El Gobierno de las Mujeres

Armando Palacio Valdés


Cuento


I
II
III

I

Si el domingo llueve, suelo pasar la tarde en el teatro, y si en los teatros no se representa nada digno de verse, me encamino a casa de mi vieja amiga doña Carmen Salazar, la famosa poetisa que todo el mundo conoce.

Habita un principal amplio y confortable de la plaza de Oriente, en compañía de su único hijo Felipe y de su nuera. No tiene nietos, y puede creerse que ésta es la mayor desventura de su vida, porque adora a los niños.

Nadie ignora en España que la Salazar (como se la llama siempre) ha obtenido algunos triunfos en el teatro y que sus poesías líricas merecen el aplauso de los doctos, que se aproxima a los ochenta años, y que hace más de treinta que ha dejado de escribir. Pero sólo los amigos sabemos que a pesar de su edad y de ciertas rarezas, por ella disculpables, conserva lúcida su inteligencia, y que esta lucidez, en vez de mermar, aumenta gracias a la meditación y al estudio, que su conversación es amenísima, y nadie se aparta de ella sin haber aprendido algo.

Hice sonar la campanilla de la puerta y ladró un viejo perro de lanas que siempre afectó no conocerme, aunque estuviese harto de verme por aquella casa. Salió a abrirme una doméstica, reprimió con trabajo los ímpetus de aquel perro farsante, que amenazaba arrojarse sin piedad sobre mis piernas, y con sonrisa afable me introdujo sin anuncio en la estancia de la señora. Era un gabinete espacioso con balcón a la plaza; los muebles, antiguos, pero bien cuidados; librerías de caoba charolada, butacas de cuero, una mesa en el centro, otra volante cerca del balcón, arrimada a la cual leía doña Carmen.

Al sentir ruido, alzó la cabeza, dejó caer las gafas sobre la punta de la nariz, y una sonrisa benévola dilató su rostro marchito.

—El amigo Jiménez no desmiente jamás su galantería—dijo tendiéndome su mano; y añadió en seguida:—Es galantería que por recaer en una vieja setentona traspasa lo bello y toca en lo sublime.

—¡Doña Carmen, por Dios!—respondí yo confundido—. Los seres privilegiados como usted no tienen edad.

—Ni sexo, ¿verdad?

—Sexo, sí, y el sexo arroja sobre el privilegio del talento destellos que le hacen aún más envidiable.

—Eso ya no es galantería. Veo que participa usted de la opinión corriente. Las mujeres son seres destinados a no tener sentido común. Cuando Dios les otorga un poco, hay que caer en éxtasis como delante de una maravilla.

—No he querido expresar tal cosa. Para mí los espíritus tienen sexo como los cuerpos. El talento en la mujer es más amable que en el hombre.

—¿Ama usted el talento femenino?

—Amo lo femenino en el talento.

Me había sentado frente a ella en otra butaca, y teníamos la mesa entre los dos. Doña Carmen se despojó enteramente de sus gafas y me miró con expresión de sorpresa.

—¡Cuán grande el contraste entre lo que usted dice y lo que estaba leyendo hace un instante! Schopenhauer, que es el autor de este libro, dice que somos el sexo de las caderas anchas, de los cabellos largos y las ideas cortas, y añade que en vez de llamarnos el bello sexo debieran decir el sexo inestético. Esto en cuanto a lo físico. En lo moral, asegura que la inclinación a la mentira y la picardía instintiva e invencible es lo que nos caracteriza. No perdona al Cristianismo por haber modificado el feliz estado de inferioridad en el cual la antigüedad mantenía a la mujer. Los pueblos del Oriente estaban en lo cierto y se daban mejor cuenta del papel que debe representar que nosotros con nuestra galantería y nuestra estúpida veneración, resultado del desarrollo de la historia germanocristiana... Lindos piropos los que nos echa este filósofo, ¿verdad, amigo?

—Señora, deploro que Schopenhauer haya caído en tal aberración. Es uno de los escritores que más admiro y respeto por la sinceridad y el vigor de su pensamiento. Este caso es una advertencia saludable para los que buscan la verdad en los libros, y no en su propio espíritu; porque las opiniones de los autores no sólo vienen teñidas por su temperamento físico, por inclinaciones invencibles de su ser, sino que muchas veces, y esto es lo peor, se producen determinadas por los azares de su vida.

—¿Acontece ahora lo que usted dice?

—¡Ya lo creo! Schopenhauer, hombre de razón poderosa, sincero y sin preocupación de ninguna clase, rehusa a las mujeres toda capacidad superior, las considera destinadas por la Naturaleza a vivir en perpetua domesticidad; es el sexus sequior, el sexo segundo bajo todos los aspectos, creado para mantenerse siempre aparte y en segundo término. El respeto que en la sociedad actual se le tributa es ridículo y hasta degradante. Abomina, como usted habrá visto, de la monogamia, y hace la apología del concubinato... Pues bien, Stuart Mill, hombre de razón poderosa también, y sincero, y aún más despreocupado que Schopenhauer, aboga con calor por la igualdad de los sexos, se prosterna ante la superioridad espiritual de la mujer, y la tributa un culto casi quijotesco. Pero la causa de tan encontradas opiniones es bien conocida. Schopenhauer tuvo una madre sin ternura, pedante, enloquecida por una ridícula vanidad literaria; y, como célibe y libertino, pasó toda su vida entre cortesanas. Stuart Mill, por el contrario, alcanzó la dicha de unirse a una esposa nobilísima, tierna, inteligente...

—¡Graciosísima razón!, es cosa de exclamar parodiando a Pascal, que un encuentro en una tertulia o en un teatro hace variar por completo de rumbo.

—No hay que maldecir de la razón, doña Carmen. La verdad, como está desnuda, exige que nos presentemos desnudos delante de ella para obtener sus favores.

—¡Pero lo que usted dice es una obscenidad! Gracias a que una anciana es quien le escucha—exclamó doña Carmen riendo.

—El eterno espíritu de verdad vive en nosotros. Si a Él nos entregamos de corazón, si no escuchamos la voz de nuestro yo inferior y ponemos siempre el oído a la que mora en la altura de nuestro propio ser, alcanzaremos la suprema sabiduría.

—Eso ya es demasiado sublime. Pasa usted, amigo Jiménez, de un extremo a otro en los abismos cerúleos con la velocidad del relámpago.

—Observará usted que a los hombres de genio los juzgamos los hombres sin genio, y los juzgamos con justicia, y vemos más claro que ellos. ¿No prueba esto que la verdad reside en todos?

—Probará lo que usted quiera, pero en este caso concreto estoy tentada a colocarme del lado de Schopenhauer. Abrigo bastantes dudas en lo que se refiere al talento femenino.

—¡Cómo!—exclamé, en el colmo de la sorpresa—. ¿Duda usted del talento de la mujer, usted que es una prueba viviente, irrecusable de que existe?

Doña Carmen dejó escapar un suspiro, y quedó un momento pensativa y seria.

—Sí, amigo mío; precisamente el examen imparcial y desinteresado de todo cuanto yo he producido me ha conducido al borde del desencanto. Mis obras fueron aplaudidas y celebradas más de lo justo, y lo fueron por lo mismo que soy una mujer.

—Y si hubiesen sido escritas por un hombre, igual—proferí yo impetuosamente.

Doña Carmen alzó los hombros, y respondió melancólicamente:

—No me forjo esa ilusión. Convengo en que me encuentro por encima del término medio de los que actualmente manejan la pluma, pero he respirado siempre lejos de la atmósfera en que alientan los grandes escritores... Y lo que digo de mí, lo digo de todas, absolutamente de todas mis compañeras antiguas y modernas. No se asombre usted de esta afirmación paradójica, ni la crea hija de un rapto de mal humor o de un deseo vanidoso de singularizarme. Está bien meditada. El arte no ha sido, ni es, ni será jamás, patrimonio de la mujer. Se supone que, siendo la sensibilidad la propiedad más desarrollada en el ser femenino, está llamada la mujer al cultivo del arte. Es un profundo error, desmentido por la historia del género humano. ¿Dónde está el Shakespeare, el Dante, el Cervantes o el Goethe femenino? ¿Dónde está el Miguel Angel, el Rembrandt, el Tiziano? Se citan algunas rarísimas excepciones; Safo, por ejemplo. Ignoramos el mérito de Safo. Hay que creer en él bajo la fe de las tradiciones, no siempre dignas de crédito. Los fragmentos que de ella se conservan no me parece que tienen gran valor; son gritos eróticos más que sana e inspirada poesía. En cambio, conocemos perfectamente a las literatas de nuestros tiempos...

