El Aluvión

Cuento de golfos

Armando Buscarini


Cuento



Dedicatoria

A mi amigo
Alfonso Hernández-Catá


Tu bondad es la playa bonancible y serena
donde arriban las naves del dolor y el espanto:
claro puerto de amores, allí encalla la pena
y hasta el ábrego trueca su grito en dulce canto.

En las tardes cubiertas de neblinoso manto,
cuando las almas turban cantares de sirena,
muere en su frase como en la dorada arena
la ola blanca de espuma y salada de llano.

Van marcando los barcos sus estelas errantes
—¡Abajo en la sentina cantan los emigrantes!—
¡Pobres viajeros pálidos cuya tierra es el mal!

Mísero y desterrado, con mi hato de pesares,
contemplo con anhelo tus playas tutelares
¡y le tiendo los brazos cansados de luchar!

Prólogo

Lector:

Por el solo hecho de haber nacido, tengo inalienable derecho a la vida. Yo no soy un bohemio idiota, ni soy un cínico, ni soy un vago, como mis enemigos creen. Mi ejecutoria rectilínea de poeta, acredita lo que yo digo. Mi alma está forjada en la más excelsa nobleza de los más divinos ideales; la miseria la ha martilleado en el yunque de vuestro desdén, que tiene algo de delincuente. No os pido limosna, puesto que elaboro libros para deleite vuestro y de vuestros hijos. Sólo os pido que me compréis un libro, que reaccione vuestro espíritu, porque tenéis el deber de hacerlo. Yo no tengo culpa de que mi arte no sea entendido; pero yo soy el mismo arte.

Desde mi modesta barricada, construida por orfebres del arte, os lanzo el anatema de vuestra cretinez. Los reptiles que anidan en las sentinas de algunos periódicos, me han estrangulado espiritualmente. ¡Porque no quieren consentir que mi arte triunfe y que yo viva de mi arte!

En ningún sitio han tenido la hidalguía de ofrecerme un puesto de redacción como otros tantos tienen, como otros tantos analfabetos.

Es verdaderamente denigrante que en un país civilizado haya tan poca protección para los artistas que se esfuerzan y que con sus obras y sus adelantos pretenden, inútilmente, aportar engrandecimiento a una patria que no lo merece; donde vive el señorito imbécil de cabaret, el flamenco, el motorista... y nada más.


* * *


Los hermanos Quintero, sobre su prestigio de dramaturgos, tienen el prestigio de su nobleza y de su corazón.

Me quieren entrañablemente y han dicho que me ayudarán siempre.


* * *


Rafael Cansinos-Assens me da consejos saludables y algunas duchas de optimismo.

Es un buen amigo.


* * *


Don Antonio de Lezama ha sido padre espiritual en los días acerbos, cuando La Libertad fué cuna de mis primeros versos.


* * *


Felipe Sassone es cordial conmigo; pero cuando le hablo de mis proyectos teatrales, parece que no me atiende lo necesario y me dice sonriendo: —De eso ya hablaremos.

Pero ¿cuándo?


* * *


El Dr. D. Felipe Sicilia es una verdadera eminencia, y su obra humanitaria a favor de los desvalidos es digna de los respetos más grandes.


* * *


El Dr. D. César Juarros hace de la Medicina un apostolado sentimental. Los dos son buenos amigos.


* * *


Personas dignas: D. José Sánchez Guerra, D. Enrique Sicilia, D. Vicente Gabanes, D. Francisco Verdugo, D. Santos Sánchez, D. Juan Martínez Higuera, D. José Ojeda, D. Jaime Platas, D. Justo Elorza, D. Aquilino Barragán, Dr. Covisa, Juan Ferragut, D. Antonio Paso, D. Manuel Paso, D. Enrique Domínguez Rodiño, don Ricardo Gasset, D. Eduardo Palacio Valdés, D. Joaquín Presa, Fernando Cermeño, José Montero Alonso y algunos más.

