaban todos los de la comarca.

IV

En verdad, en verdad os digo que los vecinos de San Bernabé eran dignos de ser envidiados. Aldea tan sana y alegre y rica y feliz como aquella no existía desde el Ebro al Océano cantábrico, donde ya existías tú, ¡oh, mi dulce aldea nativa! que si nunca has sido rica, siempre has sido sana y alegre y relativamente feliz, menos cuando la guerra que Dios y los hombres maldigan ha estendido, corno ahora sucede, sus negras alas sobre ti.

San Bernabé tenía cirujano propio, porque no se dijera que cuando Dios colmaba de prosperidades al pueblo, éste trataba de escatimar algunos miles de reales; pero lo cierto era que el cirujano se aburría por no saber en qué pasar el tiempo, pues allí sólo se conocía una enfermedad, si bien tan grave que no tenía cura: esta enfermedad era la vejez, que en San Bernabé no solía notarse hasta los setenta años.

Únicamente abundaban en el pueblo los partos, porque las sambernabesas eran las pícaras muy fecundas; pero aun así se aburría el pobre facultativo, porque como las mujeres eran muy sanas y robustas, al día siguiente de parir estaban como si nada hubiera sucedido. En golpes de mano airada no tenía que pensar, y esto tenía una explicación muy lógica y sencilla: dice el refrán que donde no hay harina todo es mohina, o, lo, que es lo mismo, todo es trancazos; y como en San Bernabé no había casa donde la harina no sobrase, todos vivían como hermanos y jamás en la aldea había un quítame allá esas pajas.

Los campos, que por término medio suelen dar de peñas arriba el diez por uno de cereales, daban en San Bernabé el diez y seis o veinte.

Luego, como en torno de la colina en que ser alzaba la aldea, coronada por su iglesita románico-bizantina, con remiendos ojivales, se estendían dilatados encinares, con cuya bellota se cebaban centenares de cerdos, y dehesas no menos dilatadas, donde millares de ganados reventaban de gordos todo el año, el vecino más pobre tenía cuanto jamón, cecina, carne fresca y lecho necesitaba para el gasto de la casa, y cada año sacaba un dineral del sobrante.

El vino que se cosechaba en San Bernabé era flojito, pero el pícaro se dejaba beber que era una delicia, y alegraba sin emborrachar, que es lo que deben hacer los vinos como Dios manda.

En cuanto a la abundancia y calidad de las frutas de San Bernabé, bastará decir en su elogio que desde que coloreaba la primera cereza hasta que lloraba el último higo, todos los pájaros de ambas orillas del Ebro trasladaban su residencia a San Bernabé, donde a todas horas armaban una música que arruinaba y desacreditaba a los tamborileros. Solamente la miel que exportaban los sambernabeses importaba muchos miles al año, porque era tan abundante como rica, merced a la abundancia de flores y plantas aromáticas que embalsamaban en todo tiempo aquel paraíso.

V

Pues si la abundancia reinaba en todas las casas de San Bernabé, ¡no digamos nada de la que reinaba en la depositaría del municipio!

Los gastos de éste eran relativamente enormes, porque cirujano, escuelas de ambos sexos, alguacil, pastor, guarda de campo, sereno, todos estaban espléndidamente dotados. Y en obras públicas, tales como el empedrado de la única calle de la aldea, la compostura y conservación de paseos y caminos y limpieza del riachuelo para que sus aguas no se estancasen y produjesen tercianas, se gastaba un sentido.

Aun así, la depositaría municipal rebosaba siempre dinero, y eso sin necesidad de repartos vecinales, sisas ni arbitrios de ninguna clase: en un solo día del año, con un módico lucro en la venta del vino y otros artículos foráneos, que se reservaba para ese día el ayuntamiento, sacaba este recursos más que sobrados para todas sus obligaciones. Este día era el del santo titular, que se celebraba el once de junio, en la estación de las flores y las cerezas.

Ya desde tiempo inmemorial era muy concurrida la romería de San Bernabé; pero el ayuntamiento del pueblo había encontrado medio de llevar a ella la cuarta parte de los habitantes de las provincias de ambas orillas del Ebro, y este medio consistía en la preparación de magníficas funciones de iglesia, toros (¡ya pareció aquello!), comedias, fuegos artificiales, partidos de pelota, bailes, rifas a favor de los forasteros, músicas y fuentes públicas de vino y leche, cuyo programa se fijaba con la debida antelación en el pórtico de todas las iglesias de los pueblos comarcanos.

El dinero que dejaban en San Bernabé los forasteros que acudían a estas fiestas, bastaba para enriquecer a los vecinos en particular y al ayuntamiento en general.

VI

Para que todo fuese dicha en San Bernabé, aquella aldea hasta tenía la de que los pedriscos que desolaban todos los veranos los campos de los lugares cercanos, no tocasen los suyos. Y esto se debía a la sabia previsión de los sambernabeses.