—¿Y qué? Madame Stael...

—Madame Stael... Toda la obra literaria de madame Stael es de reflejo, y hoy la encontramos de una afectación insoportable. ¿Quién lee actualmente la Delfina y la Corina? Su talento era muy grande, pero de un orden distinto.

—¿Y madame Sand?

—Un buen estilista que no ha producido obras duraderas. Sus novelas son declamatorias, inverosímiles, sin caracteres y sin interés. Tampoco se leen actualmente.

—¡Qué dureza, doña Carmen!

—Eso mismo exclamaba Camila Seldem oyendo a Enrique Heine llamar a la autora de Indiana «bas bleu», a lo cual replicó el gran poeta sonriendo: «Bueno, bas rouge, si usted lo prefiere.» El talento de Jorge Sand era inmenso también; pero, lo mismo que el de madame Stael, era más adecuado a otra cosa que a la literatura... Pero, en fin, aun concediendo que lo fuese, ¿cuántos nombres de artistas femeninos puede usted citarme? ¿Qué originalidad ha ofrecido su talento?

—Observe usted que la mujer no ha tenido jamás una educación adecuada para que sus facultades intelectuales y sus aptitudes artísticas se desenvolviesen. Se la ha obligado a vivir apartada de la alta cultura intelectual.

—Sí, ése es el razonamiento de Stuart Mill. Para mí tiene poco valor. Cierto que hasta ahora no se ha dado a la mujer una educación literaria y artística; pero muchos de los grandes poetas que el mundo admira tampoco la han tenido. Cuando el alma está preparada para beber, con pocas gotas basta. Además, advierta usted que en la antigüedad, y también en la Edad Media, han existido mujeres muy instruídas, tanto en filosofía como en literatura. ¿Por qué, pues, si encontramos en todas las épocas mujeres sabias, no se cita entre ellas poetas inspirados o filósofos originales?... Por lo demás, usted sabe perfectamente que, desde hace ya mucho tiempo, a la mujer se le da una educación intelectual semejante a la del hombre, y en cuanto a la artística, más esmerada aún. Apenas hay niña bien educada a quien no se enseñe la música, el dibujo, la pintura, y a algunas la escultura también. ¿Piensa usted que si naciese entre nosotras un Beethoven o un Rossini, se contentarían con teclear el piano o sacudir las cuerdas del arpa? Escribirían, como es justo, óperas y sinfonías. En todo el siglo XIX a la mujer no le ha faltado pluma y papel. Si no ha escrito Las noches, de Musset, Las meditaciones, de Lamartine, ni las Leyendas, de Zorrilla, es porque no ha podido.

—Quizás exista, doña Carmen, una razón metafísica para ello. Así como el conocimiento puede conocerlo todo, menos a sí mismo, de igual modo la actividad de la mujer se puede aplicar a cualquier cosa, menos a la poesía, porque ella misma es la poesía. La mujer es la primera materia para el trabajo poético. ¿No parece absurdo que actúe de poeta? Es como si un paisaje se pusiese a hacer el boceto del pintor.

—Bueno—replicó doña Carmen riendo—, esos piropos metafísicos no me los diga usted a mí. Déjelos para las jóvenes y hermosas..., como esta que ahora entra.

II

La que entraba en aquel momento era su hija política, una hermosa mujer, en efecto, aunque tallada en colosal, y, por tanto, no enteramente de mi gusto. Alta y corpulenta, con grandes ojos de ternera como la Juno homérica, la nariz aquilina, los cabellos negros y ondeados, los labios rojos y un poco colgante el inferior, dondequiera que iba lograba atraer sobre sí la atención de los hombres. Yo encontraba su fisonomía demasiado inmóvil, una falta de expresión en ella que acusaba desproporción entre el cuerpo y el alma. Pasaba ya de los treinta años, y, no obstante, su ingenuidad era proverbial, rayaba en la tontería. Doña Carmen la adoraba, tal vez por esto mismo, porque tenía un espíritu enteramente infantil. Dentro de aquel cuerpo gigante latía el corazón de una niña de doce o catorce años.

Se acercó a su suegra y la besó cariñosamente después de saludarme. En pos de ella entraron dos caballeros. Uno de ellos, muy conocido mío y de todo el mundo, era el ilustre Pareja, el sabio antropólogo y sociólogo, cuya levita le ha hecho famoso en todo Madrid. El sombrero de copa viejo y despeinado en la mano, el alto y huesudo torso inclinado ceremoniosamente hacia adelante, el rostro contraído por una sonrisa de suficiencia condescendiente, dejando caer sus palabras como otras tantas piedras preciosas destinadas a enriquecer y adornar la existencia del género humano.

—Embargado de emoción al poner el pie en el templo del arte, saludo a la estrella más brillante del firmamento poético, y hago votos porque su luz no se extinga jamás.

La voz era resonante; el ademán, pedagógico; la sonrisa antropológica; el acento, sociológico; la forma de retorcer el cuerpo, dejando inmóviles las piernas, completamente evolucionista.

Doña Carmen le tendió la mano con sonrisa donde se traslucía más burla que satisfacción.

—Esta estrellita de octava magnitud saluda con tímido centelleo al Júpiter de la sociología étnica y de la pedagogía evolucionista.

Con esto las contorsiones del sabio antropólogo fueron tantas y tan variadas, que doña Carmen se vió obligada al cabo a preguntarle si había sufrido recientemente algún ataque a los riñones.

Detrás de él vino a estrechar la mano de la poetisa su gran amigo y contemporáneo don Sinibaldo de la Puente, abogado eminente, senador por no recuerdo qué Universidad, a quien el Pontífice Romano había otorgado un título hacía poco tiempo.

Los dos visitantes se habían encontrado casualmente en la escalera. Sus ideas eran demasiado contrapuestas para que fuesen amigos.

Raimunda (que así se llamaba la nuera de doña Carmen) se despojó del sombrero y vino a sentarse en una butaquita, formando con nosotros círculo.

—Y bien, ¿qué hay de nuevo?—preguntó Pareja apoyando sus manos huesudas en las huesudas rodillas y encarándose con doña Carmen en tono de protectora admiración y disponiéndose a bajar de su pedestal, aunque sólo por breves momentos—. Esa flor de poesía, que España guarda como su más preciado tesoro, ¿se niega todavía a embalsamar el ambiente literario con su perfume?

—No hable usted de literatura en estos momentos a doña Carmen—dije yo—. Precisamente cuando ustedes llegaron, estaba poniendo verdes a las literatas antiguas y modernas de todos los tiempos y países.

—¿Cómo?

—Doña Carmen no cree en la literatura de las mujeres.

—¡Oh, querida amiga!—exclamó el ilustre Pareja echándose hacia atrás—. Nadie menos que usted tiene motivo a dudar de ella. Si es cierto que en el curso de la evolución literaria la mujer no ha contribuído a ella con un copioso contingente, no es menos seguro que desde sus orígenes se señalan en ella esas dotes. Entre los papues del África negra oceánica, que representan un tipo de sociedad primitiva, se suele encontrar en cada pueblecillo una poetisa, a la cual se acude para embellecer con sus cantos las fiestas o cualquier acontecimiento de importancia, como la llegada de un extranjero o la botadura de una canoa.

—Pues soy de opinión de que dejemos que las poetisas canten en la Paupasia las botaduras de las canoas. Acá en Europa las mujeres tenemos otras cosas más serias que hacer.

—Mucho me complace, Carmita, escuchar en labios de usted semejantes palabras—manifestó don Sinibaldo, hombre grave, correcto, melifluo—. Dejando a salvo su prodigioso talento literario, que es una excepción, no hay que dudar que, por su naturaleza misma, la mujer no está destinada al cultivo de las letras y las bellas artes, sino al embellecimiento de nuestro hogar, a formar el tierno corazón de sus hijos, inspirándoles el temor de Dios, a consolar las tristezas de su marido, a alegrar sus triunfos, a suavizar sus reveses, a ayudarnos, en suma, a tirar del carro de la vida, que muchas veces es demasiado pesado...

