El Profesor León

Armando Palacio Valdés


Cuento


La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó la conversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido los que en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de los talentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos, sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según el numen del narrador.

Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador y muy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pintura de un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece la pena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo, voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras con que él nos lo describió.

Llamábase León, o se apellidaba, que esto muy pocos lo sabían de cierto—nos decía Duarte. Unos le llamaban D. León y otros Sr. León, y a todos contestaba; era militar retirado aunque no muy viejo, no pasando de los cincuenta a mucho estirar: su graduación en el ejército era materia de arduas y prolongadas discusiones en el colegio: mientras unos le hacían capitán o comandante, otros no le dejaban pasar de sargento, y estaban en lo firme. Gastaba grandes bigotes retorcidos y perilla de cazo; la estatura elevada, el porte marcial, cabellos grises cortados a punta de tijera, levita negra, prolongada, más limpia y reluciente que un espejo, bastón de hierro que hacía estremecer el suelo, advirtiendo de su presencia desde muy lejos, pantalones cortos y botas de campana escrupulosamente charoladas. Era bueno y afable con los discípulos, y hombre de mucha voluntad en el cumplimiento de su deber: suscitábanse dudas entre nosotros acerca de sus conocimientos filológicos y literarios, que le hubiesen quizá acarreado nuestro desdén si una especie muy grave que unos a otros nos decíamos en secreto al oído no le sirviese de respetuosa salvaguardia. Afirmábase como cosa segura que D. León o el Sr. León era un revolucionario. Contábase que había sido en su juventud amigo y edecán de Riego, que había servido después bajo las órdenes de Espartero, y algunos añadían que había estado en capilla para ser fusilado como conspirador. Nadie puede figurarse lo que tales insinuaciones influían en el respeto que generalmente se le tributaba: la aureola de revolucionario, conspirador, y singularmente la de sentenciado a muerte, le guardaban de las burlas, tretas y malas pasadas que de otra suerte no le hubieran sus discípulos escatimado.

El sueldo con que en el colegio remuneraban sus buenos oficios, no pasaba de veinte duros mensuales; y como no se le conocía otro, pues no había podido recabar retiro, según se decía, a causa de sus peligrosas opiniones, teníase por seguro que con las cien pesetas se mantenía a sí y a su familia; el cómo no he de decirlo ahora, aunque bien lo sé; lo reservo para otra ocasión. Tienen el ahorro y la frugalidad héroes tan grandes y admirables como los de la guerra de Troya y tan dignos de ser pintados; mas como les faltan Homeros y Virgilios, viven y mueren oscuros y quedan sepultadas eternamente sus hazañas. Entre dar la muerte a Héctor (teniendo fuerzas para ello) y vivir en Madrid con cuatrocientos reales al mes, manteniendo mujer e hijos, vistiendo decentemente y no debiendo un cuarto a nadie, lo segundo es infinitamente más maravilloso. Digo, pues, que a D. León no se le conocieron en la vida más que un par de botas, unos pantalones de color de ceniza muy sufridos, una levita y un enorme sombrero de copa, todo ello tan limpio, tan planchado y reluciente que siempre pareció que acababa de salir de la tienda. Cierto día en que se celebraba el santo del director, un criado, azorado en demasía, dejó caer sobre nuestro profesor una bandeja de vasos llenos de vino tinto. Todo el mundo se preguntó: ¿En qué traje veremos a D. León mañana? Mas al día siguiente, con grande admiración y sorpresa del colegio, apareció con la misma levita, más fresca y más galana que nunca lo había sido. Por esta y otras razones se la llamó la levita del desierto; porque segundaba el milagro de los israelitas viajando por los desiertos de la Arabia durante cuarenta años, sin menoscabo de sus vestidos.

