El Retiro de Madrid

Armando Palacio Valdés


Cuento



I. Mañanas de junio y julio

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.

Pero no todo es tomar chocolate malo en el Retiro durante las mañanas de Junio. Lo primero que hay que ver es al sol levantándose majestuoso por encima del parque, al principio esparciendo una luz triste y blanca que viene a besar fríamente el Rege Carolo III de la puerta de Alcalá, después otra rojiza y más alegre que tiñe los muros de las primeras casas con que tropieza, finalmente la vívida, risueña y esplendorosa que le caracteriza. El cortejo de nubecillas que le acompaña en su ascensión, es de lo más gracioso y elegante que pueda verse. Todas ellas van vestidas de un modo caprichoso y pintoresco, y ejecutan pasos de gran dificultad y efecto en torno de su director. Los madrileños, sin embargo, no son aficionados a esta clase de espectáculos. Prefieren ver alzarse a la luna, disfrazada de queso, en el escenario del Teatro Real, oportunamente evocada por los trinos solemnes de una mezzo-soprano. Hay razón plausible para esto. El sol tiene el deber de salir todos los días, haga frío o calor, al paso que la luna únicamente cuando el Sr. Rovira lo considera oportuno. Si el sol no se prodigase tanto y se hiciese pagar algo más, yo creo que tendría mucha mayor reputación. Por ejemplo, haciendo tres o cuatro salidas cada año, y anunciando los periódicos que «el más eminente de nuestros astros hará su debut el martes a primera hora y que todas las localidades están vendidas con anticipación», se me ocurre que los revendedores de sillas en el Retiro harían negocio redondo.

Después del sol, lo más notable que yo encuentro en el Retiro son las modistas. Este respetabilísimo gremio, aún más bello que respetable, se pone en contacto con la naturaleza al llegar el mes de Junio. Impidiéndoles sus numerosos quehaceres ir a pasar una temporada a San Sebastián o a Biarritz, y necesitando por fuerza dar alguna expansión a los sentimientos poéticos de su alma, eligen nuestras hermosas costureras el Retiro como campo de sus excursiones matinales. Los árboles, los pájaros, las flores, cuando no son de papel, ofrecen sin duda mayores atractivos. Nada hay que apetezca tanto una modista de corazón como el estado primitivo conforme con la naturaleza. Durante el invierno, su espíritu yace dormido mientras las manos trabajan afanosas debajo de la lámpara de petróleo; mas al llegar el mes de Mayo, cuando el cuerpo empieza a sentir calor, el alma también lo siente, despiertan la égloga y el idilio, se sueña con verdes praderas esmaltadas de flores, con arroyos bullidores y cristalinos, con grutas frescas y sombrías y con hermosos zagales que aguardan en ellas la dulce recompensa de sus rendidas instancias. Entonces la modista, como primera manifestación de la influencia que ejercen sobre ella tales puras ideas y tales visiones risueñas, se despoja del corsé; y si es de temperamento verdaderamente apasionado y guarda en su corazón el mundo de tiernos e inefables sentimientos que es de esperar, se queda con poca, con poquísima ropa. Se levanta muy tempranito, y sin aguardar el landau, toma el camino del Retiro en compañía de sus amigas predilectas y de algunos menestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué risueña! ¡Cómo brillan sus grandes y hermosos ojos negros! ¡Cómo palpita de alegría su seno delicado! El grupo va dispuesto a olvidar por algunos instantes las ridículas ceremonias sociales, los refinamientos empalagosos de la vida madrileña, y volver en lo que cabe al estado natural. Al efecto marchan todos bien provistos de los enseres y artefactos propios de una civilización primitiva y que se supone han usado más comúnmente nuestros primeros padres: aros, cuerdas, trompos, volantes, etc., etc. Nuestra modista, según va llegando a la Arcadia municipal, adquiere mayor desenvoltura, y en sus movimientos y ademanes adviértese la influencia que ejercen sobre ella las ideas campestres. Charla, corre, ríe, salta, grita, y se autoriza con sus compañeras las inocentes libertades que acostumbran en los bosques las pastoras con los zagales; les tapa los ojos con las manos, les da pellizcos, les quita el sombrero y les tira por las narices de un modo sencillo, encantador, conforme en un todo con las leyes de la naturaleza.

