I
Perico reventaba de gozo cuando tomó la licencia militar, y con ella colocada en un reluciente canuto de hojalata, que pendía de una ancha cinta de seda color de fuego, tomó el camino de su tierra.
Pero el gozo se le cayó en el pozo cuándo en el camino se puso á pensar, primero, que por mucho que estirase el dinero que llevaba, no le alcanzaría para el viaje, y segundo, que después de andar siete años de viga derecha tendría que doblar el espinazo sobre la tierra de pan llevar así que llegase á su pueblo. Sin embargo, después de lanzar un «¡San Pedro me valga, qué trabajillos voy á pasar en la vida de paisano después de pasar tantos en la de soldado!», se tranquilizó y recobró su alegría pensando en Juanilla, que era una chica de su pueblo que le miraba con buenos ojos cuando fué á coger el chopo, y esperaba su vuelta hacía; siete años, resistiendo la violencia del bruto de su padre, que quería casarla con otro porque el otro era más rico que Perico.
Así en el pueblo como en el regimiento era Perico conocido con el apodo de San Pedro me valga, porque esta frase era la muletilla obligada de su conversación, como una blasfemia ó una necedad es la de las tres cuartas partes de los españoles del sexo feo, sin excluir, por supuesto, á los que blasonan de señoritos ó señorones bien educados. Y no se crea por esto que Perico fuese un hombre como Dios manda en punto á creencias y prácticas religiosas, porque desgraciadamente en este punto no tenía el diablo por dónde desecharle.
Cuando allá por el año 1868 cayó quinto, Perico rezaba, oía misa todos los días de precepto, se confesaba una vez al ano, y por supuesto creía en Dios y los santos á pie juntillas, sin pasarle siquiera por el pensamiento la bestialidad de que habiéndonos dado Dios en esta vida luz suficiente para escoger entre el bien y el mal, ha de tratar en la otra del mismo modo á los que escogieron el mal que á los que escogieron el bien; pero así que, poco después, corrió la voz en periódicos y libros y discursos de que no había Dios, y hasta se dijo en el Congreso de los Diputados, y hasta el Gobierno convino en que en efecto no le había, Perico, por mal nombre San Pedro me valga, como se añadía al nombrarle en una sumaria que se formó con motivo de una cachetina que él y otro soldado armaron sobre si había Dios ó dejaba de haberle; Perico, repito, dió completo crédito á aquella voz, y no volvió á rezar, ni á oir misa ni á confesarse, si bien no abandonó su antigua muletilla de ¡San Pedro me valga!
Tal como acabo de pintarlo era Perico cuando tomó la licencia y emprendió la vuelta á su pueblo pensando en muchas cosas, y sobre todo en su leal Juanita, que esperaba su vuelta hacía siete años.
II
El santo portero del cielo encomendó un día el cuidado de la portería á uno de sus amigos de más confianza, que cree que fuese San Pablo, y entró á hablar al Señor de un asunto que al parecer le interesaba mucho.
El Señor le recibió con mucha benevolencia y le preguntó qué se le ofrecía.
—Señor—contestó San Pedro,—vengo á hablarlo á V. M. en favor de un pobre diablo á quien, en conciencia, debo proteger, y estoy muy agradecido, porque, si bien es un majadero que hadado crédito á la voz, casi oficial, que ha corrido en España de que no hay Dios ni Santa María, siempre se está acordando de mí y hasta invocando mi protección con la frase ¡San Pedro me valga!, tan repetida, que con ella por apodo se le conoce en todas partes.
—Ya sabes, amado Pedro, cuánto te he estimado siempre, pues apenas dejaste la barca para seguirme, sané á tu suegra de una grave enfermedad que la tenía en peligro de muerte.
—Mucho, Señor, agradecí á V. M. aquello, por, más que malas lenguas hayan dicho que si negué después á V. M., fué porque estaba resentido de aquel favor.
—Yo nunca he creído tales hablillas del vulgo.
