Experiencias y Efusiones

Armando Palacio Valdés


Aforismos, cuento


Los niños escuchan con prevención y hostilidad los consejos de los maestros. En cambio, una palabra sensata, vertida por un compañero en medio de sus juegos, suele hallar eco en su alma.

¿Serán distintos los hombres? No lo sé; pero yo, cuando quiero insinuar una verdad, lo hago poniéndoles familiarmente la mano sobre el hombro y diciéndosela al oído.

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Nuestra sociedad está hecha de una materia tan fluida, que los cerebros llenos se van al fondo. Sólo pueden flotar los huecos.

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Si con sinceridad se observa uno a sí mismo, conviene fácilmente en que el móvil interesado es el más poderoso, el más absorbente, el que unas veces presentándose con la cara descubierta, otras ocultándose detrás de velos espesos, decide de casi todas nuestras acciones. Pero en este casi se encuentra la llave que nos abre el santuario de la verdad. Por dicha, hay actos que, como valerosos pajaritos, se escapan y burlan algunas veces las garras del buitre y vuelan al cielo. Y cuando uno de estos pajaritos logra burlar al ladrón, los genios invisibles que guardan y presiden nuestra vida estallan en aplausos. Todo hombre los escucha y su corazón late alegre y triunfante.

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El pasado no nos pertenece; el porvenir, tampoco. Agarrémonos al presente, que es nuestra propiedad. Si gozamos, pensando que es por algo; si sufrimos, pensando que es para algo.

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Hay que respetar en todo hombre la posibilidad, no la realidad, que en la mayoría de los casos no existe.

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Cuando nos hayamos elevado a nosotros mismos, podremos elevar a los demás. Cuando nos hayamos hecho felices a nosotros mismos, podremos hacer felices a los demás. Y todavía es condición precisa que nuestra acción sobre ellos no sea violenta y afanosa.

El poeta Shelley, de naturaleza ardiente y generosa, aspiraba a hacer felices a los hombres a toda costa. Lucha impetuosamente contra las preocupaciones e injusticias, esparce su actividad y derrocha sus fuerzas sin conseguir resultado alguno. Por el contrario, en el fragor de la batalla escandaliza y hiere a muchas buenas almas; hace derramar lágrimas a las personas más queridas: últimamente, su misma esposa, abandonada por él, se suicida en un acceso de celos.

El poeta Goethe, de temperamento más egoísta, por su actividad continua y serena, por el hábil aprovechamiento de las facultades con que Dios le había dotado, sin pensar mucho en los demás, les hace, sin embargo, más felices. Su influencia benéfica no sólo se ejerce sobre los que le rodean, sino que se extiende al través de las generaciones.

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La vida es un misterio; pero tiene un resorte por donde se descubre, como los tesoros de los cuentos árabes. El hombre bueno aprieta el botón sin vacilar y penetra en el palacio encantado. El egoísta pasa la vida tanteando y no logra dar con el secreto.

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He observado que los que son locos en las palabras lo son menos en las acciones, y viceversa, los que parecen cuerdos en sus discursos, obran algunas veces como dementes.

¿Será que a todos los humanos nos haya tocado una cantidad igual y determinada de locura, que cada cual distribuye a su modo?

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No tomes demasiadas posiciones en la vida, porque de todas te arrojará pronto el enemigo. Clava tu tienda en cualquier paraje y espera tranquilo el toque de retirada.

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El hombre serio es quien triunfa en la vida; pero el hombre que no es serio es quien triunfa de la vida.

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Asciende si puedes con la inteligencia y el corazón a las más altas cimas, paséate sobre las crestas nevadas, comunícate con las nubes y las aves del cielo. Para vivir escoge la falda de la montaña.

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En la guerra contra la estupidez es menester conducirse como hábil general. Atacándola de frente, hay seguridad de ser arrollado. Se toman posiciones, se combinan movimientos, se la ataca por los flancos, se la pica por la retaguardia, y entonces es posible obtener buen resultado.

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Conocí a un general a quien, después de hallarse largos años obscurecido, se le confió de pronto un mando importante. Rebosando de alegría y entusiasmo se viste el uniforme para dar las gracias a la reina. Mas de pronto observa que apenas puede marchar: una viva molestia en los pies le advierte de que la gota le tiene encadenado.

—¡Oh, Dios mío!—exclama, dejándose caer en un sillón—. ¡Qué desgracia! ¡Mi carrera ha concluído!, ¡Pobre de mí, que vivía confiado sin saber que tenía ya al enemigo dentro de la plaza!