Así que entran en el parque y eligen un sitio a propósito, silencioso, umbrío, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el volante y chillar como una golondrina. ¡Qué linda está brincando y haciendo carocas a los señoritos que acuden al reclamo de los chillidos! El juego la vuelve a los días de su infancia, y en consecuencia se sienta sobre las rodillas de sus compañeros y les ordena que le aten las trenzas del cabello, sin pasársele por la mente que estas escenas despiertan en los señoritos que las presencian ideas vituperables de adquisición. Nadie diría al ver aquella gracia inocente y modesta, que nuestra heroína ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio San Martín. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgreñado, la he visto separarse del juego y tomar el brazo de algún zagal sietemesino con guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de árboles y perderse con él entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salomón dejó olvidado su cuidado? No lo sé. En la vida del campo hay misterios inefables que sería más grato que prudente el escrutar.

II. El estanque grande

Apenas se deja atrás la famosa puerta de Alcalá y se dan algunos pasos por la calle de árboles que nos lleva a lo interior del Retiro, empieza a refrescar el rostro un vientecillo ligero y húmedo, y con ínfulas de marino. El corazón y los pulmones se dilatan, se cierran involuntariamente los ojos para recibir el beso blando de aquella brisa, y acuden vagamente a la memoria playas, olas, peñascos, barcos, gaviotas y sobre todo los horizontes dilatados del oceano que convidan a soñar. Continuad, continuad con los ojos cerrados; no temáis tropezar con nada; la calle es ancha y los coches no ruedan por aquel sitio. Durante algunos momentos podéis meceros sin riesgo en esa grata ilusión marítima por la cual habéis pagado ya vuestra contribución.

Yo no diré que cuando abráis los ojos os encontréis frente al mar; semejante exageración serviría tan sólo para desacreditar los nobilísimos propósitos del poder ejecutivo, dado que éste nunca pensó, a mi entender, en fundar un oceano en Madrid, y sí únicamente un epítome o compendio de él. Pero si no frente al mar, os halláis por lo menos frente a una cantidad de agua que divertirá y lisonjeará vuestras aficiones marinas, aunque no las satisfaga por entero. Las audacias de tal masa de agua están refrenadas por unos sencillos muros de ladrillo, sobre los cuales hay una verja de hierro no muy alta.

Cuando os inclinéis sobre esta verja para examinar de cerca el oceano del Ayuntamiento, tal vez convengáis con la mayoría de los vecinos de Madrid en que sus aguas no son lo bastante limpias y claras, y que la Corporación municipal haría muy bien en renovarlas con frecuencia si se propone, como es lo más seguro, halagar con ellas los sentimientos naturalistas y poéticos del vecindario. No obstante, en ocasiones, esas aguas verdes y cenagosas se rizan blandamente al soplo de la brisa, lo mismo que el lago más hermoso, y a veces también, en la hora del medio día, estando el cielo límpido, despiden vivos y gratos reflejos azules. Le pasa al estanque lo que a las mujeres feas; todas ellas tienen instantes, posturas o movimientos agradables.