—A reproducir eternamente el viejo cliché del ángel del hogar, ¿verdad?—interrumpió impetuosamente doña Carmen—. Ya estamos al tanto de lo que eso significa. En el fondo no es otra cosa, hablando en los términos claros en que se expresa un filósofo contemporáneo, que debemos ser para siempre lo que hemos sido al comienzo de las civilizaciones, el descanso y el recreo del guerrero. Hoy también se lucha y se combate en la vida, y a estos modernos luchadores, la mujer, con su gracia y su belleza, debe indemnizarles de sus fatigas. Hablemos en términos más claros aún; la mujer debe seguir siendo el consabido instrumento de placer.

—¡Oh, Carmita, por Dios!—exclamó el pudibundo don Sinibaldo poniéndose rojo—. Usted interpreta de un modo torcido mis palabras. Cuanto he dicho, ha sido para honrar a la mujer, no para denigrarla.

—Pero, en fin—apunté yo—, si la mujer no tiene capacidad para las artes bellas y la poesía...

—Puede usted darlo por seguro. La mujer es un ser esencialmente prosaico—interrumpió doña Carmen.

—¡Cómo!, ¡cómo!... Eso que está usted diciendo es una abominable herejía—exclamó don Sinibaldo.

—Es una verdad que todo el mundo puede comprobar. En el fondo, a la mujer le interesan poco o nada las bellezas de la Naturaleza o del Arte. Cuando se encuentra frente a un paisaje, o una estatua, o un cuadro, hace lo que puede por entusiasmarse, pero no lo consigue, y sus alabanzas suenan a falso. ¡Cuán diferente su actitud estudiada y frívola de la profunda emoción que se advierte en los hombres!

—Pues, querida amiga, yo he observado siempre que las mujeres se conmueven en el teatro más fuertemente que los hombres.

—No es la belleza lo que las conmueve, sino el principio moral, más o menos humillado o amenazado en el curso de la obra. De aquí que las mujeres lloren más con los melodramas que con los dramas, con las antiguas novelas sentimentales que con las realistas de ahora. Crean ustedes que las bellezas de una obra de arte, sus proporciones, su elegancia, su pureza de dicción, no le importan. Lo que le tiene con muchísimo cuidado son los eclipses pasajeros que la bondad y la justicia experimentan en ella.

—Acaso esté en lo cierto—dijo en tono concentrado don Sinibaldo.

—Eso es otra cosa. Yo no quiero discutir ahora la primacía de la bondad sobre la belleza: sólo hago constar un hecho.

—Pero, en fin—dije yo, volviendo a la carga—, si la mujer no tiene capacidad para las artes bellas, la tiene muy grande para las artes útiles. Esas labores tan necesarias en las casas, el arreglo y la comodidad del nido, a ella está encomendado. ¿Qué sería de nosotros si las mujeres no se encargasen de coser, de planchar, de bordar nuestra ropa, de mantener en orden y dignidad nuestra vivienda?

—El amigo Jiménez, como se halla en vísperas de casarse, ambiciona ya una petite ménagère—dijo doña Carmen sonriendo; y añadió en seguida poniéndose seria:—¿Qué sería de ustedes?... Pues lo pasarían a las mil maravillas, porque los hombres cosen, y planchan, y bordan, y guisan, y limpian, y lavan mejor que las mujeres. No hay oficio de los encomendados ordinariamente a la mujer que el hombre no llegue a poseer con mayor perfección. Hasta en la confección de los mismos trajes femeninos nos aventajan. Ya saben ustedes que las grandes modistas de París no son modistas, sino modistos.

Pareja soltó una estridente y pedagógica carcajada.

—No cabe duda; nuestra insigne poetisa odia a su propio sexo, y no le encomienda otro empleo que el de la perpetuidad de la especie.

—Pues sí cabe duda, amigo Pareja—replicó doña Carmen un poco picada—. Su profunda intuición en este caso ha hecho quiebra. No sólo amo a mi sexo, sino que su suerte futura es mi constante preocupación desde que he renunciado a la literatura.

—Pero si no sirve para nada, ¿qué quiere usted que hagan los hombres con ese sexo más que perpetuar la especie?

—Yo no he dicho que no sirviese para nada.

—No tiene aptitud para las ciencias, para la literatura y las artes; no la tiene tampoco para la industria, ni aun para los menesteres de la casa: ¿qué clase de tarea quiere usted encomendar a la mujer?

—Una sola, pero muy importante.

—¿Cuál?

—La política.

Don Sinibaldo dió un salto en su butaca. Pareja abrió los brazos como un derviche de la India, y yo no pude menos de dar muestras de sobresalto. Tan sólo Raimunda permaneció inmóvil y en estado de perfecta calma.

—No se asusten ustedes... ¿Qué es la política en el fondo? El arte de relacionarse los hombres unos con otros sin perjudicarse. Pues yo sostengo que este arte lo conoce la mujer por intuición mejor que el hombre.

—¡Oh, Carmita!—exclamó don Sinibaldo—, me es imposible suponer que habla usted en serio. La mujer, por su naturaleza, por la historia del género humano, por las palabras de las Santas Escrituras, por la opinión de los Santos Padres y la de los grandes filósofos que la Humanidad respeta, es un ser subordinado, se halla destinado a obedecer, y no a mandar.

—Pues yo creo todo lo contrario, que es el hombre quien está destinado a obedecer... Y de hecho así sucede en cuanto ustedes dejan de ser bárbaros. Esta ley natural convengo en que se ha contrariado hasta ahora casi sistemáticamente, pero es una ley, y así que se apartan los obstáculos que se oponen a su libre funcionamiento, se pone en marcha de nuevo.

—No se ofenderá usted, Carmita, si le digo que San Juan Damasceno afirma que «la mujer es una mula traidora, una horrible tenia que busca su guarida en el corazón del hombre».

—A mí no me ofenden las citas, me aburren.

—Y de que San Juan Crisólogo la llame fuente del mal, autor del pecado, piedra del sepulcro, puerta del infierno..., y San Gregorio el Magno la niegue el sentido del bien.

—Tampoco.

—Platón, el divino Platón, tiene tan en poco el sexo femenino que trueca en mujer en la otra vida al hombre que haya pecado en ésta.

—Platón ha dicho cosas muy sublimes, pero ha dicho también enormes tonterías. Que me diga el amigo Pareja, gran autoridad en la materia, qué concepto tiene formado de la sociología de Platón.

El ilustre Pareja se esponjó y arqueó el espinazo como un gato a quien se acaricia.

—Señora, la sociología de Platón se halla perfectamente desacreditada entre los sabios. Su concepto del Estado, que es el mismo de toda la antigüedad, no resiste al más somero análisis...

—Dejemos a Platón—interrumpió doña Carmen, sin permitirle comenzar su análisis, por si no era tan somero como anunciaba—. Hablemos de los Santos Padres, a quienes respeto más en estos asuntos de moral... Para mí es absolutamente seguro que los Santos Padres, al hablar en términos tan duros y despreciativos de la mujer, sólo se referían a las mujeres que la depravada sociedad griega y romana ofrecían a su vista. Si hablasen en un sentido general, si sus dardos acerados fuesen directamente al corazón del sexo femenino, a la mitad del género humano, se pondrían en abierta contradicción con el pensamiento y la doctrina del divino fundador del Cristianismo. En el Evangelio la mujer es perdonada, es respetada, es iniciada en los misterios de la religión, sigue a Jesús como los hombres en sus peregrinaciones, escucha sus palabras y las propaga. Muerto Jesús, ella es la que se encarga de revelar su gloriosa resurrección. Después..., después..., cuando llega el momento de confesar su fe ante los verdugos, a pesar de su naturaleza frágil y sensible, sufre crueles martirios con idéntico valor que los hombres, y sabe morir como ellos. ¿Es posible que los Santos Padres, teniendo en la memoria a las santas María Magdalena y Verónica, a Santa Olimpia, a Santa Paula, a Santa Mónica y a tantas otras sublimes mujeres, hablasen de nuestro sexo con tanta ira? La Iglesia católica no distingue entre santos y santas, y en sus oficios celebra con igual veneración el día de una humilde doncella que el de un sabio doctor. Y, por fin, mi querido amigo la Puente, no olvide usted que por encima de todos los santos la Iglesia ha colocado una mujer.

—¡Sí, ya sabemos que el Catolicismo tiene una diosa!—exclamó Pareja en un tono burlón, que contrajo fuertemente el rostro de don Sinibaldo.

—Una diosa, no—repuso doña Carmen—. Eso queda para la gentilidad. Dios es algo incomprensible e inefable que se halla a infinita distancia de la separación de los sexos. Pero lo que la humana inteligencia puede concebir de más puro y de más excelente después de Dios, está encarnado en la Virgen María, esto es, en una mujer.

