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Cuento


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  Cuento.
12 págs. / 22 minutos / 154 KB.
26 de octubre de 2020.


Fragmento de El Profesor León

¡Triste suerte, cruel, parca inhumana
sumió a mi alma en duelo y amargura!»

Efectivamente, no lo sabía. Don León me miraba con aspecto triunfal.—¿No lo acierta usted...? Pues comete usted un epifonema, un verdadero epifonema (exclamación profunda que se hace después de narrada, descrita o probada una cosa). Cuando entramos en mayor confianza, el profesor me manifestó secretamente que él también había escrito versos en su juventud, y que aún los escribía cuando le soplaba la musa, si bien nunca había osado publicarlos con su firma. No tardó, como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamente en un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del grave cargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables, aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos, compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo. Pero de la que estaba más orgulloso y la que le había valido, al decir de él, infinitas enhorabuenas, era un cierto poema dedicado al desafío de dos íntimos amigos suyos, fatal para el uno de ellos, pues el contrario le había atravesado el vientre de un balazo. Creyendo necesario ponerme en antecedentes, me dijo que estos tales amigos se hallaban una tarde en el café de Levante platicando apaciblemente con él y otros varios, y que habiendo girado la conversación sobre varios temas, vino a parar, como tal vez solía acontecer, a los toros, y que haciendo uno el panegírico acabado de la plaza de Valencia, notable por su amplitud y solidez, otro manifestó inmediatamente que la tal plaza era un patio de vecindad comparada con la de Córdoba, a lo cual replicó el primero que mirase bien lo que decía, porque la plaza de Valencia tenía fama en todo el orbe. Empeñose una discusión viva y acalorada; tanto más acalorada, cuanto que el que sostenía las ventajas de la plaza de Córdoba no conocía la de Valencia, y viceversa; el defensor de la de Valencia nunca había visto la de Córdoba, y bien sabido es que cuando faltan razones, sobran siempre gritos. En resumen: la disputa subió tanto, que llegó en forma de bofetadas a las mejillas de los contendientes. Pusiéronse los amigos de por medio, alborotose el café, rompiéronse algunos vasos: al día siguiente de madrugada efectuábase el duelo más allá de la Fuente Castellana, y el campeón de la de Córdoba caía al suelo revolcándose en su propia sangre. Este lance desgraciado causó una penosa impresión en don León por tratarse de dos amigos igualmente queridos, y bajo el sentimiento que le produjo escribió la composición que he mencionado, donde menudeaban los signos de admiración, los puntos suspensivos, las amargas reflexiones y los gritos de dolor, todo ello sostenido en un tono severo y digno, como el de las elegías clásicas. Siempre tengo en la memoria el acento dolorido con que don León me recitaba aquellos versos salidos del alma:


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