Aunque pudiera ponerse en tela de juicio la solidez y extensión de sus conocimientos literarios, bien puedo asegurar sin rebozo que nadie aventajaba a D. León en amor y decidida inclinación a las letras, y en particular a las clásicas: las modernas y románticas teníalas en poco. Rayaba en locura el entusiasmo con que hablaba de los grandes poetas de la antigüedad, y la fruición con que los leía en los Trozos escogidos. Decía del griego que era la lengua más rica, flexible y armoniosa que hubiera existido, y que las modernas, tales como el francés, el italiano, el alemán, no eran sino dialectos rudos y primitivos comparados con ella, lo cual era tanto más meritorio cuanto que D. León sólo conocía del griego las declinaciones y tal cual palabra desperdigada, como Zeos (Júpiter), oicos (cosa), logos (tratado), eros (amor), y así hasta unas tres o cuatro docenas; en cuanto a los idiomas modernos tenía a mucha honra el no saber más que el patrio. Sentía un desprecio sin límites hacia su compañero el profesor de francés que una hora antes que él ponía clase en la misma aula y que era de origen marsellés, marido, a la sazón, de una corsetera de la calle de la Luna, antiguo barítono de opereta bufa, que había dejado el canto por debilidad del pecho. Cuando se tropezaban en la puerta, D. León le miraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: bon jour monsieur, con acento que rebosaba de ironía. «Estos franchutes, decía al tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que para tenores y bailarines.» Amaba la virilidad y la energía en sus discípulos y gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese a expensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible los golpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era lo que le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así me gusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en la mano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo con entereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como a otras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberano desdén a ciertos individuos. Si quisiera vérsele encendido, colérico, fuera de sí, no había más que traer alguna esencia en el pañuelo o la cabeza perfumada con algún aceite; así que llegaba a su nariz el malhadado perfume, ya se le subía la sangre a la cabeza, marchaba derecho hacia el culpable, y después de alborotarle los cabellos, le molía los cascos a coscorrones. «¡Corrompido! (un coscorrón). ¡Desgraciado! (otro coscorrón)... ¡Con que en vez de estudiar su lección se entrega V. a la molicie! (¡zas!)... No sabe V. que yo quiero en mi clase hombres y no cortesanas, eh? (coscorrón). Los romanos de la república, los que vencieron a los germanos y a los galos, y a los escytas, y a los parthos, y destruyeron a Cartago, no se daban con ungüentos (¡zas!...) pero los vasallos envilecidos de Calígula y Nerón gastaban las riquezas que sus mayores les habían adquirido en tarros de pomadas, en aceites olorosos, y se dejaban vencer por los extranjeros y azotar por los tiranos (¡zas!). Hijos míos (dirigiéndose a nosotros), huyan ustedes de los afeites, no se dejen aprisionar por la molicie, por los placeres muelles que afeminan y debilitan. Un pueblo vigoroso es un pueblo libre... Vamos a ver, siga V. hijo mío... habeo, transitivo...»

No gustaba de que le diesen la traducción literal de los pasajes culminantes; antes se complacía en que sus discípulos hallasen modo de trasladarlos a nuestro idioma sin hacerles perder de su vigor y galanura. Por ejemplo, traduciendo en Tito Libio, el episodio del combate habido entre Horacios y Curiacios al llegar al punto en que el autor dice que el último Horacio tiró al suelo a su adversario, D. León no quiso pasar por la interpretación ajustada al texto que un alumno le daba. «No, no, eso de tirar al suelo es muy poco; busque V. otra frase más enérgica.—Le volcó en tierra.—Tampoco, eso es muy flojo... algo más duro.—Le tiró rodando por el suelo.—¡Más fuerte, más fuerte aún!» El muchacho no hallaba nada más fuerte que echarle a uno a rodar; no obstante se aventuró a decir: «Le estrelló contra el suelo. ¡Más fuerte todavía!... Sí, hombre, sí, más fuerte... ¡Le hi-zo-mor-der-el-pol-vo!» Y recalcó de tal manera las sílabas que, en efecto, no podía darse nada más feroz e imponente que esta frase en sus labios.

Traduciendo la famosa catilinaria de Cicerón que comienza con aquel exabrupto:

Quousque tandem abutere, Catilina, patientiâ nostrâ, nadie consiguió darle gusto: todos los hallaba tímidos, encogidos, cobardes, al pronunciar los vehementes ataques del Senador romano: «Hijos, para comprender bien lo que sería este modelo de exabruptos en boca del príncipe de los oradores, es preciso figurarse la indignación y la cólera que se apoderaría de él al ver entrar por las puertas del Senado a su más encarnizado enemigo, al procaz y libertino Catilina; es preciso verle dar un salto en la silla, levantarse descompuesto, el rostro pálido, los cabellos en desorden, la mirada fulgurante. Si ustedes no se colocan con la fantasía (que, como ustedes saben, es la facultad de reproducir mentalmente las imágenes de los objetos sensibles) no conseguirán nada... Vamos a ver, venga usted acá—dijo tomando a un muchacho entre sus hercúleos brazos y poniéndole de pie sobre la mesa.—Ahora eche fuego por los ojos y espuma por la boca, grite usted, enciéndase usted, mueva usted los brazos en todos sentidos y estremézcase usted de cólera y rabia... ¡Vamos, hombre, vamos...! ¡Quosque tandem!»