He indicado como lo más seguro que la fundación de dicho estanque débese a la conveniencia de infundir en el espíritu del pueblo madrileño ciertas tendencias poéticas y naturalistas. En efecto, comprendiendo el Ayuntamiento (como no podía menos de comprender) que en las grandes capitales como ésta, el amor de la naturaleza anda muy descuidado, y por consecuencia de ello, la sensibilidad del vecindario no recibe el cultivo indispensable para preservarlo de las garras del grosero positivismo, hizo y hace laudables esfuerzos por mantener vivo en todas las clases sociales un romanticismo urbano y municipal en armonía con las necesidades del corazón y con la partida que en el presupuesto se le destina. Ningún orden de la naturaleza se ha escapado a su beneficiosa gestión. Las selvas umbrosas e impenetrables, llenas de colores y armonías que se admiran en las soledades de América, están representadas por las espesuras del Retiro y por los bosques de la plazuela de Oriente, de la plazuela de Santo Domingo y otras plazuelas menos conocidas. El prurito de contemplar y recrearse con las altas montañas sobre cuya cima el pensamiento del hombre, como las nubes del espacio, reposa de sus fatigas, encuentra dulce satisfacción en la montaña rusa. Y por último, la aspiración enérgica del espíritu a meditar tristemente ante la inmensidad del oceano que nos revela los arcanos de lo infinito, obtiene respuesta adecuada, sino cumplida, en las riberas del estanque grande. Aquí, sin embargo, se ofreció una pequeña dificultad. Es verdad que la contemplación del mar enaltece mucho el espíritu y lo purifica, pero no es menos cierto que también lo turba y oscurece con sus ásperas impresiones. A fin de hacer frente a este peligro psicológico, el Ayuntamiento quiso acudir a un expediente seguro; acudió a la cooperación de los cisnes y los patos. En efecto, estos animales acuáticos, por su mansedumbre y afabilidad, son muy aptos para infundir en el corazón del hombre risueñas ideas y sentimientos de paz, y a propósito, por tanto, para contrarestar la impresión fuerte y abrumadora que no puede menos de dejar en el ánimo un estanque de la magnitud de el del Retiro. Se introdujeron, pues, en dicho estanque como obra de una docena de tales animales entre cisnes y patos, encargados de secundar los generosos planes del Municipio, recibiendo por ello el necesario alimento. Y debemos manifestar en conciencia que las inocentes aves desempeñan su papel con maestría y ganan sus cortezas de pan honradamente. Véase si no cuán gallardamente cruzan el estanque en todas direcciones, cual si resbalaran por el agua a impulso del viento y no por virtud del movimiento de sus palmas. Observemos sus posturas caprichosas y fantásticas; de qué modo tan pintoresco extienden las alas sobre el agua, levantando nubecillas de espuma, o sumergen la cabeza para atrapar un insecto, o la ocultan bajo el ala, o levantan el vuelo inesperadamente para dejarse caer a los pocos pasos llenos de pereza y molicie sobre su elástico lecho, como un sátrapa sobre su diván de pluma. Nadie dudará que todo esto ofrece un tinte tan bucólico y pastoril, que no puede menos de producir el efecto apetecido. Por muy exaltado que el ánimo se encuentre, es imposible que no ceda a los esfuerzos combinados de aquella docena de patos.

Navegan también en el estanque muchedumbre de botes, lanchas, canoas y otras embarcaciones de diversas formas y tamaños. Los días de fiesta suele cruzar por el horizonte un vapor que no se cansa jamás de silbar. Parece un espectador de los dramas de Catalina. He querido averiguar cuál era el precio del pasaje, y me han dicho que por recorrer todas las costas del estanque, deteniéndose en los puntos más notables y dignos de verse, se pagaba, en cámara de primera, diez céntimos. Pero es fácil de comprender que estos viajes de itinerario forzoso no convienen más que a las personas de poca imaginación y de sentimientos vulgares y limitados. Los espíritus fantásticos y aventureros gustan más de viajar sin itinerario. Hay, pues, mucha gente que prefiere tripular los botes y canoas navegando sin rumbo prefijado y deteniéndose donde bien les place el tiempo que tienen por conveniente. El amor a la naturaleza y el deseo de conocer las rudas faenas de la mar les arrastra a despojarse de la levita y a empuñar los remos con las manos cubiertas de sortijas. Desde este momento su fisonomía se contrae duramente y toma la expresión siniestra y terrible de los piratas: sus movimientos son torpes y pesados como los de un lobo de mar. Cuando pasan cerca de la costa y ven una niñera más o menos gentil que les contempla absorta y admirada, se suelen guiñar el ojo con cierta malicia ruda, exclamando con voz ronca: «¡Ohé, muchachos, una fragata a barlovento!»

A otros les da por lo sentimental, y el espectáculo de las aguas dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inmóviles y apoyados sobre el remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresión amarga, propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas barcarolas que han aprendido en el teatro Real.