Los curas de Biergol, pueblecillo de aquella comarca, tenían desde tiempo inmemorial fama de singular virtud para conjurar los nublados y la oruga, como consta en el archivo municipal de Balmaseda, cuyo ilustre y progresista hijo (o poco menos, pues nació en Carranza y se crió en Balmaseda), el difunto D. Martín de los Heros, muy dado a este género de investigaciones históricas, averiguó que la noble villa debió infinitas veces a aquella virtud la salvación de sus amados viñedos.

Los sambernabeses, que no tenían pelo de tontos, se empeñaron en que se habían de hacer con un señor cura natural de Biergol, costase lo que costase, que en cosas tan santas y útiles no se debía escatimar dinero, y se salieron con la suya, aunque no había en el mundo más que un señor cura natural de Biergol.

Esta adquisición les dio soberbios resultados. Asomaba la tempestad, rugiendo como un león y negra como el pecado, por las cimas de Ordunte o el Cabrío, o Angulo, o Gorbea, o Colisa, o Pagazarri, y el Sr. D. José, que así se llamaba el cura biergolano, se encaraba con ella hisopo en mano desde el campo de la iglesia mientras el sacristán tocaba a tente-nube, como diciéndole: ¡anda, chiquita, atrévete a venir acá, que ya nos veremos las caras! La tempestad bramaba de coraje ante aquel desafío, y avanzaba, avanzaba echando rayos y centellas y piedras y demonios colorados sobre los campos de los lugares cercanos a San Bernabé; pero antes de llegar a la jurisdicción de esta aldea, se paraba palpitante de ira, lanzaba el trueno gordo para desahogarse un poco, daba media vuelta a la izquierda o a la derecha de San Bernabé y continuaba su camino mientras los sambernabeses seguían al señor cura a la iglesia para entonar el The-Deum por la victoria obtenida sobre el monstruo que amenazaba sus fértiles y benditos campos.

Sólo un pesar lastimaba a los felices sambernabeses, y era la envidia que les tenían los habitantes de los pueblos comarcanos, y singularmente los de Biergol, que, según sus sospechas, andaban siempre sonsacando al señor cura, su paisano, para que se volviese a su pueblo, que no tenía la dicha de poseer un señor cura natural del mismo.

VII

Describamos de cuatro plumadas la población de San Bernabé para que así se comprenda mejor lo que en ella pasó.

De la iglesia parroquial se podía decir lo que se decía de una casita de recreo que hicieron unos amigos míos cuya estatura venía a ser la de un perro sentado:—¡Han hecho Vds. una casa muy linda! les decíamos un día contemplando el nuevo edificio. —Chiquitita, contestó modestamente uno de los dueños. —Pero para Vds. bastante, les replicamos. La iglesia de San Bernabé era chiquitita, pero para el pueblo, bastante. Como he dicho, coronaba la colina dominando las montañas de las Encartaciones de Vizcaya y gran parte de los valles de Mena, Tudela y Ayala.

Un gran campo sombreado de seculares encinas, cerezos y nogales, a cuyo pie había asientos de piedra y una gran mesa de la misma materia para los ayuntamientos abiertos, remates y otros actos de la comunidad, rodeaba la iglesia, prolongándose en semicírculo por el declive oriental de la colina como para buscar la calle de la aldea que estaba hacia aquel lado y empezaba donde el campo concluía.

A un estremo de esta prolongación estaba la casa consistorial, cuyo piso bajo ocupaban las escuelas y la habitación del maestro y la maestra, que eran marido y mujer; el principal, la sala y otras dependencias municipales, y el superior, las habitaciones del alguacil y otros dependientes del concejo.

Al estremo opuesto estaba otra casa de dos pisos que ocupaban el señor cura y el sacristán y el cirujano. por último, las veinte casas restantes, entre las cuales, se distinguía por su escudo de armas, su gran balcón y su venerable aspecto de antigüedad la de los descendientes del poblador de San Bernabé, formaban una ancha calle de diez en cada hilera, con medianería de hermosos huertecillos, en el declive oriental de la colina y empezando, como he dicho, donde concluía el campo y terminando donde empezaban las heredades que circuían toda la colina y descendiendo al llano, se dilataban por él, formando corta, pero fertilísima vega.

Para acabar con descripciones que siempre son pesadas, y más hechas por plumas tan a la buena de Dios como la mía, dos rengloncitos que den a conocer al señor cura, aunque bastante se dará él a conocer durante esta verídica narración en que lo único que tengo que inventar es el modo de decir las cosas un poquito mejor que las dice la gente de quien las averiguo. El señor cura de San Bernabé era lo que en el lenguaje familiar llamarnos un bendito; tenía en el corazón el máximum de la fe y la bondad que se necesitan para ascender al cielo y en la cabeza el mínimum de la inteligencia que se necesita para ascender al sacerdocio.

VIII

Era una tarde del mes de julio, y los vecinos de San Bernabé andaban muy ocupados con la siega del trigo y con lo resalla (o rescarda) del maíz. El sol se escondía ya tras las cordilleras de Ordunte, rojo como la zamarra que voltean bajo el enorme mazo los ola-guizones del Cadagua.