El Aluvión

Todas las tardes, a la hora de poniente, cuando los niños irrumpen en los jardines con sus juegos bulliciosos y con sus risas, El Aluvión emprendía el camino del Barrio Viejo, donde Enriqueta, su novia, le esperaba impaciente.

El Aluvión era un muchacho sugestivo, de aspecto fornido, con el pelo rizado y la cara siempre risueña.

Desde muy temprano, había convivido con toda la típica pecorea madrileña, cuando los parias se refugiaban en los desmontes y en la tinaja de Rosales. Conocía, por tanto, todos los trucos de la novela picaresca para sacar dinero, y los conventos hospitalarios, donde regalaban ropas por Nochebuena.

Un hado maligno enturbió su infancia.

Durante muchos días, había contemplado con infinita tristeza la dolorosa figura materna, postrada en un vetusto sillón, víctima de una parálisis.

La pobre viejecita, desde su lamentable acomodo, acariciaba al mozo con la mirada y le estimulaba con santos consejos para que fuese bueno.

—Hijo mío —le decía—: No riñas con nadie; no quites nada, que por poco se empieza...

Y era de admirar en la penumbra del miserable cuartucho la ternura que ponía en sus palabras.

En el fogaril chisporroteaban los leños, y el antiguo reloj de pesas daba pausadamente las horas.

Solos allí, en medio de un enervante calorcillo de hogar humilde, El Aluvión entretenía a la pobre madre contándole patrañas y romances...

Y cuando les rendía el sueño, el muchacho, en vez de ir a acostarse, quedábase dormido junto a ella, junto a su regazo.

Una noche, entre una tos seca, la pobre impedida habló así:

—Me muero, hijo, y no quiero llevarme este secreto. Tu padre no ha muerto, como creías; vive en Barcelona, es rico; aquí tienes su dirección y una fotografía.

Aquella confesión le aturdió.

—¡Pobre madre!—dijo entre hipos.

Algunos días después, la muerte vidrió los ojos de la triste anciana, que con un beso postrero se despidió del hijo.

Luego, llegaron unos hombres con blusas negras y un féretro sobre los hombros.

A la medrosa luz de unos cirios, El Aluvión lloró por última vez junto a la santa mujer que le trajo a la vida.

Toda una noche se quedó velándola, como deben velar los arcángeles junto a las cunas blancas de los niños, sobre las cuales resplandece la gloria del sol.

Al perder a su madre, El Aluvión debió sentir un desgarramiento en las entrañas, algo terrible que sólo los que sufrimos demasiado podemos comprender.


* * *


Una mañana, El Aluvión salió de su casa con un hatillo. El impulso de la sangre paterna le hablaba al corazón de un modo elocuente, y entre el tumulto de ideas que se agolpaban a su cerebro, le parecía escuchar una voz que le llamaba persistente: «¡Ven, ven!».

Antes de partir fué a despedirse de Enriqueta, que, anegada en lágrimas, le prometió fidelidad.

Y emprendió el camino...

La convivencia con gentes de mala ralea le hizo aprender muchas cosas que no conocía.

Una noche, mientras reposaba sobre el blando césped, unos desconocidos quisieron robarle.

El pobre muchacho se despertó sobresaltado:

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?... No me hagáis nada.

Los ladrones, creyéndole un aventurero, se hicieron amigos suyos. Uno de ellos le advirtió:

—Si vienes con nosotros, haremos fortuna. Nosotros sacamos mucho dinero.

El Aluvión estuvo tentado de aceptar aquellos negocios; pero, de pronto, al evocar con melancólica tristeza la figura de la madre muerta, rechazó de una manera brusca aquellas intenciones rastreras.

—Yo no quiero ser un ladrón—dijo.

Los tres desalmados no le perdonaron la palabra, y tras de robarle las escasas monedas que llevaba, le golpearon bárbaramente, dejándole tendido y magullado en medio de la carretera.

