La Reina del Bosque

Cuento maravilloso

Armando Buscarini


Cuento



Dedicatoria

A Don Alfonso Hernández Catá.
Maestro de cuentistas españoles:


Usted, admirado Catá, que acaba de obtener un triunfo clamoroso con el ilustre Marquina ¿por qué no hace que mi dramita se estrene en cualquier teatro de Madrid?

El orgullo sería para Ud. y la consagración para mí.


Armando Buscarini.
Enero, 1925

La Reina del Bosque

I

A la hora del amanecer, Rosa del Valle calzó sus zapatitos y apresuradamente salió de casa de su madrastra. Al cerrar la puerta se oyó en el interior de la buhardilla la imprecación de la vieja:

—¡Mala pécora, a la calle!...

El frío de la mañana acarició el rostro de la niña.

En lo alto de una ermita vetusta sonaron siete campanadas.

En los tejados de las casas la nieve hacía una lámina blanca y en los aleros colgaban los carámbanos. Alguna delincuente de la noche huía temerosa al burdel. Era el estigma de la mañana honrada, saturada de hálitos, como bendiciones. Nubes tenues irisaban la atmósfera con matices azulados. Había en la mañana blanca un perfume de días extinguidos, de encantos amortiguados. El poema de las calles nos habla de los niños y de los besos, de la melodía de la música que preludian los ciegos, esa música melancólica y trémula de los violines lánguidos y de las flautas sollozantes.

En las calles cantan los niños, que son la esencia de lo perdurable, cuando la primavera ríe en los campos y sobre el verde de esperanza de las praderas, se inicia un incendio de rojas amapolas. Las calles conocen la historia de otros seres, de otros rostros queridos, y el idilio breve y galano de una novia cándida, de manos liliales, bifurcadas por los hilos azules de sus venas.

Cada piedra es una fosa. Las calles son los dientes de la gran rueda del mundo, en cuyo engranaje gimen las víctimas de la miseria. El día resplandece en la calle como un haz de lirios luminosos. El día es de la gente honrada. La noche es de los asesinos y de los traidores.

En la inmaculada blancura de la mañana arisca, Rosa del Valle se dirigió como de costumbre hasta los arrabales de la ciudad en busca de María Luz, su amiguita íntima y candorosa, compañera triste de la mala vida y de millares de penas. Al acercarse a la barraca, María Luz apareció en la puerta como una virgencita.

—Hoy has venido más pronto —dijo.

Rosa del Valle rompió de pronto en sollozos convulsos y se echó en brazos de su amiga. Esta la contuvo con emoción unos momentos, y luego, ya más tranquila, dijo:

—No llores, estoy yo contigo.

—Mi madrastra me ha vuelto a pegar. Yo no quiero volver a su casa, quiero estar contigo.

—No te apures, nenita, a mi lado nadie te pegará. Las dos nos defenderemos.

María Luz se deslizó en el fondo de la barraca, recogió algunas ropas y volvió a salir.

—Vamos.

Rosa del Valle, cogida de la mano de su amiga,

llegó hasta una plazoleta. El guarda las miró un instante con sorpresa.

—¡Qué madrugadoras, niñas! ¿Dónde vais tan temprano?

Rosa del Valle repuso:

—Vamos a coger flores para venderlas.

María Luz murmuró:

—Deja a ese tío.

Después se perdieron por la ciudad. Las dos iban empujadas por un mismo vínculo fraterno. Las dos estaban injertas al mismo tronco de la desgracia. La misma sangre anémica fluía por sus arterias, la misma mansedumbre aureolaba sus caritas pálidas; la misma visión de tristeza se traslucía en sus ojos. Eran dos vidas anónimas de la inclusa, tan gemelas como dos náufragos de un mismo mar.

Rosa del Valle fué lanzada como un guiñapo desde la negrura del hospicio, donde estaba recluida, a la frialdad de las calles, sin conocer más deudos que a una mujer vieja, espantosamente desdentada y borracha. En el barrio todos amaban a

la niña porque tenía un hoyito muy mono en la barba carilinda y unos ojos azules, muy bellos, de princesita rubia.