—El vulgo, Señor, es necio, como dijo Lope de Vega, y bestia, como dijo Ruiz de Alarcón.
—Amado Pedro, algo de exageración hay en las calificaciones del vulgo, ó pueblo, como ahora se le llama, olvidando que, como dijo D. Alfonso el Sabio, pueblo es el conjunto de todos los ciudadanos grandes y chicos. Al vulgo hay que juzgarle por el fondo, y no por la forma de lo que piensa y dice. Así es que cuando en sus narraciones habla de entidades y cosas santas, materializándolas y discutiéndolas en forma vulgar y apropiada á entidades y cosas viles, no hay en ello profanación ni impiedad, porque el fondo es elevado, respetuoso y bueno, y la forma la única de que el pueblo puede valerse. Pero volviendo á tu protegido, dime, amado Pedro, ¿qué es lo que deseas para él?
—Deseo, señor, que me conceda V. M. facultades para proporcionarle algún medio por el cual pueda hacer méritos para que se le perdonen los pecados y se salve.
—Concedidas tienes esas facultades, amado Pedro, y dejo á tu discreción el medio que te parezca más adecuado para salvar á eso pobre pecador.
San Pedro dió las gracias al Señor por lo que le acababa de concederle, y descendiendo á la tierra, le salió al licenciado al camino.
—Buenos días, amigo Perico—dijo al licenciado con mucha benevolencia.
—¡San Pedro me valga!—exclamó Perico, encantado de la amabilidad y el aspecto venerable de aquel anciano.—Muy buenos los tenga usted, abuelito; ¿está usted bueno?
—Bueno, á Dios gracias.
—¿Y la parienta y...?
—Por lo visto, ¿no me conoces, amigo Perico?
—Es verdad, abuelito, que no tengo esa honra.
—Pues yo soy San Pedro.
—¡San Pedro me valga!—exclamó Perico apresurándose á quitarse la gorrilla de cuartel y arrodillándose á los pies del Santo Apóstol, que con mucho amor le hizo levantarse y ponerse la gorra, porque el camino estaba hecho un barrizal y corría un gris de lo fino.
—Antes de todo, hijo mío, te diré que veo con satisfacción que no eres tan malo como parecía, pues si no creyeras en Dios, tampoco creerías en los santos.
—No haga usted caso, señor, de aquellas tonterías que á uno se le metieron en la cabeza.
—Pero, hombre, ¿es posible que tú creyeras que no había Dios? -
—Ya ve usted: como en las Cortes mismas y hasta por los del Gobierno se dijo que no le había, ¿que había de hacer un pobre soldado como yo al oir á hombres tan sabios, sino creerlos ó matarlos? La verdad es que yo no estaba muy seguro de que no le hubiera, y prueba de ello es que no dejé ni un solo día de andar á cada paso con ¡San Pedro me raiga! ¡Por vida del santo de mi nombre!
—Pues has de saber, hijo, que á eso vas á deber el no condenarte, aunque, como dijo el otro, lo decías maquinalmente. De todos modos, muchos méritos tienes que hacer para que Dios te perdone todos tus pecados y te salves.
—¿Y cómo, señor, me he de componer para hacerlos?
—Eso, amigo Perico, es cuenta tuya. Yo todo lo que puedo hacer por tí es proporcionarte un instrumento que á la vez pueda ser de salvación ó condenación, según el uso que tú hagas de él, pues el uso dependo sólo de tu voluntad.
—¿Pongo por ejemplo, darme un saco de onzas de oro, que, empleadas bien, pueden salvarme, lo mismo que, empleadas mal, pueden condenarme?
—De saco se trata, hijo, pero no es saco de onzas de oro ni Cristo que lo fundó, sino éste, que, como ves, está vacío y tiene una virtud maravillosa.
Al decir esto, San Pedro sacó de debajo de la túnica y di ó al licenciado un saquito vacío, que cabía en un puño, y sin embargo, tenía elasticidad tal, que cabía en él aunque fuera una persona mayor.
