El Viaje de la Monja

Armando Palacio Valdés


Cuento


El día de Santa Irene fuí a felicitar, como todos los años, a doña Irene, esposa de mi amigo Requejo. Es éste un médico militar retirado, alegre, bondadoso, gran jugador de tresillo. Doña Irene, una señora igualmente bondadosa, menos alegre y detestable jugadora de tresillo. Esto último era la única causa visible de divorcio que pudiera existir entre los cónyuges. Porque los dos viejos se amaban con pasión idolátrica, sobre todo desde que su única hija Rita les había abandonado para ingresar en la comunidad de las Hermanitas de los Pobres. Yo no gusto de estas niñas que dejan a sus padres ancianos para cuidar a otros ancianos que no son sus padres, pero la verdad me obliga a declarar que Ritita, a quien conocí desde su infancia, era una criatura angelical, tan dulce, tan inocente, que no parecía hecha para este mundo. ¿Por qué esta niña, alegre como su padre y tierna como su madre, se había decidido a hacerse religiosa? No por un desengaño de amor, como bastantes lo hacen, sino porque su alma pura ardía en caridad y ansia de sacrificio. La vida regalada al lado de sus padres, tan mimada por ellos y tan festejada por todos, inquietaba su conciencia. Un verano en que Requejo se trasladó con la familia a Vitoria, huyendo los calores de Madrid, la chica comenzó a frecuentar el asilo de ancianos, que estaba próximo a su casa, trabó amistad con las hermanas, tuvo ocasión de prestarles algunos servicios, y concluyó por ayudarlas en muchas de las tareas de su ministerio. A medida que penetraba más adentro en esta vida de caridad y de servidumbre voluntaria, su alma fervorosa iba gozando delicias ignoradas, transfigurábase su rostro, al decir de sus mismos padres, sus ojos brillaban con una luz celestial. Por fin, cierto día dejó una cartita sobre la mesa de noche de su papá, suplicándole, en términos humildes, que la permitiese ser hermanita de los pobres. Requejo montó en cólera, amenazó con hacer y acontecer, pero fué más fácil de pelar que la mamá. Ésta, con sus lágrimas y sus ataques nerviosos, logró parar el golpe. Regresaron a Madrid; Ritita pareció resignada, pero se la vió pronto triste, apática y notablemente descaecida en su rostro. Requejo se alarmó, tuvo una secreta conferencia con ella, y salió de la estancia exclamando:

—¡Haz lo que quieras! ¡Cada mujer no es más que un capricho con piernas y brazos!

Efectivamente, aquel verano fueron de nuevo a Vitoria, y allí se quedó nuestra Ritita, en el convento, tan gozosa, que a pesar de la mala alimentación y de su trabajosa vida, no tardó en ponerse gorda y colorada como una manzana. El buen Requejo sacudía la cabeza riendo, pero doña Irene no cesaba de verter lágrimas. Aquel rostro marchito, que lejos de ella se había vuelto sonrosado, le causaba celos y pena. Dos años hacía que la niña estaba en el convento, y sus padres habían pasado los dos veranos en Vitoria, cerca de ella.

Los esposos Requejo habitan un pisito confortable en la calle del Pez. Cuando entré en su casa, el marido se hallaba fuera. Recibióme doña Irene con su acostumbrada dulzura. Es una señora gruesa, apacible, que habla con extraordinaria lentitud. Sentados en dos butaquitas, uno frente a otro, en su gabinete, hablamos—¿de qué habíamos de hablar?—de Ritita. La pobre madre no tenía otra conversación.