Lo mismo las aventuras maravillosas de los unos que las barcarolas de los otros cesan repentinamente así que se escucha una voz poderosa, inmensa como la de Neptuno, que llega en alas del viento a todas las riberas del estanque:—«Esquife número siete (pausa solemne)... la hora.» Inmediatamente la embarcación, después de ejecutar las maniobras indispensables, dirige su rumbo hacia el puerto. Si llega con felicidad a él, como ordinariamente acontece, la tripulación, rendida y jadeante, no tarda en saltar sobre el muelle, limpiándose los pantalones con el pañuelo para después restituirse alegremente al seno de sus familias.

III. La Casa de fieras

No sé de cuándo data la institución de que quiero dar cuenta: es posible que haya nacido bajo el gobierno paternal del señor Moyano, aunque no lo afirmo. Antes de ponerme a escribir acerca de ella, quizá debiera examinar algunos documentos referentes a su erección y desenvolvimiento, a fin de que las futuras generaciones, cuando lean el presente estudio, sepan a quién deben las fieras el piadoso hospital que hoy disfrutan. Prefiero, no obstante, improvisar algunas cuartillas, que caerán fuera de los dominios de la ciencia histórica, hacia la cual me siento antes de almorzar poco inclinado.

A unas cien varas del estanque grande se alza el famoso hospicio donde un gobierno atento a las necesidades morales de sus contribuyentes ha colocado media docena de bestias feroces y veinte o treinta micos, con el objeto de recrear y al propio tiempo vigorizar a la guarnición de Madrid. Así como los cisnes del estanque reciben sus emolumentos para despertar en los indígenas ideas bucólicas y sentimientos pastoriles, las alimañas de la Casa de fieras han venido adrede de los desiertos de África para infundir en la clase de tropa la ferocidad que suele perder en el trato íntimo de criadas y costureras. Y es de admirar realmente el acierto que ha presidido a la elección de estos terribles animales y con qué esmero se han procurado utilizar sus diversas aptitudes. Por ejemplo, a nadie puede caber duda de que el león ha sido traído para despertar en el corazón de los espectadores la nobleza y la bravura, como el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la hiena la crueldad, el mono la astucia y el oso la calma. La española infantería, al recorrer por las tardes en la grata compañía de sus patronas las jaulas del establecimiento, se siente regenerada y dispuesta a habérselas con todo linaje de republicanos feroces y dañinos, mansos o amansados.

Las fieras, como es lógico, conocen de vista a todos los reclutas de la guarnición, y no sólo a los reclutas, sino a sus parientes y amigos. El mejor obsequio que se puede hacer a un forastero después de beber unas copas de ron y marrasquino, es llevarle a la Casa de fieras y pasearle un buen rato en torno de la jaula de los micos. «Anda, anda, que Grabiel bien se divierte por allá por Madrid... no se esté con cudiao por él, tía Rosa... toa la tarde se la pasa mira que te mira a los micos en un sitio que llaman la Casa de fieras, que le digo, así Dios me salve, que no hay otra cosa que ver en Madrid.»

El soldado español es, además de bizarro, sufrido, frugal, pundonoroso, etc., etc., chispeante en el pensamiento y ático en la frase. Nadie lo ha puesto en duda. Pues bien; esta sal y este aticismo con que la naturaleza dotó a nuestro ejército, y muy singularmente al arma de infantería, se aumenta en un cincuenta por ciento lo menos cuando pasea por los jardines de la Casa de fieras. En aquellos amenos parajes, delante de la jaula del león africano, o del tigre de Bengala, o del tití de las Indias, es donde el regocijado ingenio de nuestros quintos derrama los tesoros de su gracia; allí donde se escuchan las frases espirituales, los dichos agudos; allí donde revientan los epigramas acerados, los discretos razonamientos. Parado frente a la jaula del leopardo, que duerme tranquilo en un rincón, el quinto suele decirle en tono de zumba:—«¡Anda tú, dormidor! ¿No te cansas de dormir, tuno? ¿Estás a gusto, eh gran ladrón?»—Pasa inmediatamente a la del león y vierte sobre él otra granizada de chistes.—«¡Miale, miale, qué boca abre el cochino! ¿Nos almorzarías de buena gana, verdad? Pues amigo, pacencia y llamar a Cachano, que toos semos hijos de Dios. Manolo, arrepara qué melenas; ¡paecen los pelos del tío Farruco!»