El señor cura, que compartía las caiditas de las tardes de verano entre un hermoso loro que tenía siempre en el balcón y un desportillado breviario que tenía siempre en el bolsillo, hizo una caricia al loro, y saliendo al campo, se sentó al pie de una encina a leer su breviario.

Una mujer pasó, viniendo de hacia las heredades, y entre ella y el señor cura se entabló el diálogo siguiente:

—Buenas tardes, señor D. José.

—Buenas te las dé Dios, Juana. ¿Vas ya de retirada, eh?

—Sí, señor, voy a preparar la cena, porque aquellos pobres ya tendrán gana.

—¡La siega es trabajo muy pícaro!

—Calle Vd., señor, si al cabo del día tronza el espinazo y los brazos, y más aquí que pesa tanto la espiga.

—Este año parece que está bueno el trigo.

—Como todos los años. ¡No parece sino que Dios derrama todas sus bendiciones sobre San Bernabé!

—¡Es lástima que no conceda igual beneficio a los pobres pueblos inmediatos!

—Ande Vd., señor, que bien merecido lo tienen por envidiosos.

—Mujer, no digas eso.

—¿Y por qué no lo he de decir? ¡Ay, señor don José, ya se conoce que Vd. no es del pueblo!

—¿También tú sales con esas chocheces? Para el sacerdote todos los pueblos son uno, porque todos los hombres, vivan donde vivan, son hijos de Dios, y, por consiguiente, hermanos.

—Sí, pero a cada uno le tira su pueblo más que los otros, como le sucede a Vd.

La mujer continuó su camino, y poco después, de la chimenea de su casa se alzaba una azul humareda. Sucesivamente fueron pasando otras mujeres, teniendo parecida conversación con el señor cura, y sucesivamente fue alzándose el humo de todas las chimeneas.

IX

El sacristán atravesó el campo dirigiéndose a la iglesia y tocó a la oración. Ya entonces conversaban con el señor cura algunos vecinos que iban llegando de las heredades y se iban sentando bajo las encinas para descansar y charlar un poco y echar una pipada, mientras en su casa se preparaba la cena.

—El señor cura, al oír el toque de la campana, se levantó, se descubrió la cabeza y todos le imitaron.

Rezadas las Ave-Marías, que dirigió el señor cura, todos volvieron a sentarse, a fumar y a charlar.

Poco a poco fueron llegando otros vecinos, hasta reunirse allí casi todos los de la aldea.

Hacia el camino del monte, que subía dando rodeos por la falda occidental de la colina, sonaron cencerrillos de ganado, y un momento después aparecieron en el campo todas las cabras y ovejas del pueblo, que en verano dormían al aire libre en dos grandes rediles, colocados, el de las ovejas, delante de la casa del señor cura, y el de las cabras, delante de la casa del concejo.

Las cabras eran todas blancas, como generalmente lo son aún las de aquella comarca, menos una que era negra como la mora. Esta cabra llamó la atención de los sambernabeses.

—¡Calla! dijo uno de ellos, esa cabra es forastera.

—De juro, asintieron otros.

—¡Hombre, qué gorda y hermosa es!

—¿De dónde es esa cabra negra, pastor?

—Ella, contestó el pastor, forastera es, pero no sé de donde, porque en el monte se han reunido hoy con las nuestras las de Biergol y otros lugares que las tienen blancas, negras y pintas.

Al día siguiente, a la misma hora, la misma cabra apareció en el mismo sitio entre las de San Bernabé, y suscitó la misma o parecida conversación.

Al otro día sucedió lo propio.

—Por lo visto, dijo uno de los vecinos, la cabra negra se ha empeñado en ser sambornabesa.

—¡Y qué alhaja es! ¡Hombre, si revienta de gorda!

—¿Saben Vds. que para una merienda entre todos los vecinos del pueblo, a la caidita de la tarde, en la mesa del concejo, era a pedir de boca?

—¡Escelente idea!

Los sambernabeses tenían en aquel instante flojo el estómago, y ya se sabe que esta flojedad inspira las ideas más atrevidas y pecaminosas. ¡Cuántas gloriosas revoluciones políticas han sido inspiradas por la flojedad de estómago!

X

—¡No digan Vds. disparates! replicó el señor cura disgustado de que aún en broma tratasen gentes cristianas y honradas de apropiarse lo ageno.

—Vd. ha de perdonar, señor cura, le contestó uno de los vecinos; pero no me parece ningún disparate el que nos comamos en amor y compañía una cabra que no tiene dueño.

—¿Y quién les dice a Vds. que no le tiene?

—Cuando nadie la reclama, claro está que no le tiene.

—En ese caso también se dirá que no tiene dueño el bolsillo lleno de dinero que uno se encuentra en un camino, y, sin embargo, no puede uno disponer de ese dinero aunque su dueño no lo reclame.