—¡San Pedro me valga, qué morral tan mono!—exclamó Perico al ver el saco, que tenía sus corroas y todo para suspenderle á la espalda, é inmediatamente se le colocó sobre el morral en que llevaba su corto equipaje.
—Conque, dígame usted, señor—añadió,—cuál es la maravillosa virtud que este morralito tiene.
—Es la virtud de la atracción. Cada vez que digas: «Cosa tal ó cual, ¡al morral!», la cosa vendrá al morral inmediatamente.
—¡San Pedro me valga, qué maravilla!—exclamó Perico asombrado.—¡Pues con un morral como este bien puede uno hacer méritos para salvarse!...
—¡Y también para condenarse!—le interrumpió el Santo melancólicamente.—¡Tu salvación ó tu condenación depende de tu voluntad! ¡No lo olvides, hijo mío, y Dios quiera que con la llave que dejo en tus manos se te abra la puerta del cielo, y no la del infierno!
Al decir esto, San Pedro desapareció-súbitamente sin que Perico supiera por dónde, y Perico continuó su camino, maravillado de la aparición y del obsequio con que el santo de su nombre le había favorecido.
III
Ni la curiosidad natural en el hombre, ni Juanilla, bastaron en muchas horas de penoso camino para distraer el pensamiento de Perico de aquella aparición y aquel obsequio, que le ocupaban por completo.
Pasando el licenciado por la calle Real de un pueblo le vino de repente á las narices, una deliciosa tufarada de chuletas, jamón frito, pollo aseado, pan tierno, vino de Valdepeñas y otras porquerías por el estilo; y tratando de averiguar de dónde provenía aquel olor, se encontró junto al escaparate de una pastelería, lleno de toda clase de manjares.
Instintivamente echó mano al bolsillo para comprar siquiera una chuleta y un panecillo, pero se encontró con que su caudal iba ya tan mermado, que no permitía andar en fiestas con él, y se decidió á separarse de la pastelería sin comprar nada.
Separábase, en efecto, con el dolor con que se separa la uña de la carne, y de repente le ocurrió la idea de ensayar la maravillosa virtud del morralito en algo de lo que contenía el escaparate de la pastelería, por ejemplo, en un pollo tan doradito y mantecoso, que estaba diciendo comedme, en un roscón de pan can deal y una botella de vino, que debían hacer muy buenas migas con el pollo.
Decidido á hacer este ensayo, acercóse más al escaparate, y apenas dijo: «Pollo, botella y pan candeal. ¡al morral!», las tres cosas aparecieron en el morral como por encanto.
Perico se apresuró á salir del pueblo con tan grata compañía, y tumbándose sobre la verde y olorosa hierba en un ribazo de la orilla del camino, merendó en grande, y luego continuó su jornada tan consolado, sin ocurrírsele siquiera que el primor uso que había hecho del instrumento de salvación ó condenación, que San Pedro había puesto en su mano, había sido una picardía.
¡Esto de creer muy santo y muy bueno el llenarse la tripa á costa ajena es muy común en este pícaro mundo!
Haciendo picardías como ésta, y aun mucho mayores, continuó San Pedro me valga su viaje, hasta que al fin descubrió el campanario de su pueblo, lo que lo causó indecible alegría.
Andando, andando apresuradamente para llegar á la colina desde donde se descubría el pueblo entero, llegó á aquel sitio y exclamó:
—¡San Pedro me valga, que hermoso me parece mi pueblo al volver á verle después de siete años de ausencia!
Unos chicos que andaban por allí jugando al toro le oyeron esta exclamación y le vieron el canuto de la licencia, y echaron á correr al pueblo anunciando que venía San Pedro me valga, de quien habían oído hablar mucho, y no dudaban fuese aquel licenciado.
Momentos después no se oída en el pueblo más que «¡San Pedro me valga viene! ¡San Pedro me valga está ahí!»
Oir esto Juanilla y salir como una bala, al encuentro de Perico todo fué uno. La pobre había penado siete años esperando aquel instante.
