Gloria y Obscuridad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Acaece a los hombres que han gustado las dulzuras de la gloria lo mismo que a los que frecuentan las salas de juego. Éstos ya no encuentran en el mundo nada que les complazca, sino las fuertes emociones de ganar o perder dinero. Aquéllos ya no pueden vivir sino siendo a todas horas y por todos lisonjeados. Cuando las lisonjas no llegan, se va a buscarlas con mil artificios y violencias. Se adula a los seres más despreciables para obtenerlas; se urden intrigas; se hacen favores a aquellos a quienes se odia; se escuchan dramas soporíferos y se leen libros indigestos; se sube a las buhardillas y se baja a los sótanos; se practican todas las obras de misericordia sin misericordia. Se vive, últimamente, en un estado de perpetua inquietud y vigilancia. ¡Todo para cazar la gacetilla arrulladora!

Esta es la vida feliz que disfrutan la mayoría de los llamados grandes hombres. Voltaire, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Castelar, no han llevado otra.

Y es que el manjar de la gloria tiene un sabor tan pronunciado, que quita el gusto a todos los demás platos.

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Siempre y en todas partes la envidia se ha cebado en los hombres de verdadero mérito. Por lo cual ocurre preguntar: «¿Cómo es posible que los necios hayan visto tan claro, siendo necios, el mérito de los hombres superiores?» Solamente porque la envidia es una pasión que en vez de turbar el cerebro, como las otras, lo esclarece. Gracias a ella, cualquiera puede sin esfuerzo separar el oro del similor en los dominios de la inteligencia.

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Sucede a los escritores muy agasajados de la prensa lo que a los niños mimados. Cuando se les deja solos o no se les hace caso, se afligen horriblemente. Éstos chillan como desesperados. Aquéllos se lanzan de nuevo a la publicidad, con la esperanza de llamar nuevamente la atención, y escriben la serie de fruslerías que todos conocemos.

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Cuando un hombre aspira a elevarse, con razón o sin ella, sobre los demás, puede tener la seguridad de que se ha captado el odio de todos. Este odio, o se manifiesta brutalmente, o se disimula; pero el que tenga dotes de observador, lo percibirá en los más finos matices de la conversación. Unas veces se mostrará trayendo la plática a algún asunto donde no estéis fuertes o donde hayáis sufrido algún revés. Otras el interlocutor tratará de mostraros su superioridad en algún respecto. Otras afectará absoluta indiferencia por los asuntos que os ocupan, o aprovechará hábilmente la ocasión para manifestar su desprecio hacia aquellos que ejercen la misma profesión que vosotros. Por último, cuando no pueda de otro modo, verterá su gotita de hiel mirándoos con inquietud y fijeza:

—¡Hombre, me parece que está usted más delgado que la última vez que le he visto!

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¡Cuán engañado vive el que imagina que por alejarse de los hombres y abandonarles la parte de botín, gloria o dinero que nos corresponde, se les aplaca! Si esto hacéis, todo el mundo se dará a pensar que es por un motivo secreto, que obedece a un plan estratégico para atacarles por otro lado y sacarles más ventaja. Y si al cabo de algunos años se convencen de que no existía tal plan, como vuestro desinterés o modestia os ha captado la estimación de una parte del público, todavía os odiarán mortalmente por este beneficio.

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La gran dificultad que necesita vencer un literato novel es la de convencer a sus compañeros de que es tonto. Los guardianes de la república de las letras son desconfiados. A veces tardan años en reconocer la completa inepcia y poner el marchamo. Pero una vez puesto, las murallas se abaten, las montañas se allanan, los ríos quedan en seco, y el escritor, ostentando su preciosa contraseña, penetra en los jardines perfumados por la lisonja, escala los puestos más codiciados, y sigue su marcha triunfal escuchando los coros de los querubines de la prensa, que eternamente cantan sus alabanzas.

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¿Por qué enfadarse cuando observamos la reputación inmerecida de un artista o de un escritor? Hay que comprender que la mayoría de los hombres es reata. Basta que un burro suene el cencerro para que los demás marchen detrás.

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Se dice, generalmente con amargura, que la sociedad no recompensa a los poetas ni a los filósofos. ¿Por qué ha de recompensarles? Sólo merece recompensa la pena; y el trabajo de los poetas y filósofos es placer. Juzgo, pues, que están suficientemente recompensados con que se les deje cantar o disparatar.

Nunca he podido concebir que la filosofía, la poesía o el sacerdocio fuesen profesiones. Y de hecho no lo han sido nunca hasta los tiempos modernos. Todos ellos se han creído remunerados con el gozo que se procuraban y procuraban a los demás, con el renombre, con la aureola divina que les acompañaba a todas partes. Y si extendían la mano para recibir la dádiva del rico, era para sustentarse, no para adquirir comodidades que deben repugnar a un ser espiritual.