Y maldice de su suerte, vomita imprecaciones contra la gota fatal, y se lamenta en altas y terribles voces.

La familia desolada rodea su sillón sin atreverse a proferir una palabra. De pronto uno de sus ayudantes, que tiene la vista fija en sus pies, exclama:

—¡Pero, mi general, si lleva usted las botas cambiadas!

En efecto; el general se descalza, pone las botas en su sitio, y se siente de nuevo feliz y triunfante.

A todos los hombres nos pasa en la vida algunas veces lo que a este general. Cualquier circunstancia adversa nos abate, nos sume en la desesperación o en el tedio. Pero cambiamos de postura, nos vamos a otro lugar, hablamos con un amigo que nos demuestra que nuestra desgracia es pura aprensión, depende de la fantasía, y repentinamente el tedio se disipa, y nos encontramos otra vez satisfechos y activos.

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Para estimar a un hombre, es menester que él no se estime demasiado a sí mismo.

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El principio de variedad en el Universo, considerado en sí mismo, no sólo es una desgracia, sino que resulta odioso. No de otro modo podemos explicarnos la vergüenza que acompaña siempre a los placeres venéreos. Considerado como medio de volver a la unidad y producir la armonía, es infinitamente bello y amable. El niño, que apenas parece desprendido de las manos del Único, nos conmueve, nos interesa de extraña manera: su egoísmo nos causa alegría. Unido todavía irremediablemente a las fuerzas generales de la Naturaleza, se considera el ser total y absoluto. Mas cuando averiguamos que no somos todo, sino partes infinitamente pequeñas y despreciables, seguir amándonos a nosotros mismos eso es lo ridículo y lo odioso. Por eso el egoísmo del viejo nos parece repulsivo. A éste le exigimos que sacrifique su independencia volviendo los ojos a la eterna Unidad. El niño es la melodía que se lanza al espacio pura y vibrante. El viejo es el acorde que resuelve el sublime contraste volviendo al tono fundamental.

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Toda música, en el fondo, no es más que la expresión de un sentimiento religioso. Si no lo expresa, no merece llamarse música; y si lo expresa y le añaden palabras impuras, como en ciertas óperas, se realiza una triste profanación. Es una vestal a quien por fuerza se introduce en un lupanar.

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En los momentos críticos de la vida una manía puede salvarnos.

Fuí a visitar en cierta ocasión a un personaje político que acababa de perder a su hijo. Era hombre sensible y cariñosísimo padre: su dolor, inmenso, desesperado. Le rodeaban en aquellos momentos aciagos amigos íntimos y compañeros de Parlamento. Pues, sin saber cómo, llegó a entablarse una discusión política, y le vi tomar parte en ella con extraordinario calor, olvidándose en un punto de que el cadáver de su hijo aún no había salido de casa.

Conocí otro hombre de negocios que, aunque tenía para ellos disposición maravillosa, perdió en una operación bursátil toda su fortuna. El día en que se declaró la quiebra se hallaba por la noche en el comedor de su casa con su familia y los pocos amigos que fuimos a verle. Se comentaba el amargo suceso. Los individuos de su familia se mostraban abatidos y silenciosos; él estaba locuaz y quería a todo trance persuadirnos de que el negocio estaba perfectamente calculado, y que él había tomado todas las disposiciones conducentes para que saliese bien. Sacó papel y un lápiz, y por más de una hora estuvo trazando cifras y ejecutando operaciones matemáticas. Cuando nos hubo demostrado que no había habido equivocación por parte suya, y que el negocio había fallado únicamente por un cúmulo de circunstancias fortuitas, su faz resplandecía de satisfacción: pidió la cena, y nunca le vi comer con más apetito.

Por último, tropecé una vez en la calle con un amigo mío, famoso escritor y trabajador infatigable. Venía conducido por un criado, pues había tenido la inmensa desgracia de perder la vista hacía poco tiempo.

Pensé hallarle afligidísimo y desalentado; mas con verdadera estupefacción observé que estaba tranquilo y contento. La razón era porque había averiguado que podía dictar sus libros, y que eso, en vez de producirle molestia, le facilitaba el trabajo.

Sin embargo, por mi parte, en las grandes tristezas de la vida no apetezco que me consuelen la política, ni los negocios, ni el arte. Otro numen más alto quisiera que guardase mi alma de la desesperación.

