La Cortesana del Regina

Novela corta

Armando Buscarini


Cuento



Dedicatoria

A Iván de Nogales,
espíritu extraordinario.

Prólogo

Querido compañero:

Repito lo que le he dicho en otras ocasiones. Hay en usted el don innato; la primera unción que hacen al poeta. Por el estudio y el trabajo que le van dando un estilo y una técnica llegará usted a la completa expresión de todos esos nobles barruntos intuitivos que hoy encienden de intermitentes chispazos generosos su prosa y sus versos.

No es un incomprendido: su alma romántica habla el lenguaje emocionado, común a todos los contempladores y adoradores de la belleza. Pero hay gentes a quienes resulta más fácil afirmar que no comprenden y desdeñar, que detenerse a comprender lo que vendrían obligados a fomentar y amparar.

Las condiciones de necesidad y miseria que ponen a prueba su tenacidad de trabajo y la viveza de su espíritu hacen doblemente meritorios sus aciertos. Y al mismo tiempo acusan de mezquino y maligno a un medio ambiente social en que el caso de usted puede hacerse crónico.

Por eso, a fuerza de estudio, trabajo y constancia, será mayor su triunfo.


Eduardo Marquina

La cortesana del Regina

I

Al aproximarse Mercedes al balcón para mirar la calle, los últimos resplandores del ocaso teñían las cumbres del Guadarrama.

Una luz bermeja, ya muy tenue, huía de la ciudad, como avergonzada de la noche, próxima a extenderse.

La estancia, con pavimento de mosaicos, de estilo moderno y primorosamente estucada, revelaba cierto aristocratismo, no exento de espiritualidad.

Los muebles, bien distribuidos, eran de color de malva, y algunos cuadros, que exornaban los muros, representaban paisajes holandeses, hechos al óleo con verdadera maestría.

En un ángulo había un armario con vajilla muy fina y algunos vasos de ámbar.

También se veía un espejo de regulares proporciones con preciosa moldura de nogal y un diván de terciopelo turquí, con un cojín azul.

En el centro de la habitación había una mesa y en torno de ella algunas pieles atigradas.

La impaciencia de Mercedes iba en aumento. Su amante, el hombre sagaz que se hacía pasar por marqués sin serlo, no había vuelto a dar indicios de vida, a partir de la hora en que salió —según él— camino del Club, un Club imaginario...

Los celos le mordían ya en el corazón. No ignoraba ella que el marqués era muy tenorio y que pudo aquel día, como tantos otros, haber encontrado algo de lo poco frecuente que suele verse: un excelente talle femenino envuelto en seda floreada y al lado del talle una bolsa repleta.

Los ojos de Mercedes eran de un color oscuro misterioso, y del ondulante y armiñado cuello pendía un collar con finas perlas orientales.

Desde la calle, ya iluminada por los focos eléctricos, subía hasta allí el griterío atronante de los vendedores de periódicos:

—¡Ha salido «La Voz»! ¡Ha salido «La Voz!»


* * *


Le había estado esperando toda la tarde y cada hora transcurrida fué pesado bloque de tedio que ahuyentó a la esperanza.

Ya tendida la noche, cansóse de esperar, y transida de decepción, sin aplomo en los pies ni sentido de si misma, hundió la cabellera de ébano entre la frialdad de la almohada y cerró las pupilas al sueño, melancólicamente.

II

El café de Regina es un alarde de refinamiento. Sostienen la techumbre esbeltas columnas dóricas con sus bellos capiteles; en los muros resaltan pequeños cielos de tela de damasco y en las puertas se ven caprichosas molduras e incrustaciones de bronce y resaltes de metal. Completan su fastuosidad los artísticos farolillos venecianos y los sarcófagos de cristal prensado que envían una luz muy clara.

Mercedes era una de tantas mujeres elegantes que concurrían a Regina, el cosmopolita café madrileño, aristocrática pagoda donde se inmolan diariamente los juveniles corazones cortesanos y donde languidecen de hastío los viejos adiposos y abúlicos.

Por uno de esos raros azares de la vida, conoció a un hombre que se hacia pasar por prócer.

Se conocieron y se trataron.

El marqués —así se definía él mismo— habló de los sepulcros blasonados de sus descendientes y de sus escudos nobiliarios. Ella le creyó y se entregó a él. Se amuebló un piso y cuando llevaban varios meses unidos, supo la terrible verdad.

El supuesto marqués no era más que un cucanda, hábil ensartador de embustes que se dedicaba a conquistar corazones femeninos para vivir a costa de ellos.

Así se lo había participado cierta amiguita de la profesión.

—Te explotará y te dejará. No ha sido la primera que ha caído.

Arraigó el amor, sin embargo, en el corazón de Mercedes, y el pago correspondiente a cada mes, lo satisfizo ella...

III

La última noche había sido bastante borrascosa.

El reservado de la casa de Juan, con el excesivo desfile de abombadas botellas y los jocundos alaridos del marqués, traíanle un recuerdo de sopor. Después el escándalo inevitable, provocado por unos señoritos juerguistas, que bailaban al compás de un chotis con unas mujerucas de rostros empurpurados y grotescos...

Más tarde unas declaraciones absurdas en el Juzgado de Guardia, y una multa considerable, a tono con los estropicios.

El marqués era un hombre de carácter acrimonioso y pendenciero en extremo.

Mercedes lo esperaba aquel día.

El ruido pertinaz del timbre le hizo presentir su llegada.


* * *


Impecable, correcto, y al mismo tiempo sonriente, apareció el Marqués.

Vestía frac negro y sobre la albura de la pechera ostentaba una corbata del mismo color.

Al aparecer saludó ligeramente a Mercedes y despojándose de los guantes dijo fríamente:

—Perdona el retraso... Estuve en Regina y reñí con el vizconde... Pasado mañana tengo un duelo...