Admiro al sacerdote asceta, al que se lanza a remotos y mortíferos climas para iluminar las almas, al que entrega su capa al pobre y su vida al impío; pero me inspira desdén el que aguarda en la antesala de un poderoso para obtener una canonjía o una mitra. Me hace gozar el espectáculo de los rapsodas homéricos, de los trovadores de la Edad Media atravesando solitarios los campos para posarse lo mismo en los palacios que en las chozas, y cantar allí, y recibir solamente el preciso abrigo y sustento; pero me indignan aquellos que hacen de su musa una muñidora de elecciones y una buscona de destinos. Me entusiasman, por fin, los filósofos druidas recorriendo medio desnudos en el invierno los bosques de la Galia en busca del muérdago sagrado; pero no puedo comprender a los filósofos modernos recorriendo los Ministerios en busca de la nónima.

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Hubo un santo que se fingía idiota para que se burlasen de él, y ganar de este modo un puesto en el cielo. El procedimiento me parece inmejorable para ganar también un puesto en la tierra.

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El que vive en la obscuridad, aunque no consiga deshacerse enteramente de enemigos, les puede huir más fácilmente, porque son menos en número y menos encarnizados. El hombre famoso no puede: los tiene siempre delante de los ojos. Esta continua presencia excita sus nervios, le obliga a aborrecer, y concluye por desmoralizarle.

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Sir Nicolás Bacon, padre del célebre filósofo de este nombre, hizo grabar sobre la puerta de su casa de campo esta divisa: Mediocria firma.

En efecto, sólo quien no aspira a sobresalir y renuncia a las ventajas materiales de poder y de riqueza, consigue dar un fundamento firme a su felicidad.

Lord Francis Bacon se encargó de comprobar bien tristemente la enseña paterna.

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El amor a la soledad, cuando no se exagera, nos conviene, porque engendra la meditación, madre de todos los progresos. Cuando se lleva más allá de sus justos límites indica, si no aversión, por lo menos temor de los hombres, y el verdadero sabio «ni debe temer ni debe ser temido de los hombres», como se dice en el Bhagavad-Gita.

Huir de los hombres en el tiempo presente es casi imposible. No sólo necesitamos aniquilar para ello el instinto de sociabilidad que en todos existe; pero, dadas las condiciones en que ahora se desenvuelve la vida, casi todos los hombres, por su profesión, se ven obligados a relacionarse entre sí. Por otra parte, y esto es lo más importante, sólo en contacto con ellos se les puede hacer bien. Lejos, únicamente el escritor o el sabio.

No huyamos, pues, de ellos, pero guardémonos de despertar su envidia. Pasemos a su lado haciendo el menor ruido posible. Procuremos no ser presa apetitosa para su paladar. Debilitémonos sistemáticamente; soltemos las carnes para que su olor no despierte el apetito de la fiera.

Apenas existe en la Historia hombre elevado a un gran poderío que haya podido sostenerse hasta el fin. Los grandes conquistadores mueren en las batallas que les suscitan o en el destierro; los ricos perecen asesinados; los favoritos de los reyes suben al patíbulo. Aun aquellos que en la obscuridad disfrutan de cierto bienestar, que no se descuiden. Una ligera tentación de vanidad, un instante de desvanecimiento les puede costar enormemente caro.

Oid la historia triste del pobre Fargues. Fargues era un francés que había tomado parte activa y principal en los disturbios de la Fronde contra la Corte y el cardenal Mazarino durante la minoría de Luis XIV. No fué ahorcado, aunque no faltaron deseos de hacerlo. Su partido, aun temible, guardó su vida: fué comprendido en la amnistía. Temeroso, no obstante, de la venganza de la Corte, decidió retirarse al campo y pasar en la obscuridad el resto de su vida. Transcurrieron bastantes años, el cardenal Mazarino había fallecido; pero nuestro hombre, siguiendo los consejos de la prudencia, permanecía retirado. Vivía, pues, tranquilamente en su castillo, no muy lejos de Saint-Germain, al amparo y a la fe de la amnistía, cuando un suceso imprevisto vino a sacarle a luz. Acaeció que en una cacería en que tomaba parte el Rey, cuatro o cinco señores de los que le acompañaban, enardecidos en la persecución de una pieza, se extraviaron en el bosque. Cerró la noche, y se hallaron sin saber adónde dirigirse. Al fin divisan una luz, marchan hacia ella, y se encuentran con una casa de recreo; piden hospitalidad, y el dueño se la ofrece cortésmente. No se limita a esto, sino que los atiende con real esplendidez: exhibe su rica vajilla, su mesa bien provista, su excelente vino, sus lechos de pluma, etc. Los cortesanos quedaron sorprendidos, encantados, llenos de gratitud. Cuando al día siguiente regresan a Saint-Germain, refieren delante del Rey su aventura y se hacen lenguas de la amabilidad y esplendidez de su huésped.