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Con el corazón podemos unirnos a todos los hombres. Cualquier ser humano puede ser amado. Aun podríamos decir que cualquier ser creado, pues nos encariñamos con las bestias. Mas con la inteligencia sólo podemos unirnos a un número reducidísimo de personas. Los juicios de la inmensa mayoría de los hombres son absolutamente despreciables.

Y, sin embargo, por un misterio inescrutable, de todos estos juicios despreciables se forma al cabo el único juicio apreciable. Así la sabiduría divina transforma sin cesar el lodo en hombre y el hombre en lodo.

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Marcho por el áspero camino sombreado de hayas de la campiña vasca con un periódico en la mano. ¡Un periódico bien provisto de crímenes y de interviúes! Suena una carreta: levanto la cabeza. Delante de las vacas uncidas marcha un hombre con la aijada en la mano: a su lado la esposa con una cesta al brazo. ¡Oh, qué bien cargado va el carro de hierba crujiente y olorosa, tesoro del labrador! Pero no; el tesoro del labrador está más arriba. Allá en lo alto, medio hundidos en el heno, aparecen dos niños que inclinan sus cabecitas para verme. «¡Adiós!», me dicen. «¡Adiós!», respondo. La carreta pasa rechinando y deja en pos de sí una estela perfumada. Me detengo y la miro alejarse. Mi corazón va con ella.

Es la hora del crepúsculo. La campana de la iglesia lejana deja escapar un tañido melancólico. El padre detiene la carreta y se despoja de la boina: la madre deposita su cesta en el suelo: los niños se arrodillan sobre la hierba y rezan el Angelus.

—He aquí—me digo—el emblema de la dicha humilde: paz, salud, trabajo, esperanza, amor. He aquí los seres amados de Dios y necesarios a los hombres.

El periódico bien repleto de crímenes y de interviúes se desprende de mis manos. No me bajo a cogerlo.

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Los contemporáneos se ponen siempre del lado de los enfáticos. Pero la posteridad pertenece a los sinceros.

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Los moralistas nos dicen que debemos perdonar las ofensas y ser tolerantes y pacíficos, porque nuestro ejemplo influirá favorablemente en los demás, y, por tanto, en la obra de la civilización.

No se puede aceptar esto de un modo absoluto. Para que el ejemplo de un hombre tolerante y pacífico influya beneficiosamente en la sociedad, es necesario que se le considere capaz de obrar el mal; y cuantos mayores medios se le supongan para realizarlo, tanto más influirá en los demás su ejemplo. Un hombre bondadoso, pacífico, humilde, pero débil, esto es, sin medios interiores ni exteriores para hacer daño, influye más bien perniciosamente, porque se le desprecia, y al despreciarle a él se desprecia el bien que reside en su persona. Además, por arcano y horrible misterio se observa que en el mundo los hombres buenos, pero débiles, provocan la crueldad de sus semejantes. ¿No recordáis todos que en la escuela siempre había un pobrecito niño sobre el cual caían las burlas más pesadas y odiosas de sus compañeros? Pues eso mismo acaece en el mundo.

Esto hace pensar desde luego que la libertad es el don precioso sin el cual nada valen los otros en el hombre. San Bernardo decía: «Sin la libertad nada puede ser salvado.» Nosotros podemos afirmar también: «Sin la libertad nada puede ser estimado.»

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Si quieres ser feliz, aparenta ser desgraciado.

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Cuando vuelvo la vista atrás, y repaso el tejido de mi existencia, observo con sorpresa que no son los instantes llamados dichosos las horas de ruidosa alegría las que me atraen y cautivan. En esas horas de placer me acompañó siempre un sentimiento vago, inexplicable, de miedo; una voz misteriosa parecía resonar dentro de mi corazón anunciándome su fragilidad. Creo haber sido más feliz en los días de hastío, cuando meditaba, cuando soñaba, cuando veía claramente la vanidad de la existencia y no esperaba nada de ella. Me sentía melancólico, abatido, pero tranquilo.

Hay indudablemente en este abatimiento y resignación cierta dulzura; sentimos que estamos pisando terreno seguro, que no nos hallamos ya a merced de los vaivenes bruscos de la fortuna y hemos dejado un mar cambiante y proceloso por la tierra firme.

¿Concluiré de aquí que la única felicidad que puede gustarse en este mundo se halla en la tristeza?