El pobre chico no pudo encolerizarse por más que hacía, lo cual le valió algunos razonables coscorrones. Fue necesario que el mismo don León tomase la palabra y dijese a grandes voces el trozo, acompañándose de furiosos ademanes. Nosotros sentimos el terror de lo patético, cosa que lisonjeó mucho al profesor, y muy singularmente nos conmovimos al observar que la mesa se resquebrajaba con un tremendo puñetazo.

Su castidad igualaba, si no excedía, a su energía. Le ofendían, sobre todo encarecimiento, las palabras y las canciones deshonestas. Cuando en los poetas latinos llegaba a un pasaje algún tanto subido de color, o lo pasaba por alto o lo velaba por medio de una interpretación de todo en todo infiel. Siempre recordaré que al traducir la elegía de Ovidio que empieza: Cum subit illius tristisima noctis imago, llegando a un punto en que el poeta cuenta en qué forma se despidió de su esposa, y dice que tocando ya en la puerta los pies, se negaban a marchar; y

Sæpe vale dicto, rursus sum multa locutus,
Et quasi discedens oscula summa dedi,

traduje el pasaje a la letra, diciendo: «Dicho muchas veces el último adiós, todavía me volví a hablarle, y casi separándome la cubrí de besos.»

Don León, ruborizado, extendió los brazos exclamando: «¡No, hijo mío, no! Y al tiempo de separarme la di el ósculo de paz.» También recuerdo que en cierta ocasión, habiendo sorprendido en un discípulo un ademán obsceno, cayó sobre él exclamando: «¡Infame, todavía no estamos en Sodoma y en Gomorra!» Y por poco le despedaza.

Finalmente, en estas y otras cualidades guardaba el buen profesor muchos puntos de semejanza con el elefante. Yo, aunque nada tuviese de común con este animal por mi figura menudísima, conseguí caerle en gracia, merced a una cierta entereza de que estaba dotado y a mi mucha aplicación. Estimó en mí cualidades que no tenía, y creyó sinceramente que estaba llamado a ocupar un alto puesto en las letras. Por aquella época, habiendo encargado una composición en décimas a toda la clase, la mía logró despuntar sobre las demás. Tributome por ella desmedidos elogios, y con tal motivo engendrose en mí la afición de escribir versos, que tarde o nunca me dejó. Don León se encargaba de corregirlos y señalar las figuras que iba cometiendo sin saberlo. «Mire usted, hijo mío, al llamar al rocío líquidas perlas comete usted una metáfora, muy linda por cierto. Eso que usted dice de la aurora que con sus dedos rosados abre las puertas del firmamento, es ya una alegoría, o lo que es igual, una metáfora continuada... ¿A que no sabe usted qué figura comete cuando dice al terminar la composición?

¡Triste suerte, cruel, parca inhumana
sumió a mi alma en duelo y amargura!»

Efectivamente, no lo sabía. Don León me miraba con aspecto triunfal.—¿No lo acierta usted...? Pues comete usted un epifonema, un verdadero epifonema (exclamación profunda que se hace después de narrada, descrita o probada una cosa). Cuando entramos en mayor confianza, el profesor me manifestó secretamente que él también había escrito versos en su juventud, y que aún los escribía cuando le soplaba la musa, si bien nunca había osado publicarlos con su firma. No tardó, como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamente en un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del grave cargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables, aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos, compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo. Pero de la que estaba más orgulloso y la que le había valido, al decir de él, infinitas enhorabuenas, era un cierto poema dedicado al desafío de dos íntimos amigos suyos, fatal para el uno de ellos, pues el contrario le había atravesado el vientre de un balazo. Creyendo necesario ponerme en antecedentes, me dijo que estos tales amigos se hallaban una tarde en el café de Levante platicando apaciblemente con él y otros varios, y que habiendo girado la conversación sobre varios temas, vino a parar, como tal vez solía acontecer, a los toros, y que haciendo uno el panegírico acabado de la plaza de Valencia, notable por su amplitud y solidez, otro manifestó inmediatamente que la tal plaza era un patio de vecindad comparada con la de Córdoba, a lo cual replicó el primero que mirase bien lo que decía, porque la plaza de Valencia tenía fama en todo el orbe. Empeñose una discusión viva y acalorada; tanto más acalorada, cuanto que el que sostenía las ventajas de la plaza de Córdoba no conocía la de Valencia, y viceversa; el defensor de la de Valencia nunca había visto la de Córdoba, y bien sabido es que cuando faltan razones, sobran siempre gritos. En resumen: la disputa subió tanto, que llegó en forma de bofetadas a las mejillas de los contendientes. Pusiéronse los amigos de por medio, alborotose el café, rompiéronse algunos vasos: al día siguiente de madrugada efectuábase el duelo más allá de la Fuente Castellana, y el campeón de la de Córdoba caía al suelo revolcándose en su propia sangre. Este lance desgraciado causó una penosa impresión en don León por tratarse de dos amigos igualmente queridos, y bajo el sentimiento que le produjo escribió la composición que he mencionado, donde menudeaban los signos de admiración, los puntos suspensivos, las amargas reflexiones y los gritos de dolor, todo ello sostenido en un tono severo y digno, como el de las elegías clásicas. Siempre tengo en la memoria el acento dolorido con que don León me recitaba aquellos versos salidos del alma:

¡Qué falta de cordura!
¡Qué sobra de imprudencia!
¡Adoptar desventura!
¡Desechar avenencia!

No hay para qué decir que yo celebraba mucho los versos de don León: juzgábalos sinceramente bellos; mas, aunque así no fuese, el respeto me obligaría a ponerlos sobre la cabeza. En cambio, don León acogía con indulgencia y agrado los primeros vagidos de mi musa: escuchábalos atentamente y los proponía, como dignos de imitarse, a los discípulos. No pocas veces, leyéndole alguna composición, se sintió interesado vivamente hasta el punto de acercar más la silla, inclinar el cuerpo y exclamar con vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me deleita!»

Pronto se estrecharon nuestras relaciones de tal suerte que vinimos a ser más bien amigos y camaradas que profesor y discípulo. Don León depositó en mi seno, que contaba a la sazón catorce o quince años, una muchedumbre de secretos que le atormentaban, casi todos pecuniarios, lo mismo que había depositado todos sus versos; me nombró pasante de la clase y me otorgó otra porción de testimonios de aprecio. Al cabo estas relaciones, conservándose no obstante la buena amistad, se rompieron bruscamente. He aquí de qué modo:

Era el año mil ochocientos cincuenta y cuatro. Don León no pareció un día por el colegio, lo cual causó cierta sorpresa al director, pues en los años que llevaba de enseñanza no había estado indispuesto una sola vez. Al día siguiente tampoco vino, y pensando pudiera hallarse enfermo le pasó un recado; pero don León no estaba en su casa, lo que le sorprendió todavía más. Al otro amaneció Madrid obstruido de barricadas, las casas atrancadas; patrullas de soldados y ciudadanos armados por las calles y ruido incesante de fusilería; muchos gritos subversivos, como dicen los bandos de las autoridades, y mucho jaleo, como dicen los que se paran a leerlos. Había estallado la gorda. ¡Quién pensaba en matemáticas, retórica y psicología en el colegio! Los muchachos celebramos el cataclismo como un acontecimiento fausto, corríamos por los pasillos brincando de alegría, nos comunicábamos en voz baja noticias a cual más estupendas, y mirábamos por los balcones lo que pasaba en la calle, cuando la vigilancia de los superiores lo consentía. Un criado vino diciendo, ya bien entrada la mañana, que D. León se estaba batiendo en las barricadas y que mandaba una fuerza considerable, cuya nueva cayó como una bomba en el colegio, produciendo gran perturbación y sobresalto, ya que no sorpresa, entre los alumnos. El profesor León adquirió entre nosotros en aquel mismo punto un maravilloso prestigio, se levantó ante nuestros ojos con talla colosal y no poco se arrepintieron algunos de haberle denigrado apodándole el Camello y haciendo chacota de su levita. Todo se volvió ensalzar su valor y sus fuerzas y entregarse a mil gratos comentarios acerca de su próxima victoria: uno que se jactaba de tener buen olfato decía que algo había presumido al no verle los días anteriores en el colegio, otro aseguraba que si vencía la revolución el capellán D. Jerónimo lo iba a pasar muy mal porque había declarado la guerra sin motivo a D. León. Mareábamos al criado que trajo la noticia con un sin fin de preguntas: queríamos que nos informase de todos los pormenores, y el pobre sólo sabía por referencia que el profesor se hallaba hacia la calle de Toledo mandando una barricada. El director se había encerrado en su cuarto; el capellán había desaparecido; algunos aseguraban que estaba metido entre colchones con un canguelo que no le llegaba la camisa al cuerpo. Reinaba dulce indisciplina en el colegio.