Cada abrazo pelado que ella y Perico se daban valía un doblón; pero hete que llega el padre de JuaniJla, que ya he dicho era muy bruto y siempre se había opuesto á que su hija se casara con San Pedro me valga, porque su candidato á la mano de Juanilla era otro muy rico, pero muy bruto, que la chica no quería, y al ver á Juanilla abrazando públicamente al licenciado, la puso de poca vergüenza que no había por dónde cogerla, y le pegó un puntapié que por milagro de Dios no la derrengó.
San Pedro me valga tuvo tentaciones de hacer una barbaridad con el padre de Juanilla, pero se aguantó sin hacerla, porque por la peana se adora al santo. Lo que sí hizo fué dedicarse á andar por el pueblo pintando la mona con su morral, que en lugar de hacer instrumento del bien, continuaba haciendo instrumento del mal, ó cuando menos, de pueril entretenimiento. Vaya un par de muestrecitas de ello.
Se iba todas las mañanas por la plaza del mercado y con decir: «Cosa tal ó cual, ¡al morral!», hacía la compra sin gastar un cuarto, llevándose á casa el morral lleno de lo mejorcito que se presentaba en la plaza, con lo cual se daba una vida de príncipe.
Entraban dos amigos en una taberna á beberse, en amor y compañía, tina botella de cerveza; les sacaba la tabernera y les ponía sobro la mesa la botella y un par de vasos; San Pedro me valga, que lo observaba con su morral á la espalda, trasladaba invisiblemente á su morral la botella en el momento en que los dos amigos estaban distraídos, preparándose con un rato de conversación á desocuparla; los dos amigos reparan en que había desaparecido la botella, y entre: «Si tú la has escamoteado», «El que la ha, escamoteado eres tú». «Gastas bromas muy pesadas», «Tú eres el que las gastas», se armaba entre ellos la gorda, y salían de la taberna á estacazos, con gran regocijo de San Pedro me valga, que luego celebraba la gracia brindando á la salud de ellos con el contenido de la botella.
Perico determinó pedir solemnemente la mano de Juanilla al padre de la muchacha, y al efecto se presentó en casa del viejo é hizo su petición en debida forma, llevando, por supuesto, á la espalda el consabido morral, que era su compañero inseparable, como que por eso en el pueblo le llamaban ya el del morral, en lugar de San Pedro me valga.
El viejo le despachó con cajas destempladas, diciéndole, para mayor insulto, que lo que él buscaba era no tanto la mano de la chica como los mil ducados en onzas de oro con que pensaba dotarla, y al efecto tenía en la cómoda en un saquito.
San Pedro me valga salió de casa del padre de Juanilla jurando que el viejo se las había de pagar todas juntas, y como al salir viese á Juanilla asomada á la ventana, echa un mar de lágrimas al ver que con su novio se alojaba su esperanza de casarse con él, pues naturalmente á la chica le sucedía lo que á todas, que se alampaba por casarse, le ocurrió de repente la idea de vengarse del viejo llevándose la chica y el saquito de onzas de oro destinado á dotarla. Apenas dijo: «Juanilla y su dote cabal, ¡al morral!», volaron al morral Juanilla y el saquito de onzas de oro.
San Pedro me valga echó á correr con carga tan preciosa, y el viejo, desesperado con aquella fechoría, tanto más cuanto que Juanilla parecía aprobarla, pues no gritaba pidiendo socorro, cogió la escopeta, la cargó con bala y siguió al fugitivo, que tomó el camino por donde había vuelto del servicio militar.
Como el viejo tenía las piernas más pesadas que San Pedro me valga, llegó á la colina que precedía al pueblo cuando ya el fugitivo la había traspuesto; pero como le avistase desde lo alto de la colina, le apuntó con la escopeta, disparó, y San Pedro me valga cayó al suelo.