—¿Que no? ¡Ave-María Purísima! ¡Nunca oí otro tanto! ¡Diga Vd. que yo me encontrara mañana un par de docenitas de onzas, y vería usted si disponía o no de ellas! Lo que se pierde es del que lo encuentra.

—Lo que se pierde es del que lo ha perdido. La Sagrada Escritura dice: «Si encontrares buey u oveja de tu prójimo, devolvérselo debes.»

—Pero venga Vd. acá, señor cura, y dígame una cosa. Si mañana u otro día se va una cabra de las nuestras... pongo por caso, con las de Biergol, y los do Biergol ven que pasan días y más días sin reclamarla su dueño, ¿cree Vd. que no se la comerán?

—Harán muy mal si se la comen.

—Pero se la comerán.

—¡Claro está! exclamaron todos los vecinos.

—Pues yo digo que está turbio, replicó cada vez más incomodado el señor cura, levantándose de su asiento.

—Nada, nada, mañana si Dios quiere, que es domingo, a la caidita de la tarde, hacemos en la mesa del concejo una merendona con la cabra negra.

—No harán Vds. semejante picardía.

—¿Pero por qué no, señor cura?

—Porque sería faltar a los Mandamientos de la ley de Dios.

—¡Cá! repuso con maliciosa sonrisa uno de los vecinos, no es por los Mandamientos por lo que el señor cura se opone a que nos comamos la cabra; es porque sospecha que la cabra es de Biergol.

—Justo, por eso es, asintieron todos los demás.

—Ya me tienen Vds. harto con tan ruines sospechas. Pero ¡no sean Vds. tercos, hombres de Dios! Si quieren tener mañana una merienda, ténganla como Dios manda, pagándola a escote, que gracias a Dios en San Bernabé no hay quien no pueda permitirse ese despilfarro.

—¡A escote! Eso no tiene gracia. La gracia está en que merendemos sin costarnos un cuarto.

—¿A costa del vecino, no es verdad?

—¿Del vecino, eh? ¡Ahí, ahí es donde le duele al señor cura!

El señor cura no pudo aguantar más. Viendo que no hallaba medio de convencer a aquellos tercos, tomó el camino de su casa después de dejarles esta especie de triste profecía:

—Harán Vds. la picardía que se les ha puesto en la cabeza; pero no la harán impunemente. San Bernabé ha sido hasta aquí un pueblo feliz y próspero, porque hasta aquí había sido un pueblo justo y honrado; pero tengan Vds. entendido que los individuos, las familias y los pueblos empiezan a ser desgraciados allí donde empiezan a ser injustos. El primer pecado, por pequeño que sea, es como la bola de nieve, que por pequeña que sea va creciendo, creciendo y aplasta una ciudad.

Los sambernabeses se pusieron un poco pensativos al oír estas palabras pronunciadas de tal modo que parecía animar al señor cura el espíritu profético que vaticinó la ruina de la ciudad deicida; pero como uno de ellos exclamase al fin:

—¡Qué demonios! dejémonos de escrúpulos de monja y merendemos mañana la cabra negra.

—Sí, sí, asintieron casi todos, mañana caerá al rededor de la mesa del concejo, con ayuda de un pellejo de vino que pagaremos a escote.

Y, en efecto, al día siguiente la cabra se merendó entre todos los vecinos en el encinar de la iglesia, con gran algazara y salvas de cohetes y escopetazos y burlescos brindis a los lugares inmediatos, y particularmente a Biergol.

Entre tanto, el señor cura pedia a Dios en la iglesia que no tomase en cuenta la obstinación con que aquellas gentes, hasta allí tan justas y honradas, quebrantaban uno de sus Mandamientos cometiendo el primer pecado.

XI

Una tarde de Agosto, justamente un mes después que los sambernabeses se merendaron la cabra negra, estaba agonizando un anciano de San Bernabé, y el señor cura le prodigaba los consuelos de la religión.

Allá, sobre las cumbres de Ordunte, se ponía oscuro, oscuro el cielo, brillaba el relámpago y rugía la tempestad.

Era la una de la tarde, y los labradores dormían la siesta en sus casas, esperando que en la torre de la iglesia sonasen las dos para volver a sus heredades.

La tempestad se iba acercando, como que se cernía ya sobre los campos de Nava, Jijano y el Berron; pero nadie curaba de ella en San Bernabé acostumbrado como estaba el vecindario a que el señor cura diese buena cuenta de ella con sus conjuros.

Sin embargo, un grito de horror y asombro resonó en todas las casas al sentir sus moradores el estallido de un rayo que partió la mesa del concejo y derribó la encina que la cobijaba y al sentir el ruido de una nube de piedras como nueces que rompía las tejas y los cristales de las casas y destrozaba el ramaje de los frutales de los huertos.

En el momento en que la terrible tempestad se alejaba de San Bernabé, el señor cura salió de la casa del moribundo, entró en la iglesia y tocó a muerto. ¡El anciano a quien auxiliaba acabó de espirar!