Rosa del Valle tenía la fragancia de una flor de invernadero y las pestañas suavemente arqueadas.

María Luz era una figurita de cera, pálida, ñiridita, de una blancura mustia, de una belleza triste, atenuada por el microbio de la tisis.

Las dos adolescentes eran como dos lágrimas.

Al llegar la noche se sentaron en un banco para descansar de las fatigas. Estaban solas. A lo lejos parpadeaban los focos eléctricos como promesas luminosas. María Luz acarició el rostro de su amiga y muy dulcemente, como en un suspiro, musitó:

—No llores, Rosa del Valle. Las dos somos huérfanas, las dos somos pobres. ¿Crees tú que sólo nosotras sufrimos? No, nenina, hay muchas niñas como nosotras.

Se durmieron, Y Rosa del Valle soñó que...

II

Una vez había un príncipe arrogante que tenía un castillo fabuloso. Este príncipe estaba siempre rodeado de su séquito que le veneraba y ofrecía sus alabanzas. Era dueño de multitud de comarcas y las estrellas le pedían permiso para brillar de noche en sus dominios. Todas las tardes llegaban a las puertas de su palacio los mendigos humildes, acompañados de sus perros sarnosos, para rendir al príncipe un tributo de admiración. El príncipe los acogía piadoso y regalaba a cada uno de ellos una moneda de oro. Los mendigos le besaban las manos y pronunciaban su nombre con gratitud por los confines de la tierra. Rayo de Sol paseaba su orgullo con un gesto triunfal por las alamedas solitarias y los caminos orillados de sauces que rodeaban su palacio.

Una tarde, al cruzar una selva, percibió un eco extraño que partía de unos matorrales. Rápidamente se apeó del caballo y acudió solícito al lado del que demandaba auxilio. Tendido en el suelo, con las ropas destrozadas y el rostro manchado de sangre, encontró a un viejo de ojillos grises y de barba rala.

—¿Qué os sucede, buen viejo? ¿Qué tenéis?

El anciano, después de besar la diestra del príncipe, habló así:

—Tenia un hijo atrevido que se fué a la guerra, allí dió su vida por la Patria por defender su honor. Desde entonces vivo solo, aislado de las gentes. Hoy pasaron unos bandidos por delante de mi choza y me robaron todo lo que tenía, luego me ataron a este roble y me maltrataron entre todos.

El príncipe, conmovido con la relación del suceso, hizo subir al viejo en la grupa de su caballo y partió veloz al palacio.

Al llegar resonó en el espacio el metálico estruendo de los clarines. Parecían las trompetas de Jericó.

El príncipe, señalándole su palacio y sus jardines florecientes, le dijo:

—Este palacio que contemplas coruscante de pedrería, exornado por reliquias fabulosas y engalanado con tapices de la Persia y con palmeras de Oriente, es tuyo desde hoy. Yo me voy esta tarde al lago de los encantos. Quiero ser un pez rojo.

El viejo, deslumbrado por la magnificencia y el radioso esplendor del palacio, constelado de lámparas maravillosas y adornado por frisos griegos, se prosternó en tierra y besó con religiosa unción la túnica de púrpura del príncipe Rayo de Sol.

—Gracias, señor; pero permitidme que antes de trasponer su dintel, me despoje de las sandalias.

Descalzóse el anciano y comenzó a subir con lentitud la regia escalinata del palacio, con pasamanos de ágata. La puerta de bronce estaba custodiada por treinta palafreneros.

—Entrad, nada temáis.

El viejo penetró en el palacio, ciego de admiración.

Al cruzar una galería se detuvo. Un coro invisible de voces melodiosas y acompasadas le sobrecogieron. Las notas melodiosas parecían que bajaban del cielo en una escala musical, se diluían en el espacio y ascendían en espirales suaves y melifluas; otras eran graves y entrechocaban lastimeras con un rumor confuso de mar; otras eran eufónicas, otras tenían vibraciones metálicas.

