Tragaldabas

Antonio de Trueba


Cuento



I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.

Cansado Lesmes de luchar con el hambre sin conseguir echarle la zancadilla, determinó llamar en su auxilio a la Muerte, cosa que hacen los tontos cuando la tontería se les agrava con la desesperación.

—¡Señora Muerte! ¡Señora Muerte! empezó a gritar, ¡señora Muerte!

De repente descubrió a la Muerte que salía de una taberna inmediata y se estaba divirtiendo en andar al rededor de una de esas pozas de agua estancada que suele haber en las aldeas a la puerta o las inmediaciones de las casas.

—¿Qué se te ofrece, hombre, que tantos gritos das? le preguntó la Muerte.

—Que haga Vd. el favor de quitarme cuanto antes del medio a ver si acabo de padecer.

—¿Tenías más que haberte llegado a la casa de trato donde suelo estar? Pero vamos a ver lo que te pasa.

—Lo que me pasa es que no me pasa nada por el pasapán.

—¿Hola, eres aficionadillo al retruécano? ¡Mal gusto tienes! ¿Conque me llamas porque tienes hambre, eh?

—Justo. ¿Y lo extraña Vd.?

—Sí que lo extraño.

—¿Por qué?

—Porque en los hartos y no en los hambrientos es donde por lo común ejerzo yo mi ministerio.

—Si yo estuviera harto, no la llamaría a Vd.

—Cierto, porque vendría yo sin que tú me llamaras.

—En fin, no tengo gana de conversacion. Hágame Vd. el favor de sacarme de penas dándome un golletazo con ese chisme que lleva Vd. al hombro.

—¿Qué chisme, la guadaña?

—Sí, señora.

—La guadaña es sólo mi insignia heráldica y no mato con ella a nadie.

—¿Pues con qué mata Vd.?

—Con una porción de armas mucho más eficaces que este embeleco: con los médicos malos y los curanderos malos y buenos, con los malos gobiernos y los pueblos ingobernables, con los hipócritas de Dios y de la libertad, con el lujo, con los libros escritos por los malos y los tontos, con la indiferencia religiosa, con la vida de café, que va sustituyendo a la vida de familia, con los dos o tres mil bribones que en cada nación pretenden monopolizar la cosa pública.....

—Déjese Vd. de sátiras, y écheme pronto al otro barrio.

—Deseo complacerte porque me has prestado muy buenos servicios mientras has sido curandero; pero si te he de decir la verdad, quisiera que permanecieses aún por acá a ver si vuelves a prestármelos.

—Cualquiera diría, según lo que repugna a usted el matarme, que no es Vd. partidaria de la pena de muerte.

—Hombre, algo hay de eso.

—Si lo entiendo que me ahorquen.

—Pues es fácil de entender: el servicio que me prestan los muertos es insignificante, porque la tufaradilla con que inficionan la atmósfera desde que empiezan a corromperse hasta que concluyen, no vale nada comparada con el que me prestan los vivos. Casi, casi se puede asegurar que si no muriese nadie moriría mucha más gente.

—Vamos, Vd. me quiere volver tarumba con sus paradojas. ¿Me quita Vd. del medio, sí o no?

—No.

—¿Pero no ve Vd. que entonces me voy a morir de hambre?

—Yo haré que no te mueras.

—¿Cómo?

—Comiendo.

—¿Y cómo voy a comer si no gano un cuarto?

—Yo haré que ganes cuanto quieras. ¿De qué modo?

—Haciéndote médico.

—Pero si no entiendo de medicina.....

—Pues esos médicos son los que a mí me convienen.

—¿Y dónde están esos?

—¿Dónde? No me conviene que se sepa.

—¡Si digo que Vd. tiene gana de volverme tonto!

—Ya lo eres.

—Pues entonces.....

—Entonces me conviene que seas médico, y lo vas a ser.

—¡Esplíquese Vd. con dos mil de a caballo!