Los vecinos salían de las casas, y dirigiendo la vista a la vega desde las cercanías de la iglesia, prorumpían en lágrimas y gritos de desolación: era porque el terrible pedrisco había asolado completamente los campos de San Bernabé. ¡Todo: maizales, viñedos, parrales, frutales, colmenares; todo, todo había sido destruido! Hasta el ganado menudo que pastaba en el campo había sido muerto por el pedrisco.

Muy pronto los lloros y lamentaciones se trocaron en gritos de indignación y amargas reconvenciones dirigidas al señor cura porque no había conjurado la tempestad.

En vano el señor cura hizo presente al vecindario que no merecía tales reconvenciones, porque un deber sacratísimo superior a todo interés humano le había detenido al lado del moribundo, que le pedía no le abandonase en el momento supremo; no faltó quien malévolamente observase que si el señor cura no había conjurado la tempestad, había sido por temor de que retrocediese y diese la vuelta por Biergol, cuyos campos se habían librado de ella a costa de los de San Bernabé y gracias a aquella picardía del señor cura.

Esta insensata idea encontró acogida en el vecindario e indignó de tal modo al señor cura, que éste creyó rebajar su dignidad descendiendo a rechazar semejante absurdo.

XII

Pocos días después de la tempestad, otra tempestad cayó sobro San Bernabé, a pesar de que el señor cura hizo grandes esfuerzos para conjurarla. La cabra merendada por los sambernabeses pertenecía al lugar de Biergol, cuya comunidad poseía un rebaño de cabras conocido con el nombre de rebaño del concejo.

Sabedores los biergoleses de que los de San Bernabé se habían merendado la cabra con acompañamiento de brindis provocativos, entablaron demanda contra ellos, a pesar de que el cura de San Bernabé, su paisano, hizo cuanto pudo para disuadirlos de semejante paso y aun se comprometía a pagar de su bolsillo la cabra merendada.

Los sambernabeses creyeron absurdamente que aquélla era cuestión de amor propio y no de dinero, y juraron que los biorgoleses no habían de ver un cuarto por la cabra, porque todo, todo era envidia y solo envidia que Biergol tenía desde muy antiguo a San Bernabé.

El pleito siguió corriendo instancias y más instancias y haciéndose interminable, con gran contento de la curia, que sacaba las entrañas.....del bolsillo a los sambernabeses.

No era éste el único filón de la mina de San Bernabé que esplotaba la curia: apenas había allí casa que no tuviera algún individuo preso en la cárcel del valle de Mena por quimeras tenidas con los de los pueblos comarcanos. La causa de estas quimeras era también la maldita cabra negra con tanta alegría merendada por los sambernabeses.

No iba uno de estos por ninguna parte del valle de Mena, de Losa, de Tobalina, de Álava, de Vizcaya, de la Montaña y aún del lado meridional del Ebro, sin que tuviera que escoger entre armarse de la paciencia de Job o armarse de una estaca y empezar a estacazos contra todo bicho viviente, porque eran capaces de cargar a Cristo padre las bromas que a cuenta de la condenada cabra negra se daban en todas partes a los pobres sambernabeses.

—¿De dónde sois? les preguntaban.

—De San Bernabé.

—¡Beeee! berreaban entonces los preguntadores, y ya estaba armada la paliza.

Por cerca de la colina de San Bernabé atravesaba una calzada que iba a la villa de Arceniega y continuaba por el valle de Ayala a Orduña. No pasaba por ella hombre ni mujer que al dar frente a San Barnabé no se desgañitase a balar de la manera más provocativa, sin que sirviesen de escarmiento las palizas que con frecuencia arrimaban los sambernabeses a los baladores.

Estas bromas iban ya siendo una pesadilla insoportable para los vecinos de San Bernabé, tanto que no se podía pronunciar delante de ellos el nombre de su pueblo o el del santo que al pueblo daba nombre sin que se les figurase que intencional y malignamente se había prolongado la terminación de aquel nombre.

El mismo señor cura había tenido muchas veces el disgusto de oír en la iglesia murmullos de desaprobación cuando pronunciaba el nombre del santo titular, y aquellos murmullos procedían de que los suspicaces sambernabeses habían creído notar que el señor cura duplicaba la e final del nombre del santo.

Más, aunque parezca increíble y exagerado: hasta las ovejas y las cabras eran ya insoportables a los obcecados sambernabeses, que no podían tolerar sus inocentes balidos, y con frecuencia sucedía una cosa que daba más y más pábulo a las burlas y chacota de los habitantes de aquella comarca.

Oían los sambernabeses un coro de balidos en los sombríos encinares que rodeaban la vega; corrían a los encinares armados de escopetas y bramando de indignación, y se encontraban con que los balidos que tanto habían irritado su bilis eran los de las cabras y las ovejas de la aldea.