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¿Por qué despreciar tanto la materia? De la materia se han formado los hombres y se formarán los ángeles.

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Última vanidad de los hombres vanidosos: disponer en el testamento que no se pongan coronas sobre su féretro.

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¿Pensáis que no hay nada más frágil que el rico cristal de Bohemia? Decid a un fraternal amigo que no tiene ortografía.

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Los hombres sólo son dignos de amor cuando padecen.

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La religión nos hace ver la deficiencia de nuestra naturaleza. El arte nos hace ver su belleza. Por eso no comprendo ni una religión optimista ni un arte pesimista.

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Los hombres que no recelan de nadie, los que creen en la bondad de sus semejantes, inspiran siempre gran simpatía. Pero se les ama por inocentes, como se ama a los niños. En el fondo, todo el mundo sabe que viven engañados.

Yo confieso que los niños me seducen, pero no tanto los hombres-niños. Prefiero aquellos que, no confiando en los demás, conociendo todo el egoísmo y maldad que existen en el mundo, tienen ánimo para proceder rectamente y suficiente grandeza de alma para devolver bien por mal. Jesús amaba mucho a sus discípulos, pero no creía en su lealtad. «En verdad te aseguro—respondía a las fervorosas protestas de Pedro—que tú, hoy mismo, en esta noche, antes que el gallo cante segunda vez, tres veces me has de negar.»

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Todo hombre, por menesteroso que sea, guarda en el fondo de su arca un pequeño gato de amor y belleza. Es necesario sacárselo: es necesario ser ladrones del espíritu.

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El hombre es un ser tan maravilloso, su naturaleza es tan excelente, que cuando se la considera serenamente, las diferencias entre unos y otros hombres aparecen bien pequeñas. Del mismo modo que los altos y los bajos de nuestro planeta desaparecen al mirarlo de cierta distancia.

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Admirar una obra de arte es participar del talento de quien la ha producido, como admirar una obra de caridad es compartir la bondad del ser humano que la ha ejecutado. Quien admira de corazón un hermoso cuadro, se hace digno de pintarlo. Quien siente sus lágrimas correr al relato de un acto de heroísmo, virtualmente ya ha ejecutado aquel acto.

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El que se juzga amado, acaba por ser amado. El que se juzga perseguido, acaba por ser perseguido. Somos los hombres copartícipes de la esencia divina, somos rayos refractados del mismo sol, y nos acompaña también su poder de hacer el mundo a nuestra imagen y semejanza.

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Vive solitario; vive solitario... No vivas demasiado solitario.

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Cuando jóvenes, somos siempre más o menos paganos. De viejos somos más o menos cristianos. Es que cuando jóvenes pensamos que el mundo es nuestro. Luego advertimos que no es nuestro, sino de Otro.

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«¡Oh dulce Niño! ¡Oh Madre feliz! ¡Cómo se regocija ella en Él y Él en ella! ¡Qué voluptuosidad despertaría en mí esta noble imagen, pobre y todo como soy, si no me fuera preciso mantenerme frente a ella piadosamente como el santo José!»

Así exclama Goethe, en hermosos versos, ante un cuadro de la Santa Familia.

«¡Oh dulce niño! ¡Oh madre feliz! ¡Cuán poco significaríais para mí si no fueseis más que la hembra que da de mamar a su cachorro; si no hubiese algo de divino en vosotros!»

Así exclamaría yo, que soy infinitamente más pobrecito, ante una familia que no es la Santa.

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Díme, amigo; si reniegas de Dios y del alma, ¿a qué te ha sabido el beso que te dió tu madre al morir?

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El arte es la forma más noble de vivir para sí. Por eso, ni aun el arte puede darnos la dicha.

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En un estado de egoísmo completo no puede existir el arte. En un estado de abnegación absoluta, tampoco. El arte refleja el estado de transición entre la ausencia y la presencia de la ley moral, las interesantes peripecias de la lucha entre el ángel y la bestia que en el hombre coexisten.

De aquí se infiere que el artista, trabajando por espiritualizar la naturaleza humana, trabaja por la destrucción del arte.

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Aconsejarnos que en medio de los goces de este mundo amemos a nuestros semejantes, es inútil. Nuestro egoísmo es un árbol demasiado frondoso para consentir que otra planta prospere cerca de él. Podemos primero el árbol, descarguémosle de su ramaje, y entonces el sol del amor podrá pasar a vivificarla.