—¿Un duelo?

—Si; por culpa tuya; pero no me preocupa. Soy un admirable tirador...

—¿Por qué has hecho eso? Iván es un perfecto desequilibrado...

—Destilaba veneno su lengua... Te ultrajó horrorosamente... Entonces yo me arrojé sobre él y le di una bofetada. Él me tiró sus guantes...

—¡Niño mío! —dijo Mercedes—. ¡Cuánto te quiero! ¡Dame un beso!...

Y enroscándose a su cuello, frenética, le colmó de besos fuertes, largos y apasionados.

Él consiguió desprenderse de sus adorables garras, preguntando:

—¿Quieres que vayamos a Fuencarral? Dan esta noche una buena obra de Puga...

Asintió ella con gracioso mohín y se dispuso a dar órdenes a la criada para que preparase unas viandas.

Entretanto el marqués se arrellanó cómodamente en una butaca y encendió un gran veguero.

En aquellos momentos tremaba fuera la orquesta de unos ciegos. Y los sollozos de los violines fueron adentrándose lentamente en el alma perversa de aquel mundano.

IV

Las palabras del marqués resultaban realmente engañosas. El duelo no era más que una ficción para ganar la voluntad de Mercedes y más tarde su capital, cuantioso en extremo, que poseía en acciones. Su extraordinaria belleza había sido el anzuelo prodigioso para «atradarlo». Y merced a esa fortuna lucía brazaletes de alquimia.

Tras aquella emboscada, tejida con las redes más sutiles del ingenio, aparecía otra mujer: «La Madreselva».

Esta prójima era cantadora de flamenco en un café de moda y había pactado con el «prócer» sagrado monipodio.

—¿Y lo del duelo?

—Lo del duelo se lo ha creído perfectamente. Como yo le he dicho que soy un admirable tirador, poco me costará hacerle creer que he matado a mi adversario, y como me sobra influencia en los periódicos... haré que publiquen una noticia falsa... Todo muy fácil...

—¿Y si se entera la gente?

—¡Bah! En este país se desbordan los elogios para el granuja... Las personas decentes se mueren de hambre... Los hombres de alguna dignidad viven innominados... Tú déjame a mí con mis amaños...

V

Lentamente sonaron cuatro campanadas, cuando Mercedes, entreabriendo dulcemente los ojos, tomó entre sus manos una revista, que comenzó a hojear.

Esperaba, impaciente, como en otras tardes, la llegada del marqués.

El invierno, ya iniciado, dejaba sentir sus golpes rudos. Mercedes se aproximó hasta el balcón. Tenues hilos de lluvia formaban espesas madejas.

De vez en cuando se percibía el tintineo de algún tranvía o el bocinazo escandaloso de un automóvil que cruzaba veloz.

Su mirada recorrió maquinalmente la calle... De un extremo a otro todo seguía igual...

Al aparecer el marqués en el umbral de la puerta, Mercedes se hallaba frente al tocador retocándose el peinado.

—Buenas tardes, chiquilla... Parece que coqueteas un poco...

—¡Figuraciones tuyas! ¡Si supieras la noche que he pasado!... ¡Como me dijiste aquello del duelo!...

—El duelo, sí, se ha celebrado —dijo el marqués dando una entonación severa a la voz— pero afortunadamente sin consecuencias para mí... Lee...

El marqués desdobló cuidadosamente un periódico y se lo entregó a Mercedes.

Esta leyó afanosa la noticia:

«Ayer, en las inmediaciones de El Pardo, se celebró un duelo a pistola entre el ilustre marqués de la Torre y el vizconde D. Juan del Llano, resultando este último gravemente herido...»

Mercedes, visiblemente turbada, dijo:

—Dame un beso... ¡Eres muy valiente!...

El marqués, accediendo en el acto a la dulce petición, creyó llegado el instante de tender el lazo, y dijo:

—Mira, Mercedes, necesito que me confíes parte de tu capital para realizar un negocio estupendo... Consiste en la explotación de una fábrica de aparatos eléctricos...

—¿Mi capital?—preguntó ella, con sorpresa,

—Sí; se trata de redoblarlo... He encontrado un socio adecuado y hay probabilidades de triunfo...

—¿Y si fracasa?

—Es imposible el fracaso... Lo tengo todo previsto... Siendo cosa mía no debes vacilar. Dame, pues, los documentos...

Ella titubeó al principio; pero ante la mirada dominadora del marqués se sintió vencida.

Automáticamente abrió uno de los cajones de su armario y sacó un fajo de papeles, que el marqués cogió ávido.

—Está bien —dijo—. Dentro de nada seremos millonarios...

Y los guardó cuidadosamente en la cartera. Luego, sonriendo, se frotó alegremente las manos y encendió un kediwe.

Mientras tanto su imaginación volaba presurosa tras la imagen de la «Madreselva», que surgía provocativa y seductora entre las espirales del humo...

VI

El marqués consumó sus proyectos. En el Banco de España le entregaron íntegros los bienes de su amante.

Al encontrarse dueño de ellos fué en busca de la «Madreselva» para comunicarle tan fastuosa noticia.

Ella le esperaba trémula.

El marqués llegaba flechado por todos los júbilos luminosos.

—¿No hay novedad? —preguntó ella al verle.

—Ninguna: ya somos completamente felices. Esta noche partiremos a Portugal... Desde allí zarparemos a Buenos Aires...

Ante ellos se abría un horizonte de venturas.

Así lo debió pensar el marqués al instalarse aquella noche con la «Madreselva» en un muelle coche-cama de un magnifico tren correo...

Y así quedó defraudada por el marqués la incauta cortesana del Regina.


Publicado el 6 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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