El anciano, al escuchar el misterioso rito, creyó que su alma se sentía transportada a regiones de presentida claridad, donde los hombres eran hermanos y en cuyos campos sembrados de amor, sólo fructificaba la semilla del bien.

Rayo de Sol hizo llegar hasta su cámara al anciano, y le dijo:

—Buen viejo: tú, que eres amigo inseparable de los perros sarnosos y de las noches sin pan, vas a ser el único heredero de mis preseas y de mi trono de alabastro. En esta cajita guardo una perla azul con la cual podrás desencantarme. Yo voy a ser un pez rojo.

El anciano aprisionó entre sus dedos la maravillosa reliquia y repuso:

—Se hará vuestra voluntad, príncipe amigo.

El príncipe habló:

—No seas humilde. La humildad te haría risible en el país. Aprende a dominar. A que tu voz sea una orden. Esta tarde quiero que me acompañes al lago de los encantos. Quiero ser un pez rojo.

El viejo se atemorizó:

—¿Por qué queréis ser un pez rojo, cuando todo es amable a vuestro alrededor?

El príncipe le miró imperativo. El viejo no quiso argüir.

—Llévame al lago maravilloso. Cuando llegue el solsticio del otoño te pido que me desencantes. No tienes más que arrojar la perla azul en la superficie de las aguas.

Aquella misma tarde, cuando el sol embellecía con matices aurirosados las colinas lejanas, el príncipe llegó hasta el lago, precedido del anciano.

Rayo de Sol habló por última vez:

—Ese sol moribundo, que volverá mañana a dorar los torreones de mi palacio, es el único testigo del encanto.

El príncipe avanzó hasta la superficie del lago y se sumergió en el fondo de las aguas, que empezaron a hacer burbujas. En seguida apareció un hermoso pez rojo, de escamas plateadas.

—Príncipe, ya se ha hecho tu voluntad.

Al regresar el anciano, le preguntaron sus adictos:

—¿Y el príncipe?

El viejo les miró unos momentos con pesar, y después de enjugarse algunas lágrimas, contestó:

—El príncipe no volverá nunca.

En el palacio cundió la nueva infausta y desde aquel día los balcones ostentaron colgaduras negras.

Cuando llegó el solsticio del otoño, el viejo no se acordó de la promesa que había hecho al príncipe.

El príncipe no volvió a su estado primitivo, y desde entonces, cerca de su sepultura acuática hay un árbol retorcido, que nunca retoña, sobre el cual por las noches baten su vuelo taciturno los medrosos murciélagos, como una eterna represalia.

III

Las primeras luces matutinas teñían las crestas de los lejanos montes, cuando despertaron las dos niñas.

Rosa del Valle dijo a su amiga:

—He tenido un sueño muy bonito.

Y se lo refirió detalle por detalle, como lo había soñado.

María Luz quedó encantada y en sus ojos de niña triste brilló una lucecita de ilusión.

—¿Dónde vamos ahora?

Rosa del Valle contestó:

—Ahora vamos al País de las Rosas.

Aquella misma tarde se pusieron en camino. Tenían que recorrer muchas leguas, muchas...

La carretera era larga, pedregosa, fatigable.

En la tarde estival se oía el canto de la cigarra como un himno a la Naturaleza.

—Rosa del Valle, ¿dónde vamos?

—Ahora vamos al País de las Rosas. Allí vive la Reina del Bosque.

Durante muchos días siguieron la penosa marcha. De vez en cuando hacían treguas de descanso junto a las cunetas del camino. Una y otra, incitadas por la misma ansiedad, querían llegar pronto, atajando; pero en su candor de niñas buenas, no sabían que la vida era triste y el camino era largo.

De noche se refugiaban bajo los árboles, que las amparaban amorosamente.

Rosa del Valle solía acordarse de su madrastra.

—¿Qué será de la tía Quica?

—No te ocupes de ella —decía María Luz—. Se la habrán comido las ratas.

Rosa del Valle se sentía fortalecida de esperanza al lado de su compañerita.

—Tengo miedo de andar por aquí. ¿Y si salen las brujas?

María Luz la consolaba con palabras muy dulces.