—Verá usted, Jiménez, cuando mi marido me despertó esta mañana, salía de un sueño delicioso. Soñaba que mi Ritita abría la puerta de la alcoba y se acercaba a mi cama. Estaba preciosa con el hábito de monja, con su cofia blanca ceñida a la cara. Sonreía dulcemente, y acercándose a mí me echaba los brazos al cuello y me besaba con ternura. Yo, apretándola contra mi pecho, le pregunté: «¿Cómo estás aquí, hija mía?» Ella me respondió: «He venido a darte los días con permiso de la superiora.» No me sorprendió mucho, porque creía estar en Vitoria, y no en Madrid. En seguida me invitó a levantarme, y me ayudó a vestir como hacía en otro tiempo. Después me dijo: «Ahora voy a peinarte» (porque antes nadie me peinaba más que ella, ¿sabe usted?) «Pero, hija mía, ¡no podrás con el hábito!» «¡Oh, ya verás como sí!» Y quitándose la capa, y dejándola sobre una silla, me obligó a sentarme frente al espejo, y comenzó a peinarme riendo y charlando alegremente. Yo sentía palpitar mi corazón de gozo. Cuando terminó, me dijo: «Ahora me darás una batatita de Málaga escarchada, ¿verdad? No las he comido desde que tomé el hábito, pero hoy son tus días, y Dios me perdonará el exceso. Es la única golosina con que sueño alguna vez.» Fuí al comedor, le traje una bandeja de dulces, tomó una batata, bebió una copita de jerez, y sacando su relojito de acero, dijo: «Ya son las nueve; me voy.» Y tomó la capa de la silla y se la echó encima de los hombros. «Pero, hija, ¿te vas sin aguardar a tu papá?» «No puedo esperarle; no tengo permiso por más tiempo... Además, mamaíta, esta visita ha sido para ti, exclusivamente para ti.» Y abrazándome otra vez, me dió un sinfín de besos: luego, poniéndose de rodillas, me pidió la bendición, y salió de la alcoba, y todavía, teniendo alzado el portier con una mano, me tiraba besos con la otra... Al ruido que hizo la puerta me desperté. Era mi marido que entraba, y que se rió no poco con mi sueño...

—¡Ya lo creo que me he reído!—exclamó Requejo, que entraba en aquel instante, apretándome la mano—. No sabe usted qué cara de beatitud tenía esta mujer cuando entré a despertarla esta mañana. El placer y el dolor se reparten el mundo de los dormidos como el de los despiertos. ¿Vendrá usted a almorzar con nosotros?

Acepté la invitación. Al cabo de unos instantes nos trasladamos al comedor y nos sentamos a la mesa, bien provista y aderezada. Requejo, muy tolerante en los demás órdenes de la vida, se transforma en feroz intransigente así que se acerca a la cocina. Dió comienzo el almuerzo, y una vez más tuve ocasión de advertir y de interesarme por el contraste que ambos esposos ofrecían. El marido charlaba, gesticulaba, reía, gritaba sin cesar: la esposa hablaba con suavidad quejumbrosa, poniendo los ojos en blanco y elevándolos al cielo.

Antes de llegar a los postres, sonó el timbre de la puerta. La muchacha entró con una carta que doña Irene reconoció de lejos.

—¡Es de Ritita! ¡La esperaba!

Se apresuró a abrirla pidiéndome permiso, aunque su marido la representó que, por bien del apetito y la digestión, nunca deben abrirse las cartas mientras se come.

Doña Irene se puso roja leyendo la epístola de su hija, y, dejando el papel sobre la mesa, juntó las manos con ademán de asombro y alzó los ojos al cielo, exclamando:

—¡Lo estoy viendo y no lo creo!

Requejo tomó el pliego y se puso a leer, y el asombro también se pintó en su semblante.

—¡Vaya un caso extraño!... Tome; lea usted esa carta.

Y me la alargó por encima de la mesa. La carta decía como sigue:

«Mamaíta de mi alma: Mañana son tus días, y no quiero dejar de felicitarte; pero no me contento con hacerlo por carta. Mañana, después de misa, pediré permiso por una hora a la superiora y me trasladaré por los aires a Madrid; te iré a despertar, mamaíta, porque tú siempre has sido dormilona, te daré muchos, muchísimos besos, te ayudaré a vestir, y después te peinaré, como hacía siempre cuando estaba a tu lado, y charlaré y reiré hasta que te ponga alegre. Luego tú, en recompensa, me darás una batatita confitada; ¿verdad que me la darás? Y después de besarte mucho otra vez, sin que se entere papá, se vendrá por donde se ha ido tu hija más sumisa, que te quiere con todo su corazón en el Sagrado y Amoroso de Jesús Nuestro Señor,

»RITA.»


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 7 veces.