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Si no existe algo psíquico fuera de la conciencia humana, la vida más pura como la más perversa me producen un efecto cómico.

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Cuando un hombre deja de ser un dios para su esposa, puede tener la seguridad de que ya es menos que un hombre.

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Para ser un buen literato es necesario no ser literato, esto es, se necesita vivir todas las vidas posibles, excepto la vida literaria.

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Como no voy al Parlamento hace años, pregunté a un diputado amigo mío por los oradores que hoy hacen más figura.

—¿Qué tal N***?

—¡Oh, N***! Es un hombre de mucho talento, perspicaz, erudito..., pero carece de sonoridad.

—¿Y X***?

—X*** ya tiene más sonoridad, y logra algunos éxitos.

—¿Y Z***?

—¡Oh, Z***! Ese es un inmenso orador. ¡Admirable de sonoridad, encantador, avasallador!

Y mi amigo arqueaba las cejas y elevaba las manos al cielo en acción de gracias.

Yo también las elevé para bendecirlo porque, al fin, había un país en el mundo en que la política se rige, como había soñado Pitágoras, por las leyes sublimes y matemáticas de la música.

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La grandeza de los hombres depende de una monstruosidad espiritual, de una protuberancia o joroba en su inteligencia. Son grandes hombres aquellos que han visto con exagerada intensidad una verdad parcial, hasta el punto de no ver otra cosa más que ella en el campo del pensamiento. Pero el espíritu general, que es más seguro, hace entrar cada verdad en sus límites, admirando, sin embargo, el ingenio soberano de quien le ha sacado de ellos.

De aquí deduzco que los hombres razonables no pueden nunca ser grandes hombres.

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Los que defienden su vida a tiros y los que la entregan voluntariamente a las fieras, como los primeros cristianos, quieren por igual perseverar en el ser, obedecen al instinto de conservación. Los unos quieren conservarse unos cuantos días más. Los otros quieren conservarse eternamente. Lo primero es mucho más seguro, pero más limitado. Lo segundo, más halagüeño, pero más incierto.

Tan sólo en aquellos que renuncian a toda vida, a ésta y a la otra, falta por completo el instinto de conservación. Pero ¿existen tales seres? O lo que es igual, si a estos hombres fatigados del vivir, que no pueden más, se les pusiera en la mano una vida feliz, ¿la dejarían escapar?

Y aun suponiendo que tal milagro acaeciese, ¿no es el instinto del reposo lo que les empujaría a ello? ¿Y qué es el reposo sino una necesidad fisiológica del ser, que aspira a acumular nuevas fuerzas para vivir?

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En cierta ocasión preguntaba yo a un novelista amigo mío cómo era que, profesando principios religiosos tan arraigados, no combatía por ellos abiertamente en sus novelas.

Me respondió sonriendo:

—Yo no arrojo el arpón a las almas, como a las ballenas, para desangrarlas. Me contento con sonar la flauta para atraerlas. Además, el arte es un país neutral: en cuanto se entra en él, hay que entregar las armas.

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No basta hacer bien en el mundo: es menester hacer el bien con prudencia. Esto no es apartarse de la doctrina cristiana ni falsificar el imperativo categórico de la conciencia. Es, sencillamente, aplicar la idea de arte a la ejecución del bien. Y el arte es aplicable a toda nuestra actividad. Debemos procurar que el bien se extienda, que cada bien engendre otro bien. Tampoco esto significa que el fin justifica los medios, sino que, al cumplir con los mandamientos de la conciencia, que son absolutos y apremiantes, tenemos el deber, por el hecho de ser inteligentes, de que nuestra actividad se produzca mediante las leyes de la razón.

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Desde que se cesa de luchar por ella, la vida ya no tiene sabor.

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Por más que se aprieten, los hombres como los átomos, no consiguen jamás tocarse.

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Donde empieza el odio, empieza el error.

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Cuenta Camila Selden en su libro Les derniers jours de Henri Heine que al terminar éste sus memorias, poco tiempo antes de morir, soltó una carcajada de cruel satisfacción.

—¡Los tengo!, ¡los tengo!—exclamó levantando la cabeza—. Muertos o vivos, ya no me escaparán. ¡Ay del que lea estas líneas si se ha atrevido a atacarme! Heine no muere como un cualquiera: las garras del tigre sobrevivirán al tigre mismo.