El recluta se hincha en tales ocasiones porque tiene público: en pos de él hay siempre media docena de robustas criadas de la Alcarria que le escuchan embelesadas y le siguen con afán. ¡Cómo se desternillan de risa! ¡Cómo paladean los chistes del donoso soldado! Nadie penetra como ellas el sentido íntimo de sus frases, ni puede apreciar tan bien la delicadeza nerviosa de su humorismo. Entre el recluta y las criadas se engendra inmediatamente una misteriosa corriente de simpatía, mediante la que el fondo poético de sus corazones y todos los dulces pensamientos y vagas aspiraciones de su espíritu se confunden. El recluta siente en el occipucio los ojos de las alcarreñas que le excitan a mostrarse cada vez más agudo y espiritual, y éstas advierten con inocente alegría que aquel derroche de gracia y de ingenio no es otra cosa que un fervoroso homenaje de adoración que el gentil recluta les dedica. Allá, a la hora del crepúsculo, cuando las nieblas descienden al fondo de los valles y el céfiro pliega sus alas sobre las flores, Manolo suele pegar un tremendo empujón a su amigo Grabiel que le hace caer sobre el grupo de criadas, las cuales reciben el golpe como una manifestación de respeto y galantería. A partir del empujón, entre reclutas y criadas se establece una amistad inalterable. Y la ferocidad que el ejército ha ganado por un lado la pierde inmediatamente por otro, viniendo abajo de esta suerte la obra paternal de la Administración.

Antes de dar por terminado este artículo, necesito delatar a la Corporación municipal un abuso que redunda en menoscabo del país y descrédito de la importante institución en que me estoy ocupando. Por muy sensible que me sea el decirlo, es lo cierto que las fieras del Municipio no cumplen debidamente con su cometido. ¿Para qué han sido traídos estos animales de los desiertos de África y Asia a costa de mil sacrificios pecuniarios? Ya hemos dicho que para infundir energía y vigorizar al pueblo y al ejército. Pues bien; yo no sé cómo han llenado su deber en los primeros tiempos: mas actualmente puedo decir que están muy lejos de desempeñarlo con la exactitud y el celo apetecidos. En vez de mostrar una actitud imponente que sobrecoja y atemorice el ánimo, en vez de rugir y echar centellas por los ojos, y sacudir las rejas de la jaula con el aparato del que quiere saltar fuera y devorar en un credo a todos los espectadores, se pasan la mayor parte del día en letargo vergonzoso, tirados en un rincón como objetos inanimados, sin que las excitaciones del respetable público logren hacerles menear siquiera la cola. Cuando por casualidad se les encuentra de pie, no hacen otra cosa que pasear tranquilamente por la celda sin desplegar ninguna especie de ferocidad, como un poeta lírico que estuviese meditando algún soneto enrevesado para la Ilustración Española y Americana: cuando abren la boca y estiran las garras, nunca es en son de amenaza, sino para desperezarse groseramente; y si tal vez que otra les da la humorada de rugir, lo hacen con tanta delicadeza, que más que de devorarlos, parece que tratan de enterarse de la salud de los espectadores.

Es necesario cortar este abuso. ¿Cómo? Buscando el origen y destruyendo la causa. El origen de tal apatía y negligencia por parte de estos animales no puede ser otro que el no dárseles el sustento necesario. Las bestias de la Casa de fieras pertenecen a la clase docente, y como el profesorado en general, están muy mal retribuidas: tienen los huesos salientes, el pellejo arrugado, el aspecto miserable y triste. Un profesor amigo mío (que también tiene los huesos salientes y el pellejo arrugado), me decía no ha mucho tiempo que él no enseñaba más ciencia que la equivalente a los catorce mil reales que le daban. Las fieras deben de seguir el mismo sistema. Auménteseles, pues, el sueldo, déseles las piltrafas suficientes, y el Ayuntamiento verá sus cátedras de energía y ferocidad perfectamente desempeñadas.