—¿Cómo se llama?—pregunta el Rey.

—Fargues.

—¡Fargues, Fargues!... Me suena ese nombre.

No vuelve a decir otra palabra. Pasa a las habitaciones de la Reina madre; comprueba que el huésped de sus cortesanos es el antiguo y famoso revolucionario amnistiado, y se irrita grandemente de que viva tan cerca de su palacio. Llama al primer presidente, y le encarga que inquiera si, revolviendo los antiguos procesos de la Fronde y examinando la conducta de Fargues, se hallaría medio legal de castigar su insolencia de vivir tranquilo, feliz y opulento próximo a la Corte.

El primer presidente, cortesano ávido y rastrero, resuelve complacerle. Desentierra los procesos, y encuentra medio de complicar a Fargues en un asesinato cometido en París durante los disturbios. Se le prende, se le acusa. Él se defiende perfectamente, y alega además la amnistía concedida. No le valió de nada. Los nobles que había alojado en su casa hicieron toda clase de esfuerzos para salvarle. Todo fué inútil. Fargues fué condenado, y sus bienes confiscados en favor del presidente que dirigió el proceso. Un ligerísimo descuido, un poco de imprudencia o de vanidad bastó para que aquel anciano saliese de la tranquilidad y las comodidades de su casa para subir al patíbulo.

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Luchamos con empeño por alcanzar la notoriedad, por hacernos populares, conocidos de la multitud. Y, sin embargo, ¿qué ventaja positiva nos ofrece esto? Cuando en otro tiempo tropezaba en mis paseos solitarios con algún hombre público, escritor famoso o magnate, y nuestras miradas se cruzaban, la superioridad estaba siempre de mi parte. Sus ojos, al clavarse en mí, no expresaban más que una vaga e impotente curiosidad. Los míos, en cambio, le decían: «Te conozco; sé tu historia; estoy al tanto de tus triunfos y de tus flaquezas, de tu talento y de tus ridiculeces, del origen de tu fortuna y de tus humillaciones domésticas. Tú, en cambio, nada, nada sabes de mí.»

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No sólo las obras literarias despiertan mortal envidia. También las de cal y canto. Quien haya tenido medios y gusto de edificar una casa, o aun de reformar la que posee, habrá tropezado con los obstáculos pequeños o grandes que la envidia le opone.

Conocí en otro tiempo a un caballero de Madrid que iba a pasar los veranos en un pueblecillo de la costa septentrional de nuestra península. Transcurridos algunos años, cuando se hubo cerciorado de que el sitio le agradaba enteramente, de que el clima era sano y los habitantes honrados, se decidió a fabricar una mansión para pasar tranquila y dichosamente los últimos años de su vida. Compró terreno adecuado, y edificó un lindo hotel con todas las comodidades imaginables. En su frontispicio hizo esculpir, al estilo francés, esta inscripción: Mi reposo.

Apenas el marmolista había terminado de formar la leyenda, y como si el último golpe del martillo despertase enfurecido al Destino, un vecino le promovió pleito sobre luces. Interesóse el amor propio de nuestro caballero: se encendió más y más el pleito. El vecino tenía numerosos parientes y amigos, que tomaron parte por él: el forastero, influencia sobre los jueces. Hubo injurias y amenazas, y luego palos y pedradas, y hasta un desafío en que el forastero salió con la cara acuchillada.

Por último, después de tres o cuatro años de esta vida reposada, nuestro caballero se vió necesitado a malvender su finca y retirarse de nuevo a Madrid con el hígado enfermo y la cabeza llena de canas.

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«Los autores se ven necesitados a empujar el carro de su propia fama», ha dicho el poeta Leopardi.

Es cierto, pero a condición de hacerse invisibles, que no sean caballo, sino electricidad.

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Cuando un escritor principia a comerciar con su ingenio, no tarda en suspender los pagos.

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Cuando se apura de un trago la copa de la gloria, suele subirse a la cabeza. A veces también produce vómitos. Pero si se la bebe a pequeños sorbos, conforta la existencia, y es fuente de alegría.

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Los libros son como los hijos; se engendran con placer; luego dan disgustos: por fin amparan la vejez.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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