El viejo corrió á sacar á su hija del prodigioso morral del raptor, y se encontró con que Juanilla y San Pedro me valga estaban muertos, traspasados de parte á parte por una misma bala, con la particularidad de que el morral había desaparecido, como si el alma de su dueño se le hubiese llevado consigo al volar al infierno ó á donde hubiese ido.
Lo único que había logrado el viejo con la barbaridad que acababa de hacer era recobrar el saquito de onzas de oro, que recogió y se llevó, ofendiendo el muy bestia á la curia con estas calumniosas palabras:
—Vamos, que ya tengo con qué untar la mano á jueces y escribanos para que echen tierra al homicidio y el parricidio que acabo de cometer.
Si yo hubiese estado allí le hubiese dicho:
—Grandísimo desvergonzado, ¿cuándo se ha visto en el mundo que jueces ni escribanos echen tierra á ningún asunto criminal ni litigioso, por más que se quiera untarles la mano? Es verdad que los jueces de primera instancia tienen tan poco sueldo que necesitan ser unos santos para no tener la mano un table; pero aunque la tuvieran, hay de tejas arriba otro juez que, de seguro, te condena á las calderas de Pedro Botero cuando comparezcas á su presencia.
Perico y Juanilla llegaron juntos Y asidos amorosamente de la mano á las puertas del cielo, Perico con el consabido morral á la espalda, y Juanilla pidiendo á Dios que la uniese para siempre con Perico en la otra vida, ya que no había podido ser en ésta.
Aunque las puertas del cielo sólo estaban entreabiertas, se escapaban por ellas resplandores tan divinos, tan embriagadores aromas y tan deliciosas músicas, que Perico no pudo menos de exclamar:
—¡San Pedro me valga, qué divinamente se debo estar ahí dentro!
San Pedro, que estaba vuelto de espaldas á la portalada, y por tanto, de cara al cielo, para gozar de aquellas delicias desde la puerta, cuyas entreabiertas hojas eran de oro y diamantes, se volvió vivamente al oir aquella exclamación, conociendo sin duda por ella al que llegaba á la portería, y dijo á Perico con mucha seriedad:
—Aquí no hay San Pedro ni San Pablo que valga para el que tan mal como tú se ha portado en la tierra.
—Pero, señor—le replicó Perico, consternada con aquel recibimiento,—¿en qué me he portado yo mal?
—Pues, hombre, podías haberte portado peor! Puse en tu mano un instrumento de salvación ó de condonación, dejando á tu voluntad el empleo quede él habías de hacer, y sólo le has empleado en picardías, en vez de emplearle en obras buenas.
—¡Por vida del morral de mis pecados!...No sé yo qué obras buenas se podían hacer con este morral.
—Muchas, y lo suficiente meritorias para que al llegar aquí te abriese yo de par en par las puertas del cielo.
—Pero, señor, dígame usted cuáles podían haber sido, que yo no caigo en ellas por más que cavilo.
—Te indicaré sólo algunas de ellas, que, como suele decirse, para muestra hasta un botón. Apenas continuaste tu camino con el morralito maravilloso á cuestas, visto que un pobre barquero municipal había caído en un río y pedía auxilio, porque se ahogaba por momentos.
—Es verdad; pero si no le auxilié fué porque yo no sabía nadar, ni la disposición de la orilla del río permitía alargarle una mano ni una rama de árbol para que se asiera y se salvara.
—Podías haber dicho: «Barquero municipal, ¡al morral!», y el barquero hubiera ido á tu morral y se hubiera salvado.
—Es verdad, señor, pero no me ocurrió eso.
—Si hubiera sido alguna picardía, ya te hubiera ocurrido, que para las picardías no te ha faltado ingenio. Más adelante viste que un menestral caía de un andamio, y en lugar de decir: «Menestral, ¡al morral!», con lo que aquel pobre hubiera caído en sitio blando y no hubiera dejado desamparados á su mujer y siete hijos, que cabían bajo un celemín, te callaste como un muerto, y le dejaste caer en un montón de piedras, donde se rompió el bautismo.
