I
Antoñico era una chispa, al decir de cuantos andaban entre bastidores; no se había conocido traspunte como él desde hacía muchos años: era necesario remontarse a los tiempos de Máiquez y Rita Luna, como hacía frecuentemente un caballero gordo que iba todas las noches de tertulia al saloncillo, para hallar precedente de tal inteligencia y actividad.
Solamente cuando falleció se estimaron sus servicios en lo que valían. Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a salir—Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa se iba alejando. En los dramas en que la muchedumbre llega rugiendo a las puertas del palacio y amenaza saquearlo, nadie como él para hacer mucho ruido con poca gente; una docena de comparsas le bastaban para poner en sobresalto a la familia real; a uno le hacía gritar continuamente ¡esto no se puede sufrir!, a otro le mandaba exclamar sin punto de reposo, ¡mueran los tiranos!, a otro, ¡abajo las cadenas!, etc., etc., todo en un crescendo perfectamente ejecutado, que infundía pavor no sólo en el corazón del tirano sino en el de todos los que se interesaban por su suerte. Además sabía arrojar piedras a la escena de modo que produjesen mucho ruido y no hiciesen daño a nadie: algunas veces hizo también escuchar su voz desde las cajas o desde el sótano en calidad de fantasma. En fin, más que traspunte debía considerarse a Antoñico como un actor eminente aunque invisible.
En el teatro era casi un dictador: los actores le halagaban porque les podía hacer daño con un descuido intencionado, la empresa se mostraba satisfecha de él, y los dependientes le respetaban y le consideraban como jefe.
Era necesario verle con un reverbero en la mano derecha, el libro en la izquierda, una barretina colorada en la cabeza a guisa de uniforme, deslizarse velozmente por los bastidores acudiendo a opuestos parajes en nada de tiempo, poniendo prisa a los empleados, contestando al sin número de preguntas que le dirigían, y esparciendo órdenes en estilo telegráfico como un general en el fragor de la batalla.
II
Con todo, Antoñico tenía un grave defecto: le gustaban demasiado las mujeres. Quizá digan ustedes que este defecto no es grave: en cualquier otro hombre, convengo en ello, pero en Antoñico, un funcionario dramático de tal importancia, era un pecado mortal. No hay más que pensar en que tenía bajo su inmediata inspección a varias actrices secundarias, o sean racionistas, y que aun las principales veíanse obligadas a estar con él en una relación constante. De donde resultaban a menudo algunos disgustillos y desórdenes que se hubieran evitado si nuestro traspunte tuviese un temperamento menos inflamable. Verbigracia; se hubiera evitado que Narcisa, la jovencita que desempeñaba papeles de chula, se fuese del teatro dando un fuerte escándalo, diciendo a quien la quería oír que Antoñico pellizcaba las piernas a las actrices en las ocasiones propicias; y también que la mamá de Clotilde, la primera dama, se quejase al empresario de que Antoñico fuese con demasiada prisa a levantar a su hija siempre que caía desmayada al terminarse un acto. Hay que convenir en que todo esto era muy feo y dañaba no poco a la respetabilidad del traspunte; que vuelvo a decir, era sin disputa el alma del teatro.
Sucedió, pues, que al medio de la temporada el primer tramoyista contrajo matrimonio: era un hombre de unos treinta años de edad, feo, silencioso, sombrío, ojos negros hundidos, barba rala y erizada; inteligente con todo y amigo de cumplir con su deber. La mujer que eligió por esposa era una jovencita, casi una niña, linda, vivaracha, nariz arremangada, más alegre que unas castañuelas, perezosa y juguetona como una gatita. Se casó con el tramoyista... no sé por qué; quizá por su desahogada posición (ganaba seis pesetas diarias).
Para no privarse de su compañía un momento, el enamorado marido la trajo consigo al teatro; en los ratos que le dejaban libre sus ocupaciones, el pobre hombre gozaba con acercarse a su mujercita y darle un pellizco o un abrazo furtivo. La muchacha, que no había entrado hasta entonces en la región de los bastidores, estaba maravillada y contenta al verse entre aquel bullicio, y pronto fue una necesidad el pasarse tres o cuatro horas todas las noches vagando por las cajas y por los cuartos de las actrices con quienes simpatizó en seguida.
Antoñico, al verla por primera vez, se relamió como el tigre cuando atisba la presa. La barretina colorada sufrió un fuerte temblor y se dispuso a cobijar un enjambre de pensamientos tenebrosos y lúbricos. Mas como hombre experto y precavido, guardó sus ideas, contrarias a la unidad de la familia, debajo de la barretina, y aparentó no fijar la atención en la presa y dejar que tranquilamente fuese y viniese a su buen talante.
Sin embargo, una que otra vez al encontrarse en los pasillos le dirigía miradas magnéticas que la fascinaban y profería unas buenas noches preñadas de ideas disolventes. Como es natural, la bella tramoyista no dejó de sospechar el género de pensamientos que dentro de la barretina se escondían, y en su consecuencia decidió ruborizarse hasta las orejas siempre que tropezaba con el tigre-traspunte. Este avanzó con cautela, paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni de estrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casi melancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritas melosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos en suspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el salto que todos conocen:—«María, yo me muero por V... perdóneme V. el atrevimiento... yo no puedo tener escondido por más tiempo lo que siento, etc., etc.»