En esto, a mí y a otros dos compañeros nos vino la idea de fugarnos y marchar a ponernos a las órdenes de D. León. Dicho y hecho; espiamos las vueltas del inspector, bajamos quedito las escaleras, abrimos la puerta con cuidado, y ¡pies para qué os quiero! nos dimos a correr hacia la Puerta del Sol sin volver la cara atrás. Las calles presentaban un aspecto siniestro, casi todas solitarias, los balcones de las casas herméticamente cerrados, en las esquinas algunos centinelas con el fusil terciado; los pocos transeúntes que veíamos cruzaban velozmente, con ánimo, sin duda, de guarecerse en su casa lo más pronto posible, y sólo se detenían trémulos ante el «¿quién vive?» del soldado. La Puerta del Sol estaba ocupada militarmente; muchos soldados, muchos cañones y al mismo tiempo mucho silencio: la gresca andaba por los barrios bajos. Tuvimos que dar un gran rodeo para llegar a ellos, cosa que no hubiéramos conseguido si en vez de niños fuésemos hombres; mas nuestra corta edad nos salvaba de toda detención y reconocimiento, pensando los soldados que andábamos buenamente en busca de la casa. Llegados a la plaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase una muchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidable barricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en la plaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas. Uno de nosotros se acercó a preguntar a un obrero de luenga barba, que iba armado con carabina de caza, por D. León. «D. León... D. León... ¿qué se yo quién diablos es D. León?»—dijo sin detenerse;—y volviéndose a los pocos pasos, exclamó en tono áspero: «¡Eh, chiquillos, metéos pronto en casa, no vaya a suceder una desgracia!» Los tres alumnos del colegio del Salvador seguimos por la calle de la Magdalena hasta la plaza del Progreso. Allí volvimos a preguntar por D. León: tampoco nos dieron noticia, pero un chulo compasivo nos dijo: «Venid conmigo, si queréis; ¿no decís que debe de estar en las barricadas de la calle de Toledo? Pues apretad el paso, que yo voy hacia allá.» Al llegar a esta calle tratamos igualmente de informarnos, y también fue en vano; mas en la plaza de la Cebada, al preguntar a un grupo de hombres, todos armados de carabinas, que había delante de una taberna, nos replicó uno de ellos: «¿Ese D. León que manda una barricada, es alto, de bigotes blancos?»—Sí, señor.—«¡Toma—dijo volviéndose a sus compañeros—pues si es el general León!» Quedamos maravillados y pedimos con afán ser presentados a él. El mismo interlocutor nos condujo a otra taberna que allí cerca estaba, y entrando por ella hallamos en la trastienda, rodeado de una docena de chulos y gañanes, a nuestro profesor, con un kepis de miliciano en la cabeza, faja encarnada de general, sable y botas de montar; pero con la misma levita.

Recibiónos con gran alborozo, nos hizo servir dulces, y como cosa extraordinaria y propia de las batallas, un poco de vino; mas de ningún modo consintió en darnos las armas que le pedíamos. Nos contó cómo había rechazado en la Cava Baja con veintisiete hombres a dos compañías de cazadores, y de qué forma estaba dispuesto a «rendir el último suspiro en holocausto de la libertad». Los chulos que tenía a sus órdenes le llamaban «mi general», cosa que nos tenía encantados, por más que no nos pareciese muy en su lugar que los simples soldados bebiesen en la misma copa que el general y discutiesen con él los planes de campaña.

Al parecer, tratábase de secundar el movimiento de las tropas revolucionarias que iban a atacar el palacio de la Reja. El general reunió en la taberna hasta treinta hombres mejor o peor armados, y echándoles una arenga, donde puso a los «césares y dictadores» por los pies de los caballos, se dispuso a salir con su «valerosa legión» a clavar «el puñal de Bruto en el corazón del tirano». Los chulos no entendieron bien, pero bebieron una copa y se echaron de nuevo a la calle. El general dio orden al tabernero de que nos hiciese conducir con las debidas precauciones al colegio tan pronto como cesase el fuego.

Al día siguiente supe que la revolución había triunfado. En el colegio se murmuró como cosa cierta que D. León iba a ser nombrado Capitán general de Madrid; pero aunque mucho leímos y releímos los periódicos en los días siguientes, nunca pudimos tropezar con el nombre del general. Llegó un instante en que creímos que había perecido en el combate, si bien no comprendíamos cómo no se hablaba más de esta desgracia. Al cabo de algún tiempo supimos por fin que el nuevo gobierno había reconocido a D. León el grado de alférez y que pasaba a servir al cuerpo de Carabineros. Crean ustedes que padecí un terrible desengaño, y hasta escribí a mi profesor suplicándole que no aceptase; pero mis ruegos fueron desoídos. D. León ganaba once duros más al mes... y tenía cinco hijos.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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