El Pecado de la Amabilidad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo joven y me hallaba de visita en casa de una señora anciana de singular discreción. Entró un caballero de porte elegante, de arrogante figura. La señora nos presentó el uno al otro. Entablóse conversación, y yo hice cuanto fué posible por mostrarme amable y hacerme simpático a aquel desconocido. Hubo unos momentos de alegría cordial, de charla jocosa, de verdadera expansión. Sin embargo, cuando, al cabo, aquel caballero se levantó para irse, después de saludar con exquisita y familiar cortesía a la dama, dirigióme a mí una fría y casi impertinente inclinación de cabeza que me dejó enfadado. La señora comprendió lo que por mí pasaba, y, mirándome fijamente con ojos risueños y maliciosos, me preguntó:

—¿Me permite usted que le haga una observación acerca de su carácter?

—Cuantas guste.

—Pues bien, amigo mío; debo manifestarle que es usted demasiado amable para hombre.

—¿Qué quiere usted decir, señora?—repuse poniéndome un poco colorado.

—No se asuste usted ni se ofenda. No quiero decir que posea usted un temperamento femenino. Sólo me atrevo a indicarle que exagera usted un poco la nota de la amabilidad, y que esto ha de ocasionarle más de un disgusto en la vida.... Porque, bien mirado, nosotras, las mujeres, necesitamos a toda costa agradar; es nuestro destino; es la condición ineludible de nuestra existencia. Pero la de ustedes se puede deslizar admirablemente sin ella. Ustedes tienen interés en hacerse respetables, temibles...; agradables, ¿para qué?

—Exceptuando con ustedes.

—Exceptuando con nosotras, desde luego.... Y, sin embargo, todavía hay mujeres a quienes seducen las formas brutales. Pero son las refinadas y están en minoría.

—¿De modo que me aconseja usted ser grosero?

—No tanto; lo único que aconsejo a usted es que en el comercio de los hombres no olvide nunca eso que llaman ustedes personalidad, y que a ratos la deje sentir también un poquito.

—Vamos, me recomienda usted el orgullo.

—No se lo recomiendo, porque sería inútil. Se habla mucho del orgullo de los hombres. En el curso de mi vida, que ya va siendo larga, no he tropezado más que con humildes. Los hombres que me han señalado por su orgullo no tendrían inconveniente en humillarse ante cualquiera en secreto, con tal de obtener alguna preeminencia ante el público; serían capaces de sentarse como lacayos en el pescante de un coche si los demás creyéramos que iban dentro.

—Muchas gracias, en lo que a mí se refiere.

—No puedo referirme a usted. Hemos convenido en que su amabilidad es exagerada, y aspiro a corregirle de ella.

—Pero la amabilidad, en el fondo, es un acto de caridad con el prójimo.

—Perfectamente. Sea usted amable por caridad, y no tendrá jamás motivo para arrepentirse de ello, como hace un momento. Porque, aunque usted no lo piense, nuestra intención se trasluce siempre; somos más transparentes para los demás de lo que nos figuramos. Si su interlocutor advierte (y repito que lo advertirá inmediatamente) que es usted amable con él por caridad, porque le respeta y le ama como prójimo, no como don Fulano, hombre adinerado, o senador o general, entonces todo marchará bien. Don Fulano, en el fondo, se sentirá un poquito humillado; pero esta humillación es saludable para él y le obligará a no abrir las puertas a la vanidad. ¡La vanidad! Aquí está el toque de todo. Usted es un joven que comienza a distinguirse en el mundo literario.

—Muchas gracias; esta vez sin ironía.

—Pues bien; en las relaciones con sus compañeros, a lo menos en las de pura cortesía, no tropezará usted con graves dificultades. Los literatos tienen un temperamento delicado, su inteligencia está cultivada, saben disimular sus impresiones. Además, si usted logra hacerse un nombre en las letras, poco o mucho, sus compañeros le respetarán, porque saben que, al respetarle a usted, se respetan a sí mismos. ¿Pero los demás? El mundo literario es un grano de mostaza dentro de esta gran bombonera en que vivimos. En el mundo hay mucha gente ruda, incapaz de ocultar sus pasiones o, por mejor decir, su vanidad; porque ésta es la pasión dominante, la que las resume todas. Particularmente los advenedizos, los recién llegados a la riqueza o al poder, no se andan con melindres para tirársela a la cabeza a los otros: tienen casi todos la insolencia del esclavo emancipado y guardan el rencor de los puntapiés recibidos por ellos o por sus padres. Son gente peligrosa para las naturalezas susceptibles... Figúrese usted que traba conocimiento con uno de éstos, con un banquero, con un indiano opulento, con un rentista. En la primera etapa, su nuevo conocido, cediendo a los instintos de sociabilidad que todos tenemos, y un poco halagado quizás por hacer amistad con una persona estimada del público, se mostrará afectuoso y amable. Mas al cabo de algún tiempo, no mucho, su flamante amigo le tropezará en la calle, y volverá la cabeza sin saludarle. Se encontrarán de nuevo, y de nuevo pasará sin hacerle caso, o quizás le dirija a usted una fría mirada desdeñosa. Usted queda estupefacto: no comprende lo acaecido en el espíritu de aquel hombre, suponiendo que aquel hombre tenga espíritu. Pues es muy sencillo. Es que ha nacido en su cerebro la siguiente terrible sospecha: «Este señor a quien me han presentado es posible que se considere, porque ha leído muchos libros y le aplauden los periódicos, superior a mí, que tengo cuenta corriente en tres Bancos distintos y soy senador vitalicio.» Y atenaceado por tan infernal pensamiento, sin pararse a averiguar si a usted se le ha pasado por la imaginación semejante monstruosidad, le dedicará desde entonces un odio mortal.

—¿Un odio mortal?

—Sí, un odio mortal. En la mayoría de los corazones hay tal vacío que, en cuanto se le hace un pequeño agujero, el odio se precipita dentro silbando. Importa, pues, que usted se precava contra estas molestias, que para los hombres sinceros y afectuosos llegan a ser disgustos. No sea usted huraño, pero tampoco amable. En una sociedad ruda y grosera el amable queda sumergido. Cuando usted anude relación con cualquier persona del sexo masculino, sea quien sea, lo primero que debe proponerse es hacerle comprender que no la necesita, que no espera nada de ella.

—Vamos, que no pretenda emplearla como medio, que diría Kant.

—No conozco a Kant, ni estudié filosofía; pero yo me entiendo, y usted, al parecer, me entiende. Para ello, le repito, es necesario que no se muestre excesivamente cortés. Los hombres no atribuyen jamás una gran amabilidad a la efusión natural de un corazón bondadoso, sino al deseo de captarse su simpatía con algún fin. De aquí que inmediatamente se pongan en guardia. Un poquito frío, un poquito despegado siempre; naturaleza de anguila, que se deslice de las manos fácilmente. Hágase el distraído alguna vez en la calle, no sea usted puntual a todas las citas, no devuelva todas las visitas... ¿Se ríe usted? En efecto, comprendo que éstas son minucias despreciables. Las mujeres no sabemos otra cosa. Pero una chinita introducida entre el calcetín y la bota es también una minucia..., y ya sabe usted lo que ocurre.

Todavía me dió la buena señora otros consejos y me hizo multitud de observaciones que ahora no recuerdo. Han pasado desde entonces muchos, muchos años. En el transcurso de ellos tuve no pocas veces ocasión de exclamar:

—¡Oh, Solón, Solón!

Pero no; aquella vieja sabía mucho más que Solón.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 8 veces.