—Considere usted, Carmita, que Dios ha hecho a la mujer más débil de cuerpo, y también de inteligencia, indicándole con esto su papel subordinado.

—Dios no la ha hecho más débil ni de cuerpo ni de alma; han sido ustedes.

—¡Nosotros!—exclamó don Sinibaldo, en el colmo de la estupefacción.

—¡Sí, ustedes!... Dirija usted una mirada al mundo de la animalidad, del cual, según se afirma, proceden, los seres humanos, cosa que yo no discuto ahora. Si la subordinación de la hembra al macho fuese una ley universal y esencial a la separación de los sexos, en este mundo debiéramos encontrarla. Nada de eso acontece. En un gran número de especies animales la hembra es superior al macho por el tamaño y por la fuerza, en otras es igual, en otras inferior, pero en ninguna el macho considera a la hembra como subordinada, sino que viven en un estado de perfecta igualdad. Las hembras no son oprimidas y maltratadas sistemáticamente; al contrario, los machos las ayudan, las protegen cuando necesitan protección, las respetan, las miman y las seducen, no por la fuerza, sino por la estética.

—Sin embargo, considere usted, mi buena amiga—manifestó el señor de la Puente—, que apenas aparece en la tierra la Humanidad, se inicia esta subordinación.

—Tampoco es exacto. Tratándose de tiempos prehistóricos, necesitamos atenernos a las conjeturas. Pues bien, de lo que acaece en el mundo animal podemos conjeturar que en la Humanidad primitiva, tan próxima a él, debiera pasar algo semejante. La mujer primitiva, por la agilidad y por la fuerza no debiera ceder mucho al hombre.

—Y, entonces, ¿cómo explica usted su inferioridad actual?

—No es otra cosa que una consecuencia de la guerra. Mientras los hombres vivieron en paz...

—Pero ¿cree usted, señora, que los hombres vivieron alguna vez en paz?—pregunté yo.

—Sí que lo creo. Para mí ha existido en la historia del género humano un largo período de inocencia y de paz. Las tradiciones de todos los pueblos y el testimonio de nuestras Santas Escrituras así nos lo asegura. El hombre ha comenzado por ser fructífero, y los animales fructíferos no se pelean. Además, si, como la ciencia antropológica afirma, la ontogenia no es otra cosa que un resumen de la philogenia, el género humano debió de haber atravesado un largo período de infancia.

—¡Bravo!, ¡bravo!—gritó Pareja batiendo las palmas—. Me siento inundado de gozo al ver que nuestra ilustre amiga, a la par que a las musas, rinde culto a la ciencia contemporánea. Permítame, sin embargo, hacerle observar que el período de infancia es un período de iniciación, y, por tanto, deficiente e incompleto.

—¡Quién sabe!, ¡quién sabe!—murmuró la poetisa con melancolía—. Por lo pronto, fisiológicamente, el niño está más alejado del animal que el hombre.

—De todos modos, mi querida amiga, es un hecho demostrado que en los clans más rudimentarios, aquellos que se han hallado en la Australia y en la Paupasia, los cuales lindan estrechamente con la animalidad, y que por su posición aislada no han debido ser alterados por otras influencias, la condición de la mujer es subordinada, y aun puede decirse horriblemente subordinada.

—¡Los clans de la Australia y la Paupasia! Y ¿quién es capaz de demostrar que ése es el comienzo del género humano? Como usted sabe mejor que yo, todo en este mundo evoluciona o cambia, para bien o para mal, espontáneamente, por virtud de una fuerza interior y automotora. Esos clans pueden muy bien no ser los tipos primitivos de la sociedad humana, pueden haber degenerado y ser más bien residuos o excrecencias, tipos rezagados, y no primitivos. Si la teoría de usted fuese exacta, como quiera que en la mayor parte de las islas del Pacífico hemos hallado la antropofagia, debemos deducir lógicamente que el hombre ha empezado siempre por ser antropófago, lo cual es una monstruosidad que a nadie se le ocurre sostener.

—Tiene usted razón, señora—manifesté yo—; la Geografía y la Historia proporcionan armas para todas las causas. Los negros del Africa meridional maltratan a las mujeres, las convierten en bestias de carga. La condición de la mujer allí es horrible. Los negros del Africa septentrional, los etiópicos, muy superiores a ellos como raza, respetan y consideran de tal modo a la mujer, se le otorga allí tales privilegios, que a las más ardientes de nuestras feministas les parecerían excesivos. No sólo disponen de su persona y de sus bienes libremente, sino que no están obligadas a contribuir al sostenimiento de la familia en el matrimonio. Son, por tanto, más ricas que los hombres. En tiempo de guerra son intangibles, circulan por el campo de batalla y por los pueblos enemigos sin que nadie ose poner la mano sobre ellas. En Madagascar, una isla también como esas que cita el amigo Pareja, los franceses, al conquistarla, hallaron que en el código malgache el adulterio del hombre se castigaba con ocho meses de prisión; el de la mujer, con cuatro.

—Tanto es cierto lo que usted dice, amigo Jiménez—observó doña Carmen—, que no hace muchos días leía yo que los exploradores que descubrieron en el siglo pasado los archipiélagos de la Polinesia, se encontraron allí con seres humanos que vivían todavía en la edad de la piedra pulimentada. Pues bien, en estas sociedades rudimentarias la mujer era igual al hombre. Existía allí un feudalismo grosero, pero la mujer ejercía el poder lo mismo que el hombre. Según los relatos de los viajeros, cuando una de estas señoras se presentaba, los hombres se ponían en cuatro patas..., lo mismo que hacen ustedes ahora cuando ven al ministro de Fomento.

—¡Señora, yo no me pongo en cuatro patas cuando veo al ministro de Fomento!

—Bueno; quien dice usted, dice el señor Pareja.

—¡Oh, doña Carmen; bien se conoce que ha nacido usted en Málaga!—exclamó Pareja.

—¿Qué?... ¿No se pone usted, así? Pues adelantará poco en su carrera.

—¿De modo que el amigo Jiménez no cree en la Geografía, ni en la Historia, ni en la Etnografía?—manifestó el sabio antropólogo echándose atrás en la silla y dirigiéndome una mirada entre arrogante y compasiva.

—No siempre.

—Pues yo le aseguro que todas esas bellas cosas en que él cree, virtud, trabajo, valor, inteligencia, amor, no son, en el fondo, más que cuestión de longitud y latitud.

—Permítame mi ilustre amigo que lo dude. En todas las longitudes y latitudes se encuentran los mismos vicios y las mismas virtudes. Los árabes, hombres del Mediodía, fueron obreros activos, industriales inteligentísimos; los rusos, hombres del Norte, han sido hasta ahora perezosos y rudos. Los romanos fueron los guerreros y legisladores del mundo viviendo en un país cálido; los chinos son dulces y tímidos y obedientes en un país frío... Pero dejemos estos asuntos, porque me interesa saber cómo doña Carmen explica que los hombres hayamos hecho a la mujer más débil de cuerpo y de inteligencia...

—Perdone usted, Jiménez; yo no he dicho que fuese más débil de inteligencia. La inteligencia de la mujer, aun actualmente, es distinta, pero no inferior a la del hombre. Su inferioridad física depende de que los hombres han vivido en perpetua guerra desde hace muchos miles de años, mientras la mujer se mantuvo apartada de la lucha; no porque la mujer no fuese apta para ella...

—¿Opina usted que la mujer es apta para la guerra?

—Mucho más apta que el hombre; tanto, que si las guerras no se suprimiesen, a ellas debieran encomendarse. Pero se suprimirán, porque la mujer quiere que se supriman, y no ejerceremos otro oficio militar que el de la seguridad y el orden público.

Los ojos de don Sinibaldo se abrieron desmesuradamente.

—¡Oh, querida amiga! Usted delira.

—No delira, no—exclamó Pareja riendo—; es que doña Carmen se acuerda esta tarde más que nunca de aquella región feliz donde florecen los limoneros.

—Hablo completamente en serio. Aun en la actualidad, al cabo de miles de años de vida sedentaria, que ha producido nuestra evidente inferioridad física, si ustedes toman mil niñas de cuatro o cinco años, si las fortifican con una gimnasia adecuada, si las obligan a sufrir los rigores de la intemperie, el frío, el calor, el hambre, la sed, las marchas forzadas, a escalar las montañas y a atravesar los ríos a nado, si las adiestran ustedes en todos los ejercicios militares, cuando lleguen a los veinticinco años habrán ustedes obtenido un batallón tan fuerte y tan ligero como si estuviese formado de hombres, y desde luego mucho más intrépido.