—No tengas miedo, voy yo contigo.

Las dos niñas mecían sus sentimientos en la delicada cuna de sus almitas inocentes y pretendían atenuar el cansancio diciéndose historias muy bellas.

En el confín se hundía el sol y a media tarde, entre el perfume de las lilas y los rosales silvestres, aparecía la luna en ocino.

Los caminantes se cruzaban con ellas y las preguntaban a media voz:

—¿Dónde váis?

Rosa del Valle respondía:

—Vamos al País de las Rosas.

En la inmensa planicie que parecía besarse con el horizonte remoto, se hundían ciudades ignoradas, comarcas florecientes, embellecidas por praderas, todas esmaltadas de flores.

—¿Cuántos días faltan para llegar?

—No te inquietes, tontina. El País de las Rosas no está muy lejos.

Rosa del Valle languidecía de impaciencia. Creía ella que tras aquellas montañas escarpadas, que la noche envolvía en tenue sombra, existían países distintos, donde la vida era un paraíso y donde los hombres no peleaban por el brillo cegador del oro.

Una noche, Rosa del Valle cayó extenuada en el camino. María Luz se acercó hasta ella, le dió a beber del agua fresca de un arroyo y le dijo:

—No temas, estoy yo contigo.

La niña la acarició con ternura, con inefable ternura.

Después se quedaron dormidas y María Luz, con la ilusión engañosa de llegar algún día al país desconocido, soñó que...

IV

En los comienzos de la primavera, Rosa del Valle y María Luz llegaron al País de las Rosas. A la llegada de las niñas cantaron los ruiseñores y salieron bandadas de palomas blancas.

—¡Qué bonito es este país! —dijo Rosa del Valle.

—Tan bonito como tú.

De pronto cruzó volando una mariposa.

—Esa mariposa es un anuncio de suerte.

—¡Quién sabe!—repuso Rosa del Valle.

El País de las Rosas era un vergel inmenso, pleno de flores, un paraje virgen, donde los cisnes ebúrneos desplegaban sus amplios plumajes sobre la superficie de los lagos, enarcando el cuello purísimo con una regia interrogación.

—¿Adónde vamos?

—Vamos a visitar a la Reina del Bosque.

Las niñas se internaron por entre delicados cultivos y fueron hasta una gruta misteriosa, que estaba junto a un cítiso.

—Vamos a visitar esta gruta. Aquí vive ella.

De repente, aérea, vaporosa, como un sueño surgió de la negrura de la gruta la figura esbelta, espléndida de la Reina del Bosque.

—¿Adónde váis? ¿Acaso estáis perdidas? ¿Qué vientos os lanzaron aquí? ¡Pasad, pasad a mi palacio!

Rosa del Valle receló un momento; luego, ya más decidida y animada por su amiga, entró en la gruta.

La gruta era honda, larga, iluminada por fosfóricas luces parecidas a los fuegos fatuos; los muros aparecían exornados con incrustaciones de marfil, de ébano y de nácar. Después de atravesar una galería, llegaron a una espaciosa estancia, con ventanas ojivales, de una fastuosidad incomparable. En los pebeteros orientales se quemaba áloe y benjuí.

Sobre una consola de mármol, toda bruñida y blanca, se veían diseminados objetos maravillosos y preciosas reliquias: dijes y medallones antiguos, pomos de esencias aromáticas, rizos de princesitas muertas, drogas extrañas, brebajes misteriosos. En las paredes recamadas de pedrería refulgente había imágenes de mártires y una estampa flamígera de la Inquisición.

En un ángulo había una estufa donde ardían los pergaminos abominables, en los que se dictaba la sentencia de muerte.

Rosa del Valle miraba como atónita aquellas cosas.

—¿Aquí vives tú? —preguntó a la Reina.

—Esta es mi casa —dijo ella—. Vivo aislada del mundo, en mi gruta encantada. Soy la Reina del Bosque, todas las rosas blancas son mías y los peregrinos de Tierra Santa vienen a visitarme. En la primavera me ofrecen sus primicias todas las flores y hay un coro de golondrinas que canta mi belleza. También hay un sátiro que ronda mi puerta; pero él sabe que soy la inaccesible, y que si pretende entrar aquí, le matarán mis duendes.