Penosa impresión causan estas palabras. Aquel moribundo, postrado en el lecho desde hacía varios años como tumba anticipada, y atormentado de dolores, todavía escupe hiel contra sus enemigos. Es el ejemplo más triste de la influencia venenosa que los ataques de la envidia producen sobre los temperamentos exaltados, por más que nativamente no sean malos. Heine era un poeta: por tanto, un hombre de corazón delicado, piadoso, capaz de todas las emociones buenas.

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Los que sólo admiten en el hombre la naturaleza bestial, no dejan de exigir alguna vez a sus esposas y a sus amigos la naturaleza angelical.

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Ni los hombres ni los dioses se entregan sino al que persiste.

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Ver el aspecto afirmativo de las cosas, es, sin disputa, más noble, más espiritual y santo, tal vez más razonable, y desde luego mucho más higiénico, que ver el aspecto negativo. Pero ¿está en nuestra mano? ¿No depende del grado de viveza de nuestra imaginación, de la constitución misma de nuestro cuerpo?

En todo caso, debe uno esforzarse porque así sea.

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Una tarde, paseando por el parque del Retiro, me paré a escuchar a un ruiseñor que cantaba sobre un árbol. Poco después otro paseante solitario como yo detuvo el paso también; luego otro también, y otro, y otro. Al poco rato formábamos un grupo, casi un público. El ruiseñor, como se sintiese admirado, redoblaba sus trinos y los hacía cada vez más dulces y armoniosos. Los paseantes nos mirábamos los unos a los otros extasiados y sonreíamos con admiración. Uno de ellos no pudo reprimirla más tiempo, y exclamó: «¡Bravo!» Otros exclamaron también: «¡Bravo!»; y estalló un aplauso.

El ruiseñor calló repentinamente y se alejó volando, y no volvió a parecer por allí.

Fué el único artista modesto de verdad que he conocido en mi vida.

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Algunas veces la soberbia individual se transforma en colectiva, y entonces se llama patria.

Yo soy un desdichado que habita el barrio más sucio y más infecto de Londres. Sólo tengo harapos por vestido; carezco de alimento y de lumbre. Pero mi país es el más rico y poderoso de la tierra. Donde la Gran Bretaña pone el peso de sus libras, allí está la victoria.

Yo soy un comisionista de vinos de Bordeaux. No tengo en el cerebro más que ideas vulgares y ramplonas. Toda la ciencia, toda la literatura y toda la filosofía que poseo las he aprendido en Le Petit Journal... Pero Francia es la maestra de las naciones. París es el cerebro del mundo.

Yo soy un escribiente con mil pesetas anuales en el Ministerio de Hacienda. Todo el mundo se ríe de mí por lo infeliz que soy. Mi mujer me llama calzonazos y Juan Lanas. Días pasados un compañero en la oficina me dió una bofetada, y me quedé con ella... Pero ¡hay que ver la Infantería española! ¡Qué sobriedad!, ¡qué coraje!, ¡qué cargas a la bayoneta!

No lo dudes, lector: la patria es el maná maravilloso que la misericordia divina ha enviado para los desheredados de la gloria, para los que en este mundo padecen hambre y sed de adulación.

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Repaso los crímenes, las iniquidades de que está llena la historia del género humano, contemplo la profunda tristeza, la duda, la miseria, la perfidia que por todas partes nos rodea, y mi corazón desfallece, y encuentro la existencia absurda y odiosa.

Me acuerdo de las alegrías de mi infancia, me acuerdo de los sueños hermosos de mi adolescencia, veo de nuevo ante mí el rostro de aquellos seres que he adorado, leo en su corazón; y el mío, medio asfixiado, salta otra vez alegre en el pecho, como un pobre pajarillo que en su jaula recibe un rayo de sol.

Así mi espíritu se columpia sin cesar, pasando del más alto optimismo al pesimismo más desesperado.

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Asegura un filósofo que nuestras existencias no son más que sueños de la Divinidad.

Si así fuese, ¡qué dulce sueño el de Dios, amor mío, mientras tú has pisado la tierra!

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Cuando era muy joven, viendo al bueno morir y al malo vivir, al bueno padecer y al malo gozar, observando la cruel indiferencia con que la Naturaleza tritura lo mismo al inocente que al malvado, me hice esta reflexión: «O la bondad, la inocencia y el heroísmo no son más que ilusiones que los débiles se han forjado para contrarrestar la fiereza de los fuertes y hacer más llevadero su dolor, o esta misma Naturaleza es una ilusión, un símbolo que oculta una realidad superior.»