—¿La mujer es más valiente que el hombre?

—¡Muchísimo más! La mujer es valiente por naturaleza: ustedes lo son por vanidad. La mujer es valiente a tiempo: ustedes lo son a destiempo. Cuando se trata de salvar su hogar, de defender a sus hijos y a sus ancianos padres, cuando corre peligro la independencia de la Patria, las mujeres luchan con denuedo y mueren con la sonrisa en los labios, sin esperar condecoraciones y galones ni sueltos en los periódicos. Ahí están las mujeres de Zaragoza y Gerona para probarlo. Aun en el día existen ejemplos notables de amazonismo. No ignorarán ustedes que en el Dahomey el nervio de su ejército lo componen dos cuerpos de amazonas. Cuantos viajeros y misioneros los han visto aseguran que no es posible llevar más alto el espíritu militar, esto es, la disciplina ciega, la fuerza, la agilidad, el valor intrépido. No hay quien no les reconozca ventaja sobre el ejército masculino: y estas mujeres se hallan tan persuadidas de su superioridad, que si en medio del combate alguna de ellas flaquea, las otras le gritan con desprecio: «¡Quita allá, que no vales más que un hombre!»

—¡Carambita; cuán dulces esposas harán esas señoras!—exclamó don Sinibaldo.

—¡Ahí está el toque de todo!—respondió doña Carmen dejando escapar un suspiro—. A esas mujeres les está prohibido el matrimonio mientras no queden inútiles para el servicio militar. La maternidad es nuestra dicha y nuestro tormento, nuestra emancipación y nuestra cadena. La hembra del animal sólo por algunos días prodiga cuidados a sus hijuelos, que pronto se pueden valer por sí mismos. La infancia del hombre se prolonga bastantes años, y en esta prolongación de la infancia ven algunos filósofos el origen causal de la familia, y, por consecuencia, de toda sociedad humana y de la civilización. Pero esta prolongación ha ocasionado la subordinación física de la mujer, y después la subordinación moral. Para que el hombre existiese, fué necesario que la mujer abandonase la caza y la guerra y se hiciese sedentaria y casera. Perdió sus aptitudes guerreras, y cayó en la esclavitud. ¡Oh, qué historia tan triste la historia de la mujer! ¡Cuánto dolor, cuánta lágrima, cuánta infame depravación! Es un largo martirologio que ha durado miles de años y que aún no ha concluído. Somos madres antes que nada, y los hombres se han aprovechado cobardemente de nuestro amor maternal para hacernos descender a la categoría de animal doméstico. Pero esta monstruosa villanía no ha quedado sin castigo. Las mujeres han derramado muchas lágrimas, pero los hombres también las derraman por ellas. Los dolores más agudos de vuestra alma la mujer es quien los causa, los dolores sin nombre, las noches de insomnio, la agonía que lleva a la sien el cañón de una pistola. El alma femenina, desconocida, ultrajada, se venga de vosotros. ¡Pagad, cobardes, pagad nuestras lágrimas, pagad nuestra esclavitud!...

La voz de doña Carmen vibraba con indignación: sus pálidas mejillas se tiñeron de carmín.

—No es constante, mi ilustre amiga, la esclavitud de la mujer—manifestó Pareja, sin duda para calmarla—. La noble raza berebere, la que primero pobló las costas del Mediterráneo, hasta que no sufrió la influencia del Islamismo, se mostró siempre extremadamente respetuosa con la mujer. Y en el antiguo Egipto, la más grande civilización que conocemos, cuna de todas las otras mediterráneas, el predominio de la mujer ha sido evidente.

—¡Oh noble pueblo, maestro de todos los otros! Sí, ya sé que durante miles de años la mujer fué venerada a las orillas del Nilo como el ser más próximo a la divinidad. Los hombres buscaban en ella la inspiración, el honor, la felicidad de su vida. Su alma era respetada desde la infancia, y nadie osaba tocar a su independencia. «Ama a tu mujer—repetían sin cesar los padres y los maestros—, aliméntala, adórnala, perfúmala, hazla feliz durante toda tu vida: es un tesoro que debe ser digno de su poseedor.» ¡Cuán infieles han sido sus discípulos los griegos, y sobre todo los romanos, a estas nobles enseñanzas!

—Los romanos, mi buena amiga—manifestó el señor de la Puente—, han sido los fundadores de todo el derecho. Nadie hasta ahora ha superado, ni aun igualado, a sus jurisconsultos...

—¿Sabe usted lo que le digo, amigo la Puente?—profirió con vehemencia la Salazar—. ¡Que no me hable usted de esos bandidos! Han sido el pueblo más frío, más sistemáticamente brutal que se registra en la Historia. ¡Los detesto! Ellos son los que impusieron a la Europa ese negro fantasma que se llama pater familias, ese odioso tirano que absorbe en sí todos los poderes, que dispone de la suerte y de la vida de sus hijos, que mantiene a la mujer en degradante tutela.

—Degradante, no, Carmita; necesaria, ¡absolutamente necesaria! La mujer salía de la manus del padre y entraba in manu de su marido y, gracias a ello, se hallaba constantemente protegida. La mujer, por su naturaleza, no es apta, como el hombre, para dirigir las relaciones exteriores de la familia, para sostener sus derechos cuando son vulnerados. ¿Cómo quiere usted que una mujer desenrede la madeja de un pleito? ¿Cómo quiere usted que se presente sola ante los tribunales?

—¡Ya lo creo que quiero! Quiero que la mujer sea quien únicamente se presente en los tribunales, que éstos se hallen formados exclusivamente por mujeres, que sean mujeres los abogados y procuradores..., y quiero que, mientras tanto, se queden ustedes en casa, sin meterse en cosas que no les incumben.

III

Esta bomba explosiva no produjo todos los efectos desastrosos que eran de esperar por la entrada súbita de dos caballeros. El uno era Felipe, hijo de la poetisa, hombre que frisaba en los cuarenta años, corpulento al tenor de su esposa, de fisonomía franca y jovial, un poco torpe en sus movimientos, como si se hubiese criado en el campo, y no muy esmerado en el aliño de su persona. Pasaba por arquitecto distinguido, ganaba mucho dinero y respetaba de tal modo a su madre que apenas se atrevía a emitir una opinión en su presencia.

El otro era su amigo íntimo Roberto Medina, conde de Sobeyana, que contaba algunos más años que él, disimulados con maravilloso arte. Alto, delgado, de noble porte y desenvueltos modales, vistiendo con refinada pulcritud, era el reverso aparente de su amigo, y quizás por esta oposición se mantenía firme su amistad. Antiguo diplomático, hombre de mundo, de palabra irónica y temperamento disimulado, procurando siempre hacerse agradable, y consiguiéndolo sólo a medias.

Doña Carmen le recibió con afectada cortesía, no con la franqueza cariñosa que usaba con sus amigos predilectos. Se sentaron formando círculo con nosotros, y observé que el conde maniobró hábilmente para colocarse al lado de Raimunda.

—La insigne poetisa—manifestó Pareja así que hubieron cesado los saludos—acaba de estremecernos con una de sus habituales e ingeniosas paradojas. Decía que los tribunales de justicia debieran hallarse formados exclusivamente por mujeres. Escuchemos su explicación, que seguramente nos sorprenderá y nos encantará, como todo lo que sale de sus labios.

—No trato de asustar ni sorprender a nadie, querido amigo. Estoy persuadida de que eso que usted califica de paradoja, en el transcurso del tiempo será un hecho, porque debe serlo. El espíritu de justicia le ha sido otorgado por el Cielo a la mujer con mayor abundancia que al hombre: la práctica de la justicia en este mundo a ella debe ser encomendada. Un jurado compuesto de mujeres sería siempre más clarividente que si lo fuese de hombres, porque el alma femenina, inspirada por el soberano Espíritu de Sabiduría, sabe penetrar más profundamente en los abismos de la conciencia, y distingue con mayor claridad en ella lo responsable de lo irresponsable. ¡Oh!, si nosotras juzgásemos, ¡cuántos hombres y mujeres que gimen en las cárceles andarían sueltos por la calle! ¡Cuántos que andan sueltos por la calle gemirían en las cárceles!

—Desde luego—profirió el conde sonriendo irónicamente—. Si ustedes juzgasen, ya se sabe, no quedaría un seductor por la calle.