Aquella noche le recogieron en su carreta unos boyeros piadosos, lavaron sus heridas y le confortaron con agua y pan.

Otra vez solo, siguió la ruta Interminable.

Sobre su pobre alma de niño impaciente, cayó el peso implacable de muchos días que le parecieron eternidades.

A cada paso que daba se avivaba el deseo tenaz de llegar pronto, de buscar rápidamente la casa de su padre, que, a juzgar por sus suposiciones infantiles, debía ser un señor muy bondadoso...

¡Con qué fruición besó en el camino aquella fotografía que le regaló su madre antes de expirar!

¡Qué deleite tan optimista le traía el paisaje, las nubes ligeras a las horas del crepúsculo, cuando se encienden las montañas de polícromos colores!

A veces, en sus diarios soliloquios, prorrumpía en éxtasis:

—¿Cuándo podré verte, papá?

El sol se hundía en el lejano confín. Un río que pasaba cerca del camino, parecía traer en su balada una remembranza, y el aire fugaz que acariciaba los árboles, meciéndolos, llegaba aromado por las últimas brisas.


* * *


Al llegar a Barcelona, El Aluvión sintió un estremecimiento.

Calles tiradas a cordel, paseos solitarios, la Rambla de las Flores, el Puerto...

Entre la multiforme barahúnda de la ciudad, se dedicó durante todo el día a buscar la casa de su padre; pero pronto llegó la noche y, extenuado por el cansancio, se quedó dormido sobre un banco de piedra.

Al despertar, notó que tenia los ojos hinchados.

¡Había llorado toda la noche!

Luego sintió hambre y se acercó a un caballero, pidiéndole una limosna.

El caballero le dió una moneda reluciente y compró algunas viandas.

Ya más fortalecido, llegó hasta una casa de lujoso aspecto.

Un criado de librea le salió al paso impidiéndole la entrada.

—Diga usted al señor que está aquí su hijo.

Entre sonriente y burlón, el criado desapareció un momento y volvió a la puerta para decir:

—El señor dice que no conoce a persona alguna que pueda llamar hijo suyo; que haga el favor de retirarse si no quiere que le detengan.

Aquella respuesta hizo contraer las facciones del pobre muchacho en un supremo gesto de angustia.

Quiso convencer al criado de que no era un loco; le enseñó la fotografía, le conminó a que se la enseñase a su padre.

Todo fué inútil. El criado desapareció.

Entonces, El Aluvión, gritó con todas sus fuerzas, protestó de aquella ignominia, y en un arranque de valentía saltó por encima de la verja y penetró en la casa.

Casi automáticamente llegó hasta el despacho de su padre, y al apercibirse de que el original correspondía en toda su exactitud al modelo, exclamó jubiloso:

—¡Padre, padre!

El despacho era sencillo, pero se traslucía el buen gusto y el orden.

Su padre estaba escribiendo, y al hallarse frente al intruso, se levantó de su asiento y, mirándole despectivamente, dijo:

—¿Quién le ha dado a usted permiso para entrar aquí?

No sirvieron razonamientos ni protestas.

Aquel hombre, ajeno al calor de su sangre, permaneció impávido.

—Usted me llama padre porque trae un retrato mío; ese retrato lo ha podido usted encontrar... Yo no sé quién es usted, no le conozco; váyase ahora mismo a la calle si no quiere que llame a mis criados.

Por un momento, El Aluvión vió destruidas todas sus esperanzas; comprendió la inutilidad de su viaje, el dolor de caminar tantos días.

Y de súbito, como si una voz misteriosa le ordenase abandonar aquella casa, se fué sin hablar, sin decir una palabra mortificante.

Durante un largo rato, al hallarse otra vez en la calle, junto a las verjas inaccesibles de aquella casa suntuosa, lloró.

Lloró mucho, en el umbral de la casa paterna, como deben llorar los hijos abandonados.