Ya soy viejo, he leído muchos libros, he pasado por muchas cátedras, y todavía no he podido salir de esta alternativa.

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Me dediqué con ahinco al estudio: mi cuerpo se debilitó, mis nervios se alteraron, huyó de mí la felicidad. Quise ser bueno: cada paso que daba en el camino de la virtud vigorizaba mi cuerpo, inundaba de paz mi corazón, acrecía mi dicha.

Esto me hizo pensar que yo he nacido para conocer pocas cosas y para amarlas todas.

Ignoro si a los demás les sucederá otro tanto, aunque presumo que sí.

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Vivo placenteramente en medio de la indiferencia de los que me rodean. Viviría inquieto con su admiración y su aplauso. Pero la vida me sería insoportable con su hostilidad.

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Hay hombres en los cuales lo mismo simpatía que antipatía, cariño que aversión, engendran fatalmente odio, porque no cabe otra cosa en su pecho.

Los hay en quienes tanto el amor como el odio despiertan amor, porque su alma sublime no puede vibrar con otro sentimiento.

Ambas categorías son excepcionales. En la inmensa mayoría de los hombres el amor engendra amor, y el odio, odio.

Y en este promedio vulgar se encuentra, por desgracia, este pobre hombre a quien llaman el doctor Angélico.

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Porque no voy al café ni a las librerías ni a los saloncillos de los teatros a desollar a mis amigos y compañeros me llaman misántropo. Yo pensaba que eso era ser filántropo.

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«El mundo no es más que un inmenso deseo de vivir y un inmenso disgusto de vivir», afirma Heráclito.

Ignoro si eso será el mundo, pero puedo asegurar que eso soy yo.

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Dios está en todas partes, es verdad, pero yo tengo la desgracia de no verlo más que en el alma de los seres nobles.

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«El alma se une al cuerpo sólo para contemplar la Naturaleza y conocerla—dice el filósofo indio Kapila—. Una vez adquirido este conocimiento, el alma ya nada tiene que hacer en este mundo. Puede permanecer en él como la rueda del alfarero sigue dando vueltas algún tiempo después que cesan de impulsarla; pero ya ha cumplido su destino.»

Esto será verdad para los otros; pero yo sé, hermosa mía, que sólo he nacido para unirme a ti. ¡Y si tú te murieses!... ¡Oh, entonces sí que mi vida daría vueltas sin objeto como una rueda loca!

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Sólo sentí la certidumbre cuando me he sacrificado.

Cuando ríes, veo brillar en tus ojos el amor, la felicidad y la inocencia. ¿Qué son el amor, la felicidad y la inocencia más que el mismo Dios? Cuando ríes, Dios se asoma a tus ojos, y me llevo la mano al sombrero como si exhibieran el Santísimo.

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En la fraseología religiosa de los Vedas los dioses son llamados Dêva, que en sánscrito significa brillante, por ser la luz el atributo que mejor les convenía en la imaginación de los poetas védicos. La reforma de Zoroastro hizo empalidecer el brillo de estos dioses; aún más, los obscureció por completo para dar paso a Ormuz, divinidad más pura y espiritual. En el Zend-Avesta la palabra dêva significa espíritu maligno. Los sectarios de Zarathustra miraron con horror los dioses del Rig-Veda. Pero llega al cabo la reforma del Budha, más profunda, más serena, más piadosa, y los dêvas ya no son dignos de horror, sino seres legendarios, héroes fabulosos, a quienes se mira con tranquila benevolencia, porque no son ya ni temidos ni adorados.

Tal acaeció a mi corazón. Alcé en la juventud ídolos brillantes, ante los cuales me prosterné desfallecido de amor y entusiasmo. Luego, en la edad madura, miré con horror y desprecio estos ídolos, porque mi espíritu, depurado de la sensualidad juvenil, tendía a elevarse a regiones más altas. Ahora llega ya la vejez, y, volviendo tranquilamente la vista atrás, dejo de avergonzarme de aquellos dêvas radiantes y falaces de mi juventud. Un sentimiento de piedad hacia ellos invade mi alma. Mis ojos, fatigados, se iluminan con una sonrisa, y después de contemplarlos un instante sin amor y sin miedo, los guardo de nuevo en el corazón como héroes legendarios de la aurora de mi vida.