—Es posible—respondió doña Carmen mirándole fijamente.

Luego, quedando un instante pensativa, añadió:

—Este verano, en la aldea de Asturias donde acostumbro a pasar los calores, una pobre mujer que yacía en la miseria, desesperada oyendo a sus hijos pedirle pan, hace saltar la cerradura de una casa, y, en la ausencia de sus dueños, hurta un pan y algunas viandas. Pues bien, acabo de saber que esta mujer ha sido condenada a tres años de presidio. Este verano también se habrán ustedes enterado de que un hombre tenía secuestrada a su mujer y a sus hijos desde hacía algunos años, que les obligaba a vivir en una atmósfera mefítica, y que, entregado al juego y a la crápula, descargaba el mal humor que le causaban sus reveses o sus hastíos sobre la infeliz esposa, atormentándola refinadamente con las más extrañas y crueles torturas, arrojando sobre ella cubos de agua fría en las noches de invierno, obligándola a dormir sobre los ladrillos del pavimento, privándola de alimento durante días enteros, etc., etc. Pues bien, acabo de saber, igualmente, que este hombre ha sido condenado a unos meses de prisión. ¿Son éstas justicias de Dios? No; son justicias de los hombres; mejor dicho, son justicias del diablo.

—Es deplorable, en efecto—respondió el señor de la Puente—, que sobre esa infeliz mujer haya caído todo el peso de la ley, pero era forzoso que así acaeciese. Se trataba de un robo con fractura, se trataba de un allanamiento de morada. ¿Dónde iríamos a parar si la sociedad no castigase esta clase de crímenes?

—¿Crímenes?... Yo no conozco más que un crimen en este mundo... ¡La crueldad!

—Pero la justicia, Carmita...

—La suprema justicia es la suprema piedad. El mundo moral, como el mundo físico, se reduce a leyes simplicísimas: amor y odio, atracción y repulsión. El secreto del amor lo posee la mujer; a ella pertenece, pues, el mundo moral; ella es quien debe juzgar.

—También hay en el mundo mujeres despiadadas, doña Carmen—apuntó el conde de Sobeyana dirigiendo una mirada maliciosa a Raimunda.

Doña Carmen no observó esta mirada, y replicó vivamente:

—El sentimiento de la piedad no se extingue jamás en el corazón de la mujer por degradada que se halle, por bárbaro y feroz que sea el medio en que viva. Entre los negros antropófagos de la Australia y del Africa, allí donde la mujer no es más que una bestia de carga, que el hombre considera inferior al ganado, allí donde las golpean, las mutilan y las matan a su capricho, allí donde un viajero blanco afirma que en los muchos años que pasó en Africa jamás ha visto a un negro mostrar la menor ternura, hacer la más leve caricia a una mujer, allí, sin embargo, los viajeros han encontrado corazones femeninos tiernos y compasivos. La crueldad de que eran víctimas desde largos siglos no había podido sofocar la llama del amor. ¿No es ésta una prueba irrecusable de que en la mujer es donde reside el principio moral? El hombre es, principalmente, un ser intelectual; la mujer, un ser moral. Por tanto, repito, la dirección de las costumbres y la política a ella debe ser encomendada.

—¡Usted lo ha dicho, ilustre amiga!—exclamó Pareja con sonrisa mefistofélica—. Desde el punto de vista intelectual, la mujer es un ser inferior. Forzoso es acudir a la ciencia antropológica para resolver el problema de la superioridad intelectual del hombre sobre la mujer. Hay que interrogarla con confianza, porque sólo la ciencia puede darnos respuestas categóricas. Ahora bien, la ciencia responde con implacable precisión que el cerebro del hombre pesa, aproximadamente, ciento treinta gramos más que el de la mujer.

—Yo no he negado la superioridad intelectual del hombre en muchos aspectos. La prueba es que no reconozco a la mujer grandes aptitudes para las artes, para la literatura y aun para la filosofía. Lo único que sostengo es que la mujer es más apta para la política, esto es, para todo lo que se relaciona con la moral y las costumbres. Tal superioridad la puede poseer aunque su cerebro pese menos que el del hombre... Pero ¿es seguro, amigo Pareja, que el peso del cerebro sea causa de superioridad intelectual?

—Ignoro si es causa o efecto, pero son dos fenómenos correlativos.

—Voy a demostrarle a usted que no son tan correlativos.

La poetisa se alzó con algún trabajo de su butaca, fué derecha a una de las bibliotecas, sacó de allí un folleto, y, después de sentarse de nuevo, se caló las gafas y comenzó a hojearlo.

—Aquí tiene usted los últimos datos respecto al peso cerebral; el del gato, veintiocho gramos; el del perro, ochenta; la oveja, ciento veinte; el león, doscientos cincuenta; el gorila, cuatrocientos; el buey, quinientos; el caballo, seiscientos cincuenta; el hombre, mil trescientos sesenta; la ballena, dos mil ochocientos; el elefante, cuatro mil seiscientos... ¡Me parece que estos datos no necesitan comentarios!

—Observe usted, querida amiga, que no es en absoluto el peso del cerebro lo que determina la capacidad intelectual, sino más bien la riqueza de sus circunvoluciones.

—Tampoco es un criterio exacto. Cierto que, en general, el cerebro de los animales superiores presenta más circunvoluciones que el de los inferiores; pero existen algunos de inteligencia notable, como el castor, que tienen un cerebro absolutamente liso, sin circunvolución alguna... ¡Y el del elefante presenta más circunvoluciones que el nuestro!

—Tiene razón doña Carmen. ¿Qué nos importan esas circunvoluciones?—exclamó el conde—. La mujer se puede pasar muy bien sin ellas. Usted, amigo Pareja, creería una desgracia irreparable si perdiese algunas; pero yo, cuando amo y admiro a una mujer, no intento averiguar el número de sus circunvoluciones. Es un asunto que no me concierne.

Doña Carmen reprimió un gesto de desagrado que aquella insolente ayuda le produjo, y continuó, dirigiéndose a Pareja:

—Demos por sentada esa inferioridad. ¿Qué implica para el acto de juzgar de la bondad o de la maldad de las acciones? Cuando forman ustedes la lista de jurados, ¿escogen ustedes en una ciudad los hombres más sabios y más inteligentes? Los llaman ustedes a todos por igual, y puede acaecer, y de hecho acaece muchas veces, que un tribunal se componga de hombres zafios y majaderos... Y quien dice un tribunal, dice también un parlamento.

—¿Cómo?, ¿cómo?—exclamó don Sinibaldo—. Va usted demasiado lejos, Carmita.

—No rebaso los límites de la verdad. ¿Por ventura eligen ustedes diputados a los hombres más cultos de la nación? Cuando voy a la tribuna del Congreso y echo una mirada a los escaños, no puedo menos de estremecerme. Yo estoy segura, absolutamente segura, de que el día en que nosotras nos encarguemos de la política no elegiremos representantes a las necias, a las disipadas, a las tramposas, a las perdidas... Nosotras guardamos siempre en el fondo del alma respeto a lo que debe respetarse. La mujer no cae jamás por completo en la abyección como el hombre. Diríase que permanece sobre ella suspendida, sin que sus manos ni sus pies la toquen. La mujer impura ama y venera en el fondo de su corazón la pureza. El ideal de bondad, de belleza y de justicia jamás se desvanece delante de sus ojos. Al contrario de lo que sucede con el hombre, aun sumida en la más profunda degradación, cree siempre en su propia alma. Quizás por eso las mujeres se absuelven tan pronto de sus pecados, porque saben que estos pecados no atentan al pudor inmaculado de su ser.

—Esas últimas palabras son una preciosa confesión, ilustre amiga—dijo Pareja—. La mujer se absuelve pronto de sus pecados porque es un ser tornadizo en el cual las impresiones no arraigan. ¿Me perdonará usted si le digo que tiene además un entendimiento superficial? Observe usted que las mujeres, salvo rarísimas excepciones, sólo aprecian el talento por el éxito que alcanza en el mundo...

—¿Y los hombres no?

—La mujer es ínepta para los negocios delicados y para la política, porque carece, en general, de reflexión. Es un ser impulsivo, casi infantil...

—Mejor que sea infantil. Ustedes no son amables más que de niños. Jesucristo lo ha dicho: «O niños, o como niños.» Me alegro de que aumente la inteligencia, y de que aumente hasta lo infinito, que se apodere de todas las fuerzas de la Naturaleza, y de todos los secretos del Universo; pero dejad que el corazón permanezca niño, que sea dulce, espontáneo, inocente y libre. Entonces la Humanidad habrá tocado a la meta del más alto progreso que se pueda realizar en esta vida, el reinado de Dios habrá bajado a este mundo, el cielo y la tierra se habrán confundido.