—Me voy a esplicar. Así que una persona cae mala, me planto yo a su lado. Si el mal no tiene remedio, me coloco a la cabecera de la cama, y si le tiene, me coloco a los pies. Ya supondrás que cuando Dios me ha dado atribuciones para deshacer su predilecta hechura, que es el hombre, también me habrá dado algunas otras menos importantes.

—¿Y qué atribuciones son esas?

—Una de ellas es la de permanecer invisible.

—¿A los ojos de todos?

—Sí.

—¡Esa es grilla! ¡Mire Vd. si los médicos la verán a Vd.!

—¿Verme a mí los médicos? Tú estás tocando el violón. Pero volvamos a tu medicatura.

—Dirá Vd. a mi curandería.

—¿Por qué?

—Porque no teniendo título seré curandero y no médico.

—Lo mismo da. Lo que no da lo mismo es la ignorancia y la ciencia. Pues como iba diciendo, yo soy invisible para todo el mundo y dejaré de serlo para ti. Entras a ver a un enfermo, y si me ves a la cabecera de la cama dices que el enfermo no tiene remedio por haberte llamado tarde; el enfermo se muere y todos dicen: «¡Qué ojo tiene ese D. Lesmes! ¡En echándole ese a uno el fallo, ni toda la veterinaria le salva!» Pero si me ves a los pies de la cama dices que tú respondes de la vida del enfermo, aunque le has encontrado ya medio muerto; le das cualquier cosa para hacer que hacemos, y como el enfermo se salva, dicen todos: «¡Este D. Lesmes resucita los muertos!» y no tienes bastantes pies para visitar ni bastantes manos para embolsar dinero. Conque ¿qué te parece mi proposición?

—Me parece a pedir de boca; pero me ocurre una duda.

—Vamos a ver qué duda es esa.

—Yo no puedo creer que me proteja Vd. por mi buena cara, y quisiera saber qué mira se lleva Vd. en ello.

—En primer lugar, la de satisfacer una deuda de gratitud, porque ya he dicho que me serviste en grande cuando eras curandero, y en segundo, la de que vuelvas a servirme.

—¿Y cómo le he de servir a Vd.?

—Te diré: los médicos de gran reputación son los que a mí me convienen, con tal que su reputación sea injusta, y de este número serás tú.

—No lo entiendo.

—Tú no entiendes nada, y así me gustan a mí los médicos. Cuando hayas adquirido gran reputación, te consultarán muchísimas gentes, sanas y buenas, y las pondrás enfermas a fuerza de hacer con ellas barbaridades.

—Está Vd. muy equivocada, que a todo aquél a cuyo lado no la vea a Vd., le diré que no está enfermo.

—Guárdate de decirle tal cosa.

—¿Por qué?

—Porque, diciéndosela, perderás reputación y dinero.

—¡Zape! No echaré en saco roto el consejo.

—Aunque es de la Muerte, es saludable.

—Ea, voy a ver si me sale por ahí alguna buena visita y saco la tripa de mal año. Conque hasta la vista, señora Muerte.

—Hasta luego, Tragaldabas.

Lesmes tomó el camino de un pueblo, cuyo campanario se veía a lo lejos, y la Muerte se fue a otro a intrigar para que el médico y el boticario, que eran amigos suyos, fueran nombrados individuos de la junta de sanidad.

II

Al llegar Tragaldabas al pueblo, notó gran consternación en el vecindario, como que hombres, mujeres y niños lloraban como becerros.

Informóse de lo que ocurría, y supo que toda aquella consternación y llanto eran porque el alcalde del pueblo estaba desahuciado de los médicos.

Y en verdad que el vecindario tenía motivos para idolatrar al alcalde y considerar como una gran calamidad el que Dios se le llevase, porque alcaldes como aquél entran pocos en libra.

Para ser elegido no había tenido que emborrachar a los electores; no organizaba cada día, en unión de los demás concejales, una comilona, con cargo al capítulo de gastos imprevistos; no se embolsaba las multas, después de dar al alguacil los picos para que cerrase el suyo; sabía leer; no tenía los abastos del pueblo por medio de testaferro, y, por último, no había hecho depositario de los fondos municipales a un amigo suyo que le entregase todas las noches la llave de la caja. Dígaseme, en vista de estos informes, si tengo o no razón para decir que alcaldes como aquél entran pocos en libra.