XIII

Una nueva calamidad vino muy pronto a aumentar y agravar las que ya afligían a San Bernabé, antes tan feliz y tranquilo: como el arca común había quedado sin un cuarto con el interminable pleito con los de Biergol, y no había que pensar en repartos al vecindario, porque este estaba ahogadísimo con la pérdida total de las cosechas del año anterior, causada por el pedrisco y con los procedimientos judiciales que se seguían particularmente contra los vecinos, se había descuidado la limpia del riachuelo que corría por la vega, y estancadas las aguas, tanto en el cauce del río, como en las zanjas de las heredades, a donde se corría en tiempo de avenidas, las aguas se habían corrompido, y la aldea de San Bernabé, antes tan sana, estaba infestada de calenturas malignas que diezmaban al vecindario y tenían convertidas en espectros a aquellas gentes, en otro tiempo tan robustas que causaban el asombro y la envidia de los viajeros.

Pero no paraban en esto las desgracias que afligían a San Bernabé: la discordia reinaba entre sus moradores, tan fraternalmente unidos hasta el día en que se merendaron la cabra negra.

Estas discordias tienen una esplicación muy sencilla, aunque fuese poco racional la causa de ellas; esta causa era, en primer lugar, la falta de harina, que lo convertía todo en mohina, y en segundo, el empeño que todos tenían en atribuir al vecino la idea de la merienda, que con razón se creía ser origen providencial de todas las calamidades y desgracias que pesaban sobre la aldea.

—¡Maldita sea la tal merienda y maldito el hijo de cabra a quien le ocurrió la idea de que merendáramos la de Biergol! exclamaba cualquier vecino, lamentando las desgracias que la merienda había traído.

Y... que si fuiste tú, que si no fui yo, que si Fulano dijo esto, que si Mengano dijo lo otro, todos querían cubrirse con la túnica de la inocencia y endosar al vecino la hoja de higuera, y de aquí nacían enemistades, y chinchorrerías y linternazos que tenían infernado el pueblo.

Luego, como todos los sambernabeses habían concebido tan irracional prevención contra el señor cura por más que éste hiciera heroicos esfuerzos de paciencia y persuasión para vencerla, hasta los consuelos de la religión faltaban en gran parte a aquellos desgraciados, que tenían la debilidad de creer que el señor cura mezclaba con las santas funciones de su ministerio las rencillas y miserias de que ellos tenían lleno el corazón.

Un consuelo, una esperanza quedaba, sin embargo, a los sambernabeses. Por fin, decían, la fiesta de San Bernabé se acerca, y entonces saldremos de ahogos con los miles de duros que ese día dejan en el pueblo los forasteros. A ver si con esos recursos nos desahogamos un poco los vecinos y el ayuntamiento puede limpiar ese condenado de río, que nos está asesinando, y enderezar ese maldito pleito con los de Biergol, que está arruinando a San Bernabé.

XIV

El gran día, el día de San Bernabé se acercaba. Con quince de antelación se reunieron todos los vecinos de la aldea, según costumbre, para acordar los festejos con que se había de obsequiar a los forasteros. En esta junta o concejo había aquel año una novedad, y era la de no asistir a ella el señor cura, como había asistido todos los años.

Uno de los vecinos tomó la palabra y dijo:

—Señores, no me gusta hablar mal de nadie, y mucho menos del que no está presente, y menos aún del que gasta corona; pero no puedo menos de proponer un voto de censura al señor cura por su falta de asistencia a una reunión tan importante como ésta, falta que este año es más censurable que nunca, porque hasta indica poca caridad, hallándose el pueblo en la desgraciada situación en que se halla.

—Abundo en esas mismas ideas, respondió el mayordomo del santo, que lo era el descendiente del primer poblador de San Bernabé. Es verdad que al señor cura no se le ha avisado este año por causas que todo el mundo sabe...

—Que diga el señor mayordomo qué causas son esas, porque aquí hay que hablar muy claro, pese a quien pese y caiga quien caiga, exclamó otro vecino dando grandes muestras de irritación.

—Pues bien, respondió el mayordomo, las diré, aunque nadie me ha de dar dos cuartos por la noticia. Aquí hay que tratar, aunque sea incidentalmente, de los forasteros, y quizá, y sin quizá, hablando mal de ellos, y hubiera sido poco delicado y generoso el haber citado para esta reunión al señor cura, que tanta afición les tiene.

—A propósito del señor cura, añadió el vecino que había dicho que era menester hablar muy claro, tengo que poner en conocimiento del concejo una cosa que me tiene indignado: el señor cura, no contento con insultarnos hasta en la iglesia misma, añadiendo letras al nombre del santo apóstol, ha enseñado a su loro a burlarse de nosotros, pues el avechucho se permite balar desde el balcón.

Gritos de rabia y miradas amenazadoras, dirigidas hacia casa del señor cura, con acompañamiento de puños cerrados, acogieron esta declaración.

—Señores, dijo con timidez el sacristán, no llevemos tan lejos la desconfianza. El señor cura no tiene la culpa de que su loro bale. Como en verano duermen las ovejas al fresco en el redil que se pone delante de la casa del señor cura y no paran de balar hasta por la mañana, en que después de ordeñarlas se las junta con las crías, el loro ha aprendido por sí solo a imitar sus balidos.