—Todo eso es fascinador y romántico—manifestó el señor de la Puente con amable sonrisa de condescendencia—. Nuestra amiga no puede sustraerse al fuego de la inspiración poética, que, a pesar de sus años, arde todavía en el fondo de su alma. De ello debemos felicitarnos y felicitar al mundo, que aun puede esperar de este sol que se acuesta muchas esplendorosas llamaradas... Pero la política, querida amiga... la política es una cosa muy seria.

—Precisamente por eso debe encomendarse a la mujer, que es el ser serio por excelencia, el único que sabe poner toda el alma en su actividad, el único que cree en los resultados de ella... Una fila de señores con levita y sombrero de copa será un espectáculo muy serio en la apariencia; en realidad es bien cómico.

—Encuentro esas observaciones exactas—hube yo de manifestar—; pero, al mismo tiempo, teniendo en cuenta la atracción irresistible que sobre la mujer ejerce el círculo de la familia, ¿no sería de temer que, dedicada a la política, trabajase más por el bien de su hogar que por el público?

—Y los hombres, ¿no hacen otro tanto, amigo Jiménez?... Efectivamente—añadió con sonrisa maliciosa y bajando la voz—, a veces no trabajan por su hogar, sino por el de sus queridas.

—Pero, doña Carmen—repliqué yo—, ¡esas ideas trastornan y hacen cambiar radicalmente la dirección de la sociedad contemporánea!... Cuando todos los pensadores convienen en la necesidad de vigorizar el organismo social, cuando no se escucha otro grito que el de: «¡Hay que virilizar la raza!»...

—¿Virilizar la raza? ¿Para qué? Lo que hay que hacer es afeminarla. O lo que es igual, hay que volverla un poco menos brutal y egoísta; hay que infundirla las cualidades femeninas de la fe, de la piedad y del valor...

—¿Del valor?—exclamó el conde—. ¿No habíamos convenido en que la mujer es un ser tímido?

—Doña Carmen no cree en la timidez de la mujer—respondió Pareja riendo.

—Siempre he pensado lo mismo, pero no es esa la opinión general. La mujer es tímida por coquetería. Que se trate de aparecer bella, y será capaz de arrojarse desde la Giralda de Sevilla.

—¿Quién tiene la culpa de esa coquetería?—profirió doña Carmen con viveza—. Desde hace largos siglos, ustedes no le han asignado otro papel que el de agradar. O agradar al hombre, o vivir y morir despreciada: tal es su destino. El mundo, para la mujer, no es más que un vasto harén disfrazado.

—Y ¿cuál destino más noble, señora, que el de amar y el de ser amada? Mientras los hombres, espoleados por la necesidad y la ambición, nos fatigamos hasta caer rendidos, luchamos hasta perder la vida, la mujer, en el recinto de su gabinete, sigue con mirada ansiosa nuestra carrera y se ofrece como premio a nuestros esfuerzos. La mujer es la estrella que nos guía en las lóbregas noches de nuestra existencia, es la flor perfumada que guardamos en el jardín de nuestra alma. ¿Cómo quiere usted, señora, que la expongamos a los vendavales furiosos de la política? Sus bellas manos delicadas no están hechas para mezclarse en esos juegos, muchas veces sucios y casi siempre peligrosos.

—Sea usted franco, conde, la mujer ha sido, es y debe ser siempre la eterna odalisca.

—No la quiero odalisca, pero tampoco la quiero transformada en senador vitalicio como mi amigo la Puente. ¡Es demasiado prosaico!... Perdón, don Sinibaldo: no he querido decir que sea usted prosaico... Pero las tareas encomendadas a un senador no son, en verdad, de las más poéticas. Figúrese usted, señora, que una hermosa mujer dijese a su marido: «Perdona, hijo; hoy no puedo entretenerme demasiado contigo, porque necesito prepararme para una interpelación que tengo mañana en el Congreso sobre la reforma del arancel...» ¡Es horrible!

—¿Por qué horrible? Encuentran ustedes horriblemente prosaico que las mujeres discutan la cuestión de tarifas o la conversión de la Deuda. ¿Es más poética cuando toma la cuenta a la cocinera: tanto de arroz, tanto de chorizos? ¿O cuando llama a la lavandera y apunta la ropa sucia: tantas enaguas, tantos calzoncillos? En cuestión de estética, no veo gran diferencia. Por el contrario, la administración del Tesoro público, por su magnitud y por su transcendencia, imagino que es una tarea más elevada.

—¡Oh cielos! El día en que sean ustedes diputados y senadores, será un espectáculo bien divertido el presenciar cómo se arrancan los moños.

—No lo será más que cuando ustedes alzan los puños en el Congreso y se dirigen injurias soeces acompañadas de frases de carretero... Pero no, las mujeres, si no respetamos los recintos, respetamos los sentimientos justos y los nobles proyectos. Recientemente se ha organizado una magna asamblea de señoras en Versalles. Pues bien, aquella asamblea celebró varias sesiones con la mayor mesura, discutió sus acuerdos y llegó a formular sus conclusiones con perfecta corrección. Sólo unos cuantos caballeros feministas allí admitidos desentonaron, y fueron llamados al orden por la presidenta... Y sin ir tan lejos, todos los días en Madrid se reúnen en asamblea muchas señoras con objetos benéficos, se organizan en comisiones, discuten, ponen en práctica sus decisiones, y todo pasa sin los lamentables incidentes que suelen ocurrir en las asambleas masculinas. No les hablo de los institutos religiosos, porque demasiado saben ustedes que los de mujeres, por el espíritu de abnegación, de disciplina y de armonía, son muy superiores a los de los hombres, y lo serían aún mucho más sin la inoportuna intervención de los clérigos que las dirigen.

—¿De dónde procede, entonces, que en tertulias, en bailes, en teatros y conciertos armen ustedes insoportable algarabía? ¿Cuál es la causa de que ustedes se detesten tan cordialmente, y en los paseos se miren ustedes como se miraban los güelfos y gibelinos?—manifestó el conde.

—Por la razón que antes he dicho, por el miserable papel que hasta ahora nos han obligado ustedes a representar. La mujer viene de la esclavitud, y viene con todos los defectos que la esclavitud engendra, la timidez, la mentira, la hipocresía, la ligereza. Pero levantadla a otros destinos más altos, y su alma recobrará su celestial herencia, se abrirá al espíritu de justicia. La mujer es un ser nacido para la política, porque la política toca a las costumbres, y en todos aquellos pueblos que han alcanzado cierto grado de cultura es la reina de las costumbres. De hecho bien saben ustedes que ha intervenido siempre de un modo capital en ella...

—Ahí está la historia para mostrarnos que no lo ha hecho bien—dijo Pareja.

—Ni mejor ni peor que los hombres. ¿Desean ustedes saber por qué ha intervenido algunas veces perniciosamente en los negocios públicos? Porque carecía de responsabilidad, porque la política ha sido hasta ahora para ella un juego. Le está vedado pensar en la transcendencia de sus actos, pero se le permite, como a los niños, satisfacer sus caprichos. La du Barry hacía saltar sobre la mesa, delante de Luis XV, unas naranjas, gritando y riendo: «¡Salta, Choiseul!, ¡salta, Praslin!» Y con estas travesuras hizo caer al primer ministro, su enemigo. Aquella pobre mujer era considerada como un animal hermoso destinado al recreo. Pero aquella mujer guardaba en el fondo del alma un tesoro de bondad admirable; era noble, generosa, inocente. Si en vez de degradarla se la hubiese elevado con una educación adecuada, si en vez de un ser irresponsable la hubieran hecho un ser responsable, no haría saltar a Choiseul por capricho o por venganza..., aunque tal vez le hubiera destituído por traidor.

—De todos modos, mi querida amiga, yo no puedo resignarme a ver la política y las leyes en manos de las mujeres. Son harto frágiles para cosas tan pesadas—apuntó don Sinibaldo.