—¡Ya me cayó qué hacer! dijo para sí Tragaldabas. ¡Si visito al alcalde, y sale adelante en su enfermedad, me pongo las botas!

Y dirigiéndose a casa del enfermo, pidió permiso al alguacil, que hacía de portero, para pasar adelante.

Es de advertir que el alguacil era la única persona del pueblo que no podía tragar al alcalde, y todo por la sencilla razón de que éste no le daba los picos de las multas como sus antecesores, porque sacaba pocas, y cuando las sacaba las destinaba íntegras al fondo común.

—¿Para qué quiere Vd. pasar? preguntó el alguacil a Lesmes.

—Para ver al enfermo.

—¡Eso es, para que le mate Vd.!

—¿Cómo que matarle?

—El que mata a las bestias, de juro ha de matar al señor alcalde.

—¡Deslenguado! exclamó Lesmes, indignado del maligno sentido equívoco con que hablaba el alguacil, y penetró en la alcoba del enfermo, a lo que el alguacil no opuso gran resistencia por la razón que más adelante veremos.

A la cabecera de la cama estaba un médico de los más afamados en la comarca, y Lesmes temió por un momento que fuese la Muerte, porque había oído decir que ésta se disfrazaba de médico muchas veces; pero muy pronto se convirtió su temor en alegría al dirigir la vista a los pies de la cama y ver allí a la Muerte.

—¿Qué trae Vd. por aquí? le preguntó la alcaldesa, que, entre paréntesis, tenía muy buenos bigotes.

—Vengo a dar la salud al señor alcalde, contestó Lesmes.

—El señor alcalde, replicó irritado el médico, sólo debe ya esperar la salud de Dios y de la ciencia.

—Pues con la ayuda de Dios y de la ciencia se la voy yo a dar.

—¿Ciencia Vd.? dijo el médico con la risa del conejo.

—Ciencia yo, sí señor.

Aunque la ocasión no era para risas, todos, inclusa la alcaldesa, estuvieron a punto de reír a todo trapo al ver la estupidez de aquel zamarro, que creía poder dar la salud a un moribundo, desahuciado de los mejores médicos.

El alguacil se había acercado a la alcoba, atraído por aquel altercado, y como tenía ganas de que cuanto antes se llevase la trampa al alcalde, y creía muy a propósito a Tragaldabas para despacharle pronto, única razón por que no había opuesto gran resistencia a la entrada del curandero, tomó la palabra en favor de éste, diciendo por lo bajo a la alcaldesa, que repito tenía muy buenos bigotes:

—Señora, eche Vd. noramala a los médicos, que son los que están matando al señor alcalde, resentidos de que apenas hay enfermos en el pueblo desde que él hizo desaparecer todos los focos de infección que envenenaban al vecindario.

La alcaldesa era crédula, como lo son casi todas las mujeres, cosa que, nos tiene mucha cuenta a nosotros los tunos de los hombres, y creyó de buenas a primeras al alguacil.

—Yo opino, dijo al médico, que si Lesmes insiste en que él es capaz de sacar adelante a mi marido, debemos poner en sus manos al enfermo.

—Señora, exclamó el médico asombrado de la credulidad de la alcaldesa, ¿está Vd. chispa o se ha vuelto loca?

—Ni lo uno ni lo otro. Vd. y sus compañeros han dado por muerto a mi marido; este hombre dice que él se compromete a resucitarle, y yo quiero probar si le resucita, que de todos modos, de muerto no ha de pasar mi marido.

Oír esto el médico, y tomar la puerta como si le hubieran puesto un cohete en salva la parte, todo fue uno.

A la puerta de la casa había muchas gentes esperando con terrible ansiedad noticias del estado del enfermo, y al ver al médico, todos corrieron a preguntarle.

—Cuéntenle Vds. por muerto, que ya le está dando el cachete el bruto de Tragaldabas, contestó el médico continuando la fuga.