Después fué a hundirse en el abismo de la ciudad, toda negra y egoísta.

En busca de los suyos, de los malditos y de los incluseros, de todos aquellos miserables que no podían negarle la fraternidad y el calor.

Sabía El Aluvión que en los extrarradios de la ciudad existía una vieja barraca que en otros tiempos sirvió para entretener a los ociosos, y ahora se había convertido en cubil protector de rapaces y desvalidos.

A buen paso tomó aquella dirección, y cuando en la ciudad empezaban a encenderse los primeros focos eléctricos, llegó hasta la vivienda miserable.

Apiñados en heterogéneo grupo encontró a cinco muchachos de pergeño pobrísimo.

A todos les hizo participes de su desgracia y les propuso hacer una excursión por algunos pueblos para recaudar algunas monedas.

Irían en calidad de malabaristas y harían juegos de manos y otros donaires.

Se pusieron en marcha. Al mediar el día descansaron a la sombra de unos castaños para guarecerse del sol agosteño. De pronto, la frescura de un río les atrajo; fueron a él y se zambulleron en el agua; pero la corriente, en su ímpetu, arrastró a uno de ellos y estuvo a punto de parecer, si El Aluvión, que era buen nadador, no hubiese acudido a tiempo.

Desde aquella proeza le nombraron jefe de la banda, y El Aluvión clasificó a los cinco con un gracioso remoquete.

Una tarde arribaron a una aldea en ocasión de celebrarse una corrida de novillos.

La plaza estaba atestada de gente rústica y de mozas pizpiretas, muy alegres y guapetonas.

El Aluvión, que era un entusiasta del arte de Cúchares, decidió arrojarse al redondel.

Sus compañeros de fatiga, parapetados entre barrera, esperaban ansiosos la aventura.

De pronto, entre la policromía de la plaza, vibró el clarín, anunciando el último novillo.

Y salió un toro cárdeno, de enorme corpulencia, con una divisa color de sangre...

Entre los lidiadores se alzó un murmullo de protesta y de miedo.

Luego se inició el tanteo del bruto con unos tímidos capotazos. El toro derribó diez pencos y empitonó a dos banderilleros.

A la hora del riesgo, el espada de turno salió malhumorado con los trastos...

El público, ávido de emociones, incitaba al torero con palabras plebeyas y hasta con insultos para que se acercase más. El toro embestía de una manera poderosa y agresiva...

El espada, ojo avizor, le temía...

Un pase de muleta por alto y un achuchón; luego otro, otro...

De pronto, un hombre se arrojó al ruedo y arrebató al medroso torerillo el capote y la espada.

Este hombre era El Aluvión.

Sus amigos, al verle, rompieron en aplausos entusiastas.

Por unos instantes le vieron ejecutar una faena prodigiosa, que arrancó una ovación al público; luego, unos pases naturales marcaron de una manera firme su linea y su valentía, y, por último, a la hora de matar, cuando el interés del público estaba pendiente del aficionado, El Aluvión se perfiló bien y entró derecho...

El toro se desvió, hizo un movimiento brusco y enganchó al mozalbete por un brazo...

Cundió un grito de espanto por toda la plaza.

En el suelo, destrozada la chaquetilla, el bárbaro animal le hundió un cuerno en el pecho, buscando el corazón.

Sus compañeros estallaron en gritos de coraje, y cuando fueron más tarde a la enfermería para verle, le hallaron en período agónico...

La multitud fué desfilando con algo de remordimiento, porque, en realidad, había ya visto bastante...

... Y mientras los heraldos de la Fama pregonaban por todas partes la cogida y muerte de un valiente aficionado conocido por El Aluvión, en el lejano albergue de Madrid, Enriqueta, la novia humilde, postrada ante una imagen de la Soledad, rezaba fervorosamente...

Y había en sus mejillas dos lágrimas suspendidas.


Septiembre, 1924.


Publicado el 6 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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