Esta aclaración encontró algunos incrédulos; pero medio creída por la mayoría del vecindario, se dejó en paz al señor cura y se pasó a tratar de las funciones que aquel año se habían de disponer para el día de San Bernabé, y después de mucho hablar, mucho discurrir y mucho divagar, se convino en que las funciones se redujeran a la de iglesia con sermón que por buenas o por malas echaría el señor cura, y al disparo, por la tarde, desde el balcón del señor mayordomo, de cinco o seis docenas de cohetes, y por la noche, de una rueda de fuego, porque en la depositaría municipal no había dinero ni el pueblo tenía de donde sacarlo.

—Pero, señores, observó uno de los vecinos, si no hay más diversiones que esas, ¿qué van a decir los forasteros, acostumbrados como están a que los divirtamos tanto el día del Apóstol? Añadamos siquiera un par de buenos novillos.

—Sí, sí; yo estoy por un par de novillos de los más bravos, asintió el vecino que quería se dijese todo, pesara a quien pesara y cayera quien cayera; pero ha de ser con una condición, y es la de que no se suelten hasta después de haber metido en el coso a todos los biergoleses que hayan venido a la fiesta.

El concejo no estaba para risas, pero aun así rió al oír esta proposición, y no faltó pedazo de animal que la tomó por lo serio.

Convínose en añadir al programa el par de novillos, y el concejo se disolvió en seguida.

XV

Llegó la víspera de San Bernabé con tiempo inmejorable aunque algo ventoso. El campo de la iglesia se llenó de puestos y figones, cada casa se convirtió en una fonda y toda la noche se pasó matando y desollando reses.

La taberna del concejo estaba provista de más de cien pellejos de vino riojano, y en todas las casas se puso ramo de laurel fresco anunciando el sabrosillo zumo de la uva sambernabesa.

En cuanto a la función de iglesia, el señor cura había prometido hacer todo lo que estuviese de su parte para que fuese lo más lucida posible, y había arreglado y estudiado un panegírico del santo que creía había de producir muy buen efecto, particularmente la invocación o apóstrofe final dirigido al santo titular pidiéndole que viera el estado en que se hallaba el pueblo que se honraba con su santo nombre e intercediera con el Señor para que mejorara su triste situación.

Pobres eran las diversiones dispuestas para el día siguiente; pero aun así los chicos y aun los grandes se regocijaban pensando en los novillos, y sobre todo en los cohetes y la rueda de fuego que desde la calle veían puestos en el balcón del mayordomo, donde éste los había colocado pomposamente para que el público pudiera contemplarlos.

Amaneció por fin el tan deseado día y los sambernabeses dirigieron la vista hacia Ayala, hacia las Encartaciones, hacia la Peña, hacia Bortedo, hacia todas partes esperando ver asomar aquella infinita muchedumbre de romeros que en tal día y a tal hora se dirigía otros años hacia San Bernabé; pero con gran sorpresa y dolor sólo descubrieron alguna que otra persona, y entre ellas media docena de escopeteros que el alcalde mayor del valle de Mena enviaba para mantener el orden, que temía se turbase con motivo de las bromas y cuestiones que mediaban entre los sambernabeses y los vecinos de los lugares inmediatos.

Esta falta de forasteros tenía una esplicación al alcance del menos perspicaz: sabíase en todas partes que las calenturas y la discordia reinaban en San Bernabé, y se sabía también que los sambernabeses habían acordado reducir poco menos que a nada las funciones.

Había además otro motivo para que estuviese desanimadísima la fiesta de San Bernabé. Los de Biergol, deseosos de cumplir sus promesas de mandar decir y oír misas en el altar del Apóstol sin necesidad de ir para ello al pueblo que tal ojeriza les tenía, habían erigido una ermita al mismo santo en un llano de su jurisdicción, donde todavía existe y es muy venerada. Más aún habían hecho los biergoleses, y es probable que en ello se mezclase lo profano con lo piadoso: habían anunciado por edictos fijados en todos los pueblos de aquellas comarcas la erección de su ermita a San Bernabé, añadiendo que se abriría al culto solemnemente el día del santo, y en celebridad de tan fausto suceso habría grandes festejos, entre ellos corrida de toros y fuente de vino.

Nada de esto sabían los obcecados y presuntuosos sambernabeses, y si sabían algo creían que se iban a llevar chasco los biergoleses, pues ¡qué forastero había de hacer caso de un San Bernabé hecho como quien dice el día anterior del primer zoquete de encina que los biergoleses habían encontrado a mano!

La hora de la función de iglesia se acercaba, y apenas llegaban a doscientos los forasteros, con la particularidad de no hallarse entre ellos ninguno de Biergol. Tan inesperada falta de concurrencia a la romería tenía desesperados a los sambernabeses, desesperación que se aumentaba con las noticias que se iban recibiendo de que por todas partes se dirigía gente hacia Biergol.