El llanto del vecindario fue entonces tal que partía las piedras, y en medio del general lloriqueo se oyeron voces de: «¡Muera Tragaldabas!»

Así que salió el médico, Lesmes dirigió la vista hacia la Muerte como para preguntarle si lo hacía bien y vio que la Muerte se había alejado un buen trecho del enfermo así que el médico salió y le hacía señales de aprobación con la cabeza.

Lesmes, cada vez más alentado y contento, tocó la barriga del enfermo, cogió unas telarañas del techo, se las puso sobre los párpados al alcalde, y éste, que hacía tiempo había perdido el conocimiento, poco después dio señales de recobrarle.

—¡Ya tenemos hombre! exclamó Tragaldabas abrazando, en el trasporte de su alegría, a la alcaldesa, que repito tenía muy buenos bigotes.

En aquel instante el alcalde acabó de volver en sí, diciendo:

—¡O tengo telarañas, o he visto abrazar a mi mujer!

Y como se llevase la mano a los ojos y notase que, en efecto, tenía telarañas en los ojos o sus inmediaciones, se volvió al otro lado y se quedó tranquilamente dormido.

Poco después roncaba como un marrano, y el pueblo, conociendo en sus ronquidos que estaba ya fuera de peligro, lloraba de alegría y se apresuraba a tomar parte en una suscrición que se había abierto para recompensar dignamente al que había salvado al popular alcalde (que no es lo mismo que alcalde popular), suscrición con que Lesmes se puso las botas, botas que autorizaron a Lesmes a anteponer a su nombre el don, y don que dio a Lesmes la apariencia de persona decente, que es lo único a que aspira el don.

III

La cura del alcalde consabido había dado a don Lesmes una reputación bárbara, y esta reputación crecía como la espuma con las admirables pruebas de acierto que cada día daba el ex-pastor. Si D. Lesmes decía: «este enfermo se muere,» el enfermo se moría, aunque su enfermedad consistiese en la picadura de una pulga; y si, por el contrario, decía: «este enfermo se salva,» el enfermo se salvaba, aunque su enfermedad consistiese en la picadura de una culebra de cascabel. El ojo de D. Lesmes era ya más célebre que el del boticario de la pedrada.

Cuéntase (y por sabido lo callara yo si no viniera tan a cuento) que cierto sugeto llamó a un médico y le dijo que estaba enfermo sin saber cuál fuese su enfermedad, pues no le dolía nada.

—Lo más raro de este pícaro mal, añadió, es, que tengo buen humor, buen sueño y buen apetito.

—Pues no le dé a Vd. cuidado, le dijo el médico, que ya le quitaremos a Vd. todo eso.

Y en efecto, a fuerza de cama y medicinas y dieta y sobaduras, le quitó todo aquello, es decir, el buen humor, el buen sueño y el buen apetito.

D. Lesmes era llamado con frecuencia por personas a cuyo lado no veía a la Muerte, lo que probaba que se le llamaba para curar un mal imaginario. A pesar del encargo que le había hecho la Muerte de que se acordara de desengañar a tales enfermos, al principio los desengañaba, porque proceder de otro modo le repugnaba mucho; pero pronto tuvo que abandonar tal sistema. Los pretendidos enfermos a quienes no ponía en cura porque no lo necesitaban, le echaban enhoramala diciendo que era un bruto que no entendía su enfermedad, e iban a dar su dinero a otro médico, a quien ponían en las nubes porque los jaropeaba de lo lindo.

En vista de esto, D. Lesmes se decidió a seguir el consejo de la Muerte, quitándoles, como el médico del cuento, el buen humor, el buen sueño y el buen apetito a fuerza de cama, medicinas, dieta y sobaduras.