—Tampoco me ocurrió hacer eso.
—Por lo visto, á tí nunca te han ocurrido más que picardías. Pasando por las cercanías de otro pueblo viste correr á un hombre, y oiste gritar á una mujer diciendo que aquél era un bribón que se llevaba una bolsa de torzal que contenía los ahorros de toda su vida, y en lugar de decir: «Bolsa de torzal, ¡al morral!», también te callaste como un zorro, y dejaste que el ladrón escapara con la bolsa, y la pobre robada quedara en la miseria.
—Pues, señor, le aseguro á usted que tampoco entonces me ocurrió...
—¡Es mucha casualidad, hombre, que nunca te hayan ocurrido más que bribonadas! No, cuando se trataba de ingeniosidades para llenar la tripa y divertirse, no carecías de ingenio.
—Pero, señor, si usted quería favorecerme proporcionándome un instrumento de salvación, ¿por qué no me proporcionó uno que no lo fuera á la vez de salvación y de condenación como este pícaro morral?
—Este morral os la conciencia humana que Dios da á todo hombre, dándole con ella la elección del bien ó del mal, ó lo que es lo mismo, la elección del cielo ó la del infierno. Tú elegiste el infierno, y ya puedes tomar el portante en busca de él.
—¡EL infierno!—exclamó Perico aterrado.—¡San Pedro me valga, qué vida voy á pasar allí eternamente separado de ésta y en compañía de su padre!...Malhaya el morral que usted me regaló y vaya con doscientos mil de á caballo, ya que sólo me ha servido de perdición.
Perico, al decir esto, se arrancó de la espalda el morral y le tiró por encima de la cabeza del santo portero, á la parte de adentro de la puerta, cuyas ¡hojas, como ya he dicho, seguían entreabiertas, sin «duda para que lo que entreviesen por ella los que llegaban á la portería aumentase en unos el dolor de no permitírseles la entrada, y en otros el gozo-de permitírseles.
San Pedro reparó en Juanilla al aludir á ella Perico, y distraído en traquilizarla un poco, porque lloraba sin consuelo al oir que Perico iba al infierno, no reparó adonde había ido á parar el morral; y mucho monos se acordó de quitarle la maravillosa virtud de atracción que le había dado al regalársele á Perico.
Lo que decía San Pedro á Juanilla para consolarla un poco era que sólo estaba condenada á pasar una temporada en el purgatorio por haber abrazado á Perico, y algunas otras ensillas por el estilo, en que suelen incurrir las chicas que quieren demasiado á los novios.
Cuando Perico se hizo cargo de que su leal Juanilla no iba á entrar inmediatamente en el cielo, como él había creído hasta entonces, su dolor no tuvo límites, y ya sólo pensó en ver si encontraba, algún rasgo de ingenio que le facilitase aquella entrada.
De repente exclamó Perico: «Mi Juanilla leal, ¡al morral!», y de repente se encontró Juanilla dentro del morral y por tanto, dentro del cielo.
Suscitóse disputa entre Perico y San Pedro sobre si aquello era ó no válido, y decidieron someter la cuestión á la decisión del Señor, entrando San Pedro á exponerle lo que pasaba.
La decisión del Señor fué ésta:
«En la tierra dije que mucho sería perdonado á los que habían amado mucho. El rasgo de amor con que tu antiguo protegido ha facilitado la entrada en el cielo á su amada es digno de que le sean perdonadas muchas de las culpas que me habían obligado á condenarle al infierno. Que pene en el purgatorio siete años esperando reunirse con su amada, como su amada esperó siete años en su pueblo natal aguardando reunirse con él, y pasado ese tiempo, ambos se reunirán en el cielo por toda mía eternidad.»
En tanto que San Pedro me valga tomaba el camino del purgatorio y Juanilla se sentaba al lado del señor, entonando ambos cánticos de gratitud y de esperanza, el glorioso portero del cielo lloraba de santa alegría, contemplando una vez más la misericordia y la sabiduría del Señor.