IV. El paseo de los coches

Se trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de los periódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos increíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; pero quedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas, chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos conquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios, arrollándonos entre las patas de sus corceles.

Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:—«Tenéis los teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de sus flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»

Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con sus carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron los árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a los triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron de alfombra.

Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados de Alarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. He conocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde las columnas de La Correspondencia. Recuerdo cierto suelto de su mano que decía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro un paseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campo enemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejar fallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he visto después ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que le llevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aún parece que se reía de él.

Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido del spleen y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien educados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunció con tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración del Ayuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado. Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar sus franquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles al suelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construir una casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza; hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de los sentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestó el potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que «huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto y terminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro tenía razón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, pero le ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cual lo suyo.

No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tiene por objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que forma una curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casa de fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giran los carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, el cuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artista ecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídos que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», al cruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído como él en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún milord con un caballo.

En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un par de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uña de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la contemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a todas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedado calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo objeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno, han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de contemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San Sebastián, a fin de no perderse un instante de vista.

De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor; un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de tal suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una sola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil de comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta guisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantan suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras señoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por mirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta los vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el colorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, se habla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a su compañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de poca monta:

—¿Has visto a Bermejillo?

—Sí.

—¿Va detrás de Enriqueta?

—Sí.

Y de nuevo guardan silencio.

—¿Has visto a la de Quintanar?

—Hasta ahora no.

—¿Y a la de Beleño?

—Tampoco.

La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en el paseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo, la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, la de Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinte años, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada, diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo alto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas, y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a propósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas de sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Los caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como sus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos y cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:

—¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de Villamediana! ¡Me da risa!

—¿Qué otra cosa quieres que les pongan, chico? ¡Si son dos burros sin orejas!

—¿Y qué te parece del tren de Rebolledo?

—Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezuñas.

Así hablan los caballos a menudo; y a menudo también los amos.

Por una de las calles laterales y antiguas caminan los bípedos de la burguesía, contemplando sin pestañear el fastuoso cortejo de los cuadrúpedos aristocráticos. Cuando se cansan de caminar, toman asiento en las sillas metálicas puestas allí adrede para mirarse cómodamente. Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a la Administración pública, se autorizan diariamente el sabroso placer de ver pasar en procesión a las damas y caballeros que en Madrid gastan coche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe de familia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.

Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen cruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombrero ladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo. Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otra vez y seguir andando.

Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundo esta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los árboles y levantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en el cristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros y lacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarrada de aquella muchedumbre, que no tiene ojos más que para sí misma, hace brillar los arreos de los caballos y las joyas de las señoras, tiñe de vivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante de oro sobre la inmóvil y silenciosa comitiva. Los árboles recogen con más placer que los hombres el último beso del astro del día, y entre sus copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puro azul del cielo se deja ver, desvaído ya y marchito, y su fondo luminoso queda cortado a trechos por las formas rígidas de alguna conífera o por los tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, y los caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de la curva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin árboles, por donde se contempla el paisaje: parece un enorme balcón desde donde se divisan algunas leguas de tierra árida como toda la que rodea a Madrid. Este paisaje sólo es bello a la caída de la tarde: entonces las brumas del crepúsculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizan delicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en una neblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunos caseríos. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos, ríos y pueblos que no existen: es un país falso y teatral que guarda cierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Velázquez; pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por su inmensidad.

El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de los caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todo aspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche se llega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yerma llanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en el firmamento, después de ennegrecerse fuertemente, concluyen por desaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es más que un grupo numeroso de coches sin brillo ni poesía. La comitiva siente casi al mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en los chales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; los caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximas dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolos ya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Los peones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan algún tiempo el ruido de los coches, como un rumor distante de olas que se estrellan.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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