Repito que la fama de D. Lesmes crecía como la espuma. A los médicos se les llevaba con razón el diantre al ver que un intruso en su facultad no les dejaba ganar un cuarto, y rabiaban por acudir al subdelegado de medicina para que pusiese las peras a cuarto a D. Lesmes; pero era la gaita que en aquel país no había tal subdelegado ni tal niño muerto, porque allí era enteramente libre el ejercicio de la medicina. Señor, ¿que un enfermo era tan animal que llamaba a un albéitar en lugar de llamar a un médico y reventaba con la medicina que le daba el albéitar? En el pecado llevaba la penitencia. ¡Pues no faltaba más que no se permitiera en un país civilizado y libre curar los enfermos sin licencia del gobierno, cosa que se permite en la misma África, tan atrasadota y bárbara que muchos españoles emigran a ella!

Pero a pesar de su gran reputación y su numerosa clientela, Tragaldabas no ganaba lo bastante para satisfacer el hambre canina que siempre le había devorado y que era cada vez mayor, hasta el punto de parecer insaciable.

—Es tontería, decía para sí D. Lesmes, para comer y beber como yo deseo, se necesita una renta de diez mil duros al año, y no gano la mitad, aunque hago la infamia de no desengañar a los enfermos imaginarios. Está visto que como no tenga la suerte de que algún rey, príncipe o señorón así me nombre su médico de cámara, nunca me veré harto.

Sucedió por aquel tiempo que el rey cayó gravísimamente enfermo; y por más que los médicos de cámara se despepitaban por aliviarle, no lo conseguían.

La fama de D. Lesmes había llegado ya a la corte; porque las famas inmerecidas tienen cuatro alas, y las merecidas una y un alón. No faltó quien aconsejase a S. M. que le hiciese llamar, cosa que puso hechos unos basiliscos a los médicos de cámara, que decían con muchísima lógica: «Cierto que nosotros no podernos salvar al rey; pero si por casualidad ese hombre sabe más que nosotros y le salva, ¡qué será de nosotros!»

Cuando D. Lesmes recibió la noticia de que el rey le llamaba, temió morirse de alegría; pero no viendo por allí a la Muerte, se tranquilizó y emprendió el camino de la corte diciendo:

—A la córte voy, y milagro será que allí no consiga matar el gusanillo, porque...... dejémonos de cuentos, para matar el hambre no hay como el presupuesto de la nación.

IV

Ya nadie daba un ochavo por la vida del rey cuando Tragaldabas llegó a la corte. El rey era muy amado de su pueblo; pero la gente elegante (aunque no toda, por supuesto) se puso de mal humor cuando corrió la voz de que acababa de llegar un médico que probablemente salvaría a S. M., y era porque ya había consentido en lucir sus ricos trajes en el entierro de S. M. y en las fiestas de la coronación de su sucesor.

¡Qué! ¿Dicen Vds. que esto es inverosímil, que tengo muy pobre idea del corazón humano? Pues yo les contaré a Vds. un cuento que no lo es. Ustedes habrán oído hablar mucho y bien de la señora de López, muy conocida en la buena sociedad de Madrid por su elegancia y caritativos sentimientos, de que hablan con frecuencia los periódicos. Paos una mañana que Madrid se despoblaba para ir a ver apretar el gañote a un reo, (operación que debo ser en estremo ingeniosa y divertida cuando el pueblo que debe ser el más culto de España gusta de presenciarla) supe al llegar s la puerta de aquella elegante y caritativa señora, que el reo había sido indultado por la reina doña Isabel II, y como precisamente en aquel instante viese a la señora de López bajar por la escalera, deslumbradora de belleza y elegancia, me apresuré a decirla: «Señora, no se moleste Vd. en salir, que la reina ha perdonado al reo.» Y la señora de López haciendo un gesto que parecía quererse tragar a la reina, se volvió atrás exclamando:—¡Qué fastidio!

Cuando D. Lesmes penetraba en la cámara regia, las piernas le temblaban como campanillas temiendo ver a la Muerte a la cabecera de la cama del augusto enfermo, en cuyo caso, como hay Dios, había hecho buen viaje!

Sus temores no eran infundados, porque apenas entró, lo primero que se echó a la cara fue a la Muerte, que estaba agazapada a la cabecera de la cama para lanzarse sobre el rey como el gato que se agazapa junto al agujero para lanzarse sobre el ratón.