De repente sonó una vibración dulcísima, como una égloga.

La Reina del Bosque musitó:

—Es él. Canta fuera la elegía del amor.

Hasta la quietud de la gruta llegó la caricia de la balada:


Reina del Bosque de las Rosas,
hermosa entre las más hermosas
y ruiseñor de la floresta;
pompa de luz de las mañanas,
eco armonioso de la orquesta
¡y melodía de la fiesta
que dan al aire las campanas!...

Reina del Bosque que no gozas
del esplendor de tus carrozas,
ni de tus sueños deslumbrantes;
(bendita, tú. mujer que eres
la Reina humilde que prefieres
hablar con pobres caminantes!

Reina del Bosque, rubia y buena,
por tu blancura de azucena
y por tu boca de coral,
eres el cuadro sensitivo,
de cuyo encanto estoy cautivo
como la abeja del panal.

Reina del Bosque que te incautas
de la armonía de las flautas
que dan tus cien duendes a coro.
Sé que cien duendes te vigilan
y que los astros que rutilan
te envían su escarcha de oro...

Reina del Bosque que enardeces
con tus divinas altiveces
mis humildades de ermitaño;
¡por el amor de un solo día
yo, Reina mía, te daría
lirios y rosas todo el año!


Rosa del Valle suspiró:

—¡Qué bonita es esa canción!

—Tan bonita como tú —dijo la Reina del Bosque.

—¿Y no tienes miedo, Reina del Bosque? —preguntó María Luz.

—Me vigilan cien duendes invisibles —repuso ella.

Las niñas se quedaron dormidas y la Reina del Bosque apagó las luces. Entonces, a lo lejos, se oyó un coro de armonías extrañas que iba ascendiendo, ascendiendo...

—Son las Vírgenes que cantan —dijo la Reina del Bosque.

De súbito apareció un duende con un traje policromado, chinesco.

—¿Qué deseáis, señora?

—Prepara el tálamo de la muerte. Voy a dormir mi sueño postrero. Los tesoros te los confío a ti para que se los ofrezcas a esas niñas.

—¿Los rubíes también?

—Sí, y los topacios y las esmeraldas y los diamantes.

El duende no quiso argüir.

Y la Reina del Bosque se durmió aquella vez sobre el tálamo de sedas nupciales...

Al despertar Rosa del Valle, el duende se acercó hasta la niña y se expresó así:

—La Reina del Bosque os regala su arca de tesoros, bulliciosa de preciosas gemas, de berilos, de crisólitos, de granates...

—¿Qué ha sido de la Reina?

—Está durmiendo —moduló el duende—. No despertará nunca.

Los ojos de Rosa del Valle se perlaron de lágrimas. Luego se acercó, precedida del duende, hasta el tálamo de la muerte.

María Luz dijo:

—¡Pobre Reina!

El duende las condujo después a una estancia iluminada tenuemente por una lamparita azul. Allí estaba el arca de los tesoros, el cofre hermético, niquelado, con esmaltaciones de plata.

Rosa del Valle preguntó al duende:

—¿Es aquí donde guarda las joyas?

El duende asintió con un movimiento afirmativo; después sacó una llavecita de oro y con ella hizo girar dos veces la cerradura inviolable. En el fondo apareció un tumulto de reliquias: collares de perlas, aljófares, pepitas de oro, conchas nacaradas, fragmentos de marfil, procedentes de excavaciones antidiluvianas.

—Todos estos tesoros son para vosotras. Es la herencia legítima que os pertenece. Cúmplase la voluntad de la Reina.

Rosa del Valle se conturbó un instante, asfixiada de admiración. María Luz preguntó ingenua:

—¿Y dónde vamos a llevar tantas cosas?

—¡Ah! —dijo el duende—. Yo os regalaré un cestillo de mimbres para que podáis guardar vuestra preciosa carga.