* * *

Vivo contigo, y tus palabras, tus gestos, tus caprichos, tus caricias y tus cóleras brotan tan espontáneas, que vivo en éxtasis profundo, como si asistiese a la perpetua creación de un alma.

* * *

Hay una pequeña iglesia en el ensanche de Madrid adonde suelo encaminar mis pasos cuando el sol declina. Es pequeña, recogida, solitaria. En el fondo, una estrella de luces alumbra la Sagrada Hostia. Postrado de rodillas, la adoro en silencio. Cerca de mí, a la tenue claridad, distingo algunas figuras también postradas: una señora lujosamente ataviada, un obrero, un caballero joven, otro anciano, una pobre mujer del pueblo con su cesta delante. Son los de siempre. Suena una hora en el reloj. Déjanse oir desde el coro las notas suaves de un pequeño órgano, y una voz de timbre claro, dulcísimo, eleva una plegaria al Señor. El anciano sacerdote, allá junto al altar, responde con voz apagada. Un coro entona el himno del Sacramento. El sacerdote lo exhibe con manos temblorosas. Suena la campanilla. Todo queda de nuevo en silencio. Nos alzamos; salimos del templo cuando la noche ha cerrado ya, y nos apartamos en distintas direcciones. La gran metrópoli nos traga. No nos conocemos: apenas nos vemos. Sin embargo, seres desconocidos, a la hora de mi muerte quisiera teneros al lado de mi lecho.

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«En los viajes que he realizado—dice Confucio—no he hallado ningún objeto precioso: la piedad y el amor de los padres ha sido lo único que encontré de precioso.»

Yo he hallado además otra cosa preciosa. ¿Te acuerdas de aquel beso que te robé mientras tapaba los ojos a tu hermanito?

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La hostilidad, la envidia y hasta la aversión de los hombres, manifestada en los pormenores más insignificantes de la vida, me han causado mucha pena. El único pensamiento que pudo aliviarla es el de que todos los hombres padecemos desde la cuna una enfermedad crónica, la enfermedad del yo. En unos aparece con más gravedad que en otros, pero a todos nos atormenta y amarga durante los cortos días de nuestra existencia. Los pinchazos del envidioso son caprichos de enfermo que debemos perdonar.

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Mi fe, mi esperanza y mi caridad penden de un hilo bien delgado; pero si Dios lo tiene, es bastante fuerte.

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Como la aguja imantada señala al Polo Norte, así mi alma señala al bien. Pero, ¡ay!, la proximidad de una insignificante raspadura de acero la perturba y la hace cambiar de dirección.

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Pasé por la vida pidiendo con afán la felicidad a cuantos tropezaba en mi camino. Como ninguno podía dármela, me enfurecía, me desesperaba, los llenaba de injurias.

A la única persona que pudiera hacerme ese favor la he dejado tranquila.

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Ayer, pasando por delante de una tienda de estampas, vi en el escaparate una que representaba a Jesús yacente sobre blanco sudario. A sus pies estaban la corona de espinas y el cetro de caña.

Una mujer lujosamente ataviada, que, sin duda, quería representar a la santa María Magdalena, se inclinaba sobre él y le daba un beso apasionado en los labios.

Sentí un vivo estremecimiento de horror y de pena. Y vi como a la luz de un relámpago que mi alma no podría jamás dejar de ser cristiana.

Entré en la iglesia más próxima, me hinqué delante de una imagen del Dios-Hombre crucificado, y le dije con el corazón, más que con los labios:

—Clavaron tus manos, Señor, clavaron tus pies; pero faltaba clavar tu boca. Ya ves que también lo han hecho. Clavado a la cruz estás, y bien clavado. Gracias, Señor. Tú guiaste mis pasos para que hoy te viese en lo más profundo de tu abyección. Jamás te olvidaré ya. Ese beso maldito clavó mi alma a la tuya para siempre.

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Cuando pienso en utilitario, me digo: «Los amigos son como las ramas de los árboles: en cuanto dan la más leve señal de sequía, hay que apresurarse a podarlas para que salgan otras nuevas y mejores.»

Cuando pienso en cristiano, exclamo: «¡Tu hermano se hiela, tu hermano está en peligro; corre a salvarlo; caliéntale a tu pecho, y acaso le vuelvas a la vida!»

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Alma mía, ya que no puedes otra cosa, pon la proa al bien, que Dios se encargará de hinchar las velas.

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La razón nos conduce hasta la puerta del santuario; la virtud da la vuelta a la llave; el amor nos cierra dentro.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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