La vivaracha tramoyista quedó, como era de esperar, entre las uñas del traspunte. Y comenzó para ambos el período de los placeres amargos, la felicidad con sobresalto: aparentando no mirarse, no se quitaban ojo; fingiendo que apenas se conocían, estaban siempre juntos: ¡el marido era tan sombrío, tan suspicaz! Necesitaban llevar a cabo prodigios de estrategia para no ser advertidos: a veces pasaban cuatro o cinco noches sin poder decirse siquiera una palabra. Puesta en tortura la imaginación, Antoñico ideaba las citas más estupendas y extravagantes; unas veces en el sótano, otras en el cuarto de un actor que estaba en escena; pero todas breves y agitadas, porque el tramoyista era pegajoso como recién casado, y Antoñico no tomaba el aspecto de tigre sino con las damas.
Una noche en que el traspunte se sentía, por el ayuno forzoso de muchos días, más enamorado que otras veces, dijo algunas palabras rápidamente al oído de María y se perdió entre los bastidores. Ésta le siguió. Encontráronse en un rincón sombrío cerca del telón de boca; y el traspunte, que conocía el terreno a palmos, cogió de la mano a su querida, separó con la otra un bastidor y penetraron ambos en un recinto estrechísimo formado por telones y bastidores: Antoñico trajo hacia si el que había separado, y quedaron perfectamente cerrados. Los amantes pudieron gozar breves instantes del seguro que la experiencia y habilidad del traspunte habían buscado. En aquel extraño retiro nadie podía dar con ellos. ¿Nadie? Antoñico vio de improviso, en medio de su embriaguez, que por un agujerito abierto en el telón, un ojo les observaba; y su corazón de tigre dio un salto prodigioso dentro del pecho:—«María—dijo con voz temblorosa, imperceptible—estamos perdidos... nos están viendo... ¡silencio!... ¿quieres salir tú primero?» La animosa tramoyista corrió bruscamente el bastidor y se arrojó fuera: no había nadie. Antoñico salió detrás con el semblante pintado de interesante palidez. Su primer cuidado fue buscar por todas partes al tramoyista: encontráronlo sumamente preocupado porque la chimenea de mármol que debía aparecer en el acto tercero había sido rota al trasladarla; tanto que no reparó en su mujer al acercarse.
—¿Lo ves, hombre—dijo María a Antoñico—como eres un gallina? A tí el miedo te hace ver visiones.
III
Transcurrieron bastantes días. Las adúlteras relaciones de nuestros héroes seguían la misma marcha dulce y borrascosa a la par: sobresaltos, temores, ansias, vacilaciones sin cuento: regalos, vivos deleites, instantes de dicha, con todo. Tal es el lote de la pasión criminal. María había olvidado enteramente el episodio del agujero en el bastidor; Antoñico soñaba todavía algunas veces con aquel ojo fantástico, escrutador, y despertaba despavorido; poco a poco se fue convenciendo de que había sido una ilusión del miedo y el miedo abrió paso a la confianza.
Una noche el tramoyista le habló de esta manera:
—Oye, Antoñico; ¿sabes que el tercer telón, el de las columnas, debía colocarse más atrás...?
—¿Pues?
—No hay perspectiva.
—Sí la hay..., y además tropezaría casi con el lago.
—El lago también puede correrse un poco.
—No hay sitio.
—Tenemos todavía metro y medio.
—¡Qué hemos de tener, hombre! ¿Lo has medido?
—Sí, lo he medido: ¿tienes tú ahí el metro...? Pues ven a verlo y te convencerás.
El tramoyista emprendió la marcha y Antoñico le siguió. Subieron por la estrecha y frágil escalerilla que conduce a las bambalinas. Cuando estaban a la mitad de la altura, el tramoyista volvió la cabeza, y sus ojos se encontraron con los del traspunte. ¿Qué había de particular en aquella mirada? ¿Por qué empalidece el rostro de Antoñico? ¿Por qué se le doblan las piernas?
Vacila un instante entre seguir o retroceder: la barretina colorada se detiene y se agita presa de mortal incertidumbre. El tramoyista exclama:
—¡Diablo de escalera...! La subo setenta veces al día y no acabo de acostumbrarme... Me moriré del pecho, Antoñico, me moriré del pecho.
El traspunte se siente fortalecido y sigue su camino.
IV
Aquella noche se representaba un drama histórico, acaecido en tiempo de los godos. El primer galán era un mancebo muy simpático, rebosando de entusiasmo y de décimas calderonianas. La primera dama gastaba una túnica muy larga y comenzaba a llorar desde que subían el telón. El barba hacía de rey y debía morir al fin del acto tercero a manos del mancebo de las décimas: buena voz, potente y cavernosa, como convenía a un rey visigodo.
El público aguardaba con impaciencia la catástrofe: cuando le parecía bien, bostezaba; cuando lo creía necesario, sacaba La Correspondencia de España y leía. Había muchas personas que llegaban a desear que el barba cayese pronto bañado en su sangre para escapar a casa y meterse en la cama.
En el acto segundo había un monólogo del rey, de inusitadas dimensiones. El público ya tenía entre pecho y espalda setenta y cinco endecasílabos de este monólogo y se disponía a recibir con resignación otra partida no menos crecida, cuando de pronto...
—¿Qué ha pasado... qué sucede? ¿Por qué se levanta el público? ¿Por qué se puebla la escena de gente?
Un bulto, un hombre, acaba de caer de las bambalinas sobre el escenario con espantoso estruendo. Un grupo de gente le rodea en seguida. El público aterrado se agita y se alborota: quiere saber lo que ha pasado. Al fin uno de los actores se destaca del grupo y dice en voz alta: «que el traspunte Antonio García, caminando por los telares del teatro, había tenido la desgracia de caerse.
—¿Pero, está muerto?... ¿está muerto?—preguntan varias voces.
El actor hace con la cabeza señal afirmativa.