Rosa del Valle hizo una objección:

—¿Y si salen ladrones al camino?

—No temáis. Yo iré con vosotras siempre. Llevaré el puñal en la mano.

Aquella misma noche el duende convocó a sus compañeros, los diminutos duendecillos rojos, de barbas azafranadas.

—Me voy con las niñas —dijo—. Rosa del Valle quiere ir al país del Coral. Ese país está muy lejos. Hasta la primavera no podremos llegar a él, ni oír en sus arboledas sombrosas el canto de los ruiseñores.

Se concertó la partida. Rosa del Valle, con los ojos húmedos de lágrimas, balbuceó:

—Siempre me acordaré del País de las Rosas.

Los duendes preludiaron al unísono la elegía de despedida:


¡Adiós viajeros!...

Que en la jornada no halléis al paso
viles rufianes ni bandoleros...
y que esa suave luz del ocaso
alumbre todos vuestros senderos...

¡Adiós viajeros!...

Que os perfumen todas las rosas,
que en vuestra ruta no halléis espinos,
y que os brinden ñiflas hermosas
flores de amelo, por los caminos...
por los caminos...

Que halléis floridas vuestras riberas,
y que en los campos y en las praderas
veáis cosechas de paz y amor.
Seguid cautivos de un sueño errante
sin preguntar al caminante
por el arado del sembrador...
del sembrador...


Aquella misma tarde el duende y las dos niñas iniciaron el viaje. María Luz y Rosa del Valle palmoteaban de alegría. El duende las seguía a distancia, con los cestillos de mimbres.

La tarde era diáfana, perfumada, negra ya en el opuesto confín.

Habló el duende:

—En el País del Coral os esperan dos príncipes arrogantes. Cada uno os regalará una vara florida.

A la hora del véspero descansaron entre la espesura de un bosque. Cerca de allí corría bulliciosa el agua cristalina de un río; en la noche blanca y silenciosa que empezaba a extenderse sobre la tierra resonó de pronto nostálgica una canción lejana, sahumada de tristeza:


Vida de los caminantes,
vida de la carretera,
de todos los que pasaron
no dice nada la tierra.

Vida de los caminantes,
vida de la carretera,
¡cuantos golfitos ingenuos
durmieron en las cunetas!

Vida de los caminantes,
vida de la carretera,
con los juncos del camino
hacen los gitanos cestas...

Vida de los caminantes,
vida de la carretera...


Algunos días más tarde llegaron al País del Coral, donde dos príncipes rubios y esbeltos aureolaron con la gracia de un beso aquellos rostros infantiles y dulces. Y el duende no se separó nunca de las niñas...

V

De pronto se despertaron. Alguien que no era ningún duende precisamente, las obligaba a levantarse del incómodo banco donde habían pasado la noche. Era un gendarme.

—¿Habéis pasado la noche aquí?

Rosa del Valle le preguntó la hora.

—Ya son las diez de la mañana. ¿Acaso sois hermanas?

María Luz, sonriéndose, respondió:

—Somos amigas. Estamos solas en el mundo. Desde ayer no hemos probado nada.

El gendarme pareció conmoverse y se echó la diestra a los bolsillos en busca de unos céntimos.

—Gracias —dijo María Luz al retener entre sus manos las codiciadas monedas. Es usted muy bueno.

Rosa del Valle se apresuró también a darle las gracias y le dijo:

—Ya ve usted, llevamos tres meses en la calle. Antes siquiera dormíamos en las chozas. Nosotras quisiéramos hacer algo; pero vamos tan mal vestidas...

Las dos niñas se fueron alejando del gendarme, que las miraba entre atónito y compasivo; se fueron alejando de él, hasta perderle de vista. ¿Adónde iban? ¡Quién sabe! Como dos brazos sedientos de vida. A rodar por las calles, a enfangarse otra vez entre las miserias del mundo, a caer en la charca del vicio o en el camastro infame de un hospital; a confundirse como dos átomos entre la urbe, tan egoísta, tan burlona, tan miserable y tan hipócrita.


Enero, 1925.


Publicado el 7 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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