Descargar Kindle «Años de Juventud del Doctor Angélico», de Armando Palacio Valdés

Novela


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  Novela.
280 págs. / 8 horas, 10 minutos / 1 MB.
14 de agosto de 2017.


Fragmento de Años de Juventud del Doctor Angélico

Sixto Moro seguía comiendo sin levantar la cabeza, y en sus labios se dibujaba la misma sonrisa irónica, esta vez un poco más acentuada. Reinó el silencio durante algunos momentos, como si todos estuviéramos bajo el peso de tanta sabiduría. De pronto, Moro, sin alzar la vista y con grave y lenta palabra, dijo:

—Verdaderamente sabio, yo no he conocido otro mayor que un cerdo que mi padre tenía hace años.

Todos le miramos estupefactos y sonrientes.

—Erudito no lo era. Confieso que no era erudito—siguió con la misma solemnidad—; pero no me cabe duda de que era un sabio maravilloso. Durante su vida que fué mucho más corta que la de Avicena, dió pruebas irrecusables de su saber. Sólo voy a daros cuenta de una. Este cerdo sentía una verdadera pasión por la harina mezclada con agua caliente; era para él una golosina. No se le daba más que dos veces por semana porque, como sabéis, la harina cuesta cara. Ordinariamente se le alimentaba con berzas y nabos y los desperdicios de la cocina, los cuales se les servían en una gran caldera ennegrecida por el uso y el fuego. Cuando le daban harina se le servía en otra más pequeña de color amarillo. Pues bien; cuando le llevaban las berzas y los desperdicios se estaba en su cubil acostado, no hacía más que levantar la cabeza y gruñir con ligera satisfacción. Pero así que divisaba la pequeña caldera amarilla, se ponía en pie lleno de alborozo y comenzaba a gruñir, con tal alegría, que era un verdadero escándalo. ¡Qué admirable penetración!, ¿verdad? Como yo fuí siempre inclinado a gastar bromas con toda clase de animales, se me ocurrió un día darle una. En ausencia de mi madre tomo la calderita amarilla, la lleno con los desperdicios y se la llevo. El cerdo empieza a brincar de gozo y a lanzar los gruñidos más armoniosos de su repertorio; pero en cuanto se cerciora del engaño (y le bastó poco tiempo para ello), aquellos gruñidos melodiosos se trocaron en los más ásperos y bárbaros que os podéis imaginar, y no sólo eso, sino que rugiendo de cólera se lanzó sobre mí. Os digo que si no huyo pronto, no lo hubiera pasado bien. Desde entonces se declaró mi enemigo mortal. En cuanto me divisaba se ponía a gruñir ferozmente para darme a entender que no olvidaba la bromita. Era una inteligencia soberana, y su dignidad igual a su inteligencia.


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