Entonces empezó a correr el sordo rumor de que en todo aquello andaba la mano oculta del señor cura, y hasta se llevó la suspicacia y la malignidad al punto de sospechar si el señor cura habría cambiado la imagen del Apóstol dándosela a los de Biergol y sustituyéndola con la que habían hecho de una encina cualquiera los biergoleses.

El disgusto era tanto mayor cuanto que no cesaban en la calzada que atravesaba los encinares los provocativos balidos de las gentes que iban hacia Biergol, y un incidente que ocurrió poco antes de empezar la misa vino a envenenar más y más los ánimos: algunos de los pocos forasteros que habían venido de lejos, habían almorzado fuerte apenas llegaron, y, como respondiendo a los balidos que oían en la calzada del encinar, se pusieron a balar desesperadamente en el campo de la iglesia, por lo que entre ellos y los del pueblo se armó una paluquina de mil demonios que con dificultad consiguieron contener los escopeteros.

XV

Por fin, empezó la función de iglesia, llenándose ésta de gente. Como la iglesia era pequeña, todos los años se decía la misa mayor en un altar con la venerada imagen del Apóstol, que se colocaba en el pórtico para que desde el campo pudiera la muchedumbre asistir al santo sacrificio; pero entonces no creyó el señor cura que había necesidad de celebrar fuera, por más que la gente estuviese dentro un poco apretada.

La procesión al rededor de la iglesia fue solemne y tranquila, si bien el viento del Sur, que soplaba desde la noche anterior bastante recio, apagó todas las hachas y faltó poco para que derribase imagen y estandarte. Hubiera sido lástima tener que celebrar la misa en el pórtico, porque con aquel airejón no hubiera podido lucir la iluminación del altar, que dentro estaba como una ascua de oro con la infinidad de luces que en él ardían.

Empezó la misa, y después del Evangelio, el señor cura subió al púlpito y comenzó el panegírico del santo.

Apenas había dado principio a su oración, se manifestaron, con escándalo de todas las personas sensatas y piadosas, las brutales prevenciones que los sambernabeses abrigaban contra su candoroso párroco, pues no nombraba este una sola vez a San Bernabé sin que estallasen murmullos de descontento, creyendo el obcecado vecindario que el sacerdote prolongaba intencionalmente la última sílaba del nombre del santo.

Dolorosamente afectado el señor cura con la obcecación e injusticia de sus feligreses, abrevió cuanto pudo el sermón y se volvió hacia el Apóstol para dirigirle el piadoso apóstrofe que había preparado cuidadosamente y esperaba había de producir saludabilísimo efecto, así en el santo como en el vecindario.

—Santo y glorioso Apóstol, exclamó, ve, ve...

Salvajes gritos de ira interrumpieron al predicador, que no pudo completar la frase de «ve, ve el tristísimo estado en que se halla el pueblo que patrocinas!»

—¡Matarle! ¡Matarle! ¡Que muera! gritaban hombres y mujeres promoviendo un tumulto espantoso.

Dos de los más furiosos y desatentados se lanzaron al pie del púlpito, que estaba sostenido casi sólo por una esbelta columna de piedra, y abrazándose a la columna, la sacaron de su base y derribaron el púlpito con el predicador, que fue a dar contra un pilar de la iglesia, donde se deshizo la cabeza.

Como la confusión y el desorden crecían cada vez más, muchas personas se subieron sobre los altares esperando librarse así de morir ahogadas o aplastadas.

Los que habían subido al altar mayor derribaron algunas velas de las muchas que ardían allí, y prendiéndose una cortina, el fuego se estendió rápidamente por el retablo, que estaba como yesca por su mucha antigüedad, y trepando al techo, que era de madera laboreada, se estendió con la velocidad del relámpago por todo el templo, avivado por el viento Sur que entró de repente por las puertas principal y laterales, que abrió de par en par la muchedumbre para lanzarse fuera de la iglesia.

La gente, atemorizada, huía, y los escopeteros pugnaban por apoderarse de los principales promovedores de aquel terrible tumulto, y particularmente de los asesinos del párroco.

Algunos de los perseguidos se refugiaron en casa del mayordomo, que era la más sólida del lugar, y cerrando tras si la puerta, empezaron a hostilizar desde el balcón y las ventanas a los escopeteros que querían forzar la entrada.

Muebles y cacharros y hasta agua hirviendo caían sobre los escopeteros desde el balcón. Entonces los escopeteros hicieron fuego a los que desde el balcón les hostilizaban, y los cohetes y la rueda de fuego, que estaban allí, se inflamaron; el fuego se comunicó al cortinaje interior del balcón, y pronto la casa se vio envuelta por las llamas, que, impulsadas por el viento, fueron apoderándose de las demás de la única calle que constituía casi toda la aldea.

Algunos vecinos y forasteros hicieron desesperados esfuerzos por salvar de las llamas, así el templo como las casas, pero todo fue inútil: ¡pocas horas después, de la hermosa aldea de San Bernabé sólo quedaban montones de escombros, que atestiguaban a dónde puede conducir, así a los individuos como a los pueblos, el primer pecado!


Publicado el 5 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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