—¿No se resigna usted? Pues parece usted bien resignado. Al frente de la política y las leyes españolas se encuentra hoy una mujer, y usted la obedece y la acata, y no duda, como nadie duda en Europa, de que su juicio sereno, sus rectas intenciones, el amor que siente por su país adoptivo, son prenda segura de paz y prosperidad para la nación. Largo tiempo ha que nuestra Patria no ha sido regida con tal claridad y justicia, y que una mano tan suave y firme a la vez haya empuñado el cetro español. El prestigio de esta augusta señora aleja del Trono toda sospecha odiosa, la intriga política huye avergonzada, los malvados se esconden, y el ciudadano laborioso vive tranquilo y confiado en su hogar.

—¡Oh Carmita, por Dios!—saltó don Sinibaldo con síntomas de sofocación—. Nadie más que yo admira las dotes incomparables de nuestra Reina Regente. A ella he dedicado mi obra sobre el «censo enfitéutico en Asturias y Galicia», y tuve la dicha de escuchar de sus augustos labios frases de aliento que no se borrarán jamás de mi corazón.

—Pues si usted no duda de que una mujer, no escogida, sino llevada por la casualidad del nacimiento a la dirección política de un país, es apta para gobernarlo, tiene discernimiento bastante para decidir nada menos que de la paz y de la guerra, para poner su veto a las leyes que los representantes del país han votado, para elegir a todos los funcionarios públicos, ¿por qué no quiere usted otorgar a las mujeres elegidas entre las mejores del país aptitud suficiente para contribuir a la elaboración de las leyes y para decidir de lo justo y de lo injusto?

—Pero, en suma, mi ilustre amiga—manifestó Pareja—, si es verdad que hasta ahora han representado ustedes un papel miserable, ¿cuál es el que usted quiere que representemos nosotros el día en que el Parlamento, los Tribunales de justicia y la Hacienda pública se hallen en manos de ustedes?

—¡Ahí me duele, amigo Pareja, ahí me duele!—exclamó doña Carmen dejando escapar un suspiro—. Quizás piense usted, como todos los hombres, que, al arrebatarles esas cosas, les privamos del mayor tesoro de la existencia. Vive usted engañado. La política no es un tesoro, sino una carga. El progreso la hará cada día más ligera, pero hoy es bien pesada. La política no es algo substancial, no pertenece al fondo y a la esencia de la vida, a ese fondo divino que la presta sentido y valor. Sólo es un medio para que la Humanidad pueda gozar de ese tesoro los breves días que el Cielo nos permite alentar sobre la tierra. Al entregarnos la política, ustedes son quienes nos arrebatan el fruto verdaderamente sabroso de la existencia, nos condenan irremisiblemente a un papel secundario. El culto a la Divinidad, el arte, la ciencia, la industria, eso es lo que ennoblece la vida, no la gestión de los presupuestos ni la policía de las calles... Observen ustedes la vida de un sabio o de un artista. Si Dios les ha concedido una esposa prudente, a ella entregan la administración de sus intereses, y sus días se deslizan serenos y felices en la evocación de hermosas imágenes o en la investigación de las sublimes leyes de la Naturaleza... Ahí tienen ustedes a mi hijo... No sabe el dinero que hay en la casa, ni lo que en ella gastamos. Entregado a sus proyectos y dibujos, se ha desentendido de tal modo de todo lo demás que ni de su ropa de vestir se ocupa. ¿Querrán ustedes creer que para que se haga un traje es necesario que Raimunda llame al sastre, escoja el paño y le tomen las medidas por sorpresa? Pues eso que hacen muchos de ustedes dentro de su casa particular, con el tiempo lo harán todos dentro de la casa pública. Entonces no seremos nosotras las esclavas que se arrastran temblando a los pies de su señor, ni tampoco esos ídolos caprichosos a quienes en el norte de América se rinde un culto que resulta irónico, esas máquinas imponentes de gastar dinero que necesitan los millonarios anglosajones para deslumbrar a la muchedumbre. Queremos solamente el papel que la providencia de Dios nos ha asignado en este mundo; la guarda de la casa y el cetro de la justicia. Ustedes, a debatir los altos problemas de la metafísica, a sondear las profundidades de la teología, a escribir poemas inspirados, a modelar estatuas y pintar lienzos inmortales, a conquistar las fuerzas de la Naturaleza y hacerlas esclavas sumisas de nuestro bienestar. Nosotras, pobrecitas, a cuidar de la hacienda, a perseguir a los malvados, a recompensar a los buenos, a dar a cada uno lo que le pertenece, a limpiar de abrojos el camino del sabio, del explorador y del artista. Para vosotros, el goce inefable de la conquista; para nosotras, el trabajo y el peligro sin la gloria. Una bella aurora luce en el horizonte. El eje del mundo, desviado de sus polos diamantinos, se endereza. La claridad desciende al cabo del cielo, y una felicidad desconocida inunda a los mortales. Un nuevo imperio se descubre a nuestra vista, el imperio de la paz y la justicia. Luchemos hasta morir por conseguirlo; esperemos que el Espíritu de Infinita Paz nos lo conceda...

Doña Carmen se interrumpió súbitamente, y sus ojos, que parecían arrobados en delicioso éxtasis, cambiaron de expresión. Comprendí la causa, porque los míos no se habían apartado desde hacía algún tiempo del conde de Sobeyana. Le había visto estrechar la distancia que le separaba de Raimunda, había observado sus miradas insistentes y las palabras que en voz baja le dirigía alguna vez, como si quisiera trabar íntima conversación con ella. Por fin, le vi extender el brazo, apoyarlo en el respaldo de la butaquita donde la hermosa nuera de la poetisa se sentaba, y acercar demasiadamente la mano a su cabeza.

Raimunda no parecía darse cuenta de tal asedio galante. El caso no era raro tratándose de aquella Juno colosal, cuya alma se paseaba demasiado a sus anchas por el cuerpo.

Por fin, creí notar que el conde rozaba con sus dedos los cabellos de la joven, y temblé pensando que su marido, que se hallaba del otro lado, podía volver hacia allí los ojos y observarlo. Era mucha la osadía de aquel hombre.

Pero aun fué mayor. Hábil y rápidamente, como un perfecto escamoteador, vi que tiraba de un peinecillo de concha que sujetaba por detrás los cabellos de la hermosa, lo tenía un instante entre los dedos, y lo metía con pasmoso disimulo en el bolsillo. Esto fué lo que hizo cambiar de expresión instantáneamente los ojos de doña Carmen. Raimunda sintió que el adorno se le desprendía de la cabeza, se incorporó, y se llevó la mano a ella, exclamando en voz baja:

—¡Se me ha caído un peinecillo!

Se puso en pie, corrió la butaca y comenzó a buscar.

—No lo busques: ya parecerá mañana—dijo doña Carmen con voz un poco cambiada.

—¿Por qué no? Si debe de estar aquí. En este momento se me ha caído.

Su marido se puso en pie para ayudarla. Otro tanto hicieron el conde, don Sinibaldo y Pareja. Yo les imité, y comenzamos a buscar encendiendo cerillas.

—No muevan ustedes las sillas. ¡Si tiene que estar aquí! ¡Qué cosa más extraña!—repetía Raimunda.

—Déjalo, hija mía. Esos señores se están molestando. Ya parecerá después—dijo doña Carmen, cuyo rostro había empalidecido.

—Es que si lo pisan, se romperá, de seguro, y es un regalo que me ha hecho Felipe hace unos días.

—Bueno, ya te regalará otro.

—Si ha caído, aquí tiene que estar. No es un objeto tan pequeño para ocultarse en el pelo de la alfombra—profirió Felipe en tono desabrido que me hizo temblar.

Seguíamos buscando, y comenzaba a invadirnos a todos un extraño malestar. El rostro de doña Carmen se iba poniendo cada vez más pálido, y sus ojos expresaban una viva inquietud. Vi que el de su hijo se iba obscureciendo, y temí las consecuencias. Por un impulso irreflexivo me incliné hacia el conde, que aparentaba buscar con el mayor afán, y le dije en voz muy baja, pero en tono imperativo:

—Déme usted ese peinecillo.

Le vi ponerse pálido también, llevó la mano al bolsillo, y dejó en el suelo el objeto que buscábamos. Yo me apoderé de él, y exclamé enderezándome:

—¡Ya pareció!

Celebróse el hallazgo, y los semblantes de doña Carmen y su hijo se serenaron. Prosiguió la conversación, pero yo me despedí por si el conde quería seguirme y exigirme satisfacción del atrevimiento. Felizmente, no lo hizo. Sin duda, comprendió que yo no había tenido intención de ofenderle, sino de evitar a aquella familia y a él mismo un disgusto. Al despedirme, doña Carmen me apretó con fuerza la mano.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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