El alma se le cayó a los pies a D. Lesmes al verla; pero repuesto un poco de su desmayo, tuvo de repente una idea luminosa de esas que inspira el hambre, su eterna compañera.

—¿Cómo se encuentra V. M.? preguntó al rey.

—Mal, rematadamente mal, contestó el enfermo hecho un veneno. Ya te puedes dar prisa a aliviarme un poco, porque si no ya a haber aquí una catástrofe de cinco mil demonios.

—Tenga V. M. un poquito de cachaza, que todo se andará si la burra no se para. Por de contado, que vengan aquí cuatro mozos de cordel.

—¿Qué barbaridad vas a hacer conmigo, hombre? exclamó el rey sobresaltado.

—No hay barbaridad que valga. Que vengan cuatro mozos he dicho.

Cuatro mozos de cordel aparecieron inmediatamente en la cámara.

—Cojan Vds. esa cama, les dijo D. Lesmes, y colóquenla al revés, o, lo que es lo mismo, la cabecera donde están los pies, y los pies donde está la cabecera.

Los mozos lo hicieron así, y la Muerte se encontró sin saber cómo ni cuándo a los pies de la cama en lugar de estar a la cabecera.

D. Lesmes miró con aire de triunfo a la Muerte, y conociendo en los gestos de ésta que le decía: «¡Amigo, me has hecho una pillada que yo no esperaba de ti! « D. Lesmes se llevó la mano a la barriga como contestándole: «Señora, Vd. perdone, que el hambre aguza el entendimiento y endurece el corazón.»

La Muerte iba a mandar un recado a su jefe a ver si le permitía inutilizar la jugarreta de don Lesmes, volviéndose a colocar a la cabecera de la cama del enfermo; pero desistió de ello asaltada por una idea luminosa que a su vez tuvo cuando Tragaldabas se tocó la barriga. También el hambre inspiró aquella idea a la Muerte, que siempre tiene hambre de carne.

—¿Sabes, dijo el augusto enfermo, que me siento mucho mejor desde que me han puesto al revés la cama? Es verdad que los reyes estamos tan acostumbrados a que nos lo pongan todo al revés.....

—Pues qué, ¿creía V. M. que yo no sé dónde les aprieta el zapato a los reyes? Donde a los reyes les aprieta el zapato es en el pie de los calafates que andan a su lado.

—Y lo más raro es que nosotros y el pueblo cojeamos y ellos andan tan campantes.

—Déjese V. M. de conversación y que le traigan un ensopadillo de lonjas de jamón y medio cuartillete de buen Valdepeñas.

—¿Y crees tú que no me hará daño?

—¿Daño el jamón y el vino? Hombre, no diga V. M. barbaridades. Para que V. M. se convenza de que estoy seguro de que no hace daño, voy a comer y beber de lo mismo.

—Sí, pero.....

—No hay pero que valga. Para probar que mis medicinas no son nocivas, me atraco yo de ellas antes que el enfermo, como voy a hacer ahora mismo, y estamos al fin de la calle.

—Pero como tú no estás enfermo.....

—Cierto que no lo estoy; pero en cambio vuestra magestad sólo va a tomar unas raspas de jamón y un sorbo de vino y yo me voy a poner de uno y otro como una pelota.

—En fin, venga el esopadillo y el trago sin necesidad de que tú lo pruebes antes.

—¿Cómo que no lo he de probar? Lo que yo prometo lo cumplo. ¡Pues no faltaba más, hombre! Con permiso de V. M. voy al comedor, y hasta que yo no me ponga de jamón y vino que lo alcance con el dedo, no consentiré que a V. M. le traigan su ración. Para que aprovechen las medicinas se han de tomar con fe y para que V. M. la tenga en la que yo le he recetado, lo mejor es que vea lo provechosa que a mí me ha sido.

Tragaldabas bajó al comedor, y tal se puso el cuerpo de jamón y vino, que todos pensaron iba a dar un estallido. En seguida subió su ración al rey, que se la echó al coleto con tanta más fe, cuanto que veía al médico más alegre que unas pascuas y más colorado que un tomate.

D. Lesmes se volvió a acordar en aquel instante de la Muerte, de quien se había olvidado mientras comía, olvido en que incurren todos los glotones, y por más que miró y remiró no la vio en la real cámara, lo cual era prueba evidente de que el rey se había salvado.

Pocos días después, el rey estaba completamente restablecido de su grave enfermedad y señalaba a D. Lesmes una pensión vitalicia de diez mil duretes al año en recompensa del servicio de padre y muy señor mío que le había prestado.

VI

Con motivo de la asombrosa facilidad con que D. Lesmes había salvado de la muerte al rey, que ya la tenía al ojo, a D. Lesmes le llovían las visitas, porque ¡cómo no había de aprovechar a los vasallos lo que había aprovechado al rey! La fuente del Berro es casi la peor que hay en Madrid y sus cercanías; como que sus aguas, aunque abundantes, claras y frescas, son tan duras que para digerirlas se necesita tener una de estas dos cosas: o estómago de perro o costumbre de beber de ellas u otras semejantes. Y, sin embargo, el público las tiene por las mejores de Madrid y sus cercanías por la única razón de que las bebían los reyes (y volverán a beberlas). Cuando Carlos III vino a Madrid, como estaba acostumbrado a las aguas de Nápoles, que son gordas, le sentaron mal las de Madrid, que son delgadas. Buscáronse aguas que se pareciesen todo lo posible a las de Nápoles, y como el rey probase las del Berro y le sentasen bien, continuó bebiéndolas, y desde entonces aquella fuente vino surtiendo a Palacio, porque acostumbrada la familia real a sus aguas, le sentaban al parecer bien. El Público, que veía todos los días conducir a Palacio, en relucientes cántaros, el agua de la fuente del Berro, cuya injusta reputación prueba que en la corte la frescura y no el verdadero mérito es lo que priva, cree que la fuente del Berro es un prodigio, y el público que veía conducir todos los días a Palacio en relucientes carrozas a D. Lesmes, creía que D. Lesmes era también un prodigio de ciencia médica. A pesar de esto, las visitas no le daban a Tragaldabas para matar el hambre, que cada vez era más devoradora.

—Está visto, decía para sí D. Lesmes, que no me veré harto hasta el día que cobre la primera mesada de mi pensión. Lo que es ese día, ¡juro a bríos Baco que me he de poner bueno el cuerpo!

Lo que tenía inquieto a D. Lesmes era la Muerte, porque no era tan lerdo que no sospechase que aquella señora le preparaba alguna emboscada en venganza de la partida serrana que le había jugado en Palacio.

Algunas personas que la vieron en las fondas, tabernas, casas de juego, etc., etc., que eran los sitios que más frecuentaba, notaron que se ponía hecha un veneno cuando le hablaban de D. Lesmes, y luego se sonreía siniestramente como diciendo: «Dejen Vds. por mi cuenta a ese Tragaldabas, que no tardará en pagármelas todas juntas.»

Por fin llegó el gran día para D. Lesmes: el día de pescar la primera mesada de su pensión.

Aquel día se dio tal atracón, que reventó de lleno antes de levantarse de la mesa, y al cerrar por última vez el ojo, vio a su lado a la Muerte, que le dijo con un tono capaz de matar a un caballo:

—¡Pensabas, pedazo de animal, que a los médicos les es lícito jugar con la Muerte! Pues te equivocabas de medio a medio, que a los médicos sólo les es lícito jugar con la Vida.

La moral de esta narración, en que la Muerte no desperdicia ocasión de morder a los médicos, es que los médicos como Dios rnanda hacen muy mal tercio a la Muerte, y por consiguiente son utilísimos a la humanidad. Conque, señores médicos, a ver si Vds., a fuer de agradecidos, se esmeran en la asistencia del autor de esta narración, que es el pueblo. Por lo que a mí hace, declaro que si Dios me hubiera dado siquiera una pizca de la gracia y la malicia que se necesitan para cultivar la sátira, la emplearía para satirizar a los curanderos titulados, que son aún más numerosos que los titulados curanderos.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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